Cuadernillo de Trabajos Prácticos
Trabajo Práctico Nº 3
                 OBSOLESCENCIA PROGRAMADA
A partir de la lectura del artículo El Negocio de la Novedad Perpetua, acerca del
fenómeno de la obsolescencia planificada de productos y servicios, responda a la
siguiente grilla de preguntas.
   1) Menciones cuál fue el primer ejemplo del uso de la obsolescencia planificada
      en el consumo moderno y qué finalidades persiguieron con esta acción.
   2) Reflexione sobre la definición de Clifford Brooks Stevens sobre el término
      obsolescencia programada.
   3) Reflexione sobre la afirmación de Vance Packard sobre el término
      obsolescencia programada.
   4) Mencione usted algún ejemplo personal o familiar en el que haya sufrido la
      obsolescencia programada en la compra de algún producto, como la que
      relata el autor con las baterías del Ipod o las impresoras.
   5) Relacione la realidad del consumo de productos con obsolescencia
      programada y el reinado del deseo en la cultura posmoderna.
   6) Explique con sus palabras de qué manera la obsolescencia programada se
      vincula con la moda.
   7) ¿Usted se considera víctima y promotor de este proceso de obsolescencia
      programada como plantea Federico Demaría?
   8) Dé usted algunos ejemplos de las diferentes formas en que los productos se
      vuelven obsoletos según Mariano Soler.
   9) ¿De qué manera la industria del software también forma parte de este
      proceso?
   10)Indique cómo incide la obsolescencia programada en la contaminación
      ambiental.
El negocio de la novedad perpetua
Del lavarropas a la pc, toda cosa que compramos nace con una vida útil cada vez más
breve. Detrás de esta “obsolescencia programada” hay razones económicas y
consecuencias culturales.
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            Claudio Alvarez Terán
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POR ANTONIO CERRILLO
Los romanos construyeron puentes que, dos mil años después, siguen ahí. Y en la
localidad de Livermore (California) funciona una bombilla que ilumina un cuartel de
bomberos desde 1901. Sin embargo, en general, el engranaje industrial desarrolla equipos
de electrónica de consumo, celulares y otros aparatos con una vida tan fugaz que ni deja
rastro en nuestra memoria. Se hacen perecederos al poco de nacer. Diseñados para tener
una vida corta, frecuentemente ni siquiera tienen una segunda oportunidad tras
estropearse. En la vida cotidiana, apenas se habla de reparar, reponer o reutilizar ante
pautas que hacen que todo sea rápidamente viejo y fugaz. Pero acortar el ciclo de vida útil
de un artefacto tiene efectos ambientales nocivos: comporta un agotamiento de recursos
naturales, derroche de energía y una producción de desechos imparable.
La caducidad planificada caracteriza nuestro modelo económico. Ha sido históricamente la
palanca que activó la compra y el crédito. “La obsolescencia programada surgió a la vez
que la producción en serie y la sociedad de consumo”, sostiene Cosima Dannoritzer,
directora del documental Comprar, arrojar, comprar, producido por Mediapro, que ya
han visto dos millones y medio de telespectadores.
Por eso, los productos tienen una historia marcada en origen. En Livermore festejaron los
110 años de vida de su bombilla de gruesos filamentos. Pero esa bombilla, prendida las 24
horas de cada día, que ha sobrevivido a dos webcams, es una excepción. De hecho, la
bombilla es tal vez el primer exponente del deliberado acortamiento de la vida de un
producto de consumo. En 1924 se creó Phoebus, un grupo integrado por diversas
compañías eléctricas, con la finalidad de intercambiar patentes, controlar la producción y
reorientar el consumo. Se trataba de que los consumidores compraran bombitas de luz
con asiduidad. En pocos años la duración de las bombillas pasó de 2.500 horas a 1.500
horas, según el documental de Dannoritze. Phoebus incluso multaba a los fabricantes que
se salían del camino. El asunto dio lugar en 1942 a una denuncia del gobierno de EE.UU.
contra General Electric y sus socios pero, pese a la sentencia, las bombillas corrientes
siguieron funcionando una media de 1.000 horas.
