A Andrea,
que entiende bien
los nietzscheanos ímpetus.
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Autor del texto: José Antonio López López (2024).
alfanui@hotmail.com
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Índice
Introducción .................................................................................................................................. 1
El coraje de la verdad ................................................................................................................ 2
De poeta a profeta .................................................................................................................... 3
Aproximación a Nietzsche ......................................................................................................... 5
1. El poeta...................................................................................................................................... 7
El hijo del clérigo ....................................................................................................................... 8
De filólogo a filósofo ............................................................................................................... 10
El genio griego ......................................................................................................................... 13
2. El filósofo ................................................................................................................................. 19
El último hombre..................................................................................................................... 20
La vida como arte .................................................................................................................... 24
El ímpetu ................................................................................................................................. 29
3. Dinamita y martillazos ............................................................................................................. 34
El camello ................................................................................................................................ 35
El Uno ...................................................................................................................................... 40
El Anticristo ............................................................................................................................. 45
4. El profeta ................................................................................................................................. 49
Zaratustra ................................................................................................................................ 50
La transmutación de los valores.......................................................................................... 52
La voluntad de poder .......................................................................................................... 52
La muerte de Dios ............................................................................................................... 55
El eterno retorno ................................................................................................................. 57
El superhombre ................................................................................................................... 59
El león ...................................................................................................................................... 62
Don Juan .................................................................................................................................. 65
El niño ...................................................................................................................................... 72
5. El legado .................................................................................................................................. 77
Después de Nietzsche ............................................................................................................. 78
Corolarios y perplejidades....................................................................................................... 80
Inmanencia y existencialismo ............................................................................................. 81
De la ontología a la psicología ............................................................................................. 82
Perspectivismo .................................................................................................................... 84
Vitalismo.............................................................................................................................. 86
¿Qué hacer desde Nietzsche? ............................................................................................. 89
Epílogo: Peregrinos de Zaratustra ............................................................................................... 94
Agradecimientos ......................................................................................................................... 98
Bibliografía .................................................................................................................................. 99
Introducción
La doctrina suprema de Nietzsche es una fulguración mística, una visión que libera de cualquier aflicción y de cualquier deseo, incluso de la individuación. Después de esa experiencia
todas las ideas, discusiones, doctrinas de Nietzsche no serán más que una
comedia de seriedad. Giorgio Colli.1
Friedrich Nietzsche es uno de los raros filósofos —del linaje de Epicuro, Epicteto o Montaigne— en los que la reflexión trasciende el mero
ejercicio especulativo y se integra como parte genuina de la vida. No solo
es vida en sí misma, en tanto que actividad, sino que focaliza el interés en
ella, se propone esclarecer su sentido y su trama, su meta y su motivación.
La filosofía de Nietzsche va más allá del mero pensamiento: es un asunto
personal; es un ímpetu. De ahí esa pasión, esa honestidad, esa fuerza que
la caracterizan, y que nos conquistan en cuanto nos asomamos a cualquiera de sus líneas, ofreciéndosenos a corazón abierto. «La investigación filosófica, tal como él la concibe y practica, es explícitamente subjetiva y
autobiográfica, y de esto saca su fuerza y su validez» (Abbagnano, 2000:
319). La impecable transparencia, la vívida inmediatez, configura un estilo acorde con su impactante contenido, haciendo de este autor uno de los
filósofos más originales e influyentes de la Historia.
Casi todo el conocimiento occidental se ha edificado, a lo largo de
casi toda su historia, sobre la creencia en una verdad externa al propio
pensamiento, una esencia compacta y pura a la espera de ser captada, descifrada y expresada a través de conceptos. Este dualismo metafísico, que
desde Sócrates y Platón se pretende accesible mediante la razón, encuentra su expresión esotérica en la religión, que segmenta el mundo sagrado y
el profano, el alma y el cuerpo, y, en última instancia, da lugar a la moral
al trazar la línea divisoria entre el bien y el mal. Nietzsche asumirá la tarea
de denunciar todos esos dualismos como meras fantasmagorías de la imaginación humana, que disgregan el mundo y someten la vida a la arbitrariedad abstracta, en pos de consuelo o de poder.
1
Colli, 2000: 151.
1
Este desvelamiento de la arbitrariedad interesada en la que se sustentan la cultura y nuestra actitud ante la existencia constituye el núcleo de la
aportación de Nietzsche, y lo convierte en un precursor fundamental de
posteriores ideologías y movimientos contestatarios. A estas alturas resulta ocioso justificar esa importancia, pero parece obligado mencionarla
como punto de partida en la aproximación a su vida y sus ideas. A menudo lo obvio es lo más olvidado.
El coraje de la verdad
Nietzsche es, por antonomasia, el filósofo de la ruptura, de la sospecha,
del cuestionamiento y la inversión de los valores. Decía que filosofaba a
martillazos, y eso no solo hay que entenderlo como los golpes de escoplo
contra el muro de la tradición que pretendía demoler, sino también como
un estilo personalísimo de hacer filosofía.
En Nietzsche, ética y estética confluyen, o más bien aquella se resuelve en esta última. Como poeta que fue desde la infancia y a lo largo de
toda su vida, y como intérprete, compositor pero sobre todo rendido
amante de la música, su obra filosófica busca impactar más que convencer; apela a la emoción tanto como al razonamiento. No en vano, uno de
sus más firmes axiomas decreta la debilidad de la razón, su escasa aptitud
frente a la realidad. Si lo propio de la vida es ser vivida, todo lo que pueda
decirse de ella debe ser, ante todo, experimentado; cualquier idea solo
cuenta en tanto que es realizada; de lo contrario, no pasa de ser un artificio mustio, carente de consistencia. Y probablemente tendencioso.
La estética aporta, pues, el referente: de una ontología que refuta la
trascendencia, una epistemología que rechaza la desmembración entre
apariencia y realidad, una ética que se fundamenta en la belleza. Pero,
descartada la objetividad, ¿qué criterio le queda a la belleza? No podría ser
otro que la vida misma: su fuerza, su goce, su ímpetu.
En Nietzsche, la abstracción palidece frente a la luminosidad cegadora de la vida. Desde esa perspectiva se hace patente el carácter dinámico
del mundo y de la existencia humana como parte de él. No hay esencias
estáticas, solo procesos en perpetuo movimiento, un continuo impacto de
fuerzas animadas por su propensión a imponerse unas a otras, es decir,
por la voluntad de poder. Dentro de este marco, la existencia consiste también en un devenir marcado por la tensión entre el sustrato terrible y caó2
tico (dionisíaco) y la tendencia humana a conferirle estructura y armonía
(lo apolíneo). Así hay que encarar los valores, no como un código moral
de preceptos dados y eternos, no como una rígida y apriorística segregación entre el bien y el mal, sino, más allá de los opuestos, como una batalla de apetencias y rechazos subjetivos.
El padre del Zaratustra proclamó unas cuantas verdades incómodas
que muchos —aun sin saberlo— ansiaban y temían escuchar, y lo hizo por
pura generosidad, por pura entrega, sin ninguna intención clandestina (o
casi: también había en él mucha indignación, mucha decepción y mucha
hartura; su mérito fue aprovecharlas como fuerzas creadoras). Nietzsche
vino a decirnos: Señoras y señores, ese relato de gracia celestial que se ha
estado jaleando durante más de dos mil años simplemente ya no se sostiene, no hay quien se lo crea. Y en el fondo lo saben, aunque se guarden
mucho de admitirlo. Así que, antes de que nos hundamos todos en el erial
del nihilismo, o peor, que continuemos esgrimiendo los cadáveres putrefactos de los viejos principios, miremos de cara a la realidad, rasguemos
todos los velos e indaguemos sin temor en la verdad de este universo convulso y despiadado. A lo mejor resulta que entonces nos encontramos con
nuestra propia naturaleza, con el verdadero destino para el que fuimos
dotados, y que secretamente anhelamos porque pugna por realizarse desde
cada célula de nuestro cuerpo.
Esa es la verdad magnífica y atroz, la verdad gozosa y sin duda trágica que Nietzsche se propuso defender, y que, más que original, lo convierte en imprescindible.
De poeta a profeta
Nietzsche recibe la herencia de la Ilustración ataviada ya de fogoso romanticismo. Ese contexto, unido a su vehemente carácter y a su honestidad insobornable, constituye el crisol donde se aquilata el filósofo peculiar, un hombre que piensa desde el principio con la textura del poeta y,
más tarde, escribe con la vocación sentenciosa del profeta: «Para lo que yo
todavía tengo que decir comme poète prophète necesito una forma distinta a
la que he utilizado hasta ahora».2
Thomas Mann lo califica de «hijo tardío del romanticismo» (2000:
85). El viso romántico de nuestro filósofo se evidencia en su acendrado
2
Carta a Peter Gast en 1885. Citado por Morey, 1993: 94.
3
subjetivismo, su defensa de la emoción y la irracionalidad como parte de
la innata autenticidad humana. Es un valedor de lo individual (sus percepciones, sus sentimientos, sus tendencias instintivas) que, sin embargo,
rechaza la noción clásica del Yo, demasiado conceptual y estática, demasiado impregnada de la creencia mágica en el alma. Esto lo diferencia de
otros artistas y filósofos que también habían reivindicado la experiencia
subjetiva, como Kierkegaard y Schopenhauer. Nietzsche lleva hasta sus
últimas consecuencias este subjetivismo inmanente y construye una filosofía que tiene mucho de psicología, ya que se enfrenta a todo aquello que
limita la libertad personal y el triunfo individual. La imagen de «lo dionisíaco» es la insignia con la que expresa esta postura tal vez simple en sí
misma, pero de abismales implicaciones.
No es extraño, por consiguiente, que Nietzsche se focalice en el zócalo irracional de la naturaleza humana y emplace al hombre como parte de
la vida. Lo dionisíaco es justamente ese corazón de lo existente que bombea en función de sí mismo y conlleva una fuerza, un ímpetu que abre paso a la vida en medio del mundo. De ahí que sea el ímpetu, precisamente,
la instantánea terminológica con la que hemos elegido identificarle. «Brío,
violencia, ardor con que se actúa», lo define la RAE en su acepción referida al comportamiento humano, y nos parece perfectamente aplicable a la
persona, al contenido y al estilo del filósofo.
«¿Qué fue lo que empujó a Nietzsche hacia lugares intransitables… y
le hizo morir muerte de mártir en la cruz del pensamiento?», se pregunta
Thomas Mann (2000: 93). El padre de Zaratustra se fue haciendo a sí
mismo a lo largo de su obra. Empezó, leal a la tradición familiar, preparándose para ser pastor luterano, pero su temperamento apasionado y
su afán por la verdad le llevaron pronto a pensar por sí mismo. Se alistó
con entusiasmo a la innovación político-cultural que se fraguaba en torno
a Wagner, lo entregó todo para mayor gloria del maestro, y no dudó en
abandonarle y continuar a solas cuando descubrió que todo aquel movimiento consistía en poco más que una narcisista pantomima.
Sus obras, cada vez más comprometidas e irreverentes, le procuraron
rechazo o indiferencia desde el principio. Esa incomprensión, aunque dolorosa, lo hizo más obstinado. Sabía que la misión en que se había enrolado sería larga. Afiló su estilete y se dedicó a repartir mandobles a diestro y
siniestro, no con el ánimo de mera descomposición propio del nihilista,
sino para que cada herida abriese una vía por donde aflorara lo nuevo. Es
así como asumió su papel de intempestivo, rabiosamente incorrecto, al
4
tiempo que renunciaba a su oportunidad de apoltronarse y se adentraba
por rutas solitarias. Se impuso la misión de profeta de lo nuevo, impetuoso dinamitero y demoledor a martillazos de todo espectro de trascendencia, y al mismo tiempo escultor de esos magníficos monumentos a la vida
que serían el superhombre, la voluntad de poder y el eterno retorno, sugerentes metáforas, exaltados cantos a la verdad por fin desamordazada.
Y entre achaques y soledades, tercos rechazos y repetidas decepciones, frente a las soberbias cumbres alpinas, dejó trastocados la moral y el
conocimiento, y enfrentó a la humanidad con las verdades más incómodas.
Aproximación a Nietzsche
En la juventud de mi generación, Nietzsche era todavía un icono. El espíritu del 68 daba sus últimos resuellos, avivado por el crepúsculo de la dictadura franquista, y la tríada de Marx, Nietzsche y Freud venía incluida
en la mochila del rebelde más elemental. En mi escuela religiosa se esforzaron tanto en demonizarle que lo invistieron de una aura legendaria. Sus
libros se encontraban fácilmente en ediciones baratas, y compré varios de
ellos. No terminé ninguno. No estaba preparado para entenderlo, todavía
menos para valorarlo; mi recién estrenado ateísmo de progre de sacristía
era aún demasiado cristiano. La lectura de sus textos ardorosos me ponía
el mundo patas arriba sin dejarme un solo resguardo de ternura. En sus
páginas había demasiado ruido, y al cabo de unas pocas ya tenía dolor de
cabeza.
Nietzsche no se presta a una aproximación puramente curiosa o erudita. De inmediato reclama un compromiso, estar dispuestos a cuestionarlo todo, a ser sacudidos por su desafío y vulnerados por su conmoción.
Como con el ángel de Job, para acceder a su filosofía hay que luchar. En
cada intento nos espera agazapado, dispuesto a abordarnos por sorpresa
con una nueva perspectiva, un sentido diferente del que habíamos creído
concluir la última vez, y a cuál más arriesgado. Quizá uno de los principales desafíos de Nietzsche, que le hace tan admirado y tan incomprendido,
sea ese carácter poliédrico, inasible, a un tiempo contundente y escurridizo. Es posible que uno encuentre en él lo que quiera encontrar, pero sobre
todo corre el riesgo de que le sobresalte lo que preferiría no saber.
5
Después de muchos años de elusiones y ecos, he resuelto que es hora
de vérmelas cara a cara con Nietzsche. Siento que ha sido una cita demasiado pospuesta, pero ahora eso ya no importa: aquí estoy. Poniendo el
esfuerzo y el alma. Ni que decir tiene que ha valido la pena. Como suele
suceder, más que por lo mucho aprendido, por lo muchísimo que queda
pendiente de aprender. Por las plazas conquistadas y por tantos duelos
que se han declarado y continuarán su curso secreto. Nietzsche quería
movilizarnos, no conducirnos. Por eso hay que acercarse a él directamente, con lo puesto, sin más preparativos que los justos. Como dice Giorgio
Colli, uno de los más versados especialistas en el autor: «Nietzsche no necesita intérpretes. De sí mismo y de sus ideas ha hablado él lo suficiente»
(2000: 17)3.
Sirva este recorrido personal por su vida y su obra como testimonio
de ese encuentro apasionante, y como invitación al lector para que, si no
lo ha hecho ya, concierte su propia visita.
3
El propio Colli, aquí citado, considera “deshonesto utilizar las citas de Nietzsche cuando se habla de él”
(pág. 150). Pedimos excusas por las que incorporamos aquí, conscientes de que la mención de un fragmento siempre puede traicionar el sentido original, al aislarlo de su contexto; además de adornar con
logros ajenos la obra propia. Sin embargo, estamos dispuestos a ser juzgados: citar es también un modo
(honesto) de honrar y dar nueva vida a las palabras del autor.
6
1. El poeta
Nosotros queremos ser los poetas de nuestra vida y, en primer lugar, de lo mas pequeño y lo
mas cotidiano. F. Nietzsche.4
Quizá Nietzsche empezara queriendo ser poeta. De esa temprana vocación dan fe sus poesías de infancia y adolescencia, donde dedica entusiastas palabras a la naturaleza, al ardor guerrero, tormentas y naufragios, estampas medievales —tesoros, héroes y piratas—… Aparecen abundantes
referencias a temas clásicos, indicio de una precoz formación en la antigüedad griega, con evidente fascinación por ella: ninfas, dioses y otros
personajes mitológicos, episodios de la guerra de Troya… En algún que
otro poema intimista se insinúan aromas de melancolía, impresiones sobre
lo efímero de la felicidad. El pequeño Friedrich se los regalaba a la madre
por su cumpleaños. En esos primitivos ejercicios llenos de candor infantil
y romanticismo, ya se aprecia, junto a un temperamento sensible, un esfuerzo exigente por pulir el estilo y conquistar la excelencia. «Tuve siempre el propósito de escribir un pequeño libro, y luego leerlo yo mismo»,
confiesa en unas notas de juventud, evocando aquella época primeriza5.
Nietzsche continuará escribiendo poesía durante los años de estudios, abundando en los motivos que le inspiraban desde la infancia. En
Sin patria aparecen temas que le serán característicos durante toda la vida:
el sentimiento de soledad, la carencia de hogar… Confiesa su admiración
por Holderlin y, ya con 19 años, justo antes de zambullirse de lleno en los
estudios universitarios, compone el que es considerado uno de sus mejores
poemas, A un dios desconocido:
Desconocido: conocerte quiero,
A ti que penetras en mi alma,
Que mi alma atraviesas cual una borrasca.
¡Tú, incomprensible, afín a mí!
4
Nietzsche: La ciencia jovial (1985). Epígrafe 299, pág. 173.
Todo lo referido a la obra poética de Nietzsche se basa en el ensayo de Andrés Sánchez Pascual (1972)
reseñado en la bibliografía de este trabajo.
5
7
Yo quiero conocerte, y aun servirte.6
¿No presagia ese enigmático dios, tempestuoso y terrible, al inefable
Dionisos? ¿Se insinuaba latente en estos versos la tarea —poética, filosófica, profética— a la que Nietzsche entregaría la vida? En cualquier caso, es
seguro que el canto no está dirigido al lúgubre y severo Dios cristiano, en
el que nuestro filósofo fue educado. Algo estremece con fuerza el ánimo
del joven poeta.
¿Poeta o músico? Porque, desde que aprendió a tocar el piano,
Nietzsche también se dedicó a componer —destaca un significativo Himno
a la amistad—, y dicen que no era un intérprete mediocre. El propio Wagner le elogiaría más de una vez. Sea como fuere, la creación de poesía y
música le acompañará toda la vida. Esta última le resultaría especialmente
próxima a sus arrebatados sentimientos, pero su aprecio por la poesía
también es incuestionable. En definitiva, Nietzsche fue, antes que nada,
un artista, y como tal debió encarar su obra filosófica, en la que siempre se
aprecia un planteamiento estético: la sutileza poética, la inspiración musical.
El hijo del clérigo
Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) nació en Röcken, un pequeño
pueblo próximo a Leipzig. Tras él llegaron dos hermanos, Elisabeth y Joseph. Su padre, pastor luterano, falleció antes de que Friedrich cumpliera
cinco años. El hermano menor moriría poco después. Puede que estas
pérdidas tempranas, y la obligación de pasar su infancia en casas de familiares, influyeran en su carácter «solitario, grave y altivo, con ocurrencias y
maneras insólitas para su edad» (Morey, 1993: 13).
El envarado primogénito tiene asumido su destino de predicador. Sus
compañeros de la época lo recordaban como tímido y profundamente religioso. Le apodaban «el curita». Se cuenta la anécdota de que, incluso bajo
la lluvia, regresaba de la escuela con paso mesurado porque «las reglas escolares imponían a los niños el deber de comportarse con educación en la
calle» (Mann, 2000: 92). Pronto descubre esa pasión por la música que le
acompañaría siempre, y su madre le regala un piano. Demuestra talento,
destacando en el lenguaje, y es admitido en el prestigioso internado de
6
Fragmento, según la versión presentada en el mencionado estudio de Andrés Sánchez Pascual, 1972:
222.
8
Pforta, donde cursará los estudios superiores, de los 14 a los 20 años. Fue
un alumno destacado por su aplicación y su inteligencia, un poco intimidador con sus maneras ceremoniosas y la mirada punzante tras sus gafas
de miope. Ya por entonces empezó a sufrir las dolorosas jaquecas que lo
atormentarían toda la vida.
Los años de Pforta aportarán al joven Friedrich una sólida formación
de cultura clásica en la que sin duda empezará a fraguarse su fascinación
por los griegos. En el contexto de la incipiente patria alemana, la civilización griega triunfaba como modelo y fuente de inspiración. No es extraño
que Nietzsche se interesara por la filología, que en aquel tiempo era una
disciplina de mucho prestigio, como puerta de acceso a la mítica cuna de
la cultura europea. Además, se empapa del legado romántico alemán, sobre todo en las figuras de Schiller y Holderlin. Con algunos compañeros
selectos funda una sociedad musical y literaria, significativamente bautizada como Germania. Entre incursiones filosóficas, arrebatados poemas y
el inexcusable cultivo de la música, en nuestro autor se irá perfilando la
vocación artística, siempre crítica y apasionada, que germinará en su obra
posterior.
Con 20 años de edad, concluidos los estudios secundarios, Nietzsche
se matricula en la universidad de Bonn. La teología es lo que se espera de
él, lo que él mismo había asumido como legado de linaje; aún no se atreve
a cerrar esa puerta. Pero ha descubierto la amplitud del conocimiento y la
filosofía, siente la embriaguez de una era efervescente en cuya forja quiere
participar; y el camino es la filología, la disciplina por excelencia entre las
humanidades. Cursa, pues, teología y filología clásica. «Ciertamente acabará ganando la segunda»7, escribe sin sombra de duda uno de sus profesores de Pforta en la recomendación que remite a un colega universitario.
Muchas novedades se están abriendo paso en el espíritu del hijo del
clérigo, que ha saboreado un bullente mundo de saberes e inspiraciones
más allá del estrecho redil familiar. Nos lo confirma el poema A un dios
desconocido, escrito en aquel tiempo de ocasos y promesas. El sombrío destino de predicador se le queda corto.
7
Citado por Morey, 1993: 20.
9
De filólogo a filósofo
En Bonn, Friedrich sigue destacando como estudiante aplicado, lo cual le
prodiga el ya habitual aprecio de sus profesores. La admiración por ellos,
y en especial por Friedrich Ritschl, erudito de vasta cultura humanista, le
convence definitivamente de abandonar la teología, para entregarse por
completo a la filología. Precisamente para seguir a Ritschl abandona Bonn
y se traslada a Leipzig en 1864.
Nietzsche se zambulle en los estudios mientras a su alrededor el
mundo sigue cambiando con celeridad. Desde hace décadas, la élite cultural europea (de la que buena parte aún se adormecía en las mullidas poltronas de la vieja escolástica) era diseccionada por la pluma ilustrada y
sacudida por la tempestad romántica. Se anunciaba un renacimiento de la
civilización, repleto de promesas de libertad y progreso, que empezaba a
alzarse a través de revoluciones y nacionalismos, en medio de impetuosos
proyectos imperiales como el de la Francia napoleónica, el de Austria, el
de Inglaterra, el de Rusia, el de la Alemania de Bismarck. Las masas empezaban a dar forma a su propio proyecto, entre las revoluciones liberales
y los primeros movimientos proletarios.
Pero este turbulento panorama parece quedar lejos de las aulas de
Leipzig, donde Nietzsche se luce con brillantes investigaciones sin dejar
de meditar e instruirse por su cuenta. Casualmente y por pura curiosidad
personal, se hace con un ejemplar de El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer, que le cautivará desde las primeras líneas y
provocará un profundo e irreversible vuelco en sus ideas. «Su alma está
colmada: ha encontrado un pensador verdadero, una verdad; su verdad»
(Morey, 1993: 25). Conmocionado, llega a apartar momentáneamente sus
trabajos filológicos y escribe un ensayo inspirado en las ideas del viejo
filósofo de la Voluntad. Comparte el entusiasmo con sus compañeros más
allegados, en especial con su amigo íntimo Erwin Rohde. La impronta de
Schopenhauer no solo le hará adentrarse con más afán en la tarea filosófica, sino que quedará impresa como referente en ella.
¿A qué pudo obedecer esa impetuosa sintonía? Nietzsche debió encontrar en Schopenhauer, al fin, una voz que expresaba algo paralelo a sus
intuiciones, y al mismo tiempo le inspiraba una dirección en la que seguir
profundizando; sobre todo, como él mismo declara, una voz auténtica,
honesta, enraizada en la vida y elevada hacia la vida. Algo parecido a su
ideal de sabio insobornablemente lúcido, violentamente crítico; y a la vez,
por fin un filósofo que habla del sentido sin paños calientes, del hombre y
10
sus forcejeos con la existencia, del dolor del mundo, de la irracionalidad
del universo, un filósofo que sorteaba sin escrúpulos el caduco dualismo
trascendente y el acerbo puritanismo en el que se había atascado la promesa de la Ilustración. Este autor le proporcionó el concepto de una voluntad cósmica superior al ser humano y ajena a la simple razón; apuntaba a una naturaleza que desbordaba la imagen tradicional del hombre racional y correcto de la moral cristiana.
Tras el paréntesis del servicio militar, en el que un accidente casi le
cuesta la vida, retoma los estudios en Leipzig. Sus trabajos filológicos ganan paulatinamente prestigio, pero él no está del todo satisfecho. Se siente
atrapado por la inquietud filosófica; ante ella, la erudición de la filología
se le antoja cada vez más gris y polvorienta. Escribe en una carta a Rohde:
«Este trabajo de topo, los buches llenos y los ojos ciegos, la alegría por el
gusano cazado y la indiferencia frente a los verdaderos e incluso urgentes
problemas de la vida…»8.
En 1868 su rumbo dará un nuevo giro decisivo al conocer a Richard
Wagner, de quien le deslumbra la vivacidad, el porte, y sobre todo esa
«música del futuro» que está gestando para la nueva Alemania. Comparte
con él, por si fuera poco, el interés por Schopenhauer. En el músico, nuestro filósofo encontrará a otro mentor, en cuya estela navegará triunfante
durante varios años, hasta que Wagner se desentienda de él o le harte lo
bastante como para que sea él quien reniegue de su amistad.
Entretanto, el futuro profesional no puede presentarse más prometedor. Su prestigio filológico y la oportuna recomendación de Ritschl dan
sus frutos, y Nietzsche obtiene en 1870, con solo veinticuatro años y aún
sin tesis doctoral, un puesto de catedrático en la universidad de Basilea.
Su conferencia inaugural sobre Homero y la filología clásica fascina a
alumnos y colegas. Entre estos últimos descuella nada menos que Jakob
Burckhardt, el gran investigador del Renacimiento.
Pero el joven profesor se siente pronto incómodo en la rígida estrechez institucional de la universidad. Su privilegiada cátedra en la universidad no debió introducirlo en el selecto universo de saber e inteligencia
que él había esperado, y se le presentaría más bien en su faceta institucional, aburrida y relativamente mezquina, empantanada en la mediocridad
de lo cotidiano. Las profundidades abisales del genio griego y las alturas
8
Citado por Morey, 1993: 29.
11
cósmicas de la Voluntad han hecho el mundo demasiado grande para recluirse de buen grado en aquel «trabajo de topo», para amarillear entre
aquellos togados de «ojos ciegos». El espíritu de Nietzsche está demasiado
henchido de ideas y anhelos para apoltronarse en la erudición o la docencia. Impresiona leer sus confidencias a Rohde pocos meses después de
ocupar su cátedra: «Nosotros no podremos llegar a ser verdaderos maestros más que si nos alzamos con todas las fuerzas de esta atmósfera y si
somos, no solo hombres más sabios, sino, sobre todo, hombres mejores.
También aquí experimento más que nada la necesidad de ser verdadero. Y
justamente por ello no podré soportar por mucho tiempo la atmósfera de
las universidades»9.
Ser un hombre mejor, convertirse en un maestro «verdadero»: he
aquí el ambicioso proyecto del incipiente catedrático. El talante insobornable, la estricta lealtad a la vocación de verdad y grandeza, le incapacitan
para la cesión y el oportunismo del rígido medio institucional. Su tarea
docente pronto muestra inconsistencias: los alumnos confesarán que les
agota y les aburre no menos de lo que a él debe hastiarle la labor. Sus ideas sobre la cultura griega resultan desconcertantes, y cuadran mal con el
tópico idealizado que prevalece en su entorno. Unas tesis que van madurando en obligada soledad, y que preparan el que será su primer tratado de
importancia, ese manifiesto insólito, rompedor, que será El origen de la tragedia.
La estancia en Basilea prodiga a nuestro autor una casualidad inesperada: en la próxima Tribschen, a las afueras de Lucerna, Wagner ha instalado su residencia. Nietzsche será bien recibido en sus frecuentes visitas a
la pequeña corte que se ha formado en torno al músico, y, aunque él nunca se sintió cómodo entre aquella secta de aduladores wagnerianos, encuentra en ella un ambiente selecto que sintoniza con su talante y sus ideas. La pareja de Wagner y Cósima, hija de Liszt, serán para él una familia
espiritual, en la que, entre intensas charlas y sesiones musicales, se le
brindará afecto y reconocimiento.
En 1871, Nietzsche se ausenta provisionalmente de las aulas para enrolarse como enfermero voluntario en la contienda francoprusiana. En el
campo de batalla conocerá con horror la atrocidad de la guerra. De ella le
alejarán abruptamente la difteria y la disentería. A pesar de que los síntomas tardan en remitir, el apoyo de los Wagner y el entusiasmo por esa
9
Citado por Morey, 1993: 35.
12
nueva cultura alemana que simbolizan debieron influir en que encontrase
las fuerzas para redactar su ensayo sobre la tragedia, que en cierto modo
constituía una ofrenda a su mentor. Con el apoyo de este, logró publicarlo
en 1872, culminando la eclosión del filósofo y un vuelco sin retorno en su
carrera profesional.
