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Los Siete Mensajeros y Otros Relatos - Dino Buzzati

Dino Buzzati, conocido por su novela 'El desierto de los tártaros', también fue un prolífico escritor de relatos breves que exploran temas como el tiempo, el amor y la condición humana. 'Los siete mensajeros y otros relatos' es una colección que incluye cuentos emblemáticos del autor, destacando su uso de la parábola y situaciones inquietantes. A través de sus relatos, Buzzati refleja la complejidad de las emociones humanas y la búsqueda de significado en un mundo cambiante.

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Los Siete Mensajeros y Otros Relatos - Dino Buzzati

Dino Buzzati, conocido por su novela 'El desierto de los tártaros', también fue un prolífico escritor de relatos breves que exploran temas como el tiempo, el amor y la condición humana. 'Los siete mensajeros y otros relatos' es una colección que incluye cuentos emblemáticos del autor, destacando su uso de la parábola y situaciones inquietantes. A través de sus relatos, Buzzati refleja la complejidad de las emociones humanas y la búsqueda de significado en un mundo cambiante.

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Conocido en España principalmente a través de su novela «El desierto de los

tártaros», Dino Buzzati (1906-1972) fue asimismo, a lo largo de toda su vida,


un infatigable escritor de relatos breves en los cuales hallaban cauce de
expresión sus más profundas inquietudes.
«Los siete mensajeros y otros relatos» es una selección significativa en la
que, además de piezas emblemáticas del autor italiano, como «Miedo en la
Scala», «El hundimiento de la Baliverna», «El colombre» o la que da título al
volumen, se recogen varios cuentos que se cimentan en uno de sus recursos
favoritos, la parábola. En ellos, aunque a menudo distintos temas y
preocupaciones se solapan, se trata de las heridas del tiempo, de los
desencuentros amorosos y de la eterna condición humana. Otras veces el
soporte de la fabulación lo constituye una situación intrascendente que acaba
desbordando al individuo en medio de una atmósfera inquietante que a veces
se desliza hacia el terror.

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Dino Buzzati

Los siete mensajeros y otros relatos


ePub r1.0
Editor 16.11.13

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: I sette messaggeri
Dino Buzzati, 1942
Traducción: Javier Setó

Editor digital: hermes 10


ePub base r1.0

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Los siete mensajeros y otros relatos
Relación de Relatos
Los siete mensajeros. Titulo original: I sette messaggeri
Siete plantas. Titulo original: Sette piani
Tormenta en el río. Titulo original: Temporale sul fiume
La capa. Titulo original: Il mantello
La matanza del dragón. Titulo original: L’uccisione del drago
Noticias falsas. Titulo original: Notizie false
Miedo en la Scala. Titulo original: Paura alla Scala
Una gota. Titulo original: Una goccia
La canción de guerra. Titulo original: La canzone di guerra
El pasillo del gran hotel. Titulo original: Il corridoio del grande albergo
Invitaciones superfluas. Titulo original: Inviti superflui
El hundimiento de la Baliverna. Titulo original: Il crollo della Baliverna
Algo había sucedido. Titulo original: Qualcosa era successo
El derrumbamiento. Titulo original: La frana
Una carta de amor. Titulo original: Una lattera d’amore
El colombre. Titulo original: Il Colombre
Muy confidencial al señor director. Titulo original: Riservatissima al signor
direttore
La chaqueta embrujada. Titulo original: La giacca stregata
El ascensor. Titulo original: L’ascensore
Muchacha que cae. Titulo original: Ragazza che precipita
Los bultos del jardín. Titulo original: Le gobbe nel giardino
Garaje Erebus. Titulo original: Autorimesa Erebus
¿Y si? Titulo original:
Extraños nuevos amigos. Titulo original:
La niña olvidada. Titulo original:
El asalto al gran convoy. Titulo original: L’assalto al grande convoglio
La mujer con alas. Titulo original:
El perro que vio a Dios. Titulo original: Il cane che ha visto a Dio
El Maestro del Juicio Universal. Titulo original:

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Los siete mensajeros
Partí a explorar el reino de mi padre, pero día a día me alejo más de la ciudad y
las noticias que me llegan se hacen cada vez más escasas.
Comencé el viaje apenas cumplidos los treinta años y ya más de ocho han pasado,
exactamente ocho años, seis meses y quince días de ininterrumpida marcha. Cuando
partí, creía que en pocas semanas alcanzaría con facilidad los confines del reino; sin
embargo, no he cesado de encontrar nuevas gentes y pueblos, y en todas partes
hombres que hablaban mi misma lengua, que decían ser súbditos míos.
A veces pienso que la brújula de mi geógrafo se ha vuelto loca y que, creyendo ir
siempre hacia el mediodía, en realidad quizá estemos dando vueltas en torno a
nosotros mismos, sin aumentar nunca la distancia que nos separa de la capital; esto
podría explicar por qué todavía no hemos alcanzado la última frontera.
Más a menudo, sin embargo, me atormenta la duda de que este confín no exista,
de que el reino se extienda sin límite alguno y de que, por más que avance, nunca
podré llegar a su fin.
Emprendí el camino cuando tenía ya más de treinta años, demasiado tarde quizás.
Mis amigos, mis propios parientes, se burlaban de mi proyecto como de un inútil
dispendio de los mejores años de la vida. En realidad, pocos de aquellos que eran de
mi confianza aceptaron acompañarme.
Aunque despreocupado —¡mucho más de lo que lo soy ahora!—, pensé en el
modo de poder comunicarme durante el viaje con mis allegados y, de entre los
caballeros de mi escolta, elegí a los siete mejores para que me sirvieran de
mensajeros.
Creía, ignorante de mí, que tener siete era incluso una exageración. Con el tiempo
advertí, por el contrario, que eran ridículamente pocos, y eso que ninguno de ellos ha
caído nunca enfermo ni ha sido sorprendido por los bandidos ni ha reventado ninguna
cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una devoción que
difícilmente podré nunca recompensar.
Para distinguirlos con facilidad, les puse nombres cuyas iniciales seguían el orden
alfabético: Alejandro, Bartolomé, Cayo, Domingo, Escipión, Federico y Gregorio.
Poco habituado a estar lejos de casa, mandé al primero, Alejandro, la noche del
segundo día de viaje, cuando habíamos recorrido ya unas ochenta leguas. Para
asegurarme la continuidad de las comunicaciones, la noche siguiente envié al
segundo, luego al tercero, luego al cuarto, y así de forma consecutiva hasta la octava
noche del viaje, en que partió Gregorio. El primero aún no había vuelto. Éste nos
alcanzó la décima noche, mientras nos hallábamos plantando el campamento para
pernoctar en un valle deshabitado. Supe por Alejandro que su rapidez había sido
inferior a la prevista; yo había pensado que, yendo solo y montando un magnífico

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corcel, podría recorrer en el mismo tiempo el doble de distancia que nosotros; sin
embargo, sólo había podido recorrer la equivalente a una vez y media; en una
jornada, mientras nosotros avanzábamos cuarenta leguas, él devoraba sesenta, pero
no más.
Lo mismo ocurrió con los demás. Bartolomé, que partió hacia la ciudad la tercera
noche de viaje, volvió la decimoquinta. Cayo, que partió la cuarta, no regresó hasta la
vigésima. Pronto comprobé que bastaba multiplicar por cinco los días empleados
hasta el momento para saber cuándo nos alcanzaría el mensajero.
Como cada vez nos alejábamos más de la capital, el itinerario de los mensajeros
aumentaba en consecuencia. Transcurridos cincuenta días de camino, el intervalo
entre la llegada de un mensajero y la de otro comenzó a espaciarse de forma notable;
mientras que antes veía volver al campamento uno cada cinco días, el intervalo se
hizo de veinticinco; de este modo, la voz de mi ciudad se hacía cada vez más débil;
pasaban semanas enteras sin que tuviese ninguna noticia.
Pasados que fueron seis meses —habíamos atravesado ya los montes Fasanos—,
el intervalo entre una llegada y otra aumentó a cuatro meses largos. Ahora me traían
noticias lejanas; los sobres me llegaban arrugados, a veces con manchas de humedad
a causa de las noches pasadas al raso de quien me los traía.
Seguimos avanzando. En vano intentaba persuadirme de que las nubes que
pasaban por encima de mí eran iguales a aquellas de mi infancia, de que el cielo de la
ciudad lejana no era diferente de la cúpula azul que pendía sobre mí, de que el aire
era el mismo, igual el soplo del viento, idéntico el canto de los pájaros. Las nubes, el
cielo, el aire, los vientos, los pájaros me parecían verdaderamente cosas nuevas y
diferentes, y yo me sentía extranjero.
¡Adelante, adelante! Vagabundos que encontrábamos por las llanuras me decían
que los confines no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no descansar, sofocaba
las expresiones de desaliento que nacían en sus labios. Cuatro años habían pasado ya
desde mi partida; qué esfuerzo más prolongado. La capital, mi casa, mi padre, se
habían hecho extrañamente remotos, apenas me parecían reales. Veinte meses largos
de silencio y de soledad transcurrían ahora entre las sucesivas comparecencias de los
mensajeros. Me traían curiosas cartas amarilleadas por el tiempo y en ellas
encontraba nombres olvidados, formas de expresión insólitas para mí, sentimientos
que no conseguía comprender. A la mañana siguiente, después de sólo una noche de
descanso, cuando nosotros reanudábamos el camino, el mensajero partía en dirección
opuesta, llevando a la ciudad las cartas que hacía tiempo yo había preparado.
Sin embargo, han pasado ocho años y medio. Esta noche, estaba cenando solo en
mi tienda cuando ha entrado en ella Domingo, que, aunque agotado de cansando, aún
conseguía sonreír. Hacía casi siete años que no lo veía. Durante todo este larguísimo
período no ha hecho otra cosa que correr a través de prados, bosques y desiertos,

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cambiando quién sabe cuántas veces de cabalgadura para traerme ese mazo de sobres
que todavía no he tenido ganas de abrir. Él se ha ido ya a dormir y volverá a
marcharse mañana mismo al alba.
Volverá a marcharse por última vez. Con lápiz y papel he calculado que, si todo
va bien, yo continuando el camino como he hecho hasta ahora y él haciendo el suyo,
no podré volver a ver a Domingo hasta dentro de treinta y cuatro años. Para entonces
yo tendré setenta y dos. Pero comienzo a sentirme cansado y es probable que la
muerte se me lleve antes. Por tanto, no podré volver a verlo nunca más.
Dentro de treinta y cuatro años (antes más bien, mucho antes). Domingo
vislumbrará de forma inesperada las hogueras de mi campamento y se preguntará
cómo es que entre tanto he recorrido tan poco camino. Igual que esta noche, el buen
mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarilleadas por los años, llenas de
absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; sin embargo, al verme inmóvil, tendido
sobre el lecho, con dos soldados flanqueándome con antorchas, muerto, se detendrá
en el umbral.
¡Aun así, marcha, Domingo, y no me digas que soy cruel! Lleva mi último saludo
a la ciudad donde nací. Tú eres el vínculo superviviente con el mundo que antaño fue
también mío. Los últimos mensajes me han hecho saber que muchas cosas han
cambiado, que mi padre ha muerto, que la corona ha pasado a mi hermano mayor,
que me dan por perdido, que allí donde antes estaban los robles bajo los cuales solía
ir a jugar han construido altos palacios de piedra. Pero sigue siendo mi vieja patria.
Tú eres el último vínculo con ellos, Domingo. El quinto mensajero, Escipión, que
me alcanzará, si Dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a
marchar porque no le daría tiempo a volver. Después de ti, Domingo, el silencio, a no
ser que encuentre por fin los ansiados confines. Sin embargo, cuanto más avanzo,
más me voy convenciendo de que no existe frontera.
No existe, sospecho, frontera, al menos en el sentido en que nosotros estamos
acostumbrados a pensar. No hay murallas que separen ni valles que dividan ni
montañas que cierren el paso. Probablemente cruzaré el límite sin advertirlo siquiera
e, ignorante de ello, continuaré avanzando.
Por esta razón pretendo que, cuando me hayan alcanzado de nuevo, Escipión y los
otros mensajeros que le siguen no partan ya hacia la capital, sino que marchen por
delante, precediéndome, para que yo pueda saber con antelación aquello que me
aguarda.
Desde hace un tiempo, se despierta en mí por las noches una agitación insólita, y
no es ya la nostalgia por las alegrías abandonadas, como ocurría en los primeros
tiempos del viaje; es más bien la impaciencia por conocer las tierras ignotas hada las
que me dirijo.
Día a día, a medida que avanzo hacia la incierta meta, voy notando —y hasta

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ahora a nadie se lo he confesado— cómo en el cielo resplandece una luz insólita
como nunca se me ha aparecido ni siquiera en sueños, y cómo las plantas, los montes,
los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de aquella de
nuestra tierra, y el aire trae presagios que no sé expresar.
Mañana por la mañana una esperanza nueva me arrastrará todavía más adelante,
hacia esas montañas inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Una
vez más levantaré el campamento mientras por la parte opuesta Domingo desaparece
en el horizonte llevando a la ciudad remotísima mi inútil mensaje.

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Siete plantas
Después de un día de viaje en tren, Giuseppe Corte llegó, una mañana de marzo, a
la ciudad donde se hallaba el famoso sanatorio. Tenía un poco de fiebre, pero aun así
quiso hacer a pie el camino entre la estación y el hospital, llevando su pequeña maleta
de viaje.
Si bien no tenía más que una manifestación incipiente sumamente leve, le habían
aconsejado dirigirse a aquel célebre sanatorio, en el que se trataba exclusivamente
aquella enfermedad. Eso garantizaba una competencia excepcional en los médicos y
la más racional sistematización de las instalaciones.
Cuando lo divisó desde lejos —lo reconoció por haberlo visto ya en fotografía en
un folleto publicitario—. Giuseppe Corte tuvo una inmejorable impresión. El blanco
edificio de siete plantas estaba surcado por entrantes regulares que le daban una vaga
fisonomía de hotel. Estaba rodeado completamente de altos árboles.
Después de un breve reconocimiento a la espera de un examen más detenido y
completo, Giuseppe Corte fue instalado en una alegre habitación de la séptima y
última planta. Los muebles eran claros y limpios, como el tapizado, los sillones eran
de madera, los cojines estaban forrados de tela estampada. La vista se extendía sobre
uno de los barrios más bonitos de la ciudad. Todo era plácido, hospitalario y
tranquilizador.
Giuseppe Corte se metió sin dilación en la cama y, encendiendo la luz que tenía a
la cabecera, comenzó a leer un libro que había llevado. Poco después entró una
enfermera para preguntarle si quería algo.
Giuseppe Corte no quería nada pero se puso de buena gana a conversar con la
joven, pidiendo información acerca del sanatorio. Se enteró así de la extraña
peculiaridad de aquel hospital. Los enfermos eran distribuidos planta por planta
según su gravedad. En la séptima, es decir en la última, se acogían las
manifestaciones sumamente leves. La sexta estaba destinada a los enfermos no
graves, pero tampoco susceptibles de descuido. En la quinta se trataban ya afecciones
serias, y así sucesivamente de planta en planta. En la segunda estaban los enfermos
gravísimos. En la primera, aquellos para los que no había esperanza.
Este singular sistema, además de agilizar mucho el servicio, impedía que un
enfermo leve pudiera verse turbado por la vecindad de un compañero agonizante y
garantizaba en cada planta un ambiente homogéneo. Por otra parte, de este modo el
tratamiento podía graduarse de forma perfecta y con mejores resultados.
De ello se derivaba que los enfermos se dividían en siete castas progresivas. Cada
planta era como un pequeño mundo autónomo, con sus reglas particulares, con
especiales tradiciones que en las otras plantas carecían de cualquier valor. Y como
cada sector se confiaba a la dirección de un médico distinto, se habían creado,

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siquiera fueran nimias, netas diferencias en los métodos de tratamiento, pese a que el
director general hubiera imprimido a la institución una única orientación
fundamental.
Cuando la enfermera hubo salido, Giuseppe Corte, padeciéndole que la fiebre
había desaparecido, se llegó a la ventana y miró hacia fuera, no para observar el
panorama de la ciudad, que también era nueva para él, sino con la esperanza de
divisar a través de aquélla a otros enfermos de las plantas inferiores. La estructura del
edificio, con grandes entrantes, permitía este género de observaciones. Giuseppe
Corte concentró su atención sobre todo en las ventanas de la primera planta, que
parecían muy lejanas y no alcanzaban a distinguirse más que de forma sesgada. Sin
embargo, no pudo ver nada interesante. En su mayoría estaban herméticamente
cerradas por grises persianas.
Corte advirtió que en una ventana vecina a la suya estaba asomado un hombre.
Ambos se miraron largamente con creciente simpatía, pero no sabían cómo romper
aquel silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se animó y dijo:
—¿Usted también está aquí desde hace poco?
—Oh, no —dijo el otro—, yo ya hace dos meses que estoy aquí… —calló por un
instante y después, no sabiendo cómo continuar la conversación, añadió—: miraba
ahí abajo, a mi hermano.
—¿Su hermano?
—Sí —explicó el desconocido—. Ingresamos juntos, un caso realmente curioso,
pero él ha ido empeorando; piense que ahora está ya en la cuarta.
—¿Qué cuarta?
—La cuarta planta —explicó el individuo, y pronunció las dos palabras con tanto
sentimiento y horror que Giuseppe Corte se quedó casi sobrecogido de espanto.
—¿Tan graves están los de la planta cuarta?
—Oh —dijo el otro meneando con lentitud la cabeza—, todavía no son casos
desesperados, pero tampoco es como para estar muy alegre.
—Y entonces —siguió preguntando Corte con la festiva desenvoltura de quien
hace referencia a cosas trágicas que no le atañen—, si en la cuarta están ya tan
graves, ¿a la primera quiénes van a parar?
—Oh —dijo el otro—, en la primera están los moribundos sin más. Allá abajo los
médicos ya no tienen nada que hacer. Sólo trabaja el sacerdote. Y naturalmente…
—Pero hay poca gente en la primera planta —interrumpió Giuseppe Corte, como
si le urgiese tener una confirmación, ahí abajo casi todas las habitaciones están
cerradas.
—Hay poca gente ahora, pero esta mañana había bastante —respondió el
desconocido con una sonrisa sutil—. Allí donde las persianas están bajadas, es que
alguien se ha muerto hace poco. ¿No ve usted, por otra parte, que en las otras plantas

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todas las contraventanas están abiertas? Pero perdone —añadió retirándose
lentamente—, me parece que comienza a refrescar. Me vuelvo a la cama. Que le vaya
bien…
El hombre desapareció del antepecho y la ventana se cerró con energía; luego se
vio encenderse dentro una luz. Giuseppe Corte permaneció inmóvil en la ventana,
mirando fijamente las persianas bajadas de la primera planta. Las miraba con una
intensidad morbosa, tratando de imaginar los fúnebres secretos de aquella terrible
primera planta donde los enfermos se veían confinados para morir; y se sentía
aliviado de saberse tan alejado. Descendían entre tanto sobre la ciudad las sombras de
la noche. Una a una, las mil ventanas del sanatorio se iluminaban; de lejos podría
haberse dicho un palacio en que se celebrara una fiesta. Sólo en la primera planta, allí
abajo, en el fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas permanecían ciegas
y oscuras.
El resultado del reconocimiento general tranquilizó a Giuseppe Corte. Inclinado
habitualmente a prever lo peor, en su interior se había preparado ya para un veredicto
severo y no se habría sorprendido si el médico le hubiese declarado que debía
asignarle a la planta inferior. De hecho, la fiebre no daba señas de desaparecer, pese a
que el estado general siguiera siendo bueno. El facultativo, sin embargo, le dirigió
palabras cordiales y alentadoras. Principio de enfermedad, lo había, le dijo, pero muy
ligero; probablemente en dos o tres semanas todo habría pasado.
—Entonces ¿me quedo en la séptima planta? —había preguntado en ese momento
Giuseppe Corte con ansiedad.
—¡Pues claro! —había respondido el médico palmeándole amistosamente la
espalda—. ¿Dónde pensaba que había de ir? ¿A la cuarta quizá? —preguntó riendo,
como para hacer alusión a la hipótesis más absurda.
—Mejor así, mejor así —dijo Corte—. ¿Sabe usted? Cuando uno está enfermo se
imagina siempre lo peor…
De hecho, Giuseppe Corte se quedó en la habitación que se le había asignado
originalmente. En las raras tardes en que se le permitía levantarse intimó con algunos
de sus compañeros de hospital. Siguió escrupulosamente el tratamiento y puso todo
su empeño en sanar con rapidez; su estado, con todo, parecía seguir estacionario.
Habían pasado unos diez días cuando se le presentó el supervisor de la séptima
planta. Tenía que pedirle un favor a título meramente personal: al día siguiente tenía
que ingresar en el hospital una señora con dos niños; había dos habitaciones libres,
justamente al lado de la suya, pero faltaba la tercera; ¿consentiría el señor Corte en
trasladarse a otra habitación igual de confortable?
Giuseppe Corte no opuso, naturalmente, ningún inconveniente; para él, una u otra
habitación era lo mismo; quizá incluso le tocara una enfermera nueva y más mona.
—Se lo agradezco de corazón —dijo el supervisor con una ligera inclinación—;

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de una persona como usted, confieso que no me asombra semejante acto de
caballerosidad. Dentro de una hora, si no tiene inconveniente, procederemos al
traslado. Tenga en cuenta que es necesario que baje a la planta de abajo —añadió con
voz atenuada, como si se tratase de un detalle completamente intrascendente—.
Desgraciadamente, en esta planta no quedan habitaciones libres. Pero es un arreglo
provisional —se apresuró a especificar al ver que Corte, que se había incorporado de
golpe, estaba a punto de abrir la boca para protestar—, un arreglo absolutamente
provisional. En cuanto quede libre una habitación, y creo que será dentro de dos o
tres días, podrá volver aquí arriba
—Le confieso —dijo Giuseppe Corte sonriendo para demostrar que no era ningún
niño— que un traslado de esta clase no me agrada en absoluto.
—Pero es un traslado que no obedece a ningún motivo médico; entiendo
perfectamente lo que quiere decir; se trata únicamente de una gentileza con esta
señora, que prefiere no estar separada de sus niños… Un favor —añadió riendo
abiertamente, ¡ni se le ocurra que pueda haber otras razones!
—Puede ser —dijo Giuseppe Corte—, pero me parece de mal agüero.
De este modo Corte pasó a la sexta planta, y si bien convencido de que este
traslado no correspondía en absoluto a un empeoramiento de la enfermedad, se sentía
incómodo al pensar que entre él y el mundo normal, de la gente sana, se interponía ya
un obstáculo preciso. En la séptima planta, puerto de llegada, se estaba en cierto
modo todavía en contacto con la sociedad de los hombres; podía considerarse más
bien casi una prolongación del mundo habitual. En la sexta, en cambio, se entraba en
el auténtico interior del hospital; la mentalidad de los médicos, de los enfermeros y de
los propios enfermos era ya ligeramente distinta. Se admitía ya que en esa planta se
albergaba a los enfermos auténticos, por más que fuera en estado no grave. Las
primeras conversaciones con sus vecinos de habitación, con el personal y los
médicos, hicieron advertir a Giuseppe Corte de hecho que en aquella sección la
séptima planta se consideraba una farsa reservada a los enfermos por afición,
padecedores más que nada de imaginaciones; sólo en la sexta, por decirlo así, se
empezaba de verdad.
De todos modos, Giuseppe Corte comprendió que para volver arriba, al lugar que
le correspondía por las características de su enfermedad, hallaría sin duda cierta
dificultad; aunque fuera tan sólo para un esfuerzo mínimo, para regresar a la séptima
planta debía poner en marcha un complejo mecanismo; no cabía duda de que si él no
chistaba, nadie tomaría en consideración trasladarlo nuevamente a la planta superior
de los «casi sanos».
Por ello, Giuseppe Corte se propuso no transigir con sus derechos y no dejarse
atrapar por la costumbre. Cuidaba mucho de puntualizar a sus compañeros de sección
que se hallaba con ellos sólo por unos pocos días, que había sido él quien había

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accedido a descender una planta para hacer un favor a una señora y que en cuanto
quedara libre una habitación volvería arriba. Los otros asentían con escaso
convencimiento.
La convicción de Giuseppe Corte halló plena confirmación en el dictamen del
nuevo médico. Incluso éste admitía que podía asignarse perfectamente a Giuseppe
Corte a la séptima planta; su manifestación era ab-so-lu-ta-men-te le-ve —y
fragmentaba esta definición para darle importancia—, pero en el fondo estimaba que
acaso en la sexta planta Giuseppe Corte pudiera ser mejor tratado.
—No empecemos —intervenía en este punto el enfermo con decisión—, me ha
dicho que la séptima planta es la que me corresponde; y quiero volver a ella.
—Nadie dice lo contrario —replicaba el doctor—, ¡yo no le daba más que un
simple consejo, no de mé-di-co, sino de au-tén-ti-co a-mi-go! Su manifestación, le
repito, es levísima (no sería exagerado decir que ni siquiera está enfermo), pero en mi
opinión se diferencia de manifestaciones análogas en una cierta mayor extensión. Me
explico: la intensidad de la enfermedad es mínima, pero su amplitud es considerable;
el proceso destructivo de las células —era la primera vez que Giuseppe Corte oía allí
dentro aquella siniestra expresión—, el proceso destructivo de las células no ha hecho
más que comenzar, quizá ni siquiera haya comenzado, pero tiende, y digo sólo tiende,
a atacar simultáneamente respetables proporciones del organismo. Sólo por esto, en
mi opinión, puede ser tratado más eficazmente aquí, en la sexta planta, donde los
métodos terapéuticos son más específicos e intensos.
Un día le contaron que, después de haber consultado largamente con sus
colaboradores, el director general del establecimiento había decidido cambiar la
subdivisión de los enfermos. El grado de cada uno de éstos, por decirlo así, se veía
acrecentado en medio punto. Suponiendo que en cada planta los enfermos se
dividieran, según su gravedad, en dos categorías (de hecho los respectivos médicos
hacían esta subdivisión, si bien a efectos meramente internos), la inferior de estas dos
mitades se veía trasladada de oficio una planta más abajo. Por ejemplo, la mitad de
los enfermos de la sexta planta, aquellos con manifestaciones ligeramente más
avanzadas, debían pasar a la quinta; y los menos leves de la séptima pasar a la sexta.
La noticia alegró a Giuseppe Corte porque, en un cuadro de traslados de tal
complejidad, su regreso a la séptima planta podría llevarse a cabo más fácilmente.
Cuando mencionó esta su esperanza a la enfermera, se llevó, sin embargo, una
amarga sorpresa. Supo entonces que sería trasladado, pero no a la séptima, sino a la
planta de abajo. Por motivos que la enfermera no sabía explicarle, estaba incluido en
la mitad más «grave» de los que se alojaban en la sexta planta y por esta razón debía
descender a la quinta.
Pasados los primeros instantes de sorpresa, Giuseppe Corte montó en cólera; dijo
a gritos que lo estafaban vilmente, que no quería oír hablar de ningún traslado abajo,

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que se volvería a casa, que los derechos eran derechos y que la administración del
hospital no podía ignorar de forma tan abierta los diagnósticos de los facultativos.
Todavía estaba gritando cuando el médico llegó sin resuello para tranquilizarlo.
Aconsejó a Corte que se calmara si no quería que le subiera la fiebre, le explicó que
se había producido un malentendido, cuando menos parcial. Llegó a admitir, incluso,
que lo más propio habría sido que hubieran enviado a Giuseppe Corte a la séptima
planta, pero añadió que tenía acerca de su caso una idea ligeramente diferente, si bien
muy personal. En el fondo su enfermedad podía, en cierto sentido, naturalmente,
considerarse de sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin
embargo, ni siquiera él lograba explicarse cómo Corte había sido catalogado en la
mitad inferior de la sexta planta. Probablemente el secretario de la dirección, que
había llamado aquella misma mañana preguntando por la ubicación clínica exacta de
Giuseppe Corte, se había equivocado al transcribirla. Por mejor decir, la dirección
había «empeorado» ligeramente su dictamen a propósito, ya que se le consideraba un
médico experto pero demasiado indulgente. El doctor aconsejaba a Corte, en fin, no
inquietarse, sufrir sin protestas el traslado; lo que contaba era la enfermedad, no el
lugar donde se situaba a un enfermo.
Por lo que se refería al tratamiento —añadió aún el facultativo—, Giuseppe Corte
no habría de lamentarlo; el médico de la planta de abajo tenía sin duda más
experiencia; era casi un dogma que la pericia de los doctores aumentaba, cuando
menos a juicio de la dirección, a medida que se descendía. La habitación era igual de
cómoda y elegante. Las vistas, igualmente amplias: sólo de la tercera planta para
abajo la visión se veía estorbada por los árboles del perímetro.
Presa de la fiebre vespertina, Giuseppe Corte escuchaba las minuciosas
justificaciones del doctor con progresivo cansancio. Finalmente, se dio cuenta de que
no tenía fuerzas ni, sobre todo, ganas de seguir oponiéndose al injusto traslado. Y se
dejó llevar a la planta de abajo.
El único, si bien magro, consuelo de Giuseppe Corte una vez se halló en la quinta
planta, fue saber que era común opinión de los médicos, los enfermeros y enfermos
que en aquella sección él era el menos grave de todos. En el ámbito de aquella planta,
en suma, podía considerarse con diferencia el más afortunado. Sin embargo, por otra
parte lo atormentaba el pensamiento de que ahora eran ya dos las barreras que se
interponían entre él y el mundo de la gente normal.
A medida que avanzaba la primavera, el aire se hacía más tibio, pero Giuseppe
Corte no gustaba ya, como en los primeros días, de asomarse a la ventana; aunque
semejante temor fuese una verdadera tontería, cuando veía las ventanas de la primera
planta, siempre cerradas en su mayoría, que tanto se habían acercado, sentía
recorrerle un extraño escalofrío.
Su enfermedad se mostraba estacionaria. Con todo, pasados tres días de estancia

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en la quinta planta, se manifestó en su pierna derecha una erupción cutánea que en los
días siguientes no dio señas de reabsorberse. Era una afección, le dijo el médico,
absolutamente independiente de la enfermedad principal; un trastorno que le podía
ocurrir a la persona más sana del mundo. Para eliminarlo en pocos días, sería
deseable un tratamiento intensivo de rayos digamma.
—¿Y me los pueden dar aquí, esos rayos digamma? —preguntó Giuseppe Corte.
—Nuestro hospital —respondió complacido el médico— desde luego dispone de
todo. Sólo hay un inconveniente…
—¿De qué se trata? —preguntó Corte con un vago presentimiento.
—Inconveniente por decirlo así —se corrigió el doctor—; me refiero a que sólo
hay instalación de rayos en la cuarta planta, y yo le desaconsejaría hacer semejante
trayecto tres veces al día.
—Entonces ¿nada?
—Entonces lo mejor sería que hasta que le desaparezca la erupción hiciera el
favor de bajarse a la cuarta.
—¡Basta! —aulló Giuseppe Corte—. ¡Ya he bajado bastante! A la cuarta no voy,
así reviente.
—Como a usted le parezca —dijo, conciliador, el otro para no irritarle—, pero,
como médico encargado de su tratamiento, tenga en cuenta que le prohíbo bajar tres
veces al día.
Lo malo fue que el eccema, en vez de ir a menos, se fue extendiendo lentamente.
Giuseppe Corte no conseguía hallar reposo y no cesaba de revolverse en la cama.
Aguantó así, furioso, tres días, hasta que se vio obligado a ceder. Espontáneamente,
rogó al médico que ordenara que le hicieran el tratamiento de los rayos y, por
consiguiente, que lo trasladaran a la planta inferior.
Allí abajo Corte advirtió con inconfesado placer que representaba una excepción.
Los otros enfermos de la sección estaban sin lugar a dudas en estado muy grave y no
podían abandonar la cama siquiera por un minuto. Sin embargo él podía permitirse el
lujo de ir a pie desde su habitación a la sala de rayos entre los parabienes y la
admiración de las propias enfermeras.
Al nuevo médico le precisó con insistencia su especialísima situación. Un
enfermo que en el fondo tenía derecho a la séptima planta había ido a parar a la
cuarta. En cuanto la erupción desapareciese, pretendía regresar arriba. No admitiría
en absoluto ninguna nueva excusa. ¡Él, que legítimamente habría podido estar todavía
en la séptima!
—¡La séptima, la séptima! —exclamó sonriendo el médico, que acababa
justamente de pasar visita—. ¡Ustedes, los enfermos, siempre exageran! Soy el
primero en decir que puede estar contento de su estado; por lo que veo en su cuadro
clínico, no ha habido grandes empeoramientos. ¡Pero de ahí a hablar de la séptima

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planta, y disculpe mi brutal sinceridad, hay sin duda cierta diferencia! Es usted uno
de los casos menos preocupantes, lo admito, pero no deja de ser un enfermo.
—Entonces usted —dijo Giuseppe Corte con el rostro encendido, ¿a qué planta
me asignaría?
—Bueno, no es fácil decirlo, no le hecho más que un breve reconocimiento, y
para poder pronunciarme debería seguirle por lo menos una semana.
—Está bien —insistió Corte—, pero más o menos sí sabrá.
Para tranquilizarlo, el médico simuló concentrarse un momento; luego asintió con
la cabeza y dijo con lentitud:
—Bueno, aunque sólo sea para contentarle, podríamos en el fondo asignarle a la
sexta. Sí, sí —añadió como para convencerse a sí mismo—. La sexta podría estar
bien.
Creía así el doctor contentar al enfermo. Por el rostro de Giuseppe Corte, en
cambio, se extendió una expresión de zozobra: el enfermo se daba cuenta de que los
médicos de las últimas plantas lo habían engañado; ¡y hete aquí que este nuevo
doctor, a todas luces más competente y más sincero, en su fuero interno —era
evidente— lo asignaba, no a la séptima, sino a la sexta planta, y quizá a la quinta, la
inferior! La inesperada desilusión postró a Corte. Aquella noche la fiebre le subió de
forma apreciable.
Su estancia en la cuarta planta señaló para Giuseppe Corte el período más
tranquilo desde que ingresara en el hospital. El médico era una persona sumamente
simpática, atenta y cordial; a menudo se paraba, incluso durante horas enteras, a
charlar de los temas más diversos. Y también Giuseppe Corte hablaba de buena gana,
buscando temas relacionados con su vida habitual de abogado y hombre de sociedad.
Intentaba convencerse de que pertenecía aún a la sociedad de los hombres sanos, de
estar vinculado todavía al mundo de los negocios, de interesarse por los
acontecimientos públicos. Lo intentaba, pero sin conseguirlo. De forma invariable, la
conversación acababa siempre yendo a parar a la enfermedad.
Entre tanto, el deseo de una mejoría cualquiera se había convertido para él en una
obsesión. Los rayos digamma, aunque habían conseguido detener la extensión de la
erupción cutánea, no habían bastado a eliminarla. Todos los días Giuseppe Corte
hablaba de ello largamente con el médico y se esforzaba por mostrarse fuerte, incluso
irónico, sin conseguirlo.
—Dígame, doctor —preguntó un día—, ¿cómo va el proceso destructivo de mis
células?
—¿Pero qué expresiones son esas? —le reconvino jovialmente el doctor—. ¿De
dónde las ha sacado? ¡Eso no está bien, no está bien, y menos en un enfermo! No
quiero oírle nunca más cosas semejantes.
—Está bien —objetó Corte—, pero así no me ha contestado.

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—Oh, ahora mismo lo hago —dijo el doctor, amable—. El proceso destructivo de
las células, por emplear su siniestra expresión, es, en su caso, mínimo, absolutamente
mínimo. Pero me siento tentado de definirlo como obstinado.
—¿Obstinado? ¿Quiere decir crónico?
—No me haga decir lo que no he dicho. Quiero decir solamente rebelde. Por lo
demás, así son la mayoría de los casos. Afecciones incluso muy leves necesitan a
menudo tratamientos enérgicos y prolongados.
—Pero dígame, doctor, ¿para cuándo puedo esperar una mejoría?
—¿Para cuándo? En estos casos, las predicciones son más bien difíciles… Pero
escuche —añadió después de una pausa meditativa—, según veo, tiene auténtica
obsesión por sanar… si no tuviera miedo de que se me enfade, le daría un consejo…
—Pues diga, diga, doctor…
—Pues bien, le plantearé la cuestión en términos muy claros. Si yo, atacado por
esta enfermedad aunque fuera de forma levísima, viniera a parar a este sanatorio, que
posiblemente es el mejor que existe, espontáneamente haría que me asignaran, y
desde el primer día, desde el primer día, ¿comprende?, a una de las plantas más bajas.
Haría que me ingresaran directamente en la…
—¿En la primera? —sugirió Corte con una sonrisa forzada.
—¡Oh, no!, ¡en la primera no! —respondió irónico el médico—, ¡eso no! Pero en
la segunda o la tercera, seguro que sí. En las plantas inferiores el tratamiento se lleva
a cabo mucho mejor, se lo garantizo, las instalaciones son más completas y potentes,
el personal más competente. ¿Sabe usted, además, quién es el alma de este hospital?
—¿No es el profesor Dati?
—En efecto, el profesor Dati. Él es el inventor del tratamiento que se lleva a
cabo, el que proyectó toda la instalación. Pues bien, él, el maestro, está, por decirlo
así, entre la primera y la segunda planta. Desde allí irradia su fuerza directiva. Pero le
garantizo que su influjo no llega más allá de la tercera planta; de ahí para arriba se
diría que sus mismas órdenes se diluyen, pierden consistencia, se extravían; el
corazón del hospital está abajo y se necesita estar abajo para tener los mejores
tratamientos.
—Así que, en definitiva —dijo Giuseppe Corte con voz temblorosa—, usted me
aconseja…
—Añada a eso una cosa —continuó imperturbable el doctor—, añada que en su
caso particular habría que insistir hasta que desaparezca. Es una cosa sin ninguna
importancia, convengo en ello, pero más bien molesta, que de prolongarse mucho
podría deprimir la «moral»; y usted sabe lo importante que es, para sanar, la
tranquilidad de espíritu. Las sesiones de rayos a que le he sometido no han dado
resultado más que a medias. ¿Que por qué? Puede ser tan sólo casualidad, pero puede
ser también que los rayos no tengan la suficiente intensidad. Pues bien, en la tercera

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planta las máquinas de rayos son mucho más potentes. Las probabilidades de curar el
eccema serían mucho mayores, Y luego, ¿ve usted?, una vez la curación en marcha,
lo más complicado ya está hecho. Una vez iniciada la recuperación, lo difícil es
volver atrás. Cuando se sienta mejor de veras, nada le impedirá volver aquí con
nosotros o incluso más arriba, según sus «méritos», incluso a la quinta, a la sexta,
hasta a la séptima, me atrevo a decir…
—¿Y usted cree que eso podrá acelerar el tratamiento?
—¡De eso no cabe ninguna duda! Ya le he dicho lo que yo haría en su situación.
Charlas de esta clase el doctor no las daba todos los días. Acabó llegando el
momento en que el enfermo, cansado de sufrir a causa del eccema, pese a su
instintiva reluctancia a descender al reino de los casos todavía más graves, decidió
seguir el consejo y se trasladó a la planta de abajo.
En la tercera planta no tardó en advertir que reinaba en la sección, en el médico,
en las enfermeras, un especial regocijo, pese a que allí abajo recibieran tratamiento
enfermos muy preocupantes. Notó incluso que este regocijo aumentaba con los días:
picado por la curiosidad, una vez que hubo tomado un poco de confianza con la
enfermera, preguntó cómo era que en aquella planta estaban siempre todos tan
alegres.
—Ah, ¿pero es que no lo sabe? —respondió la enfermera. Dentro de tres días nos
vamos de vacaciones.
—¿Qué quiere decir eso de «nos vamos de vacaciones»?
—Sí. Durante quince días la tercera planta se cierra y el personal se va de asueto.
Las plantas descansan por turno.
—¿Y los enfermos? ¿Qué hacen con ellos?
—Como hay relativamente pocos, se reúnen dos plantas en una sola.
—¿Cómo? ¿Reúnen a los enfermos de la tercera y de la cuarta?
—No, no —corrigió la enfermera—, a los de la tercera y la segunda. Los que
están aquí tendrán que bajar.
—¿Bajar a la segunda? —dijo Giuseppe Corte pálido como un muerto—. ¿Tendré
que bajar entonces a la segunda?
—Pues claro. ¿Qué tiene de raro? Cuando, dentro de quince días, regresemos,
volverá usted a esta habitación. No creo que sea para asustarse.
Sin embargo, Giuseppe Corte —misterioso instinto le advertía— se vio
embargado por el miedo. No obstante, ya que no podía impedir que el personal se
fuera de vacaciones, convencido de que el nuevo tratamiento de rayos le hacía bien
(el eccema se había reabsorbido casi por completo), no se atrevió a oponerse al nuevo
traslado. Pretendió, con todo, y a pesar de las burlas de las enfermeras, que en la
puerta de su nueva habitación se pusiera un cartel que dijera: «Giuseppe Corte, de la
tercera planta, provisional». Esto no tenía precedentes en la historia del sanatorio,

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pero los médicos, considerando que en un temperamento nervioso como Corte
incluso pequeñas contrariedades podían provocar un empeoramiento, no se opusieron
a ello.
En el fondo se trataba de esperar quince días, ni uno más ni uno menos. Giuseppe
Corte empezó a contarlos con obstinada avidez, permaneciendo inmóvil en su lecho
durante horas enteras con los ojos fijos en los muebles, que en la segunda planta no
eran ya tan modernos y alegres como en las secciones superiores, sino que adoptaban
dimensiones mayores y líneas más solemnes y severas. Y de cuando en cuando
aguzaba el oído, pues le parecía oír en la planta de abajo, la planta de los moribundos,
la sección de los «condenados», vagos estertores de agonía.
Todo esto, naturalmente, contribuía a entristecerlo. Y su mengua de serenidad
parecía fomentar la enfermedad, la fiebre tendía a aumentar, la debilidad se hacía más
pronunciada. Desde la ventana —era ya pleno verano y las ventanas se hallaban casi
siempre abiertas— no se divisaban ya los tejados, ni siquiera las casas de la ciudad;
sólo la muralla verde de los árboles que rodeaban el hospital.
Habían pasado siete días cuando una tarde, hacia las dos, el supervisor y tres
enfermeros que empujaban una camilla con ruedas irrumpieron súbitamente.
—¿Listos para el traslado? —preguntó en tono de afable chanza el supervisor.
—¿Qué traslado? —preguntó Giuseppe Corte con un hilo de voz—. ¿Qué bromas
son estas? ¿No faltan aún siete días para que vuelvan los de la tercera planta?
—¿La tercera planta? —dijo el supervisor como si no comprendiera—. A mí me
han dado orden de llevarle a la primera, mire —y le enseñó un volante sellado para su
traslado a la planta inferior, firmado nada menos que por el mismísimo profesor Dati.
El terror, la cólera infernal de Giuseppe Corte estallaron en largos gritos que
resonaron por toda la planta. «Más bajo, más bajo, haga el favor», suplicaron las
enfermeras, «¡aquí hay enfermos que no se encuentran bien!». Pero hacía falta algo
más para calmarlo.
Al fin acudió el médico que dirigía la sección, una persona amabilísima y
sumamente educada. Se informó, miró el volante, hizo que Corte le explicara. Luego
se voltio, encolerizado, hacia el supervisor, declarando que había habido un error, él
no había dado ninguna orden de ese tipo, desde hacía algún tiempo había un
desbarajuste intolerable, nadie le informaba de nada… Al cabo, después de haber
echado la bronca al subordinado, se volvió en tono cortés al enfermo, deshaciéndose
en excusas.
—Con todo, desgraciadamente —añadió el médico—, el profesor Dati hace justo
una hora que se ha marchado para una breve licencia, y no volverá hasta dentro de
dos días. Estoy absolutamente desolado, pero sus órdenes no se pueden transgredir. Él
será el primero en lamentarlo, se lo garantizo… ¡Un error así! ¡No me explico cómo
ha podido suceder!

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Un lastimoso estremecimiento había empezado a sacudir a Giuseppe Corte. Su
capacidad de dominarse había desaparecido por completo. El terror se había
apoderado de él como de un niño. Sus sollozos resonaban en la habitación.
De este modo, debido a aquel execrable error, alcanzó la última etapa. ¡Él, que en
el fondo, por la gravedad de su mal, a juicio de los médicos más severos, tenía
derecho a verse asignado a la sexta, cuando no a la séptima planta, en la sección de
los moribundos! La situación era tan grotesca que en algunos momentos Giuseppe
Corte casi sentía deseos de echar a reír a carcajadas.
Tendido en la cama mientras la cálida tarde de verano pasaba lentamente sobre la
ciudad, miraba los verdes árboles a través de la ventana con la impresión de haber ido
a parar a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes alicatadas y esterilizadas, de
gélidos y fúnebres zaguanes, de blancas figuras humanas carentes de alma. Hasta dio
en pensar que ni siquiera los árboles que le parecía divisar a través de la ventana eran
verdaderos: acabó incluso por convencerse, al advertir que las hojas no se movían en
absoluto.
Esta idea lo agitó hasta tal punto que Corte llamó con el timbre a la enfermera e
hizo que le alcanzara sus gafas de miope, que no usaba en la cama; sólo entonces
consiguió tranquilizarse un poco: con su ayuda pudo asegurarse de que eran
realmente árboles auténticos y que las hojas, aunque ligeramente, se veían agitadas
por el viento de cuando en cuando.
Una vez que salió la enfermera, transcurrió un cuarto de hora de completo
silencio. Seis plantas, seis terribles murallas, aun siendo por un error de forma,
abrumaban ahora a Giuseppe Corte con implacable peso. ¿Cuántos años —sí, tenía
que pensar en años— le harían falta para que consiguiera alcanzar de nuevo el borde
de aquel precipicio?
Pero ¿cómo de repente se hacía en la habitación tanta oscuridad? Seguía siendo
plena tarde. Con un esfuerzo supremo, Giuseppe Corte, que se sentía paralizado por
un extraño entumecimiento, miró el reloj que estaba sobre la mesita al lado de la
cama. Eran las tres y media. Volvió la cabeza hacia la otra parte y vio que las
persianas, obedientes a una misteriosa orden, descendían lentamente, cerrando el paso
a la luz.

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Tormenta en el río
Los juncos, las hierbas de la orilla, las pequeñas matas de los sauces y los árboles
grandes vieron llegar también aquel domingo de septiembre al señor mayor vestido
de blanco.
Muchos años antes —sólo los troncos más viejos lo recuerdan vagamente— un
desconocido había empezado a pescar en aquel remanso solitario de aguas quietas y
profundas. Cuando hacía buen tiempo, todas las fiestas regresaba puntualmente.
Un día había dejado de venir solo; con él estaba un niño que jugaba entre las
plantas y tenía una vocecita clara. Lentamente habían pasado los años: el señor cada
vez más fatigado, el chico cada vez más grande. Y al final, un domingo de primavera,
el viejo no apareció más. Llegó únicamente el mozo, que se puso a pescar, solo.
Luego el tiempo siguió consumiéndose. El mozo, que volvía de cuando en
cuando, perdió aquella su voz límpida, también él comenzó a envejecer. Pero también
él un día regresó acompañado.
Una larga historia a la que todo el bosque es aficionado El segundo chico se hizo
mayor y su padre no se dejó ver más. Todo esto, sin embargo, se ha confundido en la
memoria de las plantas. Hace algunos años que los pescadores vuelven a ser dos.
También el mes pasado, con el señor vestido de blanco vino el niño, que se sentó con
su pequeña caña y empezó a pescar.
Las plantas los vuelven a ver con gusto, los esperan incluso toda la semana, en
aquel gran aburrimiento del río. Se distraen observándolos; oyendo las cosas que dice
el niño, su voz fina que resuena tan bien entre las hojas; viéndolos inmóviles a los
dos, sentados en la orilla, tranquilos como el río que se remansa mientras por encima
pasan las nubes.
Algún insecto volador ha contado que padre e hijo viven en una gran casa en la
colina cercana. Pero el bosque no sabe quiénes son con exactitud. Lo que sí sabe es
que todas las cosas tienen su conclusión, que tarde o temprano también el señor
anciano no podrá volver más y que dejará venir al mozo solo.
Hoy también, a la hora acostumbrada, se ha oído el rumor de las hojas
moviéndose. Se ha oído un paso aproximándose. Pero el señor ha aparecido solo, un
poco encorvado, un poco magro y cansado. Se ha dirigido a la pequeña cabaña medio
escondida entre la maleza donde se guardan desde tiempo inmemorial los aparejos de
pesca. Esta vez el señor se demora más de lo acostumbrado a revolver entre las viejas
cosas en la caseta silenciosa.
Ahora todo está inmóvil y quieto; la campana de la iglesia cercana ha dejado de
sonar. El pescador se ha quitado la chaqueta. Sentado al pie de un chopo, sujetando su
caña, dejando tendido el sedal en el agua, forma una mancha blanca entre el verde.
En el cielo hay dos grandes nubes, una con hocico de perro, la otra con forma de

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botella.
El bosque está ansioso porque el niño no viene. Las otras veces las plantas
acuáticas se agitaban adrede para ahuyentar a los peces y enviárselos al pequeño
pescador. Resulta más bien irritante ese hombre solo con esa cara demacrada y pálida.
Pero aunque los peces no acudan, el señor no se enfada. Sujetando en alto la caña,
mira en derredor con lentitud.
Las cañas de la orilla del río atienden ahora a una gruesa viga cuadrada. Se ha
quedado atascada entre las hierbas y aprovecha para contar una historia; explica que
pertenecía a un puente, que se cansó de aquel trabajo, que cedió por la rabia que le
tenía al peso, haciendo venirse todo abajo. Las cañas la escuchan, luego murmuran
algo entre ellas, extienden en torno un rumor que se propaga por el prado hasta las
ramas de los árboles y se difunde con el viento.
Ahora el pescador alza la cabeza, mira en derredor como si también él hubiera
oído. De la cercana cabaña llegan dos o tres golpecitos secos de origen misterioso.
Dentro de ella se ha quedado encerrada una vieja mosca. Se ha despistado y da
vueltas, vacilante, por la estancia. De cuando en cuando se para y se queda
escuchando. Sus compañeras han desaparecido. Quién sabe dónde habrán ido.
Extraña, esta atmósfera pesada.
La mosca no se da cuenta de que es otoño, golpea aquí y allá. Se oyen los
pequeños choques de su cuerpo gordo que tropieza contra el ventanuco. Al fin y al
cabo, no hay ninguna razón para que las otras se hayan ido. A través de los cristales
se alcanza a ver una nube de tormenta.
El señor ha encendido un cigarro. De cuando en cuando sale de las ramas hacia
arriba una bocanada de humo azul. El niño no vendrá ya, la tarde está demasiado
avanzada. La mosca ha conseguido huir de la cabaña por fin. El sol ha desaparecido
entre las nubes. Hace poco, el viento ha empujado la viga, la ha apartado de las cañas,
abandonándola a las aguas libres. La historia ha quedado interrumpida. El madero se
aleja, condenado a pudrirse en el mar.
La tormenta se forma, pero el pescador no se ha movido, siempre inmóvil, con la
espalda apoyada en el tronco. Del cigarro, que se ha dejado caer encendido sobre el
prado, se escapa el humo que el viento desgarra. Las nubes que se han vuelto negras
dejan caer un poco de lluvia. Aquí y allá, en el agua se forman círculos nítidos que se
van haciendo mayores. En la cabaña cercana se repiten con más insistencia los golpes
inexplicables. Quién sabe por qué el señor no se va. Una gota ha dado justamente en
la brasa del cigarro y lo ha apagado con un sutil rumor.
De una grieta del cielo, a poniente, llega una luz fría y blanca de emboscadas. El
viento azota los árboles, arranca de ellos una voz fuerte; mueve también la chaqueta
blanca colgada de una rama. Ahora los árboles grandes, las pequeñas matas de los
sauces, las hierbas de la orilla y las plantas acuáticas comienzan a comprender. Parece

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que el pescador se haya dormido, pese a que desde el final del horizonte los truenos
se aproximan. Su cabeza está inclinada hacia delante, su barbilla presiona contra su
pecho.
Las hierbas sumergidas en el agua se agitan entonces para ahuyentar los peces y
enviarlos, como las otras veces, hacia el sedal, pero la caña del pescador, ya no sujeta,
ahora ha descendido lentamente; su punta está sumergida en el agua. Al dar contra
ella, la plácida corriente se encrespa apenas.

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La capa
Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir,
Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba quitando la
mesa, era un día gris de marzo y volaban las cornejas.
Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó: «¡Ah, bendito seas!»,
corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho más
pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante
meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía
traer la felicidad.
Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Había
dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba aún el
gorro de pelo. «Deja que te vea», decía entre lágrimas la madre retirándose un poco
hacia atrás, «déjame ver lo guapo que estás. Pero qué pálido estás…».
Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta
la mitad de la habitación, se sentó. Qué cansado, qué cansado, incluso sonreír parecía
que le costase.
—Pero quítate la capa, criatura —dijo la madre, y lo miraba como un prodigio,
hasta el punto de sentirse amedrentada; qué alto, qué guapo, qué apuesto se había
vuelto (si bien un poco en exceso pálido)—. Quítate la capa, tráela acá, ¿no notas el
calor?
Él hizo un brusco movimiento de defensa, instintivo, apretando contra sí la capa,
quizá por temor a que se la arrebataran.
—No, no, deja —respondió, evasivo—, mejor no, es igual, dentro de poco me
tengo que ir…
—¿Irte? ¿Vuelves después de dos años y te quieres ir tan pronto? —dijo ella
desolada al ver de pronto que volvía a empezar, después de tanta alegría, la eterna
pena de las madres—. ¿Tanta prisa tienes? ¿Y no vas a comer nada?
—Ya he comido, madre —respondió el muchacho con una sonrisa amable, y
miraba en torno, saboreando las amadas sombras—. Hemos parado en una hostería a
unos kilómetros de aquí…
—Ah, ¿no has venido solo? ¿Y quién iba contigo? ¿Un compañero de
regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?
—No, no, uno que me encontré por el camino. Está ahí afuera, esperando.
—¿Está esperando fuera? ¿Y por qué no lo has invitado a entrar? ¿Lo has dejado
en medio del camino?
Se llegó a la ventana y más allá del huerto, más allá del cancel de madera, alcanzó
a ver en el camino a una persona que caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba
embozada por entero y daba sensación de negro. Nació entonces en su ánimo,

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incomprensible, en medio de los torbellinos de la inmensa alegría, una pena
misteriosa y aguda.
—Mejor no —respondió él, resuelto—. Para él sería una molestia, es un tipo raro.
—¿Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos llevar, ¿no?
—Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz de ponerse furioso.
—¿Pues quién es? ¿Por qué se te ha juntado? ¿Qué quiere de ti?
—Bien no lo conozco —dijo él lentamente y muy serio—. Lo encontré por el
camino. Ha venido conmigo, eso es todo.
Parecía preferir hablar de otra cosa, parecía avergonzarse. Y la madre, para no
contrariarlo, cambió inmediatamente de tema, pero ya se extinguía de su rostro
amable la luz del principio.
—Escucha —dijo—, ¿te imaginas a Marietta cuando sepa que has vuelto? ¿Te
imaginas qué saltos de alegría? ¿Es por ella por lo que tienes prisa por irte?
Él se limitó a sonreír, siempre con aquella expresión de aquel que querría estar
contento pero no puede por algún secreto pesar.
La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué se estaba ahí sentado, como triste,
igual que el lejano día de la partida? Ahora estaba de vuelta, con una vida nueva por
delante, una infinidad de días disponibles sin cuidados, con innumerables noches
hermosas, un rosario inagotable que se perdía más allá de las montañas, en la
inmensidad de los años futuros. Se acabaron las noches de angustia, cuando en el
horizonte brotaban resplandores de fuego y se podía pensar que también él estaba allí
en medio, tendido inmóvil en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos
sangrientos. Por fin había vuelto, mayor, más guapo, y qué alegría para Marietta.
Dentro de poco llegaría la primavera, se casarían en la iglesia un domingo por la
mañana entre flores y repicar de campanas. ¿Por qué, entonces, estaba apagado y
distraído, por qué no reía, por qué no contaba sus batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la
ceñía, tanto, con el calor que hacía en la casa? ¿Acaso porque el uniforme, debajo,
estaba roto y embarrado? Pero con su madre, ¿cómo podía avergonzarse delante de su
madre? He aquí que, cuando las penas parecían haber acabado, nacía de pronto una
nueva inquietud.
Con el dulce rostro ligeramente ceñudo, lo miraba con fijeza y preocupación,
atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos sus deseos. ¿O acaso estaba
enfermo? ¿O simplemente agotado a causa de los muchos trabajos? ¿Por qué no
hablaba, por qué ni siquiera la miraba? Realmente el hijo no la miraba, parecía más
bien evitar que sus miradas se encontraran, como si temiera algo. Y, mientras tanto,
los dos hermanos pequeños lo contemplaban mudos, con una extraña vergüenza.
—Giovanni —murmuró ella sin poder contenerse más—. ¡Por fin estás aquí! ¡Por
fin estás aquí! Espera un momento que te haga el café.
Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus hermanos mucho más pequeños

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que él. Si se hubieran encontrado por la calle, ni siquiera se habrían reconocido, tal
había sido el cambio en el espacio de dos años. Ahora se miraban recíprocamente en
silencio, sin saber qué decirse, pero sonriéndose los tres de cuando en cuando,
obedeciendo casi a un viejo pacto no olvidado.
Ya estaba de vuelta la madre y con ella el café humeante con un buen pedazo de
pastel. Vació la taza de un trago, masticó el pastel con esfuerzo. «¿Qué pasa? ¿Ya no
te gusta? ¡Antes te volvía loco!», habría querido decirle la madre, pero calló para no
importunarlo.
—Giovanni —le propuso en cambio—, ¿y tu cuarto?, ¿no quieres verlo? La cama
es nueva, ¿sabes? He hecho encalar las paredes, hay una lámpara nueva, ven a
verlo… pero ¿y la capa? ¿No te la quitas? ¿No tienes calor?
El soldado no le respondió, sino que se levantó de la silla y se encaminó a la
estancia vecina. Sus gestos tenían una especie de pesada lentitud, como si no tuviera
veinte años. La madre se adelantó corriendo para abrir los postigos (pero entró
solamente una luz gris, carente de cualquier alegría).
—Está precioso —dijo él con débil entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a la
vista de los muebles nuevos, de los visillos inmaculados, de las paredes blancas,
todos ellos nuevos y limpios. Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colcha de la
cama, también flamante, posó él la mirada en sus frágiles hombros, una mirada de
inefable tristeza que nadie, además, podía ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban
detrás de él, las caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa.
Sin embargo, nada. «Muy bonito. Gracias, sabes, madre», repitió, y eso fue todo.
Movía los ojos con inquietud, como quien desea concluir un coloquio penoso. Pero
sobre todo miraba de cuando en cuando con evidente preocupación, a través de la
ventana, el cancel de madera verde detrás del cual una figura andaba arriba y abajo
lentamente.
—¿Te gusta, Giovanni? ¿Te gusta? —preguntó ella, impaciente por verlo feliz.
«¡Oh, sí, está precioso!» respondió el hijo (pero ¿por qué se empeñaba en no quitarse
la capa?) y continuaba sonriendo con muchísimo esfuerzo.
—Giovanni —le suplicó—. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa, Giovanni? Tú me ocultas
algo, ¿por qué no me lo quieres decir?
Él se mordió los labios, parecía que tuviese algo atravesado en la garganta.
—Madre —respondió, pasado un instante, con voz opaca—, madre, ahora me
tengo que ir.
—¿Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, ¿no? Vas donde Marietta, ¿a
que sí? Dime la verdad, ¿vas donde Marietta? —y trataba de bromear, aun sintiendo
pena.
—No lo sé, madre —respondió él, siempre con aquel tono contenido y amargo;
entre tanto, se encaminaba a la puerta y había recogido ya el gorro de pelo—, no lo

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sé, pero ahora me tengo que ir, ése está ahí esperándome.
—¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de dos horas aquí, ¿verdad? Haré que
vengan también el tío Giulio y la tía, figúrate qué alegría para ellos también, intenta
llegar un poco antes de que comamos…
—Madre —repitió el hijo como si la conjurase a no decir nada más, a callar por
caridad, a no aumentar la pena—. Ahora me tengo que ir, ahí está ése esperándome,
ya ha tenido demasiada paciencia —y la miró fijamente…
Se acercó a la puerta, sus hermanos pequeños, todavía divertidos, se apretaron
contra él y Pietro levantó una punta de la capa para saber cómo estaba vestido su
hermano por debajo.
—¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué haces?, ¡déjalo en paz, Pietro! —gritó la
madre temiendo que Giovanni se enfadase.
—¡No, no! —exclamó el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya era
tarde. Los dos faldones de paño azul se habían abierto un instante.
—¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han hecho? —tartamudeó la madre
hundiendo el rostro entre las manos—. Giovanni, ¡esto es sangre!
—Tengo que irme, madre —repitió él por segunda vez con desesperada firmeza
—. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta luego Anna, hasta luego Pietro, adiós
madre.
Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el huerto casi a
la carrera, abrió el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia
el pueblo, no, sino a través de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas.
Galopaban, galopaban.
Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca los siglos
habrían bastado a colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia de la capa, la
tristeza del hijo y sobre todo quién era el misterioso individuo que paseaba arriba y
abajo por el camino esperando, quién era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan
misericordioso y paciente como para acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de
llevárselo para siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos
minutos detrás del cancel, de pie, en medio del polvo, él, señor del mundo, como un
pordiosero hambriento.

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La matanza del dragón
En mayo de 1902 un campesino del conde Gerol, un tal Giosué Longo, que solía
salir de caza por las montañas, relató haber visto en el valle Seco un gran bicho que
parecía un dragón. En Palissano, el último pueblo del valle, existía desde hacía siglos
la leyenda de que entre determinadas gargantas áridas vivía aún uno de aquellos
monstruos. Nadie, sin embargo, lo había tomado nunca en serio. Esta vez, no
obstante, el buen sentido de Longo, la precisión de su relato, los detalles de la
aventura repetidos una y otra vez sin la más mínima variación, convencieron de que
algo debía haber de cierto y el conde Martino Gerol decidió ir a ver. Él, por supuesto,
no pensaba en ningún dragón; podía darse, sin embargo, que alguna serpiente grande
de una especie rara viviese entre aquellas gargantas deshabitadas.
Le acompañaron en la expedición el gobernador de la provincia Quinto
Andrónico con su bella e intrépida mujer, María, el profesor Inghirami, naturalista, y
su colega Fusti, especialmente experto en el arte del embalsamamiento. El indolente
y escéptico gobernador había reparado hacía tiempo en que su mujer sentía gran
atracción por Gerol, pero no se mortificaba por ello. Incluso accedió de buena gana
cuando María le propuso ir con el conde a cazar al dragón. No tenía celos de Martino
en absoluto; tampoco lo envidiaba aun siendo Gerol mucho más joven, guapo, fuerte,
audaz y rico que él.
Poco después de medianoche dos carrozas con una escolta de ocho cazadores a
caballo partieron de la ciudad y hacia las seis de la mañana llegaron al pueblo de
Palissano. Gerol, la bella María y los dos naturalistas dormían; sólo Andrónico estaba
despierto e hizo que la carroza se detuviera delante de la casa de un antiguo conocido
suyo, el médico Taddei. Al poco rato, avisado por un cochero, el doctor, medio
dormido, con el gorro de dormir en la cabeza, apareció en una ventana del primer
piso. Andrónico, acercándose a ella, lo saludó con jovialidad, explicándole el fin de la
expedición, y esperó que el otro se echara a reír en cuanto oyera hablar de los
dragones. Por el contrario, Taddei meneó la cabeza manifestando desaprobación.
—Yo en vuestro lugar no iría —dijo resueltamente.
—¿Por qué? ¿Pensáis que no hay nada? ¿Que son todo inventos?
—Eso no lo sé —respondió el doctor—. Yo, personalmente, creo más bien que el
dragón existe, aunque no lo haya visto nunca. Pero no me metería en ese fregado. Es
un asunto que me da mala espina.
—¿Mala espina? ¿Queréis hacerme creer, Taddei, que lo creéis de verdad?
—Soy viejo, querido gobernador —dijo el otro— y tengo mis ideas. Puede que
todo sea una patraña, pero también podría ser que fuera verdad; yo, en vuestro lugar,
no me metería. Además, escuchad: el camino es difícil de encontrar, todo son
montañas marchitas, con derrumbamientos por todos sitios, basta un soplo de viento

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para provocar una hecatombe y no hay una gota de agua. Dejadlo correr, gobernador,
idos más bien allá, a la Crocetta —y señalaba una redonda montaña herbosa que
dominaba el pueblo—, allí hay conejos para hartarse. —Calló un instante y añadió:
Yo, de verdad, no iría. Además, una vez oí decir… pero da igual, os echaréis a reír…
—¿Por qué habría de reírme? —exclamó Andrónico—. Decidme, decid, decid.
—Pues bien, hay quien dice que el dragón echa humo, que ese humo es venenoso
y que sólo un poco basta para causar la muerte.
Contrariamente a lo que había prometido, Andrónico soltó una gran carcajada:
—Siempre he sabido que erais un reaccionario —concluyó, extravagante y
reaccionario. Pero esta vez os habéis pasado de la raya. Medieval sois, querido
Taddei. ¡Hasta esta noche, y con la cabeza del dragón!
Saludó con un gesto, volvió a subir a la carroza y dio orden de reanudar la
marcha. Giosué Longo, que formaba parte de los cazadores y conocía el camino, pasó
a encabezar la comitiva.
—¿Por qué meneaba ese viejo la cabeza? —preguntó la bella María que, entre
tanto, se había despertado.
—Por nada —respondió Andrónico—, era el bueno de Taddei, que a ratos
perdidos hace también de veterinario. Hablábamos del afta epizoótica.
—¿Y el dragón? —dijo el conde Gerol, que se sentaba enfrente. ¿Le has
preguntado si sabe algo del dragón?
—A decir verdad, no —respondió el gobernador—. No quiero que se rían de mí a
mis espaldas. Le he dicho que hemos venido aquí a cazar un poco y nada más.
A medida que el sol se iba alzando, la somnolencia de los viajeros fue
desapareciendo, los caballos avivaron el paso y los cocheros se pusieron a canturrear.
—Taddei era el médico de nuestra familia. Antaño —contaba el gobernador—
tenía una magnífica clientela. Un buen día, no sé por qué desengaño amoroso, se
retiró al campo. Luego debió de ocurrirle alguna otra desgracia y vino a enclaustrarse
aquí. Otra desgracia y quién sabe dónde irá a parar; ¡también él se convertirá en una
especie de dragón!
—¡Qué tonterías! —dijo María un poco molesta—. Todo el rato la historia del
dragón, comienza a hacerse pesada la cancioncita, no habéis hablado de otra cosa
desde que salimos.
—¡Pero fuiste tú quien quiso venir! —replicó con irónica dulzura su marido—.
Además, ¿cómo has podido oír nuestra conversación si has estado durmiendo todo el
rato? ¿Fingías acaso?
María no respondió y miraba, inquieta, por la ventanilla. Observaba las montañas,
que se iban haciendo cada vez más altas, escarpadas y áridas. Al fondo del valle se
vislumbraba una sucesión caótica de cumbres, en su mayoría de forma cónica,
desnudas de bosques o prados, de color amarillento, de una desolación sin par.

