Resumen:
El presente artículo indaga en torno a la naturaleza del fantasma y el terror
dentro del pensamiento filosófico, y cómo ello permite reconsiderar en el
ámbito de la epistemología, la experiencia del terror en la percepción,
comprensión y conocimiento de la realidad. Dicho análisis se plantea, por un
lado, por medio de la recuperación de la figura del genio maligno
mencionada en las Meditaciones metafísicas de René Descartes, que
proporcionan una clave para reconsiderar el terror como elemento presente
en la conformación de la subjetividad; y, por otro lado, en las
consideraciones sobre el cine de Jacques Derrida como dispositivo de
producción de espectros, en tanto permite comprender la figura del fantasma
como aquello que irrumpe y altera la realidad. Ambas líneas de estudio
convergen en el análisis de la película de terror uruguaya La casa muda, del
director Gustavo Hernández, que abre la posibilidad de apreciar cómo el
terror es una experiencia corporal que permite al sujeto acceder a una nueva
comprensión de sí mismo y su mundo.
   Mucho antes de la memoria, en un pasado sin forma
   comenzaron a aparecer en la oscuridad de la noche. Cuando la
   memoria comenzó a destruirlos, se deslizaron en la
   clandestinidad del lenguaje. Aquello que se desplaza y nos
   acosa, son los fantasmas. Ken McMullen, Ghost Dance
Introducción
Hablar del fantasma es convocar a través de la memoria aquello que habita
entre las grietas de la realidad, es explorar las huellas que dejó tras su paso,
es percibir los destellos de luz que revelan su presencia, es interrogarse por
la historia personal que lo obliga a retornar, es reconocer que el fantasma
tiene mucho que decir sobre nosotros y la realidad que construimos y
habitamos. Pero, también, hablar del fantasma es hablar del terror que
genera su aparición, es experimentar la alteración en la percepción de
nuestro cuerpo, es sentir cómo a la vez que lo desestabiliza lo coloca en
disposición a pensar y conocer desde el terror.
En consonancia con esto, el propósito de este artículo es analizar cómo,
desde la experiencia del terror, el cuerpo del sujeto se coloca en una
disposición a percibir y pensar que lo insta a cuestionar los principios sobre
los cuales organiza su comprensión del mundo y, por tanto, a descubrir y
conocer la realidad desde otra perspectiva. Dicho análisis se plantea, por un
lado, desde el enfoque de la filosofía en relación con la figura del fantasma y
del terror en tanto proporcionan claves para pensar cómo tales fenómenos
alteran la forma de comprender el mundo y, por otro lado, desde la película
uruguaya La casa muda (2010) -del director Gustavo Hernández-, que nos
permite tanto poner en escena como poner en cuestión el cómo el terror
instala al sujeto en una cierta postura a conocer y comprender la realidad.
Un fantasma recorre la filosofía
En gran medida, Ghost Dance (1983) fue una película experimental pionera
en hacer circular -más bien danzar- a través de sus imágenes la figura del
fantasma, entremezclando la historia de sus protagonistas con las palabras
de Jacques Derrida, lo cual nos permite apreciar en toda su complejidad
cómo la figura del fantasma altera la comprensión de la memoria, el pasado,
la historia, el lenguaje verbal y visual, pero, principalmente, la distinción
entre lo que es y no es, sobre la cual se sostiene nuestra concepción de la
realidad.
No obstante, ni Ghost Dance ni las palabras de Derrida son la primera
referencia filosófica en torno al fantasma. Es posible trazar -como lo realiza
la filósofa Ana Carrasco Conde en su texto Presencias IrReales (2017)- un recorrido
filosófico del fantasma desde Atenodoro de Tarso, cuya historia e
investigación, escrita por Plinio el Joven en su texto Cartas, en el libro vii,
da cuenta de la experiencia del filósofo estoico con un fantasma. Dicho
relato se centra en indagar sobre las causas que provocan la aparición de
este, que no es otra más que revelar el lugar de su entierro para que se
realicen los ritos fúnebres necesarios para que pueda descansar en paz.
En una postura distinta, encontramos las reflexiones de Agustín de Hipona
en su texto La piedad con los difuntos (1995), en el cual señala que la
aparición de un fantasma es tan solo una imagen que surge, ya sea como un
error de la percepción o como producto del sueño u obra de la imaginación
(454-462). Postura que siglos posteriores Kant compartirá en su texto Sueños de un
visionario aclarados por sueños de la metafísica (1987), declarando directamente en su
prólogo que “el reino de las sombras es el paraíso de los fantasiosos” (23),
con lo cual señala que la supuesta visión de fantasmas no es más que una
fantasía propia de la imaginación (58).
Contrario a esta postura se encuentra Schopenhauer (2006), para quien los
fantasmas son objetos de la conciencia cuya captación está ligada al órgano
del sueño, el cual nos permite percibir las huellas dejadas por estos,
afirmando que “lo que ahí se ve no es en modo alguno el difunto, sino un
simple eidolon, una imagen del que alguna vez existió, surgiendo en el
órgano del sueño de un hombre predispuesto a ello con ocasión de algún
resto, de alguna huella que ha quedado atrás” (305).
