Ef.
4,30 (Efesios)
No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, que los ha marcado con un sello para el día de la redención.
NMI 29 (NOVO MILLENNIO INEUNTE)
III
CAMINAR DESDE CRISTO
29. « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,20). Esta certeza,
queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora
en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la
vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta
presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén,
inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: « ¿Qué hemos de hacer, hermanos? »
(Hch 2,37).
Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface
ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro
tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos
infunde: ¡Yo estoy con vosotros!
No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por
el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar
e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la
Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta
del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Este programa de siempre
es el nuestro para el tercer milenio.
Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las
condiciones de cada comunidad. El Jubileo nos ha ofrecido la oportunidad extraordinaria de dedicarnos,
durante algunos años, a un camino de unidad en toda la Iglesia, un camino de catequesis articulada sobre
el tema trinitario y acompañada por objetivos pastorales orientados hacia una fecunda experiencia jubilar.
Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta
apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino
ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas
universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en
la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se
pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de
formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el
anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el
testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.
Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la
participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro,
sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de
la Iglesia universal.
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Dicha sintonía será ciertamente más fácil por el trabajo colegial, que ya se ha hecho habitual, desarrollado
por los Obispos en las Conferencias episcopales y en los Sínodos. ¿No ha sido éste quizás el objetivo de
las Asambleas de los Sínodos, que han precedido la preparación al Jubileo, elaborando orientaciones
significativas para el anuncio actual del Evangelio en los múltiples contextos y las diversas culturas? No
se debe perder este rico patrimonio de reflexión, sino hacerlo concretamente operativo.
Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin
embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades
pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.
Tertio Millenio Adveniente 11
11. Desde esta perspectiva se hace comprensible el uso de los jubileos, que comenzó en el Antiguo
Testamento y continúa en la historia de la Iglesia. Jesús de Nazaret fue un día a la sinagoga de su
ciudad y se levantó para hacer la lectura (cf. Lc 4, 16-30). Le entregaron el volumen del profeta Isaías,
donde leyó el siguiente pasaje: « El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha
ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a
pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia de Yahveh »
(61, 1-2).
El Profeta hablaba del Mesías. « Hoy —añadió Jesús— se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír
» (Lc 4, 21), haciendo entender que el Mesías anunciado por el Profeta era precisamente El, y que en El
comenzaba el « tiempo » tan deseado: había llegado el día de la salvación, la « plenitud de los tiempos
». Todos los jubileos se refieren a este « tiempo » y aluden a la misión mesiánica de Cristo, venido como
« consagrado con la unción » del Espíritu Santo, como « enviado por el Padre ». Es El quien anuncia la
buena noticia a los pobres. Es El quien trae la libertad a los privados de ella, libera a los oprimidos,
devuelve la vista a los ciegos (cf. Mt 11, 4-5; Lc 7, 22). De este modo realiza « un año de gracia del Señor
», que anuncia no sólo con las palabras, sino ante todo con sus obras. El jubileo, « año de gracia del
Señor », es una característica de la actividad de Jesús y no sólo la definición cronológica de un cierto
aniversario.
Quas Primas 1
La «paz de Cristo en el reino de Cristo»
1. Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que,
además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo,
dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz
que procurar la restauración del reinado de Jesucristo.
Proyecto Global de Pastoral 5
Dos milenios de la Muerte y la Resurrección del Redentor, de su Ascensión y del envío del Espíritu Santo
en Pentecostés, no son ocasión para una simple fiesta de aniversario, sino el motivo para una gran
celebración en la que no hacemos sólo un recuerdo de la Redención, sino de lo que somos, vivimos y
experimentamos más plenamente y de modo actual, pues la plenitud del tiempo tiene su cifra en Él, que
por nosotros se hizo hombre, murió y resucitó para nuestra salvación. Esta plenitud es la referencia crítica
de toda la historia, de toda memoria y de cualquier fecha del calendario.
GAUDETE ET EXSULTATE no. 6
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6. No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas
partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres,
no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara
en verdad y le sirviera santamente»[3]. El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo.
No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como individuo
aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que
se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de
un pueblo.
GAUDETE ET EXSULTATE no. 147
En oración constante
147. Finalmente, aunque parezca obvio, recordemos que la santidad está hecha de una apertura habitual
a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración. El santo es una persona con espíritu
orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien que no soporta asfixiarse en la inmanencia
cerrada de este mundo, y en medio de sus esfuerzos y entregas suspira por Dios, sale de sí en la alabanza
y amplía sus límites en la contemplación del Señor. No creo en la santidad sin oración, aunque no se
trate necesariamente de largos momentos o de sentimientos intensos.
