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Capital Del Dolor

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Un narrador, Francesillo, cuenta la vida de los principales miembros de su

familia (sobre todo la de su tía Algadefina, con múltiples y variadas


experiencias amorosas) desde comienzos de siglo hasta la guerra civil;
personajes célebres como Picasso, Unamuno, Rubén Darío, Galdós, el
dictador Primo de Rivera, Valle-Inclán y García Lorca mantienen relaciones,
a veces muy íntimas, con alguno de sus familiares, y a través de ellos la
historia privada del entorno de Francesillo se va convirtiendo en la historia de
todo el país, con sus dramas, sus sueños y sus ilusiones, hasta desembocar
en el gran estallido de la guerra. Entre la ficción y la crónica, con humor,
ternura y tremendismo, Umbral pinta, con su inimitable estilo, un brillante y
agitado retablo de la vida de España.

ebookelo.com - Página 2
Francisco Umbral

Capital del dolor


ePub r1.1
Titivillus 13.09.2017

ebookelo.com - Página 3
Título original: Capital del dolor
Francisco Umbral, 1996

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
A mi mujer

ebookelo.com - Página 5
Capital de la gloria.
RAFAEL ALBERTI

Capital del dolor.


PAUL ELUARD

ebookelo.com - Página 6
PRIMERA PARTE

Cara al sol con la camisa nueva


que tú bordaste en rojo ayer.
Cara al sol,
himno de la Falange

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Prólogo
Tablares es una ruina previa, un laberinto de ladrillo y caballones, un proyecto de
escuelas que iba a hacer la República y que ahora, con los altos muros al aire, con
sus rincones de nada y sus escaleras que terminan en la indecisión, tiene algo de
ruina azteca bajo el cielo azul, negro, constelado, alto y bello de última hora de la
tarde.
En Tablares nos reunimos muchos días a esta hora, toda la banda, para fumar el
tabaco de los padres, acechar parejas o masturbadores solitarios, decir pecados o
follar a las últimas cabras que se comen la yerba de Tablares. Pepe, el jefe, trae
desde hace unos días el uniforme, la camisa azul, y juega con el machete que le han
dado en Falange. Pepe es rubio, airoso, con una sonrisa afilada y simpática, que
termina en hoyuelos. Lo que nos propone esta tarde, esta noche, es «jugar a la
circuncisión, como hacen los alemanes».
—¿Y eso qué es?
—Calla y verás.
Parece ser que Hitler les mira la picha a todos los judíos y, como están
circuncidados, o sea que no tienen frenillo, los identifica de hebreos y los condena a
pagar una multa o hace que los persigan y les cierren las tiendas. Algunos llevan el
pelo al cero, con una señal amarilla en la espalda, y sólo pueden circular por la
calzada.
Atropellar o matar a un judío, en Berlín, parece que no es delito. Y es de mucha
risa verlos correr por la calle delante de los coches. Pepe nos ha mandado, esta
tarde, sacar la picha, pero no para mear lejos o meneárnosla, sino para mirarlas una
a una. El que le falte el frenillo es un judío.
—A mí me tira el frenillo.
—Y a mí también.
—Ya mí.
Pepe, por seguir el juego de alguna forma, o no sé por qué, va cortando frenillos
con un puntazo leve de su machete. Para unos es de mucho miedo y para otros
resulta excitante. Y allí estamos, en rueda, o están, con las pichas fuera, duras o
flojonas, esperando el puntazo, sólo una gotita de sangre, no duele nada, ya veréis
que no duele nada, ni siquiera hay que decirlo en casa, sólo un poco de sangre que
os la podéis chupar con saliva, o unos a otros, y nos entra la risa con la ocurrencia
cochina.
Y allí están todas las jóvenes pichas, la picha morena de Gonzalo Gonzalo, la
picha seca y blanca de Germán, que es un mierda, la picha mínima de Isidorín, etc.
Unas valientes y erguidas, otras dobladas, lo que obliga a Pepe a descapullar al
chico con una mano y pegarle el puntazo con la otra. Hay algún grito corto. Pepe
necesita tener el control de todas las pichas de la banda como Hitler tiene el control
de todas las pichas de Alemania. Pepe es nuestro Hitler, sólo que a mí me parece más

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guapo que Hitler y también me da un poco de miedo.
—¿Y tú, Paulo, no la sacas? —me pregunta, llegando con su mirada clara y larga
hasta mi aislamiento.
—Yo no soy judío, Pepe, ninguno somos judíos, y tú lo sabes. No sé por qué tienes
que hacer esto.
—Sin el frenillo se jode mejor.
—Allá cada cual con su frenillo.
—Pues te castigo a pegarte una carrera por el muro alto.
El muro alto es de mucho vértigo y ya es casi de noche. Me puedo matar.
—No, Pepe. Eres nuestro jefe, pero ya vamos creciendo, y si se matase alguno tú
tendrías la culpa.
—¿Quieres decir que te sales de la banda?
—No, porque ya sé que eso es peor, y sois mis amigos, pero en mi picha mando
yo.
Todos ríen. La noche se ha apoderado de Tablares como una religión negra,
como un inmenso murciélago, pero el aire de febrero es ya primaveral. La ciudad
está en silencio, las cabras duermen (sólo alguna se lamenta perdida, como una
princesa miserable), las estrellas están más cerca y hay en nuestro refugio habitual
un olor a sangre, a semen, a miedo y a cuchillo. Más tarde, en casa, en la radio de
mis padres, oigo que el señor Calvo Sotelo ha dicho en Madrid, en el Parlamento,
que si fascismo es lo de Alemania e Italia, él es fascista. Luego, una voz macho
elogia «las imperturbables hileras de los nazis».

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Paulo era un chico dado a periódicos. Paulo leía en casa el periódico de sus padres, el
periódico local, que traía unas grandes letras góticas, muy negras, sobre gran fondo
blanco, como una catedral del periodismo. Paulo conocía a los redactores de aquel
periódico (donde él llegaría a escribir), los leía a diario, tenía sus favoritos y, cuando
veía a uno de ellos por la calle, se pegaba un susto ante la chalina bohemia del
periodista y luego lo seguía por la calle.
Era hermoso eso de ser periodista y llevar chalina o pipa y entrar en los cafés de
periodistas o de políticos con el periódico del día bajo el brazo, portando el propio
artículo, la prosa crujiente de la noche anterior. A Paulo le parecía que a un periodista
se le conocía en seguida y que era imposible tomarlo por un empleado o un
funcionario o un médico. Los periodistas iban «vestidos» de periodistas. A Paulo le
gustaba aquel periódico de las grandes páginas y las grandes esquelas, aquel
periódico que había visto en casa desde pequeño, y en el que estaba pasando siempre
alguna guerra remota, casi como una novela por entregas.
Paulo conocía sobre todo al director del periódico, don Francisco de Cossío, que
era el bohemiazo local, con gran prestigio en Madrid, y que caminaba del periódico al
Casino con dos alas de pelo blanco al viento, los ojos caídos e irónicos, la pipa
anglosajona, la cabeza trastamara, los andares cansinos y audaces al mismo tiempo.
Los artículos de Cossío hacían muy feliz a Paulo, con aquella prosa ligera y fácil,
fluyente, que de pronto se remansaba en una imagen, un pensamiento o una idea de
gran belleza y transparencia.
Pero, sobre este fondo, apareció un día en las paredes de la ciudad un periódico
nuevo, raro, violento, Libertad, que se anunciaba como un panfleto heroico, y que lo
repartían por la calle de Santiago unos chicos con camisa azul, unos estudiantes
agresivos, bellos y peligrosos. Paulo, en la calle de Santiago, tomó uno de aquellos
ejemplares que le ofrecían y se fue a leerlo al fondo de un café solitario. Aquel papel
(eran cuatro hojas) traía unas fotos empasteladas, malas (más agresivas por su falta de
calidad). Eran fotos de José Antonio Primo de Rivera, hijo de un dictador que Paulo
apenas había llegado a conocer. Y otras de Onésimo Redondo, un buen estudiante de
Quintanilla que trabajaba de oficinista y había estado en Alemania visitando de cerca
el nazismo. En sus artículos de mala prosa agraria contaba y cantaba la grandeza y
disciplina de la Alemania de Hitler, cosa que Paulo no conseguía rimar con el título
del papel, Libertad. Se reproducían textos de José Antonio, de Maeztu, de Calvo
Sotelo, de Giménez Caballero, de Ledesma Ramos.
Paulo a unos les conocía la firma y a otros no. En general, la lectura del periódico,
mientras tomaba un café, le dejó un regusto acre, fuerte, desconcertante, de lirismo y
pólvora, de metáforas y sangre. Era el periódico de la Falange y Paulo vio un día a
Pepe, su lejano jefe de Tablares, repartiéndolo por la calle de Santiago. Se escondió
en un portal para no encontrarse con él.
Pero la indecisión, la duda, el desconcierto, germinaban en el alma niña y precoz
de Paulo, que no conseguía elegir ni elegirse entre su viejo periódico bien hecho y

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aquella hoja impresa como con sangre negra.
El caso es que Libertad tenía un bullicio de metáforas, una alegría de intemperie
que no dejaba de atraerle, pero recordó las escenas de Tablares, cosas como lo del
machete de Pepe y las pichas, y ahí intuía un peligro, un pecado, una violencia, algo
que no le gustaba.
Paulo estaba en esa edad en que el niño tiene momentos de hombre y el hombre
adolescente tiene atardeceres infantiles de pan y chocolate, que era cuando la sombra
rubia de Pepe pesaba sobre él (sobre todos ellos) como una fascinación, como un
miedo, como una devoción, como un desafío.
Cada día trae a la vida de Paulo (a quien no le gusta su casa ni su familia ni su
colegio) una indecisión nueva y excitante, un problema, una duda. Lo de Libertad era
como un gañido en mitad de la calle, pero el público de la ciudad apenas si se
interesó por el nuevo periódico (que en general se regalaba), que era fundación del
rústico y dinámico Onésimo, un hombre curtido por guerras donde no había estado,
un señorito con fincas que se sentaba en el Casino de la ciudad a decir que había que
acabar con la burguesía usuraria y el liberalismo caduco. Todo esto, frente a la sonrisa
trastamara, escéptica, irónica, blanda y elegante de don Paco Cossío, que se bebía
despacio el único whisky —dorado, anglo— que se bebía en la ciudad.

Rosa Luguillano, la Luguillana, tiene la cabeza de gitana de Medina, los ojos negros
y vivos, la risa infantil y el cuerpo efébico. Rosa Luguillano, la Luguillana, cuando
desnuda, enseña unos hombros anchos y delicados, unas caderas de efebo, un culo
moreno y efébico, pequeño, unos muslos largos, musicales, con suave y larga
musculatura. Lo más femenino que tiene Rosa Luguillano, la Luguillana, es la voz y
las tetas. Unas tetas, unos pechos grandes, precipitantes, de pezón ancho y majestad
oscura. Los clientes de poca intuición no gustan de Rosa Luguillano, la Luguillana,
pero los clientes finos, la gente bien de la ciudad (abogados del Estado, cajeros del
Banco de España) piden siempre turno para la Luguillana, y le besan los pies grandes
y artísticos, como los de un Cristo de Gregorio Fernández, que está, auténtico o
reproducido, en todas las parroquias fúnebres de la ciudad, y que cobra gran
protagonismo por Semana Santa.
Rosa Luguillano, la Luguillana, es la única puta del contorno, incluidos Medina y
Rioseco, que se atreve a salir de mantilla negra el Viernes Santo, como las hijas de
los condes, los grandes comerciantes y los políticos con mano en Madrid. Y el caso
es que nadie le ha dicho nunca nada, porque Rosa Luguillano impone respeto y
porque se sabe que las viejas chancillerías de la ciudad se la benefician. Paulo ha
visto a Rosa Luguillano en algún Viernes Santo nublado y cárdeno, en alguna
cuaresma de sexo y luto. Paulo ha empezado a ahorrar de su pequeño dinero para
pagarse una tarde con Rosa Luguillano, a la que hace sonetos modernistas, porque la
ama.