El genio griego
La cultura griega constituía, por aquel tiempo, un modelo idealizado de
armonía y rigor que la incipiente Alemania evocaba con admiración. Las
élites lo asociaban a sus propios sueños de grandeza y de renovación, en
pos de una unificación política que iba avanzando con paso lento pero
firme. Los dioses y los héroes de la Antigüedad inspiraban la recreación
de una mitología germánica a la que eruditos y artistas se entregaron con
entusiasmo. No se trataba sino de completar la empresa emancipadora
que había iniciado la Ilustración, derribando las viejas supersticiones y
retornando el mundo al hombre. Un hombre dueño de su destino que en
el romanticismo exploró sin temor su complejidad, su libertad, sus sentimientos. Las primeras obras de Wagner forman parte de esta corriente en
la que el equilibrio clásico se combinaba aún con la exaltación romántica.
Se comprende que la sensibilidad de Nietzsche lo empujara a implicarse
activamente en este movimiento.
En efecto, nuestro filósofo en ciernes se había adherido —desde la
estética, especialmente la música, y el interés por Schopenhauer— al
círculo entusiasta de Wagner, dispuesto a ejercer de paladín de aquella
nueva corriente que recuperaba lo más rabioso, lo más visceral de los antiguos. Nietzsche, sin duda, llegó a soñar con el renacer de un mundo gobernado por guerreros, atravesado por cabalgatas de valquirias, al ritmo de
músicas espléndidas y entre las exquisiteces desacomplejadas (y por fin
liberadas del yugo sombrío y pusilánime judeocristiano) de aristocracias
selectas, que disfrutarían de las delicias del arte en magníficos palacios.
Todo eso le debía parecer posible porque, al menos en su imaginario, ya
había sucedido siglos atrás en el mundo clásico, y sobre todo en las excelsas polis griegas. A la sombra de Wagner, Nietzsche sueña con un hombre
nuevo, una cultura nueva, una música nueva, basadas en la grandeza
clásica reanimada por la llama romántica.
13
Los primeros helenos habían sido capaces de prescindir de los acartonados conceptos morales y de todas las artimañas para disimular el dolor: miraron la vida de cara y convirtieron su magma en belleza. Ese tal
vez le pareciese el verdadero camino: rescatar su legado y lanzarlo como
piedra de honda contra la nítida superficie del estanque burgués decimonónico, aún demasiado lastrado por el apocamiento judeocristiano y el
gélido logicismo kantiano-hegeliano. Desde la plataforma del genio griego
—anterior, por supuesto, a la invención de la farsa racional del dualismo
socrático-platónico— tal vez se pudiera bombardear, primero, a la hipócrita modernidad, para luego construir un proyecto de hombre y de sociedad
(más de hombre que de sociedad, más cultural que político, más existencial que utilitario) realmente nuevos.
Sin embargo, algo faltaba en el modelo griego al uso. Era demasiado
equilibrado, demasiado armónico, demasiado sereno. Sus grandes filósofos —Sócrates, Platón, Aristóteles…— habían alzado un inmenso edificio
doctrinal desde el criterio de la razón, obteniendo una perspectiva admirable, pero parcial. ¿Dónde estaba la energía, la pasión, el arrebato que sin
duda habían tenido que impulsar a estos pueblos guerreros en su origen?
Si el nuevo hombre y la nueva cultura, liberándose de creencias y normas
trasnochadas, debían tomarlos como ejemplo, era preciso remontarse a
esa fuerza vital originaria, por más que luego hubiera sido encauzada y
domesticada.
El espíritu poético de Nietzsche le llevó a focalizar esa llama primitiva en el arte, y en especial en la música, que es la rama artística menos
condicionada por la figuración y el concepto, la que más directamente
emana del sentimiento y se dirige a él. Recordemos la fascinación que la
música había ejercido desde la infancia sobre nuestro autor. Para Clément
Rosset, Nietzsche es «un músico filósofo, músico llevado a la meditación
filosófica por una reflexión incesante sobre la naturaleza del júbilo musical» (Rosset, 2000: 59). Un júbilo que trasciende la rigidez figurativa,
siempre demasiado estática y formal para captar el carácter volátil, vertiginoso, inaprehensible, irrepetible del curso vital. Desde el principio, lo
señalábamos, es la música —y quizá la poesía, o el arte en general— la
que da cuenta de la filosofía de Nietzsche, en la que todo —la metafísica,
la ontología, la ética…— confluye hacia un centro de gravedad estético.
Y es precisamente al dios griego de la música, Dionisos, al que
Nietzsche atribuye el caldo primigenio en el que se gestó la tragedia. Dionisos, dios de la embriaguez, del ánimo arrebatado y festivo, pero también
14
de los instintos más bajos, de la crueldad y la brutalidad, del ardor y la
destrucción. En ese ímpetu dionisíaco, nuestro filósofo quería ver el núcleo
terrible y maravilloso de la vida, desatada en todas sus vertientes, desentendida de consideraciones racionales o morales. Una fuerza ciega, cósmica, universal, sin ley ni objeto, similar a aquella otra que Schopenhauer
había llamado Voluntad.
Esta es la tesis de partida que ilumina el tratado sobre El origen de la
tragedia en el espíritu de la música. La tragedia griega, tal como la encontramos en Esquilo y Sófocles, surge como rito y experiencia artística, de una
imbricación entre la fuerza más primitiva de la vida y el intento de darle
una estructura, una forma que mediante la belleza y el ideal la eleve y le
proporcione una contención. Es lo dionisíaco acotado por lo apolíneo,
pero no como un sometimiento, sino como un encuentro, una síntesis, un
acoplamiento del uno en el otro. No se trata de que predomine lo ideal,
sino de que se presente como un ensayo humano de asimilar la cruda realidad simbolizada por lo dionisíaco (la verdad más profunda) formalizándola a través del ideal concebido por lo apolíneo (la belleza). El carácter
trágico residiría, precisamente, en el horror que inspira ese sustrato atroz,
ciego, brutal de la fuerza que mueve el mundo —tal como ya lo concibió
Schopenhauer— y que solo se hace soportable al hombre mediante el disfrute de la experiencia estética, es decir, a través del arte.
Esta trabazón es la mayor grandeza que Nietzsche atribuye al genio
griego, focalizada en el admirable fruto de la tragedia. Al asistir a la representación teatral de esas historias de sufrimiento y lucha, acompañadas
por la música, la danza y las intervenciones del coro, el espectador podía
mirar a la hondura del abismo dionisíaco y al mismo tiempo identificarse
con los actores y elevarse junto a ellos y el resto de espectadores, en la experiencia íntima y a la vez colectiva de la catharsis.
Sin embargo, esa magnificencia originaria de la tragedia, ese entrelazamiento de lo dionisíaco y lo apolíneo, requiere una honestidad y sobre
todo un coraje difíciles de sostener. Y así, arguye Nietzsche, después de
alcanzar la cumbre de la cultura, la civilización griega se ablanda, se arredra, se decanta por la armonía y la razón, tan luminosas y tranquilizadoras, y va arrumbando poco a poco la crudeza y el caos, hasta perder la
conciencia de que son ellos el sustrato verdadero de la existencia. Se borra
lo atroz, lo horrible, lo doloroso, en beneficio de una artificiosa pero consoladora luminosidad; se opta por el ideal y la creencia, por el tramposo
consuelo de la esperanza, por la ceguera y la ignorancia redentoras.
15
Y es a partir de ese giro desde donde empiezan a pergeñarse las escrupulosas —pero ya apagadas— tragedias de Eurípides, es ahí donde se
impone la nueva filosofía socrática de la convención y la lógica —precisa,
pero fría; nítida, pero anquilosada—; es ahí donde surge el dualismo entre
realidad y apariencia, entre inmanencia y trascendencia, que expulsa al
hombre del mundo y convierte su vida en un despliegue de sombras en la
pared de una caverna. Lo apolíneo ha triunfado sobre lo dionisíaco, traicionando, de hecho, al reverso de su propia naturaleza: «Con Sócrates…
desaparecen las ilusiones, pero no para dejar paso a la verdad sino sometidas todas a una ilusión única» (Morey, 1993: 42).
La conclusión, que convertía esta obra en un homenaje a la figura de
Wagner, es que la música es la más alta medicina del hombre: ella aporta
el sentido, el júbilo, el consuelo, la entereza, necesarios para afrontar la
realidad intrínseca del universo, que es creación y destrucción, vida y
muerte, goce y dolor. Pero, además, la música —encabezada por las figuras de Beethoven y Wagner— ofrece un camino de vuelta al esplendor de
la tragedia y la revitalización de lo dionisíaco, restauración imprescindible
para el triunfo de ese nuevo espíritu que se pretende fundar.
No hace falta resaltar lo mucho que complacieron estas consideraciones a Wagner, que se comprometió en la defensa de su discípulo cuando arreciaron las críticas sobre él. La obra, como era de temer, no fue bien
recibida. La mayor parte de los colegas filólogos la rechazaron con su silencio, incluido el propio profesor Ritschl. Unos pocos la atacaron sin
cuartel, tildándola de «puro desatino» o «filología del futuro». A pesar de
las defensas de Wagner y Rohde, el prestigio de Nietzsche en el ámbito
académico se vino por los suelos. La comunidad erudita se preservaba de
su osadía. Quedó cada vez más aislado y con menos alumnos.
No mejoró su situación el hecho de completar y defender sus tesis en
conferencias o publicando las Consideraciones intempestivas, donde consolida su postura crítica y combativa, dirigida sobre todo a la mediocridad
autocomplaciente de su tiempo y de su entorno. ¿Resentimiento por el ostracismo al que se le ha sometido, o decepción al comprobar que sus sueños de hombre nuevo quedaban más lejos de lo que había pensado? En
cualquier caso, las esperanzas en la regeneración alemana parece que se
van disipando, al tiempo que empieza a desengañarse de su adalid Wagner, a quien tanto había admirado. Tampoco tiene suerte con las mujeres,
y sus tentativas de matrimonio resultan desalentadoras y patéticas. Todo
ello, a pesar de su genio, hace mella a veces en el ánimo, como transmite
16
este fragmento de una carta: «Si no tuviese a mis amigos, no sé si yo mismo no me tendría por un chiflado»; o este otro: «¿Son mis escritos tan oscuros e incomprensibles? Yo pensaba que cuando se habla de angustia,
aquellos que sienten angustia le entenderían a uno… ¿Dónde están, empero, aquellos que sienten “la angustia”?»10
Por si fuera poco, las migrañas persistían y la vista empeoraba, hasta
el punto de tener que abandonar el festival wagneriano de Bayreuth
(1876), donde se había levantado un monumental teatro expresamente
para Wagner. Lo cierto es que el evento tampoco le estaba resultando
muy grato: después de tantos años de ilusiones y esfuerzos, el resultado le
pareció hueco y banal, una farsa desmedida para alimentar el narcisismo
voraz de su mentor, que allí se le vino aún más abajo.
Poco después se le concedió un permiso docente de un año por motivos de salud. Buscando aires más sanos, viaja con su colega Paul Rée a
Sorrento, cerca de Nápoles, a casa de la baronesa Malwida von Meysenburg, con quien había trabado amistad en el círculo de Wagner. Por influencia de Rée, se interesa en los moralistas franceses y en los empiristas
ingleses, iniciando sus discrepancias con Schopenhauer. Con Rée comparte el rechazo a un fundamento metafísico de la moral, y va forjando un
interés más vivo por la psicología y la historia como «análisis de los errores y los prejuicios humanos» (Morey, 1993: 49). Siente que en sus ideas
avanza una convulsa metamorfosis, a la que se entrega con exaltación de
iluminado y algún presagio inquietante: «[soy] un hombre que nada desea
más que perder cada día alguna creencia tranquilizante, que busca y encuentra su felicidad en esa liberación cada día mayor del espíritu. ¡Acaso
yo quiera ser más espíritu libre de lo que puedo serlo!»11. Está fraguándose
una nueva etapa de su obra que se iniciará con la publicación de Humano,
demasiado humano.
Tras su regreso a Basilea, el panorama no mejora. Sus achaques le
impiden a menudo dar clase. Sigue encontrándose aislado y cuenta con
muy pocos alumnos. Entre estos, hay que destacar a Heinrich Köselitz,
que se convertirá en discípulo incondicional de Nietzsche y le hará de
amanuense y secretario en los períodos en que la enfermedad le inmoviliza. El filósofo, con gratitud y afecto, le inventará el sobrenombre por el
que se le conocería en la posteridad: Peter Gast («Pedro Huésped»). Gast se
10
11
Citado por Morey, 1993: 54.
Citado por Mann, 2000: 96.
17
estrenará tomando nota al dictado de los aforismos que en 1878 se publicarán compilados en la primera parte de Humano.
El libro, de contenido explícitamente crítico y combativo, deliberadamente heterodoxo, le granjeó nuevos distanciamientos entre sus colegas
y amigos. El más significativo de ellos fue la ruptura definitiva con su
mentor Wagner, que en el Parnaso de Bayreuth había culminado su histriónica consagración como divinidad. En su última ópera, Parsifal, ya se
había entregado sin reticencia a una rancia simbología cristiana que
Nietzsche no le perdonó. Wagner, que en su juventud había luchado en
las barricadas revolucionarias y ya maduro se había mostrado adalid de la
fuerza y la autenticidad de una nueva cultura, cedía ahora a los oropeles
de la fama y se ponía al servicio de las élites conservadoras. Su mujer Cosima, de la que Nietzsche estuvo probablemente enamorado y con la que
había compartido tantos sueños, también se había integrado sin reticencia
en ese mundo de celebridad y distinción. La decepción de Nietzsche debió
ser infinita, y rompió definitivamente todo vínculo con la pareja.
En 1879, cediendo al fin a la mala salud y el rechazo del entorno, el
filósofo renuncia a su cátedra de Basilea y abandona la docencia. Se le
concede una pensión que le permitirá vivir sin lujos pero sin privaciones.
Empiezan los años errantes, en los que peregrinará de un sitio a otro buscando mejores climas para su enfermedad y sumiéndose en una dedicación febril a lo que ya se ha convertido en su única vocación: construir
una filosofía del hombre auténticamente libre.
Tal aspiración no está exenta de un cierto halo profético, como se
adivina en esta carta a Malwida: «Por lo que a martirio y renunciación se
refiere, mi vida de los últimos años puede medirse con la de los ascetas de
una época cualquiera; a pesar de ello, de estos años he sacado mucho para
la purificación y sosiego de mi alma, y no necesito aquí ni religión ni arte… Solo el abandono total me ha hecho descubrir mis propias fuentes de
energía… Sé… que he dado a muchos… una indicación para el propio
levantamiento, la apacibilidad y el ánimo justo»12. Queda clara la tarea a
la que se siente llamado y cuál es el objetivo que se propone abordar.
12
Citado por Morey, 1993: 55-56.
18
2. El filósofo
Puede usted percibir conmigo en qué aire puro de montaña, en qué dulce disposición de
ánimo paso mi vida ahora, en contraste con las personas que todavía viven en la bruma de los
valles. Friedrich Nietzsche.13
Heredero de dos familias de clérigos protestantes, Nietzsche se había criado en un ambiente puritano donde debía dominar el rígido encorsetamiento de las costumbres y la santurronería. Al principio asumió su credo y su
destino al pie de la letra, con esa escrupulosidad que lo caracterizaba, y
cumplió las expectativas que se habían puesto en él: la religiosidad, la
aplicación en los estudios, la corrección social, la observancia de los preceptos y las normas… Pero ese rigor consigo mismo le llevaría a detectar
pronto las profundas inconsistencias, la pobreza y la hipocresía de los
convencionalismos religiosos.
Al encontrarse con la ciencia y la historia, al ilusionarse con los ideales de progreso y renovación de su tiempo, aún acusaría más la sacudida
de una cultura que evolucionaba incluso a su pesar, que soltaba amarras
de la religión a medida que incorporaba lo mundano. En cuanto se le
abrieron los ojos, ya no supo volverse atrás: tenía que seguir hasta el fondo, poner al descubierto las mentiras, denunciar las arbitrariedades, descorrer los velos y proclamar lo único que podía hacer realmente libre al
hombre: la verdad.
Y si tuvo que quedarse solo en el intento fue porque nadie entre los
que le rodeaban se atrevió a llegar tan lejos. Ni siquiera su amigo y maestro Wagner, el que le había parecido elegido por los dioses, el que le había
convencido de estar fundando una humanidad regenerada, verdaderamente soberana, para luego escabullirse tras su propia afectación. Aquel día en
que abandonaba Bayreuth después de asistir decepcionado a la traición de
sus esperanzas, tuvo que hacerse fuerte en sus convicciones y retirarse,
como Zaratustra, a la soledad del exilio interior, para dedicar todas las
fuerzas a la decisiva rebelión del hombre trágico.
13
Fragmento de carta de 1878, citado por Frey, 2007: 160.
19
El último hombre
¿Qué hombre es ese al que Nietzsche se propone iluminar? ¿Qué onerosas
carencias diagnostica el filósofo en él? ¿Qué promesas de cambio y renovación se propone, y hacia qué perentorio destino? ¿Y con qué criterios
llegó a considerarse nuestro autor el elegido para una tarea tan descomunal?
El siglo XIX es una época convulsa en la que Europa se ve sacudida
por un profundo reajuste tectónico en todos los ámbitos: económico, político, social, ideológico… El Antiguo Régimen da sus últimos y fieros coletazos frente al impetuoso alzamiento revolucionario de una burguesía pujante. Una burguesía enriquecida desde el siglo anterior por la actividad
manufacturera y comercial, cuyos tentáculos han colonizado los cinco
continentes. Un capitalismo febril saquea hasta el último rincón del globo
a la zaga de materias primas, esclavos y mercados para sus productos. Los
viejos imperios territoriales, como el español o el chino, basados en la articulación de amplias extensiones bajo una unidad política, son asediados
y socavados por rampantes potencias como Gran Bretaña y Holanda, cuyo expansionismo obedece a una intención estrictamente depredadora y
comercial.
Francia también ha tanteado su aventura imperial, y del modo más
agresivo y temerario: intentando someter a su tutela a la propia Europa,
hollada por los furiosos ejércitos de Napoleón. Previamente ha sufrido su
propia transformación interna, en un audaz proceso revolucionario que ha
herido de muerte al vetusto modelo monárquico. Suprimiendo al rey, aboliendo los privilegios de la caduca nobleza, instaurando los derechos y libertades del ciudadano, los franceses han demostrado que la burguesía
puede acaparar el poder y ponerlo al servicio de sus intereses. Los monarcas de toda Europa tiemblan y se palpan los cuellos a sabiendas que el futuro reclama sus cabezas. Los ánimos revolucionarios se extienden como
una mancha de aceite, marcando el paso como los soldados de Napoleón.
La derrota del general no impide que por todo el continente cunda un
huracán de reclamos de libertad. Una libertad ambigua, claro está, que,
bajo las soflamas de justicia y derecho, abre el camino para el predominio
de una nueva oligarquía.
Esas élites, aspirantes al Estado, se condensan al amparo de una nueva ideología que se muestra sorprendentemente eficaz: la nación. Al albur
de esa ambigua amalgama de tradiciones e identidades, los «pueblos», fie20
les al liderazgo de sus próceres, son eficientemente reclutados, organizados y dirigidos hacia la disputa por el territorio. El nacionalismo, que concibió la patria entre nostalgias románticas y cantos fervorosos, compite en
las masas con la religión como elemento aglutinador e impulso supremacista. La idea de libertad se impregna de semánticas contradictorias, en las
que se entremezclan voluntades progresistas de abolición de viejos privilegios con aspiraciones conservadoras de segregación o fusión de razas y
culturas. Es así como se inflaman, solapados con exigencias liberales, movimientos disgregadores (como los que sacuden el Imperio AustroHúngaro y los virreinatos americanos) o integradores (las entusiastas unificaciones de la Gran Alemania o de Italia). Como fondo, no deja de profundizarse un pulso por el predominio colonial y por la supremacía europea, tensión que se manifestará en diversas contiendas puntuales hasta
acabar estallando en la Primera Guerra Mundial.
Pero el conflicto principal sigue siendo entre el Antiguo Régimen y la
burguesía pujante, y el XIX es ante todo un siglo de revoluciones burguesas y desesperadas reacciones monárquicas. En 1820, 1830, 1848, se desatan algaradas y levantamientos de las masas que alcanzan una inesperada extensión, y ponen en jaque a reyes, nobles y emperadores. Estos, sumidos en sus propias contradicciones, a veces unen fuerzas contra el
común enemigo —como en la creación del ejército de la Santa Alianza—,
y en otras ocasiones se enfrentan, en su afán de aprovechar la debilidad
del otro. Finalmente, casi todos claudican en progresivas cesiones. Los
más conscientes del signo de los tiempos, previendo el inevitable cataclismo sociopolítico, salvan los muebles integrándose en la alta burguesía.
Será esta, en efecto, la clase triunfante, que accederá al gobierno a
través de los parlamentos y establecerá un marco adecuado a sus intereses:
abolición de los antiguos privilegios de la nobleza y el clero (lo cual incluye la apropiación más o menos directa de buena parte de sus posesiones) y
promulgación de un cuerpo legislativo que garantice sus libertades y derechos de seguridad, propiedad y actividad. Tales conquistas, por supuesto,
no se hacen de entrada extensivas a las clases trabajadoras; estas tendrán
que organizarse y emprender por sí mismas la lucha por sus intereses. Un
proceso que será mucho más largo y complejo, dada la férrea resistencia
que opondrán los nuevos privilegiados.
Porque el envite de estos no consistirá solo en conquistar los mecanismos de poder y ponerlos al servicio de sus proyectos, sino en asegurar,
al mismo tiempo, que la libertad, la igualdad y la fraternidad no llegan
21
demasiado lejos. La industria necesita mano de obra barata, las colonias
requieren esclavos y arrendatarios, los ejércitos reclaman soldados. Mientras las oligarquías nacionales compiten entre ellas, los Estados se esfuerzan por asegurar los nuevos privilegios, conteniendo las aspiraciones de
las pequeñas burguesías y las reivindicaciones del proletariado.
La ideología dominante es, pues, conservadora, y no duda en restringir a su medida las iniciativas de la Ilustración, que le habían abierto el
camino para la disolución del feudalismo. Es la época de la moral victoriana. Del legado de las Luces, la burguesía conservará un racionalismo
pragmático centrado en el orden y en la estructura orgánica social, pero
descartará la universalidad de los derechos y la radicalidad en la justicia.
Admitirá cierto escepticismo, incluso un humanismo contenido, siempre
que no desafíe a la ley y el orden. Dará cancha a un cierto espíritu crítico,
pero no permitirá abolir la primacía de la religión y la tutela de Dios; antes
bien procurará reconciliar la creencia con la razón, manteniendo el magisterio moral de la jerarquía eclesiástica, fuese católica o protestante.
Pero la brecha en los muros del feudalismo estaba abierta, y la corrupción supuraba por las costuras. La «buena sociedad» de las élites tuvo
que apuntalarse en una simulación de urbanidad y buenas maneras en la
que la hipocresía era cada vez más patente. Mientras algunos se aferraban
a la rigidez puritana, y otros sobrellevaban la etiqueta como una obligada
condición, los valores tradicionales sonaban cada vez más huecos e inconsistentes, y fue inevitable que los viejos principios amarillearan y resultasen insatisfactorios, al menos para los más cultos, o los más conscientes, o
los más radicales. De aquí surgió el apasionamiento romántico, que mantenía prendida la llama de la rebeldía, la evocación de la fuerza y el
heroísmo, la glorificación del sentimiento espontáneo frente a la almidonada razón, como una manifestación de aquella dignidad del individuo
que habían proclamado Voltaire y Rousseau. De entre toda la estela
romántica, el autor que más influirá en Nietzsche es, sin duda, el gran
Goethe, cuyo esteticismo pagano le servirá de inspiración y modelo.
Además de la moral, era en el conocimiento y en la ciencia donde el
burgués decimonónico se enfrentaba a sus profundas contradicciones. Los
empiristas y los técnicos habían despejado el camino de la experiencia,
haciendo tambalearse la validez del criterio de autoridad o del mero silogismo como criterios de verdad. Kant pondría el broche de oro, estableciendo las fronteras del razonamiento. Galileo y Newton no habían culminado sus descubrimientos a partir de la tradición o la especulación, sino
22
mediante pruebas y experimentos. Hegel enfatizaría el carácter dialéctico
de la Historia; Marx ceñiría esta dialéctica a lo material y la trasladaría a
lo social, concluyendo la lucha de clases. Schopenhauer retomaría el idealismo kantiano y consideraría el mundo como una permanente pugna de
fuerzas que el ser humano percibe a través de su propia representación. El
universo se aparecía como algo cada vez más sorprendente y complejo, y
sobre todo más material, más desentendido del cielo y del infierno.
Una de las grandes tentaciones que Nietzsche tuvo que sortear fue el
pesimismo, aquella en la que se había empantanado su maestro Schopenhauer y tantos otros de su generación. El pesimismo y la angustia eran las
trampas en las que podía quedar fácilmente prisionero el hombre sin componendas, el hombre que mira directamente la verdad, encaja el horror
dionisíaco y trasciende lo apolíneo como una mera ilusión. Ese hombre
que se queda solo en un cosmos frío y sin profundidad, corre el riesgo de
naufragar en la nostalgia de Dios, sucumbir en el callejón del sinsentido.
En una palabra: precipitarse en la sima del nihilismo.
Nietzsche cuenta con el nihilismo, pero solo como etapa, con la condición de no quedarse en él, de atravesarlo en el largo rodeo de regreso a
la vida. El nihilismo —por ejemplo el de Heinrich Heine, o el de Dostoievski— es comprensible, y hasta necesario, como negación de la trascendencia, como el vacío que queda tras el derrumbamiento de la ilusión y el
afrontamiento del absurdo y la angustia. Mucho peor que la negación
nihilista era aquella que la había precedido, disfrazada de positividad, degradando la vida auténtica, esa vida jamás completa sin su vertiente de
dolor y sinsentido, mediante artificios como la trascendencia. El hombre
que sigue cerrando los ojos a esa realidad se ve disminuido y apocado, vive una existencia vacía y gris. Así es en su inmensa mayoría, según
Nietzsche, el hombre moderno, el hombre decadente; como lo llama Zaratustra, el último hombre.
Después de atravesar el desprendimiento radical del nihilismo, hay
que dejarlo atrás y disponerse a construir. Regresar a la realidad inmediata, material y sensible de la vida, y afirmarla, proclamar su dignidad y su
gozo exentos ya de instancias trascendentes. En definitiva, sustituir la mera negación por una rotunda e incondicional afirmación, una «negación
de la negación», en palabras de Deleuze. De ahí que Nietzsche se oponga
tajantemente a cualquier doctrina que traicione la vida, que pretenda supeditar la gloriosa consistencia del «algo» a la etérea disolución de una
«nada» que no deja de ser, también ella, imaginaria; una nueva quimera
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que, en su voracidad negadora, impondría el imperio del vacío metafísico
a la espléndida sencillez física de esta materia sintiente. Frente a esa «nada» del nihilista, Nietzsche contrapone altanero la magnificencia de «todo», que más adelante cristalizará en su evocación del eterno retorno.
La vida como arte
El punto de partida para ese regreso a la vida completa, no cercenada por
la negación, lo halla Nietzsche en el símbolo de Dionisos y el modelo de
lo dionisíaco. Frente al encantador pero apergaminado Apolo, Dionisos
irrumpe con el vendaval de la pasión, la embriaguez y el descontrol; también, de la oscuridad primigenia, del misterio cósmico, del dolor y el caos.
Apolo le da forma a la vida, pero su barro y su fuerza son patrimonio de
Dionisos. No hay creación sin destrucción. Eso es lo que el hombre sometido y domeñado por siglos de represión, el hombre que ha renunciado, el
«último hombre», no quiere ver. Un empeño que le relega a la tristeza, a la
decadencia, a permanecer varado en un légamo sin horizonte; lo que le
condena a un nihilismo descorazonador.
Este es el secreto que Nietzsche ha descifrado en sus investigaciones,
sobre todo en la magnificencia de la tragedia griega. Y no se resigna a ese
sombrío panorama. Él, que ha tenido la suerte de abrir los ojos, está dispuesto a despertar a gritos a todo aquel que tenga aún un poco de coraje.
Se propone alzar la voz a favor del ímpetu. Plantar un estandarte a los
cuatro vientos, con la enseña de Dionisos. «La vida es dolor, lucha, destrucción, crueldad, incertidumbre, error. Es la irracionalidad misma…
Toda su obra está encaminada a esclarecer y defender la aceptación total y
entusiasta de la vida. Dionisos es el símbolo divinizado de esta aceptación…, la afirmación religiosa de la vida total, no renegada ni fragmentada» (Abbagnano, 2000: 320): la voluntad orgiástica en la totalidad de su
potencia infinita. Esta verdad vale más que cualquier disertación filológica, más que una cátedra universitaria, más incluso que el aprecio de colegas y amigos. Si hay que alejarse de todo por ella, renunciar y adentrarse
por recónditos senderos, valdrá la pena hacerlo.
