¿Qué hacer con la gente vulgar?
Categoría: Ensayos
Creado en Viernes, 05 Agosto 2016 01:37
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Por Alan Pauls
“We are the makers of manners, che”, dice Horacio Oliveira en la última página de Rayuela. La
frase, altiva y categórica, parece cerrar con doble vuelta de llave una novela que apostaba su
necesidad y su pertinencia a la audacia de un programa narrativo abierto, modular, manipulable,
incluso infinito. Por lo demás, todo en ella parece exudar arrogancia, impunidad, dandismo: el
hecho de que Oliveira la pronuncie en inglés (la lengua en la que el Beau Brummel o Wilde solían
imponer sus maneras) y la remate con ese che, el fetiche más icónico y exportado de la lengua
argentina; el hecho de que la use en un contexto demasiado débil para merecerla, para desoír la
prohibición de fumar que le enrostra su amigo Etienne y prender un cigarrillo en un pasillo de
hospital; el hecho de que quien la profiere, Oliveira, el protagonista de la novela, que en el
capítulo 155, en ese final que se resiste a serlo — porque, si le hiciéramos caso a Cortázar y nos
espantara el peligro de quedar reducidos a la humillante categoría de lectores-hembra, para dar
con el final final, el verdadero falso final de ese loop monumental que es Rayuela, tendríamos que
pasar de ese capítulo, el 155, al 123, y del 123 al 145, y del 145 al 122, y así de seguido a lo largo
de unas trescientas páginas—, derrocha suficiencia, en el 56 estará desvariando en el bajoventana
del primer piso de una clínica psiquiátrica bastante poco dandy, por cierto, a la que entró algunas
páginas antes, o después, contratado para hacer las veces de guardia y vigilar a una pandilla de
internos que —todos numerados, como capítulos de una novela— parecen menos víctimas de la
demencia que de la vulgaridad estándar de la clase media.
“We are the makers of manners, che”. Puesta en boca de Oliveira, la sentencia es otro de los
alardes que distinguen a los socios del Club de la Serpiente, la francmasonería de bohemios cuyas
divagaciones, a caballo entre el surrealismo, el zen y la gran tradición del modernismo novelístico
del siglo XX, suelen dejar sistemáticamente de lado a las mujeres y demorar la hora de cierre de
los cafés de París. Puesta en boca de la novela, en cambio, adquiere un valor profético extraño,
inesperado aun para su autor. En 1958, cuando recién empieza a balbucearRayuela, Cortázar, en
efecto, sólo tiene en mente el deseo vago, un poco compulsivo — abonado por la lectura flagrante
de Musil y la más secreta de Macedonio Fernández—, de acabar de una vez por todas con el lastre
psicológico que embota al género novela. “Terminé una larga novela que se llama Los premios y
que espero leerán ustedes un día”, le escribe a Jean Barnabé. “Quiero escribir otra, más ambiciosa,
que será, me temo, bastante ilegible; quiero decir que no será lo que suele entenderse por novela,
sino una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y
también, por qué no, de muchos fracasos”. Unos meses después, el “resumen” empieza a
precisarse y cobra un sentido programático: “Lo que estoy escribiendo ahora”, dice, “será (si lo
termino alguna vez) algo así como una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se
petrifica ese género (…) Quiero acabar con los sistemas y las relojerías para ver de bajar al
laboratorio central y participar, si tengo fuerzas, en la raíz que prescinde de órdenes y sistemas”.
“Si lo termino alguna vez”, “si tengo fuerzas”: hay algo mesiánico en la tarea que Cortázar se
impone, la obstinación y el temblor de un cruzado. Pero su misión, en todo caso, es menos
etnográfica que literaria, tan literaria como sus armas (la poética surrealista), sus modelos
(Rimbaud, El hombre sin atributos, el Ulisesde Joyce) y la fortaleza que se prepara para asediar.