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Hasta que un día, con la tarifa justa en el bolsillo, Paulo emprendió el camino de
Rosa Luguillano, un camino de plateresco y juzgados, de palacios y Reyes Católicos,
la entraña histórica de la ciudad, un camino de rías populares y torres góticas, el
camino de la Esgueva, de los tontos al sol, de las clarisas, de la infancia y los
entierros, con el muerto yendo al cementerio por su pie. Un camino barroquizado y
difícil, hasta la zona cimarrona de las vaquerías, los establos, el mugido poniente de
las reses y la hora crepuscular del ordeño.
Paulo iba con el corazón de papel, todo sexo y temblor, Paulo iba con el alma en
un hilo, o con un hilo de amor en el alma.
—¿Está la Rosa Luguillano?
—Está, pero ocupada. Si quieres esperar…
—Espero.
Lo pasaron a un salón/comedor lleno de muebles que olían a asperón, con
espejitos en la madera y artistas de cine retratadas (desnudas), de los programas de las
películas. Paulo fumó y esperó. El tabaco siempre le sabía a hombre, lo hacía
hombre, y los liaba él mismo, con papel zigzag, que era el que se fabricaba en la
ciudad, unos librillos alargados y estrechos con una hoja rosa para avisar cuando se
termina el cuadernillo. Paulo estuvo liando hebra y negro hasta que el oscuro hombre
que estaba con la Luguillana salió a la calle. Al cabo de un poco le pasaron a él.
Don José Calvo Sotelo amenaza en las Cortes con pasar a la acción. José Antonio
amenaza en las calles de Madrid con pasar a la acción. El Gobierno amenaza con
armar al pueblo. Rosa Luguillano, la Luguillana, es amable y tierna con Paulo. Tiene
más años que él y, cuando están en la cama, Paulo puede verle unas canas en la punta
del pelo. «Tú en esto estás pez, ¿no?», le dice la profesional. La mujer del teniente
Castillo, en Madrid, recién casada, recibe un anónimo de la derecha: «¿Por qué te has
casado con un futuro cadáver?». José Antonio no quiere ser un colaborador de Franco
ni de Mola. José Antonio es un señorito a quien no le ha gustado la dictadura de
Hitler ni la de Mussolini, cuando los visita, aunque de este último recibe dinero.
Paulo se corre rápido cuando entra en la vagina profunda, maternal, caliente, húmeda
e íntima de Rosa Luguillano. Rosa Luguillano tiene nombre de jardín y apellido de
torero sin suerte, y así es ella, madrugadora como las flores y fatal como los toreros.
Gil Robles es la democracia vaticanista, pero Calvo Sotelo y José Antonio son el
fascismo de camisa blanca o de camisa azul. En la pequeña ciudad hay quinientos
falangistas. Casares Quiroga, Alcalá Zamora, gentes así llevan el Gobierno de
Madrid. Azaña es guadiánico y reaparece y desaparece de vez en cuando. Azaña
desprecia a Sanjurjo, derrotado, humillado, y por lo tanto a Franco, que va a verle.
Franco es breve, lacónico y eficaz, requemado de Áfricas y traiciones. Paulo se ha
corrido y está inerme en los brazos de su amor. «Ven, que te lavo, calamidad», dice
ella. Y efectivamente le lava la picha, esa picha que quería apuñalar Pepe el
falangista. El mugido de una vaca sentimental, en la vaquería de al lado, es como el
lamento general y rudo del atardecer. Todo ha terminado.

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Mañanas del bar Cantábrico, en la plaza Mayor, esquina a la calle de Santiago. En la
pequeña ciudad hay ya quinientos falangistas, quinientos Pepes con machete, y
seguramente pistola, y varios miles de socialistas. El Cantábrico parece ser el centro
histórico de lo que está pasando. Desde sus cristaleras, Paulo ha visto pasar, un
mediodía, el Ford T de alguien conocido, uno de los cinco Ford T que hay en la
ciudad. Le habían quitado la matrícula e iba lleno de jóvenes falangistas que
asomaban por las ventanillas cantando himnos, exhibiendo armas y amenazando a los
burgueses paseantes. Una metralleta apuntaba a alguien como si fuese a disparar. El
arsenal falangista parece que no se había quedado en el machete de Pepe. (El episodio
se repetiría meses más tarde, pero ya con fuego y sangre.)
«Los hijos de los burgueses amenazando a otros burgueses», se dijo Paulo.
Trataba de escribir algo, de estudiar un poco, de hacer un poema mientras bebía su
vino tinto (mejor que los aperitivos y vermús americanos del bar), y fumaba su hebra
negra que le iba ennegreciendo el alma. Tenía en la mesa algún libro y el periódico de
Cossío. El Cantábrico era la primera catedral del cubismo decorativo que aparecía en
la ciudad, con su simetría de espejos que reflejaban otros espejos, sus columnas
cuadradas y su barra americana. En el bar había militares, funcionarios, algún
falangista, bellas mujeres a lo Penagos, que se habían vestido de parisinas para tomar
el aperitivo. Fumaban rubio y coqueteaban consigo mismas en los espejos.
Paulo pensó en Rosa Luguillano con rubor y deseo. Era la hora feliz y perezosa
del paseo por Santiago, con una primavera previa en la calle, como un marzo
dormido, lento y lleno de vida en las copas del cielo.
La gente aún era dichosa mirándose y dejándose mirar.
—¿Y tú qué coños haces que no te pones la camisa azul?
Un joven falangista se había acercado a la mesa solitaria de Paulo. Paulo conocía
vagamente aquella cara, como todas las de la ciudad. Una cara judía, con la sonrisa
fácil y ancha, el pelo rubio en onda única y barba recia, pero bien afeitada.
—¿Camisa azul, dices? Todas las que tengo son blancas.
—Somos de la misma edad. A esta edad y en este momento, el que no es
falangista es maricón.
El chico no iba armado, al menos visiblemente.
—A lo mejor soy un poco maricón. Pero también soy muy amigo del jefe
falangista de Tablares. Pepe.
—¿Y Pepe no te ha pedido…?
—Lo estamos negociando.
—No hay nada que negociar. Decídete, coño. ¿Cómo te llamas?
—Paulo.
El tipo se había distendido ante el nombre de Pepe. Saludó brazo en alto, a la
manera fascista que Paulo había visto en los documentales de Mussolini, en el cine.
Quedaba un poco ridículo aquel saludo en el cosmopolitismo cubista del bar.

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Paulo no respondió a él y el otro se fue. Pero Paulo comprendió que le hablarían de él
a Pepe, que el acoso, temido y esperado, empezaba ya.
Eran las dos de la tarde. La calle y el bar empezaban a ralear. La gente se iba a
comer. Por la tarde había toros. Comienzos de temporada. Los toros, tan arraigados
en la vieja ciudad castellana, habían cobrado últimamente un carácter patriótico y
distinto, con un exceso de banderas nacionales, señoriteo falangista por los tendidos y
una como hostilidad hacia la zona de sol, donde los ferroviarios, los obreros
industriales de la ciudad, «los rojos», como empezaba a decirse, eran una masa parda
y compacta. Cuando algún torero hacía un brindis al sol, había bronca en las
contrabarreras elegantes, bajo una sombra azul como de Regoyos. Con todo esto,
Paulo había dejado de ir a los toros, salvo cuando se lo pedía algún amigo o amiga. Y
es que la vida de la ciudad se estaba falangizando y crispando de una manera rápida y
misteriosa. Hasta del anuncio de nitrato de Chile, en la plaza de toros, habían colgado
una bandera española y otra que Paulo no conocía, roja y negra, como la anarquista.
Paulo supo pronto que era la bandera de Falange. Aquellos señoritos de clase media,
alguno con aureola de título nobiliario, se habían inventado un anarquismo de
derechas, según la reflexión pesimista de Paulo, que rompió el poema creacionista
que había escrito y se fue a comer.
Zubiri es un falangista joven, como todos, y con cara de Cristo. Zubiri sale con la
tía Delmirina, una de las hermanas de la madre de Paulo. La tía Delmirina es
insignificante, buena y un poco cursi. Siempre calza gorritos y modelos de ropa con
muchos botones, botones decorativos, no de abrochar. Grandes botones cuadrados o
romboidales, muy de la época. Un día, Zubiri, que entra en casa, presenció la disputa
entre Paulo y un primo suyo por un lapicero. Los dos querían dibujar y no había otro
lápiz en la casa. Zubiri intervino, partió el lápiz en dos y le dio una mitad a cada uno.
De esto hace años, porque Zubiri y Delmirina llevan mucho tiempo saliendo.
Paulo considera ahora el episodio lejano y se dice que eso es lo que pretendía el
simplismo de la Falange: arreglar España partiendo los lapiceros por la mitad, las
fincas por la mitad, los palacios por la mitad y el dinero por la mitad. A Paulo no le
parece que esa fórmula contenga ninguna sabiduría política, sino una simplificación
lirificada por José Antonio.

Zubiri cultiva su parecido con Cristo, en la barba y la tristeza de los ojos. Como está
tuberculoso, siempre tiene cara de víctima. Zubiri llena la casa de olor a falangista y
correaje, a manta con pulgas y marcha militar por el espliego. Un día invitó a Paulo a
salir con ellos dos, a pasear por el Frondor.
Y, efectivamente, Paulo, que era entonces muy joven, aceptó. Dieron de comer a
los patos y los cisnes, jugaron a la ruleta con los barquilleros, cruzaron las grutas con
estalactitas y estalagmitas, hojearon libros de versos en la biblioteca de la República.
Hicieron, en fin, toda la Tourné de los Grandes Duques por el Frondor, que siempre

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era la misma. Zubiri, un vasco castellanizado, desafió a la serpiente que no había en
la gruta grande, y leyó en voz alta algunos versos de Antonio Machado, en la
biblioteca. A Paulo le parecía que Machado no había escrito sus poemas para que se
los recitase un fascista español a su novia. Luego se acercaron al amago de feria que
había en el paseo central del Frondor, y Delmirina no se subió en los autos de choque,
porque le daban miedo, de modo que Zubiri se puso al volante, con Paulo de paquete,
y, a cada choque o frenazo, Paulo, siempre pensando en otra cosa, se iba contra su
volante (coches de doble volante) y se daba los dientes contra aquella madera o lo
que fuese.
Estuvo a punto de partírselos, hasta que se agarró bien a la carrocería de latón,
apartándose interiormente del juego de Zubiri, que era el eterno juego de la violencia,
se dijo. Zubiri consumía un turno tras otro, dando más dinero, y no se ocupaba de
Paulo, absorbido como estaba en su gloriosa peripecia infantil, aquel hombre que iba
a cambiar España.
Paulo recordó siempre, y recuerda todavía, aquella excursión, de carabina de los
novios, como una pobre y cruenta demostración de la vocación de violencia de la
Falange. Creían que España era un juego de autos de choque infantiles. Zubiri acabó
contagiándole a Delmirina su tisis (por los besos, se supone), de la que ella murió
pronto, mientras que él se perdería, poco más tarde, en la medianoche de la guerra, de
la que nunca volvió, muerto de una hemoptisis o de una bala. Las convicciones
antifalangistas de Paulo eran autobiográficas, pues, anecdóticas, y él se daba cuenta
de esto.
Quería encontrar argumentos más serios, más graves, para no hacerse de Falange
(la convocatoria era inminente). Y paseaba solitario por la ciudad, con su pantalón
bombacho (que no le gustaba nada), como un principito inglés y dubitativo, como un
mal estudiante, como un hombre perdido. La Falange y los obreros de los trenes eran
ya dos frentes muy claros y cruentos en la vida de la ciudad. El azul pretencioso de
los señoritos, su «camisa nueva», contra la masa parda, marazulmahón y silenciosa de
los ferroviarios. Caminos de hierro del Norte de España. Y la guerra.

