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Así fue...

De Wikisource, la biblioteca libre.
Dies irae (1920)
de Leonid Andréiev
traducción de Nicolás Tasín
Así fue...

ASI FUE...


I

En la plaza se alzaba una enorme torre negra con gruesos muros de fortaleza y raras ventanas. Había sido construida por caballeros-bandidos; pero el tiempo habíales hecho desaparecer, y a la sazón servía, en parte de prisión para criminales peligrosos, y en parte, de vivienda. En el transcurso de los siglos se habían ido añadiendo a la torre nuevos edificios, que se apoyaban contra el grueso muro ó unos contra otros. Y poco a poco, la torre se había convertido en una pequeña ciudad, asentada sobre una roca, con todo un bosque regular de chimeneas, de torrecillas y de tejados.

Cuando la parte oeste del cielo se iluminaba con los rayos del sol poniente, y brillaban luces en las ventanas, ora arriba, ora abajo, la enorme masa de la torre adquiría contornos fantásticos; dijérase que a sus plantas no se extendía un suelo ordinario, sino el mar, el océano infinito. En tales momentos se pensaba, involuntariamente, en las edades remotas, hacía tanto tiempo muertas y olvidadas.

En lo alto de la torre había un viejo reloj de enorme tamaño, visible de muy lejos. Su mecanismo complicado ocupaba un piso entero. Le cuidaba un buen anciano tuerto, lo cual le permitía mejor mirar con la lupa. Como sólo tenía un ojo, habíase hecho relojero, y, antes de que se le confiase el gran reloj, había arreglado no pocos pequeños. Junto al enorme reloj se hallaba muy a gusto y visitaba con frecuencia, de día y de noche, la habitación donde giraban las ruedas de la máquina y cortaba el aire, con amplio y acompasado balanceo, el péndulo.

Al llegar al punto más alto, el péndulo decía:

—Así fué.

Luego caía, subía de nuevo, pero en sentido opuesto, y añadía:

—Así será. Así fué, así será. Así fué, así será.

Al menos, de este modo interpretaba el ruido del péndulo el relojero del ojo único. Gracias a su roce constante con el gran reloj, se había hecho filósofo, como se decía entonces.

Sobre la vieja ciudad, donde se elevaba la torre, y sobre todo el país, erguíase arrogante un hombre, el soberano de una y otro, cuyo poder misterioso—el de un solo hombre sobre millones—era tan antiguo como la ciudad. Era rey y se llamaba el Vigésimo, pues contaba diez y nueve predecesores; pero eso no explicaba nada. Como nadie sabía cuándo comenzó la existencia de la ciudad, nadie sabía tampoco cuándo comenzó aquel poder extraño; en el pasado más remoto accesible a la memoria humana se dibujaba la misma figura enigmática: la de un solo hombre que mandaba en millones. Existía la antigüedad muda, que escapaba a la memoria humana; pero también ella abría a veces la boca; en una vieja piedra, en un pedazo de columna, en un ladrillo, se encontraban de vez en cuando letras misteriosas que hablaban ya de uno que mandaba en millones.

Los títulos, los nombres y los remoquetes cambiaban; pero la persona del hombre todopoderoso permanecía inmutable, como si fuera inmortal. Atendiendo a que el rey hacía su aparición en el mundo y moría, como todos los demás hombres, y a que su exterior se asemejaba al de los demás seres humanos, podía considerársele un hombre: pero al tener en cuenta el inmenso poder de que estaba revestido, era más fácil suponer que era Dios, con tanto más motivo cuanto que se pintaba y se esculpía a Dios en todo semejante a un hombre.

El Vigésimo era rey. Esto quiere decir que podía hacer a un hombre feliz o desgraciado, que tenía derecho a despojar a los hombres de sus bienes, de su libertad y hasta de su vida. Por su orden, millares y millares de hombres iban a la guerra a matar y morir; se ejercía en su nombre la justicia y la injusticia, el bien y el mal, la misericordia y la crueldad. Sus leyes eran no menos imperiosas que las de Dios. Su autoridad era mayor, pues mientras que Dios no cambiaba sus leyes jamás, el rey podía cambiar las suyas siempre que le viniera en gana. Cerca o lejos, se alzaba siempre por encima de la vida. El hambre, al nacer, encontraba con la naturaleza, las ciudades y los libros, y además el rey; al morir, dejaba en la tierra, con la naturaleza, las ciudades y los libros, y además el rey. La historia del país, escrita y verbal, hablaba de reyes generosos, justos y buenos, y, aunque siempre había en el mundo hombres mejores que ellos, la razón de su poder parecía comprensible. Pero las más de las veces, el rey era de lo peorcito de la humanidad, completamente desprovisto de virtudes, cruel, injusto y, en ocasiones, hasta loco; y aun en ese caso seguía siendo el que mandaba en millones, y su poder aumentaba con sus crímenes. Todos le detestaban y le maldecían, lo que no era óbice para que mandase en los que le maldecían y le odiaban. Este poder estúpido constituía un enigma, y al miedo de los hombres ante otro hombre uníase el terror místico ante el misterio. Merced a éste, la sabiduría, la virtud y la bondad debilitaban el poder y eran causa de que se pusiera en tela de juicio, mientras que la tiranía, la locura y la maldad, por el contrario, le fortalecían. Merced a esto, aun los mejores de los soberanos misteriosos eran a menudo impotentes para hacer el bien, y los más débiles sobrepujaban al demonio y a todas las fuerzas infernales, si se entregaban al mal y a la destrucción. Tales representantes de la locura no podían crear la vida, pero sembraban siempre la muerte; y cuanto más alto se hallaba su trono, sobre más huesos humanos se asentaba. En los demás países había también soberanos en el trono, y su poder también se perdía en la noche de los tiempos. Ocurría a veces que durante años y aun durante siglos, en algunos países, los soberanos misteriosos desaparecían; pero nunca toda la tierra se encontraba libre de ellos. Luego, después de cierto tiempo, en aquellos países alzábase de nuevo un trono, sobre el que volvía a sentarse un ser enigmático, incomprensible en su poder inmortal unido a su impotencia. Y encantaba a muchos precisamente por el carácter misterioso de su poder, ante el que siempre había quienes se inclinaban a cuyo poseedor había siempre quienes amaban más que a sí mismos, más que a sus mujeres y a sus hijos, y respetaban hasta el punto de aceptar de él dócilmente, sin quejarse ni lamentarse, como si se la enviase Dios, la muerte más cruel y más horrible.

El Vigésimo y sus predecesores se mostraban rara vez al pueblo, y eran muy contados los que tenían ocasión de verlos; pero como a los reyes les gusta que su imagen sea muy conocida por el pueblo, la hacían grabar en las monedas, tallar en piedras, pintar en lienzos innumerables, embelleciéndola merced al genio artístico de escultores y pintores. No se podía dar un paso sin ver aquel rostro, sencillo y enigmático al mismo tiempo, que, gracias a su multiplicidad, se grababa forzosamente en la memoria, hería la imaginación y se revestía de un carácter universal e inmortal. Muchos que no se acordaban sino vagamente del rostro de su abuelo, y no tenían la menor idea del de sus bisabuelos, conocían muy bien los de los soberanos que habían reinado hacía ciento, dos cientos y mil años, lo que ponía en los rostros más ordinarios de los seres privilegiados que mandaban en millones de hombres un no sé qué de misterio, de enigma, que les hacía semejantes, en cierta manera, a la faz de los muertos, a través de cuyos rasgos se ve la muerte impenetrable y todopoderosa.

Así, por encima de la vida alzábase el rey. Los hombres morían, pueblos enteros desaparecían de la tierra, y el rey cambiaba sólo de nombre, como la serpiente cambia de piel; después del Undécimo venía el Duodécimo; después, el Décimoquinto; después, de nuevo, el Primero, el Segundo, el Sexto; y en esas cifras frías sonaba la fatalidad, como en los movimientos del péndulo que marcaba el paso del tiempo:

—Así fué, así será.

