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ichas de estudio para trabajar en el Año

Jubilar – Vicaría Pastoral

DIOCESIS DE CANELONES

VICARIA PASTORAL

AÑO JUBILAR DIOCESANO

FICHAS DE ESTUDIO

Cuaderno 1

Presentación

Estimados hermanos:

En diversas oportunidades nos han solicitado materiales de estudio y profundización, que permita a nuestros grupos,
comunidades y organizaciones, vivir intensamente, sin desperdicio, el Año Jubilar Diocesano. Motivados por esta solicitud, y
atendiendo a la necesidad de que los participantes en las diversas celebraciones jubilares, lleguen a las mismas con un lenguaje
común, algunas reflexiones hechas, y habiendo vivido instancias de oración personal y comunitaria, es que les ofrecemos los
siguientes aportes. Pero aun mas, este Año Jubilar, en particular, por estar motivado por el aniversario de creación de la Iglesia
Diocesana, nos lleva naturalmente a mirar, y profundizar la Iglesia misma en su naturaleza, en su vida, en su misión, es por esto
que el contenido de nuestro estudio, de nuestra reflexión, de nuestra oración va mas allá de los limites del Año Jubilar,
convirtiéndose en ocasión de renovación espiritual y pastoral.

El contenido de este primer cuaderno de fichas de estudio, así lo llamamos, esta inspirado en uno de los documentos que en el
mismo se contienen: “Algunas ayudas para preparar las celebraciones jubilares”, de autoría de Mons. Alberto Sanguinetti,
publicado en la pagina web de la diócesis, el pasado 12 de abril. Nos parece oportuno sumar en esta ocasión otros documentos,
que expresan el contenido y el sentido de este año jubilar, como son la carta firmada por el Obispo diocesano, fechada el 2 de
febrero, que fuera enviada por la Cancillería en su oportunidad, mandatada a leerse en las celebraciones dominicales del 12 y 13
del mismo mes; y el texto de la homilía pronunciada por Mons. Alberto Sanguinetti, el domingo 27 de febrero, en la solemne Misa
celebrada en la Iglesia Catedral de Canelones, en la que se procedió a dar comienzo a la celebración del año jubilar.

Aprovecho la ocasión para recomendar la pagina web de la diócesis: www.diocesiscanelones.com en ella encuentran muchos
otros materiales y aportes que se complementan con estas fichas, por ejemplo todo lo relacionado a las indulgencias que se
pueden obtener en este año jubilar , las cartas pastorales de adviento y cuaresma, en caso de que por alguna razón no las
tengan en su poder, ya que son textos a los que podemos recurrir para enriquecer el estudio y la reflexión en esta ocasión.

Como mencionamos antes, en este cuaderno, encontraran cuatro fichas de estudio, sobre las que vale la pena advertir, en primer
lugar que no son temas aquí acabados, sino que brindamos una guía de lectura que nos permita acceder a las fuentes, las
Sagradas Escrituras y el Magisterio de la Iglesia, brindando algunas indicaciones practicas para profundizar de manera personal y
en comunidad. Son temas que pueden y deben ser retomados y completados en otras ocasiones; son temas también que nos
llevan a pensar en otros, por eso nos hemos propuesto, en un futuro no muy lejano, estar ofreciendo un segundo cuaderno, que
en este marco particular del año jubilar nos ayude a hacer posible la formación permanente del Pueblo de Dios, la misma que
tantas veces reclamamos con justicia, y que hoy podemos retomar y encaminar.

Por ultimo, queremos expresar, que no estamos proponiendo un esquema de reuniones o encuentros, sino simplemente
presentando los temas, cada comunidad, grupo u organización, al abordar el trabajo podrá enriquecerlo creativamente, y lo que
es mejor, seria saludable que nos animemos a compartir esas experiencias, para no dejarnos envolver en el agobio o en
pesimismo, sino acompañarnos alegres y entusiastas en esta oportunidad que el Señor nos regala.

Deseamos que el trabajo y la dedicación de todos nos lleve a ahondar en nuestra experiencia de Iglesia para dar testimonio
gozoso de la fe.
Canelones, 24 de abril de 2011

P. Leonardo Rodríguez

Vicario Pastoral

Contenido

 Algunas ayudas para preparar las celebraciones jubilares. Mons. Alberto Sanguinetti
 Carta a las Comunidades. 2 de febrero 2011. Mons. Alberto Sanguinetti
 Texto de Homilía pronunciada el domingo 27 de febrero 2011, en la Iglesia Catedral de Canelones,
Solemne Misa, con motivo de la apertura del Año Jubilar Diocesano. Mons. Alberto Sanguinetti
 FICHA DE ESTUDIO 1: El Don del perdón de los Pecados.
 FICHA DE ESTUDIO 2: El Don de la Vida Nueva. El bautismo.
 FICHA DE ESTUDIO 3: El Don de la Unidad en la Iglesia.
 FICHA DE ESTUDIO 4: La Gracia de ser enviados a llevar el don del Evangelio.

ALGUNAS AYUDAS PARA PREPARAR LAS CELEBRACIONES JUBILARES.

Con la gracia de Dios hemos comenzado a transitar el Año Jubilar de Oro de nuestra Iglesia de Canelones. Estas reflexiones
quieren ser un apoyo para preparar y prepararse a las celebraciones jubilares.

A un nivel primario, y verdadero, celebrar los 50 años de la Diócesis es un festejo. En este sentido las celebraciones jubilares son
festejos. Pero también nos piden el esfuerzo de festejar del modo propio y con la profundidad de un Jubileo cristiano, que hunde
sus raíces en los años jubilares del Antiguo Testamento, pero sobre todo son concreciones del año de gracia que Cristo ha
inaugurado con su predicación del Reinado de Dios y ha realizado por su muerte, resurrección y glorificación en los cielos – que
es ya la vida eterna – y hace presente en su Iglesia.

Entonces apuntemos a elementos propios del jubileo, que trataremos de unificar en algunos puntos.

Recibir, acoger, agradecer, vivir el don de la Trinidad en la Santa Iglesia.

Los cristianos, antes que nada, y siempre como principal, reconocemos y recibimos admirados el don del amor del Padre, por
Jesucristo, en el Espíritu Santo. Antes que nada no nos festejamos a nosotros mismos sino que recibimos agradecidos el don
de Dios, y queremos vivirlo en distintas dimensiones.

El don de la Trinidad es la Santa Iglesia. En ella somos llamados por el Padre a la gracia de ser sus hijos, en ella somos
constituidos cuerpo y miembros de Cristo, en ella está el Espíritu Santo y toda gracia. “Por eso, hoy, en primer lugar, hemos de
renovar nuestra fe en la Iglesia, para contemplar y celebrar la obra maravillosa de la Santísima Trinidad, que es la Santa Iglesia ”
(Homilía del 27.2.11; ver todo el apartado I: La Iglesia: obra maravillosa de la Trinidad.).

Siendo la Iglesia una y única en el espacio y en el tiempo, la misma la de ayer, la de hoy y la de mañana, se hace presente toda
ella en cada Iglesia local. Por eso, en este jubileo de oro, agradecemos y vivimos la Iglesia obra maravillosa de la Trinidad, en la
Iglesia de Canelones, comprendiéndola en su hondo misterio de gracia, de obra de Dios (ver homilía del 27.2.11, apartado II: El
don de la Iglesia local. La Iglesia de Canelones).

Concretamos el don de la Trinidad en la Iglesia en 4 dones.

Para que algo tan grande, lo podamos aferrar más y trabajar mejor, concretamos el llamado del Padre, la obra de
Cristo, la acción del Espíritu en la Iglesia, el don del Evangelio en 4 dones. No están separados, de alguna forma
son lo mismo desde distintos ángulos, no son excluyentes, pero de alguna forma hay que dirigir la mirada y el
movimiento hacia Dios, subrayando aspectos.

1) El don del perdón de los pecados. Es ésta obra propia de Dios: sólo Dios puede perdonar pecados, porque es
semejante a resucitar muertos. Es tan ‘serio’ el perdón del pecado, que, en los hechos, sólo fue posible porque
Cristo se entregó en sacrificio hasta la muerte, porque el Padre lo resucitó dándole la inmortalidad y porque el
Espíritu Santo es derramado.

El perdón de los pecados – obra de la Santísima Trinidad – se da en y por la Iglesia. Podemos decir que es el don y
el fin propio de la Iglesia: el perdón de los pecados.
a) Por la predicación del Evangelio: “y en su Nombre se predicase la conversión y el perdón de los pecados a todas
las naciones comenzando por Jerusalén” (Lc.24,47).

b) Por la oración y los sacramentos (un solo bautismo para el perdón de los pecados; quedan perdonados los
pecados a quienes se los perdonéis; este es el cáliz de mi sangre, derramada para el perdón de los pecados).

El Jubileo es un llamado a apreciar, recibir, hacer fructificar el don del perdón de los pecados que se nos da en la
Santa Iglesia.

1) Pide ahondar en la realidad del pecado como el verdadero mal del hombre y de la humanidad

2) Invita a recibir con fe plena el don del perdón por la sangre de Cristo.

3) Llama a reconocer la Iglesia en primer lugar como dadora – asociada a Cristo – del Evangelio del perdón y la
gracia

4) Implica una valoración del sacramento del bautismo que nos rescata del pecado.

5) Incluye la valoración de todo el proceso de conversión – proceso penitencial, antes que nada comprendiendo
que la conversión, la penitencia, el esfuerzo, son parte de la gracia del perdón de los pecados, son invitación y
regalo de Dios para modelarnos a imagen de Cristo.Volvámonos a Cristo y a su Iglesia.

6) Llama a un reconocimiento del pecado y su mal (distinto del complejo de culpa), merecimiento del castigo,
gracia del perdón, camino de conversión (con oraciones y actos) celebración del Sacramento de la Reconciliación
(ver Carta Pastoral de Cuaresma, n.5: El Sacramento de la Reconciliación, o Penitencia o Confesión).

7) La Indulgencia que da la Iglesia, es también una presencia del acompañamiento de toda la Iglesia del camino de conversión
de cada penitente y de una comunidad penitente (para comprender mejor la gracia de la Indulgencia en el camino penitencial, de
conversión, ver. Carta Pastoral de Cuaresma, n.6: La gracia de la Santa Indulgencia; El don de la Indulgencia – Penitenciaría
Apostólica).

2) El don de la vida nueva, la vida según el Espíritu, la vida eterna.

Por la fe y el bautismo y la confirmación, en la Iglesia se nos ha dado una vida nueva, que se actualiza en la Eucaristía.

El año jubilar nos invita a admirar, amar, gustar la vida nueva que se nos da en la Iglesia, cuyo ejemplo son los santos. Esta vida
nueva, antes que en sus aspectos morales – que también los tiene – estamos invitados a comprenderlos y vivirlos como
participación de la vida de Dios. Por supuesto que el camino de esta vida nueva incluye la observancia de los mandamientos, la
lucha contra el pecado, la obediencia a la Palabra de Dios.

Sin descuidar esto, estamos invitados a insistir en la grandeza del don de la vida nueva: ser hijos del Padre, la relación con Dios,
el amor de Cristo y la amistad con Él, la acción del Espíritu Santo, que por la fe, la esperanza y la caridad nos va haciendo otros
cristos. Pensemos los nombres que nos da Dios: hijos, sarmientos de la vid, reyes, sacerdotes, santos, consagrados, creaturas
nuevas… Ya hemos resucitado con Cristo, y nuestra vida está en él.

De verdad ya participamos de la vida eterna, propia de la Trinidad, y que nos ha traído Cristo, anunciando el Reinado de Dios, y
dándola en su muerte, resurrección y envío del Espíritu a su Iglesia.

3) El don de la unidad de la Iglesia.

Por voluntad divina somos el pueblo de Dios. Somos católicos por el llamado de Dios, que sin mérito alguno nos ha hecho su
pueblo. Formamos una unidad, cuyo origen no es nuestra mente, nuestras ideas, nuestras voluntades, sino el llamado gratuito
del Padre, la reconciliación por la sangre de Cristo (entregado para reunir a los hijos de Dios dispersos), la gracia del Espíritu
Santo, actuante en la Iglesia (donde está la Iglesia allí está el Espíritu y toda gracia).

No somos nosotros, en primer lugar, los que formamos la Iglesia y debemos llevarla a donde nos parece. Es la Trinidad que nos
reúne en su Iglesia (ésta es una multitud congregada por la unidad del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo).

Vivir el don de ser reunidos y ser uno en la Iglesia (casi la intención principal de la oración de Cristo en Jn.17: que sean uno; la
insistencia de san Pablo en Ef.4), no como un peso, sino como don y vocación es una de las principales gracias del año jubilar
diocesano.
Hay una primacía del cuerpo, sobre cada miembro, de la Iglesia sobre el individuo, de la comunión sobre la voluntad propia. La
intención propia de cada Eucaristía es la unidad de la Iglesia y esta misma unidad de fe y caridad es la ofrenda que hacemos con
Cristo al Padre.

El año Jubilar nos invita a recibir como don el ser integrados en la unidad de la Iglesia, el valorar todos los medios y celebraciones
de esta unidad, el remover todo lo que divida, el integrar en la unidad, con todo cuanto esto signifique. Como la Iglesia es
humana y divina, visible e invisible, temporal y eterna, el año jubilar nos invita a agradecer el don de Dios y a profundizar en los
medios con que la Trinidad nos edifica en la unidad: los sacramentos (en particular el bautismo, la confirmación, y la Eucaristía),
la confesión de la misma fe con las expresiones de la Iglesia, el ejercicio concreto de la reconciliación y caridad fraterna, la
valoración del ministerio eclesiástico de la comunión visible, en primer lugar la adhesión al Papa y al Obispo.

En fin, resumiendo, estamos invitados a vivir y celebrar gozosos la unidad que Dios hace de nosotros, integrándonos en su santa
Iglesia, a quitar los obstáculos que nos separan o dividen, para que se realice más plenamente en nosotros el misterio de la
Iglesia una.

4) El gracia de ser enviados a llevar el don del Evangelio

Siendo una comunidad de agraciados, de reconciliados gratuitamente, siendo una familia de hijos de Dios, que goza de la misma
vida de Dios, creciendo en una vida según la Palabra divina y el Espíritu Santo, con la esperanza de la vida eterna ya comenzada
en nosotros, no podemos callar lo que hemos recibido.

Por gracia del Señor que dio su Palabra y su Espíritu a su Iglesia, somos enviados a llevar el llamado de la gracia de Dios y a
proclamar las maravillas que hace en su Iglesia. Queremos ser, por gracia, la Iglesia Católica luz viva en Canelones.

DIMENSIONES DEL JUBILEO.

Tratando de anotar unas líneas transversales, el Año Jubilar y las celebraciones jubilares, tienen:

1) dimensión de memoria histórica y comunidad concreta (Iglesia en Canelones y particularmente sus 50 años como diócesis)

2) dimensión de penitencial (sacramental y de camino de conversión)

3) dimensión de acción de gracias

4) dimensión de unidad y encuentro

5) dimensión de crecimiento espiritual

6) dimensión de futuro y misión (La luz de Cristo reflejada en la Iglesia: iluminación y misión)

LAS CELEBRACIONES JUBILARES.

El Año Jubilar- está jalonado de celebraciones, unas generales, otras por sectores. Todas al carácter común de encuentro y
jornada, tienen algunas particularidades propias de ser celebraciones jubilares, que conviene tener en cuenta:

 la vivencia del don de la Iglesia local, diocesana.


 La celebración penitencial, de conversión – en lo posible con el sacramento de la penitencia.
 La acción de gracias por el don de la Iglesia (y sus particularidades en los encuentros sectoriales), normalmente con la
celebración de la Eucaristía
 La memoria de la Iglesia diocesana (y de los sectores en ella), con el conocimiento mutuo (intercambio – exposiciones)

Los textos citados y otros están en http://diocesiscanelones.com, pinchando en Año Jubilar.

CARTA DE APERTURA DEL AÑO JUBILAR DIOCESANO

Alberto Sanguinetti Montero, obispo, amigo de Cristo el Esposo, a la Iglesia de Dios Padre, Esposa del amado Señor Jesús nuestro
Señor, establecida en Canelones, la que está colmada de fe y de caridad y de toda gracia, la que es amadísima de Dios y
portadora de santidad: mi más cordial saludo en el Espíritu de la Verdad y en la Palabra de Dios ( cf. S. Ignacio de Antioquía, ad
Esmirniotas, cap.1).

Con estas palabras inspiradas en S. Ignacio de Antioquía, me dirijo a ustedes, mis hermanos, para proclamarles la apertura del
Año Jubilar Diocesano, con motivo de los 50 años de la creación de esta Iglesia canaria y para convocarlos a todos a recibir las
abundantes gracias que el Señor quiere regalarnos en su Iglesia, colmada de los dones de perdón, santidad y transformación,
que el Espíritu Santo obra en Ella. La apertura del Año Jubilar será el 27 de febrero, su celebración principal el 27 de noviembre y
la clausura el 20 de mayo de 2012.

1. Año Jubilar: pasado y presente, memoria y conversión.

El Año Jubilar, antes que nada, nos hace atender a la Historia de la Salvación, obrada por Dios Padre, por medio de la muerte y
resurrección de su Hijo Jesucristo, y la efusión del Santo Espíritu en y por su Iglesia. El acontecimiento de gracia, la irrupción del
Reino de Dios en la Pascua del Señor y su glorificación a la derecha del Padre, se actualiza constantemente en su Iglesia. El
Jubileo nos llama a prestar atención, a hacer memoria del acontecimiento de la Salvación en el espacio y en el tiempo: aquí en
Canelones y en estos cincuenta años. De esta forma, con fe obediente, humilde y gozosa, respondemos hoy a la proclamación de
Jesús: conviértanse y crean en el Evangelio de Dios, que por mí se acerca a reinar en ustedes, dando gracia, vida y santidad,
perdón e inmortalidad.

Esta mirada a la obra de la Trinidad Santísima en medio de nosotros es un llamado a la conversión y renovación de nuestra
mente y nuestra vida, en la fe, la esperanza y la caridad. Les recuerdo las palabras que les escribí en el Adviento, con la mirada
puesta en Jesucristo nuestra esperanza: “Un Año Jubilar, es particularmente un año de gracia del Señor. Es un tiempo para
reconocer los dones recibidos y elevar súplicas y acciones de gracias a Dios. Tiempo de conversión, para reconocer los pecados y
buscar el perdón. Tiempo de reconciliación. Tiempo para gozar la vida de santidad y gracia de Dios y celebrar las maravillas del
Señor en su Iglesia. Tiempo de misión para anunciar a los que nos rodean, que Cristo vive en su Iglesia”.

2. La luz de Cristo reflejada en la Iglesia: iluminación y misión.

Proclamamos que “La Iglesia Católica es luz viva en Canelones”. Dejémonos iluminar por ella, hasta el punto de volvernos hijos
de la luz. Porque si hemos participado de las tinieblas, ahora somos luz en el Señor. Vivamos como hijos de la luz; pues el fruto
de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Para ello examinemos qué es lo que agrada al Señor (cf. Ef.5, 8-10).