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José Antonio Primo de Rivera estaba en la ciudad, hotel Inglaterra, para dar un gran
mitin en el teatro Calderón. Era su bendición suprema a las Falanges de Castilla, a los
hombres de Onésimo y Girón. Y era una apuesta por la ciudad y una conminación a
pronunciarse por la revolución nacionalsindicalista. Era un marzo violento, ventoso y
memorable, con trafalgares de nubes en un cielo navegable y belicoso. Se lo dijeron
los suyos:
—Hay mucho paqueo. Todos los tejados están llenos de pacos. Pueden disparar.
—¿Anarquistas, comunistas, socialistas?
—Obreros de los trenes.
—Ésos no saben montar una escopeta. Haremos el trayecto a pie.
—¿A pie?
—Que se vayan los coches.
Y cruzaron toda la ciudad caminando por el centro de las calles, arremangados y
tensos, con las pistolas visibles, hueste rala, corta y fuerte. Calle de la Pasión, larga y
misteriosa, con iglesias y menestralía. Plaza Mayor, espaciosa, mal lograda, con su
acera de San Francisco, salón de la vieja corte, y la estatua del conde Ansúrez, otro
motivo de exaltación para José Antonio.
Fuente Dorada, con soportales y fotógrafos. Plaza irregular, de plano inclinado,
como una plaza soñada por Chirico, el italiano de moda. Y el despeñadero de la calle
de las Angustias, de una plata sucia, de un adoquinado ilustre, toda de tiendas y
teatros, como un descenso a la judería castellana, como el secreto vaginal y viejo de
la ciudad. Teatro Calderón, corralada enorme de la cultura local, con un siglo XIX
dormido en sus terciopelos rojos, con sueño de peluche, con un pasado reciente e
ilustrado en sus pasamanos de oro y sus barandales de la alta comedia. Harén de
óperas perdidas que le sugirió al poeta local/universal, don Manrique Pellón, luego
maltratado por la Falange, su imagen vanguardista «óperas de incógnito», referida a
las luces de la ciudad en el asfalto llovido.
Los tejados ominosos, «mucho paqueo en los tejados», tienen troneras con
geranios, tejares de siglos, de un rojo muerto, cortinillas a cuadros y la curiosidad de
un gato que se acerca hasta el borde del abismo. Pero, en la ciudad, Onésimo no se
entiende con Ramiro Ledesma Ramos, que está más a la izquierda y se peina como
Hitler, no se entiende con Girón, el mozanco remoreno, bebedor y elocuente. Hay una
guerra de bajalatos en las Falanges de Castilla, pero José Antonio viene a instaurar la
unidad, postular la fuerza y cantar líricamente la guerra, con palabras y metáforas de
la generación del 27, que todavía no se llama así. El público de la ciudad se para en
las aceras a mirar, o va de vuelo, sin querer saber nada de lo que no entiende. José
Antonio es el Doncel de Sigüenza con camisa azul. Para sus pistoleros es Amadís.
José Antonio es un abogado de paisano, con camisa azul. «Hase muerto Amadís»,
escribiría un poeta local. José Antonio tiene una belleza redondeada que él trata de
mejorar con su estilo violento. José Antonio tiene una tristeza de niño bien que ha
tenido cucharilla de plata en la infancia. José Antonio es un enigma que él resuelve

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hacia fuera —pero no hacia dentro—, entre el lirismo, la violencia, la poesía del
fascismo, la fascinación de la Historia de España, la retórica de Ortega y d’Ors y un
odio a la burguesía liberal con el que se engaña a sí mismo, porque no otras son sus
huestes. José Antonio tiene novias bellas y teóricas, como Mercedes Fórmica, pero
siempre se dudó de su alma de ángel sin sexo.
Van haciendo paso a paso el recorrido de la ciudad, en un silencio inédito de los
barrios, los balcones y los mercados. José Antonio vive para vengar la memoria de su
padre, olvidado, extranjero y muerto. En Madrid, los socialistas no se entienden con
los comunistas, los anarquistas no quieren entenderse con nadie y Azaña va
madurando su escepticismo patriótico sobre lo que se puede esperar de este país.
Largo Caballero cree en la revolución y Prieto cree en el pacto. Gil Robles es la
democracia vaticanista y Calvo Sotelo es el fascismo de camisa blanca. Paulo
recuerda el Calderón de su infancia, cuando le llevaban a ver a Berta Singermann
recitando tremolante a Rubén Darío.
Los oradores son grises, algunos, y hacen un discurso de ceniza y tópicos. Otros
son joseantonianos, beligerantes, líricos malos, montando sus ideas políticas sobre la
juventud, la intemperie, la gloria, la muerte, Garcilaso de la Vega y cosas así. De ahí
no sale ningún programa para España.
Paulo respira el clima del Calderón, recuerda las noches de nieve y faroles, los
coches de caballos, la gran fiesta en blanco y negro, a la salida y la entrada de la
ópera, los mimos de niño enfermo en que lo envolvían, porque había peligro de
pulmonía, todos los peligros del invierno y de la noche, pero no había que perderse
aquella música, aquel espectáculo de fuego y voz que pasaba raudo por la ciudad, o
este otro espectáculo de los percherones, entre un único Ford T, tirando de los
cabriolés y los tílburis, el San Petersburgo que era la ciudad entonces, con un trineo
infantil volcado y solitario en mitad de la calle, y una galaxia de mujeres bellas, joyas
despiertas, como los ojos de la noche, y caballeros de palabra culta que sabían
ponerse la última chistera del abuelo como en un carnaval de la cultura, mucho más
hermoso que los otros, y con más luna de oro en el cielo de la memoria.

«Tenemos que hacer una España una, grande y libre. Tenemos que hacerla una
porque el separatismo masón la está troceando; tenemos que hacerla grande porque
España ha sido un Imperio y tiene voluntad de Imperio, y por eso los falangistas
vivimos siempre en cruzada; tenemos que hacerla libre porque el capitalismo y el
comunismo internacional quieren una España sometida, sovietizada, o una España
parlamentarista y caduca, decadente y muerta, tenemos…»
Los oradores se repiten unos a otros y se ve que lo traen todo preparado de
Madrid. Los de la ciudad tiran más a la redención local, con lo que están
contradiciendo un poco el universalismo de los madrileños. Llevan en sí el germen de
la contradicción, la grisalla de los políticos profesionales enredándose con la

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violencia pura y sin ideas de los falangistas. José Antonio, cuando habla, hace ya de
José Antonio (debe haberlo hecho mucho en Madrid), y entre los periódicos y los
fanáticos le han fraguado una estatua andante y le han vuelto fiel a su propio tópico
joven. En su presencia hay más arrogancia que sinceridad (alguien dice que ya le va
cansando su papel), y más juventud que ideas.
Su novedad, la novedad que él comporta, es que ha sustituido las ideas por las
metáforas, y no porque ideas no tenga, sino porque el ideario profundo de la Falange
no se puede decir, por ahora: un fondo confuso de ferralla imperial, violencia
sangrienta y juvenil y una galvanización literaria y cruenta de las viejas estéticas de
cuando España era grande.
A Paulo le produce malestar, ya desde la entrada, la invasión de su viejo teatro,
coliseo de sus imaginaciones infantiles, de sus estéticas adolescentes, de sus sueños
de oro y arte, todo protegido y diferenciado por la nieve, la invasión de todo eso por
una masa civil de espectadores que huelen al traje naftalinado de los domingos, a
tabaco malo y clase media.
Al escenario de la Singermann y de doña María Guerrero, de las grandes
cantantes y las leves bailarinas de muslos blancos y celestes (de las que siempre se
enamoraba Paulo), se han aupado unos políticos grises y unos madrileños azules,
violentos, negros, refulgentes de hebillas y pistolas, como el mensaje visual y
verdadero que traen a la pequeña ciudad: el lenguaje de la violencia que recorrerá
España y Europa, el mensaje y el lenguaje de la sangre que Paulo no entiende, pero
que acabará dejando su escritura cuneiforme, roja y fatal, en las paredes crema,
enteladas y dormidas del viejo y noble teatro, con su óvalo de luces, como un collar
en la garganta clara y azul de la noche.
Encima del teatro hay unos galpones o buhardillas donde Cossío preside unas
tertulias de artistas y poetas a las que Paulo ha acudido alguna vez. ¿Llegará hasta
allá arriba la sangre de la Historia, el crimen numeroso de unos y otros? Con este
mitin, Paulo siente que alguien ha profanado el templo rosa y mondain de su pubertad
herida. El viejo tiempo no volverá. «Yo soy de aquel tiempo», se dice, sintiéndose
remoto, histórico, acabado antes de los veinte años. Vivido.
Paulo se va por las mañanas a su mesa del bar Cantábrico. Allí, solitario, lee un
poco, estudia un poco, escribe un poco. Pierde dulcemente la mañana, hasta que
llegan los falangistas, los cadetes, los procuradores de la chancillería y las bellas
chicas/penagos de la una y media.
Paulo va dejando el modernismo de Rubén por el creacionismo de Huidobro.
Paulo va dejando la banda de Tablares por las tertulias literarias de los cafés
cantantes. Paulo está en ese delicado trance adolescente que todavía incluye la canica
del último juego de canicas y el primer endecasílabo del poeta joven. Onésimo
Redondo está fundando unas brigadas del alba, no se sabe para qué.
Hay que hacerse falangista, hay que hacerse rojo, hay que hacerse poeta, hay que
hacerse de todo. Qué complicada es la vida, cuando se nos va alejando la prolongada

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infancia, isla de oro. Paulo, por las tardes, tiene una tertulia en un café cantante de la
plaza Mayor. Por las tardes y por las noches. Robertito de Nola, chepudito y sabio,
explica un cristianismo progresista, a lo Teilhard de Chardin. No lo dice, pero
encuentra que la Falange es atea y el comunismo es ateo y Azaña es ateo, que lo ha
oído por la radio, como todos. No lo dice por pudor intelectual, pero Robertito de
Nola, el chepudito listo y sabio, viene a ser así como de Gil Robles, y ahí queda eso.
Ocurre que tenemos en la tertulia un intelectual de la CEDA, no te jode. Y Miguel de
Molina, en gira por provincias, nos canta Ojos verdes, La bien paga, todo eso que
está de moda. Yo miro a Paulo con admiración, respeto y distancia. Paulo me parece
el más serio, puro y creador de todos los amigos, aunque aún no haya tomado partido,
como los otros.