II

Ocurrió que en el vasto reino cuyo soberano era el Vigésimo estalló una revolución, un levantamiento de la muchedumbre, no menos misterioso que el poder de un solo hombre. Sucedió algo extraño con los fuertes lazos que unían al pueblo y el rey; esos lazos comenzaron a desatarse, sin ruido, de un modo invisible y misterioso, como en un cuerpo en que la vida se hubiera extinguido y en que trabajasen fuerzas nuevas, ocultas hasta entonces no se sabe dónde.

El trono y el palacio eran los mismos, y también el Vigésimo; pero la autoridad había muerto, sin saberlo nadie y cuando se creía que sólo estaba enferma. El pueblo había perdido la costumbre de obedecer, y a eso se reducía todo. Una multitud de pequeñas resistencias dispersas se convirtió en un movimiento enorme e invencible. En cuanto el pueblo cesó de obedecer, abriéronse a una todas sus viejas, sus seculares llagas, y, lleno de cólera, sintió el hambre, la iniquidad y la opresión. Y comenzó a clamar contra tanta injusticia y a pedir justicia. De súbito se alzó, como una enorme fiera, en un momento de ira sin freno, y se vengó de sus largos años de humillaciones y torturas.

Los millones de hombres, así como nunca habían convenido en obedecer al rey, tampoco habían convenido en rebelarse. Por todos lados, la rebelión se acercaba al palacio. Asombrándose de sus propios actos, olvidado el pasado, los hombres iban aproximándose al trono, tocaban sus dorados y sus esculturas, lanzaban miradas curiosas al dormitorio real y se sentaban en las sillas regias. El rey y la reina les ponían muy buena cara, y no poca gente del pueblo lloraba viendo al Vigésimo tan de cerca. Las mujeres pasaban suavemente los dedos por el terciopelo del uniforme del rey y por la seda del traje de la reina. Los hombres, con una severidad bonachona, le hacían fiestas al principito.

El rey saludaba; la reina, pálida, sonreía. De la habitación inmediata salía, por debajo de la puerta, un hilillo de sangre negra: un joven gentilhombre se había suicidado, clavándose un puñal en el pecho; no había podido soportar que los dedos sucios de la plebe tocasen las vestiduras reales.

Cuando la turba se marchó, oyéronse gritos de

—¡Viva el Vigésimo!

Algunos, al oírlos, ponían mal gesto; pero la turba estaba tan entusiasmada, que éstos olvidaban, a su vez, su enojo, y, como en Carnaval, cuando se coloca, por mofa, la corona en la cabeza de un payaso, empezaban a gritar con la turba:

—¡Viva el Vigésimo!

La gente reía. Pero al caer la tarde, los rostros se tornaron sombríos y las miradas recelosas. ¿Cómo habían podido dar crédito a quien, durante miles de años, había abusado de la bondad y la buena fe de su pueblo?

El palacio no está alumbrado; sus enormes ventanas brillan con un falso fulgor, y su aspecto es triste: maquinan allí algo, traman alguna vileza, reunen verdugos contra el pueblo, se limpian con asco los labios, luego de los besos cambiados con él, y lavan al niño a quien su contacto ha ensuciado.

O acaso no haya nadie en palacio. Acaso hayan huído todos, y no quede en los vastos salones obscuros sino el gentilhombre que ha puesto fin a sus días. Hay que gritar, hay que hacer que salga el monarca y se muestre si está allí aún.

—¡Viva el Vigésimo!

El cielo pálido y turbio de la tarde refleja su melancolía en los pálidos rostros; las nubes se deslizan por él, veloces, como si huyesen asustadas; las enormes ventanas brillan con un fulgor falso, muerto y misterioso.

—¡Viva el Vigésimo!

Un centinela, atropellado por la turba, ha perdido su fusil e intenta sonreír. Se agita mucho el candado de la puerta de hierro. No tardan en aparecer en lo alto de la verja que rodea el palacio enormes frutos negros: cuerpos humanos pendientes de los brazos. Es la muchedumbre que se sube a la verja para ver mejor.

Las nubes parecen mirar, a su vez, con curiosidad, lo que sucede abajo. Los gritos se oyen más frecuentes. Alguien ha encendido una antorcha, y las ventanas de palacio se han teñido de sangre y parecen acercarse a la muchedumbre.

El palacio seguía en silencio. Toda la verja estaba cubierta de hombres. La multitud no tardó en agitarse y llenó el patio, dejándose la verja atrás.

—¡Viva el Vigésimo!

Entonces se vieron luces pálidas tras las ventanas. Un rostro descompuesto se acercó un instante a un cristal y desapareció. El resplandor iba en aumento. Las luces eran más numerosas a cada instante, se balanceaban, avanzaban, como en una danza fantástica o en una procesión nocturna. Se agruparon luego, bajaron un poco y mostráronse en la terraza el rey y la reina. Tras ellos brillaban las antorchas; pero alumbraban mal el rostro del rey, que se veía con dificultad. Acaso ni siquiera fuesen el rey y la reina.

—¡Luz, luz!—gritó la turba—. ¡No se te ve Vigésimo! ¡Luz, luz!

Los que llevaban las antorchas se colocaron a ambos lados de la terraza, y un fulgor lúgubre alumbró los rostros de la pareja real.

—¡No son ellos! ¡El rey ha huído!—gritaron los revoltosos más distantes.

Pero entre los más próximos a la terraza oyronse gritos alegres de

—¡Viva el Vigésimo!

Los rostros de la pareja real, alumbrados por las antorchas, ya se erguían, ya se inclinaban; el rey y la reina saludaban al pueblo. El Décimonono, el Cuarto, el Segundo saludaban al pueblo. Los seres misteriosos, poseedores de un poder casi sobrehumano, casi divino, saludaban al pueblo, entre el humo rojizo de las antorchas, y tras ellos, en las profundidades del pasado obscuro, también iluminado por el fulgor rojizo, se adivinaba un sinfín de asesinatos, de crímenes, de horrores.

El rey tenía que hablar. El pueblo quería oír su voz. Al saludar, los labios mudos, alumbrado el rostro por las antorchas, parecía un diablo es capado de los infiernos, y producía en quienes le miraban una impresión muy poco grata.

—¡Habla, Vigésimo, habla!

El rey hizo un ademán raro, invitando al silencio; un ademán imperioso, antiguo como su poder. Y con voz débil, desconocida por la multitud, pronunció unas palabras viejas, extrañas.

—¡Estoy muy contento de ver a mi buen pueblo!

¿Y nada más? ¿Acaso eso no basta? ¡Está contento! ¡El Vigésimo está muy contento de ver a su buen pueblo! No te enojes, Vigésimo. Te amamos; amamos también. Si no nos amas, vendremos de nuevo a tu despacho, a tu comedor, a tu dormitorio, y te obligaremos a amarnos.

—¡Viva el Vigésimo! ¡Viva el rey! ¡Vaya nuestro amo!

—¡Esclavos!

¿Quién pronunció esa palabra?... Las antorchas se apagaron. El rey y la reina se fueron. Las pálidas luces dejaron de fulgurar tras los cristales. Los revoltosos se atropellaban, se buscaban, se llamaban unos a otros. Las nubes se deslizaban por el cielo.

¿Era, en efecto, aquél rey? ¿Acaso no sería sino una visión? Había que palpar sus vestidos, su rostro, hasta que gritase de espanto y de dolor.

La turba dispersóse en silencio. Gritos aislados se perdieron en el ruido de los pasos. La noche parecía llena de presentimientos y de horrores. Durante toda ella se cernieron sobre la ciudad siniestras pesadillas.

