Los Siete Mensajeros y Otros Relatos - Dino Buzzati
Los Siete Mensajeros y Otros Relatos - Dino Buzzati
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Dino Buzzati
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Título original: I sette messaggeri
Dino Buzzati, 1942
Traducción: Javier Setó
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Los siete mensajeros y otros relatos
Relación de Relatos
Los siete mensajeros. Titulo original: I sette messaggeri
Siete plantas. Titulo original: Sette piani
Tormenta en el río. Titulo original: Temporale sul fiume
La capa. Titulo original: Il mantello
La matanza del dragón. Titulo original: L’uccisione del drago
Noticias falsas. Titulo original: Notizie false
Miedo en la Scala. Titulo original: Paura alla Scala
Una gota. Titulo original: Una goccia
La canción de guerra. Titulo original: La canzone di guerra
El pasillo del gran hotel. Titulo original: Il corridoio del grande albergo
Invitaciones superfluas. Titulo original: Inviti superflui
El hundimiento de la Baliverna. Titulo original: Il crollo della Baliverna
Algo había sucedido. Titulo original: Qualcosa era successo
El derrumbamiento. Titulo original: La frana
Una carta de amor. Titulo original: Una lattera d’amore
El colombre. Titulo original: Il Colombre
Muy confidencial al señor director. Titulo original: Riservatissima al signor
direttore
La chaqueta embrujada. Titulo original: La giacca stregata
El ascensor. Titulo original: L’ascensore
Muchacha que cae. Titulo original: Ragazza che precipita
Los bultos del jardín. Titulo original: Le gobbe nel giardino
Garaje Erebus. Titulo original: Autorimesa Erebus
¿Y si? Titulo original:
Extraños nuevos amigos. Titulo original:
La niña olvidada. Titulo original:
El asalto al gran convoy. Titulo original: L’assalto al grande convoglio
La mujer con alas. Titulo original:
El perro que vio a Dios. Titulo original: Il cane che ha visto a Dio
El Maestro del Juicio Universal. Titulo original:
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Los siete mensajeros
Partí a explorar el reino de mi padre, pero día a día me alejo más de la ciudad y
las noticias que me llegan se hacen cada vez más escasas.
Comencé el viaje apenas cumplidos los treinta años y ya más de ocho han pasado,
exactamente ocho años, seis meses y quince días de ininterrumpida marcha. Cuando
partí, creía que en pocas semanas alcanzaría con facilidad los confines del reino; sin
embargo, no he cesado de encontrar nuevas gentes y pueblos, y en todas partes
hombres que hablaban mi misma lengua, que decían ser súbditos míos.
A veces pienso que la brújula de mi geógrafo se ha vuelto loca y que, creyendo ir
siempre hacia el mediodía, en realidad quizá estemos dando vueltas en torno a
nosotros mismos, sin aumentar nunca la distancia que nos separa de la capital; esto
podría explicar por qué todavía no hemos alcanzado la última frontera.
Más a menudo, sin embargo, me atormenta la duda de que este confín no exista,
de que el reino se extienda sin límite alguno y de que, por más que avance, nunca
podré llegar a su fin.
Emprendí el camino cuando tenía ya más de treinta años, demasiado tarde quizás.
Mis amigos, mis propios parientes, se burlaban de mi proyecto como de un inútil
dispendio de los mejores años de la vida. En realidad, pocos de aquellos que eran de
mi confianza aceptaron acompañarme.
Aunque despreocupado —¡mucho más de lo que lo soy ahora!—, pensé en el
modo de poder comunicarme durante el viaje con mis allegados y, de entre los
caballeros de mi escolta, elegí a los siete mejores para que me sirvieran de
mensajeros.
Creía, ignorante de mí, que tener siete era incluso una exageración. Con el tiempo
advertí, por el contrario, que eran ridículamente pocos, y eso que ninguno de ellos ha
caído nunca enfermo ni ha sido sorprendido por los bandidos ni ha reventado ninguna
cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una devoción que
difícilmente podré nunca recompensar.
Para distinguirlos con facilidad, les puse nombres cuyas iniciales seguían el orden
alfabético: Alejandro, Bartolomé, Cayo, Domingo, Escipión, Federico y Gregorio.
Poco habituado a estar lejos de casa, mandé al primero, Alejandro, la noche del
segundo día de viaje, cuando habíamos recorrido ya unas ochenta leguas. Para
asegurarme la continuidad de las comunicaciones, la noche siguiente envié al
segundo, luego al tercero, luego al cuarto, y así de forma consecutiva hasta la octava
noche del viaje, en que partió Gregorio. El primero aún no había vuelto. Éste nos
alcanzó la décima noche, mientras nos hallábamos plantando el campamento para
pernoctar en un valle deshabitado. Supe por Alejandro que su rapidez había sido
inferior a la prevista; yo había pensado que, yendo solo y montando un magnífico
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corcel, podría recorrer en el mismo tiempo el doble de distancia que nosotros; sin
embargo, sólo había podido recorrer la equivalente a una vez y media; en una
jornada, mientras nosotros avanzábamos cuarenta leguas, él devoraba sesenta, pero
no más.
Lo mismo ocurrió con los demás. Bartolomé, que partió hacia la ciudad la tercera
noche de viaje, volvió la decimoquinta. Cayo, que partió la cuarta, no regresó hasta la
vigésima. Pronto comprobé que bastaba multiplicar por cinco los días empleados
hasta el momento para saber cuándo nos alcanzaría el mensajero.
Como cada vez nos alejábamos más de la capital, el itinerario de los mensajeros
aumentaba en consecuencia. Transcurridos cincuenta días de camino, el intervalo
entre la llegada de un mensajero y la de otro comenzó a espaciarse de forma notable;
mientras que antes veía volver al campamento uno cada cinco días, el intervalo se
hizo de veinticinco; de este modo, la voz de mi ciudad se hacía cada vez más débil;
pasaban semanas enteras sin que tuviese ninguna noticia.
Pasados que fueron seis meses —habíamos atravesado ya los montes Fasanos—,
el intervalo entre una llegada y otra aumentó a cuatro meses largos. Ahora me traían
noticias lejanas; los sobres me llegaban arrugados, a veces con manchas de humedad
a causa de las noches pasadas al raso de quien me los traía.
Seguimos avanzando. En vano intentaba persuadirme de que las nubes que
pasaban por encima de mí eran iguales a aquellas de mi infancia, de que el cielo de la
ciudad lejana no era diferente de la cúpula azul que pendía sobre mí, de que el aire
era el mismo, igual el soplo del viento, idéntico el canto de los pájaros. Las nubes, el
cielo, el aire, los vientos, los pájaros me parecían verdaderamente cosas nuevas y
diferentes, y yo me sentía extranjero.
¡Adelante, adelante! Vagabundos que encontrábamos por las llanuras me decían
que los confines no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no descansar, sofocaba
las expresiones de desaliento que nacían en sus labios. Cuatro años habían pasado ya
desde mi partida; qué esfuerzo más prolongado. La capital, mi casa, mi padre, se
habían hecho extrañamente remotos, apenas me parecían reales. Veinte meses largos
de silencio y de soledad transcurrían ahora entre las sucesivas comparecencias de los
mensajeros. Me traían curiosas cartas amarilleadas por el tiempo y en ellas
encontraba nombres olvidados, formas de expresión insólitas para mí, sentimientos
que no conseguía comprender. A la mañana siguiente, después de sólo una noche de
descanso, cuando nosotros reanudábamos el camino, el mensajero partía en dirección
opuesta, llevando a la ciudad las cartas que hacía tiempo yo había preparado.
Sin embargo, han pasado ocho años y medio. Esta noche, estaba cenando solo en
mi tienda cuando ha entrado en ella Domingo, que, aunque agotado de cansando, aún
conseguía sonreír. Hacía casi siete años que no lo veía. Durante todo este larguísimo
período no ha hecho otra cosa que correr a través de prados, bosques y desiertos,
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cambiando quién sabe cuántas veces de cabalgadura para traerme ese mazo de sobres
que todavía no he tenido ganas de abrir. Él se ha ido ya a dormir y volverá a
marcharse mañana mismo al alba.
Volverá a marcharse por última vez. Con lápiz y papel he calculado que, si todo
va bien, yo continuando el camino como he hecho hasta ahora y él haciendo el suyo,
no podré volver a ver a Domingo hasta dentro de treinta y cuatro años. Para entonces
yo tendré setenta y dos. Pero comienzo a sentirme cansado y es probable que la
muerte se me lleve antes. Por tanto, no podré volver a verlo nunca más.
Dentro de treinta y cuatro años (antes más bien, mucho antes). Domingo
vislumbrará de forma inesperada las hogueras de mi campamento y se preguntará
cómo es que entre tanto he recorrido tan poco camino. Igual que esta noche, el buen
mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarilleadas por los años, llenas de
absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; sin embargo, al verme inmóvil, tendido
sobre el lecho, con dos soldados flanqueándome con antorchas, muerto, se detendrá
en el umbral.
¡Aun así, marcha, Domingo, y no me digas que soy cruel! Lleva mi último saludo
a la ciudad donde nací. Tú eres el vínculo superviviente con el mundo que antaño fue
también mío. Los últimos mensajes me han hecho saber que muchas cosas han
cambiado, que mi padre ha muerto, que la corona ha pasado a mi hermano mayor,
que me dan por perdido, que allí donde antes estaban los robles bajo los cuales solía
ir a jugar han construido altos palacios de piedra. Pero sigue siendo mi vieja patria.
Tú eres el último vínculo con ellos, Domingo. El quinto mensajero, Escipión, que
me alcanzará, si Dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a
marchar porque no le daría tiempo a volver. Después de ti, Domingo, el silencio, a no
ser que encuentre por fin los ansiados confines. Sin embargo, cuanto más avanzo,
más me voy convenciendo de que no existe frontera.
No existe, sospecho, frontera, al menos en el sentido en que nosotros estamos
acostumbrados a pensar. No hay murallas que separen ni valles que dividan ni
montañas que cierren el paso. Probablemente cruzaré el límite sin advertirlo siquiera
e, ignorante de ello, continuaré avanzando.
Por esta razón pretendo que, cuando me hayan alcanzado de nuevo, Escipión y los
otros mensajeros que le siguen no partan ya hacia la capital, sino que marchen por
delante, precediéndome, para que yo pueda saber con antelación aquello que me
aguarda.
Desde hace un tiempo, se despierta en mí por las noches una agitación insólita, y
no es ya la nostalgia por las alegrías abandonadas, como ocurría en los primeros
tiempos del viaje; es más bien la impaciencia por conocer las tierras ignotas hada las
que me dirijo.
Día a día, a medida que avanzo hacia la incierta meta, voy notando —y hasta
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ahora a nadie se lo he confesado— cómo en el cielo resplandece una luz insólita
como nunca se me ha aparecido ni siquiera en sueños, y cómo las plantas, los montes,
los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de aquella de
nuestra tierra, y el aire trae presagios que no sé expresar.
Mañana por la mañana una esperanza nueva me arrastrará todavía más adelante,
hacia esas montañas inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Una
vez más levantaré el campamento mientras por la parte opuesta Domingo desaparece
en el horizonte llevando a la ciudad remotísima mi inútil mensaje.
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Siete plantas
Después de un día de viaje en tren, Giuseppe Corte llegó, una mañana de marzo, a
la ciudad donde se hallaba el famoso sanatorio. Tenía un poco de fiebre, pero aun así
quiso hacer a pie el camino entre la estación y el hospital, llevando su pequeña maleta
de viaje.
Si bien no tenía más que una manifestación incipiente sumamente leve, le habían
aconsejado dirigirse a aquel célebre sanatorio, en el que se trataba exclusivamente
aquella enfermedad. Eso garantizaba una competencia excepcional en los médicos y
la más racional sistematización de las instalaciones.
Cuando lo divisó desde lejos —lo reconoció por haberlo visto ya en fotografía en
un folleto publicitario—. Giuseppe Corte tuvo una inmejorable impresión. El blanco
edificio de siete plantas estaba surcado por entrantes regulares que le daban una vaga
fisonomía de hotel. Estaba rodeado completamente de altos árboles.
Después de un breve reconocimiento a la espera de un examen más detenido y
completo, Giuseppe Corte fue instalado en una alegre habitación de la séptima y
última planta. Los muebles eran claros y limpios, como el tapizado, los sillones eran
de madera, los cojines estaban forrados de tela estampada. La vista se extendía sobre
uno de los barrios más bonitos de la ciudad. Todo era plácido, hospitalario y
tranquilizador.
Giuseppe Corte se metió sin dilación en la cama y, encendiendo la luz que tenía a
la cabecera, comenzó a leer un libro que había llevado. Poco después entró una
enfermera para preguntarle si quería algo.
Giuseppe Corte no quería nada pero se puso de buena gana a conversar con la
joven, pidiendo información acerca del sanatorio. Se enteró así de la extraña
peculiaridad de aquel hospital. Los enfermos eran distribuidos planta por planta
según su gravedad. En la séptima, es decir en la última, se acogían las
manifestaciones sumamente leves. La sexta estaba destinada a los enfermos no
graves, pero tampoco susceptibles de descuido. En la quinta se trataban ya afecciones
serias, y así sucesivamente de planta en planta. En la segunda estaban los enfermos
gravísimos. En la primera, aquellos para los que no había esperanza.
Este singular sistema, además de agilizar mucho el servicio, impedía que un
enfermo leve pudiera verse turbado por la vecindad de un compañero agonizante y
garantizaba en cada planta un ambiente homogéneo. Por otra parte, de este modo el
tratamiento podía graduarse de forma perfecta y con mejores resultados.
De ello se derivaba que los enfermos se dividían en siete castas progresivas. Cada
planta era como un pequeño mundo autónomo, con sus reglas particulares, con
especiales tradiciones que en las otras plantas carecían de cualquier valor. Y como
cada sector se confiaba a la dirección de un médico distinto, se habían creado,
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siquiera fueran nimias, netas diferencias en los métodos de tratamiento, pese a que el
director general hubiera imprimido a la institución una única orientación
fundamental.
Cuando la enfermera hubo salido, Giuseppe Corte, padeciéndole que la fiebre
había desaparecido, se llegó a la ventana y miró hacia fuera, no para observar el
panorama de la ciudad, que también era nueva para él, sino con la esperanza de
divisar a través de aquélla a otros enfermos de las plantas inferiores. La estructura del
edificio, con grandes entrantes, permitía este género de observaciones. Giuseppe
Corte concentró su atención sobre todo en las ventanas de la primera planta, que
parecían muy lejanas y no alcanzaban a distinguirse más que de forma sesgada. Sin
embargo, no pudo ver nada interesante. En su mayoría estaban herméticamente
cerradas por grises persianas.
Corte advirtió que en una ventana vecina a la suya estaba asomado un hombre.
Ambos se miraron largamente con creciente simpatía, pero no sabían cómo romper
aquel silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se animó y dijo:
—¿Usted también está aquí desde hace poco?
—Oh, no —dijo el otro—, yo ya hace dos meses que estoy aquí… —calló por un
instante y después, no sabiendo cómo continuar la conversación, añadió—: miraba
ahí abajo, a mi hermano.
—¿Su hermano?
—Sí —explicó el desconocido—. Ingresamos juntos, un caso realmente curioso,
pero él ha ido empeorando; piense que ahora está ya en la cuarta.
—¿Qué cuarta?
—La cuarta planta —explicó el individuo, y pronunció las dos palabras con tanto
sentimiento y horror que Giuseppe Corte se quedó casi sobrecogido de espanto.
—¿Tan graves están los de la planta cuarta?
—Oh —dijo el otro meneando con lentitud la cabeza—, todavía no son casos
desesperados, pero tampoco es como para estar muy alegre.
—Y entonces —siguió preguntando Corte con la festiva desenvoltura de quien
hace referencia a cosas trágicas que no le atañen—, si en la cuarta están ya tan
graves, ¿a la primera quiénes van a parar?
—Oh —dijo el otro—, en la primera están los moribundos sin más. Allá abajo los
médicos ya no tienen nada que hacer. Sólo trabaja el sacerdote. Y naturalmente…
—Pero hay poca gente en la primera planta —interrumpió Giuseppe Corte, como
si le urgiese tener una confirmación, ahí abajo casi todas las habitaciones están
cerradas.
—Hay poca gente ahora, pero esta mañana había bastante —respondió el
desconocido con una sonrisa sutil—. Allí donde las persianas están bajadas, es que
alguien se ha muerto hace poco. ¿No ve usted, por otra parte, que en las otras plantas
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todas las contraventanas están abiertas? Pero perdone —añadió retirándose
lentamente—, me parece que comienza a refrescar. Me vuelvo a la cama. Que le vaya
bien…
El hombre desapareció del antepecho y la ventana se cerró con energía; luego se
vio encenderse dentro una luz. Giuseppe Corte permaneció inmóvil en la ventana,
mirando fijamente las persianas bajadas de la primera planta. Las miraba con una
intensidad morbosa, tratando de imaginar los fúnebres secretos de aquella terrible
primera planta donde los enfermos se veían confinados para morir; y se sentía
aliviado de saberse tan alejado. Descendían entre tanto sobre la ciudad las sombras de
la noche. Una a una, las mil ventanas del sanatorio se iluminaban; de lejos podría
haberse dicho un palacio en que se celebrara una fiesta. Sólo en la primera planta, allí
abajo, en el fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas permanecían ciegas
y oscuras.
El resultado del reconocimiento general tranquilizó a Giuseppe Corte. Inclinado
habitualmente a prever lo peor, en su interior se había preparado ya para un veredicto
severo y no se habría sorprendido si el médico le hubiese declarado que debía
asignarle a la planta inferior. De hecho, la fiebre no daba señas de desaparecer, pese a
que el estado general siguiera siendo bueno. El facultativo, sin embargo, le dirigió
palabras cordiales y alentadoras. Principio de enfermedad, lo había, le dijo, pero muy
ligero; probablemente en dos o tres semanas todo habría pasado.
—Entonces ¿me quedo en la séptima planta? —había preguntado en ese momento
Giuseppe Corte con ansiedad.
—¡Pues claro! —había respondido el médico palmeándole amistosamente la
espalda—. ¿Dónde pensaba que había de ir? ¿A la cuarta quizá? —preguntó riendo,
como para hacer alusión a la hipótesis más absurda.
—Mejor así, mejor así —dijo Corte—. ¿Sabe usted? Cuando uno está enfermo se
imagina siempre lo peor…
De hecho, Giuseppe Corte se quedó en la habitación que se le había asignado
originalmente. En las raras tardes en que se le permitía levantarse intimó con algunos
de sus compañeros de hospital. Siguió escrupulosamente el tratamiento y puso todo
su empeño en sanar con rapidez; su estado, con todo, parecía seguir estacionario.
Habían pasado unos diez días cuando se le presentó el supervisor de la séptima
planta. Tenía que pedirle un favor a título meramente personal: al día siguiente tenía
que ingresar en el hospital una señora con dos niños; había dos habitaciones libres,
justamente al lado de la suya, pero faltaba la tercera; ¿consentiría el señor Corte en
trasladarse a otra habitación igual de confortable?
Giuseppe Corte no opuso, naturalmente, ningún inconveniente; para él, una u otra
habitación era lo mismo; quizá incluso le tocara una enfermera nueva y más mona.
—Se lo agradezco de corazón —dijo el supervisor con una ligera inclinación—;
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de una persona como usted, confieso que no me asombra semejante acto de
caballerosidad. Dentro de una hora, si no tiene inconveniente, procederemos al
traslado. Tenga en cuenta que es necesario que baje a la planta de abajo —añadió con
voz atenuada, como si se tratase de un detalle completamente intrascendente—.
Desgraciadamente, en esta planta no quedan habitaciones libres. Pero es un arreglo
provisional —se apresuró a especificar al ver que Corte, que se había incorporado de
golpe, estaba a punto de abrir la boca para protestar—, un arreglo absolutamente
provisional. En cuanto quede libre una habitación, y creo que será dentro de dos o
tres días, podrá volver aquí arriba
—Le confieso —dijo Giuseppe Corte sonriendo para demostrar que no era ningún
niño— que un traslado de esta clase no me agrada en absoluto.
—Pero es un traslado que no obedece a ningún motivo médico; entiendo
perfectamente lo que quiere decir; se trata únicamente de una gentileza con esta
señora, que prefiere no estar separada de sus niños… Un favor —añadió riendo
abiertamente, ¡ni se le ocurra que pueda haber otras razones!
—Puede ser —dijo Giuseppe Corte—, pero me parece de mal agüero.
De este modo Corte pasó a la sexta planta, y si bien convencido de que este
traslado no correspondía en absoluto a un empeoramiento de la enfermedad, se sentía
incómodo al pensar que entre él y el mundo normal, de la gente sana, se interponía ya
un obstáculo preciso. En la séptima planta, puerto de llegada, se estaba en cierto
modo todavía en contacto con la sociedad de los hombres; podía considerarse más
bien casi una prolongación del mundo habitual. En la sexta, en cambio, se entraba en
el auténtico interior del hospital; la mentalidad de los médicos, de los enfermeros y de
los propios enfermos era ya ligeramente distinta. Se admitía ya que en esa planta se
albergaba a los enfermos auténticos, por más que fuera en estado no grave. Las
primeras conversaciones con sus vecinos de habitación, con el personal y los
médicos, hicieron advertir a Giuseppe Corte de hecho que en aquella sección la
séptima planta se consideraba una farsa reservada a los enfermos por afición,
padecedores más que nada de imaginaciones; sólo en la sexta, por decirlo así, se
empezaba de verdad.
De todos modos, Giuseppe Corte comprendió que para volver arriba, al lugar que
le correspondía por las características de su enfermedad, hallaría sin duda cierta
dificultad; aunque fuera tan sólo para un esfuerzo mínimo, para regresar a la séptima
planta debía poner en marcha un complejo mecanismo; no cabía duda de que si él no
chistaba, nadie tomaría en consideración trasladarlo nuevamente a la planta superior
de los «casi sanos».
Por ello, Giuseppe Corte se propuso no transigir con sus derechos y no dejarse
atrapar por la costumbre. Cuidaba mucho de puntualizar a sus compañeros de sección
que se hallaba con ellos sólo por unos pocos días, que había sido él quien había
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accedido a descender una planta para hacer un favor a una señora y que en cuanto
quedara libre una habitación volvería arriba. Los otros asentían con escaso
convencimiento.
La convicción de Giuseppe Corte halló plena confirmación en el dictamen del
nuevo médico. Incluso éste admitía que podía asignarse perfectamente a Giuseppe
Corte a la séptima planta; su manifestación era ab-so-lu-ta-men-te le-ve —y
fragmentaba esta definición para darle importancia—, pero en el fondo estimaba que
acaso en la sexta planta Giuseppe Corte pudiera ser mejor tratado.
—No empecemos —intervenía en este punto el enfermo con decisión—, me ha
dicho que la séptima planta es la que me corresponde; y quiero volver a ella.
—Nadie dice lo contrario —replicaba el doctor—, ¡yo no le daba más que un
simple consejo, no de mé-di-co, sino de au-tén-ti-co a-mi-go! Su manifestación, le
repito, es levísima (no sería exagerado decir que ni siquiera está enfermo), pero en mi
opinión se diferencia de manifestaciones análogas en una cierta mayor extensión. Me
explico: la intensidad de la enfermedad es mínima, pero su amplitud es considerable;
el proceso destructivo de las células —era la primera vez que Giuseppe Corte oía allí
dentro aquella siniestra expresión—, el proceso destructivo de las células no ha hecho
más que comenzar, quizá ni siquiera haya comenzado, pero tiende, y digo sólo tiende,
a atacar simultáneamente respetables proporciones del organismo. Sólo por esto, en
mi opinión, puede ser tratado más eficazmente aquí, en la sexta planta, donde los
métodos terapéuticos son más específicos e intensos.
Un día le contaron que, después de haber consultado largamente con sus
colaboradores, el director general del establecimiento había decidido cambiar la
subdivisión de los enfermos. El grado de cada uno de éstos, por decirlo así, se veía
acrecentado en medio punto. Suponiendo que en cada planta los enfermos se
dividieran, según su gravedad, en dos categorías (de hecho los respectivos médicos
hacían esta subdivisión, si bien a efectos meramente internos), la inferior de estas dos
mitades se veía trasladada de oficio una planta más abajo. Por ejemplo, la mitad de
los enfermos de la sexta planta, aquellos con manifestaciones ligeramente más
avanzadas, debían pasar a la quinta; y los menos leves de la séptima pasar a la sexta.
La noticia alegró a Giuseppe Corte porque, en un cuadro de traslados de tal
complejidad, su regreso a la séptima planta podría llevarse a cabo más fácilmente.
Cuando mencionó esta su esperanza a la enfermera, se llevó, sin embargo, una
amarga sorpresa. Supo entonces que sería trasladado, pero no a la séptima, sino a la
planta de abajo. Por motivos que la enfermera no sabía explicarle, estaba incluido en
la mitad más «grave» de los que se alojaban en la sexta planta y por esta razón debía
descender a la quinta.
Pasados los primeros instantes de sorpresa, Giuseppe Corte montó en cólera; dijo
a gritos que lo estafaban vilmente, que no quería oír hablar de ningún traslado abajo,
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que se volvería a casa, que los derechos eran derechos y que la administración del
hospital no podía ignorar de forma tan abierta los diagnósticos de los facultativos.
Todavía estaba gritando cuando el médico llegó sin resuello para tranquilizarlo.
Aconsejó a Corte que se calmara si no quería que le subiera la fiebre, le explicó que
se había producido un malentendido, cuando menos parcial. Llegó a admitir, incluso,
que lo más propio habría sido que hubieran enviado a Giuseppe Corte a la séptima
planta, pero añadió que tenía acerca de su caso una idea ligeramente diferente, si bien
muy personal. En el fondo su enfermedad podía, en cierto sentido, naturalmente,
considerarse de sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin
embargo, ni siquiera él lograba explicarse cómo Corte había sido catalogado en la
mitad inferior de la sexta planta. Probablemente el secretario de la dirección, que
había llamado aquella misma mañana preguntando por la ubicación clínica exacta de
Giuseppe Corte, se había equivocado al transcribirla. Por mejor decir, la dirección
había «empeorado» ligeramente su dictamen a propósito, ya que se le consideraba un
médico experto pero demasiado indulgente. El doctor aconsejaba a Corte, en fin, no
inquietarse, sufrir sin protestas el traslado; lo que contaba era la enfermedad, no el
lugar donde se situaba a un enfermo.
Por lo que se refería al tratamiento —añadió aún el facultativo—, Giuseppe Corte
no habría de lamentarlo; el médico de la planta de abajo tenía sin duda más
experiencia; era casi un dogma que la pericia de los doctores aumentaba, cuando
menos a juicio de la dirección, a medida que se descendía. La habitación era igual de
cómoda y elegante. Las vistas, igualmente amplias: sólo de la tercera planta para
abajo la visión se veía estorbada por los árboles del perímetro.
Presa de la fiebre vespertina, Giuseppe Corte escuchaba las minuciosas
justificaciones del doctor con progresivo cansancio. Finalmente, se dio cuenta de que
no tenía fuerzas ni, sobre todo, ganas de seguir oponiéndose al injusto traslado. Y se
dejó llevar a la planta de abajo.
El único, si bien magro, consuelo de Giuseppe Corte una vez se halló en la quinta
planta, fue saber que era común opinión de los médicos, los enfermeros y enfermos
que en aquella sección él era el menos grave de todos. En el ámbito de aquella planta,
en suma, podía considerarse con diferencia el más afortunado. Sin embargo, por otra
parte lo atormentaba el pensamiento de que ahora eran ya dos las barreras que se
interponían entre él y el mundo de la gente normal.
A medida que avanzaba la primavera, el aire se hacía más tibio, pero Giuseppe
Corte no gustaba ya, como en los primeros días, de asomarse a la ventana; aunque
semejante temor fuese una verdadera tontería, cuando veía las ventanas de la primera
planta, siempre cerradas en su mayoría, que tanto se habían acercado, sentía
recorrerle un extraño escalofrío.
Su enfermedad se mostraba estacionaria. Con todo, pasados tres días de estancia
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en la quinta planta, se manifestó en su pierna derecha una erupción cutánea que en los
días siguientes no dio señas de reabsorberse. Era una afección, le dijo el médico,
absolutamente independiente de la enfermedad principal; un trastorno que le podía
ocurrir a la persona más sana del mundo. Para eliminarlo en pocos días, sería
deseable un tratamiento intensivo de rayos digamma.
—¿Y me los pueden dar aquí, esos rayos digamma? —preguntó Giuseppe Corte.
—Nuestro hospital —respondió complacido el médico— desde luego dispone de
todo. Sólo hay un inconveniente…
—¿De qué se trata? —preguntó Corte con un vago presentimiento.
—Inconveniente por decirlo así —se corrigió el doctor—; me refiero a que sólo
hay instalación de rayos en la cuarta planta, y yo le desaconsejaría hacer semejante
trayecto tres veces al día.
—Entonces ¿nada?
—Entonces lo mejor sería que hasta que le desaparezca la erupción hiciera el
favor de bajarse a la cuarta.
—¡Basta! —aulló Giuseppe Corte—. ¡Ya he bajado bastante! A la cuarta no voy,
así reviente.
—Como a usted le parezca —dijo, conciliador, el otro para no irritarle—, pero,
como médico encargado de su tratamiento, tenga en cuenta que le prohíbo bajar tres
veces al día.
Lo malo fue que el eccema, en vez de ir a menos, se fue extendiendo lentamente.
Giuseppe Corte no conseguía hallar reposo y no cesaba de revolverse en la cama.
Aguantó así, furioso, tres días, hasta que se vio obligado a ceder. Espontáneamente,
rogó al médico que ordenara que le hicieran el tratamiento de los rayos y, por
consiguiente, que lo trasladaran a la planta inferior.
Allí abajo Corte advirtió con inconfesado placer que representaba una excepción.
Los otros enfermos de la sección estaban sin lugar a dudas en estado muy grave y no
podían abandonar la cama siquiera por un minuto. Sin embargo él podía permitirse el
lujo de ir a pie desde su habitación a la sala de rayos entre los parabienes y la
admiración de las propias enfermeras.
Al nuevo médico le precisó con insistencia su especialísima situación. Un
enfermo que en el fondo tenía derecho a la séptima planta había ido a parar a la
cuarta. En cuanto la erupción desapareciese, pretendía regresar arriba. No admitiría
en absoluto ninguna nueva excusa. ¡Él, que legítimamente habría podido estar todavía
en la séptima!
—¡La séptima, la séptima! —exclamó sonriendo el médico, que acababa
justamente de pasar visita—. ¡Ustedes, los enfermos, siempre exageran! Soy el
primero en decir que puede estar contento de su estado; por lo que veo en su cuadro
clínico, no ha habido grandes empeoramientos. ¡Pero de ahí a hablar de la séptima
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planta, y disculpe mi brutal sinceridad, hay sin duda cierta diferencia! Es usted uno
de los casos menos preocupantes, lo admito, pero no deja de ser un enfermo.
—Entonces usted —dijo Giuseppe Corte con el rostro encendido, ¿a qué planta
me asignaría?
—Bueno, no es fácil decirlo, no le hecho más que un breve reconocimiento, y
para poder pronunciarme debería seguirle por lo menos una semana.
—Está bien —insistió Corte—, pero más o menos sí sabrá.
Para tranquilizarlo, el médico simuló concentrarse un momento; luego asintió con
la cabeza y dijo con lentitud:
—Bueno, aunque sólo sea para contentarle, podríamos en el fondo asignarle a la
sexta. Sí, sí —añadió como para convencerse a sí mismo—. La sexta podría estar
bien.
Creía así el doctor contentar al enfermo. Por el rostro de Giuseppe Corte, en
cambio, se extendió una expresión de zozobra: el enfermo se daba cuenta de que los
médicos de las últimas plantas lo habían engañado; ¡y hete aquí que este nuevo
doctor, a todas luces más competente y más sincero, en su fuero interno —era
evidente— lo asignaba, no a la séptima, sino a la sexta planta, y quizá a la quinta, la
inferior! La inesperada desilusión postró a Corte. Aquella noche la fiebre le subió de
forma apreciable.
Su estancia en la cuarta planta señaló para Giuseppe Corte el período más
tranquilo desde que ingresara en el hospital. El médico era una persona sumamente
simpática, atenta y cordial; a menudo se paraba, incluso durante horas enteras, a
charlar de los temas más diversos. Y también Giuseppe Corte hablaba de buena gana,
buscando temas relacionados con su vida habitual de abogado y hombre de sociedad.
Intentaba convencerse de que pertenecía aún a la sociedad de los hombres sanos, de
estar vinculado todavía al mundo de los negocios, de interesarse por los
acontecimientos públicos. Lo intentaba, pero sin conseguirlo. De forma invariable, la
conversación acababa siempre yendo a parar a la enfermedad.
Entre tanto, el deseo de una mejoría cualquiera se había convertido para él en una
obsesión. Los rayos digamma, aunque habían conseguido detener la extensión de la
erupción cutánea, no habían bastado a eliminarla. Todos los días Giuseppe Corte
hablaba de ello largamente con el médico y se esforzaba por mostrarse fuerte, incluso
irónico, sin conseguirlo.
—Dígame, doctor —preguntó un día—, ¿cómo va el proceso destructivo de mis
células?