Capítulo XI de la Regla Pastoral de San Gregorio Magno (lección 42, 3er. Grado IFLSPP).
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4
Primer párrafo del No. 4 del decreto Apostolicam Actuos
La espiritualidad seglar en orden al apostolado
4. Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen de todo el apostolado de la Iglesia, es evidente
que la fecundidad del apostolado seglar depende de su unión vital con Cristo, porque dice el Señor: "El
que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer" (Jn. 15,4-5). Esta
vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre de auxilios espirituales, que son comunes a todos
los fieles, sobre todo por la participación activa en la Sagrada Liturgia, de tal forma los han de utilizar los
fieles que, mientras cumplen debidamente las obligaciones del mundo en las circunstancias ordinarias de
la vida, no separen la unión con Cristo de las actividades de su vida, sino que han de crecer en ella
cumpliendo su deber según la voluntad de Dios.
Es preciso que los seglares avancen en la santidad decididos y animosos por este camino, esforzándose
en superar las dificultades con prudencia y paciencia. Nada en su vida debe ser ajeno a la orientación
espiritual, ni las preocupaciones familiares, ni otros negocios temporales, según las palabras del Apóstol:
"Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a
Dios Padre por El" (Col., 3,17).
Pero una vida así exige un ejercicio continuo de fe, esperanza y caridad.
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Solamente con la luz de la fe y la meditación de su palabra divina puede uno conocer siempre y en todo
lugar a Dios, "en quien vivimos, nos movemos y existimos" (Act., 17,28), buscar su voluntad en todos los
acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, sean deudos o extraños, y juzgar rectamente
sobre el sentido y el valor de las cosas materiales en sí mismas y en consideración al fin del hombre.
Los que poseen esta fe viven en la esperanza de la revelación de los hijos de Dios, acordándose de la
cruz y de la resurrección del Señor.
Escondidos con Cristo en Dios, durante la peregrinación de esta vida, y libres de la servidumbre de las
riquezas, mientras se dirigen a los bienes imperecederos, se entregan gustosamente y por entero a la
expansión del reino de Dios y a informar y perfeccionar el orden de las cosas temporales con el espíritu
cristiano. En medio de las adversidades de este vida hallan la fortaleza de la esperanza, pensando que
"los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse
en nosotros" (Rom., 8,18).
Impulsados por la caridad que procede de Dios hacen el bien a todos, pero especialmente a los hermanos
en la fe (Cf. Gál., 6,10), despojándose "de toda maldad y de todo engaño, de hipocresías, envidias y
maledicencias" (1 Pe., 2,1), atrayendo de esta forma los hombres a Cristo. Mas la caridad de Dios que
"se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rom., 5,5)
hace a los seglares capaces de expresar realmente en su vida el espíritu de las Bienaventuranzas.
Siguiendo a Cristo pobre, ni se abaten por la escasez ni se ensoberbece por la abundancia de los bienes
temporales; imitando a Cristo humilde, no ambicionan la gloria vana (Cf. Gál., 5,26) sino que procuran
agradar a Dios antes que a los hombres, preparados siempre a dejarlo todo por Cristo (Cf. Lc., 14,26), a
padecer persecución por la justicia (Cf. Mt., 5,10), recordando las palabras del Señor: "Si alguien quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt., 16,24). Cultivando entre sí la
amistad cristiana, se ayudan mutuamente en cualquier necesidad.
La espiritualidad de los laicos debe tomar su nota característica del estado de matrimonio y de familia, de
soltería o de viudez, de la condición de enfermedad, de la actividad profesional y social. No descuiden,
pues, el cultivo asiduo de las cualidades y dotes convenientes para ello que se les ha dado y el uso de
los propios dones recibidos del Espíritu Santo.
Además, los laicos que, siguiendo su vocación, se han inscrito en alguna de las asociaciones o institutos
aprobados por la Iglesia, han de esforzarse al mismo tiempo en asimilar fielmente la característica peculiar
de la vida espiritual que les es propia. Aprecien también como es debido la pericia profesional, el
sentimiento familiar y cívico y esas virtudes que exigen las costumbres sociales, como la honradez, el
espíritu de justicia, la sinceridad, la delicadeza, la fortaleza de alma, sin las que no puede darse verdadera
vida cristiana.