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Azotadas por el sol, resplandecían con una luz constante y fortísima.
Eran alrededor de las nueve cuando los carruajes se detuvieron porque el camino
acababa. Una vez fuera de la carroza, los cazadores advirtieron que se hallaban en el
corazón de aquellas montañas siniestras. Vistas de cerca, parecían hechas de rocas a
punto de quebrarse y caer, como de tierra; un inmenso derrumbamiento desde su
cumbre hasta el fondo.
—Aquí comienza el sendero —dijo Longo señalando un rastro de pasos que subía
hasta la entrada de un vallecillo.
Avanzando desde allí, en tres cuartos de hora se llegaba al Burel, donde se había
visto al dragón.
—¿Habéis cogido el agua? —preguntó Andrónico a los cazadores.
—Hay cuatro garrafas; y además dos de vino, excelencia —respondió uno de los
cazadores—. Hay suficiente, creo…
Cosa rara. Ahora que estaban lejos de la ciudad, encerrados en las montañas, la
idea del dragón comenzaba a parecer menos absurda. Los viajeros miraban en
derredor sin descubrir nada que los tranquilizara. Crestas amarillentas donde nunca
había habido un alma, vallejos que se adentraban a un lado y al otro, ocultando a la
vista sus recovecos: una enorme desolación.
Echaron a andar sin decir palabra. Delante iban los cazadores con los fusiles, las
culebrinas y demás pertrechos de caza, luego iba María y, por último, los dos
naturalistas. Afortunadamente, el sendero todavía estaba sumido en sombra; entre las
tierras amarillas, el sol habría sido un suplicio.
También el vallejo que llevaba al Burel era estrecho y tortuoso; no había torrente
en su lecho, tampoco plantas ni hierbas a los lados, sólo piedras y cascajo. Ni un
canto de pájaros o de agua, sólo aislados susurros de grava.
Mientras el grupo avanzaba de este modo, apareció de abajo, andando con más
rapidez que ellos, un muchacho con una cabra muerta a la espalda. «Eso es para el
dragón», dijo Longo; y lo dijo con la más completa naturalidad, sin ningún ánimo de
chanza. La gente de Palissano, explicó, era sumamente supersticiosa y todos los días
mandaba una cabra al Burel para apaciguar al monstruo. Llevaba la ofrenda, por
turno, un joven del pueblo. ¡Guay si el monstruo hacía oír su voz! Sobrevenía la
desgracia.
—¿Y el dragón se come todos los días la cabra? —preguntó, jocoso, el conde
Gerol.
A la mañana siguiente nunca hay nada, eso es infalible.
—¿Ni siquiera los huesos?
—No, ni siquiera los huesos. Se los come dentro de la cueva.
—¿Y no podría ser que fuera alguien del pueblo a comérsela? —preguntó el
gobernador—. Todos conocen el camino. ¿Alguien ha visto alguna vez realmente que

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el dragón se llevara la cabra?
—Eso no lo sé, excelencia —respondió el cazador.
Entre tanto, el joven de la cabra les había alcanzado.
—¡Eh, muchacho! —dijo el conde Gerol con su voz autoritaria. ¿Cuánto quieres
por esa cabra?
—No puedo venderla, señor —respondió aquél.
—¿Ni siquiera por diez escudos?
—Ah, por diez escudos… —condescendió el muchacho—, me iré por otra —y
dejó al animal en el suelo.
Andrónico preguntó al conde Gerol:
—¿Y para qué quieres esa cabra? Espero que no sea para comértela.
—Ya verás, ya verás para lo que la quiero —dijo el otro evasivamente.
Sujetaron la cabra al hombro de un cazador, el zagal de Palissano volvió a bajar a
la carrera hacia el pueblo (evidentemente, iba a procurarse otro animal para el
dragón) y la comitiva se puso nuevamente en marcha.
Al cabo de algo menos de una hora llegaron por fin. El valle se abría
inesperadamente en un amplio circo salvaje, el Burel, una especie de anfiteatro
rodeado de murallas de tierra y rocas en precario, de color amarillo rojizo. Justo en el
medio, en la cima de un cono de cascajo, un negro agujero: la cueva del dragón.
—Es allí —dijo Longo. Se detuvieron a poca distancia, sobre una terraza de grava
que proporcionaba un inmejorable punto de observación una decena de metros sobre
el nivel de la cueva y casi enfrente de ésta. La terraza tenía también la ventaja de no
ser accesible desde abajo al estar defendida por una pequeña pared vertical. María
podía estar allí con la máxima seguridad.
Callaron, aguzando los oídos. Tan sólo se oía el desmesurado silencio de las
montañas, turbado por algún susurro de grava. A veces a la derecha, a veces a la
izquierda, una cornisa de tierra se rompía de improviso y finos regueros de gravilla
comenzaban a correr, deteniéndose con esfuerzo. Esto daba al paisaje un aspecto de
ruina perenne; parecían montañas dejadas de la mano de Dios que se deshicieran
poco a poco.
—¿Y si hoy no sale el dragón? —preguntó Quinto Andrónico.
—Tengo la cabra —replicó Gerol—. ¡Te olvidas de que tengo la cabra!
Se comprendió lo que quería decir. El animal habría de servir de señuelo para
hacer salir al monstruo de la cueva.
Comenzaron los preparativos: dos cazadores treparon con esfuerzo una veintena
de metros por encima de la entrada de la cueva para arrojar piedras en caso de ser
necesario. Otro fue a dejar la cabra encima del pedregal, no lejos de la gruta. Otros se
apostaron a los lados, bien protegidos detrás de grandes peñas, con las culebrinas y
los fusiles. Andrónico no se movió, con la intención de verlo todo.

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La bella María callaba. En ella se había desvanecido toda osadía. Con cuánta
alegría se habría vuelto de inmediato. Pero no se atrevía a decírselo a nadie. Sus
miradas recorrían las paredes que la rodeaban, las cicatrices dejadas por los
derrumbamientos antiguos y recientes, las pilastras de tierra roja que parecían ir a
caer de un momento a otro. Su marido, el conde Gerol, los dos naturalistas, los
cazadores, le parecían poca gente, poquísima, contra tanta soledad.
Una vez colocada la cabra muerta delante de la gruta, comenzaron la espera. Eran
las diez bien entradas y el sol había invadido completamente el Burel, sumiéndolo en
un calor intenso. Oleadas ardientes reverberaban de un lado a otro. Para proteger de
los rayos al gobernador y a su mujer, los cazadores levantaron como pudieron una
especie de dosel con las mantas de la carroza; y María no cesaba de beber.
—¡Atención! —gritó de repente el conde Gerol, de pie sobre una peña que estaba
abajo, sobre el pedregal, con una carabina en la mano y un mazo de metal al cinto.
Un estremecimiento los recorrió a todos y contuvieron el aliento al ver salir de la
boca de la cueva algo vivo. ¡El dragón! ¡El dragón! gritaron dos o tres cazadores no
se sabía si con alegría o con aprensión.
El ser emergió a la luz con un serpenteo trémulo como de culebra. ¡Allí estaba el
monstruo de las leyendas cuya sola voz hacía temblar a todo un pueblo!
—¡Oh, qué feo! —exclamó María con evidente alivio, ya que se esperaba algo
mucho peor.
—¡Valor, valor! —gritó un cazador en son de broma. Y todos recobraron la
confianza en sí mismos.
—¡Parece un pequeño ceratosaurus! —dijo el profesor Inghirami, que había
recuperado la suficiente presencia de ánimo para los problemas de la ciencia.
De hecho, el monstruo, poco más largo de dos metros, con una cabeza parecida a
la de los cocodrilos si bien más corta, un cuello de lagartija en grande, tórax abultado,
cola corta y una especie de cresta fláccida a lo largo del lomo, no parecía muy
terrible. Más que la modestia de sus dimensiones, eran sus movimientos premiosos,
su color terroso de pergamino (con alguna estría verduzca), la apariencia general de
flojedad del cuerpo, los que disipaban el miedo. El conjunto expresaba una vejez
inmensa. Si era un dragón, era un dragón decrépito, casi al término de su existencia.
—¡Toma! —gritó mofándose uno de los cazadores subidos encima de la boca de
la cueva, y lanzó una piedra contra la bestia.
El canto cayó a plomo y alcanzó exactamente el cráneo del dragón. Se oyó con
toda nitidez un «toc» sordo, como de calabaza. María experimentó un
estremecimiento de repugnancia.
El golpe fue fuerte, pero insuficiente. Inmóvil, como atontado, por unos instantes,
el reptil comenzó a sacudir el cuello y la cabeza lateralmente, doliéndose. Sus
mandíbulas se abrían y cerraban alternativamente, dejando entrever una hilera de

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agudos dientes, pero no se oía voz ninguna. Después el dragón bajó por la grava en
dirección a la cabra.
—Te han dejado la cabeza tonta, ¿eh? —se burló el conde Gerol, que de pronto
había dejado a un lado su altivez. Parecía embargado de una gozosa excitación,
saboreando por anticipado la matanza.
Un tiro de culebrina disparado desde una treintena de metros erró el blanco. La
detonación hirió el aire estancado, levantó tristes bramidos entre las murallas, de las
que comenzaron a deslizarse innumerables pequeños derrumbamientos.
Casi inmediatamente disparó la segunda culebrina. El proyectil alcanzó al
monstruo en una de las patas de atrás, de la cual manó al punto un hilo de sangre.
—¡Mira cómo baila! —exclamó la bella María, cautivada también por el cruel
espectáculo. Al sentir el dolor de la herida, la bestia, de hecho, se había puesto a girar
sobre sí misma, brincando, con lastimosa agitación. Llevaba a rastras la pata herida,
dejando sobre la grava un rastro de líquido negro.
Por fin el reptil consiguió llegar hasta la cabra y aferrarla con los dientes. Iba a
retirarse cuando el conde Gerol, para hacer gala de su valor, se le acercó hasta casi
dos metros y le descargó la carabina en la cabeza.
Una especie de silbido salió de las fauces del monstruo. Y pareció que intentase
dominarse, que reprimiese su rabia, que no emitiese toda la voz que albergaba en el
cuerpo, que un motivo ignorado para los hombres le indujese a contenerse. El
proyectil de la carabina le había dado en el ojo. Gerol, hecho el disparo, retrocedió a
la carrera y todo el mundo esperó que el dragón cayese redondo. Pero la bestia no
cayó redonda, su vida parecía inextinguible como fuego de pez. Con el perdigón de
plomo en el ojo, el monstruo engulló calmosamente la cabra, viéndose dilatarse su
cuello como si fuera de goma a medida que pasaba por él el gigantesco bocado.
Luego retrocedió hasta el pie de las rocas y comenzó a trepar por la pared, a un lado
de la cueva. Ascendía trabajosamente, a menudo desprendiéndose la tierra bajo sus
patas, deseoso de salvarse. Arriba se curvaba un cielo límpido y descolorido, el sol
secaba con rapidez las huellas de sangre.
—Parece una cucaracha en una palangana —dijo en voz baja el gobernador
Andrónico hablando para sí.
—¿Qué dices? —le preguntó su mujer.
—Nada, nada —dijo él.
—¡Vete tú a saber por qué no entra en la cueva! —observó el profesor Inghirami,
evaluando con lucidez todos los aspectos científicos de la escena.
—Teme quedarse atrapado —sugirió Fusti.
—Más bien debe de estar completamente atontado. Además, ¿cómo quiere que
haga semejante razonamiento? Un ceratosaurus…
—No es un ceratosaurus —dijo Fusti—. He reconstruido muchos para los

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museos, pero son diferentes. ¿Dónde están las púas de la cola?
—Las tiene escondidas —replicó Inghirami—. Mira ese abdomen hinchado. La
cola se enrosca debajo y no las deja ver.
Estaban así hablando cuando uno de los cazadores, aquel que había disparado el
segundo tiro de culebrina, se dirigió a la carrera hacia la terraza donde se hallaba
Andrónico, con la evidente intención de marcharse.
—¿Adónde vas? ¿Adónde vas? —le gritó Gerol—. Quédate en tu puesto hasta
que hayamos acabado.
—Me voy —respondió el cazador con firmeza—. Esto no me gusta. Esta clase de
caza no me va.
—¿Qué quieres decir? Tienes miedo. ¿Es eso lo que quieres decir?
—No, señor, yo no tengo miedo.
—Sí tienes miedo, te digo; si no, te quedarías en tu puesto.
—No tengo miedo, os repito. Más bien sois vos quien ha de avergonzarse, señor
conde.
—¿Conque avergonzarme? —replicó furioso Martino Gerol—. Miserable
tunante, bribón, que no eres otra cosa. Apuesto a que eres de Palissano, un gallina.
Vete antes de que te dé una lección. ¿Y tú, Beppi? ¿Adónde vas tú ahora? —volvió a
gritar el conde, pues otro cazador se retiraba.
—También yo me voy, señor conde. No quiero tener nada que ver con esta
carnicería.
—Ah, cobardes —aullaba Gerol—. Cobardes, ¡si pudiera moverme me las
pagaríais!
—No es miedo, señor conde —replicó el segundo cazador. No es miedo. Pero ya
veréis cómo esto acaba mal.
—¡Vosotros sí que lo vais a ver! —y, cogiendo una piedra, el conde la lanzó con
todas sus fuerzas contra el cazador. Pero el proyectil no alcanzó su objetivo.
Hubo unos minutos de silencio mientras el dragón se afanaba en la pared sin
conseguir incorporarse. La tierra y los guijarros caían, lo arrastraban cada vez más
abajo, allí de donde había partido. Salvo aquel rumor de piedras que entrechocaban,
había silencio.
Al cabo se oyó la voz de Andrónico:
—¿Tenemos todavía para mucho? —le gritó a Gerol—. Hace un calor infernal.
Despacha de una vez a ese bicho. ¿Qué tiene de agradable atormentarlo así, aunque
sea un dragón?
—¿Y yo qué culpa tengo? —respondió, irritado, Gerol—. ¿No ves que no se
quiere morir? Tiene una bala en la cabeza y está más vivo que antes…
Calló al ver al muchacho de antes comparecer en el borde del pedregal con otra
cabra a la espalda. Sorprendido por la presencia de aquellos hombres, de aquellas

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armas, de aquellas huellas de sangre y sobre todo por el trajín del dragón queriendo
subir las rocas, él, que nunca lo había visto salir de la cueva, se había detenido a
observar la extraña escena.
—¡Eh! ¡Muchacho! —gritó Gerol—. ¿Cuánto quieres por esa cabra?
—Nada, no puedo —respondió el joven—. No os la vendo ni a precio de oro.
Pero ¿qué le habéis hecho? —añadió, abriendo los ojos hacia el monstruo
sanguinolento.
—Estamos aquí para ajustar cuentas. Deberías estar contento. Desde mañana, no
más cabras.
—¿Por qué no más cabras?
—Mañana ya no habrá dragón —dijo el conde sonriendo.
—Pero no podéis hacerlo, no podéis hacerlo, digo —exclamó el joven, asustado.
—¡También tú con la misma canción! —gritó Martino Gerol—. ¡Trae aquí la
cabra ahora mismo!
—Os digo que no —replicó con aspereza el otro, retirándose.
—¡Ah, vive Dios! —y, llegándose hasta el joven, el conde le estampó un puño en
plena cara, le arrebató la cabra de la espalda, lo arrojó al suelo.
—¡Os digo que os arrepentiréis, os arrepentiréis, ya veréis cómo os arrepentís! —
exclamó en voz baja el joven levantándose, porque no se atrevía a contestar.
Pero Gerol ya le había dado la espalda.
Ahora el sol hacía arder la cuenca, apenas se podían tener los ojos abiertos, tanto
deslumbraba el reflejo de la grava amarilla, de las rocas, otra vez de la grava y de los
guijarros; nada en absoluto que ofreciera un descanso a la vista.
María tenía cada vez más sed y beber no servía de nada. «¡Dios mío, qué calor!»,
se quejaba. Incluso la visión del conde Gerol empezaba a cansarla.
Entre tanto, como surgidos de la tierra, habían aparecido decenas de hombres.
Venidos probablemente de Palissano a la voz de que los forasteros habían partido
hacia el Burel, estaban inmóviles en el borde de varios crestones de tierra amarilla y
observaban sin mover un dedo.
—Ahora tienes público —intentó bromear Andrónico volviéndose hacia Gerol,
que se afanaba alrededor de la cabra con dos cazadores.
El joven levantó la mirada hasta divisar a los desconocidos que lo estaban
mirando. Hizo un gesto de desdén y siguió con su tarea.
El dragón, extenuado, había resbalado por la pared hasta el pedregal y yacía
inmóvil, palpitando tan sólo su vientre hinchado.
—¡Listos! —dijo un cazador levantando con Gerol la cabra del suelo. Habían
abierto el vientre al animal e introducido dentro una carga explosiva unida a una
mecha.
Entonces se vio al conde avanzar impávido por el pedregal, acercarse al dragón

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hasta no más de una decena de metros, dejar con toda tranquilidad la cabra en el suelo
y retirarse después extendiendo la mecha.
Hubo que esperar media hora para que la bestia se moviera. Los desconocidos de
pie en el borde de los crestones parecían estatuas; no hablaban ni siquiera entre ellos;
su rostro expresaba desaprobación. Insensibles al sol, que había cobrado una fuerza
extremada, no apartaban la mirada del reptil, como implorando que no se moviese.
Sin embargo, el dragón, acertado en el lomo por un disparo de carabina, se volvió
de improviso, vio la cabra y se arrastró hacia ella con lentitud. Estaba a punto de
alargar la cabeza y aferrar la presa cuando el conde encendió la mecha. La llama
corrió con rapidez a lo largo de la cuerda, no tardó en alcanzar la cabra y provocó la
explosión.
El estallido no fue ruidoso, mucho menos fuerte que los disparos de culebrina, un
sonido seco pero opaco, como de tabla que se rompe. Pero el cuerpo del dragón salió
despedido hacia atrás bruscamente y se vio entonces que el vientre se le había abierto.
Su cabeza volvió a agitarse penosamente a derecha e izquierda, como diciendo que
no, que no era justo, que habían sido demasiado crueles y que ya no había nada que
hacer.
El conde rió complacido, pero esta vez él solo.
—¡Qué horror! ¡Ya basta! —exclamó la bella María cubriéndose el rostro con las
manos.
—Sí —dijo lentamente su marido—. También yo creo que esto acabará mal.
El monstruo, aparentemente exhausto, yacía en un charco de sangre negra.
Entonces de sus flancos empezaron a salir dos hilos de humo oscuro, uno a la derecha
y otro a la izquierda, dos fumarolas pesadas que ascendían con esfuerzo.
—¿Has visto? —preguntó Inghirami a su colega.
—Sí, lo he visto —confirmó el otro.
—Dos orificios de fuelle, como en el ceratosaurus, los llamados opérculos
hammerianos.
—No —dijo Fusti—. No es un ceratosaurus.
En ese momento el conde Gerol, saliendo de detrás del peñasco donde se había
resguardado, se adelantó para rematar al monstruo. Estaba en medio del cono de
grava con la maza metálica en la mano cuando todos los presentes lanzaron un
alarido.
Por un instante Gerol creyó que era un grito de triunfo por la muerte del dragón.
Luego advirtió que algo se movía a sus espaldas. Se volvió de un brinco y vio, oh
ridiculez, dos bestezuelas miserables que salieron tropezando de la cueva y avanzaron
con bastante rapidez hacia él. Dos pequeños reptiles informes, no más largos de
medio metro, que reproducían en miniatura la imagen del dragón moribundo. Dos
dragones pequeños, sus hijos, salidos probablemente de la cueva a causa del hambre.

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Fue cosa de pocos instantes. El conde daba magnífica prueba de agilidad.
«¡Toma! ¡Toma!» gritaba alegremente volteando la clava de hierro. Y sólo dos golpes
bastaron. Manejado con suma energía y decisión, el mazo golpeó sucesivamente a los
monstruillos, partiéndoles las cabezas como si fueran ampollas de cristal. Ambos
quedaron desmadejados, muertos; de lejos parecían dos cornamusas.
Entonces los desconocidos, sin levantar la más mínima voz, se alejaron corriendo
canales de grava abajo. Habríase dicho que huían de una súbita amenaza. No hicieron
ruido, no provocaron ni un derrumbamiento, no volvieron la cabeza hacia la cueva
del dragón ni siquiera un momento y desaparecieron como habían aparecido,
misteriosamente.
Ahora el dragón se movía, parecía que nunca iba a acabar de morir. Arrastrándose
como una babosa, se acercaba a las bestezuelas muertas sin cesar de emitir los dos
hilos de humo. Cuando llegó junto a ellas, se tumbó sobre el pedregal, alargó con
infinito esfuerzo la cabeza y empezó a lamer con suavidad a los dos monstruillos
muertos, quizá con la intención de volverlos a la vida.
Al fin, el dragón pareció hacer acopio de todas las fuerzas que le quedaban, elevó
el cuello verticalmente hacia el cielo, como no había hecho hasta entonces y de su
garganta salió, primero lentísimo, luego con progresiva potencia, un aullido inefable,
voz nunca oída en el mundo, ni animal ni humana, tan cargada de odio que hasta el
conde Gerol se quedó quieto, paralizado de horror.
Ahora se comprendía por qué antes no había querido volver a su guarida, donde
habría hallado la salvación, por qué no había proferido grito ni rugido alguno,
limitándose a algún silbido. El dragón pensaba en sus dos hijos y, para protegerlos,
había rechazado su propia salvación; de hecho, si se hubiera escondido en la cueva,
los hombres le habrían seguido dentro, descubriendo sus crías; y si hubiera levantado
la voz, las bestezuelas habrían corrido fuera a ver qué pasaba. Sólo ahora que los
había visto morir el monstruo alzaba su aullido infernal.
El dragón invocaba ayuda y pedía venganza para sus hijos. Pero ¿a quién? ¿Acaso
a las montañas, áridas y deshabitadas? ¿Al cielo sin pájaros ni nubes, a los hombres
que lo estaban atormentando, al demonio quizá? El aullido taladraba las murallas de
roca y la cúpula del cielo, llenaba el mundo entero. Parecía imposible (aunque no
había ningún motivo razonable para ello) que nadie le respondiera.
—¿A quién llamará? —preguntó Andrónico tratando inútilmente de dar a su voz
una entonación jocosa—. ¿A quién llama? ¡No viene nadie, me parece!
—¡Oh, que se muera pronto! —dijo la mujer.
Pero el dragón no se decidía a morir, aunque el conde Gerol, ofuscado por la idea
fija de rematarlo, le disparase con la carabina. ¡Pam! ¡Pam! Era inútil. El dragón
acariciaba con su lengua a las bestezuelas muertas; sin embargo, con un movimiento
cada vez más lento un jugo blanquecino se le deslizaba del ojo ileso.

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—¡Mira el saurio! —exclamó el profesor Fusti—. ¡Está llorando!
El gobernador dijo:
—Es tarde. Ya basta, Martino, es tarde, es hora de irse.
Siete veces se alzó al cielo la voz del monstruo, y las peñas y el cielo retumbaron.
La séptima vez pareció no acabar nunca, luego súbitamente se extinguió, cayó a
plomo, se hundió en el silencio.
En la mortal quietud que siguió se oyeron algunas toses. Cubierto por completo
de polvo, con el rostro transfigurado por la fatiga, la emoción y el sudor, el conde
Martino, tirada entre los guijarros la carabina, atravesaba el cono de cascajo tosiendo
y se apretaba una mano contra el pecho.
—¿Qué te pasa? —preguntó Andrónico con rostro serio presintiendo algo malo
—. ¿Te has hecho algo?
—Nada —dijo Gerol tratando de insuflar alegría a su voz—. He tragado un poco
de ese humo.
—¿Qué humo?
Gerol no respondió, pero señaló con la mano al dragón. El monstruo yacía
inmóvil, incluso la cabeza estaba tendida entre las piedras; habríase dicho que estaba
muerto del todo salvo por aquellos dos sutiles penachos de humo.
—Me parece que está muerto —dijo Andrónico.
De hecho, eso parecía. La obstinadísima vida estaba saliendo por la boca del
dragón.
Nadie había contestado a su grito, nadie se había movido en el mundo. Las
montañas seguían inmóviles, también los pequeños derrumbamientos parecían
haberse reabsorbido, el cielo estaba limpio, sin siquiera una nubecilla, y el sol quería
ponerse. Nadie, ni animal ni espíritu, había acudido a vengar la matanza. Había sido
el hombre quien había acabado con aquel vestigio de impureza del mundo, el hombre
astuto y poderoso que establece en todos sitios sabias leyes para el orden, el hombre
irreprensible que se afana por el progreso y no puede admitir de ningún modo que los
dragones sobrevivan, ni siquiera en las montañas perdidas. Había sido el hombre
quien había matado y habría sido estúpido quejarse.
Lo que el hombre había hecho era justo, punto por punto conforme a las leyes. No
obstante, parecía imposible que nadie hubiera respondido a la última llamada del
dragón. Andrónico, al igual que su mujer y los cazadores, no deseaba otra cosa que
huir; incluso los naturalistas renunciaron a sus actividades embalsamatorias con tal de
alejarse rápidamente.
Los hombres del pueblo habían desaparecido en cuanto presintieron la desgracia.
Las sombras ascendían por las precarias paredes. Del cuerpo del dragón, carcasa
apergaminada, se elevaban sin pausa los dos hilos de humo que se retorcían con
lentitud en el aire estancado. Todo parecía haber acabado, un triste suceso digno de

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olvido, eso era todo. Pero el conde Gerol continuaba tosiendo una y otra vez.
Exhausto, se hallaba sentado en una piedra grande junto a sus amigos, que no se
atrevían a hablarle. También la intrépida María miraba hacia otro sitio. Tan sólo se
oían aquellas toses cortas. En vano trataba de dominarlas Martino Gerol; una especie
de fuego se adentraba cada vez más en su pecho.
—Lo presentía —susurró el gobernador Andrónico a su mujer, que temblaba un
poco—. Presentía que esto tenía que acabar mal.

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Noticias falsas
De vuelta de la batalla, el regimiento llegó una tarde a las afueras de Antioco. En
aquellos días la guerra languidecía y el enemigo invasor aún estaba lejos. Se podía
hacer un alto: la tropa, agotada, acampó a las puertas de la ciudad, en los prados, y los
heridos fueron llevados al hospital.
A poca distancia del camino, al pie de dos grandes robles, se plantó la gran tienda
blanca del comandante, el conde Sergio-Giovanni.
—¿Izo el pendón? —preguntó, inseguro, su ayudante.
—¿Y por qué no habrías de izarlo? —respondió el comandante leyendo su
pensamiento—. ¿Acaso no tenemos…? —Pero no quiso terminar la frase.
De este modo se alzó encima de la tienda el pendón amarillo de los Sergio-
Giovanni, con dos espadas negras y una segur bordadas en el paño. Delante de la
entrada de la tienda pusieron una pequeña mesa con un escabel en el que el
comandante se sentó a esperar la cena. La noche, que apenas había empezado a caer,
era calurosa, y resplandores de tormenta iluminaban las desnudas montañas de los
alrededores; por el camino blanco se acercaba un hombre que se apoyaba en una vara.
Era un anciano vestido con una indumentaria de otros tiempos, pero muy digno; alto
y barbado, rústico, muy orgulloso.
Llevaba las piernas cubiertas de polvo blanco hasta las rodillas; debía de haber
caminado mucho. Cuando vio el campamento, miró con atención a todos lados y
luego se acercó a la tienda del comandante.
Una vez delante del conde Sergio-Giovanni, se descubrió con amplio ademán:
—Excelencia —dijo—, si me lo permitís, debo hablaros.
El comandante, que era un caballero, se puso de pie para responder al saludo,
pero se veía que estaba cansado e irritado. Luego, resignado, se volvió a sentar.
—¿Veis aquella montaña? —dijo el desconocido señalando un gran cono de
precarias laderas hacia oriente—. Yo vengo de detrás de allí. Hace dos días que
camino, pero, si Dios quiere, habré llegado a tiempo. Sabed, Excelencia —continuó
después de una pausa—, que detrás de esa montaña está el pueblo de San Giorgio. Yo
soy su podestá, Gaspare Nelius.
El coronel, algo ausente, movió la cabeza arriba y abajo como para dar a entender
que había comprendido.
—Allí estamos aislados del mundo —siguió diciendo el anciano, animado
claramente por una alegre agitación—. Pero, tarde o temprano, las grandes noticias
llegan igual. El otro día se presentó allí un mercader. «¿Sabéis que la guerra ha
terminado?», dijo. «El regimiento de Cazadores regresa ya a la llanura, lo he visto
con mis propios ojos». «¿Que ha terminado la guerra?», dijimos. «Del todo», dijo él.
«¿Y por dónde viene el regimiento?», digo yo. «Ha cogido el camino de Antioco»,

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responde, «en tres días deberá estar allí».
—Entiendo, pero… —trató de interrumpirle el conde Sergio-Giovanni; sin
embargo, el otro estaba demasiado entusiasmado.
—Imaginad qué noticia para nosotros. ¿Sabéis, Excelencia, que la segunda
compañía de aquí, del regimiento, es toda de muchachos de San Giorgio? Se acabó lo
malo, pensamos, ahora los soldados volverán con la paga y las medallas. Entonces
planeamos una gran fiesta. Yo bajo a Antioco a buscarlos; ahora, con la guerra
terminada, el señor comandante —y aquí el anciano sonrió, afable— los dejará venir.
Han cumplido con su deber. Incluso dos de ellos han muerto, Lucchini y Bonaz, sin
duda los dejará venir…
—Pero, mi buen señor… —comenzó el coronel poniéndose de pie. El anciano lo
interrumpió.
—Ya sé qué queréis decir, Excelencia: que a los soldados no se les puede
licenciar así como así. Eso yo ya lo pensé desde el principio. Pero no es eso, no es
eso. El regimiento, sin duda, estará unos días en Antioco. Concededle a la segunda
compañía cuatro días de permiso, dejad que vayan un rato a su pueblo, sólo unas
horas, dentro de cuatro días os los devuelvo a todos, palabra de honor…
—Pero no es eso lo que os quiero decir… —volvió a intentar hablar Sergio-
Giovanni—. Es otra cosa lo…
—No me digáis que no, Excelencia —suplicó el anciano intuyendo que el otro
estaba a punto de darle una negativa—, he caminado durante dos días sólo para eso.
Además, pensad que en San Giorgio ya está todo preparado. Simone ha construido
una especie de arco de triunfo a la entrada del pueblo. Será más alto que esta tienda,
todo decorado, y pondrán banderas y flores. Arriba tendrá escrito… esperad, por aquí
debo tenerlo… lo hemos pensado entre todos… —y después de rebuscar en dos o tres
bolsillos sacó un pedazo de papel manoseado—, aquí está… «A los héroes
victoriosos que regresan, San Giorgio orgulloso y agradecido…», es sencillo, pero me
parece bien expresado.
—Pero dejadme deciros antes una cosa —dijo con voz alterada el comandante—.
Sois una buena persona, a…
—Dejadme acabar antes —rogó suplicante el anciano—, y os persuadiréis de que
no podéis decirme que no. Pensad en los pobres muchachos, hace dos años que están
combatiendo, han sido valerosos y esforzados, imaginad qué alegría. Hemos puesto
toda nuestra alma en esto. Saldrá a recibirlos la banda; habrá un gran banquete, yo
llevaré los fuegos artificiales, Gennari dará un baile en su casa, habrá discursos…
—¡Basta, basta! —gritó exasperado el comandante—. ¿Acaso no comprendéis
que gastáis saliva en balde? ¿Quién os ha dicho que la guerra ha terminado?
—¿Qué? —dijo sorprendido el anciano.
—No —dijo secamente Sergio-Giovanni con voz afligida. La guerra no ha

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terminado todavía.
Ambos permanecieron en silencio, mirándose, durante unos segundos. Extrañas
dudas surgían en la cabeza del anciano.
—Pero escuchadme —volvió a insistir el podestá de San Giorgio—, de todos
modos el regimiento se detendrá aquí en Antioco durante un tiempo. Conceded un
permiso a nuestros soldados, con dos días bastará; iremos a toda prisa, en ese tiempo
haremos lo mismo, tampoco es nada extraordinario ir de aquí a San Giorgio en una
jornada.
—Imposible. Sería imposible aunque la guerra hubiera terminado —dijo resuelto
el comandante, otra vez con aquella voz profunda y afligida—. La segunda compañía
ya no está conmigo.
En vano se engañaba pensando que esta explicación habría de bastar. El rostro del
anciano había empalidecido.
—¿Que no está aquí la segunda compañía? ¿Entonces he venido para nada? ¿Ni
siquiera podré verlos? ¿Han pasado, acaso, a otro regimiento? Decídmelo con
franqueza, Excelencia, decidme dónde están, e iré a buscarlos a toda prisa; decidme:
está incluso mi sobrino…
—Están muertos —dijo por fin el comandante mirando al suelo.
Se hizo un gran silencio. Parecía, incluso, que todo en el vecino campamento se
hubiera detenido. El anciano sentía la sangre latirle con fuerza en las sienes. Sobre las
montañas seguía estancado aquel resplandor de tormenta. El pendón amarillo colgaba
desmayadamente sobre la tienda.
El conde Sergio-Giovanni inclinó la cabeza; parecía abatido, sus manos se
apoyaban, inertes, sobre la mesa.
—Muertos… —murmuró el anciano entre sí con voz débil.
En su cabeza bullían los pensamientos. Permaneció inmóvil durante unos
minutos, luego una amarga sonrisa torció lentamente sus labios, levantó con orgullo
la cabeza y empezó a hablar otra vez con voz monótona.
—Claro, claro, con lo valientes que eran no podía ocurrir otra cosa. Ya se lo había
dicho yo a Safron: con tal de que no haya pasado ninguna desgracia… se lo dije… Y,
ahora, ¿cómo llevaré la noticia? ¿Cómo voy a volver a San Giorgio? —su voz,
colmada de una rabiosa desesperación, se había elevado—. Por la Patria, debo
decirles, ése es el único consuelo. Murieron en combate, se contaron entre los héroes.
Sólo se puede hacer eso. ¿No es así, Excelencia?
El comandante no respondió, su rostro parecía petrificado.
—El arco de triunfo, las banderas —siguió diciendo el anciano con pesarosa burla
—, podrán servir para los funerales. Pondremos las flores sobre las tumbas, las
pondremos todas juntas, con cruces todas iguales, los mejores jóvenes del pueblo.
Aquí yacen los héroes de San Giorgio, pondremos a la entrada. A los héroes

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victoriosos que regresan —repitió Gaspare con amargura—, San Giorgio orgulloso y
agradecido. Por lo menos eso lo podrán tener, ¿no, Excelencia?
—No —respondió con crispada acritud el coronel—. ¡Basta! ¡Callad! Ya que
queréis saberlo, no: no lo podréis decir, no murieron como héroes, murieron en plena
desbandada, por su culpa fuimos derrotados…
Dijo todo esto a gritos, como sacudiéndose de encima un peso atroz; luego, a
causa de la vergüenza, el conde Sergio-Giovanni apoyó la cabeza sobre la mesa; tal
vez incluso sollozaba, pero lo hacía en silencio, recluido en sí mismo.
Al anciano, parecía como si la vida se le hubiese escapado.
—Perdonadme, Excelencia —dijo muy despacio después de una larga pausa, y
lloraba—, ved que también yo…
Pero no pudo continuar. Se retiró con humildad y se le vio alejarse como si
arrastrara las piernas; los brazos le colgaban, inertes, una mano sujetaba aún el
sombrero, la otra arrastraba la vara. Se alejó lentamente de la tienda y echó a andar
por el camino blanco en dirección a las montañas mientras se hacía por completo la
oscuridad.
Sólo al cabo de tres días el podestá avistó su pueblo perdido entre los montes.
Unos doscientos metros antes de llegar a las casas, vio a Jerónimo, el mesonero, que
junto con su primo Peter estaban ocupados con unas estacas plantadas a los lados del
camino; sin duda algún preparativo para la gran fiesta. Trozos de tela de colores que
de lejos no se podían distinguir bien estaban prendidos de las estacas y brillaban al
sol de aquel día bellísimo.
En un momento dado, al alzar la cabeza, Jerónimo vio acercarse al podestá y se
puso a gritar para advertir a los demás. Pero en las cercanías había poca gente. Junto
con Jerónimo acudieron sólo su primo, dos chicos de los campesinos y una mujer de
unos cincuenta años.
—¿Qué? —preguntó Jerónimo, que parecía contentísimo, al viejo Gaspare—.
¿Conseguiste encontrarlos? ¿Cuándo vienen?
—¿Y a mi Max, lo has visto? —dijo al mismo tiempo la mujer—. ¿Está bien?
¿Los tendremos aquí hoy?
El podestá se sentó, abatido, al borde del camino. Se quitó el sombrero y dedicó
unos instantes a recobrar el resuello.
—No vienen —dijo al cabo, despacio.
—¿Cómo que no vienen? —preguntó Giuseppe—. ¿Entonces llegan mañana?
—Mañana tampoco —respondió el podestá—. No vienen.
—Pero eso es absurdo —exclamó Jerónimo—. La guerra ya se ha terminado.
¿Qué se van a quedar a hacer allí?
—La guerra habrá terminado —dijo Gaspare—, pero ellos no vienen.
—Entonces di, ¿qué pasa? —preguntó ansiosa la mujer—. ¿Qué te han dicho?

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El viejo permaneció mudo durante algunos instantes, rebuscando en su interior.
—Se van a la capital —anunció finalmente—. Van a formar parte de la Guardia
del Rey. Quieren seguir siendo soldados. Se han acostumbrado. Ya no podrían
trabajar en el campo.
—Pero… pero… —objetó la mujer—, ¿no van a venir a saludarnos?…
—Me han dicho que no —añadió Gaspare—, que no les iba a dar tiempo.
Entre tanto, otro hombre se sumó al grupo. Era Simone, el carpintero.
—¿Lo has visto? —gritó aproximándose al viejo Gaspare—. ¿Has visto el arco
acabado? ¿Has visto qué bonito ha quedado?
—Calla —le ordenó en voz baja uno de los chicos presentes.
Pero Simone no podía comprender y siguió diciendo, dichoso:
—Corre, ven a verlo, Gaspare; le he puesto encima un caballo dorado y por la
noche encenderemos las luces.
—Has trabajado para nada —fue la respuesta de Gaspare—, ya no vienen. Se van
a la capital, ingresan en la Guardia del Rey.
—Está bien —insistía la mujer—, pero por lo menos les darán un permiso,
¡volverán aunque sólo sea a saludarnos!
—No me han dicho nada de eso —explicó el podestá—. Con seguridad no lo sé,
pero no creo.
—Pero, digo yo —dijo confuso el carpintero—, entonces, ahora, el arco…
—Puedes echarlo abajo —respondió Gaspare con pena—. Ya te lo he dicho, no
vienen.
—Pero es resistente, sabes. Y también los colores. ¿Por qué quieres echarlo
abajo? —replicó el carpintero—. Podemos esperar siquiera unos meses; quiero decir
que luego, cuando vengan los soldados, con darle otra mano de pintura…
—Te repito que es inútil —replicó Gaspare—, no vienen, ¿es que no lo entiendes?
—¿Y una carta? —insistía la mujer, que no acababa de convencerse—. ¿No te ha
dado mi Max ninguna carta para que me la trajeras? ¿No te ha dicho nada?
—Nada —dijo Gaspare—. Se han vuelto todos unos soberbios, casi les daba
vergüenza saludarme. Su pueblo ya no les importa nada.
—¡Oh, eso es imposible! —exclamó la mujer—. ¡Qué cosas dices!, mi Max
soberbio… otro no diré, pero él siempre ha sido como un niño, siempre me ha escrito
cuando…
—Él igual que los otros —replicó con crueldad el viejo—. También él se ha
vuelto un soberbio, quién sabe qué se creen que son. Por eso no vienen, la guerra se
les ha subido a la cabeza, no quise decirlo al principio para no disgustaros…
—Pero piensa —dijo el carpintero meneando con tristeza la cabeza—, piensa que
ya habíamos puesto banderas de un lado a otro de la plaza, que habíamos arreglado la
vieja campana…

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—Apenas me hicieron caso —se ensañaba entre tanto Gaspare—. «Os
esperamos», les dije, «veréis cómo os divertís». «¿En San Giorgio?», me respondió
uno, creo que el hijo de Filomena, con dos medallas en el pecho. «Ni soñarlo», me
dijo, «tenemos que irnos en seguida, estaríamos buenos», y se echó a reír.
Formaban un grupo inmóvil sobre el camino y proyectaban sobre el polvo blanco
una sola sombra, que se alargaba a medida que el sol recorría su trayectoria.
—Eso me dijeron —repitió con amargura el viejo, y ahora los demás callaban—.
Es inútil esperarlos, no vienen —prosiguió como si tuviese miedo de que no le
creyeran (y entre tanto se los imaginaba insepultos en un vallejo desierto, tirados aquí
y allá entre los matojos y las piedras, una matanza entre los muertos restos de la
batalla).
El sol daba jubilosamente en los paños de colores, en las banderas nuevas, en el
caballo dorado que coronaba el arco de triunfo. En el pueblo, las muchachas todavía
estaban atareadas en los alegres preparativos, recogiendo flores para los soldados —
las flores, los adornos, el vino, la música que para nadie habrían ya de ser.
—Es inútil —comentó Jerónimo con melancolía rompiendo por fin el silencio—,
tenía que pasar… demasiado valientes, el Rey no ha querido soltarlos, no se
encuentran soldados así…
—Sí —asintió el viejo—, pero se les ha subido demasiado a la cabeza, no debían
haber dejado… —(tirados con el rostro enterrado en el suelo, mordiendo vilmente la
tierra, con los cuervos volando alrededor, por encima de esos muertos sin honor de
los que tan sólo se apiada el sol que calienta sus espaldas inmóviles, restañando la
sangre de sus vergonzosas heridas).

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Miedo en la Scala
Para la primera representación de La matanza de los inocentes, de Pierre
Grossgemüth (novedad absoluta en Italia), el viejo maestro Claudio Cottes no dudó
en ponerse el frac. Ciertamente, el mes de mayo estaba ya avanzado, época en que, a
juicio de los más intransigentes, la temporada de la Scala comienza a decaer y es
buena norma ofrecer al público, compuesto en gran parte por turistas, espectáculos de
éxito garantizado, no excesivamente ambiciosos, seleccionados del repertorio
tradicional menos conflictivo; y no importa que los directores no sean primeras
figuras, que los cantantes, en su mayoría elementos de vieja routine escalígera, no
despierten curiosidad. En esta época los exquisitos se permiten confianzas formales
que escandalizarían en los meses más sagrados de la Scala: parece casi de buen gusto
en las señoras no insistir en las toilettes de noche y vestir sencillos trajes de tarde y en
los hombres ir vestidos de azul o gris oscuro con corbata estampada, como si se
tratase de una visita a una familia amiga. Y hay abonado que, por esnobismo, llega
hasta el punto de no dejarse caer siquiera por allí, sin por ello ceder a otros el palco o
la butaca, que permanecen, por tanto, vacíos (y tanto mejor si los conocidos quieren
darse cuenta de ello).
Sin embargo, aquella noche había espectáculo de gala. En primer lugar, La
matanza de los inocentes constituía un acontecimiento de suyo, a causa de las
controversias que la obra había suscitado cinco meses antes en media Europa cuando
se había escenificado en París. Se decía que en esta ópera (a decir verdad se trataba,
según la definición de su autor, de un «Oratorio popular, para coro y solistas, en doce
cuadros») el músico alsaciano, uno de los principales maestros de la época moderna,
había emprendido —bien es verdad que a una edad tardía— un nuevo camino
(después de haber probado tantos), adoptando formas todavía más desconcertantes y
audaces que las precedentes, con la intención declarada, no obstante, de «rescatar por
fin al melodrama del gélido exilio en que los alquimistas intentan mantenerlo vivo
con potentes drogas, hada las olvidadas regiones de la verdad»; es decir, según sus
admiradores, había roto los puentes con el pasado reciente, volviendo (aunque hacía
falta saber cómo) a la gloriosa tradición del diecinueve: había incluso quien le había
encontrado vínculos con las tragedias griegas.
Comoquiera que fuese, el interés mayor nacía de las repercusiones de género
político. Nacido en una familia evidentemente originaria de Alemania, de aspecto
casi prusiano, si bien ennoblecido ya su rostro por la edad y la actividad artística,
Pierre Grossgemüth, establecido en Grenoble hacía ya muchos años, había observado
en los tiempos de la ocupación una conducta ambigua. Una vez que los alemanes lo
habían invitado a dirigir un concierto con fines benéficos, no había sabido negarse,
pero por otra parte, se contaba, había ayudado con generosidad a los maquis de la

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región. Había hecho, por tanto, todo lo posible para no tener que tomar una actitud
declarada permaneciendo enclaustrado en su rica villa, de donde, en los meses más
críticos antes de la liberación, ni siquiera salía ya la acostumbrada e inquietante voz
del piano. Pero Grossgemüth era un gran artista y aquellos días difíciles no se habrían
desenterrado si no hubiese escrito y dado a la escena La matanza de los inocentes. La
interpretación más obvia de este oratorio —con libreto de un jovencísimo poeta
francés, Philippe Lasalle, inspirado en el episodio bíblico— la calificaba como una
alegoría de las matanzas llevadas a efecto por los nazis, identificando a Hitler con el
torvo personaje de Herodes. Sin embargo, críticos de extrema izquierda habían
atacado a Grossgemüth acusándole de ocultar bajo la superficial e ilusoria analogía
antihitleriana las eliminaciones perpetradas por los vencedores, desde las venganzas
menudas acaecidas en todos los pueblos hasta las horcas de Nuremberg. Pero había
quien iba más allá: según éstos, La matanza de los inocentes pretendía ser una
especie de profecía y aludir a una futura revolución y a las matanzas con ella
relacionadas; una condena anticipada, pues, de tal revuelta y una advertencia a
cuantos tuvieran la potestad de sofocarla a tiempo: en resumen, un libelo de espíritu
absolutamente medieval.
Como era previsible, Grossgemüth había desmentido las insinuaciones con pocas
pero tajantes palabras: si acaso, La matanza de los inocentes debía considerarse un
testimonio de fe cristiana y nada más. Pero en la premiére de París había habido
incidentes y durante mucho tiempo los periódicos habían polemizado a sangre y
fuego.
Añádase a esto la curiosidad por la difícil ejecución musical, la expectación por
los decorados —que se anunciaban demenciales— y por la coreografía ideada por el
famoso Johan Monclar, al que se había hecho venir expresamente de Bruselas.
Grossgemüth hacía una semana que estaba en Milán con su mujer y su secretaria para
seguir los ensayos; y naturalmente iba a asistir a la representación. Todo esto, en
suma, daba al espectáculo un sabor de excepción. No había habido en toda la
temporada una soirée tan importante. Los principales críticos y músicos de Italia se
habían trasladado a Milán para la ocasión, y de París había llegado un pequeño grupo
de fanáticos de Grossgemüth. El cuestor, por su parte, había organizado un
extraordinario dispositivo de orden para la eventualidad de que se desencadenase la
borrasca.
Con todo, varios funcionarios y muchos agentes de policía destinados en un
primer momento a la Scala se vieron trasladados a otros lugares. A última hora de la
tarde se había perfilado de improviso una amenaza diferente y mucho más
preocupante. Varios indicios apuntaban a una inminente acción de fuerza, quizá para
esa misma noche, por parte de la agrupación de los Morzi. Los jefes de este
movimiento nunca habían ocultado que su último objetivo era subvertir el orden

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constituido e instaurar la «nueva justicia». Los últimos meses había habido síntomas
de agitación. Actualmente estaba en marcha una ofensiva de los Morzi contra la ley
relativa a la migración interna, pendiente de ser aprobada en el Parlamento. Podía ser
un buen pretexto para una intentona seria.
Durante todo el día se habían visto en las plazas y calles del centro pequeños
grupos de aspecto decidido, diríase provocador. No llevaban ni distintivos ni banderas
ni pancartas, no estaban encuadrados, no intentaban formar grupos. Pero no era difícil
en absoluto adivinar su ralea. Nada raro, a decir verdad, porque manifestaciones
como ésta, inocuas y en sordina, hacía años que se repetían con frecuencia. Y
también esta vez la fuerza pública había dejado hacer. No obstante, las informaciones
secretas de la Prefectura hacían temer en un plazo de pocas horas una maniobra de
gran envergadura para conquistar el poder. Se había avisado inmediatamente a Roma,
se había puesto a policía y carabineros en estado de alerta y acuartelado, asimismo, a
las unidades del ejército. Tampoco se podía excluir, sin embargo, que fuese una falsa
alarma. Ya había ocurrido otras veces. Los propios Morzi difundían rumores de este
tipo, siendo éste uno de sus juegos favoritos.
Sin embargo, como suele suceder, una vaga y sorda sensación de peligro se había
extendido por la ciudad, No había ocurrido nada concreto que la justificara, no había
siquiera rumores que hicieran referencia a nada preciso, nadie sabía nada, y sin
embargo reinaba en el ambiente una tensión palpable. Aquella noche, después de salir
de las oficinas, muchos ciudadanos apretaban el paso en dirección a su casa,
escrutando con aprensión el camino, temerosos de ver avanzar desde el fondo una
masa oscura que bloqueara la calle. No era la primera vez que la tranquilidad de los
ciudadanos se veía amenazada; muchos comenzaban a estar acostumbrados. Por esta
razón, la mayoría continuó dedicándose a sus ocupaciones como si fuera una noche
como otra cualquiera. Con todo, resultaba singular una circunstancia que muchos
advirtieron: si bien, filtrado a través de quién sabe qué indiscreciones, un
presentimiento de cosas grandes había empezado a serpentear por aquí y por allá,
nadie hablaba de ello. En un tono acaso diferente del habitual, con sobreentendidos
herméticos, se desarrollaban las conversaciones nocturnas de costumbre, se decía
hola y adiós sin apostillas, se quedaba para el día siguiente, se prefería, en definitiva,
no aludir de forma abierta a aquello que de un modo u otro reinaba en todos los
ánimos, como si hablar de ello pudiera romper el encanto, traer mala suerte, provocar
la desgracia; del mismo modo que en los buques de guerra es ley no formular a bordo
ni siquiera en son de broma hipótesis de torpedeos o cañonazos.
Entre aquellos que pasaban por alto tales preocupaciones más que los demás se
hallaba sin lugar a dudas el maestro Claudio Cottes, hombre cándido, en
determinados aspectos incluso obtuso, para el cual nada existía en el mundo fuera de
la música. Rumano de nacimiento (si bien pocos lo sabían), se había establecido en

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Italia siendo muy joven, en los años dorados, a principios de siglo, cuando su
prodigiosa precocidad como virtuoso le había procurado la celebridad en poco
tiempo, Extinguidos luego en el público los primeros fanatismos, había seguido
siendo un magnífico pianista, quizá más delicado que potente, que recorría
periódicamente las principales ciudades europeas para ciclos de conciertos, invitado
por las más renombradas instituciones filarmónicas; esto aproximadamente hasta el
año 40. Lo que más le agradaba recordar eran los éxitos que más de una vez había
alcanzado en las temporadas sinfónicas de la Scala. Obtenida la ciudadanía italiana,
se había casado con una milanesa y ocupado con suma probidad la cátedra de piano
del curso superior en el Conservatorio. Ahora se consideraba milanés y menester es
admitir que, en su ambiente, pocos había que supieran hablar el dialecto mejor que él.
Si bien estaba jubilado —no conservaba más que el cargo honorario de miembro
del tribunal en algunas sesiones de exámenes en el Conservatorio—, Cottes seguía
viviendo sólo para la música, no frecuentaba más que a músicos y melómanos, no se
perdía un concierto y seguía con una especie de azorada timidez los éxitos de su hijo
Arduino, compositor de veintidós años de prometedor talento. Decimos timidez
porque Arduino era un joven muy reservado, extremadamente parco en confianzas y
expansiones, de una sensibilidad incluso exagerada. Desde que se había quedado
viudo, el viejo Cottes se hallaba, por decirlo así, inerme y cohibido frente a él. No le
entendía. No sabía qué vida llevaba. No dejaba de darse cuenta de que sus consejos,
también en materia musical, caían en el vacío.
Cottes nunca había sido un hombre guapo. Ahora, a los sesenta y siete años, sí era
un viejo guapo, de aquellos que se acostumbra llamar aparentes. Con los años se le
había acentuarlo un vago parecido a Beethoven; él, quizá sin saberlo, se complacía en
tratar con cariño esos cabellos blancos, largos y vaporosos que daban a su cabeza un
halo muy «artístico». Un Beethoven no trágico, más bien bondadoso, de sonrisa fácil,
sociable, dispuesto a ver lo bueno en casi todos sitios; «casi», porque en materia de
pianistas lo raro era que no torciera el gesto. Era su único punto débil y se le
perdonaba con facilidad. «¿Qué, maestro?», le preguntaban sus amigos durante los
descansos. «Por mí bien. Pero si hubiera sido Beethoven…», respondía en dialecto; o
bien: «¿Que por qué? ¿Lo habrá oído alguna vez? Pero si se ha dormido…», o
parecidas gracias fáciles de viejo cuño, ya tocara Backhaus, Cortot o Gieseking.
Esta natural sencillez —de hecho, tampoco se había amargado al verse excluido,
por causa de la edad, de la activa vida artística—, hacía que resultara simpático a todo
el mundo y le garantizaba un tratamiento preferente por parte de la dirección de la
Scala. En la temporada lírica lo de menos son los pianistas y, en las veladas algo
difíciles, la presencia en la platea del bueno de Cottes constituía un pequeño núcleo
de optimismo garantizado. Cuando menos, se podía contar con sus personalísimos
aplausos como norma; y era probable que el ejemplo de un concertista antaño famoso

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indujese a muchos discrepantes a moderarse, a los indecisos a aprobar, y a los tibios a
un respaldo más manifiesto. Eso sin contar con su aspecto sumamente escalígero y
sus pasados méritos como pianista. Su nombre, por tanto, figuraba en la secreta y
parca lista de los «abonados perpetuos exentos de pago». La mañana de cada día de
premiére aparecía sin falta en su buzón de la portería de la via della Passione 7 una
entrada con una butaca. Sólo para los estrenos que se auguraban de escasa
recaudación las butacas eran dos, una para él y otra para su hijo. Esto, por lo demás, a
Arduino le traía sin cuidado; prefería apañárselas solo, con sus amigos, y asistir a los
ensayos generales, en que no hay obligación de ir bien vestido.
Precisamente, Cottes hijo había escuchado el día anterior el último ensayo de La
matanza de los inocentes. Había hablado incluso de ello con su padre durante el
almuerzo, en términos muy nebulosos, tal como acostumbraba. Había hecho alusión a
ciertas «interesantes resoluciones tímbricas», a una «polifonía muy elaborada», a las
«vocalizaciones más deductivas que inductivas» (palabras, éstas, pronunciadas con
una mueca de desdén) y demás. Su ingenuo padre no había conseguido saber si la
obra era buena o no, ni siquiera si había gustado o no a su hijo. Tampoco se empeñó
en lograrlo. Los jóvenes le habían acostumbrado a su jerga misteriosa, a cuyas
puertas, intimidado, se quedó también esa vez.
Ahora estaba solo en casa. La sirvienta, que iba por horas, se había marchado.
Arduino comía fuera y el piano, gracias al Cielo, estaba mudo. Él «gracias al Cielo»
se hallaba sin duda en el ánimo del viejo concertista; con todo, nunca habría tenido
valor para confesarlo. Cuando su hijo componía, Claudio Cottes entraba en un estado
de extrema agitación interna. De aquellos acordes aparentemente inexplicables
aguardaba a cada momento, con una esperanza casi visceral, que saliese finalmente
cualquier cosa parecida a música. Comprendía que era una debilidad de músico
caduco, que no se podían recorrer de nuevo los antiguos caminos. Se repetía que lo
agradable debía evitarse como señal de impotencia, de decrepitud, de marchita
nostalgia. Sabía que el nuevo arte debía ante todo hacer sufrir a los oyentes, y que ésa
era la señal, decían, de su vitalidad. Pero era superior a él. A veces, mientras
escuchaba en el cuarto de al lado, entrelazaba los dedos de las manos con tanta fuerza
que los hacía crujir, como si con ese esfuerzo fuera a ayudar a su hijo a «liberarse».
Sin embargo, su hijo no se liberaba; fatigosamente, las notas se enredaban cada vez
más, los acordes adoptaban sonidos aún más hostiles, todo quedaba allí suspendido o
caía a plomo abruptamente en nuevas fricciones obstinadas. Que Dios lo bendijera.
Burladas, las manos del padre se separaban y, temblando un poco, se apresuraban a
encender un cigarrillo.
Cottes estaba solo, se sentía a gusto, un aire tibio entraba por las ventanas
abiertas. Eran las ocho y media, pero el sol todavía brillaba. Se estaba vistiendo,
cuando sonó el teléfono. «¿Está el maestro Cottes?», dijo una voz desconocida. «Sí,

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soy yo», respondió. «¿El maestro Arduino Cottes?». «No, yo soy Claudio, el padre».
La comunicación se cortó. Volvió al dormitorio y el teléfono sonó de nuevo. «Pero
Arduino ¿está o no?», preguntó la misma voz de antes con un tono de voz casi
grosero. «No, no está», respondió el padre intentando devolver la brusquedad. «¡Pues
peor para él!», dijo el otro, e interrumpió la comunicación. Qué modales, pensó
Cottes, ¿y quién podía ser? ¿Qué clase de amigos frecuentaba ahora Arduino? ¿Y qué
podía significar aquel «peor para él»? La llamada le dejó un poco fastidiado.
Afortunadamente, le duró poco.
Ahora, el viejo artista contemplaba en el espejo del armario su frac a la antigua,
largo, con una caída perfecta, apropiado a su edad y al mismo tiempo muy bohémien.
Inspirándose, al parecer, en el ejemplo del legendario Joachim, Cottes, para
distinguirse del chato conformismo, tenía la vanidad de ponerse el chaleco negro.
Como los camareros, exacto, pero ¿quién en el mundo, aunque fuera ciego, habría
podido confundirle a él, Claudio Cottes, con un camarero? Aunque tenía calor, se
puso un abrigo ligero para evitar la curiosidad indiscreta de los transeúntes y, después
de coger unos pequeños binoculares, salió de casa sintiéndose casi feliz.
Era una noche deliciosa de principios de verano, de esas en que incluso Milán
consigue representar el papel de ciudad romántica, con las calles tranquilas y
semidesiertas, el perfume de los tilos que salía de los jardines y la luna como la hoja
de una hoz en medio del cielo. Saboreando por anticipado la brillante velada, el
encuentro con tantos amigos, las conversaciones, la contemplación de mujeres
hermosas, el vino espumoso que habría seguramente en la recepción anunciada para
después del espectáculo en el salón de descanso del teatro, Cottes tomó por la via
Conservatorio; el camino era así un poco más largo, pero le permitía ahorrarse la
visión, para él sumamente desagradable, de los Navigli cubiertos.
Allí el maestro se topó con un espectáculo extraño. Un joven de largos cabellos
rizados cantaba en la acera una romanza napolitana sosteniendo un micrófono a
pocos centímetros de su boca. Del micrófono salía un cable que iba a una caja con un
acumulador, una instalación de amplificación y altavoz de la cual la voz salía con
tanta insolencia que resonaba entre los edificios. Había en aquel canto una especie de
desahogo salvaje, cólera, y aunque las conocidas palabras fueran de amor, habríase
dicho que el joven profería una amenaza. Alrededor, siete u ocho muchachitos de
aspecto pasmado y punto. A un lado y otro de la calle, las ventanas estaban cerradas y
echadas las persianas, como si se negaran a escuchar. ¿Estaban vacías todas aquellas
viviendas? ¿O acaso los inquilinos se habían encerrado, simulando estar ausentes, por
temor a alguna cosa? Cuando Claudio Cottes pasó, el cantante, sin moverse, aumentó
tanto la intensidad de las emisiones que el altavoz comenzó a vibrar: era una
perentoria invitación a poner dinero en el platillo colocado encima de la caja. Pero el
maestro, perturbado en su ánimo, ni siquiera sabía él cómo, pasó de largo apretando

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el paso. Y durante muchos metros sintió en sus hombros el peso de un par de ojos
vengativos.
«¡Además de bellaco, malo!», imprecó en su interior el maestro al pedigüeño. La
desvergüenza de la exhibición le había estropeado, vaya a saber por qué, el buen
humor. Pero todavía le fastidió más un breve encuentro con Bombassei, un joven
formidable que había sido alumno suyo en el Conservatorio y ahora trabajaba de
periodista. «¿A la Scala, maestro?», le preguntó al ver por el escote del abrigo la
corbata blanca.
—¿Acaso pretendes insinuar, insolente muchacho, que a mi edad ya sería hora…?
—dijo él solicitando, ingenuo, un cumplido.
—Bien sabe usted —dijo el otro— que la Scala no sería la Scala sin el maestro
Cottes. Pero ¿y Arduino? ¿Cómo es que no va?
—Arduino vio ya el ensayo general. Esta noche tenía que hacer.
—Ah, ya entiendo —dijo Bombassei con una sonrisa de astuto entendimiento—.
Esta noche… habrá preferido quedarse en casa…
—¿Y por qué tendría que hacerlo? —preguntó Cottes advirtiendo la segunda
intención.
—Esta noche hay demasiados amigos de paseo… —y el joven hizo un gesto con
la cabeza señalando a la gente que pasaba—. Por otra parte, en su lugar, yo haría lo
mismo… Pero perdone, maestro, viene mi tranvía… ¡Que lo pase bien!
El viejo se quedó allí suspenso, inquieto, sin comprender. Miró a la gente y no
consiguió advertir nada raro, salvo que quizá había menos que de costumbre, y la
poca que había tenía un aspecto descuidado y en cierto modo sumamente ansioso.
Las palabras de Bombassei seguían siendo un enigma, pero a su mente afloraban
recuerdos fragmentarios y confusos, medias palabras pronunciadas por su hijo,
nuevos compañeros salidos de no se sabía dónde en los últimos tiempos, ocupaciones
nocturnas que Arduino nunca había explicado, soslayando sus preguntas con vagas
excusas. ¿Se había metido su hijo en algún lío? ¿Pero qué tenía de extraordinario
aquella noche? ¿Y quiénes eran esos «demasiados amigos de paseo»?
Dándole vueltas a estos problemas llegó a la plaza de la Scala. Allí, los
pensamientos desagradables se esfumaron inmediatamente ante la visión consoladora
del bullicio a la puerta del teatro, de las señoras que se desplazaban con un presuroso
ondear de colas y de velos, de la multitud que curioseaba, de los formidables
automóviles detenidos en una larga hilera y a través de cuyos cristales se entreveían
joyas, escotes blancos, hombros desnudos. Cuando estaba a punto de comenzar una
noche amenazadora, quizá incluso trágica, la Scala, imperturbable, mostraba el
esplendor de los viejos tiempos. Nunca en las últimas temporadas se había visto un
concierto tan opulento y dichoso de hombres, espíritus y cosas. La propia inquietud
que había empezado a extenderse por la ciudad acrecentaba probablemente la