En décadas recientes, destaca el análisis de ŽiŽek (2011), quien desde su
lectura de Lacan estudia la figura del fantasma en relación con la fantasía, en
la cual esta última funciona como mecanismo para ocultar el horror de lo
Real, a la vez que lo alumbra. (ŽiŽek 11).
Esta somera revisión nos permite apreciar el interés que la filosofía ha
manifestado en el fantasma, analizándolo en relación con las causas de su
aparición e identificándolo, ya sea como producto de un error en la
percepción, como una obra de la imaginación, como una huella reflejada por
la conciencia e incluso como una herramienta de la fantasía para bloquear el
horror de lo Real. No obstante, el propósito de este artículo es analizar la
figura del fantasma como un elemento ligado directamente a la experiencia
del terror en el sujeto al enfrentarse a un cuestionamiento sobre los
fundamentos que sostienen su percepción y comprensión de la realidad.
En este sentido, el fantasma constituye la ocasión de visualizar cómo el
terror es una experiencia que, a la vez que altera la percepción y
comprensión del sujeto, permite a este conocer y desvelar aquello que
permanecía oculto e ignorado, es decir, acceder a nuevos conocimientos
sobre sí y el mundo.
El terror en la filosofía: la liberación del genio maligno
El terror, así como el fantasma, es un concepto que no ha estado ausente en
la reflexión filosófica. Si seguimos el estudio de Antonio Castilla Cerezo, en su
texto La condición sombría (2015),
                               ha existido un vínculo entre la filosofía y el
terror que es posible rastrear desde el pensamiento platónico,
particularmente en diálogos como la Apología, el Gorgias y el primer libro
de la República. En tales textos, de acuerdo con Castilla, es posible
encontrar una preocupación y reflexión en torno al terror como experiencia
ligada a la muerte, y de manera concreta a la muerte de Sócrates, la cual
habría constituido una crisis para Platón (Castilla 75-76).
Sin embargo, el periodo en el cual con mayor fuerza se manifiesta un interés
soslayado hacia el terror es durante la filosofía moderna, pues sería una
etapa del pensamiento en la que se ejercen los últimos intentos por bloquear
dentro de la filosofía dicha experiencia (Castilla 16). Esto responde a
diversas causas, entre ellas, a las pretensiones de la Modernidad y la
Ilustración del siglo xviii que, autoproclamada como el Siglo de las Luces a
través de la elevación de la razón como motor del progreso, buscó instalar
una relación de oposición y ruptura con el periodo medieval, caracterizado
como oscuro y supersticioso, además de ser un nicho de miedos y fantasías
que nacían de la ignorancia (Serrano 19).
No obstante, desde la perspectiva de la filosofía, la Modernidad y la
Ilustración son procesos históricos cuyos objetivos se gestan en siglos
anteriores -xvi y xvii- a través de las obras de Bacon, Galileo y,
particularmente, René Descartes, quienes establecen una actitud de quiebre
con el pensamiento aristotélico-tomista de la filosofía escolástica e instalan
las bases de la ciencia moderna basada en el sujeto y la razón (Serrano 23).
Respecto a esto último, el análisis de Vicente Serrano en su obra Soñando
monstruos. Terror y delirio en la modernidad (2010)
                                             analiza minuciosamente ciertos
elementos obviados e invisibilizados de la Modernidad y particularmente de
la filosofía moderna inaugurada por René Descartes. En relación con esto,
señala que pese a instalarse como expresión de un pensamiento racional,
cuyas verdades primeras y últimas se sostienen sobre ideas claras y
evidentes que descubre el sujeto a través de un método basado en la duda, la
filosofía moderna de Descartes da lugar a una fisura en el edificio del
pensamiento por la cual se cuela la experiencia del terror bajo la figura del
genio maligno.
El genio maligno es un recurso utilizado por Descartes en su texto
Meditaciones metafísicas, publicado en 1641, en el cual exhibe los logros de
su duda metódica, que le han permitido llegar a una verdad incuestionable
como el “yo soy, yo existo”. Pese a que usualmente el genio maligno es
considerado una figura secundaria dentro del relato del cogito, para Vicente
Serrano este tiene un rol protagónico y determinante dentro de la obra de
René Descartes, y más aún en la Modernidad (Serrano 41).
Para comprender esta afirmación es preciso remitirse a las Meditaciones
metafísicas, particularmente a la primera de ellas. Allí René Descartes inicia
el proceso de su duda metódica, el cual comienza señalando su desconfianza
frente a lo que sus sentidos le comunican sobre la realidad, en tanto han sido
ocasión de engaño en su percepción de las cosas; posteriormente establece la
duda entre el sueño y la vigilia, en relación con la imposibilidad de poder
discernir con claridad la distinción entre ambas. Finalmente, su duda
metódica lo conduce a desconfiar de todo tipo de objetos, particularmente
las verdades matemáticas, para lo cual recurre a la figura de un genio
maligno.