El modelo perfecto de esa vida espiritual y apostólica es la Santísima Virgen María, Reina de los
Apóstoles, la cual, mientras llevaba en este mundo una vida igual que la de los demás, llena de
preocupaciones familiares y de trabajos, estaba constantemente unida con su Hijo, cooperó de un modo
singularísimo a la obra del Salvador; más ahora, asunta el cielo, "cuida con amor maternal de los
hermanos de su Hijo, que peregrinan todavía y se debaten entre peligros y angustias, hasta que sean
conducidos a la patria feliz". Hónrenla todos devotísimamente y encomienden su vida y apostolado a su
solicitud de Madre.
No. 26 de la Exhortación Redemptoris Custos
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26. El sacrificio total, que José hizo de toda su existencia a las exigencias de la venida del Mesías a su
propia casa, encuentra una razón adecuada «en su insondable vida interior, de la que le llegan mandatos
y consuelos singularísimos, y de donde surge para él la lógica y la fuerza —propia de las almas sencillas
y limpias— para las grandes decisiones, como la de poner enseguida a disposición de los designios
divinos su libertad, su legítima vocación humana, su fidelidad conyugal, aceptando de la familia su
condición propia, su responsabilidad y peso, y renunciando, por un amor virginal incomparable, al natural
amor conyugal que la constituye y alimenta»[37].
Esta sumisión a Dios, que es disponibilidad de ánimo para dedicarse a las cosas que se refieren a su
servicio, no es otra cosa que el ejercicio de la devoción, la cual constituye una de las expresiones de la
virtud de la religión[38].
No. 138 del documento de Aparecida
138. Para configurarse verdaderamente con el Maestro, es necesario asumir la centralidad del
Mandamiento del amor, que Él quiso llamar suyo y nuevo: “Ámense los unos a los otros, como yo los
he amado” (Jn 15, 12). Este amor, con la medida de Jesús, de total don de sí, además de ser el distintivo
de cada cristiano, no puede dejar de ser la característica de su Iglesia, comunidad discípula de Cristo,
cuyo testimonio de caridad fraterna será el primero y principal anuncio, “reconocerán todos que son
discípulos míos” (Jn 13, 35)
Párrafos 4 y 5 del número 75 del Evangelii Nuntiandi.
Bajo el aliento del Espíritu
75. No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo. Sobre Jesús de Nazaret el
Espíritu descendió en el momento del bautismo, cuando la voz del Padre —"Tú eres mi hijo muy amado,
en ti pongo mi complacencia"—[107] manifiesta de manera sensible su elección y misión.
Es "conducido por el Espíritu" para vivir en el desierto el combate decisivo y la prueba suprema antes de
dar comienzo a esta misión[108]. "Con la fuerza del Espíritu"[109]vuelve a Galilea e inaugura en Nazaret
su predicación, aplicándose a sí mismo el pasaje de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí". "Hoy
—proclama El— se cumple esta Escritura"[110]. A los Discípulos, a quienes está para enviar, les dice
alentando sobre ellos: "Recibid el Espíritu Santo"[111].
En efecto, solamente después de la venida del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, los Apóstoles salen
hacia todas las partes del mundo para comenzar la gran obra de evangelización de la Iglesia, y Pedro
explica el acontecimiento como la realización de la profecía de Joel: "Yo derramaré mi Espíritu"[112].
Pedro, lleno del Espíritu Santo habla al pueblo acerca de Jesús Hijo de Dios[113]. Pablo mismo está lleno
del Espíritu Santo[114] ante de entregarse a su ministerio apostólico, como lo está también Esteban
cuando es elegido diácono y más adelante, cuando da testimonio con su sangre[115]. El Espíritu que
hace hablar a Pedro, a Pablo y a los Doce, inspirando las palabras que ellos deben pronunciar, desciende
también "sobre los que escuchan la Palabra"[116].
"Gracias al apoyo del Espíritu Santo, la Iglesia crece"[117]. El es el alma de esta Iglesia. El es quien
explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio. El es quien, hoy igual
que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por El, y
pone en los labios las palabras que por sí solo no podría hallar, predisponiendo también el alma del que
escucha para hacerla abierta y acogedora de la Buena Nueva y del reino anunciado.
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Las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción
discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin
El. Sin El, la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin El, los
esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o sicológicas se revelan pronto desprovistos de todo
valor.
Nosotros vivimos en la Iglesia un momento privilegiado del Espíritu. Por todas partes se trata de conocerlo
mejor, tal como lo revela la Escritura. Uno se siente feliz de estar bajo su moción. Se hace asamblea en
torno a El. Quiere dejarse conducir por El.
Ahora bien, si el Espíritu de Dios ocupa un puesto eminente en la vida de la Iglesia, actúa todavía mucho
más en su misión evangelizadora. No es una casualidad que el gran comienzo de la evangelización
tuviera lugar la mañana de Pentecostés, bajo el soplo del Espíritu.