III

Ha sido sorprendido en una tentativa de fuga. Había comprado a unos, engañado a otros y estaba ya a punto de lograr su libertad diabólica, cuando un hijo fiel de la patria le ha reconocido bajo su disfraz de criado. No confiando en su memoria, ha mirado una moneda con la imagen del rey, y sus últimas dudas se han devanecido. ¡Era él!

Las campanas han empezado a tocar a rebato, y una multitud despavorida se ha lanzado a la calle. ¡Era él!

Ahora se halla en la torre, en la enorme torre negra de gruesos muros y ventanas minúsculas, vigilado por fieles hijos del pueblo, inaccesibles al soborno, a la lisonja y a la sugestión. Para distraerse, los guardianes beben, ríen y fuman sus pipas, echando el humo a la cara del rey cuando se pasea con su hijo por la prisión. Para que no pueda comunicarse con la gente que pasa por frente a la torre, las ventanas de abajo están cerradas con gruesas planchas; en lo alto del edificio, por donde se pasea a veces, no se le puede ver tampoco; sólo las nubes que se deslizan por el cielo le pueden mirar desde lo alto.

Pero es más fuerte que sus carceleros. Al través de los gruesos muros siembra la traición, que flocrece, en el seno del pueblo, en flores malditas, y mancha el áureo manto de la libertad. Hay traidores por todas partes. Avanzan hacia las fronteras otros soberanos poderosos, que han descendido de su trono, y conducen hordas de hombres salvajes engañados, de parricidas dispuestos al asesinato de su madre, la libertad. En las casas, en las calles, en las aldeas apartadas y en los bosques, hasta en el palacio majestuoso de la asamblea nacional, se deslizan sombras siniestras de traidores.

¡Desgraciado pueblo! Es traicionado por los que han izado, antes que nadie, la bandera de la rebelión. ¡Desgraciado pueblo! Es traicionado por aquellos en quien había puesto toda su confianza. Es traicionado por sus elegidos, que parecen honrados, que pronuncian discursos violentos y severos; pero que llevan los bolsillos llenos de oro sospechoso.

Se procede a las pesquisas. Se publica la orden de que todo el mundo se encuentre al medio día en su casa. A la hora fijada, la campana empieza a tocar, y su voz grave suena en el silencio de las calles desiertas. Desde que existe la ciudad, nunca ha estado tan silenciosa: las calles y las plazas están solitarias, las tiendas cerradas, por ningún lado se ve ni un transeunte ni un coche. Sólo los gatos, asustados y llenos de asombro, van y vienen, arrimados a las paredes y sin saber a ciencia cierta si es de día o de noche; el silencio es tan profundo que parece oírse el ruido de sus pisaditas. Los sonidos de la campana, al rodar sobre las calles, parecen barrerlas, como gigantescas escobas invisibles. Pronto, hasta los gatos desaparecen, y el silencio es completo.

Luego, en todas las calles, en el mismo instante, se presentan pequeños grupos de hombres armados. Hablan en alta voz, pisan firme y, aunque su número es escaso, hacen tanto ruido como si la ciudad estuviese llena de gente y de coches.

Van entrando en todas las casas, para salir poco después, llevando con ellos uno o dos hombres pálidos de terror o rojos de cólera, que marchan con aire insolente, metidas las manos en los bolsillos; pues en estos días extraños nadie le tiene miedo a la muerte, ni aun los traidores. Es tos hombres desaparecen luego en la obscuridad de las prisiones.

Los hijos fieles del pueblo han encontrado y detenido hasta diez mil traidores y los han encarcelado. El espectáculo de las prisiones es agradable al par que horrible: la traición las llena de arriba abajo y amenaza hundirlas con su peso.

Por la noche, la ciudad todo es júbilo. Las casas se vacian de nuevo; de nuevo las calles y las plazas se llenan. La inmensa muchedumbre negra se mezcla en una danza fantástica, en un caos de gestos y de movimientos. Se danza de un extremo a otro de la ciudad. En torno de algunos faroles, como las olas en torno de una roca, agítanse manos, siluetas que se enlazan, rostros regocijados, ojos brillantes de alegría. Más lejos, todo se confunde en una masa negra, informe, vacilante, cambiante, volteante, parecida a un torrente. En uno de los faroles se balancea el cuerpo de un hombre: es un traidor a quien la multitud ha colgado antes de que haya tenido tiempo de llegar a la prisión. Las cabezas de los bailarines tropiezan a veces con sus pies, y hay momentos en que se diría que él baila también sobre la multitud y dirige las danzas.

Después la multitud se encamina a la inmensa torre negra, y, levantando la cabeza, grita, dirigiéndose a los gruesos muros:

—¡Muera el Vigésimo! ¡Muera!

En las almenas brillan algunas lucecitas: los fieles hijos del pueblo vigilan al tirano. Y la multitud, tranquilizada, segura de que el rey está allí y de que no puede escaparse, grita medio en broma y para amedrentarle:

—¡Muera el Vigésimo!

Quienes así gritan se alejan satisfechos, y otros vienen a ocupar su puesto. Durante la noche vuelven a cernerse sobre la ciudad sueños terribles; la torre negra y las prisiones, llenas de traición, abrasan las entrañas de la ciudad, al modo de un veneno no vomitado.

Se empieza a matar a los traidores. Se aguzan los sables, las hachas y las hoces. Se amontonan gruesas vigas y pesadas piedras. Durante dos días y dos noches se trabaja en las prisiones hasta rendirse de cansancio, y se duerme, come y bebe en ellas. La tierra no absorbe ya la sangre, y hay necesidad de cubrirla de paja; pero también la paja se empapa.

Han sido muertos siete mil hambres. Siete mil traidores han desaparecido bajo la tierra, para purificar la ciudad y dejar sitio a la libertad naciente.

La multitud vuelve a encaminarse a la torre donde está encerrado el Vigésimo, y le enseña las cabezas cortadas, los corazones arrancados del pecho. El los mira.

Durante estos días, la confusión y el horror reinan en la asamblea nacional. Se intenta saber quién ha ordenado los asesinatos y no se consigue. ¿No has sido tú? ¿Ni tú? ¿Ni tú tampoco? ¿Pero quién se atreve a mandar allí, donde todo el poder pertenece a la asamblea nacional? Algunos se sonríen; seguramente saben algo.

—¡Asesino!

—No, no somos asesinos. Tenemos piedad de la patria, mientras que vosotros la tenéis de los traidores.

La calma no renace. La traición crece, se multiplica, penetra hasta el fondo del propio corazón del pueblo. ¡Tanto dolor sufrido, tanta sangre vertida, y todo en vano! Al través de los gruesos muros, el soberano misterioso sigue sembrando la traición. ¡Desgraciada libertad! De Occidente llegan noticias terribles de discordias, de sangrientas batallas, de rebeliones de parte del ejército, sublevado, en su locura, contra su madre, la libertad. Del Sur llegan amenazas; por el Norte y el Este se acercan los soberanos misteriosos, que han descendido de su trono y conducen hordas salvajes. Las nubes, de cualquier dirección que vengan, están impregnadas del aliento de los traidores y los enemigos; los vientos, ya vengan del Norte, ya del Sur, ya del Oeste, ya del Este, soplan amenazas y odios. Suenan como un toque a agonía en los oídos de los ciudadanos; pero se le antojan una música alegre al que está encerrado en la torre. ¡Desgraciado pueblo! ¡Desgraciada libertad!

La luna brilla por las noches como sobre ruinas. El sol se pone todas las tardes entre tinieblas, rodeado de nubes negras, deformes, siniestras. Cuando consigue asomarse entre ellas, muestra su rostro asustado, aterrorizado. Los pálidos rayos se estrechan con espanto contra los árboles, las casas y las iglesias, miran con pasmo la ciudad; pero inmediatamente se apagan y desaparecen con el sol en el océano de la noche que llega. ¡Desgraciado pueblo! ¡Desgraciada libertad!

En la torre, el relojero del ojo único va y viene por entre las grandes y pequeñas ruedas del mecanismo, y, con la cabeza echada a un lado, sigue los movimientos del enorme péndulo.

