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128 Boletín/20 Yo era un crítico joven Antonio Marcos Pereira Universidade Federal da Bahia Traducción de Julia Tomasini I. ¿Cómo se llega a ser crítico literario? ¿Cómo se vuelve uno crítico literario? ¿Cómo voy a hacer yo para volverme crítico literario? Antes me interesaban mucho estas preguntas, cuando era joven y miraba el mundo de la crítica literaria desde una condición un poco externa. Anhelaba ser crítico como algunos anhelan la magistratura, el quirófano, la construcción de puentes y caminos. Pensaba qué maravilla debe ser eso, ser un profesional del campo literario. Cuántos privilegios: que te paguen por leer, que las editoriales te manden libros gratis, que tus propios textos salgan impresos en el diario (¡con tu nombre como autor!) y todo como consecuencia de un lujo mayor, que es el hecho de que las personas se interesen por lo que tenés que decir sobre lo que leíste. ¿Qué trabajo podría ser mejor? Estas preguntas revelan la fantasía, necesariamente parcial y algo caricaturesca, propia del amateur, de una persona sin experiencia interna en determinado campo de actividades laborales, ignorante de la complejidad y los detalles de cualquier ejercicio profesional. Imagino que mis colegas médicos e ingenieros tuvieron también su cuota de amateurismo. Y sin dudas así era yo en la época en que me hacía estas preguntas: era muy joven, estaba entrando en la universidad y seguía un poco atónito frente a tantas cosas inciertas e indescifrables que se me presentaban en la experiencia universitaria. Amateur, sin dudas, ajeno a las vicisitudes tan propias del trabajo, como si viera solo la punta glamorosa del iceberg. Simplemente no sabía bien lo que significaba “ser un crítico literario”. Pero sabía de mi deseo, y eso era suficiente para seguir deseando. Abrí este ensayo formulando esas preguntas con el objetivo de realizar algo que el título también intenta, que es provocar la curiosidad del lector Dossier 129 en la formación de una persona interesada en abrazar el comentario de la literatura como parte de un ejercicio profesional. Por eso quiero dirigirme, de manera más directa, a aquellos lectores que son también críticos jóvenes, críticos en formación, críticos que en su currículum tienen más deseo de hacer que cosas hechas, más proyectos que carrera y publicaciones. Quiero ubicar la pregunta en la juventud, zona imprecisa, pero que sería justo describir como espacio de pasaje, liminal, que se atraviesa con la intención de volverse otro. En la juventud, estoy tornándome; joven, estoy atravesando. Ahora, supuestamente, llegué a algún lugar. En los tiempos en que era un crítico joven quería llegar a algún lugar. A veces, cuando doy clases de historia de la crítica literaria brasileña, muy raramente un alumno me pregunta sobre el trabajo del crítico. Esto me dice que la pregunta sea tal vez más mía que suya —que la pregunta, para mí, no se cerró cuando el proceso se transformó en un producto, cuando el empeño en la formación se volvió liquidez capitalizable de una condición—. Como tantas veces en la producción ensayística, escribimos para responder algo que nos conduce a la escritura, que conduce nuestra escritura; la forma de la pregunta y la fuerza de la respuesta parten del mismo ímpetu. La pregunta general de “¿Cómo se vuelve uno crítico literario?” se transformó en “¿Cómo voy a hacer yo para volverme crítico literario?” y ahora se transforma en su versión anecdótica y ego-histórica, “¿Cómo yo hice para volverme crítico literario?”