Luego salen las folklóricas de nómina. La fija es Pilarín May, una zaragozana de cara
mongol y bella. Zaragoza manda muchas bailarinas y putas a la ciudad, debe de ser
aquello de «Flores de Aragón / dentro en Castilla son».
A Paulo le gusta mucho Pilarín May. Pilarín May tiene los muslos blancos y
puros, la braga negra y una cicatriz larga en el muslo izquierdo. Esa cicatriz es lo que
más mueve y conmueve a Paulo. Las artistas están en un tablado alto, montado al
aire, y desde abajo se les ve mucho más de lo que enseñan. Federico es antiguo, a sus
dieciocho años, pleurésico con cabeza romántica que gusta mucho a las chicas.
Federico es hijo de militar, un general que mataron los moros en África, y va a
hacerse falangista por defender la Patria, por defender a su madre viuda (también la
pensión de viudedad), y por vengar la muerte de su padre. Después de todo, como
José Antonio. Esto va a ser una revolución de poetas y de madres, piensa Paulo. José
Luis González, el frívolo, el follador, el seductor de criadas, José Luis González, hijo
de un ilustre sombrerero local, José Luis González, con cara de niña y risa de pájaro,
es el más simpático, vano, banal y superficial de todos, pero también el que se folla
más mujeres, y no sólo criadas.
Paulo le tiene cariño, ternura y admiración correspondida a José Luis González.
Luego está Antonio Zaratán, violinista sin suerte, el más viejo del grupo, que espera
una herencia gorda de su bisabuelo inmortal y no opina de política. Pero José Luis sí
que opina, desde su ignorancia:
—Yo estoy con el pueblo, que me folio muchas criadas. Yo estoy contra la alta
burguesía de esta puta ciudad, porque las niñas bien sólo buscan marido rico y la
sombrerería de papá va de culo. Yo no me voy a hacer falangista porque me da asco
la política, y más si es de uniforme, con pistola, machete y todo eso. A las tías les
impone, pero a mí me ha ido bien de particular, hasta ahora. Papá dice que la Falange
es la salvación de la Patria. De acuerdo. Pero ¿por qué tengo yo que salvar la Patria,
si no soy más que el hijo de un sombrerero?
Ojos verdes, verdes como el trigo verde, bien paga, me llaman la bien paga, bien

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paga fuiste mujer. Miguel de Molina es esbelto, amariconado y rojo. Actúa con unos
platillos en las puntas de los dedos. Luego vendrán las mujeres verdes, las bailaoras
dramáticas de braga negra, el erotismo confuso y sagrado de la madrugada.
Paulo fuma y espera.

Mulero es hijo de un general republicano que manda mucho en la ciudad. Mulero es


poeta malo, erudito de mucha sabiduría, mínimo, lamerón y triste. Le dice a Paulo:
—Estoy preocupado, Paulo. Dicen los médicos si van a tener que sacarme los
ojos.
Paulo no comprende para qué necesita los ojos un ciego, esos dos ojos muertos
como dos almejas ancianas. Paulo no es muy sensible con estas cosas. Mulero es
republicano, como su padre el general. Pero Mulero, como no ve las bragas negras y
mínimas de Pilarín May, se aburre durante las actuaciones, y su presencia pone
pesantez y sombra en toda la alegría del grupo. Los tratantes en mulas, los gitanos,
los jubilados con vocación por la mujer y renta que ha respetado la República (pasa
en muchos sitios de España), populan el café cantante de conversación, sexo y naipe
tardío. Paulo se va a casa evitando darle el brazo al ciego (alguien tiene que hacerle
de lazarillo), porque le molesta la santurronería laica de Mulero y porque prefiere el
paseo solitario, meditativo, lúcido y friolento a través de la ciudad, que es como una
ruina ilustre o una aparición gótica.

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Isidorín corre por el filo del alto muro, el muro más alto de Tablares. A Isidorín le
supuran los oídos y su padre es un ferroviario de la UGT, como tantos. El atardecer
llega a Tablares como una voz azul, como un cansancio del cielo, y, de más allá de las
iglesias barrocas y los palacios renacentistas, viene como la respiración del campo y
un primer lucero, como una candela que el ángel de los golfos trae entre las manos.
Pero los golfos de Tablares, la banda, ya se reúnen poco. Están en la última canica de
la infancia, en la primera novia del barrio, y sólo la fascinación y la autoridad de Pepe
da sentido y cohesión, todavía, a aquella pandilla de chicos malos que crecieron
persiguiendo cabras y apedreando parejas, volando y saltando de muro a muro, en la
libertad del cielo, persiguiendo en su hura a la minuciosa araña y patrocinando cada
día un nuevo, solitario y canalla perro callejero o gato ladronero.
Pepe, desde abajo, le da orden a Isidorín de que corra más y más. Pepe, cuando
viene a Tablares, viene ya siempre de uniforme. Esta noche (ya es casi noche) ha
habido pleno inesperado en Tablares (está incluso Paulo), y todos miran con la cabeza
vuelta la proeza y el peligro de Isidorín, que era el más niño del grupo. Saben que a
Isidorín le supuran los oídos y sufre vértigos, pero nadie se atreve a protestar contra
la decisión de Pepe, que tiene allá arriba a Isidorín en castigo de algo, cualquier falta
confusa de media tarde, un rastro todavía de los juegos infantiles de culpa y castigo,
aprendidos a fin de cuentas en la iglesia, y en las clases de religión.
Ahora hay como un forro de noche y terciopelo que deja Tablares en sombra, la
campana de las clarisas suena, cristal urgente, al fondo del paisaje, llama la última
cabra, aldonza y triste, perdida, e Isidorín vuela por el aire, muñeco leve, volatín
trágico, garabato mudo, hasta que se sale del cielo y cae de cabeza contra un montón
de ladrillos desladrillados que estaban ahí desde siempre, entre ortigas y latas. El
grupo corre sin un ay, van todos hacia Isidorín, Pepe ni el primero ni el último, Paulo
rezagado, la cabra vuelve a llamar, la campanilla monja vuelve a sonar, lejanísima, y
el niño Isidorín está muerto, tendido sin gracia, nunca la tuvo, roto, desgonzado, con
la cabeza en brecha y un líquido amarillo y lento saliéndole de un oído. Con el
líquido se mezcla algo de sangre.
—Isidorín está muerto.
Lo ha dicho alguien, cualquiera, no se sabe. Pepe lo examina muy despacio, con
gravedad cómica, como si estuvieran en la guerra, arrodillado junto a él (el puñal le
estorba el codo izquierdo). Se alza y su mirada parece poner luz, como la de los
gatos, en el redondel de caras.
Caras de siempre, caras infantiles que se enseñan ya con el primer vello, con el
primer bigote, con la primera insolencia.
—Isidorín se ha matado jugando —dice Pepe—. Vamos a llevarle en seguida a la
Casa de Socorro.
—¿Para qué, si está muerto?
—Bueno, tampoco lo sé seguro. Le he examinado y no sé. Aunque en Falange
nos enseñan a…

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—Está muerto, mejor llevarlo a su casa.
—No debemos tocarle. Mejor llamar a los guardias.
—Mejor una ambulancia.
—En estos casos, lo primero los guardias.
La voz de Pepe, ya casi voz de hombre, autoritaria siempre, pero con un
irresistible fondo de cordialidad, sentencia al fin:
—Sea lo que sea, hagamos lo que hagamos, recordad siempre: Isidorín se ha
matado jugando.
Pero habla Paulo. Están frente a frente (son los dos mayores), erguidos de uno y
otro lado del cadáver:
—No, Pepe. Isidorín no se ha matado jugando. Se ha matado cumpliendo un
castigo que le habías impuesto tú por cualquier chorrada infantil. Ya pasaron aquellos
tiempos, Pepe.
—Paulo, te estás alejando mucho de nosotros. Más vale que no vuelvas por aquí.
—Antes de que me expulses tenemos que hablar tú y yo, Pepe. Y ahora, Gonzalo,
busca al guardia del barrio y se lo dices, que un chico se ha matado jugando, que
venga.
Y hablaban de expulsión y castigo como antaño, como en los menudos ritos
infantiles, con gravedad niña y acento peligroso.
En la ciudad hay ya quinientos falangistas. Los líderes son Onésimo y Girón
(luego José Antonio de Girón y Velasco). Pero los líderes están enfrentados. Onésimo
es el señorito agrario, curtido de batallas en las que no ha estado, el que da lecciones
de nacionalsindicalismo al liberal Cossío. Cossío bebe whisky anglo y Onésimo
amontillado. Ahí está la profunda diferencia. Girón es un mozo remoreno, de pelo
muy negro y cara ancha, que va para redonda. Girón está más apoyado que Onésimo
por la Falange de Madrid.

Girón, estudiante golfo, incurre en tabernas todos los días, entre clase y clase, a las
que no va, y esto le crea un populismo dialéctico que nace de tomar berberechos con
el pueblo, con los enterradores de Santa Clara, los guadamacileros de Platerías y los
encurtidores de las Tenerías.
Este populismo lo ilustra Girón, en sus primeros discursos, con una lírica de
luceros verdes que le viene del Jefe, José Antonio, pero que él hace más escueta,
violenta y local. Girón alterna más en Los Gemelos, en los tabernones de barrio, en el
Candorro, en El Caballo de Troya, con esos artesanos gremiales que se ha dicho, que
con los ferroviarios ugetistas. En el gremialismo hay una cosa medieval y sumisa que
no hay en el obrero industrial, inficionado ya —aire de los tiempos— por los vientos
de fronda de la revolución marxista.
Girón, el matonazo, el palabrón de taberna, se inicia así en un sentido comunero y
gremial del proletariado, ajeno al expansivo y moderno comunismo, con lo que su

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actitud y su palabra, tan difundidas en la ciudad, no son mera demagogia, sino un
entendimiento anacrónico del pueblo.
Girón es violento y generoso, imaginativo y lleno de plurales ambiciones que sin
duda tienen poco que ver con su carrera universitaria. Esta superioridad humana y
política de Girón sobre Onésimo es quizá lo que está en el fondo de la rivalidad entre
ambos líderes. Onésimo sabe que Girón es desbordante. Girón no pierde el tiempo
yendo al Casino a explicarle a don Paco Cossío los sindicatos verticales. Girón
prefiere hablar directamente a los obreros, «las clases artesanas», como decía la
abuela de Paulo. Paulo procura frecuentar a Girón en las tabernas que rodean la
universidad. Aquel hombre le interesa en principio, casi le deslumbra, pero luego
advierte los anacronismos y utopías fáciles que cantan en el mensaje del fornido
falangista:
—¿Y tú cómo te llamas?
—Paulo.
—¿Paulo qué?
—Mi apellido es demasiado conocido en la ciudad. Si no lo conoces, tampoco yo
voy a contribuir a difundirlo.
—¿Eres estudiante?
Paulo tenía los libros en el mostrador, junto al vino de Cigales y los berberechos.
—Sabes que sí.
—¿Y por qué no estás en Falange Española?
—Me lo estoy pensando.
—¿Es lo que contestas siempre?
—En efecto.
—No me serás tú uno de esos señoritos liberales y amariconados que frecuentan a
don Manrique Pellón y celebran sus poemas incomprensibles, llenos de truco.
—No frecuento a don Manrique, pero me gusta su poesía.
—¿También eres poeta?
—Quizá sólo soy poeta.
—Te tomo nota y un día hablaremos en serio y te vendrás con nosotros.
—No sé.
—¿Me aceptas otro campano?
—Claro.
Y el dubitativo Paulo bebe con el heroico Girón, ante la sonrisa podrida del
cantinero y la jarana del personal, que no sabe lo que se celebra, pero se suma.
Cualquier equívoco es bueno para seguir bebiendo. En lo sucesivo, Paulo lee con más
interés a Girón en el Libertad. Sus artículos/panfleto están llenos de unas imágenes
actuales, pero empobrecidas, y de unas ideas confusas que no son sino
simplificaciones históricas. Paulo ve en esto más ignorancia que mala fe. Pero la
ignorancia, se dice, tampoco es inocente. Girón es la lámina más fuerte y viva de la
contrarrevolución sobre el fondo ilustre, plateresco, burgués y triste de la ciudad.

