Por El Camino Del Mar
Por El Camino Del Mar
ISSN: 0716-1840
lgaravil@udec.cl
Universidad de Concepción
Chile
Este artículo entra en el debate sobre La Araucana a partir de un análisis desde la ex-
periencia del viaje y la metáfora de la vida como navegación, concebidas como un eje
significativo de la obra. La poetización del periplo de Ercilla a América se propone como
un centro irradiador de sugestivas significaciones de La Araucana. Para ello, se vincula La
Araucana con la tradición ideológica sobre el viaje que los autores de la literatura áurea
desarrollaron con profusión desde los tiempos de la conquista, con el fin de entroncar
el poema con la tradición del humanismo cristiano, del erasmismo pacifista y de su
desarrollo en la poesía moralista de su tiempo. El poeta filtró este contexto ideológico
tomando de él aquello que le convino para plantear su particular visión de la Conquis-
ta; una visión que lo convierte en inaugurador de un discurso crítico americano en la
poesía escrita en castellano.
Palabras clave: Alonso de Ercilla, La Araucana, viaje, humanismo cristiano.
ABSTRACT
This article engages in the debate on La Araucana with an analysis of the experience
of travel and the metaphor of life as navigation, both conceived as significant axis of
* Este artículo, versión ampliada de la ponencia que con el título “De Valladolid a Chiloé, el
viaje hacia la otredad de Alonso de Ercilla”, se presentó en el VII Congreso de la AEELH: “El viaje en
la literatura hispanoamericana. El espíritu colombino” (celebrado entre el 19 y el 22 de septiembre
de 2006), se inscribe en el marco del proyecto de investigación “Desarrollo y consolidación de las
investigaciones sobre creación de un corpus textual de recuperaciones del mundo precolombino
y colonial en la literatura hispanoamericana” (MEC/HUM 2005-04177/FILO), desarrollado por
la Unidad de Investigación de la Universidad de Alicante de título homónimo (“Recuperaciones
del mundo…”).
** Dra. en Filología Hispánica (España). Profesora de Literatura Hispanoamericana de la
Universidad de Alicante. E-mail: Eva.Valero@ua.es
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the book. The poetization of Ercilla’s journey to America is proposed as an irradiating
centre of suggestive significances in La Araucana. As a result La Araucana is tied to the
ideological tradition relating to the journey that authors of Golden Age literature de-
veloped abundantly from the times of the Conquest with the purpose of establishing
a connection between La Araucana and the Christian humanism tradition and pacifist
Erasmism, and their development in the moralist poetry of the time. The poet filtered
this ideological context taking from it all that interested him in order to present his
particular view of the Conquest; a vision that establishes him as the founder of a critical
American discourse in poetry written in Castilian.
Keywords: Alonso de Ercilla, La Araucana, journey, Christian humanism.
Recibido: 06.09.2007. Aprobado: 12.09.2008.
P
LANTEAR un nuevo acercamiento a La Araucana de Alonso de Ercilla
implica enfrentarse a la inmensa bibliografía que a lo largo de la his-
toria se ha ocupado de la obra y que, para mayor dificultad, ha ali-
mentado la controversia sobre la ideología del poeta, sobre su visión del
otro y sobre su punto de vista frente al proceso de la conquista. Unos han
visto al poeta instalado en el orden imperial, otros al enemigo acérrimo de
los conquistadores y al defensor de los indígenas, y otros han planteado
reveladores matices a ambas posturas antagónicas. No cabe duda que, de-
pendiendo de los versos en los que se quiera poner el énfasis, La Araucana
tiene la peculiaridad de facilitar esa diversidad de lecturas y de conseguir que
todas ellas puedan ser de uno u otro modo defendibles. Pero para continuar
insistiendo en este debate, y no caer en cierto cansancio crítico, tal vez sea
necesaria la propuesta de nuevos puntos de enfoque, de modo que podamos
seguir discutiendo sobre la conflictividad que rodea y define el poema de
Ercilla y que lo convierte en uno de los textos más sugestivos de la literatura
de la conquista de América.
La propuesta de estas páginas parte así de un nuevo ángulo de visión para
entrar en el debate, consistente en un análisis desde la experiencia del viaje
y la metáfora de la vida como navegación, concebidas como un eje estruc-
turador esencial de la obra. Partiendo de esta premisa inicial mi relectura se
sustenta, fundamentalmente, en la vinculación del célebre poema de Ercilla
con la tradición ideológica sobre el viaje que los autores de la literatura áurea
desarrollaron con profusión desde los tiempos de la conquista. Comencemos,
por tanto, situando este contexto literario desde sus orígenes.