—¿Pero qué expresiones son esas? —le reconvino jovialmente el doctor—. ¿De
dónde las ha sacado? ¡Eso no está bien, no está bien, y menos en un enfermo! No
quiero oírle nunca más cosas semejantes.
—Está bien —objetó Corte—, pero así no me ha contestado.
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—Oh, ahora mismo lo hago —dijo el doctor, amable—. El proceso destructivo de
las células, por emplear su siniestra expresión, es, en su caso, mínimo, absolutamente
mínimo. Pero me siento tentado de definirlo como obstinado.
—¿Obstinado? ¿Quiere decir crónico?
—No me haga decir lo que no he dicho. Quiero decir solamente rebelde. Por lo
demás, así son la mayoría de los casos. Afecciones incluso muy leves necesitan a
menudo tratamientos enérgicos y prolongados.
—Pero dígame, doctor, ¿para cuándo puedo esperar una mejoría?
—¿Para cuándo? En estos casos, las predicciones son más bien difíciles… Pero
escuche —añadió después de una pausa meditativa—, según veo, tiene auténtica
obsesión por sanar… si no tuviera miedo de que se me enfade, le daría un consejo…
—Pues diga, diga, doctor…
—Pues bien, le plantearé la cuestión en términos muy claros. Si yo, atacado por
esta enfermedad aunque fuera de forma levísima, viniera a parar a este sanatorio, que
posiblemente es el mejor que existe, espontáneamente haría que me asignaran, y
desde el primer día, desde el primer día, ¿comprende?, a una de las plantas más bajas.
Haría que me ingresaran directamente en la…
—¿En la primera? —sugirió Corte con una sonrisa forzada.
—¡Oh, no!, ¡en la primera no! —respondió irónico el médico—, ¡eso no! Pero en
la segunda o la tercera, seguro que sí. En las plantas inferiores el tratamiento se lleva
a cabo mucho mejor, se lo garantizo, las instalaciones son más completas y potentes,
el personal más competente. ¿Sabe usted, además, quién es el alma de este hospital?
—¿No es el profesor Dati?
—En efecto, el profesor Dati. Él es el inventor del tratamiento que se lleva a
cabo, el que proyectó toda la instalación. Pues bien, él, el maestro, está, por decirlo
así, entre la primera y la segunda planta. Desde allí irradia su fuerza directiva. Pero le
garantizo que su influjo no llega más allá de la tercera planta; de ahí para arriba se
diría que sus mismas órdenes se diluyen, pierden consistencia, se extravían; el
corazón del hospital está abajo y se necesita estar abajo para tener los mejores
tratamientos.
—Así que, en definitiva —dijo Giuseppe Corte con voz temblorosa—, usted me
aconseja…
—Añada a eso una cosa —continuó imperturbable el doctor—, añada que en su
caso particular habría que insistir hasta que desaparezca. Es una cosa sin ninguna
importancia, convengo en ello, pero más bien molesta, que de prolongarse mucho
podría deprimir la «moral»; y usted sabe lo importante que es, para sanar, la
tranquilidad de espíritu. Las sesiones de rayos a que le he sometido no han dado
resultado más que a medias. ¿Que por qué? Puede ser tan sólo casualidad, pero puede
ser también que los rayos no tengan la suficiente intensidad. Pues bien, en la tercera
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planta las máquinas de rayos son mucho más potentes. Las probabilidades de curar el
eccema serían mucho mayores, Y luego, ¿ve usted?, una vez la curación en marcha,
lo más complicado ya está hecho. Una vez iniciada la recuperación, lo difícil es
volver atrás. Cuando se sienta mejor de veras, nada le impedirá volver aquí con
nosotros o incluso más arriba, según sus «méritos», incluso a la quinta, a la sexta,
hasta a la séptima, me atrevo a decir…
—¿Y usted cree que eso podrá acelerar el tratamiento?
—¡De eso no cabe ninguna duda! Ya le he dicho lo que yo haría en su situación.
Charlas de esta clase el doctor no las daba todos los días. Acabó llegando el
momento en que el enfermo, cansado de sufrir a causa del eccema, pese a su
instintiva reluctancia a descender al reino de los casos todavía más graves, decidió
seguir el consejo y se trasladó a la planta de abajo.
En la tercera planta no tardó en advertir que reinaba en la sección, en el médico,
en las enfermeras, un especial regocijo, pese a que allí abajo recibieran tratamiento
enfermos muy preocupantes. Notó incluso que este regocijo aumentaba con los días:
picado por la curiosidad, una vez que hubo tomado un poco de confianza con la
enfermera, preguntó cómo era que en aquella planta estaban siempre todos tan
alegres.
—Ah, ¿pero es que no lo sabe? —respondió la enfermera. Dentro de tres días nos
vamos de vacaciones.
—¿Qué quiere decir eso de «nos vamos de vacaciones»?
—Sí. Durante quince días la tercera planta se cierra y el personal se va de asueto.
Las plantas descansan por turno.
—¿Y los enfermos? ¿Qué hacen con ellos?
—Como hay relativamente pocos, se reúnen dos plantas en una sola.
—¿Cómo? ¿Reúnen a los enfermos de la tercera y de la cuarta?
—No, no —corrigió la enfermera—, a los de la tercera y la segunda. Los que
están aquí tendrán que bajar.
—¿Bajar a la segunda? —dijo Giuseppe Corte pálido como un muerto—. ¿Tendré
que bajar entonces a la segunda?
—Pues claro. ¿Qué tiene de raro? Cuando, dentro de quince días, regresemos,
volverá usted a esta habitación. No creo que sea para asustarse.
Sin embargo, Giuseppe Corte —misterioso instinto le advertía— se vio
embargado por el miedo. No obstante, ya que no podía impedir que el personal se
fuera de vacaciones, convencido de que el nuevo tratamiento de rayos le hacía bien
(el eccema se había reabsorbido casi por completo), no se atrevió a oponerse al nuevo
traslado. Pretendió, con todo, y a pesar de las burlas de las enfermeras, que en la
puerta de su nueva habitación se pusiera un cartel que dijera: «Giuseppe Corte, de la
tercera planta, provisional». Esto no tenía precedentes en la historia del sanatorio,
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pero los médicos, considerando que en un temperamento nervioso como Corte
incluso pequeñas contrariedades podían provocar un empeoramiento, no se opusieron
a ello.
En el fondo se trataba de esperar quince días, ni uno más ni uno menos. Giuseppe
Corte empezó a contarlos con obstinada avidez, permaneciendo inmóvil en su lecho
durante horas enteras con los ojos fijos en los muebles, que en la segunda planta no
eran ya tan modernos y alegres como en las secciones superiores, sino que adoptaban
dimensiones mayores y líneas más solemnes y severas. Y de cuando en cuando
aguzaba el oído, pues le parecía oír en la planta de abajo, la planta de los moribundos,
la sección de los «condenados», vagos estertores de agonía.
Todo esto, naturalmente, contribuía a entristecerlo. Y su mengua de serenidad
parecía fomentar la enfermedad, la fiebre tendía a aumentar, la debilidad se hacía más
pronunciada. Desde la ventana —era ya pleno verano y las ventanas se hallaban casi
siempre abiertas— no se divisaban ya los tejados, ni siquiera las casas de la ciudad;
sólo la muralla verde de los árboles que rodeaban el hospital.
Habían pasado siete días cuando una tarde, hacia las dos, el supervisor y tres
enfermeros que empujaban una camilla con ruedas irrumpieron súbitamente.
—¿Listos para el traslado? —preguntó en tono de afable chanza el supervisor.
—¿Qué traslado? —preguntó Giuseppe Corte con un hilo de voz—. ¿Qué bromas
son estas? ¿No faltan aún siete días para que vuelvan los de la tercera planta?
—¿La tercera planta? —dijo el supervisor como si no comprendiera—. A mí me
han dado orden de llevarle a la primera, mire —y le enseñó un volante sellado para su
traslado a la planta inferior, firmado nada menos que por el mismísimo profesor Dati.
El terror, la cólera infernal de Giuseppe Corte estallaron en largos gritos que
resonaron por toda la planta. «Más bajo, más bajo, haga el favor», suplicaron las
enfermeras, «¡aquí hay enfermos que no se encuentran bien!». Pero hacía falta algo
más para calmarlo.
Al fin acudió el médico que dirigía la sección, una persona amabilísima y
sumamente educada. Se informó, miró el volante, hizo que Corte le explicara. Luego
se voltio, encolerizado, hacia el supervisor, declarando que había habido un error, él
no había dado ninguna orden de ese tipo, desde hacía algún tiempo había un
desbarajuste intolerable, nadie le informaba de nada… Al cabo, después de haber
echado la bronca al subordinado, se volvió en tono cortés al enfermo, deshaciéndose
en excusas.
—Con todo, desgraciadamente —añadió el médico—, el profesor Dati hace justo
una hora que se ha marchado para una breve licencia, y no volverá hasta dentro de
dos días. Estoy absolutamente desolado, pero sus órdenes no se pueden transgredir. Él
será el primero en lamentarlo, se lo garantizo… ¡Un error así! ¡No me explico cómo
ha podido suceder!
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Un lastimoso estremecimiento había empezado a sacudir a Giuseppe Corte. Su
capacidad de dominarse había desaparecido por completo. El terror se había
apoderado de él como de un niño. Sus sollozos resonaban en la habitación.
De este modo, debido a aquel execrable error, alcanzó la última etapa. ¡Él, que en
el fondo, por la gravedad de su mal, a juicio de los médicos más severos, tenía
derecho a verse asignado a la sexta, cuando no a la séptima planta, en la sección de
los moribundos! La situación era tan grotesca que en algunos momentos Giuseppe
Corte casi sentía deseos de echar a reír a carcajadas.
Tendido en la cama mientras la cálida tarde de verano pasaba lentamente sobre la
ciudad, miraba los verdes árboles a través de la ventana con la impresión de haber ido
a parar a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes alicatadas y esterilizadas, de
gélidos y fúnebres zaguanes, de blancas figuras humanas carentes de alma. Hasta dio
en pensar que ni siquiera los árboles que le parecía divisar a través de la ventana eran
verdaderos: acabó incluso por convencerse, al advertir que las hojas no se movían en
absoluto.
Esta idea lo agitó hasta tal punto que Corte llamó con el timbre a la enfermera e
hizo que le alcanzara sus gafas de miope, que no usaba en la cama; sólo entonces
consiguió tranquilizarse un poco: con su ayuda pudo asegurarse de que eran
realmente árboles auténticos y que las hojas, aunque ligeramente, se veían agitadas
por el viento de cuando en cuando.
Una vez que salió la enfermera, transcurrió un cuarto de hora de completo
silencio. Seis plantas, seis terribles murallas, aun siendo por un error de forma,
abrumaban ahora a Giuseppe Corte con implacable peso. ¿Cuántos años —sí, tenía
que pensar en años— le harían falta para que consiguiera alcanzar de nuevo el borde
de aquel precipicio?
Pero ¿cómo de repente se hacía en la habitación tanta oscuridad? Seguía siendo
plena tarde. Con un esfuerzo supremo, Giuseppe Corte, que se sentía paralizado por
un extraño entumecimiento, miró el reloj que estaba sobre la mesita al lado de la
cama. Eran las tres y media. Volvió la cabeza hacia la otra parte y vio que las
persianas, obedientes a una misteriosa orden, descendían lentamente, cerrando el paso
a la luz.
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Tormenta en el río
Los juncos, las hierbas de la orilla, las pequeñas matas de los sauces y los árboles
grandes vieron llegar también aquel domingo de septiembre al señor mayor vestido
de blanco.
Muchos años antes —sólo los troncos más viejos lo recuerdan vagamente— un
desconocido había empezado a pescar en aquel remanso solitario de aguas quietas y
profundas. Cuando hacía buen tiempo, todas las fiestas regresaba puntualmente.
Un día había dejado de venir solo; con él estaba un niño que jugaba entre las
plantas y tenía una vocecita clara. Lentamente habían pasado los años: el señor cada
vez más fatigado, el chico cada vez más grande. Y al final, un domingo de primavera,
el viejo no apareció más. Llegó únicamente el mozo, que se puso a pescar, solo.
Luego el tiempo siguió consumiéndose. El mozo, que volvía de cuando en
cuando, perdió aquella su voz límpida, también él comenzó a envejecer. Pero también
él un día regresó acompañado.
Una larga historia a la que todo el bosque es aficionado El segundo chico se hizo
mayor y su padre no se dejó ver más. Todo esto, sin embargo, se ha confundido en la
memoria de las plantas. Hace algunos años que los pescadores vuelven a ser dos.
También el mes pasado, con el señor vestido de blanco vino el niño, que se sentó con
su pequeña caña y empezó a pescar.
Las plantas los vuelven a ver con gusto, los esperan incluso toda la semana, en
aquel gran aburrimiento del río. Se distraen observándolos; oyendo las cosas que dice
el niño, su voz fina que resuena tan bien entre las hojas; viéndolos inmóviles a los
dos, sentados en la orilla, tranquilos como el río que se remansa mientras por encima
pasan las nubes.
Algún insecto volador ha contado que padre e hijo viven en una gran casa en la
colina cercana. Pero el bosque no sabe quiénes son con exactitud. Lo que sí sabe es
que todas las cosas tienen su conclusión, que tarde o temprano también el señor
anciano no podrá volver más y que dejará venir al mozo solo.
Hoy también, a la hora acostumbrada, se ha oído el rumor de las hojas
moviéndose. Se ha oído un paso aproximándose. Pero el señor ha aparecido solo, un
poco encorvado, un poco magro y cansado. Se ha dirigido a la pequeña cabaña medio
escondida entre la maleza donde se guardan desde tiempo inmemorial los aparejos de
pesca. Esta vez el señor se demora más de lo acostumbrado a revolver entre las viejas
cosas en la caseta silenciosa.
Ahora todo está inmóvil y quieto; la campana de la iglesia cercana ha dejado de
sonar. El pescador se ha quitado la chaqueta. Sentado al pie de un chopo, sujetando su
caña, dejando tendido el sedal en el agua, forma una mancha blanca entre el verde.
En el cielo hay dos grandes nubes, una con hocico de perro, la otra con forma de
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botella.
El bosque está ansioso porque el niño no viene. Las otras veces las plantas
acuáticas se agitaban adrede para ahuyentar a los peces y enviárselos al pequeño
pescador. Resulta más bien irritante ese hombre solo con esa cara demacrada y pálida.
Pero aunque los peces no acudan, el señor no se enfada. Sujetando en alto la caña,
mira en derredor con lentitud.
Las cañas de la orilla del río atienden ahora a una gruesa viga cuadrada. Se ha
quedado atascada entre las hierbas y aprovecha para contar una historia; explica que
pertenecía a un puente, que se cansó de aquel trabajo, que cedió por la rabia que le
tenía al peso, haciendo venirse todo abajo. Las cañas la escuchan, luego murmuran
algo entre ellas, extienden en torno un rumor que se propaga por el prado hasta las
ramas de los árboles y se difunde con el viento.
Ahora el pescador alza la cabeza, mira en derredor como si también él hubiera
oído. De la cercana cabaña llegan dos o tres golpecitos secos de origen misterioso.
Dentro de ella se ha quedado encerrada una vieja mosca. Se ha despistado y da
vueltas, vacilante, por la estancia. De cuando en cuando se para y se queda
escuchando. Sus compañeras han desaparecido. Quién sabe dónde habrán ido.
Extraña, esta atmósfera pesada.
La mosca no se da cuenta de que es otoño, golpea aquí y allá. Se oyen los
pequeños choques de su cuerpo gordo que tropieza contra el ventanuco. Al fin y al
cabo, no hay ninguna razón para que las otras se hayan ido. A través de los cristales
se alcanza a ver una nube de tormenta.
El señor ha encendido un cigarro. De cuando en cuando sale de las ramas hacia
arriba una bocanada de humo azul. El niño no vendrá ya, la tarde está demasiado
avanzada. La mosca ha conseguido huir de la cabaña por fin. El sol ha desaparecido
entre las nubes. Hace poco, el viento ha empujado la viga, la ha apartado de las cañas,
abandonándola a las aguas libres. La historia ha quedado interrumpida. El madero se
aleja, condenado a pudrirse en el mar.
La tormenta se forma, pero el pescador no se ha movido, siempre inmóvil, con la
espalda apoyada en el tronco. Del cigarro, que se ha dejado caer encendido sobre el
prado, se escapa el humo que el viento desgarra. Las nubes que se han vuelto negras
dejan caer un poco de lluvia. Aquí y allá, en el agua se forman círculos nítidos que se
van haciendo mayores. En la cabaña cercana se repiten con más insistencia los golpes
inexplicables. Quién sabe por qué el señor no se va. Una gota ha dado justamente en
la brasa del cigarro y lo ha apagado con un sutil rumor.
De una grieta del cielo, a poniente, llega una luz fría y blanca de emboscadas. El
viento azota los árboles, arranca de ellos una voz fuerte; mueve también la chaqueta
blanca colgada de una rama. Ahora los árboles grandes, las pequeñas matas de los
sauces, las hierbas de la orilla y las plantas acuáticas comienzan a comprender. Parece
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que el pescador se haya dormido, pese a que desde el final del horizonte los truenos
se aproximan. Su cabeza está inclinada hacia delante, su barbilla presiona contra su
pecho.
Las hierbas sumergidas en el agua se agitan entonces para ahuyentar los peces y
enviarlos, como las otras veces, hacia el sedal, pero la caña del pescador, ya no sujeta,
ahora ha descendido lentamente; su punta está sumergida en el agua. Al dar contra
ella, la plácida corriente se encrespa apenas.
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La capa
Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir,
Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba quitando la
mesa, era un día gris de marzo y volaban las cornejas.
Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó: «¡Ah, bendito seas!»,
corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho más
pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante
meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía
traer la felicidad.
Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Había
dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba aún el
gorro de pelo. «Deja que te vea», decía entre lágrimas la madre retirándose un poco
hacia atrás, «déjame ver lo guapo que estás. Pero qué pálido estás…».
Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta
la mitad de la habitación, se sentó. Qué cansado, qué cansado, incluso sonreír parecía
que le costase.
—Pero quítate la capa, criatura —dijo la madre, y lo miraba como un prodigio,
hasta el punto de sentirse amedrentada; qué alto, qué guapo, qué apuesto se había
vuelto (si bien un poco en exceso pálido)—. Quítate la capa, tráela acá, ¿no notas el
calor?
Él hizo un brusco movimiento de defensa, instintivo, apretando contra sí la capa,
quizá por temor a que se la arrebataran.
—No, no, deja —respondió, evasivo—, mejor no, es igual, dentro de poco me
tengo que ir…
—¿Irte? ¿Vuelves después de dos años y te quieres ir tan pronto? —dijo ella
desolada al ver de pronto que volvía a empezar, después de tanta alegría, la eterna
pena de las madres—. ¿Tanta prisa tienes? ¿Y no vas a comer nada?
—Ya he comido, madre —respondió el muchacho con una sonrisa amable, y
miraba en torno, saboreando las amadas sombras—. Hemos parado en una hostería a
unos kilómetros de aquí…
—Ah, ¿no has venido solo? ¿Y quién iba contigo? ¿Un compañero de
regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?
—No, no, uno que me encontré por el camino. Está ahí afuera, esperando.
—¿Está esperando fuera? ¿Y por qué no lo has invitado a entrar? ¿Lo has dejado
en medio del camino?
Se llegó a la ventana y más allá del huerto, más allá del cancel de madera, alcanzó
a ver en el camino a una persona que caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba
embozada por entero y daba sensación de negro. Nació entonces en su ánimo,
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incomprensible, en medio de los torbellinos de la inmensa alegría, una pena
misteriosa y aguda.
—Mejor no —respondió él, resuelto—. Para él sería una molestia, es un tipo raro.
—¿Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos llevar, ¿no?
—Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz de ponerse furioso.
—¿Pues quién es? ¿Por qué se te ha juntado? ¿Qué quiere de ti?
—Bien no lo conozco —dijo él lentamente y muy serio—. Lo encontré por el
camino. Ha venido conmigo, eso es todo.
Parecía preferir hablar de otra cosa, parecía avergonzarse. Y la madre, para no
contrariarlo, cambió inmediatamente de tema, pero ya se extinguía de su rostro
amable la luz del principio.
—Escucha —dijo—, ¿te imaginas a Marietta cuando sepa que has vuelto? ¿Te
imaginas qué saltos de alegría? ¿Es por ella por lo que tienes prisa por irte?
Él se limitó a sonreír, siempre con aquella expresión de aquel que querría estar
contento pero no puede por algún secreto pesar.
La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué se estaba ahí sentado, como triste,
igual que el lejano día de la partida? Ahora estaba de vuelta, con una vida nueva por
delante, una infinidad de días disponibles sin cuidados, con innumerables noches
hermosas, un rosario inagotable que se perdía más allá de las montañas, en la
inmensidad de los años futuros. Se acabaron las noches de angustia, cuando en el
horizonte brotaban resplandores de fuego y se podía pensar que también él estaba allí
en medio, tendido inmóvil en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos
sangrientos. Por fin había vuelto, mayor, más guapo, y qué alegría para Marietta.
Dentro de poco llegaría la primavera, se casarían en la iglesia un domingo por la
mañana entre flores y repicar de campanas. ¿Por qué, entonces, estaba apagado y
distraído, por qué no reía, por qué no contaba sus batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la
ceñía, tanto, con el calor que hacía en la casa? ¿Acaso porque el uniforme, debajo,
estaba roto y embarrado? Pero con su madre, ¿cómo podía avergonzarse delante de su
madre? He aquí que, cuando las penas parecían haber acabado, nacía de pronto una
nueva inquietud.
Con el dulce rostro ligeramente ceñudo, lo miraba con fijeza y preocupación,
atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos sus deseos. ¿O acaso estaba
enfermo? ¿O simplemente agotado a causa de los muchos trabajos? ¿Por qué no
hablaba, por qué ni siquiera la miraba? Realmente el hijo no la miraba, parecía más
bien evitar que sus miradas se encontraran, como si temiera algo. Y, mientras tanto,
los dos hermanos pequeños lo contemplaban mudos, con una extraña vergüenza.
—Giovanni —murmuró ella sin poder contenerse más—. ¡Por fin estás aquí! ¡Por
fin estás aquí! Espera un momento que te haga el café.
Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus hermanos mucho más pequeños
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que él. Si se hubieran encontrado por la calle, ni siquiera se habrían reconocido, tal
había sido el cambio en el espacio de dos años. Ahora se miraban recíprocamente en
silencio, sin saber qué decirse, pero sonriéndose los tres de cuando en cuando,
obedeciendo casi a un viejo pacto no olvidado.
Ya estaba de vuelta la madre y con ella el café humeante con un buen pedazo de
pastel. Vació la taza de un trago, masticó el pastel con esfuerzo. «¿Qué pasa? ¿Ya no
te gusta? ¡Antes te volvía loco!», habría querido decirle la madre, pero calló para no
importunarlo.
—Giovanni —le propuso en cambio—, ¿y tu cuarto?, ¿no quieres verlo? La cama
es nueva, ¿sabes? He hecho encalar las paredes, hay una lámpara nueva, ven a
verlo… pero ¿y la capa? ¿No te la quitas? ¿No tienes calor?
El soldado no le respondió, sino que se levantó de la silla y se encaminó a la
estancia vecina. Sus gestos tenían una especie de pesada lentitud, como si no tuviera
veinte años. La madre se adelantó corriendo para abrir los postigos (pero entró
solamente una luz gris, carente de cualquier alegría).
—Está precioso —dijo él con débil entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a la
vista de los muebles nuevos, de los visillos inmaculados, de las paredes blancas,
todos ellos nuevos y limpios. Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colcha de la
cama, también flamante, posó él la mirada en sus frágiles hombros, una mirada de
inefable tristeza que nadie, además, podía ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban
detrás de él, las caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa.
Sin embargo, nada. «Muy bonito. Gracias, sabes, madre», repitió, y eso fue todo.
Movía los ojos con inquietud, como quien desea concluir un coloquio penoso. Pero
sobre todo miraba de cuando en cuando con evidente preocupación, a través de la
ventana, el cancel de madera verde detrás del cual una figura andaba arriba y abajo
lentamente.
—¿Te gusta, Giovanni? ¿Te gusta? —preguntó ella, impaciente por verlo feliz.
«¡Oh, sí, está precioso!» respondió el hijo (pero ¿por qué se empeñaba en no quitarse
la capa?) y continuaba sonriendo con muchísimo esfuerzo.
—Giovanni —le suplicó—. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa, Giovanni? Tú me ocultas
algo, ¿por qué no me lo quieres decir?
Él se mordió los labios, parecía que tuviese algo atravesado en la garganta.
—Madre —respondió, pasado un instante, con voz opaca—, madre, ahora me
tengo que ir.
—¿Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, ¿no? Vas donde Marietta, ¿a
que sí? Dime la verdad, ¿vas donde Marietta? —y trataba de bromear, aun sintiendo
pena.
—No lo sé, madre —respondió él, siempre con aquel tono contenido y amargo;
entre tanto, se encaminaba a la puerta y había recogido ya el gorro de pelo—, no lo
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sé, pero ahora me tengo que ir, ése está ahí esperándome.
—¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de dos horas aquí, ¿verdad? Haré que
vengan también el tío Giulio y la tía, figúrate qué alegría para ellos también, intenta
llegar un poco antes de que comamos…
—Madre —repitió el hijo como si la conjurase a no decir nada más, a callar por
caridad, a no aumentar la pena—. Ahora me tengo que ir, ahí está ése esperándome,
ya ha tenido demasiada paciencia —y la miró fijamente…
Se acercó a la puerta, sus hermanos pequeños, todavía divertidos, se apretaron
contra él y Pietro levantó una punta de la capa para saber cómo estaba vestido su
hermano por debajo.
—¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué haces?, ¡déjalo en paz, Pietro! —gritó la
madre temiendo que Giovanni se enfadase.
—¡No, no! —exclamó el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya era
tarde. Los dos faldones de paño azul se habían abierto un instante.
—¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han hecho? —tartamudeó la madre
hundiendo el rostro entre las manos—. Giovanni, ¡esto es sangre!
—Tengo que irme, madre —repitió él por segunda vez con desesperada firmeza
—. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta luego Anna, hasta luego Pietro, adiós
madre.
Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el huerto casi a
la carrera, abrió el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia
el pueblo, no, sino a través de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas.
Galopaban, galopaban.
Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca los siglos
habrían bastado a colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia de la capa, la
tristeza del hijo y sobre todo quién era el misterioso individuo que paseaba arriba y
abajo por el camino esperando, quién era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan
misericordioso y paciente como para acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de
llevárselo para siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos
minutos detrás del cancel, de pie, en medio del polvo, él, señor del mundo, como un
pordiosero hambriento.
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La matanza del dragón
En mayo de 1902 un campesino del conde Gerol, un tal Giosué Longo, que solía
salir de caza por las montañas, relató haber visto en el valle Seco un gran bicho que
parecía un dragón. En Palissano, el último pueblo del valle, existía desde hacía siglos
la leyenda de que entre determinadas gargantas áridas vivía aún uno de aquellos
monstruos. Nadie, sin embargo, lo había tomado nunca en serio. Esta vez, no
obstante, el buen sentido de Longo, la precisión de su relato, los detalles de la
aventura repetidos una y otra vez sin la más mínima variación, convencieron de que
algo debía haber de cierto y el conde Martino Gerol decidió ir a ver. Él, por supuesto,
no pensaba en ningún dragón; podía darse, sin embargo, que alguna serpiente grande
de una especie rara viviese entre aquellas gargantas deshabitadas.
Le acompañaron en la expedición el gobernador de la provincia Quinto
Andrónico con su bella e intrépida mujer, María, el profesor Inghirami, naturalista, y
su colega Fusti, especialmente experto en el arte del embalsamamiento. El indolente
y escéptico gobernador había reparado hacía tiempo en que su mujer sentía gran
atracción por Gerol, pero no se mortificaba por ello. Incluso accedió de buena gana
cuando María le propuso ir con el conde a cazar al dragón. No tenía celos de Martino
en absoluto; tampoco lo envidiaba aun siendo Gerol mucho más joven, guapo, fuerte,
audaz y rico que él.
Poco después de medianoche dos carrozas con una escolta de ocho cazadores a
caballo partieron de la ciudad y hacia las seis de la mañana llegaron al pueblo de
Palissano. Gerol, la bella María y los dos naturalistas dormían; sólo Andrónico estaba
despierto e hizo que la carroza se detuviera delante de la casa de un antiguo conocido
suyo, el médico Taddei. Al poco rato, avisado por un cochero, el doctor, medio
dormido, con el gorro de dormir en la cabeza, apareció en una ventana del primer
piso. Andrónico, acercándose a ella, lo saludó con jovialidad, explicándole el fin de la
expedición, y esperó que el otro se echara a reír en cuanto oyera hablar de los
dragones. Por el contrario, Taddei meneó la cabeza manifestando desaprobación.
—Yo en vuestro lugar no iría —dijo resueltamente.
—¿Por qué? ¿Pensáis que no hay nada? ¿Que son todo inventos?
—Eso no lo sé —respondió el doctor—. Yo, personalmente, creo más bien que el
dragón existe, aunque no lo haya visto nunca. Pero no me metería en ese fregado. Es
un asunto que me da mala espina.
—¿Mala espina? ¿Queréis hacerme creer, Taddei, que lo creéis de verdad?
—Soy viejo, querido gobernador —dijo el otro— y tengo mis ideas. Puede que
todo sea una patraña, pero también podría ser que fuera verdad; yo, en vuestro lugar,
no me metería. Además, escuchad: el camino es difícil de encontrar, todo son
montañas marchitas, con derrumbamientos por todos sitios, basta un soplo de viento
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para provocar una hecatombe y no hay una gota de agua. Dejadlo correr, gobernador,
idos más bien allá, a la Crocetta —y señalaba una redonda montaña herbosa que
dominaba el pueblo—, allí hay conejos para hartarse. —Calló un instante y añadió:
Yo, de verdad, no iría. Además, una vez oí decir… pero da igual, os echaréis a reír…
—¿Por qué habría de reírme? —exclamó Andrónico—. Decidme, decid, decid.
—Pues bien, hay quien dice que el dragón echa humo, que ese humo es venenoso
y que sólo un poco basta para causar la muerte.
Contrariamente a lo que había prometido, Andrónico soltó una gran carcajada:
—Siempre he sabido que erais un reaccionario —concluyó, extravagante y
reaccionario. Pero esta vez os habéis pasado de la raya. Medieval sois, querido
Taddei. ¡Hasta esta noche, y con la cabeza del dragón!
Saludó con un gesto, volvió a subir a la carroza y dio orden de reanudar la
marcha. Giosué Longo, que formaba parte de los cazadores y conocía el camino, pasó
a encabezar la comitiva.
—¿Por qué meneaba ese viejo la cabeza? —preguntó la bella María que, entre
tanto, se había despertado.
—Por nada —respondió Andrónico—, era el bueno de Taddei, que a ratos
perdidos hace también de veterinario. Hablábamos del afta epizoótica.
—¿Y el dragón? —dijo el conde Gerol, que se sentaba enfrente. ¿Le has
preguntado si sabe algo del dragón?
—A decir verdad, no —respondió el gobernador—. No quiero que se rían de mí a
mis espaldas. Le he dicho que hemos venido aquí a cazar un poco y nada más.
A medida que el sol se iba alzando, la somnolencia de los viajeros fue
desapareciendo, los caballos avivaron el paso y los cocheros se pusieron a canturrear.
—Taddei era el médico de nuestra familia. Antaño —contaba el gobernador—
tenía una magnífica clientela. Un buen día, no sé por qué desengaño amoroso, se
retiró al campo. Luego debió de ocurrirle alguna otra desgracia y vino a enclaustrarse
aquí. Otra desgracia y quién sabe dónde irá a parar; ¡también él se convertirá en una
especie de dragón!
—¡Qué tonterías! —dijo María un poco molesta—. Todo el rato la historia del
dragón, comienza a hacerse pesada la cancioncita, no habéis hablado de otra cosa
desde que salimos.
—¡Pero fuiste tú quien quiso venir! —replicó con irónica dulzura su marido—.
Además, ¿cómo has podido oír nuestra conversación si has estado durmiendo todo el
rato? ¿Fingías acaso?
María no respondió y miraba, inquieta, por la ventanilla. Observaba las montañas,
que se iban haciendo cada vez más altas, escarpadas y áridas. Al fondo del valle se
vislumbraba una sucesión caótica de cumbres, en su mayoría de forma cónica,
desnudas de bosques o prados, de color amarillento, de una desolación sin par.
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Azotadas por el sol, resplandecían con una luz constante y fortísima.
Eran alrededor de las nueve cuando los carruajes se detuvieron porque el camino
acababa. Una vez fuera de la carroza, los cazadores advirtieron que se hallaban en el
corazón de aquellas montañas siniestras. Vistas de cerca, parecían hechas de rocas a
punto de quebrarse y caer, como de tierra; un inmenso derrumbamiento desde su
cumbre hasta el fondo.
—Aquí comienza el sendero —dijo Longo señalando un rastro de pasos que subía
hasta la entrada de un vallecillo.
Avanzando desde allí, en tres cuartos de hora se llegaba al Burel, donde se había
visto al dragón.
—¿Habéis cogido el agua? —preguntó Andrónico a los cazadores.