—Así fué, así será. Así fué, asi será.

Una vez, cuando él era joven aún, el reloj estuvo parado dos días. Era terrible; parecíale que el tiempo había caído de pronto, en toda su masa invisible, al fondo de un abismo. Pero el reloj fué nuevamente puesto en marcha, y todo se arregló. Ahora el tiempo corre, como agua a través de los dedos, cae gota a gota, como si lo cortasen en pedacitos. El enorme disco de cobre del péndulo brilla a cada movimiento, muestra su desmesurado ojo amarillo. Se oye el arrullo de una paloma en el tejado.

—Así fué, así será. Así fué, así será.

IV

La monarquía, que contaba miles de años de existencia, fué derribada. Ni siquiera se necesitó recurrir al voto nominal: todos, en la asamblea nacional, se levantaron como un solo hombre; por todas partes se veía en pie a los ciudadanos, que parecían haber crecido. Se levantó hasta el diputado enfermo, a quien acababan de llevar en un sillón; sostenido por unos amigos, se enderezó sobre sus piernas paralíticas, semejante a un viejo tronco apoyado sobre dos arbolillos.

—¡La república es aceptada por unanimidad!—dijo alguien en voz alta, tratando en vano de dominar su alegría.

Pero todo el mundo seguía en pie. Los minutos pasaban. De la plaza, inundada por la multitud, llegaba un rumor alegre, sonoro como un trueno; pero allí, en la asamblea, reinaba el silencio igual que en un templo. Había en los rostros una expresión grave y severa. ¿Ante quién permanecían en pie los diputados? El rey ya no existía; Dios, tampoco. El tirano del cielo había sido derribado hacía mucho tiempo de su trono celeste. Permanecían en pie, en respetuosa actitud, ante la libertad. El viejo diputado, cuya cabeza temblaba hacía muchos años, la tenía entonces erguida como un joven. Con un ligero movimiento de la mano apartó a los amigos que le sostenían y se mantuvo en pie sin apoyo: la libertad había hecho un milagro. Aquella gente había perdido hacía mucho tiempo la costumbre de llorar, habituada a las tempestades políticas y a las luchas sangrientas; pero entonces lloraba. Sus ojos crueles de águila, que miraban impávidos el sol purpúreo de la revolución, no podían ver sin lágrimas el suave brillo de la libertad.

Reinaba en la sala el silencio. Fuera, el ruido aumentaba, crecía, se hacía más intenso y monótono. Recordaba el ruido regular y potente del océano. Todos eran libres. Libre era el moribundo, libre el recién nacido, libre el que se hallaba en plena vida. El poder misterioso de un solo hombre, que había encadenado durante miles de años a millones de seres humanos, había venido a tierra. Las bóvedas negras de la prisión habían caído, y sobre la cabeza extendíase el firmamento azul.

—¡Libertad!—murmuró alguien con voz suave, acariciadora, como si pronunciase el nombre de su amada.

—¡Libertad!—dijo otro, lleno de un entusiasmo, de una alegría inenarrables.

—¡Libertad!—anunció el hierro.

—¡Libertad!—cantaron las cuerdas.

—¡Libertad!—gritaron a una todas las voces.

El viejo diputado murió. Su corazón no pudo, soportar la inmensa alegría y cesó de latir; su último latido fué:

—¡Libertad!...

¡Dichoso mortal! En el misterio de la tumba, la joven libertad será la heroína de su eterno ensueño.

Se temían desafueros en la ciudad; pero no ocurrió nada lamentable. Al soplo de la libertad, los hombres se habían ennoblecido y se habían tornado suaves, delicados y sobrios en sus manifestaciones de alegría, como muchachas. Ni si quiera bailaban. Casi no cantaban. Contentábanse con mirarse unos a otros y cambiar ligeros apretones de manos: ¡es tan agradable ver a un hombre libre y tocarle!

No se cometió el menor exceso. Un loco gritó, en medio de la muchedumbre:

—¡Viva el Vigésimo!

Luego, colocándose en una actitud belicosa, se dispuso a una lucha desigual y a una larga agonía entre la plebe enfurecida. Sin embargo, nadie le hizo nada. Algunos, al oírle, fruncieron las cejas; pero la mayoría sólo manifestó un ligero asombro y se limitó a mirar con curiosidad a aquel hombre, como si fuera un mico recién llevado del Brasil.

Y se le dejó en libertad.

Hasta muy entrada la noche, nadie se acordó del Vigésimo. Un grupo de ciudadanos, que no había querido acabar tan temprano la feliz jornada y había decidido seguir en la calle hasta el amanecer, recordó de pronto al Vigésimo y se encaminó a la torre.

El negro edificio se destacaba apenas sobre el fondo obscuro del cielo; en el preciso instante en que los ciudadanos se aproximaban, devoraba una estrella. La estrella, diminuta y clara, se acercó más de lo debido a la maldita torre, brilló por vez postrera y desapareció en el espacio negro. En dos ventanitas del piso inferior se veía luz; los guardianes velaban.

Dieron las dos en el reloj.

—¿Lo sabe, o no lo sabe?—dijo uno de los ciudadanos, tratando de hundir la mirada en la masa negra y de penetrar sus misterios.

Una silueta sombría se destacó del muro, y se oyó una voz soñolienta:

—Duerme, ciudadanos.

—¿Quién sois, ciudadano? Me habéis asustado; andáis sin ruido, como un gato.

Otras siluetas negras se acercaron al grupo, surgiendo de distintos sitios, y se detuvieron silenciosas.

—¿Por qué no contestáis? Si sois un espectro, largaos: la asamblea nacional ha suprimido los espectros.

El desconocido respondió con la misma voz soñolienta:

—Guardamos al tirano.

—¿Por orden de la Comuna?

—No; por nuestra propia voluntad. Somos treinta y seis. Eramos treinta y siete; pero uno ha muerto. Vigilamos al tirano. Vivimos junto a estos muros hace dos meses, o quizá más. Estamos cansados.

—La nación os lo agradece. ¿Sabéis lo que ha ocurrido hoy?

—Sí, hemos oído algo. Vigilamos al tirano.

—¿Habéis oído que se ha proclamado la república, que estamos en plena libertad?

—Sí. Vigilamos al tirano. Estamos cansados.

—¡Abracémonos, hermanos!

Unos labios fríos rozaron apenas los labios ar dientes.

—Estamos cansados. ¡Es tan maligno y peligroso! Noche y día vigilamos todas las puertas y todas las ventanas. Yo vigilo una ventana que vosotros no veréis ahora. ¿Conque decís que la república ha sido proclamada? Muy bien. Pero hemos de volver a nuestros puestos. Estad tranquilos, ciudadanos; duerme. Se nos informa cada media hora. Duerme.

Las siluetas giraron sobre sí mismas, se alejaron y desaparecieron, como sumiéndose en el muro. La torre negra parecía haberse tornado más alta, y a su lado izquierdo se extendía, en dirección a la ciudad, una nube obscura y deforme. Diríase que la torre crecía y tendía las manos. En las tinieblas que la envolvían se encendió de pronto una luz y se apagó al instante; ¿sería, acaso, una señal?

La nube se extendió por encima de la ciudad, y los faroles de las calles proyectaron en su negrura una luz amarillenta. Una menuda lluvia comenzó a caer. Todo estaba tranquilo; pero en la honda calma se sentía como una angustia...

¿Dormía, en efecto?

V

Transcurrieron algunos días entre nuevas y suaves sensaciones de libertad, y otra vez, como rayas negras en el mármol blanco, corrieron por todas las direcciones hilos siniestros de recelo y de espanto.