El viaje en barco asociado a la codicia, a la necedad o a la locura tiene
una larga tradición en la cultura occidental, desde la antigüedad clásica, con
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el símbolo principal de la nave de Ulises en la isla de Circe, pasando por
los filósofos que rechazaron el mar, como Diógenes Laercio en el siglo III,
hasta llegar a la baja Edad Media y el Renacimiento, cuando los humanistas
europeos retomaron el tópico por su potencial didáctico y moralizador. Así,
por ejemplo, contamos con obras clásicas como La nave de los necios del
alemán Sebastián Brant, de 1494; obras pictóricas como La nave de los locos
del Bosco –1490 y 1500–; y en el ámbito español con obras como el Libro de
los inventores del arte de marear (1539) de fray Antonio de Guevara, quien
al reelaborar dicho tópico lo introdujo en la literatura española de los Siglos
de Oro, en la que se acumulan los textos contrarios a las navegaciones y, por
añadidura, a las violentas empresas expansionistas. La asociación referida
entre el viaje en barco y la codicia es muy clara en palabras de Guevara: “A
mi parecer sobra de codicia y falta de cordura inventaron el arte de navegar
[...] todos los animales huyen no por más de por huir la muerte, sólo el
hombre navega en muy gran perjuicio de su vida” (1984: 325). El mar era,
entonces, el símbolo principal de la soberbia y la ambición del hombre, y
la navegación el ejemplo paradigmático de una concepción antiestoica del
mundo, por lo que suponía la locura de arriesgar la vida en el mar en busca
de riquezas ajenas y de prosperidades inciertas.
A partir del siglo XVI esta tradición se desarrolló en una corriente ideo-
lógica del humanismo que se mostró contraria al espíritu mercantilista y
al expansionismo violento, en consonancia con el erasmismo pacifista y el
humanismo cristiano. Y si históricamente el espíritu codicioso había tenido
en el viaje en barco su aliado principal, después de 1492 esa alianza entre
la codicia y la navegación se asoció de inmediato a las Indias españolas,
convertidas en el espacio de una utopía que se construía en el imaginario
europeo con una visión materialista desde los primeros testimonios escritos
sobre el Nuevo Mundo. Jauja, Potosí o el Perú se convirtieron en el Dorado
de la fábula que alimentaría la imaginación de una población exhausta de
penurias en la España en crisis de finales del siglo XVI, desesperada ante el
hambre, las guerras y las enfermedades; una población que vislumbró en
el viaje a América el sueño de la riqueza y las maravillas de Ultramar. Pero
esta promesa de fortunas inimaginables derivaría con el tiempo en una
imagen peyorativa de las Indias asociadas a la codicia de sus colonizadores
y al prototipo del indiano avariento que la literatura española de los siglos
de Oro construyó en repetidas ocasiones1 .
Contra ese espíritu codicioso que el descubrimiento de las Indias redi-
mensionó en el ambiente español de la época se alzaron los defensores del
ideario antimercantilista, que crearon una corriente de literatura moral crítica
1
Pensemos, por ejemplo, en Carrizales, El celoso extremeño de Cervantes, o en don Bela, de
La Dorotea de Lope de Vega, como dos de los personajes más emblemáticos de esta figura en la
literatura áurea.
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con las navegaciones, la expansión y la codicia2. Esta corriente provenía del
humanismo del siglo XV, cuya profunda raigambre cristiana produjo una
literatura espiritual de contenido moral en la que afloraba la influencia de
Séneca y de toda la tradición del Beatus ille (Virgilio, Horacio). Refundida
después de diferentes modos por el humanismo italiano (Petrarca) y por el
humanismo castellano, un ejemplo principal de dicha tradición lo encon-
tramos en la famosa obra del citado moralista fray Antonio de Guevara,
Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de 1539. Entroncando con el
humanismo cristiano, esta obra vino a inaugurar en la literatura castellana
del renacimiento la tradición de la aldea utópica frente a la vida artificial
y corrupta de la corte, sede del vicio, el engaño y la ambición; tema que
reelaboró en su mencionado Libro de los inventores del arte de marear, en
el que el engaño del mundo se reproduce en el mar, y la corrupción de la
corte, en las galeras3.
El arte de marear, o de navegar, se ofrecía así al lector de la época como
locura del hombre. De modo que el camino hacia la mar, y en consecuencia
la ruta hacia la exploración y explotación del nuevo continente, se cargó en
la literatura española con la connotación de la locura e, inmediatamente,
con la de la avaricia.
Ante tal panorama histórico, cultural y literario, cabe preguntarse qué lugar
podría ocupar Alonso de Ercilla y su Araucana en este contexto que no olvi-
demos es el de su propia tradición. Lógicamente, Ercilla se formó en el clima
cultural que he trazado, y dio buenas muestras de haberlo absorbido cuando
2
Véase el libro de Héctor Brioso Santos, Cervantes y América (2006). En el Capítulo I (“La
literatura del Siglo de Oro español ante las Indias”) realiza un minucioso análisis de la presencia
y la significación de las Indias en la literatura española del período áureo.