Puede decirse que el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización: El es quien impulsa a
cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y comprender la
Palabra de salvación[118]. Pero se puede decir igualmente que El es el término de la evangelización:
solamente El suscita la nueva creación, la humanidad nueva a la que la evangelización debe conducir,
mediante la unidad en la variedad que la misma evangelización querría provocar en la comunidad
cristiana. A través de El, la evangelización penetra en los corazones, ya que El es quien hace discernir
los signos de los tiempos —signos de Dios— que la evangelización descubre y valoriza en el interior de
la historia.
El Sínodo de los Obispos de 1974, insistiendo mucho sobre el puesto que ocupa el Espíritu Santo en la
evangelización, expresó asimismo el deseo de que Pastores y teólogos —y añadiríamos también los
fieles marcados con el sello del Espíritu en el bautismo— estudien profundamente la naturaleza y la forma
de la acción del Espíritu Santo en la evangelización de hoy día. Este es también nuestro deseo, al mismo
tiempo que exhortamos a todos y cada uno de los evangelizadores a invocar constantemente con fe y
fervor al Espíritu Santo y a dejarse guiar prudentemente por El como inspirador decisivo de sus
programas, de sus iniciativas, de su actividad evangelizadora.
Segundo párrafo del Estatuto 19
Número 21 de la Exhortación Gaudete et exsultate
21. El designio del Padre es Cristo, y nosotros en él. En último término, es Cristo amando en nosotros,
porque «la santidad no es sino la caridad plenamente vivida»[24]. Por lo tanto, «la santidad se mide por
la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo,
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modelamos toda nuestra vida según la suya»[25]. Así, cada santo es un mensaje que el Espíritu Santo
toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo.
Los dos primeros párrafos del No. 3 del Decreto Apostolicam Actuositatem
Fundamento del apostolado seglar
3. Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo
Cabeza. Ya que insertos en el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la Confirmación
en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. Son consagrados
como sacerdocio real y gente santa (Cf. 1 Pe., 2,4-10) para ofrecer hostias espirituales por medio de
todas sus obras, y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo. La caridad, que es como
el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los Sacramentos, sobre todo de la Eucaristía.
El apostolado se ejerce en la fe, en la esperanza y en la caridad, que derrama el Espíritu Santo en los
corazones de todos los miembros de la Iglesia. Más aún, el precepto de la caridad, que es el máximo
mandamiento del Señor, urge a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios por el advenimiento de
su reino, y la vida eterna para todos los hombres: que conozcan al único Dios verdadero y a su enviado
Jesucristo (Cf. Jn., 17,3).
Por consiguiente, se impone a todos los fieles cristianos la noble obligación de trabajar para que el
mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la
tierra.
Para ejercer este apostolado, el Espíritu Santo, que produce la santificación del pueblo de Dios por el
ministerio y por los Sacramentos, concede también dones peculiares a los fieles (Cf. 1 Cor., 12,7)
"distribuyéndolos a cada uno según quiere" (1 Cor., 12,11), para que "cada uno, según la gracia recibida,
poniéndola al servicio de los otros", sean también ellos "administradores de la multiforme gracia de Dios"
(1 Pe., 4,10), para edificación de todo el cuerpo en la caridad (Cf. Ef., 4,16).
De la recepción de estos carismas, incluso de los más sencillos, procede a cada uno de los creyentes el
derecho y la obligación de ejercitarlos para bien de los hombres y edificación de la Iglesia, ya en la Iglesia
misma., ya en el mundo, en la libertad del Espíritu Santo, que "sopla donde quiere" (Jn., 3,8), y, al mismo
tiempo, en unión con los hermanos en Cristo, sobre todo con sus pastores, a quienes pertenece el juzgar
su genuina naturaleza y su debida aplicación, no por cierto para que apaguen el Espíritu, sino con el fin
de que todo lo prueben y retengan lo que es bueno (Cf. 1 Tes., 5,12; 19,21).
El segundo y tercer párrafo del No. 31 de la carta Novo Millennio Ineunte
31. Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos
atane al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se
puede « programar » la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral?
En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de
consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la
santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido
contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial.
Preguntar a un catecúmeno, « ¿quieres recibir el Bautismo? », significa al mismo tiempo preguntarle, «
¿quieres ser santo? » Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como
es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48).
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Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase
una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos « genios » de la santidad. Los caminos
de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha
concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos a muchos laicos que
se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo
a todos con convicción este « alto grado » de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad
eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos
de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz
de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos
con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en
las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.
Estatuto 24
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