Y es justamente lo que hará en su nueva etapa de «hombre libre». En
1876, con el sustento de su modesta paga de retiro, se traslada a Wiesen, y
luego a St. Moritz, en busca de climas más benignos que le permitan restaurar la salud y concentrarse en sus meditaciones. Da largos paseos sin
24
dejar de tomar notas, que luego organizará con un esfuerzo que se le hace
penoso. Quizá por eso se decanta decididamente por textos cortos, ese estilo aforístico que a partir de aquí le caracterizará, y que le sirve también
para encontrar una voz propia, ágil y expresionista, frente a la sistematicidad académica. La preferencia por el aforismo, seguramente, tampoco es
ajena a la influencia de Paul Rée, que, además de cultivarlo personalmente, le introduce en la lectura de los moralistas franceses: La Rochefoucauld, Vauvenargues, Chamfort… También profundiza en Epicuro, en los
estoicos, en Montaigne y Voltaire, mientras ensancha distancias con respecto a Schopenhauer y Wagner. En todos ellos encuentra sugerentes inspiraciones, que se traducen, al menos por un tiempo, en un talante menos
trágico, con un escepticismo crítico más fresco y saludable.
Viaja de un lado para otro, visitando a la familia y a algún amigo, pero sobre todo preservando una soledad en la que continuar su creación.
Desde Génova escribe a Overbeck, su fiel amigo de los tiempos de Basilea: «Por un buen espacio de tiempo tengo que vivir sin nadie… Vivo como si los siglos no fueran nada, y persigo mis pensamientos, sin preocuparme del día ni de los periódicos»14.
Esta vida de viajero apátrida —literalmente, pues Nietzsche había
renunciado a su nacionalidad prusiana sin llegar a adquirir la ciudadanía
suiza— tiene su paralelismo interior en el camino errante de solitario «perseguidor» de pensamientos, al que nuestro autor se entregaría febrilmente
durante el resto de su vida lúcida. Bajo el signo de Dionisos, Nietzsche fue
dando forma a una filosofía vitalista y solar, un arte de vivir que se desprendiera de lo viejo mientras exploraba lo nuevo. Es lo que encontraremos en las obras de estos años: El caminante y su sombra, Aurora y La gaya
ciencia.
En esta etapa de reflexión, sus ideas se enriquecen con elementos de
esa línea de pensamiento que, desde Epicuro hasta Voltaire, se había ocupado menos de la trascendencia y de la abstracción y más de la vivencia
directa del individuo. Nos encontramos un Nietzsche que reconoce la sabiduría del buen vivir de Montaigne, que comparte el espíritu independiente e insobornable de Epicteto; que admira el principio del conatus de
Spinoza; que se siente, quizá, heredero del proyecto emancipador de la
Ilustración. Cuando más tarde desdeñe el poder de la razón y la pretensión idealista de progreso, cuando la muerte de Dios le haga rechazar todo
14
Citado por Morey, 1993: 62.
25
tipo de moral, quizá recuerde a veces que el camino que le llevó hasta allí
era deudor de aquel que antes habían abierto otros espíritus libres e inconformistas.
Así, Nietzsche va concibiendo las líneas maestras de la ruta por donde, para él, debía discurrir la auténtica liberación del hombre: el rechazo al
dualismo, particularmente el religioso; la superación de la moral tradicional y de las estructuras de poder político al uso. En ausencia de Dios, el
hombre puede recuperar la soberanía de su existencia, y de cultivar por su
cuenta la plenitud: «la transformación de la propia vida en una obra de
arte, el cuidado del propio yo, tales eran los momentos centrales de una
filosofía que no se disociaba de la vida» (Frey, 2007: 147). Y eso es precisamente lo que se habían propuesto los epicúreos, los estoicos, los cínicos,
los escépticos, todas esas «escuelas» romanas y helenísticas que habían
surgido en otra época de crisis y de derrumbamiento de las viejas certezas.
Para estos precursores, la realización del hombre (eudaimonía) concernía en exclusiva a su existencia y a sus propios medios. Pasaba por lograr una autosuficiencia (autarquía) que lo liberara de todo condicionamiento; una independencia exterior y, más aún, interior, que le proporcionara la absoluta serenidad de espíritu (ataraxia). Epicuro, adalid de la
autonomía del hombre frente al destino o los dioses, propugna un sensato
hedonismo, una vida placentera hecha de pequeñas alegrías, en una austera comunidad de amigos entregados a la camaradería meditativa. Su
Jardín evoca un idílico regreso a la naturaleza, verdadera y única patria
del hombre. En esta inserción rotunda en lo inmediato, que no contempla
el entrometimiento divino en los asuntos humanos, ya no caben ruegos ni
deudas con entidades supramundanas, ni tampoco la culpa o el temor a
los castigos en el más allá. Incluso la muerte se aparece como algo más
natural, menos terrible y amenazante, y en cualquier caso ajena a la experiencia de la vida. «Tal dicha sólo pudo experimentarla alguien que sufre
permanentemente; la dicha de unos ojos ante los cuales el mar de la existencia se ha calmado y que, ahora, ya no se sacian de ver su superficie y
esa colorida, delicada y trémula piel marina: nunca antes la voluptuosidad
tuvo semejante modestia»15. Tal vez Nietzsche envidiaba aquel Jardín de
la jovial celebración de la vida, él que soñó tantas veces con un círculo
retirado, casi monástico, de espíritus selectos rastreadores de la sabiduría,
dentro de ese «individualismo aristocrático» (Frey, 2007: 149) que le caracterizaba.
15
Citado por Frey, 2007: 153.
26
También debió encontrar valiosos referentes en los principios estoicos, sobre todo en su cultivo de la imperturbabilidad y la «apropiación de
uno mismo», desentendiéndose, como insistía Epicteto, de todo aquello
que escapa del propio dominio. Epicúreos y estoicos eran poco aficionados a especulaciones metafísicas y, regresando a ras de tierra, entendían
«la filosofía como un arte de vivir, no como un arte para descubrir la verdad»16, una búsqueda de lo bueno y valioso no en su formulación abstracta, sino en el hecho de que lo sea para alguien concreto. Y es que «lo que a
Nietzsche le interesaba de la ética antigua y, particularmente, de la ética
epicúrea, era que la Antigüedad colocaba al hombre actuante en el centro
de su visión, en tanto que los filósofos modernos se concentraban en la
valoración moral de determinadas acciones» (Frey, 2007: 150), lastrados
aún por la prepotente moral judeocristiana. Distanciado de ellos, nuestro
«hombre libre» se decanta por ese inmoralismo limpio de culpa que establece «la no responsabilidad e inocencia de cada uno»17. No es que Nietzsche
defienda la irresponsabilidad, sino una responsabilidad intrínseca, autorreferente, subjetiva, sabedora de condicionamientos y azares, y desde luego
desligada de los mandamientos solemnes, supuestamente universales, de
dioses o de hombres.
Durante esta época, en medio de no pocos achaques, y a imitación de
los antiguos, el filósofo practica una vida sencilla de hábitos saludables y
disfrute de las «cosas próximas». Llega a interesarse por Sócrates, a quien
tanto había denostado en El origen de la tragedia, en su faceta de pensador
que hace de la filosofía una forma de vida. Escribe: «Contemplo cada una
de las escuelas morales como sitios de experimentación»18. Y dedica un
canto a la libertad y a la esperanza de tiempos que se presienten más luminosos: «Con la noticia de que “el viejo Dios ha muerto”… nos sentimos
como iluminados por una nueva aurora… El mar, nuestro mar, está ahí
abierto otra vez… Tal vez nunca haya existido otro mar tan abierto»19.
Es hora de la «creación estética de sí mismo» (Frey, 2007: 166), de la
composición del relato o la poesía o la pieza musical que ha de ser nuestra
existencia: «El Yo se ubica en el centro de esta ética, así como la transformación de sí mismo» (Ibíd.). Como dirá Sartre mucho más tarde, más
que de descubrir lo que somos, se trata de llegar a ser aquello que haga16
Citado por Frey, 2007: 150.
Ibíd.: 153.
18
Ibíd.: 164.
19
Ibíd.: 166.
17
27
mos de nosotros mismos, ese «uno necesario» en que debemos convertirnos. «La gaya ciencia se dedica a este proyecto. Es tanto un libro de la inquebrantable voluntad de saber, como también el libro de un nuevo arte
de vivir» (Frey, 2007: 169).
En Nietzsche, decíamos, la ética se traduce en estética. Desde el
momento en que deja de haber autoridades trascendentales que coarten y
dirijan al hombre, este puede reconocerse artista de sí mismo, y su motivación pasa a ser la búsqueda, o más bien la realización, de la belleza; una
belleza, obviamente, que carece de cánones, que es estrictamente personal,
subjetiva, fundacional. «La vida es arte y apariencia, nada más» (Mann,
2000: 103). Volvemos a encontrarnos aquí al poeta, al músico, al artista
que Nietzsche no dejó nunca de ser.
Desde El origen de la tragedia se había planteado la reducción de la ontología y de la ética a la estética. La vida es un cataclismo dionisíaco, una
tensión de fuerzas encontradas, que el genio griego encauza en la armonía
apolínea. Es la energía de la vida desbocada, arrolladora, incluso destructora, que por su mismo exceso precisa la contención de la mesura, pero
que no puede ser limitada a esta, como han pretendido la moral y la razón
pura, porque entonces perdería su ímpetu, el impulso que la moviliza. El
arte de la vida tiene que incorporar la danza, la máscara, la tensión, el dolor; tiene que ser un arte que fluya, que mantenga la tensión y la incertidumbre, que se abra a la pulsión más primitiva.
Esta afirmación sin reticencias es lo que no acepta la perspectiva tradicional, la moral «de rebaño». J. Trueba remite esa moral a tres supersticiones básicas: «las concepciones antitéticas del mundo, el atomismo
psíquico y la superstición del alma» (2022: 113). No importa si son más o
no: tienen en común el hecho de fragmentar de un modo abstracto la continuidad del mundo, y de restringirse a una porción. Al rechazar una parte
de las cosas, al proclamar la primacía de otra, la moral se convierte en una
fuerza de negación. Desde ese momento, una parte del mundo —y de cada uno de nosotros— es condenada y perseguida como proscrita. La tensión permanece, pero ahora, en lugar de ser una fuerza de creación, actúa
como fuerza de destrucción, una corrosión interna (y externa, en forma de
cultura) que ya no es fuente de gozo, sino de dolor, o peor, de decadencia.
Frente a esta persecución fiscalizadora, contra los heraldos de la miseria y la culpabilidad, Nietzsche opone una decidida reafirmación de la
inocencia. Si no hay ley, no hay transgresión; y la ley no ha venido impuesta por un Dios o una trascendencia que no existen, sino por una mera
28
convención, tan antigua que ha sido olvidada. Movido por el miedo, por
el resentimiento, por las propias luchas de poder, el hombre se ha sometido a sí mismo, erigiéndose en su propio juez y verdugo. Esto, por supuesto, no pasa de ser una máscara más, otro juego de la voluntad de poder,
otro disfraz de Dionisos; el problema es que se ha erigido en juego único,
en máscara exclusiva, lo ha ocupado todo y ha desterrado lo demás; precisamente lo más vital, lo más alegre, lo más bello.
El arte de vivir tiene que rescatar esas facetas negadas y reprimidas,
tiene que desencadenarlas en una nueva orgía de máscaras, en un restablecido politeísmo que convoque a los dioses exiliados. Esa es, para
Nietzsche, la tarea más urgente, más decisiva de la estética vital: «Nietzsche aspira a un hombre que se mantiene dentro de una pluralidad de imperativos. Detrás o debajo de esas morales se encuentra la tarea ética que
se autoimpone el Übermensch. Esa tarea se resume a lo mejor en el imperativo, prestado del poeta Pindaro, de “hacerse quien eres”» (Schutijser,
2018: 14). El autor, ya lo apuntábamos, se iba componiendo a sí mismo a
través de su obra, en la que cada línea era un ensayo y un hallazgo: «“Darle estilo” al propio carácter, ¡un gran e infrecuente arte! Lo ejerce aquel
que tiene una visión completa de las fuerzas y debilidades que ofrece su
propia naturaleza, y luego las integra en un proyecto artístico hasta que
cada una se manifiesta como arte y razón y, aun la debilidad, es capaz de
deleitar la vista»20.
¿Cuál sería el principio central de este nuevo arte, de esta actitud de
incondicional afirmación? Empieza a adivinarse la imagen del eterno retorno. ¿Y quién será el valedor de este individuo que hace de la vida un
arte, que se convierte a sí mismo en fruto ético-estético de la pura afirmación? Está a punto de entrar en escena… Zaratustra.
El ímpetu
El propósito derogador de lo caduco e instaurador de lo nuevo queda bien
caracterizado en la expresión transmutación de los valores. Había llegado el
momento de denunciar los perversos contenidos de la moral tradicional
para ponerlos boca abajo, con las raíces al aire, y dejar así al descubierto
los valores genuinos que aquellos habían enterrado. A pesar de sus acha20
Citado por Frey, 2007: 170.
29
ques, sus carencias, sus conflictos familiares, su considerable aislamiento,
Nietzsche tuvo la admirable entereza de mantener siempre intacto el frenesí de su tarea.
¿En qué consiste ese proyectado vuelco en los valores? «Se trata en
definitiva de sustituir los prejuicios (atávicos, impensados y propios del
rebaño) por juicios (nuevos valores creados por el individuo en tanto que
“espíritu libre”)» (Morey, 1993: 64). Es decir, lo que se pretende no es
componer otra doctrina moral, un nuevo catecismo de liberación: eso sería permanecer en la negación, en el mismo estado de sometimiento, limitándose a la superficialidad de cambiar unos ídolos por otros. Sería
mantenerse en la ilusión de que existen principios que están por encima
del hombre, que extraen su validez de más allá de lo humano, de una engañosa dimensión superior. Lo que Nietzsche se propone, por el contrario, es suprimir el yugo de cualquier magisterio —que no deja de ser la
imposición interesada de algún tipo de poder—, y hacer a cada cual dueño
de su propio destino, «espíritu libre» para conquistar sus propios valores.
Es obvio que este rechazo a la trascendencia deniega la validez de cualquier credo: vemos despuntar las bases de lo que más adelante será una
deliberada ofensiva contra la religión, y en particular contra el cristianismo.
Toda doctrina establecida implica, en efecto, una traición a la vida,
una fórmula puramente especulativa acerca de algo inaprehensible, inabarcable, algo que no deja en ningún instante de fluir. Aquí Nietzsche
evoca a Heráclito, filósofo que siempre le resultó inspirador: el universo, y
nosotros con él, discurre en un perpetuo devenir. Someterlo a expectativas,
conceptos o entidades es pretender congelarlo en una sola instantánea,
inmovilizarlo en una versión imaginaria del ser. Por consiguiente, la filosofía se ha engañado —y nos ha engañado— en su interminable concepción de dualismos, disociando, desde Platón, una «realidad» oculta tras la
«apariencia», una «sustancia» auténtica, que se correspondería con la verdad, frente a su manifestación engañosa. ¿No hay, pues, máscaras? Sí, por
cierto, encontramos mentiras y máscaras por todas partes; pero solo mentiras y máscaras, pues la única verdad admisible es que detrás de ellas no
hay nada: el mundo es un gran vacío que el hombre, angustiado, cubre de
disfraces, y acaba por creerse sus propias invenciones al olvidar que las ha
puesto él.
¿Cómo, partiendo de aquí, podría aceptarse una moral acabada, cerrada, universal? ¿Cómo podría transigirse con el imperativo categórico de
30
Kant, con la obligada compasión de Schopenhauer, con el principio de
mayor beneficio de los utilitaristas? Todas estas perspectivas son fustigadas por Nietzsche, como también la idea cartesiana de sujeto, esa sacralización del individuo tan reconfortante para el hombre moderno. ¿Dónde
está ese Yo específico, único, diferenciado de todo lo demás —incluso del
propio cuerpo que afirma «poseer»— y consistente a través del espacio y
del tiempo? En vano intentaremos encontrarlo: no es más que otra fantasía, es la vieja idea platónica de alma, que pretende congelar en una identidad lo que es pluralidad, y mezcla, y transformación.
Pero, entonces, ¿cuál es la dinámica de ese devenir? ¿Acaso podría
tratarse de un sucederse de estados, al estilo de la dialéctica hegeliana? Tesis, antítesis y síntesis, y así sucesivamente, avanzando, empujados por no
se sabe qué fuerza intrínseca, hacia una meta futura, un estado final.
Nietzsche sentía náuseas al pensar en Hegel, y pocos conceptos despreció
más que la dialéctica. No, no hay avance, no existe el amado y consolador
progreso, no nos encaminamos hacia ninguna conclusión. Pretender un
futuro pendiente de realizarse implica exiliarse del presente vivo, vaciar el
instante que acontece, arrojándolo hacia un porvenir que nunca llega y
por tanto reduciéndolo a mera transición, mera proyección, una nada que
consiste en huir de sí misma.
Esas siguen siendo trampas de nuestras veleidades teleológicas, huidas de la realidad hacia los espejismos de la esperanza, últimos refugios de
una trascendencia que nos resistimos a dar por superada. Y si descartamos
el finalismo, tampoco resulta admisible pensar en «causas», que nos remitirían a un origen y a un orden. Los momentos están dispersos, todo sucede cómo un trasiego regido por el azar. Podemos hallar regularidades en la
sucesión de las cosas, pero nunca una necesidad inscrita en su naturaleza.
«La necesidad se afirma en el azar, en el sentido exacto en que el ser se
afirma en el devenir y lo uno en lo múltiple» (Deleuze, 1998:41).
Una vez más, «la inteligencia olvidaba que el orden cósmico era el
resultado y el fruto de su propio quehacer» (González, 1972: 43). Lo único
que hay es esta avalancha, esta marejada que es la existencia, indiscernible, incomprensible, indefinible, que no deja de girar sin ir hacia ninguna
parte, y arrastrada no por una fuerza, sino por una turbulencia de fuerzas
enfrentadas. El universo —el espacio, el tiempo— es una guerra de impulsos, como ya afirmara Heráclito. Y en esta guerra volvemos a encontrarnos con la carcajada de Dionisos, ese dios que dice sí al devenir, que afir31
ma el cambio continuo sin aspirar a la permanencia, que no tiene más
propósito que la voluntad de afirmarse, de volver eternamente sobre sí
mismo. «Es lo que debe eternamente retornar, porque es el devenir que no
conoce la saciedad, el disgusto ni la fatiga» (Abbagnano, 2000: 325).
Todo esto, para ese sujeto con el que cada cual se identifica, resulta
muy poco alentador. A la intemperie y lejos del rebaño, hace frío. Se
comprende que muchos cedan a la tentación de la trascendencia, a la fijación de un sentido y un orden, al abrigo de un Dios. Pero Nietzsche lo da
a entender muchas veces: su objetivo no es procurarnos consuelo, sino
despertarnos el coraje de la verdad (que es el coraje del desvelamiento de
la mentira). Cuenta con que solo unos pocos serán capaces de una lucidez
tan rigurosa: la verdad, como esos peñascos alpinos por los que a veces
paseaba, no está al alcance de cualquiera; pero, ¡qué inefable goce para
quien se atreva a asomarse a su abismo!
No, Dionisos no es un dios redentor; la pureza salvaje de su alegría
es lo que la hace dura y cruel. El ánimo dionisíaco es absoluta afirmación:
permanece abierto al azar y se entrega apasionadamente a todas las cosas,
según vienen y tal como vienen. Desconoce, por tanto, la moral, que es un
apartar, un seleccionar, un forzar, y consiste por ende en una negación.
«El caos no es “sagrado” ni diabólico, sino inocente» (Savater, 1972: 154).
¿No hay, entonces, cobijo posible? Parece que no, y desde luego, el
Nietzsche de las últimas obras nos lo habría denegado. Pero en sus primeros años aún apuntaba la posibilidad de un recurso: el arte. Y, en particular, esa excepcional amalgama artística de lo dionisíaco y lo apolíneo que
los griegos habían forjado en la tragedia. Apolo ponía sus mejores dones
al servicio de encarrilar el ímpetu salvaje de Dionisos, dotándolo de armonía y de belleza, y serenando a las almas atormentadas. El Nietzsche
que aún no había renegado de Schopenhauer admitía la propuesta de este
de guarecerse en la música; aprovechar la música como un aura apolínea
para sobrellevar la crudeza, para evadirse de uno mismo, para sentir caricias en el ánimo.
Pero el arte se corrompería si pretendiese convertirse en templo, si se
rindiera a sí mismo como a una nueva fe. Bajo la armónica melodía siempre seguirá distinguiéndose el eco atronador de la guerra. Lo apolíneo y lo
dionisíaco son una polaridad irresoluble, una tensión. El ser humano tiene
que vivir con los dos, o mejor, en el epicentro de las muchas pulsiones que
se dan cita en él como en un campo de batalla. El ser humano se cimbrea
más allá del bien y del mal no porque los supere, sino porque los asume,
32
afronta una existencia en la que ambos tiran de él, aunque lo desgarren. Y
el arte, en última instancia, tiene que servirle como testimonio de ese desgarro, como «la más total y entusiasta afirmación de la vida» (Abbagnano,
2000: 324).
33
3. Dinamita y martillazos
Trágico es la afirmación: porque afirma el azar y, por el azar, la necesidad; porque afirma el
devenir y, por el devenir, el ser; porque afirma lo múltiple y, por lo múltiple, lo uno.
Jacques Deleuze.21
En verano de 1881, tras deambular por tierras italianas en compañía de su
ya inseparable Peter Gast, Nietzsche descubre los parajes montañosos de
la Engandina, un valle alpino del este de Suiza cuya belleza natural le impacta profundamente. Se hospeda en la aldea de Sils-Maria, donde el clima benigno y la serenidad del paraje parecen mejorar su salud y su ánimo.
En sus paseos por aquel entorno que parece hecho a medida a su ensalzamiento de la vida, «por encima de todas las cosas humanas», matiza
ideas y se siente atrapado por luminosas intuiciones: «El nuevo centro de
gravedad: el eterno retorno de lo idéntico… ¿Qué hacemos con el resto de nuestra vida, nosotros los que hemos pasado su mayor parte en la más esencial
ignorancia? Nos dedicamos a enseñar esta doctrina, es el medio más eficaz para asimilarla nosotros mismos»22. Bajo la luz de aquellos majestuosos parajes, Nietzsche verá pasar la resplandeciente figura de Zaratustra.
Lleno de inspiración y de entusiasmo, trabaja febrilmente en el texto
de lo que acabará por ser La gaya ciencia. El año siguiente visita a su maternal amiga Malwida von Meysenburg en Roma, donde se encontrará
con Paul Rée y conoce a la joven Lou Salomé. El encanto de la muchacha
le hechiza desde el principio. Sobre ella escribe a Peter Gast: «Es aguda
como un águila y valerosa como un león, y, a la vez, un ser muy femenino
y juvenil, que quizá no viva largo tiempo… Está preparada de la manera
más asombrosa para mi modo de pensar… Esta muchacha y su confianza
serán sagradas para mí»23.
Durante los meses sucesivos Lou, Rée y Friedrich se volverán inseparables en viajes, paseos, largas charlas y afectuosos jugueteos. Forman un
triángulo incandescente donde se entrelazan intensos afectos y pasión intelectual. En esa intimidad es fácil que los sentimientos se confundan: pare21
Deleuze, 1998: 55.
Fragmentos de notas citados en Morey, 1993: 68.
23
Ibíd.: 69.
22
34
ce que el áspero Nietzsche llega a enamorarse, o al menos espera de Lou
la devoción de una alma gemela; pero la receptividad de ella está más decantada a la admiración por la genialidad del filósofo. Las expectativas no
tardan en chocar, y la fascinación se trocará en desengaño. Lou escribe en
su diario: «Nietzsche tiene en su ser, como un viejo castillo, calabozos oscuros y bodegas ocultas que no aparecen cuando se le conoce solo superficialmente y que, sin embargo, puede que sean lo más propio suyo»24.
Así fueron, por lo que sabemos, casi todas las relaciones del susceptible e impulsivo Friedrich: extremas en el comienzo idílico y poco después
en la tormentosa ruptura, sin término medio. Como sería su obra: propias
de un temperamento drástico e impetuoso. Se decía de él que era afable y
extremadamente cortés en el trato superficial, pero todo se complicaba en
el acercamiento. «En sus relaciones personales, en sus amistades con
hombres y mujeres, Nietzsche fue siempre, en primer lugar, un ingenuo, y
en segundo lugar, un torpe déspota… Su ímpetu, el momento de la efusión eran acogidos con placer por los amigos, pero lo que venía a continuación, los berrinches, los enfurruñamientos, los accesos de ira, las cartas
feroces, dejaban a todos primero estupefactos, después irritados, y al final
evasivos…». Y así fue, una vez más, con Lou: la ruptura, radical e irreversible, le dejará sumido en la depresión y volverá a sentirse enfermo.
Aun así, el dolor siempre fue para él un crisol en el que operar la alquimia de la inspiración. Recordemos su famosa divisa: «lo que no me
mata me hace más fuerte»25. Durante los años venideros, manteniendo un
ardoroso pulso con sus dolencias, Nietzsche se volcará febrilmente, ya sin
distracciones, en una creatividad incansable y fecunda, filosofando «a
martillazos» y convirtiéndose en «dinamita».
El camello
En el primer libro de Así habló Zaratustra, este pronuncia un discurso en el
que habla de «las tres transformaciones» que debe atravesar el espíritu para
alcanzar la verdadera libertad. Muchos han creído ver en esta simbólica
evolución una de las imágenes paradigmáticas del filósofo.
Según Zaratustra, en primer lugar, el espíritu tiene que ser camello.
Un camello es un animal robusto pero dócil, domesticado ante todo para
transportar cargas por el desierto. Así, las primeras impresiones de una
24
25
Citado por Valverde, 1993: 119.
El ocaso de los ídolos: Epígrafe 8.
35
persona que ha abierto los ojos se presentan como una pesada carga, pues
tienen que ver con cobrar conciencia, aguantar y trabajar incansablemente. El espíritu «vigoroso y sufrido»26, recién descubierta la verdad, se apresta a llevar sobre sus espaldas «los pesos más formidables»: el peso de
humillar la propia soberbia y reconocer la propia ignorancia, sometiéndose al duro bautismo de la verdad; el peso de alejarse de los suyos, por mucho que los ame, y soportar de buen grado la soledad de una lucidez que
no está al alcance de los demás; el peso de alimentarse de «las bellotas y
los yerbajos del conocimiento», es decir, desistir de aquellas convicciones
jugosas y reconfortantes que hasta ahora proporcionaban consuelo y sustento, y conformarse con la penuria de la realidad y con las convulsiones
del dolor; el peso, en fin, de ser aislado, despreciado e incomprendido. Y
de todo ello, como sabemos, tenía Nietzsche experiencia sobrada.
Pero no termina aquí el camino del espíritu. En ese lugar agreste y
peligroso que es el desierto aún le esperan dolorosos tránsitos que lo lleven
más allá del mero soportar. Para liberarse, el camello tendrá que transformarse a continuación en león, y finalmente en niño. Hablaremos de esas
otras metamorfosis en el próximo capítulo. De momento nos quedaremos
en las cargas del camello, la inmensa tarea de desvelamiento y crítica, las
dolorosas pérdidas, las flagrantes decepciones, que como un desierto debe
atravesar una persona —y no duda en recorrer el propio Nietzsche—, para
poder liberarse.
El hombre está cautivo porque se le ha privado el acceso a la verdad,
y a la posibilidad de trazar por sí mismo su propio camino. Mediante la
educación y la cultura, se le ha alejado de la grandeza de su destino personal, sustituyéndola por una doctrina errónea y tendenciosa. Ante todo,
se le han inculcado los valores de la negación, que empiezan por fracturar
la realidad del mundo, desgajando lo material de lo espiritual, lo esencial
de lo accesorio, lo auténtico de lo aparente, lo bueno de lo malo. Desde
Sócrates y Platón, y a través de la religión judeocristiana, se le ha hecho
sentir incompleto, imperfecto, culpable, pecador, habitante de una especie
de inframundo despreciable por encima del cual florece el mundo verdadero con su rector perfecto: Dios. Todo lo bello y lo bueno, todo lo digno
y lo excelso, se encuentran así en una esfera ajena, en una altitud inalcanzable, desde la cual vigilan a los patéticos mortales y les imponen su ley y
su sentencia.
26
Todas las citas de Así habló Zaratustra están extraídas de la versión de J. C. García Borrón, 1982: 6163.
36
El hombre así humillado tiene, ciertamente, una ventaja: puede prescindir de hacerse cargo de su propio destino, puede delegar su libertad
como quien se desentiende de una penosa misión. No necesita arriesgarse.
Por añadidura, dispone de una explicación y una fuente de sentido para su
existencia: se escabulle de la incertidumbre. Dios y sus ministros (o sus
sustitutos laicos: los filósofos, los científicos, los gobernantes, los maestros) piensan por él y le guían, como se apacienta el ganado: es, en efecto,
un hombre de rebaño, con mentalidad y actitudes de rumiante. Nietzsche
denuncia esta función alienante de la religión y la cultura. Ocasionalmente parece sentir una cierta pena por esa masa de bóvidos nacida de la vida
y hecha para el esplendor de la vida, y sin embargo resignada a no vivirla.
Pero esa muchedumbre adocenada que se apretuja dentro del redil le inspira más bien desprecio. Ellos mismos eligen cerrar los ojos y bajar la cabeza. Probablemente estén hechos para ser sometidos, lo más seguro es
que no pudieran soportar un solo día bajo los rayos inclementes del sol del
desierto, ni les alcancen las fuerzas para afrontar las cargas de la intemperie.
Sin embargo, hay quien podría. Seres selectos dispuestos al dolor y al
peligro. Seres valientes y nobles como los antiguos griegos, que se asomaban sin reticencia a los abismos de Dionisos, fuese en el ardor del campo
de batalla, dejándose la sangre, o en las gradas de un teatro, reviviendo
historias heroicas y terribles. Esa estirpe de guerreros no ha desaparecido.