3
“Ni miento ni me arrepiento de lo que digo, y es que si no hubiese en los corazones de los
hombres codicia no habría sobre los mares flota, porque ésta es la que les altera los corazones,
los saca de sus casas, les da vanas esperanzas, les pone nuevas fuerzas, los destierra de sus patrias,
les hace torres de viento, los priva de su quietud, los aleja de su juicio, y los lleva vendidos a la
mar, y aun los hace mil pedazos en las rocas” (Guevara, 1984: 325-326). Posteriormente, no fue
otro el espíritu que movió a autores como Quevedo cuando, en Los sueños, clamaba contra los
mercaderes genoveses haciendo referencia a las Indias españolas (cf. Quevedo, 1991: 160-161); o
el de Fray Luis cuando, resucitando una tradición literaria del mundo antiguo, utilizó el motivo
mitológico de las naves como leños malditos que transmiten la plaga de la codicia; o el de Lope
cuando en El peregrino en su patria convirtió al demonio en piloto explorador de las Indias: “Soy
un piloto profundo/ Magallanes del Estrecho/ de los deleites del mundo,/ y en las Indias del
provecho/ un Drake, dragón segundo” (2001: 124); o cuando, siguiendo la moda inaugurada por
Guevara, escribió: “Los poetas encarecen/ el arte de navegar,/ más culpan al que en la mar/ puso
la tabla primera;/ porque saben que no fuera/ otra cosa poderosa/ a hazaña tan peligrosa/ sino las
manzanas de oro” (2001: 280).
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comprobamos que uno de los temas predominantes, incluso obsesivos de La
Araucana, es la dura crítica a la codicia de los conquistadores. Pero, al mismo
tiempo, su figura acusa una cierta distancia con dicha tradición cultural y
literaria, en lo que se refiere al afán de viajes y aventuras.
Aclaremos primero, por tanto, que la diferencia de Ercilla con los autores
mencionados estriba en un hecho esencial, y es que la corriente a la que me
he referido, al posicionarse –como ha señalado Héctor Brioso– no sólo en
contra de las navegaciones y la codicia, sino también de los descubrimien-
tos, hizo “alusión más o menos clara a las Indias como centro de gravedad
de los aventureros y buscavidas” (2006: 83). Ante este posicionamiento que
amalgama varias cuestiones en una misma visión crítica, la vida y la obra de
Ercilla nos muestra al poeta que asumió alguna de esas censuras (la crítica
a la codicia de los viajeros a Indias), y al hombre que sin embargo decidió
vivir plenamente otras de las opciones vitales que dicha amalgama conde-
naba. De hecho, Ercilla fue el gran aventurero que, asumiendo la figura del
clásico poeta soldado, conjugó la crítica de la tradición moralista al espíritu
avariento con el anhelo descubridor de nuevas tierras y culturas, entre las
que ocupan un lugar privilegiado las Indias de Occidente. Desde este punto
de vista, podemos considerar la obra de Ercilla como una manifestación
más de esta tradición de los siglos de Oro, pero estableciendo su distancia
con respecto a la misma porque, ante todo, el poeta fue durante toda su vida
un gran viajero, y su periplo a América fue trascendental desde su regreso a
España hasta su fallecimiento. Así se deduce de la bellísima biografía escrita
por el bibliógrafo chileno José Toribio Medina con el título Vida de Ercilla,
que apareció como segundo tomo de la más completa edición de La Araucana
en los comienzos del siglo XX: la “edición del Centenario” publicada en cinco
tomos por el propio Medina entre 1910 y 1918 en Santiago de Chile para
conmemorar los cien años de la Independencia. En dicha biografía, Medina
perfiló a Ercilla como gran viajero:
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A. de Ercilla
conquistado;/ climas pasé, mudé constelaciones,/ golfos innavegables na-
vegando,/ extendiendo, señor, vuestra corona /hasta la casi austral frígida
zona!” (970)4 .
Aunque se trate de datos biográficos sobradamente conocidos, recorde-
mos brevemente algunos de ellos para situar la idea del viaje como punto
de partida. Nacido en Madrid en 1533 –desde niño paje del príncipe Feli-
pe– Ercilla realizó el viaje que le dirigiría hacia América en 1554. El destino
era Inglaterra y la misión era acompañar al príncipe para casarse con la
reina María. El séquito partió de Valladolid y sería en Londres donde, según
Medina, el joven Ercilla tendría noticias de los acontecimientos de la guerra
en Chile contra los araucanos, relatados por el propio Jerónimo de Alderete,
quien había sido nombrado por Felipe II sucesor de Valdivia para la conquista
de Arauco. El afán de viajes y aventuras que movió siempre los pasos del
poeta le conduciría a América en 1555, llegando a la Ciudad de los Reyes,
junto con el nuevo virrey del Perú, Andrés Hurtado de Mendoza, en junio
de 1556. Al año siguiente marcharía hacia el sur con el hijo del virrey, García
Hurtado de Mendoza, para proseguir la conquista emprendida por Almagro
y continuada por Valdivia hasta su muerte en manos de los araucanos. Es
de suponer que comenzó entonces a pergeñarse La Araucana como diario
de guerra escrito en el lugar y el tiempo de la acción para completarse y
modificarse a lo largo de toda su vida5, desde su regreso a España en el año
1563 hasta su muerte en 1594.
Concebido el proyecto de relatar la guerra de Arauco para cantar las
glorias de los españoles en este remoto lugar del mundo –tal y como expresa
en el prólogo–, cabe pensar que fue allí donde el poeta viviría un proceso de
enajenación con respecto al orden de guerra imperante. Como se desprende
de tantos versos de La Araucana, Ercilla vio en sus compañeros de campaña
una evidente degradación de valores que borraba, en la crueldad de algunas
de sus acciones y en su espíritu avariento, los nobles ideales que desde su
punto de vista deberían conducir la Conquista de América. En este sentido,
al abordar el largo proceso de composición del poema que recorre toda la
vida del poeta, una buena parte de la crítica apunta que el regreso de Ercilla
a España y a su posición de cortesano, y por tanto la necesidad de reingresar
a su mundo y de mantener el favor del rey, debió de cambiar la dirección
ideológica del poema hacia la exaltación del orden imperial.