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animación. Quien supiera podía pensar que todo un mundo dorado y exclusivo se
refugiaba en su amada ciudadela, como los nibelungos en su palacio a la llegada de
Atila, para una última noche loca de gloria. Pero en realidad pocos sabían. La
mayoría más bien tenía la impresión —tal era la suavidad de la noche— de que con
los últimos vestigios del invierno había acabado un período turbulento y de que se
anunciaba un verano largo y sereno.
Arrastrado por el torbellino de la multitud, muy pronto, sin apenas darse cuenta,
Claudio Cottes se halló en la platea, en medio del resplandor de las luces. Eran las
nueve menos diez y el teatro estaba ya atestado. Cottes miró a su alrededor, extasiado
como un muchachito. Los años habían pasado, pero su primera sensación al entrar en
aquella sala seguía siendo pura y vívida, como la que se experimenta delante de los
grandes espectáculos de la naturaleza. Muchos otros con quienes cambiaba ahora
fugaces gestos de saludo experimentaban lo mismo, lo sabía. De allí nacía una
peculiar fraternidad, una especie de inocua masonería que a los extraños, a aquellos
que no formaban parte de ella, quizá les pareciera un poco ridícula.
¿Quién faltaba? Los expertos ojos de Cottes inspeccionaron sector por sector el
abundante público, hallando a todo el mundo en su lugar. A su lado se sentaba el
famoso pediatra Ferro, que habría dejado morir de difteria a miles de sus pequeños
clientes antes de perderse un estreno (el pensamiento sugirió incluso a Cottes un
gracioso retruécano en relación con Herodes y los niños de Galilea que se prometió
utilizar más tarde). A su derecha, la pareja que alguna vez había definido como los
«parientes pobres», un hombre y una mujer ya mayores, vestidos de ceremonia, sí,
pero siempre con la misma ropa gastada, que no faltaban a ningún estreno, aplaudían
con idéntico ardor cualquier cosa que pusieran, no hablaban con nadie, no saludaban
a nadie y no cambiaban una palabra ni siquiera entre ellos; hasta el punto de que
todos los consideraban claqueurs de lujo, desplazados al sector más aristocrático de
la platea para dar vía libre a los aplausos. Más allá, el excelente profesor Schiassi,
economista, famoso por haber seguido años y años a Toscanini allí adonde fuese a dar
un concierto; y como entonces anduviera escaso de dinero, viajaba en bicicleta,
dormía en los parques y comía las provisiones que llevaba en una mochila; parientes
y amigos pensaban que estaba un poco loco, pero lo querían igual. Y ahí estaba el
ingeniero Beccian, de canales y puertos, tan rico que quizá fuera hasta
multimillonario, melómano humilde e infeliz que, habiendo sido nombrado hacía un
mes consejero de la Sociedad del Cuarteto (por lo cual había suspirado durante
decenas de años como un enamorado y había hecho indecibles esfuerzos
diplomáticos), le había acometido tal ataque de soberbia en su casa y en su empresa,
que se había vuelto insoportable, y él, que antes no osaba dirigir la palabra al último
de los contrabajos, pontificaba ahora sobre Purcell y D’Indy. Y allí, con su minúsculo
marido, la bellísima Maddi Canestrini, antigua dependienta que a cada nueva ópera se

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hacía catequizar por la tarde por un profesor de historia de la música para no hacer
ningún papelón; nunca su célebre busto se había podido admirar en tanta plenitud y,
verdaderamente, resplandecía entre la multitud, como dijo uno, igual que el faro en el
cabo de Buena Esperanza. Allí estaba la princesa Wurz-Montague, con su gran nariz
de pájaro, venida expresamente de Egipto con sus cuatro hijas. Allí, en el palco más
bajo del proscenio, brillaban los ávidos ojos del barbudo conde Noce, asiduo tan sólo
a las óperas que prometieran la aparición de bailarinas, y que en tal circunstancia,
desde tiempo inmemorial, expresaba incansablemente su satisfacción con la fórmula
invariable: «Ah, ¡qué figuras! Ah, ¡qué piernas!». En un palco del primer piso, toda la
tribu de los Salcetti, vieja familia milanesa que se jactaba de no haberse perdido un
estreno de la Scala desde 1837. Y en el cuarto piso, casi encima del proscenio, la
pobre marquesa Marizzoni, con madre, tía e hija núbil, que miraban de reojo con
amargura al suntuoso palco 14 del segundo piso, su feudo, que se habían visto
obligadas a abandonar este año por restricciones económicas; resignadas a gastar en
el abono un octavo de lo que acostumbraban, permanecían allí arriba, entre las
palomas, rígidas y comedidas como abubillas, procurando pasar inadvertidas. Entre
tanto, velado por un edecán en uniforme, un obeso príncipe indio no muy bien
identificado daba cabezadas y, obedeciendo al ritmo de su respiración, la aigrette de
su turbante subía y bajaba, asomando fuera del palco. Poco más allá, con un vestido
color rojo vivo que causaba estupor, abierto por delante hasta la cintura, los brazos
desnudos con un cordón negro enroscado en ellos como una serpiente, se hallaba de
pie, para hacerse admirar, una impresionante mujer de unos treinta años; una actriz de
Hollywood, decían, pero las opiniones acerco de su nombre eran discordantes. A su
lado se sentaba, inmóvil, un niño guapísimo y espantosamente pálido que parecía que
fuera a morirse de un momento a otro. En cuanto a los círculos rivales de la nobleza y
de la burguesía adinerada, habían renunciado a la elegante costumbre de dejar los
balcones de proscenio medio vacíos. Los «señoritos» mejor provistos de Lombardía
se hacinaban ahí en apretados racimos de rostros bronceados, de camisas brillantes,
de fracs de los mejores sastres. Para confirmar el éxito de la velada, se veía, además,
contra lo acostumbrado, gran número de mujeres hermosas con décolletés sumamente
atrevidos, Cottes se propuso entregarse de nuevo, durante algún descanso, a una
distracción que acostumbraba permitirse en sus años mozos: abismarse tales
panoramas desde lo alto. Y en su interior escogió como observatorio el palco del
cuarto piso en que destellaban las esmeraldas gigantescas de Flavia Sol, excelente
contralto y buena amiga.
Sólo un palco, semejante a un ojo tenebroso y fijo en medio de un tremolar de
flores, contrastaba con este frívolo esplendor. Estaba en el tercer piso y en él se
hallaban, sentados uno a cada lado y un tercero de pie, tres señores de treinta a
cuarenta años con trajes cruzados de color negro, corbatas oscuras y rostros enjutos y

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sombríos. Inmóviles, átonos, ajenos a todo aquello que sucedía a su alrededor,
volvían obstinadamente la mirada hacia el telón, como si éste fuese la única cosa
digna de interés: parecían, no espectadores que hubieran acudido para disfrutar, sino
jueces de un siniestro tribunal que, pronunciada la sentencia, aguardaran su ejecución
y durante la espera prefirieran no mirar a los condenados, no ya por piedad, sino por
repugnancia. Más de uno se paró a observarlos, experimentando cierto malestar.
¿Quiénes eran? ¿Cómo se permitían entristecer a la Scala con su aspecto fúnebre?
¿Era una provocación? ¿Y con qué objeto? También el maestro Cottes, cuando reparó
en ellos, se quedó un poco perplejo. Una maligna disonancia. Y experimentó una
oscura sensación de temor, hasta el punto de que no se atrevió a levantar hacia ellos
sus binoculares. Entre tanto se apagaron las luces. Resaltó en la oscuridad el blanco
reflejo que ascendía de la orquesta y surgió allí la descarnada figura de su director,
Max Nieberl, el especialista en música moderna.
Si aquella noche había en la sala hombres temerosos o inquietos, la música de
Grossgemüth, la ansiedad del Tetrarca, las impetuosas y casi ininterrumpidas
intervenciones del coro, encaramado como una bandada de cuervos sobre una especie
de roca cónica (sus imprecaciones caían como cataratas sobre el público,
sobresaltándolo a menudo), los extravagantes decorados, no estaban concebidos para
tranquilizarlos. Sí, había energía, pero a qué precio. Instrumentos, músicos, coro,
cantantes, cuerpo de baile (que se hallaba casi siempre en el escenario para dar
minuciosas explicaciones mímicas, mientras que los protagonistas raras veces se
movían), director, e incluso espectadores, se veían sometidos al máximo esfuerzo que
se les podía exigir. Cuando concluyó la primera parte, estalló el aplauso no tanto a
modo de aprobación como por la común necesidad física de liberar la tensión. Toda la
maravillosa sala vibraba. A la tercera llamada compareció entre los intérpretes la
elevada figura de Grossgemüth, quien correspondía con brevísimas y casi forzadas
sonrisas, inclinando rítmicamente la cabeza. Claudio Cottes se acordó de los tres
lúgubres señores y, sin parar de aplaudir, levantó los ojos para mirarlos: todavía
estaban allí, inmóviles e inertes como antes, no se habían desplazado un milímetro,
no aplaudían, no hablaban, ni siquiera parecían personas con vida. ¿Serían
maniquíes? Permanecieron en la misma posición aun después de que la mayor parte
de la gente hubo salido al salón de descanso.
Precisamente durante el primer descanso los rumores de que fuera, en la ciudad,
se estaba gestando una especie de revolución se extendieron entre el público. Pero
también entonces se difundieron en sordina, poco a poco, gracias a una instintiva
inhibición de la gente, No consiguieron prevalecer, ciertamente, sobre las encendidas
discusiones sobre la ópera de Grossgemüth, en las que el viejo Cottes participó sin
expresar juicios, con jocosos comentarios en milanés. Al fin sonó el timbre para
anunciar la conclusión del entr’acte. Cuando bajaba por la escalera de la parte del

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Museo del teatro, Cottes se encontró al lado de un conocido cuyo nombre no
recordaba, quien, al reparar en él, le sonrió con expresión astuta.
«Ah, querido maestro», dijo, «me alegro de verle, precisamente tenía deseos de
decirle una cosa…». Hablaba lentamente y con una pronunciación muy afectada.
Entre tanto, bajaban. Hubo un atasco, por un instante se separaron. «Ah, aquí está»,
prosiguió el conocido cuando se volvieron a juntar, «¿dónde se había metido? ¿Sabe
que por un momento he pensado que se lo había tragado la tierra…? ¡Como a Don
Giovanni! ». Y le pareció haber encontrado un símil muy gracioso porque se echó a
reír con ganas; y no paraba. Era un señor pálido, de aspecto incierto, un intelectual de
buena familia venido a menos, habríase dicho a juzgar por su smoking de corte
anticuado, su camisa floja de dudosa frescura y sus uñas de luto. El viejo Cottes,
incómodo, aguardaba. Casi habían llegado abajo.
—Bueno —prosiguió, circunspecto, el conocido visto quién sabía dónde—, debe
prometerme que considerará lo que le voy a decir como una comunicación
confidencial… confidencial, ¿me explico? Quiero decir que no se imagine cosas que
no son… Ni se le ocurra considerarme, ¿cómo decirlo?, un representante oficioso…
un portavoz, ese es el término que se usa hoy, ¿no?
—Sí, sí —dijo Cottes sintiendo renacer en él el mismo malestar experimentado al
encontrarse con Bombassei, si bien todavía más agudo—, sí… Pero le aseguro que no
entiendo nada… —Sonó el segundo timbrazo de llamada. Estaba en el pasillo que
corre, a la izquierda, a un lado de la platea. Iban a abordar la escalerilla que lleva a las
butacas.
Allí el extraño señor se detuvo. «Debo dejarle», dijo. «Yo no estoy en la platea…
Bueno… bastará que le diga esto: su hijo, el compositor… quizá sería mejor… un
poco más de prudencia, eso es… ya no es ningún niño, ¿verdad, maestro?… Pero
vaya, vaya, que ya han apagado las luces… Y yo he hablado incluso demasiado,
¿sabe?». Rió, inclinó la cabeza sin darle la mano, y se fue con rapidez, casi a la
carrera, por la alfombra roja del pasillo desierto.
De forma mecánica, el viejo Cottes se adentró en la sala ya a oscuras, pidió
disculpas y llegó a su asiento. En su interior reinaba el tumulto. ¿Qué estaba
tramando aquel loco de Arduino? Parecía que todo Milán lo supiera mientras que él,
su padre, no alcanzaba siquiera a imaginárselo. ¿Y quién era ese misterioso señor?
¿Dónde se lo habían presentado? Intentaba recordar, sin éxito, las circunstancias de
su primer encuentro. Le pareció poder excluir los ambientes musicales. ¿Dónde,
entonces? ¿Quizá en el extranjero? ¿En algún hotel estando de veraneo?
No, no conseguía recordarlo en absoluto. Mientras tanto, en el escenario, la
provocativa Martha Witt, en bárbara desnudez, avanzaba con sinuosidad de serpiente
como encarnación del Miedo, o algo similar, que entraba en el palacio del Tetrarca.
Como se pudo, se alcanzó también el segundo entraste. Apenas se encendieron

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las luces, el viejo Cottes buscó al rededor, ansiosamente, al señor de antes. Le
preguntaría, haría que le explicará; una aclaración no se la podía negar. Pero el
hombre no aparecía. Por fin, su mirada, extrañamente atraída, se posó en el palco de
los tres lúgubres individuos. Ya no eran tres; manteniéndose un tanto atrás, ahora
había un cuarto, éste en smoking, pero también macilento. Un smoking de corte
anticuado (ahora Cottes no vaciló en mirar con los binoculares), una camisa floja de
dudosa frescura. Y, a diferencia de los otros tres, el nuevo reía con expresión astuta.
Un escalofrío recorrió la espalda del maestro Cottes.
Se volvió hacia el profesor Ferro como aquel que, hundiéndose en el agua, aferra
sin vacilar el primer asidero que se le presenta.
—Perdone, profesor —preguntó con precipitación—, ¿sabría usted decirme
quiénes son aquellos individuos de ese palco, allí en el tercer piso, justo a la izquierda
de aquella señora que va de violeta?
—¿Esos nigromantes? —dijo riendo el pediatra—. ¡Son el Estado Mayor! ¡El
Estado Mayor casi al completo!
—¿El Estado Mayor? ¿Qué Estado Mayor?
Ferro parecía divertido:
—Por lo menos lo que es usted, maestro, vive siempre en las nubes. Dichoso
usted.
—¿Qué Estado Mayor? —insistió Cottes irritado.
—¡El de los Morzi, bendito de Dios!
—¿Los Morzi? —repitió el viejo… Los Morzi, terrible nombre. Él, Cottes, no
estaba ni a favor ni en contra. De eso no entendía, nunca había querido interesarse en
tales cuestiones, sólo sabía que eran peligrosos, que era mejor no meterse con ellos. Y
aquel desventurado de Arduino se les había enfrentado, se había atraído su enemistad.
No había otra explicación. A la política, a las intrigas se dedicaba así pues aquel
muchacho sin dos dedos de frente en vez de poner algo de sentido común en su
música. Un padre indulgente, sí, discreto, comprensivo a más no poder; ¡pero al día
siguiente sabía Dios que le habría de oír! ¡Exponerse a una desgracia por un capricho
idiota! Al mismo tiempo renunció a la idea de interpelar al señor de poco antes.
Comprendía que sería inútil, cuando no perjudicial. Los Morzi eran gente que no se
andaba con bromas. Y gracias que habían tenido la delicadeza de avisarle. Miró
detrás de sí. Tenía la sensación de que toda la sala lo estaba mirando con
desaprobación. Mala gente, los Morzi. Y poderosos. Escurridizos. ¿Por qué meterse a
provocarlos?
Volvió en sí con esfuerzo.
—¿Se siente bien, maestro? —le preguntaba el profesor Ferro.
—¿Cómo? ¿Por qué …? —respondió, regresando poco a poco a la superficie.
—He visto que se ponía pálido… Pasa a veces con este calor… Perdone…

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Le dijo:
—Al contrario… se lo agradezco… de hecho he tenido un desfallecimiento… ¡Ya
soy viejo! —concluyó en dialecto. Se incorporó y se dirigió a la salida. E, igual que
por la mañana el primer rayo de sol desvanece las pesadillas que han obsesionado al
hombre durante toda la noche, el espectáculo de toda aquella humanidad acaudalada,
rebosante de salud, elegante, perfumada y viva entre los mármoles del salón de
descanso, rescató al viejo artista de las tinieblas en que la revelación le había hecho
sumirse. Resuelto a distraerse, se acercó a un grupito de críticos que estaban
conversando.
—En todo caso —decía uno—, los coros siguen estando ahí, eso no se puede
negar.
—Pero los coros son a la música —dijo un segundo— como las cabezas de viejo
a la pintura. El efecto pronto se logra, pero del efecto nunca se desconfía bastante.
—Está bien —dijo un colega célebre por su espontaneidad—. Pero entonces, ¿qué
ocurre?… La música actual no busca efectos, no es frívola, no es pasional, no se
puede repetir de memoria, no es instintiva, no es fácil, no es vulgar… perfecto. Pero
¿me pueden decir qué queda?
Cottes pensó en la música de su hijo.
Fue un gran éxito. Es poco probable que hubiera en toda la Scala alguien a quien
gustara sinceramente la música de la Matanza. Pero anidaba en la generalidad el
deseo de mostrarse a la altura de las circunstancias, de figurar en la vanguardia. En
este sentido se entabló tácitamente una especie de competición para superarse.
Además cuando uno escruta una música con sus cinco sentidos para descubrir en ella
toda posible belleza, genialidad creativa y significado oculto, la autosugestión trabaja
sin freno. Por otra parte, ¿cuándo se habla visto que alguien se divirtiese con las
óperas modernas? Se sabía de partida que los nuevos grandes maestros rehúyen
divertir. Era tontería pretenderlo. Para el que quisiera divertirse ¿no estaban acaso el
teatro de variedades, los «luna park» de los bastiones? Por lo demás, aquella
exasperación nerviosa a la que llevaban la orquestación de Grossgemüth, las voces
siempre empleadas en el máximo registro y, especialmente, los machacones coros, no
era desdeñable en absoluto. Aunque fuera de forma brutal, el público en cierto
sentido había experimentado una conmoción, ¿cómo negarlo? El desasosiego que se
acumulaba en los espectadores y les obligaba, apenas se hacía el silencio, a aplaudir,
a gritar «bravo», a revolverse, ¿no era lo máximo a que podía aspirar un compositor?
Con todo, el verdadero entusiasmo lo desató la última, larga y apremiante escena
del «oratorio», cuando los soldados de Herodes irrumpieron en Belén en busca de los
niño s y las madres se los disputaron a la puerta de las casas hasta que aquéllos se
salieron con la suya, entonces el cielo se oscureció y, desde el fondo del escenario, un
acorde altísimo de trompetas anunció la salvación del Señor. Hay que decir que

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escenógrafo, figurinista y, sobre todo, Johan Monclar, autor de la coreografía e
inspirador de todo el montaje escénico, habían conseguido evitar toda posible
interpretación ambigua: el conato de escándalo sucedido en París los había puesto en
guardia. De modo que Herodes, no es que se pareciese a Hitler, pero tenía sin duda un
aspecto decididamente nórdico que recordaba más a Sigfrido que al señor de Galilea.
Y sus soldados, especialmente por la forma del casco, tampoco se prestaban a
equívocos. «Pero esto», dijo Cottes en dialecto, «poco tiene que ver con el palacio de
Herodes». ¡Deberían haber escrito ahí encima «Oberkommandantur»!
Los cuadros escénicos gustaron mucho. Efecto irresistible, como se ha dicho,
ejerció la trágica danza final de los verdugos y de las madres, mientras el coro, en su
roca, rabiaba por intervenir. La caracterización, por decirlo así, de Monclar (no
excesivamente innovadora, por lo demás) fue de suma sencillez. Los soldados iban
completamente de negro, incluido el rostro; las madres, completamente de blanco, y
representaban a los niños una especie de pupi hechos al torno (según diseño, constaba
en el programa, del escultor Ballarin), de color rojo vivo, impolutos y, precisamente
por su pulcritud, emocionantes. Las sucesivas composiciones y descomposiciones de
aquellos tres elementos, blanco, negro y rojo, sobre el fondo violáceo del pueblo, que
se precipitaban a un ritmo cada vez más apremiante, se vieron interrumpidas a
menudo por los aplausos. «Mira qué radiante está Grossgemüth», exclamó una señora
detrás de Cottes cuando el autor avanzó hasta la corbata. «¡Menudo mérito!», replicó
él en dialecto. «¡Pero si tiene la cabezota como una bombilla!». De hecho, el célebre
compositor estaba calvo (¿o acaso afeitado?) como un huevo.
El palco del tercer piso que habían ocupado los Morzi ya estaba vacío.
En esta atmósfera de satisfacción, mientras la mayor parte del público se iba a
casa, la créme afluyó con rapidez al salón de descanso para la recepción. En los
ángulos del resplandeciente salón se habían colocado suntuosos floreros con
hortensias blancas y rosas, escondidos hasta el momento. En cada una de las dos
puertas recibían a los invitados, por una parte, el director artístico, el maestro Rossi-
Dani, y por otra el director del teatro, el doctor Hirsch, con su fea pero
exquisitamente educada mujer. Un poco más atrás de ellos, pues le gustaba hacer
sentir su presencia pero al mismo tiempo no quería ostentar una autoridad que no
tenía oficialmente, la señora Passalacqua, más frecuentemente llamada «doña Clara»,
charlaba con el venerable maestro Corallo. Antigua secretaria y brazo derecho,
muchos años atrás, del maestro Tarra, el director artístico de entonces, la Passalacqua,
viuda desde hacía por lo menos treinta años, rica por su casa, emparentada con la
mejor burguesía industrial de Milán, había conseguido que la consideraran
indispensable aun después de la muerte de aquél. Naturalmente, tenía enemigos, que
la definían como una intrigante, pero incluso éstos se apresuraban a obsequiarla si se
la encontraban.

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Aunque probablemente no existiera ningún motivo para ello, se la temía. Los
sucesivos directores administrativos y artísticos del teatro no habían tardado en intuir
la ventaja de tenerla de su parte. Le preguntaban cuando se trataba de planear la
programación del año, le consultaban acerca de los repartos y, cuando surgía
cualquier problema con la autoridad o con los artistas, se la llamaba siempre para
solucionarlo; algo en lo cual, menester es decirlo, era sumamente diestra. Por lo
demás, para cubrir las apariencias, doña Clara era consejera del Ente autónomo desde
tiempo inmemorial: un cargo prácticamente vitalicio que nunca nadie había tomado
en consideración cuestionar. Sólo un director nombrado por el fascismo, el
commendatore Mancuso, hombre de óptima pasta pero carente de cualquier noción
del arte de marear en la vida, había intentado arrinconarla; pero al cabo de tres meses,
nadie sabe por qué, fue sustituido.
Doña Clara era una mujer feíta, pequeña, magra, de aspecto insignificante,
descuidada en el vestir. Una fractura de fémur que había sufrido en su juventud al
caerse de un caballo la había dejado un poco coja (de ahí el mote de «diabla coja»
que le daba el clan adversario). Sin embargo, al cabo de pocos minutos sorprendía la
inteligencia que iluminaba su rostro. Aunque parezca extraño, más de uno se había
enamorado de ella. Ahora, pasados los sesenta años, también por aquella especie de
prestigio que le daba la edad, veía consolidarse su poder como nunca. En realidad,
tanto el director como el director artístico eran poco más que funcionarios
dependientes de ella; pero sabía maniobrar con tanto tacto que no se daban cuenta de
esto y se creían poco menos que los dictadores del teatro.
La gente entraba en oleadas. Hombres célebres y respetados, torrentes de sangre
azul, toilettes recién llegadas de París, joyas célebres, bocas, hombros y senos a los
que ni los ojos más morigerados se podían resistir. Pero junto con todo esto entraba
también aquello, runrún remoto e indigno de crédito, que hasta entonces apenas había
destellado fugazmente entre la multitud sin herirla: el miedo. Los diferentes y
discordes rumores habían acabado por encontrarse y, confirmándose recíprocamente,
hacer presa. Aquí y allá se cuchicheaba, se decían secretos al oído, risitas escépticas,
exclamaciones incrédulas de aquellos que lo echaban todo a risa. En aquel momento,
seguido por los intérpretes, Grossgemüth compareció en el salón. Un tanto
laboriosamente, se hicieron las presentaciones, en francés. Luego el compositor, con
la indiferencia que da la costumbre, fue guiado hacia el buffet. A su lado estaba doña
Clara.
Como sucede en estos casos, los conocimientos de lenguas extranjeras se vieron
sometidos a dura prueba.
«Un chef d’ceuvre, véritablement, un vrai chef d’oeuvre!», repetía sin cesar el
doctor Hirsch, el director, napolitano a pesar de su nombre, que parecía no saber decir
otra cosa. Tampoco Grossgemüth, a pesar de vivir hacía decenios en el Delfinado, se

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mostraba demasiado suelto, y su acento gutural hacía la comprensión todavía más
difícil. Por lo que se refería al maestro Nieberl, el director de la orquesta, también
alemán, francés sabía poco. Hizo falta algún tiempo antes de que la conversación se
encarrilara. Único consuelo para los más galantes: la sorpresa de que Martha Witt, la
bailarina de Bremen, hablase pasablemente el italiano, incluso con un curioso acento
boloñés.
Mientras los camareros se deslizaban entre la gente con vasos de vino espumoso y
pastas, se formaron los grupos.
Grossgemüth hablaba en voz baja con la secretaria, de cosas al parecer muy
importantes.
—Je parie d'avoir apercu Lenotre —le decía—. Etesvous bien sure qu'il n' y soit
pas? —Lenotre era el crítico musical de Le Monde, que lo había destrozado en el
estreno de París; de haber estado presente esa noche, Grossgemüth habría conseguido
un formidable desquite. Pero monsieur Lenotre no estaba.
—A quelle heure pourrat on lire le «Corriere della Sera»? —continuaba
inquiriendo el gran maestro a doña Clara con el desparpajo propio de los grandes—.
C'est le journal qui a le plus d’autorité en Italie n’est ce pas, Madame?
—Au moins on le dit —respondió con una sonrisa doña Clara—. Mais jusqu'á
demain matin…
—On le fait pendant la nuit, n’est ce pas, Madame?
—Oui, il parait le matin. Mais je crois vous donner la certitude que ce sera una
espéce de panégyrique. On m’a dit que le critique, le maitre Fratt, avait l'air
rudement bouleversé.
—Oh, bien, ca serait trop, je pense. —Trató de improvisar un cumplido—.
Madame, cette soirée a la grandeur, et le bonheur aussi, de certains réves… Et, á
propos, je me rappelle un autre journal… le «Messaro», si je ne me trompe pas…
—Le «Messaro»? —doña Clara no comprendía.
—Peut étre le «Messaggero»? —sugirió el doctor Hirsch.
—Oui, oui, le «Messaggero» je voulais dire…
—Mais c'est á Rome, le «Messaggero»!
—Il a envoyé tout de meme son critique —anunció uno a quien desgraciadamente
nadie conocía con tono triunfal; después pronunció la frase que había de hacerse
célebre y cuya belleza sólo Grossgemüth pareció no captar.
Maintenant il est derriere á téléphoner son reportage!
—Ah, merci bien. J'aurais envie de la voir, demain, ce «Messaggero» —dijo
Grossgemüth inclinándose hacia la secretaria, y explicó—: Aprés tout c'est un journal
de Rome, vous comprenez?
En ese momento apareció el director artístico para ofrecer a Grossgemüth, en
nombre del Ente autónomo de la Scala, una medalla de oro grabada con la fecha y el

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título de la ópera en un estuche de raso azul. Siguieron las consabidas protestas del
agasajado, los agradecimientos, por unos instantes el gigantesco compositor pareció
realmente emocionado. Luego el estuche pasó a la secretaria. Ésta lo abrió para
admirar su contenido, sonrió extasiado y susurró al maestro: «Épatant! Mais ca, je
m’y connais, c'est du vermeil!».
El conjunto de los invitados, en cambio, se interesaba por otra cosa. No le
preocupaba la matanza de los inocentes, sino otra distinta. Que se esperaba una
acción de los Morzi había dejado de ser el secreto de unos pocos bien informados. El
rumor, a fuerza de circular, había Regado aun a aquellos que acostumbraban a estar
en la luna, como el maestro Claudio Cottes. Pero en el fondo, a decir verdad, no
muchos se lo creían. «Este mes incluso han reforzado la policía. Hay más de veinte
mil agentes sólo en la ciudad. Y luego están los carabineros… Y luego el ejército…»,
decían. «¡El ejército! Pero ¿quién nos garantiza lo que hará la tropa cuando llegue el
momento? Si se le ordenara abrir fuego, ¿dispararía?». «El otro día mismo hablé con
el general De Matteis. Dice que puede responder de la moral de la tropa… Claro que
las armas no son las más idóneas…». «¿Idóneas para qué?». «Idóneas para las
operaciones de orden público… Harían falta más bombas lacrimógenas… decía,
además, que para estos casos no había nada mejor que la caballería… Pero ¿qué se ha
hecho hoy día de la caballería?… Es prácticamente inofensiva, más ruido que otra
cosa…». «Escucha, querido, ¿no sería mejor irnos a casa?». «¿A casa? ¿Y por qué a
casa? ¿Crees acaso que allí estaríamos más seguros?». «Señora, por favor, tampoco
exageremos. Primero hay que ver qué pasa además, si pasa algo, será mañana, pasado
mañana… Cuándo se ha visto que una revolución estalle de noche con las fábricas
cerradas… las calles desiertas… ¡eso, para la fuerza pública, sería coser y cantar!…».
«¿Una revolución? Dios santo, ¿has oído, Beppe?… Ese señor ha dicho que hay una
revolución… Beppe, ¿qué vamos a hacer?… Pero di algo, Beppe, haz algo… ¡estás
ahí como un pasmarote!». «¿Os habéis fijado? En el tercer acto, en el palco de los
Morzi ya no había nadie». «Tampoco en el de la Cuestura y la Prefectura, querido…
ni siquiera en los del ejército, ni las señoras… desbandada general… parecía que
hubieran dado una consigna». «Ah, pero en la Prefectura no se chupan el dedo… allí
saben… el Gobierno tiene informadores entre los Morzi, incluso en las células
periféricas». Y así todo. En su interior, todos habrían preferido estar a esa hora en
casa. Pero, por otra parte, nadie se atrevía a marcharse. Todos tenían miedo de
sentirse solos, miedo del silencio, de no tener noticias, de esperar en la cama,
fumando, el estallido del primer grito. En cambio allí, entre tanta gente conocida, en
un ambiente ajeno a la política, con tantos personajes cargados de autoridad, se
sentían como protegidos, en suelo inviolable, como si la Scala fuese una sede
diplomática. ¿En qué cabeza cabía, además, que todo este viejo mundo, alegre, noble
y educado, todavía tan sólido, que todos estos hombres de talento, todas estas mujeres

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tan bellas y amantes de las cosas buenas, pudieran verse barridos de un plumazo?
Con un mundano cinismo que a él le parecía de muy buen gusto, Teodoro Clissi,
el «Anatole France italiano», como se le había definido hacía treinta años, bien
parecido, ajado su rostro rosado de querubín y unos bigotes grises que obedecían a un
preteridísimo modelo de intelectual, describía alegremente aquello que todos temían
que sucediera.
—Primera fase —decía adoptando un tono magistral y agarrando con los dedos
de la mano derecha el pulgar de la izquierda, como cuando se enseña a contar a los
niños—: ocupación de los llamados centros neurálgicos de la ciudad… y quiera el
Cielo que la cosa no esté ya demasiado adelantada —consultó, riendo, su reloj de
pulsera—. Segunda fase, estimados señores: neutralización de los elementos
hostiles…
—¡Dios mío! —exclamó sin poderlo evitar Mariú Gabrielli, la mujer del
financiero—. ¡Y mis pequeños están solos en casa!
—Nada de pequeños, querida señora, no tema —dijo Clissi—. Esto es caza
mayor: nada de niños, sólo adultos, ¡y bien desarrollados!
Rió su propia gracia.
—¿No tienen a la nurse en casa? —exclamó la bella Ketti Introzzi, tan tonta
como de costumbre.
Intervino una voz fresca y arrogante al mismo tiempo. —Usted perdone, Clissi,
pero ¿de verdad le hacen gracia estas historias?
Era Liselore Bini, quizás la señora joven más brillante de Milán, agradable tanto
por su cara rebosante de vida como por esa sinceridad irreprimible que sólo
proporcionan o un espíritu grande o la notoria superioridad social.
—Bueno —dijo el novelista un poco cortado, pero sin abandonar el tono festivo
—. Me parece oportuno guiar a estas damas hacia la novedad que…
—Me va a perdonar, Clissi, pero contésteme: ¿diría usted aquí, esta noche, las
cosas que dice si no se sintiese seguro?
—¿Seguro de qué?
—Oh, Clissi, no me obligue a decir lo que todos saben. Por otra parte, ¿por qué
reprocharle que tenga usted buenos amigos también entre, cómo decirlo, entre los
revolucionarios?… Al contrario, ha hecho bien, muy bien… Quizá dentro de poco
podremos comprobarlo… Usted sabe bien que puede contar con librarse…
—¿Librarme? ¿Librarme de qué? —dijo él, súbitamente pálido.
—¡Diantre! ¡Del paredón! —y le dio la espalda entre las risas sofocadas de los
presentes.
El grupo se dispersó. Clissi se quedó prácticamente solo. Los otros, algo más allá,
hicieron círculo en torno a Liselore. Como si aquello fuese una especie de vivac, el
último desesperado vivac de su mundo, la Bini se acomodó lánguidamente en el

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suelo, extendiendo entre las colinas y el champagne caído la toilette de Balmain que
había costado, a ojo de buen cubero, unas doscientas mil liras. Se puso entonces a
discutir vivamente con un acusador imaginario, asumiendo la defensa de su clase.
Pero como no había nadie que la contradijese, tenía la impresión de no ser bien
comprendida y, levantando el rostro hacia los amigos que estaban de pie, se ensayaba
infantilmente:
—¿Acaso no saben los sacrificios que se han hecho? ¿Que no tenemos ya un
céntimo en el banco?… ¡Las joyas! ¡Aquí están las joyas! —y fingía quitarse un
brazalete de oro con un topacio de cuarto de kilo—. ¡Menuda fortuna! Y aun
suponiendo que diéramos toda la quincalla, ¿qué se arreglaría?… Pero no, no es por
eso —y su voz se aproximaba al llanto—. Es porque odian nuestro aspecto… No
soportan que haya gente educada… no soportan que nosotros no apestemos como
ellos… ¡esa es la «nueva justicia» que quieren esos cerdos!…
—Prudencia, Liselore —dijo un joven—, nunca se sabe quién puede estar
escuchando.
—¡Un cuerno, prudencia! ¿Acaso crees que no sé que mi marido y yo somos los
primeros de la lista? ¿Quién quiere tener prudencia? Ya hemos sido demasiado
prudentes, eso es lo malo. Y ahora quizá… —calló—. Bueno, mejor dejarlo correr.
El único de la concurrencia que perdió en seguida la cabeza fue el maestro
Claudio Cottes. Igual que el explorador —por hacer una comparación de antiguo
cuño— que, a fin de evitar contrariedades, ha dado un gran rodeo para evitar el
territorio de los caníbales y, después de bastantes días de viaje constante por tierra
segura, cuando ya no lo espera, ve asomar a centenares, por encima de la maleza que
crece detrás de su tienda, las azagayas de los ñam ñam y distingue entre las hojas el
brillo de famélicas pupilas, del mismo modo el viejo pianista se puso a temblar ante
la noticia de que los Morzi entraban en acción. Todo se le había venido encima en el
espacio de pocas horas: la primera inquietud premonitorio causada por la llamada de
teléfono, las ambiguas palabras de Bombassei, la advertencia de aquel señor que no
lograba situar y, ahora, la catástrofe inminente. ¡Y ese imbécil de Arduino! Si había
un zambombazo sería uno de los primeros con quienes los Morzi ajustaran cuentas. Y
ahora era demasiado tarde para evitarlo. Luego, para consolarse, se decía: «¿Pero
acaso no es buena señal que ese señor de hace poco me advirtiera? ¿No significa eso,
acaso, que contra Arduino no tienen más que sospechas? Seguro», intervenía dentro
de él otra voz, «¡como que en las insurrecciones se andan con tantas delicadezas!
¿Por qué descartar, además, que la advertencia se haya hecho esta misma noche por
pura maldad, cuando a Arduino no le queda ya tiempo para salvarse?». Fuera de sí, el
viejo iba de grupo en grupo presa de los nervios, el rostro ansioso, con la esperanza
de oír cualquier noticia tranquilizadora. Pero buenas noticias no las había.
Acostumbrados a verlo siempre jovial y hablador, sus amigos se hacían cruces de que

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estuviera tan trastomado. Pero bastante preocupación tenía ya con sus propios casos
como para ocuparse de aquel inocuo viejo que justamente, además, nada tenía que
temer.
Así vagando, con tal de apoyarse en cualquier cosa que le proporcionara alivio,
trasegaba distraídamente una tras otra las copas de vino espumoso que los camareros
le ofrecían sin tasa. Y, en su cabeza, la confusión aumentaba.
Hasta que se le ocurrió la decisión más sencilla. Y se maravilló de no haber dado
antes con ella: volver a casa, advertir a su hijo, esconderlo en cualquier sitio. Sin
duda no faltaban amigos que estarían dispuestos a acogerlo. Miró el reloj; la una y
diez. Se dirigió hacía la escalera.
Pero a pocos pasos de la puerta se vio interceptado.
—¡Maestro! ¿Adónde va, bendito de Dios, a estas horas? Tiene usted mala cara.
¿No se siente bien? —Era nada menos que doña Clara, que se había apartado del
grupo de gente más importante y estaba allí de pie, cerca de la salida, con un joven.
—Ah, doña Clara —respondió Cottes haciendo acopio de ánimo—. ¿Y adónde
cree usted que puedo ir a una hora como esta, a mi edad? Pues a casa, naturalmente.
—Escuche, maestro —y la Passalacqua adoptó un tono de estrecha confianza—.
Hágame caso: espere un poco. Mejor no salga… Fuera hay un poco de movimiento,
¿me entiende?
—¿Cómo? ¿Ya han comenzado?
—No se espante, querido maestro. No hay peligro. Nanni, ¿por qué no acompañas
al maestro a tomar un cordial?
Nanni era el hijo del maestro Gibelh, un compositor que era viejo amigo suyo.
Mientras doña Clara se alejaba para detener a otros en la salida, el joven, en tanto
acompañaba a Cottes al buffet, lo puso al corriente. Hacía unos pocos minutos había
llegado el abogado Frigerio, hombre siempre bien informado, íntimo del hermano del
prefecto. Había corrido a la Scala para advertir que nadie se moviera de allí. Los
Morzi se habían concentrado en varios puntos de la periferia y se disponían a
converger en el centro. La Prefectura estaba ya prácticamente rodeada. Varios
cuarteles de la policía se hallaban aislados y privados de medios de transporte. En
resumen: la cosa estaba mal. Salir de la Scala, y más en traje de etiqueta, no era
aconsejable. Mejor esperar. A los Morzi no se les ocurriría ocupar el teatro.
La nueva noticia, transmitida de boca en boca con sorprendente rapidez, causó
enorme impresión en los invitados. Así pues, se había acabado el tiempo de las
bromas. El murmullo se apagó y sólo siguió habiendo cierta animación en tomo a
Grossgemüth, con quien no se sabía qué hacer. Su mujer, cansada, hacía ya una hora
que había llegado al hotel en coche. ¿Cómo acompañarlo ahora a él por las calles
sumidas, se suponía, en el desorden? Sí, era un artista, un anciano, un extranjero.
¿Por qué habrían de amenazarle? Pero siempre cabía la posibilidad. El hotel estaba

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lejos, enfrente de la estación. ¿Y si se le daba una escolta de policía? Probablemente
sería peor.
Hirsch tuvo una idea:
—Escuche, doña Clara. Si pudiéramos encontrar algún pez gordo de los Morzi…
¿No ha visto a ninguno por aquí?… Sería un salvoconducto ideal.
—Ya veo… —asintió doña Clara meditando—. Claro que sí, ¿sabe que es una
idea estupenda?… Y estamos de suerte… Hace poco me ha parecido ver a uno.
Ningún peso pesado, pero al fin y al cabo un diputado es un diputado. Me refiero a
Lajanni… Sí, sí, corro a ver.
El excelentísimo señor Lajanni era un hombre pálido y modesto en el vestir.
Aquella noche llevaba un smoking de corte anticuado, camisa de dudosa frescura y
uñas de luto. Encargado por lo general de trabajar en cuestiones agrarias, raramente
iba a Milán y sólo unos pocos lo conocían de vista. Por lo demás, hasta entonces, en
vez de correr al buffet, se había ido solo a visitar el Museo del teatro, Había vuelto al
salón hacía sólo unos minutos y se había sentado en un sofá algo alejado, fumando un
Nazionali.
Doña Clara fue derecha hacia él. Éste se levantó.
—Dígame la verdad su señoría —dijo la Passalacqua sin más preámbulos—,
¿está usted aquí de guardia?
—¿De guardia? ¿He oído bien? ¿Y por qué habría yo de estar de guardia? —
exclamó el diputado levantando las cejas para manifestar su estupor.
—¿Y usted me lo pregunta? ¡Mejor dígamelo usted, que es de los Morzi!
—Ah, es por eso… algo tengo que ver, sin duda… Y, para ser sincero, lo sabía
todo con antelación… Sí, desgraciadamente conocía el plan de batalla.
Doña Clara, sin reparar en aquel «desgraciadamente», continuó con decisión:
—Escuche su señoría, comprendo que pueda parecerle un poco cómico, pero nos
hallamos en una situación incómoda. Grossgemüth está cansado, quiere irse a dormir
y no sabemos cómo hacerle llegar al hotel. Ya me entiende, hay alboroto en las
calles… Nunca se sabe… un malentendido… un incidente… es un momento… Por
otra parte, tampoco sabemos cómo explicarle la dificultad. Me parecería poco
apropiado con alguien de fuera. Y luego…
Lajanni la interrumpió:
—En resumen, si no me equivoco, querrían que yo lo acompañara, que lo
arropara con mi autoridad, ¿no es eso? Ja, ja… —rompió a reír de tal modo que doña
Clara se quedó de piedra. Reía compulsivamente al tiempo que hacía un gesto con la
mano derecha como diciendo que lo entendía, sí, que era una grosería reír así, que
pedía disculpas, estaba desolado, pero el caso era demasiado cómico. Hasta que
recuperó el resuello y se explicó—: ¡El último, muy señora mía —dijo con su
pronunciación afectada, todavía sacudido por los hipos de la risa—… ¿sabe lo que

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quiere decir el último?… el último de cuantos están en la Scala, incluidos
acomodadores y camareros… el último que puede proteger al bueno de Grossgemüth,
soy precisamente yo!… ¿Mi autoridad? ¡Esa sí que es buena! ¿Pero sabe usted a
quién liquidarían primero los Morzi de todos los que están aquí? ¿Lo sabe?… —y
esperaba su respuesta.
—Pues no sé… —dijo doña Clara.
—¡Pues al que suscribe, muy señora mía! Arreglarían cuentas conmigo con
absoluta prioridad.
—Es decir, que ha caído usted en desgracia, algo así… —dijo ella, que no tenía
pelos en la lengua.
—Eso es precisamente.
—¿Pero así? ¿De pronto? ¿Esta noche?
—Sí. Son cosas que pasan. Exactamente entre el segundo y el tercer acto, en el
curso de una breve discusión. Pero creo que lo tenían pensado hacía meses.
—Bueno, por lo menos no ha perdido usted el buen humor…
—Bueno, nosotros —explicó con amargura—… siempre estamos preparados para
lo peor… Es un hábito mental… Pobres de nosotros, sí no. "
—Está bien. La embajada ha sido inútil, parece. Disculpe… y buena suerte, si me
lo acepta… —añadió doña Clara volviendo la cabeza, pues ya se alejaba. «Nada que
hacer», le anunció después al director. «Su señoría no nos sirve para nada… No se
preocupe… Yo me encargo de Grossgemüth …».
Desde una cierta distancia, prácticamente en silencio, los invitados habían
seguido el encuentro y habían cazado al vuelo algunas frases. Pero nadie abrió tanto
los ojos como el viejo Cottes: aquel que ahora le Mataban como el Excelentísimo
señor Lajanni no era otro que el misterioso señor que le había hablado de Arduino.
El coloquio de dolía Clara con el diputado de los Morzi y su desenvoltura,
sumados al hecho de que fuera ella en persona a acompañar a Grossgemüth
atravesando la ciudad, suscitaron muchísimos comentarios. Así pues, había algo de
cierto en aquello que se rumoreaba hacía algún tiempo: que doña Clara intrigaba con
los Morzi. Aparentando mantenerse ajena a la política, se bandeaba entre uno y otro
campo. Algo lógico, por otra parte, sabiendo la clase de mujer que era. ¿Acaso no era
perfectamente posible que, con tal de permanecer en su cargo, doña Clara hubiese
previsto todas las eventualidades y se hubiera procurado entre los Morzi las
amistades suficientes? Muchas señoras estaban indignadas. Los hombres, sin
embargo, se inclinaban a disculparla.
Con todo, la partida de Grossgemüth con la Passalacqua, dando fin así a la
recepción, acentuó la excitación general. Todo pretexto social para permanecer allí se
había agotado. La ficción se venía abajo. Sedas, décolletés, fracs, joyas, todo el
atalaje de la fiesta, adquirieron de pronto la amarga desolación de las máscaras una

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vez que ha terminado el carnaval, cuando la fatigosa vida de todos los días vuelve a
hacer acto de presencia. Sin embargo, lo que había delante esta vez no era la
cuaresma, sino algo mucho más temible que acechaba detrás del alba.
Un grupo salió a curiosear a la terraza. La plaza estaba desierta; los coches
estaban adormecidos, más negros que nunca, abandonados. ¿Y los chóferes?
¿Dormían acaso, invisibles, en el asiento trasero? ¿O también ellos habían huido para
tomar parte en la revuelta? Pero las farolas lucían con normalidad, todo dormía y se
aguzaban los oídos para advertir si algún lejano murmullo, algún eco de alborotos,
algún rumor de columnas militares se aproximaba. No se oía nada. «¿Pero es que
estamos locos?», chilló alguien. «¿Imaginan lo que pasará si ven todas estas luces?
¡No hay mejor reclamo! ». Volvieron dentro y ellos mismos cerraron los postigos de
fuera mientras otro iba a buscar al electricista. Al poco rato las grandes ararías del
salón se apagaron. Los acomodadores trajeron una docena de candeleros que dejaron
por el suelo. También esto pesó sobre los ánimos como un mal augurio.
Cansados, los hombre y las mujeres, como había pocos divanes, comenzaron a
sentarse en el suelo después de extender en él los abrigos para no ensuciarse. Delante
de un pequeño despacho cercano al Museo, donde había un teléfono, se formó una
cola, También Cottes aguardó su turno, para intentar cuando menos advertir del
peligro a Arduino. A su alrededor ya nadie bromeaba, nadie se acordaba ya ni de la
Matanza ni de Grossgemüth.
Tuvo que esperar al menos tres cuartos de hora. Cuando se halló solo en el
pequeño cuarto (allí, como no había ventanas, estaba encendida la luz eléctrica), tuvo
que marcar tres veces el número, pues las manos le temblaban. Por fin oyó la señal de
llamada. Le pareció un sonido amistoso, la tranquilizadora voz de su casa. Pero ¿por
qué no respondía nadie? ¿Acaso Arduino no había vuelto todavía? Sin embargo, eran
más de las dos. ¿Lo habrían detenido ya los Morzi? Apenas podía reprimir su
ansiedad. Por Dios, ¿por qué no contestaba nadie? Ah, por fin.
—¿Sí? ¿Diga? —era la voz soñolienta de Arduino—. ¿Quién demonios es a estas
horas?
—Sí —dijo su padre. Pero se arrepintió de inmediato. Cuánto mejor haber
callado, pues en aquel instante se le había ocurrido que la línea podía estar
intervenida. ¿Qué decirle ahora? ¿Aconsejarle huir? ¿Explicarle lo que estaba
pasando? ¿Y si ésos estaban escuchando?
Buscó un pretexto anodino. Por ejemplo, que fuese en seguida a la Scala para
convenir un concierto de piezas suyas. Pero no, Arduino habría tenido que salir. ¿Un
pretexto trivial, entonces? ¿Que se había olvidado la cartera y que estaba
preocupado? Peor. Su hijo no habría sabido lo que estaba pasando y los Morzi, que
sin duda le estaban escuchando, entrarían en sospechas.
—¿Oye? ¿Oye?… —dijo para ganar tiempo. Quizá lo único pudiera ser decirle

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que se había olvidado la llave del portal, la única justificación plausible e inocente
para una llamada tan intempestiva—. Oye, mira, que me he dejado ahí las llaves.
Dentro de veinte minutos estoy abajo —se apoderó de él una oleada de terror. ¿Y si
Arduino bajaba a esperarlo a la calle? Quizá hubieran enviado a alguien a
neutralizarlo y estuviera allí aparcado—. No, espera —rectificó—, espera a que yo
llegue para bajar. Silbaré. —Imbécil, se dijo, eso era decirle a los Morzi la forma más
fácil de capturarlo—. Escúchame bien —dijo—, escúchame bien… no bajes hasta
que no oigas que silbo el motivo de la Sinfonía románica… ¿Sabes cuál es, verdad?
… Quedarnos así, pues. Cuídate.
Cortó la comunicación para evitar preguntas peligrosas. ¿Pero qué clase de lío
había organizado? Arduino todavía en ayunas del peligro y los Morzi prevenidos. Era
posible que entre ellos hubiera algún musicólogo que conociera la Sinfonía
convenida. Quizá, cuando llegara, encontraría en la calle enemigos esperándolo. No
había Podido actuar de forma más estúpida. ¿Y si llamaba otra vez y hablaba claro?
Pero en aquel momento la puerta se entreabrió y vio asomar el rostro receloso de una
muchachita. Cottes salió enjugándose el sudor.
En el salón, apenas iluminado por las débiles luces, halló agravado el ambiente de
desaliento. Señoras encogidas de frío, acurrucados una junto a otra como podían en
los divanes, suspiraban. Muchas se habían quitado las joyas más vistosas y las habían
vuelto a meter en sus bolsos; otras, trabajando delante de los espejos, habían reducido
sus peinados a formas menos provocadoras; otras se habían arreglado extrañamente
con sus chales y sus velos para parecer casi penitentes. «Esta espera es horrible,
mejor acabar con ella como sea». «No, si esto era lo que faltaba… y yo que parecía
que me lo oliera… Hoy teníamos que ir a Tremezzo, pero Giorgio dijo pero es un
pecado perderse el estreno de Grossgemüth, digo pero nos esperan allí, no importa,
dice, llamamos y lo arreglamos, a mí no me apetecía nada, y ahora, además, esta
jaqueca… mi pobre cabeza…». «Oh, pero tú, perdona, no puedes quejarte, a ti te
dejarán en paz, tú no estás comprometida…». «¿Sabes que Francesco, mi jardinero,
dice que ha visto las listas negras con sus propios ojos?… Es de los Morzi… dice que
hay más de cuarenta mil nombres sólo en Milán».
«Dios mío, ¿será posible tal horror?…». «¿Hay algo nuevo?». «No, no se sabe
nada». «¿Viene gente?». «No, decía que no se sabe nada». Alguna tiene las manos
juntas como por casualidad y reza, otra cuchichea al oído de una amiga
incesantemente, sin parar, como presa de algún frenesí. Y luego hombres tumbados
en el suelo, muchos de ellos sin zapatos, con los cuellos desabrochados, las corbatas
blancas colgando, fuman, bostezan, roncan, conversan en voz baja, escriben quién
sabe qué con lápices de oro a la vuelta del programa. Cuatro o cinco personas que
miran a través de las ranuras de las persianas hacen de centinelas, dispuestas a avisar
de cualquier novedad que suceda fuera. Y en un rincón, solo, el Excelentísimo señor

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Lajanni, pálido, un poco encorvado, con los ojos como platos, que fama Nazionali.
Sin embargo, durante la ausencia de Cottes la situación de los asediados había
cristalizado de forma curiosa. Poco antes de que fuera a telefonear, se vio al ingeniero
Clementi, el propietario de las griterías, pararse a hablar con Hirsch, el director, y
luego alejarse un poco con él. Sin dejar de hablar, se dirigieron hada el Museo del
teatro y allí permanecieron varios minutos en la oscuridad. Luego Hirsch volvió al
salón y murmuró algo sucesivamente a cuatro personas, quienes le siguieron; se
trataba de, Clissi, el escritor, la soprano Borri, un tal Prosdocitni, comerciante en
tejidos, y el joven conde Martoni. El grupito se llegó hasta donde estaba el ingeniero
Clementi, que se había quedado en la oscuridad, y allí se montó una especie de
conciliábulo. Sin dar ninguna explicación, un acomodador fue más tarde a coger uno
de los candeleros del salón y lo llevó a la pequeña sala del Museo adonde aquéllos se
habían retirado.
El movimiento, en un principio inadvertido, despertó curiosidad, o más bien
alarma; en aquel estado de ánimo, poco era menester para infundir sospechas.
Aparentando ir a parar allí por casualidad, algunos se acercaron a echar una ojeada; y
de ellos, no todos volvieron al salón. De hecho, Hirsch y Clementi, según el rostro
que se asomaba a la puerta de la pequeña sala, callaban o bien invitaban a entrar de
forma bastante apremiante. En poco tiempo el número de los secesionistas llegó a la
treintena.
Conociendo de quién se trataba, no era difícil comprender, Clementi, Hirsch y
compañía intentaban ir a la suya, pasarse de forma anticipada a los Morzi, dar a
entender que no tenían nada en común con todos esos podridos ricachones que
estaban en el salón de descanso. De algunos se sabía ya que en otras ocasiones, más
por miedo, probablemente, que por sincera convicción, se habían mostrado tibios o
indulgentes con la poderosa secta. En el caso del ingeniero Clementi, aun siendo de
mentalidad despótica y patronal, no había nada de extraño, considerando que uno de
sus hijos, que había renegado de sus padres, ocupaba por si fuera poco un puesto de
autoridad en las filas de los Morzi. No hacía mucho que se había visto al padre entrar
en el tabuco del teléfono, habiendo debido aguantar los que aguardaban fuera más de
un cuarto de hora; se supuso que, viéndose en peligro, Clementi había pedido por
teléfono ayuda a su hijo y que éste, no queriendo comprometerse de forma personal,
le había aconsejado actuar por su cuenta de inmediato, reuniendo una especie de
comité favorable a los Morzi, algo así como una junta revolucionaria de la Scala que
luego, cuando llegaran, éstos reconocerían tácitamente y, lo que era más importante,
pondrían a salvo. Después de todo, observó alguien, la sangre era la sangre.
Pero, por lo que se refería a muchos otros secesionistas, era como para hacerse
cruces. Se trataba de típicos campeones de la casta que los Morzi odiaban por encima
de cualquier otra; y a ellos o a gente como ellos podían imputarse muchos de los

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conflictos que demasiado a menudo ofrecían a aquéllos socorridos pretextos para la
propaganda o la agitación. Y ahora, repentinamente, renegando de todo su pasado y
de las palabras pronunciadas hacía pocos minutos, se ponían de parte de los
enemigos. Evidentemente hacía tiempo que intrigaban en el campo adversario sin
reparar en nada con tal de asegurarse una vía de escape llegado el momento oportuno;
pero a hurtadillas, a través de terceras personas, para no quedar mal en el mundo
elegante que frecuentaban. Cuando por fin había llegado la hora del peligro, se habían
apresurado a quitarse la careta sin preocuparse de salvar las apariencias: al infierno
las relaciones, las amistades lustres, la posición social, ahora se trataba de la vida.
La maniobra, si bien al principio avanzó en sordina, muy pronto optó por
manifestarse con claridad con el fin de dejar definidas las respectivas posiciones. En
la pequeña sala del Museo se volvió a encender la luz eléctrica y la ventana se abrió
de par en par a fin de que se pudiera ver bien desde fuera y los Morzi supieran así en
seguida, cuando llegaran a la plaza, que tenían allí amigos fieles.
De modo que, de vuelta en el salón, el maestro Cottes, al advertir el blanco
resplandor que, reflejándose de uno en otro espejo, venía del museo y al oír el rumor
de las conversaciones que allí se tenían, reparó en esta novedad. Con todo, no
alcanzaba a entender las razones. ¿Por qué habían vuelto a encender la luz en el
Museo y, en cambio, en el salón no? ¿Qué ocurría?
—¿Y qué hacen esos de allí? —preguntó por fin en voz alta.
—¿Que qué hacen? —alzó su simpática vocecita Liselore Bini, que estaba
sentada en el suelo con la espalda apoyada en la de su marido—. ¡Bienaventurados
los inocentes, querido maestro!… Esos maquiavelos han fundado la célula escalígera.
No han perdido el tiempo. Apresúrese, maestro, el plazo de inscripción se cierra
dentro de pocos minutos. Una gente estupenda, ¿sabe?… Nos han informado de que
harán lo que sea necesario para salvarse… Ahora se reparten el pastel, dictan leyes,
nos han autorizado a volver a encender las luces… vaya a verlos maestro, vale la
pena… Son formidables, ¿sabe?… Pedazo de puercos, asquerosos —levantó la voz—
… juro que si salimos de esta…
—Vamos, Liselore, cálmate —le dijo su marido, que sonreía con los ojos
cerrados, divirtiéndose como si aquello fuera una nueva clase de deporte de aventura.
—¿Y doña Clara? —preguntó Cottes notando que sus ideas se nublaban.
—Ah, siempre a la altura de las circunstancias, la cojita… Ha optado por la
solución más genial, aunque más cansada… Doña Clara camina. Camina,
¿comprende? Pasea arriba y abajo… dos palabritas aquí, dos palabritas allí, y así,
vayan como vayan las cosas, ella está en su sitio… no se decanta… no se
pronuncia… no se compromete… un poco de aquí, otro poco de allí… una veleta…
¡nuestra sin par presidenta!
Era verdad. Una vez de regreso después de haber llevado a Grossgemüth al hotel,

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Clara Passalacqua seguía reinando, dividiéndose de forma imparcial entre los dos
partidos. Y por ello fingía ignorar el fin de aquella reunión por separado, como si
fuera un capricho de los invitados, Esto la obligaba, no obstante, a no detenerse,
porque detenerse equivalía a una elección comprometedora. Iba y venía, tratando de
animar a las señoras más alicaídas, suministraba más asientos y, con muy buen
sentido, animó a tomar un generoso segundo piscolabis. Ella misma iba de acá para
allá, cojeando, con las bandejas y las botellas, con tal de obtener en ambos campos un
éxito personal.
—Chist, chist —advirtió en aquel momento uno de los centinelas apostados tras
las persianas, y señaló hacia la plaza.
Seis o siete se precipitaron a ver. A lo largo de la fachada de la Banca
Commerciale, proveniente de la via Case Rotte, avanzaba un perro: parecía un perro
callejero y, con la cabeza baja, rozando el muro, desapareció via Manzoni abajo.
—¿Por ese has llamado? ¿Por un perro?
—Creía que detrás del perro…
De modo que la situación de los asediados estaba a punto de volverse grotesca.
Fuera, las calles vacías, el silencio, paz absoluta, cuando menos en apariencia. Allí
dentro, un panorama de desolación: decenas de personas ricas, estimadas y poderosas
que, resignadas, soportaban aquella especie de humillación a causa de un peligro aún
no demostrado.
Con el paso de las horas, el cansancio y el entumecimiento de los miembros iban
en aumento, pero a algunos se les despejó la cabeza. Si los Morzi habían
desencadenado la ofensiva, era muy extraño que no hubiese llegado todavía a la plaza
de la Scala siquiera una simple avanzada. Y habría sido amargo pasar tanto miedo en
balde. A la luz temblorosa de las velas, con una copa de vino espumoso en la diestra,
se vio adelantarse hacia el grupo en que se hallaban las señoras de más consideración
al abogado Cosenz, antaño célebre por sus conquistas y tenido todavía por algunas
viejas damas por hombre peligroso.
—Queridos amigos, escuchen —declamó con voz insinuante—, es posible, digo
que es posible, que mañana por la noche muchos de los que nos hallamos aquí nos
encontremos, uso un eufemismo, en una situación crítica… —una pausa—. Pero
también es posible, y no sabemos cuál de las dos hipótesis es más digna de
consideración, que mañana por la noche toda Milán se desternille de risa al pensar en
nosotros. Un momento. No me interrumpan… Evaluemos los hechos con serenidad.
¿Qué hay que nos haga creer que el peligro está tan próximo? Enumeremos los
indicios. Primero: la desaparición en el tercer acto de los Morzi, del prefecto, del
cuestor, de las autoridades militares. Pero ¿quién puede descartar, y perdóneseme la
herejía, que estuvieran hartos de la música? Segundo: las noticias, llegadas de
distintas partes, de que se disponía a estallar una revuelta. Tercero, y esto sería lo más

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grave: las noticias que se dice, repito, se dice, ha traído mi benemérito colega
Frigerio, el cual, no obstante, se ha marchado poco después y en realidad debe de
haber hecho acto de presencia muy brevemente, ya que casi ninguno de nosotros lo
ha visto. No importa. Admitámoslo: Frigerio ha dicho que los Morzi habían
comenzado a tomar la ciudad, que la Prefectura estaba rodeada, etcétera… Pero yo
pregunto: ¿de quién ha sacado Frigerio a la una de la madrugada estas informaciones?
¿Es posible que le hayan transmitido noticias tan reservadas a una hora tan avanzada
de la noche? ¿Y quién lo ha hecho? ¿Y por qué motivo? Mientras tanto, en los
alrededores no se ha advertido, y son ahora más de las tres, ningún indicio
sospechoso. No se han oído ruidos de ningún tipo. En conclusión, podemos
permitirnos cuando menos ponerlo en cuarentena.
—¿Y por qué nadie ha conseguido tener noticias por teléfono?
—Justamente —prosiguió Cosenz después de haber tomado un sorbo de
champagne—. El cuarto elemento preocupante es, por llamarlo así, la sordera
telefónica. Todo aquel que ha intentado hablar con la Prefectura y la Cuestura dice
que no lo ha conseguido o, por lo menos, que no ha obtenido ninguna información.
Pero si ustedes fueran un funcionario a quien una voz desconocida o dudosa les
preguntase a la una de la mañana cómo van las cosas en la ciudad, ¿qué
responderían?, digo yo. Y esto, adviértanlo bien, en medio de una fase política
sumamente delicada. Incluso los periódicos, es verdad, se han mostrado reticentes…
Varios amigos míos de las redacciones no me han dicho más que vaguedades. Uno de
ellos, Bertini, del Corriere, me ha respondido textualmente: «Hasta ahora aquí no se
sabe nada preciso». «¿Y no preciso?», le he preguntado yo. Y me ha contestado: «No
preciso, que no se entiende nada». Yo he insistido: «Pero ahí, ¿estáis preocupados?».
Y ha contestado: «No exactamente, al menos hasta ahora».
Tomó aliento. Todos lo escuchaban con el loco deseo de poder aprobar su
optimismo, El humo de los cigarrillos se condensaba junto con un vago olor mezcla
de transpiración humana y perfumes. Un rumor de voces agitadas llegó a la puerta del
Museo.
—Para concluir —dijo Cosenz—, por lo que se refiere a las noticias por teléfono
o, mejor dicho, a la falta de noticias, no me parece que sea como para alarmarse
demasiado. Probablemente tampoco en los periódicos saben demasiado. Y eso
significa que la tan temida revolución, si es que existe, todavía no se ha perfilado
bien. ¿Se imaginan que los Morzi, con la ciudad en su poder, dejaran salir el Corriere
della Sera?
Dos o tres rieron en medio del silencio general.
—Pero no acaban aquí las cosas. El quinto elemento preocupante podría ser la
secesión de esos de allí —y señaló con un gesto hacia el Museo—. Vamos: ¿creen
ustedes que serían tan imbéciles como para comprometerse de forma tan abierta sin la

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completa seguridad de que los Morzi iban a tener éxito? Ya sé, ya me lo han dicho: en
el caso de que la revuelta fracasara, admitida la revuelta, no sería difícil hallar buenos
pretextos para justificar esa conjura particular. Figúrense, el único problema que
tendrían sería escoger: intento de enmascararse, por ejemplo; la táctica de las dos
barajas, preocupación por el destino de la Scala, y demás… Escúchenme: esos de ahí,
mañana…
Vaciló un instante. Permaneció con el brazo izquierdo levantado sin acabar. En
aquel brevísimo momento de silencio, desde una lejanía que era difícil estimar, llegó
un sordo estruendo: el fragor de una explosión que retumbó en el corazón de los
presentes.
«Jesús, Jesús», gimió Mariú Gabrielli cayendo de rodillas. «¡Mis niños! ».
«¡Han comenzado!», gritó otra, histérica. «¡Calma, calma, no ha pasado nada!
¡Parecéis chiquillas!», intervino Liselore Bini.
Entonces el maestro Cottes se adelantó. Con el rostro alterado, el abrigo sobre los
hombros, las manos aferradas a las solapas del frac, miró fijamente a los ojos al
abogado Cosenz, y anunció de forma solemne.
—Me voy.
—¿Pero adónde? ¿Adónde se va? —preguntaron al mismo tiempo numerosas
voces con una esperanza indefinible.
—A mi casa. ¿Adónde quieren que vaya? No aguanto más aquí —y avanzó en
dirección a la salida. Pero se tambaleaba, habríase dicho que estaba borracho perdido.
—Pero ¿ya mismo? No, no, ¡espere! ¡Dentro de poco será ya de día! —gritaron a
sus espaldas. Fue inútil. Dos de ellos le abrieron paso con las velas hasta abajo, donde
un portero soñoliento le franqueó el paso sin reparos. «Telefonee», fue lo último que
le dijeron. Cottes echó a andar sin responder.
Arriba, en el salón, la gente se abalanzó sobre los ventanales para espiar desde las
rendijas de los postigos. ¿Qué pasaría? Vieron al anciano atravesar los ralles del
tranvía; con pasos torpes, como si tropezara, encaminarse al parterre del centro de la
plaza. Atravesó la primera hilera de coches detenidos y se adentró en la zona
despejada. Súbitamente cayó de bruces, cómo si le hubieran dado un empujón. Pero,
aparte de él, en la plaza no se veía un alma. Se oyó el impacto. Quedó tendido en el
asfalto con los brazos extendidos y la cara contra el suelo. De lejos parecía una
gigantesca cucaracha aplastada.
Todos los que lo vieron se quedaron sin respiración. Permanecieron quietos,
pasmados del susto, sin decir una palabra. Luego se alzó un horrible grito de mujer:
«¡Se lo han cargado!».
Nada se movía en la plaza. Nadie salió de los coches que aguardaban para ayudar
al viejo pianista. Todo parecía muerto. Y, por encima de todo ello, la opresión de una
pesadilla inmensa.