Se puede seguir su rastro a través de la Historia: en sus grandes próceres,
en los temerarios conquistadores, en los caudillos y los artistas. La altura y
el ímpetu solo quedan al alcance de unos pocos elegidos. Nietzsche, como
sabemos, siempre estuvo convencido de que la libertad cruda y magnífica
no podía ser patrimonio más que de una excelsa minoría. Sus envites
emancipadores estaban reservados para una aristocracia del genio y del
espíritu.
¿Dónde estaban ahora esos eximios camaradas? ¿Qué había sido de
esa flor y nata de la excelencia, de la afirmación pura y desnuda? ¡Permanecían dormidos! Habían sido doblegados por la marea informe de la negación, amortiguadas sus llamas bajo el manto gris y viscoso del rencor y
la mezquindad. En el pulso entre la alegría y la tristeza, por paradójico
que resultase, había acabado por vencer la tristeza. El hombre mediocre lo
había inundado todo con sus artificios de consuelo y esperanza, instaurando la suprema tutela de Dios. Y la maravillosa bestia ancestral, tan
atroz como inocente, había sucumbido, agachando la cerviz; había olvi37
dado los tiempos heroicos, se había hecho también rebaño, emprendiendo
resignada el camino del establo.
¿Sería posible despertarlos, convocarlos de nuevo al hacha y a la
hoguera? ¿Sería posible reavivar en sus espíritus las brasas de aquel origen
épico, para emprender juntos la accidentada ruta de regreso a Ítaca? Hacía
falta oponer a la vieja inercia un designio tan firme, una tarea tan concienzuda como la suya. Donde aquella había sembrado desánimo, cantar
y danzar con júbilo; donde había condensado sus nieblas de confusión,
desatar relámpagos de claridad; donde había implantado su yugo de resentimiento y vileza, romper las cadenas con relumbrantes lanzas. Nietzsche
denuncia «la gran mentira de Occidente sobre la que se edifica la ciencia,
la metafísica, la religión y la moral. La afirmación dionisíaca del mundo
es la cruzada de la voluntad de poder cuyo propósito es expresar la verdadera esencia de la vida en toda su dimensión» (Lévy, 2013: 74). Esta era la
inmensa tarea que asumió, y su vocación profética fraguará en ese adalid
del hombre nuevo que sería Zaratustra.
Una tarea, en efecto, titánica, como formidable era el enemigo. Movidos por el miedo, por la angustia, pero sobre todo por el afán de venganza, los enemigos de la vida habían levantado un muro descomunal, un
implacable artefacto de negación que había sofocado hasta el último destello de la vida. ¿De dónde había salido un resentimiento tan grande? Tal
vez de una perversa ansia por ese poder inocente que hubiesen deseado
acaparar, pero eran incapaces de albergar. La brava y distinguida inocencia, chapoteando dichosa en la alberca de su fuerza, no necesita detenerse,
no necesita retener, y por eso olvida. En cambio, el resentimiento, que es
impotente, se aferra al putrefacto almacén de la memoria. «El tipo del señor (tipo activo) vendrá definido por la facultad de olvidar, así como por
el poder de activar las reacciones. El tipo del esclavo (tipo reactivo) vendrá
definido por la prodigiosa memoria, por el poder del resentimiento… Su
modestia aterroriza. Cuánto odio por lo bello se oculta en sus declaraciones de inferioridad… La seriedad con la que el esclavo se toma sus desgracias testimonia una digestión pesada, un pensamiento bajo, incapaz de
un sentimiento de respeto» (Deleuze, 1998: 165-166).
El resentido sufre, pero su dolor es estéril. Es el dolor del envidioso,
del susceptible, del detractor, del desahuciado, que, incapaces de crear o
de apropiarse de lo que desean, se dedican a entorpecerlo allá donde lo
encuentran. Ya que no saben o no pueden evitar su caída, se lo llevan todo por delante. Es una amarga bilis que cubre el mundo, y que para justi38
ficarse necesita condenar al otro, proyectar en él una iniquidad que confirme la creencia en la propia bondad. Nietzsche, con su fino olfato, rastrea los valores de la civilización occidental hasta su origen; como buen
filólogo, remonta su genealogía, en busca de «los fundamentos que justifiquen por qué el hombre ha creado un mundo como negación de sí mismo,
como negación de la voluntad» (Lévy, 2013: 70). El método genealógico,
en efecto, se propone demostrar que «lo considerado como eterno y sagrado no es más que un efecto de acontecimientos que prefieren olvidarse,
porque se encuentran ligados a la violencia y a la dominación» (Serrano,
2004: 54).
Allí, en el origen, encuentra las pruebas que demuestran que no hay
en los valores ninguna sustancia trascendente o eterna, ningún soporte
metafísico. Nacieron en un momento histórico concreto y con una función determinada: apagar la llama dionisíaca, encubrir su crepitante ardor,
y domeñarlo en el corazón humano con abstracciones y promesas consoladoras, creando una ilusión de control, de estabilidad, en un universo que
por naturaleza es caótico y fugaz. En el descubrimiento del artificio fundador de los valores encuentra esa corrupción de la que emanaba su hedor
nihilista: «Nihilismo negativo, reactivo y pasivo: para Nietzsche se trata
de una sola y misma historia jalonada por el judaísmo, el cristianismo, la
reforma, el librepensamiento, la ideología democrática y socialista, etc.
Hasta el último hombre» (Deleuze, 1998: 213).
La liberación que pretendía Nietzsche iba dirigida, por consiguiente,
a desenmascarar las más sutiles formas del nihilismo. La clave está en
preguntarse a quién sirven realmente, cómo funcionan en tanto que instrumentos de poder. Así, en la dualista idea de alma se concentra el insaciable, pujante narcisismo egocéntrico, que sin embargo se parte por la
mitad al encadenar al cuerpo secuestrado. En la generosidad y en la piedad se adivina el poder del poseedor frente al desposeído. En la supuesta
sabiduría se instaura la primacía del ilustrado frente al ignorante. Y es
probable que en la culpa alcance el resentimiento la cima de su poder encadenante, al volver hacia dentro la rabia y convertir a cada uno en el verdugo de sí mismo: «El resentimiento decía: “Es culpa tuya”, la mala conciencia dice: “Es culpa mía”» (Deleuze, 1998: 186). Culpa como deuda,
sufrimiento como insidioso fruto de la memoria: «Solo permanece en la
memoria lo que no deja de doler: este es uno de los axiomas de la psicología más antigua»27.
27
La genealogía de la moral, 2005: 91.
39
El Uno
Nietzsche se desgañita recordándonos una y otra vez esa verdad que ya
había descubierto Spinoza: todo lo que no es alegría, conlleva una tristeza,
o sea, un menoscabo; dicho de otro modo —y siguiendo con los términos
del filósofo de la Ética—, dado que la vida consiste en una potencia, todo
lo que no la incrementa, la disminuye. Spinoza y Nietzsche son dos mensajeros de una moral alternativa, basada en la fuerza y la alegría; del poder
positivo de la lucidez frente al poder oscuro de la impostura. En definitiva,
la superación de los contrarios que no alumbra en ellos una oposición, sino una tensión más allá del bien y del mal: «Por mucho valor que haya
que conceder a lo verdadero… quizá hubiera que conceder un valor superior o más importante para la vida a la apariencia, a la voluntad de error,
al egoísmo y a la lascivia. Cabría incluso la posibilidad de que lo que constituye el valor de las cosas buenas y veneradas radique precisamente en el
hecho de estar emparentadas, vinculadas, amalgamadas de forma insidiosa con estas cosas malas, que parecen antitéticas y con las que tal vez se
identifiquen en esencia»28. ¿Qué verdad es, pues, la que realmente cuenta?
La que nos restituye la potencia y la dignidad, la que nos libra del sometimiento a cualquier tipo de trascendencia; la que, si no nos destruye, nos
hace más fuertes.
Esta reformulación de los valores es uno de los pesos más difíciles
que tiene que cargar el camello, y quizá la tarea central que se propuso
Nietzsche. Para desembarazarse de los viejos consuelos hay que estar dispuesto a quedarse solo y a la intemperie, convertirse en un proscrito y
arremeter contra las macizas fortificaciones que han edificado milenios de
poder. Parecer, de entrada, un irritante agorero, un resentido demoledor, y
soportar esa apariencia y la hostilidad de los lacayos hasta que, tras las
ruinas, amanezca la luz de la verdad, la auténtica alegría, poniendo en
evidencia hasta qué punto eran convenciones las artífices de todo lo oscuro que estaba doblegando la grandeza humana.
Porque la moral platónico-cristiana no era inocente, no se limitaba a
recabar verdades mediante la impoluta razón o a trasladar al mundo los
derroteros divinos de salvación. Tampoco el inmenso edificio cultural que
se había edificado sobre ella. La moral y su envoltorio religioso eran, hay
que insistir, una herramienta de poder, un eficaz instrumento para sojuz28
Más allá del bien y del mal, 1984: 28-29. Epígrafe 2.
40
gar al hombre y, mediante el sometimiento de sus pulsiones a un código
social, mantenerlo apretujado y sumiso dentro del redil. «Para Nietzsche,
los seres humanos no son por naturaleza morales. La moral representa,
según su punto de vista, un artificio social cuyas variaciones de sentido
denotan las transformaciones de los poderes reinantes en la sociedad» (Serrano, 2004: 57).
Lo que en ningún caso se puede permitir a un valor es despreciar la
vida, poniéndose por encima de ella y legislándola desde la convención.
La «moral» de Nietzsche consiste, si acaso, en poner la vida por encima de
la moral, rindiendo esta a aquella. Basta de preceptos: un solo instante de
goce o de dolor los hace palidecer a todos. «La moral no puede condenar
ni redimir a la vida, pues carece de cualquier superioridad sobre ella, no
tiene esa altura que pretende mirarla, con aire de perdonavidas, por encima del hombro…» (Savater, 1972: 175).
El Renacimiento y la Ilustración habían emprendido la tarea de desgastar esas ataduras, pero la habían dejado a medias, les faltó la osadía de
llegar hasta sus últimas consecuencias. Habían sustituido un dogma por
otro, una opresión por otra: la arbitrariedad religiosa por el deber kantiano, la ciudad de Dios de Agustín por el Estado Leviatán de Hobbes; el
nihilismo del valle de lágrimas por el del último hombre. El «bueno» sigue
siendo el que obedece, el que cumple la ley, el que reprime el impulso y la
voluntad de poder —o de potencia, en el sentido spinoziano— en aras de la
paz, el que ha interiorizado la sumisión hasta el punto de someterse a sí
mismo a través de la conciencia y la culpa; esa «bondad» dócil es la que lo
conduce, en definitiva, a un conformismo acrítico y pusilánime.
Pero no nos engañemos: Nietzsche no es un reformador social ni un
revolucionario; la emancipación que propugna no es la de los portavoces
de la igualdad y la justicia. Aborrece el Estado, pero desdeña a los utilitaristas democráticos, a los socialistas, a los anarquistas, pues ve en todos
ellos el mismo espíritu de rebaño, la misma ideología de masa complaciente. Su rebelión es individual, o como mucho minoritaria, una minoría
selecta tal vez acaudillada por grandes hombres como César o Napoleón.
Es la rebelión que se desembaraza de todas las doctrinas, de todas las
utopías, de todos los movimientos de masas, y afirma incondicionalmente
la batalla de fuerzas ciegas y sin objetivo en que consiste la vida.
¿Se presiente en estos principios lo que será la ideología fascista, como muchos han creído ver? Su ambigüedad permitiría considerarlo, al
menos, posible. Pero, dada la ausencia de ideal o meta colectivos, el rigu41
roso descarte de toda teleología, también se puede pensar en un distanciamiento —si no desentendimiento— del ámbito político, un elitismo
apartado de lo mundano y, si se nos permite, casi monástico o místico, en
el sentido de la realización íntima y personal. El camino del hombre realmente libre, el hombre dionisíaco, es solitario, silencioso, independiente;
un camino de lejanías e introspección como el del propio Nietzsche.
Es un camino de regreso al Uno, a la totalidad inextricable del mundo, que no conoce ninguna de esas fronteras que le habían impuesto la
razón y el dualismo moral. En este monismo ontológico, Nietzsche nos recuerda la tradición mística, especialmente la budista —tan valorada por
Schopenhauer—, que desiste expresamente de los conceptos y se sumerge
en la experiencia directa de la Unidad a través de la meditación.
Hay, por supuesto, diferencias, y una de las principales es que el budismo desconfía de los sentidos y los pensamientos como engañosos forjadores de la apariencia; su esfuerzo se dedica a sobreponerse a las sensaciones, artífices de la diferencia y la multiplicidad, del dolor y la confusión, para acceder a la unidad profunda y límpida del Todo. Algo parecido se reserva a los pensamientos: el mundo no es racional ni puede accederse a él desde la razón; conceptos como el ego y juicios como el bien y
el mal son meras creaciones de la mente. Ilusiones no simplemente conceptuales, ya que de ellas surgen las emociones; y la emoción consiste en
una perturbación del ánimo agitado por una mente confundida, como las
olas convulsionan la serena completitud del mar. Frente a la angustia de
este caótico sucederse de sensaciones, ideas y pensamientos, el budismo
propone una actitud de absoluto desprendimiento, una entrega a la realidad de lo que es, sin proyectar en ella nuestros deseos y nuestros temores.
Nietzsche, por su parte, postula también una entrega incondicional, y
niega todo mecanicismo dialéctico basado en antítesis, pero a través del
camino diametralmente opuesto al distanciamiento budista (en el que no
deja de alentar un rechazo): zambulléndose en ese océano de confusión y
lucha, atravesándolo, fluyendo con él en su permanente movimiento.
Nietzsche, recordémoslo, niega radicalmente cualquier negación y accede
así a una radical afirmación.
No cabe aquí ninguna desconfianza ni ningún menosprecio, ninguna
segregación de apariencia y realidad, o de bondad y maldad. ¿Para qué
remitirse a turbias alturas celestiales, si el milagro está aquí? «Es absolutamente imposible encontrar ninguna otra especie de realidad… Nos vengamos de la vida al oponerle la fantasmagoría de una vida “distinta” y
42
“mejor”»29. Nietzsche quiere que vivamos, con todas las consecuencias,
más allá del bien y del mal, es decir, afrontando y asumiendo todos los
males y los bienes de que está hecha la sustancia del mundo. Le interesa la
salud, sí, pero como expresión de la fuerza, no de un equilibrio sosegador.
No se trata de sobrellevar la vida, sino de enaltecerla. Así como el budismo persigue expresamente la anulación del sufrimiento, para Nietzsche no
hay nada que anular: el dolor y la frustración forman parte de la vida, son
la otra cara del goce del deseo, y como tales hay que abrirse a ellos sin objeción. En cuanto a la culpa y el remordimiento, ¿cabe concebir otro mecanismo más perverso que la interiorización del censor, el hombre convertido en perseguidor de sí mismo? El remordimiento es «la expresión de
una indecencia… por concederse a sí mismo un amor insuficiente al carecer de indulgencia… El hombre vicioso es el hombre de la falta de beatitud, de la falta de goce» (Rosset, 2000: 98-99).
La ontología nietzscheana es, pues, estrictamente inmanente, es «la
doctrina de un ser totalmente presente en su propio aparecer» (Rosset,
2000: 77). En su afán por una verdad monolítica, Sócrates y Platón habían
fundado una falaz «escapatoria de la verdad» (Rosset, 2000: 85), que más
tarde se vería reafirmada por toda la filosofía y por la religión cristiana. El
mundo, sin embargo, no se aviene a ninguna lógica ni orden identificables, ni cabe en él la fría parcelación de los conceptos; hay que partir sin
reserva del «absoluto sinsentido de lo real, que no nos envía ningún mensaje, en su cruel indiferencia» (Rodríguez, 2019: 164).
Si la verdad se difumina tras las cambiantes máscaras del devenir, ¿le
queda entonces alguna posibilidad al conocimiento, o tenemos que renunciar definitivamente a él? Kant ya dejó asentado de un modo convincente
que son las propias coordenadas de la mente las que construyen nuestro
conocimiento. Ello descarta una dimensión metafísica del saber, un fundamento que le otorgue validez universal y concluyente. «La verdad dionisíaca es la del conocimiento de que no hay verdad del ser, de que no hay
“ser”» (Rodríguez, 2019: 166). En definitiva, «la voluntad de saber es, en
el fondo, “voluntad de poder”» (Valverde, 1993: 133).
Lo que le queda al hombre es la posibilidad de aproximarse a la verdad abriendo bien los ojos, aunque no la alcance nunca, y aunque ninguna
de sus formulaciones pueda considerarse definitivamente válida. La verdad hay que conquistarla a cada instante, en cada circunstancia, porque es
29
El crepúsculo de los ídolos, epígrafe 6. Citado en Rosset, 2000: 77-78.
43
una tarea, no un resultado. No hay certezas, sino aproximaciones. «Más
que hechos, interpretaciones»30. Por consiguiente, son las interpretaciones
lo que cuenta: «La apariencia, tal como yo la entiendo, es la efectiva y
única realidad de las cosas […] Así pues, yo no contrapongo “apariencia”
a “realidad”, sino que, al revés, tomo la apariencia como la realidad que
se opone a transformarse en un imaginario mundo de la verdad»31. Este
principio epistemológico adelanta los fundamentos de lo que más tarde
será la fenomenología.
El perspectivismo de Nietzsche no solo consistía en el rechazo de una
verdad objetiva y absoluta. Cuestiona «verdades» que se han dado por
válidas de forma arbitraria, al tiempo que deja al descubierto otras «verdades» ocultas tras ellas. Como Jacques Deleuze expresa oportunamente, «el
hombre raramente busca la verdad: nuestros intereses, y también nuestra
estupidez, nos alejan más que nuestros errores de lo verdadero» (2000:
134). De hecho, Nietzsche no niega la verdad como tal, sino la Verdad
como institución, la Verdad rígida de las tradiciones y los sistemas filosóficos, «la verdad como un tipo privilegiado de error» (Savater, 1972: 148).
El conocimiento responde siempre a una perspectiva guiada por un sistema de valores. Para Nietzsche, «pensar significaría: descubrir, inventar
nuevas posibilidades de vida… Lo verdadero no es el elemento del pensamiento. El elemento del pensamiento es el sentido y el valor» (Deleuze,
2000: 143-148). Pero, entonces, ¿queda o no queda alguna verdad a la que
se pueda dedicar el pensamiento? Nuestro filósofo podría replicar: ¿A
quién le importa? No perdamos tiempo buscándola, vivir es más urgente.
Ahondando en la relatividad del conocimiento, Nietzsche ataca la
propia suposición de una conciencia cognoscente, ese sujeto cuya existencia Descartes había destilado de la propia actividad del pensamiento. En
realidad, y en esto Nietzsche se adelanta a Freud, la mayor parte de la actividad mental se desarrolla de un modo inconsciente y fragmentario. La
conciencia es solo un fenómeno comunicativo, surge como operación en
la «red de conexiones entre el hombre y el hombre»32, vale decir, en el lenguaje. Conciencia y lenguaje son herramientas sociales y se fabricaron al
servicio de la comunidad: de ahí que pueda afirmarse que «la verdad se
reduce al valor» (Hierro, 1994: 239).
30
La voluntad de poder, 2000: 337. Fragmento 476.
De los Fragmentos póstumos, citado por Trueba, 2022: 117.
32
La ciencia jovial, 1985: 218. Epígrafe 354.
31
44
El Anticristo
Nietzsche creció convencido de que sería pastor luterano, y algo de predicador mantuvo durante toda su vida. Cuando al final de la adolescencia su
religiosidad entró en crisis, la reacción contra los principios en que fue
educado fue tan arrebatada y minuciosa como antes lo había sido su fe.
Nietzsche se entregó a la concienzuda demolición de aquellos dogmas que
tan bien conocía, y que ahora representaban para él todo lo decadente,
todo lo perverso que había retenido en la ignorancia e impedido la plenitud de nuestra civilización.
Sin embargo, su ruptura con el cristianismo no fue total al principio.
Le bastaba con menospreciarlo como a algo superado. De hecho, lo que
realmente le importunaba era la sombría y manipuladora doctrina, prototipo de moral traidora al instinto y al ímpetu, es decir, contraria a la vida;
y sobre todo la máquina institucional que había medrado sobre ella. Cristo
le parecía un profeta de la debilidad, pero al menos había tenido el valor
de llevar su propósito hasta las últimas consecuencias, sin resentimiento ni
castas sacerdotales. En cambio odiaba a Pablo, el verdadero fundador de
la Iglesia, y a sus sucesores de la jerarquía eclesiástica, con su arrogancia
esotérica y su discurso hipócrita y filisteo, con su aferramiento al poder a
pesar de la larga agonía de Dios desde la Ilustración.
Con el tiempo, ese odio fue en aumento, y salpica todas sus obras,
una de las cuales publica bajo el significativo título de El Anticristo. Tal
aversión resulta coherente. Había que combatir el cristianismo porque es
la religión predominante en nuestro contexto, nuestro enemigo más inmediato. «Inspirada por el pensamiento platónico, la religión cristiana menosprecia aquellos elementos pasionales, vigorosos, que antaño fueron
naturales en los seres humanos; y busca que se experimente un sentimiento de culpa por haber ofendido a Dios cuando se permite la presencia de
alguno de estos instintos» (Huitrón, 2018: 25). Allá donde se lograba extirpar al cristianismo, en su lugar quedaba un vacío amargo y nebuloso, el
nihilismo, o una estéril reacción positivista, o un marxismo con el que el
filósofo nunca transigió. Nietzsche no mata a Dios: propone la ruta para
superar su muerte y regresar al hombre, como se había tanteado ya —con
una orientación distinta y menos drástica— en el humanismo renacentista
y en el racionalismo ilustrado.
Pero, ¿cómo se había llegado hasta el cristianismo en su formulación
eclesiástica y dogmática? En La genealogía de la moral, Nietzsche explora
45
estos orígenes, que ya había vinculado al dualismo socrático y platónico, y
a la moral de inquina y sometimiento propia del monoteísmo judaico. Pero el filósofo se propone dar un paso más y presentar una hipótesis del paso de una moral primitiva, guerrera, politeísta, a la supremacía de una
nueva moral monoteísta, resentida, perseguidora de toda vitalidad.
La diferencia entre el politeísmo y el monoteísmo no es solo de
número. Los panteones de dioses antiguos se parecían tanto a los hombres
que se confundían y hasta se mezclaban con ellos. Representaban la pluralidad de las pasiones y su tensión permanente. Daban cabida a la competición y a la lucha, ajenos al resentimiento y a la culpa. Influían en el destino y demandaban adoración; castigaban cuando lo creían conveniente, a
veces por mera arbitrariedad. Pero admitían y hasta justificaban una pluralidad de códigos, de principios, de actitudes, y en general dejaban a los
hombres en paz mientras no los desafiaran. Aunque residieran en sagradas
alturas, eran dioses de la tierra y de la naturaleza, y protegían pueblos y
ciudades, bosques, ríos, mares. «En el politeísmo estaba prefigurada la libertad de espíritu y la multiplicidad del espíritu de los hombres: la fuerza
de producir para sí nuevos ojos y ojos propios»33. Y entre la plétora de dioses, Dionisos representaba el propio espíritu del politeísmo: el dios de la
embriaguez, del exceso, de la danza; y, al mismo tiempo, el dios de la destrucción, de los abismos, de la locura. «La justificación dionisíaca es la
plena afirmación del sentido de la tierra como único mundo, sede de todo
lo valioso y fuente de valores, la afirmación de la absoluta inocencia del
devenir» (Savater, 1978: 54).
Frente a esa disparidad, el monoteísmo instaura la divinidad rectora,
el legislador y juez universal, único y rígido, indiscutible e implacable.
Yahvé decreta sus mandamientos e instituye sus castas sacerdotales, reclama fidelidad exclusiva a cambio de su alianza con el pueblo hebreo.
Este gozará a partir de ese momento de un privilegio universal, condenando a la perdición al resto de la humanidad. Es el Dios que reside fuera
del mundo, en un trono desde el que ejerce su poder despótico y vigila el
cumplimiento de sus designios.
Este será el Dios que heredará el cristianismo, revistiéndolo de un
mensaje de universalidad, de salvación o perdición eternas. Eso aún lo
hará más amenazante, pues ahondará la brecha moral entre bondad y
maldad, instaurando así el pecado, la culpabilidad y el castigo. El propio
33
La ciencia jovial, 1985: 124. Epígrafe 143.
46
mensaje cristiano del amor es un regalo envenenado, ya que es un «amor»
que impone obligación, y por tanto conflicto interno y externo. ¿Cómo
puede ser el amor un mandamiento? «El amor cristiano no es lo contrario
del resentimiento judaico, sino su consecuencia, su conclusión, su coronamiento» (Deleuze, 1998: 172).
El rencor, la culpa, la vergüenza desgarran interiormente al hombre,
le hacen sospechoso y digno de rechazo ante sí mismo. A través de esta
interiorización de una moral supuestamente universal y divina, el hombre
se convierte en un ser inseguro y sometido, pierde su dignidad y libertad
naturales, la tendencia natural de todo ser a sentirse bello y valioso por el
mero hecho de ser. «El cristianismo confirma la gran escisión platónica
entre dos mundos, uno sensible y otro inteligible, uno perecedero y otro
eterno, uno alto y puro y otro despreciable… Los pobres, los débiles…, los
humildes… son los herederos del Reino de Dios; mientras que los fuertes,
los ambiciosos…, los orgullosos, son los réprobos hijos de Satanás que
serán… torturados en el fuego del infierno ante la gozosa mirada de sus
resentidas víctimas, finalmente vengadas por Dios» (Savater, 1978: 54).
Nietzsche arguye que las antiguas castas guerreras, los nobles, no necesitaban una moral trascendental que diferenciara lo bueno de lo malo:
ellos se sentían a sí mismos «buenos», de un modo espontáneo, sencillamente porque eran los fuertes, los vencedores, los que detentaban el poder. Se trata, decíamos, de algo natural, una inclinación que caracteriza a
todos los seres, puesto que, como había adelantado Spinoza, es propio del
ser querer medrar. «A lo que Nietzsche exhorta con esta noción es a observar la vida de manera activa, creativa y jovial; libre de resentimientos y
mala conciencia… Asumir la propia vida como Voluntad de Poder y acogerla con toda la responsabilidad que implica permitirá superar el nihilismo pasivo y dar un salto hacia un nihilismo activo desde el cual el ser
humano es capaz de reconstruirse a sí mismo mediante el ejercicio de una
interpretación creadora del mundo» (Huitrón, 2018: 39)
¿Qué sucedió para que se perdiera esta jovialidad original, esta espontaneidad amoral, esta «inocencia»? En La genealogía de la moral, Nietzsche desarrolla una compleja hipótesis acerca de la rebelión de los esclavos
comandados por los sacerdotes, todos ellos movidos por la envidia y el
resentimiento hacia las castas dominantes. No entraremos en tal especulación, ni en valorar si la plantea con intención literal o si la usa más bien
como metáfora. No es preciso para captar su mensaje: que detrás de toda
moral que se pretenda universalmente válida hay solo una aspiración a
47
sojuzgar; en otras palabras: una voluntad de poder. Y es esa voluntad la
que realmente mueve el mundo, la que levanta y hunde imperios e instaura religiones. La que en el cristianismo, dogma de la negación por excelencia, le arrebata al hombre —y sobre todo al hombre libre y noble— toda la fuerza y la luz de su existir, le convierte en reo, recluyéndolo de por
vida, como al Segismundo de La vida es sueño, en la mazmorra de la culpa
y la miseria. Así, «conforme fue creciendo la represión y, con ella, la inhibición de esas pasiones activas, el alma, el mundo interior del individuo,
fue adquiriendo profundidad, anchura, hasta formar la mala conciencia»
(Serrano, 2004: 63).
La libertad, ya lo apuntábamos, consistiría por lo tanto en negar esa
negación, apartar las cadenas y conquistar el reino que nos pertenecía por
derecho propio y nos había sido arrebatado. «Solamente el acto de la aceptación, la elección libre y gozosa de lo que la vida es en su potencia primitiva, determina la transfiguración de los valores y endereza al hombre
hacia la exaltación de sí mismo, y no hacia el abandono y la renuncia»
(Abbagnano, 2000: 320).
48
4. El profeta
No se trata solo de soportar lo necesario…, sino de amarlo. Friedrich Nietzsche.34
Desde la ruptura con Paul Rée y con Lou Salomé en 1882, e irrevocable el
alejamiento de Wagner, Nietzsche se sumerge de lleno en su obra, que irá
perfilándose al ritmo de sus viajes. En Rapallo, un pueblecito costero de
Italia, redacta a lo largo de diez días de frenética inspiración lo que será el
libro primero de una de sus obras más célebres: Así habló Zaratustra.
En febrero de 1883 le sorprende la noticia de la muerte de Wagner.
Nietzsche la recibe con alivio, pero en el fondo sigue profesando a la memoria de su mentor una sincera gratitud y una profunda admiración. Cosima, su mujer, ya era su amor platónico en los tiempos de Triebschen.
Para el filósofo es más que una amiga: la idealiza como Ariadna, cómplice
y luz de sus laberintos personales. Su evocación le acompañará ya siempre, ornando de devoción las rigurosas soledades y consolando los amargos desencuentros con su madre y su hermana.