De esta forma, el Año Jubilar nos impulsa también a renovar nuestra misión y nuestro testimonio para llevar a todos a Cristo, luz
de los pueblos, reflejada en la faz de su Iglesia (LG.1). El Año Jubilar es un llamado a renovar nuestro servicio al Evangelio,
nuestra entrega a la misión de anunciar a Cristo a todos los hermanos, en esta nuestra tierra canaria. Así el Señor será conocido
y los hombres, movidos a la fe y confianza en él, se dejarán salvar por su gracia y oirán la invitación a una vida sobria, honrada y
religiosa (cf. Tit. 2,-12).

3. Conocer, amar y vivir a Cristo en su Iglesia.

El Año Jubilar es ocasión de ahondar en el misterio de la Iglesia, a la que las Santas Escrituras describen como Pueblo de la
propiedad de Dios, familia de Dios, cuerpo y Esposa de Cristo, templo del Espíritu, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo,
nuestra Madre, y tantos otros nombres, que nos mueven a profundizar nuestra fe en la Iglesia, con la mente y el conocimiento,
con el corazón y el amor, con la vida y el testimonio.

Estamos invitados a conocer mejor la Iglesia desde su misterio y sus riquezas. Gustemos la Palabra de Dios, que la Iglesia nos
entrega, y comprendámosla en comunión con el magisterio de los Santos Padres, los doctores y maestros.

Los invito a todos a descubrir y celebrar con fidelidad la Divina Liturgia, en su riqueza y amplitud. Busquemos estudiar la
Sagrada Liturgia, comprenderla, dejar que forme nuestro corazón y nuestra mente, nuestro cuerpo y nuestro actuar.

Conozcamos más a los mejores hijos de la Iglesia, especialmente en medio de nosotros, entre los que se destaca el Siervo de
Dios, Mons. Jacinto Vera.

Este año de gracia es un don para que la Iglesia crezca en nosotros y nosotros en ella.

4. Acciones del Año Jubilar.

Poco a poco iremos entrando en la dinámica de este Año Jubilar, que será como todo año de gracia del Señor, pero vivido con
especial devoción y entrega.

Antes que nada escuchemos el llamado a vivir intensamente el Año Litúrgico. Invito a todos los sacerdotes, a los religiosos y
religiosas, a todos los fieles laicos a entregarse con generosidad a las celebraciones de la Santa Cuaresma, a dedicar a Cristo
el Santo Triduo Pascual que él mismo consagró y a una gran celebración de la Vigilia Pascual. Para ayudar este camino los
invito a participar activamente de la liturgia en sus comunidades y, en la medida de sus posibilidades, a participar en la
Cuaresma Diocesana, que iremos celebrando en distintas iglesias de Canelones.

A lo largo del año habrá encuentros de toda la Iglesia diocesana, a los que exhorto a participar con verdadera entrega de nuestro
tiempo y nuestras energías. Y habrá también encuentros jubilares de los distintos grupos y sectores.
Así, el Año Jubilar será un año de gracia y conversión, ayudados por las particulares gracias de las Indulgencias, que la Iglesia nos
otorga, de tal forma que los méritos de Cristo y la oración y caridad de todos los santos, acompañen nuestro ejercicio penitencial
de conversión.

Con la esperanza firme y gozosa de que el Señor obrará grandes cosas en nuestra Iglesia en este Año Jubilar Diocesano y que
será para todos fuente de inagotable gracia convoco a todos a unirse a la apertura de esta Año en la Santa Iglesia Catedral de
Canelones el próximo domingo 27 de febrero.

Pido que nos ayudemos unos a otros para llegar a nuestra Catedral. Ruego a todos los que estén impedidos de asistir,
especialmente a los enfermos, que se unan con sus oraciones y ofrendas al sacrificio de toda nuestra Iglesia unida a Jesucristo.

Que la Madre de Dios, nuestra Señora de Guadalupe, nos lleve a Jesús, su Hijo, Señor nuestro.

+ Alberto Sanguinetti Montero


Obispo de Canelones

Canelones, 2 de febrero de 2011, Fiesta de la Presentación del Señor.

Homilía de Mons. Alberto Sanguinetti en la apertura del Año Jubilar Diocesano – Catedral Ntra. Señora de
Guadalupe, Canelones, 27 de febrero de 2011.

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo, con toda clase de bienes del Espíritu en los
cielos (Ef.1,3).

Con él, bendito y alabado sea Jesucristo, presente en su Santa Iglesia.

r./. sea por siempre bendito y alabado.

Y a ti, Iglesia de Dios que está en Canelones, que bendices agradecida a tu hacedor, a los santificados en Cristo Jesús, llamados
a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro, [1] a todos ustedes, gracia y paz de
parte de «Aquel que es, que era y que vendrá», de parte de los siete Espíritus que están ante su trono, y de parte de Jesucristo,
el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha lavado con su
sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los
siglos de los siglos. Amén[2].

Mis queridos hermanos, como cada semana en el día Domingo, estamos convocados, , por Jesús, Señor de la gloria,
ministro del santuario verdadero, Sumo y Eterno sacerdote que intercede ante el Padre en los cielos, porque somos el pueblo de
su propiedad, pueblo de reyes y sacerdotes, asamblea santa, pueblo de Dios, consagrado para bendecir a nuestro Dios y Señor.

Pero éste día del Señor, tiene su hondura particular. Estamos comenzando el Año Jubilar de oro de esta Iglesia de
Canelones. Hemos sido congregados para empezar juntos este camino, antes que nada para reconocer la obra de Dios en esta
Iglesia, que agradece la gracia de haber sido enriquecida con todos los dones que la constituyen como una Iglesia particular y
haber vivido como tal en el último medio siglo.Reunidos desde los cuatro puntos cardinales de Canelones en su Santa
Iglesia Catedral, vivimos el don de esta Iglesia local.

I. La Iglesia: obra maravillosa de la Trinidad.

Por eso, hoy, en primer lugar, hemos de renovar nuestra fe en la Iglesia, para contemplar y celebrar la obra maravillosa de la
Santísima Trinidad, que es la Santa Iglesia.

En la profesión de fe, en el Credo, confesamos y reconocemos al único Dios que se nos ha revelado como Padre, con su Hijo
unigénito en la unidad del Espíritu Santo. Proclamamos la gloria de Dios Padre creador de todo, por Jesucristo, por quien todo fue
hecho, en el Espíritu Santo dador de vida. Con admiración y adoración pregonamos la máxima obra de la caridad divina: la
encarnación del Unigénito del Padre, su pasión, muerte y resurrección, su glorificación con todo poder a la derecha del Padre, y
esperamos la plenitud de su juicio y reino eterno.

Como parte esencial de tal gesta maravillosa de la Trinidad bienaventurada, obedientes a la revelación de Dios, creemos con
plena fe en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Este pueblo, esta asamblea tan humana, temporal y terrena, confesamos
que es una multitud congregada por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo[3].

Esta Iglesia es nuestra madre: nos engendra a la vida de Dios, por la fe y el bautismo; nos consagra para Dios con la unción del
Espíritu, para que la sobreabundancia de sus dones nos haga otros cristos.

La Madre Iglesia continuamente nos alimenta con el pan de la palabra, nos exhorta y nos amonesta, nos corrige y consuela, nos
purifica y nos otorga el perdón de los pecados. La Iglesia una y otra vez nos congrega, para que, como miembros vivos del
pueblo consagrado, ofrezcamos el sacrificio de alabanza y acción de gracias, presentando al Padre el cordero inmaculado,
alimentándonos con el pan vivo bajado del cielo, para que, siendo santos e inmaculados en la presencia de Dios por la caridad,
seamos alabanza de la gloria de su gracia[4].
La Santa Madre Iglesia cobija en sí a la humanidad pecadora y la lleva con paciencia y humildad, pide perdón al Señor por los
pecados de sus miembros y los llama a la conversión, otorga el perdón y la gracia, los santifica en su seno y es siempre
admirable en los santos con que Dios la adorna.

En esta Iglesia somos llamados y elegidos de antemano según el previo designio del Padre que realiza todo conforme a la
decisión de su voluntad[5]. En ella somos injertados para ser cuerpo y esposa de Cristo el Señor y consagrados como templo del
Espíritu Santo.

Mis hermanos, no podemos ahora seguir contemplando la verdad, la belleza y la gracia de la Iglesia. Esta tarea nos queda para
este año jubilar, tanto para cada uno de nosotros, como para toda la comunidad diocesana: Volvámonos a Cristo y su
Iglesia. Trabajemos para conocer mejor a la Iglesia desde la luz de la fe y amarla más, para vivir con mayor
fidelidad y alegría el ser miembros de la Iglesia, a fin de que sea una realidad más plena lo que proclamamos en nuestro
lema: la Iglesia Católica luz viva en Canelones.

II. El don de la Iglesia local. La Iglesia de Canelones.

Sin embargo, de todas formas, dado el acontecimiento del que hacemos memoria, como estamos comenzando a celebrar la
gracia de la Iglesia Católica en esta Iglesia de Canelones, es necesario que profundicemos un poco sobre lo que es la Iglesia
local, la diócesis.

Comencemos con una afirmación negativa. La diócesis, la Iglesia local, no es una sucursal de una empresa, que tiene una casa
central en el Vaticano, tampoco es una parte de un mosaico, o una provincia o departamento de un estado. No. Toda, entera,
la Iglesia de Cristo, está y peregrina en la Iglesia de Canelones. Toda la Iglesia Católica está en la Iglesia de Canelones.

Si miramos el misterio, es decir la realidad, de la única Iglesia de Cristo, que fue concebida antes de la creación del mundo y será
consumada en la Jerusalén celestial, que es una en el espacio y en el tiempo, por obra de la Trinidad, esta única Iglesia está toda
presente en cada Iglesia local o particular, en concreto en esta Iglesia de Canelones. En ella se hace presente y actuante la
Trinidad santísima y comunica su sobreabundante derroche de gracia, la totalidad de los sacramentos, la integridad de la fe
católica y apostólica, el inicio de la vida eterna. Así lo enseña el Concilio: “Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en
todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidos a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesia en el Nuevo
Testamento. Ellas son, cada una en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y acabada plenitud (cf. 1
Tes. 1,5)”[6]. Así, pues, la Iglesia de Canelones es la Iglesia Católica aquí y ahora en su plenitud. De tal forma que no son
rectamente separables – como dos entidades – la Iglesia una y toda, Católica, y la Iglesia local: son lo mismo, en dos formas de
acercarse a su realidad.

Para comprender esto rectamente, hemos de creer que a esta Iglesia de Canelones le es interior la Iglesia entera, que aquí se
hace presente: por ello, la fe de la Iglesia de Canelones es católica, universal, la recibe y la vive en la catolicidad. La Iglesia de
Canelones es la Iglesia Católica aquí y ahora, porque interior a ella es la comunión con la Iglesia católica en el espacio y en el
tiempo.

Esta mutua inhesión de toda la Iglesia universal en cada Iglesia local, es obra de la Trinidad, y tiene como elementos propios: la
misma confesión de fe, los mismos sacramentos, la misma comunión jerárquica.

Este misterio de comunión, el misterio de la Iglesia local está íntimamente relacionado con el misterio del obispo, vicario de
Cristo. El obispo, como sucesor de los apóstoles, confirma la fe católica y apostólica. El obispo, preside y rige la oración eclesial y
la verdad de los sacramentos, que nos santifican. El obispo, en cuanto miembro del colegio episcopal en plena comunión con su
cabeza el obispo de Roma, hace visible y actuante que el episcopado es uno, y que la unión de la Iglesia local en torno a él, es
concreción de la unión de la Iglesia con Jesucristo, su cabeza y salvador. El obispo, como presencia de Cristo Esposo, obra en la
Iglesia y la llama a vivir la suprema gracia de su unión total con su Señor y Esposo, en alianza nupcial, perpetua, ya realizada en
la Eucaristía y que ha de llegar a plenitud en el reino definitivo.

La Iglesia local, pues, es toda la Santa Iglesia Católica aquí: el pueblo santo de Dios, congregado por el Obispo, con el auxilio del
presbiterio y el servicio de los diáconos.

Esta realidad que estamos meditando, la realidad de la Iglesia de Canelones como plena presencia de la Iglesia Católica, la
acción de Cristo en su Iglesia, y la relación interior entre la Iglesia y el obispo, se simbolizan en la Santa Iglesia Catedral, que
hoy nos reúne.

Por eso, cuando a una comunidad católica se la erige como diócesis, se eleva una iglesia en iglesia catedral. Cuando hace
cincuenta años la comunidad católica de Canelones fue constituida como diócesis, como Iglesia local, la iglesia parroquial de esta
ciudad fue constituida en Iglesia Catedral, en la casa de la Iglesia de Canelones. Y lo es y lo significa, porque es singularmente la
iglesia –casa- en la que el obispo reúne a la Iglesia, pueblo de Dios, y la edifica sobre la roca de la Palabra de Dios, recibida
ininterrumpidamente del ministerio apostólico. De aquí que en la Iglesia Catedral tiene el lugar determinante la cátedra del
obispo, desde dónde Cristo congrega a su pueblo y el altar desde donde se ofrece el único sacrificio de Cristo y de la Iglesia.

Unas palabras del cardenal Montini nos iluminan esta realidad: “La catedral es de Cristo, a Cristo pertenece toda catedral. Para él
se ha levantado esta cátedra, sobre la cual su apóstol, habla en su nombre; para él un trono sobre el cual se sienta el que ocupa
su lugar; para él un altar, desde el cual el que lo representa hace subir al Padre su mismo sacrificio; por él es reunida aquí la
Iglesia, el pueblo con su obispo, y a él eleva su himno de gloria y el clamor de su plegaria; y es de él, de Cristo, que este templo
adquiere su misteriosa majestad”[7].
Por eso, si queremos ver a la Iglesia en acto, tenemos que ver y vivir lo que aquí y ahora estamos viviendo. Así lo afirma el
Concilio Vaticano II: “El Obispo debe ser considerado como el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende, en cierto
modo, la vida en Cristo de sus fieles. Conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al
Obispo, sobre todo en la Iglesia catedral; persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación
plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en
una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros”[8].

Iglesia de Canelones, santos y elegidos de Dios, congregados según el designio del Padre, purificados por la sangre de Cristo e
injertados en su cuerpo, santificados por el Espíritu Santo, es justo que recibas agradecida el don de Dios, que te ha creado, te ha
sostenido y te sostiene con su gracia, es necesario alabarlo y bendecirlo. Iglesia Santa y amada, que peregrinas en estas tierras
canarias, reconoce tu dignidad y esplendor, que Cristo tu esposo te ha regalado, y no dejes de amarlo y de proclamar su gloria
ante todos los hombres. Hermanos muy queridos, que se expanda nuestra alegría, que el corazón se dilate, que la mente sea
iluminada por la fe, que con todo el ser nos volvamos alabanza de la gloria de la gracia, con que Dios nos agració en su Hijo
amado[9].

III. La conversión. Volvámonos a Cristo: como siervos de un único Señor.

Ahora bien, hermanos muy queridos, esta Iglesia es reunida por el acontecimiento de la Palabra de Dios: Dios mismo habla a su
Iglesia, en su Iglesia, por su Iglesia.

Aunque esta reflexión lleva un rato largo, es preciso que meditemos juntos la palabra que nos ha sido entregada, que nos ha de
guiar en la conversión del año jubilar.

El pasaje evangélico proclamado está dentro del Sermón de la Montaña que estamos escuchando desde hace varios domingos.
De alguna forma, después de señalarnos la misión de ser sal de la tierra y luz del mundo, luego de ahondar en una vivencia de
los mandamientos con mayor finura, hasta el amor al enemigo, hasta la pureza interior del corazón, vuelve el Señor a situarnos
totalmente, como comunidad de discípulos, en la luz de las Bienaventuranzas del Reino de Dios.

Todo lo que nos dijo Jesús hoy, con admirable sensibilidad y belleza, es como un situarnos nuevamente en el camino de las
bienaventuranzas. Antes que nada, se trata de una nueva presentación de la primera bienaventuranza: dichosos,
bienaventurados los pobres en el Espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.

En esa clave nosotros, la Iglesia de Canelones, escucha hoy: no pueden servir a dos señores. El término que usa aquí el texto
para servir, no es simplemente prestar un servicio, sino ser siervo. Podríamos decir: no se puede ser siervo, esclavo, de dos
amos. No se puede pertenecer a dos dueños.

A la Iglesia, a nosotros cristianos, se nos indica cuál es la verdadera pobreza: pertenecerle totalmente al Señor, de tal forma que
el único valor absoluto es ser siervos de Dios. Es una opción radical: mi Dios y mi todo.

Del otro lado está el ser siervos de la riqueza. No pensemos que se refiere a los multimillonarios, sino a todo bien, aun espiritual,
que se confronta con el señorío absoluto del Padre. No se trata tampoco de que los bienes materiales sean malos, cuando todo
ha sido creado por Dios. Sí se nos enseña que el corazón del hombre, no tiene lugar para dos absolutos, y tampoco puede elegir
varios más o menos.

Nuestra conversión como cristianos, nuestra conversión como Iglesia de Canelones es volvernos al Señor y decirle somos y
queremos ser tus siervos, queremos pertenecerte en alma y cuerpo. No queremos que nada se anteponga a tu voluntad, aunque
seamos despojados. Queremos ser pobres de toda posesión, de todo afecto, de todo bien, aún del más noble, para pertenecerte
totalmente. A su vez, queremos recibir como pobres indigentes aquello que tú nos das, que tú pones en nuestras manos, y
bendecirte y servirte en todo.

Esta pobreza de espíritu está también unida, inseparablemente, con poner la confianza sólo en el Señor. ¡Cuántos miedos
tenemos! Como individuos y en nuestras familias. Como sociedad y como nación. Como cristianos y como Iglesia. ¡Cuántos
temores!

Jesús repite varias veces: no se preocupen. Dejen las preocupaciones.

Por cierto no es un llamado a no trabajar, puesto que todo el Nuevo Testamento nos dice que trabajemos para ganar el sustento
y para ayudar a los pobres. No se trata de no organizar nada. No es una vana confianza, casi mágica, de que Dios tendrá que
arreglar todo y en nada podremos sufrir, cuando Jesús llama bienaventurados a los que sufren. No es tampoco un simple consejo
de autoayuda, de equilibrarse un poco.

Sin embargo, insiste: no se preocupen como los que no tienen Dios de quien fiarse, en quien confiar.

Se trata de vivir a fondo que somos hijos de Dios, que Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de verdad nos ha adoptado
como hijos y nos quiere mejor que nosotros mismos y cuida de nosotros mejor que nosotros mismos y más radicalmente que
nosotros mismos.