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—Le han disparado. He oído el tiro —dijo uno.
—¿Pero qué dice? Habrá sido el ruido de la caída.
—He oído el tiro, lo juro. Una automática, sé lo que me digo.
Nadie lo contradijo. Permanecieron así, quién sentado, fumando desesperado,
quién tirado en el suelo, quién pegado a los postigos, espiando. Sentían avanzar al
destino, de forma concéntrico, desde las puertas de la ciudad hacia ellos.
Hasta que un resplandor vago de luz gris se extendió sobre los palacios
adormecidos. Un ciclista solitario pasó con una bicicleta chirriante. Se oyó un fragor
parecido al de los tranvías en la lejanía. Luego apareció en la plaza un hombrecillo
encorvado que empujaba un carro. Con suma calma, partiendo del cruce con via
Marino, el hombre comenzó a barrer. ¡Bravo! Bastaron unos pocos escobazos. Con
los papeles y la suciedad, barría también el miedo. Otro ciclista, un obrero a pie, una
camioneta. Milán despertaba poco a poco.
No había pasado nada. Sacudido al fin por el barrendero, el maestro Cottes se
incorporó resoplando, miró con asombro a su alrededor, recogió su abrigo del suelo y,
tambaleándose, apretó el paso hada su casa.
Con el alba filtrándose a través de las persianas, se vio entrar con pasos quedos y
silenciosos en el salón de descanso a la vieja florista. Una aparición. Parecía que
hubiera acabado de vestirse y empolvarse para una velada inaugural y que la noche
hubiera pasado sobre ella sin marchitarla: el vestido de tul negro largo hasta el suelo,
el velo negro, las negras sombras rodeándole los ojos, el cestillo colmado de flores.
Atravesó por medio de la lívida asamblea y, con su melancólica sonrisa, tendió a
Liselore Bini una gardenia inmaculada.

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Una gota
Una gota de agua sube los peldaños de la escalera. ¿La oyes? Tendido en el lecho,
en la oscuridad, escucha su misterioso recorrido. ¿Cómo hace? ¿Salta? Tic tic, se
escucha con intermitencias. Después se detiene. Ojalá no reviva más por el resto de la
noche. Aún sube.
Sube de escalón en escalón, a diferencia de las otras gotas que caen
perpendicularmente, de acuerdo a las leyes de la gravedad, haciendo un pequeño
ruido que todo el mundo reconoce. Ésta no: se eleva lentamente por el hueco de la
escalera, en el desmesurado caserón.
No fuimos nosotros, los adultos, refinados, sensibilísimos, quienes la
descubrimos. Fue una joven criadita, escuálida, pequeña e ignorante criatura. La
descubrió una noche, tarde, cuando ya todos nos habíamos ido a dormir. Después de
un rato, viendo que no se detenía, bajó del lecho y fue a despertar a la patrona.
—Señora —susurró—. ¡Señora!
—¿Qué pasa? —dijo la patrona sobresaltada—. ¿Qué sucede?
—Una gota, señora, ¡una gota que sube los escalones! —dijo la criada a punto de
echarse a llorar.
—Vamos, vamos… —se impacientó la patrona—. ¿Estás loca? Vuelve a la cama,
¡march! Seguramente has bebido. ¡Por eso de mañana falta vino de la botella!
¡Desvergonzada! Si crees… —pero la muchachita había huido y ya estaba metida
debajo de las frazadas.
«¡Mire lo que se le vino a ocurrir a esta estúpida!», pensaba en silencio la patrona,
que había perdido el sueño. Y escuchando involuntariamente la noche que dominaba
el mundo, también ella oyó el curioso rumor. En efecto, una gota subía la escalera.
Celosa del orden, la mujer pensó por un instante que lo mejor sería salir a ver qué
pasaba. Pero ¿qué hubiera podido encontrar a la miserable luz de la lámpara que
colgaba sobre la escalera? ¿Cómo encontrar una gota en plena noche con aquel frío, a
lo largo de la rampa tenebrosa?
En los días sucesivos, la noticia se difundió lentamente, de familia en familia y
ahora todos lo saben en la casa, aunque prefieran no hablar de eso, como si les diera
vergüenza. Pero cuando la noche desciende a oprimir al género humano, muchos
oídos se ponen tensos en la oscuridad.
Ciertas noches, la gota calla. Otras veces, en cambio, durante largas horas, no
hace más que cambiar de lugar. ¡Arriba, arriba! Se diría que no se va a detener más.
En el momento que el tierno paso parece tocar el umbral, los corazones palpitan
con fuerza. Menos mal: no se detiene. Ya se aleja, tic, tic, sigue su marcha hacia el
piso de arriba.
Sé con seguridad que los inquilinos de los pisos intermedios, ya se consideran

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seguros. Creen que habiendo pasado ya la gota frente a su puerta, no volverá a
perturbarlos. Otros (yo, por ejemplo, que estoy en el sexto piso) todavía tenemos
motivos de inquietud.
Ellos, en cambio, se consideran a salvo. Pero ¿quién les dijo que, en las próximas
noches, la gota no decidirá retomar el camino desde el punto adonde había llegado la
última vez o que no volverá a comenzar desde el principio, iniciando el viaje desde
los primeros escalones, siempre húmedos y oscurecidos por inmundicias
abandonadas? No, ni siquiera ellos están seguros.
Al salir de casa, de mañana, por más que uno mire atentamente la escalera, no se
descubre rastro alguno. Nada, como era previsible, ni la más pequeña huella. Por otra
parte, ¿quién toma esta historia en serio, de mañana? Al sol de la mañana el hombre
es fuerte, se convierte en un león, aunque pocas horas antes estuviera temblando.
¿O tal vez la gente de los pisos intermedios tienen razón? Nosotros mismos, que
cuando no oíamos nada nos creíamos eximidos, algunas noches escuchamos algo. La
gota está todavía lejos, es verdad. Nos llega sólo un tic tic leve, un débil eco a través
de los muros.
Siempre hay indicios de que sigue subiendo y se hace cada vez más cercana.
Tampoco sirve para nada dormir en una habitación interior, alejada del hueco de
la escalera. Es mejor oír el rumor que pasar las noches en la duda de si sigue estando
o no. Los que viven en esos cuartos escondidos a veces no resisten y salen en silencio
a los corredores o permanecen muertos de frío detrás de la puerta, conteniendo la
respiración, escuchando. Si llegan a oírla, ya no se atreven a alejarse, dominados por
un miedo indescifrable. Pero, es peor todavía si todo está tranquilo; en ese caso,
¿cómo saber si precisamente en el momento de regresar a la cama no volverá a
comenzar el rumor?
¡Qué vida extraña! ¡No poder hacer reclamos, ni tentar remedios, ni encontrar una
explicación que levante el ánimo! Y no poder ni siquiera convencer a los demás, a los
vecinos de las otras casas, que no saben nada… Pero ¿qué cosa vendría a ser esa
gota? —preguntarían con exasperante buena fe—. ¿Un ratón, quizá? ¿Un sapito
escapado de las bodegas?
O acaso insistirían: ¿Será una alegoría? ¿Tal vez se habrá querido con eso
simbolizar la muerte? ¿O algún peligro? ¿O los años que pasan? ¡Nada de eso,
señores: es simplemente una gota, sólo que sube por la escalera!
¿O más sutilmente, se intenta representar los sueños y quimeras? ¿La tierra
esperada y lejana donde presumiblemente está la felicidad? ¿Algo poético, en una
palabra? No, de ninguna manera.
¿O los lugares aún más lejanos, en el confín del mundo, a los cuales jamás
habremos de llegar? Pero no, les digo, no se trata de un juego, no tiene doble sentido.
Se trata, ¡ay de mí!, realmente, de una gota de agua que de noche sube por la escalera.

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Tic tic, misteriosamente, de peldaño en peldaño. Y por eso mismo es que da miedo.

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La canción de guerra
El rey levantó la vista de su gran mesa de trabajo hecha de acero y diamantes.
—¿Qué demonios cantan mis soldados? —preguntó. Fuera, por la plaza de la
Coronación, pasaban batallones y más batallones marchando hacia la frontera y, al
tiempo que marchaban, cantaban. Liviana era para ellos la vida, pues el enemigo se
hallaba ya en fuga y allí, en las lejanas praderas, no quedaba por cosechar más que la
gloria de la que coronarse para el regreso. Y, de rechazo, incluso el rey se sentía
maravillosamente bien y seguro de sí. El mundo entero se aprestaba a ser
conquistado.
—Es su canción, majestad —respondió el primer consejero, recubierto también él
por entero de corazas y hierro, ya que ésta era la norma de guerra.
Y el rey dijo:
—¿Y no pueden cantar algo más alegre? Schroeder ha escrito para mis ejércitos
himnos preciosos. También yo los he oído. Y son verdaderas canciones de soldados.
—¿Qué queréis, majestad? —dijo el viejo consejero, más encorvado aún bajo el
peso de las armas de lo que lo habría estado en realidad—. Los soldados, un poco
como los niños, tienen sus caprichos. Démosles los himnos más bellos del mundo y
ellos seguirán prefiriendo sus canciones.
—Pero ésa no es una canción de guerra —dijo el rey—. Cualquiera diría, al
oírlos, incluso que están tristes. Y no me parece que sea ése el caso, digo yo.
—Yo, desde luego, no lo diría —convino el consejero con una sonrisa colmada de
lisonjeras alusiones—. Pero quizá sea sólo una canción de amor; probablemente no
pretende ser otra cosa.
—¿Y qué dice la letra? —insistió el rey.
—En realidad no tengo conocimiento de ello —respondió el viejo conde Gustavo
—. Haré que me lo digan.
Los batallones llegaron al frente, arrollaron de forma brutal al enemigo y se
hicieron con más territorios; el fragor de sus victorias se extendía por el mundo, su
paso impaciente se perdía por las llanuras cada vez más lejos de las cúpulas plateadas
del palacio. Y de sus campamentos cercados por ignotas constelaciones se difundía
siempre el mismo canto: no alegre, sino triste; no victorioso y guerrero, sino lleno de
amargura. Los soldados estaban bien alimentados, llevaban ropas finas, botas de
cuero de Armenia, calientes pellizas, y sus caballos galopaban de batalla en batalla
cada vez más lejos, siendo pesada tan sólo la carga de aquel que transportaba las
banderas enemigas. Pero los generales preguntaban:
—¿Qué demonios cantan los soldados? ¿Acaso no conocen nada más alegre?
—Ellos son así, excelencia —respondían, diligentes, los del Estado Mayor—. Son
mozos como castillos, pero tienen sus manías.

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—Una manía poco lucida —decían los generales, de mal humor—. Parece que
lloren, caramba. ¿Qué más podrían desear? Cualquiera diría que están descontentos.
Sin embargo, uno a uno, los soldados de los regimientos victoriosos estaban
satisfechos. Ciertamente, ¿qué más podían desear? Una conquista detrás de otra, un
rico botín, siempre mujeres nuevas de que gozar, cercano el retorno triunfal. En sus
jóvenes frentes, radiantes de fuerza y de salud, se podía leer ya la aniquilación
definitiva del enemigo de la faz de la tierra.
—¿Y qué dice la letra? —preguntaba el general, picado por la curiosidad.
—¡Ah, la letra! ¡Es una letra estúpida donde las haya! —respondían los del
Estado Mayor, siempre cautos y reservados por una costumbre que venía de antiguo.
—Bueno, pero aunque sea estúpida ¿qué dice?
—Exactamente no lo sé, excelencia —decía uno—. ¿Lo sabes tú, Diehlem?
—¿Lo que dice la canción? A decir verdad, no. Pero el capitán Marren, aquí
presente, seguro que…
—Eso no es mi fuerte, mi coronel —respondía Marren—. Pero se lo podemos
preguntar al brigada Peters, si da su permiso…
—Venga, ya está bien de historias, apostaría… —pero el general prefirió no
terminar la frase.
Ligeramente emocionado, tieso como una estaca, el brigada Peters respondía al
interrogatorio:
—La primera estrofa, excelencia serenísima, dice así:

Por campos y pueblos


suena el tambor ya,
y pasan los años,
la senda de vuelta,
la senda de vuelta,
quién sabe do está.

»Luego viene la segunda estrofa, que dice: «Por dindes y dondes…».


—¿Cómo? —dijo el general.
—«Por dindes y dondes», excelencia serenísima.
—¿Y qué significa eso de «por dindes y dondes»?
—No sabría decíroslo, excelencia serenísima, pero así es la canción.
—Está bien, ¿cómo sigue, entonces?

— Por dindes y dondes


marchar y marchar,
y pasan los años,

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donde nos partimos,
donde nos partimos,
una cruz se está.

»Y luego viene la tercera estrofa, que casi nunca se canta. Dice…


—Suficiente, es suficiente —dijo el general, y el brigada saludó marcialmente.
»No me parece demasiado alegre —comentó el general una vez hubo salido el
suboficial—. Poco apropiada para la guerra, en cualquier caso.
—Realmente poco —convenían con el debido respeto los coroneles del Estado
Mayor.
Todas las noches, después de los combates, mientras la tierra humeaba aún, se
expedían mensajeros veloces para que volaran a comunicar las buenas noticias. Las
ciudades estaban engalanadas, los hombres se abrazaban en las calles, repicaban las
campanas de las iglesias, y, sin embargo, quien atravesaba de noche los barrios
humildes de la capital oía siempre cantar a alguien —un hombre, una chica, una
mujer— aquella misma canción nacida quién sabe cuándo.
Efectivamente, era bastante triste; contenía algo así como mucha resignación.
Apoyadas en los antepechos, muchachas rubias la cantaban, ausentes.
Por mucho que uno se remontara en el tiempo, no se recordaban en la historia del
mundo victorias parecidas, ejércitos tan afortunados, generales tan valientes, avances
tan rápidos, tantas tierras conquistadas. Incluso el último soldado de infantería
acabaría convirtiéndose en un rico señor, tanto había para repartir. Sólo la esperanza
marcaba los límites. Ahora ya se hacía fiesta en las ciudades, por la noche, el vino
corría a raudales, los mendigos bailaban. Y entre un jarro y otro, venía bien una
cancioncilla, un pequeño coro de amigos. «Por campos y pueblos…» cantaban,
tercera estrofa incluida.
Y cuando nuevos batallones atravesaban la plaza de la Coronación para ir a la
guerra, el rey levantaba ligeramente la vista de los pergaminos y los partes,
escuchaba, y, no sabía explicarse por qué, aquel canto hacía nacer en él el mal humor.
Pero año tras año, por campos y pueblos, los regimientos avanzaban cada vez
más, y no acababan de decidirse a lomar el camino inverso; y aquellos que habían
apostado por la llegada de la noticia final y más feliz perdían. Batallas, victorias,
victorias, batallas. Ahora ya los ejércitos marchaban por tierras increíblemente
lejanas, de nombres tan difíciles que apenas se sabía cómo pronunciarlos.
Hasta que (¡de victoria en victoria!) llegó el día en que la plaza de la Coronación
quedó desierta, las ventanas del palacio condenadas y, a las puertas de la ciudad, el
rumor de extrañas columnas militares extranjeras que se aproximaban; y, en las
llanuras remotísimas, de los invencibles ejércitos habían nacido bosques que hasta
entonces no existían, monótonos bosques de cruces que se perdían en el horizonte,

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nada más. Porque ni en las espadas ni en el fuego ni en la furia de los escuadrones de
caballería lanzados a la carrera había estado cifrado el destino, sino en aquella
canción que, lógicamente, parecía a reyes y generales poco apropiada para la guerra.
Durante años, el hado en persona había hablado con insistencia a través de aquellas
humildes notas, anunciando a los hombres aquello que estaba marcado. Sin embargo,
palacios, guerreros, sabios ministros, habían permanecido sordos como piedras.
Ninguno de ellos había comprendido; sólo los ignorantes soldados coronados de cien
victorias, cuando, cansados, marchaban hacia la muerte por los caminos de la noche,
cantando.

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El pasillo del gran hotel
Después de volver a mi habitación ya muy tarde, estaba a medio desnudarme
cuando sentí necesidad de ir al servicio.
Mi habitación estaba casi al final de un pasillo interminable y escasamente
iluminado; aproximadamente cada veinte metros, tenues lámparas violáceas
proyectaban haces de luz sobre la alfombra roja. Justo a la mitad, delante de una de
estas lamparillas, se hallaban, de una parte, la escalera y, de otra, la puerta acristalada
de dos hojas del baño.
Poniéndome una bata, salí al pasillo, que estaba desierto. Y había llegado casi al
servicio cuando me topé de frente con un hombre también en bata que, surgido de las
sombras, provenía de la parte opuesta. Era un señor alto y grueso con una redonda
barba a lo Eduardo VII. ¿Tenía el mismo objetivo que yo? Como suele suceder, hubo
un instante de embarazo, por poco chocamos. El hecho es que a mí, vaya a saber por
qué, me entró vergüenza de entrar en el retrete estando él delante y pasé de largo
como si me dirigiera a otro lugar. Y él hizo lo mismo.
A los pocos pasos, no obstante, me di cuenta de la estupidez que había hecho.
Pero en realidad, ¿qué otra cosa podía hacer? Había dos posibilidades: o seguir hasta
el final del pasillo y luego volver atrás con la esperanza de que el señor de la barba,
entre tanto, se hubiera ido. (Pero nadie me decía que éste tuviera que entrar en una
habitación, dejando así el campo libre; quizá él también quisiera ir al servicio y, al
encontrarme, le hubiera entrado vergüenza, exactamente igual que me había pasado a
mí, y ahora se encontraba en mi misma embarazosa situación. Por lo cual, volviendo
sobre mis pasos, me exponía a encontrármelo otra vez y a quedar como un imbécil
aún mayor).
O bien —segunda posibilidad— esconderme en el hueco, bastante profundo, de
una de tantas puertas, escogiendo una poco iluminada, y desde allí espiar el campo
hasta estar seguro de que el pasillo estaba completamente despejado. Y eso hice,
antes de haber analizado la situación a fondo.
Sólo cuando me encontré agazapado como un ladrón en uno de aquellos estrechos
huecos (era la puerta de la habitación número 90) empecé a razonar. Antes que nada,
si la habitación estaba ocupada y el cliente daba en entrar o salir, ¿qué pensaría al
encontrarme escondido allí, delante de su puerta? Peor: ¿cómo descartar que aquella
habitación no fuese justamente la del señor de la barba? Y éste, si regresaba, me
cortaría el camino sin remisión. Y no sería menester ningún recelo especial para que
mi maniobra le pareciera harto extraña. Quedarse allí, en definitiva, era una
imprudencia.
Poco a poco asomé la cabeza para explorar el corredor. Completamente vacío de
un extremo a otro. Ni un rumor, ni un ruido de pasos, ni el eco de una voz humana, ni

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un chirrido de una puerta que se abriese. Era el momento: salí de mi escondite y, con
pasos desenvueltos, me encaminé hacia mi habitación. De paso, pensaba, entraría un
momento en el servicio.
Pero en aquel preciso instante, y me di cuenta de ello demasiado tarde para poder
volver a ocultarme, el señor de la barba, que evidentemente se había hecho las
mismas reflexiones que yo, salía del hueco de una de las puertas del fondo, quién
sabe si la mía, y venía decididamente a mi encuentro.
Por segunda vez, con embarazo todavía mayor, nos encontramos delante del
servicio; y por segunda vez ninguno de los dos se atrevió a entrar, sintiendo
vergüenza de que el otro lo viera; ahora sí que había un verdadero riesgo de hacer el
ridículo.
Así, maldiciendo para mis adentros los miramientos humanos, me encaminé,
derrotado, a mi habitación. Cuando llegué, antes de abrir la puerta, me volví a mirar:
al fondo, en la penumbra, entreví al de la barba, que, simétricamente, entraba en su
habitación; y se había vuelto a mirar hacia donde estaba yo.
Me sentía furioso. Pero ¿no tendría quizá yo la culpa? Intentando leer, en vano,
un periódico, esperé más de media hora. Luego abrí la puerta con cautela. En el hotel
reinaba un gran silencio, como en un cuartel abandonado; y el pasillo estaba más
desierto que nunca. ¡Por fin! Salí disparado, ansioso de llegar al baño.
Pero en el otro extremo, con una sincronía impresionante, como si hubiera
intervenido la telepatía, también el señor de la barba se deslizó fuera de su habitación
y, con una agilidad insospechada, avanzó hacia el retrete.
Por tercera vez nos encontramos frente a frente delante de la puerta de cristales
esmerilados. Por tercera vez ambos disimulamos, por tercera vez pasamos ambos de
largo sin entrar. La situación era tan cómica que habría bastado nada, un gesto, una
sonrisa, para romper el hielo y echarlo todo a risa. Pero ni yo ni, probablemente, él,
teníamos ningunas ganas de reírnos; al contrario; una furiosa exasperación, una vaga
sensación de pesadilla, como si fuera todo una maquinación urdida misteriosamente
por alguien que nos aborreciera, azuzaba.
Como en mi primera salida, acabé por escurrirme en el hueco de una puerta
desconocida y esconderme allí a la espera de los acontecimientos. Lo que ahora me
convenía, cuando menos para limitar los daños, era aguardar a que el barbudo,
apostado sin duda como yo en el otro extremo del pasillo, saltase de su trinchera en
primer lugar: entonces lo dejaría avanzar un buen trecho y sólo en el último momento
saldría también yo; esto, con el objeto de toparme con él ya no delante del servicio,
sino mucho más hacia aquí, de forma que, superado el encuentro, quedara en libertad
de actuar sin enojosos testigos. Y si en cambio él, antes de encontrarme, se decidía a
entrar en el baño, tanto mejor; satisfecha su necesidad, se retiraría luego a su
habitación y no respiraría ya en toda la noche.

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Asomando apenas un ojo de la jamba (a causa de la distancia no podía ver si el
otro hacía lo mismo), permanecí al acecho largo tiempo. Cansado de estar de pie, en
un momento dado acabé poniéndome de rodillas sin interrumpir ni por un momento
mi vigilancia. Pero el hombre no se decidía a salir. Y, sin embargo, estaba ahí todo el
rato, escondido, en las mismas condiciones que yo.
Oí dar las dos y media, las tres, las tres y cuarto, las tres y media. No podía más.
Por fin, me dormí.
Me desperté con los huesos molidos cuando eran ya las seis de la mañana. De
momento, no recordaba nada. ¿Qué había pasado? ¿Por qué estaba tirado allí en el
suelo? Luego vi a otros como yo, en bata, acurrucados en los huecos de los cientos y
cientos de puertas, dormidos: uno de rodillas, otro sentado en el suelo, otro
adormilado de pie, como los mulos; pálidos, destrozados, como después de una noche
de batalla.

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Invitaciones superfluas
Querría que vinieras a mi casa una noche de invierno y que, abrazados tras los
cristales, mientras miramos la soledad de las calles vacías y heladas, recordásemos
los inviernos de los cuentos, donde vivimos juntos sin saberlo. Por los mismos
senderos encantados pasamos de hecho tú y yo con pasos tímidos, juntos caminamos
a través de los bosques llenos de lobos, e idénticos genios nos espiaban desde las
matas de musgo suspendidas de las torres, entre el revoloteo de los cuervos. Juntos,
sin saberlo, desde allí quizá miramos ambos hacia la vida misteriosa que nos
aguardaba. Allí palpitaron en nosotros por primera vez locos y tiernos deseos. «¿Te
acuerdas?», nos diremos uno a otro, estrechándonos suavemente en la cálida estancia,
y tú me sonreirás confiada mientras fuera suenan lúgubremente las planchas de metal
sacudidas por el viento. Pero tú —ahora me acuerdo— no conoces los cuentos
antiguos de los reyes sin nombre, de los ogros y los jardines embrujados. Nunca
pasaste, embelesada, bajo los árboles mágicos que hablan con voz humana ni
golpeaste a la puerta del castillo desierto ni caminaste de noche hacia la lumbre que
está muy muy lejos ni te dormiste bajo las estrellas de Oriente, acunada por la piragua
sagrada. Tras los cristales, en la noche de invierno, probablemente permaneceremos
mudos, yo perdiéndome en los cuentos muertos, tú en otros cuidados para mí
desconocidos. Yo preguntaría «¿Te acuerdas?», pero tú no te acordarías.
Querría pasear contigo un día de primavera, con el cielo de color gris y con el
viento arrastrando todavía por las calles alguna hoja rezagada del año anterior, por los
barrios de las afueras; y que fuese domingo. En esos lugares surgen a menudo
pensamientos melancólicos y grandes, y en ciertas horas vaga la poesía, uniendo los
corazones de los que se aman. Nacen además esperanzas que no se saben expresar,
propiciadas por los horizontes inmensos de detrás de las casas, de los trenes que
huyen, de las nubes del septentrión. Nos cogeremos de la mano sin más y
caminaremos a paso vivo, diciendo cosas tontas, estúpidas y entrañables. Hasta que
las farolas se encenderán y de las tristes casas de vecindad saldrán las historias
siniestras de las ciudades, las aventuras, las soñadas novelas. Y entonces callaremos,
siempre cogidos de la mano, pues nuestras almas se hablarán sin palabras. Pero tú —
ahora me acuerdo— nunca me dijiste cosas tontas, estúpidas y entrañables. Ni puedes
amar, por tanto, esos domingos que digo, ni tu alma sabe hablar a la mía en silencio,
ni reconoces en el momento justo el encanto de las ciudades ni las esperanzas que
bajan del septentrión. Tú prefieres las luces, la gente, los hombres que te miran, las
calles donde dicen que se puede encontrar la fortuna. Tú y yo somos diferentes, y si
vinieras a pasear ese día dirías que te cansabas; sólo eso, nada más.
Querría también ir contigo de veraneo a un valle solitario, riendo continuamente
por las cosas más tontas, a explorar los secretos del bosque, de los caminos blancos,

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de ciertas casas abandonadas. Pararnos en el puente de madera a contemplar el agua
que corre, escuchar en los postes del telégrafo aquella larga historia sin fin que viene
de una punta del mundo y quién sabe dónde irá. Y coger flores de los prados y allí,
tumbados sobre la hierba, en el silencio del sol, contemplar los abismos del cielo y las
blancas nubecillas que pasan y las cumbres de las montañas. Tú dirías «¡Qué
bonito!». No dirías nada más porque seríamos felices; nuestro cuerpo habría perdido
el peso de los años, nuestras almas estarían rejuvenecidas, como si acabaran de nacer.
Pero tú —ahora que lo pienso— mirarías, me temo, alrededor sin entender, y te
detendrías preocupada a examinarte una media, me pedirías otro cigarrillo,
impaciente por volver. Y no dirías «¡Qué bonito!», sino otras cosas insustanciales que
a mí nada me importan. Porque desgraciadamente eres así. Y no seremos felices ni
siquiera un instante.
Querría también —déjame decírtelo— atravesar contigo del brazo las grandes
avenidas de la ciudad un atardecer de noviembre, cuando el cielo es de puro cristal.
Cuando los fantasmas de la vida corren sobre las cúpulas y rozan a la gente oscura
que va por el fondo del foso de las calles, ya colmadas de preocupaciones. Cuando
recuerdos de edades dichosas y nuevos presagios pasan sobre la tierra dejando tras de
sí una especie de música. Con la ingenua soberbia de los niños miraremos las caras
de los demás, miles y miles, que pasen a torrentes a nuestro lado. Nosotros
despediremos sin saberlo un resplandor de júbilo y todos se verán obligados a
mirarnos, no con envidia ni mala intención, sino sonriendo ligeramente, con ánimo
bondadoso, gracias a la noche, que cura las debilidades del hombre. Pero tú —lo sé
bien—, en vez de mirar el cielo de cristal y las aéreas columnatas iluminadas por el
último sol, querrás pararte a mirar los escaparates, las alhajas, el dinero, las sedas,
esas cosas mezquinas. Y no repararás por tanto ni en los fantasmas ni en los
presentimientos que pasan, ni te sentirás, como yo, llamada a una suerte de la que
ufanarte. Ni oirás esa especie de música ni entenderás por qué la gente nos mira con
benevolencia. Tú pensarás en tu pobre mañana y en vano por encima de ti las estatuas
de oro de las agujas levantarán sus espadas a los últimos rayos. Y yo estaré solo.
Es inútil. Tal vez todo esto sean tonterías y tú mejor que yo sin pretender tanto de
la vida. Tal vez tengas razón y sea una estupidez intentarlo. Pero al menos —eso sí, al
menos— querría volver a verte. Sea como sea, estaremos juntos de algún modo y
hallaremos la felicidad. No importa si de día o de noche, en verano o en otoño, en un
pueblo desconocido, en una casa desnuda, en un triste hostal. Me bastará tenerte junto
a mí. No estaré allí —te lo prometo— para escuchar los crujidos misteriosos del
techo ni miraré las nubes ni haré caso a las músicas ni al viento. Renunciaré a esas
cosas inútiles que yo, sin embargo, amo. Tendré paciencia si no entiendes lo que te
digo, si hablas de cosas ajenas a mí, si te quejas de la ropa vieja y del dinero. No
estarán allí eso que llaman poesía, las esperanzas comunes, las tristezas tan queridas

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del amor. Pero te tendré junto a mí. Y conseguiremos, ya lo verás, ser bastante felices,
con mucha sencillez, hombre y mujer solamente, como pasa en todas partes del
mundo.
Pero tú —ahora lo pienso— estás demasiado lejos, a centenares y centenares de
kilómetros difíciles de franquear.
Tú estás dentro de una vida que desconozco, y a tu lado están los otros hombres, a
los cuales probablemente sonríes, como a mí en otros tiempos. Y poco tiempo ha
hecho falta para que te olvidaras de mí. Probablemente ni siquiera alcanzas a recordar
mi nombre. Yo ahora ya he salido de ti, perdiéndome entre las innumerables sombras.
Y, sin embargo, no hago más que pensar en ti, y me gusta decirte estas cosas.

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El hundimiento de la Baliverna
Dentro de una semana comienza el juicio por el hundimiento de la Baliverna.
¿Qué será de mí? ¿Vendrán a detenerme?
Tengo miedo. En vano me repito que nadie se presentará a declarar porque me
tenga inquina, que el juez instructor no ha tenido siquiera la más mínima sospecha de
mi responsabilidad; que, aunque me viera incriminado, sin duda me absolverían; que
mi silencio no puede hacer daño a nadie; que, aun cuando me presentara
espontáneamente para confesar, el acusado no se beneficiaría de ningún descargo.
Nada de esto me consuela. Por lo demás, fallecido hace tres meses a causa de una
enfermedad el comisario de cuentas Dogliotti, sobre quien pesaba la principal
acusación, ahora sólo estará en el banquillo de los acusados el entonces asesor
municipal de Asistencia. Pero se trata de una incriminación pro forma; ¿cómo se le
podría condenar, en realidad, si había tomado posesión de su cargo apenas cinco días
antes? Si acaso, podría considerarse responsable al asesor precedente, pero éste había
fallecido el mes anterior. Y la venganza de la ley no penetra en la oscuridad de las
tumbas.
Aunque han pasado ya dos años del espantoso suceso, todo el mundo guarda de él
un vivo recuerdo. La Baliverna era un enorme y más bien lúgubre edificio de ladrillo
construido extramuros en el siglo XVII por los hermanos de San Celso. Desaparecida
esta orden, en el XIX la construcción sirvió de cuartel y antes de la guerra seguía
perteneciendo aún a la administración militar. Abandonado posteriormente, se había
instalado en él, con la tácita aquiescencia de las autoridades, una muchedumbre de
refugiados y de pobre gente que había perdido su hogar a causa de las bombas,
vagabundos, pordioseros, gente que se había quedado sin nada, e incluso una pequeña
comunidad de gitanos. Sólo con el tiempo el Municipio, al entrar en posesión del
inmueble, había impuesto allí cierto orden, censando a los inquilinos, organizando los
servicios indispensables y alejando a los individuos conflictivos. Pese a todo, la
Baliverna, a causa también de diversos atracos habidos en la zona, tenía mala fama.
Decir que era una cueva de ladrones seria una exageración. Pero no había nadie que
pasara de buena gana de noche por sus alrededores.
Aunque en su origen la Baliverna surgió en pleno campo, con los siglos los
suburbios de la ciudad prácticamente habían llegado hasta ella. Sin embargo, no
había otras casas en su inmediata vecindad. Desolado y torvo, el cuartelón dominaba
el terraplén del ferrocarril, los prados incultos y las miserables barracas de chapa,
moradas de mendigos, esparcidas entre los cascotes y los desperdicios. Recordaba al
mismo tiempo una prisión, un hospital y una fortaleza. De planta rectangular, medía
alrededor de ochenta metros de largo por la mitad de ancho. En su interior, un vasto
patio sin porticar.

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Allí acompañaba yo a menudo los sábados o domingos por la tarde a mi cuñado
Giuseppe, entomólogo, que encontraba en aquellos prados muchos insectos. Era un
pretexto como otro cualquiera para que me diera un poco de aire y tener compañía.
Debo decir que el estado del sombrío edificio me había llamado la atención desde
la primera vez que lo vi. El mismo color de los ladrillos, los numerosos ventanucos
abiertos en sus muros, sus remiendos, ciertas vigas dispuestas como puntales, daban a
conocer su decrepitud. Y especialmente impresionante era su muro posterior,
uniforme y desnudo, que no tenía más que unas pocas, irregulares y pequeñas
aberturas más parecidas a aspilleras que a ventanas; por eso parecía mucho más alta
que la fachada, a la que aligeraban galerías y ventanales. «¿No te parece que el muro
se inclina un poco hacia fuera?», recuerdo que pregunté un día a mi cuñado. Él rió:
«Esperemos que no. Pero es impresión tuya. Los muros altos siempre dan esa
sensación».
Un sábado de julio nos hallábamos allí en una de estas excursiones. Mi cuñado se
había llevado a sus dos hijas, todavía unas niñas, y a un colega suyo de la
universidad, el profesor Scavezzi, también zoólogo, un tipo de unos cuarenta años,
pálido y blando, que nunca me había resultado simpático por sus maneras jesuíticas y
los humos que se daba. Mi cuñado decía de él que era un pozo de ciencia, además de
una bellísima persona. A mí, sin embargo, me parece un imbécil: de otro modo no
mostraría hacia mí esa suficiencia, y todo porque él es científico y yo sastre.
Llegados a la Baliverna, nos pusimos a rodear el muro posterior que ya he
descrito. Se extiende allí una amplia superficie de terreno polvoriento donde los
chavales solían jugar al fútbol. De hecho, en cada extremo había plantados unos palos
para señalar las dos porterías. Aquel día, sin embargo, no había chavales. En su lugar,
había varias mujeres con niños que tomaban el sol en el borde del campo, a lo largo
del escalón herboso en que muere la gravilla de la carretera.
Era la hora de la siesta y del interior del falansterio no llegaban más que algunas
voces aisladas. Sin ninguna brillantez, un sol perezoso golpeaba el oscuro murallón;
de las ventanas salían palos cargados de ropa tendida a secar, la cual colgaba como
muertas banderas absolutamente inmóviles; no corría, de hecho, ni un soplo de
viento.
Mientras los otros estaban absortos buscando insectos, a mí, viejo aficionado al
alpinismo, me entraron ganas de probar a escalar por el destartalado muro: los
agujeros, los bordes salientes de algunos ladrillos, viejos hierros empotrados aquí y
allá en las fisuras, ofrecían asideros adecuados. No tenía la menor intención de subir
hasta arriba del todo. No era más que por el gusto de estirarme, de ejercitar los
músculos. Un deseo, si se quiere, algo pueril.
Sin dificultad, me elevé un par de metros a lo largo de la pilastra de un portón
ahora tapiado. Llegado a la altura del arquitrabe, extendí la mano derecha hacia un

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abanico de herrumbrosos barrotes de hierro con forma de lanza que cerraba el luneto
(en aquella cavidad quizá hubiera habido antiguamente la imagen de algún santo).
Una vez bien aferrada la punta de una lanza, quise izarme a pulso, pero ésta
cedió, rompiéndose en pedazos. Por suerte, no me hallaba más que a un par de metros
del suelo. Intenté, si bien en vano, sujetarme con la otra mano. Perdido el equilibrio,
salté hacia atrás y caí de pie sin ninguna otra consecuencia que un fuerte golpe. El
barrote de hierro, desmenuzado, me siguió.
Prácticamente al mismo tiempo, detrás del barrote de hierro se desprendió otro,
más largo, que ascendía verticalmente del centro del abanico hasta una especie de
ménsula que estaba encima. Debía de tratarse de una especie de puntal colocado allí
con fines de refuerzo. Privada así de su sostén, también la ménsula —imaginad una
lámina de piedra larga como tres ladrillos— cedió, si bien no llegó a caer; quedó allí
inclinada, medio colgada en el vacío.
No terminó aquí, no obstante, el estropicio que provoqué de forma involuntaria.
La ménsula sostenía un viejo palo de cerca de metro y medio de alto que a su vez
contribuía a soportar una especie de balcón (sólo entonces se me revelaban todos
estos desperfectos que a primera vista se perdían en la extensión del muro). Este palo
no estaba más que encajado entre los dos salientes, no fijado al muro. Con la ménsula
fuera de su sitio, al cabo de dos o tres segundos el palo se venció hacia fuera y yo
apenas tuve tiempo de saltar hacia atrás para evitar que me diera en la cabeza. Se
estrelló en el suelo con un ruido sordo.
¿Había acabado todo? Por si acaso, me alejé del muro hacia el grupo de mis
compañeros, distante una treintena de metros. Estos se hallaban de pie, vueltos los
cuatro hacia mí. Con todo, no me miraban. Con una expresión que nunca olvidaré,
tenían la vista lavada en el muro, muy por encima de mi cabeza. Y de repente mi
cuñado gritó: «¡Dios mío, mira! ¡Mira!».
Yo me volví. Por encima del balconcillo, pero más a la derecha, el murallón, en
aquel punto compacto y regular, se hinchaba. Imaginad un trozo de tela extendido
detrás del cual empuja una punta. Al principio de todo hubo un leve temblor que
serpenteó por la pared; luego apareció una gibosidad larga y sutil; luego los ladrillos
se separaron, abriendo sus estropeadas dentaduras; y, entre regueros de polvorientos
desprendimientos, se abrió una grieta tenebrosa.
¿Duró unos minutos o unos instantes? No sabría decirlo. En aquel momento —
llamadme loco—, de la profunda cavidad del edificio salió un estruendo triste,
semejante a un son de trompeta bastarda. Y por todos los alrededores en una gran
extensión se oyó un prolongado aullar de perros.
En este punto mis recuerdos se agolpan: yo, corriendo a más no poder para tratar
de alcanzar a mis compañeros ya lejanos; las mujeres del borde del campo, en pie de
un salto, chillando, una de ellas revolcándose por el suelo; la figura de una muchacha

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medio desnuda asomándose, movida por la curiosidad, por uno de los ventanucos
más altos mientras debajo de ella se abría ya de par en par el abismo; y, por una
décima de segundo, la visión alucinante del muro viniéndose abajo en el vacío.
Entonces, detrás de los jirones de la cumbre, también la entera masa que se hallaba
detrás, más allá del patio, se movió lentamente, arrastrada por la fuerza irresistible de
la ruina.
Siguió un trueno aterrador, como cuando centenares de Liberator descargaban sus
bombas al mismo tiempo. Y mientras se expandía velocísima una nube de polvo
amarillenta que ocultó aquella inmensa tumba, la tierra tembló.
Me veo luego de camino hacia casa, ansioso de alejarme del lugar funesto, con la
gente, a la cual había llegado la noticia con velocidad asombrosa, mirándome
horrorizada, quizá por mi ropa llena de polvo. Pero lo que no olvido de ningún modo
son las miradas cargadas de espanto y de piedad de mi cuñado y de sus dos hijas.
Mudos, me miraban como se mira a un condenado a muerte (¿o era pura sugestión
mía?).
Una vez en casa, cuando supieron lo que había visto, no se asombraron de que
estuviera trastornado, ni de que durante algunos días permaneciese encerrado en mi
cuarto sin hablar con nadie, negándome incluso a leer los periódicos (entreví sólo
uno, en las manos de mi hermano que había entrado a interesarse por mí; en primera
plana había una fotografía enorme con una hilera interminable de furgones negros).
¿Había provocado yo la hecatombe? ¿Acaso la rotura del barrote de hierro había
propagado, por una monstruosa progresión de causas a efectos, la ruina a toda la
mastodóntica edificación? ¿O quizá sus primeros constructores habían dispuesto con
diabólica maldad un secreto juego de masas en equilibrio por el cual bastaba mover
aquel insignificante barrote para que todo se viniera abajo? ¿Y mi cuñado, o sus hijas,
o Scavezzi? ¿Habían reparado en lo que yo había hecho? Y, suponiendo que no fuera
así, ¿por qué desde entonces Giuseppe parece evitarme? ¿O acaso soy yo mismo el
que, por temor a traicionarme, he maniobrado de forma inconsciente para verlo lo
menos posible?
Por otro lado, ¿acaso no resulta inquietante la insistencia del profesor Scavezzi en
frecuentarme? Pese a su modesta situación económica, desde entonces se ha mandado
hacer en mi sastrería una decena de trajes. Siempre que viene a probarse luce su
sonrisita hipócrita y no cesa de observarme. Es, además, puntilloso hasta la
exasperación; aquí hay una arruguita que no tiene por qué estar, allí una espalda que
no cae bien, o los botones de las mangas, o la longitud de las solapas, siempre hay
algo que arreglar. Para cada traje son seis o siete pruebas. Y de cuando en cuando me
pregunta: «¿Recuerda aquel día?». «¿Qué día?», replico yo. «¡Pues el día de la
Baliverna!». Parece que guiñe los ojos con astutos sobreentendidos. Yo digo:
«¿Cómo podría olvidarlo?». El menea la cabeza: «Claro… ¿cómo podría?».

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Naturalmente, yo le hago descuentos extraordinarios, acabo incluso perdiendo
dinero. Pero él aparenta no darse cuenta de nada. «Desde luego», dice, «usted es caro,
pero vale la pena, lo confieso». Y yo entonces me pregunto: ¿es un idiota, o se
divierte con estas pequeñas y viles extorsiones?
Si. Es posible que sólo él me viera en el acto de romper el fatal barrote de hierro.
Quizá lo ha entendido todo, podría denunciarme, desatar contra mí el odio de la
gente. Pero es taimado y no habla. Viene a encargarse un traje nuevo, no me pierde de
vista, saborea por anticipado la satisfacción de dejarme suspenso cuando menos me lo
espero. Yo soy el ratón y él el gato. Juguetea conmigo y al final, de improviso, me
soltará el zarpazo. Y aguarda el juicio, disponiéndose a dar un golpe de efecto. En el
momento más oportuno se pondrá de pie. «Yo soy el único que sabe quién provocó el
hundimiento», gritará, «yo lo vi con mis propios ojos».
Hoy ha venido otra vez para probarse un temo de franela. Más melifluo que de
costumbre. «¡Esto da ya las boqueadas!». «¿A qué se refiere?». «¿Que a qué me
refiero? ¡Al juicio! ¡En la ciudad no se habla de otra cosa! Cualquiera diría que vive
usted en las nubes, je, je». «¿Habla usted del hundimiento de la Baliverna?». «Eso es,
de la Baliverna… Je, je, ¿quién sabe si no saldrá al final el verdadero culpable?».
Luego se va, saludándome con exageradas ceremonias. Lo acompaño hasta la
puerta. Espero a que haya bajado un tramo entero de escaleras para cerrar. Se ha ido.
Silencio. Tengo miedo.

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Algo había sucedido
El tren había recorrido tan solo unos pocos kilómetros (y el camino era largo
antes de llegar a la estación de destino tras un viaje de casi diez horas) cuando por la
ventanilla vi, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue casualidad, podía haber mirado
tantas otras cosas y en cambio mi mirada recayó sobre ella, que no era hermosa ni
tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por qué había reparado en ella! Era
evidente que estaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de nuestro tren,
superdirecto, expreso al norte, símbolo —para aquella gente inculta— de vida fácil,
aventureros, espléndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas cinematográficas…
Una vez al día este maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.
Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra
dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba
algo que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un
peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé
preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que
había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo del
tren, cuando quiso la casualidad —se trataba seguramente de una pura y simple
casualidad— que reparara en un campesino parado sobre un murito, que llamaba y
llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un
momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de ver a seis o
siete personas que corrían a través de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal,
pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante. Venían de diferentes lugares
—de una casa, de una fila de viñas, de una abertura en la maleza— pero todos corrían
directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí,
¡por Dios cómo corrían!, espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba
terriblemente, quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito
apenas un relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.
«¡Qué extraño!», pensé, «en pocos kilómetros ya dos casos de gente que recibe,
de golpe, una noticia» (eso, al menos era lo que yo presumía). Ahora, vagamente
sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los paisajes, con presentimiento e
inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado de ánimo, pero lo cierto
es que cuanto más observaba a la gente, más me parecía encontrar en todos lados una
inusitada animación. ¿Por qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas
mujeres, aquellos carros…? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad
era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una
misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se
dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar
por la confusión. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel,

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el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo había sucedido y
nosotros, en el tren, no sabíamos nada.
Miré a mis compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el
corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos
sesenta años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí,
también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los
sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta,
sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después me
examinaba cuidadosamente para ver si la había descubierto. Pero ¿de qué teníamos
miedo?
Nápoles. Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy
no. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas
iluminadas. En aquellos cuartos —fue un instante— hombres y mujeres aparecían
inclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y todo era
producto de mi fantasía?
Se preparaban para marcharse. «¿Adónde?», me preguntaba. Evidentemente no
era una noticia feliz, pues había como una especie de alarma generalizada en la
campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre.
Después me decía: «Si fuera una desgracia se habría detenido el tren; y en cambio, el
tren encontraba todo en orden, señales de vía libre, cambios perfectos, como para un
viaje inaugural».
Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En
realidad quería ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del vidrio.
Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos y sobre los caminos carros, camiones,
grupos de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a
la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más gentío a
medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma dirección,
descendían hacia el mediodía, huían del peligro mientras nosotros íbamos
directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nos precipitábamos, corríamos
hacia la guerra, la revolución, la peste, el fuego… ¿Qué más podía pasarnos? No lo
sabríamos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar y seguramente sería
demasiado tarde.
Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás
dudara de sí mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella
alarma sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas
ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se está un poco
cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que recién se
despertaba e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la mirada
mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por azar, en la manija de

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la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el aparato, con idéntico
pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia de romper el silencio o
simplemente osó preguntar a los otros si habían advertido, afuera, algo alarmante.
Ahora las carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur.
Nos cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar, volando con
tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Una multitud había invadido
las estaciones. Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban frases de las cuales se
percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.
La señora de enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba
nerviosamente un pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien
hablaba… si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta
que todos estamos esperando como una gracia y ninguna se atreve a formular…
Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o
tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante
como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un
caótico montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando, seguramente, un
convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos con un paquete de diarios y
agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera página. Entonces, con un
gesto repentino, la señora que estaba frente a mí se asomó, logrando detener por un
momento el periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente. Entre los dedos
le quedó un pedacito. Advertí que sus manos temblaban al desplegarlo. Era un
papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía.
Nada más. Sobre el reverso aparecían indiferentes noticias periodísticas.
Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que
pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A
medida que crecía el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos
hacia una cosa que terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante;
poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida
del país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas,
trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos
sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con la
regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del grueso
del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha cercado el enemigo. Y
por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros tenía el coraje
de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida!
Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que
nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la
oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil
resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco de

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coraje.
La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los
cambios. La estación, la superficie —ahora oscura— del techo de vidrio, las
lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero ¡horror! Aún el tren se
movía, cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por
más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin.
Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros semejantes. Me
pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario
con su gorro que desaparecía por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No
encontraríamos un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altísima y
violenta como un disparo, nos hizo estremecer. «¡Socorro! ¡Socorro!», gritaba y el
grito repercutió bajo el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares
abandonados para siempre.

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El derrumbamiento
Lo despertó el timbrazo del teléfono. Era el director del periódico. «Coja el coche
inmediatamente», le dijo. «Ha habido un gran derrumbamiento en Valle Ortica… Sí,
en Valle Ortica, al lado del pueblo de Goro… Ha pillado debajo una aldea, debe de
haber muertos… Usted mismo verá lo que hay por allí. No pierda tiempo. ¡Y vaya
con cuidado!».
Era la primera vez que le confiaban un trabajo importante y la responsabilidad lo
preocupaba. Sin embargo, cuando calculó el tiempo de que disponía, se tranquilizó un
tanto. Debía de haber unos doscientos kilómetros de carretera; en tres horas estaría
allí. Tendría aún toda la tarde para hacer preguntas y para escribir el artículo. Un
reportaje cómodo, pensó; podría lucirse sin mucho esfuerzo.
Partió en la fría mañana de febrero. Las carreteras estaban casi vacías, así que se
podía ir deprisa. Prácticamente antes de que pudiera darse cuenta, vio aproximarse el
perfil de los cerros; luego, entre velos de bruma, apareció la nieve de las cumbres.
Entre tanto, pensaba en el derrumbamiento. Quizá fuera una catástrofe con
centenares de víctimas; habría que escribir un par de columnas dos o tres días
seguidos, y, aunque no era mala persona, el dolor de tanta gente no lo
apesadumbraba. Luego, con desagrado, dio en pensar en sus rivales, sus colegas de
los otros periódicos; se los imaginaba ya al pie del cañón, recogiendo, mucho más
ágiles y avispados que él, preciosas noticias. Empezó a mirar con inquietud todos los
automóviles que avanzaban en su misma dirección. Sin duda se dirigían todos a Goro
a causa del derrumbamiento. A menudo, cuando avistaba un coche al final de una
recta, pisaba el acelerador para alcanzarlo y ver quién iba dentro; siempre estaba
convencido de que iba a hallar a un colega, pero invariablemente se trataba de rostros
desconocidos, en su mayoría hombres de campo, tipos acabados de aparceros y
tratantes, incluso un sacerdote. Su expresión era aburrida y soñolienta, como si la
terrible desgracia no tuviese para ellos la más mínima importancia.
En cierto punto abandonó la recta de asfalto y dobló a la izquierda por la carretera
de Valle Ortica, un camino estrecho y polvoriento. Aunque era ya bien entrada la
mañana, no se advertían síntomas anormales: ni soldados, ni ambulancias ni
camiones con socorros, como había imaginado. Todo se hallaba estancado en el
letargo invernal; sólo algún caserío despedía por su chimenea un hilo de humo.
Los hitos que había al borde de la carretera decían: a Goro km 20, a Goro km 19,
a Goro km 18, pero no se apreciaba bullicio alguno ni alarma de ninguna clase. En
vano examinaba Giovanni con la mirada los abruptos flancos de las montañas para
descubrir la fractura, la blanca cicatriz del derrumbamiento.
Llegó a Goro hacia mediodía. Era uno de esos curiosos pueblos de ciertos valles
abandonados que parecen haber quedado anclados varios siglos atrás; torvos e

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inhóspitos pueblos abrumados por desoladas montañas, sin bosques de verano ni
nieves de invierno, donde acostumbran a veranear tres o cuatro familias sin un real.
En aquel momento la plazuela del centro del pueblo estaba vacía. Qué curioso, se
dijo Giovanni; ¿podía ocurrir que después de una catástrofe como aquella todos
hubieran huido o se hubieran encerrado en casa? A no ser, pensó, que el
derrumbamiento hubiera sido en un pueblo cercano y estuvieran todos allí. Un sol
pálido iluminaba la fachada de una fonda. Después de bajar del coche, Giovanni abrió
la puerta acristalada y oyó una enorme algazara, como de gente contenta que
estuviera sentada a la mesa.
De hecho, el dueño de la fonda estaba comiendo con su numerosa familia.
Evidentemente, en aquella época no había clientes. Giovanni pidió permiso para
entrar, se presentó como periodista, preguntó por el derrumbamiento.
—¿Derrumbamiento? —dijo el dueño, un hombretón ordinario y sumamente
expansivo—. Aquí no hay derrumbamientos… Pero a lo mejor quiere usted comer,
pase, pase. Siéntese aquí con nosotros, si hace el favor. Ahí, a la sala, no llega el
calor.
Insistía para que Giovanni comiera con ellos, y mientras tanto, sin cuidar del
visitante, dos chicos de unos quince años provocaban entre los comensales grandes
carcajadas hablando de chismes familiares. El dueño deseaba que Giovanni se
sentase, le aseguraba que en aquella estación no era fácil encontrar en el valle ningún
otro sitio donde comer; Giovanni, no obstante, comenzaba a sentirse inquieto;
comería, claro estaba, pero primero quería ver el derrumbamiento, ¿cómo era posible
que en Goro no se supiera nada? El director le había dado señas muy precisas.
Como no conseguían ponerse de acuerdo, los chicos que estaban a la mesa
comenzaron a prestar atención. «¿El derrumbamiento?», dijo en un momento dado un
chiquillo de unos doce años que había cazado de qué iba la conversación. «Claro que
sí, claro que sí, es más arriba, en Sant'Elmo», gritaba, alegre de poder mostrarse más
enterado que su padre. «Ha sido en Sant'Elmo; ¡ayer lo estaba contando el Longo!».
—Qué va a saber el Longo —replicó el dueño—. Mejor harías en estar callado.
Qué va a saber el Longo. Hubo un derrumbamiento cuando yo todavía era un niño,
pero mucho más abajo de Goro. A lo mejor la ha visto usted, señor, a unos diez
kilómetros, en un sitio donde el camino…
—¡Pero papá, te digo que es verdad! —insistía el chiquillo—. ¡Que ha sido en
Sant'Elmo!
Habrían continuado discutiendo de no haberlos interrumpido Giovanni: «Bueno,
me voy a acercar a Sant'Elmo a echar un vistazo». El dueño de la fonda y sus hijos lo
acompañaron hasta la plaza, demostrando un gran interés por su coche, de un modelo
reciente todavía no visto allí.
Sólo cuatro kilómetros separaban Goro de Sant'Elmo, pero a Giovanni le

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parecieron muchos más. La carretera ascendía en escarpadas revueltas, tan estrechas
que le exigían a menudo dar marcha atrás. El valle se hacía cada vez más oscuro y
siniestro. Sólo el lejano repicar de una campana confortó algo a Giovanni.
Sant'Elmo era todavía más pequeño que Goro, más abandonado y miserable. Era
apenas la una menos cuarto y, sin embargo, habríase dicho que no faltaba mucho para
la noche; quizá por la abrumadora sombra de las montañas que se cernían sobre él,
quizá por la misma desazón que provocaba tanto desamparo.
Giovanni se sentía ya inquieto. ¿Dónde había sido, pues, el derrumbamiento?
¿Podía ser que el director le hubiera enviado con tanta urgencia sin estar seguro de la
noticia? ¿O que se hubiera equivocado al indicarle el lugar? El tiempo corría veloz;
se exponía a dejar al periódico sin el reportaje.
Detuvo el coche y preguntó a un chico, que en seguida pareció saber a lo que se
refería.
—¿El derrumbamiento? Es allá arriba —respondió señalando hacia lo alto—. Se
llega en veinte minutos. —Y cuando vio que Giovanni volvía a subir al coche—: No
se puede llegar en coche, hay que ir a pie, no hay más que un sendero. —A
continuación accedió a hacer de guía.
Salieron del pueblo y empezaron a trepar por un camino de herradura fangoso que
tenía al lado un terraplén. A duras penas Giovanni acertaba a seguir al chico y no le
llegaba el aliento para hacer preguntas. Pero ¿qué importaba? Dentro de poco vería el
derrumbamiento, el reportaje para el periódico estaba asegurado y ninguno de sus
colegas había llegado antes que él. (Y, con todo, era extraño que no se viese a nadie
por allí; forzoso era deducir que no había habido víctimas y que no se habían pedido
socorros; como mucho, se habría venido abajo alguna casa deshabitada).
«Aquí es», dijo por fin el chico cuando alcanzaron una especie de contrafuerte. Y
señaló con el dedo. Delante de ellos, en la ladera opuesta del valle, se veía un
gigantesco derrumbamiento de tierra rojiza. Desde lo más alto de la fractura hasta el
fondo del valle, donde se habían amontonado los peñascos más grandes, podía haber
unos trescientos metros. Pero costaba entender que hubiese habido allí una aldea o
siquiera un grupo de casas. Por otra parte, algunas plantas arraigadas en los
derrumbaderos le parecieron sospechosas.
—¿Ve ahí el puente? —preguntó el chico señalando los restos de una
construcción tirados en el fondo del valle, en medio del amasijo de peñascos rojos.
—¿Y no hay nadie? —inquirió Giovanni estupefacto, pues no veía un alma por
los alrededores. Sólo pelados terraplenes, rocas que afloraban, húmedos laberintos de
regueros, muretes de piedra que aguantaban pequeños campos de labranza y, por
todas partes, un desolado color ferruginoso; entre tanto, el cielo, lentamente, se había
cubierto de nubes.
El chico lo miró sin comprender. «¿Pero cuándo ha sido?», volvió a preguntar

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Giovanni. «¿Hace ya unos días?». «¡Quién sabe cuándo fue!», dijo el chico. «Unos
dicen que hace trescientos años, otros incluso que cuatrocientos. Pero de cuando en
cuando todavía cae algo».
—¡Pedazo de bestia! —bramó Giovanni fuera de sí—. ¿Y no lo podías haber
dicho antes? —¡Le habían llevado a ver un derrumbamiento de hacía trescientos
años, la curiosidad geológica de Sant'Elmo, recogida, quizá, en las guías turísticas! ¡Y
aquellos vestigios de fábrica del fondo del valle, quién sabe si no serían restos de un
puente romano! Un estúpido malentendido, y, mientras tanto, la noche se echaba
encima. ¿Dónde estaba, entonces? ¿Dónde estaba el derrumbamiento?
Bajó el camino de herradura a la carrera, seguido por el chico, que gimoteaba
temiendo haberse quedado sin propina. El chico llevaba encima un disgusto increíble:
como no alcanzaba a comprender la causa de que Giovanni se hubiera enfadado,
corría suplicando detrás de él, con la esperanza de apaciguarlo.
—¡El señor busca el derrumbamiento! —decía a todos aquellos con los que se
cruzaba, señalando a Giovanni—. No sé cuál es, creía que quería ver el del puente
viejo, pero no es ése el que busca. ¿Sabéis dónde ha sido el derrumbamiento? —
preguntaba a hombres y mujeres.
—Espera, espera —respondió por fin a sus palabras una viejecilla que azacaneaba
a la puerta de una casa—. Espera, que voy a llamar a mi marido.
Al poco rato, precedido por gran estrépito de zuecos, apareció en la puerta un
hombre de unos cincuenta años, pero ya acartonado, y de expresión sombría: «¡Pero
si han venido a verlo!», comenzó a dar voces en cuanto vio a Giovanni. «No es
suficiente que todo se vaya al diablo, ¡ahora los señores vienen a ver el espectáculo!
Pero claro, claro, venga a ver». Gritaba volviéndose hacia el periodista, pero estaba
claro que su expansión se dirigía a él como prójimo, más que como a lo que era.
Agarró a Giovanni de un brazo y lo arrastró tras de sí por un camino de herradura
parecido al de antes, que subía encajonado entre muretes de piedra sin labrar. Fue
entonces cuando, al llevarse la mano izquierda al pecho para ceñirse más el abrigo
(en realidad el frío se hacía cada vez más intenso), Giovanni echó una ojeada a su
reloj de pulsera. Eran ya las cinco y cuarto, dentro de poco sería ya de noche y
todavía no sabía literalmente nada del derrumbamiento, ni siquiera dónde había sido.
¡Si por lo menos aquel odioso campesino le llevara al lugar!
—¿Contento? ¡Ahí tiene su maldito derrumbamiento! ¡Mírelo todo lo que le dé la
gana! —dijo el campesino en un momento dado, deteniéndose; y con la barbilla, para
poner de manifiesto su odio y desprecio, señalaba la condenada cosa. Giovanni se
encontró en el borde de un terrenillo de unos pocos centenares de metros cuadrados,
un pedazo de tierra completamente insignificante salvo porque se hallaba en la ladera
de la escarpada montaña, un campito artificial, ganado palmo a palmo a base de
trabajo y aguantado por un muro de piedra. Con todo, al menos un tercio de su

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superficie se veía ocupado por un desprendimiento de tierra y piedras. Las lluvias, la
humedad de la estación o vaya a saber qué, habían hecho que se deslizara hasta allí
un pequeño trozo de montaña.
—Mírelo ¿ya está contento? —decía a voces el campesino, indignado no con
Giovanni, cuyas intenciones desconocía, sino con aquella desgracia que habría de
costarle meses y meses de trabajo. Y Giovanni miró desconcertado el
derrumbamiento, un arañazo del monte, aquella fruslería, aquella nimiedad miserable.
Tampoco es ésta, se dijo desconsolado, debe de haber algún error. Entre tanto, el
tiempo corría y tenía que llamar al periódico antes de que se hiciera de noche.
Dejó allí plantado al campesino, volvió corriendo a la plazuela donde había
dejado el coche, preguntó ansiosamente a tres paletos que le estaban palpando los
neumáticos: «¿Pero se puede saber dónde está el derrumbamiento?», aullaba, como si
ellos fueran los culpables. Las montañas se sumían en la oscuridad.
Entonces un tipo largo y pasablemente vestido se levantó de un escalón de la
iglesia donde había estado sentado, fumando, hasta aquel momento, y se acercó a
Giovanni: «¿Quién se lo ha dicho? ¿Quién le ha dado la noticia?», le preguntó de
sopetón. «¿Quién está hablando de derrumbamientos?».
Hacía estas preguntas en tono ambiguo, como de latente amenaza, como si la sola
mención del asunto le resultara desagradable. Entonces, de improviso, atravesó la
mente de Giovanni un pensamiento consolador: en la historia del derrumbamiento
debía de haber algo turbio y delictivo. Esa era la razón de que todos se hubieran
puesto de acuerdo para desviar las investigaciones, de que no se hubiera advertido a
las autoridades y de que nadie hubiera acudido allí. ¡Ah, si en vez de la simple
gacetilla de un desastre, con sus inevitables lugares comunes, le estuviera destinado
el descubrimiento de una conjura novelesca, tanto más extraordinaria por ser allí, en
aquel pueblo aislado del mundo!
«¡El derrumbamiento!», volvió a decir el tipo con desdén antes de que Giovanni
hubiera tenido tiempo de responderle. «¡En mi vida he oído estupidez semejante! ¡Y
usted, que se lo cree!», concluyó dándole la espalda y echando a andar con paso
lento.
Pese a su agitación, Giovanni no tuvo valor suficiente para abordarlo. «¿Qué
quería decir?», preguntó después a uno de los tres paletos, el de rostro menos obtuso.
—Bueno —dijo riendo el muchacho—, ¡la historia de siempre! ¡Yo no digo nada!
¡No quiero historias! ¡Yo no sé nada de nada!
—¿Es que acaso le tienes miedo? —le recriminó uno de sus compañeros—. ¿Te
vas a callar porque sea un trapisondista? ¿El derrumbamiento? ¡Ya se sabe lo que es
el derrumbamiento!
Giovanni, deseoso de saber por fin, se enteró del asunto por el paleto. El tipo
aquel tenía dos casas en venta apenas a la salida de Sant'Elmo, pero en aquella zona

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la tierra no era firme, tarde o temprano los muros se caerían, se habían abierto ya
algunas grietas, volver a ponerlos en condiciones requeriría mucho trabajo y un gran
dispendio. Pocos lo sabían, pero el rumor se había extendido y ya nadie quería
comprar. Esa era la razón de que el tipo se empeñara en negarlo.
¿Era ése todo el misterio? Melancólica noche de las montañas, en medio de gente
estúpida e incomprensible. Oscurecía, soplaba un viento helado. Los hombres,
sombras inciertas, se escabullían uno a uno, las puertas de las casuchas se cerraban
con un chirrido; también los tres paletos se habían cansado de examinar el coche y de
golpe desaparecieron.
Inútil seguir preguntando, se dijo Giovanni. Cada uno me daría una respuesta
diferente, como me ha pasado hasta ahora, cada uno me llevará a un lugar diferente,
sin el más mínimo provecho para el periódico. (En realidad cada uno tiene su propio
derrumbamiento, uno ha sufrido un desprendimiento sobre su campo, al otro se le
está viniendo abajo el estercolero, otro aún conoce el trabajo constante de las piedras
que día a día caen, cada uno tiene su propio mísero derrumbamiento, pero ninguno de
ellos es el que le importa a Giovanni, el gran derrumbamiento acerca del cual escribir
tres columnas, quizá la oportunidad de su vida).
En el silencio inmenso volvió a oírse una campana lejana y luego nada. Giovanni
se había vuelto a montar en el coche, encendía ahora el motor y las luces;
desalentado, se disponía a volver.
Triste historia, pensaba, y quién sabe cómo habrá sucedido. La noticia de un
hecho mínimo, quizá de aquel minúsculo derrumbamiento en el campo del campesino
iracundo, había descendido curiosamente hasta la ciudad por derroteros inexplicables,
y por el camino se había ido deformando cada vez más hasta convertirse en una
tragedia. Historias parecidas no eran raras, en fin de cuentas, eso formaba parte de la
normalidad de la vida. Pero ahora era Giovanni quien había de pagar. El no tenía
ninguna culpa, cierto, pero volvía con las manos vacías y no iba a hacer muy buen
papel. «A no ser que…», y sonrió, calibrando lo absurdo del asunto.
Ahora el coche había dejado atrás ya las casas de Sant'Elmo, con escarpadas
revueltas la carretera se hundía en las negras concavidades del valle, no se veía un
alma. El auto bajaba en medio de un leve rumor de grava, los haces de los faros
exploraban las inmediaciones, proyectándose de cuando en cuando en la otra ladera
del valle, en las nubes bajas, en los siniestros riscos, los árboles muertos. Bajaba
lentamente, como retenido por una remotísima esperanza.
Hasta que el motor calló o, al menos, eso pareció, porque Giovanni oyó a sus
espaldas (alucinaciones quizá, pero también podía ser que no), oyó a sus espaldas el
principio de un crujido inmenso que parecía sacudir la tierra; y su corazón se vio
embargado por una inefable excitación extrañamente parecida al júbilo.