—Hay cuatro garrafas; y además dos de vino, excelencia —respondió uno de los
cazadores—. Hay suficiente, creo…
Cosa rara. Ahora que estaban lejos de la ciudad, encerrados en las montañas, la
idea del dragón comenzaba a parecer menos absurda. Los viajeros miraban en
derredor sin descubrir nada que los tranquilizara. Crestas amarillentas donde nunca
había habido un alma, vallejos que se adentraban a un lado y al otro, ocultando a la
vista sus recovecos: una enorme desolación.
Echaron a andar sin decir palabra. Delante iban los cazadores con los fusiles, las
culebrinas y demás pertrechos de caza, luego iba María y, por último, los dos
naturalistas. Afortunadamente, el sendero todavía estaba sumido en sombra; entre las
tierras amarillas, el sol habría sido un suplicio.
También el vallejo que llevaba al Burel era estrecho y tortuoso; no había torrente
en su lecho, tampoco plantas ni hierbas a los lados, sólo piedras y cascajo. Ni un
canto de pájaros o de agua, sólo aislados susurros de grava.
Mientras el grupo avanzaba de este modo, apareció de abajo, andando con más
rapidez que ellos, un muchacho con una cabra muerta a la espalda. «Eso es para el
dragón», dijo Longo; y lo dijo con la más completa naturalidad, sin ningún ánimo de
chanza. La gente de Palissano, explicó, era sumamente supersticiosa y todos los días
mandaba una cabra al Burel para apaciguar al monstruo. Llevaba la ofrenda, por
turno, un joven del pueblo. ¡Guay si el monstruo hacía oír su voz! Sobrevenía la
desgracia.
—¿Y el dragón se come todos los días la cabra? —preguntó, jocoso, el conde
Gerol.
A la mañana siguiente nunca hay nada, eso es infalible.
—¿Ni siquiera los huesos?
—No, ni siquiera los huesos. Se los come dentro de la cueva.
—¿Y no podría ser que fuera alguien del pueblo a comérsela? —preguntó el
gobernador—. Todos conocen el camino. ¿Alguien ha visto alguna vez realmente que
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el dragón se llevara la cabra?
—Eso no lo sé, excelencia —respondió el cazador.
Entre tanto, el joven de la cabra les había alcanzado.
—¡Eh, muchacho! —dijo el conde Gerol con su voz autoritaria. ¿Cuánto quieres
por esa cabra?
—No puedo venderla, señor —respondió aquél.
—¿Ni siquiera por diez escudos?
—Ah, por diez escudos… —condescendió el muchacho—, me iré por otra —y
dejó al animal en el suelo.
Andrónico preguntó al conde Gerol:
—¿Y para qué quieres esa cabra? Espero que no sea para comértela.
—Ya verás, ya verás para lo que la quiero —dijo el otro evasivamente.
Sujetaron la cabra al hombro de un cazador, el zagal de Palissano volvió a bajar a
la carrera hacia el pueblo (evidentemente, iba a procurarse otro animal para el
dragón) y la comitiva se puso nuevamente en marcha.
Al cabo de algo menos de una hora llegaron por fin. El valle se abría
inesperadamente en un amplio circo salvaje, el Burel, una especie de anfiteatro
rodeado de murallas de tierra y rocas en precario, de color amarillo rojizo. Justo en el
medio, en la cima de un cono de cascajo, un negro agujero: la cueva del dragón.
—Es allí —dijo Longo. Se detuvieron a poca distancia, sobre una terraza de grava
que proporcionaba un inmejorable punto de observación una decena de metros sobre
el nivel de la cueva y casi enfrente de ésta. La terraza tenía también la ventaja de no
ser accesible desde abajo al estar defendida por una pequeña pared vertical. María
podía estar allí con la máxima seguridad.
Callaron, aguzando los oídos. Tan sólo se oía el desmesurado silencio de las
montañas, turbado por algún susurro de grava. A veces a la derecha, a veces a la
izquierda, una cornisa de tierra se rompía de improviso y finos regueros de gravilla
comenzaban a correr, deteniéndose con esfuerzo. Esto daba al paisaje un aspecto de
ruina perenne; parecían montañas dejadas de la mano de Dios que se deshicieran
poco a poco.
—¿Y si hoy no sale el dragón? —preguntó Quinto Andrónico.
—Tengo la cabra —replicó Gerol—. ¡Te olvidas de que tengo la cabra!
Se comprendió lo que quería decir. El animal habría de servir de señuelo para
hacer salir al monstruo de la cueva.
Comenzaron los preparativos: dos cazadores treparon con esfuerzo una veintena
de metros por encima de la entrada de la cueva para arrojar piedras en caso de ser
necesario. Otro fue a dejar la cabra encima del pedregal, no lejos de la gruta. Otros se
apostaron a los lados, bien protegidos detrás de grandes peñas, con las culebrinas y
los fusiles. Andrónico no se movió, con la intención de verlo todo.
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La bella María callaba. En ella se había desvanecido toda osadía. Con cuánta
alegría se habría vuelto de inmediato. Pero no se atrevía a decírselo a nadie. Sus
miradas recorrían las paredes que la rodeaban, las cicatrices dejadas por los
derrumbamientos antiguos y recientes, las pilastras de tierra roja que parecían ir a
caer de un momento a otro. Su marido, el conde Gerol, los dos naturalistas, los
cazadores, le parecían poca gente, poquísima, contra tanta soledad.
Una vez colocada la cabra muerta delante de la gruta, comenzaron la espera. Eran
las diez bien entradas y el sol había invadido completamente el Burel, sumiéndolo en
un calor intenso. Oleadas ardientes reverberaban de un lado a otro. Para proteger de
los rayos al gobernador y a su mujer, los cazadores levantaron como pudieron una
especie de dosel con las mantas de la carroza; y María no cesaba de beber.
—¡Atención! —gritó de repente el conde Gerol, de pie sobre una peña que estaba
abajo, sobre el pedregal, con una carabina en la mano y un mazo de metal al cinto.
Un estremecimiento los recorrió a todos y contuvieron el aliento al ver salir de la
boca de la cueva algo vivo. ¡El dragón! ¡El dragón! gritaron dos o tres cazadores no
se sabía si con alegría o con aprensión.
El ser emergió a la luz con un serpenteo trémulo como de culebra. ¡Allí estaba el
monstruo de las leyendas cuya sola voz hacía temblar a todo un pueblo!
—¡Oh, qué feo! —exclamó María con evidente alivio, ya que se esperaba algo
mucho peor.
—¡Valor, valor! —gritó un cazador en son de broma. Y todos recobraron la
confianza en sí mismos.
—¡Parece un pequeño ceratosaurus! —dijo el profesor Inghirami, que había
recuperado la suficiente presencia de ánimo para los problemas de la ciencia.
De hecho, el monstruo, poco más largo de dos metros, con una cabeza parecida a
la de los cocodrilos si bien más corta, un cuello de lagartija en grande, tórax abultado,
cola corta y una especie de cresta fláccida a lo largo del lomo, no parecía muy
terrible. Más que la modestia de sus dimensiones, eran sus movimientos premiosos,
su color terroso de pergamino (con alguna estría verduzca), la apariencia general de
flojedad del cuerpo, los que disipaban el miedo. El conjunto expresaba una vejez
inmensa. Si era un dragón, era un dragón decrépito, casi al término de su existencia.
—¡Toma! —gritó mofándose uno de los cazadores subidos encima de la boca de
la cueva, y lanzó una piedra contra la bestia.
El canto cayó a plomo y alcanzó exactamente el cráneo del dragón. Se oyó con
toda nitidez un «toc» sordo, como de calabaza. María experimentó un
estremecimiento de repugnancia.
El golpe fue fuerte, pero insuficiente. Inmóvil, como atontado, por unos instantes,
el reptil comenzó a sacudir el cuello y la cabeza lateralmente, doliéndose. Sus
mandíbulas se abrían y cerraban alternativamente, dejando entrever una hilera de
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agudos dientes, pero no se oía voz ninguna. Después el dragón bajó por la grava en
dirección a la cabra.
—Te han dejado la cabeza tonta, ¿eh? —se burló el conde Gerol, que de pronto
había dejado a un lado su altivez. Parecía embargado de una gozosa excitación,
saboreando por anticipado la matanza.
Un tiro de culebrina disparado desde una treintena de metros erró el blanco. La
detonación hirió el aire estancado, levantó tristes bramidos entre las murallas, de las
que comenzaron a deslizarse innumerables pequeños derrumbamientos.
Casi inmediatamente disparó la segunda culebrina. El proyectil alcanzó al
monstruo en una de las patas de atrás, de la cual manó al punto un hilo de sangre.
—¡Mira cómo baila! —exclamó la bella María, cautivada también por el cruel
espectáculo. Al sentir el dolor de la herida, la bestia, de hecho, se había puesto a girar
sobre sí misma, brincando, con lastimosa agitación. Llevaba a rastras la pata herida,
dejando sobre la grava un rastro de líquido negro.
Por fin el reptil consiguió llegar hasta la cabra y aferrarla con los dientes. Iba a
retirarse cuando el conde Gerol, para hacer gala de su valor, se le acercó hasta casi
dos metros y le descargó la carabina en la cabeza.
Una especie de silbido salió de las fauces del monstruo. Y pareció que intentase
dominarse, que reprimiese su rabia, que no emitiese toda la voz que albergaba en el
cuerpo, que un motivo ignorado para los hombres le indujese a contenerse. El
proyectil de la carabina le había dado en el ojo. Gerol, hecho el disparo, retrocedió a
la carrera y todo el mundo esperó que el dragón cayese redondo. Pero la bestia no
cayó redonda, su vida parecía inextinguible como fuego de pez. Con el perdigón de
plomo en el ojo, el monstruo engulló calmosamente la cabra, viéndose dilatarse su
cuello como si fuera de goma a medida que pasaba por él el gigantesco bocado.
Luego retrocedió hasta el pie de las rocas y comenzó a trepar por la pared, a un lado
de la cueva. Ascendía trabajosamente, a menudo desprendiéndose la tierra bajo sus
patas, deseoso de salvarse. Arriba se curvaba un cielo límpido y descolorido, el sol
secaba con rapidez las huellas de sangre.
—Parece una cucaracha en una palangana —dijo en voz baja el gobernador
Andrónico hablando para sí.
—¿Qué dices? —le preguntó su mujer.
—Nada, nada —dijo él.
—¡Vete tú a saber por qué no entra en la cueva! —observó el profesor Inghirami,
evaluando con lucidez todos los aspectos científicos de la escena.
—Teme quedarse atrapado —sugirió Fusti.
—Más bien debe de estar completamente atontado. Además, ¿cómo quiere que
haga semejante razonamiento? Un ceratosaurus…
—No es un ceratosaurus —dijo Fusti—. He reconstruido muchos para los
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museos, pero son diferentes. ¿Dónde están las púas de la cola?
—Las tiene escondidas —replicó Inghirami—. Mira ese abdomen hinchado. La
cola se enrosca debajo y no las deja ver.
Estaban así hablando cuando uno de los cazadores, aquel que había disparado el
segundo tiro de culebrina, se dirigió a la carrera hacia la terraza donde se hallaba
Andrónico, con la evidente intención de marcharse.
—¿Adónde vas? ¿Adónde vas? —le gritó Gerol—. Quédate en tu puesto hasta
que hayamos acabado.
—Me voy —respondió el cazador con firmeza—. Esto no me gusta. Esta clase de
caza no me va.
—¿Qué quieres decir? Tienes miedo. ¿Es eso lo que quieres decir?
—No, señor, yo no tengo miedo.
—Sí tienes miedo, te digo; si no, te quedarías en tu puesto.
—No tengo miedo, os repito. Más bien sois vos quien ha de avergonzarse, señor
conde.
—¿Conque avergonzarme? —replicó furioso Martino Gerol—. Miserable
tunante, bribón, que no eres otra cosa. Apuesto a que eres de Palissano, un gallina.
Vete antes de que te dé una lección. ¿Y tú, Beppi? ¿Adónde vas tú ahora? —volvió a
gritar el conde, pues otro cazador se retiraba.
—También yo me voy, señor conde. No quiero tener nada que ver con esta
carnicería.
—Ah, cobardes —aullaba Gerol—. Cobardes, ¡si pudiera moverme me las
pagaríais!
—No es miedo, señor conde —replicó el segundo cazador. No es miedo. Pero ya
veréis cómo esto acaba mal.
—¡Vosotros sí que lo vais a ver! —y, cogiendo una piedra, el conde la lanzó con
todas sus fuerzas contra el cazador. Pero el proyectil no alcanzó su objetivo.
Hubo unos minutos de silencio mientras el dragón se afanaba en la pared sin
conseguir incorporarse. La tierra y los guijarros caían, lo arrastraban cada vez más
abajo, allí de donde había partido. Salvo aquel rumor de piedras que entrechocaban,
había silencio.
Al cabo se oyó la voz de Andrónico:
—¿Tenemos todavía para mucho? —le gritó a Gerol—. Hace un calor infernal.
Despacha de una vez a ese bicho. ¿Qué tiene de agradable atormentarlo así, aunque
sea un dragón?
—¿Y yo qué culpa tengo? —respondió, irritado, Gerol—. ¿No ves que no se
quiere morir? Tiene una bala en la cabeza y está más vivo que antes…
Calló al ver al muchacho de antes comparecer en el borde del pedregal con otra
cabra a la espalda. Sorprendido por la presencia de aquellos hombres, de aquellas
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armas, de aquellas huellas de sangre y sobre todo por el trajín del dragón queriendo
subir las rocas, él, que nunca lo había visto salir de la cueva, se había detenido a
observar la extraña escena.
—¡Eh! ¡Muchacho! —gritó Gerol—. ¿Cuánto quieres por esa cabra?
—Nada, no puedo —respondió el joven—. No os la vendo ni a precio de oro.
Pero ¿qué le habéis hecho? —añadió, abriendo los ojos hacia el monstruo
sanguinolento.
—Estamos aquí para ajustar cuentas. Deberías estar contento. Desde mañana, no
más cabras.
—¿Por qué no más cabras?
—Mañana ya no habrá dragón —dijo el conde sonriendo.
—Pero no podéis hacerlo, no podéis hacerlo, digo —exclamó el joven, asustado.
—¡También tú con la misma canción! —gritó Martino Gerol—. ¡Trae aquí la
cabra ahora mismo!
—Os digo que no —replicó con aspereza el otro, retirándose.
—¡Ah, vive Dios! —y, llegándose hasta el joven, el conde le estampó un puño en
plena cara, le arrebató la cabra de la espalda, lo arrojó al suelo.
—¡Os digo que os arrepentiréis, os arrepentiréis, ya veréis cómo os arrepentís! —
exclamó en voz baja el joven levantándose, porque no se atrevía a contestar.
Pero Gerol ya le había dado la espalda.
Ahora el sol hacía arder la cuenca, apenas se podían tener los ojos abiertos, tanto
deslumbraba el reflejo de la grava amarilla, de las rocas, otra vez de la grava y de los
guijarros; nada en absoluto que ofreciera un descanso a la vista.
María tenía cada vez más sed y beber no servía de nada. «¡Dios mío, qué calor!»,
se quejaba. Incluso la visión del conde Gerol empezaba a cansarla.
Entre tanto, como surgidos de la tierra, habían aparecido decenas de hombres.
Venidos probablemente de Palissano a la voz de que los forasteros habían partido
hacia el Burel, estaban inmóviles en el borde de varios crestones de tierra amarilla y
observaban sin mover un dedo.
—Ahora tienes público —intentó bromear Andrónico volviéndose hacia Gerol,
que se afanaba alrededor de la cabra con dos cazadores.
El joven levantó la mirada hasta divisar a los desconocidos que lo estaban
mirando. Hizo un gesto de desdén y siguió con su tarea.
El dragón, extenuado, había resbalado por la pared hasta el pedregal y yacía
inmóvil, palpitando tan sólo su vientre hinchado.
—¡Listos! —dijo un cazador levantando con Gerol la cabra del suelo. Habían
abierto el vientre al animal e introducido dentro una carga explosiva unida a una
mecha.
Entonces se vio al conde avanzar impávido por el pedregal, acercarse al dragón
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hasta no más de una decena de metros, dejar con toda tranquilidad la cabra en el suelo
y retirarse después extendiendo la mecha.
Hubo que esperar media hora para que la bestia se moviera. Los desconocidos de
pie en el borde de los crestones parecían estatuas; no hablaban ni siquiera entre ellos;
su rostro expresaba desaprobación. Insensibles al sol, que había cobrado una fuerza
extremada, no apartaban la mirada del reptil, como implorando que no se moviese.
Sin embargo, el dragón, acertado en el lomo por un disparo de carabina, se volvió
de improviso, vio la cabra y se arrastró hacia ella con lentitud. Estaba a punto de
alargar la cabeza y aferrar la presa cuando el conde encendió la mecha. La llama
corrió con rapidez a lo largo de la cuerda, no tardó en alcanzar la cabra y provocó la
explosión.
El estallido no fue ruidoso, mucho menos fuerte que los disparos de culebrina, un
sonido seco pero opaco, como de tabla que se rompe. Pero el cuerpo del dragón salió
despedido hacia atrás bruscamente y se vio entonces que el vientre se le había abierto.
Su cabeza volvió a agitarse penosamente a derecha e izquierda, como diciendo que
no, que no era justo, que habían sido demasiado crueles y que ya no había nada que
hacer.
El conde rió complacido, pero esta vez él solo.
—¡Qué horror! ¡Ya basta! —exclamó la bella María cubriéndose el rostro con las
manos.
—Sí —dijo lentamente su marido—. También yo creo que esto acabará mal.
El monstruo, aparentemente exhausto, yacía en un charco de sangre negra.
Entonces de sus flancos empezaron a salir dos hilos de humo oscuro, uno a la derecha
y otro a la izquierda, dos fumarolas pesadas que ascendían con esfuerzo.
—¿Has visto? —preguntó Inghirami a su colega.
—Sí, lo he visto —confirmó el otro.
—Dos orificios de fuelle, como en el ceratosaurus, los llamados opérculos
hammerianos.
—No —dijo Fusti—. No es un ceratosaurus.
En ese momento el conde Gerol, saliendo de detrás del peñasco donde se había
resguardado, se adelantó para rematar al monstruo. Estaba en medio del cono de
grava con la maza metálica en la mano cuando todos los presentes lanzaron un
alarido.
Por un instante Gerol creyó que era un grito de triunfo por la muerte del dragón.
Luego advirtió que algo se movía a sus espaldas. Se volvió de un brinco y vio, oh
ridiculez, dos bestezuelas miserables que salieron tropezando de la cueva y avanzaron
con bastante rapidez hacia él. Dos pequeños reptiles informes, no más largos de
medio metro, que reproducían en miniatura la imagen del dragón moribundo. Dos
dragones pequeños, sus hijos, salidos probablemente de la cueva a causa del hambre.
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Fue cosa de pocos instantes. El conde daba magnífica prueba de agilidad.
«¡Toma! ¡Toma!» gritaba alegremente volteando la clava de hierro. Y sólo dos golpes
bastaron. Manejado con suma energía y decisión, el mazo golpeó sucesivamente a los
monstruillos, partiéndoles las cabezas como si fueran ampollas de cristal. Ambos
quedaron desmadejados, muertos; de lejos parecían dos cornamusas.
Entonces los desconocidos, sin levantar la más mínima voz, se alejaron corriendo
canales de grava abajo. Habríase dicho que huían de una súbita amenaza. No hicieron
ruido, no provocaron ni un derrumbamiento, no volvieron la cabeza hacia la cueva
del dragón ni siquiera un momento y desaparecieron como habían aparecido,
misteriosamente.
Ahora el dragón se movía, parecía que nunca iba a acabar de morir. Arrastrándose
como una babosa, se acercaba a las bestezuelas muertas sin cesar de emitir los dos
hilos de humo. Cuando llegó junto a ellas, se tumbó sobre el pedregal, alargó con
infinito esfuerzo la cabeza y empezó a lamer con suavidad a los dos monstruillos
muertos, quizá con la intención de volverlos a la vida.
Al fin, el dragón pareció hacer acopio de todas las fuerzas que le quedaban, elevó
el cuello verticalmente hacia el cielo, como no había hecho hasta entonces y de su
garganta salió, primero lentísimo, luego con progresiva potencia, un aullido inefable,
voz nunca oída en el mundo, ni animal ni humana, tan cargada de odio que hasta el
conde Gerol se quedó quieto, paralizado de horror.
Ahora se comprendía por qué antes no había querido volver a su guarida, donde
habría hallado la salvación, por qué no había proferido grito ni rugido alguno,
limitándose a algún silbido. El dragón pensaba en sus dos hijos y, para protegerlos,
había rechazado su propia salvación; de hecho, si se hubiera escondido en la cueva,
los hombres le habrían seguido dentro, descubriendo sus crías; y si hubiera levantado
la voz, las bestezuelas habrían corrido fuera a ver qué pasaba. Sólo ahora que los
había visto morir el monstruo alzaba su aullido infernal.
El dragón invocaba ayuda y pedía venganza para sus hijos. Pero ¿a quién? ¿Acaso
a las montañas, áridas y deshabitadas? ¿Al cielo sin pájaros ni nubes, a los hombres
que lo estaban atormentando, al demonio quizá? El aullido taladraba las murallas de
roca y la cúpula del cielo, llenaba el mundo entero. Parecía imposible (aunque no
había ningún motivo razonable para ello) que nadie le respondiera.
—¿A quién llamará? —preguntó Andrónico tratando inútilmente de dar a su voz
una entonación jocosa—. ¿A quién llama? ¡No viene nadie, me parece!
—¡Oh, que se muera pronto! —dijo la mujer.
Pero el dragón no se decidía a morir, aunque el conde Gerol, ofuscado por la idea
fija de rematarlo, le disparase con la carabina. ¡Pam! ¡Pam! Era inútil. El dragón
acariciaba con su lengua a las bestezuelas muertas; sin embargo, con un movimiento
cada vez más lento un jugo blanquecino se le deslizaba del ojo ileso.
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—¡Mira el saurio! —exclamó el profesor Fusti—. ¡Está llorando!
El gobernador dijo:
—Es tarde. Ya basta, Martino, es tarde, es hora de irse.
Siete veces se alzó al cielo la voz del monstruo, y las peñas y el cielo retumbaron.
La séptima vez pareció no acabar nunca, luego súbitamente se extinguió, cayó a
plomo, se hundió en el silencio.
En la mortal quietud que siguió se oyeron algunas toses. Cubierto por completo
de polvo, con el rostro transfigurado por la fatiga, la emoción y el sudor, el conde
Martino, tirada entre los guijarros la carabina, atravesaba el cono de cascajo tosiendo
y se apretaba una mano contra el pecho.
—¿Qué te pasa? —preguntó Andrónico con rostro serio presintiendo algo malo
—. ¿Te has hecho algo?
—Nada —dijo Gerol tratando de insuflar alegría a su voz—. He tragado un poco
de ese humo.
—¿Qué humo?
Gerol no respondió, pero señaló con la mano al dragón. El monstruo yacía
inmóvil, incluso la cabeza estaba tendida entre las piedras; habríase dicho que estaba
muerto del todo salvo por aquellos dos sutiles penachos de humo.
—Me parece que está muerto —dijo Andrónico.
De hecho, eso parecía. La obstinadísima vida estaba saliendo por la boca del
dragón.
Nadie había contestado a su grito, nadie se había movido en el mundo. Las
montañas seguían inmóviles, también los pequeños derrumbamientos parecían
haberse reabsorbido, el cielo estaba limpio, sin siquiera una nubecilla, y el sol quería
ponerse. Nadie, ni animal ni espíritu, había acudido a vengar la matanza. Había sido
el hombre quien había acabado con aquel vestigio de impureza del mundo, el hombre
astuto y poderoso que establece en todos sitios sabias leyes para el orden, el hombre
irreprensible que se afana por el progreso y no puede admitir de ningún modo que los
dragones sobrevivan, ni siquiera en las montañas perdidas. Había sido el hombre
quien había matado y habría sido estúpido quejarse.
Lo que el hombre había hecho era justo, punto por punto conforme a las leyes. No
obstante, parecía imposible que nadie hubiera respondido a la última llamada del
dragón. Andrónico, al igual que su mujer y los cazadores, no deseaba otra cosa que
huir; incluso los naturalistas renunciaron a sus actividades embalsamatorias con tal de
alejarse rápidamente.
Los hombres del pueblo habían desaparecido en cuanto presintieron la desgracia.
Las sombras ascendían por las precarias paredes. Del cuerpo del dragón, carcasa
apergaminada, se elevaban sin pausa los dos hilos de humo que se retorcían con
lentitud en el aire estancado. Todo parecía haber acabado, un triste suceso digno de
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olvido, eso era todo. Pero el conde Gerol continuaba tosiendo una y otra vez.
Exhausto, se hallaba sentado en una piedra grande junto a sus amigos, que no se
atrevían a hablarle. También la intrépida María miraba hacia otro sitio. Tan sólo se
oían aquellas toses cortas. En vano trataba de dominarlas Martino Gerol; una especie
de fuego se adentraba cada vez más en su pecho.
—Lo presentía —susurró el gobernador Andrónico a su mujer, que temblaba un
poco—. Presentía que esto tenía que acabar mal.
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Noticias falsas
De vuelta de la batalla, el regimiento llegó una tarde a las afueras de Antioco. En
aquellos días la guerra languidecía y el enemigo invasor aún estaba lejos. Se podía
hacer un alto: la tropa, agotada, acampó a las puertas de la ciudad, en los prados, y los
heridos fueron llevados al hospital.
A poca distancia del camino, al pie de dos grandes robles, se plantó la gran tienda
blanca del comandante, el conde Sergio-Giovanni.
—¿Izo el pendón? —preguntó, inseguro, su ayudante.
—¿Y por qué no habrías de izarlo? —respondió el comandante leyendo su
pensamiento—. ¿Acaso no tenemos…? —Pero no quiso terminar la frase.
De este modo se alzó encima de la tienda el pendón amarillo de los Sergio-
Giovanni, con dos espadas negras y una segur bordadas en el paño. Delante de la
entrada de la tienda pusieron una pequeña mesa con un escabel en el que el
comandante se sentó a esperar la cena. La noche, que apenas había empezado a caer,
era calurosa, y resplandores de tormenta iluminaban las desnudas montañas de los
alrededores; por el camino blanco se acercaba un hombre que se apoyaba en una vara.
Era un anciano vestido con una indumentaria de otros tiempos, pero muy digno; alto
y barbado, rústico, muy orgulloso.
Llevaba las piernas cubiertas de polvo blanco hasta las rodillas; debía de haber
caminado mucho. Cuando vio el campamento, miró con atención a todos lados y
luego se acercó a la tienda del comandante.
Una vez delante del conde Sergio-Giovanni, se descubrió con amplio ademán:
—Excelencia —dijo—, si me lo permitís, debo hablaros.
El comandante, que era un caballero, se puso de pie para responder al saludo,
pero se veía que estaba cansado e irritado. Luego, resignado, se volvió a sentar.
—¿Veis aquella montaña? —dijo el desconocido señalando un gran cono de
precarias laderas hacia oriente—. Yo vengo de detrás de allí. Hace dos días que
camino, pero, si Dios quiere, habré llegado a tiempo. Sabed, Excelencia —continuó
después de una pausa—, que detrás de esa montaña está el pueblo de San Giorgio. Yo
soy su podestá, Gaspare Nelius.
El coronel, algo ausente, movió la cabeza arriba y abajo como para dar a entender
que había comprendido.
—Allí estamos aislados del mundo —siguió diciendo el anciano, animado
claramente por una alegre agitación—. Pero, tarde o temprano, las grandes noticias
llegan igual. El otro día se presentó allí un mercader. «¿Sabéis que la guerra ha
terminado?», dijo. «El regimiento de Cazadores regresa ya a la llanura, lo he visto
con mis propios ojos». «¿Que ha terminado la guerra?», dijimos. «Del todo», dijo él.
«¿Y por dónde viene el regimiento?», digo yo. «Ha cogido el camino de Antioco»,
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responde, «en tres días deberá estar allí».
—Entiendo, pero… —trató de interrumpirle el conde Sergio-Giovanni; sin
embargo, el otro estaba demasiado entusiasmado.
—Imaginad qué noticia para nosotros. ¿Sabéis, Excelencia, que la segunda
compañía de aquí, del regimiento, es toda de muchachos de San Giorgio? Se acabó lo
malo, pensamos, ahora los soldados volverán con la paga y las medallas. Entonces
planeamos una gran fiesta. Yo bajo a Antioco a buscarlos; ahora, con la guerra
terminada, el señor comandante —y aquí el anciano sonrió, afable— los dejará venir.
Han cumplido con su deber. Incluso dos de ellos han muerto, Lucchini y Bonaz, sin
duda los dejará venir…
—Pero, mi buen señor… —comenzó el coronel poniéndose de pie. El anciano lo
interrumpió.
—Ya sé qué queréis decir, Excelencia: que a los soldados no se les puede
licenciar así como así. Eso yo ya lo pensé desde el principio. Pero no es eso, no es
eso. El regimiento, sin duda, estará unos días en Antioco. Concededle a la segunda
compañía cuatro días de permiso, dejad que vayan un rato a su pueblo, sólo unas
horas, dentro de cuatro días os los devuelvo a todos, palabra de honor…
—Pero no es eso lo que os quiero decir… —volvió a intentar hablar Sergio-
Giovanni—. Es otra cosa lo…
—No me digáis que no, Excelencia —suplicó el anciano intuyendo que el otro
estaba a punto de darle una negativa—, he caminado durante dos días sólo para eso.
Además, pensad que en San Giorgio ya está todo preparado. Simone ha construido
una especie de arco de triunfo a la entrada del pueblo. Será más alto que esta tienda,
todo decorado, y pondrán banderas y flores. Arriba tendrá escrito… esperad, por aquí
debo tenerlo… lo hemos pensado entre todos… —y después de rebuscar en dos o tres
bolsillos sacó un pedazo de papel manoseado—, aquí está… «A los héroes
victoriosos que regresan, San Giorgio orgulloso y agradecido…», es sencillo, pero me
parece bien expresado.
—Pero dejadme deciros antes una cosa —dijo con voz alterada el comandante—.
Sois una buena persona, a…
—Dejadme acabar antes —rogó suplicante el anciano—, y os persuadiréis de que
no podéis decirme que no. Pensad en los pobres muchachos, hace dos años que están
combatiendo, han sido valerosos y esforzados, imaginad qué alegría. Hemos puesto
toda nuestra alma en esto. Saldrá a recibirlos la banda; habrá un gran banquete, yo
llevaré los fuegos artificiales, Gennari dará un baile en su casa, habrá discursos…
—¡Basta, basta! —gritó exasperado el comandante—. ¿Acaso no comprendéis
que gastáis saliva en balde? ¿Quién os ha dicho que la guerra ha terminado?
—¿Qué? —dijo sorprendido el anciano.
—No —dijo secamente Sergio-Giovanni con voz afligida. La guerra no ha
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terminado todavía.
Ambos permanecieron en silencio, mirándose, durante unos segundos. Extrañas
dudas surgían en la cabeza del anciano.
—Pero escuchadme —volvió a insistir el podestá de San Giorgio—, de todos
modos el regimiento se detendrá aquí en Antioco durante un tiempo. Conceded un
permiso a nuestros soldados, con dos días bastará; iremos a toda prisa, en ese tiempo
haremos lo mismo, tampoco es nada extraordinario ir de aquí a San Giorgio en una
jornada.
—Imposible. Sería imposible aunque la guerra hubiera terminado —dijo resuelto
el comandante, otra vez con aquella voz profunda y afligida—. La segunda compañía
ya no está conmigo.
En vano se engañaba pensando que esta explicación habría de bastar. El rostro del
anciano había empalidecido.
—¿Que no está aquí la segunda compañía? ¿Entonces he venido para nada? ¿Ni
siquiera podré verlos? ¿Han pasado, acaso, a otro regimiento? Decídmelo con
franqueza, Excelencia, decidme dónde están, e iré a buscarlos a toda prisa; decidme:
está incluso mi sobrino…
—Están muertos —dijo por fin el comandante mirando al suelo.
Se hizo un gran silencio. Parecía, incluso, que todo en el vecino campamento se
hubiera detenido. El anciano sentía la sangre latirle con fuerza en las sienes. Sobre las
montañas seguía estancado aquel resplandor de tormenta. El pendón amarillo colgaba
desmayadamente sobre la tienda.
El conde Sergio-Giovanni inclinó la cabeza; parecía abatido, sus manos se
apoyaban, inertes, sobre la mesa.
—Muertos… —murmuró el anciano entre sí con voz débil.
En su cabeza bullían los pensamientos. Permaneció inmóvil durante unos
minutos, luego una amarga sonrisa torció lentamente sus labios, levantó con orgullo
la cabeza y empezó a hablar otra vez con voz monótona.
—Claro, claro, con lo valientes que eran no podía ocurrir otra cosa. Ya se lo había
dicho yo a Safron: con tal de que no haya pasado ninguna desgracia… se lo dije… Y,
ahora, ¿cómo llevaré la noticia? ¿Cómo voy a volver a San Giorgio? —su voz,
colmada de una rabiosa desesperación, se había elevado—. Por la Patria, debo
decirles, ése es el único consuelo. Murieron en combate, se contaron entre los héroes.
Sólo se puede hacer eso. ¿No es así, Excelencia?