En parte, esta lectura de La Araucana se basa en las inserciones realizadas
por Ercilla de historias de guerra que rompen la unidad de acción (la gue-
rra de Arauco), tales como las batallas de San Quintín, Lepanto y Portugal,
4
Cito siempre a partir de la edición de La Araucana realizada por Isaías Lerner (1998), con-
signando la página entre paréntesis.
5
Véase el capítulo de Marcos A. Morínigo “Sobre la composición de La Araucana”, en la In-
troducción a su edición de La Araucana (1983): 41-61.
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donde aparece el discurso exaltador de la España imperial. Otras lecturas,
sin embargo, como la de Ramona Lagos (1989) o Gilberto Triviños (1996),
plantean que Ercilla se instala con placer en estos espacios de guerra “pues
percibe en ellos los principios cristianos ausentes en la guerra de Arauco”
(Lagos, 1989: 36). Es decir, que Ercilla intercalaría estos episodios para en-
grandecer a la España que él quería: la de los tradicionales valores del honor,
el valor, la caridad, en definitiva, la España que no encontró en el escenario
americano. De modo que esa intercalación serviría por tanto, también,
como mecanismo de crítica hacia aquella guerra de conquista en la que vio
desvanecerse los principios cristianos.
Esta interpretación sustenta la idea de la que hemos partido: la adscrip-
ción de Ercilla al humanismo cristiano –que da vida a la literatura moralista
aludida–, desde la cual resulta perfectamente explicable la tan discutida
contradicción interna de este poema que engrandece al bando contrario y,
al mismo tiempo, configura el supuesto discurso poético imperial de España.
En cualquier caso, en principio lo que parece indudable es que la yuxtapo-
sición de la parte autobiográfica escrita en Chile y Perú con las adiciones
posteriores referentes a las glorias militares del Imperio es, en buena medida,
la generadora de esas contradicciones sobre la visión de la conquista que re-
corren el poema y que incansablemente la crítica ha tratado de desentrañar.
Por ello, La Araucana parece construirse sobre un doble discurso, de modo
que en el seno del discurso glorificador del Imperio y de su rey Felipe II –a
quien recordemos que Ercilla dedica la obra– surge, solapado, un discurso
crítico con respecto tanto a la codicia como a los modos de hacer la guerra
utilizados por los españoles, cuando éstos se encarnizaban innecesariamente
con los enemigos derrotados.
Tengamos en cuenta, además, que con esta doble crítica Ercilla se estaba
inscribiendo en dos tradiciones ideológicas. Por un lado, en la tradición
lascasiana: como ha visto José Durand, entre otros críticos6, “la actitud
fundamental de honrar a unos héroes bárbaros se nutre en los grandes
debates lascasianos sobre la dignidad humana de esos indios y la justicia de
esas guerras” (1978: 369)7. En este sentido, la afirmación de la influencia de
Las Casas en La Araucana puede realizarse sin titubeos cuando leemos, por
ejemplo, los siguientes versos, en los que Ercilla da un paso definitivo al poner
en boca de un araucano, Galvarino, la idea cardinal del dominico:
6
Véase los artículos de Wiliam Mejías López, “La relación ideológica de Alonso de Ercilla
con Francisco de Vitoria y fray Bartolomé de las Casas” (1995), y Ciriaco Pérez Bustamante, “El
lascasismo en La Araucana” (1952).
7
En relación a los sentimientos lascasianos de Ercilla, Marcos A. Morínigo llama la atención
sobre un detalle relevante, y es que Ercilla llegó en 1551 a Valladolid, tras uno de sus múltiples viajes,
“cuando todavía estaba el aire cargado de las pasiones suscitadas por las discusiones entre Sepúlveda
y Las Casas sobre la justicia de la guerra contra los indios”, apuntando que esas discusiones de Valla-
dolid, que habían comenzado en 1550 y se habían prolongado hasta mayo de 1551, podrían estar en
“el origen de la actitud de Ercilla hacia los indios y su juicio sobre la Conquista”. (1983: 7-8).
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que la ocasión que aquí los ha traído
por mares y por tierras tan estrañas
es el oro goloso que se encierra
en las fértiles venas de esta tierra.
Y es un color, es una apariencia vana
querer mostrar que el principal intento
fue estender la religión cristiana,
siendo el puro interés su fundamento;
su pretensión de la codicia mana,
que todo lo demás es fingimiento,
pues los vemos que son más que otras gentes
adúlteros, ladrones, insolentes (629).
8
“El mayor proceso mitificador de los discursos que narran la conquista de Chile por hombres
que son más que hombres es precisamente la (auto)ficcionalización transfiguradora de Valdivia
en varón superior cuyo interés principal es servir a Dios y al Rey, no buscar oro, agonizando por
ello, para comprar mayorazgos” (Gilberto Triviños, 1996: 7).