  Supondré entonces que hay, no un verdadero Dios que es fuente
  soberana de verdad, sino un cierto genio maligno, no menos astuto que
  engañador que poderoso, que ha empleado toda su destreza para
  engañarme. Pensaré que el cielo, el aire y la tierra, los colores, las
  figuras, los sonidos y todas las cosas exteriores que vemos no son más
  que ilusiones y engaños, de los cuales se sirve para sorprender mi
  credulidad (Descartes 169).
Desde el punto de vista de Vicente Serrano, la figura del genio maligno
cumple la función de llevar al extremo la duda metódica, de establecer la
posibilidad del engaño en todo ámbito del sujeto, de manera de no dejar
ningún espacio o instancia mental libre de la posibilidad de un fraude. Todo
lo anterior es desarrollado por René Descartes con el propósito de
establecer, sobre la base de un engaño a escala total, la existencia de un
fundamento incuestionable:
   […] hay no sé qué engañador muy poderoso y muy astuto que emplea
   toda su destreza en engañarme siempre. Pero entonces no hay duda de
   que soy, si me engaña; y que me engañe cuanto quiera, él no podrá
   nunca hacer que yo no sea nada mientras que yo piense ser algo. De
   manera que después de haberlo pensado bien, hay que llegar a concluir
   y a tener como firme que esta proposición: yo soy, yo existo, es
   necesariamente verdadera cada vez que la pronuncie, o que la conciba
   en mi espíritu (Descartes 171).
En la segunda de sus Meditaciones, René Descartes encuentra una verdad
irrefutable, el “yo soy, yo existo”, el cual se sostiene sobre la base de apelar
a un genio maligno que lo ha envuelto en una trama de artificios, pero cuyo
engaño es el acto que lo conduce a la certeza de existir. Lo relevante de este
gesto, como señala Vicente Serrano, es el engaño, el gesto de pensar en la
posibilidad de estar atrapado en un tejido de artificios, lo que permite a
Descartes deducir la incuestionabilidad de su existencia. Un gesto que
desencadenará un conjunto de consecuencias.
Por un lado, tal acto significa hacer del fraude y la mentira la condición
sobre la cual se sostiene la subjetividad moderna (Serrano 45), lo cual
involucra establecer un fundamento inestable y vulnerable sobre la
conciencia del sujeto, quien desde la posibilidad del engaño cree poder
sostener la certidumbre de su existencia. Mientras que, por otro lado, “[…]
si el engaño es condición de la existencia, ¿quién nos dice que el engaño no
llega tan lejos como para que nos creamos existentes cuando en realidad
somos una ficción del propio engañador, un pliegue, un bucle suyo?”
(Serrano 44). Con el recurso del genio maligno como expresión extrema de
la duda metódica, Descartes deja abierta la posibilidad de realizar un giro
aún más dramático en torno al genio maligno, cuyo engaño se puede
extender hacia la propia pretensión de existencia que el sujeto quiere deducir
de ella.
Tales consecuencias afectan directamente toda pretensión de adquirir
conocimientos y acceder a la verdad, pues si el fundamento de la existencia
del sujeto se organiza sobre la posibilidad de estar atrapado bajo las
estratagemas de un genio maligno, el saber y conocimiento que el sujeto
pueda descubrir, así como desarrollar, se encontrará permeado igualmente
por artificios y falsedades.
La forma en que René Descartes resuelve los resquemores que el genio
maligno introduce es apelando, en su cuarta Meditación, a la existencia
indubitable de un Dios todopoderoso y bondadoso, que encuentra tras
realizar una inspección en su espíritu, hallando en sí mismo la idea de una
sustancia infinita y bondadosa (Descartes 186). Dicha idea de Dios es
incompatible con la malicia y engaño de un genio maligno, pues estos
constituyen defectos e imperfecciones que no pueden ser adscritos a la
sustancia infinita de Dios (Descartes 191).
Sin embargo, esta manera en que disuelve la figura del genio maligno,
señalando que es incompatible con la existencia de un Dios todopoderoso,
infinito y bondadoso, no es suficiente para deshacer las dudas que su
presencia en el relato de las Meditaciones ha instalado. Precisamente, para
Serrano el veloz desvanecimiento del genio maligno en las Meditaciones
metafísicas instala una fisura en el pensamiento de Descartes, concretamente
sobre el yo del sujeto que se encuentra atravesado por el terror de esta figura
maligna y que lentamente se filtrará a través de la filosofía moderna,
particularmente en la obra de diversos filósofos quienes reviven algunas de
las características más terribles y apabullantes del personaje del genio
maligno.
De acuerdo con Serrano, el genio maligno se constituye a lo largo de la
Modernidad en un personaje hiperbólico, más aún en un tropo entre cuyas
características se encuentra el ser “[…] una potencia que desea infinitamente
y que es imperfecta y carente, condenada a desear su propia carencia, a
desearse a sí, voluntad de voluntad” (Serrano 53). Caracterizado como
expresión del deseo desmesurado y omniabarcante, el genio maligno se
instala como aquello que desestabiliza el pensamiento al introducir la
experiencia del terror en el yo pienso, que socavará lentamente las
pretensiones de una racionalidad plena sobre la cual la Modernidad procura
desplegarse.