El comandante no respondió, su rostro parecía petrificado.
—El arco de triunfo, las banderas —siguió diciendo el anciano con pesarosa burla
—, podrán servir para los funerales. Pondremos las flores sobre las tumbas, las
pondremos todas juntas, con cruces todas iguales, los mejores jóvenes del pueblo.
Aquí yacen los héroes de San Giorgio, pondremos a la entrada. A los héroes
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victoriosos que regresan —repitió Gaspare con amargura—, San Giorgio orgulloso y
agradecido. Por lo menos eso lo podrán tener, ¿no, Excelencia?
—No —respondió con crispada acritud el coronel—. ¡Basta! ¡Callad! Ya que
queréis saberlo, no: no lo podréis decir, no murieron como héroes, murieron en plena
desbandada, por su culpa fuimos derrotados…
Dijo todo esto a gritos, como sacudiéndose de encima un peso atroz; luego, a
causa de la vergüenza, el conde Sergio-Giovanni apoyó la cabeza sobre la mesa; tal
vez incluso sollozaba, pero lo hacía en silencio, recluido en sí mismo.
Al anciano, parecía como si la vida se le hubiese escapado.
—Perdonadme, Excelencia —dijo muy despacio después de una larga pausa, y
lloraba—, ved que también yo…
Pero no pudo continuar. Se retiró con humildad y se le vio alejarse como si
arrastrara las piernas; los brazos le colgaban, inertes, una mano sujetaba aún el
sombrero, la otra arrastraba la vara. Se alejó lentamente de la tienda y echó a andar
por el camino blanco en dirección a las montañas mientras se hacía por completo la
oscuridad.
Sólo al cabo de tres días el podestá avistó su pueblo perdido entre los montes.
Unos doscientos metros antes de llegar a las casas, vio a Jerónimo, el mesonero, que
junto con su primo Peter estaban ocupados con unas estacas plantadas a los lados del
camino; sin duda algún preparativo para la gran fiesta. Trozos de tela de colores que
de lejos no se podían distinguir bien estaban prendidos de las estacas y brillaban al
sol de aquel día bellísimo.
En un momento dado, al alzar la cabeza, Jerónimo vio acercarse al podestá y se
puso a gritar para advertir a los demás. Pero en las cercanías había poca gente. Junto
con Jerónimo acudieron sólo su primo, dos chicos de los campesinos y una mujer de
unos cincuenta años.
—¿Qué? —preguntó Jerónimo, que parecía contentísimo, al viejo Gaspare—.
¿Conseguiste encontrarlos? ¿Cuándo vienen?
—¿Y a mi Max, lo has visto? —dijo al mismo tiempo la mujer—. ¿Está bien?
¿Los tendremos aquí hoy?
El podestá se sentó, abatido, al borde del camino. Se quitó el sombrero y dedicó
unos instantes a recobrar el resuello.
—No vienen —dijo al cabo, despacio.
—¿Cómo que no vienen? —preguntó Giuseppe—. ¿Entonces llegan mañana?
—Mañana tampoco —respondió el podestá—. No vienen.
—Pero eso es absurdo —exclamó Jerónimo—. La guerra ya se ha terminado.
¿Qué se van a quedar a hacer allí?
—La guerra habrá terminado —dijo Gaspare—, pero ellos no vienen.
—Entonces di, ¿qué pasa? —preguntó ansiosa la mujer—. ¿Qué te han dicho?
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El viejo permaneció mudo durante algunos instantes, rebuscando en su interior.
—Se van a la capital —anunció finalmente—. Van a formar parte de la Guardia
del Rey. Quieren seguir siendo soldados. Se han acostumbrado. Ya no podrían
trabajar en el campo.
—Pero… pero… —objetó la mujer—, ¿no van a venir a saludarnos?…
—Me han dicho que no —añadió Gaspare—, que no les iba a dar tiempo.
Entre tanto, otro hombre se sumó al grupo. Era Simone, el carpintero.
—¿Lo has visto? —gritó aproximándose al viejo Gaspare—. ¿Has visto el arco
acabado? ¿Has visto qué bonito ha quedado?
—Calla —le ordenó en voz baja uno de los chicos presentes.
Pero Simone no podía comprender y siguió diciendo, dichoso:
—Corre, ven a verlo, Gaspare; le he puesto encima un caballo dorado y por la
noche encenderemos las luces.
—Has trabajado para nada —fue la respuesta de Gaspare—, ya no vienen. Se van
a la capital, ingresan en la Guardia del Rey.
—Está bien —insistía la mujer—, pero por lo menos les darán un permiso,
¡volverán aunque sólo sea a saludarnos!
—No me han dicho nada de eso —explicó el podestá—. Con seguridad no lo sé,
pero no creo.
—Pero, digo yo —dijo confuso el carpintero—, entonces, ahora, el arco…
—Puedes echarlo abajo —respondió Gaspare con pena—. Ya te lo he dicho, no
vienen.
—Pero es resistente, sabes. Y también los colores. ¿Por qué quieres echarlo
abajo? —replicó el carpintero—. Podemos esperar siquiera unos meses; quiero decir
que luego, cuando vengan los soldados, con darle otra mano de pintura…
—Te repito que es inútil —replicó Gaspare—, no vienen, ¿es que no lo entiendes?
—¿Y una carta? —insistía la mujer, que no acababa de convencerse—. ¿No te ha
dado mi Max ninguna carta para que me la trajeras? ¿No te ha dicho nada?
—Nada —dijo Gaspare—. Se han vuelto todos unos soberbios, casi les daba
vergüenza saludarme. Su pueblo ya no les importa nada.
—¡Oh, eso es imposible! —exclamó la mujer—. ¡Qué cosas dices!, mi Max
soberbio… otro no diré, pero él siempre ha sido como un niño, siempre me ha escrito
cuando…
—Él igual que los otros —replicó con crueldad el viejo—. También él se ha
vuelto un soberbio, quién sabe qué se creen que son. Por eso no vienen, la guerra se
les ha subido a la cabeza, no quise decirlo al principio para no disgustaros…
—Pero piensa —dijo el carpintero meneando con tristeza la cabeza—, piensa que
ya habíamos puesto banderas de un lado a otro de la plaza, que habíamos arreglado la
vieja campana…
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—Apenas me hicieron caso —se ensañaba entre tanto Gaspare—. «Os
esperamos», les dije, «veréis cómo os divertís». «¿En San Giorgio?», me respondió
uno, creo que el hijo de Filomena, con dos medallas en el pecho. «Ni soñarlo», me
dijo, «tenemos que irnos en seguida, estaríamos buenos», y se echó a reír.
Formaban un grupo inmóvil sobre el camino y proyectaban sobre el polvo blanco
una sola sombra, que se alargaba a medida que el sol recorría su trayectoria.
—Eso me dijeron —repitió con amargura el viejo, y ahora los demás callaban—.
Es inútil esperarlos, no vienen —prosiguió como si tuviese miedo de que no le
creyeran (y entre tanto se los imaginaba insepultos en un vallejo desierto, tirados aquí
y allá entre los matojos y las piedras, una matanza entre los muertos restos de la
batalla).
El sol daba jubilosamente en los paños de colores, en las banderas nuevas, en el
caballo dorado que coronaba el arco de triunfo. En el pueblo, las muchachas todavía
estaban atareadas en los alegres preparativos, recogiendo flores para los soldados —
las flores, los adornos, el vino, la música que para nadie habrían ya de ser.
—Es inútil —comentó Jerónimo con melancolía rompiendo por fin el silencio—,
tenía que pasar… demasiado valientes, el Rey no ha querido soltarlos, no se
encuentran soldados así…
—Sí —asintió el viejo—, pero se les ha subido demasiado a la cabeza, no debían
haber dejado… —(tirados con el rostro enterrado en el suelo, mordiendo vilmente la
tierra, con los cuervos volando alrededor, por encima de esos muertos sin honor de
los que tan sólo se apiada el sol que calienta sus espaldas inmóviles, restañando la
sangre de sus vergonzosas heridas).
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Miedo en la Scala
Para la primera representación de La matanza de los inocentes, de Pierre
Grossgemüth (novedad absoluta en Italia), el viejo maestro Claudio Cottes no dudó
en ponerse el frac. Ciertamente, el mes de mayo estaba ya avanzado, época en que, a
juicio de los más intransigentes, la temporada de la Scala comienza a decaer y es
buena norma ofrecer al público, compuesto en gran parte por turistas, espectáculos de
éxito garantizado, no excesivamente ambiciosos, seleccionados del repertorio
tradicional menos conflictivo; y no importa que los directores no sean primeras
figuras, que los cantantes, en su mayoría elementos de vieja routine escalígera, no
despierten curiosidad. En esta época los exquisitos se permiten confianzas formales
que escandalizarían en los meses más sagrados de la Scala: parece casi de buen gusto
en las señoras no insistir en las toilettes de noche y vestir sencillos trajes de tarde y en
los hombres ir vestidos de azul o gris oscuro con corbata estampada, como si se
tratase de una visita a una familia amiga. Y hay abonado que, por esnobismo, llega
hasta el punto de no dejarse caer siquiera por allí, sin por ello ceder a otros el palco o
la butaca, que permanecen, por tanto, vacíos (y tanto mejor si los conocidos quieren
darse cuenta de ello).
Sin embargo, aquella noche había espectáculo de gala. En primer lugar, La
matanza de los inocentes constituía un acontecimiento de suyo, a causa de las
controversias que la obra había suscitado cinco meses antes en media Europa cuando
se había escenificado en París. Se decía que en esta ópera (a decir verdad se trataba,
según la definición de su autor, de un «Oratorio popular, para coro y solistas, en doce
cuadros») el músico alsaciano, uno de los principales maestros de la época moderna,
había emprendido —bien es verdad que a una edad tardía— un nuevo camino
(después de haber probado tantos), adoptando formas todavía más desconcertantes y
audaces que las precedentes, con la intención declarada, no obstante, de «rescatar por
fin al melodrama del gélido exilio en que los alquimistas intentan mantenerlo vivo
con potentes drogas, hada las olvidadas regiones de la verdad»; es decir, según sus
admiradores, había roto los puentes con el pasado reciente, volviendo (aunque hacía
falta saber cómo) a la gloriosa tradición del diecinueve: había incluso quien le había
encontrado vínculos con las tragedias griegas.
Comoquiera que fuese, el interés mayor nacía de las repercusiones de género
político. Nacido en una familia evidentemente originaria de Alemania, de aspecto
casi prusiano, si bien ennoblecido ya su rostro por la edad y la actividad artística,
Pierre Grossgemüth, establecido en Grenoble hacía ya muchos años, había observado
en los tiempos de la ocupación una conducta ambigua. Una vez que los alemanes lo
habían invitado a dirigir un concierto con fines benéficos, no había sabido negarse,
pero por otra parte, se contaba, había ayudado con generosidad a los maquis de la
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región. Había hecho, por tanto, todo lo posible para no tener que tomar una actitud
declarada permaneciendo enclaustrado en su rica villa, de donde, en los meses más
críticos antes de la liberación, ni siquiera salía ya la acostumbrada e inquietante voz
del piano. Pero Grossgemüth era un gran artista y aquellos días difíciles no se habrían
desenterrado si no hubiese escrito y dado a la escena La matanza de los inocentes. La
interpretación más obvia de este oratorio —con libreto de un jovencísimo poeta
francés, Philippe Lasalle, inspirado en el episodio bíblico— la calificaba como una
alegoría de las matanzas llevadas a efecto por los nazis, identificando a Hitler con el
torvo personaje de Herodes. Sin embargo, críticos de extrema izquierda habían
atacado a Grossgemüth acusándole de ocultar bajo la superficial e ilusoria analogía
antihitleriana las eliminaciones perpetradas por los vencedores, desde las venganzas
menudas acaecidas en todos los pueblos hasta las horcas de Nuremberg. Pero había
quien iba más allá: según éstos, La matanza de los inocentes pretendía ser una
especie de profecía y aludir a una futura revolución y a las matanzas con ella
relacionadas; una condena anticipada, pues, de tal revuelta y una advertencia a
cuantos tuvieran la potestad de sofocarla a tiempo: en resumen, un libelo de espíritu
absolutamente medieval.
Como era previsible, Grossgemüth había desmentido las insinuaciones con pocas
pero tajantes palabras: si acaso, La matanza de los inocentes debía considerarse un
testimonio de fe cristiana y nada más. Pero en la premiére de París había habido
incidentes y durante mucho tiempo los periódicos habían polemizado a sangre y
fuego.
Añádase a esto la curiosidad por la difícil ejecución musical, la expectación por
los decorados —que se anunciaban demenciales— y por la coreografía ideada por el
famoso Johan Monclar, al que se había hecho venir expresamente de Bruselas.
Grossgemüth hacía una semana que estaba en Milán con su mujer y su secretaria para
seguir los ensayos; y naturalmente iba a asistir a la representación. Todo esto, en
suma, daba al espectáculo un sabor de excepción. No había habido en toda la
temporada una soirée tan importante. Los principales críticos y músicos de Italia se
habían trasladado a Milán para la ocasión, y de París había llegado un pequeño grupo
de fanáticos de Grossgemüth. El cuestor, por su parte, había organizado un
extraordinario dispositivo de orden para la eventualidad de que se desencadenase la
borrasca.
Con todo, varios funcionarios y muchos agentes de policía destinados en un
primer momento a la Scala se vieron trasladados a otros lugares. A última hora de la
tarde se había perfilado de improviso una amenaza diferente y mucho más
preocupante. Varios indicios apuntaban a una inminente acción de fuerza, quizá para
esa misma noche, por parte de la agrupación de los Morzi. Los jefes de este
movimiento nunca habían ocultado que su último objetivo era subvertir el orden
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constituido e instaurar la «nueva justicia». Los últimos meses había habido síntomas
de agitación. Actualmente estaba en marcha una ofensiva de los Morzi contra la ley
relativa a la migración interna, pendiente de ser aprobada en el Parlamento. Podía ser
un buen pretexto para una intentona seria.
Durante todo el día se habían visto en las plazas y calles del centro pequeños
grupos de aspecto decidido, diríase provocador. No llevaban ni distintivos ni banderas
ni pancartas, no estaban encuadrados, no intentaban formar grupos. Pero no era difícil
en absoluto adivinar su ralea. Nada raro, a decir verdad, porque manifestaciones
como ésta, inocuas y en sordina, hacía años que se repetían con frecuencia. Y
también esta vez la fuerza pública había dejado hacer. No obstante, las informaciones
secretas de la Prefectura hacían temer en un plazo de pocas horas una maniobra de
gran envergadura para conquistar el poder. Se había avisado inmediatamente a Roma,
se había puesto a policía y carabineros en estado de alerta y acuartelado, asimismo, a
las unidades del ejército. Tampoco se podía excluir, sin embargo, que fuese una falsa
alarma. Ya había ocurrido otras veces. Los propios Morzi difundían rumores de este
tipo, siendo éste uno de sus juegos favoritos.
Sin embargo, como suele suceder, una vaga y sorda sensación de peligro se había
extendido por la ciudad, No había ocurrido nada concreto que la justificara, no había
siquiera rumores que hicieran referencia a nada preciso, nadie sabía nada, y sin
embargo reinaba en el ambiente una tensión palpable. Aquella noche, después de salir
de las oficinas, muchos ciudadanos apretaban el paso en dirección a su casa,
escrutando con aprensión el camino, temerosos de ver avanzar desde el fondo una
masa oscura que bloqueara la calle. No era la primera vez que la tranquilidad de los
ciudadanos se veía amenazada; muchos comenzaban a estar acostumbrados. Por esta
razón, la mayoría continuó dedicándose a sus ocupaciones como si fuera una noche
como otra cualquiera. Con todo, resultaba singular una circunstancia que muchos
advirtieron: si bien, filtrado a través de quién sabe qué indiscreciones, un
presentimiento de cosas grandes había empezado a serpentear por aquí y por allá,
nadie hablaba de ello. En un tono acaso diferente del habitual, con sobreentendidos
herméticos, se desarrollaban las conversaciones nocturnas de costumbre, se decía
hola y adiós sin apostillas, se quedaba para el día siguiente, se prefería, en definitiva,
no aludir de forma abierta a aquello que de un modo u otro reinaba en todos los
ánimos, como si hablar de ello pudiera romper el encanto, traer mala suerte, provocar
la desgracia; del mismo modo que en los buques de guerra es ley no formular a bordo
ni siquiera en son de broma hipótesis de torpedeos o cañonazos.
Entre aquellos que pasaban por alto tales preocupaciones más que los demás se
hallaba sin lugar a dudas el maestro Claudio Cottes, hombre cándido, en
determinados aspectos incluso obtuso, para el cual nada existía en el mundo fuera de
la música. Rumano de nacimiento (si bien pocos lo sabían), se había establecido en
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Italia siendo muy joven, en los años dorados, a principios de siglo, cuando su
prodigiosa precocidad como virtuoso le había procurado la celebridad en poco
tiempo, Extinguidos luego en el público los primeros fanatismos, había seguido
siendo un magnífico pianista, quizá más delicado que potente, que recorría
periódicamente las principales ciudades europeas para ciclos de conciertos, invitado
por las más renombradas instituciones filarmónicas; esto aproximadamente hasta el
año 40. Lo que más le agradaba recordar eran los éxitos que más de una vez había
alcanzado en las temporadas sinfónicas de la Scala. Obtenida la ciudadanía italiana,
se había casado con una milanesa y ocupado con suma probidad la cátedra de piano
del curso superior en el Conservatorio. Ahora se consideraba milanés y menester es
admitir que, en su ambiente, pocos había que supieran hablar el dialecto mejor que él.
Si bien estaba jubilado —no conservaba más que el cargo honorario de miembro
del tribunal en algunas sesiones de exámenes en el Conservatorio—, Cottes seguía
viviendo sólo para la música, no frecuentaba más que a músicos y melómanos, no se
perdía un concierto y seguía con una especie de azorada timidez los éxitos de su hijo
Arduino, compositor de veintidós años de prometedor talento. Decimos timidez
porque Arduino era un joven muy reservado, extremadamente parco en confianzas y
expansiones, de una sensibilidad incluso exagerada. Desde que se había quedado
viudo, el viejo Cottes se hallaba, por decirlo así, inerme y cohibido frente a él. No le
entendía. No sabía qué vida llevaba. No dejaba de darse cuenta de que sus consejos,
también en materia musical, caían en el vacío.
Cottes nunca había sido un hombre guapo. Ahora, a los sesenta y siete años, sí era
un viejo guapo, de aquellos que se acostumbra llamar aparentes. Con los años se le
había acentuarlo un vago parecido a Beethoven; él, quizá sin saberlo, se complacía en
tratar con cariño esos cabellos blancos, largos y vaporosos que daban a su cabeza un
halo muy «artístico». Un Beethoven no trágico, más bien bondadoso, de sonrisa fácil,
sociable, dispuesto a ver lo bueno en casi todos sitios; «casi», porque en materia de
pianistas lo raro era que no torciera el gesto. Era su único punto débil y se le
perdonaba con facilidad. «¿Qué, maestro?», le preguntaban sus amigos durante los
descansos. «Por mí bien. Pero si hubiera sido Beethoven…», respondía en dialecto; o
bien: «¿Que por qué? ¿Lo habrá oído alguna vez? Pero si se ha dormido…», o
parecidas gracias fáciles de viejo cuño, ya tocara Backhaus, Cortot o Gieseking.
Esta natural sencillez —de hecho, tampoco se había amargado al verse excluido,
por causa de la edad, de la activa vida artística—, hacía que resultara simpático a todo
el mundo y le garantizaba un tratamiento preferente por parte de la dirección de la
Scala. En la temporada lírica lo de menos son los pianistas y, en las veladas algo
difíciles, la presencia en la platea del bueno de Cottes constituía un pequeño núcleo
de optimismo garantizado. Cuando menos, se podía contar con sus personalísimos
aplausos como norma; y era probable que el ejemplo de un concertista antaño famoso
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indujese a muchos discrepantes a moderarse, a los indecisos a aprobar, y a los tibios a
un respaldo más manifiesto. Eso sin contar con su aspecto sumamente escalígero y
sus pasados méritos como pianista. Su nombre, por tanto, figuraba en la secreta y
parca lista de los «abonados perpetuos exentos de pago». La mañana de cada día de
premiére aparecía sin falta en su buzón de la portería de la via della Passione 7 una
entrada con una butaca. Sólo para los estrenos que se auguraban de escasa
recaudación las butacas eran dos, una para él y otra para su hijo. Esto, por lo demás, a
Arduino le traía sin cuidado; prefería apañárselas solo, con sus amigos, y asistir a los
ensayos generales, en que no hay obligación de ir bien vestido.
Precisamente, Cottes hijo había escuchado el día anterior el último ensayo de La
matanza de los inocentes. Había hablado incluso de ello con su padre durante el
almuerzo, en términos muy nebulosos, tal como acostumbraba. Había hecho alusión a
ciertas «interesantes resoluciones tímbricas», a una «polifonía muy elaborada», a las
«vocalizaciones más deductivas que inductivas» (palabras, éstas, pronunciadas con
una mueca de desdén) y demás. Su ingenuo padre no había conseguido saber si la
obra era buena o no, ni siquiera si había gustado o no a su hijo. Tampoco se empeñó
en lograrlo. Los jóvenes le habían acostumbrado a su jerga misteriosa, a cuyas
puertas, intimidado, se quedó también esa vez.
Ahora estaba solo en casa. La sirvienta, que iba por horas, se había marchado.
Arduino comía fuera y el piano, gracias al Cielo, estaba mudo. Él «gracias al Cielo»
se hallaba sin duda en el ánimo del viejo concertista; con todo, nunca habría tenido
valor para confesarlo. Cuando su hijo componía, Claudio Cottes entraba en un estado
de extrema agitación interna. De aquellos acordes aparentemente inexplicables
aguardaba a cada momento, con una esperanza casi visceral, que saliese finalmente
cualquier cosa parecida a música. Comprendía que era una debilidad de músico
caduco, que no se podían recorrer de nuevo los antiguos caminos. Se repetía que lo
agradable debía evitarse como señal de impotencia, de decrepitud, de marchita
nostalgia. Sabía que el nuevo arte debía ante todo hacer sufrir a los oyentes, y que ésa
era la señal, decían, de su vitalidad. Pero era superior a él. A veces, mientras
escuchaba en el cuarto de al lado, entrelazaba los dedos de las manos con tanta fuerza
que los hacía crujir, como si con ese esfuerzo fuera a ayudar a su hijo a «liberarse».
Sin embargo, su hijo no se liberaba; fatigosamente, las notas se enredaban cada vez
más, los acordes adoptaban sonidos aún más hostiles, todo quedaba allí suspendido o
caía a plomo abruptamente en nuevas fricciones obstinadas. Que Dios lo bendijera.
Burladas, las manos del padre se separaban y, temblando un poco, se apresuraban a
encender un cigarrillo.
Cottes estaba solo, se sentía a gusto, un aire tibio entraba por las ventanas
abiertas. Eran las ocho y media, pero el sol todavía brillaba. Se estaba vistiendo,
cuando sonó el teléfono. «¿Está el maestro Cottes?», dijo una voz desconocida. «Sí,
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soy yo», respondió. «¿El maestro Arduino Cottes?». «No, yo soy Claudio, el padre».
La comunicación se cortó. Volvió al dormitorio y el teléfono sonó de nuevo. «Pero
Arduino ¿está o no?», preguntó la misma voz de antes con un tono de voz casi
grosero. «No, no está», respondió el padre intentando devolver la brusquedad. «¡Pues
peor para él!», dijo el otro, e interrumpió la comunicación. Qué modales, pensó
Cottes, ¿y quién podía ser? ¿Qué clase de amigos frecuentaba ahora Arduino? ¿Y qué
podía significar aquel «peor para él»? La llamada le dejó un poco fastidiado.
Afortunadamente, le duró poco.
Ahora, el viejo artista contemplaba en el espejo del armario su frac a la antigua,
largo, con una caída perfecta, apropiado a su edad y al mismo tiempo muy bohémien.
Inspirándose, al parecer, en el ejemplo del legendario Joachim, Cottes, para
distinguirse del chato conformismo, tenía la vanidad de ponerse el chaleco negro.
Como los camareros, exacto, pero ¿quién en el mundo, aunque fuera ciego, habría
podido confundirle a él, Claudio Cottes, con un camarero? Aunque tenía calor, se
puso un abrigo ligero para evitar la curiosidad indiscreta de los transeúntes y, después
de coger unos pequeños binoculares, salió de casa sintiéndose casi feliz.
Era una noche deliciosa de principios de verano, de esas en que incluso Milán
consigue representar el papel de ciudad romántica, con las calles tranquilas y
semidesiertas, el perfume de los tilos que salía de los jardines y la luna como la hoja
de una hoz en medio del cielo. Saboreando por anticipado la brillante velada, el
encuentro con tantos amigos, las conversaciones, la contemplación de mujeres
hermosas, el vino espumoso que habría seguramente en la recepción anunciada para
después del espectáculo en el salón de descanso del teatro, Cottes tomó por la via
Conservatorio; el camino era así un poco más largo, pero le permitía ahorrarse la
visión, para él sumamente desagradable, de los Navigli cubiertos.
Allí el maestro se topó con un espectáculo extraño. Un joven de largos cabellos
rizados cantaba en la acera una romanza napolitana sosteniendo un micrófono a
pocos centímetros de su boca. Del micrófono salía un cable que iba a una caja con un
acumulador, una instalación de amplificación y altavoz de la cual la voz salía con
tanta insolencia que resonaba entre los edificios. Había en aquel canto una especie de
desahogo salvaje, cólera, y aunque las conocidas palabras fueran de amor, habríase
dicho que el joven profería una amenaza. Alrededor, siete u ocho muchachitos de
aspecto pasmado y punto. A un lado y otro de la calle, las ventanas estaban cerradas y
echadas las persianas, como si se negaran a escuchar. ¿Estaban vacías todas aquellas
viviendas? ¿O acaso los inquilinos se habían encerrado, simulando estar ausentes, por
temor a alguna cosa? Cuando Claudio Cottes pasó, el cantante, sin moverse, aumentó
tanto la intensidad de las emisiones que el altavoz comenzó a vibrar: era una
perentoria invitación a poner dinero en el platillo colocado encima de la caja. Pero el
maestro, perturbado en su ánimo, ni siquiera sabía él cómo, pasó de largo apretando
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el paso. Y durante muchos metros sintió en sus hombros el peso de un par de ojos
vengativos.
«¡Además de bellaco, malo!», imprecó en su interior el maestro al pedigüeño. La
desvergüenza de la exhibición le había estropeado, vaya a saber por qué, el buen
humor. Pero todavía le fastidió más un breve encuentro con Bombassei, un joven
formidable que había sido alumno suyo en el Conservatorio y ahora trabajaba de
periodista. «¿A la Scala, maestro?», le preguntó al ver por el escote del abrigo la
corbata blanca.
—¿Acaso pretendes insinuar, insolente muchacho, que a mi edad ya sería hora…?
—dijo él solicitando, ingenuo, un cumplido.
—Bien sabe usted —dijo el otro— que la Scala no sería la Scala sin el maestro
Cottes. Pero ¿y Arduino? ¿Cómo es que no va?
—Arduino vio ya el ensayo general. Esta noche tenía que hacer.
—Ah, ya entiendo —dijo Bombassei con una sonrisa de astuto entendimiento—.
Esta noche… habrá preferido quedarse en casa…
—¿Y por qué tendría que hacerlo? —preguntó Cottes advirtiendo la segunda
intención.
—Esta noche hay demasiados amigos de paseo… —y el joven hizo un gesto con
la cabeza señalando a la gente que pasaba—. Por otra parte, en su lugar, yo haría lo
mismo… Pero perdone, maestro, viene mi tranvía… ¡Que lo pase bien!
El viejo se quedó allí suspenso, inquieto, sin comprender. Miró a la gente y no
consiguió advertir nada raro, salvo que quizá había menos que de costumbre, y la
poca que había tenía un aspecto descuidado y en cierto modo sumamente ansioso.
Las palabras de Bombassei seguían siendo un enigma, pero a su mente afloraban
recuerdos fragmentarios y confusos, medias palabras pronunciadas por su hijo,
nuevos compañeros salidos de no se sabía dónde en los últimos tiempos, ocupaciones
nocturnas que Arduino nunca había explicado, soslayando sus preguntas con vagas
excusas. ¿Se había metido su hijo en algún lío? ¿Pero qué tenía de extraordinario
aquella noche? ¿Y quiénes eran esos «demasiados amigos de paseo»?
Dándole vueltas a estos problemas llegó a la plaza de la Scala. Allí, los
pensamientos desagradables se esfumaron inmediatamente ante la visión consoladora
del bullicio a la puerta del teatro, de las señoras que se desplazaban con un presuroso
ondear de colas y de velos, de la multitud que curioseaba, de los formidables
automóviles detenidos en una larga hilera y a través de cuyos cristales se entreveían
joyas, escotes blancos, hombros desnudos. Cuando estaba a punto de comenzar una
noche amenazadora, quizá incluso trágica, la Scala, imperturbable, mostraba el
esplendor de los viejos tiempos. Nunca en las últimas temporadas se había visto un
concierto tan opulento y dichoso de hombres, espíritus y cosas. La propia inquietud
que había empezado a extenderse por la ciudad acrecentaba probablemente la
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animación. Quien supiera podía pensar que todo un mundo dorado y exclusivo se
refugiaba en su amada ciudadela, como los nibelungos en su palacio a la llegada de
Atila, para una última noche loca de gloria. Pero en realidad pocos sabían. La
mayoría más bien tenía la impresión —tal era la suavidad de la noche— de que con
los últimos vestigios del invierno había acabado un período turbulento y de que se
anunciaba un verano largo y sereno.
Arrastrado por el torbellino de la multitud, muy pronto, sin apenas darse cuenta,
Claudio Cottes se halló en la platea, en medio del resplandor de las luces. Eran las
nueve menos diez y el teatro estaba ya atestado. Cottes miró a su alrededor, extasiado
como un muchachito. Los años habían pasado, pero su primera sensación al entrar en
aquella sala seguía siendo pura y vívida, como la que se experimenta delante de los
grandes espectáculos de la naturaleza. Muchos otros con quienes cambiaba ahora
fugaces gestos de saludo experimentaban lo mismo, lo sabía. De allí nacía una
peculiar fraternidad, una especie de inocua masonería que a los extraños, a aquellos
que no formaban parte de ella, quizá les pareciera un poco ridícula.
¿Quién faltaba? Los expertos ojos de Cottes inspeccionaron sector por sector el
abundante público, hallando a todo el mundo en su lugar. A su lado se sentaba el
famoso pediatra Ferro, que habría dejado morir de difteria a miles de sus pequeños
clientes antes de perderse un estreno (el pensamiento sugirió incluso a Cottes un
gracioso retruécano en relación con Herodes y los niños de Galilea que se prometió
utilizar más tarde). A su derecha, la pareja que alguna vez había definido como los
«parientes pobres», un hombre y una mujer ya mayores, vestidos de ceremonia, sí,
pero siempre con la misma ropa gastada, que no faltaban a ningún estreno, aplaudían
con idéntico ardor cualquier cosa que pusieran, no hablaban con nadie, no saludaban
a nadie y no cambiaban una palabra ni siquiera entre ellos; hasta el punto de que
todos los consideraban claqueurs de lujo, desplazados al sector más aristocrático de
la platea para dar vía libre a los aplausos. Más allá, el excelente profesor Schiassi,
economista, famoso por haber seguido años y años a Toscanini allí adonde fuese a dar
un concierto; y como entonces anduviera escaso de dinero, viajaba en bicicleta,
dormía en los parques y comía las provisiones que llevaba en una mochila; parientes
y amigos pensaban que estaba un poco loco, pero lo querían igual. Y ahí estaba el
ingeniero Beccian, de canales y puertos, tan rico que quizá fuera hasta
multimillonario, melómano humilde e infeliz que, habiendo sido nombrado hacía un
mes consejero de la Sociedad del Cuarteto (por lo cual había suspirado durante
decenas de años como un enamorado y había hecho indecibles esfuerzos
diplomáticos), le había acometido tal ataque de soberbia en su casa y en su empresa,
que se había vuelto insoportable, y él, que antes no osaba dirigir la palabra al último
de los contrabajos, pontificaba ahora sobre Purcell y D’Indy. Y allí, con su minúsculo
marido, la bellísima Maddi Canestrini, antigua dependienta que a cada nueva ópera se
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hacía catequizar por la tarde por un profesor de historia de la música para no hacer
ningún papelón; nunca su célebre busto se había podido admirar en tanta plenitud y,
verdaderamente, resplandecía entre la multitud, como dijo uno, igual que el faro en el
cabo de Buena Esperanza. Allí estaba la princesa Wurz-Montague, con su gran nariz
de pájaro, venida expresamente de Egipto con sus cuatro hijas. Allí, en el palco más
bajo del proscenio, brillaban los ávidos ojos del barbudo conde Noce, asiduo tan sólo
a las óperas que prometieran la aparición de bailarinas, y que en tal circunstancia,
desde tiempo inmemorial, expresaba incansablemente su satisfacción con la fórmula
invariable: «Ah, ¡qué figuras! Ah, ¡qué piernas!». En un palco del primer piso, toda la
tribu de los Salcetti, vieja familia milanesa que se jactaba de no haberse perdido un
estreno de la Scala desde 1837. Y en el cuarto piso, casi encima del proscenio, la
pobre marquesa Marizzoni, con madre, tía e hija núbil, que miraban de reojo con
amargura al suntuoso palco 14 del segundo piso, su feudo, que se habían visto
obligadas a abandonar este año por restricciones económicas; resignadas a gastar en
el abono un octavo de lo que acostumbraban, permanecían allí arriba, entre las
palomas, rígidas y comedidas como abubillas, procurando pasar inadvertidas. Entre
tanto, velado por un edecán en uniforme, un obeso príncipe indio no muy bien
identificado daba cabezadas y, obedeciendo al ritmo de su respiración, la aigrette de
su turbante subía y bajaba, asomando fuera del palco. Poco más allá, con un vestido
color rojo vivo que causaba estupor, abierto por delante hasta la cintura, los brazos
desnudos con un cordón negro enroscado en ellos como una serpiente, se hallaba de
pie, para hacerse admirar, una impresionante mujer de unos treinta años; una actriz de
Hollywood, decían, pero las opiniones acerco de su nombre eran discordantes. A su
lado se sentaba, inmóvil, un niño guapísimo y espantosamente pálido que parecía que
fuera a morirse de un momento a otro. En cuanto a los círculos rivales de la nobleza y
de la burguesía adinerada, habían renunciado a la elegante costumbre de dejar los
balcones de proscenio medio vacíos. Los «señoritos» mejor provistos de Lombardía
se hacinaban ahí en apretados racimos de rostros bronceados, de camisas brillantes,
de fracs de los mejores sastres. Para confirmar el éxito de la velada, se veía, además,
contra lo acostumbrado, gran número de mujeres hermosas con décolletés sumamente
atrevidos, Cottes se propuso entregarse de nuevo, durante algún descanso, a una
distracción que acostumbraba permitirse en sus años mozos: abismarse tales
panoramas desde lo alto. Y en su interior escogió como observatorio el palco del
cuarto piso en que destellaban las esmeraldas gigantescas de Flavia Sol, excelente
contralto y buena amiga.