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Más allá del sujeto al que iba dirigida la crítica, ésta no era sino el re-
flejo del clima ideológico en el que Ercilla se había educado: la atmósfera
del pensamiento pacifista de Erasmo que se filtraba en las más diversas
manifestaciones. El autor de La Araucana es un claro exponente de esas
manifestaciones cuando lanza su ataque personal a la codicia del gobernante
(Cfr. Lerner 1984: 266). Sobre esta crítica a Valdivia, es interesante recordar
la interpretación de José Durand, quien en su artículo “El chapetón Ercilla
y la honra araucana” plantea esta animadversión del poeta al conquistador
como el reflejo de un conflicto de intereses en el territorio de la conquista9.
La rivalidad entre las huestes de Valdivia y las de García Hurtado de Men-
doza pone en primer plano un escenario en el que América se iba dibujando
progresivamente como el retrato con que Cervantes dejó impresa su más
reveladora instantánea del mundo colonial en la conocidísima sentencia del
Celoso extremeño: “las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España,
iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los
jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de
mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos”
(Obras: 746).
Por otra parte, es preciso tener en cuenta que ante los profundos cambios
de orden social y económico que se produjeron en el período histórico en el
que transcurrió la vida de Ercilla –y por tanto en el que se escribió y publicó
La Araucana en sus tres partes: 1569, 1578, 1589-1590–, el poeta que creyó
encarnar la imagen cada vez más olvidada del héroe conquistador, y también
del caballero cristiano –siempre piadoso y compasivo con el enemigo–, no
podía sino enjuiciar ese torcimiento del recto camino que vio con sus pro-
pios ojos en la guerra de la Araucanía. Y, desde esta posición, lógicamente la
parte autobiográfica escrita en su tiempo americano –el “diario poético de
la guerra contra los araucanos” al que se refiere Morínigo (1983: 42)– con-
tiene en mayor grado ese discurso crítico que se solapa al discurso oficial,
aunque una buena parte de la crítica cuestione que Ercilla quisiera censurar
la conquista o a sus protagonistas.
En todo caso, la discusión sobre el calado de esa censura no puede soslayar
las duras críticas lanzadas por Ercilla sobre los conquistadores. Todo ello nos
9
“La hueste chapetona (es decir, el recién llegado frente al indiano antiguo) de don García, el
hijo del virrey del Perú, hueste llena de hombres nobles, debió de tener en poco a sus antecesores.
La lucha de intereses sociales y económicos era allí decisiva, pero no lo era todo, particularmente en
regiones donde aún quedaban tierras por repartir. Había a las claras también una rivalidad natural,
propia del que se siente del país, el dueño, frente al intruso arrogante, y más si éste llegaba como
socorro militar en plena rota. Esa rivalidad estallaba en los celos de honra entre los conquistadores
antiguos y sus recientes salvadores. ¿Qué papel tenían, al fin, esos soldados de don García, si su
predecesor Valdivia hubiese sido un gran héroe? ¿Qué conquistaban ellos, si el conquistador fue
don Pedro? ¿E iba Ercilla a glorificar a Valdivia y a los de éste, cuando los conoció en su momento
de máxima humillación?” (Durand, 1964: 116-117).
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sitúa irremediablemente en la encrucijada consubstancial a La Araucana: la
visión de Ercilla instalado en el orden imperial frente a la del poeta crítico
con el mismo. Pero para salir de esta encrucijada tal vez sea indispensable
deshacer esta polarización y observar en la crítica de La Araucana al proceso
de la Conquista, la dimensión ideológica de esa crítica y, sobre todo, el objeto
al que va dirigida. Para ello quiero insistir ahora en el discurso crítico que
se encuentra en la parte autobiográfica escrita supuestamente en el espacio
de la guerra y, en concreto, en el último episodio de esa parte. El periplo allí
relatado resulta idóneo para plantear una reflexión sobre el poeta que se
(auto)ficcionaliza como el prototipo del caballero cristiano en el que es el
viaje más fascinante de La Araucana.
10
Puntualicemos este hecho con la información aportada por José Durand en su artículo “La
Araucana en sus 35 cantos originales”: “Existen ejemplares de la primera edición de la parte tercera,
1589, en ambos formatos, en 4º y en 8º con 21 hojas trufadas, por las cuales se llega exactamente
al texto póstumo de 1597. […] pienso que nada prueba que tales injertos se hicieran en vida del
poeta” (1978: 293).