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Una carta de amor
Enrico Rocco, treinta y un años, gerente de una empresa comercial, enamorado,
se encerró en su despacho; en su mente, la presencia de ella se había hecho tan fuerte
y tormentosa que halló fuerzas para hacerlo. Le escribiría, prescindiendo de cualquier
orgullo y cualquier pudor.
«Mi muy estimada señorita», empezó, y con sólo pensar que ella vería aquellas
letras que la pluma había dejado en la carta, su corazón comenzó a palpitar,
enloquecido. «Dulce Ornella, Amada mía, Alma querida, Luz, Fuego que me abrasa,
Obsesión de mis noches, Sonrisa, Florecita, Amor…».
Entró Ermete, el chico de los recados:
—Perdone, señor Rocco, ahí fuera hay un señor que pregunta por usted. Se llama
—miró un papel— Manfredini.
—¿Manfredini? ¿Sí? No sé quién es. Además, ahora no tengo tiempo, tengo una
cosa muy urgente que hacer. Dile que vuelva mañana u otro día.
—Me parece que es el sastre, señor Rocco, debe de haber venido a hacerle la
prueba…
—¡Ah, sí… Manfredini! Está bien, dile que vuelva mañana.
—Sí señor… Me ha dicho que lo ha hecho llamar usted.
—Es verdad, es verdad… —suspiró—. Hazlo pasar. Dile de todos modos que se
dé prisa. Sólo dos segundos.
Manfredini entró con el traje. Una prueba por decir algo; se puso la chaqueta unos
pocos instantes quitándosela a continuación, apenas el tiempo necesario para hacer
dos o tres marcas con el jaboncillo. «Perdone, pero, sabe usted, tengo entre manos un
trabajo muy urgente. Ya nos veremos, Manfredini».
Regresó con avidez al escritorio, siguió escribiendo: «Mi Alma pura, Criatura,
¿dónde estás en este instante?, ¿qué haces? pienso en ti con tal fuerza que es
imposible que mi amor no te llegue aunque estés tan lejos, en la otra punta de la
ciudad, que me pareces una isla perdida más allá de los mares…». (Qué curioso,
pensaba entre tanto, ¿cómo se explica que un hombre práctico como yo, un gestor
comercial, se ponga de golpe y porrazo a escribir esta clase de cosas? ¿Será una
especie de locura?).
En aquel momento el teléfono que tenía al lado comenzó a sonar. Fue como si de
repente le pasaran por la espalda una sierra de hierro helado. Boqueó:
—¿Diga?
—Holaaa —dijo una mujer con un perezoso maullido—. Hijo, vaya voz… dime,
llamo en mal momento, parece. —«¿Quién es?», preguntó él. «¡Oh, pero hoy estás
imposible, mira que…!». «¿Quién es?». «¡Pero espera por lo menos que te…!».
Colgó el auricular, volvió a aferrar la pluma.

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«Sabes, Amor mío», escribió, «fuera está la niebla, húmeda, fría, llena de
gasolina y de miasmas, pero ¿sabes que la envidio? Sabes que me cambiaría ahora
mism…».
Ring, el teléfono. Se sobresaltó como si le hubieran soltado una descarga de
doscientos mil voltios. «¿Diga?». «¡Pero Enrico! —era la voz de poco antes—, vengo
expresamente a la ciudad para saludarte y tú…».
Titubeó, acusando el golpe. Era la Franca, su prima, una buena chica, incluso
guapita, que desde hacía unos meses le iba un poco detrás, quién sabe lo que le
rondaba por la cabeza. Las mujeres son famosas por inventarse romances
inverosímiles. La verdad era que en buena ley no se la podía mandar a paseo.
Pero se mantuvo firme. Cualquier cosa con tal de terminar aquella carta. Era el
único modo de calmar el fuego que le quemaba por dentro; escribiendo a Ornella le
parecía entrar de algún modo en su vida, quizá la leyera hasta el final, quizá sonriera,
quizá guardara la carta en su bolso, el papel que estaba recubriendo de frases
insensatas quizá dentro de pocas horas estuviera en contacto con esas cositas
perfumadas, tan graciosas y maravillosamente suyas, con su lápiz de labios, con su
pañuelo bordado, con sus enigmáticas chucherías impregnadas de turbadoras
intimidades. Y ahora aparecía la Franca para distraerlo.
«Oye, Enrico —propuso la voz que se arrastraba—, ¿quieres que vaya a buscarte
a la oficina?». «No, no, perdona, ahora tengo mucho que hacer». «Oh, conmigo no
tienes por qué gastar cumplidos; si te estorbo, no he dicho nada. Ya nos veremos».
«Cómo te pones. Te digo que tengo que hacer. Mira, ven más tarde». «¿Cuándo es
más tarde?». «Ven… ven dentro de dos horas».
Arrojó sobre la horquilla el auricular del teléfono, le parecía haber perdido un
tiempo irrecuperable, la carta debía estar echada para la una, de otro modo llegaría a
su destino al día siguiente. No, no la enviaría urgente.
«… me cambiaría ahora mismo por ella», escribía, «cuando pienso que la niebla
rodea tu casa y flota delante de tu cuarto, y que si tuviera ojos —quién sabe, quizá la
niebla vea— podría contemplarte a través de la ventana. ¿Y cómo quieres que no
haya una rendija, un sutilísimo intersticio por donde pueda entrar un minúsculo soplo
nada más, un delicado hálito de algodón impalpable que te acaricie? Le basta tan
poco a la niebla, le basta tan poco al am…».
Ermete, el chico, en la puerta. «Perdone…». «Ya te he dicho que tengo un trabajo
urgente, no estoy para nadie, di que vuelvan esta tarde».
«Pero…». «¿Pero qué?». «Que está abajo el señor Invernizzi esperándole en el
coche».
Maldición, Invernizzi, el inspector del almacén donde había habido un principio
de incendio, la reunión con los peritos, maldita sea si había pensado más en ello, se le
había olvidado por completo. Y eran una gente imposible.

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El tormento que le abrasaba por dentro en exacta simetría con el de fuera alcanzó
un grado intolerable. ¿Decir que estaba enfermo? Imposible. ¿Dejar la carta tal como
estaba? Pero tenía aún tantas cosas que decirle, tantas cosas tan importantes.
Desalentado, guardó el papel en un cajón. Cogió el abrigo y a la calle, lo único que
podía hacer era intentar acabar lo antes posible. En media hora, si Dios quería, quizá
estaría de vuelta.
Cuando regresó era la una menos veinte. Alcanzó a ver a tres o cuatro hombres
que, sentados en la sala, esperaban. Jadeante, se encerró en su oficina, se sentó al
escritorio, abrió el cajón, la carta no estaba allí.
El tumulto de su corazón casi lo deja sin aliento. ¿Quién podía haber hurgado en
su escritorio? ¿O se había equivocado? Abrió los demás cajones uno detrás de otro.
Menos mal. Se había confundido, la carta estaba allí. Pero mandarla antes de la
mía era imposible. No pasaba nada —y los razonamientos (para un asunto tan
sencillo y trivial) se agolpaban alborotadamente en su cabeza con enervantes
alternativas de ansia y de esperanzas—, no pasaba nada, si la mandaba urgente
llegaría a tiempo de alcanzar el último reparto de la tarde, o bien… mejor todavía, se
la daría a Ermete para que la llevara, no, no, mejor no mezclar al chico en un asunto
delicado, la llevaría él en persona.
«… le basta tan poco al amor —escribió—, para vencer a la distancia y super…».
Ring, el teléfono, sañudo. Sin soltar la pluma, agarró con la izquierda el auricular.
«¿Diga?». «Sí, le habla la secretaria de su excelencia Tracchi».
«Diga, diga». «Es por aquella licencia de importación relacionada con el
suministro de cables a…».
Atrapado. Era un negocio importantísimo, de él dependía su porvenir. La
conversación duró veinte minutos.
«… superar —escribió—, las murallas de China. Oh, querida Orn…».
Otra vez el chico en la puerta. Arremetió salvajemente. «¿Pero es que no me has
oído que no puedo recibir a nadie?». «Pero es el ins…». «¡A nadie, a nadieeee!»,
aulló enfurecido. «El inspector de Hacienda, que dice que tiene una cita».
Sintió que las fuerzas lo abandonaban. Negarse a ver al inspector habría sido una
locura, una especie de suicidio, la ruina. Recibió al inspector.
Es la una y treinta y cinco. Al otro lado está la prima Franca, que hace tres cuartos
de hora que espera. Y luego el ingeniero Stolz, venido expresamente de Ginebra. Y el
abogado Messumeci, por el asunto de los estibadores. Y la enfermera que viene todos
los días a ponerle la inyección.
«Oh, querida Ornella», escribe con la desesperación del náufrago sobre quien se
abaten las olas, cada vez más altas y brutales.
El teléfono. «Le habla el señor Stazi, del Ministerio de Comercio». El teléfono.
«Le habla el secretario de la Confederación de Consorcios…».

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«Oh, deliciosa Ornella mía —escribe—, querría que sup…».
Ermete en la puerta anunciando al doctor Bi, viceprefecto.
«… que supieras —escribe— qu…».
El teléfono: «Le habla el jefe del Estado Mayor general». El teléfono: «Le habla
el secretario personal de Su Eminencia el arzobispo…».
«… que cuando te v…», escribe enfebrecido con su último aliento.
Ring, ring, el teléfono: «Le habla el presidente primero del Tribunal de
Apelación». «¡Diga, diga!». «Le habla el Consejo Supremo en la persona del senador
Cormorano». «¡Diga, diga!». «Le habla el primer edecán de Su Majestad el
Emperador…».
Revolcado, arrastrado por la tempestad.
«¡Diga, diga! Sí, soy yo, gracias, excelencia, ¡le quedo sumamente reconocido!…
Pero ahora mismo, inmediatamente, sí, señor general, procederé al instante, y un
millón de gracias… ¡Diga, diga! Sin duda, Majestad, inmediatamente, con mi más
rendido respeto (la pluma, abandonada, rodó lentamente hasta el borde del escritorio,
se detuvo allí un instante en suspenso, cayó a plomo aterrizando con el plumín, y allí
quedó)… Pero pase, por favor, faltaría más, adelante, adelante, no, si me permite,
quizá sea mejor que se siente en la butaca, que es más cómoda, pero qué honor más
inesperado, del todo, por completo, oh gracias, ¿un café?, ¿un cigarrillo?…».
¿Cuánto duró el torbellino? ¿Horas, días, meses, milenios? Cuando cayó la noche,
se encontró por fin solo.
Pero antes de abandonar su despacho, trató de poner un poco de orden en la
montaña de cartapacios, expedientes, proyectos, formularios, acumulados encima del
escritorio. Debajo de la inmensa pila encontró un papel de carta sin encabezamiento,
escrito a mano. Reconoció su letra.
Picado por la curiosidad, leyó. «¡Qué majaderías, qué ridículas idioteces!
¿Cuándo debí escribirlas?», se preguntó, rebuscando en vano en sus recuerdos con
una sensación de fastidio y de ausencia nunca experimentada, y se pasó una mano por
los cabellos ya grises. «¿Cuándo pude escribir tonterías semejantes? Y esta Ornella,
¿quién era?».

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El colombre
Cuando Stefano Roi cumplió los doce años, pidió como regalo a su padre, capitán
de barco y patrón de un bonito velero, que lo llevase consigo a bordo.
—Cuando sea mayor —dijo—, quiero navegar por los mares como tú. Y mandaré
barcos todavía más bonitos y grandes que el tuyo.
—Dios te bendiga, hijo mío —respondió su padre. Y como justamente aquel día
su carguero debía partir, se llevó al chico consigo.
Era un espléndido día de sol; el mar estaba tranquilo. Stefano, que nunca había
subido al barco, paseaba feliz por cubierta admirando las complicadas maniobras del
aparejo. Y preguntaba esto y lo otro a los marineros, que, sonriendo, se lo explicaban
todo.
Cuando fue a parar a la toldilla, el chico, picado por la curiosidad, se detuvo a
observar una cosa que salía intermitentemente a la superficie a una distancia de unos
doscientos o trescientos metros, allí donde estaba la estela de la nave.
Aunque el carguero volara ya, empujado por un magnífico viento de popa,
aquella cosa mantenía siempre la misma distancia. Y, aunque él no comprendía su
naturaleza, tenía algo indefinible que lo atraía intensamente.
Al dejar de ver a Stefano por allí, su padre, después de haberlo llamado a grandes
voces en vano, abandonó el puente y fue a buscarlo.
—Stefano, ¿qué haces ahí plantado? —le preguntó al verlo finalmente en la popa,
de pie, absorto en las olas.
—Ven a ver, papá.
El padre acudió y miró también en la dirección que le indicaba el muchacho, pero
no alcanzó a ver nada.
—Es una cosa oscura que asoma cada tanto de la estela —dijo—, y que nos sigue.
—A pesar de mis cuarenta años —dijo su padre—, creo tener todavía buena vista.
Pero no veo nada en absoluto.
Como su hijo insistiera, fue en busca del catalejo y exploró la superficie del mar
allí donde estaba la estela. Stefano lo vio ponerse pálido.
—¿Qué es? ¿Por qué pones esa cara?
—Ojalá no te hubiera escuchado —exclamó el capitán—. Ahora temo por ti. Eso
que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es una cosa. Es un colombre. Es
el pez que los marineros temen más que ningún otro en todos los mares del mundo.
Es un escualo terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que quizá
nunca nadie sabrá, escoge a su víctima y, una vez que lo ha hecho, la sigue años y
años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie
puede verlo si no es la propia víctima y las personas de su misma sangre.
—¿Y no es una leyenda?

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—No. Yo nunca lo había visto. Pero como lo he oído describir tantas veces, en
seguida lo he reconocido. Ese hocico de bisonte, esa boca que se abre y se cierra sin
cesar, esos dientes espantosos… Stefano, no hay duda, desgraciadamente el colombre
te ha elegido y mientras andes por el mar no te dará tregua. Escucha: vamos a volver
ahora mismo a tierra, tú desembarcarás y nunca más te separarás de la orilla por
ningún motivo. Tienes que prometérmelo. El trabajo del mar no es para ti, hijo mío.
Tienes que resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna.
Dicho esto, hizo invertir el rumbo inmediatamente, volvió a puerto y, con el
pretexto de una inesperada indisposición, desembarcó a su hijo. Luego volvió a partir
sin él.
Profundamente agitado, el muchacho permaneció en la orilla hasta que la última
punta de la arboladura se sumergió detrás del horizonte. Más allá del muelle que
cerraba el puerto, el mar quedó completamente desierto. Pero, aguzando la vista,
Stefano alcanzó a distinguir un puntito negro que aparecía intermitentemente sobre
las aguas: era «su» colombre, que iba lentamente de aquí para allá, empeñado en
esperarlo.
Desde entonces se emplearon todos los recursos posibles para alejar al muchacho
del deseo del mar. Su padre lo mandó a estudiar a una ciudad del interior distante
centenares de kilómetros. Y durante algún tiempo, distraído por su nuevo ambiente,
Stefano dejó de pensar en el monstruo marino. Sin embargo, cuando en las
vacaciones de verano volvió a casa, lo primero que hizo en cuanto dispuso de un
minuto libre fue apresurarse a ir a la punta del muelle para hacer una especie de
comprobación aunque en el fondo lo considerase superfluo. Aun admitiendo que toda
la historia que le contara su padre fuera verdadera, después de tanto tiempo el
colombre sin duda habría renunciado a su asedio.
Pero Stefano se quedó allí parado, con el corazón desbocado. A unos doscientos o
trescientos metros del muelle, en mar abierto, el siniestro pez iba arriba y abajo con
lentitud, sacando de cuando en cuando el hocico del agua y volviéndolo hacia tierra,
como si mirase ansiosamente si Stefano Roi aparecía por fin.
De esta suerte, la idea de aquella criatura enemiga que lo esperaba noche y día se
convirtió para Stefano en una secreta obsesión. E incluso en la lejana ciudad le
ocurría despertarse en plena noche víctima de la inquietud. Estaba a salvo, sí,
centenares de kilómetros lo separaban del colombre. Y, sin embargo, sabía que más
allá de las montañas, más allá de los bosques, más allá de las llanuras, el escualo lo
aguardaba. Y que, aunque se trasladara al continente más remoto, el colombre se
apostaría en el espejo del mar más cercano con la inexorable obstinación de los
instrumentos del destino.
Stefano, que era un muchacho serio y diligente, continuó sus estudios con
provecho y apenas fue un hombre encontró un empleo digno y bien remunerado en

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un almacén de la ciudad. Mientras tanto, su padre murió víctima de una enfermedad.
Su viuda vendió su magnífico velero y el hijo se halló en posesión de una discreta
fortuna. El trabajo, las amistades, las distracciones, los primeros amores: ahora
Stefano se había hecho ya su vida, pero, a pesar de todo, el pensamiento del colombre
lo perseguía como un espejismo a la vez funesto y fascinante; y, con el paso de los
días, en vez de desvanecerse, parecía hacerse más insistente.
Grandes son las satisfacciones de la vida laboriosa, holgada y tranquila, pero aún
mayor es la atracción del abismo. Apenas había cumplido Stefano veintidós años
cuando, tras despedirse de sus amigos y abandonar su empleo, volvió a su ciudad
natal y comunicó a su madre su firme intención de seguir el oficio paterno. La mujer,
a quien Stefano jamás había hecho mención del misterioso escualo, acogió con júbilo
su decisión. En el fondo de su corazón, que su hijo hubiera abandonado el mar por la
ciudad siempre le había parecido una puñalada a las tradiciones de la familia.
Y Stefano comenzó a navegar, dando prueba de dotes marineras, de resistencia a
las fatigas, de ánimo intrépido. Navegaba, navegaba y en la estela de su carguero, de
día y de noche, con bonanza y con tempestad, se afanaba el colombre. Él sabía que
aquella era su maldición y su condena, pero quizá por eso mismo no tenía fuerzas
para apartarse de ella. Y a bordo nadie veía el monstruo excepto él.
—¿No ven nada por allí? —preguntaba de cuando en cuando a sus compañeros
señalando la estela.
—No, no vemos nada. ¿Por qué?
—No sé. Me parecía…
—¿No habrás visto por casualidad un colombre? —decían ellos entre risas al
tiempo que tocaban madera.
—¿De qué se ríen? ¿Por qué tocaban madera?
—Porque el colombre es un bicho que no perdona. Y si se pusiera a seguir a esta
nave, eso querría decir que uno de nosotros estaba perdido.
Pero Stefano no cedía. La constante amenaza que iba en pos de él parecía más
bien multiplicar su voluntad, su pasión por el mar, su arrojo en los momentos de
fatiga y peligro.
Una vez se sintió dueño del oficio, con el pequeño caudal que le había dejado su
padre adquirió junto con un socio un pequeño vapor de carga, luego se hizo su único
propietario y, gracias a una serie de travesías afortunadas, pudo a continuación
comprar un verdadero buque mercante y apuntar a metas cada vez más ambiciosas.
Pero los éxitos, los millones, no conseguían apartar de su ánimo aquel continuo
tormento; y nunca, por otra parte, se le pasó por la cabeza vender y retirarse a tierra
para emprender negocios distintos.
Navegar, navegar, ése era su único afán. Apenas ponía pie en cualquier puerto
después de largas travesías, en seguida lo espoleaba la impaciencia por partir. Sabía

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que allá lo esperaba el colombre y que el colombre era sinónimo de perdición. Era
inútil. Un impulso indomable lo arrastraba de un océano a otro sin descanso.
Hasta que de pronto un día Stefano reparó en que se había hecho viejo, viejísimo;
y ninguno de los que lo rodeaban sabía explicarse por qué, siendo rico como era, no
dejaba por fin la azarosa vida del mar. Viejo, y amargamente infeliz, porque toda su
existencia se había gastado en aquella especie de loca fuga a través de los mares para
escapar de su enemigo. Pero para él siempre había sido más fuerte que la dicha de
una vida holgada y tranquila la tentación del abismo.
Y una tarde, mientras su magnífica nave se hallaba fondeada frente al puerto
donde había nacido, se sintió próximo a morir. Entonces llamó a su segundo oficial,
en quien tenía mucha confianza, y le instó a que no se opusiera a lo que pensaba
hacer. El otro se lo prometió por su honor.
Una vez seguro de esto, Stefano reveló al segundo oficial, que lo escuchaba
turbado, la historia del colombre que durante casi cincuenta años lo había seguido sin
cesar inútilmente.
—Me ha seguido de un confín a otro del mundo —dijo— con una fidelidad que
ni el amigo más noble habría podido mostrar. Ahora me voy a morir. También él,
ahora, estará terriblemente viejo y cansado. No puedo traicionarlo.
Dicho esto, se despidió, hizo arriar un bote y, después de hacer que le dieran un
arpón, partió.
—Ahora voy a su encuentro —anunció—. Es justo que no lo defraude. Pero
lucharé con las fuerzas que me quedan.
Con débiles golpes de remo se alejó del barco. Oficiales y marineros lo vieron
desaparecer a lo lejos, sobre el plácido mar, envuelto en las sombras de la noche. En
el cielo, como una hoz, lucía la luna.
No tuvo que esforzarse mucho. Súbitamente, el horrible hocico del colombre
emergió al lado de la barca.
—Aquí me tienes por fin —dijo Stefano—. ¡Ahora es cosa nuestra!
Y, reuniendo sus últimas energías, levantó el arpón para lanzarlo.
—Ah —se quejó con voz suplicante el colombre—, qué largo camino hasta
encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar.
Y tú huías, huías. Y nunca has comprendido nada.
—¿Por qué? —dijo Stefano picado en su orgullo.
—Porque no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú pensabas.
El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto.
Y el escualo sacó la lengua, tendiendo al viejo capitán una esfera fosforescente.
Stefano la cogió entre los dedos y miró. Era una perla de tamaño desmesurado.
Reconoció en ella la famosa Perla del Mar que procura a quien la posee fortuna,
poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora era ya demasiado tarde.

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—Ay de mí —dijo meneando tristemente la cabeza—. Qué horrible
malentendido. Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia; y he
arruinado la tuya.
—Adiós, hombre infeliz —respondió el colombre. Y se sumergió en las aguas
negras para siempre.
Dos meses más tarde, empujado por la resaca, un bote arribó a una áspera
escollera. Fue avistado por algunos pescadores que, movidos por la curiosidad, se
acercaron. En el bote, todavía sentado, había un blanco esqueleto; y, entre sus dedos
descarnados, sujetaba un pequeño guijarro redondo.
El colombre es un pez de grandes dimensiones, espantoso a la vista, sumamente
raro. Dependiendo de los mares y de los pueblos que habitan las orillas, recibe
también el nombre de kolomber, kahloubrha, kalonga, kalu-balu, chalung-gra.
Curiosamente, los naturalistas desconocen su existencia. Hay quien sostiene que no
existe.

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Muy confidencial al señor director
Señor director:
Sólo depende de usted que esta confesión a que me veo dolorosamente obligado
se convierta en mi salvación o en mi total vergüenza, deshonor y ruina.
Es una larga historia que ni siquiera sé cómo ha conseguido mantenerse secreta.
Ni mis allegados ni mis amigos ni mis colegas han tenido nunca la más lejana
sospecha de ella.
Es necesario remontarse casi unos treinta años atrás. En esa época yo era un
simple gacetillero del periódico que hoy usted dirige. Era perseverante, voluntarioso,
diligente, pero no brillaba en absoluto. Por la tarde, cuando entregaba al jefe de
gacetilleros mis breves relaciones de hurtos, accidentes de tráfico, celebraciones, casi
siempre me sentía mortificado al ver que me las machacaba; periodos enteros
abreviados y reescritos completamente, correcciones, tachaduras, inserciones,
interpolaciones de todo género. Yo sufría, pero sabía que él no lo hacía por maldad.
Al contrario. El hecho es que yo era, y soy, negado para escribir. Y si no me habían
despedido ya, era sólo por mi celo a la hora de recoger noticias por la ciudad.
Pese a todo, en lo más profundo de mi corazón ardía una desesperada ambición
literaria. Y cuando aparecía algún artículo de un colega algo menos joven que yo,
cuando se publicaba algún libro de alguien de mi edad y yo advertía que el artículo o
el libro tenían éxito, la envidia me retorcía las vísceras como una tenaza
emponzoñada.
De cuando en cuando intentaba imitar a estos privilegiados escribiendo bocetos,
piezas líricas, cuentos. Pero, después de escribir las primeras líneas, la pluma
invariablemente se me caía de la mano. Lo releía y comprendía que aquello no se
tenía en pie. Entonces era presa de crisis de desaliento y de maldad.
Afortunadamente, me duraban poco. Las veleidades literarias se adormecían, hallaba
distracción en el trabajo, pensaba en otras cosas y en conjunto la vida discurría
bastante serena.
Hasta que un día vino a verme a la redacción un hombre al que yo nunca había
visto. Tendría unos cuarenta años, bajo, gordito, de cara soñolienta e inexpresiva. De
no haber sido tan afable, tan atento, tan humilde, habría resultado odioso. Lo que más
impresionaba de él era su exagerada humildad. Dijo llamarse Ileano Bissàt, de
Trento, ser tío de un antiguo compañero mío de liceo, tener mujer y dos hijos, haber
perdido a causa de una enfermedad un empleo de guarda de almacén, no saber ya qué
hacer para juntar unas perras.
—¿Y yo qué puedo hacer por usted? —pregunté.
—Verá usted —respondió empequeñeciéndose—. Yo tengo la debilidad de
escribir. He escrito una especie de novela, relatos largos. Enrico —es decir, mi

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compañero de liceo, su pariente— los ha leído, dice que no están mal, me ha
aconsejado venir a verle. Usted trabaja en un periódico importante, tiene relaciones,
tiene apoyos, tiene autoridad, usted podría…
—¿Yo? Pero si soy la última rueda del engranaje. Además, el periódico no
publica textos literarios a no ser que sean de grandes firmas.
—Pero usted…
—Yo no firmo. No soy más que un simple gacetillero. Faltaría más —y el
desengañado demonio de la literatura me traspasó con un aguijón en el cuarto espacio
intercostal.
El otro esbozó una sonrisa insinuante:
—Pero a usted ¿le gustaría firmar?
—Eso no se pregunta. ¡De ser capaz!
—¡Ea, señor Buzzati, no se desanime! Usted es joven, tiene tiempo por delante.
Ya verá, ya verá. Pero ya le he molestado bastante, me voy ya. Mire, aquí le dejo mis
pecados. Si por casualidad tiene usted media hora, pruebe a echarles una ojeada. Si
no tiene tiempo, no pasa nada.
—Pero yo, le repito, no puedo serle de utilidad, no es cuestión de buena voluntad.
—Quién sabe, quién sabe —estaba ya en la puerta, hacía grandes inclinaciones
para despedirse—. A veces unas cosas llevan a otras. Écheles una ojeada. A lo mejor
no se arrepiente.
Dejó en la mesa un taco de manuscritos. Figúrese las ganas que tenía yo de
leerlos. Me los llevé a casa, donde se quedaron encima de una cómoda, perdidos entre
montones de otros papeles y libros, al menos un par de meses.
No me acordaba ya de ellos, cuando, una noche que no conseguía conciliar el
sueño, me entró la tentación de escribir una historia. Ideas, a decir verdad, tenía
pocas, pero siempre andaba azuzándome aquella maldita ambición.
Me encontré con que no tenía papel en el cajón de costumbre. Recordé entonces
que encima de la cómoda, entre los libros, debía estar un viejo cuaderno apenas
usado. Buscándolo, se me cayeron un montón de papeles que se esparcieron por el
suelo.
Lo que son las cosas. Mientras los recogía, mis ojos fueron a posarse en una hoja
escrita a máquina que se había salido de una carpeta. Leí una línea, dos líneas, me
detuve lleno de curiosidad, continué hasta el final, busqué la hoja siguiente, la leí
también. Luego más, y más. Era la novela de Ileano Bissàt.
Me asaltaron unos celos salvajes que treinta años después todavía no se han
apaciguado. Madre de Dios, qué material. Era original, era nuevo, era bellísimo. Y
quizás no fuera bellísimo, quizás ni siquiera bello, quizás fuera incluso feo. Pero
casaba endemoniadamente conmigo, se me parecía, me daba la sensación de ser yo.
Eran una por una las cosas que yo habría querido escribir y no era capaz de escribir.

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Mi mundo, mis gustos, mis odios. Me gustaba con locura.
¿Admiración? No. Rabia sólo, pero fortísima: alguien que había hecho
exactamente las cosas que yo había soñado hacer desde niño sin conseguirlo. Una
coincidencia extraordinaria, ciertamente. Y ahora, cuando publicara sus cosas, ese
miserable me cortaría el camino. Él pasaría antes por ese reino misterioso en el que
yo, por medio de una última esperanza, todavía me hacía ilusiones de poder entrar.
¿Qué papel haría yo suponiendo que algún día la inspiración por fin acudiera en mi
ayuda? El del copión, el del tramposo.
Ileano Bissàt no había dejado su dirección. No podía buscarle. Tenía que dar él
señales de vida. Pero ¿qué le diría?
Pasó otro mes bien cumplido antes de que volviese a aparecer. Estaba todavía más
obsequioso y humilde.
—¿Ha leído usted algo?
—Sí —dije. Y me quedé dudando de si decirle o no la verdad.
—¿Y qué le ha parecido?
—Bueno… no está nada mal. Pero en este periódico no puede ser…
—¿Porque soy un desconocido?
—Eso es.
Se quedó pensativo un rato. Luego:
—Y dígame usted, señor… Con toda sinceridad. Si fuese usted quien hubiera
escrito estas cosas en vez de yo, un extraño, ¿habría alguna posibilidad de que se
publicaran? Usted es un redactor, es de la familia.
—Caramba, qué quiere que le diga. El director es un hombre de ideas amplias,
bastante valiente.
Su faz cadavérica se iluminó de alegría:
—Entonces, ¿por qué no probamos?
—¿Probar el qué?
—Escuche, señor. Créame. Yo lo único que necesito es el dinerillo. No tengo
ninguna ambición. Si escribo es tan sólo por pasar el rato. En resumen, si usted está
dispuesto a ayudarme, le cedo todo el lote.
—¿Qué quiere usted decir?
—Se lo cedo. Es suyo. Haga usted lo que le parezca. Yo lo he escrito, pero usted
lo firma. Usted es joven, yo tengo veinte años más que usted, soy viejo. Lanzar a un
viejo no da ninguna satisfacción. En cambio, los críticos apoyan de buena gana a los
jóvenes que debutan. Ya verá cómo tenemos un éxito formidable.
—Pero eso sería una estafa, aprovecharse como un canalla.
—¿Por qué? Usted me paga. Yo me sirvo de usted como de un medio para colocar
mi mercancía. ¿Qué me importa a mí que se le cambie la marca? Las cuentas salen.
Lo importante es que mis escritos le convenzan.

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—Pero es absurdo, absurdo. ¿Acaso no comprende usted el riesgo que corro? ¿Y
si la cosa se supiera? Además, una vez publicadas estas cosas, una vez gastadas estas
municiones, yo ¿qué hago?
—Yo estaré a su lado, naturalmente. Le iré suministrando. Míreme a la cara. ¿Le
parezco un tipo capaz de traicionarle? ¿Es de eso de lo que tiene miedo? ¡Pobre de
mí!
—¿Y si por casualidad se pone usted enfermo?
—Por ese tiempo se pondrá enfermo también usted.
—¿Y si el periódico me manda de viaje?
—Yo le seguiré.
—¿A mi costa?
—Bueno, es lo lógico. Pero yo me conformo con poco. No tengo malas
costumbres.
Discutimos un buen rato. Un contrato innoble que había de ponerme en manos de
un extraño, que se prestaba a los más tremebundos chantajes, que podía arrastrarme al
escándalo. Pero la tentación era tan fuerte, los escritos del tal Bissàt me parecían tan
bellos, el espejismo de la fama me fascinaba de tal modo…
Los términos del acuerdo eran simples. Ileano Bissàt se comprometía a escribir
para mí lo que yo quisiera, cediéndome el derecho a firmarlo; a seguirme y ayudarme
en caso de viajes y reportajes; a mantener el más riguroso secreto; a no escribir nada
por su cuenta o por cuenta de terceros. Como contrapartida, yo le cedía el ochenta por
ciento de mis ganancias. Y así ocurrió.
Me presenté donde el director rogándole que leyera un cuento mío. Él me miró de
un modo particular, guiñó un ojo, metió mi escrito en un cajón. Me retiré… Era la
acogida previsible. Habría sido tontería esperar más. Pero el relato (de Ileano Bissàt)
era de primera categoría. Yo tenía mucha confianza.
Cuatro días más tarde el cuento aparecía en tercera página ante el asombro de mis
colegas y mío propio. Fue una sensación. Y lo peor es esto: que, más que retorcerme
de vergüenza y de remordimiento, le tomé gusto. Y saboreé los elogios como si me
correspondieran de verdad. Y casi casi llegué a convencerme de que el cuento era
realmente mío.
Siguieron otras apariciones en tercera página, luego la novela que tuvo un éxito
clamoroso. Me convertí en un «acontecimiento». Aparecieron mis primeras
fotografías, mis primeras entrevistas. Yo descubría en mí una capacidad de
simulación y una frescura que nunca había sospechado.
Bissàt, por su parte, fue irreprochable. Agotada la remesa original de relatos, me
suministró otros que me parecieron cada uno más bello que el anterior. Y se mantuvo
escrupulosamente en la sombra. En torno a mí, los recelos se esfumaban uno a uno.
Estaba en la cresta de la ola. Abandoné la gacetilla, me convertí en un «escritor de

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tercera página», comencé a ganar dinero. Bissàt, que mientras tanto había puesto en
el mundo otros tres hijos, se hizo una villa junto al mar y se compró el coche.
Era siempre obsequioso, humildísimo, ni siquiera mediante alusiones veladas me
reprochaba nunca la gloria de que gozaba por exclusivo mérito suyo. Sin embargo,
dinero, nunca tenía bastante. Y me chupaba la sangre.
Los estipendios son cosa secreta, pero siempre rezuma algo de las grandes
fortunas. Todo el mundo más o menos sabe el espectacular taco de billetes que me
espera cada final de mes. Y no consiguen explicarse cómo es que todavía no voy en
Maserati, no tengo amiguitas cubiertas de diamantes y de visones, yates, una
escudería de coches de carreras. ¿Qué hago con tantos millones? Misterio. Y así ha
venido a extenderse la leyenda de mi feroz avaricia. Alguna explicación debía haber.
Ésta es la situación. Y ahora, señor director, voy al quid. Ileano Bissàt había
jurado no tener ambiciones; y creo que es verdad. No proviene de aquí la amenaza.
Lo malo es su creciente avidez de dinero: para él, para las familias de sus hijos. Se ha
convertido en un pozo sin fondo. El ochenta por ciento de los ingresos por los
escritos publicados ya no le basta. Me ha obligado a endeudarme hasta el cuello.
Siempre melifluo, afable, repugnantemente modesto.
Hace dos semanas, después de casi treinta años de fraudulenta simbiosis, nos
peleamos. Él pretendía descabelladas sumas adicionales no acordadas. Yo le he
respondido que nones. No ha protestado, no ha amenazado, no ha hecho ninguna
alusión a posibles chantajes. Se ha limitado a suspender el suministro de mercancía.
Se ha puesto en huelga. Ya no escribe una palabra. Y yo estoy a verlas venir. De
hecho, hace una quincena que se le niega al público el consuelo de leerme.
Ésta es la razón, mi querido director, de que me vea obligado a revelarle por fin el
perverso complot. Y a pedirle perdón y clemencia. ¿Sería usted capaz de
abandonarme? ¿De ver truncada para siempre la carrera de alguien que, bien o mal,
con trampas o sin ellas, ha hecho todo lo que ha estado en su mano por el prestigio de
la casa? ¿Recuerda ciertos artículos «míos» que caían como ardientes meteoros en la
pantanosa indiferencia de la humanidad que nos rodea? ¿No eran maravillosos?
Écheme una mano. Bastaría un pequeño aumento, no sé, de doscientas o trescientas
mil al mes. Sí, creo que doscientas mil bastarían, por lo menos de momento. O bien,
poniéndonos en lo peor, un préstamo, qué sé yo, de algún milloncejo. ¿Qué
representa eso para el periódico? Y yo estaré salvado.
A no ser que usted, señor director, sea diferente de lo que yo siempre he pensado.
A no ser que usted reciba como un regalo del cielo esta ocasión que ni pintada para
desembarazarse de mí. ¿Se da usted cuenta de que podría ponerme en la calle sin una
lira de liquidación? Bastaría que cogiera esta carta y la publicara, sin quitarle una
coma, en la tercera página.
Pero no. Usted no lo hará. Al contrario, hasta ahora usted siempre ha sido un

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hombre generoso, incapaz de dar el más mínimo empujón al condenado para arrojarlo
al abismo, aunque se lo merezca.
Además, su periódico nunca publicaría como artículo de tercera página una
porquería como ésta. ¿Qué quiere? Lo que es yo, escribo de pena. No tengo práctica.
No es lo mío. Nada que ver con esas cosas formidables que me proporcionaba Bissàt;
y que llevaban mi firma.
No. Aun en la hipótesis absurda de que usted fuera un hombre abyecto y quisiera
destruirme, jamás sacaría a la luz esta ignominiosa carta (¡que me cuesta lágrimas y
sangre!). Con ello el periódico recibiría un duro golpe.

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La chaqueta embrujada
Aunque aprecio la elegancia en el vestir, no me preocupa, por lo general, la
perfección o imperfección con la que están cortados los trajes de mis semejantes.
Una tarde, sin embargo, durante una recepción en una casa de Milán conocí a un
hombre, que aparentaba unos cuarenta años, que literalmente resplandecía por la
belleza, definitiva y pura, de sus ropas. No sabía quien era, lo acababa de conocer, y
cuando me lo presentaron, como sucede siempre, me fue imposible entender su
nombre. Pero en un cierto momento me encontré junto a él y comenzamos a charlar.
Parecía un hombre muy educado, pero con un aire de tristeza. Por ello, con una
confianza exagerada —ojalá Dios me hubiese disuadido de ello— me deshice en
cumplidos sobre su elegancia; y osé incluso preguntarle quién era su sastre. El
hombre esbozó una extraña sonrisa, casi como si hubiese estado esperando la
pregunta. «Casi nadie lo conoce» dijo «pero es un gran maestro. Y trabaja sólo
cuando le apetece. Para unos cuantos iniciados». «¿De manera que yo…?». «Oh,
pruebe, pruebe. Se llama Corticella, Alfonso Corticella, calle Ferrara 17.» «Será caro,
me imagino». «Supongo, pero le juro que no lo sé. Me hizo este traje hace tres años y
aún no me ha enviado la factura». «¿Corticella? ¿Calle Ferrara 17, ha dicho?».
«Exactamente» responde el desconocido. Y me dejó para unirse a otro grupo.
En la calle Ferrara 17 encontré una casa como tantas otras y como la de tantos
otros sastres era el domicilio de Alfonso Corticella. Vino a abrirme en persona. Era
un viejo, con cabellos negros, pero seguramente teñidos.
Para mi sorpresa, no se hizo el difícil. Más bien parecía ansioso de que me
convirtiese en su cliente. Le expliqué cómo había conseguido la dirección, alabé su
estilo y le pedí que me hiciese un traje. Escogimos un tejido gris, después me tomó
las medidas y se ofreció a venir a mi casa para las pruebas. Le pregunté el precio. No
se preocupe, me respondió, ya nos pondremos de acuerdo. Qué hombre más
simpático, pensé al principio. Sin embargo, más tarde, mientras descansaba, me
acordé de que el viejecito me había dejado un mal sabor de boca (quizás por su
sonrisa tan insistente y empalagosa). Al final, no tenía ningún deseo de volver a
verlo. Pero había encargado el traje y estaría listo en veinte días. Cuando me lo
llevaron, lo probé, durante unos segundos, mirándome al espejo. Era una obra de arte.
Pero, no sé bien por qué, quizás por el recuerdo del viejo desagradable, no tenía
ningunas ganas de ponérmelo. Y pasaron semanas sin que me decidiese.
Nunca olvidaré aquel día. Era un martes del mes de abril y llovía. Cuando
Cuando me hube puesto el traje —chaqueta, pantalones y chaleco— constaté con
placer que no me tiraba ni me apretaba en ningún sitio, como ocurre casi siempre con
los trajes nuevos. Me sentaba a la perfección.
Tengo la costumbre de no meter nada en el bolsillo derecho de la chaqueta; el

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dinero lo pongo en el bolsillo izquierdo. Esto explica por qué suelo después de un par
de horas, en la oficina, cuando metí la mano en el bolsillo derecho por casualidad, me
di cuenta de que había un papel dentro. ¿Sería la factura del sastre?
No. Era un billete de diez mil liras.
Me dejó asombrado. Estaba seguro de que no lo había puesto yo. Por otra parte,
era absurdo pensar en un regalo de mi criada, la única persona que, aparte del sastre,
había tenido la oportunidad de acercarse al traje. ¿O sería un billete falso? Lo miré a
contraluz, lo comparé con otros. No podía ser mejor.
La única explicación posible era una distracción de Corticella. Puede que hubiese
venido un cliente a pagar su factura, el sastre no tenía la cartera en aquel momento y,
para no dejar el billete a la vista, no había metido en mi chaqueta, colocada en un
maniquí. He oído hablar de casos parecidos.
Pulsé el timbre para llamar a mi secretaria. Escribiría una carta a Corticella
devolviéndole el dinero que no era mío. Pero, sin saber por qué, volví a meter la
mano en el bolsillo.
«¿Qué le ocurre, doctor? ¿Se encuentra mal?» me dijo la secretaria, que entraba
en aquel momento.
Debo haberme vuelto tan pálido como un muerto. El bolsillo había encontrado el
borde de otro papel, que no estaba allí anteriormente.
«No, no, nada» dije. «Un leve mareo. Me pasa algunas veces. Quizá esté algo
estresado. A propósito, señorita, se trataba de dictarle una carta, pero lo haremos más
tarde».
Sólo después de que se fue la secretaria, me atreví a sacar el papel del bolsillo.
Era otro billete de diez mil liras. Entonces probé por tercera vez. Y saqué un tercer
billete. El corazón me empezó a latir rápidamente. Tenía la sensación de encontrarme
mezclado, por razones misteriosas, en un cuento de hadas de los que se le cuentan a
los niños y que nadie cree.
Con el pretexto de no sentirme bien, dejé la oficina y volví a casa. Necesitaba
estar solo. Por suerte, la señora de la limpieza ya se había ido. Cerré la puerta, bajé
las persianas. Comencé a sacar billetes uno tras otro con la máxima rapidez, del
bolsillo que parecía inagotable.
Actuaba con una tensión espasmódica, por el miedo de que el milagro cesase de
un momento a otro. Habría querido continuar toda la tarde y toda la noche, para
acumular miles de millones. Pero llegó un punto en el que me faltaron las fuerzas.
Ante mí se alzaba un montón impresionante de billetes. Ahora mismo, lo
importante era esconderlo, para que nadie lo supiese. Vacié un viejo baúl lleno de
papel de empapelar y en el fondo, ordenados en varios montones, puse el dinero, que
conté al mismo tiempo. Eran cincuenta y ocho millones y pico.
Me despertó la mañana siguiente la muchacha, sorprendida de encontrarme en

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cama todo vestido. Traté de reír, explicando que la noche anterior había bebido un
poco de más y que me había dado el sueño de repente.
Una nueva preocupación: la muchacha me pidió que me quitase el traje para darle
al menos un cepillado.
Respondí que tenía que salir inmediatamente y que no tenía tiempo de
cambiarme. Después iría a un comercio de ropa para comprar otro traje, de tela
parecida y se lo daría a la muchacha; el «mío», el que me habría convertido en unos
días en uno de los hombres más poderosos del mundo, lo habría guardado en un lugar
seguro.
No sabía si estaba soñando, si era feliz o si, por el contrario, me estaba sofocando
bajo el peso de una fatalidad enorme. En la calle, a través del impermeable, palpaba
continuamente el bolsillo mágico y cada vez respiraba aliviado. Bajo el tejido
respondía el crujido reconfortante del billete.
Pero una coincidencia singular me curó de mi gloriosa fiebre. En los periódicos
de la mañana destacaba la noticia de un robo cometido el día anterior. La furgoneta
blindada de un banco que, tras haber visitado las sucursales, llevaba a la sede central
la recaudación de la jornada, había sido asaltado y desvalijado en la calle Palmanova
por cuatro ladrones. Al acudir gente, uno de los criminales, para escapar, había
abierto fuego y matado a un transeúnte. Pero sobre todo me llamó la atención el
monto del botín: exactamente cincuenta y ocho millones (como el mío).
¿Podía existir una relación entre mi improvisada riqueza y el golpe criminal que
había tenido lugar casi al mismo tiempo? Parecía absurdo pensar así y yo no soy
supersticioso. Sin embargo, el hecho me dejó perplejo.
Cuanto más se tiene, más se quiere tener. Ya era rico, teniendo en cuenta mi
modesto estilo de vida. Pero me atraía el espejismo de una vida de lujo desenfrenado.
Y aquella misma tarde volví a la labor. Esta vez procedí con más clama y con menos
nervios. Otros ciento treinta y cinco millones se añadieron al tesoro precedente.
Aquella noche no conseguí pegar un ojo. ¿Era el presentimiento del peligro? ¿O
la mala conciencia de quien obtiene una fabulosa fortuna sin merecerla? ¿O una
especie de remordimientos? Con los primeros rayos de sol, salté de la cama, me vestí
y corrí a la calle en busca de un periódico.
Al leerlo me faltó la respiración. Un incendio terrible, iniciado en un depósito de
naftalina, había destruido varios edificios de la céntrica calle San Cloro. Entre otros,
habían sido devoradas por las llamas las cajas fuertes de una gran empresa
inmobiliaria, que contenían unos ciento treinta millones en metálico. En el siniestro
habían encontrado la muerte dos bomberos.
¿Debo enumerar mis delitos uno por uno? Sí, porque sé que el dinero que me
daba la chaqueta provenía del crimen, de la sangre, de la desesperación, de la muerte,
venía del infierno. Pero dentro de mí vivía la insidia de la razón que, impenitente, se

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negaba a admitir responsabilidad alguna. Y de nuevo volvía la tentación, y la mano
—¡era tan fácil!— se introducía en el bolsillo y los dedos, con rapidísima
voluptuosidad, apretaban los bordes del siempre nuevo billete. ¡El dinero, el divino
dinero!
Sin dejar el viejo apartamento (para no despertar sospechas), mi había comprado
en poco tiempo una gran casa, poseía una valiosa colección de cuadros, conducía un
automóvil de lujo y, abandonando mi empresa por «motivos de salud», recorría el
mundo de esquina a esquina en compañía de mujeres maravillosas.
Sabía que, cuando quiera que sacaba dinero de la chaqueta, ocurría algo turbio y
doloroso en el mundo. Pero era siempre una conciencia vaga, que no se basaba en
pruebas lógicas. Al mismo tiempo, con cada nueva caída, mi conciencia se
degradaba, envileciéndose más y más. ¿Y el sastre? Lo llamé por teléfono para pagar
la factura, pero nadie respondió. En la calle Ferrara, a donde fui a buscarlo, me
dijeron que había emigrado al extranjero, no sabían a dónde. Así pues, todo se
conjuraba para demostrarme que, sin saberlo, había firmado un pacto con el demonio.
Hasta que una mañana, en el edificio en el que habitaba desde hacía muchos años,
encontraron muerta a una jubilada, asfixiada por el gas; se había suicidado por haber
perdido sus treinta mil libras mensuales que había cobrado el día anterior (y que
habían acabado en mis manos).
¡Basta, basta! Para no hundirme más en el abismo, debía desembarazarme de la
chaqueta. No dándosela a alguien, porque las desgracias continuarían (¿quién hubiera
podido resistir a tanta tentación?). Era indispensable destruirla.
Me dirigí a un recóndito valle de los Alpes. Dejé el automóvil en un claro
cubierto de hierba y me adentré en el bosque. No había ni un alma. Al pasar el
bosque, llegué a la gravilla de la morrena. Allí, entre dos macizos gigantescos, saqué
la infame chaqueta de mi mochila, la empapé en gasolina y le prendí fuego. En unos
minutos no quedaban más que cenizas.
Pero con el último destello de las llamas, detrás de mí —como a unos dos o tres
metros de distancia— resonó una voz humana: «¡Demasiado tarde, demasiado
tarde!». Aterrorizado, me volví con un culebreo de serpiente. Pero no se veía a nadie.
Exploré los alrededores, saltando de una roca a otra, para descubrir al autor del
maleficio. Nada. No había más que piedras.
A pesar del espanto que había sufrido, descendí al fondo del valle con una
sensación de alivio.
Libre, por fin. Y rico, por suerte.
Pero mi automóvil no estaba en el claro. Y, de vuelta a la ciudad, mi suntuosa
casa había desaparecido; en su lugar, un prado sin cultivar con dos pancartas que
decían «Se vende. Terreno comunal». Y las cuentas bancarias, no me explicaba cómo,
completamente a cero. Y desaparecidos, de mis numerosas cajas de seguridad, los

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gruesos paquetes de acciones. Y polvo, nada más que polvo, en el viejo baúl.
En la actualidad he vuelto a trabajar, apenas me las arreglo y, lo que es más raro,
nadie parece asombrarse de mi súbita ruina.
Y sé que aún no ha acabado. Sé que un día sonará el timbre, iré a abrir y me
encontraré, con su abyecta sonrisa, para saldar la última de las cuentas, al sastre de la
mala suerte.

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El ascensor
Cuando, en el trigésimo primer piso de la torre en que vivo, cogí el ascensor para
bajar, en el indicador estaban encendidas las luces del vigésimo séptimo y del
vigésimo cuarto pisos, señal de que habría de detenerse para recoger a alguien.
Las dos hojas de la puerta se cerraron y el ascensor comenzó a bajar. Era un
ascensor velocísimo.
Del trigésimo primero al vigésimo séptimo fue un instante. En el vigésimo
séptimo se detuvo. Automáticamente, la puerta se abrió, yo miré y, de acuerdo con lo
de fuera, sentí dentro algo así como un suave vértigo en las entrañas.
Había entrado ella, la chica que hacía meses y meses veía por los alrededores,
palpitándome siempre el corazón.
Era una chica de unos diecisiete años, la veía sobre todo por la mañana, con la
bolsa de la compra, no era elegante pero tampoco desaliñada, llevaba los cabellos
negros hacia atrás, sujetos por una cinta a la griega puesta sobre la frente. Pero lo más
importante eran dos cosas: su cara, afilada, estanca, fuerte, de pómulos muy
marcados, su boca pequeña, firme y desdeñosa, una cara que era una especie de
desafío. Y luego, su forma de andar, perentoria, canónica, con una arrogante
seguridad corporal, como si fuese la dueña del mundo.
Entró en el ascensor; esta vez no llevaba la bolsa de la compra, pero sus cabellos
seguían sujetos atrás por aquella cinta de tipo griego y esta vez tampoco llevaba
carmín, pero sus firmes y desdeñosos labios, con su bellísimo abultamiento, no
necesitaban ningún carmín.
Cuando entró, no sé si siquiera me lanzó una ojeada; luego se puso a mirar con
indiferencia la pared que tenía delante. No hay ningún otro lugar en el mundo donde
las caras de la gente que no se conoce adopten una expresión de imbecilidad tan
absoluta como en los ascensores. Y también ella, la chica, tenía inevitablemente
expresión de imbecilidad, pero era una imbecilidad arrogante y excesivamente segura
de sí.
Entre tanto, no obstante, el ascensor se había detenido en el vigésimo cuarto piso
y nuestra intimidad, esa intimidad completamente eventual, estaba a punto de
acabarse. De hecho, las hojas de la puerta se abrieron y entró un señor al que echaría
unos cincuenta y cinco años, un tanto deteriorado, ni gordo ni delgado, prácticamente
calvo, de rasgos marcados e inteligentes.
La muchacha estaba de pie muy tiesa, el pie derecho ligeramente abierto hacia
fuera, como suelen ponerlo las maniquíes cuando las fotografían. Llevaba sandalias
de charol de tacón muy alto. Llevaba un bolso de piel blanca o de símil piel, un bolso
más bien modesto. Y siguió mirando la pared que tenía delante con indiferencia
suprema.

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Era de esa condenada clase de gente que se dejarían matar antes de dar gusto a
alguien. ¿Qué podría esperar un hombre tímido como yo? Absolutamente nada.
Además, si era verdaderamente una sirvienta mostraría hacia mí toda la huraña
desconfianza de las sirvientas frente a los señores.
Lo extraño fue que desde el vigésimo cuarto piso el ascensor, más que bajar con
el impulso elástico de costumbre, se movió lentamente y con igual lentitud prosiguió
su descenso. Miré el rótulo adherido a una de las paredes de la cabina: «Hasta cuatro
personas, alta velocidad. De cuatro a ocho personas, baja velocidad». Si el peso era
notable, el ascensor disminuía automáticamente su velocidad.
—Qué curioso —dije—. Somos sólo tres, y yo diría que tampoco muy gordos.
Miré a la chica, esperaba que por lo menos se dignase mirarme, pero nada.
—Yo no estoy gordo —dijo entonces el señor de unos cincuenta y cinco años
sonriendo benévolamente—, pero peso bastante, ¿sabe?
—¿Cuánto?
—Mucho, mucho. Y además llevo esta maleta.
Las hojas de la puerta tenían una ventanilla de cristal a través de la cual se veían
pasar las puertas cerradas de los pisos con sus correspondientes números. ¿Cómo era
posible que el ascensor fuera tan despacio? Parecía atacado de parálisis.
Yo, sin embargo, estaba contento. Cuanto más despacio fuera, más tiempo estaría
cerca de ella. Hacia abajo a velocidad de caracol. Y ninguno de los tres hablábamos.
Pasó un minuto, dos minutos. Uno a uno, los pisos desfilaban tras las ventanillas
de la puerta, de abajo arriba. ¿Cuántos llevábamos? En circunstancias normales
deberíamos haber llegado ya a la planta baja.
Sin embargo, el ascensor descendía, seguía descendiendo; con impresionante
calma, pero descendía.
Por fin ella miró alrededor, como si estuviera inquieta. Luego se dirigió al señor
desconocido:
—¿Qué es lo que pasa?
Y el otro, plácido:
—¿Se refiere a que hemos sobrepasado la planta baja? Es verdad, señorita. A
veces ocurre. En efecto, estamos bajo tierra, ¿ve usted que ya no hay puertas de
pisos?
—Está de broma —dijo la muchacha.
—No, no. No sucede todos los días, pero a veces sucede.
—¿Y dónde se va a parar?
—¿Quién sabe? —rió enigmático—. De todos modos, me da la impresión de que
pasaremos aquí dentro algún tiempo. Quizá sea mejor que nos presentemos —le
tendió la mano derecha a la muchacha y después a mí—. ¿Me permite? Schiassi.
—Perosi —dijo la muchacha.

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—¿Y de nombre? —me lancé, ofreciéndole a mi vez la mano.
—Ester —dijo ella, esquiva. Estaba asustada.
Debido a algún fenómeno misterioso, el ascensor seguía hundiéndose en las
entrañas de la tierra. Era una situación espantosa, en otras circunstancias habría
estado paralizado de terror. Sin embargo, me sentía feliz. Éramos como tres náufragos
en una isla desierta. Y lo lógico me parecía que Ester terminara conmigo. Yo no
llegaba siquiera a los treinta, mi aspecto era más que aceptable: ¿cómo iba a preferir
la fierecilla al otro, que era ya viejo y estaba pasado?
—¿Pero adónde vamos? ¿Adónde vamos? —dijo Ester agarrando a Schiassi de
una manga.
—Calma, hija mía, no hay peligro alguno. ¿No ves lo despacio que bajamos?
¿Por que no se había agarrado a mí? Fue como una bofetada.
—Señorita Ester —dije—, yo debo decirle una cosa: ¿sabe que siempre estoy
pensando en usted? ¿Sabe que me gusta usted con locura?
—¡Pero si es la primera vez que nos vemos! —dijo, dura.
—Yo la veo casi todos los días —dije—. Por la mañana. Cuando va a hacer la
compra.
Había dado un paso en falso. De hecho:
—Ah, ¿conque sabe que soy sirvienta?
Intenté arreglarlo:
—¿Sirvienta usted? ¡No! Juro que nunca me lo habría imaginado.
—¿Y qué pensaba usted que podía ser? ¿Princesa, a lo mejor?
—Venga, señorita Ester —dijo Schiassi, benigno—. No me parece que sea la
situación más adecuada para discutir. Ahora somos todos iguales.
Se lo agradecí, pero al mismo tiempo me irritó:
—Y usted, señor Schiassi, y perdone mi indiscreción, ¿quién es?
—Quién sabe. Me lo han preguntado tantas veces. Yo diría que muchas cosas.
Comerciante, filósofo, médico, contable, pirotécnico, en resumen, lo que se mande.
—¿Y también mago? ¿No será usted por casualidad el diablo?
Me maravillaba de mí mismo, de sentirme en una situación de pesadilla tan dueño
de mí, casi un héroe. Schiassi soltó una gran carcajada. Y, mientras, el ascensor
descendía, descendía; miré mi reloj, había pasado ya más de una hora.
Ester rompió a llorar. Yo la cogí delicadamente por los hombros.
—No llore, ya verá como todo se arregla.
—¿Y si sigue igual? —preguntó la joven entre sollozos—, ¿y si sigue igual?… —
no acertaba a decir otra cosa.
—No, no, señorita —dijo Schiassi—, no moriremos ni de hambre ni de sed. Aquí,
en la maleta, llevo todo lo necesario. Por lo menos para tres meses.
Lo miré con inquietud. ¿Conque aquel tipo lo sabía todo desde el principio?

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¿Habría sido él quien había organizado el enredo? ¿Sería de verdad el diablo? ¿Pero
qué importaba, en el fondo, si lo era? Yo me sentía fuerte, joven, seguro de mí.
—Ester —le murmuré al oído—, Ester, no me digas no. Quién sabe cuánto
tiempo estaremos encerrados aquí. Dime, Ester: ¿te casarías conmigo?
—¿Casarme contigo? —dijo ella, y aquel «tú» me llenaba de gozo—, pero ¿cómo
se te ocurre que me pueda casar aquí?
—Si es por eso —dijo Schiassi—, pequeños míos, yo soy también sacerdote.
—¿Y tú en qué trabajas? —me preguntó Ester, por fin apaciguada.
—Soy perito industrial. Tampoco gano mal. Puedes fiarte, preciosa. Me llamo
Dino.
—Piénselo, señorita —dijo Schiassi—, después de todo, puede ser una
oportunidad.
—¿Qué me dices? —insistí. El ascensor seguía bajando. Habíamos engullido ya
un desnivel de quién sabe cuántos centenares de metros.
Ester hizo un curioso mohín de susto.
—Está bien, señor Dino, después de todo no me desagrada, ¿sabe?
La atraje hacia mí, cogiéndola de la cintura. Para no asustarla, no le di más que un
besito en la frente.
—Dios os bendiga —dijo Schiassi levantando, hierático, las manos.
En ese momento el ascensor se detuvo. Nos quedamos suspensos. ¿Qué iba a
pasar? ¿Habíamos tocado fondo? ¿O era una pausa antes del salto final a la
catástrofe?
Sin embargo, con un largo suspiro, el ascensor comenzó a subir otra vez con
lentitud.
—Déjame, Dino, por favor —dijo de pronto Ester, porque yo todavía la tenía
entre mis brazos.
El ascensor subía.
—Ni te lo figures —dijo Ester ya que yo insistía—, ni pensarlo ahora que el
peligro ha pasado… si te empeñas, hablaremos con mis padres… ¿Prometidos? Me
parece que corres demasiado… Caramba, era una broma, ¿no? Creía que lo habrías
comprendido…
El ascensor seguía subiendo.
—No insistas, te lo ruego… Sí, sí, enamorado, enamorado, ya me lo conozco, la
eterna canción… ¿Pero sabe que es usted un pesado?
Ascendíamos a velocidad de vértigo.
—¿Vernos mañana? ¿Y por qué tendríamos que vernos? Si casi no lo conozco…
Además, figúrese si tengo tiempo… ¿Por quién me toma? ¿Se aprovecha de que soy
una criada?
La agarré por una muñeca:

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—Ester, no me hagas esto, te lo suplico, ¡sé buena!
Se enfadó.
—Déjeme, déjeme… ¿pero qué modales son éstos? ¿Es que se ha vuelto loco?
¿Pero es que no le da vergüenza? Que me deje, le digo… Señor Schiassi, se lo ruego,
dígale algo a este fresco.
Pero, inexplicablemente, Schiassi había desaparecido.
El ascensor se detuvo. Con un silbido, la puerta se abrió. Habíamos llegado a la
planta baja.
Ester se liberó dando un tirón.
—¿Va a acabar de una vez? ¡Si no, voy a armar un escándalo que se va a acordar
usted toda la vida!
Una mirada de desprecio. Estaba ya en la calle. Se alejó. Caminaba muy erguida,
con sus pasos airosos que eran otros tantos insultos para mí.