Justamente la propuesta de Serrano en torno a la Modernidad es que esta se
encuentra instalada y atravesada por la figura del genio maligno, más que
sobre el cogito cartesiano:
   la hipótesis básica de que la modernidad en su momento fundacional
   depende de una estructura cuya expresión inicial configuró en términos
   de genio maligno y del que el yo cartesiano es un mero episodio, a
   veces melancólico, y que en sus momentos de madurez esa estructura
   se llamó voluntad de poder o inconsciente o capital, entendidos, a su
   vez, como metáforas de eso que, sin ser el yo, describe lo moderno
   (Serrano 66).
Desde este punto de vista, el genio maligno sería un personaje que a lo largo
de la Modernidad mutó en diversas figuras, entre las que se menciona el
concepto de voluntad de poder de Friedrich Nietzsche. Dicho término, que
por si solo se encuentra atravesado por la polémica intervención de la
hermana de Nietzsche en la obra de este, es un concepto que “representa
entonces una especie de ajuste de cuentas con el cuento cartesiano y expresa
casi trescientos años después con claridad lo que ya había expresado el
genio maligno cartesiano” (Serrano 58).
La afirmación anterior de Serrano se apoya en la interpretación de
Heidegger sobre el concepto de voluntad de poder, para quien “voluntad de
poder es, entonces, voluntad de voluntad; es decir, querer es: quererse a sí
mismo” (Heidegger 46), lo que involucra señalar que la voluntad se tiene a
sí misma como objeto y su propósito es incrementarse al infinito (Serrano
57). Precisamente el carácter productivo y autoafirmante de la voluntad de
poder es, para Serrano, un rasgo que la asemeja a la naturaleza abismante,
desmesurada y productiva de artimañas que despliega el genio maligno.
Este análisis nos permite apreciar la dimensión más oscura y soterrada de la
Modernidad, en cuyo pensamiento no prevalece la racionalidad del Doctor
Jekill, sino que la de Mister Hyde (Serrano 93). Pero junto con ello, nos
permite apreciar la presencia del terror al interior del propio pensamiento
moderno a través de la figura de un genio maligno que el relato de Descartes
no logró exorcizar, y que significará el desarrollo de este a través de la obra
de filósofos como Nietzsche.
Lo anterior no significa que el vínculo entre la filosofía moderna y el terror
implique un giro hacia la irracionalidad. Como señala Antonio Castilla (2015),
el pensamiento filosófico moderno en relación con el terror no da a lugar a
“una parálisis de la capacidad racional de sujeto, sino más bien […]
desencadena en éste el pensamiento, es decir, como lo que ‘da a pensar’”
(Castilla, 188). De este modo, el terror no se relaciona con lo irracional ni
impide al sujeto pensar, sino por el contrario, es la base sobre la cual se
despliega todo pensamiento.
No obstante lo anterior, el terror sí involucra una interrupción, un corte
brusco y profundo, tanto sobre la corriente del pensamiento como sobre la
experiencia. Como señala Castilla:
  El terror es para esa filosofía el lugar de una escisión entre la
  experiencia y el pensamiento, y ello en primera instancia porque, […],
  mientras es experimentado no puede ser pensado, pero también, y sobre
  todo, porque a partir del momento en que ya no se lo experimenta más,
  se convierte en el origen de todo pensamiento verdaderamente digno de
  ese nombre (188).
La irrupción del terror sobre el sujeto instala un quiebre entre el
pensamiento y la experiencia en tanto el pensamiento no halla ideas ni
conceptos que le permitan concebir lo que acontece, pues el sujeto se ve
enfrentado a algo que lo retira y expulsa de la continuidad del mundo en el
que se encuentra. Aun así, es este corte el que permite que el pensamiento se
invierta, se altere y despliegue hacia nuevos límites, que produzca ideas y
conceptos que le posibiliten abordar la realidad en sus dimensiones más
soterradas y silenciosas.
El carácter productivo en ideas que desencadena el vínculo entre la filosofía
y el terror en la Modernidad proporciona claves que nos permiten repensar
el sentido y valor de dispositivos como el cine -particularmente del cine de
terror- en relación con la manera en que se organiza y despliega la
experiencia del terror a través de las imágenes.
El retorno de los fantasmas: La realidad dislocada
Como hemos señalado, la filosofía ha manifestado un interés por el fantasma
y el terror que es posible rastrear históricamente. Dicho interés ha perdurado
en el pensamiento y obras de distintos autores contemporáneos,
particularmente en Jacques Derrida, quien desde su obra Espectros de Marx.
El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional (1995),
manifiesta un destacado interés por el concepto de “espectro”, en tanto es
una noción clave que le permite revisitar la figura de Marx y el marxismo,
con relación a la cuestión de la deuda, la herencia y la técnica (85).
No obstante, es en Ecografías de la televisión (1998) -texto que recopila las
entrevistas que realiza Bernard Stiegler a Derrida- donde se vincula la figura
del fantasma con la experiencia particular que el cine despliega. En dicho
texto, el filósofo analiza las declaraciones -improvisadas- que realizó en el
filme Ghost Dance (1998), en donde afirmó: “El cine es una ‘fantomaquía’.