. La respuesta, en mi caso, es un conjunto de experiencias que me trajeron hasta acá y que imagino pueden ser útiles para pensar la crítica literaria de una forma más imbricada a la vida, que se transforma frente a nuestros ojos y por fuerza de nuestras acciones en la dinámica propia de nuestra a veces tan acelerada historia reciente. Creo que al responder aquellas preguntas con un relato de experiencias personales, encontramos una manera de valorar lo particular cuyo interés no termina ahí, no se agota en sí mismo como en un esquema del tipo “Esta es mi vida”. Lo que es vida, bios, biográfico, autobiográfico, texto sustraído de la propia vida es acá una estrategia para decir algo muy simple pero comúnmente olvidado: cada texto que se produce se inscribe en, y es atravesado por, una historia que marca de alguna forma a la persona que lo hace. Fuera de esa historia no hay texto, no hay lector, no hay escritor, no hay literatura ni, evidentemente, su crítica1. 1 Estas consideraciones se volvieron mías a fuerza de muchas lecturas, pero me gustaría destacar aquí 130 Boletín/20 II. En el proceso de preparación de este texto, mientras hacía las fichas, lo organizaba y hacía bosquejos, se me ocurrió explorar un diálogo con un texto muy conocido de Luiz Costa Lima, uno de los críticos y profesores de teoría literaria más importantes en la historia de estos temas en Brasil. Titulado “De la existencia precaria: el sistema intelectual en Brasil”2, critica duramente lo que juzga hábitos constitutivos de nuestro sistema intelectual, aspectos de lo que sería una “manera brasileña” de pensar y de hacer crítica. Este trabajo fue muy significativo en mi formación y me llevó a reflexiones importantes en la construcción de un entendimiento de nuestras particularidades como nación, traducidas en el legado intelectual de determinada tradición brasileña. Uno de los puntos centrales en la crítica de Costa Lima es lo que llama nuestra “cultura auditiva”, evidente en el privilegio y preponderancia que acabaron teniendo entre nosotros ciertas formas de producción textual oral por sobre las manifestaciones escritas, lo que sería, desde su punto de vista, algo nocivo para el florecimiento de un verdadero pensamiento crítico local. Mi idea inicial era contradecir un poco a Costa Lima y sugerir la potencia de la elaboración local de una crítica hecha en una matriz cercana a la conversación, y que encuentra su riqueza justamente en esta especificidad. Pensé en redescribir la propuesta crítica inicial de Costa Lima sugiriendo que habría valor allí donde él encuentra nuestra mayor falta, y mostrando cómo, según mi experiencia, se puede encontrar un nivel de ejercicio crítico en los diálogos sin pretensiones en el patio de la facultad de Filosofía, en un café después del cine, o en una mesa de bar, espacios de sociabilidad nada ilustres y poco explotados como fuentes relevantes para este tipo de discusión, o sea cómo y dónde sucede la crítica. Tales espacios y prácticas de interacción solo pueden ser considerados ajenos al circuito de las prácticas letradas desde una perspectiva muy mezquina, o monacal, de la vida académica, del mundo universitario, de las prácticas letradas de conducción de argumentos, ejercicio de pensamiento y exploración de las ideas. Sin dudas, estas instancias fue(incluso como un intento de llevar a un eventual lector a uno de los textos que articulan con maestría y excelencia jazzística esta discusión) el libro Contingencies of Value: Alternative Perspectives for Critical Theory, de Barbara Herrnstein Smith. También exploré otros aspectos de este proceso de formación en el ensayo “Sobre ser um crítico” publicado en la revista Lindonéia. 2 Texto incluido en su libro Dispersa demanda: Ensaios sobre literatura e teoria. Dossier 131 ron cruciales para llevarme a la escritura, hacerme comprender la eventual legitimidad de ciertas posibilidades retóricas marginalizadas y permitir la adopción de determinadas técnicas de exposición y argumentación que, al remontarse a una forma de pensar más cercana a la conversación, se me aparecían fructíferas. E imaginaba que, en alguna medida, el mismo Costa Lima habría sido nutrido por experiencias semejantes: lo imaginaba joven, todavía en Recife, en la facultad de Derecho, ejercitándose en pruebas informales de elocuencia en la