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Muchacha que cae
A los diecinueve años, Marta se asomó a lo alto del rascacielos y, viendo abajo la
ciudad que resplandecía en la noche, fue presa del vértigo.
El rascacielos era de plata, supremo y feliz en aquella noche bellísima y pura,
mientras que el viento desgarraba aquí y allá sutiles filamentos de las nubes contra un
fondo de un azul absolutamente increíble. De hecho, era aquella hora en que a las
ciudades les viene la inspiración y todo aquel que no está ciego se queda arrebatado.
Desde la aérea cima la muchacha veía retorcerse las calles y las masas de los palacios
en el largo espasmo del crepúsculo, y allí donde acababa el blanco de las casas
comenzaba el azul del mar, que visto desde lo alto parecía hacer pendiente. Y según
avanzaba desde el oriente el telón de la noche, la ciudad se fue volviendo un dulce
abismo titilante de luces; que palpitaba. Dentro había hombres poderosos y mujeres
que lo eran todavía más, los abrigos de pieles y los violines, los coches esmaltados de
ónice, los rótulos fosforescentes de los cabarets, los atrios de las mansiones a oscuras,
las fuentes, los diamantes, los antiguos jardines taciturnos, las fiestas, los deseos, los
amores y, sobre todo, ese irresistible encanto de la noche que hace soñar en la
grandeza y la gloria.
Viendo estas cosas, Marta se asomó con despreocupación por la balaustrada y se
dejó ir. Le pareció lanzarse al aire, pero caía. Teniendo en cuenta la extraordinaria
altura del rascacielos, las calles y las plazas de abajo estaban sumamente lejos, quién
sabe cuánto tiempo tardaría en llegar a ellas. Pero la muchacha caía.
A aquella hora las terrazas y los balcones de los últimos pisos estaban llenos de
gente elegante y rica que tomaba cocktails y hablaba de tonterías. Llegaban oleadas
dispersas y confusas de melodías. Marta pasó por delante y muchos se asomaron a
verla.
Vuelos de esa clase —en su mayoría precisamente muchachas— no eran raros en
el rascacielos y para los inquilinos constituían una distracción interesante; ésa era
también la causa de que el precio de aquellos apartamentos fuera tan elevado.
El sol, no oculto todavía del todo, hizo lo que pudo por iluminar el vestido de
Marta. Era un modesto traje de confección de primavera que había costado poco
dinero. Pero la poética luz del crepúsculo lo realzaba un poco, haciéndolo chic.
Desde los balcones de los multimillonarios, manos galantes se tendían hacia ella
ofreciéndole flores y vasos. «Señorita, ¿un pequeño drink?… Dulce mariposa, ¿por
qué no se queda un minuto con nosotros?».
Ella reía, mientras flotaba, feliz (pero mientras tanto caía): «No, gracias, amigos.
No puedo. Tengo prisa por llegar».
«¿Por llegar adónde?», le preguntaban.
«Ah, no me hagáis hablar», respondía Marta, y agitaba las manos haciendo un

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familiar gesto de saludo.
Un joven alto, moreno, muy distinguido, alargó los brazos para atraparla. Le
gustaba. Sin embargo, Marta se soltó velozmente: «¿Qué libertades son ésas, señor?»,
e incluso le dio tiempo a darle con un dedo un golpecito en la nariz.
La gente elegante, pues, se interesaba por ella y eso la llenaba de satisfacción. Se
sentía fascinante, de moda. En las floridas terrazas, entre el ir y venir de camareros de
blanco y las ráfagas de canciones exóticas, se habló por algún minuto, o quizá menos,
de aquella joven que estaba pasando (de arriba abajo, con trayectoria vertical).
Algunos la estimaban bella, otros así así, a todos les pareció interesante.
«Tiene usted toda la vida por delante», le decían, «¿por qué corre tanto? Ya tendrá
tiempo de correr y fatigarse. Quédese un momento con nosotros, no es más que una
modesta reunión de amigos, entendámonos, pero se sentirá cómoda».
Ella hacía intención de responder, pero ya la fuerza de la gravedad la había
llevado al piso de abajo, a dos, tres, cuatro pisos más abajo; como se cae, de hecho,
alegremente, cuando apenas se tienen diecinueve años.
Lo cierto es que la distancia que la separaba del fondo, es decir, del plano de las
calles, era inmensa; menor que hacía poco, ciertamente, pero aun así considerable.
Sin embargo, mientras tanto el sol se había zambullido en el mar, se le había visto
desaparecer transformado en un tremolante hongo rojizo. Ya no estaban sus rayos
vivificantes para iluminar el vestido de la muchacha y transformarla en un seductor
cometa. Menos mal que las ventanas y las terrazas del rascacielos estaban casi todas
iluminadas y a medida que pasaba por delante de ellas sus intensos resplandores la
alcanzaban de lleno.
Ahora, en el interior de los apartamentos Marta ya no veía sólo reuniones de
gente despreocupada; de cuando en cuando había también oficinas donde los
empleados, con guardapolvos negros o azules, se sentaban en mesas que formaban
grandes hileras. Muchos eran tan jóvenes como ella o incluso más, y, cansados ya de
la jornada, levantaban cada tanto los ojos de los papeles y de las máquinas de escribir.
También ellos, pues, la vieron, y algunos corrieron a las ventanas: «¿Dónde vas? ¿Por
qué tanta prisa? ¿Quién eres?» le gritaban, y en sus voces se adivinaba algo parecido
a la envidia.
«Me esperan abajo —respondía ella—. No puedo detenerme. Perdonadme». Y
seguía riendo, ondeando sobre el precipicio, pero no eran ya las carcajadas de antes.
La noche había caído imperceptiblemente y Marta comenzaba a sentir frío.
En aquel momento, al mirar hacia abajo, vio en la entrada de un palacio un vivo
resplandor de luces. Se detenían allí largos coches negros (en la distancia grandes
como hormigas), y de ellos bajaban hombres y mujeres, deseosos de entrar en él. En
medio de aquel hormigueo le pareció distinguir el brillo de las joyas. Sobre la entrada
ondeaban banderas.

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Había una gran fiesta, evidentemente, justo aquella con la que ella, Marta, soñaba
desde que era niña. Qué desgracia si faltara. Allí abajo la esperaba la ocasión, el
destino, la aventura, la verdadera inauguración de la vida. ¿Llegaría a tiempo?
Advirtió con despecho que una treintena de metros más allá caía también otra
muchacha. Era sin lugar a dudas más bonita que ella y llevaba puesto un vestido de
tarde de bastante clase. Quién sabe por qué, caía a una velocidad muy superior a la
suya, hasta el punto de que en pocos instantes la adelantó y desapareció en lo bajo
pese a las llamadas de Marta. Sin duda llegaría a la fiesta antes que ella; podía ser que
todo obedeciera a un plan urdido para suplantarla.
Luego se dio cuenta de que no eran ellas dos las únicas en caer. A lo largo de las
caras del rascacielos otras mujeres muy jóvenes se precipitaban hacia abajo con los
rostros tensos por la emoción del vuelo, agitando festivamente las manos como si
dijeran: eh, estamos aquí, es nuestro momento, agasajadnos, ¿acaso no es nuestro el
mundo?
Así pues, era una competición. Y ella no llevaba más que un mísero vestidito,
mientras que las otras lucían modelos de corte distinguido y alguna, incluso, se ceñía
sobre los hombros desnudos amplias estolas de visón. Tan segura de sí cuando había
levantado el vuelo, ahora Marta sentía crecer en su interior un estremecimiento; quizá
fuera simplemente el frío, pero quizá fuera también miedo, el miedo de haberse
equivocado sin remedio.
Ahora parecía ya noche cerrada. Las ventanas se apagaban una tras otra, los ecos
de melodías se hicieron más escasos, las oficinas estaban vacías, ningún joven se
asomaba ya a los antepechos tendiendo sus manos. ¿Qué hora era? Allá abajo, a la
entrada del palacio —que entre tanto se había hecho más grande, pudiéndose
distinguir ahora todos los detalles de su arquitectura—, las luces permanecían
intactas, pero el movimiento de coches había cesado. Al contrario, de cuando en
cuando salían de la entrada iluminada pequeños grupos que se alejaban con paso
cansado. Luego, incluso las luces de la entrada se apagaron.
Marta sintió encogérsele el corazón. Ay de mí, ya no llegaré a tiempo a la fiesta.
Al mirar hacia arriba vio el pináculo del rascacielos en todo su cruel poderío. Casi
todo él estaba a oscuras, sólo unas pocas y aisladas ventanas seguían iluminadas en
los últimos pisos. Y sobre su cima se extendían lentamente las primeras luces del
alba.
En un comedor del vigésimo octavo piso, un hombre de unos cuarenta años se
tomaba el café del desayuno mientras leía el periódico y su mujer arreglaba la casa.
Un reloj sobre un aparador marcaba las nueve menos cuarto. Una sombra pasó, fugaz,
por delante de la ventana.
—Alberto —gritó la mujer—, ¿has visto? Ha pasado una mujer.
—¿Cómo era? —preguntó él sin apartar los ojos del periódico.

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—Una vieja —respondió la mujer—. Una vieja decrépita. Parecía asustada.
—Siempre pasa igual —rezongó el hombre—. Por estos pisos tan bajos no pasan
más que viejas caducas. Las chicas guapas se ven del quingentésimo para arriba. No
por nada cuestan esos apartamentos tan caros.
—Pero aquí abajo —observó la mujer— por lo menos tenemos la ventaja de que
se puede oír el golpe cuando llegan al suelo.
—Esta vez, ni siquiera eso —dijo él meneando la cabeza después de haberse
quedado escuchando unos instantes. Y se tomó otro sorbo de café.

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Los bultos del jardín
Cuando la noche ha caído me gusta dar un paseo por mi jardín. No penséis que es
que soy rico. Un jardín como el mío lo tenéis todos. Y más tarde comprenderéis por
qué.
En la oscuridad, aunque realmente no está oscuro por entero porque de las
ventanas iluminadas de la casa viene un difuso resplandor, camino por el prado, los
zapatos hundiéndose un poco en la hierba, y mientras tanto pienso, y, pensando, alzo
los ojos para ver si el cielo está sereno, y si lucen las estrellas las observo
preguntándome un montón de cosas. No obstante, hay noches en que no me hago
preguntas; las estrellas se están ahí, encima de mí, completamente estúpidas, y no me
dicen nada.
Era yo un muchacho cuando, dando mi paseo nocturno, tropecé en un obstáculo.
Como no veía, encendí una cerilla. En la plana superficie del prado había una
protuberancia, y eso era extraño. A lo mejor el jardinero ha hecho algo, pensé,
mañana por la mañana le preguntaré.
Al día siguiente llamé al jardinero, cuyo nombre era Giacomo. Le dije:
—¿Qué has hecho en el jardín? En el prado hay como un bulto, tropecé con él
ayer por la noche y esta mañana, apenas se ha hecho de día, lo he visto. Es un bulto
estrecho y oblongo, parece una sepultura. ¿Me quieres decir qué pasa?
—No es que parezca, señor —dijo Giacomo el jardinero—, es que es una
sepultura. Y es que ayer, señor, murió un amigo suyo.
Era cierto. Mi queridísimo amigo Sandro Bartoli, de veintiún años, se había
partido el cráneo en la montaña.
—¿Acaso me estás diciendo —le dije a Giacomo— que mi amigo está enterrado
aquí?
—No —respondió—, su amigo el señor Bartoli —dijo así porque era persona
educada a la antigua y por ello todavía respetuoso— ha sido enterrado al pie de las
montañas que usted sabe. Pero aquí, en el jardín, el prado se ha levantado solo porque
éste es su jardín, señor, y todo lo que sucede en su vida, señor, tendrá aquí una
consecuencia.
—Vamos, vamos, por favor, eso no son más que supersticiones absurdas —le dije
—, te ruego que aplanes ese bulto.
—No puedo, señor —contestó—, ni siquiera mil jardineros como yo conseguirían
aplanar ese bulto.
Tras lo cual no se hizo nada y el bulto se quedó allí, y yo continué paseando por
el jardín una vez había caído la noche, ocurriéndome de cuando en cuando tropezar
en el bulto, si bien no muy a menudo, ya que el jardín es bastante grande; era un bulto
de setenta centímetros de ancho y metro noventa de largo y sobre él crecía la hierba,

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y sobresalía del nivel del prado unos veinticinco centímetros. Naturalmente, cada vez
que tropezaba en él pensaba en el querido amigo perdido. Pero también podía pasar
que fuera al revés. Es decir, que fuera a dar en el bulto porque en aquel momento
estaba pensando en él. Pero este asunto es algo difícil de entender.
Pasaban por ejemplo dos o tres meses sin que yo en la oscuridad, durante mi
paseo nocturno, tropezase con aquel pequeño relieve. En este caso su recuerdo volvía
a mí; entonces me paraba y en el silencio de la noche preguntaba en voz alta:
¿Duermes?
Pero él no contestaba.
Él, efectivamente, dormía, pero lejos, bajo las rocas, en un cementerio de
montaña, y con los años nadie se acordaba ya de él, nadie le llevaba flores.
Sin embargo, pasaron muchos años y hete aquí que una noche, en el curso de mi
paseo, justamente en el rincón opuesto del jardín, tropecé con otro bulto.
Por poco caí de bruces cuan largo soy. Era pasada medianoche, todo el mundo
había ido a dormir, pero mi enfado era tal que me puse a llamar «Giacomo,
Giacomo», justamente para despertarlo. De hecho, una ventana se iluminó. Giacomo
apareció en el antepecho.
—¿Qué demonios es este bulto? —gritaba yo—. ¿Has cavado algún hoyo?
—No señor. Sólo que mientras tanto un querido compañero suyo de trabajo se ha
ido —dijo—. Su nombre es Cornali.
Sin embargo, algún tiempo después topé con un tercer bulto y, aunque fuera
noche cerrada, también esta vez llamé a Giacomo, que estaba durmiendo. Ahora sabía
ya muy bien el significado que tenía aquel bulto, pero aquel día no me habían llegado
malas noticias, y por eso estaba ansioso de saber. Giacomo, paciente, apareció en la
ventana. «¿Quién es? —pregunté— ¿Ha muerto alguien?». «Sí señor —dijo—. Se
llamaba Giuseppe Patané».
Pasaron luego algunos años bastante tranquilos, pero en determinado momento
los bultos volvieron a empezar a multiplicarse en el prado del jardín. Los había
pequeños, pero también habían aparecido otros gigantescos que no se podían salvar
con un paso, sino que realmente hacía falta subir por una parte y bajar después por la
otra, como si de pequeñas colinas se tratase. De esta importancia crecieron dos a poca
distancia una de la otra y no hubo necesidad de preguntar a Giacomo lo que había
pasado. Allí debajo, en aquellos dos túmulos altos como un bisonte, estaban
encerrados trozos queridos de mi vida arrancados de ella cruelmente.
Por eso cada vez que me tropezaba en la oscuridad con estos dos terribles
montículos, muchas cosas dolorosas se revolvían en mi interior y yo me quedaba allí
como un niño asustado y llamaba a mis amigos por su nombre. Cornali, llamaba,
Patané, Rebizzi, Longanesi, Mauri, llamaba, los que habían crecido conmigo, los que
habían trabajado muchos años conmigo. Y luego, en voz más alta: ¡Negro! ¡Vergani!

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Era como pasar lista. Pero nadie respondía.
Así, poco a poco mi jardín, antaño plano y agradable al paso, se ha transformado
en un campo de batalla; tiene hierba todavía, pero el prado sube y baja en un laberinto
de montículos, bultos, protuberancias, relieves, y cada una de estas excrecencias
corresponde a un nombre, cada nombre corresponde a un amigo, y cada amigo
corresponde a una tumba lejana y a un vacío dentro de mí.
Este verano, no obstante, se alzó una tan alta que, cuando estuve a su lado, su
silueta tapó la visión de las estrellas; era grande como un elefante, como una caseta,
subir a ella era algo espantoso, una especie de ascensión, no se podía hacer otra cosa
que sortearla rodeándola.
Aquel día no me había llegado ninguna mala noticia; por eso aquella novedad del
jardín me tenía muy sorprendido. Pero esta vez pronto supe también: era el mejor
amigo de mi juventud quien se había ido, entre él y yo había habido tantas verdades,
juntos habíamos descubierto el mundo, la vida y las cosas más bellas, juntos
habíamos explorado la poesía, la pintura, la música, las montañas y era lógico que
para contener todo este material destruido, aunque fuera compendiado y sintetizado
en mínimos términos, hiciera falta una auténtica y verdadera montañita.
En ese momento tuve un arranque de rebelión. No, no podía ser, me dije
espantado. Y una vez más llamé a mis amigos por su nombre. Cornali, Patané,
Rebizzi, Longanesi, llamaba, Mauri, Negro, Vergani, Segàla, Orlandi, Chiarelli,
Brambilla. En ese momento se alzó una especie de soplo en la noche que me
respondía que sí; juraría que una especie de voz me decía que sí y venía de otros
mundos, pero quizá fuera sólo la voz de un ave nocturna porque a las aves nocturnas
les gusta mi jardín.
Ahora, por favor, os ruego que no me digáis: por qué hablas de estas cosas tan
tristes, la vida es ya tan breve y difícil por sí misma, amargarse a propósito es una
idiotez; en fin de cuentas estas tristezas no tienen nada que ver con nosotros, tienen
que ver sólo contigo. No, respondo yo, desgraciadamente tienen que ver también con
vosotros; sería bonito, lo sé, que no fuera así. Porque esta historia de los bultos del
prado nos sucede a todos, y cada uno de nosotros, me han explicado por fin, es
propietario de un jardín donde suceden estos dolorosos fenómenos. Es una historia
antigua que se ha repetido desde el principio de los siglos; también para vosotros se
repetirá. Y no es un juego literario, las cosas son así.
Naturalmente, me pregunto también si en algún jardín surgirá algún día un bulto
relacionado conmigo, quizá un bultito de segundo o tercer orden, apenas una arruga
en el prado que de día, cuando el sol luce en lo alto, apenas conseguirá verse. Sea
como sea, una persona en el mundo, al menos una, tropezará.
Puede pasar que por culpa de mi maldito carácter muera solo como un perro al
final de un pasillo viejo y desierto. Sin embargo, esa noche una persona tropezará en

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el bultito surgido en su jardín y tropezará también las siguientes noches, y cada vez
pensará (perdonad mi esperanza, con una punta de nostalgia) en cierto tipo que se
llamaba Dino Buzzati.

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Garaje Erebus
Ustedes se habrán preguntado cómo es posible que ciertos jovencitos, sin razón
aparente, puedan salir de paseo en automóviles de millonario que parecen aeronaves
para la luna. No son de familia adinerada, su profesión es nula o incierta, tampoco
tienen aspecto de aventureros o malhechores, son individuos mediocres, que no saben
decir dos palabras. Uno los ve pasar por las calles elegantes o por el centro de las
autopistas, rígidos e inexpresivos, con las manos distraídamente abandonadas sobre el
volante, semejantes a los ídolos de los Incas. Tal vez fueron nuestros compañeros de
escuela, y en esa época no les habríamos dado media lira. Ahora triunfan. ¿Por qué?
¿Cómo se han enriquecido? ¿Dónde han encontrado su fortuna? Desaparecen en la
lejanía, con un suave rumor, y uno piensa en otra cosa.
¿Cuál es su secreto? Éste se encuentra en el fondo de un patio de la Vía Ferulana,
número 5, allí donde las pilastras del pórtico están pintadas a franjas diagonales
amarillas y azules, y en lo alto se ve un gran letrero de neón: Garage Erebus. Su
secreto se llama en realidad Onofrio, y en apariencia sólo es un viejo mecánico de
acento liornés. La verdad es que Onofrio es otra cosa, mucho más importante; pocos
saben con exactitud cuál es su verdadero poder, algunos sólo lo adivinan, ninguno se
atreve a decirlo abiertamente.
Yo lo conocí porque cuando era muchacho, en el último año del colegio
secundario, solía acompañar allí a mi amigo Sergio Balza, de familia noble, loco por
los automóviles. En esa época, Onofrio —y hace de eso unos cuarenta años— era
exactamente igual que hoy: un viejito enjuto y rengo, que entre risas, en unos
minutos, arreglaba los desperfectos más complicados de un motor, rebeldes ante
cualquier otro mecánico. El patio de entrada era exactamente como es ahora, e
idéntica la oficinita del patrón; allí se encontraba entonces un tal Crosti, y allí se
encuentra ahora el mencionado Onofrio.
Balza no poseía en esos tiempos ninguna clase de automóvil.
—Pero ¿se puede saber qué vas a hacer en ese garaje? —le preguntaba yo.
—Nada —decía él—, me gusta charlar con Onofrio, es un hombre tan divertido.
Cuando lo acompañaba yo, Sergio siempre encontraba algún modo de apartarse
con Onofrio y se quedaban conversando largamente. De vez en cuando, oía la risa
desagradable del viejo.
—¿De qué hablaban? —preguntaba yo después a Sergio—. ¿Qué están tramando?
—Cosas que no te interesan —respondía, como un adulto responde a un niñito—.
Cosas de personas mayores.
En esa época se produjo la metamorfosis de Sergio. En el colegio era un animal:
empezó a sacar siete y ocho en todas las materias. No tenía nunca un céntimo en el
bolsillo; empezó a vestirse como un gran señor. Era feo y sin gracia; se lo veía todo el

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tiempo con muchachas formidables, y él mismo parecía haberse vuelto casi
agraciado. Un día llegó finalmente al colegio manejando un bólido rojo de gran
marca, nuevo, flamante; la gente de la calle se volvía para verlo.
¿Una herencia? ¿Un golpe afortunado de su padre? ¿Una mina de oro? Cuando se
lo preguntábamos, Sergio meneaba la cabeza alegremente y eludía la respuesta. Poco
después dejó el colegio. De lejos, lo vimos recorrer una parábola fantástica;
arrastrado por una especie de fatalidad, como un personaje de novela, se alejó de
nosotros hacia el mundo elegante, su fotografía aparecía a menudo en los periódicos,
se habló de su matrimonio con una princesa de Turn and Taxis. Luego desapareció.
Llegaban de él ecos cada vez más vagos y fragmentarios, hasta que un halo turbio lo
ocultó de la vista. Corrieron rumores: de un escándalo mundano, de un proceso en
España, de un clamoroso regreso al primer plano, de una nueva recaída.
Mientras tanto, yo había conseguido enterarme de su secreto. Es decir, sabía
quién era verdaderamente Onofrio. ¡Un mecánico! Nada de eso. Era Satánas, la
antigua Serpiente, modernamente camuflado con su uniforme azul. Por otra parte,
¿acaso podía Sergio haber obtenido gratis todos esos dones, la riqueza, las mujeres, el
éxito, los estupendos automóviles? ¿Qué había entregado en cambio? En la vida, todo
se paga puntualmente. Y también vosotros sabéis lo que cuestan ciertas fortunas, cuál
es su precio, pactado en antiquísimos comercios: el alma. (Mientras tanto, aquí y allá,
apostados en los rincones, están los diablos esperando el momento de cobrar).
Esto lo supe un día por el mismo Sergio, antes de su desaparición. Me decía:
—No pienses en eso, ciertas cosas ni siquiera deberías saberlas, no son para ti, tú
eres un joven de bien. Además, ¿qué necesidad tienes de ellas? Eres inteligente, buen
alumno, de óptima familia, te abrirás camino sin recurrir a estos ardides.
Sergio en realidad me quería mucho.
Es cierto que yo era un muchacho excelente, pasaba siempre sin dar exámenes,
todo me era fácil, me parecía innoble vender por el éxito lo mejor de nosotros
mismos. ¡Y además a un hombre como Onofrio, a un sucio vejestorio cubierto de
aceite!
Así seguí mi camino, y si me encontraba con el mecánico —porque vivía cerca—
lo miraba con desprecio. A veces, rengueando fatigosamente, trataba de seguirme y
con lisonjero servilismo me decía:
—Señor, señor, venga a verme alguna vez, tengo mucho interés en un cliente
como usted, aunque no tenga dinero a mano no importa, siempre podemos llegar a un
arreglo…
Yo apresuraba el paso, distanciándome.
Seguí mi camino, seguro de mí. Era inteligente, honesto, laborioso, físicamente
fuerte, un joven ejemplar, que no necesitaba por cierto mercar el alma para hacer
fortuna. Pobre Onofrio, podía cansarse de esperar.

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Y aquí estoy en cambio, viejo, cansado y desilusionado de la vida, incapaz ya de
esperanzas, un hombre vencido y enfermo, una ruina, en la entrada del garaje Erebus.
Vencido, finalmente.
Onofrio está sentado en su cuartito, simula hacer cuentas.
—Buen día —digo.
—Buen día —contesta con tono incierto.
—¿No me reconoce? —digo
—Bueno, realmente, para decir verdad…
—Yo venía siempre con el conde Balza, ¿no recuerda?
—Ah, el conde Balza… han pasado tantos años… Discúlpeme, he envejecido
mucho.
Pero no es cierto, en todo ese tiempo no ha cambiado un pelo.
—¿Recuerdas, no? —insisto—. ¿Cuántos automóviles te compró el conde Balza?
El Counsel, el Rolls, el Super Devoitine de carrera, el Maxer ocho cilindros,
¿recuerdas?
—¡Ah! —contesta haciéndose el tonto—, claro que recuerdo, eran unos regios
automóviles, los Maxer.
—¿Y de mí, Onofrio, no te acuerdas?
Me mira largamente, alzando las pupilas. Tengo la impresión de que sus espaldas
flacas y encorvadas se estremecen, como agitadas por una leve risa interior. Luego en
voz baja me dice:
—¿Viene por un automóvil?
—No —le contesto en voz baja.
—¿Un hermoso coche de ocasión? Escuche, tiene suerte, hace justamente media
hora…
—No, no es por eso.
Onofrio sonríe ahora, con sonrisa ambigua, se le arruga toda la piel alrededor de
los ojos, de las pupilas sólo se ve un puntito.
—¿Un automóvil nuevo? Sin duda puedo conseguírselo ahora mismo, sin…
Lo interrumpo:
—No, no, no, te digo, no es por un coche.
Me mira, me mide. ¿Por qué no habla?
—Onofrio, en otros tiempos eras más amable. Me decías: venga a verme, me
interesaría muchísimo, decídase alguna vez a darme ese gusto; así decías, y no me
hablabas únicamente de automóviles.
—Señor, no comprendo…
—¿Recuerdas al conde Balza, no? Él no venía a verte por los automóviles…
conozco bien su historia… También yo quisiera…
De pronto el sol que iluminaba el patio blanco del garaje se ha apagado, como

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bajo un nubarrón negro, y cesa el estrépito que envuelve la oficina; todo es silencio.
Y ahora Onofrio no es más el viejo mecánico que finalmente ha conseguido ser dueño
del garaje, ahora su cara parece de cera, y resplandece con una luz infame.
—Vamos, Onofrio, ¿qué son estas historias? ¿No podría obtener yo también lo
que consiguió el conde Balza?
—¡Señor! —murmura con acento de reproche.
—Lo que él te dio, también puedo dártelo yo.
—¡Señor! —repite.
—¿No lo niegas, no? Reconoces entonces haber comprado su…
Me falta el coraje para repetir esa ridícula y terrible palabra: «el alma». Tan
absurda, en esa oficinita de garaje. Él es el que la pronuncia.
—El alma, ¿eh? —con voz odiosa y helada—. ¡El alma! A cambio de la fortuna,
del dinero, de la gloria, del amor, de la felicidad… ¿Es eso, no, lo que el señor quiere
decir?
Sin respirar, le digo que sí con la cabeza.
—¿Y ahora se le ocurre venir? ¡Espléndido, espléndido! ¿Se decidió finalmente?
Pero vea que tardó bastante. Lo esperé durante años, justamente a usted. Muchos,
muchos años. Pero usted creía que no me necesitaba, ¿no? No quiso venir nunca. Se
las arreglaba solo, ¿no es verdad? Me despreciaba, dígalo con franqueza, me
despreciaba…
—No, en todo caso era miedo.
—Pero hoy ya no tiene miedo, ¿no es cierto, señor? Hoy no desprecia más, hoy
ha comprendido muchas cosas que ayer no comprendía, hoy está dispuesto ¿no?
Meneó la cabeza, o hizo una larga pausa.
—Pero ahora —prosiguió— ¿qué puede hacer el viejo Onofrio? Es demasiado
tarde, estimado señor. El viejo Onofrio, créame, ya no está en condiciones de
complacerlo…
—¿Por qué? ¿Acaso no te pagaré, como lo hizo el conde de Balza?
—¡Ah no, ah no, señor! Usted me obliga a ser absolutamente franco. ¡Su alma!
Pero dígame, con la mano en el corazón, ¿qué pueden darme por ella ahora? Dígame,
¿de qué puede servirme?
Y señala con el índice la pared.
En la pared hay un gran espejo, publicidad de una marca de bencina. Y en el
espejo se ve mi imagen, mi cara trabajada, mis cabellos grises, se ven los años
consumados, tantos, el largo camino (yo caminaba sacando el pecho, seguro de mí
mismo, seguro de poder recorrerlo solo hasta el final).
—Dígame —repite el viejo odioso—. Dígame: ¿de qué puede servirme? El conde
Balza, ése sí que me dio satisfacciones. Pero el conde Balza tenía dieciocho años.
¡Dieciocho años! ¿Me explico, señor mío?

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Yo en cambio tengo cincuenta y ocho. Y en los años que me quedan, poco podría
hacer por él, por el Gran Enemigo aquí presente en el uniforme azul de Onofrio. ¿Qué
vicios, qué crápulas, qué traiciones, qué crueldades, qué mentiras, qué perfidias, qué
sacrilegios, qué delitos puedo honradamente ofrecerle yo, que he vivido con
morigeración, que ya me he cristalizado en un hábito vil de honestidad? ¿Dónde
encontrar ahora las energías necesarias para banquetear en la mesa del pecado? Se
requeriría la juventud, el ávido entusiasmo de los veinte años, la locura de ser más
que los demás, el corazón duro, el ímpetu salvaje; entonces sí podría servir al Diablo.
¡Pero ahora, pobre de mí!
—Adiós, señor —dice Onofrio al ver que me resigno a irme. ¿Es una ilusión, o
realmente vibra en su voz algo semejante a la piedad?
Me alejo con mi humillación y mi derrota. Hasta el Diablo me ha cerrado la
puerta en la cara. En el cielo, mientras tanto, se ha formado una tormenta. Allá lejos,
por encima de los gasómetros, relampaguea. Dentro de poco lloverá.
Nunca tan solo. Al pasar frente a la Catedral miro por casualidad la inmensa
puerta. Parece cerrada. Quizá sólo esté entornada. Bastaría empujarla un poco,
bastaría una sombra de valentía. Allí dentro está la paz, quizá.
Pero sigo adelante. Ni siquiera disminuyo el paso. Busco ansiosamente en mis
bolsillos; no obstante, tendría que quedarme un cigarrillo.

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¿Y si?
Él era el Dictador y, pocos minutos antes había finalizado en la Sala del Supremo
Konzern, el informe del Congreso Universal de las Hermandades, al término del cual,
la moción de sus adversarios fue desestimada por aplastante mayoría; por lo cual, Él
era el Personaje más Poderoso del País Y Todo Aquello Que Se Refería A Él En
Adelante Se Escribiría O Diría Con Mayúsculas; Esto Por El Tributo De Honor.
Había llegado, pues, a la meta final de la vida y no podía ya desear nada más. ¡A
los cuarenta y cinco años, el Dominio de la Tierra! ¡Y no lo había conseguido con la
violencia!, según es uso y costumbre, sino con el trabajo, la fidelidad, la austeridad, el
sacrificio de los esparcimientos, de las carcajadas, de los goces físicos y de las sirenas
mundanas. Estaba pálido y llevaba gafas; sin embargo nadie estaba por encima de él.
Asimismo, se sentía un poco cansado. Pero feliz.
Una salvaje felicidad, tan intensa que casi resultaba dolorosa, le invadía hasta lo
más profundo del alma, mientras recorría a pie, democráticamente, las calles de la
ciudad, meditando sobre su propio éxito.
Él era el Gran Músico que poco antes había oído en el Teatro Imperial de la
Opera las notas de su obra maestra levitar y expandirse en el corazón del público
anhelante, conquistando el triunfo; y en los oídos le resonaban todavía las grandes
cataratas de los aplausos puntuadas de alaridos delirantes, como jamás los había oído,
ni para los demás ni para sí; en esos aplausos había éxtasis, llanto, entrega.
Él era el Gran Cirujano que, una hora antes, ante un cuerpo humano ya absorbido
por las tinieblas, en medio del espanto de los ayudantes que le tomaron por loco, se
había atrevido a aquello que nadie había podido nunca ni siquiera imaginar, haciendo
surgir con sus mágicas manos la lucecita superviviente de las profundidades
incognoscibles del cerebro, allá donde la última partícula de vida había anidado como
el gozque moribundo que se arrastra a la soledad del bosque para que nadie asista a
su deshonrosa humillación final. Y él había liberado aquella microscópica llamita de
la pesadilla, casi recreándola, hasta el punto de que el difunto había vuelto a abrir los
ojos, y sonreído.
Él era el Gran Banquero recién salido de una catastrófica tenaza de maniobras que
debían triturarle y, en cambio, su golpe de genio las había revuelto súbitamente contra
los enemigos, derribándoles. Por lo que, en el frenético crescendo de los teléfonos
enloquecidos, de las calculadoras y de los teletipos electrónicos, su masa crediticia se
había agigantado de una capital a la otra como un nubarrón de oro; sobre el cual,
ahora, se alzaba victorioso.
Él era el Gran Científico que, en un impulso de inspiración divina, en la mísera
estrechez de su estudio, había intuido poco antes la sublime potencia de la fórmula
definitiva; razón por la cual, los gigantescos esfuerzos mentales de centenares de

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sabios colegas esparcidos por el mundo se tornaban de golpe, comparativamente, en
ridículos e insensatos balbuceos; y, por lo tanto, él saboreaba la beatitud espiritual de
tener en su mano la última Verdad, como a una dulce e irresistible criatura que le
pertenecía.
Él era el Generalísimo que, rodeado de ejércitos superiores, había transformado,
con astucia y mando, su menoscabado y tambaleante ejército en una horda de titanes
desencadenados; y el cerco de hierro y de fuego que le sofocaba se había
resquebrajado en pocas horas, y las formaciones enemigas se habían deshecho en
aterrorizados jirones.
Él era el Gran Industrial, el Gran Explorador, el Gran Poeta, el hombre que ha
vencido definitivamente, tras larguísimos años de trabajo, de oscuridad, de
economías, de interminables fatigas, y cuyas huellas, ay de mí, están impresas
indeleblemente en el cansado rostro, por lo demás exultante y luminoso.
Era una estupenda mañana de sol, era un crepúsculo tempestuoso, era una tibia
noche de luna, era una gélida tarde de tormenta, era un alba purísima de cristal, era
sólo la hora extraña y maravillosa de la victoria que pocos hombres conocen. Y él
caminaba extraviado en aquella indecible exaltación, mientras los palacios se
extendían en torno con formas apropiadas, con la evidente intención de honrarle. Si
no se doblaban en ademán de reverencia, era sólo porque estaban hechos de piedras,
hierro, cemento y ladrillos; de allí su rigidez. Y también las nubes del cielo, beatos
fantasmas, se disponían en círculo, en fajas superpuestas, formando una especie de
corona.
Pero entonces —él estaba atravesando los jardines del Almirantazgo—, sus ojos,
por casualidad, de soslayo, se posaron sobre una joven mujer.
En aquel punto, lateralmente, se extendía, realzada, una especie de terraza,
circundada por una balaustrada de hierro forjado. La muchacha estaba acodada en la
balaustrada y miraba distraídamente hacia abajo.
Tendría unos veinte años, era pálida, y entreabría perezosamente los labios en
expresión de rendida y muelle apatía. Su negrísimo pelo, peinado hacia arriba
formando un ancho moño —ala de cuervo jovencito— sombreaba la frente. También
ella aparecía como difusa por causa de una nube. Era bellísima.
Llevaba un sencillo pulóver de color gris y una falda negra muy ceñida en el talle.
Apoyado el peso del cuerpo en la balaustrada, las caderas desbordaban libremente al
sesgo, en actitud felina. Podía ser una estudiante de la bohemia de vanguardia, uno de
esos tipos que logran hacer una elegancia casi ofensiva de la extralimitación y de la
impertinencia. Llevaba grandes gafas azules. En la palidez del rostro, le impresionó el
rojo crudo de los labios, suavemente relajados.
De abajo arriba —pero fue una fracción infinitesimal de segundo—, vislumbró, a
través de la reja de la balaustrada, aquellas piernas femeninas, no demasiado, porque

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los pies estaban tapados por los bordes de la terraza y la falda era más bien larga. Sin
embargo, sus ojos percibieron la silueta proterva de las pantorrillas que, desde los
finos tobillos, se ensanchaban en esa progresión carnal que todos conocemos, oculta
en seguida por el borde de la falda. A pleno sol, el pelo rojizo llameó. Podía ser una
buena hija de familia, podía ser una mujer de teatro, podía ser una pobre tunanta. ¿O
acaso una chica perdida?
Cuando pasó frente a ella, la distancia sería de dos metros y medio a tres. Fue
sólo un instante, pero pudo verla muy bien.
No por interés, sino sin duda más bien por indiferencia suprema —por no cuidar
ella, entregada al aburrimiento, de controlar siquiera las miradas—, la chica le miró.
Tras haberla atisbado fugazmente, él desvió los ojos al frente, por decoro, tanto
más cuanto que el secretario y otros dos acólitos le seguían. Pero no supo resistirse y,
con la mayor rapidez posible, volvió de nuevo la cabeza para verla.
La chica le miró de nuevo. A él incluso le pareció —pero debía tratarse de una
sugestión— que los exangües y voluptuosos labios se estremecían, como quien se
dispone a hablar.
Basta. Por pura decencia, no podía arriesgarse más. Ya no volvería a verla. Bajo
la lluvia torrencial, cuidó de no meter los pies en los charcos del suelo. Le pareció
percibir un vago calor en la nuca, como si un hálito le rozase. Quizás, quizás, ella le
seguía mirando.
Apresuró el paso.
Pero en aquel preciso instante se percató de que algo le faltaba. Una cosa
esencial, importantísima. Jadeó. Se dio cuenta con espanto de que la felicidad de
antes, aquella sensación de saciedad y de victoria, había cesado de existir. Su cuerpo
era un triste peso, y numerosas molestias le aguardaban.
—¿Por qué? ¿Qué había pasado? ¿Acaso no era él el Dominador, el Gran Artista,
el Genio? ¿Por qué ya no lograba ser feliz?
Caminaba. Ahora, el jardín del Almirantazgo se encontraba a sus espaldas. Quién
sabe dónde estaría la chica a estas horas.
¡Qué absurdo, qué estupidez! Por haber visto a una mujer. ¿Enamorado? ¿Así, de
golpe? No, ésas no eran cosas para él. Una chica desconocida, quizás incluso de poca
calidad. Y, sin embargo…
Y, sin embargo, allí donde pocos instantes antes vibraba un contento
desenfrenado, ahora se extendía un árido desierto.
Ya no volvería a verla. Nunca sabría quién era. No hablaría jamás con ella. Ni con
ella ni con las semejantes a ella. Envejecería sin siquiera dirigirles la palabra.
Envejecido en medio de la gloria, sí, pero sin aquella boca, sin aquellos ojos de
lacerante apatía, sin aquel cuerpo misterioso.
¿Y si él, sin saberlo, lo hubiese hecho todo por ella? ¿Por ella y las mujeres como

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ella, las desconocidas, las peligrosas criaturas que jamás había tocado? ¿Y si los años
eternos de clausura, de fatigas, de rigor, de pobreza, de disciplina, de renuncias,
hubiesen tenido sólo aquel objeto; si en lo profundo de sus desnudas maceraciones
hubiese estado al acecho aquel tremendo deseo? ¿Si detrás del afán de celebridad y
de poder, bajo estas miserables apariencias, le hubiese impelido tan sólo el amor?
Pero él nunca había comprendido algo como esto, ni lo había sospechado, ni
siquiera en broma. Sólo pensarlo le habría parecido una escandalosa locura.
Por ello, los años habían pasado inútilmente. Y hoy, ya era demasiado tarde.

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Extraños nuevos amigos
Cuando murió Stefano Martella, director de una sociedad de seguros y que había
pasado una temporada en la superficie de la tierra pecando, trabajando y viviendo su
partitura por casi cincuenta años, se encontró en una ciudad maravillosa hecha de
palacios suntuosos, calles amplias y regulares, jardines, prósperos negocios, lujosos
automóviles, cines y teatros, gente bien alimentada y elegante, sol brillante, todo
bellísimo. Caminaba plácidamente por una avenida al lado de un señor muy cortés
que le daba explicaciones mostrándole la ciudad.
«Lo sabía —pensaba— no podía ser de otra manera. He trabajado toda mi vida,
he mantenido a mi familia, he dejado a mis hijos una herencia respetable. En síntesis,
he cumplido con mi deber; por eso estoy en el paraíso».
El señor que lo acompañaba se presentó con el nombre de Francesco y le dijo que
se encontraba ahí desde hacía diez años. «¿Contento?», le preguntó Martella con una
sonrisa de complicidad, como si la pregunta fuera ridículamente superflua. Francesco
lo miró fijamente: «¿Cómo negarlo?». Los dos rieron.
¿Acaso Francesco era funcionario del municipio o lo hacía por mera cortesía?
Condujo a Martella de una calle a otra, de maravilla en maravilla. Todo era perfecto,
ordenado, limpio, sin ruido y sin malos olores. Caminaron largamente sin que
Martella, que era bastante corpulento, sintiera ningún cansancio.
En una esquina estaba estacionado un vehículo de lujo con un chofer de librea
que esperaba. «Es de usted», dijo Francesco e invitó a Martella a subir. Dieron un
largo paseo. El invitado miraba a la gente en las calles, hombres y mujeres de
diferentes edades y de variada condición social, pero todos bien vestidos y de aspecto
floreciente. Todos tenían buena expresión; sin embargo, en sus rostros se advertía una
especie de fijeza, de aburrimiento secreto.
«Por supuesto —se dijo Martella— no pueden estar riendo de felicidad todo el
día».
Se estacionaron en uno de los palacios más bellos. «Es su casa», dijo Francesco,
invitándolo a entrar. La casa que había tenido Martella en el mundo era una pocilga
comparada con esto.
Como en los cuentos de hadas, había de todo: salones, estudio, biblioteca, sala de
billar y una serie de comodidades que es inútil enumerar; jardín, naturalmente, con
cancha de tenis, pista para correr, alberca y un lago con peces. Y por todas partes
servidores que esperaban órdenes.
Subieron en el elevador al último piso. Ahí se encontraba, entre otras cosas, un
encantador salón de música con un inmenso vitral por donde escapaba la mirada.
Martella reía maravillado. Por más que forzase la vista, no alcanzaba a ver el
límite de la ciudad: terrazas, cúpulas, rascacielos, torres, pináculos, banderas al viento

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y, una vez más, terrazas, cúpulas, pináculos, torres, banderas, siempre más y más
lejanas que parecerían no tener fin. Pero había otra cosa: no se veía ningún
campanario. Entonces Martella preguntó: «¿Y las iglesias, qué no hay iglesias aquí?».
«¡Bah!» respondió Francesco y pareció sorprendido por la ingenuidad. «Aquí no
parecen necesarias, ¿no es verdad?».
«¿Y Dios?», preguntó Martella (en su corazón no le importaba en lo absoluto,
pero le parecía necesario, sólo por cortesía, preguntar por el anfitrión, por el señor de
aquel reino). «¿Y Dios? Recuerdo que cuando era pequeño, en el catecismo decían
que en el paraíso uno puede ver a Dios. ¿No se puede ver desde aquí arriba?».
Francesco rió, en un tono un poco burlón, para ser sinceros. «Hey, querido
Martella, perdóneme si se lo digo, pero me parece que usted es demasiado
pretencioso». (Pero ¿porqué se reía de aquel modo tan antipático?). «Cada uno tiene
el paraíso que se merece; por supuesto, conforme a su propia naturaleza. ¿Por qué se
interesa ahora por Dios, si jamás creyó en él?».
Martella no insistió; después de todo ¿qué le importaba?
Visitaron, no todo el palacio que era enorme, sino los sitios principales: el
conjunto prometía una estancia beatífica. Después, Francesco le propuso ir al Círculo:
ahí, Martella podría conocer a un grupo de sus amigos más entrañables. Mientras
salían, el ex director de seguros, con curiosidad no exenta de astucia, susurró a su
guía: «¿Y las damiselas? ¿No hay jóvenes damiselas?». (No porque en la calle no las
hubiera visto: una más bella que la otra; pero quería saber si él, a su edad, sin poner
en juego su prestigio, hubiera podido etcétera, etcétera). «Qué pregunta», dijo
Francesco con aquel tono burlón.
«¿Usted cree que falten, justo aquí en el paraíso?».
En el Círculo, una residencia digna de un monarca, siete u ocho señores de
conspicua altura social se reunieron en torno a Martella con la cordialidad de los
viejos amigos. Tuvo la impresión de reconocer a dos; tuvo incluso la vaga sospecha
de que habían sido colegas, rivales suyos, a quienes quizá les había hecho alguna
mala jugada. Pero no estaba seguro. Al resto no lo reconoció. «¡Hete aquí también
tú!», dijo el más viejo de aquellos señores, de cabellos blancos, y que lo contemplaba
dignamente ávido: «¿Contento?, ¿contento?». «Forzosamente contento», respondió
Martella, atrapando al vuelo un aperitivo que le ofrecieron.
«¿Por qué dices forzosamente? —intervino otro, flaco, sobre la treintena, con un
rostro parecido al de Voltaire, con un gesto en los labios un poco irónico y amargo—
¿crees que es obligatorio estar contento?».
«Te suplico que no empieces con tus necedades, te lo ruego», le dijo el viejo de
pelo blanco, como si esas palabras lo hubieran molestado. «Por mi parte, digo que es
prácticamente obligatorio. Todo aquello que nos hacía sufrir allá… —hizo un gesto
extraño que Martella no había visto jamás, evidentemente un gesto convencional y

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bastante común en el más allá para indicar la primera existencia— todo aquello que
nos hacía sufrir allá, ahora ha desaparecido».
«¿Todo, absolutamente todo? ¿Incluyendo a los que no nos caían bien?»,
preguntó Martella para hacerse el gracioso.
«Eso espero», dijo el viejo de cabellos blancos.
«¿Y enfermedades?, ¿no hay siquiera resfriados?».
«¿Enfermedades? ¿Entonces para qué se estaría en el paraíso?». Y acentuó esta
última palabra como si la despreciase.
«Tranquilízate —confirmó el flaco fijando la mirada en su nuevo compañero— es
inútil esperar enfermedades. No vendrán».
«¿Y qué te hace pensar que las espero? Ya he tenido bastantes, yo diría», contestó
Martella complacido de que le hubiese salido, espontáneamente, una gracejada.
«Nunca se sabe, nunca se sabe», insistió el flaco. No se entendía si estaba
bromeando o no. «No espere estar algún día en la cama con fiebre… o tener dolor de
muelas… Ni siquiera un retortijón. ¡Ni siquiera un vulgar retortijón le será
concedido!».
«Pero ¿por qué le hablas así? ¡Como si fuera una desgracia!», exclamó el viejo,
dirigiéndose al recién llegado. «No se preocupe. ¿Sabe?, él se divierte haciendo
bromas».
«Sí, ya me di cuenta», dijo Martella con forzada desenvoltura, porque en realidad
se sentía bastante incómodo. «Entonces, aquí no existe el dolor».
«No existe el dolor, querido mío —confirmó el señor de cabello blanco— por lo
tanto no existen hospitales, ni manicomios, ni asilos».
«¡Precisamente! —aprobó el flaco—, ¡vamos, explícale todo bien!».
«Exacto —continuó el viejo señor—, “nosotros no tenemos dolores. Y por lo
tanto nadie tiene miedo. ¿De qué cosa temeríamos? Ya verás que nunca vas a volver a
sentir el corazón desbocado».
«¿Ni cuando tenga sueños desagradables? ¿Ni cuando tenga pesadillas?».
«¿Y por qué crees que vas a tener pesadillas? No creo que siquiera vayas a soñar.
Desde que estoy aquí no recuerdo haber soñado una sola vez».
«¿Y tienen deseos? Me imagino que tienen deseos…».
«¿Deseos de qué? Lo tenemos todo. ¿Qué más podemos desear? ¿Qué nos hace
falta?».
«¿Y las así llamadas… penas de amor?».
«Tampoco eso, naturalmente. Ni deseos, ni amores, ni arrebatos, ni odios, ni
guerras. Aquí todo es absolutamente tranquilo».
En ese momento, el flaco se levantó con una expresión dura en el rostro. «Ni
siquiera lo pienses —dijo a Martella con ímpetu—, clávatelo en la mente. Aquí todos
somos felices, ¿entiendes? Nada te va a costar trabajo. Nunca te sentirás cansado, no

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tendrás sed, nunca te dolerá el corazón a la vista de una mujer, nunca recibirás la luz
del amanecer como una liberación, revolcándote en tu cama. Aquí no tenemos ni
nostalgias, ni remordimientos, nada nos da miedo, ¡no tenemos miedo ni del infierno!
Somos felices, como puedes darte cuenta». (Aquí hizo una pausa, como si se le
atravesase un pensamiento desagradable). «Y además… además, especialmente una
cosa, entre nosotros no existe la muerte, ¿entiendes? Ya no tenemos la facultad de
morir».
«Qué maravilla, ¿verdad? Estamos de-fi-ni-ti-va-men-te (remarcando las sílabas),
definitivamente exonerados. Aquí pasa lentamente el tiempo, hoy es igual a ayer,
mañana igual a hoy, nada malo nos puede suceder —la voz se hizo lenta y grave. ¿Te
acuerdas cuánto odiábamos a la muerte? ¡Cómo nos amargaba la vida! Y los
cementerios, ¿te acuerdas? Y los cipreses. Y las luces en la noche, y los fantasmas,
los fantasmas con cadenas que salían de sus tumbas… Y el pensamiento sobre el más
allá, las discusiones que se hacían a ese respecto, aquel misterio, ¿te acuerdas?
¿Quién se acuerda de eso ahora?… Aquí todo es diferente; aquí somos libres
finalmente, no hay nadie que nos espere a la puerta. Qué satisfacción, ¿no es verdad?
¡Qué maravillosa alegoría!».
El viejo señor, que había escuchado el discurso con creciente aprensión, intervino
duramente: «¡Ya basta! ¡Ya basta! ¿Cómo es posible que pierdas así el control?».
«¿El control? Y ¿qué me importa? ¿Y por qué no tendría que saberlo él? —
exclamó el flaco, bufando, dirigiéndose otra vez a Martella—: Has venido tú también
a marchitarte, ¿qué no lo entiendes? A miles de gentes les pasa lo mismo que a ti,
¿sabías? ¡Y encuentran su automóvil, castillos, teatros, mujeres, paseos, y no tienen
enfermedades, ni amores, ni ansia, ni miedo, ni remordimientos, ni deseos, ni nada!».
Era demasiado. Sin escándalo pero con una extrema firmeza, tres de los presentes,
entre ellos el viejo de cabellos blancos, cogieron al flaco por los brazos, llevándolo
por la fuerza hacia la salida, como convenía a un pacto imperioso del cual dependía la
existencia común. Por otra parte, la prontitud de la intervención denotaba que no era
una novedad. Escenas del mismo género seguramente habían sucedido muchas veces.
El flaco fue expulsado por la puerta y después por la escalera hacia el jardín, pero
continuó gritando, siempre dirigiéndose a Martella: «¡Conserva tu palacio, los
jardines, las joyas, diviértete si eres capaz! ¿Qué no te das cuenta que hemos perdido
todo? No has entendido que…». Aquí las palabras fueron sofocadas, como si le
hubieran puesto una mordaza. La frase terminó en un murmullo informe que Martella
no pudo descifrar. Ya no importaba, después de todo. Una voz sutil, extremadamente
precisa murmuró: «Estamos en el infierno».
«¿El infierno? ¿Con esos palacios, esas flores y tantas criaturas agraciadas? ¿Esto,
el infierno? ¡Qué absurdo!». Sin embargo, Stefano Martella miraba extraviado en
torno suyo, sintiendo que se le desbordaba el corazón. Miraba invocando algo que lo

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desmintiera. Pero a su alrededor se encontraban seis o siete rostros impecables, con la
piel lisa y bien alimentada. Rostros misteriosos que lo miraban con los labios
cerrados y regularmente regocijados. Un sirviente se acercó para ofrécele otra copa.
Martella tomó un sorbo con disgusto; se sentía horriblemente solo, abandonado por la
humanidad; lentamente se repuso, miró a la cara a sus queridos amigos, uniéndose a
la desesperada conjura. Y todos juntos, con un enorme cansancio, trataron de sonreír.

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La niña olvidada
La señora Ada Tormenti, viuda de Lulli, fue a pasar unos días al campo, invitada
por sus primos los Premoli. Por el pueblo iba y venía mucha gente. Como era verano,
la sobremesa de la noche se hacía en el jardín, charlando hasta la una o las dos. Una
noche la conversación se refirió a las casas de la ciudad. Había allí un tal Imbastaro,
tipo inteligente, pero antipático. Decía:
—Siempre que dejo mi casa de Nápoles, sucede algo, ¡je, je! —continuaba,
riendo así, sin motivo; ¿o el motivo era, en cambio, hacer daño al prójimo?—. Salgo,
por decirlo así, ni siquiera recorro dos kilómetros, y se sale el agua del lavadero o se
incendia la biblioteca por haber olvidado una colilla encendida, o se meten ratas de
los barcos y devoran hasta las piedras. ¡Je, je!, o en la portería, la única persona que
soporta allí el verano, recibe un golpe seco y por la mañana se la encuentra
preparadita para el entierro, con cirios, el sacerdote y el ataúd. ¿No es así la vida?
—No siempre —dijo con gravedad Tormenti—, por fortuna.
—No siempre, es verdad. Pero usted, señora, por ejemplo, ¿podría jurar haber
dejado su casa en perfecto orden, no haberse olvidado nada? Piénselo bien, piénselo
bien. ¿Exactamente en orden?
A estas palabras Ada se puso del color de los muertos; de repente tuvo un
horrendo pensamiento. Para poder ir a casa de los Premoli había llevado a su hija de
cuatro años a una tía. 0 mejor dicho, había decidido llevarla. Porque ahora, al volver a
pensar en ello, con todo y estar segura de haberlo hecho, no conseguía recordar cómo
y cuándo había llevado a Luisella a casa de su tía. ¡Qué extraño! No recordaba ni
cuándo habían salido de casa juntas, ni el camino recorrido, ni las despedidas en casa
de su tía. Como si en su memoria se hubiese abierto un agujero.
En resumen, la duda era la siguiente: que ella, Ada, se había olvidado de llevar a
la niña a casa de su tía y sin advertirlo, al irse, la había encerrado en casa, Era una
sospecha absurda; pero la imaginación fabrica a veces cosas muy extrañas. Insensato,
de loco, pero bastaba, no obstante, para helarle la sangre en las venas. Con sorpresa la
vieron ponerse bruscamente de pie y abandonar la compañía de todos. Uno preguntó
a Imbastaro:
—Perdone, pero ¿le ha dicho usted alguna cosa desagradable?
—¿Yo? Nada de particular, ¡je, je! No comprendo.
Ada entró en la casa y, sin decir nada a nadie, se dirigió al teléfono. Llamó
urgentemente a Milán, dando el número de casa. Esperó, retorciéndose las manos.
La comunicación se la dieron casi en seguida. En el acto.
—¿Es usted quien ha llamado a Milán, al 40079277?
—Sí, sí.
—Hablen.

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—¿Hable?
¿Con quién? Al llamar, esperaba que nadie le respondería. ¿No estaba la casa
cerrada y vacía? Si alguien acudía al aparato significaba, por lo tanto, que su primera
sospecha estaba fundada, que Luisella se había quedado encerrada dentro. (Aunque
apenas tuviera cuatro años, sabía contestar al teléfono). Habían pasado ya 10 días;
hacía un calor espantoso y en casa Ada no había dejado ni un bocado de comida. ¡El
calor! En los días de la canícula se cuecen los muebles en las casas abandonadas, y se
quedan sin aliento los seres vivos, si permanecen en ellas. Ada se sintió morir.
Temblando, dijo:
—¡Oiga!
—Diga —dijo desde Milán una voz de hombre.
Y con la velocidad de un relámpago, Ada imaginó lo ocurrido: Luisella, encerrada
y sola en casa, incapaz de abrir la puerta, sus gritos, la primera alarma en el barrio, la
policía, la puerta forzada, la niña enloquecida de miedo.
—Diga. ¿Quién es? —preguntó el hombre.
—Soy yo, la mamá. Pero ¿quién es usted?
—¿Qué mamá? ¡Yo no tengo mamá! Se ha equivocado de número.
Y colgó.
Ada volvió a llamar inmediatamente a Milán (pero la angustia había ya cedido).
Dio el número exacto, oyó la señal de línea y esta vez nadie le respondió.
Respiró aliviada. Menos mal. ¿Qué estupidez había imaginado? Ante un espejo se
puso unos pocos polvos y salió afuera al jardín. La miraron, pero nadie dijo nada.
Sin embargo, cuando se acostó y en la enorme casa de campo se estableció el
plúmbeo silencio de la noche y solamente por la ventana entornada entraban las voces
de los grillos, volvió a sentir miedo. En aquella hora imaginó a la niña, muerta de
calor y de hambre que, de rodillas, agarrada al pestillo de la puerta y con los ojos
desorbitados, lanzaba sus postreros lamentos. Pensó que, en el peor de los casos,
alguien debía de haber oído sus gritos. Otra voz, pérfida, objetaba: si alguien la
hubiese oído, ya la habrían socorrido; ya han pasado 10 días y a estas alturas te
habrían avisado. Pudo ocurrir también que los pisos contiguos estuvieran
desocupados en este período de vacaciones. La portera, cinco pisos más abajo, ¿qué
podía oír?
Miró el reloj, eran las cuatro. A las seis salía un tren. Ada saltó de la cama, se
vistió, hizo la maleta. Acaso empieza así la locura, se dijo. Pero no podía contenerse.
Dejó una nota excusándose, Cautelosamente salió, abrió la puerta del jardín y se
dirigió a la estación. Había cuatro kilómetros de camino.
Cuanto más avanzaba él tren, mayor era su angustia. Llegó a Milán hacia las tres
de la tarde. La ciudad ardía en un halo de polvo tórrido y húmedo. Balbuceando, dio
al taxi la dirección.

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¡Por fin, su casa! No se notaba nada anormal. Las persianas del piso estaban todas
bajadas, como las había dejado días antes.
Pasó corriendo ante la portería. La portera le hizo el acostumbrado saludo.
Bendito sea Dios, pensó Ana. Ha sido todo una pesadilla, nada más.
Silencio y quietud en el rellano del quinto piso. Pero ¿por qué temblaba tanto su
mano al introducir la llave en la cerradura? Se descorrió el pestillo. Al abrirse la
puerta, salió un vaho caliente y denso.
De pronto, cuando abrió la puerta interior, Ada sintió en el pecho un nudo
doloroso; porque, un poco por encima de su cabeza, flotó, ansioso de huir, un
pequeñísimo e incomprensible humo, una minúscula nubecilla, oblonga y pálida, que
no despedía olor.
Corrió a la ventana del recibidor, abrió los postigos y se volvió.
Sobre el suelo, a dos metros de ella, se veía algo, como una larga y recortada
mancha, pero de notable espesor. Se acercó, la tocó con el pie. Cenizas. Estaban
esparcidas uniformemente como formando una especie de dibujo. Aquel nudo que
tenía en el pecho se hizo fuego, infierno. Las cenizas tenían exactamente la forma de
Luisella.

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El asalto al gran convoy
Arrestado en un callejón de la ciudad y condenado solamente por contrabando —
porque tuvo la suerte de no ser reconocido—. Gaspar Planetta, capitán de bandidos,
permaneció tres años en prisión.
Al salir libre estaba muy cambiado. Consumido por la enfermedad, con una gran
barba, parecía un viejo y no el famoso «capo brigante», el mejor tirador conocido,
que no sabía errar un disparo.
Con sus cosas en una bolsa, se puso en camino hacia el Monte Fumo, su antiguo
reino, donde suponía que debían estar sus compañeros.
Era un domingo de junio cuando se internó en el valle donde estaba su casa. Los
senderos del bosque no habían cambiado: aquí afloraba una raíz: allá una piedra que
recordaba perfectamente. Todo estaba igual que antes. Como era fiesta, la banda
debía estar reunida en su casa. Al acercarse, Planetta oyó voces y carcajadas. La
puerta, a diferencia de sus tiempos, estaba cerrada.
Golpeó dos o tres veces. Adentro se hizo un silencio. Después preguntaron:
—¿Quién es?
—Vengo de la ciudad —respondió— vengo de parte de Planetta.
Tenía pensado darles una sorpresa, pero en cuanto abrieron la puerta, se dio
cuenta de que no lo reconocían. Sólo el viejo perro, el esquelético Tromba, le saltó
encima con alegría.
Al principio sus antiguos compañeros, Cosimo, Marco, Felpa y también tres o
cuatro desconocidos, lo rodearon, pidiéndole noticias de Planetta. Les contó que
había conocido al jefe en prisión; dijo que Planetta sería liberado un mes más tarde y
que, mientras tanto, lo había enviado a él para saber cómo marchaban las cosas.
Al rato, los bandoleros ya habían perdido todo interés en el recién llegado y lo
dejaban con un pretexto cualquiera. Sólo Cosimo se quedó hablando con él, pero sin
reconocerlo.
—¿Y qué piensa hacer cuando vuelva?
—¿Cómo qué piensa hacer? ¿Es que acaso no puede volver acá?
—Ah, sí, sí… yo no digo nada. Sólo estaba pensando en él. Las cosas aquí han
cambiado mucho. Y él va a querer mandar todavía, se entiende… pero no sé…
—¿Qué es lo que no sabe?
—No sé si Andrea estará dispuesto… no va a querer. Por mí que vuelva, nosotros
dos siempre nos llevamos bien.
Así supo Gaspare Planetta que el nuevo jefe era Andrea, uno de sus antiguos
compañeros.
En ese momento se abrió la puerta de par en par y entró el propio Andrea, que se
paró en medio del cuarto. Planetta recordaba un tipo alto y flaco. Ahora tenía delante

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una formidable estampa de forajido, con una cara dura y unos espléndidos bigotes.
Tampoco lo reconoció.
—¿Ah sí? —dijo a propósito de Planetta—. ¿Y cómo fue que no consiguió
fugarse? No debe ser demasiado difícil. También a Marco lo metieron adentro, pero
no llegó a estar ni seis días. Tampoco a Stella le resultó difícil evadirse. Y en cambio
él, que era el jefe, precisamente él, no hizo buen papel.
—Es que ya las cosas no son como antes —repuso Planetta con una sonrisa
burlona—. Hay muchos guardias ahora, cambiaron las rejas, jamás nos dejaban solos.
Y además él se enfermó.
Mientras hablaba se iba dando cuenta que lo habían dejado afuera, comprendía
que un «capo brigante» no puede dejarse capturar y mucho menos permanecer
encerrado tres a cuatro años como un desgraciado cualquiera, comprendía que estaba
viejo, que ya no había lugar para él allí, que su tiempo había terminado.
—Me dijo —prosiguió con voz cansada—. Planetta me dijo que había dejado
aquí su caballo, un caballo blanco que se llama Polak, me parece, y que tiene un bulto
detrás de la rodilla.
—Tenía, querrá decir, tenía… —dijo Andrea arrogante, comenzando a sospechar
que era el propio Planetta el que tenía delante—. Si el caballo se murió, no es culpa
nuestra.
—Me dijo —continuó con toda calma Planetta— que también dejó aquí su ropa,
una linterna y un reloj —y sonriendo sutilmente se acercó a la ventana para que todos
pudieran verlo bien.
Y todos, en efecto, lo vieron, reconociendo en aquel viejo flaco lo que quedaba de
su famoso jefe Gaspare Planetta, el mejor tirador conocido, que no sabía errar un solo
tiro.
Sin embargo, ninguno habló. Tampoco Cosimo se atrevió a decir nada. Todos
simularon no haberlo reconocido porque estaba presente Andrea, el nuevo jefe y lo
temían.
Y Andrea hacía como si no pasara nada.
—Nadie ha tocado sus cosas —respondió Andrea— deben estar por ahí, en algún
cajón. De la ropa, no sé nada. Probablemente alguien la usó.
—Me ha dicho —continuó imperturbable Planetta, aunque esta vez ya no sonreía
— me ha dicho que dejó aquí su fusil, su escopeta de precisión.
—Su fusil está aquí —dijo Andrea— y puede venir por él cuando quiera.
—Me decía, siempre me decía: quién sabe qué trato le han dado a mi fusil, quién
sabe en qué chatarra me lo encuentro convertido a mi regreso.
—Yo lo usé algunas veces —admitió Andrea con cierto tono de desafío— pero no
creo que por eso se haya estropeado.
Gaspare Planetta se sentó sobre un banco. Se sentía afiebrado, cosa que solía

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pasarle; no mucho, pero lo suficiente para sentir la cabeza pesada.
—Dime —insistió, volviéndose a Andrea—. ¿Me lo podrías dejar ver?
—Adelante —respondió Andrea, haciéndole señas a uno de los nuevos
integrantes de la banda—. Ve, ve a buscarlo.
Un momento después le entregaron el fusil a Planetta. Lo observó
minuciosamente, con aire preocupado y poco a poco, mientras acariciaba el caño,
pareció serenarse.
—Bien —dijo después de una larga pausa—… y también me dijo que dejó aquí
las municiones. Lo recuerdo bien: seis medidas de pólvora y ochenta y cinco
proyectiles.
—Adelante —ordenó Andrea secamente—. Tráiganle todo. ¿Hay alguna otra
cosa?
—Eso —dijo Planetta acercándose a Andrea con la mayor calma y sacándole de
la cintura un puñal envainado—. Todavía falta ésta. Su cuchilla de caza —y volvió a
sentarse.
Corrió un largo y pesado silencio.
—Bien… buenas noches —dijo por fin Andrea para hacerle comprender a
Planetta que la entrevista había terminado.
Gaspare Planetta levantó los ojos midiendo la poderosa corpulencia del otro.
¿Habría podido desafiarlo, enfermo y cansado como estaba? Se levantó
lentamente, esperó que le dieran el resto de sus cosas, metió todas en la bolsa y se
echó el fusil al hombro.
—Buenas noches, señores —dijo, encaminándose hacia la puerta.
Los hombres quedaron mudos, paralizados de estupor, porque jamás hubieran
imaginado que Gaspare Planetta, el famoso «capo brigante» pudiera terminar así,
permitiendo que lo mortificaran impunemente.
Sólo Cosimo consiguió emitir una voz extrañamente ronca:
—¡Adiós, Planetta! —exclamó, haciendo a un lado toda simulación—. ¡Adiós y
buena suerte!
Planetta se alejó por el bosque, en medio de las sombra de la noche, silbando.
Eso le sucedió a Planetta, que ya no era más «capo brigante» sino solamente
Gaspare Planetta, de Severino, del año cuarenta y ocho, sin residencia fija. Aunque,
en realidad, dónde vivir tenía, una cabaña sobre el Monte Fumo, de troncos y piedra,
en el medio del bosque, donde se refugiara una vez que lo perseguían los guardias.
Planetta llegó a su cabaña, encendió el fuego, contó el dinero que tenía (podía
alcanzarle para algunos meses) y comenzó a vivir solo.
Pero una noche, mientras estaba sentado junto al fuego, se abrió de golpe la
puerta y apareció un joven, con un fusil. Tendría unos diecisiete años.
—¿Qué pasa? —preguntó Planetta sin siquiera levantarse.