Tres o cuatro años después, sin embargo, Rayuela le daba la razón más a Oliveira que a Cortázar y
demostraba ser la fábrica de costumbres más prodigiosa que la literatura argentina haya
engendrado en el siglo XX. Todos los cenáculos de café adoptaban el enciclopedismo, la actitud de
hedonismo cultural, la gratuidad, los modos ácidos y despectivos del Club de la Serpiente. Todas
las chicas de Buenos Aires querían ser la Musa, es decir: la Maga, ese cóctel de buena salvaje y
lunática glamorosa que enloquecía a Oliveira a fuerza de intuición y de ignorancia, de virginidad y
de perspicacia, y que estetizaba la vida —la propia, la de Oliveira, la de la bohemia porteña—
gracias a un savoir faire en el que confluían el art brut de la indolencia y una especie de puntería
involuntaria, cien por cien budista. Como la Maga, suerte de Duchamp despistada e involuntaria,
todas las chicas de Buenos Aires querían que sus bidets, a fuerza de un sutil “olvido artístico”, se
convirtieran primero en objetos inútiles, luego en macetas con plantas, por fin en esculturas. Y
Cortázar, por su parte, inauguraba los años 60 con una paradoja desconcertante: después de
pasarse cuatro años enterrado en la escritura de un libro “ilegible”, se convertía en el primer
escritor pop de la literatura argentina. La crítica —la todavía balbuceante crítica de la época—
acusó recibo de los ardides formales de la novela y celebró su ambición adá- nica, de tabula rasa.
“Rayuela, una búsqueda a partir de cero”, tituló Ana María Barrenechea la reseña que signaría
durante años las lecturas cortazarianas. Pero lo que hizo de Cortázar una estrella de la industria
cultural, lo que llevó su rostro al póster callejero y su voz al disco, lo que hizo posible incluso que
una bodega de Mendoza expropiara su apellido para una publicidad gráfica de vinos, no fue el
famoso tablero de dirección que abría la novela, ni el esquema de lectura lúdico-combinatorio que
recomendaba (pero sólo recomendaba) adoptar a su hipotético falansterio de lectores-macho, ni
el frondoso capital de reflexiones metanovelísticas que acumulaban los capítulos “prescindibles”.
Era el “mundo sensible” de Rayuela: su soltura romántica, su olfato sagaz para la etnografía
cultural, su despreocupada desesperación, la destreza con que reescribía la mística estético-
amorosa de la Nadja de Breton. Sólo el efecto de empatía provocado por ese imaginario a la vez
original, exótico y perfectamente reconocible podía explicar que una revista de actualidad política
como Primera Plana, cuyas tiradas promedio orillaban entonces los 100 mil ejemplares semanales,
decidiera el 27 de octubre de 1964 poner en su portada no la foto del político, el burócrata o la
celebrity de turno sino la imagen de Cortázar, y dedicarle cinco páginas enteras.
Todo esto se había licuado ya en el mitológico prestigio cultural de Buenos Aires —el mismo que,
mientras consagraba un libro “ilegible” comoRayuela, reconocía también al Bergman pionero de El
séptimo sello o Un verano con Monika—, todo esto empezaba a ser un jugoso objeto de nostalgia
para mis padres cuando yo leí Rayuela por primera vez. Estamos hablando de 1972. Yo tenía 13
años, una muy buena edad para debutar en el snobismo. Porque ¿qué podía querer leer yo, un
pelandrún que seguía descascarándose las rodillas en el patio de la escuela y se babeaba de terror
y placer cuando el transatlántico de La aventura del Poseidón quedaba patas para arriba y los
pasajeros tenían que aferrarse al piso para no estrellarse contra el techo —qué podía buscar yo en
un libro de 635 páginas llenas de citas, epígrafes, advertencias, cambios de tipografía, capítulos
intercambiables, un libro que no terminaba en la última página sino mucho antes, que no
terminaba una vez sino dos, tres, veinte veces?