Sólo un palco, semejante a un ojo tenebroso y fijo en medio de un tremolar de
flores, contrastaba con este frívolo esplendor. Estaba en el tercer piso y en él se
hallaban, sentados uno a cada lado y un tercero de pie, tres señores de treinta a
cuarenta años con trajes cruzados de color negro, corbatas oscuras y rostros enjutos y
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sombríos. Inmóviles, átonos, ajenos a todo aquello que sucedía a su alrededor,
volvían obstinadamente la mirada hacia el telón, como si éste fuese la única cosa
digna de interés: parecían, no espectadores que hubieran acudido para disfrutar, sino
jueces de un siniestro tribunal que, pronunciada la sentencia, aguardaran su ejecución
y durante la espera prefirieran no mirar a los condenados, no ya por piedad, sino por
repugnancia. Más de uno se paró a observarlos, experimentando cierto malestar.
¿Quiénes eran? ¿Cómo se permitían entristecer a la Scala con su aspecto fúnebre?
¿Era una provocación? ¿Y con qué objeto? También el maestro Cottes, cuando reparó
en ellos, se quedó un poco perplejo. Una maligna disonancia. Y experimentó una
oscura sensación de temor, hasta el punto de que no se atrevió a levantar hacia ellos
sus binoculares. Entre tanto se apagaron las luces. Resaltó en la oscuridad el blanco
reflejo que ascendía de la orquesta y surgió allí la descarnada figura de su director,
Max Nieberl, el especialista en música moderna.
Si aquella noche había en la sala hombres temerosos o inquietos, la música de
Grossgemüth, la ansiedad del Tetrarca, las impetuosas y casi ininterrumpidas
intervenciones del coro, encaramado como una bandada de cuervos sobre una especie
de roca cónica (sus imprecaciones caían como cataratas sobre el público,
sobresaltándolo a menudo), los extravagantes decorados, no estaban concebidos para
tranquilizarlos. Sí, había energía, pero a qué precio. Instrumentos, músicos, coro,
cantantes, cuerpo de baile (que se hallaba casi siempre en el escenario para dar
minuciosas explicaciones mímicas, mientras que los protagonistas raras veces se
movían), director, e incluso espectadores, se veían sometidos al máximo esfuerzo que
se les podía exigir. Cuando concluyó la primera parte, estalló el aplauso no tanto a
modo de aprobación como por la común necesidad física de liberar la tensión. Toda la
maravillosa sala vibraba. A la tercera llamada compareció entre los intérpretes la
elevada figura de Grossgemüth, quien correspondía con brevísimas y casi forzadas
sonrisas, inclinando rítmicamente la cabeza. Claudio Cottes se acordó de los tres
lúgubres señores y, sin parar de aplaudir, levantó los ojos para mirarlos: todavía
estaban allí, inmóviles e inertes como antes, no se habían desplazado un milímetro,
no aplaudían, no hablaban, ni siquiera parecían personas con vida. ¿Serían
maniquíes? Permanecieron en la misma posición aun después de que la mayor parte
de la gente hubo salido al salón de descanso.
Precisamente durante el primer descanso los rumores de que fuera, en la ciudad,
se estaba gestando una especie de revolución se extendieron entre el público. Pero
también entonces se difundieron en sordina, poco a poco, gracias a una instintiva
inhibición de la gente, No consiguieron prevalecer, ciertamente, sobre las encendidas
discusiones sobre la ópera de Grossgemüth, en las que el viejo Cottes participó sin
expresar juicios, con jocosos comentarios en milanés. Al fin sonó el timbre para
anunciar la conclusión del entr’acte. Cuando bajaba por la escalera de la parte del
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Museo del teatro, Cottes se encontró al lado de un conocido cuyo nombre no
recordaba, quien, al reparar en él, le sonrió con expresión astuta.
«Ah, querido maestro», dijo, «me alegro de verle, precisamente tenía deseos de
decirle una cosa…». Hablaba lentamente y con una pronunciación muy afectada.
Entre tanto, bajaban. Hubo un atasco, por un instante se separaron. «Ah, aquí está»,
prosiguió el conocido cuando se volvieron a juntar, «¿dónde se había metido? ¿Sabe
que por un momento he pensado que se lo había tragado la tierra…? ¡Como a Don
Giovanni! ». Y le pareció haber encontrado un símil muy gracioso porque se echó a
reír con ganas; y no paraba. Era un señor pálido, de aspecto incierto, un intelectual de
buena familia venido a menos, habríase dicho a juzgar por su smoking de corte
anticuado, su camisa floja de dudosa frescura y sus uñas de luto. El viejo Cottes,
incómodo, aguardaba. Casi habían llegado abajo.
—Bueno —prosiguió, circunspecto, el conocido visto quién sabía dónde—, debe
prometerme que considerará lo que le voy a decir como una comunicación
confidencial… confidencial, ¿me explico? Quiero decir que no se imagine cosas que
no son… Ni se le ocurra considerarme, ¿cómo decirlo?, un representante oficioso…
un portavoz, ese es el término que se usa hoy, ¿no?
—Sí, sí —dijo Cottes sintiendo renacer en él el mismo malestar experimentado al
encontrarse con Bombassei, si bien todavía más agudo—, sí… Pero le aseguro que no
entiendo nada… —Sonó el segundo timbrazo de llamada. Estaba en el pasillo que
corre, a la izquierda, a un lado de la platea. Iban a abordar la escalerilla que lleva a las
butacas.
Allí el extraño señor se detuvo. «Debo dejarle», dijo. «Yo no estoy en la platea…
Bueno… bastará que le diga esto: su hijo, el compositor… quizá sería mejor… un
poco más de prudencia, eso es… ya no es ningún niño, ¿verdad, maestro?… Pero
vaya, vaya, que ya han apagado las luces… Y yo he hablado incluso demasiado,
¿sabe?». Rió, inclinó la cabeza sin darle la mano, y se fue con rapidez, casi a la
carrera, por la alfombra roja del pasillo desierto.
De forma mecánica, el viejo Cottes se adentró en la sala ya a oscuras, pidió
disculpas y llegó a su asiento. En su interior reinaba el tumulto. ¿Qué estaba
tramando aquel loco de Arduino? Parecía que todo Milán lo supiera mientras que él,
su padre, no alcanzaba siquiera a imaginárselo. ¿Y quién era ese misterioso señor?
¿Dónde se lo habían presentado? Intentaba recordar, sin éxito, las circunstancias de
su primer encuentro. Le pareció poder excluir los ambientes musicales. ¿Dónde,
entonces? ¿Quizá en el extranjero? ¿En algún hotel estando de veraneo?
No, no conseguía recordarlo en absoluto. Mientras tanto, en el escenario, la
provocativa Martha Witt, en bárbara desnudez, avanzaba con sinuosidad de serpiente
como encarnación del Miedo, o algo similar, que entraba en el palacio del Tetrarca.
Como se pudo, se alcanzó también el segundo entraste. Apenas se encendieron
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las luces, el viejo Cottes buscó al rededor, ansiosamente, al señor de antes. Le
preguntaría, haría que le explicará; una aclaración no se la podía negar. Pero el
hombre no aparecía. Por fin, su mirada, extrañamente atraída, se posó en el palco de
los tres lúgubres individuos. Ya no eran tres; manteniéndose un tanto atrás, ahora
había un cuarto, éste en smoking, pero también macilento. Un smoking de corte
anticuado (ahora Cottes no vaciló en mirar con los binoculares), una camisa floja de
dudosa frescura. Y, a diferencia de los otros tres, el nuevo reía con expresión astuta.
Un escalofrío recorrió la espalda del maestro Cottes.
Se volvió hacia el profesor Ferro como aquel que, hundiéndose en el agua, aferra
sin vacilar el primer asidero que se le presenta.
—Perdone, profesor —preguntó con precipitación—, ¿sabría usted decirme
quiénes son aquellos individuos de ese palco, allí en el tercer piso, justo a la izquierda
de aquella señora que va de violeta?
—¿Esos nigromantes? —dijo riendo el pediatra—. ¡Son el Estado Mayor! ¡El
Estado Mayor casi al completo!
—¿El Estado Mayor? ¿Qué Estado Mayor?
Ferro parecía divertido:
—Por lo menos lo que es usted, maestro, vive siempre en las nubes. Dichoso
usted.
—¿Qué Estado Mayor? —insistió Cottes irritado.
—¡El de los Morzi, bendito de Dios!
—¿Los Morzi? —repitió el viejo… Los Morzi, terrible nombre. Él, Cottes, no
estaba ni a favor ni en contra. De eso no entendía, nunca había querido interesarse en
tales cuestiones, sólo sabía que eran peligrosos, que era mejor no meterse con ellos. Y
aquel desventurado de Arduino se les había enfrentado, se había atraído su enemistad.
No había otra explicación. A la política, a las intrigas se dedicaba así pues aquel
muchacho sin dos dedos de frente en vez de poner algo de sentido común en su
música. Un padre indulgente, sí, discreto, comprensivo a más no poder; ¡pero al día
siguiente sabía Dios que le habría de oír! ¡Exponerse a una desgracia por un capricho
idiota! Al mismo tiempo renunció a la idea de interpelar al señor de poco antes.
Comprendía que sería inútil, cuando no perjudicial. Los Morzi eran gente que no se
andaba con bromas. Y gracias que habían tenido la delicadeza de avisarle. Miró
detrás de sí. Tenía la sensación de que toda la sala lo estaba mirando con
desaprobación. Mala gente, los Morzi. Y poderosos. Escurridizos. ¿Por qué meterse a
provocarlos?
Volvió en sí con esfuerzo.
—¿Se siente bien, maestro? —le preguntaba el profesor Ferro.
—¿Cómo? ¿Por qué …? —respondió, regresando poco a poco a la superficie.
—He visto que se ponía pálido… Pasa a veces con este calor… Perdone…
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Le dijo:
—Al contrario… se lo agradezco… de hecho he tenido un desfallecimiento… ¡Ya
soy viejo! —concluyó en dialecto. Se incorporó y se dirigió a la salida. E, igual que
por la mañana el primer rayo de sol desvanece las pesadillas que han obsesionado al
hombre durante toda la noche, el espectáculo de toda aquella humanidad acaudalada,
rebosante de salud, elegante, perfumada y viva entre los mármoles del salón de
descanso, rescató al viejo artista de las tinieblas en que la revelación le había hecho
sumirse. Resuelto a distraerse, se acercó a un grupito de críticos que estaban
conversando.
—En todo caso —decía uno—, los coros siguen estando ahí, eso no se puede
negar.
—Pero los coros son a la música —dijo un segundo— como las cabezas de viejo
a la pintura. El efecto pronto se logra, pero del efecto nunca se desconfía bastante.
—Está bien —dijo un colega célebre por su espontaneidad—. Pero entonces, ¿qué
ocurre?… La música actual no busca efectos, no es frívola, no es pasional, no se
puede repetir de memoria, no es instintiva, no es fácil, no es vulgar… perfecto. Pero
¿me pueden decir qué queda?
Cottes pensó en la música de su hijo.
Fue un gran éxito. Es poco probable que hubiera en toda la Scala alguien a quien
gustara sinceramente la música de la Matanza. Pero anidaba en la generalidad el
deseo de mostrarse a la altura de las circunstancias, de figurar en la vanguardia. En
este sentido se entabló tácitamente una especie de competición para superarse.
Además cuando uno escruta una música con sus cinco sentidos para descubrir en ella
toda posible belleza, genialidad creativa y significado oculto, la autosugestión trabaja
sin freno. Por otra parte, ¿cuándo se habla visto que alguien se divirtiese con las
óperas modernas? Se sabía de partida que los nuevos grandes maestros rehúyen
divertir. Era tontería pretenderlo. Para el que quisiera divertirse ¿no estaban acaso el
teatro de variedades, los «luna park» de los bastiones? Por lo demás, aquella
exasperación nerviosa a la que llevaban la orquestación de Grossgemüth, las voces
siempre empleadas en el máximo registro y, especialmente, los machacones coros, no
era desdeñable en absoluto. Aunque fuera de forma brutal, el público en cierto
sentido había experimentado una conmoción, ¿cómo negarlo? El desasosiego que se
acumulaba en los espectadores y les obligaba, apenas se hacía el silencio, a aplaudir,
a gritar «bravo», a revolverse, ¿no era lo máximo a que podía aspirar un compositor?
Con todo, el verdadero entusiasmo lo desató la última, larga y apremiante escena
del «oratorio», cuando los soldados de Herodes irrumpieron en Belén en busca de los
niño s y las madres se los disputaron a la puerta de las casas hasta que aquéllos se
salieron con la suya, entonces el cielo se oscureció y, desde el fondo del escenario, un
acorde altísimo de trompetas anunció la salvación del Señor. Hay que decir que
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escenógrafo, figurinista y, sobre todo, Johan Monclar, autor de la coreografía e
inspirador de todo el montaje escénico, habían conseguido evitar toda posible
interpretación ambigua: el conato de escándalo sucedido en París los había puesto en
guardia. De modo que Herodes, no es que se pareciese a Hitler, pero tenía sin duda un
aspecto decididamente nórdico que recordaba más a Sigfrido que al señor de Galilea.
Y sus soldados, especialmente por la forma del casco, tampoco se prestaban a
equívocos. «Pero esto», dijo Cottes en dialecto, «poco tiene que ver con el palacio de
Herodes». ¡Deberían haber escrito ahí encima «Oberkommandantur»!
Los cuadros escénicos gustaron mucho. Efecto irresistible, como se ha dicho,
ejerció la trágica danza final de los verdugos y de las madres, mientras el coro, en su
roca, rabiaba por intervenir. La caracterización, por decirlo así, de Monclar (no
excesivamente innovadora, por lo demás) fue de suma sencillez. Los soldados iban
completamente de negro, incluido el rostro; las madres, completamente de blanco, y
representaban a los niños una especie de pupi hechos al torno (según diseño, constaba
en el programa, del escultor Ballarin), de color rojo vivo, impolutos y, precisamente
por su pulcritud, emocionantes. Las sucesivas composiciones y descomposiciones de
aquellos tres elementos, blanco, negro y rojo, sobre el fondo violáceo del pueblo, que
se precipitaban a un ritmo cada vez más apremiante, se vieron interrumpidas a
menudo por los aplausos. «Mira qué radiante está Grossgemüth», exclamó una señora
detrás de Cottes cuando el autor avanzó hasta la corbata. «¡Menudo mérito!», replicó
él en dialecto. «¡Pero si tiene la cabezota como una bombilla!». De hecho, el célebre
compositor estaba calvo (¿o acaso afeitado?) como un huevo.
El palco del tercer piso que habían ocupado los Morzi ya estaba vacío.
En esta atmósfera de satisfacción, mientras la mayor parte del público se iba a
casa, la créme afluyó con rapidez al salón de descanso para la recepción. En los
ángulos del resplandeciente salón se habían colocado suntuosos floreros con
hortensias blancas y rosas, escondidos hasta el momento. En cada una de las dos
puertas recibían a los invitados, por una parte, el director artístico, el maestro Rossi-
Dani, y por otra el director del teatro, el doctor Hirsch, con su fea pero
exquisitamente educada mujer. Un poco más atrás de ellos, pues le gustaba hacer
sentir su presencia pero al mismo tiempo no quería ostentar una autoridad que no
tenía oficialmente, la señora Passalacqua, más frecuentemente llamada «doña Clara»,
charlaba con el venerable maestro Corallo. Antigua secretaria y brazo derecho,
muchos años atrás, del maestro Tarra, el director artístico de entonces, la Passalacqua,
viuda desde hacía por lo menos treinta años, rica por su casa, emparentada con la
mejor burguesía industrial de Milán, había conseguido que la consideraran
indispensable aun después de la muerte de aquél. Naturalmente, tenía enemigos, que
la definían como una intrigante, pero incluso éstos se apresuraban a obsequiarla si se
la encontraban.
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Aunque probablemente no existiera ningún motivo para ello, se la temía. Los
sucesivos directores administrativos y artísticos del teatro no habían tardado en intuir
la ventaja de tenerla de su parte. Le preguntaban cuando se trataba de planear la
programación del año, le consultaban acerca de los repartos y, cuando surgía
cualquier problema con la autoridad o con los artistas, se la llamaba siempre para
solucionarlo; algo en lo cual, menester es decirlo, era sumamente diestra. Por lo
demás, para cubrir las apariencias, doña Clara era consejera del Ente autónomo desde
tiempo inmemorial: un cargo prácticamente vitalicio que nunca nadie había tomado
en consideración cuestionar. Sólo un director nombrado por el fascismo, el
commendatore Mancuso, hombre de óptima pasta pero carente de cualquier noción
del arte de marear en la vida, había intentado arrinconarla; pero al cabo de tres meses,
nadie sabe por qué, fue sustituido.
Doña Clara era una mujer feíta, pequeña, magra, de aspecto insignificante,
descuidada en el vestir. Una fractura de fémur que había sufrido en su juventud al
caerse de un caballo la había dejado un poco coja (de ahí el mote de «diabla coja»
que le daba el clan adversario). Sin embargo, al cabo de pocos minutos sorprendía la
inteligencia que iluminaba su rostro. Aunque parezca extraño, más de uno se había
enamorado de ella. Ahora, pasados los sesenta años, también por aquella especie de
prestigio que le daba la edad, veía consolidarse su poder como nunca. En realidad,
tanto el director como el director artístico eran poco más que funcionarios
dependientes de ella; pero sabía maniobrar con tanto tacto que no se daban cuenta de
esto y se creían poco menos que los dictadores del teatro.
La gente entraba en oleadas. Hombres célebres y respetados, torrentes de sangre
azul, toilettes recién llegadas de París, joyas célebres, bocas, hombros y senos a los
que ni los ojos más morigerados se podían resistir. Pero junto con todo esto entraba
también aquello, runrún remoto e indigno de crédito, que hasta entonces apenas había
destellado fugazmente entre la multitud sin herirla: el miedo. Los diferentes y
discordes rumores habían acabado por encontrarse y, confirmándose recíprocamente,
hacer presa. Aquí y allá se cuchicheaba, se decían secretos al oído, risitas escépticas,
exclamaciones incrédulas de aquellos que lo echaban todo a risa. En aquel momento,
seguido por los intérpretes, Grossgemüth compareció en el salón. Un tanto
laboriosamente, se hicieron las presentaciones, en francés. Luego el compositor, con
la indiferencia que da la costumbre, fue guiado hacia el buffet. A su lado estaba doña
Clara.
Como sucede en estos casos, los conocimientos de lenguas extranjeras se vieron
sometidos a dura prueba.
«Un chef d’ceuvre, véritablement, un vrai chef d’oeuvre!», repetía sin cesar el
doctor Hirsch, el director, napolitano a pesar de su nombre, que parecía no saber decir
otra cosa. Tampoco Grossgemüth, a pesar de vivir hacía decenios en el Delfinado, se
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mostraba demasiado suelto, y su acento gutural hacía la comprensión todavía más
difícil. Por lo que se refería al maestro Nieberl, el director de la orquesta, también
alemán, francés sabía poco. Hizo falta algún tiempo antes de que la conversación se
encarrilara. Único consuelo para los más galantes: la sorpresa de que Martha Witt, la
bailarina de Bremen, hablase pasablemente el italiano, incluso con un curioso acento
boloñés.
Mientras los camareros se deslizaban entre la gente con vasos de vino espumoso y
pastas, se formaron los grupos.
Grossgemüth hablaba en voz baja con la secretaria, de cosas al parecer muy
importantes.
—Je parie d'avoir apercu Lenotre —le decía—. Etesvous bien sure qu'il n' y soit
pas? —Lenotre era el crítico musical de Le Monde, que lo había destrozado en el
estreno de París; de haber estado presente esa noche, Grossgemüth habría conseguido
un formidable desquite. Pero monsieur Lenotre no estaba.
—A quelle heure pourrat on lire le «Corriere della Sera»? —continuaba
inquiriendo el gran maestro a doña Clara con el desparpajo propio de los grandes—.
C'est le journal qui a le plus d’autorité en Italie n’est ce pas, Madame?
—Au moins on le dit —respondió con una sonrisa doña Clara—. Mais jusqu'á
demain matin…
—On le fait pendant la nuit, n’est ce pas, Madame?
—Oui, il parait le matin. Mais je crois vous donner la certitude que ce sera una
espéce de panégyrique. On m’a dit que le critique, le maitre Fratt, avait l'air
rudement bouleversé.
—Oh, bien, ca serait trop, je pense. —Trató de improvisar un cumplido—.
Madame, cette soirée a la grandeur, et le bonheur aussi, de certains réves… Et, á
propos, je me rappelle un autre journal… le «Messaro», si je ne me trompe pas…
—Le «Messaro»? —doña Clara no comprendía.
—Peut étre le «Messaggero»? —sugirió el doctor Hirsch.
—Oui, oui, le «Messaggero» je voulais dire…
—Mais c'est á Rome, le «Messaggero»!
—Il a envoyé tout de meme son critique —anunció uno a quien desgraciadamente
nadie conocía con tono triunfal; después pronunció la frase que había de hacerse
célebre y cuya belleza sólo Grossgemüth pareció no captar.
Maintenant il est derriere á téléphoner son reportage!
—Ah, merci bien. J'aurais envie de la voir, demain, ce «Messaggero» —dijo
Grossgemüth inclinándose hacia la secretaria, y explicó—: Aprés tout c'est un journal
de Rome, vous comprenez?
En ese momento apareció el director artístico para ofrecer a Grossgemüth, en
nombre del Ente autónomo de la Scala, una medalla de oro grabada con la fecha y el
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título de la ópera en un estuche de raso azul. Siguieron las consabidas protestas del
agasajado, los agradecimientos, por unos instantes el gigantesco compositor pareció
realmente emocionado. Luego el estuche pasó a la secretaria. Ésta lo abrió para
admirar su contenido, sonrió extasiado y susurró al maestro: «Épatant! Mais ca, je
m’y connais, c'est du vermeil!».
El conjunto de los invitados, en cambio, se interesaba por otra cosa. No le
preocupaba la matanza de los inocentes, sino otra distinta. Que se esperaba una
acción de los Morzi había dejado de ser el secreto de unos pocos bien informados. El
rumor, a fuerza de circular, había Regado aun a aquellos que acostumbraban a estar
en la luna, como el maestro Claudio Cottes. Pero en el fondo, a decir verdad, no
muchos se lo creían. «Este mes incluso han reforzado la policía. Hay más de veinte
mil agentes sólo en la ciudad. Y luego están los carabineros… Y luego el ejército…»,
decían. «¡El ejército! Pero ¿quién nos garantiza lo que hará la tropa cuando llegue el
momento? Si se le ordenara abrir fuego, ¿dispararía?». «El otro día mismo hablé con
el general De Matteis. Dice que puede responder de la moral de la tropa… Claro que
las armas no son las más idóneas…». «¿Idóneas para qué?». «Idóneas para las
operaciones de orden público… Harían falta más bombas lacrimógenas… decía,
además, que para estos casos no había nada mejor que la caballería… Pero ¿qué se ha
hecho hoy día de la caballería?… Es prácticamente inofensiva, más ruido que otra
cosa…». «Escucha, querido, ¿no sería mejor irnos a casa?». «¿A casa? ¿Y por qué a
casa? ¿Crees acaso que allí estaríamos más seguros?». «Señora, por favor, tampoco
exageremos. Primero hay que ver qué pasa además, si pasa algo, será mañana, pasado
mañana… Cuándo se ha visto que una revolución estalle de noche con las fábricas
cerradas… las calles desiertas… ¡eso, para la fuerza pública, sería coser y cantar!…».
«¿Una revolución? Dios santo, ¿has oído, Beppe?… Ese señor ha dicho que hay una
revolución… Beppe, ¿qué vamos a hacer?… Pero di algo, Beppe, haz algo… ¡estás
ahí como un pasmarote!». «¿Os habéis fijado? En el tercer acto, en el palco de los
Morzi ya no había nadie». «Tampoco en el de la Cuestura y la Prefectura, querido…
ni siquiera en los del ejército, ni las señoras… desbandada general… parecía que
hubieran dado una consigna». «Ah, pero en la Prefectura no se chupan el dedo… allí
saben… el Gobierno tiene informadores entre los Morzi, incluso en las células
periféricas». Y así todo. En su interior, todos habrían preferido estar a esa hora en
casa. Pero, por otra parte, nadie se atrevía a marcharse. Todos tenían miedo de
sentirse solos, miedo del silencio, de no tener noticias, de esperar en la cama,
fumando, el estallido del primer grito. En cambio allí, entre tanta gente conocida, en
un ambiente ajeno a la política, con tantos personajes cargados de autoridad, se
sentían como protegidos, en suelo inviolable, como si la Scala fuese una sede
diplomática. ¿En qué cabeza cabía, además, que todo este viejo mundo, alegre, noble
y educado, todavía tan sólido, que todos estos hombres de talento, todas estas mujeres
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tan bellas y amantes de las cosas buenas, pudieran verse barridos de un plumazo?
Con un mundano cinismo que a él le parecía de muy buen gusto, Teodoro Clissi,
el «Anatole France italiano», como se le había definido hacía treinta años, bien
parecido, ajado su rostro rosado de querubín y unos bigotes grises que obedecían a un
preteridísimo modelo de intelectual, describía alegremente aquello que todos temían
que sucediera.
—Primera fase —decía adoptando un tono magistral y agarrando con los dedos
de la mano derecha el pulgar de la izquierda, como cuando se enseña a contar a los
niños—: ocupación de los llamados centros neurálgicos de la ciudad… y quiera el
Cielo que la cosa no esté ya demasiado adelantada —consultó, riendo, su reloj de
pulsera—. Segunda fase, estimados señores: neutralización de los elementos
hostiles…
—¡Dios mío! —exclamó sin poderlo evitar Mariú Gabrielli, la mujer del
financiero—. ¡Y mis pequeños están solos en casa!
—Nada de pequeños, querida señora, no tema —dijo Clissi—. Esto es caza
mayor: nada de niños, sólo adultos, ¡y bien desarrollados!
Rió su propia gracia.
—¿No tienen a la nurse en casa? —exclamó la bella Ketti Introzzi, tan tonta
como de costumbre.
Intervino una voz fresca y arrogante al mismo tiempo. —Usted perdone, Clissi,
pero ¿de verdad le hacen gracia estas historias?
Era Liselore Bini, quizás la señora joven más brillante de Milán, agradable tanto
por su cara rebosante de vida como por esa sinceridad irreprimible que sólo
proporcionan o un espíritu grande o la notoria superioridad social.
—Bueno —dijo el novelista un poco cortado, pero sin abandonar el tono festivo
—. Me parece oportuno guiar a estas damas hacia la novedad que…
—Me va a perdonar, Clissi, pero contésteme: ¿diría usted aquí, esta noche, las
cosas que dice si no se sintiese seguro?
—¿Seguro de qué?
—Oh, Clissi, no me obligue a decir lo que todos saben. Por otra parte, ¿por qué
reprocharle que tenga usted buenos amigos también entre, cómo decirlo, entre los
revolucionarios?… Al contrario, ha hecho bien, muy bien… Quizá dentro de poco
podremos comprobarlo… Usted sabe bien que puede contar con librarse…
—¿Librarme? ¿Librarme de qué? —dijo él, súbitamente pálido.
—¡Diantre! ¡Del paredón! —y le dio la espalda entre las risas sofocadas de los
presentes.
El grupo se dispersó. Clissi se quedó prácticamente solo. Los otros, algo más allá,
hicieron círculo en torno a Liselore. Como si aquello fuese una especie de vivac, el
último desesperado vivac de su mundo, la Bini se acomodó lánguidamente en el
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suelo, extendiendo entre las colinas y el champagne caído la toilette de Balmain que
había costado, a ojo de buen cubero, unas doscientas mil liras. Se puso entonces a
discutir vivamente con un acusador imaginario, asumiendo la defensa de su clase.
Pero como no había nadie que la contradijese, tenía la impresión de no ser bien
comprendida y, levantando el rostro hacia los amigos que estaban de pie, se ensayaba
infantilmente:
—¿Acaso no saben los sacrificios que se han hecho? ¿Que no tenemos ya un
céntimo en el banco?… ¡Las joyas! ¡Aquí están las joyas! —y fingía quitarse un
brazalete de oro con un topacio de cuarto de kilo—. ¡Menuda fortuna! Y aun
suponiendo que diéramos toda la quincalla, ¿qué se arreglaría?… Pero no, no es por
eso —y su voz se aproximaba al llanto—. Es porque odian nuestro aspecto… No
soportan que haya gente educada… no soportan que nosotros no apestemos como
ellos… ¡esa es la «nueva justicia» que quieren esos cerdos!…
—Prudencia, Liselore —dijo un joven—, nunca se sabe quién puede estar
escuchando.
—¡Un cuerno, prudencia! ¿Acaso crees que no sé que mi marido y yo somos los
primeros de la lista? ¿Quién quiere tener prudencia? Ya hemos sido demasiado
prudentes, eso es lo malo. Y ahora quizá… —calló—. Bueno, mejor dejarlo correr.
El único de la concurrencia que perdió en seguida la cabeza fue el maestro
Claudio Cottes. Igual que el explorador —por hacer una comparación de antiguo
cuño— que, a fin de evitar contrariedades, ha dado un gran rodeo para evitar el
territorio de los caníbales y, después de bastantes días de viaje constante por tierra
segura, cuando ya no lo espera, ve asomar a centenares, por encima de la maleza que
crece detrás de su tienda, las azagayas de los ñam ñam y distingue entre las hojas el
brillo de famélicas pupilas, del mismo modo el viejo pianista se puso a temblar ante
la noticia de que los Morzi entraban en acción. Todo se le había venido encima en el
espacio de pocas horas: la primera inquietud premonitorio causada por la llamada de
teléfono, las ambiguas palabras de Bombassei, la advertencia de aquel señor que no
lograba situar y, ahora, la catástrofe inminente. ¡Y ese imbécil de Arduino! Si había
un zambombazo sería uno de los primeros con quienes los Morzi ajustaran cuentas. Y
ahora era demasiado tarde para evitarlo. Luego, para consolarse, se decía: «¿Pero
acaso no es buena señal que ese señor de hace poco me advirtiera? ¿No significa eso,
acaso, que contra Arduino no tienen más que sospechas? Seguro», intervenía dentro
de él otra voz, «¡como que en las insurrecciones se andan con tantas delicadezas!
¿Por qué descartar, además, que la advertencia se haya hecho esta misma noche por
pura maldad, cuando a Arduino no le queda ya tiempo para salvarse?». Fuera de sí, el
viejo iba de grupo en grupo presa de los nervios, el rostro ansioso, con la esperanza
de oír cualquier noticia tranquilizadora. Pero buenas noticias no las había.
Acostumbrados a verlo siempre jovial y hablador, sus amigos se hacían cruces de que
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estuviera tan trastomado. Pero bastante preocupación tenía ya con sus propios casos
como para ocuparse de aquel inocuo viejo que justamente, además, nada tenía que
temer.
Así vagando, con tal de apoyarse en cualquier cosa que le proporcionara alivio,
trasegaba distraídamente una tras otra las copas de vino espumoso que los camareros
le ofrecían sin tasa. Y, en su cabeza, la confusión aumentaba.
Hasta que se le ocurrió la decisión más sencilla. Y se maravilló de no haber dado
antes con ella: volver a casa, advertir a su hijo, esconderlo en cualquier sitio. Sin
duda no faltaban amigos que estarían dispuestos a acogerlo. Miró el reloj; la una y
diez. Se dirigió hacía la escalera.