El Maestro y Señor nos hace mirar los lirios del campo, los yuyos y los cardos con sus flores, y también conduce nuestros ojos a
las aves del cielo, los pájaros en los montes. Luego con un argumento de menor a mayor agrega: ¡cuánto más su Padre que está
en el cielo cuidará de ustedes!
Todo ello, nuevamente para radicarnos en la pobreza evangélica, que nace, se apoya y crece en la fe en Dios, que ha venido a
reinar en Jesucristo, a obrar y darnos vida en él. Por eso, el preocuparse del que nos corrige Jesús es igual a ¡hombres de poca
fe! Y el no preocuparse es tener tal fe, que estemos en todo momento abandonados en el Padre. Que trabajemos como siervos
suyos, pero que al mismo tiempo todo lo esperemos de él, como y cuando él quiera. El abandono en la fe de los pobres de Dios
ubica cada cosa en su sitio, quiere reconocerle a Dios su señorío, pone al hombre en su lugar humilde, pobre y confiado, espera
todo del Padre, le da gloria y queda en paz.

Por eso, mis hermanos, nuevamente nuestra conversión en este año jubilar es volvernos a Cristo y por él al
Padre, renovando la fe, viviendo la fe, con una total entrega, con abandono total, esperándolo todo de él. Si alguna
vez como Sión hemos exclamado: ‘el Señor me abandonó, el Señor se olvidó de mí’. Creamos al Señor que nos dice: aunque una
madre llegue a olvidar el hijo de sus entrañas, yo no te olvidaré [10]. Por eso también, cada uno de nosotros, y juntos como
Iglesia de Canelones, repitamos: sólo en Dios descansa mi alma, de él viene mi salvación. Sólo él es mi roca salvadora: él es mi
baluarte, nunca vacilaré[11].

Ser pobres, siervos y esclavos de Dios hasta la muerte, no preocupándonos por el mañana y puesta toda nuestra confianza en él
y su voluntad, está unido a la orden que el Maestro y Señor nos da: busquen primero el reino de Dios y su justicia y todo lo
demás se les dará por añadidura.

Es nuevamente la opción de las bienaventuranzas. El reino de Dios es Dios mismo que viene a reinar, a obrar en nosotros; este
reinado divino se recibe por la obediencia de la fe, por la pobreza del corazón que sólo cree en él. El reinado de Dios se identifica
con Cristo: el poder de su predicación, la victoria de su muerte y resurrección, la gracia del Espíritu Santo para el perdón de los
pecados, el señorío de quien, sentado a la derecha del Padre, ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra.

Por eso buscar el reino de Dios es, antes que nada, abrirse al reinado de Cristo, que ejerce por la predicación de la Iglesia, por
la oración salvadora, por las acciones sacramentales en las que nos rescata del abismo del pecado y de la muerte, él que
prometió: yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo[12].

Es de verdad pedir ¡venga tu reino! ¡ven y reina plenamente en nosotros!

La justicia del reino de Dios es el perdón de los pecados y el cumplimiento de los mandatos divinos, de la voluntad del Padre,
ayudados de su gracia. Buscar la justicia del reinado de Jesucristo es buscar la santidad. ¡Hágase tu voluntad en la tierra como en
el cielo!

Cuando dice buscar ‘primero’ no se refiere a un orden temporal, de forma que luego se pasa a lo segundo y se deja atrás lo
primero. No. Primero se refiere a lo principal. Podríamos traducir: antepongan a todo el reinar de Dios en ustedes, por su palabra
y su gracia, y busquen antes que nada ser justos y santos según el designio del Padre. Todo lo demás es relativo y tiene valor
sólo si es voluntad de Dios para nosotros.

Iglesia de Dios que estás en Canelones, hermanos míos, volvámonos a Cristo, para que él reine en nosotros. A toda voluntad
propia, a todo pensamiento propio, a todo interés propio, antepongamos que él reine, que él sea glorificado, que por la gracia de
Dios, en todo nuestro ser y en cada acto de nuestra vida, se realice la justicia de Dios, la voluntad del Padre, para ser santos en
su presencia.

IV. la conversión de la Iglesia: fieles servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios.

En su carta a la Iglesia de Corinto, san Pablo describe su ministerio, es decir su trabajo en la Iglesia. A la luz de sus palabras
podemos mirar el ministerio, el servicio del obispo con su presbiterio y el ministerio que la entera Iglesia de Canelones debe
llevar a cabo.

Pablo está respondiendo a las confrontaciones de los corintios con respecto a él, su apóstol y fundador. En ese contexto describe
su misión apostólica con dos expresiones: servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios.

En esta carta, para ‘servidor’ el apóstol usa un término diferente al que escuchamos en San Mateo. Allí lo tradujimos por siervo,
esclavo, e indicaba pertenencia. Aquí la palabra usada significa un ayudante, un servidor auxiliar y está referida al trabajo. Así,
pues, el oficio de Pablo en sus trabajos por el Evangelio, es ser un ayudante, un auxiliar de Cristo, quien es el verdadero
operante, el que realiza la obra de la salvación.

La segunda expresión ‘administrador de los misterios de Dios”, con que se designa el apóstol, indica también un trabajo
subordinado. No es el dueño, ni siquiera el que pone las reglas de la administración, es un mayordomo, uno que debe guiar y
ordenar el funcionamiento de la casa. Los misterios de Dios, son sus disposiciones salvíficas, cómo, cuándo, con quienes quiere
llevar adelante su Historia de Salvación. En la administración entran el servicio de la predicación del Evangelio y el seguir la
voluntad de Dios en el llamado a los hombres a formar parte de su Iglesia, la conducción de la comunidad, la caridad social, toda
la vida eclesial.

En ambas expresiones hay un acento en que se pertenece a otro, de quien es la iniciativa, el gobierno, y el fin: ayudante de
Cristo, administrador de los misterios de Dios. Toda vocación y ministerio en la Iglesia, es no sólo un servicio, sino que tiene
origen y pertenece a Cristo y a Dios.

De aquí que, como lo subraya San Pablo, lo que importa no es el éxito – más o menos aparente -, no es el juicio de los hombres,
no es tampoco el propio juicio – sino el ser hallado fiel por parte de Dios.
Así, pues, la Iglesia de Dios que está en Canelones, llamada, agraciada, consagrada por Dios, en todos sus miembros, en forma
orgánica como un cuerpo, es ayudante de Cristo en el servicio al Evangelio, es administradora de los misterios y disposiciones
salvadoras del Padre, en la proclamación de la palabra y el testimonio de la vida, en la catequesis y en la celebración de los
sacramentos, en la oración y el culto, en el servicio de la caridad, en la santificación de las situaciones y tareas de la vida
cotidiana, familiar, laboral y política.

En este pasaje, tanto el obispo y los presbíteros y diáconos, como cada cristiano según la vocación y los dones que Dios le ha
dado, más aún la Iglesia de Canelones como cuerpo, en este año jubilar, volviéndonos a Cristo, queremos pedirle al Señor su
gracia y queremos renovarnos desde lo profundo, en la calidad de ‘ayudantes de Cristo’ y ‘administradores de los designios
misteriosos de Dios’. Que él nos auxilie para que la Iglesia Católica local sea más plenamente luz viva en Canelones. No por un
efecto de propaganda, sino por la gracia de una mayor fidelidad a quien nos ha encomendado esta misión. Para ser más
plenamente fieles, queremos buscar el reino de Dios y su justicia, queremos poner en él nuestra confianza, queremos pedirle nos
atraiga y convierta, sólo en él descansa nuestra alma.

Que acompañe nuestra súplica la Santa María, Madre de Dios, a quien invocamos como Patrona y abogada de esta Iglesia de
Canelones, titular de esta Iglesia Catedral, llamándola con el dulce nombre de Nuestra Señora de Guadalupe.

Presentemos estas súplicas en el altar, ofrezcamos el sacrificio de Cristo junto con la ofrenda de la unidad de su Iglesia,
alabemos y bendigamos a Dios.

“A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas, incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al
poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las generaciones y todos los siglos de los
siglos. Amén” (cf. Ef.3,20-21).

[1] Cf. 1 Cor 1,2-3.

[2] Ap.1,4-6.

[3] Cf. LG 4.

[4] Cf. Ef.1,4.6.

[5] Cf. Ef.1, 11.

[6] LG 26.

[7] Gli edifici simbolo del dialogo tra Dio e l’uomo. Cattedrali cuore d’Europa, Timothy Verdon, en l’Osservatore Romano, 26 de
febrero de 2011.

[8] SC 41.

[9] Cf. Ef.1,6.

[10] Cf. Is.49,14-15.

[11] Sal.61,2-3.

[12] Mt.28,20.

Ficha de estudio 1.

EL DON DEL PERDON DE LOS PECADOS

(dado en el bautismo, actualizado en cada Misa, renovado en el sacramento de la reconciliación, trabajado en la


conversión y penitencia permanente).

Como queremos ahondar en el don del perdón de los pecados en la Iglesia, esta introducción nos recuerda rápidamente: 1) el
lugar del don del perdón de los pecados en el anuncio evangélico; 2) la relación esencial entre don del perdón e Iglesia; 3) la
continua acción de la Iglesia para el perdón de los pecados, como su misión esencial; 4) ayudas para ahondar en la realidad del
pecado y la reconciliación.
1) El anuncio del perdón de los pecados como anuncio primero del Evangelio.

Nos proclama San Pablo: “ Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis
firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué… Si no, ¡habríais creído en vano! Porque os
transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue
sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras (1 Cor.15,1-4).

(v. 17: Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados.).

«Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día 47 y se predicara en su nombre la
conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. 48 Vosotros sois testigos de estas
cosas (Lc.24,46).

Estos dos textos básicos – podríamos reunir muchos otros – nos proclaman que el centro del Evangelio: es que el don del perdón
de los pecados, por la muerte salvadora de Cristo y su resurrección.

Por cierto que lo creemos y lo sabemos. Pero lo que queremos es, antes que nada, reconocerlo como un don sin medida, y la
verdadera salvación y curación del mal principal del hombre: el pecado, la muerte, y la muerte eterna.

Simplificando las cosas:

1) por un lado con la cultura del mundo nos parece que ‘el’ mal, ‘los’ males son verdaderamente otros, cuando la verdad es que
‘el’ mal es el pecado y la muerte. Aquí tiene que haber una conversión de la valoración. La medida del mal del pecado la
podemos ver en sus consecuencias (interiores al hombre y el juicio y la condenación) y en la medida del rescate: la entrega de
Cristo.

Además no es que las cosas tendrían que salir bien, pero hay algún error. No, el mundo del hombre – creado a imagen de Dios –
está distorsionado por el pecado, el personal y el pecado original que se extiende a todos. Y por eso, el hombre y la humanidad
necesitan ser salvados – no sólo con organizaciones humanas que son importantes y responden a determinadas necesidades –
sino por la gracia de Dios, por la reconciliación regalada, por la sangre derramada del único Inocente

“todos pecaron y están privados de la gloria de Dios - y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención
realizada en Cristo Jesús” Rom.,3,23-24)

Algunas preguntas que pueden ayudar a remover y actualizar nuestra fe:

- ¿de verdad aprecio como el verdadero y mayor mal al pecado y sus consecuencias?

- ¿Concibo que lo que más necesitan los hombres y la humanidad es el perdón de los pecados?

- ¿cuánto me doy cuenta de que el perdón de los pecados es la obra mayor de Cristo, para lo cual murió en la cruz?

2) Por otro lado, no debe parecernos obvio que Cristo haya muerto por nuestros pecados, sino absolutamente novedoso, siempre
Evangelio, Buena Noticia, regalo inmerecido, realidad apabullante. No debemos acostumbrarnos al don del perdón de los
pecados, sino siempre pedirlo, esperarlo, recibirlo con humildad y asombro. ¡Valoremos el don, el regalo, la entrega de Cristo!

Algunas preguntas que pueden ayudar a remover y actualizar nuestra fe:

- ¿recibo siempre como Evangelio, como anuncio increíble, que Cristo murió por nuestros pecados?

- ¿me acostumbro al hecho de que Cristo murió por nuestros pecados?

2. la Iglesia Santa nos anuncia y da el bautismo para el perdón.

En tercer lugar el perdón de los pecados, fruto de la muerte de Cristo y obrada por su resurrección se nos entrega en y por la
Iglesia. Por eso, en este año jubilar en que queremos ahondar en el don de la Iglesia, hemos de entenderla como la presencia de
la muerte sacrificial de Cristo para el perdón de los pecados.

En la Iglesia y por la Iglesia, Cristo nos da el perdón de los pecados, nos reconcilia el Padre consigo, se nos da el Espíritu Santo
para el perdón de los pecados. La Iglesia existe, en primer lugar para el perdón de los pecados (que por cierto hay que
entender en un conjunto, pero ahora estamos mirando esta verdad fundamental).

Cristo nos da el perdón de los pecados por la Iglesia:


a) por la predicación, el anuncio del Evangelio y la fe en él. Se nos proclama que Dios nos reconcilia por la muerte de Cristo y
nos llama a creer de tal forma, que nos abandonemos en él y nos dejemos perdonar y hacer justos, santos

2 Cor. 5, 19-21: “en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres,
sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio
de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros,
para que viniésemos a ser justicia de Dios en él”.

La fe es reconocernos pecadores, incapaces de salvarnos, perdonados y agraciados por la muerte de Cristo, anunciado por la
palabra y el testimonio de la Iglesia.

b) en la Iglesia y por la Iglesia, el Padre nos reconcilia consigo gracias a Cristo y nos da el perdón en el santobautismo.

Esta dimensión eclesial del perdón aparece en el mismo credo. “Creo en la Santa Iglesia Católica, el perdón de los pecados”.
“Creo en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica, confieso un solo bautismo para el perdón de los pecados”.

La purificación y el perdón de los pecados es un aspecto esencial al bautismo. Leamos los siguientes textos:

Hech 2,38; 22,16; 1 Corintios 6,11

Este efecto es fruto de la gracia bautismal. En el bautismo hay un antes y un después, es la justificación radical y la nueva
creación que libera al hombre que desde la primera creación se encuentra, por Adán, en pecado (cfr.: Romanos 5 – 7). Siguiendo
a San Pablo podemos afirmar que el bautismo es muerte de todo pecado y lucha contra el pecado, es justificación y tarea.
Leamos los siguientes textos:

Romanos 6,11.14. 17-20; 8,4ss.; 2 Corintios 1,22; Efesios 1,14.

Algunas preguntas que pueden ayudar a remover y actualizar nuestra fe:

- ¿entiendo a la Iglesia como la obra santa de Dios por la cual y en la cual se nos da anuncia y llama a la fe en Cristo muerto
para el perdón de los pecados?

- ¿agradezco el don de la Iglesia para el perdón de los pecados? (¿o me pierdo en la mirada exterior, en los detalles, en las
personas?)

- ¿vivo el don del bautismo para el perdón de los pecados? ¿para ser rescatado de una existencia humana sujeta al pecado,
a la muerte, y a la muerte eterna, que solo puede ser salvada por Dios?

3. La obra continua de la Iglesia para el perdón de los pecados.

La Iglesia en todo es instrumento de Cristo para el perdón de los pecados. Esta acción continua de la Iglesia para el perdón de los
pecados podemos resumirla en:

a) Cristo, que asocia continuamente a su Iglesia, en el anuncio del perdón y en el otorgar el perdón en el bautismo, también la
asocia a su oración y su ofrenda al Padre para el perdón de los pecados propios y del mundo entero. La sangre de Cristo es el
precio del rescate, su única ofrenda da todo perdón y toda gracia, pero Él quiere asociar consigo a todo su cuerpo, la Iglesia,
tanto del cielo como de la tierra, para que ore y se ofrezca con él para el perdón de los pecados. Por eso, en el Santo Sacrificio
de la Misa, Cristo se ofrece y es ofrecido, la Iglesia ofrece y es ofrecida en unión con su cabeza, para el perdón de los pecados.

b) la predicación y el llamado continuo a la conversión

la predicación moral de la Iglesia – indicando el pecado – no es para llenar de culpabilidad, sino, primero para que los hombres,
reconociendo el pecado, vayamos a ser curados. En segundo lugar, para que huyamos del pecado, lo evitemos y libremos el
combate de oponernos a él. Para ello, especialmente se nos presenta el ejemplo y testimonio de los santos de todos los tiempos.

c) la renovación del don del perdón de los pecados por el Sacramento de la Reconciliación, que es una actualización de la
gracia del Bautismo. Para los pecados que se puedan cometer después del bautismo, para vivir en la gracia, Jesús dejó a su
Iglesia el poder de atar y desatar, de perdonar (Jn.20,22-23: “Dicho esto, sopló sobre ellos – los apóstoles – y les dijo: «Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»”

d) el camino de penitencia, es decir de conversión, de morir al pecado para vivir una vida nueva, no sólo rechazando el pecado,
sino también con el sacrificio y la ofrenda voluntaria.

e) todo el servicio de la caridad, para servir a los hermanos y ayudarlos en todas las situaciones.

- ¿entiendo y valoro que la misión primera de la Iglesia es el perdón de los pecados?


– ¿aprecio el anuncio del Evangelio del perdón para mí y para los demás?

- ¿descubro cada día especialmente en la Misa dominical el don de Cristo para el perdón de los pecados?

- ¿qué valoración tengo del Sacramento de la Confesión? ¿con qué frecuencia recurro a él?

¿cuál es mi camino de penitencia y conversión?

- ¿cómo vivo la dimensión eclesial del perdón de los pecados y de la conversión? Sea en cuanto don que me viene de la
Iglesia , sea en cuanto ser más fiel a la vocación a la santidad en la Iglesia.

4) Algunas ayudas para reflexionar sobre el pecado y el perdón.

El hombre está hecho para la verdad y para el bien, por eso es difícil comprender el pecado, que es siempre oscuridad, engaño,
atadura al mal.

La última medida del pecado la conocemos por la revelación, tanto mirando de qué nos priva, como mirando qué nos obtiene el
perdón.

Para ver el mal del pecado hay que reconocer que nos priva de la amistad con Dios, destruye su imagen en nosotros, y, como tal,
merece la separación eterna de Dios (el infierno). Reconocer que por el pecado – el pecado mortal – elegimos sobre y contra Dios
hasta merecer la condenación es un paso necesario, para reconocer la realidad y también para apreciar el perdón.

Para ver su gravedad, hay que mirar la condenación, burla, pasión y muerte de Cristo.

Por cierto, tratamos de mirar el pecado, para admirar más el perdón y la gracia, es decir, la luz es el don del perdón de los
pecados.

ESO QUE SE LLAMA PECADO

Al comienzo de esta reflexión es necesario ahondar en el sentido de de esa realidad que llamamos “pecado” ¿Qué es?¿Cual es su
esencia?

El pecado tiene para el creyente dos dimensiones: la ética y la religiosa.