Es cierto que yo no era exactamente un recién llegado. Había leído a Cortázar. Pero el Cortázar
cuentista, el Cortázar de Bestiario, de Las armas secretas, del formidable “El perseguidor”, incluso
el de Los premios, que recuerdo que leí durante un verano pródigo en anginas en Miramar, la
ciudad balnearia más fea del universo —ese Cortázar, para el lector inocente y por lo tanto
extraordinariamente serio que yo era, era un escritor serio; es decir: primero, alguien invisible, sin
rostro, borrado por las palabras que escribe; y segundo, alguien que sólo por error, o por un
malentendido, o por algún imperdonable abuso de mi parte, podía —cuando hablaba en sus libros
— estar hablándome a mí. Y con Rayuela creo que lo que sucedió fue eso: Cortázar, en cuyos libros
yo había estado infiltrándome como un intruso, viajando de incognito, sin boleto, como el
personaje de polizón que creo que falta en el elenco de desgraciados de La aventura del Poseidón
—el Cortázar deRayuela, digo, me tenía, como quien dice, extrañamente en la mira.
Es una extraña impresión, y es tan intensa y nítida ahora como el día en que abrí por primera vez
mi ejemplar de Rayuela, decimocuarta edición, diciembre de 1972. El mismo ejemplar, por otra
parte, que releí para escribir esto y que el uso y el tiempo, mimetizados con el carácter hágalo
usted mismo que Cortázar le dio al libro (pero no con el itinerario propuesto por el tablero de
dirección), va deshilachando con amorosa delicadeza en un puñado de cuadernillos desorientados.
La tapa y la contratapa han desaparecido, probablemente raptados por los dos libros que lo
escoltan en el estante, ambos de Cortázar. No es mi favorito; tampoco el que más veces he leído;
pero debe ser el libro más subrayado, sobreescrito y glosado que hay en la biblioteca. Tiene tantas
anotaciones en los márgenes que ya es casi una edición crítica. Pero ese ejército de rayas,
asteriscos, círculos, signos de exclamación o de pregunta, comentarios telegráficos y réplicas
laterales forma menos un tapiz hermenéutico que una geología de lecturas. Son las capas
sucesivas de mi vida de lector, a veces progresivas, a veces antagónicas, las que se superponen a la
manera de un palimpsesto en las páginas del libro: los subrayados con regla y el laconismo
trémulo de los 13 años (“Tablón: puente entre dos mundos. Intento de comunicación en el vacío”);
las pesquisas formales ordenadas por la policía escolar (“Cambio en la narración: del monólogo
interior a la tercera persona omnisciente”); las inspiradas deducciones filosóficas (“Cortázar critica
el racionalismo occidental”); las efusiones jazzeadas (“¡Yes!”); las objeciones viscerales (“¡Uf!”); las
objeciones universitarias (“Oliveira como consumidor ilustrado”).
No sé cuántas veces leí Rayuela. Sé que la leí de todas las maneras posibles. Primero,
amedrentado por sus dimensiones, me atuve al canon corriente y seguí la historia de Oliveira
hasta las tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin en el capítulo 56. Después,
buscando ser aceptado en el club de los cortazarianos puros, me perdí en los zigzagueos sugeridos
por el famoso tablero de dirección. Más tarde me limité a leer los “capí- tulos prescindibles”, como
si la novela se confundiera y agotara con su propia teoría. Terminé leyéndola entera, de principio a
fin, sin zigzaguear pero también sin renunciar a nada, como leería el mingitorio de R.Mutt un
contemplador para quien nada que no tenga forma de cuadro fuera legible. Cortázar hubiera
estado orgulloso de mí, de mi afán, mi dedicación, mi entusiasmo de reincidente vocacional. (Yo,
de hecho, lo estuve durante mucho tiempo.) Lo cierto es que, aun cuando yo no lo supiera, aun
cuando la confundiera con un tributo al libro que la suscitaba, mi condición de lector perverso y
polimorfo discutía y desafiaba el paradigma binario con que el Cortázar de Rayuelapensaba la
práctica, la ética y la política de la lectura. Si el lector-hembra era el lector pasivo, el que lee el
libro en sentido lineal y se contempla en su fachada “con la misma actitud con que contrata a un
sirviente o se sienta en la platea de su teatro: para que lo diviertan o lo sirvan”; si el lector-macho,
activo, era en cambio el que aceptaba extraviarse en una lógica discontinua para ir más allá de la
fachada y volverse un cómplice, un socio, un coproductor del escritor, ¿qué demonios era yo, que
lo había leído de todas las maneras imaginables? ¿Un lector transexual? ¿Un monstruo
inclasificable? ¿Un degenerado?