Pero a pocos pasos de la puerta se vio interceptado.
—¡Maestro! ¿Adónde va, bendito de Dios, a estas horas? Tiene usted mala cara.
¿No se siente bien? —Era nada menos que doña Clara, que se había apartado del
grupo de gente más importante y estaba allí de pie, cerca de la salida, con un joven.
—Ah, doña Clara —respondió Cottes haciendo acopio de ánimo—. ¿Y adónde
cree usted que puedo ir a una hora como esta, a mi edad? Pues a casa, naturalmente.
—Escuche, maestro —y la Passalacqua adoptó un tono de estrecha confianza—.
Hágame caso: espere un poco. Mejor no salga… Fuera hay un poco de movimiento,
¿me entiende?
—¿Cómo? ¿Ya han comenzado?
—No se espante, querido maestro. No hay peligro. Nanni, ¿por qué no acompañas
al maestro a tomar un cordial?
Nanni era el hijo del maestro Gibelh, un compositor que era viejo amigo suyo.
Mientras doña Clara se alejaba para detener a otros en la salida, el joven, en tanto
acompañaba a Cottes al buffet, lo puso al corriente. Hacía unos pocos minutos había
llegado el abogado Frigerio, hombre siempre bien informado, íntimo del hermano del
prefecto. Había corrido a la Scala para advertir que nadie se moviera de allí. Los
Morzi se habían concentrado en varios puntos de la periferia y se disponían a
converger en el centro. La Prefectura estaba ya prácticamente rodeada. Varios
cuarteles de la policía se hallaban aislados y privados de medios de transporte. En
resumen: la cosa estaba mal. Salir de la Scala, y más en traje de etiqueta, no era
aconsejable. Mejor esperar. A los Morzi no se les ocurriría ocupar el teatro.
La nueva noticia, transmitida de boca en boca con sorprendente rapidez, causó
enorme impresión en los invitados. Así pues, se había acabado el tiempo de las
bromas. El murmullo se apagó y sólo siguió habiendo cierta animación en tomo a
Grossgemüth, con quien no se sabía qué hacer. Su mujer, cansada, hacía ya una hora
que había llegado al hotel en coche. ¿Cómo acompañarlo ahora a él por las calles
sumidas, se suponía, en el desorden? Sí, era un artista, un anciano, un extranjero.
¿Por qué habrían de amenazarle? Pero siempre cabía la posibilidad. El hotel estaba
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lejos, enfrente de la estación. ¿Y si se le daba una escolta de policía? Probablemente
sería peor.
Hirsch tuvo una idea:
—Escuche, doña Clara. Si pudiéramos encontrar algún pez gordo de los Morzi…
¿No ha visto a ninguno por aquí?… Sería un salvoconducto ideal.
—Ya veo… —asintió doña Clara meditando—. Claro que sí, ¿sabe que es una
idea estupenda?… Y estamos de suerte… Hace poco me ha parecido ver a uno.
Ningún peso pesado, pero al fin y al cabo un diputado es un diputado. Me refiero a
Lajanni… Sí, sí, corro a ver.
El excelentísimo señor Lajanni era un hombre pálido y modesto en el vestir.
Aquella noche llevaba un smoking de corte anticuado, camisa de dudosa frescura y
uñas de luto. Encargado por lo general de trabajar en cuestiones agrarias, raramente
iba a Milán y sólo unos pocos lo conocían de vista. Por lo demás, hasta entonces, en
vez de correr al buffet, se había ido solo a visitar el Museo del teatro, Había vuelto al
salón hacía sólo unos minutos y se había sentado en un sofá algo alejado, fumando un
Nazionali.
Doña Clara fue derecha hacia él. Éste se levantó.
—Dígame la verdad su señoría —dijo la Passalacqua sin más preámbulos—,
¿está usted aquí de guardia?
—¿De guardia? ¿He oído bien? ¿Y por qué habría yo de estar de guardia? —
exclamó el diputado levantando las cejas para manifestar su estupor.
—¿Y usted me lo pregunta? ¡Mejor dígamelo usted, que es de los Morzi!
—Ah, es por eso… algo tengo que ver, sin duda… Y, para ser sincero, lo sabía
todo con antelación… Sí, desgraciadamente conocía el plan de batalla.
Doña Clara, sin reparar en aquel «desgraciadamente», continuó con decisión:
—Escuche su señoría, comprendo que pueda parecerle un poco cómico, pero nos
hallamos en una situación incómoda. Grossgemüth está cansado, quiere irse a dormir
y no sabemos cómo hacerle llegar al hotel. Ya me entiende, hay alboroto en las
calles… Nunca se sabe… un malentendido… un incidente… es un momento… Por
otra parte, tampoco sabemos cómo explicarle la dificultad. Me parecería poco
apropiado con alguien de fuera. Y luego…
Lajanni la interrumpió:
—En resumen, si no me equivoco, querrían que yo lo acompañara, que lo
arropara con mi autoridad, ¿no es eso? Ja, ja… —rompió a reír de tal modo que doña
Clara se quedó de piedra. Reía compulsivamente al tiempo que hacía un gesto con la
mano derecha como diciendo que lo entendía, sí, que era una grosería reír así, que
pedía disculpas, estaba desolado, pero el caso era demasiado cómico. Hasta que
recuperó el resuello y se explicó—: ¡El último, muy señora mía —dijo con su
pronunciación afectada, todavía sacudido por los hipos de la risa—… ¿sabe lo que
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quiere decir el último?… el último de cuantos están en la Scala, incluidos
acomodadores y camareros… el último que puede proteger al bueno de Grossgemüth,
soy precisamente yo!… ¿Mi autoridad? ¡Esa sí que es buena! ¿Pero sabe usted a
quién liquidarían primero los Morzi de todos los que están aquí? ¿Lo sabe?… —y
esperaba su respuesta.
—Pues no sé… —dijo doña Clara.
—¡Pues al que suscribe, muy señora mía! Arreglarían cuentas conmigo con
absoluta prioridad.
—Es decir, que ha caído usted en desgracia, algo así… —dijo ella, que no tenía
pelos en la lengua.
—Eso es precisamente.
—¿Pero así? ¿De pronto? ¿Esta noche?
—Sí. Son cosas que pasan. Exactamente entre el segundo y el tercer acto, en el
curso de una breve discusión. Pero creo que lo tenían pensado hacía meses.
—Bueno, por lo menos no ha perdido usted el buen humor…
—Bueno, nosotros —explicó con amargura—… siempre estamos preparados para
lo peor… Es un hábito mental… Pobres de nosotros, sí no. "
—Está bien. La embajada ha sido inútil, parece. Disculpe… y buena suerte, si me
lo acepta… —añadió doña Clara volviendo la cabeza, pues ya se alejaba. «Nada que
hacer», le anunció después al director. «Su señoría no nos sirve para nada… No se
preocupe… Yo me encargo de Grossgemüth …».
Desde una cierta distancia, prácticamente en silencio, los invitados habían
seguido el encuentro y habían cazado al vuelo algunas frases. Pero nadie abrió tanto
los ojos como el viejo Cottes: aquel que ahora le Mataban como el Excelentísimo
señor Lajanni no era otro que el misterioso señor que le había hablado de Arduino.
El coloquio de dolía Clara con el diputado de los Morzi y su desenvoltura,
sumados al hecho de que fuera ella en persona a acompañar a Grossgemüth
atravesando la ciudad, suscitaron muchísimos comentarios. Así pues, había algo de
cierto en aquello que se rumoreaba hacía algún tiempo: que doña Clara intrigaba con
los Morzi. Aparentando mantenerse ajena a la política, se bandeaba entre uno y otro
campo. Algo lógico, por otra parte, sabiendo la clase de mujer que era. ¿Acaso no era
perfectamente posible que, con tal de permanecer en su cargo, doña Clara hubiese
previsto todas las eventualidades y se hubiera procurado entre los Morzi las
amistades suficientes? Muchas señoras estaban indignadas. Los hombres, sin
embargo, se inclinaban a disculparla.
Con todo, la partida de Grossgemüth con la Passalacqua, dando fin así a la
recepción, acentuó la excitación general. Todo pretexto social para permanecer allí se
había agotado. La ficción se venía abajo. Sedas, décolletés, fracs, joyas, todo el
atalaje de la fiesta, adquirieron de pronto la amarga desolación de las máscaras una
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vez que ha terminado el carnaval, cuando la fatigosa vida de todos los días vuelve a
hacer acto de presencia. Sin embargo, lo que había delante esta vez no era la
cuaresma, sino algo mucho más temible que acechaba detrás del alba.
Un grupo salió a curiosear a la terraza. La plaza estaba desierta; los coches
estaban adormecidos, más negros que nunca, abandonados. ¿Y los chóferes?
¿Dormían acaso, invisibles, en el asiento trasero? ¿O también ellos habían huido para
tomar parte en la revuelta? Pero las farolas lucían con normalidad, todo dormía y se
aguzaban los oídos para advertir si algún lejano murmullo, algún eco de alborotos,
algún rumor de columnas militares se aproximaba. No se oía nada. «¿Pero es que
estamos locos?», chilló alguien. «¿Imaginan lo que pasará si ven todas estas luces?
¡No hay mejor reclamo! ». Volvieron dentro y ellos mismos cerraron los postigos de
fuera mientras otro iba a buscar al electricista. Al poco rato las grandes ararías del
salón se apagaron. Los acomodadores trajeron una docena de candeleros que dejaron
por el suelo. También esto pesó sobre los ánimos como un mal augurio.
Cansados, los hombre y las mujeres, como había pocos divanes, comenzaron a
sentarse en el suelo después de extender en él los abrigos para no ensuciarse. Delante
de un pequeño despacho cercano al Museo, donde había un teléfono, se formó una
cola, También Cottes aguardó su turno, para intentar cuando menos advertir del
peligro a Arduino. A su alrededor ya nadie bromeaba, nadie se acordaba ya ni de la
Matanza ni de Grossgemüth.
Tuvo que esperar al menos tres cuartos de hora. Cuando se halló solo en el
pequeño cuarto (allí, como no había ventanas, estaba encendida la luz eléctrica), tuvo
que marcar tres veces el número, pues las manos le temblaban. Por fin oyó la señal de
llamada. Le pareció un sonido amistoso, la tranquilizadora voz de su casa. Pero ¿por
qué no respondía nadie? ¿Acaso Arduino no había vuelto todavía? Sin embargo, eran
más de las dos. ¿Lo habrían detenido ya los Morzi? Apenas podía reprimir su
ansiedad. Por Dios, ¿por qué no contestaba nadie? Ah, por fin.
—¿Sí? ¿Diga? —era la voz soñolienta de Arduino—. ¿Quién demonios es a estas
horas?
—Sí —dijo su padre. Pero se arrepintió de inmediato. Cuánto mejor haber
callado, pues en aquel instante se le había ocurrido que la línea podía estar
intervenida. ¿Qué decirle ahora? ¿Aconsejarle huir? ¿Explicarle lo que estaba
pasando? ¿Y si ésos estaban escuchando?
Buscó un pretexto anodino. Por ejemplo, que fuese en seguida a la Scala para
convenir un concierto de piezas suyas. Pero no, Arduino habría tenido que salir. ¿Un
pretexto trivial, entonces? ¿Que se había olvidado la cartera y que estaba
preocupado? Peor. Su hijo no habría sabido lo que estaba pasando y los Morzi, que
sin duda le estaban escuchando, entrarían en sospechas.
—¿Oye? ¿Oye?… —dijo para ganar tiempo. Quizá lo único pudiera ser decirle
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que se había olvidado la llave del portal, la única justificación plausible e inocente
para una llamada tan intempestiva—. Oye, mira, que me he dejado ahí las llaves.
Dentro de veinte minutos estoy abajo —se apoderó de él una oleada de terror. ¿Y si
Arduino bajaba a esperarlo a la calle? Quizá hubieran enviado a alguien a
neutralizarlo y estuviera allí aparcado—. No, espera —rectificó—, espera a que yo
llegue para bajar. Silbaré. —Imbécil, se dijo, eso era decirle a los Morzi la forma más
fácil de capturarlo—. Escúchame bien —dijo—, escúchame bien… no bajes hasta
que no oigas que silbo el motivo de la Sinfonía románica… ¿Sabes cuál es, verdad?
… Quedarnos así, pues. Cuídate.
Cortó la comunicación para evitar preguntas peligrosas. ¿Pero qué clase de lío
había organizado? Arduino todavía en ayunas del peligro y los Morzi prevenidos. Era
posible que entre ellos hubiera algún musicólogo que conociera la Sinfonía
convenida. Quizá, cuando llegara, encontraría en la calle enemigos esperándolo. No
había Podido actuar de forma más estúpida. ¿Y si llamaba otra vez y hablaba claro?
Pero en aquel momento la puerta se entreabrió y vio asomar el rostro receloso de una
muchachita. Cottes salió enjugándose el sudor.
En el salón, apenas iluminado por las débiles luces, halló agravado el ambiente de
desaliento. Señoras encogidas de frío, acurrucados una junto a otra como podían en
los divanes, suspiraban. Muchas se habían quitado las joyas más vistosas y las habían
vuelto a meter en sus bolsos; otras, trabajando delante de los espejos, habían reducido
sus peinados a formas menos provocadoras; otras se habían arreglado extrañamente
con sus chales y sus velos para parecer casi penitentes. «Esta espera es horrible,
mejor acabar con ella como sea». «No, si esto era lo que faltaba… y yo que parecía
que me lo oliera… Hoy teníamos que ir a Tremezzo, pero Giorgio dijo pero es un
pecado perderse el estreno de Grossgemüth, digo pero nos esperan allí, no importa,
dice, llamamos y lo arreglamos, a mí no me apetecía nada, y ahora, además, esta
jaqueca… mi pobre cabeza…». «Oh, pero tú, perdona, no puedes quejarte, a ti te
dejarán en paz, tú no estás comprometida…». «¿Sabes que Francesco, mi jardinero,
dice que ha visto las listas negras con sus propios ojos?… Es de los Morzi… dice que
hay más de cuarenta mil nombres sólo en Milán».
«Dios mío, ¿será posible tal horror?…». «¿Hay algo nuevo?». «No, no se sabe
nada». «¿Viene gente?». «No, decía que no se sabe nada». Alguna tiene las manos
juntas como por casualidad y reza, otra cuchichea al oído de una amiga
incesantemente, sin parar, como presa de algún frenesí. Y luego hombres tumbados
en el suelo, muchos de ellos sin zapatos, con los cuellos desabrochados, las corbatas
blancas colgando, fuman, bostezan, roncan, conversan en voz baja, escriben quién
sabe qué con lápices de oro a la vuelta del programa. Cuatro o cinco personas que
miran a través de las ranuras de las persianas hacen de centinelas, dispuestas a avisar
de cualquier novedad que suceda fuera. Y en un rincón, solo, el Excelentísimo señor
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Lajanni, pálido, un poco encorvado, con los ojos como platos, que fama Nazionali.
Sin embargo, durante la ausencia de Cottes la situación de los asediados había
cristalizado de forma curiosa. Poco antes de que fuera a telefonear, se vio al ingeniero
Clementi, el propietario de las griterías, pararse a hablar con Hirsch, el director, y
luego alejarse un poco con él. Sin dejar de hablar, se dirigieron hada el Museo del
teatro y allí permanecieron varios minutos en la oscuridad. Luego Hirsch volvió al
salón y murmuró algo sucesivamente a cuatro personas, quienes le siguieron; se
trataba de, Clissi, el escritor, la soprano Borri, un tal Prosdocitni, comerciante en
tejidos, y el joven conde Martoni. El grupito se llegó hasta donde estaba el ingeniero
Clementi, que se había quedado en la oscuridad, y allí se montó una especie de
conciliábulo. Sin dar ninguna explicación, un acomodador fue más tarde a coger uno
de los candeleros del salón y lo llevó a la pequeña sala del Museo adonde aquéllos se
habían retirado.
El movimiento, en un principio inadvertido, despertó curiosidad, o más bien
alarma; en aquel estado de ánimo, poco era menester para infundir sospechas.
Aparentando ir a parar allí por casualidad, algunos se acercaron a echar una ojeada; y
de ellos, no todos volvieron al salón. De hecho, Hirsch y Clementi, según el rostro
que se asomaba a la puerta de la pequeña sala, callaban o bien invitaban a entrar de
forma bastante apremiante. En poco tiempo el número de los secesionistas llegó a la
treintena.
Conociendo de quién se trataba, no era difícil comprender, Clementi, Hirsch y
compañía intentaban ir a la suya, pasarse de forma anticipada a los Morzi, dar a
entender que no tenían nada en común con todos esos podridos ricachones que
estaban en el salón de descanso. De algunos se sabía ya que en otras ocasiones, más
por miedo, probablemente, que por sincera convicción, se habían mostrado tibios o
indulgentes con la poderosa secta. En el caso del ingeniero Clementi, aun siendo de
mentalidad despótica y patronal, no había nada de extraño, considerando que uno de
sus hijos, que había renegado de sus padres, ocupaba por si fuera poco un puesto de
autoridad en las filas de los Morzi. No hacía mucho que se había visto al padre entrar
en el tabuco del teléfono, habiendo debido aguantar los que aguardaban fuera más de
un cuarto de hora; se supuso que, viéndose en peligro, Clementi había pedido por
teléfono ayuda a su hijo y que éste, no queriendo comprometerse de forma personal,
le había aconsejado actuar por su cuenta de inmediato, reuniendo una especie de
comité favorable a los Morzi, algo así como una junta revolucionaria de la Scala que
luego, cuando llegaran, éstos reconocerían tácitamente y, lo que era más importante,
pondrían a salvo. Después de todo, observó alguien, la sangre era la sangre.
Pero, por lo que se refería a muchos otros secesionistas, era como para hacerse
cruces. Se trataba de típicos campeones de la casta que los Morzi odiaban por encima
de cualquier otra; y a ellos o a gente como ellos podían imputarse muchos de los
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conflictos que demasiado a menudo ofrecían a aquéllos socorridos pretextos para la
propaganda o la agitación. Y ahora, repentinamente, renegando de todo su pasado y
de las palabras pronunciadas hacía pocos minutos, se ponían de parte de los
enemigos. Evidentemente hacía tiempo que intrigaban en el campo adversario sin
reparar en nada con tal de asegurarse una vía de escape llegado el momento oportuno;
pero a hurtadillas, a través de terceras personas, para no quedar mal en el mundo
elegante que frecuentaban. Cuando por fin había llegado la hora del peligro, se habían
apresurado a quitarse la careta sin preocuparse de salvar las apariencias: al infierno
las relaciones, las amistades lustres, la posición social, ahora se trataba de la vida.
La maniobra, si bien al principio avanzó en sordina, muy pronto optó por
manifestarse con claridad con el fin de dejar definidas las respectivas posiciones. En
la pequeña sala del Museo se volvió a encender la luz eléctrica y la ventana se abrió
de par en par a fin de que se pudiera ver bien desde fuera y los Morzi supieran así en
seguida, cuando llegaran a la plaza, que tenían allí amigos fieles.
De modo que, de vuelta en el salón, el maestro Cottes, al advertir el blanco
resplandor que, reflejándose de uno en otro espejo, venía del museo y al oír el rumor
de las conversaciones que allí se tenían, reparó en esta novedad. Con todo, no
alcanzaba a entender las razones. ¿Por qué habían vuelto a encender la luz en el
Museo y, en cambio, en el salón no? ¿Qué ocurría?
—¿Y qué hacen esos de allí? —preguntó por fin en voz alta.
—¿Que qué hacen? —alzó su simpática vocecita Liselore Bini, que estaba
sentada en el suelo con la espalda apoyada en la de su marido—. ¡Bienaventurados
los inocentes, querido maestro!… Esos maquiavelos han fundado la célula escalígera.
No han perdido el tiempo. Apresúrese, maestro, el plazo de inscripción se cierra
dentro de pocos minutos. Una gente estupenda, ¿sabe?… Nos han informado de que
harán lo que sea necesario para salvarse… Ahora se reparten el pastel, dictan leyes,
nos han autorizado a volver a encender las luces… vaya a verlos maestro, vale la
pena… Son formidables, ¿sabe?… Pedazo de puercos, asquerosos —levantó la voz—
… juro que si salimos de esta…
—Vamos, Liselore, cálmate —le dijo su marido, que sonreía con los ojos
cerrados, divirtiéndose como si aquello fuera una nueva clase de deporte de aventura.
—¿Y doña Clara? —preguntó Cottes notando que sus ideas se nublaban.
—Ah, siempre a la altura de las circunstancias, la cojita… Ha optado por la
solución más genial, aunque más cansada… Doña Clara camina. Camina,
¿comprende? Pasea arriba y abajo… dos palabritas aquí, dos palabritas allí, y así,
vayan como vayan las cosas, ella está en su sitio… no se decanta… no se
pronuncia… no se compromete… un poco de aquí, otro poco de allí… una veleta…
¡nuestra sin par presidenta!
Era verdad. Una vez de regreso después de haber llevado a Grossgemüth al hotel,
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Clara Passalacqua seguía reinando, dividiéndose de forma imparcial entre los dos
partidos. Y por ello fingía ignorar el fin de aquella reunión por separado, como si
fuera un capricho de los invitados, Esto la obligaba, no obstante, a no detenerse,
porque detenerse equivalía a una elección comprometedora. Iba y venía, tratando de
animar a las señoras más alicaídas, suministraba más asientos y, con muy buen
sentido, animó a tomar un generoso segundo piscolabis. Ella misma iba de acá para
allá, cojeando, con las bandejas y las botellas, con tal de obtener en ambos campos un
éxito personal.
—Chist, chist —advirtió en aquel momento uno de los centinelas apostados tras
las persianas, y señaló hacia la plaza.
Seis o siete se precipitaron a ver. A lo largo de la fachada de la Banca
Commerciale, proveniente de la via Case Rotte, avanzaba un perro: parecía un perro
callejero y, con la cabeza baja, rozando el muro, desapareció via Manzoni abajo.
—¿Por ese has llamado? ¿Por un perro?
—Creía que detrás del perro…
De modo que la situación de los asediados estaba a punto de volverse grotesca.
Fuera, las calles vacías, el silencio, paz absoluta, cuando menos en apariencia. Allí
dentro, un panorama de desolación: decenas de personas ricas, estimadas y poderosas
que, resignadas, soportaban aquella especie de humillación a causa de un peligro aún
no demostrado.
Con el paso de las horas, el cansancio y el entumecimiento de los miembros iban
en aumento, pero a algunos se les despejó la cabeza. Si los Morzi habían
desencadenado la ofensiva, era muy extraño que no hubiese llegado todavía a la plaza
de la Scala siquiera una simple avanzada. Y habría sido amargo pasar tanto miedo en
balde. A la luz temblorosa de las velas, con una copa de vino espumoso en la diestra,
se vio adelantarse hacia el grupo en que se hallaban las señoras de más consideración
al abogado Cosenz, antaño célebre por sus conquistas y tenido todavía por algunas
viejas damas por hombre peligroso.
—Queridos amigos, escuchen —declamó con voz insinuante—, es posible, digo
que es posible, que mañana por la noche muchos de los que nos hallamos aquí nos
encontremos, uso un eufemismo, en una situación crítica… —una pausa—. Pero
también es posible, y no sabemos cuál de las dos hipótesis es más digna de
consideración, que mañana por la noche toda Milán se desternille de risa al pensar en
nosotros. Un momento. No me interrumpan… Evaluemos los hechos con serenidad.
¿Qué hay que nos haga creer que el peligro está tan próximo? Enumeremos los
indicios. Primero: la desaparición en el tercer acto de los Morzi, del prefecto, del
cuestor, de las autoridades militares. Pero ¿quién puede descartar, y perdóneseme la
herejía, que estuvieran hartos de la música? Segundo: las noticias, llegadas de
distintas partes, de que se disponía a estallar una revuelta. Tercero, y esto sería lo más
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grave: las noticias que se dice, repito, se dice, ha traído mi benemérito colega
Frigerio, el cual, no obstante, se ha marchado poco después y en realidad debe de
haber hecho acto de presencia muy brevemente, ya que casi ninguno de nosotros lo
ha visto. No importa. Admitámoslo: Frigerio ha dicho que los Morzi habían
comenzado a tomar la ciudad, que la Prefectura estaba rodeada, etcétera… Pero yo
pregunto: ¿de quién ha sacado Frigerio a la una de la madrugada estas informaciones?
¿Es posible que le hayan transmitido noticias tan reservadas a una hora tan avanzada
de la noche? ¿Y quién lo ha hecho? ¿Y por qué motivo? Mientras tanto, en los
alrededores no se ha advertido, y son ahora más de las tres, ningún indicio
sospechoso. No se han oído ruidos de ningún tipo. En conclusión, podemos
permitirnos cuando menos ponerlo en cuarentena.
—¿Y por qué nadie ha conseguido tener noticias por teléfono?
—Justamente —prosiguió Cosenz después de haber tomado un sorbo de
champagne—. El cuarto elemento preocupante es, por llamarlo así, la sordera
telefónica. Todo aquel que ha intentado hablar con la Prefectura y la Cuestura dice
que no lo ha conseguido o, por lo menos, que no ha obtenido ninguna información.
Pero si ustedes fueran un funcionario a quien una voz desconocida o dudosa les
preguntase a la una de la mañana cómo van las cosas en la ciudad, ¿qué
responderían?, digo yo. Y esto, adviértanlo bien, en medio de una fase política
sumamente delicada. Incluso los periódicos, es verdad, se han mostrado reticentes…
Varios amigos míos de las redacciones no me han dicho más que vaguedades. Uno de
ellos, Bertini, del Corriere, me ha respondido textualmente: «Hasta ahora aquí no se
sabe nada preciso». «¿Y no preciso?», le he preguntado yo. Y me ha contestado: «No
preciso, que no se entiende nada». Yo he insistido: «Pero ahí, ¿estáis preocupados?».
Y ha contestado: «No exactamente, al menos hasta ahora».
Tomó aliento. Todos lo escuchaban con el loco deseo de poder aprobar su
optimismo, El humo de los cigarrillos se condensaba junto con un vago olor mezcla
de transpiración humana y perfumes. Un rumor de voces agitadas llegó a la puerta del
Museo.
—Para concluir —dijo Cosenz—, por lo que se refiere a las noticias por teléfono
o, mejor dicho, a la falta de noticias, no me parece que sea como para alarmarse
demasiado. Probablemente tampoco en los periódicos saben demasiado. Y eso
significa que la tan temida revolución, si es que existe, todavía no se ha perfilado
bien. ¿Se imaginan que los Morzi, con la ciudad en su poder, dejaran salir el Corriere
della Sera?
Dos o tres rieron en medio del silencio general.
—Pero no acaban aquí las cosas. El quinto elemento preocupante podría ser la
secesión de esos de allí —y señaló con un gesto hacia el Museo—. Vamos: ¿creen
ustedes que serían tan imbéciles como para comprometerse de forma tan abierta sin la
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completa seguridad de que los Morzi iban a tener éxito? Ya sé, ya me lo han dicho: en
el caso de que la revuelta fracasara, admitida la revuelta, no sería difícil hallar buenos
pretextos para justificar esa conjura particular. Figúrense, el único problema que
tendrían sería escoger: intento de enmascararse, por ejemplo; la táctica de las dos
barajas, preocupación por el destino de la Scala, y demás… Escúchenme: esos de ahí,
mañana…
Vaciló un instante. Permaneció con el brazo izquierdo levantado sin acabar. En
aquel brevísimo momento de silencio, desde una lejanía que era difícil estimar, llegó
un sordo estruendo: el fragor de una explosión que retumbó en el corazón de los
presentes.
«Jesús, Jesús», gimió Mariú Gabrielli cayendo de rodillas. «¡Mis niños! ».
«¡Han comenzado!», gritó otra, histérica. «¡Calma, calma, no ha pasado nada!
¡Parecéis chiquillas!», intervino Liselore Bini.
Entonces el maestro Cottes se adelantó. Con el rostro alterado, el abrigo sobre los
hombros, las manos aferradas a las solapas del frac, miró fijamente a los ojos al
abogado Cosenz, y anunció de forma solemne.
—Me voy.
—¿Pero adónde? ¿Adónde se va? —preguntaron al mismo tiempo numerosas
voces con una esperanza indefinible.
—A mi casa. ¿Adónde quieren que vaya? No aguanto más aquí —y avanzó en
dirección a la salida. Pero se tambaleaba, habríase dicho que estaba borracho perdido.
—Pero ¿ya mismo? No, no, ¡espere! ¡Dentro de poco será ya de día! —gritaron a
sus espaldas. Fue inútil. Dos de ellos le abrieron paso con las velas hasta abajo, donde
un portero soñoliento le franqueó el paso sin reparos. «Telefonee», fue lo último que
le dijeron. Cottes echó a andar sin responder.
Arriba, en el salón, la gente se abalanzó sobre los ventanales para espiar desde las
rendijas de los postigos. ¿Qué pasaría? Vieron al anciano atravesar los ralles del
tranvía; con pasos torpes, como si tropezara, encaminarse al parterre del centro de la
plaza. Atravesó la primera hilera de coches detenidos y se adentró en la zona
despejada. Súbitamente cayó de bruces, cómo si le hubieran dado un empujón. Pero,
aparte de él, en la plaza no se veía un alma. Se oyó el impacto. Quedó tendido en el
asfalto con los brazos extendidos y la cara contra el suelo. De lejos parecía una
gigantesca cucaracha aplastada.
Todos los que lo vieron se quedaron sin respiración. Permanecieron quietos,
pasmados del susto, sin decir una palabra. Luego se alzó un horrible grito de mujer:
«¡Se lo han cargado!».
Nada se movía en la plaza. Nadie salió de los coches que aguardaban para ayudar
al viejo pianista. Todo parecía muerto. Y, por encima de todo ello, la opresión de una
pesadilla inmensa.
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—Le han disparado. He oído el tiro —dijo uno.
—¿Pero qué dice? Habrá sido el ruido de la caída.
—He oído el tiro, lo juro. Una automática, sé lo que me digo.
Nadie lo contradijo. Permanecieron así, quién sentado, fumando desesperado,
quién tirado en el suelo, quién pegado a los postigos, espiando. Sentían avanzar al
destino, de forma concéntrico, desde las puertas de la ciudad hacia ellos.
Hasta que un resplandor vago de luz gris se extendió sobre los palacios
adormecidos. Un ciclista solitario pasó con una bicicleta chirriante. Se oyó un fragor
parecido al de los tranvías en la lejanía. Luego apareció en la plaza un hombrecillo
encorvado que empujaba un carro. Con suma calma, partiendo del cruce con via
Marino, el hombre comenzó a barrer. ¡Bravo! Bastaron unos pocos escobazos. Con
los papeles y la suciedad, barría también el miedo. Otro ciclista, un obrero a pie, una
camioneta. Milán despertaba poco a poco.
No había pasado nada. Sacudido al fin por el barrendero, el maestro Cottes se
incorporó resoplando, miró con asombro a su alrededor, recogió su abrigo del suelo y,
tambaleándose, apretó el paso hada su casa.
Con el alba filtrándose a través de las persianas, se vio entrar con pasos quedos y
silenciosos en el salón de descanso a la vieja florista. Una aparición. Parecía que
hubiera acabado de vestirse y empolvarse para una velada inaugural y que la noche
hubiera pasado sobre ella sin marchitarla: el vestido de tul negro largo hasta el suelo,
el velo negro, las negras sombras rodeándole los ojos, el cestillo colmado de flores.
Atravesó por medio de la lívida asamblea y, con su melancólica sonrisa, tendió a
Liselore Bini una gardenia inmaculada.
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Una gota
Una gota de agua sube los peldaños de la escalera. ¿La oyes? Tendido en el lecho,
en la oscuridad, escucha su misterioso recorrido. ¿Cómo hace? ¿Salta? Tic tic, se
escucha con intermitencias. Después se detiene. Ojalá no reviva más por el resto de la
noche. Aún sube.
Sube de escalón en escalón, a diferencia de las otras gotas que caen
perpendicularmente, de acuerdo a las leyes de la gravedad, haciendo un pequeño
ruido que todo el mundo reconoce. Ésta no: se eleva lentamente por el hueco de la
escalera, en el desmesurado caserón.
No fuimos nosotros, los adultos, refinados, sensibilísimos, quienes la
descubrimos. Fue una joven criadita, escuálida, pequeña e ignorante criatura. La
descubrió una noche, tarde, cuando ya todos nos habíamos ido a dormir. Después de
un rato, viendo que no se detenía, bajó del lecho y fue a despertar a la patrona.
—Señora —susurró—. ¡Señora!
—¿Qué pasa? —dijo la patrona sobresaltada—. ¿Qué sucede?
—Una gota, señora, ¡una gota que sube los escalones! —dijo la criada a punto de
echarse a llorar.
—Vamos, vamos… —se impacientó la patrona—. ¿Estás loca? Vuelve a la cama,
¡march! Seguramente has bebido. ¡Por eso de mañana falta vino de la botella!
¡Desvergonzada! Si crees… —pero la muchachita había huido y ya estaba metida
debajo de las frazadas.
«¡Mire lo que se le vino a ocurrir a esta estúpida!», pensaba en silencio la patrona,
que había perdido el sueño. Y escuchando involuntariamente la noche que dominaba
el mundo, también ella oyó el curioso rumor. En efecto, una gota subía la escalera.