Éticamente, el pecado es el contravalor o desorden que el ser humano, con su comportamiento, acepta e induce en la vida
personal o social.

Religiosamente, el pecado es la referencia a Dios que para un cristiano tiene el pecado. El pecado se manifiesta como una
ruptura de la relación con Dios y con la comunidad – Iglesia. “El pecado es una culpa cometida libremente con la que el hombre
adopta una posición negativa contra Dios, aun en el caso en que se trata directamente de una injusticia con los demás
hermanos” (Instrumento de Trabajo Sínodo sobre Reconciliación y Penitencia (1983), N° 13)

El pecado no es un acto aislado, sino mas una opción fundamental, entendemos la vida del ser humano, no como una sucesión
discontinua de actos aislados, sino como una historia en la que cada acto se debe comprender a la luz del todo. Esta vida se
construye y sostiene por un proyecto existencial, por una decisión fundamental, que es la que le da sentido, se llega a esta
opción por un ideal que es el móvil del comportamiento personal, y lleva a adoptar actitudes determinadas ante los distintos
acontecimientos, situaciones y tareas de la vida, dicho de otra manera, lleva a establecer y adoptar una escala de valores y
criterios fundamentales.

En este sentido, el pecado más importante y más grave será, para una persona que ha optado por un proyecto de vida cristiano,
la desviación y la renuncia a este proyecto, generando una ruptura, un cambio de orientación fundamental, un rechazo del amor
a Dios y a los demás como principio de vida.

El pecado supone la libertad de la persona. Es innegable que el ser humano esta condicionado de muchas maneras en su vida,
hasta cabe la pregunta: ¿Puede el ser humano obrar con plena libertad?, como es innegable que lo que mas ama y anhela hoy la
humanidad es la verdadera libertad.

Lo cierto es que todos nos vemos influenciados, permanentemente, y llevados a ciertas actitudes y acciones por la familia, el
ambiente en que nos movemos, la educación, y otros factores sociales… De todas maneras no asumamos un papel de “victimas”
simplemente de estas condiciones, seamos conscientes de que contribuimos también, o aceptamos libremente el mal, no
hacemos lo que hacemos simplemente porque otros quieren, somos responsables también. Si negamos nuestra libertad para
obrar el mal, negamos nuestra libertad para hacer el bien.
DIMENSIONES DEL PECADO

Todo pecado tiene tres dimensiones o vertientes:

 Es un rechazo a Dios: Dimensión religiosa


 Es un rechazo a los demás: Dimensión social – eclesial
 Es un rechazo o negación de si mismo: Dimensión personal

El Pecado como rechazo de Dios: Dimensión religiosa

Cualquier pecado tiene referencia a Dios, va contra El, esta referencia solo se entiende desde la fe, quien no cree en el Dios vivo
de Jesús, quien no cuenta con su salvación, no podrá llegar a comprenderlo.

Incluso para los mismos cristianos, es difícil poder comprenderlo y aceptarlo, y esto es porque normalmente el pecador no tiene
voluntad expresa de separarse o de rechazar a Dios. No pensamos en rechazar a Dios, nos limitamos a prescindir de El, lo
ignoramos. Sin embargo, el cristiano tiene la certeza de que Dios no es ajeno de su vida. Dios es Aquel que nos ha creado y nos
ha salvado, nuestra vocación es guardar la relación de amistad con el Padre, a mantener el SI que un día dio por el bautismo,
cumplir la voluntad de Dios…

El pecado es exactamente todo lo que se opone a todo esto:

 Negación y rechazo al amor de Dios


 Reto a la amistad y salvación que Dios nos ofrece
 Un NO de infidelidad a la Alianza
 Un rechazo del proyecto y los planes de comunión de Dios
 Un prescindir de Dios en la vida…

El pecado es ofensa a Dios en la medida en que se actúa en contra de su voluntad, la voluntad del que en Cristo nos ha salvado y
nos ha dado su Espíritu.

El pecado como rechazo de los demás: Dimensión social – eclesial

Todo pecado contra Dios es también un pecado contra la comunidad de los que están unidos y creen en Dios. El amor a Dios y el
amor a los hermanos son inseparables, hacen parte del único SI al Dios de la Alianza. Todo pecado contra el hombre es un
pecado contra Dios que vive y ama al hombre, hasta el punto de identificarse con el: “lo que hagan a los demás, a Mi me lo
hacen…” No es tan difícil comprender como nuestro pecado deja de ser una realidad explícitamente privada o individual para
afectar, repercutir y lesionar las relaciones con los demás, pero ¿Quiénes están incluidos en “los demás”?

Plano social

Por ser los seres humanos seres-con-los-demás, es evidente que la actitud personal egoísta, injusta, de odio, influyen y perturban
las relaciones con la comunidad humana, con la sociedad. También, la dimensión social del pecado se muestra también en el
influjo que unas situaciones sociales de pecado tienen en cada persona, al moverla a pecar, o por lo menos a condicionar a las
personas.

Plano eclesial

El cristiano vive en comunidad o en comunión con los demás creyentes, no solo es con los demás, sino que también es-con-los-
demás-en-cristiano. Como miembro de esta comunidad de fe y de amor, a la que se incorporo por el bautismo, tiene un deber de
dar testimonio, de colaborar a su edificación en el mundo…

Su pecado, en consecuencia, tiene una dimensión eclesial. Afecta a la comunidad, lesiona las relaciones con ella. Su pecado que
es rechazo a Dios, es a la vez, herida en la Iglesia. Pecando el cristiano falta a la misión que nace en el bautismo, no da
testimonio de su fe. De la misma manera se convierte en ocasión de escándalo.

El pecado como rechazo o negación de si mismo: Dimensión personal

Si el pecado va contra Dios y contra los demás, no puede no ir contra uno mismo, cuya realización solo es posible en referencia a
Dios y a los demás. El pecado destruye el ideal de persona y conduce a la frustración y a la negación del propio ser. La dimensión
personal del pecado indica también que todo pecado es una actitud personal, una decisión libre y consciente.

Para profundizar:

a) ¿En que medida crees que se ha perdido la conciencia de pecado hoy?¿Que piensas tu y la gente que conoces
respecto al pecado?
b) Leer los siguientes textos y comentarlos en grupo: Mc 7,14-23; 1 Co 5,9-13.

c) Leer el siguiente texto e identifica las “clases de pecado” que allí se identifican:

“La inclinación al mal, que permanece después del pecado original, y se agrava con los pecados actuales, ejerce un influjo en las
mismas estructuras sociales que en cierto modo están marcadas por el pecado del hombre. Se trata de una situación objetiva de
carácter social, político, económico y cultural, contraria al evangelio; de ella ha de responder la persona porque tiene su origen
en la libre voluntad humana, individual o de los hombres asociados entre si. En este sentido se habla con razón de pecado social,
que algunos llaman “estructural”. Todo pecado tiene siempre una dimensión social, pues la libertad de todo ser humano posee
por si misma una orientación social” (Instrumento de Trabajo Sínodo sobre Reconciliación y Penitencia (1983), N° 13).

Para orar:

“Señor, Dios, que nos llamas de las tinieblas a tu luz,

de la mentira a la verdad,

de la muerte a la vida:

infunde en nosotros tu Espíritu Santo,

que abra nuestros oídos

y fortalezca nuestros corazones,

para que percibamos nuestra vocación cristiana

y avancemos decididamente por el camino

que nos conduce a la verdadera vida.

Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.”

PERDON Y RECONCILIACION

Pongamos ahora nuestra mirada en la experiencia del perdón y la reconciliación, tomamos como punto de partida las
declaraciones que Mons. Juan del Rio Martin, Arzobispo Castrense de España realizara:

“El eclipse de Dios en la sociedad contemporánea ha traído, entre otras consecuencias, que el perdón humano se ha
“descafeinado”, se ha reducido a mera disculpa protocolaría, a venganza camuflada con el tan conocido: “yo perdono pero no
olvido” y con los “perdones históricos” para evaluar hechos del pasado con mentalidad de hoy. Este tipo de perdón ni reconcilia,
ni salva, ni es sanador porque le falta la fe en Dios que es clave para perdonar a “fondo perdido”.

De esta secularización del perdón no se ha librado algunos sectores del catolicismo donde se ha olvidado el sentido del pecado y
el significado de la misericordia eterna. En este tiempo de Cuaresma abundan las lecturas bíblicas que nos hablan de cómo es el
perdón divino y de cómo debemos perdonar a nuestros semejantes. La recuperación de la centralidad de Dios en la vida
cristiana, trae consigo la vuelta a lo genuinamente evangélico que es el amor a nuestros enemigos (cf. Mt 5,38), frente a la ley
judaica del talión y la justa venganza que predica otros credos.

Jesucristo nos revela a un Dios de misericordia “lento a la cólera y rico en piedad”. Un ejemplo de ello lo encontramos en el
evangelista Lucas que ha escogido tres parábolas que tienen una estrecha relación entre sí: la oveja perdida, la moneda
extraviada, el hijo pródigo (Lc 15). Todos han perdido algo. Es el mismo Dios, bajo la figura de un Buen Pastor o de un Padre,
quién sale a buscar al descarriado. La alegría es grande en el encuentro entre lo que estaba perdido y Aquel que lo halló.
Estamos ante el misterio del perdón divino que por muy numerosos que fueran nuestros pecados mayor es su misericordia,
porque únicamente Él: olvida y limpia el pasado del pecador, se alegra con el que ha vuelto al “aprisco” y llena con su gracia el
futuro del arrepentido. ¿Dónde hallar este tesoro de salvación? En la celebración frecuente del Sacramento de la Penitencia
donde sentimos “la mano del Buen Pastor” que nos saca de nuestras miserias y nos conduce a la “casa del Padre” para vestirnos
con la túnica de su gracia y hacernos dignos de la fiesta del banquete eucarístico.

La humildad de corazón nos posibilita a experimentar el perdón de Dios. Cuando este se conoce, la reconciliación con nuestros
semejantes tiene otras claves distintas que no son las del mundo basadas en el consenso de intereses o estrategias del
momento. Los cristianos en el perdón humano tenemos como único modelo a imitar a Jesucristo que murió amando a sus
enemigos hasta el extremo de exclamar: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc.23,34).
Desde ese acontecimiento de Muerte y Resurrección, todo ser humano es más grande que su culpa y el amor en la dimensión de
la cruz sobrepasa toda justicia, vence al odio y edifica la paz entre los hombres.”
(Fuente: Análisis Digital, 15 abril 2011)

A la luz de estas palabras, intentemos profundizar en nuestra reflexión sobre el perdón de los pecados. Todos tenemos
experiencia de la falta de reconciliación que podemos expresar así:

 La experiencia de la no-totalidad:

Por ella experimentamos la no-coincidencia con nosotros mismos, la oposición entre el ideal que tenemos y la realidad que
vivimos, la contradicción entre el deseo y los actos, en una palabra, la imposibilidad de ser “totalmente nosotros mismos”.

 La experiencia de no inocencia:

Por ella experimentamos que, en esta oposición entre ideal y realidad, no somos neutrales o indiferentes, sino que estamos
implicados con nuestra libertad y responsabilidad, y por tanto tenemos una “culpa”, no podemos declararnos simplemente
“inocentes”. Nuestra aspiración por ser inocentes se ve contradicha por nuestra realidad de “culpables” en diversas actitudes y
acciones.

 La experiencia de la de-pendencia:

Por ella el hombre, sintiéndose en medio de un mundo alienado y alienador, a través de sus múltiples mecanismos y estructuras
condicionantes, viene a percibir que su no-totalidad y su no-inocencia, no dependen exclusivamente de el, sino también de las
imposiciones del complejo social, económico, cultural… Que, siendo un “producto condicionado” a múltiples niveles, es por lo
mismo un ser dependiente, impotente, un alguien programado y planificado en alguna medida por algo distinto de si mismo.

 La experiencia de la división:

Como dice el documento que ya hemos citado, Instrumento de trabajo del Sínodo sobre La Reconciliación y la
Penitencia: “nuestro mundo parece caracterizarse sobre todo por múltiples tensiones y divisiones, que se desarrollan en círculos
concéntricos siempre mas amplios; surgen discordias y divisiones en las familias, en los diversos grupos sociales y económicos,
en naciones enteras, y finalmente en el genero humano, reducido a dos bloques opuestos” (N° 6). Esta división, motivada,
ciertamente, por las injusticias, la confrontación de intereses, el conflicto de las ideologías, la lucha por la hegemonía y el poder,
se manifiesta no solo fuera de la Iglesia, sino también dentro de la misma: división entre grupos, oposición “ideologizada” entre
personas e incluso comunidades, actitudes radicales de critica que a veces llevan a la ruptura y división con la Iglesia…

 La experiencia de la injusticia:

Es esta una triste experiencia universal. A pesar de la proclamación y defensa de los derechos humanos, no obstante la
exaltación de la dignidad y valores del hombre… cada día se incrementan mas las injusticias, las diferencias entre pobres y ricos,
el comportamiento injusto a todos los niveles: el político, el económico, el laboral-social, el religioso, el personal. En dos niveles
resalta de forma especial hoy esta injusticia: el personal, con la ausencia de reconocimiento de la persona como un “tu” singular,
en pro de un funcionamiento despersonalizado y anónimo.

(Cfr.: Borobio Dionisio, Sacramentos en Comunidad, DCB, 1984, Págs. 157 – 159)

Todas estas experiencias de ausencia de reconciliación y otras que podrán identificarse no pueden dejarnos indiferentes, todo de
una forma u otra, las padecemos y las provocamos, estamos implicados en ellas y somos responsables de ellas. Y surgen lógicas
preguntas:

¿Dónde esta la raíz ultima de estos males?¿Por que el hombre, queriendo en principio el bien, hace el mal?¿Por que, queriendo
superar toda experiencia negativa, se siente como incapaz de salir de ella?…

LA RESPUESTA: LA RECONCILIACION

Les proponemos aquí una lectura detenida de algunos números del Documento Post Sinodal, Reconciliatio et
Paenitencia. 1984) y señalar aquellos aspectos mas importantes, se trata de aquellos números del documento que
nos enseñan sobre el sentido de la Reconciliación en la vida de la Iglesia y la ministerialidad eclesial al servicio de
la Reconciliación:

“7. Como se deduce de la parábola del hijo pródigo, la reconciliación es un don de Dios, una iniciativa suya. Mas nuestra fe nos
enseña que esta iniciativa se concreta en el misterio de Cristo redentor, reconciliador, que libera al hombre del pecado en todas
sus formas. El mismo S. Pablo no duda en resumir en dicha tarea y función la misión incomparable de Jesús de Nazaret, Verbo e
Hijo de Dios hecho hombre.

También nosotros podemos partir de este misterio central de la economía de la salvación, punto clave de la cristología del
Apóstol. «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo —escribe a los Romanos— mucho
más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida. Y no solo reconciliados, sino que nos gloriamos en Dios Nuestro Señor
Jesucristo, por quien recibimos ahora la reconciliación».(22) Puesto que «Dios nos ha reconciliado con sí por medio de Cristo»,
Pablo se siente inspirado a exhortar a los cristianos de Corinto: «Reconciliaos con Dios».(23)
De esta misión reconciliadora mediante la muerte en la cruz hablaba, en otros términos, el evangelista Juan al observar que
Cristo debía morir «para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos».(24)

Pero S. Pablo nos permite ampliar más aún nuestra visión de la obra de Cristo a dimensiones cósmicas, cuando escribe que en Él,
el Padre ha reconciliado consigo todas las criaturas, las del cielo y las de la tierra.(25) Con razón se puede decir de Cristo
redentor que «en el tiempo de la ira ha sido hecho reconciliación»(26) y que, si Él es «nuestra paz»(27) es también nuestra
reconciliación.

Con toda razón, por tanto, su pasión y muerte, renovadas sacramentalmente en la Eucaristía, son llamadas por la liturgia
«Sacrificio de reconciliación»:(28) reconciliación con Dios, y también con los hermanos, puesto que Jesús mismo nos enseña que
la reconciliación fraterna ha de hacerse antes del sacrificio.(29)

Por consiguiente, partiendo de estos y de otros autorizados y significativos lugares neotestamentarios, es legítimo hacer
converger las reflexiones acerca de todo el misterio de Cristo en torno a su misión de reconciliador.

Una vez más se ha de proclamar la fe de la Iglesia en el acto redentor de Cristo, en el misterio pascual de su muerte y
resurrección, como causa de la reconciliación del hombre en su doble aspecto de liberación del pecado y de comunión de gracia
con Dios.

Y precisamente ante el doloroso cuadro de las divisiones y de las dificultades de la reconciliación entre los hombres, invito a
mirar hacia el mysterium Crucis como al drama más alto en el que Cristo percibe y sufre hasta el fondo el drama de la división
del hombre con respecto a Dios, hasta el punto de gritar con las palabras del Salmista: «Dios mío, Dios mío ¿por qué me has
abandonado?»,(30) llevando a cabo, al mismo tiempo, nuestra propia reconciliación.

La mirada fija en el misterio del Gólgota debe hacernos recordar siempre aquella dimensión «vertical» de la división y de la
reconciliación en lo que respecta a la relación hombre-Dios, que para la mirada de la fe prevalece siempre sobre la dimensión
«horizontal», esto es, sobre la realidad de la división y sobre la necesidad de la reconciliación entre los hombres. Nosotros
sabemos, en efecto, que tal reconciliación entre los mismos no es y no puede ser sino el fruto del acto redentor de Cristo, muerto
y resucitado para derrotar el reino del pecado, restablecer la alianza con Dios y de este modo derribar el muro de separación(31)
que el pecado había levantado entre los hombres.

La Iglesia reconciliadora

8. Pero como decía San León Magno hablando de la pasión de Cristo, «todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la
reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también en la
eficacia de lo que él realiza en el presente».(32)

Experimentamos la reconciliación realizada en su humanidad mediante la eficacia de los sagrados misterios celebrados por su
Iglesia, por la que Él se entregó a sí mismo y la ha constituido signo y, al mismo tiempo, instrumento de salvación.

Así lo afirma San Pablo cuando escribe que Dios ha dado a los apóstoles de Cristo una participación en su obra reconciliadora.
«Dios —nos dice— ha confiado el misterio de la reconciliación… y la palabra de reconciliación».(33)

En las manos y labios de los apóstoles, sus mensajeros, el Padre ha puesto misericordiosamente un ministerio de reconciliación
que ellos llevan a cabo de manera singular, en virtud del poder de actuar «in persona Christi». Mas también a toda la comunidad
de los creyentes, a todo el conjunto de la Iglesia, le ha sido confiada la palabra de reconciliación, esto es, la tarea de hacer todo
lo posible para dar testimonio de la reconciliación y llevarla a cabo en el mundo.

Se puede decir que también el Concilio Vaticano II, al definir la Iglesia como un «sacramento, o sea signo e instrumento de la
íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano», —y al señalar como función suya la de lograr la «plena unidad
en Cristo» para «todos los hombres, unidos hoy más íntimamente por toda clase de relaciones»—(34) reconocía que la Iglesia
debe buscar ante todo llevar a los hombres a la reconciliación plena.