Hablando de género. Digamos, a modo menos de digresión que de comentario, que Cortázar no
podía prever, hacia fines de los años 50, cuando la acuñó, la violencia y la justeza críticas con las
que un par de décadas de pensamiento feminista demolerían la pareja conceptual lector-macho/
lector-hembra, condenándola a un descrédito que el progresismo cortazariano jamás hubiera sido
capaz de imaginar. Pero digamos también que si no las previó fue porque su hallazgo no fue un
mero accidente terminoló- gico; ya estaba inscripto, en realidad, como valor, como estereotipo
constitutivo, incluso como mitología artística, en el corazón mismo de su trabajo literario. Lejos de
ser el nombre poco feliz de la categoría “progresista”, emancipatoria, que Cortázar estaba
convencido de que era, el “lector-hembra” no es sino la réplica exterior —en el plano de los
modos de uso de la literatura— de la idea paternalista de género que los personajes femeninos
encarnan en el interior de Rayuela —la Maga en primer término, centro vacío, crudo, de una
novela que no cesa de nombrarla, pensarla, hablarla, pero menos para decir lo que es o lo que
hace que para describir todo lo que le falta —lenguaje, saber, conceptualización, nombres propios
—, que es precisamente lo que les sobra a los hombres —Oliveira en primer término— que la fríen
de retórica en el libro.
En Rayuela las mujeres son sensibilidad, contacto puro; tocan (no nombran), ven (no explican),
están cerca (no hablan). O bien creen sin necesidad de ver, dan lecciones sin sospecharlo,
participan del continuo de la vida, ponen cara de no entender, ignoran quién es Juan Filloy, dan en
el blanco sin apuntar, son concretas, no saben hablar pero inventan idiomas. Mezcla de brujas,
enfants sauvages y diamantes en bruto, son la encarnación de una suerte de inconsciente a cielo
abierto, en carne viva, capaz de hacer chispas y aun deslumbrar, pero completamente impedidas
de reconocerlo, igual que los talentos idiotas o los autistas picassianos son incapaces de dar
cuenta de la naturaleza artística de lo que hacen. Por geniales que sean —y la Maga es genial,
como bien se daban cuenta las chicas que en los años 60 derretían a los varones porteños con
frases literalmente extirpadas de Rayuela—, las mujeres son aquí una materia prima, suerte de
arcilla bella y blanda y brillante que adolece de lo que sólo los hombres pueden conferirle: forma.
Tal vez ahí, en ese paternalismo que decreta arrobado que el “ser femenino” es, sólo es, y no tiene
otro nombre ni otra voz que las que le da otro —un hombre—, descanse una de las claves de la
onda expansiva “juvenil”, como de Sartre batido con los Beatles —un trago que en el París de fines
de los 50 debía saber bastante parecido al jazz—, que produjo Rayuela cuando apareció, y con la
que quedó asociada hasta hoy, cuando el marketing de la juventud lleva años desistiendo de
invertir en la literatura, al punto tal que si las encuestas y balances con que la literatura argentina
actualiza cada tanto la cotización de sus valores no olvidan a Cortázar, en rigor lo cuentan menos
como escritor que como el promotor eficaz de una sensibilidad de época más o menos
modernizadora, menos como autor de una obra literaria productiva y vigente que como un
intercesor, un agente de reclutamiento, un formidable iniciador de escritores. El juvenilismo
cortazariano no es sólo el efecto irresistible de un título absolutamente inspirado (Rayuela), capaz
de condensar una utopía de infancia, una matriz lúdica, un color local y la universalidad de una
alegoría existencial. Es, además y sobre todo, el corolario de una de las operaciones que la novela
ejecuta con más énfasis: la estetización del adolecer —una voluptuosidad en la que yo,
adolescente varón abismado en un libro para adultos, podía sentirme perfectamente cómodo
junto a la Maga, junto a todas esas mujeres en falta, mudas, a la vez habladas y oprimidas por las
palabras de los otros, desposeídas o alienadas (para usar una contraseña ideológica de la época,
compartida por la agitación situacionista y el marxismo humanista à la Henri Lefebvre).