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Esa ciudad azteca que es Tablares duerme en el sueño nocturno de la vieja ciudad
filipense y castellana. Pepe, el jefe, ha citado a Paulo en Tablares, a medianoche, para
hablar «en serio», como habían quedado. Paulo encuentra esta cita muy en el estilo
raro y selvático de los falangistas. Cuando llega a Tablares, Pepe, tal y como ha
aprendido en los fuegos de campamento, ha hecho una pequeña hoguera con unas
cuantas ramas de los escasos árboles de Tablares. Se sientan en el suelo, como los
pieles rojas, a uno y otro lado de la hoguera, intercambian tabaco y charlan:
—Te encuentro raro, Paulo. Siempre fuiste el más inteligente del grupo, aunque
no el más valiente. Últimamente me parece que dudas de todo. Estamos en la edad de
dudar, que dicen los mayores, pero eso se resuelve entrando en Falange.
—¿Falange es la solución?
—La solución y las soluciones. A mí me han resuelto todas mis dudas.
—Y te han dado un machete.
—Un hombre es más con un machete.
—Perdona, Pepe, pero yo no he venido aquí a hablar de Falange, sino de Isidorín.
—A Isidorín lo enterramos mañana. Te espero en el entierro. Vamos a estar todos.
La banda no muere.
—¿Por qué ha muerto Isidorín?
—Porque no ha superado la prueba.
—¿En Falange exigen pruebas suicidas?
—Sabes que, desde niños, aquí siempre hemos jugado a estas cosas, y tú no eras
de los últimos.
—Gracias. Dime de verdad: ¿por qué ha muerto Isidorín?
Pepe no contesta. Fuman en silencio. La pequeña hoguera les calienta la cara,
pero por la espalda les va llegando la mano fría de una amante loca, que es la brisa de
marzo a campo abierto, una traición de noche y luna. Alguien, muy lejos, canta
flamenco. Todas las noches, en la ciudad, se canta un flamenco borracho o exquisito.
La ciudad, tan castellana, es como la novena capital de Andalucía, o la primera, por
su flamenquismo. Sebastián Santesmanes, el Mero, el pescadero del Val, con deje y
dengue de hombre gordo y sensible, es el cantaor más fino de la provincia. Rouco
Barbas, el torero cojo, le hace fondos de guitarra y voz.
—Isidorín ha muerto jugando —dice Pepe, al fin, solemnemente, duramente,
conminatoriamente, como si su diagnóstico fuese una orden.
Paulo fuma y la estrella roja de su cigarrillo se hincha e ilumina un instante, un
átomo.
—Pepe, Isidorín ha muerto porque su padre es un ferroviario de la ugeté.
—Quieres decir que lo he matado yo.
—No, por favor. Pero últimamente he tratado un poco a Girón y veo que sólo se
atreve con los guadamacileros y los perailes. Vais a hacer una revolución gremial.
Con los ferroviarios marxistas de la estación no se atreve nadie.

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—¿Andas con Girón y te has vuelto rojo? O eres un traidor o no te entiendo.
—No has contestado a lo mío, Pepe. Por lo poco que sé de la Falange, me parece
que no puedo ser falangista. Girón engaña a los de las tenerías y tú castigas a Isidorín
por hijo de un sindicalista. Sólo que se te fue la mano.
—Paulo, nos conocemos desde niños…
—Y desde niño te respeto y te admiro. Eras nuestro jefe natural aquí en la calle.
Luego te pusiste ese uniforme que llevas y ya cambió todo. Una pena, porque eras
nuestro modelo de hombre. De macho. Pero la Falange anda matando obreros por las
calles de Madrid y aquí, en la ciudad, ha muerto despeñado Isidorín, un niño al que le
supuraban los oídos.
—Tenía vértigos, sí, pero no me lo dijo.
—Pepe, me gustan algunos artículos y poemas del Libertad, porque están en la
lírica de este tiempo. Pero en Falange hay un fondo de violencia que no me gusta
nada. Y que no entiendo. Vi a José Antonio cuando vino al Calderón.
—Ya lo sé. ¿Y qué?
—Sigo dudando. En todo caso, me parecieron unos intrusos en mi mundo de la
infancia, cuando descubrí el verso y la música y doña María Guerrero y la Zúffoli y la
Singermann.
—Paulo, camarada, tú sigues siendo un pequeñoburgués, un señorito ilustrado, y
nosotros vamos contra ese mundo caduco del Calderón y las noches de ópera y toda
esa mierda.
—¿Estás seguro?
—¿Por qué lo dudas?
—José Antonio es señorito y marqués y habla del magisterio de costumbres de la
aristocracia, cuando la aristocracia está llena de viudas apócrifas y barraganas
ilustradas, o ni eso.
—No te consiento que hables así de José Antonio.
—Ni yo que me llames camarada.
—Te veo mal, Paulo, te veo en peligro.
—¿Quieres decir que vais a matarme?
—No somos unos asesinos. Y tú eres el mejor amigo de mi infancia.
—A la infancia la hemos traicionado todos, Pepe. Se la traiciona siempre. Ése es
el pecado original.
—Te espero mañana en el entierro de Isidorín.
—Voy por Isidorín, no por ti. Y ten cuidado con tus falangistillas, que los
ugetistas os pueden moler a hostias.
Pepe pisa la hoguera, puesto en pie, dando por terminada la entrevista. Se hace la
noche total y suena una campana o el reloj de la Diputación. Los dos amigos se
separan al salir de Tablares en silencio. Una cabra aldonza y sin sueño llama en la
noche, poniendo su gañido austral y Capricornio en el cielo apaisado y húmedo de la
ciudad.

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La huelga es un paisaje de oro y niebla. La huelga general (algunos, en la ciudad, los
más alarmistas, dicen «huelga general revolucionaria») es una galaxia de obreros, una
masa parda con la cresta roja de algunas banderas. La huelga ha amanecido muy
temprano en la estación y es hoy toda la perspectiva de la ciudad, desde el silencio
negro y paquidermo de los trenes a la plata vieja de los últimos cerros, «esos cerros»
cantados por el poeta don Manrique Pellón.
La huelga es un paisaje en alpargatas y, luego, un mudo diálogo de obreros y
caballos ominosos. Paulo nunca había visto eso, más que en las láminas extranjeras.
El pueblo, los trabajadores, el proletariado, que dice el ciego Mulero, pierden un día
al año, o varios, su ritmo vivaz y laboral, se lentifican por grupos, se enlagunan
pacíficos, masticando sus cigarros, más que fumándolos, hablan poco y bajo, o no
hablan nada, y se desplazan como en tono gris y ominoso, o diverso y pacífico, con
lentitud de tiempo, hechos sólo presencia, ausencia de algo, farallón humano de caras
graves, dignas, crispadas o serenas, pero ninguna impaciente y todas tatuadas con los
estigmas alegres y violentos del trabajo, con la letra indecible del carbón, con un
estofado de humo ferroviario que desrealiza la mirada, la palabra, la piedra fija y de
oro que son los ojos de estos godos duros y vagamente majestuosos que vinieran un
día del campo (ellos o sus padres), abandonando las muchedumbres del trigo y la
carta anual de la cigüeña para integrarse en eso que los periódicos llaman la
revolución industrial.

La huelga es un marzo de hombres donde tarda en reír la primavera. Paulo quisiera


acercarse en seguida a la estación, tocar de cerca la cordillera humana de la huelga,
pero tiene que ir al entierro de Isidorín, está ya en el entierro de Isidorín, caminando
por el largo camino del cementerio, que no tiene pérdida por los cipreses, y caminan
todos en la mañana nublada y silenciosa, detrás del carruaje blanco y desnivelado,
llevando algunos, Paulo también, el extremo de una de las largas cintas azules que
cuelgan de la cúpula del coche mortuorio.
Paulo mira por primera vez a aquella luz tempranera a sus compañeros de
Tablares, sus cómplices de las noches infantiles y hasta recientes. Hay chicos
renegridos, recastados en la pobreza, hay otros chicos de una blancura niña, hay
cuatreros en zapatillas (sus padres estarán en la huelga), hay futuros carpinteros
rubios en quienes se huele ya la madera evangélica, hay forajidos de anginas
permanentes, estrangulados por los trapos que se atan al cuello, está Carlos Matos
Barrigón, Caga, que a Paulo, en Tablares, le daba el plátano de la merienda a cambio
de que le hiciese el ejercicio de redacción. A la cabeza del entierro va el padre de
Isidorín, que también se llama Isidoro y es un ferroviario alto y fuerte, con la cara
roja, un hermoso mechón blanco en el pelo, el bigote grande y caído y toda una
bondad de vino, una violencia de cuero, en su persona abrumada y decidida.
«En cuanto acabe de enterrar a su hijo vuelve a la huelga», piensa Paulo. Pero

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está sobre todo Pepe, que ha venido vestido de falangista, que quiso cargar el ataúd
hasta el coche y no se lo consintieron, y a quien el padre de Isidorín sólo da la
espalda, aunque Pepe intenta ponerse a su nivel en la comitiva.
A Pepe no le han dejado ni llevar una cinta en el entierro.
Pasan barrios de monjas y de putas, cruzan canalillos, rías, se mojan en esguevas
con brillo de un sol que no hay, se atraviesan con otros entierros, negros, que ya
vienen de vuelta, y en las puertas de las últimas casas (en seguida empieza el campo)
hay una mujer joven, brutal y pacífica, mirando pasar muertos, y luego un niño con el
paralís, en su silla desgonzada, como un ocho humano y lamentable, mirando pasar
muertos, y un viejo que fuma cínico, con cachaba, viendo pasar muertos, y una
lavandera vieja, viendo pasar muertos, la diaria y eterna tartana de los muertos.
La diaria y eterna tartana de los muertos. En el cementerio, la pequeña fosa
anónima estaba preparada. Unos hombres con blusones negros de huertanos sacaron
la cajita blanca (Isidorín no era muy grande) y la bajaron a la fosa. Paulo vio
claramente que era un ataúd de madera, como de tablas de pescado, mal encaladas de
prisa para amortajar al niño que Isidorín ya no era, pero sin duda su padre, Isidoro,
seguía viéndole de cinco o siete años.
Vino el cura y el ferroviario de la UGT dijo que no quería curas. «Cosas de la
república», se iba diciendo el sacerdote. Los enterradores, que eran dos o tres,
hablaban entre ellos para que se les oyera:
—Para esto hay que saber.
Hicieron un trabajo rápido, pero el señor Isidoro lo interrumpió de pronto:
—¿Y usted, que es fascista, por qué ha venido al entierro de mi hijo?
—Soy falangista y amigo de Isidorín desde niños.
Pepe estaba de un lado de la tumba y el ferroviario del otro. Los enterradores, con
sus palas, miraban con curiosidad e impaciencia aquella bronca. Sin duda querían
terminar, cobrar y marcharse. El ataúd blanco de Isidorín tenía ya flores y un puñado
de tierra encima, pero nada más. Todos los chicos estaban en torno a los dos
personajes. El sol era flojo y la sirena de la estación llegaba lejanísima, «vagido de
una cosa muda», comunicando al mundo que los ferroviarios estaban en huelga. El
señor Isidoro se puso las manos en las caderas:
—¿Usted es el que mandaba en Tablares, el jefe del Isidorín?
—Yo no era el jefe de nada. Yo era uno más en los juegos.
—¿Por qué se mató el Isidorín?
—Le daba mucho por los aleros. Y los aleros, en Tablares, son peligrosos.
—Conozco Tablares.
Ni Paulo ni el resto de los chicos se atrevieron a decir lo que sabían, que Pepe
había castigado a Isidorín.
—Mi hijo no tenía los oídos para esas cosas. Le entraba el vértigo.
—Lo hemos sabido después. Y permítame que le felicite por lo bien que ha
estado usted con el cura. Los falangistas somos laicos.