En conexión íntima con la misión de Cristo se puede, pues, condensar la misión —rica y compleja— de la Iglesia en la tarea —
central para ella— de la reconciliación del hombre: con Dios, consigo mismo, con los hermanos, con todo lo creado; y esto de
modo permanente, porque —como he dicho en otra ocasión— «la Iglesia es por su misma naturaleza siempre reconciliadora».
(35)

La Iglesia es reconciliadora en cuanto proclama el mensaje de la reconciliación, como ha hecho siempre en su historia desde el
Concilio apostólico de Jerusalén(36) hasta el último Sínodo y el reciente Jubileo de la Redención. La originalidad de esta
proclamación estriba en el hecho de que para la Iglesia la reconciliación está estrechamente relacionada con la conversión del
corazón; éste es el camino obligado para el entendimiento entre los seres humanos.

La Iglesia es reconciliadora también en cuanto muestra al hombre las vías y le ofrece los medios para la antedicha cuádruple
reconciliación. Las vías son, en concreto, las de la conversión del corazón y de la victoria sobre el pecado, ya sea éste el egoísmo
o la injusticia, la prepotencia o la explotación de los demás, el apego a los bienes materiales o la búsqueda desenfrenada del
placer. Los medios son: el escuchar fiel y amorosamente la Palabra de Dios, la oración personal y comunitaria y, sobre todo, los
sacramentos, verdaderos signos e instrumentos de reconciliación entre los que destaca —precisamente bajo este aspecto— el
que con toda razón llamamos Sacramento de reconciliación o de la Penitencia, sobre el cual volveremos más adelante.

La Iglesia reconciliada
9. Mi venerado Predecesor Pablo VI ha tenido el mérito de poner en claro que, para ser evangelizadora, la Iglesia debe comenzar
mostrándose ella misma evangelizada, esto es, abierta al anuncio pleno e íntegro de la Buena Nueva de Jesucristo, escuchándola
y poniéndola en práctica.(37) También yo, al recoger en un documento orgánico las reflexiones de la IV Asamblea General del
Sínodo, he hablado de una Iglesia que se catequiza en la medida en que lleva a cabo la catequesis.(38)

Dado que también se aplica al tema que estoy tratando, no dudo ahora en volver a tomar la comparación para reafirmar que la
Iglesia, para ser reconciliadora, ha de comenzar por ser una Iglesia reconciliada. En esta expresión simple y clara subyace la
convicción de que la Iglesia, para anunciar y promover de modo más eficaz al mundo la reconciliación, debe convertirse cada vez
más en una comunidad (aunque se trate de la «pequeña grey» de los primeros tiempos) de discípulos de Cristo, unidos en el
empeño de convertirse continuamente al Señor y de vivir como hombres nuevos en el espíritu y práctica de la reconciliación.

Frente a nuestros contemporáneos —tan sensibles a la prueba del testimonio concreto de vida— la Iglesia está llamada a dar
ejemplo de reconciliación ante todo hacia dentro; por esta razón, todos debemos esforzarnos en pacificar los ánimos, moderar las
tensiones, superar las divisiones, sanar las heridas que se hayan podido abrir entre hermanos, cuando se agudiza el contraste de
las opciones en el campo de lo opinable, buscando por el contrario, estar unidos en lo que es esencial para la fe y para la vida
cristiana, según la antigua máxima: In dubiis libertas, in necessariis unitas, in omnibus caritas.

Según este mismo criterio, la Iglesia debe poner en acto también su dimensión ecuménica. En efecto, para ser enteramente
reconciliada, ella sabe que ha de proseguir en la búsqueda de la unidad entre aquellos que se honran en llamarse cristianos, pero
que están separados entre sí —incluso en cuanto Iglesias o Comuniones— y de la Iglesia de Roma. Esta busca una unidad que,
para ser fruto y expresión de reconciliación verdadera, no trata de fundarse ni sobre el disimulo de los puntos que dividen, ni en
compromisos tan fáciles cuanto superficiales y frágiles. La unidad debe ser el resultado de una verdadera conversión de todos,
del perdón recíproco, del diálogo teológico y de las relaciones fraternas, de la oración, de la plena docilidad a la acción del
Espíritu Santo, que es también Espíritu de reconciliación.

Por último, la Iglesia para que pueda decirse plenamente reconciliada, siente que ha de empeñarse cada vez más en llevar el
Evangelio a todas las gentes, promoviendo el «diálogo de la salvación»,(39) a aquellos amplios sectores de la humanidad en el
mundo contemporáneo que no condividen su fe y que, debido a un creciente secularismo, incluso toman sus distancias respecto
de ella o le oponen una fría indiferencia, si no la obstaculizan y la persiguen. La Iglesia siente el deber de repetir a todos con San
Pablo: «Reconciliaos con Dios».(40)

En cualquier caso, la Iglesia promueve una reconciliación en la verdad, sabiendo bien que no son posibles ni la reconciliación ni la
unidad contra o fuera de la verdad.

10. Por ser una comunidad reconciliada y reconciliadora, la Iglesia no puede olvidar que en el origen mismo de su don y de su
misión reconciliadora se halla la iniciativa llena de amor compasivo y misericordioso del Dios que es amor(41) y que por amor ha
creado a los hombres;(42) los ha creado para que vivan en amistad con Él y en mutua comunión.

La reconciliación viene de Dios

Dios es fiel a su designio eterno incluso cuando el hombre, empujado por el Maligno(43) y arrastrado por su orgullo, abusa de la
libertad que le fue dada para amar y buscar el bien generosamente, negándose a obedecer a su Señor y Padre; continúa siéndolo
incluso cuando el hombre, en lugar de responder con amor al amor de Dios, se le enfrenta como a un rival, haciéndose ilusiones
y presumiendo de sus propias fuerzas, con la consiguiente ruptura de relaciones con Aquel que lo creó. A pesar de esta
prevaricación del hombre, Dios permanece fiel al amor. Ciertamente, la narración del paraíso del Edén nos hace meditar sobre
las funestas consecuencias del rechazo del Padre, lo cual se traduce en un desorden en el interior del hombre y en la ruptura de
la armonía entre hombre y mujer, entre hermano y hermano.(44) También la parábola evangélica de los dos hijos —que de
formas diversas se alejan del padre, abriendo un abismo entre ellos— es significativa. El rechazo del amor paterno de Dios y de
sus dones de amor está siempre en la raíz de las divisiones de la humanidad.

Pero nosotros sabemos que Dios «rico en misericordia»(45) a semejanza del padre de la parábola, no cierra el corazón a ninguno
de sus hijos. Él los espera, los busca, los encuentra donde el rechazo de la comunión los hace prisioneros del aislamiento y de la
división, los llama a reunirse en torno a su mesa en la alegría de la fiesta del perdón y de la reconciliación.

Esta iniciativa de Dios se concreta y manifiesta en el acto redentor de Cristo que se irradia en el mundo mediante el ministerio de
la Iglesia.

En efecto, según nuestra fe, el Verbo de Dios se hizo hombre y ha venido a habitar la tierra de los hombres; ha entrado en la
historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí.(46) Él nos ha revelado que Dios es amor y que nos ha dado el
«mandamiento nuevo»(47) del amor, comunicándonos al mismo tiempo la certeza de que la vía del amor se abre a todos los
hombres, de tal manera que el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal no es vano.(48) Venciendo con la muerte en la cruz
el mal y el poder del pecado con su total obediencia de amor, Él ha traído a todos la salvación y se ha hecho «reconciliación»
para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo.

La Iglesia, continuando el anuncio de reconciliación que Cristo hizo resonar por las aldeas de Galilea y de toda Palestina,(49) no
cesa de invitar a la humanidad entera a convertirse y a creer en la Buena Nueva. Ella habla en nombre de Cristo, haciendo suya
la apelación del apóstol Pablo que ya hemos mencionado: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por
medio de nosotros. Por eso os rogamos: reconciliaos con Dios».(50)

Quien acepta esta llamada entra en la economía de la reconciliación y experimenta la verdad contenida en aquel otro anuncio de
San Pablo, según el cual Cristo «es nuestra paz; él hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de separación, la enemistad…
estableciendo la paz, y reconciliándolos a ambos en un solo cuerpo con Dios por la cruz».(51) Aunque este texto se refiere
directamente a la superación de la división religiosa dentro de Israel en cuanto pueblo elegido del Antiguo Testamento y a los
otros pueblos llamados todos ellos a formar parte de la Nueva Alianza, en él encontramos, sin embargo, la afirmación de la nueva
universalidad espiritual, querida por Dios y por Él realizada mediante el sacrificio de su Hijo, el Verbo hecho hombre, en favor de
todos aquellos que se convierten y creen en Cristo, sin exclusiones ni limitaciones de ninguna clase. Por tanto, todos —cada
hombre, cada pueblo— hemos sido llamados a gozar de los frutos de esta reconciliación querida por Dios.

La Iglesia, gran sacramento de reconciliación

11. La Iglesia tiene la misión de anunciar esta reconciliación y de ser el sacramento de la misma en el mundo. Sacramento, o sea,
signo e instrumento de reconciliación es la Iglesia por diferentes títulos de diverso valor, pero todos ellos orientados a obtener lo
que la iniciativa divina de misericordia quiere conceder a los hombres.

Lo es, sobre todo, por su existencia misma de comunidad reconciliada, que testimonia y representa en el mundo la obra de
Cristo.

Además, lo es por su servicio como guardiana e intérprete de la Sagrada Escritura, qu es gozosa nueva de reconciliación en
cuanto que, generación tras generación, hace conocer el designio amoroso de Dios e indica a cada una de ellas los caminos de la
reconciliación universal en Cristo.

Por último, lo es también por los siete sacramentos que, cada uno de ellos en modo peculiar «edifican la Iglesia».(52) De hecho,
puesto que conmemoran y renuevan el misterio de la Pascua de Cristo, todos los sacramentos son fuente de vida para la Iglesia
y, en sus manos, instrumentos de conversión a Dios y de reconciliación de los hombres.”

Les invitamos ahora a leer cuidadosamente los números del mismo documento que nos enseña sobre el
Sacramento de la Reconciliación:

“30. De la revelación del valor de este ministerio y del poder de perdonar los pecados, conferido por Cristo a los Apóstoles y a
sus sucesores, se ha desarrollado en la Iglesia la conciencia del signo del perdón, otorgado por medio del Sacramento de la
Penitencia. Este da la certeza de que el mismo Señor Jesús instituyó y confió a la Iglesia —como don de su benignidad y de su
«filantropía»(172) ofrecida a todos— un Sacramento especial para el perdón de los pecados cometidos después del Bautismo.

La práctica de este Sacramento, por lo que se refiere a su celebración y forma, ha conocido un largo proceso de desarrollo, como
atestiguan los sacramentarios más antiguos, las actas de Concilios y de Sínodos episcopales, la predicación de los Padres y la
enseñanza de los Doctores de la Iglesia. Pero sobre la esencia del Sacramento ha quedado siempre sólida e inmutable en la
conciencia de la Iglesia la certeza de que, por voluntad de Cristo, el perdón es ofrecido a cada uno por medio de la absolución
sacramental, dada por los ministros de la Penitencia; es una certeza reafirmada con particular vigor tanto por el Concilio de
Trento,(173) como por el Concilio Vaticano II: «Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de
Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a
su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones».(174) Y como dato esencial de fe sobre el valor y la finalidad de la
Penitencia se debe reafirmar que Nuestro Salvador Jesucristo instituyó en su Iglesia el Sacramento de la Penitencia, para que los
fieles caídos en pecado después del Bautismo recibieran la gracia y se reconciliaran con Dios.(175)

La fe de la Iglesia en este Sacramento comporta otras verdades fundamentales, que son ineludibles. El rito sacramental de la
Penitencia, en su evolución y variación de formas prácticas, ha conservado siempre y puesto de relieve estas verdades. El
Concilio Vaticano II, al prescribir la reforma de tal rito, deseaba que éste expresara aún más claramente tales verdades,(176) y
esto ha tenido lugar con el nuevo Rito de la Penitencia.(177) En efecto, éste ha tomado en su integridad la doctrina de la
tradición recogida por el Concilio Tridentino, transfiriéndola de su particular contexto histórico (el de un decidido esfuerzo de
esclarecimiento doctrinal ante las graves desviaciones de la enseñanza genuina de la Iglesia) para traducirla fielmente en
términos más ajustados al contexto de nuestro tiempo.

Algunas convicciones fundamentales

31. Las mencionadas verdades, reafirmadas con fuerza y claridad por el Sínodo, y presentes en las Propositiones, pueden
resumirse en las siguientes convicciones de fe, en torno a las que se reúnen las demás afirmaciones de la doctrina católica sobre
el Sacramento de la Penitencia.

I. La primera convicción es que, para un cristiano, el Sacramento de la Penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y
la remisión de sus pecados graves cometidos después del Bautismo. Ciertamente, el Salvador y su acción salvífica no están
ligados a un signo sacramental, de tal manera que no puedan en cualquier tiempo y sector de la historia de la salvación actuar
fuera y por encima de los Sacramentos. Pero en la escuela de la fe nosotros aprendemos que el mismo Salvador ha querido y
dispuesto que los humildes y preciosos Sacramentos de la fe sean ordinariamente los medios eficaces por los que pasa y actúa
su fuerza redentora. Sería pues insensato, además de presuntuoso, querer prescindir arbitrariamente de los instrumentos de
gracia y de salvación que el Señor ha dispuesto y, en su caso específico, pretender recibir el perdón prescindiendo del
Sacramento instituido por Cristo precisamente para el perdón. La renovación de los ritos, realizada después del Concilio, no
autoriza ninguna ilusión ni alteración en esta dirección. Esta debía y debe servir, según la intención de la Iglesia, para suscitar en
cada uno de nosotros un nuevo impulso de renovación de nuestra actitud interior, esto es, hacia una comprensión más profunda
de la naturaleza del Sacramento de la Penitencia; hacia una aceptación del mismo más llena de fe, no ansiosa sino confiada;
hacia una mayor frecuencia del Sacramento, que se percibe como lleno del amor misericordioso del Señor.

II. La segunda convicción se refiere a la función del Sacramento de la Penitencia para quien acude a él. Este es, según la
concepción tradicional más antigua, una especie de acto judicial; pero dicho acto se desarrolla ante un tribunal de misericordia,
más que de estrecha y rigurosa justicia, de modo que no es comparable sino por analogía a los tribunales humanos,(178) es
decir, en cuanto que el pecador descubre allí sus pecados y su misma condición de criatura sujeta al pecado; se compromete a
renunciar y a combatir el pecado; acepta la pena (penitencia sacramental) que el confesor le impone, y recibe la absolución.

Pero reflexionando sobre la función de este Sacramento, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio
en el sentido indicado, un carácter terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es frecuente en el Evangelio
la presentación de Cristo como médico,(179) mientras su obra redentora es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana,
«medicina salutis». «Yo quiero curar, no acusar», decía san Agustín refiriéndose a la práctica de la pastoral penitencial,(180) y es
gracias a la medicina de la confesión que la experiencia del pecado no degenera en desesperación.(181) El Rito de la Penitencia
alude a este aspecto medicinal del Sacramento,(182) al que el hombre contemporáneo es quizás más sensible, viendo en el
pecado, ciertamente, lo que comporta de error, pero todavía más lo que demuestra en orden a la debilidad y enfermedad
humana.

Tribunal de misericordia o lugar de curación espiritual; bajo ambos aspectos el Sacramento exige un conocimiento de lo íntimo
del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo. Y precisamente por esto el Sacramento implica, por parte del
penitente, la acusación sincera y completa de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada no sólo por objetivos
ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación), sino inherente a la naturaleza misma del Sacramento.

III. La tercera convicción, que quiero acentuar se refiere a las realidades o partes que componen el signo sacramental del perdón
y de la reconciliación. Algunas de estas realidades son actos del penitente, de diversa importancia, pero indispensable cada uno
o para la validez e integridad del signo, o para que éste sea fructuoso.

Una condición indispensable es, ante todo, la rectitud y la transparencia de la conciencia del penitente. Un hombre no se pone en
el camino de la penitencia verdadera y genuina, hasta que no descubre que el pecado contrasta con la norma ética, inscrita en la
intimidad del propio ser;(183) hasta que no reconoce haber hecho la experiencia personal y responsable de tal contraste; hasta
que no dice no solamente «existe el pecado», sino «yo he pecado»; hasta que no admite que el pecado ha introducido en su
conciencia una división que invade todo su ser y lo separa de Dios y de los hermanos. El signo sacramental de esta transparencia
de la conciencia es el acto tradicionalmente llamado examen de conciencia, acto que debe ser siempre no una ansiosa
introspección psicológica, sino la confrontación sincera y serena con la ley moral interior, con las normas evangélicas propuestas
por la Iglesia, con el mismo Cristo Jesús, que es para nosotros maestro y modelo de vida, y con el Padre celestial, que nos llama
al bien y a la perfección.(184)

Pero el acto esencial de la Penitencia, por parte del penitente, es la contrición, o sea, un rechazo claro y decidido del pecado
cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo,(185) por el amor que se tiene a Dios y que renace con el
arrepentimiento. La contrición, entendida así, es, pues, el principio y el alma de la conversión, de la metánoia evangélica que
devuelve el hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al padre, y que tiene en el Sacramento de la Penitencia su signo
visible, perfeccionador de la misma atrición. Por ello, «de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia».186

Remitiendo a cuanto la Iglesia, inspirada por la Palabra de Dios, enseña sobre la contrición, me urge subrayar aquí un aspecto de
tal doctrina, que debe conocerse mejor y tenerse presente. A menudo se considera la conversión y la contrición bajo el aspecto
de las innegables exigencias que ellas comportan, y de la mortificación que imponen en vista de un cambio radical de vida. Pero
es bueno recordar y destacar que contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo
encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y,
con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados,(187) que la mayoría de los hombres de nuestro
tiempo ha dejado de gustar.