La búsqueda de “lo otro”, el “otro mundo”, el “Paraíso”, la inocencia hollada”, la “vida verdadera”,
la “realidad pura, sin interposición de mitos, religiones, sistemas y reticulados”: los espasmos del
trascendentalismo cortazariano sólo se entienden recortados contra ese extraño fondo erótico
que les da forma: el goce de lo incompleto. Así, en Cortázar, la compulsión a la emancipación —
ese “salto” hacia la plenitud que todos sueñan todo el tiempo con dar— no es sino el reverso de
una pasión esclava, tan vaga y genérica como los yugos de los que pretende liberar, esos enemigos
globales, a la vez borrosos y fácilmente localizables, con los que batallan los adolescentes, y en los
que les gusta encarnar la ofensiva de una suerte de totalitarismo simbólico: las nomenclaturas, el
diccionario, la razón, la ciencia, la escuela, el ejército, los curas, la moral, la sociedad en general, la
civilización occidental, emisarios o tentáculos de un principio de opresión general —definir,
clasificar, encasillar: domesticar lo que fluye— que nunca es tan natural y eficaz como cuando se
confunde con el lenguaje mismo. Ya en 1940, cuando cita en una carta el estupor escandalizado de
Rilke —“Y esto se llama perro, y esto se llama casa… ¡Vosotros, con vuestros nombres, andáis
matando las cosas!”—, Cortázar está ensamblando la máquina logofóbica —nombrar es
“embalsamar”, “empobrecer”, “anestesiar”— que veinte años después regirá su imagen del
mundo. “Que lo binario que te afila los colmillos sepa de alguna manera su innecesidad”, se lee
enRayuela. Pero ¿quién más binario que él mismo, Cortázar, que a la hora de pensar la relación
entre el ser y el decir no tiene a mano otro modelo que el de la víctima y el verdugo, el oprimido y
el opresor?
Es notable que Cortázar, que ataca el despotismo dualista desde todos los frentes —la
reconciliación poética, la fusión surrealista, el esoterismo mediúmnico, las religiones orientales—,
no haga en sus libros otra cosa que cultivarlo y multiplicarlo, al extremo de convertirlo en una de
las columnas vertebrales de su poética. “A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo
es dos libros”, advierte el tablero de dirección de Rayuela. Esos dos libros entre los que Cortázar
invita al lector a elegir son bien conocidos: uno —destinado al lector-hembra— es la historia del
amour fou de Oliveira y la Maga, la historia de Talita, Traveler, el Club de la Serpiente, etc.; el otro
—destinado al lector-macho— narra la misma historia, sólo que interferida, intervenida, leída por
la teoría de la novela del héroe que protagoniza los “capítulos prescindibles”, el escritor de
vanguardia Morelli. Pero si Cortázar quería “romper los moldes en que se petrifica” el género y
escribir una “antinovela”, si lo que animaba su proyecto era realmente una pulsión de negatividad,
¿por qué preservó, por qué dividió y luego preservó esos dos libros en el interior de Rayuela? ¿Por
qué no eligió uno solo, el libro múltiple y polimorfo —el “anti libro”—, y enfrentó al lector con el
vértigo de su propia perplejidad, con la indigencia de sus instrumentos de lectura, con la tristeza
de sus viejas creencias artísticas?