Cuando esta última se casa, en 1885, Friedrich se niega a asistir a su
boda. Entre las razones que le llevaron a esa decisión sin duda juega un
papel importante el hecho de que el novio era un comprometido antisemita, que entre sus peregrinos proyectos planeaba la fundación en Paraguay
de una colonia basada en la pureza racial. Aunque las ideas de Nietzsche
serían muy bien instrumentadas por los futuros nazis, él siempre manifestó su rechazo al pujante movimiento de pangermanismo y antisemitismo.
A pesar del entusiasta orgullo que siente por sus obras, a veces le
puede el abatimiento por la pobre acogida que se les dispensa. Probablemente tanta soledad, unida a las apreturas económicas, le está pasando
factura. Vuelven los achaques, y escribe a Peter Gast: «¡Ay, si usted supiera lo solo que estoy ahora en el mundo!»35.
No obstante, está empezando la etapa más prolífica de su tarea: en
menos de tres años redactará ocho libros, en los que predomina el estilo
34
35
Ecce Homo, 1984: 83.
Citado en Morey, 1993: 95.
49
aforístico, dedicados a culminar su regeneración de los valores y su vitalismo aristocrático. Publica, sucesivamente, Más allá del bien y del mal y La
genealogía de la moral, con su estudio antropológico sobre el origen de la
culpa y su crítica del ideal ascético como «una voluntad que prefiere querer la nada a no querer nada» (Morey, 1993: 106). Nietzsche trabaja frenéticamente entre el aislamiento bucólico de Sils-Maria y la refinada urbanidad de Turín. Ambos lugares, cada uno a su manera, le complacen y le
inspiran. Mantiene relación epistolar con unos pocos amigos y recibe alguna que otra visita de los que empiezan a ser sus admiradores. Unos contactos que a veces le confortan y muchas otras más bien le importunan.
Más tarde aparecerán El crepúsculo de los ídolos, con su famoso subtítulo Cómo se filosofa a martillazos, y El Anticristo, alegato directo contra la insidiosa hegemonía del cristianismo. «Esta vez —escribe a su fiel Overbeck
en 1888—, como buen artillero, hago avanzar mi cañón de gran calibre;
mucho me temo que con mis disparos voy a partir en dos mitades la historia de la humanidad…»36.
Zaratustra
Así habló Zaratustra es un texto entre simbólico y poético, completamente
distinto del resto de sus obras, por el que Nietzsche sentiría una especial
predilección. Sintetiza en él sus principales ideas, presentándolas con un
estilo impactante, persuasivo, en el que expresa sus pensamientos «a través
de figuras en lugar de mediante conceptos» (Morey, 1993: 78). Difícilmente puede encontrarse antes una obra de filosofía más original y poética,
desarrollada con el simbolismo propio de un relato mítico. Tal vez Nietzsche se propusiera crear en este libro el evangelio de una nueva sacralidad,
una flamante revelación, una mitología para el hombre lúcido y la vida
liberada. «Es mi mejor libro —le escribe a Peter Gast—, y con él me he
quitado un enorme peso del alma. No he escrito nada más serio ni más
alegre a la vez»37. En este texto, entrelazado con los discursos del profeta,
aparece con toda su fuerza el Nietzsche músico, el danzante dionisíaco, el
cuidadoso artífice de las palabras, persuadido de haber transformado el
idioma en canto. «Un día probablemente moriré de una tal explosión y
expansión de sentimientos. ¡Que el diablo me lleve!»38
36
Citado en Morey, 1993: 114.
Ibíd.: 79
38
Ibíd.: 86.
37
50
Nietzsche explica que eligió el personaje de Zaratustra como irónica
alusión al antiguo profeta persa, más conocido como Zoroastro. Según
Nietzsche, Zoroastro/Zaratustra «fue el primero en advertir que el engranaje que lo mueve todo es la lucha entre el bien y el mal; a él se debe la
transposición de la moral a un plano metafísico, como fuerza, como causa, como fin en sí… Zaratustra fue el creador de ese error, el más funesto
de todos, que es la moral; por consiguiente, tenía que ser él quien primero
lo reconociera»39. Así, para nuestro pensador, el persa habría sido uno de los
precursores del dualismo y el trascendentalismo que más tarde darían lugar a la moral judeocristiana, y ese mérito inspira tanto el desprecio como
la admiración de Nietzsche. ¿Qué mejor avatar podría elegir, con toda la
ironía, para derribar ese odioso paradigma?
Como profeta de la inversión de los valores, el Zaratustra nietzscheano se nos aparece ungido de energía y grandeza. Su versión final constará
de cuatro libros, que Nietzsche irá completando de uno en uno y en distintos momentos. En el primero se glosa la destrucción de lo caduco y la
construcción de lo nuevo. El segundo se explayará en el contraste entre los
débiles, los resignados —compasivos, sacerdotes, virtuosos, supuestos sabios… hasta el Último Hombre— y la grandeza luminosa de la voluntad
de poder que trasciende el nihilismo. El tercero esbozará la idea del Eterno Retorno, máximo exponente del amor incondicional a la vida liberada
de ataduras morales. El cuarto será un aviso de la ardua tarea que queda
por delante para llegar al Superhombre, y concluirá en un deslumbrante
éxtasis que tal vez quiera presagiar ese futuro.
Vemos, pues, que el Zaratustra recoge los conceptos centrales de lo
que se ha establecido como la versión canónica (aunque de un tiempo a
esta parte muy discutida) de la filosofía nietzscheana: la transmutación de
los valores, la voluntad de poder, la muerte de Dios, el superhombre, el
eterno retorno. Son ideas-fuerza que tenemos que revisar obligatoriamente, aunque, como veremos, contienen en sí suficiente ambigüedad para
que se les puedan dar muy diversas interpretaciones. Como todos los contenidos de la doctrina de Nietzsche, hay que aproximarse a ellos con cautela y con suficiente apertura de miras para captar lo mucho que tienen de
metafórico y simbólico.
39
Ecce Homo, 1984: 163.
51
La transmutación de los valores
Ya hemos hablado de a qué transmutación de valores se refería Nietzsche, y
de qué valores se trataba: sustituir la vieja perspectiva desintegrada por
una visión del mundo como unidad, rescatando esa parte que ha sido negada, condenada y perseguida; y, en consecuencia, remitir los principios
exclusivamente al ámbito material e inmediato al que pertenecemos y único al que podemos acceder. En otras palabras: más que postular unos valores determinados, lo que persigue es restituir la totalidad frente a la disgregación, el devenir frente al carácter estático de la moral judeocristiana,
la intrínseca dignidad de la vida frente a la condena y el sometimiento.
Nietzsche niega la validez de cualquier juicio a priori que pretenda
promulgarse como universal. No hay un bien o un mal indiscutibles y
opuestos entre sí. Cada individuo, cada circunstancia, cada momento establecen sus códigos a medida que acontecen, en función de los objetivos
perseguidos y las fuerzas implicadas. Todo valor responde a un interés, y
el propósito de la vida, en última instancia, consiste en prosperar y prevalecer.
El filósofo invoca sin ambages la preponderancia del ser en su vehemente impulso de ser, el ser movido por la voluntad. Se refiere, en concreto, a la voluntad de poder, entendiendo este como una aspiración a realizarse en su mayor plenitud. Y, a partir de ahí, el caos, la guerra: el ímpetu. El propio amor, como todo deseo, es una forma de poder y apropiación; y si en él hay entrega es solo como un modo de ganar al otro, de
conquistar su complacencia hacia la propia voluntad. El egoísmo más
elemental, más primitivo, es lo que constituye la esencia de todo lo que
vive, luego también del ser humano; una voluntad lanzada hacia su propia
superación, hacia el hombre más allá del hombre: el superhombre.
La voluntad de poder
En tanto que afirmación de la vida por sí misma, la voluntad de poder cobra
sentido en su estricta inmanencia, después de superar el nihilismo y desprenderse de la elucubración trascendente. En medio de un magmático
azar, la voluntad pugna por abrirse paso entre multitud de voluntades. Y
la principal motivación de todo individuo es persistir, imponerse y reafirmarse, domeñando el contexto para ponerlo al servicio de su triunfo; eso
es el poder, en el sentido de capacidad, de predominio.
52
Así pues, para comprender la trama íntima de los sucesos, lo que hay
que hacer es preguntar quién hay tras ellos y qué se propone, cuál es su
voluntad. Los sucesos no solo acontecen por algo, sino que ante todo se
ejecutan para algo. «Dado un concepto, un sentimiento, una creencia, se
les tratará como síntomas de una voluntad que quiere algo» (Deleuze,
1998: 111). Pero los fines, los objetos y los motivos siguen siendo poco
más que síntomas: lo que en definitiva quiere una voluntad es afirmar su
diferencia. No busca el poder en sí, la representación o el reconocimiento
de la primacía, sino el hecho mismo de ejercerlo, de experimentar su fuerza; no busca que se le atribuyan determinadas cualidades convencionales,
sino crear sus propios valores. En este sentido, la voluntad de poder es la
expresión de la libertad y la capacidad del individuo, una experiencia que
en sí misma es gozosa, es «alegría» en el sentido más spinoziano. Es la
fuerza de lo afirmativo frente a la negación de lo reactivo. Deleuze lo expresa con su habitual sutileza: el poder no es lo que quiere la voluntad, sino
lo que quiere en la voluntad, y por eso, más que en un impulso de apropiación (lo cual la reduciría a carencia), consiste en una actividad creadora:
«no aspira, no busca, no desea… La voluntad en el poder por sí misma es
donadora de sentido y de valor» (1998: 121).
La voluntad de poder, así entendida, es la esencia misma de todo, la
fuerza motriz de cuanto vive. No se trata de una angustiosa voluntad de
vivir, como había considerado Schopenhauer, sino de un jubiloso «anhelo
por prevalecer…, dominar, desarrollarse, fortalecerse, crecer» (Trueba,
2022: 117-118): «la propia vida es esencialmente apropiación, ofensa, opresión de lo que es extraño y más débil, avasallamiento, dureza, imposición
de las formas propias o al menos (como situación más suave) explotación»40. Como sucede con la expansión de los imperios, las mareas enfrentadas no pretenden destruirse, lo cual las debilitaría hasta la mutua aniquilación, sino absorberse, integrar en sí mismas a las fuerzas rivales, incrementando así la energía propia en un «movimiento de superación continua» (Trueba, 2022: 121). El propio cuerpo individual es un campo de batalla de pulsiones en las que unas colisionan con otras, se imponen y se
someten entre sí; «una multiplicidad de “voluntades de poder”: cada una
con una multiplicidad de medios expresivos y formas. Las presuntas “pasiones” singulares… son solo unidades ficticias»41.
40
41
Más allá del bien y del mal, 1984: 215.
Citado en Trueba, 2022: 120.
53
Sin embargo, si en los animales esta dinámica se nos aparece en estado patente y espontáneo, con la transparencia del instinto, en el hombre se
le añade la complejidad de la consciencia y el juicio, la posibilidad de una
actitud proactiva (afirmativa) o reactiva (negadora). Todo ello entra en
juego en el bullir constante de pulsos en los que, como tan bien supo captar Hegel, el grado de valor o temor establecen diferencias entre amo y
esclavo, y dan lugar a las consiguientes emociones de satisfacción y de
resentimiento.
Este último resulta especialmente significativo, porque la envidia y el
rencor no son más que postergaciones del ejercicio de un poder frustrado,
pero nunca suprimido; la voluntad de poder no puede desvanecerse: como
dijo de la energía Lavoisier, ni se crea ni se destruye, solo se transforma.
El sometido incuba su voluntad de poder a través del resentimiento, y su
conspiración explica la gestación de un fenómeno tan asombroso como es
la moral. En otras palabras: la moral será el instrumento mediante el cual
el esclavo y el débil mantendrán viva su lucha, su contrariada voluntad de
poder. «El esclavo, sostiene Nietzsche, es un individuo que no tiene la capacidad de otorgarse a sí mismo un valor, sino que requiere del reconocimiento de un sistema que lo respalde, “es aquel que no puede querer desde sí, sino que necesita de alguien —una ley, un suceso, otro hombre—
que le haga reaccionar diciéndole qué ha de hacer o cómo ha de pensar”»
(Huitrón, 2018: 33)42.
En la moral, por consiguiente, la voluntad se vuelve sobre sí misma y
logra imponerse a través de la negación; se da así el desmembramiento de
la unidad de la vida, el desprecio por esta al subyugarla a una dimensión
superior, su sometimiento a través del pecado y la culpa. Es el corolario de
la sabiduría de Sileno: «Lo que debes preferir a todo es… no haber nacido,
no ser, ser nada. Y además, lo que mejor puedes anhelar es… morir pronto»43 Esto es lo que han conseguido la filosofía dualista y la religión judeocristiana. Pero la contradicción implícita en su mismo planteamiento (la
voluntad negando a la voluntad) será a la larga su peor enemigo, el gusano que la corroa desde dentro y propicie, finalmente, su desmoronamiento. La negación acaba por negarse a sí misma, y sus frágiles ilusiones de
trascendencia se vienen finalmente abajo en el callejón sin salida del nihilismo.
42
La cita que incluye ha sido extraída por la autora del libro de Diego Sánchez (1989): En torno al Superhombre, Nietzsche y la crisis de la modernidad. Barcelona: Anthropos. Pág. 310.
43
El origen de la tragedia, 1980: 36.
54
Queda, pues, un último paso por dar: la conversión del nihilismo reactivo, pasivo, en un nihilismo creativo; aprovechar el derrumbe de la
cárcel metafísica para restaurar la libertad original del hombre, para que el
hombre se apropie sin complejos de su intrínseca voluntad de poder. He
aquí el mensaje que Zaratustra viene a traer al regresar de su retiro en las
montañas.
Un mensaje que no constituye una doctrina propiamente dicha, ajeno
a la pretensión de apaciguar el sufrimiento; aun menos de «curar». En la
línea de Heráclito y de Spinoza, se mantendrá como firme adalid del flujo,
de la agitación perpetua, de lo provisional, inacabado e inacabable. Ni siquiera acepta la dialéctica hegeliana, que no deja de ser un modo de domesticar la sucesión de los hechos, un nuevo mecanicismo para ceñir el
devenir a una estructura y a un fin. No: el devenir es caos, es creación y
destrucción, es una libertad tan inabarcable que se curva sobre su propio
infinito, como el espacio de la relatividad, dando lugar al vértigo del eterno retorno.
La muerte de Dios
Con la clausura del otro mundo han perecido sus inquilinos, los dioses.
Mejor dicho: Dios, el demiurgo supremo y exclusivo del monoteísmo.
Porque los dioses antiguos residían en esferas superiores no como en otra
dimensión puramente espiritual, sino como sentados en un gigantesco
trono, pero próximos a la tierra. El Olimpo no dejaba de ser un monte,
remoto pero tangible; y sus habitantes, aunque invisibles, transitaban entre
los hombres mezclándose con ellos. Los dioses antiguos nunca se desprendieron del todo de su condición de símbolos, y nunca dejaron de estar
sometidos al destino o al azar, al capricho y al error, a las contradicciones
y los trabajos de la vida. Tenían su temperamento, sus debilidades, incluso
sus angustias. Jamás se pretendieron únicos o definitivos. Jamás cuestionaron la inocencia del hombre y de todas las cosas.
Pero Yahvé irrumpió con la voluntad de ser exclusivo, de acaparar
todo el poder, de residir en un más allá estático y perfecto. También las
almas se desligaron de los cuerpos y se dispusieron a habitar la eternidad.
Y la moral dejó de implicar una aspiración o un compromiso para convertirse en una exigencia, una ley rigurosa, justiciera y ajusticiadora. Yahvé,
enemigo de la vida y de la tierra, sería el mejor aliado de la negación, la
renuncia, la condena y el sometimiento. Había creado al hombre y luego
lo había abandonado a su suerte, en un experimento no exento de capri55
cho y crueldad. Porque, como un Padre despótico, no solo había fundado
las lacras del mal y el pecado, sino que había instituido la represalia sancionadora del castigo. Con Yahvé, la vida se convierte en un valle de
lágrimas, una especie de campo de concentración cuya única puerta de
salida es la muerte. Y, tras ella, el juicio: el premio definitivo o el suplicio
eterno. Dios tildado del amor que, en realidad, es un Dios del sometimiento y la venganza, y, en este sentido, cómplice de los débiles y los resentidos, garante de la negación.
Este es el Dios que cae junto al oscurantismo, empujado por el espesor de la materia, por la restitución de la dignidad del hombre contra la
indignidad de su esotérico sometimiento. Es el Dios al que consideran inaceptable la razón ilustrada y la insurrección revolucionaria. Con la cabeza del rey, la guillotina ha seccionado la de todas las trascendencias a las
que representa.
Por eso, aunque Zaratustra proclama la muerte de Dios, lo cierto es
que este déspota supremo ya lleva agonizando varios siglos, en esa larga
muerte de los dioses. Lo que Nietzsche intenta es hacer a sus contemporáneos conscientes de esa ejecución sin retorno, y apelar al coraje de
hacerse cargo de sus consecuencias. El hombre se ha quedado solo y a la
intemperie, como en el principio de los tiempos. La formación devota de
nuestro autor lo hace plenamente consciente del cataclismo que implicaba
esa pérdida: «¿No caemos continuamente?... ¿No erramos como a través
de una nada infinita? ¿No nos sofoca el espacio vacío? ¿No se ha vuelto
todo más frío? ¿No llega continuamente la noche y más noche?... ¡Dios ha
muerto!... ¡Y nosotros lo hemos matado!»44
Sin embargo, Nietzsche insta a la valentía de sobreponerse a ese
«vacío que nos persigue con su hálito» y, dando un paso adelante, encontrar un nuevo calor en el sol desnudo de esa aurora que inaugura el reino
del hombre. Porque este, en lugar de sacar partido de la libertad y traducirla en alegría, ha permanecido cautivo del temor y la congoja, del remordimiento y la angustia, y ya ha inventado nuevos ídolos: la cultura, la
Ciencia, el Estado, incluso nuevas versiones de la vieja religión. Esos subterfugios le dispensan de saltar a un vacío en el que ya nada estaría garantizado: ni el orden, ni el consuelo, ni la justicia, ni el conocimiento; un
ámbito en el que todo sería relativo e inestable, en el que todo estaría por
inventar. Un vértigo tal vez excesivo para una humanidad entumecida por
siglos de ofuscación y sometimiento. Pocos —aunque cada vez más: los
44
La ciencia jovial, 1985: 115. Epígrafe 125.
56
heterodoxos, los discrepantes, los malditos— sabrán ver lo que la muerte
de Dios tiene de oportunidad.
En su afán por superar el sombrío dogma cristiano y sus sucedáneos,
«Nietzsche aspira a construir una metafísica pagana, politeísta, frente a la
culminación monoteísta de la metafísica platónica realizada en el sistema
hegeliano» (Savater, 1978: 58). Hay que cuestionar la arrogante pretenciosidad del conocimiento, y afirmar, contra la sacralización de la Verdad,
que «lo que es pensado debe ser seguramente una ficción»45, y que «el problema está en saber en qué medida ese juicio favorece y conserva la vida, e
incluso tal vez la selecciona»46. Hay que denunciar el grosero papel del
lenguaje, que a través de la palabra crea la ilusión de identidad y el artificio de la lógica. Hay que superar tanto el optimismo como el pesimismo,
«pues ambos son fruto de una misma concepción teológica de la verdad»,
aprovechando «la crisis de lo divino y lo verdadero como fuente de exaltación y de renovada fuerza» (Savater, 1978: 74). Pero sobre todo hace falta
una nueva mitología que esté de parte del hombre, un nuevo sistema de
símbolos que representen la fuerza del hombre liberado, un «Dios que sepa danzar»47. De nuevo la estética —más musical que verbal o figurativa—
se revela como meta y como instrumento, y Zaratustra recorre la tierra
proclamando el superhombre y el eterno retorno.
El eterno retorno
La espléndida figura del eterno retorno constituía para Nietzsche una clave
fundamental de su filosofía, y se ha convertido en una de sus imágenes
más célebres. Expresada como aseveración ontológica sobre un supuesto
carácter cíclico del tiempo, suena de entrada a ocurrencia delirante y pone
a la defensiva. Pero entendida como metáfora, como parte de esa mitología vitalista que el pensador parecía pretender, cobra una enorme intensidad ética y poética.
Tras ella se adivina una luminosa e incondicional afirmación de la
vida, asumida en su despliegue manifiesto, en la pureza y la inocencia de
su mero acontecer. «Para poder decir auténticamente sí a algo, hay que
decir sí a todo» (Savater, 1978: 113). Descartada toda dirección, toda teleología, no queda más que la realidad descarnada del hecho, o, más bien,
de la vivencia. Al renunciar a cualquier versión de finalidad previamente
45
La voluntad de poder, 2000: 367. Epígrafe 533.
Más allá del bien y del mal, 1984: 30. Epígrafe 4.
47
La voluntad de poder, 2000: 662. Epígrafe 1031.
46
57
establecida, al admitir la relatividad de todo valor y de todo objetivo, el
ánimo se abre a la profundidad intacta, misteriosa, feraz, de cada instante.
¿Puede haber mayor muestra de amor a la vida que estar dispuesto a que
lo acontecido se repita exactamente igual una y otra vez, eternamente?
¿Puede haber más firme gesto de entrega y afirmación, más elocuente rechazo de la obsesión por «lo mejor» propia de la religión y de todas las
fragmentaciones? «Mi fórmula para referirme a la grandeza del hombre es
“amar el destino” [Amor Fati]: no querer que algo sea distinto, ni en el pasado ni en el futuro, ni por toda la eternidad»48.
El eterno retorno es una luminosa, rotunda negación de todo finalismo. Desde el momento en que el mundo no se encamina hacia ningún
resultado o perfección final, su presente adquiere espesor de eternidad; el
presente es todo lo que hay y todo lo que tiene que haber, y no hace falta
salir de él en pos de un objetivo que lo supere. Queda así anulada la
dinámica histórica direccional, tal como la establecía la dialéctica hegeliana, heredera, en el fondo, de la creencia judeocristiana en el fin de los
tiempos y la definitiva instauración del reino de Dios. Todo está aquí y
aquí estará siempre, yacente en la perfección de sí mismo, como si se repitiera una y otra vez. O, dicho de otro modo: no hay progreso, solo una
interminable guerra de fuerzas sin más objetivo que competir entre ellas,
realizando su intrínseca voluntad de poder.
Desde este punto de vista, también podríamos interpretar el eterno
retorno, más que como una repetición interminable de lo mismo, como lo
contrario: todo sucede una sola vez y se pierde para siempre, y al mundo
no le importa, porque él, el mundo, sigue adelante, intacto en su «eterno
retorno» de la vida y la muerte. En cada instante está todo, porque cada
instante es un retorno del todo, del universo. Podría estar aludiéndose,
entonces, a una eternidad de lo fugaz. «Pues el eterno retorno es, por un
lado, la contundente negación de toda finalidad del acontecer, pero por
otro, la reivindicación del sentido de lo finito a través de la voluntad de su
repetición eterna» (Del Moral, 2006: 7). Lo efímero alcanzaría así la eternidad en la repetición, como en un juego de espejos enfrentados: «El eterno retorno hace ante todo las veces de revelador. Revelador no propiamente filosófico, de una verdad de las cosas, sino más bien psicológico, de
la verdad del deseo humano… El deseo de eternidad al que se atiene
Nietzsche afecta menos a la naturaleza de las cosas que a la naturaleza del
48
Ecce Homo, 1984: 83.
58
deseo, de la que es, según él, su prueba más irrefutable: por tanto, tiene en
cuenta ante todo no una permanencia del mundo, sino una insistencia del
amor» (Rosset, 2000: 107-114). Amor a lo que es, amor incondicional a
uno mismo, pero no como «un simple aceptarse y resignarse con lo que
uno es», sino mediante una afirmación que permita «dotar de plenitud a la
existencia de cada persona» (Huitrón, 2018: 29). Podríamos entrever, por
tanto, un criterio ético, simple pero fundamental: «“vale más” y vale absolutamente lo que vuelve, lo que soporta volver, lo que quiere volver. Y la
prueba del eterno retorno no permite subsistir a las fuerzas reactivas, como tampoco al poder de negar» (Deleuze, 1998: 123).
Muchas son las interpretaciones que permite el motivo del eterno retorno, y probablemente Nietzsche contaba con ello al formularlo. Pretendía con él, como con todo lo que escribió, más un efecto evocador que postular un concepto; algunos han visto en esa imagen un relámpago místico,
«una visión que libera de cualquier aflicción y de cualquier deseo» (Colli,
2000: 151). De un modo u otro, la figura cumple su cometido inspirador:
abre los abismos del tiempo y a la vez los cierra en la fusión con el instante. «El eterno retorno es la expresión cósmica de aquel espíritu dionisíaco
que exalta y bendice la vida» (Abbagnano, 2000: 325). Triunfa la vida: el
artificio ha cumplido su función.
El superhombre
Quizá sea el superhombre la figura más conocida de la filosofía nietzscheana, y se comprende: la misma grandiosidad de la palabra resulta a un
tiempo sugerente y turbadora. ¿Quién es ese misterioso personaje tan alabado y esperado como un mesías? ¿En qué consiste su pretendida superioridad?
Una vez más, nos encontramos probablemente con una eficaz metáfora, un «simulacro de doctrina», como dice Savater49. La alusión no tanto
a una prepotencia como a un «estar por encima» porque se está «más allá»,
porque ya se ha rebasado el estadio de los binomios y se ha diluido el sentido de las polaridades propias del trascendentalismo y de la moral: el bien
y el mal, el cuerpo y el alma, la verdad y la apariencia… El superhombre
podría ser, entonces, el hombre realizado, el hombre que se ha entregado
definitivamente a la vida sin reclamarle nada, la vida tal como se le revela,
placentera y dolorosa, generosa y cruel. Ya no un hombre redimido por el
49
Lo repite varias veces a lo largo de su libro Conocer Nietzsche y su obra (1978).
59
desapego, como en el budismo, o por la salvación de Dios, como en el
cristianismo; más bien un hombre que ha renunciado a la redención porque ya no siente la necesidad de salvarse, porque le basta con entregarse,
porque ha logrado desprenderse de toda negación. «Su espíritu debe abandonar toda fe, todo deseo de certeza y acostumbrarse a tenerse de pie sobre la cuerda floja de todas las posibilidades… Su máxima fundamental
es: llega a ser lo que eres» (Abbagnano, 2000: 328).
Nietzsche da a entender que tal es el objetivo genuino de la evolución
personal (y quizá colectiva); pero admite que se trata de un nivel de realización tan refinado que aún nadie lo ha cumplido por completo, si es que
es posible. El propio Zaratustra, avatar como sabemos de nuestro filósofo,
no se considera aún un superhombre, sino solo un hombre superior, un
hombre avanzado e iluminado, pero hombre al fin, que se dirige a otros
hombres superiores para que juntos preparen el advenimiento de esa nueva fase de lo humano: «El hombre es una cuerda tendida entre el animal y
el superhombre»50. Una cuerda sobre un abismo, una realización llena de
peligros y exigencias, que no está al alcance de todos y que conduciría al
estado más completo de libertad y dominio, a la asunción de la voluntad
de poder y del eterno retorno, a una emancipación tan plena que tal vez ni
siquiera sea posible completarla. El hombre superior se ha acercado bastante, quizá llegue a creerse casi libre, pero aún «hay cosas que el hombre
superior no sabe hacer: reír, jugar y bailar. Reír es afirmar la vida y, dentro
de la vida, hasta el sufrimiento. Jugar es afirmar el azar y, del azar, la necesidad. Danzar es afirmar el devenir y, del devenir, el ser» (Deleuze,
1998: 239).
Si a alguien le parece sencillo es porque no ha comprendido la dificultad, el enorme requerimiento que conlleva ese «reír, jugar y bailar». Se
trata de una tarea exigente y solitaria, un amor infinito hacia todo y hacia
uno mismo dentro de todo, una asunción incondicional de la primacía de
la voluntad. El superhombre aguarda como culminación intrínseca a la
propia naturaleza del hombre, pero probablemente no tiene nada que ver
con una meta o propósito. No se trata de superar nuestra imperfección
actual en dirección a una supuesta perfección futura, un punto omega de
la evolución humana. ¿No entraría esto en contradicción con la idea de
una existencia inasible e inacabada, en perpetuo estado de devenir? El superhombre no es un resultado, sino un modelo, una guía de la dirección
50
Así habló Zaratustra, 1982: 49.
60
en que conviene avanzar, un ideal de perfeccionamiento que, en definitiva, consistiría en conquistar lo que ya se es, liberándolo de las ataduras y
restricciones que se le han impuesto por miedo o por mezquindad. «Si el
superhombre es el sentido de la Tierra, ello es porque ni la Tierra ni el
hombre tienen sentido, porque aquélla no puede recibir el sentido de
quien, a su vez, espera recibirlo de aquélla. El espíritu libre, la creación, el
ateísmo y el inmoralismo se siguen de ahí» (Hierro, 1994: 237).
El superhombre, por consiguiente, no instituye un resultado, es una
guerra: la de cada cual por realizarse, por estallar como la flor desde el
pomo o la estrella desde una masa inerte de gas, sosteniendo la permanente tensión entre fuerzas que confluyen en uno a cada instante. Y en esa
epifanía, que no implica una cristalización sino un continuo rehacerse,
hay gozo y hay dolor, pues no puede haber eclosión sin dolor. «El Superhombre es un Modo de Ser, hacia el cual el ser humano puede dirigirse
cuando se afirma a sí mismo, cuando ama su vida y la acoge apasionadamente sin tratar de ocultar lo que en ella hay de trágico» (Huitrón, 2018:
35).
No se trata, hay que reiterarlo, de un estado al alcance de cualquiera.