conversación y recomponiendo pedacitos de esos incidentes en sus textos, tantas veces marcados por la aparente ambición de una sequedad kantiana, punto de fuga de una visión ortodoxa y algo escolástica de la excelencia académica y crítica (el “espíritu de araña” que Nietzsche denunciaba en Kant encuentra allí uno de sus lugares de manifestación). Sin embargo, a medida que avanzaba en esta propuesta y estudiaba el ensayo de Costa Lima, me fue abandonando el deseo de entablar ese diálogo, cansado solo de pensar en las demandas de tipo argumentativo que tendría que atender para dar cuenta de una dinámica más justa de apropiación y diálogo. El texto con el cual elegimos dialogar también conforma algo de nuestra respuesta, y me veía endureciendo —lo que me molestaba— aquello que parecía reservarme el destino que inicialmente pensé para este ensayo. Entonces comencé a considerar otra idea, la de explorar un capítulo del conocido libro de memorias de Claude Lévi-Strauss, Tristes trópicos —un libro que, sabemos, se ocupa mucho de Brasil, país donde el famoso antropólogo francés dio clases, hizo trabajo de campo, vivió experiencias fundamentales y prácticamente comenzó su carrera— . En dos capítulos seguidos, “Mirada hacia atrás” y “Cómo se llega a ser etnógrafo”, Lévi-Strauss hace un recuento de su formación y señala cómo los cursos que tomó en la universidad, de filosofía a derecho, lo llevaron a una especie de “revelación” en el momento en que, finalmente, leyó un libro de antropología. Además, dice que decidió la carrera que iba a seguir “un domingo [… ] con una llamada telefónica” en la cual un profesor que conocía le ofreció la oportunidad de ir a Brasil a dar clases de sociología en la Universidad de São Paulo y estudiar a los indios. “Los suburbios están llenos de indios, y usted les podrá consagrar los fines de semana”, dijo en la llamada el profesor Célestin Bouglé, de acuerdo con Lévi-Strauss. “Pero es necesario que dé su respuesta definitiva [… ] antes del mediodía” (Tristes 51). 132 Boletín/20 Sabemos que la respuesta fue afirmativa: Lévi-Strauss dice que en ese momento comenzó a ser aquel que hace que hoy discutamos sus trabajos y su legado intelectual, a partir de esa llamada, que llega de la mano de una revelación anterior, la de que su interés no estaba en la filosofía ni en las leyes, sino en la etnografía. Doble desplazamiento: no es la filosofía sino la antropología; no es Francia sino Brasil. La vocación, vislumbrada en la intuición y la epifanía, parece haber engendrado una inmediata existencia material bajo la forma de la providencial invitación; Lévi-Strauss se va de la especulación libresca rumbo al trabajo de campo, pasa de la filosofía a la vida. Mi idea era contrastar este relato de Lévi-Strauss con algunas situaciones paralelas que encontraba en mi propia historia. Así, exploraría cómo, partiendo de un curso en la Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas, fui gradualmente migrando hacia cuestiones afines al área de Letras. Primero hacia la filosofía del lenguaje, después hacia el desarrollo histórico de la lingüística y sus relaciones con la antropología y, finalmente, a la crítica literaria. Además, contaría también cómo comencé a publicar en un diario de Río de Janeiro, evento importante para mí y que marcó el abandono de cierta condición de amateur (escribía “gratis” en blogs más o menos cuando y como quería) hacia un ejercicio profesional (escribiendo con un sueldo, contrato, de acuerdo con plazos y límites de espacio establecidos por la editorial). Comentaría cómo este cambio se asoció a una alteración en la reputación y un incremento de prestigio, fruto de lo que el periódico ofrecía en términos de reconocimiento de habilidades y competencias, y que hacía posible una remuneración simbólica que en mucho superaba la modesta suma que recibía por cada reseña publicada. En mi caso, todo esto no sucedió a partir de una llamada telefónica