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parte de La Araucana (motivo de la queja que expresa en el último canto
escrito a manera de testamento vital11). Por ello, es de suponer que ante la
necesidad de mantener su reputación a salvo y de no empeorar su relación
con el monarca, no le convendría publicar la narración de esta expedición
en la que, de acuerdo con la opinión de Beatriz Pastor, se “consuma la crítica
definitiva de la Conquista” (1983: 540). Ante la rotundidad de estas palabras
de Pastor, cabe preguntarse, como apuntaba más arriba, la dimensión y el
objeto concreto de esa crítica, para poder matizar su propuesta. Comence-
mos recordando que Pastor llega a esta conclusión partiendo de la imagen
de la América precolombina que aparece representada en esta expedición,
en la que se condensa el desarrollo de todo el siglo de la conquista america-
na, en un momento en el que este proceso está llegando ya a su fin (Pastor,
1983: 540). En la poetización de este viaje hacia tierras desconocidas, Ercilla
sustituye la historia de guerra por una nueva versión del descubrimiento,
para autorrepresentarse como un nuevo Colón que encuentra “otro nuevo
mundo”: la América precolombina otra vez edénica y utópica reservada
a esta expedición por la providencia. Tras un viaje lleno de sufrimientos
atravesando una naturaleza inhóspita, aparece, tras las montañas, un lugar
paradisíaco: los archipiélagos del sur de Chile. En este momento Ercilla ya
no es el soldado conquistador sino que se construye a sí mismo como el
perfecto descubridor; su meta no es material sino ideal, y desde su idealismo
la cualidad paradisíaca del lugar va ligada no sólo a las maravillas naturales
que la conforman sino, sobre todo, a la bondad natural de sus gentes: “Estaba
retirada en esta parte/ de todas nuestras tierras excluida/ que la falsa cautela
engaño y arte/ aún nunca habían hallado allí acogida” (543).
Ercilla nos da a entender con estos versos que el aislamiento de ese lugar
recóndito con respecto a “nuestras tierras” (es decir, a los nuevos dominios
de los españoles en América) había permitido a sus habitantes mantenerse
en un estado de bondad natural frente al engaño y la falsedad importada por
los españoles. De este modo, la realidad americana le estaba proporcionando
una temática novedosa para continuar rescribiendo la línea de la tradición
moralista de la literatura de su tiempo, enfrentada en su caso a la corrupción
que ostentaban algunos de sus compatriotas en América.
Es en este sentido que el relato contiene una de las claves fundamentales
para interpretar la filosofía moral de Ercilla en su visión de América. Y es
que la crítica inicial a la codicia de algunos conquistadores como Valdivia
tiene su momento culminante en este episodio en el que el viaje hacia el
sur, hasta Chiloé, le sirve para expresar y reelaborar uno de los tópicos
principales de la literatura española del Siglo de Oro: el recurrente motivo
11
Sobre la relación de Ercilla con Felipe II y el famoso “disfavor cobarde” con que el rey obsta-
culizó la carrera del poeta, véase en la Vida de Ercilla de José Toribio Medina, el capítulo “El alma
de Ercilla” (1916: 160-170).
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del menosprecio de corte y alabanza de aldea de la literatura áurea. Resulta
interesante establecer el paralelismo para observar cómo la visión literaria
sobre la corrupción que en España generaban sus centros urbanos frente a
las virtudes que el campo y la aldea salvaguardaban de su pernicioso influjo,
tiene en este canto su correlato poético americano. Pero aquí los portadores
de esa codicia son los españoles que, con su avaricia, corrompen este espacio
pintado por la pluma de Ercilla con los tintes del locus amoenus y del beatus
ille, equivalente a la aldea utópica creada por Guevara en su citada obra
Menosprecio de corte y alabanza de aldea, como lugar material y espiritual
que invita al hombre a renunciar a las riquezas y las vanidades y a gozar de
los privilegios materiales de la naturaleza: “La sincera bondad y la caricia/
de la sencilla gente destas tierras/ daban bien a entender que la codicia/ aún
no había penetrado en aquellas sierras;/ ni la maldad, el robo y la injusticia/
(alimento ordinario de las guerras)/ entrada en esta parte habían hallado/
ni la ley natural inficionado” (937-938).
De manera muy contundente, en este viaje se hace así explícito el efecto
corruptor y destructor de la Conquista, desde el momento en que los es-
pañoles llegan y liquidan la armonía reinante en este lugar que simboliza
la América precolombina: “Pero luego nosotros, destruyendo / todo lo que
tocamos de pasada, / con la usada insolencia el paso abriendo / les dimos
lugar ancho y ancha entrada; / y la antigua costumbre corrompiendo, / de
los nuevos insultos estragada, / plantó aquí la codicia su estandarte / con
más seguridad que en otra parte” (938).
Respondiendo a la cuestión planteada por Morínigo sobre los motivos
que llevarían a Ercilla a suprimir este relato de las ediciones dadas por él
a la imprenta, creo que llegados a este punto puede proponerse una causa
justificada: el poeta sería consciente del calibre que adquiría en la obra
su denuncia hacia determinados aspectos de la conquista. Ahora bien, es
importante que deslindemos el objeto de esta crítica, que no va dirigida al
proyecto de la empresa imperial ultramarina sino a los modos deshonrosos
con que se estaba llevando a cabo y, por tanto, a la dimensión ignominiosa
que esa conquista había adquirido. En suma, Ercilla no estaría cuestionando
ni condenando la conquista como empresa sino la esencia antihumana con
la que se estaban aplicando sus mecanismos. Por ello, el poeta vería la pro-
blemática interna que esa carga crítica generaba en el conjunto del poema;
es decir, la contrariedad que podría suponer con respecto a la exaltación
del imperialismo realizada en otros cantos. De hecho, como es bien sabido,
Ercilla hace explícita esa conciencia de la contradicción esencial de su poema
en el siguiente y último canto, el XXXVII: “Algún curioso dirá que aquí y allí
me contradigo” (958). Y, además, ya había dado buenas muestras de ella con
anterioridad, por ejemplo en los famosos versos que cierran el canto XXXI
en los que muestra su conciencia desgarrada ante la conquista de Chile: “Si
del asalto y ocasión me alejo,/ dentro della y del fuerte estoy metido;/ si en
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este punto y término lo dejo,/ hago y cumplo muy mal lo prometido;/ así
dudoso el ánimo y perplejo,/ destos justos contrarios combatido,/ lo dejo al
otro canto reservado,/ que de consejo estoy necesitado” (838).