El tirano acogió la nueva de su deposición con una calma sospechosa. No se comprendía cómo podía conservar la tranquilidad un hombre que había perdido su reino, y se inducía que maquinaba algo terrible. Además, un pueblo en medio del cual se halla un ser misterioso, dotado del poder extraño de arrastrar a las gentes, no es posible que esté tranquilo. El tirano sigue inspirando miedo aun después de caído. Prisionero y todo, sigue ejerciendo su influencia diabólica, que a distancia es más fuerte aún; así, la tierra, obscura cuando se la mira de cerca, se torna una estrella luminosa vista desde las azules profundidades del espacio.

Mucha gente se compadecía de la suerte del rey y lloraba pensando en sus sufrimientos. Una mujer besó respetuosamente la mano de la reina; un guardián derramó una lágrima; un orador habló de misericordia. ¿Acaso el tirano, aun entonces, no era más dichoso que millares de hombres que no habían gozado ni un día de felicidad, y que se quería de nuevo sacrificarle? Si hubiera habido la menor esperanza de que el país volviese a su antigua locura, se le habría pedido perdón de rodillas y se habría alzado de nuevo el trono, derribado a costa de tantos sufrimientos.

Lleno de cólera y temor, el pueblo escuchaba los discursos de la asamblea nacional. ¡Discursos extraños, palabras inquietantes! Se hablaba de la inmunidad del tirano, asegurábase que no podía ser juzgado como un ciudadano cualquiera, que no podía ser castigado como cualquier mortal, que no podía ser condenado a muerte porque era rey. ¿Luego existían aún los reyes? Los oradores que así hablaban hacían protestas de su amor al pueblo y a la libertad. Eran hombres honrados, leales, enemigos acérrimos de la tiranía, hijos del pueblo, salidos de su seno macerado por el poder implacable y sacrílego de los reyes. ¡Qué ceguera!

Ya la mayoría empezaba a reaccionar en favor del tirano; diríase que la niebla amarillenta, que venía de la torre negra, había penetrado en el palacio de la razón del pueblo, nublando la vista de todos y ahogando a la joven libertad, novia destinada a morir, coronada de blancas flores, en el festín nupcial.

Se oyeron gritos iracundos:

—¡Queréis que no haya en el país más que un solo hombre y treinta y cinco millones de bestias!

Sí, eso querían. Callaron y bajaron los ojos. Estaban cansados de luchar, de aspirar. Y, en su cansancio, en sus discursos fríos, pero dotados de un poder mágico, se presentía ya el nuevo trono. Exclamaciones aisladas, discursos insípidos, un silencio profundo, revelador de la traición.

La libertad moría; la libertad, la novia destinada a morir, coronada de flores, en el festín nupcial.

¿Pero qué ruido era aquél? Se oía acercarse una muchedumbre. Parecía que, en numerosos tambores gigantescos, sonaba una señal de alarma. ¡Tram-tram-tram! Eran los arrabales, que se acercaban. ¡Tram-tram-tram! Acudían a defender la libertad. ¡Tram-tram-tram! ¡Desgraciados traidores! ¡Tram-tram-tram! ¡Desgraciados vendidos!

—El pueblo pide permiso para desfilar ante la asamblea nacional.

¿Acaso se puede atajar en su marcha un torrente de lava? ¿Quién osará decirle a un terremoto: no pases de aquí?

Las puertas se abrieron de par en par. ¡Allí estaban los arrabales! Rostros color tierra, pechos desnudos. Una variedad infinita de harapos de todos colores, en lugar de vestidos. El frenesí de la agitación. El caos en movimiento. ¡Tram-tram-tram! Los ojos encendidos. Las picas, las hoces, las hachas. Los tablones arrancados, al pasar, de una valla. Los hombres, las mujeres, los niños. ¡Tram-tram-tram!

—¡Vivan los representantes del pueblo! ¡Viva la libertad! ¡Mueran los traidores!

Los diputados sonreían, fruncían las cejas, saludaban con afecto. Sentíase el vértigo contemplando aquel movimiento tumultuoso e interminable, semejante al de un río que atravesase una caverna.

Todos los rostros se parecían, todas las voces se mezclaban en un solo ruido monótono. El de las pisadas recordaba el rumor de la lluvia al caer sobre un tejado: adormecía, paralizaba la voluntad. Gotas enormes sobre un tejado gigantesco. ¡Tram-tram-tram!

La procesión duró una hora, dos horas, tres horas. Parecía ya de noche. Las antorchas rojas dejaban tras ellas una larga humareda. Las dos puertas, la que el pueblo trasponía al entrar y la que atravesaba al desaparecer, eran a manera de dos grandes bocas abiertas, unidas por una cinta movible con matices de hierro y de cobre. Los ojos, cansados, distinguían mal y padecían espejismos: ya veían una correa interminable, ya un enorme gusano hinchado y peludo; los que estaban sentados en los escaños de encima de la puerta se imaginaban a veces encontrarse en un puente bajo el que se agitaban las olas. De cuando en cuando, el cerebro se iluminaba con una idea clara, precisa; ¡era el pueblo! Y se experimentaba el orgullo, el sentimiento de la fuerza, la sed de una libertad grandiosa, que nunca se había conocido. ¡Un pueblo libre, qué hermosura!

—¡Tram-tram-tram!

Llevaban horas pasando, pero no se veía aún el fin. A uno y otro lado, por donde llegaba la plebe y por donde se iba, oíase una canción revolucionaria. Apenas se distinguía la letra; no se percibía claramente sino la música, los sones, ya fuertes, ya pianos; los silencios súbitos, las explosiones amenazadoras de las notas.

—¡Las armas preparad! ¡No hay tiempo que perder! ¡Marchad, marchad, marchad!

Y marchaban.

No había necesidad de votar; la libertad se había salvado una vez más.

VI

Llegó el gran día en que el rey había de comparecer ante el tribunal. El poder misterioso, antiguo como el mundo, debía rendir cuentas al pueblo a quien había sojuzgado durante miles de años, y a la humanidad, a quien había vejado con la soberbia de su estupidez triunfante. Despojado de sus atavíos de clown y del dorado trono, desprovisto de títulos sonoros y de extraños símbolos de poder, había de presentarse ante el pueblo y responder, de un modo claro y terminante, a esta pregunta: ¿con qué derecho ejercía el poder, con qué derecho mandaba en millones de hombres, practicaba impunemente el mal y la violencia, privaba de la libertad y sembraba la muerte?

El Vigésimo estaba condenado de antemano por la conciencia de todo el pueblo. No podía esperar misericordia; pero era preciso que, antes de ser ejecutado, abriese su alma misteriosa, diese a conocer a la gente no sus actos—harto conocidos—, sino los pensamientos y los sentimientos de los reyes. El dragón legendario que devoraba a las muchachas y sujetaba con cadenas de terror a todo el país era, a la sazón, conducido, encadenado él a su vez, a la plaza central, y pronto el pueblo vería su cuerpo abominable, su lengua rapaz, sus fauces crueles y llameantes.

Se temía no se sabía qué. Durante toda la noche, las tropas habían circulado por las calles, invadiendo las plazas, guarneciendo todo el trayecto que había de recorrer el rey con una valla impenetrable de bayonetas y un muro de rostros sombríos, solemnemente severos. Por encima de las siluetas negras de las casas y de los templos, que tomaban en las tinieblas de la noche muriente formas vagas, indecisas, iba iluminándose el cielo amarillento, cubierto de nubes, el cielo frío de las ciudades, viejo como los edificios ennegrecidos por el humo y por la humedad, parecido a un aguafuerte en el salón sombrío de un antiguo castillo.

La ciudad dormía aún en el amanecer severo del gran día trágico. Por las calles circulaban, silenciosamente, grupos regulares de ciudadanos convertidos en soldados. Con un ruido agresivo, inclinada la boca hacia el suelo, pasaban los cañones, cuyo camino iluminaban lucecillas rojizas. Los jefes daban órdenes en voz baja, casi cuchicheando, como si temiesen despertar a alguien de un sueño harto ligero y lleno de angustia. ¿Se temía por el rey, por su seguridad, o acaso se temía al rey?... Nadie lo sabía a punto fijo. Lo cierto es que todos comprendían que era necesario tomar precauciones, reunir todas las fuerzas de que disponía el pueblo.