sino de un correo electrónico redactado por un periodista que, actuando como scout en una página web en la cual yo solía publicar mis reseñas, me preguntó si no quería escribir para el diario. A esa persona, Miguel Conde, me siento vinculado y agradecido hasta hoy, pues además de propiciar mi inserción en la dinámica peculiar de los diarios, siempre fue generoso y abierto, y mientras convivimos —de esa forma un poco vicaria característica de las relaciones a distancia mediadas por un propósito profesional— el trabajo en conjunto siempre fue placentero, iluminador y amable. Si bien hay, de hecho, ciertos paralelos que podemos explorar, mi motivación estaba justamente en exhibir las limitaciones de estos paralelismos, criticando cosas que me molestaban en la manera en que Lévi-Strauss describe Dossier 133 sus inicios. Claro: sus inicios puede describirlos como quiera. Pero yendo un poco más allá, con el interés de dialogar con el texto de alguien que vino antes y produjo una obra notable y fértil, podríamos pensar, en mi caso, en algo mucho más importante que esos incidentes que acabé de contar (escribía en un blog, un periodista me invitó a un diario, empecé a publicar, esto produjo un cambio en mi papel en una economía simbólica, etc.). Cuando observo estos incidentes ahora, lo que me parece más rico son los procesos de preparación, desarrollo y, por qué no, ensayo detrás de cada uno de ellos. Debería observar ahora que la carrera interdisciplinaria que hice, impulsada por la curiosidad y el magnetismo irresistible que ciertos temas, debates y formas de producción de saber ejercían sobre mí, y a pesar de una cierta actividad contemporánea de divulgación que busca favorecer mezclas y libre tránsito entre los campos del saber, fue un proceso que estuvo lejos de fluir tranquilamente. La trayectoria me marcó mucho: haberme graduado en Psicología, haber hecho una maestría en Filosofía y un doctorado en Letras fue muy propicio, ya que me ayudó a ensanchar perspectivas, ampliar el repertorio de referencias y entender el funcionamiento de las instituciones contemporáneas ligadas al conocimiento, su producción, preservación y divulgación. Pero esta trayectoria no siempre fue fácil o estuvo relacionada con lo que se realiza en un espacio puramente intelectual. Nada de eso: desde dificultades para mantenerme y problemas para conseguir puestos profesionales, pasando por la cuestión de las afiliaciones y dinastías institucionales, y por las estructuras que llevan a muchos a sospechar, incluso sin evidencias de incompetencia, de la gente que cambia de área: todo eso fue tan constitutivo del proceso como sus aspectos más especulativos e inmateriales. De la misma forma que aquel correo electrónico, que fue como un marco de cambio y que efectivamente alteró una condición, tuvo lugar como consecuencia de innumerables intentos y preparaciones: decenas de debates en las antiguas listas de discusión por correo electrónico, incontables textos producidos y publicados en blogs, fanzines, publicaciones alternativas, todo aquello que el editor scout encontró al leer la reseña que yo había publicado sin conciencia de su futuro valor dramático. A partir de esa reseña —a partir de cómo exponía mi juicio respecto de un objeto literario, lo inscribía en determinado circuito de provocaciones y trabajaba para persuadir al lector de que ese juicio era justificable— otro sujeto con otro posicionamiento en el campo literario, se sintió llamado, en respuesta a preguntas relacionadas con su espacio de 134 Boletín/20 práctica profesional, a ofrecerme una posibilidad que pude aprovechar. Pero probablemente sería ficcionalizar demasiado decir que un incidente, un correo electrónico, decide una carrera y hace de mí un crítico literario. Como dice Reinaldo Laddaga con una feliz simplicidad, “hay libros porque estos libros han sido y son escritos por individuos cuyos esfuerzos constantes se dirigen a constituir