Nietzsche —que de todos modos siempre se manifestó displicente con todo lo «vulgar» y lo «plebeyo»— insiste en que tales cualidades solo pueden
corresponder a una minoría selecta, a una «aristocracia libre» a la cabeza
de una humanidad incapaz, en su mayor parte, de pagar el precio de esa
altura. «Para descubrir ciertas verdades, para tratar con ellas, hace falta
valor, mucho valor, y por supuesto no todo el mundo es valiente» (Rodríguez, 2019: 167). Tal elitismo había formado parte de los ideales de
Nietzsche desde sus sueños wagnerianos, y se correspondía también con
esos linajes guerreros que habían dominado los tiempos ancestrales, incluso con sus admirados griegos, que no dejaban de ser la élite de una sociedad esclavista. Ninguna veleidad igualitaria se desliza de la doctrina de
Zaratustra, que renuncia desde el principio a dirigir su mensaje a las masas y lo reserva para un puñado de hombres superiores. Así es la vida, así
es la lucha; la voluntad de poder se traduce siempre en la diferencia.
Estas son, a grandes rasgos, las principales enseñanzas de Zaratustra,
«primer individuo artístico producido por un nuevo arte de vivir» (Frey,
2007: 173) que conquistó la comprensión en la soledad de las montañas y
decidió descender a la morada de las personas para compartirla con ellas.
Se entiende: con aquellas dispuestas y preparadas para escuchar.
61
El león
Habíamos dejado al camello dando el primer paso hacia la liberación:
cargando aún con el peso de los valores y las directrices, pero asomándose
ya a la oscuridad del vacío que dejan al ser abandonados. Ese nihilismo
reactivo, amargo, desolador, tiene que dar paso ahora al desgarro liberador de la destrucción; el camello se entregará al nihilismo activo del león.
El león «quiere conquistar su propia libertad, y ser señor de su propio desierto»51. Será el gran devastador, el vehemente soberano que se
desprende del «tú debes» y se apropia del «yo quiero». Hace falta un león
para empezar a devorar al enemigo, para tener el coraje de desafiarlo y
«destruir toda moral» (Morey, 83). La moral imperante, lo hemos ido
viendo, merece ser rechazada por su debilidad, su negatividad acomodaticia, en manos de predicadores, eruditos y gobernantes mediocres y malsanos. Los aparentes ideales de justicia y de compasión encubren un envilecimiento empobrecedor de todo lo que podría iluminar la vida humana: el
amor a uno mismo y a los otros, la amistad, la sexualidad, y por supuesto
la belleza del mundo y el gozo del propio cuerpo.
El león ha venido a plantar cara a todas esas amarras que retienen al
hombre y le impiden la realización de su naturaleza. Las que le son impuestas desde fuera y aquellas otras, más pérfidas, que ha interiorizado y
con las que se atormenta desde la culpa y el resentimiento. En esta etapa,
el individuo descubre que su peor enemigo reside en sí mismo: en su molicie, en su complacencia, en su miedo. Transformarse en león implica, sobre todo, declarar la guerra a esa división interna que le convertía en carcelero y verdugo de sí mismo, recuperando la fuerza y el valor de lo irracional.
A estas alturas, el camarada de Zaratustra sabe que el enemigo, como
la vida, tiene muchas máscaras. La diferencia es que esta es inocente, y
aquel es capcioso. La vida no tiene más pretensión que realizarse; si lo
hace con violencia y crueldad es porque ella, como maraña de fuerzas en
perpetuo cataclismo, es violenta y cruel. Agitada por una marejada de voluntad de poder, se multiplica en infinitas instancias que luchan entre sí,
pugnando por absorberse unas a otras. En ese maremágnum, a cada instante hay algo que impera y algo que se somete; al instante siguiente, una
51
Así habló Zaratustra, 1982: 62.
62
nueva contienda cambiará la relación de fuerzas. ¿Qué más le da? La vida
siempre triunfa.
Pero entre esas fuerzas están también las que van contra la vida, las
que la niegan, las que sueñan con domesticarla y apacentar sus rebaños.
Tampoco por eso se inmuta la vida, que sigue siendo lo que es, lo que fue
siempre y siempre será, en un eterno retorno de sí misma. A la vida no le
importa, pero al que fue sometido sí. Su voluntad de poder le impide resignarse. Contempla sus cadenas y la rabia le impulsa a desprenderse de
ellas. El resentimiento impotente que predominaba al principio se troca en
ímpetu destructor.
Las cadenas que le retenían sirven ahora como arma contra quienes
se las pusieron. Aprende a ver detrás de los disfraces, y denuncia a los cuatro vientos lo que descubre. Ahora que se ha puesto definitivamente de
parte de la fuerza, abomina de la hipocresía de las viejas componendas.
Ahora que ha asumido el dolor, no siente más que desprecio por los viejos
consuelos. Arremete contra la arbitrariedad de las verdades que se pretendían eternas, contra el monstruo del «tú debes» replicándole: «Yo quiero». Reniega de la virtud, esa aspiración invasiva que, una vez declarada,
lo reduce todo a ella, matando la espontaneidad de lo vivo. Le hablaban
del bien, pero el bien era la imposición de una voluntad. Le hablaban del
amor, pero el amor es el reclamo del deseo. Le hablaban de justicia, pero
la justicia es la coartada del débil contra el fuerte, y el derecho un compromiso entre poderes. Le hablaban de Dios, pero Dios ha muerto, y solo
queda enterrarlo y sobrevivirle. No, a partir de ahora ninguna máscara se
interpondrá entre él y esa vida que lleva dentro y que inflama su fiereza.
Ya se encargará él, si hiciera falta, de fabricarse sus propias máscaras. A
partir de ahora, cazará sin remordimiento y, llegada la ocasión, sucumbirá
sin pena ni reproche. «Para crearse libertad, y oponer un sagrado no al deber; para eso hace falta el león»52.
Esta etapa obligadamente destructiva y negadora que simboliza el
león ha sido reflejada en muchas obras de ficción. En una de las películas
más nietzscheanas que he encontrado, El club de la lucha, la destrucción
marca el cenit de la trayectoria emancipadora del protagonista. Su grupo
de camaradas, curtidos en salvajes peleas mutuas, nos recuerda el empeño
utópico de las células anarquistas, al organizar la voladura de los rascacielos que simbolizan el poder del dinero y la opresión mercantilista. Pero la
52
Así habló Zaratustra, 1982: 63.
63
película termina ahí, en una orgía de mera demolición, como quedándose
en el interrogante de si después de la destrucción puede haber otra cosa, si
cabe contar con una afirmación que supere a la negación. Sabemos que
Nietzsche confiaba en esa última etapa.
Podemos rastrear el espíritu temerario y burlón, agresivo y pendenciero, el talante trágico del león nietzscheano, en muchos personajes y episodios, legatarios de Dionisos, acólitos de Zaratustra. Las sagas divinas
están llenas de disputas. En todos los mitos, la mayoría de los dioses tienen, a veces tras una cara amable, un reverso vehemente y terrible: el propio Zeus, máximo custodio del equilibrio universal, protagoniza apasionados escarceos con diosas, ninfas y mujeres, para indignación de su esposa Hera, que no duda en vengarse sin piedad de sus rivales. Qué decir
de Ares, Atenea, Artemisa… Por los bosques, para perdición de los incautos, campan a sus anchas los festivos sátiros y las inquietantes náyades.
Esta vertiente menos violenta y más burlona impregna en numerosas fábulas al personaje del trickster, el avieso embaucador, que en la mitología
nórdica encarna el famoso dios Loki.
No faltan discípulos de Dionisos en la literatura, donde el ímpetu vital aparece a menudo entremezclado con otras pasiones: ira, resentimiento, venganza, codicia… Por moralistas que resulten sus argumentos, resultan impactantes el ardor y la vehemencia que exhalan, a menudo hasta la
atrocidad. No podemos evitar que, además de repudio, nos inspiren un
punto de admiración en su despliegue de voluntad de poder, sus impulsivas transgresiones del orden humano o divino. Ahí están, por evocar solo
algunos ejemplos, los arrebatos devastadores del Ricardo III o el Casio de
Shakespeare, la despiadada avaricia de la Celestina, los iracundos furores
de Segismundo en La vida es sueño, la crueldad asesina de Raskolnikov en
Crimen y castigo, el rencor obsesivo del capitán Ahab en Moby Dick… La
Historia nos regala, envueltos en leyenda, grandes conquistadores como
César, Cortés o Napoleón, y toda la sangrienta estirpe de piratas y bandoleros, sedientos de dinero pero también de aventura. Este tipo de relatos
ha sido recogido copiosamente en el cine, dando lugar a películas históricas y a célebres forajidos del Oeste americano o del thriller. Su trasfondo
existencial también se ha reflejado en un sinfín de películas polémicas como Pink Floyd: El muro, La naranja mecánica, La jauría humana, Thelma y
Louise, o en otras más intimistas como Rashomon, Una historia verdadera…
Los ejemplos de impronta nietzscheana serían incontables.
64
Don Juan
Pero quizá uno de los personajes más nietzscheanos de la literatura universal sea el mítico Don Juan. La vinculación de esta figura arquetípica
con la filosofía de Nietzsche ya ha sido argumentada en diversos estudios53; aquí nos limitaremos a exponer algunos aspectos significativos de
ese paralelismo, proponiendo a Don Juan como prototipo de ese león impulsivo, devorador e irredento por el cual tiene que transitar el ser humano
en su liberación. Para nuestro propósito, nos parece más apropiada la versión de Tirso de Molina que la de Molière o Zorrilla, aunque sin duda todas aporten elementos interesantes. El Don Juan de Molière es más casquivano, rozando a veces lo grotesco; le falta profundidad trágica. Más
apropiado, por lo perjuro, irreverente y trágico, resultaría el Félix de Montemar de Espronceda. Y no entraremos en tantas otras versiones del eterno seductor, imposibles de abarcar aquí.
Esta universalidad, precisamente, sugiere entender la figura de Don
Juan como mito. Si nos limitamos a analizar su personalidad, podría antojársenos un psicópata o un sociópata. Pero si lo asimilamos, por ejemplo, a un Sade, entonces se nos aparece como un gigante del exceso, del
vitalismo, un conquistador en el sentido amplio de la palabra; las mujeres
son su imperio, el inagotable territorio por el cual expandir sus fronteras.
Audaz e irrespetuoso, egoísta y egotista, pura vitalidad arrollando el
mundo desde una insaciable voluntad de poder. Consciente de su carácter
de apóstata, el orgullo y el interés enmarcan su moral: el único bien que le
concierne es el suyo, y el único mal que concibe sería dejar de entregarse a
aquello que le place. Todo en él es alegría: «Esa risa, esos saltos y la afición a lo teatral son claros y alegres» (Camus, 1998: 96). Y, de todos modos, sabe que los que le condenan no son mejores que él.
Ajeno a principios o razones, no reconoce más ley que sus instintos,
que cumple sin límite ni freno. Como a Dionisos, le encantan las máscaras
y el vino, y muestra «una especie de instinto malévolo de engañar, de burlar» (Pérez, 2007: 204). Su vida es una danza, una embriaguez perpetua
53
Ver, por ejemplo, en la bibliografía: Pérez (2007), Chittkusol (2011), y el magnífico artículo de Stefan
Zweig El Don Juan del conocimiento, basado en un aforismo escrito por Nietzsche en Aurora (1994: 208,
epígrafe 327): «Ningún filósofo ni poeta alguno ha descubierto aún al donjuán del conocimiento. No
ama las cosas que descubre, pero tiene ingenio y voluptuosidad, y disfruta con las conquistas y las
intrigas del conocimiento, al que persigue hasta las estrellas más altas y lejanas, hasta que, al final, ya
no le queda por conquistar más que el aspecto totalmente doloroso del conocimiento, como el borracho que termina bebiendo amargo ajenjo».
65
donde lo único que cuenta es apurar la copa que se le tiende rebosante,
para luego llenar la siguiente. «Dar a cada cosa lo suyo, ser justo con ella,
es tomarla en el tiempo que le sea acordado, gozar de ella y dejarla de lado inmediatamente» (González, 1972: 59). No guarda nada para las incertidumbres del mañana, del mismo modo que no acarrea ningún peso del
ayer: su efímera patria es la inmensidad espléndida del instante, el que lo
libra del lastre de la memoria y le confiere la ligereza del olvido. Su mundo es siempre un lugar de abundancia: toma cuanto puede, y sobre todo
gana sin temor a perder. Su entrega al placer es tan incondicional que
asume sin reparos el dolor. Sabe que existir es eso: sufrir y hacer sufrir;
pero también, y ante todo, gozar y hacer gozar. Así, desconoce el sentimiento de culpa, pues no hace más que cumplir con la naturaleza que le
ha sido dada:
Yo quiero poner mi engaño
por obra. El amor me guía
a mi inclinación, de quien
no hay hombre que se resista.54
Corteja sin miramiento a todas las mujeres que se le cruzan. ¿Quién
dirá que no ama? No reniega del amor, sino de la exclusividad: «Ama a
todas con el mismo ardor y cada vez con todo su ser» (Camus, 1988: 95).
Si va de una a otra no es por afán de acumular, sino todo lo contrario: por
puro desapego. Su amor tiene la pureza de los espíritus risueños y ligeros;
tan terrible y huidizo como el tiempo: regala los goces del presente sin
permitir que le hipotequen el futuro. «Sabe también que aquellos a quienes
un gran amor aparta de toda vida personal se enriquecen, quizá, pero empobrecen seguramente a los elegidos por su amor» (Camus, 1998: 99).
Se le tachará de depravado por engañar a sus amantes, pero, ¿no les
ha entregado a cambio la rendida ofrenda de su pasión? Se le reprochará
abandonarlas, pero, ¿por qué habría de valer más la avaricia de quienes
pretenden apropiarse de su libertad? «No hay amor más generoso que el
que se sabe al mismo tiempo pasajero y singular» (Camus, 1998: 100). Se
le tildará de cruel por deshonrarlas, pero, ¿no han sido ellas las que se han
entregado, pagando gustosas el precio del disfrute? ¡Qué leves se antojan
sus lágrimas frente a las risas de Don Juan! ¡Qué desabridos los que lo
54
Tirso de Molina (1969): El burlador de Sevilla y Convidado de piedra. Buenos Aires: Editorial Hispania.
Pág. 107, Jornada tercera. Le tengo cariño a esta vetusta edición que compré en una librería de viejo. A
ella pertenecen las citas sucesivas.
66
persiguen inflamados de venganza, incapaces de entender su canto de
alegría! Inmune al escándalo de quienes le juzgan, constata la normalidad
de sus actos:
¿Quién ha de ser?
Un hombre y una mujer.55
Y, sin embargo, él sí los comprende; si hay algo que entiende es la furia y la pendencia. Soberbio y caprichoso, desafía sin vacilar a los vivos y
a los muertos, y no duda en sacar la espada cuando le ofenden: la muerte
no le espanta —¡Ojalá sea una mujer!, exclama en la película de Gonzalo
Suárez56—, la condena del más allá le queda demasiado lejos. Igual que
Dios, ese rival ausente que no tiene el valor de existir para enfrentársele.
Si la moral le persigue es precisamente porque él la ignora, como a una
pretendiente despechada, como «una especie de sombra» (Pérez, 2007:
204). Y cuando al final sucumba, como no podía ser de otra manera dado
el contexto de la época, lo hará desde la dignidad, igual que un soldado,
no desde el arrepentimiento, como haría un esclavo. Es, pues, más que un
ateo: es un rebelde, en un claro paralelismo con aquel ángel caído que osó
negar la primacía de Dios.
No elude las consecuencias, no miente para eludir la responsabilidad:
No quiero daros disculpa,
que la habré de dar siniestra.57
Don Juan, como Zaratustra, es un incomprendido; su excepcional
camino es solitario. Los que le rodean no le entienden, porque en un contexto de sometimiento no se puede asimilar un comportamiento libre. Ni
siquiera es capaz de anteponer la gratitud hacia la mujer que le salvó la
vida a su deseo de seducirla: «Esta noche he de gozalla», será lo que exclame apenas abrir los ojos.
Por eso, a diferencia de él, que solo desea, los demás le odian o le
condenan. Incluso sus sirvientes —Catalinón en Tirso, Sganarelle en Molière—, que le hacen de voces de la conciencia y de llamada a la razón,
55
Pág. 26, Jornada primera.
Suárez, Gonzalo (director) (1991): Don Juan en los infiernos. España: Ditirambo films.
57
Pág. 29, Jornada primera.
56
67
sienten por él (como nosotros, seres subyugados por la moral), una mezcla
de admiración y rechazo:
Los que fingís y engañáis
las mujeres de esa suerte
lo pagaréis con la muerte.58
Pero, igual que la vergüenza o el remordimiento, la muerte es algo lejano e insignificante para quien vive absolutamente entregado a la vida. Si
no duda en traicionar cualquier ley es porque para él la única ley es la del
deseo. Don Juan responde a cada amonestación con su famosa réplica, en
la que resuenan el desprecio por la trascendencia y los ecos del eterno retorno: «¡Qué largo me lo fiáis!»59. Y es que «lo que viene después de la
muerte es fútil, ¡y qué larga serie de días para quien sabe estar vivo!» (Camus, 1998: 96).
Precisamente porque tiene a la vida de su lado, como todos los divinos embaucadores, siempre sabe hacerse amar cuando se lo propone.
Comprende que su pasión es capaz de encender pasiones, por mucho que
estas se resistan, por mucho que entiendan que se están rindiendo a un
encanto demasiado ardiente para durar. Así lo da a entender la pescadora
Tisbea cuando exclama:
Mucho fuego prometéis;
¡plega a Dios que no mintáis!60
Tisbea no es ingenua: sabe que lo más probable es que le estén mintiendo. Al entregarse, quizá no esté siendo tan víctima como ella y nosotros queremos creer; quizá, sencillamente, esté primando el amor y el goce, dispuesta a pagar su precio de dolor, como Don Juan. Él no la obliga,
él es un artista, un desinhibido apóstol de la belleza. Él es un incondicional farsante en la farsa de la vida: tal vez Tisbea (o una parte de ella) no
haya hecho más que rendirse a esa pureza. ¿Tiene entonces derecho a acusarle luego, cuando la fiesta termina y las máscaras se resquebrajan? ¿No
será una coartada para rehuir su propia culpa? En esa irrupción del fuego
de la ira y el agua de las lágrimas, ¿quién engaña a quién?
58
Pág. 58
Pág. 58
60
Pág. 48
59
68
¡Fuego, fuego, zagales, agua, agua!
¡Amor, clemencia, que se abrasa el alma!61
En otro escarceo posterior, la villana Aminta, recién casada con un
labrador, tampoco es que oponga mucha resistencia a las promesas de matrimonio y riqueza de Don Juan. La mentira de este halla buena acogida
en la avaricia de aquella, y si una no disculpa a la otra, no cabe duda de
que se pone a su altura.
A tu voluntad, esposo,
la mía desde hoy se inclina:
tuya soy.62
En medio de toda la maraña de intereses e imposturas que se teje a su
alrededor, la farsa de Don Juan fulge por su franqueza. Todos los demás
cumplen lo que les empujan a hacer las convenciones y los deberes, los
temores y las intenciones, a veces ocultas incuso ante sí mismos. Don
Juan, en cambio, no es más que lo que es, sin subterfugios ni otras dobleces que las que conlleva el juego al que ha decidido jugar.
Sevilla a veces me llama
el Burlador, y el mayor
gusto que en mí puede haber
es burlar una mujer
y dejalla sin honor.63
En definitiva, todo y en todos es voluntad de poder, todo es conflicto
entre fuerzas (deseos, motivos, disputas…). La diferencia es que los otros
disimulan o huyen, mientras que Don Juan lo sabe y lo asume. ¿No hay
en él, desde este punto de vista y tal como señalaba Nietzsche, una cierta
traza de salvaje inocencia?
Avancemos hacia la culminación del drama. Don Juan, maquinando
una nueva pendencia, intenta aprovecharse de una dama notable, Doña
Ana. El comendador Don Gonzalo, padre de ella, lo descubre y le amenaza. Sin amilanarse, Don Juan desenvaina la espada y lo mata. Más tar61
Pág. 63
Pág. 112, Jornada tercera.
63
Pág. 77, Jornada segunda.
62
69
de, frente a la tumba, el hidalgo se burlará de su maldición, y con arrogante chanza invitará a su estatua a cenar esa misma noche, ofreciéndole una
oportunidad para completar la prometida venganza. Son las fuerzas de la
vida desafiando a las del más allá: tal vez el más descarnado sacrilegio del
burlador.
El espectro, contrariando el desdén de Don Juan y confirmando
nuestro temor, se presenta al ágape. La escena es de un horror contenido
que quita la respiración. Pero la petulancia del hidalgo no ceja, y tras un
primer sobresalto tiene la sangre fría de invitar a su convidado de piedra a
sentarse a la mesa. Luego acepta que este le devuelva la invitación de visitarlo en su capilla a la noche siguiente. Don Juan se da aliento contra el
pavor a fuerza de orgullo, coraje y raciocinio, armas humanas frente a las
sombras ultramundanas. «No tiene sino una respuesta para la cólera divina, y es el honor humano» (Camus, 1998: 97).
Que si un cuerpo noble, vivo,
con potencias y razón
y con alma, no se teme,
¿quién cuerpos muertos temió?64
En la siguiente cena, la tensión entre lo humano y lo divino alcanza
su cenit. Don Juan se mantiene altivo ante las tenebrosas disposiciones del
muerto, mientras nosotros presentimos que su castigo está cerca. Aquí es
la ley de Dios, y no la de los hombres, la que se dispone a prevalecer. No
es casual que sea una fría estatua de piedra la que sanciona la exuberancia
de la carne: «Todos los poderes de la Razón eterna, del orden, de la moral
universal, toda la grandeza extraña de un Dios accesible a la cólera se resumen en él» (Camus, 1998: 101). En la época de Tirso el desenlace no
podía ser otro. Un espectral coro nos lo recuerda:
Que no hay plazo que no llegue
ni deuda que no se pague.65
El Comendador lo toma de la mano, y a pesar de una última solicitud de piedad y redención —debilidad, al cabo, humana, demasiado
humana—, Don Juan cae muerto y el suelo se hunde, llevándoselo al in64
65
Pág. 129, Jornada tercera.
Pág. 142
70
fierno. La moral ha vencido finalmente, el desaprensivo pendenciero ha
sido condenado; resulta que no era tan larga la fianza.
Pero nosotros, con Zaratustra, sabemos vislumbrar entre líneas otra
historia: la de un hombre que afirmó la vida hasta el final, y se atuvo a las
consecuencias. En ese episodio del «convidado de piedra», eco de macabras leyendas medievales, Tirso de Molina lleva a su personaje, tan desbordante de vida, al umbral oscuro y aterrador de la muerte: en ambos
reinos asoma y en cierto modo se unifica lo dionisíaco. «Esa trágica dualidad es la que da su categoría extraordinaria» (Pérez, 2007: 205). Y así, se
nos ocurre imaginar, resonando en las cavernas del más allá, las carcajadas eternas de Don Juan.
Valga el apunte de que, en la versión de Zorrilla, la conclusión es
completamente distinta. El amor redime al proscrito, quien, a instancias
del espíritu impoluto de su amada muerta, recibe la oportunidad de arrepentirse antes de morir. Este «final feliz» lo cambia todo, enfatizando el
triunfo definitivo de la moral y disolviendo toda la fuerza de la figura protagonista —muy bien caracterizada en la primera parte de la obra— en
una dulzona balada romántica. En Zorrilla, el león ha vuelto a ser camello, ha regresado al rebaño66.
Frente a ese Don Juan sometido, domesticado, el que nos propone
Tirso alcanza proporciones de gigante, y además de gigante dionisíaco,
para quien «la vida es un festín que ha de ser asumido sin límites» (Pérez,
2007: 203); solo este habría merecido, creemos, que Zaratustra lo considerase hermano. Aún le falta la fuerza de la conciencia, el crisol del sufrimiento, la madurez de los años de batalla, la negación deliberada de toda
trascendencia, la congruencia llevada hasta el final. Tiene sus contradicciones: vive como descreído pero nunca lo manifiesta abiertamente, y
confía en que, de resultar necesario, no falte tiempo para redimirse; de
hecho, cuando ve su fin inminente, pide esa oportunidad que ya no se le
concede. ¿Era un mero tarambana sin grandeza que, mientras quedara
tiempo, solo buscaba «disfrutar del botín del pecado» (Pérez, 2007: 205)?
No lo parece: su actitud es obstinadamente sacrílega. Se diría que Don
Juan nació antes de tiempo. También murió demasiado pronto: ¿qué ha-
66
Ortega desdeñaba abiertamente ese Don Juan romántico de Zorrilla, rendido como un burgués a las
buenas costumbres. Llegó a tildarlo de «figurón de feria». Por el contrario, el Don Juan de Tirso llegó a
parecerle una encarnación del superhombre nietzscheano. Ver Chittkusol (2011), en bibliografía.
71
bría sido de él en la vejez?67 En cualquier caso, su talante decididamente
transgresor apunta un precursor de la transmutación de los valores; ya se
manifiesta en él la feroz determinación del león, incluso algo del júbilo
transparente del niño.
Don Juan está más cerca del superhombre que muchos de nosotros.
Porque, ¿acaso no nos inspira una inquietante ambivalencia? ¿No hay en
nosotros una parte que le envidia, y quizá por eso le teme, igual que sus
rivales? ¿Una parte que simpatiza con él, y por eso le odia, igual que sus
amantes? ¿No nos atrae y nos incomoda su temeridad? ¿No nos ofende su
crueldad, inmune a la compasión, porque la adivinamos en nosotros? En
cualquier caso, se trata de las mismas incertidumbres que nos plantea el
proyecto de Nietzsche, llevado hasta sus últimas consecuencias. Y esos
interrogantes cobran su adecuada dimensión si afrontamos a Don Juan no
como un hombre —ni siquiera el hombre absurdo de Camus—, sino como
un símbolo, un mito: todo él un gran interrogante que ha venido a desafiarnos.
El niño
El león, según vimos, fue el obligado paso intermedio por el cual el nihilismo se hace transformador: el paso de la decidida demolición de los valores caducos. El león ha cumplido bien su papel a la hora de luchar, de
abrirse paso en esa permanente oposición de fuerzas que ya anticipaba
Heráclito: prevalecer requiere competir con otros que también quieren
prevalecer, y someterlos. Pero este animal destructor, al estar imbuido por
un impulso de negación, aún no es capaz de crear nuevos valores.
Para ello tendrá que convertirse en niño, acceder a un nuevo estado
de inocencia, de pureza, de transparente alegría, ya no lastrada por la referencia al mundo superado, y absolutamente abierta a lo nuevo. Es «el niño
evangélico (Marcos, 10, 15), el niño que juega de Heráclito» (Morey, 83).
Es, en definitiva, la primacía de la afirmación: «para el juego divino del
crear se necesita un santo decir “sí”: el espíritu lucha ahora por su voluntad propia, el que se retiró del mundo conquista ahora su mundo»68.
67
Camus lo imagina retirado en un convento, cumpliendo sin reservas el absurdo de adorar a un Dios en
el que no cree. Gonzalo Suárez, en la película mencionada, lo fantasea entregándose a la pérdida y a la
muerte con la misma afirmación que dedicó a la vida.
68
Así habló Zaratustra, 1982: 63.
72
Con el niño llega a su culminación un ciclo que ha renovado el espíritu hacia su liberación, que lo ha emancipado de aquello que lo lastraba y
lo ha preparado para una vida afirmativa, capaz de habitar en el mundo y
hacerlo suyo. Nos hallamos al fin en el amanecer del reino del hombre, en
la oportunidad de una nueva inocencia. La motivación de los niños es espontánea y primitiva, cercana al principio elemental del hedonismo. Y, en
efecto, lo que se ha conquistado es el mero placer de existir y expandirse,
desde la voluntad, y apropiarse del poder, no tanto fin en sí mismo como
medio para acceder a la máxima realización del propio potencial, el sumo
desarrollo de la fuerza intrínseca. Porque el placer más grande de la existencia es el de ser uno mismo, de ser lo que se es, y de realizarlo a través
de la acción. El goce del poder es justamente ese: sentir la propia capacidad de imponerse a la facticidad, de expandir el propio ser a través de la
sustancia anodina del mundo.
El símbolo del niño concentrará la alusión a los nuevos valores: la
creación, el coraje, el entusiasmo, la actividad afirmativa… En definitiva,
invocando a Epicuro y a Spinoza —¡ellos, que sufrieron tanto!—, la alegría, o, como la llama Clément Rosset, la beatitud: «fidelidad incondicional
a la simple y desnuda experiencia de lo real» (2000: 45). La vida debe empezar a curarse, la tierra tiene que ser al fin un lugar salubre, donde «los
que se han elegido a sí mismos» puedan fundar el sustrato del que acabe
surgiendo el superhombre. Que tal vez no sea ni más ni menos que un niño efectivamente realizado.
¿Percibimos en este movimiento una remisión al origen, una regresión a la pureza original perdida? Tal vez sí, pero de ningún modo consiste en volver hacia atrás. Se trata de seguir adelante, pero a través de un
«desprenderse», un desnudarse de todo el ropaje entorpecedor y falso con
que nos ha cubierto la cultura, es decir, el poder establecido que ha estado
nutriéndose del nuestro. Es exactamente lo que hacen Neo y sus insurrectos de la lucidez en Matrix, y no queda lejos de aquello que ilustraba
Platón en su mito de la caverna, solo que aquí abrir los ojos no es un medio para acceder a una realidad escondida tras la apariencia, sino para
conquistar la realidad que se le había negado a la apariencia misma. No es
un «ir más allá», sino un sentar plaza en un «aquí y ahora» recuperado.