El día tardaba en llegar. Las nubes, amarillas, espesas y sucias, por las que una mano invisible parecía haber pasado una rodilla mojada, estaban suspendidas sobre los campanarios. Sólo un momento, cuando el rey salía de la torre, apareció el sol entre ellas. Era un buen presagio para el pueblo, un aviso amenazador para el tirano.

El orden del cortejo era el siguiente: por el estrecho corredor que formaban las dos filas de soldados avanzaban, en primer término, numerosos destacamentos armados; seguíanlos los cañones con su ruido ensordecedor; detrás, rodeado de fusiles, de sables y de bayonetas, rodaba lentamente un coche de prisión; seguían al coche más cañones, más destacamentos armados. A lo largo de todo el trayecto, de algunos kilómetros—delante del coche, detrás, a ambos lados—, reinaba un silencio profundo. Sólo un grito indeciso, de varias voces, resonó al pasar el rey por la plaza:

—¡Muera el Vigésimo!

Pero la muchedumbre no contestó; fué un grito aislado. No de otra suerte, en la caza de un jabalí, mientras los perrillos alborotan, los que han de matar y el que ha de morir se callan, haciendo acopio de fuerzas y de odio. En la asamblea nacional se oía un murmullo de conversación. Los diputados esperaban, hacía muchas horas, al tirano, que no acababa de llegar. Excitados, se paseaban por los corredores, iban y venían de un salón a otro, reían sin motivo, charlaban animadamente. Pero no pocos de ellos permanecían quietos, como estatuas, y ni siquiera se notaban señales de vida en sus rostros, que, aunque todavía juveniles, parecían de ancianos y estaban cubiertos de arrugas semejantes a hachazos. Tenían los cabellos crespos. Sus ojos, profundamente hundidos en el cráneo, ardían como antorchas en los agujeros de la pared de una prisión. Se adivinaba en ellos que podían mirar impávidos cuanto hay de terrible en el mundo, y que no había nada bastante cruel, bastante triste, bastante trágico para hacerles apartar la mirada, forjada en los altos hornos de la revolución.

Los iniciadores del gran movimiento habían muerto hacía tiempo, se habían dispersado por el mundo, no habían dejado memoria de sí. Nadie recordaba sus pensamientos, sus esperanzas, sus ensueños. El tronar de sus dicursos parecía ahora cosa de juguete. La libertad con que soñaban era como una cándida cuna de niño con un pabelloncito de encajes para impedir el paso del sol y de las moscas. ¡Extraños hombrecillos, pigmeos que habían minado una montaña! En cambio, aquellos otros, que habían vivido en medio de las tempestades revolucionarias, eran los héroes de los días trágicos, en los que habían llevado en lo alto de las picas las cabezas cortadas, y habían hecho correr gota a gota la sangre de los corazones arrancados del pecho; eran los héroes de aquella época en que cada palabra de los inflamados discursos titánicos sobrepujaba en fuerza destructora al filo de los aceros y a la pólvora de los cañones. Inclinándose sólo ante la voluntad del pueblo, habían evocado el espectro del poder misterioso, y a la sazón, con frialdad de cirujanos, jueces y verdugos, se disponían a examinarlo, a estudiar su naturaleza, que sólo a los ignorantes y los supersticiosos podía asustar, a buscar en él el veneno de la tiranía y a condenarle luego a muerte.

El ruido de fuera se calmó. Le sucedió un silencio hondo y negro como el cielo nocturno. Sólo se oía el estrépito de los cañones que llegaban, y que no tardaron en detenerse. Un ligero movimiento a la puerta de entrada. Los diputados siguieron sentados; así habían de recibir al tirano. Procuraron mostrarse indiferentes. Los destacamentos armados invadieron la asamblea y ocuparon sus puestos, sofocando el ruido de las armas. Fuera resonó,, por última vez, el estrépito de los cañones, que rodearon el palacio de un círculo de hierro, y quedaron inmóviles, las bocas dirigidas hacia la ciudad, como amenazando al mundo entero, al Norte y al Sur, al Este y al Oeste.

Penetró un ser exiguo.

Mirado desde los bancos de arriba, era un hombrecillo rechoncho, de movimientos bruscos, aunque poco seguros. Mirado de cerca, era un hombre gordo, de mediana estatura, con una gran nariz, encarnada de frío; con las mejillas nacidas, con los ojuelos grises; una mezcla de benignidad, nulidad y estupidez.

Miró a uno y a otro lado, sin saber si debía saludar o no, y acabó por saludar ligeramente. Permaneció derecho sobre sus piernas zambas, sin saber si podía sentarse. Los otros no dijeron nada; pero él vió una silla a su alcance,.supuso que era para él y se sentó. Al principio ocupó tan solo el borde del asiento, luego se colocó más cómodamente, y, a la postre, adoptó una postura majestuosa.

Debía de estar constipado, pues sacó el pañuelo y, con un placer visible, se sonó dos veces seguidas, haciendo un ruido de trombón con la nariz. Se guardó después el pañuelo, tornó a su postura majestuosa y esperó. Estaba dispuesto.

Era el Vigésimo en persona.

VII

Se esperaba ver un rey, y en su lugar se presentaba un payaso. Se esperaba ver un dragón, y en su lugar se presentaba un burguesete, con una gran nariz y un pañuelo. Era ridículo, extraño, un si es no es inquietante. ¿Les habrían engañado? ¿Habrían reemplazado al rey con cualquier otro?

—¡Soy yo, el rey!—declaró el Vigésimo.

Sí, era él. ¡Pero tenía gracia! ¡Vaya un rey!

Se sonreían, se encogían de hombros, hacían esfuerzos para no soltar la carcajada; cambiaban, de un extremo a otro del salón, miradas y gestos irónicos, como diciéndose unos a otros:

—¡Tiene gracia el rey!

Los diputados estaban graves, terriblemente graves, hasta pálidos. Sin duda abrumábales su responsabilidad moral; pero el pueblo se divertía. ¿Cómo había podido penetrar en la asamblea? Había penetrado como pasa el agua por las altas ventanas, por las rendijas, quién sabe si por las cerraduras de las puertas.

Centenares de descamisados, vestidos con pingajos fantásticos y multicolores, pero muy corteses y afables, habían invadido el salón. Al estrecharse contra un diputado, le preguntaban:

—¿Os molesto, ciudadano?

Eran muy finos. Como nidos enormes, se colgaban de las ventanas, no dejando pasar el sol, y hacían señas con la mano a la plaza inmediata. Sin duda le comunicaban a la multitud, aglomerada allí, sus regocijadas impresiones.

Pero los diputados estaban serios, muy serios, hasta pálidos. Asestaban sus ojos saltones, a modo de lupas, sobre el Vigésimo; le miraban fija y largamente y volvían con severidad la cabeza. Algunos tenían los ojos cerrados; sin duda, la vista del tirano les desagradaba.

—¡Ciudadano diputado—cuchicheó con jovial terror uno de aquellos hombres corteses—, mirad cómo brillan los ojos del tirano!

El diputado, sin levantar los suyos, respondió:

—Sí.

—¡Qué gordo está! Como se bebía nuestra sangre...

—Sí.

—¡No sois muy comunicativo, ciudadano!

Y se calló.

Abajo, el Vigésimo balbuceaba algo. No comprendía de qué se le podía acusar. Siempre había amado a su pueblo, y el pueblo le había amado a él también. Ahora seguía amando a su pueblo, a pesar de los insultos de que le colmaba. Si se creía que una república era más conveniente para el país, que fuera proclamada; él no se oponía.

—Entonces, ¿por qué has llamado en tu socorro a otros tiranos?

—No los he llamado; han acudido ellos.