las formas de organización del tiempo y del espacio, los sostenes económicos y emocionales necesarios para que puedan ejecutarse de manera cotidiana, las usualmente complejas operaciones que resultan en sus textos” (Estéticas 49). Del mismo modo que esto funciona para los objetos privilegiados de la crítica literaria —los libros— funciona también para las producciones de la propia crítica literaria: es necesario organizar el tiempo y el espacio de una manera dada, es necesario encontrar sostén material, económico, emocional para que suceda eso que llamamos crítica. Si hubiera escrito este texto comentando las semejanzas y diferencias entre el relato de Lévi-Strauss y mi experiencia, habría tratado de explicar cómo esta manera de describir procesos de este orden puede ser interesante y relevante para que entendamos cómo funciona hoy la crítica. III. Si hubiera puesto a funcionar, transformándolas, estas ideas en el ensayo que pensé escribir, podría haber trabajado con textos importantes en mi formación, lo que me llevaría a valorar la tradición crítica a través de encuentros con los textos de esa tradición. Habría tenido que esmerarme en el diálogo con las obras de aquellos que vinieron antes que yo; habría construido una exposición con argumentos persuasivos, en la medida de lo posible, y explicativos, por lo menos de un punto de contacto, de cómo mis gestos, lenguaje y argumentos —tan forjados por aquellos textos— buscaban transformar esos textos en otra cosa, en aquello que serían al haber sido tocados por mí. El proceso valorizaría mi propio texto cuando, al discutir el trabajo de otros autores, tomo prestado y hago uso de algo de su autoridad y del sedimento histórico que se agrega a sus nombres y, en la medida en que me muestro capaz de dialogar con ellos, pruebo también algo de mi valor. Sin embargo, mi circunstancia parecía trabajar en contra de esas pretensiones traducidas en ideas para mi ensayo. No tenía suficiente tiempo, aco- Dossier 135 sado —como es usual para un profesor brasileño— por mil demandas provenientes de otras dimensiones del trabajo y su gestión, así como de la vida cotidiana, la vida que exige cuidado y atención para que suceda sin inconvenientes. También reconocía mi poca paciencia para estructurar argumentos con la debida meticulosidad, y al mismo tiempo sabía que esforzarme en una exposición más meticulosa podría darle al texto un carácter de argumentación más cerrada y “técnica”, lo que quizás limitaría las posibilidades de comunicación con la audiencia. Eso no me interesaba: deseaba exactamente lo contrario, deseaba ser leído y comprendido sin muchos prerrequisitos. Temía, siempre temo, volverme aquello que abomino, y transformar la oportunidad que tenía de examinar un momento tan pequeño y poco valorado de la aventura crítica —los inicios de la formación— en más abono para los protocolos argumentativos corrientes, cuando el contenido de experiencias termina olvidado en beneficio de un regimiento de enunciación que, al pretender elevar, simultáneamente se distancia, y produce olvido. Quería hablarle a quien fui cuando era un “crítico joven”, o a una versión de mi personaje pasado que imaginaba habitando las experiencias de otros. Se me ocurrió que tal vez nunca desaparecería cierta condición liminal, aunque pudiéramos generar una amnesia voluntaria: ya no sabía si estaba encontrando un hilo para ir llevando el ensayo hacia el final o si me estaba perdiendo, y entonces este ensayo sería apenas un trabajo perdido más, una vez más ese momento de cierta vergüenza al decirle al colega que lo pidió: “No pude, disculpame, no me salió, no pude escribir”. En este proceso recuperé un hecho que pasó hace mucho tiempo y que hacía años no recordaba. Sucedió en un espacio particularmente ligado al ejercicio de la crítica aunque poco valorado como tal: la biblioteca pública, institución que funciona como lugar de socialización e interacción pero que