Ese es el triunfo del niño: el redescubrimiento de una autenticidad
genuina, la del hombre que ya no busca, que ya no espera, que ya no se
apoya en nada exterior a sí mismo. El objetivo de ese desprendimiento
creativo sería conquistar la autenticidad, hecha de fuerza y contento, re73
nunciando a todo consuelo metafísico. Regresar a la vida, radiante en su
núcleo dionisíaco (apasionado y festivo, disgregador y creador) y ornada
por la belleza apolínea, de un modo u otro espontánea y placentera, sobreponiéndose a debilidades como la lánguida esperanza o la desesperada
salvación, y sobre todo a esa moral que pretende ponerle fronteras al océano. Dionisos marca la pauta; el Niño es Dionisos remitido a su versión
más elemental.
Porque, en efecto, el niño es amoral, es hedonista, es espontáneo, es
alegre, es creativo. Es divinamente egocéntrico. El niño no se preocupa de
negociar y pactar, de ceder y contemporizar. Depende solo por debilidad,
y obedece solo por sometimiento. ¿Peter Pan como paradigma del superhombre? No en vano a los niños les fascinan los juegos que se basan en
simulaciones de poder (un poder que ejercen a menudo con crueldad, y
que sueñan ilimitado): los piratas, los policías, los superhéroes… No cabe
duda de que el sueño de poder se cuenta entre las mayores apetencias del
niño, junto al de recibir amor, que es también una forma de poder. El niño
(¿para compensar su sensación de impotencia?) quiere ser poderoso; incluso cuando es bueno, lo es como una forma de poder. El niño, en fin, revive en la fantasía su sueño original de omnipotencia.
Pero el hombre liberado ha recorrido un camino más largo: antes de
ser niño, ha tenido que ser león. Ha debido afrontar la lucha para conquistar un nuevo poder, un poder que ya no es un sueño infantil. Solo puede
volver a ser niño quien es fuerte: «Hay que tener necesidad de ser fuerte,
de lo contrario no se es fuerte nunca»69. Y no forzosamente para imponerse a los demás, como un déspota (lo cual no deja de ser, en cierto modo,
una debilidad), sino para evitar que los demás le impongan sus propios
deseos de poder. Para ser el dueño y el creador de sus propios valores. Y
para soportar la inmensa soledad —que Zaratustra, como el propio
Nietzsche, afrontó sin reservas— de un camino tan rigurosamente libre.
Porque solo cuando se es libre se puede ejercer el poder puro del niño, capaz de urdir las más aviesas mentiras con la misma espontaneidad con
que proclama que el emperador va desnudo.
Solo entonces se accede a la verdadera alegría, la alegría que afirma,
la alegría que juega: «el juego es, sencillamente, la actividad extramoral,
amoral» (Savater, 1972: 161). La alegría tan entregada a la vida que está
dispuesta a su eterno retorno, pues no tiene nada que escatimarle. ¿Quién
69
Fragmento de El ocaso de los ídolos, citado por Savater, 1972: 162.
74
se atreverá a tanto? ¿Quién será lo bastante egocéntrico para desprenderse
de su propio Yo, y disolverse en el mundo como en el vientre de una madre primigenia? Solo un hombre tan desnudo que es capaz de adentrarse
en una nueva infancia.
Hablábamos de ese retorno como de una curación. Una de las pruebas decisivas de esta sanación es la recuperación del cuerpo. Esa materia
sintiente que los enemigos de la vida habían convertido en un mero soporte, sucio y corrupto, de la pureza del alma, ahora se alza en su plena dignidad cuando sobrevive a la muerte de aquella: «El ya despierto, el sabio,
dice: “Todo mi yo es cuerpo, y el alma no es sino el nombre de algo propio del cuerpo”»70.
Para el dualismo, el cuerpo no era la sede de la autenticidad, que residiría en el alma; ahora se nos revela que más bien sucede al revés: somos
un cuerpo, y la mente (antes alma) no es más que una manifestación suya,
sujeta a la misma multiplicidad y al mismo cambio continuo de todo el
universo: «cada cuerpo es una pluralidad de “almas” en permanente reestructuración, una pluralidad de perspectivas en pugna por ocupar el mayor
tiempo posible una posición de dominio. El efecto continuado de dicha
estructura social es lo que vulgarmente la filosofía ha identificado como
un yo o sujeto, al que se le atribuyen las facultades de desear y pensar,
cuando en realidad éste no es, para Nietzsche, más que el cambiante resultado de dicha estructura dinámica» (Quejido, 2014: 56).
El cuerpo, desembarazado de la mustia alma, recupera una entidad
que le había sido arrebatada, y vuelve a convertirse en la sede de la belleza
que había significado para los griegos, el intérprete de las danzas de Dionisos, el portador de dolor y goce de los epicúreos. La atávica y candente
sede del deseo. En definitiva, el fascinante protagonista y a la vez testigo
de la existencia humana, que se define por esa vida y esa muerte de la misteriosa materia viva.
Así es como, para este niño redivivo, toda consistencia abstracta se
disipa en la amalgama del mundo, y deja de haber alma, pero también deja de haber yo; incluso deja de haber cuerpo como algo acotado y fijo. Este nuevo niño habita el puro devenir. «Puesto que para el sujeto sensible y
vivo el único dato es este proceso fluido, incomprensible y diverso que es
70
Así habló Zaratustra, 1982: 70.
75
él mismo, no solamente él no se conoce como uno, sino que nunca se experimenta como ya unificado» (Stiegler, 2003: 135).
Se ha emancipado del tiempo y por tanto de la memoria, esa forjadora de fantasmas. Lo que viene se va con la misma celeridad que el río de
Heráclito; impera, pues, el olvido, que es, ya lo sabemos, la más genuina
forma de inocencia. «La existencia afirmada y apreciada, la fuerza no separada, la voluntad no desdoblada, he aquí la primera aproximación de la
inocencia» (Deleuze, 1998: 38). Sin moral y sin memoria, la vida se convierte en juego, en arte: esa era la promesa de Dionisos.
76
5. El legado
Y eso que llamáis mundo debe ser creado primero por vosotros: vuestra razón, vuestra imagen, vuestra voluntad, vuestro amar, deben hacerse ese mundo. Friedrich Nietzsche.71
A finales de 1888, concluido Ecce Homo, Nietzsche empieza a dar señales
de mayores extravagancias. Firma sus cartas con diversos sobrenombres,
entre ellos Dionisos o El Crucificado. Planea un complot contra el Reich que
obligue a Alemania a declarar una guerra desesperada al resto de Europa
—irónico y triste presagio de lo que sucederá después—. Hará llegar a sus
amigos los mensajes más peregrinos, combinando una exaltación desbocada con un patético delirio. A su idealizada Cosima le escribe: «Ariadna,
te quiero», y firma: «Dionisos». A Burckhardt le cuenta que es Dios, y
criminal, y que a veces hace magia. Este, alarmado, contacta con Overbeck, quien se desplaza inmediatamente a Turín.
Llega tarde. Tres días antes, paseando por la calle, Nietzsche había
visto a un cochero castigar a su caballo y se había lanzado al cuello del
animal, para luego desplomarse llorando. Ahora lo encuentra convaleciente, pero sumido ya en una ofuscación depresiva. Overbeck decide
llevárselo con él de regreso a Basilea, donde se le internará con el diagnóstico de «parálisis progresiva».
Vivirá aún once años, sumido en el mutismo y la ausencia. Tutelado
por sus familiares y sostenido económicamente por algunos amigos. Ajeno a la celebridad que al fin empieza a alcanzar su obra, y a la manipulación que harán de ella su hermana y el entorno de que se ha rodeado,
comprometidos paulatinamente con el nazismo. Nadie entiende muy bien
qué le ha sucedido al filósofo para hundirse en un derrumbamiento tan
radical. El fiel Overbeck llegará a decir: «No puedo sustraerme del todo al
pensamiento de que la enfermedad de Nietzsche sea simulada: una impresión que deriva de mi larga experiencia de su costumbre de endosarse muchas máscaras diversas»72. Inquietante consideración por parte de alguien
71
72
Así habló Zaratustra, 1982: 124.
Citado por Morey, 1993: 123.
77
que le conocía tan bien; un enigma que el doliente heraldo de Dionisos,
errante Zaratustra de la modernidad, se llevará a la tumba el 25 de agosto
de 1900.
Después de Nietzsche
El legado de Friedrich Nietzsche es monumental: esto lo admiten incluso
sus adversarios. Fue la voz de denuncia que requería una época ansiosa de
emancipación, y al mismo tiempo formuló una propuesta de autenticidad
radical que guio a todos los exploradores de lo heterodoxo que le sucederían a lo largo del siglo siguiente. Una misión descomunal que seguramente le costó la salud y la cordura.
¿Qué es lo que hace a Nietzsche irresistible? ¿Qué es lo que impulsa a
amarlo o a aborrecerlo, impidiendo en cualquier caso permanecer indiferente? Él sabía perfectamente que ese sería, a la larga, el efecto de sus escritos, y debió sorprenderse de no haberlo provocado al publicarlos. Hay
más de un aspecto que lo hace distinto a casi todos los demás filósofos,
empezando por su enérgico estilo y ese envite constante que él definía
como «filosofía a martillazos».
Pero quizá lo más destacable de su obra, decíamos, sea la inquebrantable honestidad, el compromiso con cada una de sus ideas y sus palabras.
Se nota que habla desde el corazón, y que desde allí lanza sus dardos al
corazón del lector. Poeta o profeta, zapador o ingeniero: a veces sugiere
más una cosa, otras veces otra, casi siempre todas y ninguna. El lector que
se adentra en su fustigador —y al mismo tiempo frugalmente poético—
verbo es presa de una fascinación, un asombro, una conmoción que lo
atrapan sin remedio. A Nietzsche no se le puede leer simplemente: hay
que sufrirlo o disfrutarlo.
Lo que Nietzsche nos presenta no es un cuerpo de ideas al uso, organizado y estructurado; ante todo, transmite una actitud, un pathos: lo único prohibido es engañarse. Eso no significa que no haya que reconocerlo,
también, como un gran filósofo. Su corpus filosófico es de enorme relevancia teórica, en campos como la ontología, la metafísica, la epistemología; y sus intuiciones tienen un marcado valor para ciencias como la antropología, la sociología y, por supuesto, la psicología. Pero nos atrevemos
a sugerir que todo eso resulta secundario, o al menos lo era para él. Lo
78
prioritario es la energía y la talla que hay que tener para sobreponerse al
prejuicio y poner patas arriba 2500 años de teoría y de religión.
«Nietzsche glorificó de manera delirante la vida fuerte y hermosa, la
vida triunfante en su amoralidad, y la defendió contra cualquier atrofia
causada por el espíritu» (Mann, 2000: 111). Con esa intención se convirtió
en el gran desvelador de los tejemanejes ocultos de nuestra cultura. Bajo
su pesquisa queda al descubierto cómo hemos sido víctimas de multitud
de engaños interesados y en definitiva de luchas de poder. Lo que sorprende es que Nietzsche no tuviera en cuenta en el aspecto económico que
subyace a estas luchas. Solo denunció o analizó los aspectos culturales y
psicológicos. En este sentido fue poco materialista. Podría decirse que a
Nietzsche le faltó Marx, aunque es coherente con su tendencia al individualismo solitario y su rechazo a cualquier tipo de estructura o idea que
obligara a actuar en una determinada dirección e interfiriera con la libertad personal. Sin duda está mucho más cerca del anarquismo que del comunismo: era un espíritu libre que no quería ningún tipo de atadura. Su
trabajo no parece buscar justicia, sino una especie de fusión espiritual con
la naturaleza y el ensalzamiento de la parte más vitalista del ser humano.
Sin duda, era más un poeta y un profeta que un revolucionario.
Nietzsche no nos convence (tampoco lo pretende) tanto como nos
vence. Sus argumentos no son razones, sino gritos, martillazos, empujones,
bramidos. No quiere dejarnos en paz, no quiere ser nuestro amigo. Quiere
despertarnos, arrastrarnos, desgarrarnos con su inmenso entusiasmo. Bajo
sus martillazos, todo se tambalea, no queda guarida donde refugiarse. Todo queda expuesto al aire, porque ya no hay nada exterior al hombre —
superior, trascendente— para arroparlo. Nadie antes que él nos había dejado tan desamparados y, a la vez, tan pertrechados para el porvenir.
Dueños de nosotros mismos y de nuestra dignidad y, por consiguiente,
obligados a tomar partido con respecto a ella.
Se puso de parte de la vida cuando se imponía una cierta fatiga de la
civilización, un callejón sin salida en el que los viejos valores estaban pidiendo a gritos ser descartados, y los nuevos solo se anunciaban tímidamente y sin demasiada convicción. Calzó en la autocomplaciente modernidad la cuña de lo irracional, lo rabiosamente individual, lo implacablemente crítico, enfrentándola precozmente a sus flagrantes contradicciones.
Unos lo consideran un subversivo, otros lo tachan de reaccionario. Su filosofía es lo bastante multifacética para haber sido incorporada en muy
diversas direcciones (y utilizada con muy diversas intenciones); no en va79
no «lo dijo todo, y dijo también lo contrario de todo» (Colli, 2000: 150):
Freud y toda la estirpe de psicoanalistas73, Carlyle y todos los admiradores
de grandes hombres; el vitalismo crítico —aunque transido de una nebulosa pesimista— de nuestros autores del 98, Ortega y otros recelosos de las
masas74; monstruos como el nazismo, artistas turbulentos como los vanguardistas, cavilantes existencialistas como Saint-Exupéry, Heidegger,
Jaspers, Sartre o Camus, rebeldes e inadaptados como los progres del 68,
iconoclastas como Foucault y los posmodernos…75
Y es que Nietzsche construyó un humanismo más allá del humanismo. Nietzsche, como Schopenhauer y seguramente Spinoza (también, de
otro modo, Montaigne, Erasmo, Maquiavelo), diseccionó con sagaz bisturí el alma humana, en especial sus oscuridades, esas partes de nosotros
que normalmente no queremos ver, esas mentiras que nos contamos y que
acabamos por creernos, esas trampas que nos ponemos unos a otros con la
intención de sacarnos el mayor partido mutuo. A partir de él, mentir fue
más difícil, o al menos hacerlo sin quedar en evidencia ante quien quisiera
abrir los ojos.
Corolarios y perplejidades
Después de sondear la obra de Nietzsche uno se queda impactado por lo
que ha creído comprender, y no menos por lo mucho que no está seguro
de haber comprendido. Como si al apartar una máscara solo nos encontráramos con la siguiente, como si el autor se hubiese asegurado de no
dejar nada lo bastante definido como para darlo por sentado, nada que
nos permitiera escabullirnos de la tarea de construir la verdad por nosotros
mismos.
En cualquier caso, la aproximación a Nietzsche no es fácil ni diáfana,
y así hemos de encararla. Con sus luces y sus sombras, sin empeñarnos en
condenarlo o en redimirlo. Como dice Mariano Rodríguez, «la altura depende de la profundidad, el bien del mal, esa es la lección de Nietzsche, de
73
Ya hemos hecho alusión a los vínculos entre ambos pensadores. Ver, por ejemplo, los artículos de
Lévy (2013), Ortega (2017), y el libro de Thomas Mann (2000), reseñados en la bibliografía.
74
Sobre la huella de Nietzsche en los intelectuales españoles de comienzos y mediados del siglo XX, ver
los artículos de Fernández (hispanoteca.eu) y Vilarroig (2017), reseñados en la bibliografía.
75
El tema del influjo de Nietzsche en la cultura del siglo XX (filosófica, científica, artística, política, moral…) es inmenso en cuanto a las implicaciones y los estudios generados, y desde luego excede los objetivos de este ensayo. Se hallarán alusiones a él en la mayoría de los documentos y libros reseñados en la
bibliografía.
80
manera que no se puede separar al Nietzsche blanco del negro porque entonces sencillamente nos lo cargamos, le castramos, lo convertimos en un
santo. Justo lo que le horrorizaba» (2019: 169).
Como invitados de ocasión a ese festín de las ideas, en las líneas siguientes bosquejaremos nuestra modesta aportación a la heterogeneidad
interpretativa que rodea la obra de nuestro autor, respondiendo a su
honestidad con la de nuestros propios corolarios y algunas personales perplejidades.
Inmanencia y existencialismo
Nietzsche nos trajo de regreso de toda veleidad trascendente. El universo
es una profusión de cosas y sucesos, y a muchos de ellos jamás podremos
acceder; pero lo que no hay, o si lo hay no nos concierne, es cosas detrás
de las cosas. Imaginarlo puede resultar muy creativo, pero en definitiva
fútil; y sobre todo tendencioso, porque le roba la dignidad a la experiencia, nos aleja de la gloriosa inmediatez en nombre de meras fantasías. El
mundo —y nosotros en él— es un torbellino inasible, en perpetua transformación, un caos sin rumbo en el que toda idea de orden, sentido o consistencia no es más que una proyección de nuestra mente. Frente a la trascendencia, Nietzsche propone la inmanencia.
Quizá constituya esta una de las más destacadas aportaciones que le
debemos al visionario de Sils-Maria: haber devuelto al hombre su mundo
y la libertad para recorrerlo sin fantasmas, sin deudas ni deberes predeterminados. Un mundo abierto, multiforme, dinámico, gozoso y terrible;
de una transparencia donde lo que «se ve» es lo que «es», si es que se puede hablar aún del ser en medio de esta vorágine donde «la vida baila continuamente con la muerte, o sea, discurre a la deriva en el flujo heraclíteo,
y cuando se acaba este baile lo que tenemos es la nada, simple y llanamente» (Rodríguez, 2019: 166).
Así, el individuo queda definitivamente exento del peso de la otredad, habitante de un presente tan puro que es como si toda la eternidad
trepidase en él, gravitando sobre sí misma en el eterno retorno. Nietzsche
se emparenta aquí con esa línea de pensamiento íntimo, vivencial y en
definitiva humano, demasiado humano, que es la corriente existencialista.
En ella cuenta con los antecedentes de Kierkegaard, Schopenhauer, Tolstoi, Dostoievski y otros autores que, también deudores de la Ilustración y
de la sensibilidad romántica, inician sus solitarias exploraciones del alma
humana en busca de sentido. La originalidad de Nietzsche, entre otras, es
81
superar el pesimismo y el nihilismo en el que puede sumirnos la lucidez y
ser capaz de ver más allá, mediante esa síntesis del gozo y el dolor —lo
apolíneo y lo dionisíaco— que es la tragedia. Así, la existencia no es ni
dulce ni amarga, ni benévola ni desgraciada: esas son apreciaciones inmaduras o interesadas, propias de un espíritu lastrado aún por las dicotomías;
la existencia es una tensión entre lo múltiple, es trágica.
De la ontología a la psicología
Lo mismo cabe atribuir al hombre, en quien la vida cobra conciencia, por
más que su motivación central sea esa tensión universal que el filósofo
identifica como voluntad de poder. De su ontología se deriva, pues, una psicología, disciplina a la que hizo significativas aportaciones. «La psicología
es su pasión primordial», asevera T. Mann (2000: 109).
Acerca de esta faceta ironizaba Machado a través de Juan de Mairena: «Tuvo Nietzsche talento y malicia de verdadero psicólogo…, de hombre que ve muy hondo en sí mismo y apedrea con sus propias entrañas a
su prójimo» (citado en Valverde, 1993: 64). «Apedrear» es una imagen
acertada, puesto que la psicología del alemán —como toda su obra— no
pretende ser descriptiva o terapéutica sino una herramienta liberadora: una
psicología crítica, que intenta revelar la motivación profunda del ser
humano, para que este pueda asumirse a sí mismo tal como es en realidad, un animal dotado de pensamiento… ¡en el que precisamente lo animal es la parte más genuina!
Contra esa impronta primitiva de nuestra condición, hemos optado
por reprimir los instintos, en pos de idealizaciones de supuesta espiritualidad que son, a la postre, reductoras y contrarias a nuestra auténtica energía vital. Pero lo que no expresamos acaba volviéndose contra nosotros
mismos: por ejemplo el odio y la crueldad, modos de reafirmar nuestra
individualidad que cuando no hallan cauces de acción nos carcomen desde dentro. Sean por imposición o por inseguridad, la represión y la hipocresía no hacen más que alejarnos de nosotros mismos. «Es preciso que
cambiemos nuestra forma de ver para que acabemos cambiando —aunque
ya sea quizá demasiado tarde— nuestra forma de pensar.»76.
La vida —también la vida humana— consiste en una lucha, una
constante oposición de fuerzas que aspiran a imponerse unas a otras. No
76
Aurora, 1994: 95. Epígrafe 103.
82
querer verlo es engañarse o engañar: lo segundo es natural y aceptable, lo
primero no. El superhombre es el hombre que ya no se engaña ni se deja
engañar, que asume su voluntad de poder y la lleva a cabo sin reticencia.
Es, pues, el hombre que se afirma en cada acto, definitivamente fiel a su
naturaleza. Llama la atención el paralelismo de estas ideas con el modelo
freudiano de la psique: la fuerza innata del deseo en el Ello, que es reprimida por el Superyó, causando la neurosis como consecuencia disfuncional de la contradicción interna. La represión como conflicto interno, la
dimensión inconsciente de la psique…, ya hemos señalado las significativas confluencias entre Freud y Nietzsche, aunque probablemente este no
habría aceptado la rígida conceptualización de aquel.
En cualquier caso, las emociones juegan un papel clave en la psicología nietzscheana, seguramente más decisivo que las ideas. La voluntad se
manifiesta, ante todo, en forma de emoción: de alegría, de ímpetu, incluso
de violencia y fiereza, frente a la negatividad depresiva y resentida. En
esta primacía de la voluntad y el deseo individuales, sin trabas ni contenciones, Nietzsche nos evoca a Sade, pero también se adelanta a tantos
movimientos contemporáneos que han reivindicado la espontaneidad y
libre expresión personal.
No obstante, el filósofo del Zaratustra tampoco parece partidario de
la mera arbitrariedad. El hedonismo que proclama es más bien epicúreo, es
decir, mesurado, incluso austero; porque, como señalaba el filósofo del
Jardín, no todos los deseos nos convienen ni nos hacen más felices, y el
hombre realizado quiere ser, ante todo, un hombre sano.
Otro aspecto psicológico tratado por Nietzsche y mencionado anteriormente, con claras implicaciones existenciales, es la memoria y su reverso, el olvido. El autor defiende los dones del olvidar, pues considera la
memoria como la responsable de la engañosa sensación de consistencia
que sustenta los conceptos y los juicios. La culpa, por ejemplo, es una nefasta consecuencia de la memoria, que se empeña en mantener vivo un
suceso que ya pasó. Ahora bien: la realidad es que nos encontramos en un
universo en constante movimiento, donde nada tiene una entidad sustancial, y mucho menos las opiniones o las apetencias. Recordemos la inconstancia amorosa de Don Juan. De ahí que sea el olvido el gran aliado
de la libertad y la inocencia.
Nietzsche, en definitiva, abrió el camino de muchos aspectos que
empezaban a ser estudiados por las ciencias humanas o lo serían posteriormente. Ante todo, dignificó la propia psicología como esfuerzo por
83
descifrar los entresijos del comportamiento humano. En esta línea, también hizo incursiones en la antropología (cultura, estética, tradiciones, mitos, religión…) y en la sociología (política, comportamiento de los grupos
o de las masas…). Pero su interés no fue nunca la mera especulación,
siempre afrontó estos temas con la intención de revelar cómo nos confundimos en nuestros valores y nuestras interpretaciones.
Perspectivismo
El ataque de Nietzsche a la noción de Verdad parece desacreditar todo
esfuerzo por el conocimiento objetivo, relegando a la reflexión y a la ciencia a meras construcciones interesadas, que llevan su relato ilusorio tan
lejos como les conviene. «A partir de Nietzsche ningún filósofo ha sido, ni
será, digno de crédito. La filosofía está desenmascarada para siempre»
(Colli, 2000: 59). La verdad se presenta así como una máscara más de la
voluntad de poder, y la epistemología parece reducirse a una modalidad
de propaganda. El propio método genealógico era utilizado por Nietzsche
con la intención de desvelar el origen interesado de conceptos morales que
se habían pretendido objetivos y universales.
El énfasis en el perspectivismo tiene un gran mérito, pero plantea obvias contradicciones. El mérito es palpable: por primera vez se denuncia el
carácter inmanente e instrumental de todas, absolutamente todas las ideas,
desmontando esa «verdad indiscutible» con la que se las había encumbrado desde Sócrates y Platón o desde la sacralidad judeocristiana (Marx, por
su parte, postularía que todas las ideas tienen carácter de clase). Las ideas
son ante todo palabras, y «mediante palabras y conceptos seguimos siendo
ahora seducidos constantemente para pensar las cosas más sencillas de lo
que son, separadas unas de otras, indivisibles, cada una existiendo por
sí»77.
Pero del otro lado aparece la contradicción: si esto es así, si no existe
de ningún modo una verdad propiamente dicha, cualquier tentativa de
pensamiento queda automáticamente imposibilitada para acceder a nada
fiablemente cierto; la doxa se impone por completo a la episteme. Lo cual
incluiría, naturalmente, esta misma afirmación. Colli lo plantea de modo
complementario: «Una demolición radical del sujeto deja a la voluntad sin
consciencia intrínseca» (2000, 63). Visto así, el perspectivismo se convierte
77
Citado por Valverde, 1993: 76.
84
en un callejón sin salida de la subjetividad. ¿Realmente nuestro filósofo
pretendía una invalidación tan radical del conocimiento?
Parece más probable que Nietzsche haya planteado esta cuestión,
como tantas otras, desde una deliberada paradoja, buscando más la provocación que un axioma por el que probablemente ni siquiera estuviese
interesado y que, en cualquier caso, se invalidaría a sí mismo. Lo prioritario aquí sería dejar en evidencia no solo el carácter relativo (y por tanto
discutible) de las ideas, sino su faceta interesada, su uso como artefacto de
poder. Que exista o no la verdad es una cuestión sin respuesta, algo que
más vale situar en una prudente suspensión escéptica, sin que ello nos impida —con más cautela, pero también con más decisión— avanzar en
nuestras investigaciones. El conocimiento queda así liberado de quienes
pretenden apropiárselo, de quienes aspiran a congelarlo en un conjunto de
postulados pétreos e inamovibles, y recupera la cualidad, que jamás debió
perder, de proceso inagotable, de discusión, de polémica. De ese modo,
vuelve a consistir en una actividad viva y dinámica, una tarea que es de
todos y de nadie, es decir, nuestra.
Tal es el presupuesto en que se basa la posmodernidad, con su acento
en la deconstrucción de los relatos. Resulta un ejercicio teórico muy esclarecedor, pero es dudoso que vaya a favor de la vida si se limita a enfatizar el
carácter de artefacto propio de cualquier ideología. De acuerdo, todo son
construcciones, pero necesitamos esas construcciones para arreglárnoslas
con el mundo: además de su función como instrumentos de poder, habría
que valorar su utilidad y su plausibilidad. Lo que no parece válido es sumirnos en un puro relativismo, una renuncia a todo sentido. ¿No es eso,
en definitiva, el nihilismo? ¿Hasta qué punto nos conviene cuestionar la
verdad si no es para explorarla, aunque nuestro acercamiento sea interesado y limitado, aunque siempre deba tratarse de una verdad provisional y
criticable? En eso consiste el método científico.
Así que se diría que Nietzsche no niega el conocimiento, solo cuestiona el solemne edificio conceptual que la filosofía ha erigido a fuerza de
mera razón, revelando su intrínseca fragilidad, la inestabilidad de sus cimientos, su inconsistencia metafísica. Pone en duda el conocimiento como algo acabado y definitivo, y si le opone el perspectivismo no es para
sumirse en una arbitrariedad sin certezas, sino para defender un saber
abierto y en perpetua reconstrucción. El propio Zaratustra acaba por desprenderse de sus discípulos: cada cual debe tener el valor de fundar su
propia noción de verdad. Sapere aude.
85
Vitalismo
Si hay algo que no se le puede negar a Nietzsche es que era un enamorado
de la vida. De la existencia tal como acontece y sin ninguna imposición o
«mejora» que se le pretenda aplicar desde más allá de ella. En una vida así
nunca hay nada zanjado ni definitivo, todo está siempre por hacer. Cada
acto es una creación transitoria, una destrucción creativa, y en eso reside
su júbilo inagotable: consistir en una danza, una mascarada gozosa incluso en lo terrible.
¿Hay algún sentido, algún atisbo de necesidad, algún asidero al que
agarrarse en este juego de espejos? En absoluto. Todo podría diluirse en
este instante, todo podría desvanecerse como una ilusión, y nada cambiaría. Pero esa carencia de profundidad no tiene por qué sumirnos en la renuncia; al contrario, podemos ver en ella el vasto escenario de la aventura
cósmica, que incluye la humana. Se trata de abrirse por completo, de entregarse al puro desasimiento, y a partir de ahí edificar el mundo a cada
instante. Machado lo expresó con acierto: hacer camino al andar. Ni pasado, ni futuro, ni origen ni destino; nada que coarte la fiesta de la voluntad: toda la eternidad desplegándose a cada paso.