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El muchacho tenía un aire desenfadado, se parecía a él, Planetta, una treintena de
años antes.
—¿Está aquí la gente del Monte Fumo? Hace tres días que los busco.
El muchacho se llamaba Pietro. Explicó sin titubeos que quería unirse a la banda.
Había vivido siempre vagabundeando y hacía años que tenía ese proyecto, pero como
para ser bandolero debía contar por lo menos con un fusil, no había tenidos más
remedio que esperar un poco; ahora había robado uno bastante bueno.
—Llegaste a buen lugar; yo soy Planetta.
—¿Planetta el capitán, quiere decir?
—El mismo.
—Pero ¿no estaba en prisión?
—Allí estuve, por así decirlo —explicó irónicamente Planetta—. Estuve tres días:
no tuvieron la suerte de retenerme por más tiempo.
El muchacho lo miró entusiasmado.
—¿Y ahora quieres que me quede contigo?
—¿Quedarte conmigo? —dijo Planetta—. Está bien, por esta noche duerme aquí,
mañana veremos.
Los dos vivieron juntos. Planetta no desengañó al muchacho, lo dejó creer que
seguía siendo el jefe, le explicó que prefería vivir solo y encontrarse con los
compañeros nada más que cuando era necesario.
El muchacho lo creía poderoso y esperaba de él grandes cosas. Pero pasaban los
días y Planetta no hacía nada, a excepción de cazar un poco. El resto del tiempo lo
pasaba siempre junto al fuego.
—Jefe —decía Pietro— ¿cuándo vamos a dar un golpe?
—Uno de estos días —respondía Planetta—. Llamaré a los compañeros y te
sacarás el gusto.
Pero los días siguieron pasando.
—Jefe —insistía el muchacho—. Supe que mañana pasará por el camino del valle
un tal Francisco, que debe tener los bolsillos llenos.
—¿Un tal Francisco? —repetía Planetta sin demostrar interés—. Lo conozco hace
tiempo. Es un hombre astuto, un verdadero zorro: cuando viaja no lleva un solo
escudo encima, de miedo a los ladrones.
—Jefe —decía el muchacho—. Supe que mañana pasan dos carros de buena
mercadería. Todos cosas de comer. ¿Qué dice, jefe?
—¿De veras? —respondía Planetta—. ¿Cosas de comer? —y dejaba languidecer
el asunto, como si no fuera digno de él.
—Jefe —decía el muchacho— mañana es la fiesta de la ciudad y habrá mucho
movimiento de gente, pasarán cantidad de carruajes y muchos regresarán de noche.
¿No tendríamos que intentar algo?

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—Cuando hay gente —contestaba Planetta— más vale no hacer nada. Hay
gendarmes por todos lados los días de fiesta. No hay que fiarse. Precisamente fue en
un día de fiesta que me capturaron.
—Jefe —decía después de unos días Pietro— di la verdad, a ti te pasa algo. No
tienes ganas de hacer nada. Ni siquiera de ir a cazar. No quieres ver a los compañeros.
Debes estar mal, seguramente, ayer también tuviste fiebre. Siempre estás al lado del
fuego. ¿Por qué no hablas claro?
—Puede que no esté bien —decía Planetta sonriendo— pero no es lo que tú
piensas. Si quieres que te los diga, así por lo menos me dejas tranquilo, es una
estupidez fatigarse para embolsarse algunas pocas monedas. Si hago algo, quiero que
valga la pena. Bien: he decidido esperar al Gran Convoy.
Se refería al Gran Convoy que una vez al año, precisamente el 12 de setiembre,
llevaba a la capital un cargamento de oro, todo lo recaudado por concepto de
impuestos en las provincias del sur. Avanzaba entre sonidos de cuernos a lo largo del
camino principal, custodiado por guardia armada. El Gran Convoy Imperial con el
gran carro de hierro, todo lleno de monedas metidas en sacos. No había bandolero
que no soñara con él en las noches tranquilas, pero desde hacía cien años nadie había
logrado asaltarlo impunemente. Trece bandidos habían muerto, veinte estaban en
prisión. Ya nadie pensaba en el Gran Convoy en serio; año tras año la recaudación de
impuestos se hacía más grande y la escolta armada era reforzada. Iban soldados
adelante y atrás, patrullas a caballo a los lados; los cocheros, los jinetes y los
servidores, todos armados. Lo precedía una especie de avanzada con trompeta y
bandera. Después venían veinticuatro guardias a caballo, armados con fusiles,
pistolas y espadones, y enseguida el carro de hierro con la insignia imperial en relieve
tirado por dieciséis caballos. Otros veinticuatro soldados en la retaguardia, otros doce
a los lados. Cien mil ducados de oro, mil onzas de plata, destinados a la casa
imperial.
El Convoy pasaba a galope cerrado. Luca Toro, cien años antes, había tenido el
coraje de asaltarlo y le había ido milagrosamente bien. Era la primera vez: la escolta
se asustó y Luca Toro pudo huir a Oriente y darse la gran vida.
Otros bandoleros lo habían intentado: Giovanni Borro, para nombrar algunos, el
Tedesco, Sergio de Topi, el Conde y el Jefe de los treinta y ocho. Todos, a la mañana
siguiente, aparecieron al borde del camino con la cabeza partida.
—¿El Gran Convoy? —preguntó el muchacho maravillado—. ¿De veras quieres
arriesgarte?
—Sí, quiero arriesgarme. Si lo logro, estoy hecho para siempre.
Eso dijo Gaspare Planetta, pero estaba lejos de pensarlo. Aun contando con una
veintena de hombres habría sido una locura… ¡cuánto más solo!
Lo había dicho por bromear, pero el muchacho se lo había tomado en serio y

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miraba a Planetta con admiración.
—Dime —preguntó—… ¿y cuántos seríamos?
—Quince, por lo menos.
—¿Y para cuándo?
—Hay tiempo —respondió Planetta—. Tengo que hablar con mi gente. Esto no es
cosa de juego.
Pero los días siguieron pasando y los bosques empezaron a ponerse rojos. El
muchacho esperaba con impaciencia. Planetta no lo desengañaba y en las largas
noches que pasaban junto al fuego, discutía el gran proyecto y se divertía también él.
Y en algunos momentos él mismo llegaba a creer que era verdad.
El 11 de septiembre, el día de la víspera, el muchacho estuvo afuera hasta la
noche. Regresó con una cara sombría.
—¿Qué pasa? —preguntó Planetta, sentado como de costumbre junto al fuego.
—Por fin me encontré con tus compañeros.
Se hizo un largo silencio y se oyó el restallar del fuego. También se escuchaba la
voz del viento que soplaba en el bosque.
—Y bien… —preguntó Planetta con tono que quería parecer divertido—. ¿Te lo
dijeron todo?
—Seguro. Me lo contaron todo.
—Bien —añadió Planetta y se hizo otra pausa en el cuarto iluminado tan sólo por
el fuego.
—Me dijeron que me fuera con ellos, que hay mucho trabajo.
—Entiendo —aprobó Planetta—. Sería una tontería no ir.
—Jefe —dijo entonces Pietro con voz casi llorosa— ¿por qué no me dijiste la
verdad? ¿Por qué tantas historias?
—¿Qué historias? —dijo Planetta, que hacía esfuerzos por mantener su habitual
tono alegre—. ¿Qué historias te he contado yo? Te dejé creer, no te quise desengañar,
eso fue todo.
—No es verdad —repitió el muchacho—. Me retuviste aquí con falsas promesas,
sólo por atormentarme. Mañana, bien lo sabes…
—¿Qué pasa mañana? —preguntó Planetta, otra vez tranquilo—. ¿Te refieres al
Gran Convoy?
—Eso mismo. ¡Y yo que te creí! Aunque tenía que haberme dado cuenta, enfermo
como estás… No sé como hubieras podido… —Pietro se calló por algunos segundos
y después, en voz baja, anunció:
—Mañana me voy.
Pero el otro día, Planetta fue el primero en levantarse. Se vistió de prisa sin
despertar al muchacho y tomó el fusil. Recién cuando llegaba al umbral Pietro se
despertó.

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—Jefe —dijo, llamándolo así por la fuerza de la costumbre—. ¿Adónde vas a esta
hora, se puede saber?
—Sí señor, se puede saber —respondió Planetta sonriendo—. Voy a esperar al
Gran Convoy.
Pietro ni siquiera se molestó en responder. Se limitó a darse vuelta en la cama,
como para hacerle ver que ya estaba cansado de aquella estúpida historia.
Pero está vez no era sólo una historia. Para cumplir una promesa que había hecho
en broma, se disponía a asaltar el Gran Convoy. Ya lo habían fastidiado bastante sus
compañeros; por lo menos, que aquel muchacho supiera quién era Gaspare Planetta.
Pero, no… no era el muchacho lo que le importaba. En el fondo, lo hacía por él
mismo, para sentirse el de antes, aunque fuera por última vez.
Probablemente nadie lo vería y hasta quizá, si lo mataban enseguida, nadie lo
supiera jamás, pero es no tenía importancia. Era un asunto personal con el poderoso
Planetta de antes. Una especie de apuesta a favor de una empresa desesperada.
Pietro dejó que Planetta se fuera. Pero después le asaltó una duda. ¿No se
propondría de veras Planetta llevar a cabo el asalto? A pesar de que le parecía una
idea absurda, Pietro se levantó y salió a averiguar. Muchas veces Planetta le había
mostrado el sitio ideal para esperar al Gran Convoy, y hacia allí se dirigió.
El día ya había amanecido pero el cielo estaba cubierto por largas nubes de
tormenta. La luz era clara y grisácea. De tanto en tanto se oía el canto de un pájaro.
En los intervalos, se escuchaba el silencio.
Pietro corrió por el bosque hacia el fondo del valle, donde pasaba el camino
principal. Avanzaba con prudencia entre los matorrales en dirección a un grupo de
castaños, donde seguramente se encontraba Planetta.
Allí estaba, en efecto, escondido detrás de un tronco y se había hecho un pequeño
parapeto de ramas para que no lo pudieran ver. Se había apostado sobre una especie
de colina que dominaba una brusca vuelta del camino: una fuerte subida que obligaba
a los caballos a andar más despacio. Todo lo que pasara por allí se convertía en un
blanco fácil.
El muchacho miró la llanura del sur que se perdía en el infinito, cortada en dos
por el camino. Allá, en el fondo, vio una polvareda que se movía, avanzaba por el
camino: era el polvo que levantaba el Gran Convoy.
Planetta estaba colocando el fusil con la mayor calma, cuando oyó que algo se
agitaba cerca de él. Se volvió y vio a Pietro con su fusil en el árbol vecino.
—Jefe —dijo Pietro jadeando—. Planetta, tienes que salir de aquí. ¿Te has vuelto
loco?
—Chitón —respondió sonriendo Planetta—. Que yo sepa, no estoy loco. Vete de
aquí enseguida.
—Estás loco, te digo. Crees que van a venir tus compañeros, pero no vendrán, me

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lo han dicho, nunca pensaron venir.
—Vendrán, por Dios que vendrán, sólo es cuestión de esperar un poco. Tienen la
manía de llegar siempre tarde.
—Planetta —suplicó el muchacho—. Hazme el gusto, sal de ahí. Era sólo una
broma, nunca he pensado dejarte.
—Lo sé, lo sé —rió bonachonamente Planetta—. Pero ahora basta, vete, te digo.
Este no es lugar para ti.
—Planetta —insistió el muchacho—. ¿No ves que es una locura? ¿Qué puedes
hacer tú solo?
—Por Dios, vete de una vez —gritó con voz ahogada Planetta, que ya no
razonaba—. ¿No te das cuenta de que vas a echarlo todo a perder?
En ese momento se comenzaba a distinguir, en el fondo del camino principal, los
soldados que escoltaban el Gran Convoy, el carro, la bandera.
—¡Por última vez, vete! —repitió, furioso, Planetta. El muchacho, reaccionando
por fin, empezó a arrastrarse entre el pastizal hasta que desapareció.
Planetta escuchó los cascos de los caballos, dio una ojeada a las grandes nubes de
plomo, vio tres o cuatro cuervos en el cielo. El Gran Convoy ahora avanzaba
despacio, iniciando la subida.
Planetta tenía ya el dedo en el gatillo cuando advirtió que el muchacho regresaba,
arrastrándose, y se apostaba otra vez detrás del árbol.
—¿Viste? —susurró Pietro—. ¿Viste cómo no vinieron?
—Canallas —murmuró Planetta sin mover ni siquiera la cabeza y esbozando una
sonrisa—. ¡Canallas! Es demasiado tarde para retroceder. ¡Atención, muchacho, que
ahora comienza lo bueno!
Trescientos. Doscientos metros. El Gran Convoy se acercaba. Ya se distinguía la
gran insignia en relieve sobre los lados del carro, se oían las voces de los soldados
que conversaban entre ellos.
Recién entonces el muchacho tuvo miedo. Comprendió que estaba embarcado en
una empresa disparatada, de la que no se podía escapar.
—¿Viste que no vinieron? Por caridad, no dispares.
Pero Planetta no se conmovió.
—¡Atención! —murmuró alegremente, como si no lo hubiera oído—. ¡Señores, la
función va a comenzar!
Planetta ajustó la mira, su formidable mira que no podía fallar. Pero en aquel
instante sonó un disparo del otro lado del valle.
—¡Cazadores! —comentó el «capo brigante», divertido, mientras resonaba un
terrible eco—. No son más que cazadores. ¡Nada de miedo, eh! Cuánto más
confusión, mejor.
Pero no eran cazadores. Gaspare Planetta oyó un gemido. Volvió la cabeza y vio

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al muchacho que soltaba el fusil y se desplomaba sobre la tierra.
—¡Me hirieron, Planetta! ¡Oh, mama!
No habían sido cazadores los que habían disparado, sino los soldados de la
escolta encargados de adelantarse al Convoy para evitar una emboscada. Eran todos
expertos tiradores, seleccionados en los combates. Tenían fusiles de precisión.
Uno de ellos, mientras escrutaba el bosque, había visto al muchacho moverse
entre los árboles y tenderse después al lado del viejo bandolero.
Planetta lanzó una blasfemia. Se fue levantando con precaución hasta quedar de
rodillas, disponiéndose a socorrer al compañero. Sonó un segundo disparo. El
proyectil atravesó el valle bajo las nubes tormentosas y después empezó a descender
de acuerdo a las leyes de la balística. Había sido dirigido a la cabeza, pero en cambio
entró en el pecho, cerca del corazón.
Planetta cayó de golpe. Se hizo un gran silencio, como jamás había oído. El Gran
Convoy se había detenido. El temporal no terminaba de desatarse. Los cuervos
estaban allá, en el cielo. Todos se mantenían expectantes.
El muchacho volvió la cabeza y sonrió:
—Tenía razón —balbuceó—. Al final vinieron, los compañeros. ¿Los viste, jefe?
Planetta no respondió, pero haciendo un supremo esfuerzo, miró en la dirección
indicada.
Detrás de ellos, en un claro del bosque, habían aparecido una treintena de jinetes
con el fusil en bandolera. Parecían diáfanos como una nube y sin embargo se
distinguían netamente sobre el fondo oscuro de la floresta. Por sus divisas absurdas y
sus caras bravías, se hubiera dicho que eran bandidos.
En efecto, Planetta los reconoció enseguida. Eran sus antiguos compañeros, los
bandoleros muertos que venían por él. Rastros curtidos por el sol y atravesados por
largas cicatrices, horribles mostachos, barbas sacudidas por el viento, ojos duros y
clarísimos, espuelas inverosímiles, grandes botones dorados, caras simpáticas,
polvorientas de tanto combatir.
Ahí estaba el buen Paolo, lento de entendederas el pobre, muerto en el asalto del
Mulino; Pietro del Ferro, que jamás había conseguido aprender a cabalgar; Giorgio
Pertica; Frediano, muerto de frío… todos los buenos y viejos compañeros, que había
visto morir uno a uno.
¿Y ese facineroso de grandes bigotes y un fusil casi tan largo como él, montado
en el caballo blanco y flaco, no era el Conde, el famoso bandolero también caído por
causa del Gran Convoy? Sí, era él, el Conde, con el rostro iluminado de cordialidad y
satisfacción. ¿Y acaso se equivocaba Planetta o el último de la izquierda que se
mantenía erguido y orgulloso, era el propio Marco Grande en persona, ahorcado en la
capital en presencia del Emperador y de cuatro regimientos de soldados? Marco
Grande, cuyo nombre, cincuenta años después todavía se pronunciaba en voz baja…

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Sí, también había venido para honrar a Planetta, el último valiente y desafortunado
capitán.
Los bandidos muertos estaban silenciosos, evidentemente conmovidos, pero
llenos de una común felicidad. Esperaban que Planetta hiciera algo.
Y Planetta (lo mismo que el muchacho) se levantó, ya no de carne y hueso como
antes sino transparente como los otros y, sin embargo, idéntico a sí mismo.
Lanzando una mirada sobre su pobre cuerpo que yacía en el suelo, Planetta se
encogió de hombros, como para convencerse de que ya no importaba nada de eso y se
dirigió al claro, indiferente a los posibles disparos. Avanzó hacia los viejos
compañeros, feliz.
Estaban por comenzar los saludos particulares, cuando en primera fila advirtió un
caballo ensillado a la perfección y sin jinete. Instintivamente se acercó sonriendo.
—Por casualidad —dijo, maravillado por el tono extrañísimo de su nueva voz—
¿no será Polak este caballo?
Era Polak, de verdad, su caballo. Al reconocer a su dueño lanzó una especie de
relincho (es necesario definirlo así, porque la voz de los caballos muertos es mucho
más dulce que la que conocemos). Planetta le dio dos o tres palmadas afectuosas y
desde ya empezó a saborear la delicia de la próxima cabalgata, junto a sus fieles
amigos, hacia el reino de los bandoleros muertos que si bien no conocía, era legítimo
imaginar lleno de sol, acariciado por un aire de primavera, con largos caminos
blancos y sin polvo, que seguramente conducían a milagrosas aventuras. Apoyando la
mano izquierda sobre la silla, como si se dispusiera a montar, Gaspar Planetta habló.
—Gracias, muchachos —dijo, tratando de no dejarse dominar por la emoción—.
Les juro que… —y se interrumpió al recordar a Pietro, que también transformado en
sombra se mantenía apartado, con el embarazo que produce estar entre personas que
recién se conoce—. Perdona —le dijo Planetta—. Este es un bravo compañero —
agregó dirigiéndose a los bandoleros muertos—. Tenía tan sólo diecisiete años.
Hubiera sido todo un hombre.
Los bandidos muertos sonrieron y bajaron levemente la cabeza en señal de
bienvenida.
Planetta calló y miró a su alrededor, indeciso. ¿Qué debía hacer? ¿Irse con sus
compañeros, dejando al muchacho solo? Volvió a dar dos o tres palmadas al caballo,
hizo como que tosía y le dijo a Pietro.
—Bien, ¡adelante! ¡Monta en mi caballo! Es justo que te diviertas. ¡Vamos,
vamos, nada de historias! —agregó con fingida severidad, viendo que el muchacho
no se animaba a aceptar.
—Si realmente quieres… —exclamó Pietro por fin, evidentemente halagado. Y
con una agilidad que jamás hubiera supuesto, dada la poca práctica que tenía en
materia de equitación, el muchacho saltó sobre la silla.

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Los bandoleros agitaron los sombreros, saludando a Gaspare Planetta. Alguno
guiñó un ojo, como diciendo «hasta la vista». Todos espolearon los caballos y
partieron al galope.
Se alejaron como disparados entre los árboles. Era maravilloso ver cómo se
lanzaban en lo más intrincado del bosque y lo atravesaban sin que su marcha se viera
entorpecida en ningún momento. Los caballos tenían un galope suave y hermoso de
ver. El muchacho y algunos de los bandidos todavía agitaban el sombrero.
Planetta, que había quedado solo, dio una ojeada en torno. Su inútil cuerpo seguía
al pie del árbol. Parecía seguir mirando hacia el camino.
El Gran Convoy estaba todavía detenido más allá de la curva y por eso no era
visible. En el camino sólo se veían seis o siete soldados de la escolta que miraban en
dirección a Planetta. Aunque parezca increíble, habían visto toda la escena: las
sombras de los bandidos muertos, los saludos, la cabalgata. Nunca se sabe lo que
puede pasar en ciertos días de septiembre, bajo las nubes de tormenta.
Cuando Planetta, que había quedado solo, se volvió, el capitán del pequeño
destacamento se dio cuenta que era observado. Entonces se irguió y saludó
militarmente, como se saluda entre soldados.
Planetta le devolvió el saludo tocándose el sombrero, con un gesto de familiaridad
pero lleno de hidalguía y sonrió. Después se encogió de hombros, por segunda vez en
el día. Se apoyó en la pierna izquierda, dio la espalda a los soldados, hundió las
manos en los bolsillos y se alejó silbando, sí señor, una marchita militar, en la misma
dirección por la que habían desaparecido sus compañeros.
Iba hacia el mundo de los bandoleros muertos, que si bien no conocía, era lícito
suponer mejor que éste. Los soldados lo vieron hacerse cada vez más pequeño y
diáfano; su aspecto de viejo contrastaba con su paso ágil y rápido, el mismo paso
alegre y despreocupado que tienen los muchachos de veinte años, cuando son felices.

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La mujer con alas
Una noche, el conde Giorgio Venanzi, aristócrata de provincias, de 38 años,
agricultor, acariciando a oscuras la espalda de su mujer Lucina, casi veinte años más
joven que él, se dio cuenta de que a la altura de la paletilla izquierda tenía como una
minúscula costra.
—Cariño, ¿qué tienes aquí? —preguntó Giorgio, tocando el punto.
—No lo sé. No siento nada.
—Y sin embargo hay algo. Como un grano, pero no es un grano. Algo duro.
—Te lo repito. Yo no siento nada.
—Perdona, ¿sabes? Lucina, pero enciende la luz, quiero verlo bien.
Cuando se hizo la luz, la bellísima esposa se incorporó hasta sentarse sobre la
cama dirigiendo la espalda hacia la lámpara. Y el marido inspeccionó el punto
sospechoso.
No se adivinaba muy bien qué era, pero había una irregularidad en la piel, que
Lucina tenía por doquier extraordinariamente suave y lisa.
—¿Sabes que es curioso? —dijo al cabo de un rato el marido.
—¿Por qué?
—Espera que voy a buscar una lupa.
Giorgio Venanzi era meticuloso y ordenado hasta dar náuseas. Se fue al estudio,
encontró puntualmente la herramienta deseada, mejor dicho encontró dos, una normal
de al menos diez centímetros de diámetro, otra pequeña pero bastante más potente, de
las llamadas «cuentahilos». Con las dos lupas, Lucina sometiéndose paciente,
reanudó la inspección.
Callaba. Luego dijo:
—No, no es un granito.
—¿Entonces, qué es?
—Como una pelusilla.
—¿Un lunar? —dijo ella.
—No, no son pelos, es una suavísima pelusilla.
—Bueno, oye, Giorgio, me muero de sueño. Mañana hablaremos. La muerte
seguro que no es.
—La muerte no, desde luego. Pero es extraño.
Apagaron la luz.
Pero por la mañana, nada más despertarse, Giorgio Venanzi volvió a examinar la
espalda de Lucina y descubrió no sólo que la irregularidad cutánea en la paletilla
izquierda, en lugar de atenuarse o de desaparecer, se había dilatado, sino que durante
el sueño se había desarrollado un fenómeno exactamente idéntico y simétrico, en el
extremo superior de la paletilla derecha. Tuvo una sensación desagradable.

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—Lucina —gimió casi— ¿sabes que te ha salido en el otro lado?
—¿Qué me ha salido?
—Aquella pelusilla. Pero debajo de la pelusilla hay algo duro.
Reanudó el examen con el cuentahilos, confirmó la presencia de dos minúsculas
zonas de suave y cándida pluma, casi como un botoncito automático. Se sintió invadir
por el desaliento. Se hallaba frente a un fenómeno de mínimas proporciones, y sin
embargo insólito, completamente extraño a sus experiencias. No sólo eso. La fantasía
evidentemente no era el fuerte de Giorgio Venanzi, licenciado en agricultura pero
siempre mantenido a distancia, sea por indiferencia o por pereza, de los intereses
literarios y artísticos: sin embargo, esta vez, quien sabe por qué, su imaginación se
desató: al marido en resumidas cuentas se le metió en la cabeza que aquellos dos
minúsculos plumeritos, sobre las paletillas de su mujer, eran una especie de
microscópico embrión de alas.
La cosa en sí, más que extraña, era monstruosa; olía, más que a milagro, a
brujería.
—Oye, Lucina —dijo Giorgio dejando las lupas, después de emitir un profundo
suspiro—. Tienes que jurarme decir la verdad, toda la verdad.
La mujer lo miró sorprendida. Casada con Venanzi no por amor sino, como
todavía sucede en provincias, por obediencia a sus padres, también nobles, que veían
en aquel matrimonio una consolidación del prestigio familiar, se había acostumbrado
pasivamente a aquel hombre apuesto, enamorado, vigoroso, educado, aunque de
mentalidad limitada y anticuada, de escasa cultura, escaso gusto, en casa aburrido y a
partir del matrimonio aquejado de unos violentos celos.
—Dime, Lucina. ¿A quién has visto estos últimos días?
—¿Que a quién he visto? A las personas de siempre, a quien voy a ver. No salgo
nunca de casa, bien lo sabes. A la tía Enrica, fui a verla el otro día. Ayer fui a comprar
aquí a la plaza. No recuerdo nada más.
—Pero… quiero decir… No habrás ido por casualidad a alguna feria… Sabes,
donde están los gitanos…
Ella se preguntó si su marido, normalmente tan sólido, había perdido el juicio de
pronto.
—¿Se puede saber en qué estás pensando? ¿Los gitanos? ¿Por qué tendría que
haber visto a los gitanos?
Giorgio asumió un tono grave y conciliador:
—Porque… porque… tengo casi la sospecha de que alguien te ha jugado una
mala pasada.
—¿Una mala pasada?
—Una brujería, ¿no?
—¿Por estas cositas en la espalda?

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—¡Llámalas cositas, tú!
—¿Y cómo quieres que las llame? Ya nos lo dirá el doctor Farasi.
—No, no, no, por favor, nada de médicos. Al médico por ahora no pienso
llamarle.
—Eres tú quien está preocupado, querido. Por mí, imagínate… Pero, por favor,
deja de tocarme ahí, me haces cosquillas.
Rumiando en silencio el inquietante problema, Giorgio que mantenía a Lucina
abrazada a él cara a cara, seguía palpando con las dos manos las dos pequeñas
excrecencias, como hace el enfermo con el enigmático bultito que podría ocultar la
peste.
Finalmente hizo un esfuerzo, se levantó, salió de casa, llegó a sus fincas, a unos
veinte kilómetros, y desde allí telefoneó a Lucina que no volvería a casa hasta la
noche. Quería mantenerse alejado a propósito, para no tener la quemazón de querer
controlar continuamente la amada espalda. Sin embargo no resistió a la tentación de
preguntarle:
—¿Nada nuevo, cariño?
—No, nada nuevo. ¿Por qué?
—Me refería… ya sabes… a la espalda…
—Ah, no lo sé —respondió ella—, no me he vuelto a mirar…
—Está bien, de todas formas, olvídalo. Y no llames al doctor Farasi, sería
completamente inútil.
—No tenía la menor intención.
Durante todo el día estuvo en ascuas. Aunque la razón le repitiese que la idea era
insensata, contraria a todas las reglas de la naturaleza, digna del más supersticioso de
los salvajes, una voz opuesta, procedente quien sabe de dónde, insistía en su interior,
en tono burlón: ni granitos ni costras ¡a tu hermosa mujercita le están saliendo alitas!
La condesa Venanzi como la Victoria del monumento a los caídos, ¡oh, será un
magnífico espectáculo!
No es que Giorgio Venanzi fuese precisamente un modelo de castidad y
costumbres morigeradas. Ni siquiera después de casarse dudaba de insidiar a las
campesinas jóvenes de sus tierras, que además consideraba, como cazador, entre las
piezas más codiciadas. Pero ay de quién mancillara la honorabilidad, el decoro, el
prestigio de su apellido. Por tal razón eran obsesivos los celos que sentía por su
mujer, considerada la señora más fascinante de la ciudad, aunque diminuta y grácil.
En fin, nada le aterrorizaba tanto como el escándalo. Ahora bien, ¿qué pasaría si a
Lucina le crecían verdaderamente dos alas, aunque fuese de forma rudimentaria,
como «antojos» sin precedentes, que la convirtiesen en un fenómeno de feria? Por
eso no había querido llamar al médico. Podía ocurrir que los dos mechones de plumas
se metieran otra vez por el mismo sitio por el que habían salido. Pero también podía

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ocurrir que no. ¿Qué encontrará en casa, cuando vuelva esta noche?
Con enorme ansiedad, nada más llegar, se retiró con Lucina al dormitorio, le
descubrió la espalda, se sintió desvanecer.
Con una velocidad de crecimiento que sólo había observado en algunas raras
especies del reino vegetal, las dos irregularidades habían asumido el aspecto de reales
y verdaderas protuberancias plumosas. No sólo eso: sino que ahora ya no hacía falta
recurrir a una fantasía sobreexcitada para reconocer la forma típica de las alas,
exactamente como las que los ángeles de las iglesias llevan sobre los hombros.
—No te entiendo, Lucina —dijo el marido con voz sepulcral—. Tú también lo
ves, no, mirándote al espejo. Y estás ahí sonriente, como una boba. ¿No te das cuenta
de que es una cosa espantosa?
—¿Espantosa por qué?
Atemorizado ante la perspectiva de un escándalo, Giorgio se decidió a contárselo
a su madre, que vivía en el ala opuesta del edificio.
La vieja señora se asustó cuando vio aparecer a su único hijo en aquel estado de
aprensión; y escuchó sin respirar su anhelante explicación. Finalmente, dijo:
—Has hecho bien en no llamar al doctor Farasi. De todas formas, recordarás,
espero, que siempre fui contraria a ese matrimonio.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que en la sangre de esos Ruppertini, nobles o no nobles, hay algo
raro. Y que yo tuve buen olfato. Pero, veamos, ¿son muy largas esas alas?
—Digamos veinte centímetros, a lo mejor menos. Pero ¿quién te dice que no
sigan creciendo?
—Y debajo de la ropa, ¿se notan?
—De momento, no. ¿Sabes? Lucina las tiene muy pegadas a la espalda, también a
ella le interesa disimularlo. Desde luego si tuviese que ponerse un traje de noche…
Dime, mamá: ¿qué vamos a hacer?
La vieja señora como siempre tenía la respuesta en los labios:
—Hay que decírselo en seguida a Don Francesco.
—¿Por qué a don Francesco?
—¿Y me lo preguntas? Esas alas, digo yo, a tu mujer, ¿quién se las puede haber
puesto? Una de dos, ¿no? No hay que darles más vueltas. O Dios o el diablo. Y ni tú
ni yo podemos decidirlo.
Don Francesco era una especie de capellán de familia, un personaje a la antigua,
no exento de un filosófico humorismo. Cuando supo que la condesa madre deseaba
hablarle, se apresuró a acudir a la casa, escuchó atentamente el relato de Giorgio, y
permaneció largo rato pensativo, con la cabeza inclinada como se hace durante las
oraciones, como si esperase una inspiración del cielo.
—Disculpadme, queridos amigos —dijo finalmente—, todo esto apenas se puede

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creer.
—¿Piensa usted, don Francesco, que son figuraciones mías? Ojalá. Pero ahí fuera
está Lucina. Voy a llamarla, y la constatación será muy sencilla.
—¿Se halla muy turbada, la pobrecilla?
—En absoluto. Esto es lo raro, don Francesco. Lucina está tan alegre como
siempre. Mejor dicho, parece que esto le divierta.
Se llamó a Lucina, que llevaba puesta una especie de bata floreada. Con la
máxima desenvoltura se la quitó, y apareció vestida con un sencillo vestidito de
algodón con dos cremalleras verticales por detrás correspondientes precisamente a las
aberturas por donde salían las alas. Actualmente los apéndices habían asumido
proporciones imponentes: a pesar de estar plegadas, medían de arriba abajo, ochenta
centímetros por lo menos.
Don Francesco, se le veía en la cara, estaba anonadado. Y guardó silencio.
—Lucina —dijo la suegra amablemente—, tal vez sea mejor que vuelvas a tu
habitación.
Cuando la graciosa criatura hubo salido, don Francesco preguntó:
—Aparte de nosotros dos, ¿alguien más en la casa está al corriente?
—No, afortunadamente —respondió la condesa—. Con las precauciones que
tomó mi hijo, ninguna de las personas del servicio ha sospechado nada. Ese vestidito,
esa bata, se los ha hecho ella. Ah, Lucina es una gran chica. Pero no podemos seguir
de este modo. No podemos pretender tenerla segregada, peor que si tuviera el cólera.
Por eso necesitamos su consejo, don Francesco.
El viejo cura carraspeó un poco:
—Reconozco —dijo— que es un caso extraordinariamente delicado. Un juicio
por mi parte, comprendéis, implica una responsabilidad tal vez superior a mis fuerzas.
Pero ante todo, creo, habría que establecer aunque sólo fuese de forma aproximada,
cuál es el origen del fenómeno. Y confío en que Dios nos ilumine.
—¿De qué manera? —preguntó Giorgio.
—Tu madre, querido hijo, ha aludido a ello hace un momento, demostrando como
siempre su excelente buen sentido. En resumidas cuentas, si se me pide mi parecer
como teólogo, os responderé: si estas alas, dejémonos de eufemismos, tienen una
procedencia diabólica, es decir si han sido creadas por el Maligno con objeto de
turbar las conciencias con el falseamiento de un aparente milagro, entonces para mí
no hay duda, sólo pueden ser un simulacro. Pero si en cambio, como no podemos
excluir, estas alas fuesen una señal de Dios, demostración de una excepcional
benevolencia del Señor hacia la condesa Lucina, entonces no hay duda de que
tendrían que ser alas de verdad, capaces de volar…
—¡Eso es una locura, una cosa terrible! —gimió el conde Giorgio, aterrorizado
ante la idea de lo que podría suceder si la segunda hipótesis se demostrase cierta:

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¿Cómo seguir ocultando aquella especie de vergonzosa deformidad si Lucina se
pusiese a revolotear por la plaza? ¿Y cuántos problemas acarrearía? La publicidad, la
curiosidad de la multitud, la investigación por parte de las autoridades eclesiásticas,
su vida, la de Giogio Venanzi, completamente trastornada, destruida.
—En este caso —preguntó el marido—, en este caso, ¿cree usted, don Francesco,
que habría que hablar de milagro? En una palabra, ¿Lucina se habría convertido en un
ángel, en una santa? Y yo, su legítimo marido…
—Démosle tiempo al tiempo, hijo mío, no nos anticipemos a los designios de la
providencia. Que transcurran unos días. Esperemos a que estas benditas alas se hayan
desarrollado completamente, a que hayan dejado de crecer. Luego haremos una
prueba.
—¡Dios mío, una prueba! ¿Dónde? ¿Aquí en el jardín, donde todos podrán verla?
—No, en el jardín mejor que no. Mejor fuera, podríamos ir al campo, en la
oscuridad, sin testigos…
Cruzaron la verja de la casa a las nueve de la noche, Giorgio, su mujer, la madre y
don Francesco, en el lujoso coche inglés.
No hubo que esperar ni siquiera diez días a que las alas de Lucina alcanzasen
dimensiones adultas. Desde la articulación mediana hasta las puntas, que casi
llegaban al suelo, medían, para ser exactos, ciento veintidós centímetros. La colcha
de plumas, ya no blancas sino de un suave color rosado, se habían hecho compacta y
sólida. (Por la noche, en el lecho matrimonial, no era nada fácil; por suerte Lucina
estaba acostumbrada a dormir boca abajo, y el apuro y el enfurruñamiento del marido
le hacían morirse de risa). La envergadura de las alas, medida como se hace con las
águilas, superaba los tres metros. Todo permitía suponer que las dos gigantescas
aletas no tendrían que hacer excesivos esfuerzos para levantar del suelo un cuerpo
diminuto como el de Lucina que no llegaba a los cincuenta kilos.
Dejaron atrás las últimas casas, se adentraron en el campo, en aquella zona ahora
desierta, buscando un descampado lo bastante solitario. Giorgio no acababa de
decidirse. Bastaba con que la ventana iluminada de algún caserío centellease, aunque
fuese a gran distancia, para que reanudara la marcha.
Era una hermosa noche de luna. Finalmente se detuvieron en un pequeño sendero
que se adentraba en una reserva de caza. Descendieron. A pie avanzaron por el
bosque, que Giorgio conocía como la palma de la mano, hasta un claro rodeado por
unos árboles altísimos. Había un inmenso silencio.
—Vamos, vamos —dijo la suegra de Lucina—, quítate el abrigo. Y no perdamos
tiempo. En pijama tendrás frío, supongo.
Pero aunque sólo llevaba el pijama, Lucina no sentía frío, en absoluto. Al
contrario, extrañas ráfagas de calor le recorrían el cuerpo estremeciéndola.
—¿Lo conseguiré? —preguntó entre risas—. Y en seguida, a pasitos ligeros,

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remedando burlonamente a las bailarinas clásicas, se dirigió al centro del claro y
empezó a agitar las alas.
Flot, flot, se oyó el suave aleteo en el aire. De pronto, sin que la trémula luz de la
luna pudieran percibir el momento preciso del despegue, los tres la vieron ante ellos,
a una altura de siete u ocho metros. Y no le costaba ningún esfuerzo sostenerse:
apenas una suave ondulación de las alas, y acompañaba el ritmo dando unas
palmadas.
El marido se cubrió los ojos, horrorizado. Arriba, ella reía: nunca había sido tan
feliz, ni tan hermosa.
—Razonemos con calma, hijo mío —decía don Francesco al conde Giorgio—. A
tu jovencísima mujer, criatura (convendrás conmigo, admirable desde todos los
puntos de vista), le han crecido alas. Hemos comprobado, tú, tu madre y yo, que con
estas alas Lucina es capaz de volar; no se trata pues de una intervención demoníaca.
Sobre este punto, te lo aseguro, todos los padres de la Iglesia (y he estado
releyéndolos a propósito), están de acuerdo. Se trata por tanto de una investidura
divina, ya que no queremos hablar de milagro. Eso sin mencionar que, desde el punto
de vista estrictamente teológico, Lucina ahora debería ser considerada un ángel.
—Los ángeles, si no me equivoco, nunca han tenido sexo.
—Tienes razón, hijo mío. Sin embargo estoy convencido de que a tu mujer no le
habrían salido alas si el Omnipotente no la hubiese designado para cumplir una
importante misión.
—¿Qué misión?
—Inescrutables son las decisiones del Eterno. De todas formas, no creo que
tengas derecho a mantener marginada a esa pobrecilla, peor que si se tratase de una
leprosa.
—¿Entonces qué, don Francesco? ¿Tengo que dejar que sea pasto del mundo?
¿Usted se imagina el jaleo que se organizaría? Titulares así de grandes en los
periódicos, asedio de curiosos, entrevistas, peregrinajes, molestias de todo tipo. ¡Dios
no lo quiera! Un contrato cinematográfico, garantizado, no se lo quitaría nadie. ¡Y
esto en casa de los Venanzi! El escándalo. ¡Eso nunca, nunca!
—¿Y quién te dice a ti que esta publicidad no forma también parte de los
propósitos divinos?, ¿que precisamente el conocimiento del prodigio no pueda tener
incalculables efectos en las conciencias? Como una especie de nuevo pequeño
mesías, de sexo femenino. Piensa, por ejemplo, en que la condesa Lucina se pusiese a
sobrevolar la línea de fuego en Vietman. ¿Te das cuenta, hijo mío?
—Se lo ruego, don Francesco, ¡basta! Creo que voy a volverme loco. ¿Pero qué
habré hecho yo para merecerme esta desgracia?
—No la llames desgracia: quién sabe, podría ser pecado. Se te ha asignado, como
marido, una dura prueba. De acuerdo. Pero al fin y al cabo tienes que resignarte.

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Dime: ¿hay alguien, además de tu madre y yo, al corriente del asunto?
—Sólo faltaría eso.
—¿Y las personas del servicio?
—Nada. Lucina ahora vive en una casita aparte, donde el único que entra soy yo.
—¿Y la limpieza? ¿Las comidas?
—Lo hace ella misma. Mire, incluso hablando metafóricamente, es un verdadero
ángel. No se queja, no protesta, ha sido la primera en darse cuenta de la delicada
situación.
—¿Y a la familia, a los amigos, qué les habéis dicho?
—Que se ha ido a pasar una temporada a casa de sus padres en Val d’Aosta.
—Pero, me refiero, no pensarás tenerla enclaustrada toda la vida.
—¡Y yo qué sé! —y meneaba la cabeza, desesperado—. Encuéntreme usted una
solución.
—Ya te lo he dicho, hijo mío. Liberarla, presentarla al mundo tal como está.
Apuesto a que ahora también ella lo desea.
—Eso nunca, reverendo. Ya se lo he dicho. Lo he pensado detenidamente. Es mi
tormento, mi pesadilla. No sería capaz, se lo juro, de soportar semejante vergüenza.
Pero el conde Giorgio no sabía lo que decía. Llegó octubre. De los pantanos que
rodeaban la ciudad empezaban a levantarse, desde el mediodía, las famosas nieblas
que a lo largo de toda la estación fría cubren la región como una mortaja
impenetrable. Los días en que el marido recorría sus tierras, y sólo volvía ya entrada
la noche, la pobre Lucina comprendió que se le presentaba una ocasión formidable.
De temperamento dócil, incluso algo apática, se había adaptado a la férrea disciplina
que Giorgio le había impuesto. En su fuero interno, sin embargo, la exasperación
crecía conforme pasaban los días. Con menos de veinte años permanecer encerrada
en casa sin poder ver a una amiga, sin mantener relaciones con nadie, sin ni siquiera
asomarse a las ventanas. Más aún: era un suplicio no poder desplegar aquellas
estupendas alas vibrantes de juventud y de salud. Más de una vez le había rogado a
Giorgio que la llevase durante la noche, como la primera vez, al campo abierto, a
escondida de todos, y la dejase volar unos minutos. Pero el hombre era inconmovible.
Para realizar aquel experimento nocturno, al que habían asistido también la madre y
don Francesco, se habían expuesto a un grave peligro. Por suerte ningún extraño se
había percatado de nada. Pero intentarlo de nuevo habría sido una locura: ¡y además
por un capricho!
Bien. Una tarde cenicienta, hacia mediados de octubre, la niebla había descendido
sobre la ciudad, paralizando el tráfico. Lucina, con un doble pijama de lana, evitando
las habitaciones de la servidumbre, se deslizó hasta el jardín, arrebujada. Miró en
derredor. Le parecía hallarse en un mundo de ensueño; nadie, absolutamente nadie
podía verla. Dejó caer el abrigo que escondió a los pies de un árbol. Salió a campo

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abierto, agitó sus queridas alas, y echó a volar sobre los tejados.
Estas fugas clandestinas, que pudieron renovarse cada vez con más frecuencia
gracias a la inclemencia del tiempo, supusieron para ella un maravilloso consuelo.
Tenía la precaución de alejarse en seguida del centro, volando en dirección contraria
a las tierras del marido. Allí se sucedían los bosques solitarios casi
ininterrumpidamente y embargada por una ebriedad indecible rozaba las copas de los
árboles, se zambullía en la neblina hasta vislumbrar las sombras de alguna casucha,
daba vueltas sobre sí misma, feliz cuando alguna rara ave, al verla, huía asustada.
En su inocencia, un poco frívola, la joven condesa no se preguntaba por qué
precisamente a ella, la única persona en el mundo, le habían crecido alas.
Sencillamente, había sido así. La sospecha de divinas misiones ni siquiera había
pasado por su imaginación. Sólo sabía que se encontraba bien, segura de sí misma,
dotada de un poder sobrehumano que la llevaba, durante los vuelos, a un beatífico
delirio.
Como suele ocurrir, el hábito a la impunidad acabó por hacerle descuidar la
prudencia. Una tarde, después de haber salido a la densa y humeante capa de niebla
que cubría herméticamente los campos, y haber disfrutado largamente del dulce sol
otoñal, sintió la curiosidad de explorar la zona inferior. Se lanzó en picado por la
gélida penumbra de la bruma y no detuvo su descenso hasta escasos metros del suelo.
Exactamente debajo de ella un muchacho que llevaba una escopeta estaba
dirigiéndose a lo que probablemente era el refugio de los cazadores de uno de los
muchos cotos. El cazador, al oír el batir de la enormes alas, se dio media vuelta como
un resorte e instintivamente levantó la escopeta de doble cañón.
Lucina intuyó el peligro. En lugar de huir, para lo que no tenía tiempo, a costa de
desvelar el secreto, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Espera, no dispares!
Y, antes de que el hombre pudiera recuperarse de su sorpresa, se posó delante de
él, muy cerca.
El cazador era un tal Massimo Lauretta, uno de los más brillantes «lions» de la
pequeña sociedad provinciana; recién licenciado, de óptima y rica familia, buen
esquiador y piloto de coches de carreras; óptimo amigo del matrimonio Venanzi. A
pesar de su habitual desenvoltura, fue tal su extravío que, dejando caer la escopeta, se
arrodilló con las manos juntas, recitando en voz alta:
—Ave María, gratia plena…
Lucina soltó una carcajada:
—¿Pero qué haces, tonto? ¿No ves que soy Lucina Venanzi?
El otro se puso en pie tambaleándose:
—¿Tú? ¿Qué pasa? ¿Cómo puedes…?
—Da lo mismo, Massimo… Pero aquí hace un frío de los mil demonios…

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—Vayamos dentro —dijo el joven indicando el refugio—. La chimenea debe de
estar encendida.
—¿Hay alguien más?
—Nadie, excepto el guardabosques.
—No, no, es imposible.
Permanecieron algún tiempo mirándose embobados. Al final Lucina:
—Te he dicho que tengo frío. Abrázame, por lo menos.
Y el joven, aunque todavía tembloroso, no se lo hizo repetir dos veces.
Cuando volvió aquella noche, Giorgio Venanzi encontró a su mujer sentada en la
sala y cosiendo. Sin el menor vestigio de alas.
—¡Lucina! —gritó— ¡cariño! ¿Cómo ha sido?
—¿El qué? —dijo ella sin inmutarse.
—Pues las alas, ¿no? ¿Qué ha pasado con las alas?
—¿Las alas? ¿Te has vuelto loco?
Violentamente turbado, él se quedó sin habla:
—Pues… no sé… debo de haber tenido un mal sueño.
Nadie, del milagro, o de la brujería, supo nunca nada, excepto Giorgio, su madre,
don Francesco y el joven Massimo que, como era un caballero, no dijo palabra a
nadie. Pero incluso entre los que sí sabían, el tema se consideró tabú.
Sólo, don Francesco, unos meses después, encontrándose solo con Lucina, le dijo
sonriendo:
—Dios te quiere mucho, Lucina. No me negarás que como ángel has tenido una
suerte extraordinaria.
—¿Suerte? ¿Qué suerte?
—La de encontrar al Diablo en el momento justo.

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El perro que vió a Dios

Por pura malignidad, el viejo Spirito, rico panadero del pueblo de Tis, dejó su
patrimonio en herencia a su sobrino Defendente Sapori, bajo una condición: durante
cinco años, todas las mañanas debía distribuir a los pobres, en un lugar público,
cincuenta kilos de pan fresco. Al pensar que su robusto sobrino, uno de los más ateos
y blasfemos habitantes de ese pueblo de excomulgados, se dedicaría a la vista de la
gente a una obra considerada de bien; ante esa idea, aún antes de morir, el tío habrá
lanzado abundantes carcajadas clandestinas.
Defendente, único heredero, había trabajado en el horno desde pequeño, y nunca
dudó que la fortuna de Spirito no le correspondiera casi por derecho propio. La
condición lo exasperaba. Pero ¿qué hacer? ¿Renunciar a toda esa bendición de Dios,
inclusive la panadería? Se resignó, maldiciendo. Como lugar público eligió el menos
expuesto: la entrada del patiecito detrás de la panadería. Y allí se lo vio todas las
mañanas, bien temprano, pesando el pan establecido (como lo prescribía el
testamento), metiéndolo en una gran cesta y luego distribuyéndolo a una turba voraz
de pobres; acompañaba la buena acción con palabrotas y bromas irreverentes sobre el
tío difunto. ¡Cincuenta kilos por día! Le parecía estúpido e inmoral.
El ejecutor testamentario, el notario Stiffolo, se aparecía gustoso a esa hora
matutina para gozar del espectáculo. Su presencia era por otra parte superflua. Nadie
habría podido comprobar mejor que los mismos pordioseros la fidelidad al pacto
establecido. No obstante, Defendente terminó por inventar un remedio parcial. La
gran cesta, donde se amontonaba el medio quintal de panes, era de costumbre
colocada contra la pared. Sapori, a escondidas, le recortó una especie de puertita, que
una vez cerrada no se veía. Iniciada personalmente la distribución, después de un
momento se iba, dejando que su mujer y un chico continuaran la tarea; el horno y el
negocio, según decía, requerían su presencia. En realidad corría al sótano, se subía a
una silla, y abría silenciosamente la reja de una ventanita al nivel del patio, contra la
cual había colocado la cesta; luego abría la puertita de mimbre, y sustraía del fondo
de la canasta todos los panes que podía. De ese modo el volumen total disminuía
rápidamente. Pero los pobres no podían advertirlo. Con la velocidad del reparto, era

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lógico que la cesta se vaciara en seguida.
Los primeros días, los amigos de Defendente se levantaban adrede más temprano
para ir a admirarlo en sus muevas funciones. Reunidos en un grupito junto a la puerta
del patio, lo observaban, burlones.
—¡Que Dios te lo pague! —comentaban.
—Te estás preparando un lugarcito en el Cielo, ¿no? ¡Qué gran filántropo
tenemos en el pueblo!
—¡Por el alma de esa carroña! —respondía Defendente, lanzando los panes hacia
la multitud de mendigos que los aferraban al vuelo.
Y sonreía pensando en el hermosísimo truco con que burlaba a esos infelices y al
mismo tiempo al espíritu del tío difunto.

Ese mismo verano, el viejo ermitaño Silvestro, sabiendo que Dios no era muy
bien visto en la región, vino a establecerse en las cercanías. A unos diez kilómetros de
Tis, sobre una colina solitaria, quedaban los restos de una capilla antigua: unas
cuantas piedras, más que otra cosa. Allí se alojó Silvestro; sacaba el agua de una
fuente vecina, dormía en un rincón protegido por un resto de bóveda, comía hierbas y
raíces; y a menudo se trepaba a la cima de una peña grande, para arrodillarse en la
contemplación de Dios.
Desde allí divisaba las casas de Tis y los techos de algunas chozas más cercanas;
entre ellas los campos de la Fossa, de Andron y de Limena. Pero en vano esperó que
apareciera alguien.
Sus cálidas plegarias por el alma de esos pecadores subían al cielo sin dar fruto.
Silvestro continuaba, sin embargo, adorando al Creador, practicando el ayuno y
charlando, cuando estaba triste, con los pájaros. Nadie acudía. Una noche, en verdad,
divisó dos muchachitos que lo espiaban de lejos. Los llamó amablemente. Los niños
huyeron.

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3

Pero de noche, en dirección a la capilla abandonada, los campesinos de la región


empezaron a distinguir luces extrañas. Parecía el incendio de un bosque, pero el
resplandor era blanco y palpitaba dulcemente. Frimigelica, el de la herrería, se acercó
una noche para ver, por curiosidad. Pero a mitad de camino se le descompuso la
motocicleta. Quién sabe por qué, no se arriesgó a seguir a pie. Al volver, dijo que el
halo de luz nacía de la colina del ermitaño; y no era luz de fuego ni de lámpara. Sin
dificultad, los campesinos dedujeron que era la luz de Dios.
Hasta desde Tis se distinguía algunas noches la reverberación. Pero la llegada del
ermitaño, sus extravagancias y luego sus luces nocturnas se hundieron en la habitual
indiferencia de los paisanos hacia todo lo que se relacionara, aun de lejos, con la
religión. Si se tocaba el tema, hablaban de estas cosas como de hechos bien sabidos
desde mucho tiempo atrás; no se insistía en encontrarles una explicación, y la frase:
«el ermitaño está haciendo luces» llegó a ser de uso corriente, como cuando uno dice:
esta noche llueve o hay mucho viento.
Que tanta indiferencia fuese plenamente sincera lo confirmó la soledad en que
quedó sumido Silvestro. La idea de ir a visitarlo en peregrinación habría parecido el
colmo del ridículo.

Una mañana Defendente Sapori distribuía los panes a los pobres, cuando entró un
perro en el patio. Era un animal aparentemente vagabundo, bastante grande, de pelo
hirsuto y cara mansa. Se deslizó entre los mendigos que esperaban, llegó a la cesta,
tomó un pan y se fue lo más tranquilamente. No como un ladrón, sino como alguien
que ha venido a buscar lo que le corresponde.
—¡Eh, Fido, ven aquí, perro asqueroso! —le grita Defendente, probando un
nombre cualquiera.
Y se lanza a perseguirlo.
—¡Ya tenemos bastantes muertos de hambre, lo único que falta ahora es que
vengan los perros!
Pero el can ya estaba fuera de alcance.

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Al día siguiente la misma escena; el mismo perro, la misma maniobra. Esta vez el
panadero sigue al animal hasta la calle, le arroja piedras, sin alcanzarlo.
Lo bueno es que el hurto se repite puntualmente todas las mañanas. Es
maravillosa la astucia del perro, que escoge el momento exacto; tan exacto que ni
siquiera necesita darse prisa. Ni los proyectiles que le lanzan dan jamás en el blanco.
De la turba de indigentes se eleva un desvergonzado coro de carcajadas, y el
panadero está enfurecido.
Fuera de sí, el día siguiente Defendente se aposta en la entrada del patio,
escondido detrás de una columna, con un palo en la mano. Inútil. Tal vez
mezclándose con la multitud de los pobres que gozan con la burla y por lo tanto no
ven motivo para delatarlo, el perro entra y sale impunemente.
—¡Eh, también hoy te embromó! —le advierte algún mendigo estacionado en la
calle.
—¿Dónde, dónde está? —pregunta Defendente, saltando fuera de su escondite.
—¡Mira, mira cómo se escapa! —señala riendo el miserable encantado con la ira
del panadero.
En realidad el perro no se escapa, de ningún modo: sosteniendo el pan entre los
dientes, se aleja con el paso cadencioso y sereno de los que tienen la conciencia
tranquila.
¿Cerrar los ojos? No, Defendente no soporta estas bromas. Ya que no consigue
encerrarlo en el patio, en la próxima ocasión favorable lo perseguirá por la calle.
Podría también ocurrir que el perro no sea totalmente vagabundo, quizá tenga un
refugio de carácter estable, quizás tenga un dueño a quien se pueda pedir una
compensación. Así no se puede seguir, evidentemente. Por fijarse en esa bestia, desde
hace algunos días Sapori ha tardado en bajar al sótano, y ha recuperado muchos
menos panes que de costumbre; dinero perdido.
Tampoco dio resultado la tentativa de matar al animal con un pan envenenado,
colocado en el suelo en la entrada del patio. El perro lo olió un instante, y en seguida
siguió su camino hacia la canasta; por lo menos así lo contaron los testigos.

Para hacer bien las cosas, Defendente se colocó al acecho del otro lado de la calle,

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bajo un pórtico, con la bicicleta y la escopeta; la bicicleta para seguir al animal, la
escopeta para matarlo si comprobaba que no había ningún dueño a quien se pudiera
pedir una indemnización. Sólo le dolía pensar que esa mañana la cesta se vaciaría
para beneficio exclusivo de los pobres.
¿De qué lado y de qué manera apareció el perro? Todo un misterio. El panadero,
que no obstante tenía los ojos bien abiertos, no llegó a verlo. Lo advirtió más tarde,
cuando salía, plácido, con el pan entre los dientes. Desde el patio llegaban los ecos de
grandes carcajadas. Defendente esperó que el animal se alejara un poco, para no
alarmarlo. Luego montó la bicicleta y lo siguió.
Como primera hipótesis, el panadero esperaba que el perro se detuviera poco
después de devorar el pan. El perro no se detuvo. También había imaginado que,
después de un breve trecho, se metería por la puerta de una casa. En cambio, nada.
Con su pan entre los dientes, el animal trotaba siguiendo los muros, con paso regular,
y no se detenía nunca para olfatear, o regar árboles, o curiosear como es costumbre de
los perros. ¿Adonde iría entonces? Sapori miraba el cielo gris. No habría sido nada
raro que empezara a llover.
Pasaron la placita de Santa Inés, pasaron las escuelas primarias, la estación, el
lavatorio público. Ya llegaban a las afueras del pueblo. Finalmente dejaron atrás el
campo de deportes y penetraron en el campo. Desde su salida del patio, el perro no
había vuelto una sola vez la cabeza. Tal vez ignoraba que lo seguían.
Había que abandonar la esperanza de que el perro tuviera un dueño capaz de
responder por él. Era realmente un perro vagabundo, uno de esos animalotes que son
la plaga de las eras de los campesinos, que roban los pollos, muerden los terneros,
asustan a las viejas y por fin terminan difundiendo inmundas enfermedades en la
ciudad.
Quizá lo mejor fuera dispararle un tiro. Pero para eso había que detenerse y
bajarse de la bicicleta, sacarse la escopeta de la espalda. Bastaban estos preparativos
para que el perro, aun sin acelerar el paso, se colocase fuera de tiro. Sapori continúo
la persecución.

Siguiendo, siguiendo, ya empiezan los bosques. El perro toma por un camino

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lateral, y después otro más angosto todavía, aunque más uniforme y cómodo.
¿Cuánto camino han recorrido ya? ¿Quizás ocho, quizá nueve kilómetros? ¿Y por
qué no se detiene ese perro a comer? ¿Qué espera? ¿O tal vez le lleva el pan a
alguien? De pronto, mientras el terreno se vuelve cada vez más empinado, el perro
toma por un sendero y la bicicleta ya no puede seguirlo. Por suerte, dada la fuerte
pendiente, también el animal disminuye un poco el paso. Defendente se apea y lo
sigue. Pero el perro poco a poco se aleja de él.
Ya exasperado está a punto de probar con la escopeta, cuando en la cima de un
árido declive ve una gran peña; sobre la peña hay un hombre arrodillado. Y entonces
se acuerda del ermitaño, de las luces nocturnas, de todas esas ridículas historias. El
perro asciende trotando plácidamente por el prado estéril.
Defendente, con la escopeta ya en la mano, se detiene a unos cincuenta metros de
distancia. Ve que el ermitaño interrumpe la plegaria, y desciende con notable agilidad
hacia el perro que menea la cola y deposita el pan a sus pies. El ermitaño recoge el
pan del suelo, arranca un trocito y lo guarda en una alforja que lleva al costado.
Restituye el resto al perro, con una sonrisa.
El anacoreta es bajo y menudo, vestido con una especie de sayo; su cara es
simpática, y no carece de cierta astucia infantil. Entonces el panadero se adelanta,
decidido a hacer valer sus razones.
—Bienvenido, hermano —le dice Silvestro, al ver que se acerca—. ¿Qué haces
por aquí? ¿Andas de caza?
—Para decir verdad —responde con dureza Sapori—, quiero cazar a… a cierto
animal dañino que todos los días…
—¿Ah, eres tú? —lo interrumpe el viejo—. ¿Eres tú el que me procura todos los
días este excelente pan? Es un pan de ricos… un lujo que no creía merecer…
—¿Excelente? ¡Claro que es excelente! Recién sacado del horno… conozco bien
mi oficio, mi querido señor… pero ¡no es para que me lo roben, mi pan!
Silvestro baja la cabeza, mirando la hierba.
—Comprendo —dice con cierta tristeza—. Tienes razón, comprendo que te
quejes, pero yo no sabía… Quiero decir que Galeone no irá más al pueblo… lo
guardaré siempre aquí a mi lado… tampoco los perros tienen por qué sentir
remordimientos… No irá más, te lo prometo.
—Oh, bueno —dice el panadero un poco más calmado—, si es así, puede venir
también el perro. Hay una maldita historia por un testamento, y estoy obligado a
regalar todos los días cincuenta kilos de pan… tengo que dárselo a los pobres, a esos
desgraciados que no se lo merecen… De modo que si uno de los panes viene a parar
aquí… un pobre más un pobre menos…
—Dios te lo tendrá en cuenta, hermano… Testamento o no, cumples una obra de
misericordia.

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—Pero me gustaría mucho más no cumplirla.
—Yo sé por qué hablas así. Hay en ustedes, hombres, una especie de vergüenza.
Les gusta mostrase malos, peores de lo que son en realidad; así está el mundo.
Pero las palabrotas que Defendente ha preparado no le acuden a la boca. Sea por
turbación, sea por confusión, no consigue enojarse. La idea de ser el primero y el
único en toda la región que se acercó al ermitaño lo halaga. Sí, piensa, un ermitaño es
lo que es; no se puede esperar nada bueno de él. No obstante ¿quién puede prevenir el
porvenir? Si estableciera una amistad secreta con Silvestro, quién sabe si algún día no
le reportaría ventajas. Por ejemplo, suponiendo que el viejo haga un milagro,
entonces el populacho lo pone por las nubes, de la gran ciudad llegan monseñores y
prelados, se organizan ceremonias, procesiones y consagraciones. Y él, Defendente
Sapori, predilecto del nuevo santo, envidiado por todos el pueblo, nombrado, por
ejemplo, síndico. ¿Por qué no, después de todo?
—¡Qué hermosa escopeta tienes! —dice entonces Silvestro, y no sin elegancia se
la saca de la mano.
En ese momento, y Defendente no comprende por qué, suena un tiro que atruena
el valle. Pero la escopeta sigue en manos del ermitaño.
—¿No tienes miedo —dice éste— de andar por ahí con la escopeta cargada?
El panadero lo mira con recelo:
—¡Ya no soy una criatura!
—¿Y es cierto —prosigue inmediatamente Silvestro, restituyéndole la escopeta
—, es cierto que no es tan imposible encontrar lugar en la iglesia parroquial de Tis,
los domingos? Hasta he oído decir que no está muy llena.
—¡Pero si está vacía como la palma de la mano! —dice con franca satisfacción el
panadero.
Luego se corrige:
—¡Eh, somos pocos los que nos mantenemos firmes!
—Y a misa, ¿cuántos van de costumbre a misa? ¿Tú y cuántos más?
—Más o menos unos treinta, los domingos buenos, y tal vez unos cincuenta para
la Navidad.
—Y dime, ¿se blasfema mucho en Tis?
—¡Por Cristo, si se blasfema! Realmente no se hacen rogar en ese sentido.
El ermitaño lo mira y menea la cabeza:
—Parecería que creen muy poco en Dios.
—¿Muy poco? —insiste Defendente, sonriendo interiormente—. Son una banda
de herejes…
—¿Y tus hijos? Supongo que mandarás a tus hijos a la iglesia…
—¡Por Cristo que los mando! ¡Bautismo, confirmación, primera y segunda
comunión!

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—¿Realmente? ¿También la segunda?
—También la segunda, por supuesto. El más chico ya la… —pero se interrumpe
con la vaga duda de que está exagerando demasiado.
—Por lo tanto, eres un padre excelente, ¿no? —comenta con gravedad el
ermitaño (pero ¿por qué sonríe así?)—. Vuelve a visitarme, hermano. Y ahora, ve con
Dios.
Y hace un pequeño ademán, como para bendecirlo.
Defendente se ve tomado por sorpresa, no sabe qué responder. Antes de poder
darse cuenta, ha bajado un poco la cabeza y ha hecho la señal de la Cruz. Por suerte
no hay ningún testigo, exceptuando el perro.