principalmente ofrece recursos para la labor silenciosa y concentrada de la lectura, el encuentro continuado con los textos del cual puede surgir la crítica. Recuerdo las incontables visitas que hacía a la biblioteca central de la ciudad. Era un camino fácil, sólo había que bajarse en la parada, subir una escalerita, caminar dos cuadras y listo. Allá podía disfrutar mucho más que de los libros que me prestaban: había tranquilidad, tenía la posibilidad de pasar el tiempo —abundante en la adolescencia— en unas sillas que rodeaban el jardín interno. Y en ellas no sólo podía quedarme absorto en la lectura y olvidarme de todo, sino también hacer aquel movimiento de interrupción de la 136 Boletín/20 lectura, que Barthes valoraba mucho, para mirar alrededor y pensar en lo que había leído y en lo que eso había hecho conmigo, o en lo que podría hacer con eso que había leído. Era una aventura con instrucciones libres, cercana a la flânerie, ya que no había otro procedimiento o disciplina más que pasear por los estantes tocando los volúmenes hasta encontrar algo interesante y después poner el interés a prueba en la lectura, ver si el libro valía la pena, si me gustaba leerlo, si me enganchaba. Era algo mucho mejor, por varias razones, que quedarme en casa. Era bueno. En aquella época, comienzo de la adolescencia, digamos que 1985 o 1986, leía casi exclusivamente eso que hoy podría llamarse ficción “de género”: libros de ciencia ficción, de horror, policiales. Creo que llegué a esa literatura por obra y gracia de las colecciones populares que leía mi padre, o de los libros que había en la escuela como lectura complementaria. A partir de ahí seguí por mi propia cuenta, leí más, con mayor autonomía y fui desarrollando una fisionomía del gusto. Entonces, un día como cualquier otro, del cual no recuerdo otra cosa que ese hecho, estaba en la biblioteca, entre los estantes, buscando un libro de Julio Verne. Ya había leído varios de los más famosos e indudablemente aventureros y animados —La vuelta al mundo en 80 días, Veinte mil leguas de viaje submarino, Miguel Strogoff, Viaje al centro de la tierra— y quedaban aquellos cuyos títulos, más enigmáticos, me hacían dudar: El náufrago de Cynthia, Dos años de vacaciones, Las tribulaciones de un chino en la China. “¿Estarán buenos estos libros?, ¿valdrá la pena leer uno de estos?”, me preguntaba. Así estaba yo, dudando hacía un rato, cuando un chico que estaba por ahí se me acercó preguntando algo así como “Te gusta la ficción, ¿no?”. Entendí que se refería a la ciencia ficción: así también mi padre se refería al género, y creo que si alguien me hubiera preguntado sobre mis preferencias, podría haber dicho “me gusta la ficción” queriendo decir “me gusta la ciencia ficción”. Pasaron más de veinte años, y recuerdo muy poco de ese chico que estaba a mi lado en la biblioteca —me acuerdo que, como yo, usaba anteojos, y quizás tuviera un uniforme o una camisa de uniforme escolar, no sé—. Recuerdo que era negro, flaco, más alto que yo, ciertamente algunos años más grande y que, cuando dije que sí, que me gustaba la ficción, sacó un libro que estaba por esa zona de la biblioteca, cerca de los de Verne, y me dijo “Tomá. Este es bueno”. Dossier 137 Es muy probable que no me haya gustado esa intervención impositiva en mi proceso de decisión, pero sea como fuere decidí confiar en él. Tomé el libro, le agradecí y fui al mostrador de la bibliotecaria. Al revés de lo que me pasa con el chico, recuerdo muy bien muchos detalles del libro: era una edición de bolsillo, finita, de algunos cuentos de H. G. Wells. Uno de ellos era “La puerta en el muro”3, que le daba título al libro. De Wells ya había leído La máquina del tiempo, uno de mis favoritos de aquella época de lecturas y que leí una vez más, ya adulto, a causa de Borges. Pero nunca había leído un cuento de Wells y la verdad es que los cuentos no formaban parte de mi dieta literaria de entonces. Mirando hoy