Nietzsche mostró el coraje y la gracia de no renegar en ningún momento de una vida que no le fue precisamente favorable. Ya solo por sus
problemas de salud habría tenido razones para maldecirla. En cambio, la
amó tanto que fue capaz de invocar en medio del dolor el eterno retorno,
y de mantenerse fiel a eso que él había considerado bello y valioso. Una
presencia de ánimo que seguramente renovaba en cada uno de sus paseos
por las montañas de Sils-Maria. Uno de los rasgos que nos suscita más
admiración hacia Nietzsche es precisamente esta fidelidad a la vida, esta
autenticidad, este mirar limpio y entregado; considerar todo como un proceso y, por tanto, a la vez incompleto y eterno.
La obra de Nietzsche se centra en una sistemática reformulación ética,
la ya descrita transposición de los valores. «Defiende el valor supremo, la
vida, en dos frentes: contra el pesimismo de los calumniadores de la vida y
los abogados del más allá o del nirvana y contra el optimismo de los racionalistas y de los mejoradores del mundo» (Mann, 2000: 103). Nadie
antes que él nos habló con tanta claridad, nadie nos puso un espejo tan
limpio ni nos obligó a mirar la verdad, nuestra verdad, mientras nos invi-
86
taba a amarla. Nadie fue tan sincero ni tan fuerte. Somos deudores de esa
propuesta asombrosa, fascinante e inspiradora; más aún: necesaria.
Sin embargo, no podemos planteárnosla sin que nos suscite mil dudas. Tal vez nuestro espíritu esté demasiado envenenado por el rebaño, tal
vez nos hayan hecho demasiado temerosos y sumisos para decidir sin imposiciones. Pero lo cierto es que por un instante vacilamos ante la expectativa de nuestra debilidad; no estamos seguros de ser capaces, ni siquiera de
que estemos dispuestos a llegar tan lejos. No podemos evitar preguntarnos: ¿Contaremos con suficiente presencia de ánimo para reír, como Dionisos, en medio del dolor? ¿Y si no nos alcanzan las fuerzas para sobreponernos al nihilismo, como les sucede a Raskolnikov en Crimen y castigo, o a
Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia?78
Aquel niño en el que acabó transformándose el león, ¿no tendrá que
crecer, sacrificando en parte su inocencia? Suponiendo que lleváramos
hasta sus últimas consecuencias nuestra voluntad de poder, ¿seríamos capaces de sobrevivir fuera de la manada? ¿Qué pasa con esos pactos ancestrales que nos apoyaban unos en otros, como son la empatía, la solidaridad, la equidad, el mero civismo? ¿No es un logro histórico, para esta especie pendenciera y violenta, haberse comprometido con los conceptos de
derecho o de justicia social, con ese proyecto de libertad, igualdad y fraternidad que han invocado —aun con sus luces y sus sombras— todas las
revoluciones? En cualquier caso, ¿podríamos o querríamos ya volver a la
supuesta pureza salvaje de las bestias rubias?
Nietzsche corre tanto que se nos hace difícil seguirlo, y nos vamos
quedando por el camino. Hay que contar también con la fragilidad humana —¿demasiado humana?—. La tristeza y el desánimo, el miedo y la debilidad, no son menos humanos que el entusiasmo y el ímpetu. Y cuando
nos plantean sus propios requerimientos no basta con oponerles la voluntad o la fe (porque Nietzsche pide casi una fe). La vida también está hecha
de retiros y ocasos, y en esos momentos necesitamos algo que nos cobije,
que nos abrace, que nos aporte calidez y comprensión, incluso compasión.
Montaigne temía los enardecimientos heroicos: la misma llama que impulsa puede quemar, y de hecho quizá queme en la medida en que impulsa, porque el brío desgasta. Nietzsche establece una excelsa ética de la
fuerza, pero también necesitamos una ética para la debilidad.
78
Crimen y castigo, novela de Fedor Dostoievski; El árbol de la ciencia, novela de Pío Baroja.
87
Lo humano tiene que imbricarse en la naturaleza, sí, pero lo hace sobreponiéndose a ella. Se forja en el control, el equilibrio, el criterio; posponer la satisfacción, atenerse a los límites, empezando por la contención
mutua a la que nos obliga la convivencia. No somos únicamente voluntad
de poder. Somos también, y quizá más, voluntad de intercambio y mutuo
reconocimiento. Necesitamos a los otros, y necesitamos ser entre los
otros. El ego omnipotente del niño aprende a negociar con la realidad, a
desistir para ganar, a dar para recibir. No se trata de un sometimiento, sino de un nuevo nivel de adaptación: el que va más allá de la fuerza bruta y
la domestica. Saint-Exupéry lo vio: no hay felicidad sin domesticación
(auto-domesticación), no hay realización sin cooperación. El individuo
por sí mismo es insignificante, en la doble semántica de intrascendente y
de carente de sentido.
Así pues, el objetivo ético no se agota en la mera voluntad de poder,
sino que aspira a elevarla a un nuevo nivel; no hacia la sumisión, sino
hacia el amor. En este sentido, la ética no está contra la vida, sino que «es
apoyo de la vida» (Mann, 2000: 116). Y la verdadera preservación de la
vida parece requerir el pacto, el compromiso entre iguales, que se materializa en el derecho y en la ley. Proteger al débil, poniendo controles y límites al ejercicio del poder, es la verdadera grandeza, pues da respuesta a un
ejercicio colectivo de la voluntad de poder. Por supuesto que todas las relaciones humanas son luchas de poder, pero solo a través del acuerdo se
evita que esa lucha resulte destructiva y, finalmente, estéril.
A mí me inspira más admiración el doctor Rieux (voluntarioso médico en La peste de Camus) que Meursault (circunspecto protagonista de El
extranjero). Y no me parece menos coherente, ni menos fiel a sí mismo, ni
menos veraz; de hecho, sus actos escenifican la afirmación más genuina
(amar a la gente, al fin y al cabo, es amar la vida…): hace falta valor para
salvaguardar la supervivencia cuando no parece quedarle oportunidad o
cuando flaquean las fuerzas. Rieux lucha en cada paciente por un solo
minuto más, precisamente porque sabe que ese minuto es todo lo que tenemos, y eso es lo que lo hace precioso, imprescindible. ¿Qué mérito tiene
el displicente Meursault, más allá del orgulloso desprecio y la indiferencia? ¿Qué amor a la vida testimonia cuando no defiende la suya? ¿Hay
mayor fuerza vital que el compromiso con lo que uno ama y considera
valioso?
88
En la película El tiempo en sus manos79, el protagonista viaja al futuro y
llega a una civilización en la que todo el mundo es joven y vive sin trabajar, bajo la tutela de una raza de monstruos (simbología del rebaño). Lo
significativo es que estas mocedades ociosas han acabado en la apatía, en
una indolencia frente a la vida y la muerte. Una chica cae al río y se está
ahogando, y no solo nadie muestra intención de salvarla, sino que sencillamente ignoran su agonía. ¿Qué haría ahí el superhombre? ¿Se lanzaría
al agua, aun a riesgo de perecer junto a ella, o miraría también desde la
orilla, pensando que al fin y al cabo así es la vida, mala suerte?
Quizá el vitalismo nietzscheano también deba inspirarse en el camino medio aristotélico. Por lo que respecta a Nietzsche, puede que lo abandonara todo porque al mismo tiempo todo lo abandonó a él. Tuvo sus
más y sus menos con unas pocas amistades íntimas. Necesitaba el retiro,
pero siempre añoró una comunidad filosófica, aunque le habría incomodado tener discípulos. «Si queréis subir más arriba, servíos de vuestras
propias piernas»80. Era un cazador solitario, quizá más místico y ascético
de lo que él mismo habría admitido. O bien formaba parte de esas personas tan sensibles que no acaban de sentirse a gusto en el mundo, no porque no lo amen, sino por cuánto sufren ese amor. Entregado en soledad a
una misión, es fácil acabar sintiéndose profeta y precursor; él tiene el mérito, en todo caso, de haberlo sido realmente.
¿Qué hacer desde Nietzsche?
La actitud crítica y el humanismo vitalista de Nietzsche son herederos de una tradición iconoclasta que germina en el Renacimiento, hundiendo sus raíces en la Antigüedad grecorromana, y fructifica en la Ilustración: Erasmo, Cervantes, Voltaire, Rochefoucauld… «Nietzsche ha de
admitir que se le llame humanista, lo mismo que ha de tolerar que se entienda su crítica a la moral como una última forma de Ilustración» (Mann,
2000: 134). A la sátira incisiva de estos autores, el nuestro añade un tono
ferviente y una vibrante emotividad; en definitiva, una orientación trágica.
Tal vez su mensaje hubiese resultado más asequible formulándolo con algo más de humor, pero el creador de Zaratustra no pretendía ser fácil ni
suavizar las afiladas aristas de su mensaje. Su obra se resiste deliberadamente al consumo de masas, se dirige exclusivamente a espíritus lo bastante curtidos y osados como para asumir sus últimas consecuencias. De
79
80
Pal, George (director) (1960): The Time Machine. EE.UU.: MGM
Así habló Zaratustra, 1982: 339.
89
hecho, uno tiene a menudo la sensación de que sus reflexiones son un inmenso y minucioso diálogo consigo mismo, una solitaria y afanosa
búsqueda de ese buen vivir que se propusieran Heráclito, Diógenes, Epicuro, Epicteto o Montaigne. Como dice Jaime Vilarroig, «toda su filosofía
es un experimento llevado a cabo en primera persona» (2017: 298).
Esto se ve reforzado por el hecho de que sus principales propuestas se
resisten a ser reducidas a meros conceptos; como tales resultan paradójicos, inmanejables. Hay que ver en ellas, más bien, alegorías de inmensos,
tal vez inagotables vías de emancipación; «símbolos desde los cuales la
vida pueda ser pensada» (Vilarroig, 2017: 281). La voluntad de poder expresaría el impulso de la vida; el superhombre sería el individuo absolutamente afirmativo, libre de todo prejuicio, radicalmente abierto a la cruda
y ambivalente opulencia de la vida: incondicional discípulo de Dionisos.
¿Y cómo afrontar, si no es desde la paradoja poética, sus desconcertantes
contradicciones entre rechazo y aceptación incondicional, entre asedio a
la mística y un estilo de vida rotundamente ascético? ¿Cómo conjugar al
danzarín dionisíaco con «su náusea por todo lo que es corpóreamente
humano, por la sexualidad en general, por el impulso ciego de la vida…»
(Colli, 2000: 144)?
La obra de Nietzsche se cimbrea siempre entre el embeleso y la desmesura. En medio de ese torbellino, a la vez grave y confuso, se nos suscita una duda. ¿Hasta qué punto ese «niño» irreverente, histriónico, no nos
ha enredado en su propio baile de máscaras, hasta qué punto no estará
jugando con nosotros? «En la lectura de Nietzsche —previene Thomas
Mann— resultan necesarias todas las clases de astucia, de ironía, de reserva. Quien tome a Nietzsche “en sentido propio”, quien tome a Nietzsche
al pie de la letra, quien le crea, está perdido» (2000: 130). De la mano de
aquel amante del teatro y los disfraces, al son de la flauta de Dionisos,
¿nos habremos metido, sin darnos cuenta, en el escenario de una sofisticada representación? Al fin y al cabo, estamos lidiando con un magistral filibustero de las ideas, un «consumado comediante en su fuero interno» (Colli, 2000: 16). A menudo, ante sus excesos, no podemos evitar una cierta
sensación de irrealidad, como si fuésemos sujetos de ese «experimento» al
que aludía Vilarroig. «¿Tiene Nietzsche un paracaídas oculto? —se pregunta Matthew Stewart— Una cláusula que dice: es todo hipotético, solo
una sugerencia, un libro para aquellos que aman pensar…» (2002: 517).
90
¿No nos previno él mismo al respecto? «¡Alejaos de mí, y precaveos contra
Zaratustra!... Tal vez os engañó»81.
En cualquier caso, vale la pena habernos inmiscuido en ese fascinante ensayo. Entre gruñidos y cabriolas, entre pullas y éxtasis, Nietzsche nos
despliega su propio camino de reencuentro del hombre, despojado y solo,
con un nuevo sentido libre de componendas. Glosa el regocijo de la lucidez al otro lado de los páramos estériles del nihilismo. Y nos invita a continuación a tener el valor de recorrer esa ruta por nosotros mismos. Una
ruta que no nos conducirá a ningún paraíso, sino a una plenitud consecuente con la realidad del mundo, una «felicidad trágica que reúne el goce
y el sufrimiento» (Lizbeth Sagols, citada por Constante, 2001: 316); porque, en efecto, esa es la gran lección de Dionisos: «el secreto para cosechar
la mayor fecundidad y el mayor goce de la existencia es: ¡vivir peligrosamente!»82. Explorando los íntimos senderos nietzscheanos, Kahlil Gibran celebrará que somos hijos de la vida; Rilke apostillará que ella siempre tiene
razón; Hermann Hesse lidiará con la tensión irresoluble de nuestras más
profundas contradicciones. Todos ellos descubrieron con Zaratustra un
sentido hecho de agrado y de dolor, más allá del bien y del mal. Aprendieron a no dar nada por sentado, asumieron el carácter irreductible de la
existencia, se acostumbraron a interrogarlo todo sin esperar respuesta.
Podemos intentar acompañarle, como han hecho muchos otros,
siempre que estemos dispuestos a caminar a su paso; sintiéndonos únicos
y, al mismo tiempo, ínfima parte de un fluir inagotable. Podemos atrevernos a abrir los ojos y a avanzar por nosotros mismos, manteniéndonos
fieles a la autenticidad bajo las máscaras que nos pongamos o nos impongan. Podemos desmarcarnos del desfile uniforme de las masas, autómatas
hipnotizados por los solemnes discursos y los impetuosos tiranos, y tomar
sin miedo la incierta ruta de los heterodoxos. Podemos sondear nuestros
pozos más hondos, rescatar la dignidad del deseo y honrar toda ocasión
para la alegría. Podemos afrontar la lucha en el amor, el pulso en el encuentro; la universal danza de la voluntad y el poder —pues vivir es querer—. Embriagarnos, desmembrarnos, renacer en la perpetua fiesta del
ímpetu de Dionisos: al fin y al cabo, no hay alma, luego no hay yo, luego
no hay muerte, o la hay a cada instante… Tener siempre a mano un no
contra las tiranías y un sí para el eterno retorno. Todo ello, naturalmente,
81
82
Así habló Zaratustra, 1982: 118.
La ciencia jovial, 1985: 164. Epígrafe 283.
91
no será fácil y requerirá el lúcido valor de los despiertos, empezando por
mirarse uno mismo en el espejo, pues tal vez sea «precisamente mi fuerza lo
que temo, lo que procuro olvidar, reprimir» (Savater, 1978: 82).
¿Es factible el proyecto de Nietzsche? ¿Es incluso deseable? Tomado
en crudo, seguramente no. Desdeñaremos la viejas supersticiones, afirmaremos la inmanencia, nos atendremos a nuestra dimensión irracional,
afrontaremos lo que nuestra existencia tiene de inestable y conflictivo. Pero ni somos superhombres, ni nuestra única motivación es la voluntad de
poder. Nuestra vulnerable condición nos convierte en seres equívocos y
angustiados; hambrientos de afecto y seguridad; obligados a cooperar y a
entendernos. Son la carencia y el sufrimiento lo que nos hace inocentes; y
la domesticación de los instintos lo que nos hace humanos. Ignorarlo es
condenarnos al extravío y a la autodestrucción.
¿Descartamos entonces a Nietzsche? ¡De ninguna manera! Nos ha
desafiado y hemos venido a pelear. Una pelea honesta y cordial en la que
hay mucho que aprender: mucho de lo que desprenderse, mucho que fundar. Por eso no tomaremos sus asertos literalmente, sino como herramientas psicológicas; encajaremos sus golpes a pecho descubierto, mientras
lanzamos al suyo los nuestros. En cada envite nos jugamos un destello de
lucidez.
Como un experimentado púgil, Nietzsche nos curte en cada golpe.
Nos enfrenta a nuestras hipocresías, a nuestros temores, a los ardides con
que nos traicionamos. Nos obliga a explorar sentidos ocultos que eludíamos, dejando al descubierto la verdadera motivación de nuestros actos,
que suele estar relacionada con el poder o el temor. Se ríe de nuestras
patéticas componendas, de nuestros despóticos antojos. Pone en evidencia
nuestras afectaciones. Denuncia nuestras comedias. Desprecia nuestra fijación con ver por todas partes buenos o malos. Descabeza el absolutismo
de nuestras creencias. Nos enfrenta a nuestra realidad de seres con necesidades e impulsos que se esfuerzan por salir adelante: ya es hora de que
dejemos de jugar al escondite con nosotros mismos, y al gato y al ratón
con los demás. Hay juegos mucho más interesantes, y poderes mucho más
fructíferos.
El dolor de esa refriega tiene el don de ser un dolor auténtico y audaz. Es un dolor que vale la pena. Porque tras él (o en él) bulle la alegría
de la vida, el florecimiento de los impulsos, que habrá que controlar, pero
sin complejos ni arbitrarias restricciones. Lo dirá más elocuentemente Sartre: libertad y responsabilidad que asume las consecuencias. Nos enseña a
92
triunfar sin arrogancia y a sucumbir sin vergüenza en la derrota. Nos libra
de esas imposturas que son la culpa y el resentimiento. Nos convierte, en
fin, en seres dispuestos a la vida.
Y, al final de la pelea, extenuados y agradecidos, no faltará una reverencia hacia el maestro.
¿Le quedaba algo por hacer? Lamentablemente, nuestro profeta se
sumió de repente en una enfermedad que lo ausentó radicalmente de todo.
O al menos eso es lo que sabemos. ¿Sentía que había llegado a la patria,
antes de perder la conciencia? Se diría que sí. Cierto que el camino que
traza, en realidad nunca termina; es, más que el logro de una meta, un
fluir permanente (de nuevo Heráclito, Epicuro, el budismo…). Pero parece probable que, al menos, sintiera que había alcanzado la conciencia del
lugar y la intuición de la ruta; por eso se esforzó por compartirlos con nosotros.
Sé aquello que eres, a toda costa; lucha por ello lo que haga falta: este
parece ser el mensaje del profeta Nietzsche, el arte de vivir que pretendió
conquistar a través de la poesía, de la música, de la danza, de la controversia, inspirado por su mentor Dionisos y orientado por el luminoso
Apolo. La existencia, al cabo, es un fenómeno puramente estético; el camino que nos propone Nietzsche también lo es: hedonista, vitalista, afirmativo. Hacia esa liberación había que orientar la cultura y quizá también
la sociedad, aunque su mensaje se dirige más a la intimidad personal que a
su materialización en instituciones concretas. Pero él estaba convencido
de que los griegos habían logrado consagrarlo como pauta de una civilización, así que quizá lo soñase para toda la humanidad.
93
Epílogo: Peregrinos de Zaratustra
Todo nuevo y eterno, todo encadenado y trabado y enamorado.
¡Oh, así sí amasteis al mundo! Friedrich Nietzsche.83
Evocamos a Nietzsche, aterido de frío, garrapateando a la luz de una vela,
en su austero cuarto de Sils-Maria. Aprovecha el breve descanso que le
han concedido sus achaques. Las poderosas palabras que salen de su pluma se sobreponen tercas a la melancolía, ese lujo decadente que ya hace
mucho que prometió no concederse. ¿Son hijas de la alegría de su espíritu,
o la crean al darle forma en el papel? ¿Acaso no le duelen tanto como sus
migrañas, acaso no salen del mismo pozo en que se abismaron Cosima o
Lou? ¿Qué acendrado espíritu hay que tener para no compadecerse de sí
mismo en esa penumbra lánguida y silenciosa? ¿Será la soledad, precisamente, la alquimia que extrae de ese espíritu herido la luz que regalará a la
humanidad?
Friedrich, el buen Friedrich, el triste y renqueante Friedrich que escupió sobre tumbas y se abrazó a caballos heridos, nos conmueve de indignación y de piedad, nos desnuda con su violencia sin doblez de niño
roto y salvaje, con la pureza de su quijotesca lanza en ristre contra todo lo
pérfido, todo lo putrefacto, todo lo que contradice la belleza fresca de los
torrentes y las águilas. Nietzsche, quizá Zaratustra, es un bandido que nos
desvalija de certezas e hipocresías, de esperanzas y componendas; pero lo
que nos da más miedo es lo que nos regala: la amplitud de una libertad
primitiva e inapelable, la transparencia de un espíritu que ya no espera; la
inescapable afirmación, atroz, excelsa, de Dionisos.
Nietzsche nos subyuga por ser un filósofo del hombre y para el hombre, un pensador que está de nuestra parte y que nos cuenta la historia de
lo que desearíamos ser, o de lo que sabemos que somos incluso a nuestro
pesar. Lejos de conceptos abstractos e inaccesibles entelequias, se emociona con nosotros y nos emociona, retrata nuestras rabias y se ríe de nuestros temores, y sobre todo nos despierta y nos incita a hacernos cargo de
83
Así habló Zaratustra, 1982: 374
94
nuestro destino. El ardor y el entusiasmo, la rabia y el menosprecio, el rechazo a la costumbre y la furiosa autonomía, todos ellos son rasgos con
un aire adolescente; pero, en ausencia del superhombre, vivimos un tiempo adolescente. «Lo esencial del alma aristocrática es el egoísmo», concluye José María Valverde (1993: 176); pero no el egoísmo burdo del narcisista, sino inteligente y astuto, impulsor y creador, maduro y exquisito, un
egoísmo con criterio que, este sí, haya superado la adolescencia.
No cabe esperar una última palabra acerca de Nietzsche. Cada
aproximación sugiere una nueva inspiración, y cada inspiración plantea
nuevas preguntas. Ante la fascinante y descomunal arquitectura de su
obra solo cabe escrutarla con admiración y con escándalo: él no pretendía
otra cosa. Responder a sus provocaciones dejándolas resonar en nuestro
ser, traduciéndolas a nuestro propio lenguaje, hasta allá donde nos resulte
posible, y siempre teniendo en cuenta que ninguna conclusión podrá ni
querrá ser la definitiva.
Remata Thomas Mann: «Nietzsche permanecerá como una figura
envuelta en una tragedia delicada y venerable, envuelta en las llamaradas
de los relámpagos de este cambio de los tiempos» (2000: 134). Fue imprescindible en su momento, pero lo más significativo y poco reconocido
es que sigue siéndolo. Su rebelión continúa pendiente. No hemos sido capaces de llevarla a cabo; quizá no lo seamos. Por eso le necesitamos: para
que continúe recordándonos cuánto podemos intentar.
La posteridad de Nietzsche, por mucho que haya jaleado su obra, no
se ha caracterizado precisamente por liberarse de ídolos absurdos: solo ha
cambiado unos por otros. El viejo Dios difunto ha resucitado por enésima
vez, cubriendo su rostro con nuevas e ingeniosas máscaras. Las religiones
se mantienen bastante saludables, y en algunos ámbitos incluso han experimentado un nuevo auge. Ahí están las espiritualidades de diseño, el catálogo a medida de geografías del más allá, la mezcla de compulsiones y
supersticiones que conviven y mutan entre los ciudadanos de la producción y el consumo. Ahí está también el renacer de los fundamentalismos,
hijo bastardo de la globalidad.
La mayoría aún no nos atrevemos a caminar por nosotros mismos;
nos retiene la tentación de la molicie, el fantasma de la inseguridad, el rechazo innato a la angustia. Preferimos transigir, o hacer como que transigimos, para que no se nos escapen del todo nuestras frágiles ilusiones.
Nuestras tragaderas se han habituado sin mucha resistencia a todas las
ruedas de molino que tienen a bien endosarnos los poderes establecidos.
95
Nos quejamos mucho y apenas hacemos nada. Proliferan los camellos,
escasean los leones y apenas quedan niños. Nada de esto le habría sorprendido al maestro, que siempre se sintió dirigiéndose a una minoría.
«Muchos son llamados, pero pocos son escogidos» (Mateo, 22: 14): tal vez
la libertad nos venga grande, y en el fondo seamos animales de rebaño.
Cierto que los ecos de Zaratustra no dejan de resonar, en boca de algunas mentes lúcidas, en las gestas de ciertos rebeldes, en escritores y artistas que intentan espolearnos ante lo mucho que nos queda por hacer. El
siglo XX fue testigo de esfuerzos admirables por fundar una verdadera
dignidad humana, ahondando en el corrosivo socavar de la «sospecha» y
enarbolando la fuerza y la alegría, la salud y la naturaleza. Se forjaron
nuevos compromisos en torno a los derechos, las libertades, la justicia y la
tolerancia, valores en apariencia poco heroicos, pero abrumadoramente
sensatos: no creo que Nietzsche los hubiese despreciado como marco para
una convivencia global, un contexto que permitiera a cada cual seguir su
camino de íntima voluntad de poder.
La otra cara de la moneda, que podría parecer más épica pero solo es
bestial y destructiva, ha consistido en un despliegue de masivas matanzas
y violentas opresiones, y como telón de fondo esa avidez con que las élites
dominantes (con nuestra complicidad) han devastado nuestro hogar natural y han sometido a la mayor parte de la humanidad a la miseria. Ese era
el poder corrupto del Estado y del dinero, al que el indomable Zaratustra
habría repudiado sin dudarlo, y que ha hecho de nosotros (con nuestra
aquiescencia) la especie decadente, errática, neurótica y autodestructiva en
la que nos hemos convertido. «El humano no tiene arreglo, por eso tiene
que ser superado» (Rodríguez, 2019: 168).
Tal vez no tengamos remedio, y quizá Nietzsche se diera cuenta.
¿Por qué habríamos de tenerlo? Pero, al mismo tiempo, ¿por qué no?
¿Acaso no somos hijos de Dionisos, el de las mil máscaras, el que danza y
destruye para crear? ¿No nos empujó más allá del bien y del mal, desnudos ante la vida, clamorosamente inocentes? ¿No nos liberó de la memoria
y de la finalidad para que pudiésemos elegir (o simplemente realizar)
nuestro destino sin la presión del tiempo? Ignoramos si Nietzsche presintió los desafíos a los que pronto habría que hacer frente, las amenazas a
las que nos confrontaría nuestra torpe voluntad de poder, tan lejana a su
concepción de superhombre; pero podemos estar seguros que ni nos habría acusado por ellos ni le habrían abatido en ningún catastrofismo. «En
un mundo que tritura al individuo, fue capaz de hacernos ver al individuo
96
no doblegado por el mundo» (Colli, 2000: 153). La vida, que siempre estuvo en nosotros, va más allá de nosotros. Seguramente habría soltado
una gran carcajada, o se habría limitado a recitar, contemplando desde la
altura los verdes valles de Sils-Maria:
Una bestia astuta, rapaz, furtiva…
que tiene que mentir a sabiendas, voluntariamente,
ansiosa de su presa,
enmascarada de colorines,
máscara para sí misma,
presa para sí misma…
¡Un pobre loco, un simple poeta!84
Al final del Zaratustra, al poeta-profeta le sorprende una última visión: tiene que renunciar a la compasión, tiene que desistir de la felicidad;
tiene que entregarse, sin pretensión ni esperanza, a ese amanecer o mediodía de soledad dichosa en que fructifica su destino. «El león ha llegado,
mis hijos están cerca. Ya Zaratustra está maduro. Mi hora ha llegado». ¿Y
cuál es ese destino? ¿De qué es la hora que ha llegado? ¿Estaremos, en el
momento decisivo, a la altura de ese visionario sabio y loco?
¡Quién sabe! Sin más demora, Zaratustra «se alejó de su caverna, ardiente y fuerte como un sol matutino que viene de oscuras montañas».
Cumplirse, acabar… ¿volver a empezar en un eterno retorno?
84
Así habló Zaratustra, 1982: 348.
97
Agradecimientos
Mis encuentros y desencuentros con Nietzsche se remontan a la primera
juventud, cuando en las clases de filosofía de mi instituto religioso me fue
presentado bajo una perspectiva maldita y un tanto grotesca. No en vano
trataban de prevenirnos contra el Anticristo. El efecto en mi efusividad
adolescente fue avivar el interés. Dejo constancia aquí —sin el menor sarcasmo, con todo el afecto— de la deuda con aquellos profesores que, a
fuerza de vituperarlo, llamaron mi atención sobre él.
Este trabajo era una vieja deuda con el enfant terrible de la modernidad. Su evocación me ha acompañado como un modelo de rebeldía iconoclasta, en parte inspiradora y en parte embarazosa, pero siempre ineludible. Pero mi propio trabajo filosófico requería ya el valor de adentrarse
decididamente en sus ideas, ahondar en sus matices y componer una visión personal más allá del tópico y la dispersión de conceptos. Máxime
teniendo en cuenta que en mis controversias filosóficas me las he visto con
nietzscheanos avezados: en casa con Andrea, en mis blogs con las fieles
acotaciones de RDC. A ambos les agradezco las desafiantes puntillas y la
obligación de aprender más para afrontar las discrepancias con conocimiento de causa. La deuda queda aceptablemente saldada y me siento
muy satisfecho de haber rendido este homenaje pendiente a Zaratustra.
Como siempre, debo manifestar un general reconocimiento a mis
amigos, que acogen las polémicas con afecto y paciencia.
En la tarea de documentación siempre encuentro el apoyo de las bibliotecarias de Santa Oliva, en Olesa de Montserrat, y las generosas aportaciones de los usuarios en las plataformas virtuales Scribd y Academia.edu,
entre muchas otras.
Como telón de fondo, siempre he de honrar el afecto y el apoyo de la
familia, vendando los rasguños de la exploración filosófica.
Y a ti, lector, la impagable amabilidad de haber llegado hasta aquí.
98
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