Era mentira; se habían encontrado en un escondrijo documentos que establecían claramente la existencia de negociaciones entre él y los tiranos. No obstante, lo negó de un modo grosero y estúpido, como un vulgar ladrón a quien se hubiera sorprendido in fraganti. No contento con esto, se mostró como una víctima inocente de las iras del pueblo, cuya felicidad había sido siempre su preocupación única. No tenían razón los que le tachaban de cruel: siempre había indultado a los reos a quienes era dable indultar. No era cierto que hubiera arruinado al país; sus gastos personales no superaban a los de un simple ciudadano. No había sido nunca un derrochador ni un calavera. Le gustaba leer a los clásicos y se dedicaba con placer a la ebanistería. Todos los muebles de su despacho eran obra suya.

Era verdad. Su apariencia, en efecto, era la de un modesto burgués; los días de fiesta se podían ver, a la orilla del río, pescando con caña, muchos hombres gordos como él, con una gran nariz tonante. Hombres grotescos, de una nulidad nariguda.

¿Y aquél era el rey? Por lo visto, cualquiera lo podía ser. Hasta un gorila podía convertirse en un soberano de ilimitado poder sobre los hombres. Bastaba levantarle un trono dorado y tributarle homenajes semejantes a los que se le tributaban a un dios, para que la miserable bestia de cuerpo peludo, que vagaba por los bosques, pudiera dictar leyes.

El breve día de otoño tocaba a su fin. El pueblo comenzaba a manifestar su impaciencia; ¿por qué se prolongaba tanto el proceso del tirano? ¿Acaso intentaban de nuevo traicionar al pueblo?

En una salita obscura, inmediata al salón de sesiones, se encontraron dos diputados que habían salido a media sesión. Se miraron, se reconocieron y empezaron a andar uno junto a otro, evitando tocarse.

—¿Pero dónde está el tirano? —exclamó de repente uno de los dos, sujetando al otro por el hombro—. Di, ¿dónde está el tirano?

—No lo sé. Me da vergüenza permanecer en el salón.

—¡Es terrible! Se diría que la tiranía y la nulidad son la misma cosa. Los nulos son los verdaderos tiranos.

—No sé; estoy avergonzado.

En la salita reinaba el silencio; pero de todas partes—del salón de sesiones, de la plaza, inundada por la muchedumbre—llegaba un ruido sordo. Quizá en la multitud hablara cada uno muy quedo; mas el conjunto de las voces era algo parecido al rumor del océano.

Resplandores rojos se proyectaron en las paredes; seguramente, fuera, en la calle, se encendían antorchas. Oíanse cerca, mezclados, el ruido pesado de los pasos de los centinelas y el vivo metálico de las armas; los centinelas fatigados eran reemplazados por otros. ¿A quién aguardaban? ¿A aquel pobre hombre? ¿A aquel grotesco rey?

—Basta, sencillamente, con expulsarlo del país.

—No. El pueblo no lo permitiría. Hay que matarlo.

—¡Pero eso sería ridículo!

Los resplandores rojos saltaban por las paredes, trepaban, se agitaban, acompañados de vagas sombras; creeríaseles los espectros del pasado trágico y del presente. El ir y venir de unos y otras era interminable.

El ruido en la plaza aumentaba. Empezaron a oírse gritos aislados.

—Hoy he tenido miedo por primera vez en mi vida.

—Y desesperación. Y vergüenza.

—Sí, desesperación. Dame la mano, hermano. ¡Qué fría está!... Aquí, ante el peligro desconocido, en el momento de la gran vergüenza, juremos ser fieles a la desgraciada libertad. Pereceremos, lo presiento; pero al perecer gritaremos: ¡Viva la libertad! Lo gritaremos con tal voz que el mundo esclavo se estremecerá de horror. ¡Aprieta con más fuerza mi mano, hermano mío!

Reinaba en torno el silencio. Los resplandores rojos se proyectaban de cuando en cuando en las paredes; las sombras calladas dirigíanse no se sabía adonde. Fuera, bajo las ventanas, la plaza se agitaba como un gran remolino negro. Parecía que un viento muy fuerte se había levantado al Norte y al Sur, al Este y al Oeste, y había llenado de terror a la masa viviente. Oíanse fragmentos de canciones, gritos y, flotando en el caos de sonidos, unas palabras como escritas con unas enormes letras negras:

—¡Muera! ¡Muera el tirano!

Los dos permanecían en pie, escuchaban y pensaban en cualquier cosa. El tiempo pasaba y permanecían inmóviles en medio de las proyecciones furiosas del fuego y del humo. Les parecía hallarse allí hacía ya siglos. Millares de años les rodeaban con el silencio majestuoso y amenazador de la eternidad; las sombras y los resplandores se agitaban furiosamente; las voces ya bajaban, ya subían de tono, y penetraban por las ventanas, como salpicaduras de un mar tempestuoso. A cada momento era más perceptible el acompasado ritmo de las olas y el magno rumor de la marea.

—¡Muera! ¡Muera el tirano!

Los dos se movieron un poco.

—Vamos por allá.

—Vamos. ¡Qué tonto he sido al figurarme que la lucha contra la tiranía acabaría hoy!

—Lo que hace es comenzar. ¡Vamos!

Corredores obscuros, escaleras de piedra, salones silentes, fríos, sordos como cuevas y, de pronto, la luz, el calor, como de un alto horno llameante, el murmullo loco de la voces, incoherente y vago, como si centenares de papagayos en jaulados charlasen todos a la vez.

Abrieron, por último, una puertecilla, y vieron a sus pies un agujero enorme, lleno de cabezas humanas, alumbrado tan sólo por las lengüecillas rojas de las luces de algunas bujías, que ardían con dificultad en aquella atmósfera pesada. Alguien acababa de hablar. Le aplaudían...

En el fondo del agujero, entre dos bujías, se destaca la faz del Vigésimo. Enjuga el sudor de su frente con el pañuelo, se inclina sobre la mesa y comienza a hablar, balbuciente; lee su primer discurso, que ha escrito para defenderse. Debe de tener un calor horrible. ¡Vamos, Vigésimo! ¡Eres rey! ¡Eleva la voz, trata de ennoblecer la vergüenza de la cuchilla y del verdugo!

Pero no, el pobre imbécil sigue balbuciendo, con su aire grave y trágico.

VIII

Mucha gente asistía a la ejecución del soberano desde los tejados de las casas. Pero ni siquiera en los tejados había bastante sitio para todos los que querían presenciarla, y no pocas personas tuvieron que privarse de ver cómo se ejecuta a los reyes.

Las altas y estrechas casas que, en vez de tejados, tenían aquel día cabellos, parecían vivas. Sus ventanas abiertas semejaban ojos negros. Los campanarios estaban también llenos de gente, aun que desde ellos no se veía nada.

Mirado desde los tejados, el patíbulo parecía un juguete, algo así como un carricoche infantil boca abajo y con las manivelas rotas. No había un torno sino algunas figuras aisladas; más lejos, la multitud compacta constituía un fondo negro; en el que no se podía distinguir nada. Las figuras aisladas parecían desde lo alto hormigas en pie sobre las patitas traseras. Subían lenta y trabajosamente por escalones invisibles, y se agitaban. Resultaba extraño que allí, en el tejado, hubiera hombres ordinarios con la cabeza, la boca y la nariz ordinarias.

Las trompetas hacían un ruido ensordecedor.

Un cochecito negro se aproximó al patíbulo. Durante largo rato no se pudo distinguir nada. Después, un pequeño grupo salió del coche y subió muy lentamente por los escalones invisibles. Poco después se subdividió, se dispersó y quedó de él un solo hombre en mitad del patíbulo.

Los tambores batían. El corazón se encogía de terror. Reinó un silencio súbito.

La figurilla aislada levantó la manecita, la bajó, la levantó de nuevo. Seguramente hablaba algo, pero nada se oía. ¿Qué hablaba?