Algo es seguro: si Occidente, o la Razón, o la Sociedad, o la Existencia Burguesa —como quiera que
se llame el Monstruo— no habla otro idioma que el de las opciones binarias, la estrategia de
Cortázar, militante anti binario, es siempre la misma: no renunciar a nada. Ni al ser ni al lenguaje;
ni a la Musa inefable ni al Pigmalión logorreico; ni a Buenos Aires ni a París; ni al “lado de acá” ni al
“lado de allá; ni a la novela ni a la anti novela; ni al lector-hembra ni al lector-macho. (El síndrome
no irrumpe con Rayuela. Ya lo registran, por ejemplo, las cartas que escribe a fines de los años 30,
cuando ni siquiera sospecha la “revolución de las palabras” que emprenderá a principios de los 60.
Es como un tic, un reflejo automático que se repite y termina convirtiéndose en un síntoma o un
procedimiento. Sucede cuando Cortázar se pone tedioso, por ejemplo, y se da cuenta de que se ha
puesto tedioso, y en vez de tachar el párrafo del que se avergüenza abre un paréntesis y agrega:
“Francamente debo estar aburriéndola hasta lo indecible”. En otro momento de la
correspondencia cobra conciencia de que se pasa de sofisticado, pero en lugar de corregirse
escribe: “¿Me he puesto sibilino?” O se pone cursi, pero antes que borrar prefiere añadir y dice:
“La imagen es más bien idiota, perdóname”. Cae en una retórica pompier y escribe: “Escribo todas
estas imágenes antes de arrepentirme de ellas”… ¿Por qué Cortázar nunca corrige? ¿Por qué no
elimina lo que sabe que cansa, lo que suena solemne, vulgar o sentimental? La explicación que da
es que le gusta “escribir cartas como vienen”, cartas “no literarias”, “cartas-chorro”. Pero si fuera
así, si la consigna fuera la espontaneidad, ¿por qué entonces esa manía de consignar las
interrupciones, esos momentos de pausa y automonitoreo en que el escritor se vuelve lector y
objeta lo que acaba de escribir? ¿Por qué, además de para dramatizar la escena que más empieza
a interesarle —la escena de la lectura—, si no por esa voluntad de conservarlo y exhibirlo todo, el
lapsus banal y el comentario inteligente que lo delata, el traspié y su puesta en evidencia irónica,
el alarde empalagoso y su condena?)
Se trata, pues, de no renunciar a nada, pero no tanto para hibridar, fundir o trascender los dos
términos de un dilema en un tercero que los supere —según la lógica vagamente hegeliana o
romántica que Cortázar esgrime a menudo—, sino más bien por una suerte de reflejo retentivo:
para no perder nada, para capitalizar de algún modo los horizontes de posibilidades que le abren
ambas alternativas. Como escribe Morelli, el alter ego de Cortázar en Rayuela: “Provocar, asumir
un texto desaliñado, desanudado, incongruente, minuciosamente antinovelístico. Sin vedarse los
grandes efectos del género cuando la situación lo requiera”. O, como el mismo Cortázar le
confiesa a Jean Barnabé: “He querido escribir un libro que se pueda leer de dos maneras: como le
gusta al lector-hembra, y como me gusta a mí, lápiz en mano, peleándome con el autor,
mandándolo al diablo o abrazándolo…” Rayuela, paradigma de la anti novela, no pretende
destronar un modelo de lector burgués, pasivo, confortable, para implantar en su lugar al
hermeneuta lúdico, curioso e hiperquinético que identificaba con el género viril. Pretende
conservarlos a ambos, y para eso es preciso que escriba, piense y narre para ambos: para la legión
masiva de “lectores-alondra” que buscan libros que los solacen y para la logia mínima de
aventureros que están dispuestos a “inventar los puentes” y a “coser los diferentes pedazos del
tapiz”.