La alianza con el ermitaño era una gran cosa, pero sólo cuando el panadero se
dejaba arrastrar por sus sueños que culminaban en el cargo de síndico. En realidad
había que tener los ojos bien abiertos. Ya la distribución de pan a los pobres lo había
desacreditado ante sus conciudadanos, aunque no por culpa suya. ¡Si ahora llegaran a
saber que se había persignado! Nadie, gracias a cielo, parecía haberse dado cuenta de
su paseo, ni siquiera los muchachos del horno. Pero ¿podía estar seguro? ¿Y cómo
organizar la cuestión del perro? Por decencia no se podía seguir negándole el pan
cotidiano. Pero no ante las miradas de los mendigos, que habrían hecho una fábula
del asunto.
Con este fin, al día siguiente, antes de salir el sol, Defendente se apostó junto a su
casa, sobre el camino que iba a las colinas. Y en cuanto apareció Galeone, lo llamó
con un silbido. Reconociéndolo, el perro se acercó. Entonces el panadero, con el pan
en la mano, lo condujo hasta un galponcito de madera, contiguo al horno, que servía
de depósito para la leña. Allí, debajo de un banco, colocó el pan, para indicarle que
en adelante el animal debía retirar de ahí su comida.
En efecto, al día siguiente Galeone vino a retirar el pan bajo el banco convenido.
Y no lo vio Defendente, ni lo vieron los pobres.
Antes de alba el panadero iba todos los días a depositar el pan en el galponcito de
madera. Por otra parte, ahora que el otoño avanzaba y los días se acortaban, el perro
del ermitaño se confundía fácilmente con las sombras del crepúsculo matutino.

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Defendente Sapori vivía así bastante tranquilo y podía dedicarse a recuperar el pan
destinado a los pobres, a través de la puertita secreta de la cesta.

Pasaron las semanas y los meses hasta que llegó el invierno con las flores de hielo
en las ventanas, las chimeneas que humeaban todo el día, la gente toda arropada,
algún pajarito muerto al amanecer junto a los arbustos y una capa liviana de nieve
sobre las colinas.
Una noche de hielo y estrellas, hacia el norte, en dirección de la antigua capilla
abandonada, se divisaron grandes luces blancas, como no se habían visto nunca. En
Tis hubo cierta alarma, personas que saltaban de la cama, persianas que se abrían,
llamados de una casa a otra y rumor en las calles. Pero luego, cuando comprendieron
que era una de las habituales luminarias de Silvestro, simplemente la luz de Dios que
venía a saludar al ermitaño, hombres y mujeres cerraron las ventanas y volvieron a
meterse bajo las cálidas frazadas, rezongando por la falsa alarma. Al día siguiente,
traída no se sabe por quién, se difundió perezosamente la voz de que durante la noche
el viejo Silvestro se había muerto de frío.

Como el sepelio era obligatorio por la ley, el sepulturero, un albañil y dos peones
fueron a enterrar al ermitaño, acompañados por el padre Tabiá, el cura, que siempre
había preferido ignorar la presencia del anacoreta dentro de los confines de su
parroquia. Sobre una carreta tirada por un asno cargaron el cajón de muerto.
Los cinco encontraron a Silvestro tendido en la nieve, con los brazos en cruz, los
párpados cerrados, verdaderamente como un santo; y a su lado, sentado, el perro

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Galeone que lloraba.
Metieron el cuerpo en el cajón, y recitadas las plegarias lo sepultaron allí mismo,
bajo el resto de bóveda de la capilla. Sobre el túmulo, una cruz de madera. Luego don
Tabiá y los demás regresaron, dejando al perro hecho un ovillo sobre la tumba. En el
pueblo nadie les preguntó nada.
El perro no reapareció. A la mañana siguiente, cuando fue a dejar el pan
acostumbrado bajo el banco, Defendente encontró el pan del día anterior. Al otro día
el pan seguía allí, un poco más duro, uy las hormigas habían empezado a cavar en él
cuevas y galerías. Los días pasaron en vano, y hasta Sapori terminó por no pensar
más en el asunto.

10

Pero dos semanas después, mientras Sapori juega a las cartas en el café del Cisne
con el constructor Lucioni y con el cavalier Bernardis, un jovencito, que estaba
mirando hacia la calle, exclamó:
—¡Vean ese perro!
Defendente se levanta de un salto y mira rápidamente. Un perro feo y consumido
se acerca por la calle, oscilando hacia uno y otro lado como si tuviera la cabeza floja.
Se muere de hambre. El perro del ermitaño —tal como lo recuerda Sapori— era en
verdad más grande y vigoroso. Pero quién sabe como puede reducirse un animal
después de dos semanas de ayuno. El panadero tiene la impresión de reconocerlo.
Después de tanto llorar sobre la tumba, es posible que lo haya vencido el hambre, y
haya abandonado a su patrón para bajar al pueblo, en busca de alimento.
—A ése no le queda más que el cuero —dice Defendente, riendo, para demostrar
su indiferencia.
—No quisiera que fuera justamente él —dice Lucioni, con una sonrisa ambigua,
cerrando el abanico de sus cartas.
—¿Él, quién?
—No quisiera —dice Lucioni— que fuera el perro del ermitaño.
El cavalier Bernardis, lento de comprensión, se anima insólitamente:
—Pero yo ya he visto a ese animal —dice—. Ya lo he visto por aquí mismo. ¿No
sería tuyo, Defendente, por casualidad?

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—¿Mío? ¿Y como podría ser mío?
—No quiero hablar sin saber —confirma Bernardis—, pero me parece haberlo
visto en las cercanías de tu panadería.
Sapori se siente incómodo.
—¡Bah! —dice—, hay tantos perros por ahí, no sería nada raro, yo en verdad no
me acuerdo.
Lucioni asiente con la cabeza, gravemente, como hablando consigo mismo.
Luego dice:
—Sí, sí, debe de ser el perro del ermitaño.
—¿Y por qué justamente —pregunta el panadero, tratando de reírse—, por qué
habría de ser justamente el del ermitaño?
—Porque corresponde exactamente, ¿comprendes? La delgadez corresponde. Haz
un poco la cuenta. Se ha pasado varios días sobre la tumba, los perros siempre hacen
eso. Después sintió hambre… y se vino al pueblo.
El panadero se calla. Mientras tanto el animal mira en torno; por un momento su
mirada se detiene, a través de las vidrieras del café, en los tres hombres sentados. El
panadero se suena la nariz.
—Si —dice el cavalier Bernardis— juraría que ya lo he visto. Lo he visto más de
una vez, justamente cerca de tu casa.
Y mira a Sapori.
—Así será —dice el panadero—, yo para decir la verdad no recuerdo…
Lucioni sonríe astutamente:
—Un perro como ese yo no lo tendría por todo el oro del mundo.
—¿Está rabioso? —pregunta alarmado Bernardis—. ¿Te parece que está rabioso?
—¡Qué rabioso! Pero un perro como ese no me inspiraría ninguna confianza… un
perro que ha visto a Dios.
—¿Cómo que ha visto a Dios?
—¿No era el perro del ermitaño? ¿No estaba con él cuando aparecían las luces?
Todo el mundo sabe ¿no?, lo que eran esas luces. ¿Y el perro no estaba con él? ¿Crees
que no las vio? ¿Crees que se quedaba dormido con un espectáculo semejante?
Y se reía de placer.
—Pamplinas —replica Bernardis—. Quién sabe que eran esas luces. ¡Dios!…
También esta noche se veían…
—¿Esta noche, dices? —pregunta Defendente, con una vaga esperanza.
—Las he visto con mis propios ojos. Claro, no tan fuertes como antes, pero
iluminaban bastante.
—Pero ¿estás seguro? ¿Esta noche?
—Esta noche, por Dios. Las mismas de antes, idénticas. ¿Qué diablos quieres que
fueran esta noche?

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Lucioni pone una cara notablemente astuta:
—¿Y quién te dice, quién te dice que las luces de esta noche no eran para él?
—¿Para él, quién?
—Para el perro, naturalmente. Quién sabe si esta vez en lugar de Dios no era el
ermitaño, que bajó del paraíso. Lo habrá visto allí sobre la tumba, habrá dicho: miren
un poco mi pobre perro. Y habrá bajado para decirle que terminara, que ya había
llorado bastante y que se fuera a buscar un bife.
—Pero si es un perro de por aquí —insiste el cavalier Bernardis—. Palabra que lo
he visto vagar cerca de la panadería.

11

Defendente vuelve a casa con una gran confusión en la mente. Qué historia
desagradable. Más trata de persuadirse de que no es posible, más se convence de que
es justamente el perro del ermitaño. No hay por qué preocuparse, por supuesto. Pero
¿ahora tendrá que seguir dándole todos los días un pan? Piensa: si le corto los
víveres, el perro volverá a robar el pan en el patio; y en ese caso ¿qué hago? ¿Lo echo
a puntapiés? ¿Un perro que, quiérase o no, ha visto a Dios? ¿Y qué sé yo de estos
misterios?
No es cosa sencilla. Ante todo: ¿se le apareció realmente a Galeone el espíritu del
ermitaño la noche anterior? ¿Y qué puede haberle dicho? ¿Lo habrá hechizado de
algún modo? Tal vez ahora el perro comprende el idioma de los hombres, quién sabe,
un día u otro puede echarse a hablar también él. Cuando se mete Dios, uno puede
esperar de todo; cuentan cada cosa. Y él, Defendente, ya se ha cubierto bastante de
ridículo. ¡Si además supieran de él que siente esos temores!
Antes de entrar en su casa, Sapori va a echar un vistazo al galponcito de madera.
Bajo el banco, el pan de quince días antes ha desaparecido. ¿Habrá venido entonces
el perro, y se lo habrá llevado con hormigas y todo?

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12

Pero al día siguiente el perro no acude para llevarse el pan, ni tampoco al tercer
día. Era lo que Defendente esperaba. Muerto Silvestro, toda ilusión de poder disfrutar
de su amistad había desaparecido. En cuanto al perro, era mejor que se quedara donde
estaba. No obstante, cuando el panadero volvía a ver en el galponcito desierto el pan
que esperaba tan solito, sentía cierta decepción.
Peor fue cuando volvió a ver a Galeone, y ya habían pasado tres días más. El
perro pasaba, aparentemente fastidiado por el frío helado de la plaza, y ya no parecía
el mismo que habían visto por la vidriera del café. Ahora se sostenía bien derecho
sobre las patas, no se bamboleaba más y aunque todavía estaba flaco tenía el pelo
menos hirsuto, las orejas erguidas, la cola bien alzada. ¿Quién lo había alimentado?
Sapori miró en torno. La gente pasaba con indiferencia, como si el animal ni siquiera
existiera. Antes de mediodía el panadero colocó un nuevo pan fresco, con una tajada
de queso, bajo el banco habitual. El can no dio señales de vida.
Día tras día Galeone parecía más floreciente; el pelo le caía lustroso y abundante
como el pelo de los perros de los ricos. Alguien por lo tanto se ocupaba de él; y tal
vez varios, al mismo tiempo, cada uno a escondidas del otro, con fines recónditos.
Quizás temían a ese animal que había visto demasiadas cosas, quizás esperaban
comprar barato la gracia de Dios, sin arriesgarse a las burlas de sus conciudadanos. O
quizá todo el pueblo de Tis había tenido el mismo pensamiento: Y cada casa, cuando
anochecía, trataba en la oscuridad de atraer al animal para congraciárselo con
suculentos bocados.
Tal vez por eso Galeone no había ido a buscar el pan; probablemente ahora comía
cosas mejores. Pero nadie hablaba nunca de él; si por casualidad se tocaba el tema del
ermitaño, se lo abandonaba inmediatamente. Y cuando el perro aparecía en la calle,
las miradas se desviaban, como si fuera uno de los tantos perros vagabundos que
pululan en todas las poblaciones del mundo. Y en silencio, Sapori se amargaba con
aquello, que habiendo tenido primero una idea genial, advierte que otros, más
audaces que él, se la han apoderado clandestinamente y se preparan a obtener de ella
ventajas indebidas.

13

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Hubiese visto o no a Dios, ciertamente Galeone era un perro extraño. Con
compostura casi humana iba de casa en casa, entraba en los patios, en los sótanos, en
las cocinas, se quedaba largos minutos inmóvil, observando a la gente. Luego se iba,
en silencio.
¿Qué se escondía detrás de esos dos ojos buenos y melancólicos? La imagen del
Creador, muy probablemente, había entrado en ellos. ¿Dejándoles qué cosa? Manos
temblorosas ofrecían al animal trozos de torta y patas de pollo. Galeone, ya saciado,
miraba en los ojos al hombre, casi como adivinando su pensamiento: entonces el
hombre salía de la habitación, incapaz de resistir. Los perros petulantes y vagabundos
de Tis sólo recibían bastonazos y puntapiés. Pero con éste nadie se atrevía.
Poco a poco se sintieron presos en una especie de conjuración, cada uno con la
esperanza de poder reconocer un cómplice. Pero ¿quién se atrevía a hablar primero?
Sólo Lucioni, impertérrito, mencionaba el tema sin contemplaciones:
—¡Miren, miren, ahí esta nuestro famoso perro que ha visto a Dios!
Así anunciaba descaradamente la aparición de Galeone. Y reía, mirando
alternativamente a los circunstantes con miradas alusivas. Los otros, en general, se
comportaban como si no hubieran comprendido. Solicitaban distraídas explicaciones,
meneaban la cabeza con aire de compasión, decían:
—¡Qué historias! Pero es ridículo, son supersticiones de muchacha.
Callar, o peor aun unirse a las risas del constructor, habría sido comprometedor. Y
liquidaban el asunto como una broma. No obstante, estaba el cavalier Bernardis, cuya
respuesta era siempre la misma:
—¡Qué perro del ermitaño! Les digo que es un perro de aquí. Hace años que
vagabundea por Tis, todos los santos días lo veía dar vueltas cerca de la panadería.

14

Un día, después de bajar al sótano para la maniobra acostumbrada de


recuperación, y después de quitar la reja de la ventana, Defendente estaba por abrir la
puertita de la cesta de los panes. Afuera, en el patio, se oían los gritos de los
mendigos que esperaban, las voces de su mujer y del muchacho que trataba de
mantenerlos en línea. La mano experta de Sapori descorrió el cierre, se abrió la
portezuela, los panes comenzaron a caer rápidamente en una bolsa. En ese momento

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vio de reojo una cosa negra que se movía en la sombra del sótano. Se volvió
sobresaltado. Era el perro.
Inmóvil en la puerta del sótano, Galeone observaba la escena con plácida
imperturbabilidad. Pero en esa luz escasa los ojos del perro fosforescían. Sapori se
quedó petrificado.
—Galeone, Galeone —balbuceó con voz acariciadora y amanerada—. Toma,
buenito, toma Galeone.
Y le lanzó un pan. Pero el animal ni lo miró. Como si ya hubiera visto suficiente,
se volvió sin prisa, dirigiéndose hacia la escalera.
Una vez solo, el panadero estalló en horrendas imprecaciones.

15

Un perro que ha visto a Dios, que sintió su olor. ¿Quién sabe qué misterios
aprendió? Y los hombres se miran, como buscando un apoyo, pero ninguno habla.
Uno finalmente está a punto de abrir la boca. «¿Y si fuera una idea mía?», se
pregunta. ¿Si los otros ni siquiera pensaran en el asunto? Y entonces sigue simulando
como si no pasara nada.
Con extraordinaria familiaridad Galeone va de un lugar a otro, entra en la hostería
y en los establos. Cuando uno menos se lo espera, allí está en un rincón, inmóvil
mirando fijamente, olfateando. También de noche, cuando todos los otros perros
duermen, su silueta aparece de pronto sobre el muro blanco, con su característico
paso desarticulado y en cierto modo campesino. ¿No tiene casa? ¿No posee una
cucha?
Los hombres ya no se sienten solos, ni siquiera cuando están en su hogar con las
puertas cerradas. Continuamente tienden las orejas; un rumor sobre la hierba, afuera;
un cauto y suave paso sobre las piedras de la calle, un ladrido lejano. Ni rabioso, ni
áspero, y sin embargo atraviesa el pueblo entero.
—Bah, no importa, tal vez me equivoqué en las cuentas —dice el agente después
de litigar furiosamente con la mujer por dos céntimos.
—Bueno, por esta vez te perdono. Pero la próxima te despido… —declara
Frimigelica, el de la herrería, renunciando de pronto al despido de su peón.
—Al fin de cuentas, es un encanto de mujer… —termina inesperadamente,

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contrastando con todo lo que dijo antes, la señora Biranza que conversa con la
maestra sobre la mujer del síndico.
El perro vagabundo sigue ladrando; tal vez le ladra a otro perro, a una sombra, a
una mariposa o a la luna, pero siempre es posible que ladre con un motivo, como si a
través de las paredes, de las calles y del campo le llegara toda la maldad humana. Al
oír el ronco ladrido, los ebrios expulsados de la hostería rectifican su posición.
Galeone aparece inesperadamente en el cuartito donde el contador Federico está
escribiendo una carta anónima para advertir a su patrón, que el empleado Rossi está
en contacto con elementos subversivos. «¿Contador, que estás escribiendo?», parecen
decir los dos ojos mansos. Federico le señala de buen modo la puerta.
—¡Vamos, bonito, afuera, afuera!
Y no se atreve a proferirle los insultos que le surgen del alma. Luego se queda con
el oído contra la puerta, para estar seguro de que el animal se fue. Y después, para
mayor seguridad, tira la carta al fuego.
Absolutamente por casualidad, se aparece al pie de la escalera de madera que
lleva al departamentito de la hermosa y atrevida Flora. Ya es de madrugada, pero los
escalones crujen bajo los pies de Guido, el jardinero, padre de cinco hijos. Dos ojos
brillan en la oscuridad.
—¡Pero no es aquí, caramba! —exclama el hombre en voz alta, para que oiga el
perro, como si el malentendido lo irritara sinceramente—. Con la oscuridad uno
siempre se equivoca ¡esta no es la casa del notario!
Y baja precipitadamente.
O si no, se oye su quedo ladrido, un dulce gruñido, como un reproche, mientras
Pinin y el Giofa, que han entrado de noche en el depósito, ponen mano sobre dos
bicicletas.
—Toni, creo que viene alguien —susurra Pinin con absoluta mala fe.
—A mí también me pareció —dice el Giofa—, conviene escapar.
Y huyen sin hacer nada.
O si no, emite un largo gemido, especie de lamento, justamente al lado de la
pared de la panadería, a la hora exacta, cuando Defendente, que esta vez cerró detrás
de sí con doble llave puertas y canceles, baja al sótano para sustraer el pan de los
pobres de la cesta, durante la distribución matutina. El panadero aprieta entonces los
dientes: ¿Cómo hace para saberlo, ese perro maldito? Y trata de encogerse de
hombros. Pero luego surgen las sospechas; si de algún modo Galeone lo denunciará,
la herencia entera se esfumaría. Con la bolsa vacía, plegada bajo el brazo, Defendente
vuelve al negocio.
¿Cuánto durará la persecución? ¿No se irá nunca ese perro? ¿Y si se queda en el
pueblo, cuántos años podrá vivir todavía? ¿O tal vez hay algún modo de sacarlo de en
medio?

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16

Lo cierto es que, después de siglos de negligencia, la iglesia parroquial empezó a


poblarse. El domingo, en misa, las viejas amigas se encontraban. Cada una tenía su
excusa preparada: «¿Sabe lo que pasa? Que con este frío el único lugar donde se está
bien abrigado es en la iglesia. Tiene paredes tan gruesas, esa es la explicación… el
calor que almacenan en verano, lo despiden ahora». Y la otra: «Este cura nuestro, don
Tabiá, es un santo… Me ha prometido las semillas de esa planta japonesa,
¿Comprende, señora Erminia? Quiero tener un entredós como ese de allí, en el altar
del Sagrado Corazón. Llevármelo a casa para copiarlo, no puedo… Tengo que venir
aquí para estudiarlo… ¡Ah, no es nada fácil!». Sonriendo, escuchaba las
explicaciones de sus amigas; sólo les importa que la suya parezca suficientemente
plausible. Y luego susurran como niñas en la escuela, concentrándose en el libro de
misa:
—¡Cuidado, don Tabiá nos está mirando!
Ni una venía sin una excusa. La señora Ermelinda, por ejemplo, no había
encontrado nada mejor que el organista de la iglesia para maestro de canto de su hija,
tan apasionada por la música; y ahora venía a la iglesia para oírla en el Magnificat. La
planchadora daba cita en la iglesia a su madre, ya que su marido no quería verla en su
casa. Hasta la mujer del médico: justamente en la plaza, unos minutos antes, había
dado un mal paso y se había torcido el pie; de modo que había entrado para sentarse
un rato. En el fondo de las naves laterales, cerca de los confesionarios grises de
polvo, donde la sombra es más densa, se veía algún hombre, rígido. Desde el púlpito,
don Tabiá miraba en torno, desconcertado, luchando por encontrar las palabras.
Mientras tanto Galeone descansaba tendido al sol frente al atrio; parecía tomarse
un merecido reposo. A la salida de misa miraba de reojo a toda esa gente, sin mover
un pelo: las mujeres salían rápidamente, alejándose cada una por su lado. Ninguna se
dignaba echarle una mirada; pero hasta desaparecer en la esquina sentían sobre la
espalda sus miradas, como dos puntas de hierro.

17

Aun la sombra de un perro cualquiera, siempre que se parezca un poco a Galeone,

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basta para dar un sobresalto. La vida es una ansiedad continua donde hay un poco de
gente, en el mercado, en el paseo vespertino, no falta nunca el cuadrúpedo, y parece
gozar con la indiferencia absoluta con aquellos mismos que, cuando están solos y
nadie los ve, lo llaman en cambio con los nombres más afectuosos, le ofrecen
golosinas y manjares.
—¡Ah, los buenos tiempos de antes! —suelen exclamar ahora los hombres, así,
genéricamente, sin especificar el porqué; y todos lo entienden al vuelo.
Los buenos tiempos —quiere decir tácitamente— cuando uno podía hacer sus
porquerías particulares con comodidad, y tomarse cuatro copas si se le ocurría, e irse
al campo a buscar campesinas, y hasta robar un poco, y el domingo quedarse en cama
hasta el mediodía. Los comerciantes ahora usan papeles livianos y miden el peso
justo, la patrona no persigue más a la criada; Carmine Esposito, el de la casa de
empeños, ha embalado todas sus cosas para mudarse a la ciudad, el brigadier
Banariello se pasa las horas tendido al sol sobre el banco, frente al cuartel de
carabineros, muerto de tedio, preguntándose si se murieron todos los ladrones; y
nadie lanza más las vigorosas blasfemias de antes, que producían tanto placer, salvo
en pleno campo y con la cautela debida, después de atentas inspecciones para
asegurarse de que no se esconde ningún perro entre los matorrales.
Pero ¿quién se atreve a rebelarse? ¿Quién tiene el coraje de emprenderla a
puntapiés con Galeone o de suministrarle una costillita al arsénico, como
secretamente todos lo desean? Ni siquiera pueden confiar en la Providencia: la Santa
Providencia, dentro de una lógica rigurosa, debe de estar de parte de Galeone. Hay
que confiar solamente en la casualidad.
En la casualidad de una noche tempestuosa, con relámpagos y rayos que parecen
el fin del mundo. Pero el panadero Defendente tiene un oído de liebre, y el estrépito
de los truenos no le impide advertir unos ruidos insólitos abajo, en el patio. Han de
ser ladrones.
Salta de la cama, toma la escopeta en la oscuridad y mira hacia abajo, entre las
maderas de la persiana. Hay dos individuos, le parece, afanados en abrir la puerta de
su depósito. Y al resplandor de un relámpago ve también, en medio del patio,
imperturbable, bajo los tremendos truenos, un perro grande y negruzco. Debe de ser
el maldito, que quizás ha venido para disuadir a los malhechores.
Murmura para sí una blasfemia espectacular, carga la escopeta, abre lentamente la
persiana lo suficiente para asomar el caño. Espera un nuevo relámpago y mira al
perro.
El primer disparo se confunde completamente con un trueno.
—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —empieza a chillar el panadero.
Vuelve a cargar la escopeta, dispara todavía al azar en la oscuridad, oye alejarse
unos pasos temerosos, y luego, por toda la casa, voces y abrir de puertas: la mujer, los

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niños y los peones acuden aterrados.
—¡Señor Defendente —grita una voz desde el patio—, vea que ha matado a un
perro!
Galeone —equivocarse es posible en este mundo, especialmente en una noche
como ésta, pero parece ser él, es exacto— yace tendido en un charco de agua: una
bala le ha atravesado la frente. Muerto instantáneamente. Ni siquiera estira las patas.
Pero Defendente ni va a verlo. Baja para averiguar si no han roto la puerta del
depósito, y al comprobar que no, da las buenas noches a todos y se mete bajo las
frazadas. «Finalmente», piensa, preparándose para un sueño feliz. Pero ya no
consigue cerrar un ojo.

18

Por la mañana, todavía oscuro, dos muchachos se llevaron el perro muerto y lo


enterraron en el campo. Defendente no se atrevió ordenarles silencio: habría sido
sospechoso. Pero trató que la cosa pasara inadvertida, sin demasiados comentarios.
¿Quién reveló lo sucedido? Por la noche, el panadero advirtió inmediatamente en
el café que todos lo miraban; pero al instante retiraban la mirada; como para no
alarmarlo.
—¿Así que anoche anduvimos a los tiros? —dijo el cavalier Bernardis de pronto,
después de los saludos acostumbrados.
¿Una batalla campal en la panadería, no?
—No sé quienes serían —contestó Defendente, sin darle importancia—, querían
romperá la puerta del depósito, los desgraciados. Rateros aficionados. Dispare dos
tiros al azar y desaparecieron.
—¿Al azar? —preguntó entonces Lucioni, con su tono más insinuante—. ¿Y por
qué no les apuntaste ya que estabas?
—¡Con esa oscuridad! ¿Qué quieres que viera? Sentí que rascaban la puerta en el
patio y disparé a ciegas.
—Y sí… y así mandaste a otro mundo a un pobre animal que no había hecho mal
a nadie.
—Ah, si —contestó el panadero haciéndose el olvidado. Le di a un perro. Quién
sabe como habrá entrado. En mi casa no hay perros.

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Siguió un silencio. Todos lo miraban. Trevaglia, el papelero, se dirigió a la puerta
para retirarse.
—Bueno, buenas noches, señores —dijo.
Y marcando intencionalmente las sílabas agregó:
—Buenas noches también a usted, señor Sapori.
—Muy honrado —contestó el panadero y le volvió la espalda.
¿Qué quiere decir ese imbécil? ¿Le echarían en cara, tal vez, si hubiera matado al
perro del ermitaño? En vez de agradecérselo. Los había librado de un íncubo, y ahora
se hacían los interesantes. ¿Qué les pasaba? Podían ser sinceros por una vez.
Bernardis, singularmente inoportuno, trató de explicar:
—Verás, Defendente… algunos dicen que habría sido mejor que no mataras a ese
perro…
—¿Y por qué? ¿Acaso lo hice adrede?
—Adrede no, ¿comprendes?, era el perro del ermitaño, dicen, y ahora piensan que
era mejor dejarlo tranquilo, dicen que traerá desgracia… ya sabes lo que son las
habladurías.
—¿Y yo qué sé de los perros de los ermitaños? Cristo de Cristo, ¿querrán también
hacerme un proceso, esos idiotas, ya que otra cosa no son?
Y probó una risita.
—Calma, calma, muchachos —dijo Lucioni—. ¿Quién dijo que era el perro del
ermitaño? ¿Quién difundió eso?
—¡Bah, si no lo saben ellos! —dijo Defendente, encogiéndose de hombros.
—Así dicen los que lo vieron esta mañana —explicó Bernardis—, cuando lo
enterraban. Dicen que es él y no otro, con una manchita blanca sobre la oreja
izquierda.
—¿Y el resto negro?
—Sí, negro —contestó uno de los circunstantes.
—¿Más bien grande? ¿Con la cola en escobilla?
—Exactamente.
—¿Y ese es el perro del ermitaño, según ustedes?
—Y entonces, allí lo tienen, ¡su perro! —exclamó Lucioni, señalando la calle—.
¡Si está más vivo y más sano que nunca!
Defendente se volvió pálido como una estatua de yeso. Con su andar
desarticulado, Galeone avanzaba por la calle; se detuvo un instante para mirar a los
hombres a través de la vidriera del café, y luego siguió adelante, tranquilamente.

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19

¿Por qué ahora, por la mañana, los mendigos tienen la sensación de recibir más
pan que de costumbre? ¿Por qué tintinean ahora las alcancías para las limosnas, que
durante años y años no recibieron un céntimo? ¿Por qué asisten gustosos a la escuela
los niños, antes recalcitrantes? ¿Por qué los racimos de uva cuelgan de las vides hasta
el momento de la vendimia, sin sufrir depredaciones como antes? ¿Por qué ya no se
arrojan piedras y zapallos podridos a la joroba de Martino? ¿Por qué esta y tantas
otras cosas? Nadie lo confesaría; los habitantes de Tis son rústicos emancipados, de
sus bocas jamás oirán la verdad: que tienen miedo de un perro, no miedo de que los
muerda, sino sencillamente miedo de que el perro piense mal de ellos.
Defendente devoraba veneno. Era una esclavitud. Ni de noche se conseguía
respirar. ¡Qué peso es la presencia de Dios para el que no la desea! Y Dios no era
aquí una fábula imprecisa, no se quedaba apartado en la iglesia entre cirios e
incienso; no, iba y venía por la casa, transportado, podría decirse, por un perro. Un
minúsculo trocito del Creador, un mínimo aliento suyo, había penetrado en Galeone y
a través de los ojos de Galeone veía, juzgaba, tenía en cuenta.
¿Cuándo envejecería el perro? Si por lo menos hubiera perdido las fuerzas y se
quedara quieto en un rincón. Inmovilizado por los años, ya no podría molestar.
Y en verdad pasaron los años; la iglesia estaba llena, aun los días de semana; las
muchachas ya no andaban por los pórticos, después de medianoche, sonriendo a los
soldados. Defendente, cuando la cesta se rompió de vieja, compró otra, renunciando a
abrirle una puertita secreta (ya no tenía ánimos de sustraer el pan a los pobres, desde
que Galeone rondaba por todas partes). Y el brigadier Venariello seguía durmiendo en
la entrada del cuartel de carabineros, hundido en un sillón de mimbre.
Pasaron los años y el perro Galeone envejeció; cada vez andaba más despacio y
más desarticuladamente, hasta que un día sufrió una especie de parálisis de los
miembros posteriores y ya no pudo caminar.
Por suerte el accidente ocurrió en la plaza, mientras dormitaba sobre el paredón
junto a la iglesia, por debajo del cual el terreno descendía abruptamente, cortado por
calles y callejuelas, hasta el río. La posición era privilegiada desde el punto de vista
higiénico, porque el animal podía cumplir sus necesidades corporales desde el
paredón, hasta la pendiente cubierta de hierba, sin ensuciar ni el paredón ni la plaza.
En cambio era un lugar descubierto, expuesto a los vientos y sin reparo de la lluvia.
También esta vez, naturalmente, nadie dio señales de advertir que el perro
temblaba con todo el cuerpo y se lamentaba. La enfermedad de un perro vagabundo
no es un espectáculo edificante. Los presentes, adivinando por sus penosos esfuerzos
lo que había ocurrido, sintieron en su corazón una oleada de esperanza. Ante todo, el
perro ya no podría vagar por todas partes, no se movería ni siquiera un metro. Mejor

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aun: ¿quién le daría de comer, a la vista de todos? ¿Quién se atrevería a ser el primero
en confesar una relación secreta con el animal? ¿Quién sería el primero en exponerse
al ridículo? De allí nacía la esperanza de que Galeone pudiera morirse de hambre.
Antes de la cena, los hombres se pasearon como de costumbre por la plaza,
hablando de temas indiferentes, como la nueva ayudante del dentista, la caza, el
precio de algunos artículos, la ultima película llegada al pueblo. Y con sus chaquetas
rozaban el hocico del perro, que pendía jadeante sobre el borde del paredón. Las
miradas pasaban por encima del animal enfermo, contemplando mecánicamente el
majestuoso panorama del río, tan hermoso en el ocaso. Hacia las ocho, aparecieron
algunos nubarrones del norte y empezó a llover: la plaza quedó desierta.
Pero entrada la noche, bajo la lluvia insistente, surgen unas sombras que se
deslizan junto a las casas como en una delictuosa confabulación. Curvadas y furtivas,
se dirigen con rápidos pasos hacia la plaza, y allí, confundidas entre las tinieblas de
los portales y de los zaguanes, esperan la ocasión propicia. A estas horas los faroles
dan muy opaca luz, dejan amplias zonas de penumbra. ¿Cuántas son las sombras? Tal
vez varias decenas. Traen comida al perro, pero cada una de ellas haría cualquier cosa
por no ser reconocida. El perro no duerme; al borde del paredón, contra el fondo
negro del valle, dos puntos verdes y fosforescentes, y de vez en cuando un
gemebundo ulular que resuena por la plaza.
Es una larga maniobra. Con la cara cubierta por una bufanda, la gorra de ciclista
bien baja sobre la frente, uno se arriesga finalmente a acercarse al perro. Nadie sale
de las tinieblas para reconocerlo; todos temen demasiado violar su propio incógnito.
Unos tras otros, con largos intervalos para evitar encuentros, diversos personajes
irreconocibles depositan alguna cosa sobre el paredón de la iglesia. Y los aullidos
cesan.
Por la mañana lo encontraron dormido bajo una manta impermeable. Sobre el
paredón, a su lado, amontonados todos los manjares de Dios: pan, queso. Trozos de
carne; hasta una vasija llena de leche.

20

Paralizado el perro, el pueblo creyó poder respirar por fin, pero fue una breve
ilusión. Desde el borde del paredón los ojos del animal dominaban gran parte del

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lugar. Por lo menos una buena mitad de Tis se encontraba bajo su control. ¿Y quién
podía decir hasta qué punto eran penetrantes sus miradas? Aun hasta las casas
periféricas, que eludían la vigilancia de Galeone, llegaba no obstante su voz. Y por
otra parte, ¿cómo retomar ahora las costumbres de otros tiempos? Equivalía a admitir
que se había cambiado de vida por culpa de un perro, confesar descaradamente el
secreto supersticioso custodiado con tanto temor durante años. El mismo Defendente,
cuya panadería quedaba fuera de la visual del animal, no volvió a sus famosas
blasfemias, ni a intentar como antes sus operaciones de recuperación a través de la
ventanita del sótano.
Galeone comía ahora más que antes, y al no moverse más, engordaba como un
cerdo. Quien sabe cuánto podía durar todavía. Pero con los primeros fríos renació sin
embargo la esperanza de que se muriera. Aunque protegido por la tela encerada, el
perro vivió expuesto a los vientos y siempre era posible que se resfriara.
Pero también esta vez el maligno Lucioni arruinó todas las ilusiones. Una noche,
en el restaurante, mientras contaba una historia de caza, dijo que hacía muchos años,
por haber pasado una noche bajo la nieve, su perro se había vuelto hidrófobo, y había
tenido que matarlo de un escopetazo; el recuerdo todavía le partía el alma.
—Y ese perrazo —intervino el cavalier Bernardis, siempre dispuesto a tocar los
temas más desagradables—, ese horrible perrazo paralítico sobre el paredón de la
iglesia, que algunos imbéciles siguen alimentando, digo, ¿no será un peligro también
él?
—¡Pero que se vuelva rabioso de una vez, déjelo! —exclamó Defendente—. Total
ya no puede moverse.
—¿Y quién te lo asegura? —replicó Lucioni—. La hidrofobia multiplica las
fuerzas. No me asombraría si empezara a saltar como un cabrito.
Bernardis insistió:
—Y entonces, ¿qué me dices?
—¡Ah, en cuanto a mí, no me hago mala sangre! Siempre llevo conmigo este
amigo bien seguro.
Y sacó del bolsillo un pesado revólver.
—¡Sí, sí! —dijo Bernardis—. Porque no tienes hijos. Si tuvieras tres criaturas
como yo, entonces sí te harías mala sangre, te lo aseguro.
—Yo ya les dije. Ahora, piénsenlo ustedes —terminó el constructor, haciendo
brillar sobre la mano el caño de la pistola.

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21

¿Cuántos años pasaron ya desde la muerte del ermitaño? ¿Tres, cuatro, cinco,
quién lo recuerda? A principios de noviembre la casilla de madera para el abrigo del
perro está casi terminada. Con palabras muy escuetas, ya que se trata evidentemente
de un asunto de poquísima importancia, se mencionó la cuestión en las reuniones del
consejo de la comuna. Y nadie presentó la propuesta, mucho más sencilla, de matar al
animal o de transportarlo a otra parte. Se encargó al carpintero Stefano la
construcción de la casilla, de modo que pueda ser colocada sobre el paredón, pintada
de rojo para que no desentone con la fachada de la iglesia, de ladrillos de colores
vivos. ¡Qué incidencia, que estupidez!, dicen todos, para demostrar que la idea es
ajena. Entonces, ¿ya no es un secreto el temor inspirado por el perro que ha visto a
Dios?
Pero nunca será colocada esa casilla en su lugar. A principios de noviembre un
peón de la panadería que pasa todos los días por la plaza cuando se dirige a su
trabajo, divisa a las cuatro de la mañana una cosa inmóvil y negra al pie del paredón.
Se acerca, toca, y corre sin detenerse hasta llegar a la panadería.
—¿Y qué pasa, ahora? —pregunta Defendente, al verlo entrar sin aliento.
—¡Se murió, se murió! —balbucea jadeando el muchacho.
—¿Quién se murió?
—Ese perro maldito… lo encontré en el suelo, duro como una piedra.

22

¿Respiraron? ¿Se entregaron a una loca alegría? Ese incómodo pedacito de Dios
se había ido finalmente, es verdad, pero había estado demasiado tiempo en el pueblo.
¿Cómo dar marcha atrás? ¿Cómo recomenzar desde el principio? Durante esos años
los jóvenes habían adquirido costumbres distintas. La misa del domingo era después
de todo una diversión. Y también las blasfemias, quién sabe por qué, sonaban ahora a
exageradas y falsas. Se había previsto en resumen un gran alivio, en cambio no hubo
nada.
Y además: si se volvió a las costumbres libres de antes, ¿no era confesar todo?
¿Tantos esfuerzos por ocultarla, y ahora expondrían la vergüenza a la luz del sol? ¡Un

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pueblo que había cambiado de vida por respeto a un perro! Se habrían reído hasta en
el extranjero.
Mientras tanto, ¿dónde colocar el animal? En el parque público. No, no, nunca en
el corazón del pueblo, la gente ya lo había soportado bastante. ¿En la cloaca? Los
hombres se miraron, nadie se atrevía a pronunciar una decisión.
—El reglamento no contempla el caso —observó por fin el secretario comunal,
dando fin a la embarazosa situación.
¿Cremarlo en el horno? ¿Y si después provocaba inspecciones? Enterrarlo en el
campo, esa era la solución mejor. Pero ¿en el campo de quién? ¿Quién consentiría?
Ya empezaban a discutir, nadie quería ese perro muerto en su propiedad.
¿Y si lo sepultaran junto al ermitaño?
Metido en un cajoncito, el perro que había visto a Dios es por lo tanto cargado en
una carreta y parte hacia las colinas. Es domingo, y algunos lo consideran un pretexto
para dar un paseo. Seis o siete coches llenos de hombres y mujeres siguen el
cajoncito, y la gente se esfuerza por estar alegre. En verdad que aunque brilla el sol,
los campos ya invernales y los árboles sin hojas no constituyen un espectáculo
espléndido.
Llegan a la colina, descienden de los coches, se dirigen a pie hacia las ruinas de la
antigua capilla. Los niños corren adelante.
—¡Mamá! ¡Mamá! —se oye gritar desde arriba—. ¡Pronto vengan a ver!
Con pasos más rápidos, llegan a la tumba de Silvestro. Desde aquel lejano día de
los funerales, nadie ha vuelto al lugar. Al pie de la cruz de madera, justamente sobre
el túmulo del ermitaño, yace un pequeño esqueleto. Las nieves, los vientos y la lluvia
lo han consumido y reducido, lo han vuelto grácil y blanco como una filigrana. Es el
esqueleto de un perro.

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El Maestro del Juicio Universal
A Santiago Matías
En vista de que siempre me ha interesado mucho el pintor Hieronymus Bosch, en
un viaje que hice por Holanda fui a visitar su ciudad natal, me refiero a
Hertogenbosch, llamada también Bois-le-Duc, que nosotros conocemos como
Boscoducale. Y allí el hostelero, persona suficientemente culta, me dijo: «Aunque
sólo sea por curiosidad, señor, ¿por qué no va a visitar al viejo Peter van Teller? Es un
tipo un poco chiflado, un relojero que vive de una pequeña renta después de haberle
cedido la relojería a su nieto. Creo que es el decano de Hertogenbosch. Toda su vida
se ha ocupado de El Bosco, convencido de que éste es un antepasado suyo por parte
de madre. Hasta escribió un librito acerca de El Bosco, hace ya mucho tiempo, que
levantó ámpula en aquellos años. Tiene ciertas ideas curiosas. Quién sabe, tal vez le
sería útil encontrarse con él». Y al decir esto sonrió con cierta ironía. Me pregunté si
estaba hablando en serio, o si sólo se trataba de una broma benévola.
En la dirección que me había indicado, en una callejuela a espaldas del palacio
municipal, encontré una casita de dos pisos, del clásico estilo vieja Holanda, con un
minúsculo jardín al frente, un gracioso ventanal en la planta baja y ventanas formadas
por un gran número de recuadros rectangulares; el techo de dos aguas, con dos ojos
de buey, sostenido por paredes de ladrillo, en la cima un gallito de hierro; sobre una
de las tres altas chimeneas, algo que podía ser un nido de cigüeña.
Frente al cancel, jalé la manija de la campanilla, y poco después vino a abrir una
mujer muy bajita, de unos sesenta años, de una pulcritud extraordinaria, tocada con
una gentil cofia blanca. Dado que sólo hablaba holandés, no supe bien si era una
sirvienta o una pariente del viejo relojero. Por fortuna intervino en mi ayuda un
transeúnte, que conocía el alemán. De tal manera supe que Van Teller había salido a
dar su paseo vespertino y que regresaría una hora después. No obstante, si no deseaba
esperarlo, podía alcanzarlo en el jardín público; Van Teller se sentaba siempre en la
tercera banca, a la derecha de la entrada. Y no podía equivocarme: era el hombre más
viejo de Hertogenbosch, y portaba un sombrero de otra época, de ala muy ancha.
Un paseante me indicó la calle y, pocos minutos después, vi al curioso personaje.
Estaba sentado a solas en la susodicha banca y, con las manos juntas sobre el pomo
de un bastoncito, observaba a los paseantes, a los niños que jugaban, a las madres
que, junto a las carriolas, tejían y conversaban con expresión complacida.
¿Cuántos años tenía? ¿Ochenta?, ¿noventa?, ¿doscientos? Era impresionante el
número de arrugas que surcaban el rostro enjuto; sin embargo, aún era una fisonomía
viva y, en cierto modo combativa.
Me vio al acercármele, y advertí al punto su extraordinario parecido al único
retrato seguro que conocemos de El Bosco, un dibujo que se conserva en Arras; los

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mismos ojos de halcón, penetrantes y maliciosos; la misma boca perentoria, que
termina en dos pliegues con aire burlón. El retrato de Arras —que nos presenta al
pintor ya entrado en años, coincide perfectamente con el rostro del hombre que, al
fondo de La Coronación de espinas, que se halla en El Prado— observa con piedad y
reproche la tortura de Cristo; sólo que en el dibujo El Bosco aparece con tupidos
cabellos negros, en la plenitud de la virilidad. Pues bien, el ancianito que tenía al
frente, respecto de los dos retratos conocidos, podía representar la tercer etapa, la que
El Bosco no tuvo tiempo de alcanzar. Parecía ser el mismo hombre en los umbrales
de la decrepitud.
Me presenté, y con gusto pude constatar que Van Teller conocía bastante bien el
alemán, de modo que la conversación sería fácil. En compensación, era necesario casi
gritarle al oído, tan sordo era.
«¿Quién le dijo que se dirigiera a mí?», fue lo primero que preguntó. En cuanto lo
supo, hizo una mueca, indicando con ello que el hostelero era una persona poco
recomendable. Guardó silencio, y prosiguió viendo pasar a la gente, como si yo no
existiera.
Era una dulce tarde de otoño, y los árboles en torno, que empezaban a deshojarse,
tenían colores encendidos y el patético presentimiento de la muerte.
Van Teller vestía a la antigua: con una levita que casi le llegaba a rodilla, una
camisa de cuello alto, almidonado, y corbata negra, muy ancha, a la Robespierre. Me
vio de nuevo, sonriendo (conservaba todos sus dientes). «¿Ha venido a buscarme para
saber algo del gran Hieronymus? Je, je. Antes que otra cosa, señor, debo advertirle
que aquí en la ciudad me creen loco». Y soltó una estrídula carcajada de corneja.
Mientras tanto, me había sentado a su lado. Con una mano esquelética, pero nada
temblorosa, estrechó una de las mías. «Pero usted, señor, viene de lejos; usted no
puede saber nada de los chismes de esta provincia, a usted no pueden interesarle. Sin
embargo, usted me parece simpático, señor. A usted, si así le parece, puedo contarle
algunas cosas, je, je. ¡Me imagino que ya notó que me parezco a alguien!». «De
manera sorprendente», respondí. «Una coincidencia increíble». «¿Una coincidencia,
amigo mío? ¿Realmente cree que se trata de una simple coincidencia?». «¿Quiere
darme a entender, señor Van Teller, que es cosa de sangre?». «Quién lo sabe, quién lo
sabe —respondió en tono enigmático—. Hay ciertas cosas que nosotros no podemos
saber». Después de esto no se hizo más del rogar y me contó su historia.
Hijo de un relojero, había seguido humildemente las huellas paternas, ocupándose
siempre del negocio; pero, desde muchacho, una fuerte atracción lo llevaba hacia
todo lo concerniente al famoso pintor, considerado en la familia como antepasado de
su madre, cuyo nombre de soltera era Van Aken. Una típica infatuación juvenil, pero
extraña en él, que sólo había estudiado una carrera comercial. En la adolescencia,
había leído todo lo posible sobre ese tema. Como es natural, en la biblioteca

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municipal de Hertogenbosch no faltaban libros acerca del gran pintor. Después,
siendo ya un adulto, pudo ver casi todos sus cuadros célebres. Había estado en Viena,
en Berlín, en París, en Venecia, en Lisboa y, varias veces, en Madrid.
Entretanto la tarde iba cayendo, el jardín estaba casi desierto, las calzadas
asumían esa expresión circunspecta y enigmática de la naturaleza cuando se queda a
solas.
Mientras Van Teller me hablaba, tuve un pequeño sobresalto: con el rabillo del
ojo me pareció ver, en un seto que estaba casi a mis espaldas, una cosa oscura que
brincaba sobre la hierba; pero al volver la cabeza en esa dirección vi que todo era
normal y tranquilo.
El aire había refrescado y empezaba a subir la humedad de la noche. Le propuse a
Van Teller acompañarlo hasta su casa. De un bolsillo de su chaleco sacó un reloj de
oro, muy antiguo, y exclamó: «¡Qué descuidado! Son casi las siete. Quién sabe qué
estará pensando Margareta».
Ahora el parque estaba realmente desierto, casi apaciguador. Aquí y allá se oía el
piar disperso de pájaros invisibles. Rumores, crujidos de ramas secas, leves jadeos del
atardecer entre montones de hojarasca. Pero Van Teller, que probablemente había
hartado a sus conciudadanos con viejas historias, no parecía estar muy seguro de
haber hallado en mí un oyente atento. Y subía de tono su vehemencia. Me dijo que
ninguno de los numerosos críticos lo había convencido, ni siquiera las firmas más
autorizadas y de mayor reputación. «Hablan del infierno, de la condenación eterna, de
San Agustín, de las herejías, de la Reforma de Lutero; hurgan en la vida privada de
Hieronymus, que ninguno de ellos puede conocer; llenan miles de páginas con
interpretaciones gigantescas. ¡Del psicoanálisis! ¡De la angustia existencial, con
cuatro siglos de anticipación! ¡Del surrealismo, también con cuatro siglos de
anticipación! No faltó quien se pusiera a registrar, uno tras otro, todos los monstruos
—¡je, je, los llaman monstruos!—, clasificándolos como si fueran coleópteros, y para
cada uno de ellos halló un correspondiente tipo de neurosis. Y luego el
imprescindible maniqueísmo. Los refoulements sexuales… los complejos
aberrantes… el ingrediente sodomita… el esoterismo nigromántico… ¡Cuánto trabajo
inútil!». Ahora guardaba silencio, golpeando la tierra con la punta de su delgado
bastón, con rabia. «¡Pero si es tan sencillo, tan límpido! ¡Jamás ha existido un pintor
más realista y claro que él… Ninguna fantasía, ninguna pesadilla, nada de magia
negra…! ¡Sólo la realidad desnuda y cruda que tenía ante sus ojos! Sólo que él era un
genio que veía lo que nadie, antes y después de él, ha sido capaz de ver. Todo su
secreto consiste en esto: era uno que veía y pintó lo que veía».
Le dije: «Entiendo. Desde luego, hablando de literatura, no es posible negar…
Pero ¿usted pretende aludir, me parece, a una realidad fantástica, a una realidad
transpuesta? ¿A la realidad de los sueños, de los miedos, de los remordimientos?

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Siempre será un mérito de El Bosco el haber dado una forma concreta a esos
fantasmas… Pero no me diga que esos seres horrendos, reptiles antropomorfos,
obscenos mecanismos, utensilios transformados en miembros, insectos abominables,
eran cosas que él veía realmente, y que hace cuatro siglos andaban por las calles de
Holanda».
«¿No los veía? —respondió, con arrogancia—. ¿No andaban en nuestras calles?
¡Oh, no me haga hablar!». Al llegar a este punto, desechó toda reserva. Confesó que
también él, no todos los días, pero a menudo, «veía» el mundo como El Bosco, y que
tal le había ocurrido esa misma tarde, para no ir muy lejos. Muchas de aquellas
mamitas amorosas que llegaban con las carriolas de los bebés no eran —me lo
garantizó— sino asquerosos pájaros de pico ganchudo; enormes lagartijas negras,
hinchadas de odio; ávidos cercopitecos desdentados; infames vejigas con patas de
araña. Hasta en los mismos niños había visto algún asqueroso ejemplar de
ornitorrinco y de gnomo, armado de ganchos sanguinolentos. Ese era el motivo, me
explicó, de sus tribulaciones en Hertogenbosch. Más de treinta años antes había
expuesto su propia teoría en un librito, en el que incluyó amplios ejemplos. Aunque
no se mencionaban explícitamente los nombres, resultaba evidente, por ejemplo, la
identificación del entonces secretario del presidente municipal con su atroz perfil de
sádico filisteo en el cuadro Jesús cargando la cruz, que se halla en Gante, y la del
presidente del liceo musical, con el paje con cabeza porcina, en el San Antonio de
Lisboa.
Empezaba a entender por qué el hostelero, al darme la dirección de Van Teller,
sonreía de modo insinuante. Y por qué me había dicho que todo el mundo lo
consideraba chiflado. Un pobre viejecito que no estaba en sus cabales y pretendía ser
la reencarnación de un genio.
«Y a usted —le pregunté— ¿nunca se le ha ocurrido pintar?». «Calma —dijo Van
Teller—, calma. Le mostraré algo».
Llegaba la noche. Bajo el ala oscura del sombrero, su vieja cara fosforecía, y los
ojos de halcón eran blancos y resecos. Alzó su mano derecha.
Me di cuenta de que habíamos llegado a su casa, la cual, a causa de las voladas
paredes laterales y las ventanas encendidas en medio de la oscuridad, parecía un
enorme búho acurrucado. Aun antes de que Van Teller hiciera sonar la campanita,
salió la mujer, jadeante. «¿Tan tarde, señor?», le dijo, o algo por el estilo.
Me permitió pasar. Entramos. Era una casa atiborrada de viejas intimidades y
secretos de familia. Revestimientos de vieja madera, escaleras de vieja madera, viejas
esculturas de santos tétricos y poco persuadidos, también de vieja madera. Las luces
eran eléctricas, pero civilizadamente limitadas y dispuestas. Margareta cerró la puerta
a nuestras espaldas, con un candado negro, que produjo un ruido cavernoso.
¿Era la hora de cenar para Van Teller? Margareta veía interrogativamente al

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patrón, quien, con un leve gesto de la mano, le dio a entender que podía retirarse, y
empezó a zancajear por la escalera. No se detuvo en el primer piso, donde supuse que
estaban las recámaras. Rincones en sombra, nichos, angostos corredores y escaleritas
laterales, que se perdían en la oscuridad. Subimos hasta la buhardilla formada por el
ápice del tejado. Oprimió un interruptor. Un chorro de luz vívida cayó sobre una gran
tabla apoyada en un caballete, pintada a medias. Abajo, sobre una mesa, pinceles,
colores y una paleta.
Por cuanto podía entenderse, era un cuadro inconcluso de El Bosco. En el
extremo superior izquierdo, el esplendor de un cielo puro e intenso, donde navegaban
dos ángeles muy hermosos, cuyas trompetas se retorcían en rizos triunfales y
extasiadas volutas agitadas por el viento. A la derecha de los Ángeles, Él, el Señor, el
Dios, el Omnipotente, el Creador, sentado en la cumbre de un arcoiris, con la cabeza
radiante, con expresión poderosa y asombrada. Desnudo. El brazo derecho, en
posición de asa de ánfora, sostenía un ramo de flores paradisíacas. Los pies,
enlazados, se apoyaban en la esfera del mundo. Pero estaba pintando a medias. El
resto del cuerpo estaba sólo trazado. No obstante, la fuerza estaba en el paisaje de la
parte inferior. Peñas desnudas y erosionadas, en cuyos repliegues y grietas se
retorcían horrendos hacinamientos de cuerpos humanos e inhumanos, en medio de
inmundos vapores amarillentos. Ángeles de grandes alas luchaban por arrancar del
oprobio a las almas todavía titubeantes, contrastados ferozmente por formas
nauseabundas. Era indudable que su causa estaba perdida de antemano. Los
demonios, con ferinas cabezas de marrano, con bocas de sapo, con escamosos
vientres de arácnidos, con mastodónticas cabezas, de cuyas orejas brotaban piernas
raquíticas, con cuerpos de lagartija y escolopendra, eran mucosas, vientres, sexos,
ludibrio de miembros viscosos, indecentemente dilatados en las más torpes de las
vergüenzas. Al fondo del escabroso pedregal, aquellos cuerpos tibios, en su mayor
parte rosados, y palpitantes por inmundos deseos, sobresalían con una violencia aún
más salvaje que la de las maravillosas cortesanas adolescentes de El jardín de las
delicias, que vemos en El Prado.
Yo estaba petrificado. Era la más cruel y desesperada pintura que había de El
Bosco. Sin embargo, nunca la había visto en ningún libro, en ninguna monografía.
«Pero éste es un Bosco auténtico, ¿no? ¿Es de él? ¿Dónde lo encontró? ¿Por qué está
pintado a medias?». Van Teller me miró, sonriendo. «No, no; es una simple
imitación…». «Sin embargo, me recuerda…». Van Teller estaba feliz. «¿Lo
reconoce? Es El Juicio Universal, que destruyó el incendio en El Prado. Usted
recuerda la relativa estampa de Hameel, ¿verdad?».
Sí; ahora la recordaba perfectamente. De aquella preciosa pintura, destruida por
las llamas, sólo quedaba un testimonio: una copia en formato muy reducido, grabada
en cobre por un contemporáneo de El Bosco. Pero ahora, ante mis ojos, resucitaba, a

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medias, la obra maestra.
«Pero ¿cómo es posible?», le dije.
Entonces él, Van Teller, adoptando un aire misterioso y circunspecto, empezó —
¿cómo decirlo de otra manera?—, empezó a vibrar sutilmente, como si una fuerza
superior estuviera entrando en él, poseyéndolo. Levantó un dedo admonitorio y dijo:
«A veces, viene a buscarme». «¿Quién?». «El gran Hieronymus». «¡Cómo!». Corrió
hacia una mesa llena de papeles, y tomó asiento. Cogió un lápiz, apoyó la punta sobre
una hoja de papel, y el lápiz adquirió movimiento propio. «¡Aquí está, aquí está! Ha
venido esta noche» anunció con voz de poseído. «Usted es muy afortunado, señor».
¿De modo que el viejo relojero era un médium? ¿Me estaba proporcionando la
liturgia del caso?
«Siéntese allá, en el rincón. Y no hable, por favor», dijo Van Teller. Me senté. Él
empezó a dar vueltas en la buhardilla, como un alma en pena. Maullaba y se retorcía,
como si alguien le lastimara la espalda. Suplicaba: «¡No tan fuerte, maestro
Hieronymus, no tan fuerte, por el amor de Dios!». Luego se puso a gemir y a farfullar
en flamenco, y ya no entendí nada.
Entretanto —y la luz era tal que no podía haber ahí ningún truco—, dos pinceles
empezaron a levitar sobre la mesa, y, como dos animalitos domesticados, hundieron
los mechones en la paleta; luego se dirigieron hacia el cuadro y, despacio, despacio,
con aplicación minuciosa, trazaron una especie de asquerosa forma viviente, mitad
salamandra y mitad pájaro, que alargaba el pico hacia una joven desnuda, atravesada
por un asador. ¿Conque el invisible espíritu del gran Hieronymus volvía a su ciudad,
para pintar otra vez el cuadro destruido?
La escena era alucinante. Van Teller, a pesar de hallarse en una especie de trance,
pudo decirme: «Vea, vea a través de la ventana». Y así lo hice. Entendí lo que el viejo
relojero había querido explicarme. Sí, Hieronymus Bosch no inventó nada; pintó, tal
cual, el espectáculo que todos los días aparecía ante sus ojos.
Desde aquella altura, yo no podía ver sino la casa de enfrente y parte de las
vecinas. Pero, por el hechizo de aquella noche, las casas parecían estar destapadas, y
en su interior vi a la gente comiendo, durmiendo, peleando, trabajando, haciendo el
amor, odiando, envidiando, esperando, deseando, como todos nosotros. Eran
hombres, mujeres, niños, iguales en todo a nuestros prójimos. Pero —entremezclados
con ellos, y en una gran mayoría— hormigueaban innumerables cosas vivientes,
parecidas a celentéreos, a ostras, a renacuajos, a peces ansiosos, a salamanquesas
iracundas, semejantes a los así llamados monstruos de El Bosco y que no eran sino
criaturas humanas, la verdadera esencia de la humanidad que nos rodea. Ladraban,
vomitaban, se chupaban, se despedazaban, se ensartaban, se destrozaban, se
chupaban, se despedazaban. Del mismo modo que nos despedazamos día y noche,
recíprocamente, tal vez sin saberlo.

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La revelación terminó de golpe. La casa de enfrente estaba tapada, inmóvil; las
casas vecinas estaban apagadas, dormidas. Todo había vuelto a la apariencia banal y
tranquilizadora de la realidad cotidiana, a la que estamos habituados. Miré hacia
atrás. El viejo relojero, acezante, estaba tendido en un diván. Parecía exhausto.
Silencio de la noche, inmovilidad de las cosas. Todo igual como cuando entré:
excepto aquella forma asqueante, mitad salamandra, mitad pájaro, pintada en la tabla,
que no estaba al entrar yo.
El anciano estaba triste. «Nunca terminaré ese cuadro. Estoy cansado. Soy un
viejo. Y él viene cada vez con menos frecuencia…».
Vi atentamente el cuadro. Estaba hecho con la perfección del antiguo maestro. Es
más, se notaba el craquelamiento del color, que solamente los siglos saben dar. «¿Lo
ha visto alguien más?», le pregunté. Insistí: «¿Y después?». «¿Después de mi muerte,
quiere usted decir? No, señor. Nadie más lo verá. Soy un loco, un pobre loco. Este
cuadro es mi secreto. Ya todo está dispuesto. Desaparecerá conmigo».

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DINO BUZZATI, (Belluno, 16 de octubre de 1906, Milán, 28 de enero de 1972).
Nació en el seno de una familia acomodada: su padre, Giulio Cesare, era profesor de
Derecho internacional en la Universidad de Pavía y su madre, Alba Mantovani, de
origen veneciano, era hermana del escritor Dino Mantovani. Su nombre verdadero era
Dino Buzzati Traverso, y era el segundo de cuatro hijos. Desde muy joven manifestó
las que iban a ser las aficiones de toda su vida: escribía, dibujaba, estudiaba violín y
piano, además de la pasión por la montaña a la que dedicó su primera novela,
Bárnabo de las montañas (Bàrnabo delle montagne). (1933). A instancias de su
familia —especialmente su padre— emprendió los estudios de Derecho, pero en
1928, antes de licenciarse, empezó a trabajar de aprendiz en el Corriere della Sera, el
periódico en el que colaboró durante toda su vida.
El éxito obtenido con su primera novela, la ya citada Bárnabo de las montañas, no
se repitió con la siguiente El secreto del Bosque Viejo (Il segreto del Bosco Vecchio).
(1935), que fue acogida con indiferencia. Enviado especial del Corriere a Addis
Abeba en 1939 y reportero de guerra en 1940 en el crucero Río, ese mismo año
publicó el libro con el que alcanzó fama internacional y que es unánimemente
considerado como su obra maestra, El desierto de los tártaros (Il deserto dei Tartari):
en vísperas del conflicto, imaginó la alegoría existencial del teniente Giovanni Drogo,
destinado a que su existencia transcurra en una fortaleza perdida, en una época sin
precisar, en la inútil espera de un enemigo que no llega (en 1976 Valerio Zurlini la
adaptó y realizó una película muy sugestiva).

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Desde 1936 escribió numerosos relatos para el Corriere y otros periódicos,
posteriormente recopilados en Los siete mensajeros y otros relatos (I sette
messaggeri). (1942), Paura alla Scala (1949), Il crollo della Baliverna (1954),
Sessanta racconti (1958, premio Strega), Esperimento di magia (1958), Il colombre
(1966), Las noches difíciles y otros relatos (Le notti difficili). (1971). En 1960 salió
El gran retrato (Il grande ritratto), casi un experimento de novela de ciencia ficción,
donde entra en escena el universo femenino, que hasta entonces había explorado muy
poco. Tres años después, en Un amor (Un amore) relató la historia de Antonio
Dorigo, un hombre que encuentra el amor a los cincuenta años: presenta probables
rasgos autobiográficos, puesto que a los sesenta Buzzati se casó con Almerina
Antoniazzi.
Queda por recordar el interés de este autor por la pintura, que se tradujo en obras
nacidas de la mezcla entre texto e ilustraciones (Poema a fumetti, 1969; I miracoli di
Val Morel, 1971). Las atmósferas mágicas, surrealistas, góticas de su prosa están
impregnadas de un sentido de angustia (piénsese en el justamente celebrado cuento
«Sette piani», donde el itinerario a lo largo de la enfermedad está impregnado de un
presagio de muerte), desaliento frente a lo inevitable de un destino paradójico e
irónico; el placer del lector está garantizado por una escritura rápida, que cautiva,
como nota periodística.
La obra literaria de Dino Buzzati remite —como se había anticipado— por una
parte a la influencia de Kafka por el escarnio y la expresión de la impotencia humana
enfrentada al laberinto de un mundo incomprensible. Pero también remite al
Surrealismo, como acaece en sus cuentos en donde la connotación onírica está
siempre muy presente. Aunque tal vez el más convincente de los intentos de
establecer relaciones haya que buscarlo en su parentesco con las corrientes
existencialistas de los años 1940–1950. O en la proximidad al espíritu de La náusea
(1938) de Jean-Paul Sartre; o en la de Albert Camus con El extranjero (1942). Por
otro lado debemos volver a remarcar que El desierto de los tártaros ha gestado la total
notoriedad del autor, que conoció con esta novela el éxito mundial; obra no
desprovista en sus descripciones de una cierta relación con un «presente perpetuo e
interminable», que vinculan este tópico con otros dos grandes clásicos: Georges
Perec y Las cosas, y Thomas Mann con su Montaña mágica. Llamativamente,
Buzzati no aceptó jamás ser considerado un escritor. Se definía, más bien, como un
simple periodista que escribía de tanto en tanto ficciones o nouvelles, a las cuales no
atribuía gran valor. El juicio de la posteridad y el de sus contemporáneos, ha
contradicho profundamente el punto de vista del propio Buzzati.
Una sección especial se debe destinar a esta obra, que fue la más conocida e
importante de Buzzati. Fue escrita en 1940 y vertida con posterioridad a diversas
lenguas. Al francés, en 1949. Su atmósfera, para muchos críticos es definidamente

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kafkiana, pero esta caracterización no mengua su originalidad y su valor excepcional.
A fin de cuentas, después de Kafka, la literatura universal va a caer bajo su influjo.
Posteriormente, J. M. Coetzee, un escritor también muy influenciado por Kafka,
retomará la idea en Esperando a los bárbaros. En 1976 el director Valerio Zurlini
estrenó una ambiciosa versión cinematográfica de la novela.

OBRA

Bàrnabo de las montañas, 1933


El secreto del Bosque Viejo, 1935
El desierto de los tártaros, 1940
Los siete mensajeros, 1942
La famosa invasión de Sicilia por los osos, 1945
Sesenta relatos, 1958
El gran retrato, 1960
Un amor, 1963
El colombre, 1966
Poema en viñetas, 1969

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