El relato del viaje al sur le sirve, por tanto, para entroncar plenamente
con la tradición del humanismo cristiano, del erasmismo pacifista, y de su
desarrollo en la poesía moralista de su época, que además cargaba sobre los
colonos el peso peyorativo del afán desmesurado de riquezas. Pero, como
adelantaba más arriba, lo que al mismo tiempo separa a Ercilla de dicha
tradición estriba precisamente en el viaje mismo, es decir, en el hecho de
que el poeta pisó y admiró el Nuevo Mundo que aquellos autores, desde la
distancia, tan sólo podían asociar con el envilecimiento de los nuevos tiem-
pos, lo que les conducía a condenar a las Indias de Occidente como una de
las causas de esa desviación de las costumbres y de los tradicionales valores
hispánicos. Así lo expresó fray Antonio de Guevara cuando escribió:
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suma, podemos decir que Ercilla se instala en la tradición moralista pero la
reformula desde un punto de vista americano, produciendo así en la poesía
el primer discurso crítico sobre la conquista, para el cual la experiencia del
viaje al Nuevo Mundo es trascendental.
Pero hay además un segundo aspecto más nítido, si cabe, en lo referen-
te a la relación de Ercilla con esta tradición literaria y con esta atmósfera
espiritual del humanismo cristiano. Y es que, como ya he apuntado, dicha
corriente moralista no solamente construyó una protesta literaria contra
la ambición, sino que además entroncó esta crítica con una censura a las
navegaciones y la locura del ser humano que ellas encierran. Por contra,
también he resaltado que La vida de Ercilla escrita por José Toribio Medina
nos descubre a un Ercilla ávido de viajes y aventuras. Y ningún episodio es
más idóneo que el de la expedición al sur para descubrir a este Ercilla que,
en el penoso viaje en busca del Estrecho de Magallanes (precisamente una
de las obsesiones del conquistador, Pedro de Valdivia, en sus Cartas12), hace
reaparecer el discurso utópico del descubrimiento: “Íbamos sin cuidar de
bastimentos/ por cumbres, valles hondos, cordilleras,/ fabricando en los
llenos pensamientos,/ máquinas levantadas y quimeras” (924), para (auto)
ficcionalizarse como valeroso aventurero afanado siempre en “poner el pie
más adelante”.
El relato lo ratifica: tras llegar a unas islas con algunos compañeros y
encontrar en la siguiente jornada un ancho canal cuya velocidad ponía a
riesgo sus vidas, sabiendo que era locura decide finalmente cruzarlo y logra
desembarcar en otra de las islas del archipiélago. Allí cuenta haber grabado
en un árbol los famosos versos en los que se erige como el héroe que llegó
por primera vez a aquellas tierras: “Aquí llegó, donde otro no ha llegado/
Don Alonso de Ercilla, que el primero...” (942-943). Además, en los versos
inmediatamente precedentes Ercilla había hecho explícito su espíritu curioso
y aventurero: “Yo, que fui siempre amigo e inclinado/ a inquirir y saber lo
no sabido” (939), e incluso había expresado su conciencia de la locura que
implicaba esta navegación y su ímpetu descubridor:
12
Encontrar el Estrecho de Magallanes suponía hallar una vía para la conexión directa con
España y por tanto para independizar la gobernación de Chile del virreinato del Perú.
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volviendo atravesar la furiosa agua.
Pero yo por cumplir el apetito
que era poner el pie más adelante,
fingiendo que marcaba aquel distrito,
cosa al descubridor siempre importante,
corrí una media milla... (942)
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A MODO DE CONCLUSIÓN: LA METÁFORA DE LA VIDA
COMO NAVEGACIÓN
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épico de la guerra de Arauco –creado por Valdivia y otros cronistas como
Jerónimo de Vivar– para mostrar la verdad trágica escondida por el mito13 :
“La mucha sangre derramada ha sido/ (si mi juicio y parecer no yerra)/ la
que de todo en todo ha destruido/ el esperado fruto desta tierra;/ pues con
modo inhumano han excedido/ de las leyes y términos de guerra,/ haciendo
en las entradas y conquistas/ crueldades inormes nunca vistas” (840).