Celosa del orden, la mujer pensó por un instante que lo mejor sería salir a ver qué
pasaba. Pero ¿qué hubiera podido encontrar a la miserable luz de la lámpara que
colgaba sobre la escalera? ¿Cómo encontrar una gota en plena noche con aquel frío, a
lo largo de la rampa tenebrosa?
En los días sucesivos, la noticia se difundió lentamente, de familia en familia y
ahora todos lo saben en la casa, aunque prefieran no hablar de eso, como si les diera
vergüenza. Pero cuando la noche desciende a oprimir al género humano, muchos
oídos se ponen tensos en la oscuridad.
Ciertas noches, la gota calla. Otras veces, en cambio, durante largas horas, no
hace más que cambiar de lugar. ¡Arriba, arriba! Se diría que no se va a detener más.
En el momento que el tierno paso parece tocar el umbral, los corazones palpitan
con fuerza. Menos mal: no se detiene. Ya se aleja, tic, tic, sigue su marcha hacia el
piso de arriba.
Sé con seguridad que los inquilinos de los pisos intermedios, ya se consideran
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seguros. Creen que habiendo pasado ya la gota frente a su puerta, no volverá a
perturbarlos. Otros (yo, por ejemplo, que estoy en el sexto piso) todavía tenemos
motivos de inquietud.
Ellos, en cambio, se consideran a salvo. Pero ¿quién les dijo que, en las próximas
noches, la gota no decidirá retomar el camino desde el punto adonde había llegado la
última vez o que no volverá a comenzar desde el principio, iniciando el viaje desde
los primeros escalones, siempre húmedos y oscurecidos por inmundicias
abandonadas? No, ni siquiera ellos están seguros.
Al salir de casa, de mañana, por más que uno mire atentamente la escalera, no se
descubre rastro alguno. Nada, como era previsible, ni la más pequeña huella. Por otra
parte, ¿quién toma esta historia en serio, de mañana? Al sol de la mañana el hombre
es fuerte, se convierte en un león, aunque pocas horas antes estuviera temblando.
¿O tal vez la gente de los pisos intermedios tienen razón? Nosotros mismos, que
cuando no oíamos nada nos creíamos eximidos, algunas noches escuchamos algo. La
gota está todavía lejos, es verdad. Nos llega sólo un tic tic leve, un débil eco a través
de los muros.
Siempre hay indicios de que sigue subiendo y se hace cada vez más cercana.
Tampoco sirve para nada dormir en una habitación interior, alejada del hueco de
la escalera. Es mejor oír el rumor que pasar las noches en la duda de si sigue estando
o no. Los que viven en esos cuartos escondidos a veces no resisten y salen en silencio
a los corredores o permanecen muertos de frío detrás de la puerta, conteniendo la
respiración, escuchando. Si llegan a oírla, ya no se atreven a alejarse, dominados por
un miedo indescifrable. Pero, es peor todavía si todo está tranquilo; en ese caso,
¿cómo saber si precisamente en el momento de regresar a la cama no volverá a
comenzar el rumor?
¡Qué vida extraña! ¡No poder hacer reclamos, ni tentar remedios, ni encontrar una
explicación que levante el ánimo! Y no poder ni siquiera convencer a los demás, a los
vecinos de las otras casas, que no saben nada… Pero ¿qué cosa vendría a ser esa
gota? —preguntarían con exasperante buena fe—. ¿Un ratón, quizá? ¿Un sapito
escapado de las bodegas?
O acaso insistirían: ¿Será una alegoría? ¿Tal vez se habrá querido con eso
simbolizar la muerte? ¿O algún peligro? ¿O los años que pasan? ¡Nada de eso,
señores: es simplemente una gota, sólo que sube por la escalera!
¿O más sutilmente, se intenta representar los sueños y quimeras? ¿La tierra
esperada y lejana donde presumiblemente está la felicidad? ¿Algo poético, en una
palabra? No, de ninguna manera.
¿O los lugares aún más lejanos, en el confín del mundo, a los cuales jamás
habremos de llegar? Pero no, les digo, no se trata de un juego, no tiene doble sentido.
Se trata, ¡ay de mí!, realmente, de una gota de agua que de noche sube por la escalera.
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Tic tic, misteriosamente, de peldaño en peldaño. Y por eso mismo es que da miedo.
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La canción de guerra
El rey levantó la vista de su gran mesa de trabajo hecha de acero y diamantes.
—¿Qué demonios cantan mis soldados? —preguntó. Fuera, por la plaza de la
Coronación, pasaban batallones y más batallones marchando hacia la frontera y, al
tiempo que marchaban, cantaban. Liviana era para ellos la vida, pues el enemigo se
hallaba ya en fuga y allí, en las lejanas praderas, no quedaba por cosechar más que la
gloria de la que coronarse para el regreso. Y, de rechazo, incluso el rey se sentía
maravillosamente bien y seguro de sí. El mundo entero se aprestaba a ser
conquistado.
—Es su canción, majestad —respondió el primer consejero, recubierto también él
por entero de corazas y hierro, ya que ésta era la norma de guerra.
Y el rey dijo:
—¿Y no pueden cantar algo más alegre? Schroeder ha escrito para mis ejércitos
himnos preciosos. También yo los he oído. Y son verdaderas canciones de soldados.
—¿Qué queréis, majestad? —dijo el viejo consejero, más encorvado aún bajo el
peso de las armas de lo que lo habría estado en realidad—. Los soldados, un poco
como los niños, tienen sus caprichos. Démosles los himnos más bellos del mundo y
ellos seguirán prefiriendo sus canciones.
—Pero ésa no es una canción de guerra —dijo el rey—. Cualquiera diría, al
oírlos, incluso que están tristes. Y no me parece que sea ése el caso, digo yo.
—Yo, desde luego, no lo diría —convino el consejero con una sonrisa colmada de
lisonjeras alusiones—. Pero quizá sea sólo una canción de amor; probablemente no
pretende ser otra cosa.
—¿Y qué dice la letra? —insistió el rey.
—En realidad no tengo conocimiento de ello —respondió el viejo conde Gustavo
—. Haré que me lo digan.
Los batallones llegaron al frente, arrollaron de forma brutal al enemigo y se
hicieron con más territorios; el fragor de sus victorias se extendía por el mundo, su
paso impaciente se perdía por las llanuras cada vez más lejos de las cúpulas plateadas
del palacio. Y de sus campamentos cercados por ignotas constelaciones se difundía
siempre el mismo canto: no alegre, sino triste; no victorioso y guerrero, sino lleno de
amargura. Los soldados estaban bien alimentados, llevaban ropas finas, botas de
cuero de Armenia, calientes pellizas, y sus caballos galopaban de batalla en batalla
cada vez más lejos, siendo pesada tan sólo la carga de aquel que transportaba las
banderas enemigas. Pero los generales preguntaban:
—¿Qué demonios cantan los soldados? ¿Acaso no conocen nada más alegre?
—Ellos son así, excelencia —respondían, diligentes, los del Estado Mayor—. Son
mozos como castillos, pero tienen sus manías.
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—Una manía poco lucida —decían los generales, de mal humor—. Parece que
lloren, caramba. ¿Qué más podrían desear? Cualquiera diría que están descontentos.
Sin embargo, uno a uno, los soldados de los regimientos victoriosos estaban
satisfechos. Ciertamente, ¿qué más podían desear? Una conquista detrás de otra, un
rico botín, siempre mujeres nuevas de que gozar, cercano el retorno triunfal. En sus
jóvenes frentes, radiantes de fuerza y de salud, se podía leer ya la aniquilación
definitiva del enemigo de la faz de la tierra.
—¿Y qué dice la letra? —preguntaba el general, picado por la curiosidad.
—¡Ah, la letra! ¡Es una letra estúpida donde las haya! —respondían los del
Estado Mayor, siempre cautos y reservados por una costumbre que venía de antiguo.
—Bueno, pero aunque sea estúpida ¿qué dice?
—Exactamente no lo sé, excelencia —decía uno—. ¿Lo sabes tú, Diehlem?
—¿Lo que dice la canción? A decir verdad, no. Pero el capitán Marren, aquí
presente, seguro que…
—Eso no es mi fuerte, mi coronel —respondía Marren—. Pero se lo podemos
preguntar al brigada Peters, si da su permiso…
—Venga, ya está bien de historias, apostaría… —pero el general prefirió no
terminar la frase.
Ligeramente emocionado, tieso como una estaca, el brigada Peters respondía al
interrogatorio:
—La primera estrofa, excelencia serenísima, dice así:
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donde nos partimos,
donde nos partimos,
una cruz se está.
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nada más. Porque ni en las espadas ni en el fuego ni en la furia de los escuadrones de
caballería lanzados a la carrera había estado cifrado el destino, sino en aquella
canción que, lógicamente, parecía a reyes y generales poco apropiada para la guerra.
Durante años, el hado en persona había hablado con insistencia a través de aquellas
humildes notas, anunciando a los hombres aquello que estaba marcado. Sin embargo,
palacios, guerreros, sabios ministros, habían permanecido sordos como piedras.
Ninguno de ellos había comprendido; sólo los ignorantes soldados coronados de cien
victorias, cuando, cansados, marchaban hacia la muerte por los caminos de la noche,
cantando.
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El pasillo del gran hotel
Después de volver a mi habitación ya muy tarde, estaba a medio desnudarme
cuando sentí necesidad de ir al servicio.
Mi habitación estaba casi al final de un pasillo interminable y escasamente
iluminado; aproximadamente cada veinte metros, tenues lámparas violáceas
proyectaban haces de luz sobre la alfombra roja. Justo a la mitad, delante de una de
estas lamparillas, se hallaban, de una parte, la escalera y, de otra, la puerta acristalada
de dos hojas del baño.
Poniéndome una bata, salí al pasillo, que estaba desierto. Y había llegado casi al
servicio cuando me topé de frente con un hombre también en bata que, surgido de las
sombras, provenía de la parte opuesta. Era un señor alto y grueso con una redonda
barba a lo Eduardo VII. ¿Tenía el mismo objetivo que yo? Como suele suceder, hubo
un instante de embarazo, por poco chocamos. El hecho es que a mí, vaya a saber por
qué, me entró vergüenza de entrar en el retrete estando él delante y pasé de largo
como si me dirigiera a otro lugar. Y él hizo lo mismo.
A los pocos pasos, no obstante, me di cuenta de la estupidez que había hecho.
Pero en realidad, ¿qué otra cosa podía hacer? Había dos posibilidades: o seguir hasta
el final del pasillo y luego volver atrás con la esperanza de que el señor de la barba,
entre tanto, se hubiera ido. (Pero nadie me decía que éste tuviera que entrar en una
habitación, dejando así el campo libre; quizá él también quisiera ir al servicio y, al
encontrarme, le hubiera entrado vergüenza, exactamente igual que me había pasado a
mí, y ahora se encontraba en mi misma embarazosa situación. Por lo cual, volviendo
sobre mis pasos, me exponía a encontrármelo otra vez y a quedar como un imbécil
aún mayor).
O bien —segunda posibilidad— esconderme en el hueco, bastante profundo, de
una de tantas puertas, escogiendo una poco iluminada, y desde allí espiar el campo
hasta estar seguro de que el pasillo estaba completamente despejado. Y eso hice,
antes de haber analizado la situación a fondo.
Sólo cuando me encontré agazapado como un ladrón en uno de aquellos estrechos
huecos (era la puerta de la habitación número 90) empecé a razonar. Antes que nada,
si la habitación estaba ocupada y el cliente daba en entrar o salir, ¿qué pensaría al
encontrarme escondido allí, delante de su puerta? Peor: ¿cómo descartar que aquella
habitación no fuese justamente la del señor de la barba? Y éste, si regresaba, me
cortaría el camino sin remisión. Y no sería menester ningún recelo especial para que
mi maniobra le pareciera harto extraña. Quedarse allí, en definitiva, era una
imprudencia.
Poco a poco asomé la cabeza para explorar el corredor. Completamente vacío de
un extremo a otro. Ni un rumor, ni un ruido de pasos, ni el eco de una voz humana, ni
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un chirrido de una puerta que se abriese. Era el momento: salí de mi escondite y, con
pasos desenvueltos, me encaminé hacia mi habitación. De paso, pensaba, entraría un
momento en el servicio.
Pero en aquel preciso instante, y me di cuenta de ello demasiado tarde para poder
volver a ocultarme, el señor de la barba, que evidentemente se había hecho las
mismas reflexiones que yo, salía del hueco de una de las puertas del fondo, quién
sabe si la mía, y venía decididamente a mi encuentro.
Por segunda vez, con embarazo todavía mayor, nos encontramos delante del
servicio; y por segunda vez ninguno de los dos se atrevió a entrar, sintiendo
vergüenza de que el otro lo viera; ahora sí que había un verdadero riesgo de hacer el
ridículo.
Así, maldiciendo para mis adentros los miramientos humanos, me encaminé,
derrotado, a mi habitación. Cuando llegué, antes de abrir la puerta, me volví a mirar:
al fondo, en la penumbra, entreví al de la barba, que, simétricamente, entraba en su
habitación; y se había vuelto a mirar hacia donde estaba yo.
Me sentía furioso. Pero ¿no tendría quizá yo la culpa? Intentando leer, en vano,
un periódico, esperé más de media hora. Luego abrí la puerta con cautela. En el hotel
reinaba un gran silencio, como en un cuartel abandonado; y el pasillo estaba más
desierto que nunca. ¡Por fin! Salí disparado, ansioso de llegar al baño.
Pero en el otro extremo, con una sincronía impresionante, como si hubiera
intervenido la telepatía, también el señor de la barba se deslizó fuera de su habitación
y, con una agilidad insospechada, avanzó hacia el retrete.
Por tercera vez nos encontramos frente a frente delante de la puerta de cristales
esmerilados. Por tercera vez ambos disimulamos, por tercera vez pasamos ambos de
largo sin entrar. La situación era tan cómica que habría bastado nada, un gesto, una
sonrisa, para romper el hielo y echarlo todo a risa. Pero ni yo ni, probablemente, él,
teníamos ningunas ganas de reírnos; al contrario; una furiosa exasperación, una vaga
sensación de pesadilla, como si fuera todo una maquinación urdida misteriosamente
por alguien que nos aborreciera, azuzaba.
Como en mi primera salida, acabé por escurrirme en el hueco de una puerta
desconocida y esconderme allí a la espera de los acontecimientos. Lo que ahora me
convenía, cuando menos para limitar los daños, era aguardar a que el barbudo,
apostado sin duda como yo en el otro extremo del pasillo, saltase de su trinchera en
primer lugar: entonces lo dejaría avanzar un buen trecho y sólo en el último momento
saldría también yo; esto, con el objeto de toparme con él ya no delante del servicio,
sino mucho más hacia aquí, de forma que, superado el encuentro, quedara en libertad
de actuar sin enojosos testigos. Y si en cambio él, antes de encontrarme, se decidía a
entrar en el baño, tanto mejor; satisfecha su necesidad, se retiraría luego a su
habitación y no respiraría ya en toda la noche.
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Asomando apenas un ojo de la jamba (a causa de la distancia no podía ver si el
otro hacía lo mismo), permanecí al acecho largo tiempo. Cansado de estar de pie, en
un momento dado acabé poniéndome de rodillas sin interrumpir ni por un momento
mi vigilancia. Pero el hombre no se decidía a salir. Y, sin embargo, estaba ahí todo el
rato, escondido, en las mismas condiciones que yo.
Oí dar las dos y media, las tres, las tres y cuarto, las tres y media. No podía más.
Por fin, me dormí.
Me desperté con los huesos molidos cuando eran ya las seis de la mañana. De
momento, no recordaba nada. ¿Qué había pasado? ¿Por qué estaba tirado allí en el
suelo? Luego vi a otros como yo, en bata, acurrucados en los huecos de los cientos y
cientos de puertas, dormidos: uno de rodillas, otro sentado en el suelo, otro
adormilado de pie, como los mulos; pálidos, destrozados, como después de una noche
de batalla.
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Invitaciones superfluas
Querría que vinieras a mi casa una noche de invierno y que, abrazados tras los
cristales, mientras miramos la soledad de las calles vacías y heladas, recordásemos
los inviernos de los cuentos, donde vivimos juntos sin saberlo. Por los mismos
senderos encantados pasamos de hecho tú y yo con pasos tímidos, juntos caminamos
a través de los bosques llenos de lobos, e idénticos genios nos espiaban desde las
matas de musgo suspendidas de las torres, entre el revoloteo de los cuervos. Juntos,
sin saberlo, desde allí quizá miramos ambos hacia la vida misteriosa que nos
aguardaba. Allí palpitaron en nosotros por primera vez locos y tiernos deseos. «¿Te
acuerdas?», nos diremos uno a otro, estrechándonos suavemente en la cálida estancia,
y tú me sonreirás confiada mientras fuera suenan lúgubremente las planchas de metal
sacudidas por el viento. Pero tú —ahora me acuerdo— no conoces los cuentos
antiguos de los reyes sin nombre, de los ogros y los jardines embrujados. Nunca
pasaste, embelesada, bajo los árboles mágicos que hablan con voz humana ni
golpeaste a la puerta del castillo desierto ni caminaste de noche hacia la lumbre que
está muy muy lejos ni te dormiste bajo las estrellas de Oriente, acunada por la piragua
sagrada. Tras los cristales, en la noche de invierno, probablemente permaneceremos
mudos, yo perdiéndome en los cuentos muertos, tú en otros cuidados para mí
desconocidos. Yo preguntaría «¿Te acuerdas?», pero tú no te acordarías.
Querría pasear contigo un día de primavera, con el cielo de color gris y con el
viento arrastrando todavía por las calles alguna hoja rezagada del año anterior, por los
barrios de las afueras; y que fuese domingo. En esos lugares surgen a menudo
pensamientos melancólicos y grandes, y en ciertas horas vaga la poesía, uniendo los
corazones de los que se aman. Nacen además esperanzas que no se saben expresar,
propiciadas por los horizontes inmensos de detrás de las casas, de los trenes que
huyen, de las nubes del septentrión. Nos cogeremos de la mano sin más y
caminaremos a paso vivo, diciendo cosas tontas, estúpidas y entrañables. Hasta que
las farolas se encenderán y de las tristes casas de vecindad saldrán las historias
siniestras de las ciudades, las aventuras, las soñadas novelas. Y entonces callaremos,
siempre cogidos de la mano, pues nuestras almas se hablarán sin palabras. Pero tú —
ahora me acuerdo— nunca me dijiste cosas tontas, estúpidas y entrañables. Ni puedes
amar, por tanto, esos domingos que digo, ni tu alma sabe hablar a la mía en silencio,
ni reconoces en el momento justo el encanto de las ciudades ni las esperanzas que
bajan del septentrión. Tú prefieres las luces, la gente, los hombres que te miran, las
calles donde dicen que se puede encontrar la fortuna. Tú y yo somos diferentes, y si
vinieras a pasear ese día dirías que te cansabas; sólo eso, nada más.
Querría también ir contigo de veraneo a un valle solitario, riendo continuamente
por las cosas más tontas, a explorar los secretos del bosque, de los caminos blancos,
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de ciertas casas abandonadas. Pararnos en el puente de madera a contemplar el agua
que corre, escuchar en los postes del telégrafo aquella larga historia sin fin que viene
de una punta del mundo y quién sabe dónde irá. Y coger flores de los prados y allí,
tumbados sobre la hierba, en el silencio del sol, contemplar los abismos del cielo y las
blancas nubecillas que pasan y las cumbres de las montañas. Tú dirías «¡Qué
bonito!». No dirías nada más porque seríamos felices; nuestro cuerpo habría perdido
el peso de los años, nuestras almas estarían rejuvenecidas, como si acabaran de nacer.
Pero tú —ahora que lo pienso— mirarías, me temo, alrededor sin entender, y te
detendrías preocupada a examinarte una media, me pedirías otro cigarrillo,
impaciente por volver. Y no dirías «¡Qué bonito!», sino otras cosas insustanciales que
a mí nada me importan. Porque desgraciadamente eres así. Y no seremos felices ni
siquiera un instante.
Querría también —déjame decírtelo— atravesar contigo del brazo las grandes
avenidas de la ciudad un atardecer de noviembre, cuando el cielo es de puro cristal.
Cuando los fantasmas de la vida corren sobre las cúpulas y rozan a la gente oscura
que va por el fondo del foso de las calles, ya colmadas de preocupaciones. Cuando
recuerdos de edades dichosas y nuevos presagios pasan sobre la tierra dejando tras de
sí una especie de música. Con la ingenua soberbia de los niños miraremos las caras
de los demás, miles y miles, que pasen a torrentes a nuestro lado. Nosotros
despediremos sin saberlo un resplandor de júbilo y todos se verán obligados a
mirarnos, no con envidia ni mala intención, sino sonriendo ligeramente, con ánimo
bondadoso, gracias a la noche, que cura las debilidades del hombre. Pero tú —lo sé
bien—, en vez de mirar el cielo de cristal y las aéreas columnatas iluminadas por el
último sol, querrás pararte a mirar los escaparates, las alhajas, el dinero, las sedas,
esas cosas mezquinas. Y no repararás por tanto ni en los fantasmas ni en los
presentimientos que pasan, ni te sentirás, como yo, llamada a una suerte de la que
ufanarte. Ni oirás esa especie de música ni entenderás por qué la gente nos mira con
benevolencia. Tú pensarás en tu pobre mañana y en vano por encima de ti las estatuas
de oro de las agujas levantarán sus espadas a los últimos rayos. Y yo estaré solo.
Es inútil. Tal vez todo esto sean tonterías y tú mejor que yo sin pretender tanto de
la vida. Tal vez tengas razón y sea una estupidez intentarlo. Pero al menos —eso sí, al
menos— querría volver a verte. Sea como sea, estaremos juntos de algún modo y
hallaremos la felicidad. No importa si de día o de noche, en verano o en otoño, en un
pueblo desconocido, en una casa desnuda, en un triste hostal. Me bastará tenerte junto
a mí. No estaré allí —te lo prometo— para escuchar los crujidos misteriosos del
techo ni miraré las nubes ni haré caso a las músicas ni al viento. Renunciaré a esas
cosas inútiles que yo, sin embargo, amo. Tendré paciencia si no entiendes lo que te
digo, si hablas de cosas ajenas a mí, si te quejas de la ropa vieja y del dinero. No
estarán allí eso que llaman poesía, las esperanzas comunes, las tristezas tan queridas
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del amor. Pero te tendré junto a mí. Y conseguiremos, ya lo verás, ser bastante felices,
con mucha sencillez, hombre y mujer solamente, como pasa en todas partes del
mundo.
Pero tú —ahora lo pienso— estás demasiado lejos, a centenares y centenares de
kilómetros difíciles de franquear.
Tú estás dentro de una vida que desconozco, y a tu lado están los otros hombres, a
los cuales probablemente sonríes, como a mí en otros tiempos. Y poco tiempo ha
hecho falta para que te olvidaras de mí. Probablemente ni siquiera alcanzas a recordar
mi nombre. Yo ahora ya he salido de ti, perdiéndome entre las innumerables sombras.
Y, sin embargo, no hago más que pensar en ti, y me gusta decirte estas cosas.
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El hundimiento de la Baliverna
Dentro de una semana comienza el juicio por el hundimiento de la Baliverna.
¿Qué será de mí? ¿Vendrán a detenerme?
Tengo miedo. En vano me repito que nadie se presentará a declarar porque me
tenga inquina, que el juez instructor no ha tenido siquiera la más mínima sospecha de
mi responsabilidad; que, aunque me viera incriminado, sin duda me absolverían; que
mi silencio no puede hacer daño a nadie; que, aun cuando me presentara
espontáneamente para confesar, el acusado no se beneficiaría de ningún descargo.
Nada de esto me consuela. Por lo demás, fallecido hace tres meses a causa de una
enfermedad el comisario de cuentas Dogliotti, sobre quien pesaba la principal
acusación, ahora sólo estará en el banquillo de los acusados el entonces asesor
municipal de Asistencia. Pero se trata de una incriminación pro forma; ¿cómo se le
podría condenar, en realidad, si había tomado posesión de su cargo apenas cinco días
antes? Si acaso, podría considerarse responsable al asesor precedente, pero éste había
fallecido el mes anterior. Y la venganza de la ley no penetra en la oscuridad de las
tumbas.
Aunque han pasado ya dos años del espantoso suceso, todo el mundo guarda de él
un vivo recuerdo. La Baliverna era un enorme y más bien lúgubre edificio de ladrillo
construido extramuros en el siglo XVII por los hermanos de San Celso. Desaparecida
esta orden, en el XIX la construcción sirvió de cuartel y antes de la guerra seguía
perteneciendo aún a la administración militar. Abandonado posteriormente, se había
instalado en él, con la tácita aquiescencia de las autoridades, una muchedumbre de
refugiados y de pobre gente que había perdido su hogar a causa de las bombas,
vagabundos, pordioseros, gente que se había quedado sin nada, e incluso una pequeña
comunidad de gitanos. Sólo con el tiempo el Municipio, al entrar en posesión del
inmueble, había impuesto allí cierto orden, censando a los inquilinos, organizando los
servicios indispensables y alejando a los individuos conflictivos. Pese a todo, la
Baliverna, a causa también de diversos atracos habidos en la zona, tenía mala fama.
Decir que era una cueva de ladrones seria una exageración. Pero no había nadie que
pasara de buena gana de noche por sus alrededores.
Aunque en su origen la Baliverna surgió en pleno campo, con los siglos los
suburbios de la ciudad prácticamente habían llegado hasta ella. Sin embargo, no
había otras casas en su inmediata vecindad. Desolado y torvo, el cuartelón dominaba
el terraplén del ferrocarril, los prados incultos y las miserables barracas de chapa,
moradas de mendigos, esparcidas entre los cascotes y los desperdicios. Recordaba al
mismo tiempo una prisión, un hospital y una fortaleza. De planta rectangular, medía
alrededor de ochenta metros de largo por la mitad de ancho. En su interior, un vasto
patio sin porticar.
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Allí acompañaba yo a menudo los sábados o domingos por la tarde a mi cuñado
Giuseppe, entomólogo, que encontraba en aquellos prados muchos insectos. Era un
pretexto como otro cualquiera para que me diera un poco de aire y tener compañía.
Debo decir que el estado del sombrío edificio me había llamado la atención desde
la primera vez que lo vi. El mismo color de los ladrillos, los numerosos ventanucos
abiertos en sus muros, sus remiendos, ciertas vigas dispuestas como puntales, daban a
conocer su decrepitud. Y especialmente impresionante era su muro posterior,
uniforme y desnudo, que no tenía más que unas pocas, irregulares y pequeñas
aberturas más parecidas a aspilleras que a ventanas; por eso parecía mucho más alta
que la fachada, a la que aligeraban galerías y ventanales. «¿No te parece que el muro
se inclina un poco hacia fuera?», recuerdo que pregunté un día a mi cuñado. Él rió:
«Esperemos que no. Pero es impresión tuya. Los muros altos siempre dan esa
sensación».
Un sábado de julio nos hallábamos allí en una de estas excursiones. Mi cuñado se
había llevado a sus dos hijas, todavía unas niñas, y a un colega suyo de la
universidad, el profesor Scavezzi, también zoólogo, un tipo de unos cuarenta años,
pálido y blando, que nunca me había resultado simpático por sus maneras jesuíticas y
los humos que se daba. Mi cuñado decía de él que era un pozo de ciencia, además de
una bellísima persona. A mí, sin embargo, me parece un imbécil: de otro modo no
mostraría hacia mí esa suficiencia, y todo porque él es científico y yo sastre.
Llegados a la Baliverna, nos pusimos a rodear el muro posterior que ya he
descrito. Se extiende allí una amplia superficie de terreno polvoriento donde los
chavales solían jugar al fútbol. De hecho, en cada extremo había plantados unos palos
para señalar las dos porterías. Aquel día, sin embargo, no había chavales. En su lugar,
había varias mujeres con niños que tomaban el sol en el borde del campo, a lo largo
del escalón herboso en que muere la gravilla de la carretera.
Era la hora de la siesta y del interior del falansterio no llegaban más que algunas
voces aisladas. Sin ninguna brillantez, un sol perezoso golpeaba el oscuro murallón;
de las ventanas salían palos cargados de ropa tendida a secar, la cual colgaba como
muertas banderas absolutamente inmóviles; no corría, de hecho, ni un soplo de
viento.
Mientras los otros estaban absortos buscando insectos, a mí, viejo aficionado al
alpinismo, me entraron ganas de probar a escalar por el destartalado muro: los
agujeros, los bordes salientes de algunos ladrillos, viejos hierros empotrados aquí y
allá en las fisuras, ofrecían asideros adecuados. No tenía la menor intención de subir
hasta arriba del todo. No era más que por el gusto de estirarme, de ejercitar los
músculos. Un deseo, si se quiere, algo pueril.
Sin dificultad, me elevé un par de metros a lo largo de la pilastra de un portón
ahora tapiado. Llegado a la altura del arquitrabe, extendí la mano derecha hacia un
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abanico de herrumbrosos barrotes de hierro con forma de lanza que cerraba el luneto
(en aquella cavidad quizá hubiera habido antiguamente la imagen de algún santo).
Una vez bien aferrada la punta de una lanza, quise izarme a pulso, pero ésta
cedió, rompiéndose en pedazos. Por suerte, no me hallaba más que a un par de metros
del suelo. Intenté, si bien en vano, sujetarme con la otra mano. Perdido el equilibrio,
salté hacia atrás y caí de pie sin ninguna otra consecuencia que un fuerte golpe. El
barrote de hierro, desmenuzado, me siguió.
Prácticamente al mismo tiempo, detrás del barrote de hierro se desprendió otro,
más largo, que ascendía verticalmente del centro del abanico hasta una especie de
ménsula que estaba encima. Debía de tratarse de una especie de puntal colocado allí
con fines de refuerzo. Privada así de su sostén, también la ménsula —imaginad una
lámina de piedra larga como tres ladrillos— cedió, si bien no llegó a caer; quedó allí
inclinada, medio colgada en el vacío.
No terminó aquí, no obstante, el estropicio que provoqué de forma involuntaria.
La ménsula sostenía un viejo palo de cerca de metro y medio de alto que a su vez
contribuía a soportar una especie de balcón (sólo entonces se me revelaban todos
estos desperfectos que a primera vista se perdían en la extensión del muro). Este palo
no estaba más que encajado entre los dos salientes, no fijado al muro. Con la ménsula
fuera de su sitio, al cabo de dos o tres segundos el palo se venció hacia fuera y yo
apenas tuve tiempo de saltar hacia atrás para evitar que me diera en la cabeza. Se
estrelló en el suelo con un ruido sordo.
¿Había acabado todo? Por si acaso, me alejé del muro hacia el grupo de mis
compañeros, distante una treintena de metros. Estos se hallaban de pie, vueltos los
cuatro hacia mí. Con todo, no me miraban. Con una expresión que nunca olvidaré,
tenían la vista lavada en el muro, muy por encima de mi cabeza. Y de repente mi
cuñado gritó: «¡Dios mío, mira! ¡Mira!».
Yo me volví. Por encima del balconcillo, pero más a la derecha, el murallón, en
aquel punto compacto y regular, se hinchaba. Imaginad un trozo de tela extendido
detrás del cual empuja una punta. Al principio de todo hubo un leve temblor que
serpenteó por la pared; luego apareció una gibosidad larga y sutil; luego los ladrillos
se separaron, abriendo sus estropeadas dentaduras; y, entre regueros de polvorientos
desprendimientos, se abrió una grieta tenebrosa.
¿Duró unos minutos o unos instantes? No sabría decirlo. En aquel momento —
llamadme loco—, de la profunda cavidad del edificio salió un estruendo triste,
semejante a un son de trompeta bastarda. Y por todos los alrededores en una gran
extensión se oyó un prolongado aullar de perros.
En este punto mis recuerdos se agolpan: yo, corriendo a más no poder para tratar
de alcanzar a mis compañeros ya lejanos; las mujeres del borde del campo, en pie de
un salto, chillando, una de ellas revolcándose por el suelo; la figura de una muchacha
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medio desnuda asomándose, movida por la curiosidad, por uno de los ventanucos
más altos mientras debajo de ella se abría ya de par en par el abismo; y, por una
décima de segundo, la visión alucinante del muro viniéndose abajo en el vacío.
Entonces, detrás de los jirones de la cumbre, también la entera masa que se hallaba
detrás, más allá del patio, se movió lentamente, arrastrada por la fuerza irresistible de
la ruina.
Siguió un trueno aterrador, como cuando centenares de Liberator descargaban sus
bombas al mismo tiempo. Y mientras se expandía velocísima una nube de polvo
amarillenta que ocultó aquella inmensa tumba, la tierra tembló.
Me veo luego de camino hacia casa, ansioso de alejarme del lugar funesto, con la
gente, a la cual había llegado la noticia con velocidad asombrosa, mirándome
horrorizada, quizá por mi ropa llena de polvo. Pero lo que no olvido de ningún modo
son las miradas cargadas de espanto y de piedad de mi cuñado y de sus dos hijas.
Mudos, me miraban como se mira a un condenado a muerte (¿o era pura sugestión
mía?).