Historia de un concepto
En 1932, Bernard London, un promotor inmobiliario, propuso reactivar la economía
estadounidense en un texto llamado “Acabar con la Depresión a través de la obsolescencia
planificada”. Su idea era que los productos, una vez usados un tiempo, se entregaran a la
administración para eliminarlos. Una prolongación extra del uso sería penalizada con un
impuesto.
En los años 50, Clifford Brooks Stevens, diseñador industrial, definió el concepto. “La
obsolescencia planificada consiste en introducir en el comprador el deseo de poseer algo
un poco más nuevo, un poco mejor, un poco antes de lo necesario”, declaró en una
conferencia sobre la publicidad en Minneapolis en 1954. Brooks no inventó el término,
pero lo precisó con claridad. Poco tiempo después, en 1960, el crítico cultural Vance
Packard denunció en Los productores de residuos “el sistemático intento del mundo de los
negocios de convertirnos en desechos, en individuos agobiados por las deudas y
permanentemente descontentos”.
La mitad de los vehículos del mundo en los años 20 del siglo pasado eran el modelo T, de
Henry Ford, fiables y duraderos pero sucios y ruidosos. Sin embargo, su competidor,
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General Motors, le arrebató el mercado con un nuevo Chevrolet que sólo incluía
modificaciones espectaculares y formales. La historia de esta obsolescencia anticipada
llega hasta nuestros días. Una abogada de San Francisco denunció a Apple por juzgar que
en los primeros modelos de iPod habían aplicado la obsolescencia antes de tiempo con
baterías de poca duración. Y en España también los clientes que se quejan de la
generación de las impresoras que dejan de funcionar una vez que lanzan un número
determinado de rayos de tinta para limpiar los cabezales.
La caducidad programada de los productos cimentó el desarrollo norteamericano y renovó
una encorsetada cultura de consumo europea basada en la premisa de que la ropa o los
artículos “eran para toda la vida”; incluso se heredaban. La muerte prematura de los
productos fue un asunto popular. En la película El hombre del traje blanco (1951), de
Alexander McKendrick, su protagonista da con la fórmula de un revolucionario tejido que
ni se ensucia, ni se desgasta, lo cual lo hace irrompible. Tras la alegría inicial, su
descubrimiento le lleva a ser perseguido por los propios empleados, temerosos de perder
las ventas y perder sus puestos de trabajo. De la misma manera La muerte de un
viajante (1949), de Arthur Miller, recoge un impagable diálogo en el que el protagonista
se queja de la heladera o el auto que dejan de funcionar al poco de pagarlos a plazos.
Existe una obsolescencia técnica, relacionada con la duración de los materiales y
componentes. La creación de diversas gamas de productos que no interactúan con el
viejo equipo ayuda a que quede obsoleto. “Normalmente, los productos se diseñan con un
equilibrio para que todos sus componentes tengan una vida parecida. No sería lógico tener
un elemento con una vida infinita, y muy costoso, y otros de vida muy corta. La estrategia
sería que cuando un parte falla, fallen las demás”, indica Carles Riba Romeva, director del
Centre de Disseny d‟Equips Industrials y profesor de la Universida Politécnica de Cataluña
(UPC).
¿Se crean aparatos para que duren poco? “En general, no es así, aunque hay
excepciones”, opina Pere Fullana, director del grupo de investigación en gestión
ambiental de la Escola Superior de Comerç Internacional de la Universidad Pompeu
Fabra. Fullana relata el descubrimiento que hizo en una ocasión al revisar un juguete
eléctrico chino que se estropeó a poco de ser regalado a su hijo. Siguiendo el circuito
eléctrico descubrió que el fusible que se había fundido estaba dentro de una cavidad de
plástico, sellada e intencionadamente inaccesible.