Sin entrar en estas páginas en el aspecto fundamental de la visión del otro,
lo que he pretendido poner de relieve es que la visión ercillesca de América,
de su conquista y de sus protagonistas tiene en el fenómeno del viaje, vital y
literario, un eje cuando menos interesante y significativo. Sobre todo porque
el viaje hacia la otredad americana nos descubre al moralista que fue Ercilla
y, al mismo tiempo, al aventurero que nuevamente engarzó el viaje con la
locura heroica que presidió su vida. Tal fue la fascinación de Ercilla por el
viaje, que hacia el final de La Araucana utiliza repetidamente la imagen de
la nave como símbolo de su vida y de su obra, motivo que merece especial
atención para concluir.
Al igual que el tópico del barco cargado de necios, locos o avaros con
el que he dado comienzo a este artículo, la metáfora de la vida como na-
vegación también provenía, como es bien sabido, de la antigüedad clásica.
Así la encontramos, por ejemplo, en Marco Aurelio: “Venlo agora en que
después de sesenta y dos años que he navegado por el piélago desta vida,
agora me mandan desembarcar y tomar tierra en la sepultura” (Relox, 1611,
310). Ercilla también retoma este tópico y en el canto XXXVI, tras relatar su
regreso de Chile a España y los viajes que le esperaban en el Viejo Mundo
(“vine a España,/ donde no mucho tiempo detenido,/ corrí la Francia, Italia
y Alemaña,/ a Silesia, y Moravia hasta Posonia,/ ciudad, sobre el Danubio,
de Panoia” (946)) construye el símbolo de la nave que podemos interpretar
como la vida o la obra del autor, incluso como ambas cosas juntas: “ayudado
de vos, espero cierto/ llegar con mi cansada nave al puerto” (948). Pero el
famoso “disfavor” de Felipe II hacia Ercilla tras aquella misión de la que el
monarca pareció no quedar satisfecho, derivó en el lamento último con que
se cierra La Araucana: “el disfavor cobarde que me tiene/ arrinconado en
la miseria suma,/ me suspende la mano y la detiene/ haciéndome que pare
aquí la pluma” (972).
Con la miseria no aludía Ercilla a su situación económica. Se refería, a
buen seguro, a la pérdida del favor del rey, a quien había servido desde su
13
Gilberto Triviños da la clave para interpretar este sentido profundo de La Araucana: “El
poeta deseoso de ‘inquirir y saber lo no sabido’ excede al historiador precisamente porque la verdad
encontrada en el suelo de América, ‘por más que afirmen que es subida al cielo’, por más que se
diga que fue encontrada en la Crónica, le permite explorar en toda su profundidad el significado
de la conquista con fines coloniales, plasmar el llamado sentido oculto, clandestino (‘pues a vos va
dirigido / …debe de llevar algo escondido’), de la epopeya que reelabora en clave trágica el mito
de Arauco fundado por Valdivia y Vivar” (1996: 24-25).
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niñez. Y ya sea como expresión de lamento por este hecho, ya como manifes-
tación de la conciencia atormentada que deriva en el llanto final de su gran
obra, Ercilla termina construyendo la imagen de un barco o nave a la deriva
que es su vida y es su obra. A tal punto llegó la fusión entre ambas, que el
poeta concluye sus versos y sus días en la zozobra del barco que le desvía
del destino anhelado: “hallo que mi cansado barco arriba/ y de la adversa
fortuna contrastado/ lejos del fin y puerto deseado” (972), para expresar,
finalmente, la incertidumbre del fin en la imagen arquetípica del viaje en
barco hacia la muerte: “no puede andar muy lejos ya mi nave,/ y el tímido y
dudoso paradero/ el más sabio piloto no le sabe” (942). La nave de su vida
se detuvo en 1594, pero la nave de su obra le condujo, a través de los siglos, a
alcanzar un destacado lugar en el parnaso español de los Siglos de Oro y, con
el paso del tiempo, un título mucho más prominente: el de autor de la gran
epopeya nacional de Chile –que mejor debiera considerarse, de acuerdo con
Gilberto Triviños, la tragedia originaria de la nación14 – y, en consecuencia,
el de fundador de la literatura y de la identidad chilenas15.
REFERENCIAS
14
“No es la guerra bella lo que está en el nacimiento de Chile. Es otra cosa: no la epopeya sino
la tragedia. No el canto sino el llanto. No la vida sino la muerte. No la voz serena del otro devenido
en prójimo, sino la ‘atrevida voz’ del otro inasimilable” (Triviños 2003).
15
Incluso Marcelino Menéndez Pelayo situó a Ercilla en este lugar de la historia de la literatura
escrita en español en su Historia de la poesía hispanoamericana: “No hay literatura en el mundo que
tenga tan noble principio como la de Chile, la cual empieza nada menos que con La Araucana, obra
de ingenio español, ciertamente, pero tan ligada con el suelo que su autor pisó como conquistador,
y con las gentes que allí venció, admiró y compadeció a un tiempo, que sería grave omisión dejar
de saludar de paso la grave figura de Ercilla...” (1948: 219).
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30
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_____. 2003. “Revisitando la literatura chilena”. Atenea, 487. URL: <http://www.
scielo.cl/scielo.php?pid=S0718-04622003048700009&script= sci_arttext>
[Consulta: 16.11.07].
Vega Carpio, Lope de. 2001. El peregrino en su patria. Juan Bautista Avalle-Arce,
editor. Valencia: Castalia.
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