Una vez en casa, cuando supieron lo que había visto, no se asombraron de que
estuviera trastornado, ni de que durante algunos días permaneciese encerrado en mi
cuarto sin hablar con nadie, negándome incluso a leer los periódicos (entreví sólo
uno, en las manos de mi hermano que había entrado a interesarse por mí; en primera
plana había una fotografía enorme con una hilera interminable de furgones negros).
¿Había provocado yo la hecatombe? ¿Acaso la rotura del barrote de hierro había
propagado, por una monstruosa progresión de causas a efectos, la ruina a toda la
mastodóntica edificación? ¿O quizá sus primeros constructores habían dispuesto con
diabólica maldad un secreto juego de masas en equilibrio por el cual bastaba mover
aquel insignificante barrote para que todo se viniera abajo? ¿Y mi cuñado, o sus hijas,
o Scavezzi? ¿Habían reparado en lo que yo había hecho? Y, suponiendo que no fuera
así, ¿por qué desde entonces Giuseppe parece evitarme? ¿O acaso soy yo mismo el
que, por temor a traicionarme, he maniobrado de forma inconsciente para verlo lo
menos posible?
Por otro lado, ¿acaso no resulta inquietante la insistencia del profesor Scavezzi en
frecuentarme? Pese a su modesta situación económica, desde entonces se ha mandado
hacer en mi sastrería una decena de trajes. Siempre que viene a probarse luce su
sonrisita hipócrita y no cesa de observarme. Es, además, puntilloso hasta la
exasperación; aquí hay una arruguita que no tiene por qué estar, allí una espalda que
no cae bien, o los botones de las mangas, o la longitud de las solapas, siempre hay
algo que arreglar. Para cada traje son seis o siete pruebas. Y de cuando en cuando me
pregunta: «¿Recuerda aquel día?». «¿Qué día?», replico yo. «¡Pues el día de la
Baliverna!». Parece que guiñe los ojos con astutos sobreentendidos. Yo digo:
«¿Cómo podría olvidarlo?». El menea la cabeza: «Claro… ¿cómo podría?».
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Naturalmente, yo le hago descuentos extraordinarios, acabo incluso perdiendo
dinero. Pero él aparenta no darse cuenta de nada. «Desde luego», dice, «usted es caro,
pero vale la pena, lo confieso». Y yo entonces me pregunto: ¿es un idiota, o se
divierte con estas pequeñas y viles extorsiones?
Si. Es posible que sólo él me viera en el acto de romper el fatal barrote de hierro.
Quizá lo ha entendido todo, podría denunciarme, desatar contra mí el odio de la
gente. Pero es taimado y no habla. Viene a encargarse un traje nuevo, no me pierde de
vista, saborea por anticipado la satisfacción de dejarme suspenso cuando menos me lo
espero. Yo soy el ratón y él el gato. Juguetea conmigo y al final, de improviso, me
soltará el zarpazo. Y aguarda el juicio, disponiéndose a dar un golpe de efecto. En el
momento más oportuno se pondrá de pie. «Yo soy el único que sabe quién provocó el
hundimiento», gritará, «yo lo vi con mis propios ojos».
Hoy ha venido otra vez para probarse un temo de franela. Más melifluo que de
costumbre. «¡Esto da ya las boqueadas!». «¿A qué se refiere?». «¿Que a qué me
refiero? ¡Al juicio! ¡En la ciudad no se habla de otra cosa! Cualquiera diría que vive
usted en las nubes, je, je». «¿Habla usted del hundimiento de la Baliverna?». «Eso es,
de la Baliverna… Je, je, ¿quién sabe si no saldrá al final el verdadero culpable?».
Luego se va, saludándome con exageradas ceremonias. Lo acompaño hasta la
puerta. Espero a que haya bajado un tramo entero de escaleras para cerrar. Se ha ido.
Silencio. Tengo miedo.
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Algo había sucedido
El tren había recorrido tan solo unos pocos kilómetros (y el camino era largo
antes de llegar a la estación de destino tras un viaje de casi diez horas) cuando por la
ventanilla vi, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue casualidad, podía haber mirado
tantas otras cosas y en cambio mi mirada recayó sobre ella, que no era hermosa ni
tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por qué había reparado en ella! Era
evidente que estaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de nuestro tren,
superdirecto, expreso al norte, símbolo —para aquella gente inculta— de vida fácil,
aventureros, espléndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas cinematográficas…
Una vez al día este maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.
Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra
dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba
algo que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un
peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé
preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que
había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo del
tren, cuando quiso la casualidad —se trataba seguramente de una pura y simple
casualidad— que reparara en un campesino parado sobre un murito, que llamaba y
llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un
momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de ver a seis o
siete personas que corrían a través de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal,
pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante. Venían de diferentes lugares
—de una casa, de una fila de viñas, de una abertura en la maleza— pero todos corrían
directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí,
¡por Dios cómo corrían!, espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba
terriblemente, quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito
apenas un relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.
«¡Qué extraño!», pensé, «en pocos kilómetros ya dos casos de gente que recibe,
de golpe, una noticia» (eso, al menos era lo que yo presumía). Ahora, vagamente
sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los paisajes, con presentimiento e
inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado de ánimo, pero lo cierto
es que cuanto más observaba a la gente, más me parecía encontrar en todos lados una
inusitada animación. ¿Por qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas
mujeres, aquellos carros…? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad
era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una
misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se
dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar
por la confusión. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel,
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el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo había sucedido y
nosotros, en el tren, no sabíamos nada.
Miré a mis compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el
corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos
sesenta años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí,
también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los
sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta,
sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después me
examinaba cuidadosamente para ver si la había descubierto. Pero ¿de qué teníamos
miedo?
Nápoles. Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy
no. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas
iluminadas. En aquellos cuartos —fue un instante— hombres y mujeres aparecían
inclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y todo era
producto de mi fantasía?
Se preparaban para marcharse. «¿Adónde?», me preguntaba. Evidentemente no
era una noticia feliz, pues había como una especie de alarma generalizada en la
campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre.
Después me decía: «Si fuera una desgracia se habría detenido el tren; y en cambio, el
tren encontraba todo en orden, señales de vía libre, cambios perfectos, como para un
viaje inaugural».
Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En
realidad quería ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del vidrio.
Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos y sobre los caminos carros, camiones,
grupos de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a
la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más gentío a
medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma dirección,
descendían hacia el mediodía, huían del peligro mientras nosotros íbamos
directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nos precipitábamos, corríamos
hacia la guerra, la revolución, la peste, el fuego… ¿Qué más podía pasarnos? No lo
sabríamos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar y seguramente sería
demasiado tarde.
Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás
dudara de sí mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella
alarma sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas
ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se está un poco
cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que recién se
despertaba e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la mirada
mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por azar, en la manija de
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la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el aparato, con idéntico
pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia de romper el silencio o
simplemente osó preguntar a los otros si habían advertido, afuera, algo alarmante.
Ahora las carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur.
Nos cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar, volando con
tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Una multitud había invadido
las estaciones. Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban frases de las cuales se
percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.
La señora de enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba
nerviosamente un pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien
hablaba… si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta
que todos estamos esperando como una gracia y ninguna se atreve a formular…
Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o
tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante
como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un
caótico montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando, seguramente, un
convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos con un paquete de diarios y
agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera página. Entonces, con un
gesto repentino, la señora que estaba frente a mí se asomó, logrando detener por un
momento el periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente. Entre los dedos
le quedó un pedacito. Advertí que sus manos temblaban al desplegarlo. Era un
papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía.
Nada más. Sobre el reverso aparecían indiferentes noticias periodísticas.
Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que
pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A
medida que crecía el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos
hacia una cosa que terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante;
poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida
del país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas,
trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos
sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con la
regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del grueso
del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha cercado el enemigo. Y
por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros tenía el coraje
de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida!
Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que
nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la
oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil
resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco de
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coraje.
La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los
cambios. La estación, la superficie —ahora oscura— del techo de vidrio, las
lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero ¡horror! Aún el tren se
movía, cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por
más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin.
Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros semejantes. Me
pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario
con su gorro que desaparecía por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No
encontraríamos un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altísima y
violenta como un disparo, nos hizo estremecer. «¡Socorro! ¡Socorro!», gritaba y el
grito repercutió bajo el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares
abandonados para siempre.
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El derrumbamiento
Lo despertó el timbrazo del teléfono. Era el director del periódico. «Coja el coche
inmediatamente», le dijo. «Ha habido un gran derrumbamiento en Valle Ortica… Sí,
en Valle Ortica, al lado del pueblo de Goro… Ha pillado debajo una aldea, debe de
haber muertos… Usted mismo verá lo que hay por allí. No pierda tiempo. ¡Y vaya
con cuidado!».
Era la primera vez que le confiaban un trabajo importante y la responsabilidad lo
preocupaba. Sin embargo, cuando calculó el tiempo de que disponía, se tranquilizó un
tanto. Debía de haber unos doscientos kilómetros de carretera; en tres horas estaría
allí. Tendría aún toda la tarde para hacer preguntas y para escribir el artículo. Un
reportaje cómodo, pensó; podría lucirse sin mucho esfuerzo.
Partió en la fría mañana de febrero. Las carreteras estaban casi vacías, así que se
podía ir deprisa. Prácticamente antes de que pudiera darse cuenta, vio aproximarse el
perfil de los cerros; luego, entre velos de bruma, apareció la nieve de las cumbres.
Entre tanto, pensaba en el derrumbamiento. Quizá fuera una catástrofe con
centenares de víctimas; habría que escribir un par de columnas dos o tres días
seguidos, y, aunque no era mala persona, el dolor de tanta gente no lo
apesadumbraba. Luego, con desagrado, dio en pensar en sus rivales, sus colegas de
los otros periódicos; se los imaginaba ya al pie del cañón, recogiendo, mucho más
ágiles y avispados que él, preciosas noticias. Empezó a mirar con inquietud todos los
automóviles que avanzaban en su misma dirección. Sin duda se dirigían todos a Goro
a causa del derrumbamiento. A menudo, cuando avistaba un coche al final de una
recta, pisaba el acelerador para alcanzarlo y ver quién iba dentro; siempre estaba
convencido de que iba a hallar a un colega, pero invariablemente se trataba de rostros
desconocidos, en su mayoría hombres de campo, tipos acabados de aparceros y
tratantes, incluso un sacerdote. Su expresión era aburrida y soñolienta, como si la
terrible desgracia no tuviese para ellos la más mínima importancia.
En cierto punto abandonó la recta de asfalto y dobló a la izquierda por la carretera
de Valle Ortica, un camino estrecho y polvoriento. Aunque era ya bien entrada la
mañana, no se advertían síntomas anormales: ni soldados, ni ambulancias ni
camiones con socorros, como había imaginado. Todo se hallaba estancado en el
letargo invernal; sólo algún caserío despedía por su chimenea un hilo de humo.
Los hitos que había al borde de la carretera decían: a Goro km 20, a Goro km 19,
a Goro km 18, pero no se apreciaba bullicio alguno ni alarma de ninguna clase. En
vano examinaba Giovanni con la mirada los abruptos flancos de las montañas para
descubrir la fractura, la blanca cicatriz del derrumbamiento.
Llegó a Goro hacia mediodía. Era uno de esos curiosos pueblos de ciertos valles
abandonados que parecen haber quedado anclados varios siglos atrás; torvos e
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inhóspitos pueblos abrumados por desoladas montañas, sin bosques de verano ni
nieves de invierno, donde acostumbran a veranear tres o cuatro familias sin un real.
En aquel momento la plazuela del centro del pueblo estaba vacía. Qué curioso, se
dijo Giovanni; ¿podía ocurrir que después de una catástrofe como aquella todos
hubieran huido o se hubieran encerrado en casa? A no ser, pensó, que el
derrumbamiento hubiera sido en un pueblo cercano y estuvieran todos allí. Un sol
pálido iluminaba la fachada de una fonda. Después de bajar del coche, Giovanni abrió
la puerta acristalada y oyó una enorme algazara, como de gente contenta que
estuviera sentada a la mesa.
De hecho, el dueño de la fonda estaba comiendo con su numerosa familia.
Evidentemente, en aquella época no había clientes. Giovanni pidió permiso para
entrar, se presentó como periodista, preguntó por el derrumbamiento.
—¿Derrumbamiento? —dijo el dueño, un hombretón ordinario y sumamente
expansivo—. Aquí no hay derrumbamientos… Pero a lo mejor quiere usted comer,
pase, pase. Siéntese aquí con nosotros, si hace el favor. Ahí, a la sala, no llega el
calor.
Insistía para que Giovanni comiera con ellos, y mientras tanto, sin cuidar del
visitante, dos chicos de unos quince años provocaban entre los comensales grandes
carcajadas hablando de chismes familiares. El dueño deseaba que Giovanni se
sentase, le aseguraba que en aquella estación no era fácil encontrar en el valle ningún
otro sitio donde comer; Giovanni, no obstante, comenzaba a sentirse inquieto;
comería, claro estaba, pero primero quería ver el derrumbamiento, ¿cómo era posible
que en Goro no se supiera nada? El director le había dado señas muy precisas.
Como no conseguían ponerse de acuerdo, los chicos que estaban a la mesa
comenzaron a prestar atención. «¿El derrumbamiento?», dijo en un momento dado un
chiquillo de unos doce años que había cazado de qué iba la conversación. «Claro que
sí, claro que sí, es más arriba, en Sant'Elmo», gritaba, alegre de poder mostrarse más
enterado que su padre. «Ha sido en Sant'Elmo; ¡ayer lo estaba contando el Longo!».
—Qué va a saber el Longo —replicó el dueño—. Mejor harías en estar callado.
Qué va a saber el Longo. Hubo un derrumbamiento cuando yo todavía era un niño,
pero mucho más abajo de Goro. A lo mejor la ha visto usted, señor, a unos diez
kilómetros, en un sitio donde el camino…
—¡Pero papá, te digo que es verdad! —insistía el chiquillo—. ¡Que ha sido en
Sant'Elmo!
Habrían continuado discutiendo de no haberlos interrumpido Giovanni: «Bueno,
me voy a acercar a Sant'Elmo a echar un vistazo». El dueño de la fonda y sus hijos lo
acompañaron hasta la plaza, demostrando un gran interés por su coche, de un modelo
reciente todavía no visto allí.
Sólo cuatro kilómetros separaban Goro de Sant'Elmo, pero a Giovanni le
Por pura malignidad, el viejo Spirito, rico panadero del pueblo de Tis, dejó su
patrimonio en herencia a su sobrino Defendente Sapori, bajo una condición: durante
cinco años, todas las mañanas debía distribuir a los pobres, en un lugar público,
cincuenta kilos de pan fresco. Al pensar que su robusto sobrino, uno de los más ateos
y blasfemos habitantes de ese pueblo de excomulgados, se dedicaría a la vista de la
gente a una obra considerada de bien; ante esa idea, aún antes de morir, el tío habrá
lanzado abundantes carcajadas clandestinas.
Defendente, único heredero, había trabajado en el horno desde pequeño, y nunca
dudó que la fortuna de Spirito no le correspondiera casi por derecho propio. La
condición lo exasperaba. Pero ¿qué hacer? ¿Renunciar a toda esa bendición de Dios,
inclusive la panadería? Se resignó, maldiciendo. Como lugar público eligió el menos
expuesto: la entrada del patiecito detrás de la panadería. Y allí se lo vio todas las
mañanas, bien temprano, pesando el pan establecido (como lo prescribía el
testamento), metiéndolo en una gran cesta y luego distribuyéndolo a una turba voraz
de pobres; acompañaba la buena acción con palabrotas y bromas irreverentes sobre el
tío difunto. ¡Cincuenta kilos por día! Le parecía estúpido e inmoral.
El ejecutor testamentario, el notario Stiffolo, se aparecía gustoso a esa hora
matutina para gozar del espectáculo. Su presencia era por otra parte superflua. Nadie
habría podido comprobar mejor que los mismos pordioseros la fidelidad al pacto
establecido. No obstante, Defendente terminó por inventar un remedio parcial. La
gran cesta, donde se amontonaba el medio quintal de panes, era de costumbre
colocada contra la pared. Sapori, a escondidas, le recortó una especie de puertita, que
una vez cerrada no se veía. Iniciada personalmente la distribución, después de un
momento se iba, dejando que su mujer y un chico continuaran la tarea; el horno y el
negocio, según decía, requerían su presencia. En realidad corría al sótano, se subía a
una silla, y abría silenciosamente la reja de una ventanita al nivel del patio, contra la
cual había colocado la cesta; luego abría la puertita de mimbre, y sustraía del fondo
de la canasta todos los panes que podía. De ese modo el volumen total disminuía
rápidamente. Pero los pobres no podían advertirlo. Con la velocidad del reparto, era
Ese mismo verano, el viejo ermitaño Silvestro, sabiendo que Dios no era muy
bien visto en la región, vino a establecerse en las cercanías. A unos diez kilómetros de
Tis, sobre una colina solitaria, quedaban los restos de una capilla antigua: unas
cuantas piedras, más que otra cosa. Allí se alojó Silvestro; sacaba el agua de una
fuente vecina, dormía en un rincón protegido por un resto de bóveda, comía hierbas y
raíces; y a menudo se trepaba a la cima de una peña grande, para arrodillarse en la
contemplación de Dios.
Desde allí divisaba las casas de Tis y los techos de algunas chozas más cercanas;
entre ellas los campos de la Fossa, de Andron y de Limena. Pero en vano esperó que
apareciera alguien.
Sus cálidas plegarias por el alma de esos pecadores subían al cielo sin dar fruto.
Silvestro continuaba, sin embargo, adorando al Creador, practicando el ayuno y
charlando, cuando estaba triste, con los pájaros. Nadie acudía. Una noche, en verdad,
divisó dos muchachitos que lo espiaban de lejos. Los llamó amablemente. Los niños
huyeron.
Una mañana Defendente Sapori distribuía los panes a los pobres, cuando entró un
perro en el patio. Era un animal aparentemente vagabundo, bastante grande, de pelo
hirsuto y cara mansa. Se deslizó entre los mendigos que esperaban, llegó a la cesta,
tomó un pan y se fue lo más tranquilamente. No como un ladrón, sino como alguien
que ha venido a buscar lo que le corresponde.
—¡Eh, Fido, ven aquí, perro asqueroso! —le grita Defendente, probando un
nombre cualquiera.
Y se lanza a perseguirlo.
—¡Ya tenemos bastantes muertos de hambre, lo único que falta ahora es que
vengan los perros!
Pero el can ya estaba fuera de alcance.
Para hacer bien las cosas, Defendente se colocó al acecho del otro lado de la calle,
La alianza con el ermitaño era una gran cosa, pero sólo cuando el panadero se
dejaba arrastrar por sus sueños que culminaban en el cargo de síndico. En realidad
había que tener los ojos bien abiertos. Ya la distribución de pan a los pobres lo había
desacreditado ante sus conciudadanos, aunque no por culpa suya. ¡Si ahora llegaran a
saber que se había persignado! Nadie, gracias a cielo, parecía haberse dado cuenta de
su paseo, ni siquiera los muchachos del horno. Pero ¿podía estar seguro? ¿Y cómo
organizar la cuestión del perro? Por decencia no se podía seguir negándole el pan
cotidiano. Pero no ante las miradas de los mendigos, que habrían hecho una fábula
del asunto.
Con este fin, al día siguiente, antes de salir el sol, Defendente se apostó junto a su
casa, sobre el camino que iba a las colinas. Y en cuanto apareció Galeone, lo llamó
con un silbido. Reconociéndolo, el perro se acercó. Entonces el panadero, con el pan
en la mano, lo condujo hasta un galponcito de madera, contiguo al horno, que servía
de depósito para la leña. Allí, debajo de un banco, colocó el pan, para indicarle que
en adelante el animal debía retirar de ahí su comida.
En efecto, al día siguiente Galeone vino a retirar el pan bajo el banco convenido.
Y no lo vio Defendente, ni lo vieron los pobres.
Antes de alba el panadero iba todos los días a depositar el pan en el galponcito de
madera. Por otra parte, ahora que el otoño avanzaba y los días se acortaban, el perro
del ermitaño se confundía fácilmente con las sombras del crepúsculo matutino.
Pasaron las semanas y los meses hasta que llegó el invierno con las flores de hielo
en las ventanas, las chimeneas que humeaban todo el día, la gente toda arropada,
algún pajarito muerto al amanecer junto a los arbustos y una capa liviana de nieve
sobre las colinas.
Una noche de hielo y estrellas, hacia el norte, en dirección de la antigua capilla
abandonada, se divisaron grandes luces blancas, como no se habían visto nunca. En
Tis hubo cierta alarma, personas que saltaban de la cama, persianas que se abrían,
llamados de una casa a otra y rumor en las calles. Pero luego, cuando comprendieron
que era una de las habituales luminarias de Silvestro, simplemente la luz de Dios que
venía a saludar al ermitaño, hombres y mujeres cerraron las ventanas y volvieron a
meterse bajo las cálidas frazadas, rezongando por la falsa alarma. Al día siguiente,
traída no se sabe por quién, se difundió perezosamente la voz de que durante la noche
el viejo Silvestro se había muerto de frío.
Como el sepelio era obligatorio por la ley, el sepulturero, un albañil y dos peones
fueron a enterrar al ermitaño, acompañados por el padre Tabiá, el cura, que siempre
había preferido ignorar la presencia del anacoreta dentro de los confines de su
parroquia. Sobre una carreta tirada por un asno cargaron el cajón de muerto.
Los cinco encontraron a Silvestro tendido en la nieve, con los brazos en cruz, los
párpados cerrados, verdaderamente como un santo; y a su lado, sentado, el perro
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Pero dos semanas después, mientras Sapori juega a las cartas en el café del Cisne
con el constructor Lucioni y con el cavalier Bernardis, un jovencito, que estaba
mirando hacia la calle, exclamó:
—¡Vean ese perro!
Defendente se levanta de un salto y mira rápidamente. Un perro feo y consumido
se acerca por la calle, oscilando hacia uno y otro lado como si tuviera la cabeza floja.
Se muere de hambre. El perro del ermitaño —tal como lo recuerda Sapori— era en
verdad más grande y vigoroso. Pero quién sabe como puede reducirse un animal
después de dos semanas de ayuno. El panadero tiene la impresión de reconocerlo.
Después de tanto llorar sobre la tumba, es posible que lo haya vencido el hambre, y
haya abandonado a su patrón para bajar al pueblo, en busca de alimento.
—A ése no le queda más que el cuero —dice Defendente, riendo, para demostrar
su indiferencia.
—No quisiera que fuera justamente él —dice Lucioni, con una sonrisa ambigua,
cerrando el abanico de sus cartas.
—¿Él, quién?
—No quisiera —dice Lucioni— que fuera el perro del ermitaño.
El cavalier Bernardis, lento de comprensión, se anima insólitamente:
—Pero yo ya he visto a ese animal —dice—. Ya lo he visto por aquí mismo. ¿No
sería tuyo, Defendente, por casualidad?
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Defendente vuelve a casa con una gran confusión en la mente. Qué historia
desagradable. Más trata de persuadirse de que no es posible, más se convence de que
es justamente el perro del ermitaño. No hay por qué preocuparse, por supuesto. Pero
¿ahora tendrá que seguir dándole todos los días un pan? Piensa: si le corto los
víveres, el perro volverá a robar el pan en el patio; y en ese caso ¿qué hago? ¿Lo echo
a puntapiés? ¿Un perro que, quiérase o no, ha visto a Dios? ¿Y qué sé yo de estos
misterios?
No es cosa sencilla. Ante todo: ¿se le apareció realmente a Galeone el espíritu del
ermitaño la noche anterior? ¿Y qué puede haberle dicho? ¿Lo habrá hechizado de
algún modo? Tal vez ahora el perro comprende el idioma de los hombres, quién sabe,
un día u otro puede echarse a hablar también él. Cuando se mete Dios, uno puede
esperar de todo; cuentan cada cosa. Y él, Defendente, ya se ha cubierto bastante de
ridículo. ¡Si además supieran de él que siente esos temores!
Antes de entrar en su casa, Sapori va a echar un vistazo al galponcito de madera.
Bajo el banco, el pan de quince días antes ha desaparecido. ¿Habrá venido entonces
el perro, y se lo habrá llevado con hormigas y todo?
Pero al día siguiente el perro no acude para llevarse el pan, ni tampoco al tercer
día. Era lo que Defendente esperaba. Muerto Silvestro, toda ilusión de poder disfrutar
de su amistad había desaparecido. En cuanto al perro, era mejor que se quedara donde
estaba. No obstante, cuando el panadero volvía a ver en el galponcito desierto el pan
que esperaba tan solito, sentía cierta decepción.
Peor fue cuando volvió a ver a Galeone, y ya habían pasado tres días más. El
perro pasaba, aparentemente fastidiado por el frío helado de la plaza, y ya no parecía
el mismo que habían visto por la vidriera del café. Ahora se sostenía bien derecho
sobre las patas, no se bamboleaba más y aunque todavía estaba flaco tenía el pelo
menos hirsuto, las orejas erguidas, la cola bien alzada. ¿Quién lo había alimentado?
Sapori miró en torno. La gente pasaba con indiferencia, como si el animal ni siquiera
existiera. Antes de mediodía el panadero colocó un nuevo pan fresco, con una tajada
de queso, bajo el banco habitual. El can no dio señales de vida.
Día tras día Galeone parecía más floreciente; el pelo le caía lustroso y abundante
como el pelo de los perros de los ricos. Alguien por lo tanto se ocupaba de él; y tal
vez varios, al mismo tiempo, cada uno a escondidas del otro, con fines recónditos.
Quizás temían a ese animal que había visto demasiadas cosas, quizás esperaban
comprar barato la gracia de Dios, sin arriesgarse a las burlas de sus conciudadanos. O
quizá todo el pueblo de Tis había tenido el mismo pensamiento: Y cada casa, cuando
anochecía, trataba en la oscuridad de atraer al animal para congraciárselo con
suculentos bocados.
Tal vez por eso Galeone no había ido a buscar el pan; probablemente ahora comía
cosas mejores. Pero nadie hablaba nunca de él; si por casualidad se tocaba el tema del
ermitaño, se lo abandonaba inmediatamente. Y cuando el perro aparecía en la calle,
las miradas se desviaban, como si fuera uno de los tantos perros vagabundos que
pululan en todas las poblaciones del mundo. Y en silencio, Sapori se amargaba con
aquello, que habiendo tenido primero una idea genial, advierte que otros, más
audaces que él, se la han apoderado clandestinamente y se preparan a obtener de ella
ventajas indebidas.
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Un perro que ha visto a Dios, que sintió su olor. ¿Quién sabe qué misterios
aprendió? Y los hombres se miran, como buscando un apoyo, pero ninguno habla.
Uno finalmente está a punto de abrir la boca. «¿Y si fuera una idea mía?», se
pregunta. ¿Si los otros ni siquiera pensaran en el asunto? Y entonces sigue simulando
como si no pasara nada.
Con extraordinaria familiaridad Galeone va de un lugar a otro, entra en la hostería
y en los establos. Cuando uno menos se lo espera, allí está en un rincón, inmóvil
mirando fijamente, olfateando. También de noche, cuando todos los otros perros
duermen, su silueta aparece de pronto sobre el muro blanco, con su característico
paso desarticulado y en cierto modo campesino. ¿No tiene casa? ¿No posee una
cucha?
Los hombres ya no se sienten solos, ni siquiera cuando están en su hogar con las
puertas cerradas. Continuamente tienden las orejas; un rumor sobre la hierba, afuera;
un cauto y suave paso sobre las piedras de la calle, un ladrido lejano. Ni rabioso, ni
áspero, y sin embargo atraviesa el pueblo entero.
—Bah, no importa, tal vez me equivoqué en las cuentas —dice el agente después
de litigar furiosamente con la mujer por dos céntimos.
—Bueno, por esta vez te perdono. Pero la próxima te despido… —declara
Frimigelica, el de la herrería, renunciando de pronto al despido de su peón.
—Al fin de cuentas, es un encanto de mujer… —termina inesperadamente,
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¿Por qué ahora, por la mañana, los mendigos tienen la sensación de recibir más
pan que de costumbre? ¿Por qué tintinean ahora las alcancías para las limosnas, que
durante años y años no recibieron un céntimo? ¿Por qué asisten gustosos a la escuela
los niños, antes recalcitrantes? ¿Por qué los racimos de uva cuelgan de las vides hasta
el momento de la vendimia, sin sufrir depredaciones como antes? ¿Por qué ya no se
arrojan piedras y zapallos podridos a la joroba de Martino? ¿Por qué esta y tantas
otras cosas? Nadie lo confesaría; los habitantes de Tis son rústicos emancipados, de
sus bocas jamás oirán la verdad: que tienen miedo de un perro, no miedo de que los
muerda, sino sencillamente miedo de que el perro piense mal de ellos.
Defendente devoraba veneno. Era una esclavitud. Ni de noche se conseguía
respirar. ¡Qué peso es la presencia de Dios para el que no la desea! Y Dios no era
aquí una fábula imprecisa, no se quedaba apartado en la iglesia entre cirios e
incienso; no, iba y venía por la casa, transportado, podría decirse, por un perro. Un
minúsculo trocito del Creador, un mínimo aliento suyo, había penetrado en Galeone y
a través de los ojos de Galeone veía, juzgaba, tenía en cuenta.
¿Cuándo envejecería el perro? Si por lo menos hubiera perdido las fuerzas y se
quedara quieto en un rincón. Inmovilizado por los años, ya no podría molestar.
Y en verdad pasaron los años; la iglesia estaba llena, aun los días de semana; las
muchachas ya no andaban por los pórticos, después de medianoche, sonriendo a los
soldados. Defendente, cuando la cesta se rompió de vieja, compró otra, renunciando a
abrirle una puertita secreta (ya no tenía ánimos de sustraer el pan a los pobres, desde
que Galeone rondaba por todas partes). Y el brigadier Venariello seguía durmiendo en
la entrada del cuartel de carabineros, hundido en un sillón de mimbre.
Pasaron los años y el perro Galeone envejeció; cada vez andaba más despacio y
más desarticuladamente, hasta que un día sufrió una especie de parálisis de los
miembros posteriores y ya no pudo caminar.
Por suerte el accidente ocurrió en la plaza, mientras dormitaba sobre el paredón
junto a la iglesia, por debajo del cual el terreno descendía abruptamente, cortado por
calles y callejuelas, hasta el río. La posición era privilegiada desde el punto de vista
higiénico, porque el animal podía cumplir sus necesidades corporales desde el
paredón, hasta la pendiente cubierta de hierba, sin ensuciar ni el paredón ni la plaza.
En cambio era un lugar descubierto, expuesto a los vientos y sin reparo de la lluvia.
También esta vez, naturalmente, nadie dio señales de advertir que el perro
temblaba con todo el cuerpo y se lamentaba. La enfermedad de un perro vagabundo
no es un espectáculo edificante. Los presentes, adivinando por sus penosos esfuerzos
lo que había ocurrido, sintieron en su corazón una oleada de esperanza. Ante todo, el
perro ya no podría vagar por todas partes, no se movería ni siquiera un metro. Mejor
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Paralizado el perro, el pueblo creyó poder respirar por fin, pero fue una breve
ilusión. Desde el borde del paredón los ojos del animal dominaban gran parte del
¿Cuántos años pasaron ya desde la muerte del ermitaño? ¿Tres, cuatro, cinco,
quién lo recuerda? A principios de noviembre la casilla de madera para el abrigo del
perro está casi terminada. Con palabras muy escuetas, ya que se trata evidentemente
de un asunto de poquísima importancia, se mencionó la cuestión en las reuniones del
consejo de la comuna. Y nadie presentó la propuesta, mucho más sencilla, de matar al
animal o de transportarlo a otra parte. Se encargó al carpintero Stefano la
construcción de la casilla, de modo que pueda ser colocada sobre el paredón, pintada
de rojo para que no desentone con la fachada de la iglesia, de ladrillos de colores
vivos. ¡Qué incidencia, que estupidez!, dicen todos, para demostrar que la idea es
ajena. Entonces, ¿ya no es un secreto el temor inspirado por el perro que ha visto a
Dios?
Pero nunca será colocada esa casilla en su lugar. A principios de noviembre un
peón de la panadería que pasa todos los días por la plaza cuando se dirige a su
trabajo, divisa a las cuatro de la mañana una cosa inmóvil y negra al pie del paredón.
Se acerca, toca, y corre sin detenerse hasta llegar a la panadería.
—¿Y qué pasa, ahora? —pregunta Defendente, al verlo entrar sin aliento.
—¡Se murió, se murió! —balbucea jadeando el muchacho.
—¿Quién se murió?
—Ese perro maldito… lo encontré en el suelo, duro como una piedra.
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¿Respiraron? ¿Se entregaron a una loca alegría? Ese incómodo pedacito de Dios
se había ido finalmente, es verdad, pero había estado demasiado tiempo en el pueblo.
¿Cómo dar marcha atrás? ¿Cómo recomenzar desde el principio? Durante esos años
los jóvenes habían adquirido costumbres distintas. La misa del domingo era después
de todo una diversión. Y también las blasfemias, quién sabe por qué, sonaban ahora a
exageradas y falsas. Se había previsto en resumen un gran alivio, en cambio no hubo
nada.
Y además: si se volvió a las costumbres libres de antes, ¿no era confesar todo?
¿Tantos esfuerzos por ocultarla, y ahora expondrían la vergüenza a la luz del sol? ¡Un
OBRA