Dejen volver a los fantasmas. Cine más psicoanálisis; el resultado es una
ciencia del fantasma. La tecnología moderna, contrariamente a las
apariencias, aunque sea científica, decuplica el poder de los fantasmas”
(143).
Derrida establece una conexión entre el fantasma y la tecnología
cinematográfica que posteriormente volverá a confirmar en la revista
Cahiers du Cinéma (2002), donde señala: “La experiencia cinematográfica
pertenece, de parte a parte, a la espectralidad, que yo vinculo a todo lo que
se ha podido decir del espectro en el psicoanálisis -o a la propia naturaleza
de la huella-" (Derrida, 333).
Para Derrida el vínculo entre el cine y la espectralidad se sostiene en la
capacidad de este para registrar, preservar y reproducir imágenes, las cuales
actúan como huellas fantasmales de un pasado que se hace presente, que
sigue operando y causando efectos sobre la realidad. De esta forma, el cine
se establece como una máquina visual basada en la producción,
multiplicación y proyección de fantasmas que refieren a una realidad
marcada por la presencia y la ausencia, cuya imagen cinematográfica que se
desliza en el umbral entre el ser y no-ser involucra el retorno de lo
desaparecido.
Desde esta perspectiva el fantasma expresa un tipo de fenómeno que oscila
entre el pasado y el presente, entre la aparición y la desaparición, entre la luz
y la oscuridad. Pero también entre la realidad y la fantasía pues, como
analiza Ana Carrasco, el fantasma es una figura que instala la cuestión
acerca de si es un producto de la fantasía del sujeto, un error de la
percepción o un fenómeno de la realidad captado por su conciencia.
Al respecto, el enfoque de Carrasco nos permite un análisis alternativo, no
centrado en dar cuenta de la existencia real o no del fantasma, sino en cómo
su figura moviliza al pensamiento y afecta la realidad, o como diría Castilla,
como el fantasma es, al igual que el terror, algo que “da a pensar”. Sobre
esta base, es relevante la línea etimológica que Ana Carrasco construye
sobre el término fantasma:
   Fantasma procede de una familia etimológica cuya raíz última, *bh(e)a.
   Significa “aclarar” o “brillar”, de donde surge phôs, literalmente “luz”.
   Así con la idea de fantasma va aparejada la de “mostrar”, “poner a la
   luz” o “dar a conocer” (gr. phaíro) y la de “brillar, aparecer, hacer
   visible”, cuyos conceptos apuntan a la luz (phôs): lo que se ve y
   permite ver (54).
Contrario a la visión de sentido común que considera al fantasma una
criatura de la oscuridad ligada a la ignorancia o desconocimiento del sujeto,
mediante la línea etimológica que establece Ana Carrasco se puede apreciar
que el fantasma es una figura relacionada con la luz, con el acto de hacer
aparecer, permitir ver y dar a conocer. Esto implica afirmar que el fantasma
es una aparición que muestra y revela algo, que ilumina aquello que se
encontraba en la oscuridad y que era ignorado por el sujeto.
Por otra parte, junto con ser un destello que ilumina, como señala Ana
Carrasco, es imprescindible mencionar que el fantasma siempre es el
fantasma de alguien, y que por tanto involucra el retorno de lo desaparecido
y olvidado. Precisamente, el resplandor que marca la aparición del fantasma
es la ocasión para iluminar aquello que ha permanecido ignorado por el
sujeto, pero ¿qué es lo que ilumina o muestra el fantasma? De acuerdo con
Carrasco, el fantasma como figura del umbral que fluye entre la luz y la
oscuridad, la memoria y el olvido, muestra una realidad que no se somete ni
organiza bajo la lógica del ser y no ser, porque el fantasma es aquello que no
siendo, es.
   El fantasma no es una nada ni una nadería. Se trata de pensar en el
   modo de ser del fantasma, en el estatuto de aquello que, no siendo
   como tal, es o, dicho de otro modo, en aquello que no siendo un ente
   tiene una entidad. La cuestión del fantasma es, por tanto una cuestión
   ontológica que se interroga por lo que conforma nuestra realidad, por lo
   realmente real, por la ficción y por los mecanismos de
   homogeneización (Carrasco 80).
Desde esta perspectiva, el fantasma remite a un modo de ser que significa un
cruce y choque entre el ser y el no-ser, pues refiere a un “viviente muerto”,
cuya aparición remite a algo que ya no está, pero que persiste en existir
(Carrasco 23) por medio de apariciones que acosan al sujeto. Pero, también,
el fantasma es un fenómeno que acosa a la realidad en tanto cuestiona la
supuesta homogeneización del mundo así como la pretendida estabilidad y
distinción de las cosas, entre aquellas que son y no son: “El fantasma
subvierte, invierte, trastorna, trastoca la realidad porque deja ver algo que
‘sobra’, que no se deja integrar de ningún modo en el marco en el que surge”
(Carrasco 108).