Se comprende, pues, que desde los primeros tiempos cristianos, siguiendo a los Apóstoles y a Cristo, la Iglesia ha incluido en el
signo sacramental de la Penitencia la acusación de los pecados. Esta aparece tan importante que, desde hace siglos, el nombre
usual del Sacramento ha sido y es todavía el de confesión. Acusar los pecados propios es exigido ante todo por la necesidad de
que el pecador sea conocido por aquel que en el Sacramento ejerce el papel de juez —el cual debe valorar tanto la gravedad de
los pecados, como el arrepentimiento del penitente— y a la vez hace el papel de médico, que debe conocer el estado del
enfermo para ayudarlo y curarlo. Pero la confesión individual tiene también el valor de signo; signo del encuentro del pecador
con la mediación eclesial en la persona del ministro; signo del propio reconocerse ante Dios y ante la Iglesia como pecador, del
comprenderse a sí mismo bajo la mirada de Dios. La acusación de los pecados, pues, no se puede reducir a cualquier intento de
autoliberación psicológica, aunque corresponde a la necesidad legítima y natural de abrirse a alguno, la cual es connatural al
corazón humano; es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad, humilde y sobrio en la grandeza de su significado. Es el
gesto del hijo pródigo que vuelve al padre y es acogido por él con el beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía; gesto de
entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia que perdona.(188) Se comprende entonces por qué la acusación
de los pecados debe ser ordinariamente individual y no colectiva, ya que el pecado es un hecho profundamente personal. Pero, al
mismo tiempo, esta acusación arranca en cierto modo el pecado del secreto del corazón y, por tanto, del ámbito de la pura
individualidad, poniendo de relieve también su carácter social, porque mediante el ministro de la Penitencia es la Comunidad
eclesial, dañada por el pecado, la que acoge de nuevo al pecador arrepentido y perdonado.

Otro momento esencial del Sacramento de la Penitencia compete ahora al confesor juez y médico, imagen de Dios Padre que
acoge y perdona a aquél que vuelve: es la absolución. Las palabras que la expresan y los gestos que la acompañan en el antiguo
y en el nuevo Rito de la Penitencia revisten una sencillez significativa en su grandeza. La fórmula sacramental: «Yo te
absuelvo…», y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiestan que en aquel momento el
pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios. Es el momento en el que, en respuesta al
penitente, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la
Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al mismo penitente como «misericordia más fuerte que la culpa y la
ofensa», según la definí en la Encíclica Dives in misericordia. Dios es siempre el principal ofendido por el pecado —«tibi soli
peccavi»— , y sólo Dios puede perdonar. Por esto la absolución que el Sacerdote, ministro del perdón —aunque él mismo sea
pecador— concede al penitente, es el signo eficaz de la intervención del Padre en cada absolución y de la «resurrección» tras la
«muerte espiritual», que se renueva cada vez que se celebra el Sacramento de la Penitencia. Solamente la fe puede asegurar
que en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misteriosa intervención del Salvador.
La satisfacción es el acto final, que corona el signo sacramental de la Penitencia. En algunos Países lo que el penitente
perdonado y absuelto acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama precisamente penitencia. ¿Cuál es el
significado de esta satisfacción que se hace, o de esta penitencia que se cumple? No es ciertamente el precio que se paga por el
pecado absuelto y por el perdón recibido; porque ningún precio humano puede equivaler a lo que se ha obtenido, fruto de la
preciosísima Sangre de Cristo. Las obras de satisfacción —que, aun conservando un carácter de sencillez y humildad, deberían
ser más expresivas de lo que significan— «quieren decir cosas importantes: son el signo del compromiso personal que el
cristiano ha asumido ante Dios, en el Sacramento, de comenzar una existencia nueva (y por ello no deberían reducirse solamente
a algunas fórmulas a recitar, sino que deben consistir en acciones de culto, caridad, misericordia y reparación); incluyen la idea
de que el pecador perdonado es capaz de unir su propia mortificación física y espiritual, buscada o al menos aceptada, a la
Pasión de Jesús que le ha obtenido el perdón; recuerdan que también después de la absolución queda en el cristiano una zona de
sombra, debida a las heridas del pecado, a la imperfección del amor en el arrepentimiento, a la debilitación de las facultades
espirituales en las que obra un foco infeccioso de pecado, que siempre es necesario combatir con la mortificación y la penitencia.
Tal es el significado de la humilde, pero sincera, satisfacción.(189)

IV. Queda por hacer una breve alusión a otras importantes convicciones sobre el Sacramento de la Penitencia.

Ante todo, hay que afirmar que nada es más personal e íntimo que este Sacramento en el que el pecador se encuentra ante Dios
solo con su culpa, su arrepentimiento y su confianza. Nadie puede arrepentirse en su lugar ni puede pedir perdón en su nombre.
Hay una cierta soledad del pecador en su culpa, que se puede ver dramáticamente representada en Caín con el pecado «como
fiera acurrucada a su puerta», como dice tan expresivamente el Libro del Génesis, y con aquel signo particular de maldición,
marcado en su frente;(190) o en David, reprendido por el profeta Natán;(191) o en el hijo pródigo, cuando toma conciencia de la
condición a la que se ha reducido por el alejamiento del padre y decide volver a él:(192) todo tiene lugar solamente entre el
hombre y Dios. Pero al mismo tiempo es innegable la dimensión social de este Sacramento, en el que es la Iglesia entera —la
militante, la purgante y la gloriosa del Cielo— la que interviene para socorrer al penitente y lo acoge de nuevo en su regazo,
tanto más que toda la Iglesia había sido ofendida y herida por su pecado. El Sacerdote, ministro de la penitencia, aparece en
virtud de su ministerio sagrado como testigo y representante de esa dimensión eclesial. Son dos aspectos complementarios del
Sacramento: la individualidad y la eclesialidad, que la reforma progresiva del rito de la Penitencia, especialmente la del Ordo
Paenitencia promulgada por Pablo VI, ha tratado de poner de relieve y de hacer más significativos en su celebración.

V. Hay que subrayar también que el fruto más precioso del perdón obtenido en el Sacramento de la Penitencia consiste en la
reconciliación con Dios, la cual tiene lugar en la intimidad del corazón del hijo pródigo, que es cada penitente. Pero hay que
añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas
causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más intimo de su propio ser, en el que
recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con
la Iglesia; se reconcilia con toda la creación. De tal convencimiento, al terminar la celebración —y siguiendo la invitación de la
Iglesia— surge en el penitente el sentimiento de agradecimiento a Dios por el don de la misericordia recibida.

Cada confesionario es un lugar privilegiado y bendito desde el cual, canceladas las divisiones, nace nuevo e incontaminado un
hombre reconciliado, un mundo reconciliado.

VI. Finalmente, tengo particular interés en hacer una última consideración, que se dirige a todos nosotros Sacerdotes que somos
los ministros del Sacramento de la Penitencia, pero que somos también —y debemos serlo— sus beneficiarios. La vida espiritual y
pastoral del Sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente
práctica personal del Sacramento de la Penitencia.(193) La celebración de la Eucaristía y el ministerio de los otros Sacramentos,
el celo pastoral, la relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el Obispo, la vida de oración, en una
palabra toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el
recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se
confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la
Comunidad de la que es pastor.

Pero añado también que el Sacerdote —incluso para ser un ministro bueno y eficaz de la Penitencia— necesita recurrir a la fuente
de gracia y santidad presente en este Sacramento. Nosotros Sacerdotes basándonos en nuestra experiencia personal, podemos
decir con toda razón que, en la medida en la que recurrimos atentamente al Sacramento de la Penitencia y nos acercamos al
mismo con frecuencia y con buenas disposiciones, cumplimos mejor nuestro ministerio de confesores y aseguramos el beneficio
del mismo a los penitentes. En cambio, este ministerio perdería mucho de su eficacia, si de algún modo dejáramos de ser buenos
penitentes. Tal es la lógica interna de este gran Sacramento. Él nos invita a todos nosotros, Sacerdotes de Cristo, a una renovada
atención en nuestra confesión personal.

A su vez, la experiencia personal es, y debe ser hoy, un estímulo para el ejercicio diligente, regular, paciente y fervoroso del
sagrado ministerio de la Penitencia, en que estamos comprometidos en virtud de nuestro sacerdocio, de nuestra vocación a ser
pastores y servidores de nuestros hermanos. También con la presente Exhortación dirijo, pues, una insistente invitación a todos
los Sacerdotes del mundo, especialmente a mis Hermanos en el episcopado y a los Párrocos, a que faciliten con todas sus fuerzas
la frecuencia de los fieles a este Sacramento, y pongan en acción todos los medios posibles y convenientes, busquen todos los
caminos para hacer llegar al mayor número de nuestros hermanos la «gracia que nos ha sido dada» mediante la Penitencia para
la reconciliación de cada alma y de todo el mundo con Dios en Cristo.”

ANEXO:

Ofrecemos un modelo de examen de conciencia para prepararse al Sacramento de la Reconciliación:

1. ¿He dudado o negado las verdades de la fe católica?

2. ¿He practicado la superstición o el espiritismo?


3. ¿Me he acercado indignamente a recibir algún sacramento?

4. ¿He blasfemado? ¿He jurado sin necesidad o sin verdad?

5. ¿Creo todo lo que enseña la Iglesia Católica?

6. ¿Hago con desgana las cosas que se refieren a Dios?

7. ¿He faltado a Misa los domingos o días festivos? ¿He cumplido los días de ayuno y abstinencia?

8. ¿He callado en la confesión por vergüenza algún pecado mortal?

9. ¿Manifiesto respeto y cariño a mis padres y familiares?

10. ¿Soy amable con los extraños y me falta esa amabilidad en la vida de familia?

11. ¿He dado mal ejemplo a las personas que me rodean? ¿Les corrijo con cólera o injustamente?

12. ¿Me he preocupado de la formación religiosa y moral de las personas que viven en mi casa o que dependen de mí?

13. ¿He fortalecido la autoridad de mi cónyuge, evitando reprenderle, contradecirle o discutirle delante de los hijos?

14. ¿Me quejo delante de la familia de la carga que suponen las obligaciones domésticas?

15. ¿Tengo enemistad, odio o rencor contra alguien?

16. ¿Evito que las diferencias políticas o profesionales degeneren en indisposición, malquerencia u odio hacia las personas?

17. ¿He hecho daño a otros de palabra o de obra?

18. ¿He practicado, aconsejado o facilitado el grave crimen del aborto?

19. ¿Me he embriagado, bebido con exceso o tomado drogas?

20. ¿He descuidado mi salud? ¿He sido imprudente en la conducción de vehículos?

21. ¿He sido causa de que otros pecasen por mi conversación, mi modo de vestir, mi asistencia a algún espectáculo o con el
préstamo de algún libro o revista? ¿He tratado de reparar el escándalo?

22. ¿He sido perezoso en el cumplimiento de mis deberes? ¿Retraso con frecuencia el momento de ponerme a trabajar o a
estudiar?

23. ¿He aceptado pensamientos o miradas impuras?

24. ¿He realizado actos impuros? ¿Solo o con otras personas? ¿Del mismo o distinto sexo? ¿En cuántas ocasiones? ¿Hice algo por
impedir las consecuencias de esas relaciones?

25. Antes de asistir a un espectáculo o de leer un libro, me entero de su calificación moral?

26. ¿He usado indebidamente el matrimonio? ¿Acepto y vivo conforme a la doctrina de la Iglesia en esta materia?

27. ¿He tomado dinero o cosas que no son mías? ¿En su caso, he restituido o reparado?

28. ¿He engañado a otros cobrando más de lo debido?

29. ¿He malgastado el dinero? ¿Doy limosna según mi posición?

30. ¿He prestado mi apoyo a programas de acción social o política inmorales o anticristianos?

31. ¿He dicho mentiras? ¿He reparado el daño que haya podido seguirse?

32. ¿He descubierto, sin causa justa, defectos graves de otras personas?
33. ¿He hablado o pensado mal de otros? ¿He calumniado?

34. ¿Soy ejemplar en mi trabajo? ¿Utilizo cosas de la empresa en provecho propio o faltando a la justicia?

35. ¿Estoy dispuesto a sufrir una merma en mi reputación profesional antes de cometer o cooperar formalmente en una
injusticia?

36. ¿Me preocupo de influir –con naturalidad y sin respetos humanos– para hacer más cristiano el ambiente a mi alrededor? ¿Sé
defender a Cristo y a la doctrina de la Iglesia?

37. ¿Hago el propósito de plantearme más en serio mi formación cristiana y mis relaciones con Dios?

Interior de la cúpula del Baptisterio Neoniano (siglo V). Ravena.

Ficha de Estudio 2.

EL DON DE LA VIDA NUEVA,

otorgada en la Iglesia por el Bautismo y la Confirmación

EL DON DE LA VIDA NUEVA

El Bautismo.

Es común entre nosotros escuchar y decir que el Bautismo nos hace participar de la muerte y resurrección de Jesús, nos da una
vida nueva, nos hace hijos de Dios, miembros de la Iglesia…. Pero, ¿Cómo comprender esto en verdad?

Un conocido autor dice: “El bautismo es un baño de purificación, travesía, salud, transito a otro reino; es muerte y resurrección
con Cristo, comunicación del Espíritu, nueva creación, renacimiento, impresión del sello escatológico; es incorporación al Cuerpo
de Cristo. Hace al cristiano miembro y ciudadano del pueblo de Dios, es entrada en la alianza de Dios. Es concesión de la
herencia de la vida, acto de la justicia divina, por la que nos adviene la justificación y la adopción; es santificación e iluminación;
nos reviste de la vestidura nueva, es decir, de Cristo. En resumen, es señorío de Cristo, escatología actualizada, don anticipado
de la plenitud de salvación”. (J. Jeremías).

Detengámonos en algunos de los aspectos más importantes:

EL BAUTISMO MUERTE Y RESURRECCION DE CRISTO

El bautismo en la Iglesia tiene la novedad de su intrínseca relación con Cristo, en el Nuevo Testamento, esta realidad se expresa
en la formula: “bautismo en el nombre de Jesús, de Jesucristo o del Señor Jesús”, podemos leer los siguientes textos:

Hechos 2,38; 10,48; 8,16; 19,5.

Con esta formula se expresan dos aspectos relevantes:

a) Jesús es el fundamento del bautismo.

b) Jesús es quien acoge y toma posesión del bautismo, y que toda la vida queda orientada a El.

Esta novedad del bautismo en la Iglesia se expresa también en la formula: “con-morir y con-resucitar”con Cristo por el agua,
leamos los siguientes textos:

Romanos 6,1-11; Colosenses 2,11-13.

Con esta formula se expresa que el rito exterior de inmersión es imagen simbólica sacramental de la muerte de Cristo, que nos
hace participar del mismo acontecimiento pascual que representa, esta participación es de un modo mistérico y sacramental.

TRANSFORMACION EN EL ESPIRITU
Ser bautizados en el Espíritu es lo mismo que ser bautizados en Cristo Jesús, el Espíritu del bautismo es el Espíritu de Cristo, a
través del cual se comunica inmediatamente Cristo.

San Pablo lo expresa así: “han sido lavados, han sido purificados, han sido justificados en el nombre de Jesucristo y por el Espíritu
de nuestro Dios” (1 Corintios 6,11)

Aquí debemos destacar cuatro aspectos principales del bautismo en el Espíritu:

a) La comunicación inmediata del mismo Cristo (Espíritu de Cristo).

b) La autocomunicación del Espíritu como don operante y transformante (1 Corintios 1,22; Efesios 1,13; Romanos 5,5).

c) El nacimiento nuevo o nueva creación (Juan 3,3-5; Tito 3,4-7; 2 Corintios 5,7; Colosenses 3,10).

d) La incorporación a la Iglesia para la constitución del Cuerpo de Cristo (1 Corintios 12,13; 2,41-47).

Todos estos efectos son obrados por el bautismo, no debido a la virtud del agua, sino gracias a la bendición o epiclesis por la que
el Espíritu desciende sobre el agua. La epiclesis es, junto con la formula bautismal, parte esencial del sacramento. El Espíritu es
el sentido original, la causa transformante, y el don gratuito del bautismo.

VIDA NUEVA Y FILIACION DIVINA

El cristiano participa de la vida nueva que procede de Cristo en el Espíritu, porque el bautismo es “en Cristo” y “en el Espíritu”,
así el bautizado comienza a vivir “en Cristo” y “según el Espíritu”. No se trata de un simple cambio formal, ni de una simple
modificación operativa, sino de una transformación real y ontológica, que nos hace ser y caminar en novedad de vida y nos da
una nueva identidad: la cristiana. Así lo expresa Cirilo de Jerusalén, recogiendo el contenido dicho en el Nuevo Testamento:
“Bautizados en Cristo y revestidos de Cristo, habéis sido hechos semejantes al Hijo de Dios. Porque Dios nos predestino para la
adopción, nos hizo conformes al cuerpo glorioso de Cristo… Fuisteis convertidos en Cristo al recibir el anticipo del Espíritu Santo”
(Cirilo de Jerusalén, Cat. 21; Myst. 3,1-3).

INCORPORACION Y EDIFICACION DE LA IGLESIA

El apóstol Pablo es quien nos brinda los suficientes elementos para llegar a comprender la dimensión eclesial del bautismo, que
al mismo tiempo realiza la inserción a Cristo, la unión al Espíritu, y la incorporación al Cuerpo de Cristo en la unidad del Espíritu,
para Pablo, lo mismo que el paso del mar Rojo dio origen al Pueblo de Dios, el bautismo hace nacer el pueblo de la Iglesia (1
Corintios 10,1 ss.). El bautismo es, para el apóstol el medio por el cual se pasa a ser miembro del cuerpo de Cristo, en la unidad
del Espíritu y en la diversidad de carismas (1 Corintios 12,13; 12,4-11).

En el libro de los Hechos de los Apóstoles, se indica que el bautismo es una “incorporación”, una “agregación” a la comunidad de
los creyentes (Hech 2,41; 5,16; 11,24; 9,13).

Mientras que en San Pablo se acentúa el aspecto interno y espiritual de esta incorporación, por la comunión en la fe, en el
Espíritu y en la vida del Cuerpo; en Los Hechos de los Apóstoles se acentúa el aspecto externo y visible de la misma mediante la
agregación a la comunidad eclesial.

Leamos al respecto lo que menciona la Constitución Conciliar sobre la Iglesia, Lumen Gentium, Nos.: 63 y 64:

“La Bienaventurada Virgen por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que esta unida al Hijo Redentor, y por sus
singulares gracias y dones, esta unida también íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya
enseñaba San Ambrosio, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo. Porque en el misterio de la
Iglesia, que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma
eminente y singular el modelo de la virgen y madre, pues creyendo y obedeciendo, engendro en la tierra al mismo Hijo del Padre,
y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como nueva Eva, prestando fe, no adulterada por duda
alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyo como primogénito entre
muchos hermanos (Romanos 8,29), a saber: los fieles a cuya generación y educación coopera con materno amor.

Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre,
también ella es hecha Madre, por la Palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para
la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es Virgen que custodia e
íntegramente la fe prometida al Esposo e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo virginalmente la fe
integra, la solida esperanza, la sincera caridad.”

(la dimensión de perdón de los pecados ha sido presentada en la ficha 1).