La caducidad se impone además cuando las innovaciones tecnológicas se implantan sin
que los productos tengan las mismas capacidades que los viejos. Por ejemplo, las
empresas que estaban vendiendo videos mientras se desarrollaban los DVD pudieron estar
participando de una obsolescencia planificada. La caducidad se hace sistemática cuando
se alteran los productos para hacer difícil su uso continuado. La falta de interoperatividad
fuerza al usuario a comprar nuevos programas En el mundo del software hay dos
variantes para obligar al usuario a comprar nuevas versiones. Una es perder la
compatibilidad hacia atrás forzando la reconversión de todo lo antiguo para funcionar con
lo nuevo. La segunda, menos agresiva, consiste en perder la compatibilidad hacia adelante
con novedades que no pueden ser manejadas por las versiones anteriores. De hecho, en
algunas ocasiones “se ha visto cómo una compañía improvisaba inusuales módulos de
compatibilidad para el programa antiguo, con el fin de manejar archivos de la nueva
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versión, por el temor de que los clientes pudieran migrar al tensar tanto la cuerda”, dice
Xavier Pi, profesor de ingeniería de software y périto informático.
Otro modo de jubilar los productos es el diseño y la moda, la maquinaria de crear objetos
que ilusionen con el ánimo de que el cliente se sienta desfasado si no compra. El diseño
unido al marketing multiplica la seducción para crear un imaginario de libertad sin
límites. “No podemos pensar en la obsolescencia planificada como una teoría conspirativa
en la que los productores nos engañan escondiendo información. Tenemos que mirar el
plano estético y simbólico y pensar en la dinámica de la publicidad, que te hace ver algo
nuevo para que lo tuyo parezca viejo. Todos somos corresponsables”, dice Federico
Demaría, un investigador sobre decrecimiento de la Universidad Autónoma de Barcelona,
licenciado en ciencias ambientales. Habla de la “colonización de lo imaginario” y cómo lo
nuevo ocupa un papel estelar en la escala de valores. “Todos somos víctimas y
promotores de este fenómeno. La manera en que opera la obsolescencia te hace partícipe
de este proceso”, añade.
Lo irreparable contamina
Unas 120.000 toneladas de residuos electrónicos generará la Argentina en 2011. Expertos
locales analizan el problema.
POR CARLOS A. MASLATON
Como ocurría en la notable película Blade Runner –inspirada en la novela ¿Sueñan los
androides con ovejas eléctricas? del visionario Philip K. Dick– en la que los replicantes
(cybors dotados de una inmejorable apariencia humana) se rebelaban al tomar conciencia
de que habían sido creados con una fecha de caducidad como cualquier frágil mortal, los
productos electrónicos que consumimos también han sido diseñados para cesar.
A esa muerte precoz y no anunciada se la denomina “obsolescencia programada” y es una
problemática que atañe a la calidad de los productos desde una perspectiva de ética
empresarial –elegir entre componentes durables y aquellos que garanticen una vida útil
breve y, por lo tanto, una necesidad de consumo anticipado. Pero, por sobre todo, la
obsolescencia programada plantea el dilema de qué hacer con los residuos de una cultura
que, cada vez más, prioriza el consumo y el descarte veloz y carente de criterio ecológico.
El ingeniero Mariano Fernández Soler ha investigado este tema en el Instituto Nacional de
Tecnología Industrial (INTI): “La obsolescencia programada es una manera peligrosa en
términos de sustentabilidad de acelerar el ciclo de consumo, a través de diversas
estrategias que pueden ir desde el desgaste de los componentes y una „irreparabilidad‟
calculada, hasta el cese del soporte técnico aduciendo obsolescencia. Por otra parte, la
competencia entre distintas empresas puede acelerar esos tiempos de obsolescencia
programada, a partir de publicidad e inducción a los consumidores para el reemplazo
constante de equipos de uso cotidiano”, desliza. “De acuerdo con datos aportados por la
Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, los celulares duran en promedio para
el usuario unos 18 meses, siendo reemplazados y descartados luego de ese tiempo –
señala Soler–. Solamente el uno por ciento son reutilizados. En la Argentina, la situación
no es distinta”.
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Fernández Soler no es tampoco benévolo con la industria informática, a la que le adjudica
la misma lógica especulativa: “Las PC tienen un comportamiento similar, a partir de la
renovación constante de sistemas operativos, software y hardware , al solicitarle al usuario
cada vez más potencia de procesamiento”. Ejemplica: “Recientemente, Microsoft ha
decidido dejar de dar soporte al sistema operativo Windows XP, que es más utilizado en
todo el mundo, ya que acapara el cincuenta por ciento de los usuarios a nivel mundial”,
detalla.