La capacidad del fantasma de socavar los principios ontológicos de la
realidad sobre los cuales el individuo organiza su mundo, junto con la
incapacidad de este de abordar el exceso que el fantasma trae consigo, bajo
la lógica y conceptos tradicionales de una epistemología fundamentada en la
separación entre las cosas que son y no-son, son motivos de terror y angustia
para el sujeto. Un terror que no es tan soólo hacia el fantasma, sino hacia
aquello que se oculta bajo su aparición y que deja vislumbrar de forma fugaz
-que nos retrotrae a la figura del genio maligno- la posibilidad de que el
sujeto esté atrapado en un tejido de engaños del cual no puede escapar.
No obstante, como se ha señalado, el terror es una experiencia que lejos de
paralizar racionalmente al individuo, lo impulsa a pensar, a percibir,
comprender y experimentar la realidad en todas sus dimensiones, incluso las
más soterradas. Un ejercicio que requerirá del sujeto suspender, al modo de
una epojé fenomenológica, los presupuestos y prejuicios en relación con lo
que es real o no, y más bien enfocarse a describir esta aterradora experiencia
desde lo dado a la percepción. Lo anterior no es una experiencia extraña,
pues en el ámbito del cine cada película de terror constituye una invitación
al espectador para dejarse llevar por esta emoción.
El cuerpo del terror: El acoso del genio maligno
Tradicionalmente, el cuerpo es motivo de sospecha y ha sido marginado del
ámbito epistemológico al ser ocasión de errores de percepción que
producirían conceptos e ideas falsas de las cosas. Entre aquellos filósofos
que rechazan toda intervención de los sentidos en el desarrollo del
pensamiento y conocimiento, se encuentran Platón y Descartes quienes,
desde sus respectivas filosofías, hicieron prevalecer la razón por sobre todo
aquello que podía informar y experimentar el cuerpo.
No obstante, el terror frente al fantasma es una experiencia que es imposible
sentir y pensar sin el cuerpo, sin todas las manifestaciones físicas que este
desencadena y que acompañan al sujeto en su proceso de percibir, conocer y
descubrir aquello que ha ocasionado su terror. Por esto, es necesario plantear
una especie de “exorcismo epistemológico” que libere de los prejuicios que
señalan que solo es posible producir conocimiento y hacer ciencia desde una
actitud objetiva, neutral y libre de las pasiones del cuerpo, en la cual los
fantasmas son marginados como errores perceptivos o fantasías. Esto no
significa avalar las pretensiones de ciencia de los estudios sobrenaturales -no
es el objetivo probar la existencia de seres supraterrenales- sino, como ha
señalado Ana Carrasco, dar cuenta de cómo tanto la figura del fantasma
como el terror movilizan el pensamiento y alteran la comprensión de la
realidad.
Con esto en vistas, la película uruguaya La casa muda (2010) del director
Gustavo Hernández es una ocasión precisa para observar la puesta en escena
del terror y cómo al alterar al sujeto lo coloca en cierta disposición a conocer
desde otra perspectiva. La película desde el comienzo ubica al espectador en
actitud de incertidumbre, pues comienza declarando que está “basada en
hechos reales”, lo que implica señalar que el filme comprometerá la
realidad, es decir, pondrá en entredicho la comprensión de esta y solicita al
sujeto-espectador que tome una postura en consonancia con los nebulosos y
confusos hechos que serán narrados.
La película tiene como protagonista a Laura, una joven de aproximadamente
veinte años, quien llega junto a su padre Wilson -jardinero- a una solitaria y
arruinada casa de campo por encargo de su dueño Néstor, un hombre de 50
años quien les solicita que arreglen el jardín que rodea la casa y que limpien
y reparen algunas habitaciones del primer piso. Desde el momento en que
Laura mira con curiosidad la casa y entra en ella, esta se convierte en el
espacio en donde la realidad comenzará a mostrar sus fisuras, cual si fuera
habitada por un genio maligno que acosará a Laura por medio de ruidos,
movimientos e imágenes que hacen retornar los fantasmas del pasado que
ella reprime y oculta.
La casa como espacio amenazante es un tópico dentro del género de terror,
ya que muestra que aquel lugar considerado por excelencia como un ámbito
de protección y seguridad es también un sitio cuyas paredes silenciosas
contienen fantasmas que acechan a sus habitantes. En el caso de Laura,
desde el comienzo experimenta una sensación de extrañeza e inquietud
dentro de la vivienda que se manifiesta en su mirada atenta, sus
movimientos cuidadosos en medio de la oscuridad y en la intensa curiosidad
que siente por los objetos que abarrotan las habitaciones, particularmente los
espejos y fotografías que no dejan de resultarle familiares.
Esta exploración en medio de la oscuridad es uno de los primeros
movimientos que desencadena el incipiente terror que experimenta, y como
tal es expresión de su disposición a conocer y comprender el espacio que la
rodea, de manera de descubrir el objeto que causa tal perturbación interna en
ella. Un primer movimiento que se intensifica cuando, mientras intenta
dormir en una de las sillas con su padre frente a ella, escucha pasos rápidos
y movimientos de puertas que se abren y cierran de forma urgente, junto con
el sonido de cuerpos que son arrastrados y el chirriante ruido de una sonaja
en el segundo piso.