PARA PROFUNDIZAR:

 Señalar los aspectos del bautismo que mejor comprenden y viven, dialogar sobre las razones por las que
descubren que es así.
 En el libro de los Hechos de los Apóstoles 8,26-40, se nos relata como sucedió el bautismo del eunuco
por parte de Felipe. Leer detenidamente el texto y distinguir las “etapas” que allí se sugieren
 Indicar los aspectos del bautismo que se recogen los siguientes textos:

“En efecto, incorporados a Cristo por el bautismo, constituyen el pueblo de Dios, reciben el perdón de los pecados y pasan de la
condición humana en la que nacen como hijos del primer Adán al estado de los hijos adoptivos, convertidos en nueva criatura por
el agua y el Espíritu Santo. Por esto se llaman y son hijos de Dios” (Ritual de bautismo de niños, Prenotandos, n. 2)

“Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que los ha liberado del pecado y dado una nueva vida por el agua y el
Espíritu Santo, los consagre con el crisma de la salvación para que entren a formar parte de su pueblo y sean para siempre
miembros de Cristo, sacerdote, profeta y rey”. (Oración que acompaña a la unción de los bautizados con el Santo Crisma: Ritual,
n. 29)

EL SELLO DEL DON DEL ESPÍRITU SANTO, POR LA UNCIÓN CON EL SANTO CRISMA:

LA SOBREABUNDANCIA DEL DON DEL ESPÍRITU SANTO.

La inserción en el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza, la Iglesia, no se comprende sin el don sobreabundante del Espíritu Santo,
con el cual somos sellados y ungidos para ser un pueblo de reyes, sacerdotes y profetas, miembros de Jesús, el Ungido, el Cristo,
el Mesías.

Por eso la iniciación cristiana incluye el Sacramento del Crisma, el ser confirmados por el don del Espíritu Santo, para dejarnos
llevar por su dones y carismas.

Cabe preguntarse:

- ¿cuál es la comprensión de la unción del Espíritu como aspecto esencial de la Iglesia del nuevo testamento?

- ¿cuál es la conciencia de y valoración del Sacramento de la crismación o confirmación por el Espíritu en nuestro ser
cristiano, y en la comunidad eclesial?

- ¿cómo vivir más la Iglesia como una comunidad de ungidos, que llevan el buen olor de Cristo y el perfume del Espíritu?

(para esto se aconseja leer en la página de la Diócesis la homilía de Mons. Alberto en la Misa Crismal de 2011)

Ficha de estudio 3.

EL DON DE LA UNIDAD DE LA IGLESIA

EL DON DE LA UNIDAD EN LA IGLESIA

La Iglesia es una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (LG. 4, citando a San Cipriano). No
se trata, pues, de una mera realidad sociológica o administrativa – aunque también lo sea- sino una gracia de participación de la
vida de la Trinidad.

Ef 4,1-6 Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido
llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar
la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido
llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en
todos.

1Cor 12, 4-6 : Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo;
diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos.
La Iglesia: Cuerpo de Cristo

La Iglesia debe ser vista desde la identidad intima de Jesús, el Hijo. Dicho de otra manera la Iglesia debe reflejar la identidad
personal del Hijo y la particularidad de su misión. Estas afirmaciones nos colocan en la intimidad misma de la Trinidad Santa,
esta intimidad es expresada así por un reconocido autor:

“El Hijo es el otro del Padre, la apertura a la relación en Dios. La alteridad en Dios no es separación o contraposición sino
comunicación y donación, el esplendor y la gloria del dinamismo del amor… El amor en Dios esta movido por la lógica de la
diferenciación de cara a la comunicación sin reservas y al dialogo sin secretos. Por eso el Otro que brota del Padre es Hijo y
Logos: Hijo en cuanto autoexpresión regalada y aceptada. Logos en cuanto inteligibilidad desplegada y compartida. Por su propia
constitución personal el Segundo de la Trinidad es encarnable, posee la libertad y la generosidad para ser el enviado, el
contenido de lo que Dios puede ofrecer y prometer al mundo. Esta apertura de la comunicación al mundo va a ser el ámbito de la
Iglesia. Y la Iglesia deberá reflejar y expresar la lógica de esta relación al mundo por parte de Dios, de la misión del Hijo.” (Eloy
Bueno de la Fuente)

La Iglesia esta vinculada a Jesús por su origen histórico y por el encargo de su misión, pero no solo por eso, ella esta en estrecha
vinculación, comunión y dependencia del Señor Resucitado y Glorioso. El mismo Jesús que da inicio a la Iglesia es el que en la
gloria de Dios, alienta su vida por el Espíritu, sin esto quedaríamos reducidos a una mera institución humana.

La Iglesia nace de la Pascua, Jesús resucitado, saca a los discípulos del miedo, la cobardía y la desesperanza para ponerlos en
una situación nueva de perdón y comunión, la buena noticia de la resurrección convoca de manera nueva a la Iglesia y se hace
kerigma, proclamación de que el Reino de Dios se realiza en Jesús, que manifiesta el autentico rostro de Dios y el autentico rostro
de la humanidad, reconciliados en el, el Espíritu hace que lo acontecido en Jesús no se pierda en el pasado, sino que adquiera
actualidad inagotable, “la eficacia de la historia de Jesús se prolongara en la soberanía del Kyrios, en cuyo ámbito existirá la
Iglesia”.

LEER CARTA A LOS ROMANOS, capitulo 6.

Allí el autor, destaca la condición del bautizado, quien participa en la muerte y resurrección de Jesús, el hombre antiguo es
crucificado, por lo que no sirve ya al pecado y pasa a nueva vida en el Espíritu. Esta unión sacramental con Cristo es en el ser
mismo de la persona, no se trata de una reducción moral o mística.

LEER 1 CARTA A LOS CORINTIOS 10,16-17.

El apóstol permite comprender como el cuerpo eclesial esta incluido en el cuerpo del Señor, si el pan partido y compartido es la
comunión del cuerpo de Cristo, convierte en un solo y en un único cuerpo a quienes participan del único pan

LEER 1 CARTA A LOS CORINTIOS 11,23-29.

Aquí el autor recuerda que la participación en el mismo cuerpo es el memorial que debe ser celebrado para que la comunidad
eclesial se mantenga en la nueva alianza de Cristo.

Algunos textos que podemos leer y reflexionar:

1 Corintios 6,12-20, en el se advierte contra la profanación del cuerpo por la fornicación porque “sus cuerpos son miembros de
Cristo”.

1 Corintios 12,12-27 y Romanos 12,3-8 concluyen haciendo referencia a la identificación con Cristo, los distintos miembros
de la Iglesia, aun siendo muchos, forman “un solo cuerpo en Cristo”.

Mas allá de las situaciones de división y desentendimiento que podían estar viviendo los destinatarios de las cartas,
especialmente los corintios, el apóstol busca llevarlos a entender su vocación a la unidad, porque la variedad de dones y
carismas contribuye al enriquecimiento común, esta solidaridad tiene su fundamento en la realidad sacramental, lejos de
agotarse en un simple moralismo que indique como comportarse adecuadamente.

Algunas características del pensamiento paulino sobre el Cuerpo de Cristo:

a) En cuanto Cuerpo de Cristo, la Iglesia adquiere una personificación. No hace tanto la referencia a la organización de la
Iglesia como a una nueva creación de la humanidad en Cristo y a semejanza de Cristo, el sector de la humanidad que vive la vida
de Cristo o que continua la vida de este en medio de la humanidad. La idea semita y bíblica de la personalidad corporativa
permite expresar el alcance colectivo de la acción de Cristo. Como nuevo Adán, que murió y resucito en nombre de y a favor de
toda la humanidad, contiene en si a todos los hombres. Por eso quienes se revisten de el participan de su condición de hombre
nuevo, que les convierte en un cuerpo único (Ef. 2,16)

b) Como Cuerpo de Cristo posee una dimensión no solo ecuménica y universal, sino cósmica y dinámica. El cuerpo no designa,
en la mentalidad semita, la relación del hombre consigo mismo, sino la mundanidad, la porción de mundo que es cada hombre, la
capacidad de comunicación, la persona entera en sus relaciones. Aplicado a la Iglesia designa su relación con el mundo, el
encuentro con el mundo, la comunidad eclesial es en el mundo y para el mundo, la presencia “visible” del Resucitado, el modo
como este entra en contacto con la humanidad y la historia. En consecuencia la Iglesia y todo en la Iglesia es misionera, todos los
dones y carismas son para consumar “la obra del ministerio” (Efesios 4,7-17), o sea, para que se edifique de tal manera que
avance la misión entre los paganos y la reconciliación de los pueblos.

c) La Iglesia es Cuerpo de Cristo y Cristo es cabeza de la Iglesia. Con esto no se quiere decir simplemente que Cristo es
respecto a la Iglesia lo que la cabeza es en el organismo humano. Se trata de a primacía y superioridad de Cristo sobre todas las
potestades, dando la libertad a los hombres y logrando la reconciliación de todas las cosas, siendo puesto por Dios como “cabeza
de todas las cosas en la Iglesia, que es su cuerpo” (Efesios 1,22-23).

Para profundizar:

a) Leer de forma personal o en grupo, la Carta a los Efesios (son apenas 6 breves capítulos) (Puede hacerse a
modo de retiro). Puede utilizarse los pasos de la Lectio Divina. Permite descubrir la Iglesia misma como don del
Padre, superando moralismos y reduccionismos hiperactivistas que nos llevan a la angustia de la perdida de
sentido o desorientación en nuestra experiencia cotidiana eclesial.

b) Otra recomendación: Leer los siguientes textos del Concilio Vaticano II (Lumen Gentium 7 y y trabajarlos en
comunidad, identificando aquellos elementos que iluminan el caminar de nuestras comunidades:

“7. El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y
lo transformó en una nueva criatura (cf. Ga 6,15; 2 Co 5,17). Y a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los
constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu.

En ese cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente y glorioso por los
sacramentos, de un modo arcano, pero real [6]. Por el bautismo, en efecto, nos configuramos en Cristo: «porque también todos
nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu» (1 Co 12,13), ya que en este sagrado rito se representa y realiza el consorcio
con la muerte y resurrección de Cristo: «Con El fuimos sepultados por el bautismo para participar de su muerte; mas, si hemos
sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección» (Rm 6,4-5). Participando
realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con El y entre nosotros.
«Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Co 10,17). Así todos
nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cf. 1 Co 12,27) «y cada uno es miembro del otro» (Rm 12,5).

Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo muchos, forman, no obstante, un solo cuerpo, así
también los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de
miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la
diversidad de ministerios (1 Co 12,1-11). Entre estos dones resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu
subordina incluso los carismáticos (cf. 1 Co 14). El mismo produce y urge la caridad entre los fieles, unificando el cuerpo por sí y
con su virtud y con la conexión interna de los miembros. Por consiguiente, si un miembro sufre en algo, con él sufren todos los
demás; o si un miembro es honrado, gozan conjuntamente los demás miembros (cf.1 Co 12,26).

La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen de Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas. El es antes que
todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los muertos, de
modo que tiene la primacía en todas las cosas (cf. Col 1,15-18). Con la grandeza de su poder domina los cielos y la tierra y con su
eminente perfección y acción llena con las riquezas de su gloria todo el cuerpo (cf. Ef 1,18-23) [7].

Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a El hasta el extremo de que Cristo quede formado en ellos (cf. Ga
4,19). Por eso somos incorporados a los misterios de su vida, configurados con El, muertos y resucitados con El, hasta que con El
reinemos (cf. Flp 3,21; 2 Tm 2,11; Ef 2,6; Col 2,12, etc.). Peregrinando todavía sobre la tierra, siguiendo de cerca sus pasos en la
tribulación y en la persecución, nos asociamos a sus dolores como el cuerpo a la cabeza, padeciendo con El a fin de ser
glorificados con El (cf. Rm 8,17).

Por El «todo el cuerpo, alimentado y trabado por las coyunturas: y ligamentos, crece en aumento divino» (Col 2, 19). El mismo
conforta constantemente su cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de
El, nos prestamos mutuamente los servicios para la salvación, de modo que, viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos
los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef 4,11-16 gr.).

Y para que nos renováramos incesantemente en El (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en
la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los
Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano [8].

Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose en ejemplo del marido, que ama a su esposa como a su
propio cuerpo (cf. Ef 5,25-28). A su vez, la Iglesia le está sometida como a su Cabeza (ib. 23-24). «Porque en El habita
corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf.
Ef 1, 22-23), para que tienda y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef 3,19).

8. Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y
caridad, como un todo visible [9], comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos. Mas la sociedad provista de sus
órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia
enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una
realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino [10]. Por eso se la compara, por una notable
analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo
de salvación unido indisolublemente a El, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la
vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16) [11].
Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica [ 12], y que nuestro
Salvador, después de su resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara (cf. Jn 21,17), confiándole a él y a los demás
Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18 ss), y la erigió perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf.1 Tm
3,15). Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el
sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él [13] si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de
santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica.

Pero como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el
mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, «existiendo en la forma de Dios…, se
anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también
la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para
proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los
pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así también la Iglesia
abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen
de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. Pues mientras
Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los
pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada
de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación.

La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» [ 14] anunciando la cruz del Señor hasta
que venga (cf. 1 Co 11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus
aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras,
hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos.”

Otra Recomendación: Leer de forma personal los capítulos 12 y 13 de la Primera Carta a los Corintios, siguiendo
los pasos del método de la Lectio Divina.

Ficha de estudio 4.

LA GRACIA DE SER ENVIADOS A LLEVAR EL DON DEL EVANGELIO

LA GRACIA DE SER ENVIADOS A LLEVAR EL DON DEL EVANGELIO

Les proponemos en primera instancia, leer de manera personal el capitulo 2 del Libro de los Hechos de los
Apóstoles, dando los pasos de la metodología de la Lectio Divina.

En este texto, tras la llegada del Espíritu Santo, prometido por Jesús, el discurso de Pedro expresa el contenido de la Buena
Noticia: Jesús el que mataron esta vivo!!; a su vez expresa la vocación de la Iglesia y la universalidad de este Evangelio:
Escuchen todos!!.

La Iglesia es por vocación comunicadora del Evangelio, todos sus medios, todas sus energías, toda su creatividad se orientan al
anuncio constante del Evangelio. Lejos de complacernos en convertirnos en un club de beneficiencia, o en un centro deportivo, o
en un grupo de filantrópicos, la Iglesia es enviada a comunicar la Vida de Cristo, tarea que debe hacerse con “creciente amor,
celo y alegría” (Evangelii Nuntiandi, 1).

Es precisamente el Papa Pablo VI quien en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi (1975), quien brinda un maravilloso
compendio de las exigencias, caminos y contenidos de la evangelización, les proponemos la lectura de algunos numerales, una
lectura que seguro les resultara amena y entendible, no por eso menos cuestionadora y exigente al iluminar nuestro caminar
eclesial.

Les proponemos leer de forma personal o en grupo los siguientes numerales, dejándose preguntar por el texto
sobre la realidad de sus comunidades parroquiales, grupos de pertenencia, movimientos, sobre su testimonio, su
compromiso en la comunicación del Evangelio, las dificultades que se encuentran, etc.

En los primeros, el Pontífice nos lleva a descubrir a Jesús como primer evangelizador y la Iglesia ligada íntimamente a esta única
misión:

“6. El testimonio que el Señor da de Sí mismo y que San Lucas ha recogido en su Evangelio “Es preciso que anuncie también el
reino de Dios en otras ciudades” (12), tiene sin duda un gran alcance, ya que define en una sola frase toda la misión de Jesús:
“porque para esto he sido enviado” (13). Estas palabras alcanzan todo su significado cuando se las considera a la luz de los
versículos anteriores en los que Cristo se aplica a Sí mismo las palabras del Profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ungió para evangelizar a los pobres” (14).

Proclamar de ciudad en ciudad, sobre todo a los más pobres, con frecuencia los más dispuestos, el gozoso anuncio del
cumplimiento de las promesas y de la Alianza propuestas por Dios, tal es la misión para la que Jesús se declara enviado por el
Padre; todos los aspectos de su Misterio —la misma Encarnación, los milagros, las enseñanzas, la convocación de sus discípulos,
el envío de los Doce, la cruz y la resurrección, la continuidad de su presencia en medio de los suyos— forman parte de su
actividad evangelizadora.

Jesús primer evangelizador


7. Durante el Sínodo, los obispos han recordado con frecuencia esta verdad: Jesús mismo, Evangelio de Dios (15), ha sido el
primero y el más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena.

Evangelizar: ¿Qué significado ha tenido esta palabra para Cristo? Ciertamente no es fácil expresar en una síntesis completa el
sentido, el contenido, las formas de evangelización tal como Jesús lo concibió y lo puso en práctica. Por otra parte, esta síntesis
nunca podrá ser concluida. Bástenos, aquí recordar algunos aspectos esenciales.

El anuncio del reino de Dios

8. Cristo, en cuanto evangelizador, anuncia ante todo un reino, el reino de Dios, tan importante que, en relación a él, todo se
convierte en “lo demás”, que es dado por añadidura (16). Solamente el reino es pues absoluto y todo el resto es relativo. El
Señor se complacerá en describir de muy diversas maneras la dicha de pertenecer a ese reino, una dicha paradójica hecha de
cosas que el mundo rechaza (17), las exigencias del reino y su carta magna (18), los heraldos del reino (19), los misterios del
mismo (20), sus hijos (21), la vigilancia y fidelidad requeridas a quien espera su llegada definitiva (22).

El anuncio de la salvación liberadora

9. Como núcleo y centro de su Buena Nueva, Jesús anuncia la salvación, ese gran don de Dios que es liberación de todo lo que
oprime al hombre, pero que es sobre todo liberación del pecado y del maligno, dentro de la alegría de conocer a Dios y de ser
conocido por El, de verlo, de entregarse a El. Todo esto tiene su arranque durante la vida de Cristo, y se logra de manea
definitiva por su muerte y resurrección; pero debe ser continuado pacientemente a través de la historia hasta ser plenamente
realizado el día de la venida final del mismo Cristo, cosa que nadie sabe cuándo tendrá lugar, a excepción del Padre (23).

A costa de grandes sacrificios

10. Este reino y esta salvación —palabras clave en la evangelización de Jesucristo— pueden ser recibidos por todo hombre, como
gracia y misericordia; pero a la vez cada uno debe conquistarlos con la fuerza, “el reino de los cielos está en tensión y los
esforzados lo arrebatan”, dice el Señor (24), con la fatiga y el sufrimiento, con una vida conforme al Evangelio, con la renuncia y
la cruz, con el espíritu de las bienaventuranzas. Pero, ante todo, cada uno los consigue mediante un total cambio interior, que el
Evangelio designa con el nombre de metánoia, una conversión radical, una transformación profunda de la mente y del corazón
(25).

Predicación infatigable

11. Cristo llevó a cabo esta proclamación del reino de Dios, mediante la predicación infatigable de una palabra, de la que se dirá
que no admite parangón con ninguna otra: “¿Qué es esto? Una doctrina nueva y revestida de autoridad” (26); “Todos le
aprobaron, maravillados de las palabras llenas de gracia, que salían de su boca…” (27); “Jamás hombre alguno habló como éste”
(28). Sus palabras desvelan el secreto de Dios, su designio y su promesa, y por eso cambian el corazón del hombre y su destino.