El problema de la contaminación generada por una sociedad que consume mucho y
descarta rápido, es un punto neurálgico de la obsolescencia programada. Los
investigadores del INTI estiman que en 2011 los argentinos desecharemos unas 120.000
toneladas de residuos electrónicos, lo que significan unos 3 kilos por habitante al año. Los
datos locales son elocuentes: durante el 2010 se vendieron un millón de TV o LCD, unos
12 millones de teléfonos celulares, 1,2 millón de impresoras y cerca de 2,65 millones de
computadoras (PCs, netbooks y notebooks). La chatarra electrónica derivada del “use y
tire” contamina suelos, cursos de agua, ecosistemas y, dato no menor, seres humanos. Un
reciente estudio realizado en EE.UU. estableció que la basura electrónica genera el setenta
por ciento de la contaminación de metales pesados en basurales o rellenos sanitarios.
Puntualmente, cada vez que se entierra una heladera o una computadora, se afectan
recursos minerales no renovables.
“Toda la industria del software propietario –entiéndase Microsoft y firmas similares–
trabaja con la obsolescencia programada, y esta política la aplican no sólo en la Argentina
sino en toda Latinoamérica –afirma Vladimiro Di Fiore, experto en informática y miembro
de la Asociación SOLAR (Software Libre Argentina)–, ya que en los países periféricos las
multinacionales no producen sino sólo venden. Tal vez en los juegos para PC esto resulte
más evidente: todo el tiempo se busca que la gente tenga sí o sí que consumir nuevos
productos. Lanzan un juego y lo que los fabricantes exigen para poder usarlo es que,
como requerimiento mínimo, tengas una máquina que no está en el mercado desde hace
más de tres meses”. Di Fiore aporta otro ejemplo: “Los programas para chat o
videoconferencia obligan a la gente a tener la última versión del sistema operativo que
sólo funciona en una máquina de determinadas condiciones que, casualmente, no es la
tuya”. Para eludir esta encerrona, el software libre ofrece, según Di Fiore, vías
alternativas: “Hay proyectos en marcha que te permiten utilizar viejas terminales 486 en
red, que funcionan perfectamente y no generan chatarra informática”.
Los profesionales del INTI también trabajan sobre este tema. La abogada Leila Devia
explica la situación en la que se encuentra nuestro país: “Desde 2006 el INTI es huésped
del Centro Basilea para América del Sur, que sirve a diez países de Latinoamérica y con el
que hemos consolidado un proyecto para hacer un inventario de los e-waste (desperdicios
electrónicos) en la región –explica. Pero en esta categoría no califican sólo computadoras
y televisores, sino también otros aparatos que utilizan energía. Aplicamos las normativas
de la Unión Europea (Wright y Ross) para ver cuál era el parque en nuestros países, pero
hubo que circunscribirse a las computadoras porque el relevamiento era muy complejo”.
Determinar qué destino tienen estos residuos y quiénes son sus generadores es la clave
de la cuestión: “Otros tipos de residuos industriales tienen productores definidos, pero en
el caso de los e-waste somos todos, porque todos consumimos heladeras, televisores y
computadoras. Somos generadores de un residuo que podés calificar de sólido urbano
pero que tampoco es basura”. De hecho, existen varios proyectos de ley en la región. En
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Brasil, por ejemplo, encuadran a los e-waste en la categoría “residuos sólidos urbanos”,
pero casi todas las legislaciones le dan un rango especial. Devia precisa: “Son residuos
que se generan en los domicilios, pero exigen tener un sistema de gestión especial. En la
Argentina, desde 2008, hay un proyecto de ley presentado por Daniel Filmus, con media
sanción del Senado, que apunta a acordar con todos los actores cómo será el sistema de
gestión nacional”. Según la abogada, en América latina la estrategia más avanzada sobre
qué hacer con la “chatarra electrónica” le pertenece a Colombia, y la Argentina intenta
seguir esa línea. “El proyecto Filmus apunta a proteger el medioambiente de la
contaminación generada por los residuos electrónicos, propone reciclarlos y categorizarlos
de otra manera para generar productos que puedan ser más durables”
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