Tales sonidos que actúan como psicofonías que solo ella capta, pues su
padre asegura no escuchar nada, colocan en estado de alerta a Laura, en un
nivel más alto de terror que la obliga a tomar una hoz y explorar con mayor
sigilo y cuidado los cuartos de la casa. En este punto, el cuerpo de Laura
exhibe todas las manifestaciones del terror: sudor, lágrimas, ojos dilatados,
respiración acelerada y una percepción auditiva más sensible, todo lo cual la
instala en un nivel de percepción aguda, atenta a cualquier cambio en el
ambiente, que finalmente la conduce frente a una puerta tras la cual cree que
se encuentra la fuente de peligro.
Junto con la casa como espacio de peligro, los ruidos extraños tras una
puerta son un tópico más dentro del género fílmico del terror, convirtiéndose
en un cliché y motivo de parodias, pues la mayoría de los espectadores
saben que la apertura de esta por el personaje significa la mayor parte de las
veces la muerte de este. No obstante, es un gesto que aunque repetitivo es un
acto inevitable, pues la puerta como símbolo del umbral que separa
realidades debe ser abierta por el protagonista, ya que el terror que
internamente lo posee lo insta a abrirla, a cruzar ese umbral y descubrir y
conocer aquello que está dislocando su realidad.
Como era esperable, Laura abre la puerta y, ante la aparición repentina e
inesperada de su padre detrás de ella, por error lo corta en el pecho con la
hoz. Frente a este hecho que se presenta como un accidente, el cuerpo de
Laura es atravesado por el dolor y la angustia, cubriéndose de sangre,
lágrimas y mucosidad. La condición aterrorizada y desesperada de Laura
evidencia cómo el terror altera de forma plena cada resquicio del cuerpo y
de la mente, colocando al sujeto en un estado que se debate, por un lado, por
la seguridad y supervivencia, mientras que, por otro lado, por colocar en
riesgo la vida al buscar descubrir qué es lo que está sucediendo, qué es lo
que oculta la casa, qué significan aquellos ruidos y pasos en el segundo piso.
El segundo piso de la casa, prohibido para los recién llegados, es un nuevo
espacio de resquebrajamiento para la protagonista que en cada habitación se
enfrenta a diversos objetos que la acosan: pinturas de personas sin rostro,
espejos quebrados y una maltratada muñeca. Una serie de elementos que
aluden a la confusión interna que ha experimentado Laura desde que entró a
la casa, que paso a paso la han conducido a una desestabilización de su
conciencia, a una pérdida de la identidad que le impide reconocerse a sí
misma y a sus actos.
Esta incertidumbre interna nos remite a la experiencia del terror que, desde
la figura del genio maligno, se ha desplegado de forma paralela al yo
cartesiano. Aquí la certidumbre de la existencia del sujeto se desprende de la
posibilidad de ser víctima de un engaño que abarca toda su realidad
conocida. Laura se encuentra en este punto del terror -similar al
experimentado por el sujeto cartesiano frente al genio maligno- en el cual el
engaño está pronto a revelarse como lo único cierto para ella, pero para ello
es preciso que Laura experimente un terror que va más allá del simple
miedo.
La distinción entre miedo y terror se sustenta en torno al objeto que
desencadena esta experiencia. De acuerdo a Antonio Castilla, “lo propio del
miedo es tener un objeto exterior, mientras que el terror tiene que ver con un
descentramiento esencialmente subjetivo, y que por ello en ese estado no es
ya la vida biológica, sino la identidad individual lo que el sujeto
experimenta como puesto en peligro” (232). Precisamente Laura se
encuentra en este punto: no puede controlar los espasmos que atraviesan su
cuerpo ni comprender qué significan aquellas fotografías que la muestran a
ella sosteniendo un bebé junto a Néstor, el dueño de casa, así como aquellas
otras fotografías en las que ve a su padre y a Néstor con otras mujeres en
actitudes sexuales, aparentemente drogadas.
Aquellas fotografías actúan como la casa, silenciosamente, a la vez que
constituyen una imagen fantasmal del pasado y por tanto un instrumento del
terror (Castilla 28) que ilumina y muestra la existencia de un engaño que ha
permanecido oculto y desconocido para Laura, y que retorna bajo la forma
del fantasma de una niña -su hija Sofía- que la mira desde el espejo. El
mismo espejo que refleja la imagen de ella matando a Néstor, y que le
devuelve su mirada que, en este punto, “se vuelve fuente de inquietud e
incluso de espanto al observar no sólo la aparición visible, sino el nuevo
espacio del que emerge, que se abre y abisma en su oscuridad” (Carrasco
47). Es decir, que le permite comprender lo que ha sucedido y entrever esa
otra realidad que hay tras las imágenes y sonidos fantasmales.