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—No sé ni me importa lo que son los falangistas. En cuanto acabe esto me vuelvo
a la huelga. Usted, que parece el mayor, tenía que haber cuidado un poco de mi hijo.
Nunca me gustó que anduviese entre falangistas.
—Falange es la revolución y ustedes, los ferroviarios, están en huelga
revolucionaria.
—Me parece que nuestra revolución no es la misma, joven.
Los chicos empezaban a aburrirse. Los sepultureros reanudaron su tarea sin
preguntar. «Para esto hay que saber.» Las palas trabajaban de prisa.
Y así enterraron al Isidorín. El señor Isidoro, el ferroviario en huelga, se fue
saludando con la mano en el aire, o con el puño, a los amigos de su hijo, pero de Pepe
no se despidió.
—Paulo, yo sé que usted siempre fue bueno con mi Isidorín. Él nos contaba cosas
de Tablares. Me parece que usted es de los pocos jóvenes que no van a hacerse
falangistas en esta ciudad de mierda. Aquí no hay más que fascistas y sotosacristanes,
pero pronto se van a enterar.
Y el señor Isidoro le dio la mano a Paulo. Una mano como de arcilla, rasposa y
cordial, rápida y caliente, obrera. Y se fue. Volvieron hacia la ciudad lentamente,
cansados, dispersos, aburridos, olvidados ya del Isidorín. Pepe iba por un lado del
camino, solo, y Paulo por otro, también solo. A la tarde, cuando hubo una carga de
los falangistas contra los ferroviarios, como vanguardia de los caballos del gobierno,
Paulo comprendió que el señor Isidoro, el maquinista, sabía más que él de estas cosas
y había hecho bien en rechazar la amistad de Pepe.
La cosa no terminaba con el «asesinato» de Isidorín. Porque a Paulo le seguía
pareciendo un asesinato. Al pasar por la morería de las putas, Paulo decidió entrar a
ver a Rosa Luguillano, con la que ya tenía cierta asiduidad. Esto era como asumir
para siempre su condición burguesa, elitista, tan ajena al dolor del ferroviario y a su
huelga como a las impaciencias bélicas del falangista. Pero a Paulo le cansaba la
Historia, de pronto, como un viejo cuento muy sabido. Y el cuerpo de la Luguillana
se le desnudaba solo en la memoria. La bocina de la estación recorría los cielos como
el lamento triste de toda una clase.
Dada la hora, Rosa Luguillano estaba comiendo en su taberna de costumbre. La
taberna tenía tres altos escalones de cemento ante su puerta alta, con una altura de
entresuelo, que es lo que realmente era. La taberna, que nunca tuvo nombre, era
vertical y estrecha, alta de techo, con pocas mesas y mucho mostrador. La bombilla
central estaba envuelta en gasa roja, como por las noches, creando un absurdo clima
de pecado y misterio en mitad del día. Era lo habitual en la casa. Quizá es que se
olvidaban de quitar el trapo. La Luguillana comía sola en un rincón, con una toalla
por la cabeza, como la que acaba de lavarse el pelo, y una bata blanca y negra,
discreta después de todo. Recibió a Paulo con la ternura que ya había entre ellos y
con un falso mal humor que sólo provenía del sueño, pues era su hora de levantarse:
—Me alegra que hayas venido, Paulo, hijo.

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—Pasaba por aquí. Venimos de enterrar a un amigo.
—¿Otro muerto de esos falangistas de mierda?
—Más o menos.
—Ya me explicarás adónde vamos con tanto machirulo, Paulo. Andan sueltos
como lobos. Siéntate conmigo, alcanza una silla, que te invito a judías con jamón de
jabalí.
Comieron fuerte con vino tinto de Cigales o por ahí, que era el que les gustaba a
los dos. La Luguillana se limpiaba los dientes con un palillo, se andaba a las muelas
como deleitándose en sus caries. Paulo, de día, la encontraba más vieja que a otras
horas, pero guapa, misteriosa y putísima.
Después del café negro fumaron tabaco de hebra, del de Paulo. Paulo pensaba que
compartía muchas cosas con aquella mujer que le había hecho hombre, y que quizá
estaba enamorado de ella, pero había un asco último, un rechazo cristiano de la
promiscuidad, que se le hacía a veces indeseable. Paulo, por ese posible origen
cristiano del rechazo, intentaba superarlo, pues que cristiano ya no se consideraba,
desde hacía mucho.
Subieron al cuarto de ella, donde la Luguillana volvió a ser una virgen oscura y
larga, una mala musa bestial y profunda, cabalgante sobre el cuerpo pálido y nuevo
del muchacho, una mujer de otra raza en el rito violento de la iniciación de un
príncipe blanco.
Después de sus fornicaciones, volvieron a fumar negro tendidos en la gran cama
maldita de la meretriz, desnudos y confidentes. La Luguillana le ponía sifón al
cigales. Se había quitado la toalla/turbante y Paulo volvió a disfrutar de aquella
melena negra, enzarzada y violenta. La media luz de la media tarde desvelaba
secretos de alcoba entre los cuarterones. La Luguillana dijo su salmodia al cuerpo
satisfecho y hombre de Paulo:
—Yo aquí trabajo con toda clase de clientes. Yo también sé muchas cosas, Paulo,
porque todos me cuentan, aunque no sea una intelectuala como tú. Todos los hombres
confesáis después de follados. Vienen falangistillas de mierda con los que hay que
ocuparse porque pagan su servicio. Y algunos son muy guapos. Dicen que se va a
armar. ¿Tú crees que se va a armar? Viene un capitancito republicano que es bueno
en la cama, como te digo una cosa te digo otra, y me cuenta que están preparados
contra el fascismo y los curas, que Azaña ya cuenta con eso. Yo le prevengo al
capitancito, no sea que un día me lo vuelen. Pero tú eres otra cosa, viniste a mí hecho
un niño, también te quiero.
Paulo tiene la vaga sensación de que la Luguillana está jugando un juego
peligroso e inocente. Pasa información de la derecha a los militares de izquierdas.
Pero no le dice nada a ella por no asustarla, no sea que lo de ellos dos se vaya a la
mierda. Por otra parte, ¿qué valor tienen los chismes de una puta? Repiten la
galopada sexual, con intimidad ya casi matrimonial, y Paulo le deja a la Luguillana
unos duros de plata en la mesilla china, absurda, pero ella se los devuelve:

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—Las putas tenemos que tener un chulo para ser también mujeres. Tú para chulo
no vales, pero te quiero igual aunque no me pegues.
La estación es un paisaje después de la batalla. Paulo ha llegado allí en autobús, y
se baja urgente. Todavía hay en el andén un caballo muerto, de los guardias, y un
joven falangista herido a quien nadie atiende. El farallón de los ferroviarios,
marazulmahón, se dispersa lentamente o se reúne en torno de sus heridos,
improvisando camillas, botiquines, cosas. Comunistas, anarquistas y sindicalistas (se
los distingue por la cara más que por las banderas) se han unido en la causa común de
la huelga, restañados luego por la sangre de los heridos y la derrota. Paulo cree
averiguar que, por suerte, no ha habido ningún muerto.
La respiración profunda y negra de las locomotoras en paro y silencio llena toda
la estación. Se han encendido los faroles nocturnos, como trayendo una noche del XIX
a esta lámina histórica. En el gran bar de la estación, que es como una capilla sixtina
del vino, con viejas alegorías en el techo y olor a provincias lejanas, Paulo se topa
con el señor Isidoro, el padre de Isidorín:
—Me alegra verte por aquí, hijo. Vamos a tomar un campano.
—No he podido venir antes. ¿Cómo ha ido todo?
—El gobernador civil nos ha echado los caballos, y los falangistas de mierda, con
tu amigo Pepe, han venido a hacerse los héroes y pegar pingaletas. Al Pepe,
aprovechando el mogollón, le he dado dos buenas hostias. Mañana paramos la
huelga, qué remedio, pero vendrán más. Somos el enlace entre Madrid y el norte. Los
compañeros, bien. Algunos tocados, pero nada grave. Les estamos lavando las
heridas con vino.
Enlace entre Madrid y el norte, piensa Paulo. Y el hermoso nombre retórico y
decimonónico: «Caminos de hierro del Norte de España». La sirena/bocina de la
estación gime por última vez, trayendo la noche, como el lamento largo de un solo
obrero malherido y gigantesco.