Los tambores empezaran de nuevo a tronar, esparciendo por todos lados sonidos que desmenuzaban la atmósfera.

Se advirtió un movimiento en lo alto del patíbulo. La figurilla desapareció. Se procedió a la ejecución. Los tambores sonaron; luego, de pronto, enmudecieron. Reinó nuevamente el silencio. En el lugar donde se encontraba momentos antes el Vigésimo apareció una nueva figura con la mano tendida. En la mano se veía algo muy pequeño, claro por un lado, obscuro por el otro; se diría que era una cabeza de alfiler de dos colores diferentes. Era la cabeza del rey. Por fin...

Los que se llevaban el ataúd con el cuerpo y la cabeza reales atropellaban a la gente y lanzaban gritos amenazadores. Se temía que la furia del pueblo no perdonara ni los restos del tirano. Era terrible el pueblo. Dominado por su ancestral miedo de esclavo, no creía todavía en la realidad de lo que acababa de ocurrir, en que la cabeza del omnipotente, del inaccesible soberano hubiera sido cortada por la cuchilla del verdugo. Y la muchedumbre hacía esfuerzos desesperados para abrirse paso hacia el patíbulo, queriendo convencerse: la vista y el oído engañan con frecuencia, y quería tocar con sus propias manos el patíbulo, respirar el olor de la sangre real y mojarse en ella las manos. La gente se pegaba, se estrujaba, se empujaba, gritaba. Algo blando, como un saco de trapos, rodó entre los pies de la turba: era un hombre aplastado. Luego otros, después un tercero, corrieron igual suerte.

Cuando llegó al patíbulo, la gente empezó a arrancar de él, con mano temblorosa, pedacitos de madera, sirviéndose para ello frecuentemente de las uñas y ensangrentándoselas. Algunos se apoderaban ávidamente de trozos demasiado grandes, de vigas enteras; pero les pesaban con exceso, y a los pocos pasos les hacían caer a tierra. Entonces, la multitud cubría al hombre que se debatía en el suelo, y la viga, cual si estuviera viva, ya mostraba uno de sus extremos por encima de la muchedumbre, ya desaparecía. El que encontraba un charquito de sangre no enjugado aún bajo sus pies, mojaba en él el pañuelo, los extremos de sus vestiduras. Algunos se untaban los labios con aquella sangre y se trazaban en la frente signos extraños; querían inaugurar así el nuevo reinado de la libertad.

La muchedumbre estaba como ebria de alegría salvaje. Sin cantar, sin pronunciar palabra, daba vueltas y vueltas en una danza extraña y loca, se agitaba, corría en todas direcciones, haciendo tremolar al viento, a modo de banderas, trapos ensangrentados; se dispersaba por las calles, llenándolas de gritos, de ruido, de risas nerviosas. Se pretendió cantar; pero el canto se le antojó a la multitud demasiado lento, demasiado rítmico, y se puso de nuevo a gritar y a reír.

Luego se dirigió a la asamblea nacional, para darle las gracias por haber librado del tirano a la patria, y en el camino echó a correr detrás de un traidor, que gritó:

—¡El rey ha muerto, viva el rey! ¡Viva el Vigésimo Primero!

Y lo ahorcó.

No pocos de los que seguían amando secreta mente al rey, no pudiendo soportar la idea de que le habían cortado la cabeza, se volvieron locos. Otros, algunos de ellos nada valerosos, se suicidaron. Hasta el último momento habían esperado algo, habían creído que sus oraciones serían oídas por Dios; pero la ejecución los desesperó y se degollaron, unos guardando un silencio sombrío, y otros jurando y blasfemando. Había quienes, bus cando el martirio, afrontaban las iras de la multitud, gritando con todas sus fuerzas:

—¡Viva el Vigésimo Primero!

Y perecían.


El día tocaba a su fin; la noche—solemne y tranquila, porque no tenía ojos para ver—empezaba a tender sus sombras sobre la ciudad.

En la ciudad se habían encendido ya las luces; pero el agua del río se deslizaba bajo el puente, negra como la tinta. Sólo brillaban hacia aquella parte de la ciudad las ventanitas de la torre, tras cuya masa negra moría poco a poco el crepúsculo vespertino. Dos hombres, en pie sobre el puente y de codos en la balaustrada miraban la profundidad misteriosa y obscura del agua.

—¿Crees que hoy se ha inaugurado el reinado de la libertad?—preguntó uno de ellos en voz baja.

—Mira, un cadáver pasa por debajo del puente—dijo el otro, también con voz queda, fijándose en el rostro muerto del cuerpo que flotaba en el río.

—Pasan muchos cadáveres camino del mar, como ése.

—No tengo confianza en la libertad de ese pueblo, que se regocija de tal modo por la ejecución de un rey nulo.

De la ciudad iluminada llegaba, de vez en cuan do, ruido de voces, de risas, de cantos.

La gente se divertía aún.

—¡Hay que matar el poder!—dijo el primer interlocutor.

—Hay que matar a los esclavos; son más peligrosos que los tiranos... He ahí un cadáver, y otro, y otro. ¡Cuántos! ¿De dónde vienen? Aparecen bajo el puente de una manera inesperada.

—Y, sin embargo, los esclavos aman la libertad.

—No, lo que hacen es temer el látigo. El día que amen de veras la libertad, serán libres de veras.

—¡Vámonos de aquí! La vista de los cadáveres me da náuseas.

Decidieron marcharse. En la ciudad resplandecían las luces, y el río parecía aún más negro. De pronto advirtieron algo denso y vago, que se diría nacido al contacto de las tinieblas y la luz. Hacia el Este, a lo lejos, allá donde el río se perdía entre las orillas obscuras y las tinieblas, se agitaban como seres vivientes, alzábase como una humareda, algo enorme, deforme y ciego. Gigantesco e inmóvil, aunque no tenía ojos, miraba; aunque no tenía brazos, los tendía en dirección de la ciudad; aunque no vivía, parecía estar animado.

—Es la niebla, que se levanta sobre el río—dijo el primer interlocutor.

—No, es una nube—dijo el segundo.

Eran las dos cosas: la niebla y una nube.

—¡Se diría que mira!

Miraba, en efecto.

—¡Se diría que escucha!

Escuchaba, en efecto.

—¡Se dirige hacia nosotros!

No; estaba inmóvil. La masa enorme, deforme, ciega, no se movía; en sus contornos fantásticos se reflejaba débilmente el resplandor de las luces de la ciudad.

Abajo, a sus pies, se deslizaba, entre las orillas obscuras, el río negro; las tinieblas se agitaban como seres vivientes. Iban pasando, uno tras otro, conducidos por la corriente, cadáveres que desaparecían en la sombra. Eran innumerables, y avanzaban lentos, taciturnos, como sumidos en reflexiones negras y frías, cual el agua sobre que flotaban.

En lo alto de la torre, de donde habían sacado aquella mañana al soberano para llevarlo al lugar de la ejecución, dormía, bajo el péndulo, con un sueño profundo, el relojero tuerto.

Había pasado el día muy contento, porque todo era quietud en la torre, y había llegado a cantar de alegría. Hasta el anochecer estuvo paseándose con satisfacción por entre las ruedas de la máquina. Examinaba solícito los cables, los rodajes y las palancas; pero evitaba mirar al péndulo, como si estuviera enfadado con él. No obstante, acabó por mirarle y se echó a reir. El péndulo le contestó riendo también. Se balanceaba, regocijadísima, la ancha cara de cobre, y reía:

—Así fué, así será. Así fué, así será.

—¿Verdad?—animábale el relojero del ojo único, desternillándose de risa.

—Así fué, así será. Así fué, así será.

Y, cuando anocheció, el relojero del ojo único se acostó y se durmió con un sueño profundo. Pero el péndulo no dormía y se balanceaba sin cesar sobre la cabeza de su amigo, inspirándole sueños extraños.