la edición que tengo, veo que el título original es “The Door in the Wall”, si bien la puerta de la historia era de hecho verde, y al traductor le pareció bien incluir enseguida este elemento en el título —una licencia que puede ser censurada, pero que efectivamente, en mi imaginación juvenil, transformó lo que sería una descripción de lo más prosaica en algo que tenía un cierto poder evocativo—. La historia es una especie de evocación de una experiencia fundamental que se repite algunas veces para el personaje principal: cuando es chico tiene acceso a un pasaje maravilloso que lo lleva a un mundo más rico. Esta visión lo deslumbra enormemente, y repite algunas veces la experiencia, como potencialidad y riesgo. Pasan los años hasta que el protagonista deja de tener esta posibilidad, lo que termina consumiéndolo y derrotándolo. Luego de describir el cuento, tengo dudas: no sé si es exactamente así. De todas formas, así lo recuerdo, y no me gustaría drenarle vida a mi recuerdo reduciendo su imprecisión. Muy bien: esta lectura, que fue posible en aquel momento por obra y gracia de la recomendación de un extraño, representó probablemente mi primer encuentro con una alegoría en literatura. Yo no sabía lo que era una alegoría pero sabía que eso que había leído era diferente: era extraño, insólito, parecía querer decir algo que no sabía muy bien qué era. Tenía la forma de un relato relatado: un narrador cuenta lo que escuchó de un amigo, y ese amigo era efectivamente el protagonista, aquel que articulaba el núcleo magnético de la trama. Era un artificio de refracción que desentonaba con lo que yo conocía como posibilidad de narrar, y agregaba un elemento más de extrañeza a la experiencia. En los libros que estaba acostumbrado a leer siempre sabía lo que estaba sucediendo y había sucedido en la narración, y también, en la 3 Traducido en portugués como “La puerta verde en el muro” (N de la T). 138 Boletín/20 medida de lo posible, conmigo. Pero no en este caso. La recomendación de ese chico me había llevado al mundo de la experiencia estética a través de una experiencia de extrañamiento, de desplazamiento de las categorías habituales, de renovación de la percepción. A partir de ese momento, y del enigma que esta lectura instaló, cambió la serie literaria que venía explorando y comencé a incluir cosas más arriesgadas, a andar por otros pasillos y estantes de la biblioteca, a desear esas cosas. Él, con una tranquilidad casual, se dio cuenta de mi zona de intereses y aprovechando la proximidad entre esa zona y la de él, me sugirió un ligero desplazamiento. A partir de su experiencia previa de lectura y de lo que, por su observación y por mi respuesta, dedujo de la mía, favoreció mi encuentro con aquel libro a través de su juicio de valor. Y el encuentro funcionó. Fantasma impreciso en mi memoria, aquel chico anónimo a mi lado en los pasillos de la Biblioteca Central dos Barris fue el primer crítico literario que conocí, en quien confié y gracias a quien, de alguna manera, estoy aquí. Nota final: una primera versión de este texto fue publicada en el libro Leituras Possíveis nas Frestas do Cotidiano (Salvador: FUNCEB, 2012) organizado por mi colega y amiga Milena Britto de Queiroz, a quien agradezco. Bibliografía Costa Lima, Luiz. “Da existência precária: o sistema intelectual no Brasil”, 3-29. En Dispersa demanda: Ensaios sobre literatura e teoria. Río de Janeiro: Francisco Alves, 1981. Herrnstein Smith, Barbara. Contingencies of Value: Alternative Perspectives for Critical Theory. Cambridge: Harvard University Press, 1988. Laddaga, Reinaldo. Estética de Laboratorio: Estrategias de las artes del presente. Adriana Hidalgo: Buenos Aires, 2010. Lévi-Strauss, Claude. Tristes trópicos. Traducción de Noelia Bastard. Barcelona: Paidós, 1992. Pereira, Antonio Marcos. “Sobre ser um crítico”. Lindonéia, 2 (2013): 57-62. Web. <https://estrategiasarte.net.br/sites/default/files/lindoneia2.pdf>