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Ramiro Ledesma Ramos inicia una relación política con el cooperativismo local de
Onésimo Redondo. Es cuando se ve a Ledesma por la ciudad con su mechón
hitleriano y su cara de estudiante pobre. Lleva siempre consigo su revista, una revista
nazi que se llama La conquista del Estado. Ledesma era puritano e intolerante. Lo
dice por los cafés:
—Lo mío es una política de sentido militar, de responsabilidad y de lucha.
Desprecia la democracia.
—Quiero grupos organizados militarmente ante el cañón de los fusiles, sin
hipocresía.
Onésimo ha estudiado derecho en Salamanca y trabajado en Hacienda. Nombrado
profesor de español en la Universidad de Mannheim, repite siempre lo que ya se ha
citado aquí: «Las imperturbables columnas de los nazis». Onésimo, en su periódico
Libertad, pide «disciplinada reafirmación del espíritu de la vieja Castilla». Onésimo y
Ledesma se atraen políticamente. Ambos son pura clase media y convocan a las
clases medias, pero sólo les llegan católicos y conservadores. Ni izquierdistas ni
revolucionarios ni intelectuales. Fundan las JONS y redactan dieciséis puntos. Todo
el mundo entonces hacía programas. No creen en la guerra de clases, son
expansionistas, quieren Gibraltar, Tánger, Marruecos y Argelia.
Propugnan «la inquisición implacable de las influencias extranjeras en España».
Se proponen castigar a los que «especulan con la miseria y la ignorancia del pueblo»,
y exigen la supervisión —«disciplina»— de los beneficios. Onésimo y Ledesma no
son paganos, como Hitler, sino que consideran a la Iglesia como encarnación de la
tradición «racial» española. El catolicismo lo usan como mito, como el equivalente
del mito ario de Hitler. Pero se enfrentan con la Iglesia de su tiempo, con la CEDA y
con las fuerzas «reaccionarias». Hubo en la ciudad muchas JONS entre los taxistas,
no se sabe por qué. Ledesma copia su bandera de la anarquista, roja y negra. Ledesma
acuña todos los lemas del partido, «Arriba España, Una, Grande y Libre, por la
Patria, el Pan y la Justicia». Ledesma no quiere en su partido nadie mayor de cuarenta
y cinco años. Ejerce el racismo de la edad, ya que no el de la raza. Más tarde, en
Madrid, rompe con José Antonio y en sus artículos le define como «instrumento de la
reacción». La lucha de clases, que todos negaban, se estaba produciendo entre ellos
mismos. José Antonio es señoritista y aristócrata. Ramiro es clase media baja. En el
odio de Ledesma a Primo de Rivera hay mucho de resentimiento social. Onésimo, el
cooperativista, y Girón, en la pequeña ciudad, también tienen muchas tensiones entre
sí. Por eso tenía sentido hablar de las Falanges de Castilla, pues que eran plurales
para lo bueno y para lo malo.
Ya en la guerra, Ledesma caería en las cárceles de la República. Y, poco más
adelante, en una saca de presos de la Modelo de Madrid, Ledesma es fusilado con
otros muchos fascistas, en Paracuellos. Ledesma, el primer fascista español, que
había acabado diciendo: «La revolución hay que hacerla con la camisa roja, no con la
camisa azul». Ramiro Ledesma Ramos fue una presencia fugaz y fija en la pequeña

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ciudad castellana, tan liberal, tan judaica, tan sabia y escéptica. Las frases de
Ledesma, sus artículos, que salían en el Libertad, sus lemas y actitudes crisparon un
poco la paz provinciana y cansada de aquel burgo podrido.
Ledesma pasó, hitleriano y sombrío, por los espejos de los cafés cantantes, por los
espejos cubistas del bar Cantábrico, pero se negó a entrar en el Casino, «catedral de la
burguesía», como dijo. Unos contaban que habían estado con él la noche anterior en
el Cantábrico. Otros decían que Ledesma no había pisado nunca la ciudad. Los
taxistas/JONS aseguraban haberle llevado a algún sitio, o al pueblo de Onésimo, pero
la verdad es que a Ledesma le salieron muchos imitadores en el pequeño burgo y ya
era imposible identificar al verdadero, si es que visitó el pueblo de Onésimo y la
capital. Paulo nunca vio a Ledesma en ningún sitio, pero lo leyó mucho en el
Libertad. En todo caso, el humo de la madrugada, las palmas del cante y las
cortesanías del Casino borraron pronto y para siempre la sombra de aquel
contrarrevolucionario de la mitología ciudadana. Sólo quedaron sus artículos en el
Libertad, escritos con sangre y resentimiento, llenos de mayúsculas y que nadie leía.

Paulo conoce a Constitución paseando por la calle de Santiago. Constitución es alta,


con melena distraída, de color innombrable, con una carita oval de chica buena y
unas piernas largas, de esas que, sin incurrir en los tobillos gordos, conservan una
armonía de paralelismos entre la pantorrilla y lo de más abajo.
Paulo, que había observado mucho a la chica, adivina en ella esa raza fina y rubia
que de pronto le sale al pueblo, esa veta de elegancia y sencillez que a veces se
insinúa en las clases bajas, como respuesta de todo un mundo a la selectividad social.
Porque Constitución, evidentemente, no era una más del baile de las debutantes del
Casino, sino una obrera, hija de obreros, que había nacido principesa. Un día, Paulo
la invitó a un helado:
—¿Quieres que nos tomemos un helado?
—Un poco pronto para helados, ¿no?
—Los helados hay que tomarlos en todo tiempo. Y ahora, con la primavera, ya
empiezan los calores.
Paulo se arrepintió de haber hecho aquel alarde burgués: «los helados en todo
tiempo». Sabía que cosas como el helado o el gazpacho eran para el pueblo
estrictamente veraniegas, porque el pueblo se rige por los viejos ritos y ritmos de la
tribu, incluso en lo alimenticio. Sobre todo en lo alimenticio. Pero pasearon hasta el
Frondor con un helado cada uno. Helados del Salón Ideal, que tenía los mejores, o
cuando menos los más grandes (luego se pondrían de moda los italianos).
—¿Y tú por qué te llamas Constitución?
—Cosas de mi padre.
—Tu padre es maquinista en la estación, claro. —Sí.
Y Paulo volvió a arrepentirse. Aquella definición social inmediata del padre y la

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familia estaba hecha desde arriba, desde la sabiduría y desde otra clase.
—Supongo que te pusieron Constitución porque a tu padre le gusta nuestro
sistema constitucional.
Constitución movía la melena con levedad e ignorancia:
—Yo no entiendo de esas cosas.
A Paulo le iba fascinando cada vez más aquel espesor del proletariado, de la
población industrial, que se restringía a los ferroviarios y unas pocas fábricas, como
la Azucarera. Paulo, en contra de los gustos de sus amigos, Mulero el ciego, Federico
y los demás, no sentía la atracción de los pueblos, de los campos, del vino rústico y la
fiesta de los paletos. Sabía, sin haberlo leído todavía, que el proletariado industrial
era reciente, nuevo, venidero, ciudadano, ambicioso, revolucionario, y hubiera
querido de alguna forma fundirse con aquellas clases que amaban la máquina y la
distancia, la novedad y los países, la pobreza sabia del que va con el siglo.
Le fascinaba que aquella chica rubia, de ojos pálidos y piernas larguísimas, un
poco aniñadas al andar, se llamase Constitución. Las campesinas se llamaban
Onésima o Ubalda, Honesta o Inocencia, nombres eternos, godos, heredados de
siglos, tribales, nombres de adobe con la poesía sórdida de los tristes aldeones, de los
calcinados trópicos. El que la hija de un maquinista o fogonero se llamase
Constitución le llenaba de un júbilo porvenirista y tonto, como cuando leía a
Apollinaire. Paulo se hubiera casado con una de aquellas chicas por penetrar de
alguna forma en el espesor oloriento y actualísimo del nuevo proletariado industrial.
Y no sabía si esto era un sentimiento político o poético.
En tardes sucesivas, Paulo acompañaba a Constitución hasta su barriada
ferroviaria, allá por la plaza Circular, y se estaban en el puente de tablas, por sobre
los trenes y su humo confortante, mirando el dibujo complicado de las vías, como
corrientes marinas de un acero que brillaba en el cielo. Mirando las luces lejanas,
grandes y pequeñas, de la estación y el trayecto, luces húmedas y gordas, como astros
mojados, secundarios, luces que sólo sabían leer las grandes locomotoras negras, para
no perderse. Paulo y Constitución se miraban entre el humo, se reían y sonreían de
nada, y Paulo jamás le cogió una mano a la muchacha. Hasta que un día, en la plaza
Circular, un chico rubio y alto, respingón y con bombachos, se les puso delante: «Soy
Miguel San Julián, ferroviario, el hermano de Constitución. Tú eres un estudiante o
algo así. Quiero advertirte que con mi hermana no se juega, que no me gusta lo
vuestro, porque tú vienes a pasar el rato, y Constitución es decente y no alterna con
señoritos».
Constitución se subió a casa porque eran las nueve, la hora discreta de recogerse
la hija de un ferroviario maquinista de la UGT. Paulo y Miguel San Julián se dieron
un paseo circular por la anchurosidad de la plaza, con parada en una cervecería para
tomar la primera caña del buen tiempo, y sentada en un banco municipal, bajo las
civiles acacias del barrio.
—Mira, Miguel, me alegro de que nos hayamos conocido. Yo soy un estudiante,

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sí, conozco a tu hermana de la calle Santiago y siempre me ha parecido una chica
encantadora, a la que respetaría en todo momento. Con ella no puedo casarme,
porque mi familia y mi falta de recursos me lo impiden, pero tampoco he pensado
nunca en que Constitución fuese un plan. Sólo me gustaba pasear con ella, charlar.
Pero comprendo que eso no conduce a nada y hasta podría perjudicar la fama de la
chica. De modo que, si no te molesta, me gustaría ser tu amigo, pasear contigo,
incluso conocer a tu familia. Yo sé que sois de la ugeté, porque me lo ha dicho
Constitución (su nombre ya es significativo), y por mi parte, aunque sea lo que tú
llamas un señorito, creo que nunca me meteré en Falange. Me siento casi más cerca
de Azaña y los revolucionarios de Madrid.
—Azaña es un burgués.
—Quizá. De momento, lo que más me atrae es la realidad de tu clase, la verdad
de los obreros revolucionarios, de los socialistas, porque yo, Miguel, ando buscando
la verdad, y no te rías de mí, la verdad histórica, política, la verdad de ahora mismo,
la verdad de lo que está pasando, porque quizá algún día escriba de todo ello. Me
fastidia mi clase burguesa, aunque naturalmente me refugio en ella, y por eso me doy
más asco. Pues claro que me gusta Constitución, pero mi enamoramiento de ella es
casi más político que poético, no sé si puedes entenderlo.
—Uno de ugeté puede entenderlo todo.
—Sí, ya sé que os han explicado a Marx pero no sé si mi amor por Constitución
viene en Marx, al que también he leído algo, claro.
Estaban sentados en un banco, habían tomado ya dos cervezas, en su ronda, y
Miguel San Julián se puso en pie. Era alto, feo y respingón. El pelo rubio pajizo lo
llevaba sujeto y duro de jabón Lagarto. Tenía un primer golpe de principito inglés,
pero el gesto de su boca y su acento de barrio, más los bombachos remendados,
descubrían en él a un obrero que quería ir limpio, a un obrero con aspiraciones, en
fin. Pasearon otro rato mientras el redondel de la plaza se espesaba de sombras y se
ilustraba de farolas. Habló Miguel San Julián:
—Con Constitución no vuelves a salir. A ella no le voy a decir nada, eres tú el que
tiene que retirarse. Y a mi padre se lo diré a su hora. Hasta podemos ir juntos al fútbol
(¿te gusta el fútbol?), y ser amigos. Entrarás en casa como amigo, pero a Constitución
ni mirarla. Creo que no eres como los otros estudiantes de la calle Santiago y que
nunca serás un fascista de Falange, de los que van a la estación a matar obreros.
—Estuve la otra tarde en la huelga con el padre de un amigo mío, el señor
Isidoro, maquinista. Se le acaba de matar un hijo y estuvo muy bravo con los
caballos, los cadetes, los requetés de Franco y los falangistas. A un tal Pepe, vecino
mío, cadete de Falange, le dio unas buenas hostias. Estuvimos curando a los
ferroviarios con vino.
Miguel San Julián le miraba con sus ojos de un azul revuelto que no llegaba a ser
bello ni distinguido.
—¿Tú has estado en eso?

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—Pues claro.
—No te entiendo.
—Te lo he explicado todo cuando la cerveza.
—Bueno, te acompaño hasta el Campillo y luego me vuelvo a cenar.