De modo que el problema de Rayuela —el de Cortázar en general, digamos— no es tanto un
problema de escritura, de poética, de valores filosóficos (cómo valerse del propio enemigo —el
lenguaje— para abrirse paso hasta la “reconciliación total”, cómo implantar una anti novela en el
corazón de la novela, cómo resolver los atolladeros de la razón occidental). El problema es diseñar
un destinatario. Es, en otras palabras, cómo hacer entrar la vulgaridad en la literatura, cuestión
crucial para un escritor culto que escribe en una época crítica, donde “la historia del arte
contemporáneo se inscribe módicamente en tarjetas postales”, y que antepone al texto de Los
premios, la novela con que pretende despedirse de la vulgaridad de la novela, este epígrafe de
Dostoievsky: “¿Qué hace un autor con la gente vulgar, absolutamente vulgar, cómo ponerla ante
sus lectores y cómo volverla interesante? Es imposible dejarla siempre fuera de la ficción, pues la
gente vulgar es en todos los momentos la llave y el punto esencial en la cadena de asuntos
humanos; si la suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad”. Ésa es la pregunta que
Cortázar contesta en Rayuela diseñando esa figura de lector bífida, bifronte, estrábica, capaz de
ensimismarse en la inmediatez de un estímulo banal y de proyectarse, al mismo tiempo, en un
más allá inestable donde el sentido es una promesa o un enigma. Un lector doble, prosaico y
poético a la vez, con un pie acá, en el presente, y otro allá, en el futuro donde despuntan las
“visiones más puras” que persigue Morelli. En ese sentido, el personaje de Morelli no funciona
como el doble de Cortázar sino más bien como su versión pionera, elleading case que acaso lo
decida a apostar todo a esa verdadera ingeniería de lectura que es su novela. Porque Morelli, hay
que decirlo, es un fracaso: el emblema del artista de vanguardia que rechaza la artisticidad del arte
y busca “lo otro”, la “verdad desnuda”, el contacto “desollado” con la vida”, y en el camino, como
se lee descarnadamente en Rayuela, se queda “casi sin palabras, sin gente, sin cosas, y
potencialmente, claro, sin lectores”.
¿Cómo conjurar, pues, ese fantasma atroz de un absoluto en el vacío, sin destinatarios? La
respuesta está en los capítulos prescindibles de la novela. Morelli, casi agonizante, dice: “Por lo
que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único
personaje que me interesa es el lector”. Con el correr de las páginas, el Club de la Serpiente,
centrifugado por su figura y sus ideas, se transforma paulatinamente en un Club de Lectores. La
respuesta está también en ese final que no lo es tanto: el capítulo 155. Postrado en una cama de
hospital, Morelli recibe a su pareja de groupies recalcitrantes, Oliveira y Etienne, y les confía la
puesta en orden —es decir: la lectura— de su obra. Después de educarlos, el artista del fracaso —
con una pompa tí- picamente cortazariana, una solemnidad de pijama, citas en inglés y cigarrillo
negro sin filtro fumado en un sitio prohibido— unge a sus lectores. Oliveira vacila. ¿Y si se
equivocan? “Ninguna importancia”, dice Morelli. “Mi libro se puede leer como a uno le dé la gana.
Liber fulguralis, hojas mánticas, y así va. Lo más que hago es ponerlo como a mí me gustaría
releerlo. Y en el peor de los casos, si se equivocan, a lo mejor queda perfecto”. Ésa es la verdadera
manera que Oliveira (y la novela) se jactan de imponer.
Tal vez ahora se entienda mejor por qué yo, en 1972, un mocoso de 13, me sentía en la mira de
Rayuela. O más bien a qué clase de yo —qué yo en proceso— interpelaba esa figura de lector
estrábico desde las páginas de la novela, y por qué la novela quedó soldada para siempre a cierta
imagen mesiánica, a la vez bella y desoladora —la imagen de una novela cuya misión es iniciar y
reclutar, educar y promover, formar y elevar… lectores. ¿Entendía yo, mocoso de 13, lo que decía
Rayuela? Tal vez no. Seguramente no. Pero Rayuela —libro de asilo y no de revolución— me
integraba: había ahí un lugar, no sólo para mí, para mi yo mocoso de 13 desvelado por la
vulgaridad del barco dado vuelta deLa aventura del Poseidón, sino para mi yo ideal, para todo lo
que yo deseaba de mí, todo lo que imaginaba para mí, todo lo que me veía escribiendo cuando
fuera el escritor que algún día, hoy, si me descuido, terminaría siendo.
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, N° 772, octubre de 2014