Signos evangélicos

12. Pero El realiza también esta proclamación de la salvación por medio de innumerables signos que provocan estupor en las
muchedumbres y que al mismo tiempo las arrastran hacia El para verlo, escucharlo y dejarse transformar por El: enfermos
curados, agua convertida en vino, pan multiplicado, muertos que vuelven a la vida y, sobre todo, su propia resurrección. Y al
centro de todo, el signo al que El atribuye una gran importancia: los pequeños, los pobres son evangelizados, se convierten en
discípulos suyos, se reúnen “en su nombre” en la gran comunidad de los que creen en El. Porque el Jesús que declara: “Es
preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades, porque para eso he sido enviado” (29), es el mismo Jesús de
quien Juan el Evangelista decía que había venido y debía morir “para reunir en uno todos los hijos de Dios, que están dispersos”
(30). Así termina su revelación, completándola y confirmándola, con la manifestación hecha de Sí mismo, con palabras y obras,
con señales y milagros, y de manera particular con su muerte, su resurrección y el envío del Espíritu de Verdad (31).

Hacia una comunidad evangelizada y evangelizadora

13. Quienes acogen con sinceridad la Buena Nueva, mediante tal acogida y la participación en la fe, se reúnen pues en el nombre
de Jesús para buscar juntos el reino, construirlo, vivirlo. Ellos constituyen una comunidad que es a la vez evangelizadora. La
orden dada a los Doce: “Id y proclamad la Buena Nueva”, vale también, aunque de manera diversa, para todos los cristianos. Por
esto Pedro los define “pueblo adquirido para pregonar las excelencias del que os llamó de la tinieblas a su luz admirable” (32).
Estas son las maravillas que cada uno ha podido escuchar en su propia lengua (33). Por lo demás, la Buena Nueva del reino que
llega y que ya ha comenzado, es para todos los hombres de todos los tiempos. Aquellos que ya la han recibido y que están
reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y difundirla.

La evangelización, vocación propia de la Iglesia

14. La Iglesia lo sabe. Ella tiene viva conciencia de que las palabras del Salvador: “Es preciso que anuncie también el reino de
Dios en otras ciudades” (34), se aplican con toda verdad a ella misma. Y por su parte ella añade de buen grado, siguiendo a San
Pablo: “Porque, si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no
evangelizara!” (35). Con gran gozo y consuelo hemos escuchado Nos, al final de la Asamblea de octubre de 1974, estas palabras
luminosas: “Nosotros queremos confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la
misión esencial de la Iglesia” (36); una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez
más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe
para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar
el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa.

Vínculos recíprocos entre la Iglesia y la evangelización

15. Quien lee en el Nuevo Testamento los orígenes de la Iglesia y sigue paso a paso su historia, quien la ve vivir y actuar, se da
cuenta de que ella está vinculada a la evangelización de la manera más íntima:

-—La Iglesia nace de la acción evangelizadora de Jesús y de los Doce. Es un fruto normal, deseado, el más inmediato y el más
visible “Id pues, enseñad a todas las gentes” (37). “Ellos recibieron la gracia y se bautizaron, siendo incorporadas (a la Iglesia)
aquel día unas tres mil personas… Cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos” (38).

—Nacida, por consiguiente, de la misión de Jesucristo, la Iglesia es a su vez enviada por El. La Iglesia permanece en el mundo
hasta que el Señor de la gloria vuelva al Padre. Permanece como un signo, opaco y luminoso al mismo tiempo, de una nueva
presencia de Jesucristo, de su partida y de su permanencia. Ella lo prolonga y lo continúa. Ahora bien, es ante todo su misión y su
condición de evangelizador lo que ella está llamada a continuar (39). Porque la comunidad de los cristianos no está nunca
cerrada en sí misma.

En ella, la vida íntima —la vida de oración, la escucha de la Palabra y de las enseñanzas de los Apóstoles, la caridad fraterna
vivida, el pan compartido (40)— no tiene pleno sentido más que cuando se convierte en testimonio, provoca la admiración y la
conversión, se hace predicación y anuncio de la Buena Nueva. Es así como la Iglesia recibe la misión de evangelizar y como la
actividad de cada miembro constituye algo importante para el conjunto.

—Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y
comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el
mandamiento nuevo del amor. Pueblo de Dios inmenso en el mundo y, con frecuencia, tentado por los ídolos, necesita saber
proclamar “las grandezas de Dios” (41), que la han convertido al Señor, y ser nuevamente convocada y reunida por El. En una
palabra, esto quiere decir que la Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso y
su fuerza para anunciar el Evangelio. El Concilio Vaticano II ha recordado (42), y el Sínodo de 1974 ha vuelto a tocar
insistentemente este tema de la Iglesia que se evangeliza a través de una conversión y una renovación constante, para
evangelizar al mundo de manera creíble.

—La Iglesia es depositaria de la Buena Nueva que debe ser anunciada. Las promesas de la Nueva Alianza en Cristo, las
enseñanzas del Señor y de los Apóstoles, la Palabra de vida, las fuentes de la gracia y de la benignidad divina, el camino de
salvación, todo esto le ha sido confiado. Es ni más ni menos que el contenido del Evangelio y, por consiguiente, de la
evangelización que ella conserva como un depósito viviente y precioso, no para tenerlo escondido, sino para comunicarlo.

—Enviada y evangelizada, la Iglesia misma envía a los evangelizadores. Ella pone en su boca la Palabra que salva, les explica el
mensaje del que ella misma es depositaria, les da el mandato que ella misma ha recibido y les envía a predicar. A predicar no a
sí mismos o sus ideas personales (43), sino un Evangelio del que ni ellos ni ella son dueños y propietarios absolutos para disponer
de él a su gusto, sino ministros para transmitirlo con suma fidelidad.

La Iglesia, inseparable de Cristo

16. Existe, por tanto, un nexo íntimo entre Cristo, la Iglesia y la evangelización. Mientras dure este tiempo de la Iglesia, es ella la
que tiene a su cargo la tarea de evangelizar. Una tarea que no se cumple sin ella, ni mucho menos contra ella.

En verdad, es conveniente recordar esto en un momento como el actual, en que no sin dolor podemos encontrar personas, que
queremos juzgar bien intencionadas pero que en realidad están desorientadas en su espíritu, las cuales van repitiendo que su
aspiración es amar a Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a Cristo pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la Iglesia.
Lo absurdo de esta dicotomía se muestra con toda claridad en estas palabras del Evangelio: “el que a vosotros desecha, a mí me
desecha” (44). ¿Cómo va a ser posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia, siendo así que el más hermoso testimonio dado en
favor de Cristo es el de San Pablo: “amó a la Iglesia y se entregó por ella”? (45)”.

En un segundo capitulo, la exhortación brinda los elementos constitutivos de la acción evangelizadora:

“18. Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo,
transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (46). Pero la verdad es
que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos con la novedad del bautismo (47) y de la vida según el
Evangelio (48). La finalidad de la evangelización es por consiguiente este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una
palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama (49), trata de
convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos,
su vida y ambiente concretos.

… y de sectores de la humanidad

19. Sectores de la humanidad que se transforman: para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas
geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del
Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes
inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de
salvación.
Evangelización de las culturas

20. Posiblemente, podríamos expresar todo esto diciendo: lo que importa es evangelizar —no de una manera decorativa, como
un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces— la cultura y las culturas del hombre en el
sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et spes (50), tomando siempre como punto de partida la persona y
teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios.

El Evangelio y, por consiguiente, la evangelización no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto
a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una
cultura, y la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas.
Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino
capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna.

La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí
que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las
culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la Buena Nueva. Pero este encuentro no se llevará a cabo si la Buena
Nueva no es proclamada.

Importancia primordial del testimonio

21. La Buena Nueva debe ser proclamada en primer lugar, mediante el testimonio.
Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad
de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en
cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van
más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras,
estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de
esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien, este testimonio constituye ya de por
sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nueva. Hay en ello un gesto inicial de
evangelización. Son posiblemente las primeras preguntas que se plantearán muchos no cristianos, bien se trate de personas a
las que Cristo no había sido nunca anunciado, de bautizados no practicantes, de gentes que viven en una sociedad cristiana pero
según principios no cristianos, bien se trate de gentes que buscan, no sin sufrimiento, algo o a Alguien que ellos adivinan pero sin
poder darle un nombre. Surgirán otros interrogantes, más profundos y más comprometedores, provocados por este testimonio
que comporta presencia, participación, solidaridad y que es un elemento esencial, en general al primero absolutamente en la
evangelización (51).

Todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores. Se nos ocurre
pensar especialmente en la responsabilidad que recae sobre los emigrantes en los países que los reciben.

Necesidad de un anuncio explícito

22. Y, sin embargo, esto sigue siendo insuficiente, pues el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es
esclarecido, justificado —lo que Pedro llamaba dar “razón de vuestra esperanza” (52)—, explicitado por un anuncio claro e
inequívoco del Señor Jesús. La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano,
proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las
promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios.

La historia de la Iglesia, a partir del discurso de Pedro en la mañana de Pentecostés, se entremezcla y se confunde con la historia
de este anuncio. En cada nueva etapa de la historia humana, la Iglesia, impulsada continuamente por el deseo de evangelizar, no
tiene más que una preocupación: ¿a quién enviar para anunciar este misterio? ¿Cómo lograr que resuene y llegue a todos
aquellos que lo deben escuchar? Este anuncio —kerygma, predicación o catequesis— adquiere un puesto tan importante en la
evangelización que con frecuencia es en realidad sinónimo. Sin embargo, no pasa de ser un aspecto.

Hacia una adhesión vital y comunitaria

23. Efectivamente, el anuncio no adquiere toda su dimensión más que cuando es escuchado, aceptado, asimilado y cuando hace
nacer en quien lo ha recibido una adhesión de corazón. Adhesión a las verdades que en su misericordia el Señor ha revelado, es
cierto. Pero, más aún, adhesión al programa de vida —vida en realidad ya transformada— que él propone. En una palabra,
adhesión al reino, es decir, al “mundo nuevo”, al nuevo estado de cosas, a la nueva manera de ser, de vivir juntos, que inaugura
el Evangelio. Tal adhesión, que no puede quedarse en algo abstracto y desencarnado, se revela concretamente por medio de una
entrada visible, en una comunidad de fieles. Así pues, aquellos cuya vida se ha transformado entran en una comunidad que es en
sí misma signo de la transformación, signo de la novedad de vida: la Iglesia, sacramento visible de la salvación (53). Pero a su
vez, la entrada en la comunidad eclesial se expresará a través de muchos otros signos que prolongan y despliegan el signo de la
Iglesia. En el dinamismo de la evangelización, aquel que acoge el Evangelio como Palabra que salva (54), lo traduce
normalmente en estos gestos sacramentales: adhesión a la Iglesia, acogida de los sacramentos que manifiestan y sostienen esta
adhesión, por la gracia que confieren.”

Finalmente tomamos del documento pontificio, lo que se expresa como el contenido de la Evangelización:

Un testimonio al amor del Padre

26. No es superfluo recordarlo: evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por
Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Verbo Encarnado, ha dado a todas las cosas el
ser y ha llamado a los hombres a la vida eterna. Para muchos, es posible que este testimonio de Dios desconocido (55), a quien
adoran sin darle un nombre concreto, o al que buscar por sentir una llamada secreta en el corazón, al experimentar la vacuidad
de todos los ídolos. Pero este testimonio resulta plenamente evangelizador cuando pone de manifiesto que para el hombre el
Creador no es un poder anónimo y lejano: es Padre. “Nosotros somos llamados hijos de Dios, y en verdad lo somos” (56) y, por
tanto, somos hermanos los unos de los otros, en Dios.

Centro del mensaje: la salvación en Jesucristo

27. La evangelización también debe contener siempre —como base, centro y a la vez culmen de su dinamismo— una clara
proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres,
como don de la gracia y de la misericordia de Dios (57). No una salvación puramente inmanente, a medida de las necesidades
materiales o incluso espirituales que se agotan en el cuadro de la existencia temporal y se identifican totalmente con los deseos,
las esperanzas, los asuntos y las luchas temporales, sino una salvación que desborda todos estos límites para realizarse en una
comunión con el único Absoluto Dios, salvación trascendente, escatológica, que comienza ciertamente en esta vida, pero que
tiene su cumplimiento en la eternidad.

Bajo el signo de la esperanza

28. Por consiguiente, la evangelización no puede por menos de incluir el anuncio profético de un más allá, vocación profunda y
definitiva del hombre, en continuidad y discontinuidad a la vez con la situación presente: más allá del tiempo y de la historia,
más allá de la realidad de ese mundo, cuya dimensión oculta se manifestará un día; más allá del hombre mismo, cuyo verdadero
destino no se agota en su dimensión temporal sino que nos será revelado en la vida futura (58). La evangelización comprende
además la predicación de la esperanza en las promesas hechas por Dios mediante la nueva alianza en Jesucristo; la predicación
del amor de Dios para con nosotros y de nuestro amor hacia Dios, la predicación del amor fraterno para con todos los hombres —
capacidad de donación y de perdón, de renuncia, de ayuda al hermano— que por descender del amor de Dios, es el núcleo del
Evangelio; la predicación del misterio del mal y de la búsqueda activa del bien. Predicación, asimismo, y ésta se hace cada vez
más urgente, de la búsqueda del mismo Dios a través de la oración, sobre todo de adoración y de acción de gracias, y también a
través de la comunión con ese signo visible del encuentro con Dios que es la Iglesia de Jesucristo; comunión que a su vez se
expresa mediante la participación en esos otros signos de Cristo, viviente y operante en la Iglesia, que son los sacramentos. Vivir
de tal suerte los sacramentos hasta conseguir en su celebración una verdadera plenitud, no es, como algunos pretenden, poner
un obstáculo o aceptar una desviación de la evangelización: es darle toda su integridad. Porque la totalidad de la evangelización,
aparte de la predicación del mensaje, consiste en implantar la Iglesia, la cual no existe sin este respiro de la vida sacramental
culminante en la Eucaristía (59).

Un mensaje que afecta a toda la vida

29. La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se
establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social, del hombre. Precisamente por esto la evangelización lleva
consigo un mensaje explícito, adaptado a las diversas situaciones y constantemente actualizado, sobre los derechos y deberes
de toda persona humana, sobre la vida familiar sin la cual apenas es posible el progreso personal (60), sobre la vida comunitaria
de la sociedad, sobre la vida internacional, la paz, la justicia, el desarrollo; un mensaje, especialmente vigoroso en nuestros días,
sobre la liberación.

Un mensaje de liberación

30. Es bien sabido en qué términos hablaron durante el reciente Sínodo numerosos obispos de todos los continentes y, sobre
todo, los obispos del Tercer Mundo, con un acento pastoral en el que vibraban las voces de millones de hijos de la Iglesia que
forman tales pueblos. Pueblos, ya lo sabemos, empeñados con todas sus energías en el esfuerzo y en la lucha por superar todo
aquello que los condena a quedar al margen de la vida: hambres, enfermedades crónicas, analfabetismo, depauperación,
injusticia en las relaciones internacionales y, especialmente, en los intercambios comerciales, situaciones de neocolonialismo
económico y cultural, a veces tan cruel como el político, etc. La Iglesia, repiten los obispos, tiene el deber de anunciar la
liberación de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta
liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangelización.

En conexión necesaria con la promoción humana

31. Entre evangelización y promoción humana (desarrollo, liberación) existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden
antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y
económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta
situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden
eminentemente evangélico como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante
la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre? Nos mismos lo indicamos, al recordar que no es posible
aceptar “que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agitadas hoy día, que
atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz en el mundo. Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del Evangelio
acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad” (61).

Pues bien, las mismas voces que con celo, inteligencia y valentía abordaron durante el Sínodo este tema acuciante, adelantaron,
con gran complacencia por nuestra parte, los principios iluminadores para comprender mejor la importancia y el sentido profundo
de la liberación tal y como la ha anunciado y realizado Jesús de Nazaret y la predica la Iglesia.

Sin reducciones ni ambigüedades


32. No hay por qué ocultar, en efecto, que muchos cristianos generosos, sensibles a las cuestiones dramáticas que lleva consigo
el problema de la liberación, al querer comprometer a la Iglesia en el esfuerzo de liberación han sentido con frecuencia la
tentación de reducir su misión a las dimensiones de un proyecto puramente temporal; de reducir sus objetivos, a una perspectiva
antropocéntrica; la salvación, de la cual ella es mensajera y sacramento, a un bienestar material; su actividad —olvidando toda
preocupación espiritual y religiosa— a iniciativas de orden político o social. Si esto fuera así, la Iglesia perdería su significación
más profunda. Su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado y manipulado por los
sistemas ideológicos y los partidos políticos. No tendría autoridad para anunciar, de parte de Dios, la liberación. Por eso quisimos
subrayar en la misma alocución de la apertura del Sínodo “la necesidad de reafirmar claramente la finalidad específicamente
religiosa de la evangelización. Esta última perdería su razón de ser si se desviara del eje religioso que la dirige: ante todo el reino
de Dios, en su sentido plenamente teológico” (62).”

Bibliografía

MAGISTERIO DE LA IGLESIA

CONCILIO VATICANO II. Constituciones, Decretos y Declaraciones. BAC. Madrid. 1965

EVANGELII NUNTIANDI. Exhortación Apostólica sobre la Evangelización en el mundo contemporáneo. Pablo VI. 1975

RECONCILIATIO ET PAENITENTIA. Exhortación Apostólica sobre la Reconciliación y la Penitencia en la misión de la Iglesia hoy.
Juan Pablo II. 1984

RITUAL DE LOS SACRAMENTOS. CELAM. 1976

LIBROS

Borobio Dionisio. SACRAMENTOS EN COMUNIDAD. DCB. Bilbao. 1984

Bueno de la Fuente Eloy. ECLESIOLOGIA. BAC, Madrid. 1998

Cencini Amadeo. VIVIR RECONCILIADOS. Paulinas. Bs. As. 1995

Flórez Gonzalo. PENITENCIA Y Unción de los Enfermos. BAC. Madrid. 2001

ORACION PARA EL AÑO JUBILAR DIOCESANO

Dios y Padre nuestro,


que nos has dado a tu Hijo Jesucristo

como esperanza de la gloria,

envía tu Espíritu santo sobre tu Iglesia de Canelones.

Concédenos vivir el año jubilar diocesano

con la conversión del corazón,

abriéndonos a tu llamado y a tu gracia.

Que sigamos a Jesús como verdaderos discípulos.

Que amemos mas a tu Iglesia.

Que en ella y por ella nos renovemos en la fidelidad a ti

y gocemos de la belleza de la vida cristiana.

Que, llenos de alegría,

proclamemos por todas partes las maravillas que haces en nosotros.

Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra,

Virgen de Guadalupe,

enséñanos a creer, esperar y amar contigo.

Indícanos el camino hacia el reinado de Jesús.

Amén.

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