El viaje que experimenta Laura en La casa muda es un movimiento que
transita desde una inquietud natural, al estar en un lugar presuntamente
desconocido, hasta un terror que le muestra y revela el engaño sobre el cual
se sostenía la certidumbre de su existencia y de aquello que consideraba su
yo más propio. Un viaje que culmina con la revelación de la grieta que
habitaba en su realidad, que conduce al derrumbamiento total de los
fundamentos sobre los cuales se sostenía, en el momento en que reconoce
que ella era quien, desde el principio, emitía tales ruidos en el segundo piso,
producidos mientras mataba a su padre y Néstor por los abusos sufridos por
ella y por otras mujeres, así como por la muerte de su hija Sofía.
De forma muy similar al sujeto cartesiano acosado por la posibilidad de un
genio maligno, Laura descubre que lo único verdadero en su existencia era
el engaño, la sospecha de estar atrapada dentro de una realidad tejida de
artificios y mentiras. Un descubrimiento que no conduce a la posibilidad de
acceder a una realidad más certera y confiable, por el contrario, cae en una
nueva red de ilusiones en la que la protagonista se imagina caminando junto
a su hija hacia la casa de su madre cuando, en realidad, en su mano solo
carga una muñeca. Este giro desvela que finalmente el genio maligno sigue
operando en la conformación de la realidad y que por tanto el engaño es el
material de la existencia del sujeto.
De esta forma, La casa muda se convierte en ocasión de apreciar cómo el
terror, lejos de paralizar e impedir razonar al sujeto, es una experiencia que
abre otra vía de conocimiento, una en la cual el cuerpo participa
activamente. En oposición a un conocimiento producido bajo condiciones
marcadas por la objetividad, la mesura e impasibilidad del sujeto, el terror
que experimenta Laura exhibe la existencia de un conocimiento marcado por
el cuerpo, donde la mirada inquieta y dilatada, el sudor, las lágrimas, la
respiración acelerada y la sangre expresan la disposición del sujeto a
explorar, descubrir y conocer una realidad que no se presenta clara y distinta
sino, por el contrario, oscura, frágil y con grietas.
Conclusión
El fantasma y el terror son elementos que están presentes en la constitución
del pensamiento filosófico, pero también en la experiencia subjetiva, con
relación a cómo el sujeto conforma una idea de sí mismo, así como de la
realidad que lo sostiene y rodea. Esto los convierte en la dimensión paralela
del pensamiento, aquello que mantiene en vilo el pensar, que lo trastoca y
confunde, a la vez que lo impulsa a desplegarse bajo nuevas vías.
Dicho gesto se produce, por un lado, porque el fantasma es una figura que
pone en entredicho la conformación y distribución de la realidad entre el ser
y el no-ser por medio de la persistencia de aquello que dejó de ser, que
insiste en ser. Lo que involucra aceptar el retorno de lo ausente y olvidado
dentro de la memoria y el pensamiento, así como atacar la visión
homogénea del mundo al multiplicar las posibilidades de ser y no-ser, más
aún frente a la producción permanente de imágenes fijas, en movimiento y
virtuales que incrementan, propagan y liberan fantasmas a través de la
realidad que no solo duplican objetos, sino que también los sustituyen. Lo
anterior fuerza al pensamiento a aceptar la posibilidad de que existe mucho
más de lo que se observa, en tanto tras la imagen destellante y fugaz del
fantasma hay un exceso que no se puede integrar dentro de la realidad
uniforme.
Por otro lado, el terror que personajes como el genio maligno introducen
dentro del pensamiento fuerza a este a reconocer que la certeza de la
subjetividad se basa en la posibilidad de un engaño, lo que, evidentemente,
no otorga un fundamento estable y confiable al sujeto, sino por el contrario,
como señalan filósofos como Nietzsche, dejan al sujeto a los vaivenes de la
voluntad que siempre quiere incrementarse y desplegarse. Lo positivo de
esto es que el terror, como señala Antonio Castilla, no significa la parálisis
del pensamiento ni la caída de este en la irracionalidad, sino la producción
de un pensamiento que se reinventa hacia nuevos caminos.
Todo lo anterior, la presencia del fantasma y el terror dentro del
pensamiento, tiene efectos directos sobre el conocimiento y su producción,
pues el terror es un afecto que altera no solo el pensamiento, sino que
también se manifiesta explícitamente en el cuerpo por medio de sensaciones
que lo colocan en estado de alerta y peligro. Sensaciones que
tradicionalmente son concebidas como elementos que impiden al sujeto
pensar y razonar con la mesura y objetividad necesaria para comprender los
fenómenos que lo rodean, pero que, por el contrario, como exhiben películas
de terror como La casa muda, son elementos que acompañan al sujeto y lo
disponen a una forma de percibir y conocer más aguda, que le abre la
posibilidad de descubrir y enfrentar la revelación que trae consigo el
fantasma.
De esta forma, el terror es una experiencia que le permite al sujeto soportar
la disolución de su subjetividad, la pérdida de aquello que consideraba más
certero, su yo interno y aceptar el resquebrajamiento de la realidad.
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Recibido: 26 de Julio de 2
https://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-
71812020000100151