Paulo y Miguel San Julián se hicieron amigos, iban juntos al fútbol desastroso de los
domingos, creían en Ricardo Zamora, frecuentaban los bailes de obreras y criadas,
donde siempre salía algo. Paseaban juntos por la calle de Santiago. A Miguel San
Julián se le notaba un orgullo secreto de tener aquel amigo estudiante. «Yo estudio en
la Escuela de Maestría Industrial y seré maquinista como mi padre, pero maquinista
de la ugeté.» Paulo se iba impregnando de obrerismo industrial, que no era tan puro
ni lírico como él había creído, pero que tenía en su fondo de lija un asperón
reconfortante de verdad e inmediatez, esa sagrada pureza de «los que viven por sus
manos».
Paulo iba algunos domingos invitado a comer a casa de los San Julián. Era un
piso alto y estrecho en la plaza Circular, como ya se ha dicho. Olía a grasa, a comida
fuerte, a hule, a colonia fácil, a cena de deshora y mujer desnuda. Constitución
andaba en enaguas por la casa, pero en cuanto llegaba él se vestía. Sólo cambiaban un
saludo de trámite. El padre de estos hermanos era un hombre de nariz aplastada,
como un boxeador, con la cara fuerte, fea y noble, serena. Tenía una voz débil, pero
convincente. Se llamaba Miguel, asimismo. En la madre, Paulo ni se fijó:
—¿De modo que tú eres amigo del señor Isidoro?
—Y lo fui mucho de su hijo, el Isidorín.
—Para mí que el Isidorín murió de una manera rara.
—Sí, en Tablares. Fuimos todos al entierro. Era de mi banda.
—¿Y no había algunos falangistas en esa banda?
—Pues claro que sí. Por eso dejé de ir a Tablares.
Y se hacía un silencio de hule a cuadritos rojos y blancos. Paulo sentía que no era
definitivamente admitido en la familia, en la clase. «El viejo conflicto entre el
intelectual burgués y el obrero», se dijo con pedantería. Constitución le miraba
traicionera, de reojito, bellísima, quizá resentida de que él hubiera abandonado tan
pronto la lucha por ella. Y así eran los domingos en casa del viejo ferroviario chato y
oscuro, con hijos rubios. Finalmente jugaban a las cartas y bebían orujo. Constitución
estaba y no estaba. Era sólo una sombra en un espejo.

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Dionisio Ridruejo era de Soria y llegó a la ciudad casi como paisano:
—Volveré pronto, y ya con mando en plaza —fue lo primero que nos dijo.
Ridruejo, desmedrado y gentil, elocuente y urgente, venía ya uniformado de
falangista con todas las consecuencias y cruces. Había estado en Berlín y Múnich,
había visto la gloria sombría y geométrica de Hitler, y le hizo esta confidencia a
Paulo, en el Cantábrico:
—Lo nuestro es un juego en comparación con aquello. Yo también soy poeta,
como tú, y por lo tanto sensible a la grandeza de un sueño que es una poderosa
realidad. Cuando yo vuelva por aquí, quiero verte con la camisa azul.
Ridruejo era el fascista culto, literario, clásico, con alusiones continuas a
Garcilaso y Lope, que él mezclaba sabiamente con José Antonio y Luis Rosales.
Paulo sacó la consecuencia de que aquellos hombres tenían una considerable y quizá
deliberada confusión mental, pero, sobre todo ello, una decisión macho y ambiciosa
de alinearse con los grandes fascismos europeos, nacientes, y sobre todo con el
nazismo de Hitler. Paulo ya iba distinguiendo: Ridruejo y Serrano Súñer eran más
germanófilos. Sánchez Mazas o Giménez Caballero eran más de Mussolini, el
fascismo mediterráneo.
Ridruejo llegó a la ciudad como otro caudillo de las Falanges de Castilla.
Salamanca, Burgos, Valladolid, ahora Soria. Aquello iba en serio. «Esto va en serio»,
se dijo Paulo. Ridruejo, que estuvo en el hotel Inglaterra («pronto lo cambiaremos de
nombre»), porque era donde había estado José Antonio, por las mañanas vivaqueaba
por la ciudad, veía generales, se entrevistaba con Onésimo o Girón, siempre de uno
en uno. Y por las tardes («se está trabajando la juventud») acudía a las tertulias
literarias del Cantábrico o los cafés cantantes, donde leía sus sonetos perfectos,
geométricos y sin poesía a los estudiantes con inquietudes.
Más tarde los llamaría Sonetos a la piedra. Eran, sencillamente, sonetos de
piedra, indigeribles. Pedía que los chicos le leyesen cosas. Aquello era una leva
literaria de falangistas. Sólo el ciego Mulero, venciendo la timidez con la venda de su
ceguera, le leía algunas cosas desprovistas de luz e imagen, como sólo las puede
hacer un ciego. Pero a Ridruejo le gustaba todo, o eso decía. Mayormente, estaba allí
para dar ánimo a los estudiantes de aquella populada universidad.
Ridruejo era perfilero y nervioso, deslumbrante y bajito, comunal y egoísta, sólo
preocupado, en realidad, por su imagen, su capitanía lírica de España, su verba
brillante. Paulo se dijo que, si llegase una guerra, Ridruejo no pegaría un tiro.
A Dionisio Ridruejo (rama pobre de unos judíos sorianos, usurarios y
prestamistas) se le veía en las famosas mañanas del bar Cantábrico coqueteando en
hombre con las señoritas bien de la ciudad, que luego paseaba por la calle de
Santiago, o en su coche pequeño y viejo, con banderín falangista, que él llamaba
«fotingo», sin ninguna gracia.
Incluso se sospechó que Ridruejo, hombre dado a mujeres, tuvo algún lance gentil
con determinada señorita heráldica de la ciudad, pero estas cosas siempre se dicen,

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aunque luego saldrían papeles viejos, sonetos suyos, que podían valer como
documentos. Pero cuando Ridruejo pasaba de la piedra a la carne —celeste carne de
mujer—, en sus versos, seguía siendo pétreo de concepto. Nada que ver con el Juan
Ramón, el Lorca, el Neruda, el Rubén, etc., que le gustaban a Paulo.
Ridruejo se fue como había venido, sólo que un grupo de jóvenes poetas locales
lo acompañaron a la estación, donde iba a coger el tren de Madrid. El «fotingo» se lo
confió Ridruejo al chófer falangista. El famoso poeta estaba solar de condecoraciones
y otros ademanes. Saludó militarmente, como si aquellos poetillas fuesen ya una
escuadra falangista.
—¿Qué te ha parecido Ridruejo, Paulo? —le preguntaban de vuelta.
—Un D’Annunzio enano, aunque tampoco D’Annunzio es muy alto. Un lírico
fascista que está confundiendo la revolución con los uniformes. Y, como poeta,
perfecto e insoportable.

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Paulo vio nacer la guerra desde el balcón corrido y principal de la casa/palacio,
casa/palacio de su familia, casa/palacio donde nació. Era un atardecer recalentado de
julio, quizá el 18, y todo el mundo dormía en la casa, hasta los criados. Paulo, que
leía a Mallarmé, se puso en pie, en pijama, al oír caballos y camiones, voces
aljamiadas nunca oídas.
La guerra nació en aquella plaza, en aquel barrio retirado y ducal, como una
verbena de verano, como una fiesta silenciosa y oscura que no desdecía del todo con
la paz y el silencio de las iglesias del XVIII y los Cristos muertos del XVI. Pasaban
camiones con moros y regulares, viejas láminas de la infancia, cuando el fulgor de
África y la guerra. Luego supo Paulo que un general ingenioso hizo pasearse por la
ciudad su único puñado de moros, cambiándolos de camión a cada vuelta, de modo
que la gente llegó a pensar que estaban totalmente ocupados por los africanistas, y se
rindieron en seguida.
Pasaban guardias civiles y guardia de asalto, a caballo, iban o venían de capitanía
general. Paulo había oído algo por la radio de Madrid, y Ridruejo, en su reciente
visita, les había hecho a los jóvenes confidencias bélicas que no tomaron en serio. La
guerra estaba allí y nacía como el comienzo de una ópera, las viejas óperas que él
veía en las noches de la infancia, en el Calderón, que le llevaban hasta con anginas,
que así lo exigía su tiranismo de niño único.
La guerra, sí, era como el prólogo de una ópera, esos prólogos silenciosos donde
sólo suena la música de la orquesta (en este caso la radio), pero nadie habla ni canta
sino que personajes exóticos atraviesan el escenario en todas direcciones: un moro,
un guerrero, otro moro.
Así nació la guerra en aquella plaza circular y espaciosa, ilustrada de campanarios
y escudos, con los vencejos volando bajo hasta acariciarle a Paulo la cara, como
curiosos de mirar el libro francés que solía estar leyendo. Así nació la guerra y Paulo
pensó que aquello era una locura de falangistas y capitancitos jóvenes, un mal poema
de Ridruejo, y que no iba a pasar nada. Encendidas las farolas de gas (había una de
cuatro brazos en el centro de la plaza), Paulo se sentó de nuevo a leer, a la luz de las
tinieblas. Sólo pensaba con el libro abierto.

La radio, ese invento que nadie había querido en la casa, y que más que nada habían
introducido las criadas, acabó aglutinando a toda la familia dispersa en torno de su
ojo rojo de polifemo parlanchín y madrileño. La familia de Paulo era familia de
bisabuelas historiosas, de abuelos rezadores, de padres laicos y madres como del cine
mudo, fugaces y amantísimas. Más el servicio de toda la vida, ya se ha dicho.
En un gabinetito, en una saleta a oscuras (el sacramento de la radio era a oscuras,
como la confesión, una confesión inversa, sólo de oyentes), se reunía toda aquella
familia despareja a escuchar las noticias de Madrid, el levantamiento ha empezado en
África y está dominado, el levantamiento fracasa en todas las capitales españolas, el

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levantamiento estará resuelto en un par de días, a lo más una semana. En el silencio
de la familia podían apreciarse matices. La bisabuela empezaba a contar la última
guerra carlista. El abuelo rezaba por la caída del «Gobierno rojo de Madrid», las
parejas cismundanas de padres y tías decían que aquello no era nada. El servicio
disfrutaba mucho, como siempre que se le hace partícipe de la Historia, y luego se iba
a sus cocinas a comentar, a «fingir y comentar», como decía la criada joven, nueva y
guapa, Carmen, que le gustaba a Paulo:
—Estoy harta de fingir y comentar.
Y reía, morena y cartaginesa, con su risa salvaje, de un erotismo urgente.
Paulo, aquella noche, se quedó a dormir en un sillón, junto a la radio, cuando ya
se habían ido todos, escuchando himnos y discursos de Madrid. Le hubiera gustado
coger la voz de Azaña, que le parecía la más sensata, pero hablaban mayormente los
políticos e intelectuales de segunda. Hablaban, como siempre, los que no tenían nada
que decir.
Saliquet es una especie de generalísimo en la ciudad, una vez declarada la guerra.
Saliquet había conspirado con Varela, Orgaz y otros generales para preparar el
levantamiento. Franco mandaba en África y Canarias, Queipo en Andalucía, Mola en
el Norte y Saliquet en el centro, cuya capital nacionalista era la pequeña ciudad de
Paulo.
Saliquet, con otros militares, fue a ver al general Molero, masón y republicano
(no confundir con Mulero, padre del ciego amigo de Paulo, y también republicano y
luego fusilado). A Molero le presionaron para sumarse al levantamiento. Molero les
pide unos minutos para pensarlo y se encierra en su despacho. Le esperan en la saleta.
En la calle hay un fragor de ferroviarios y falangistas, que pelean a muerte. Molero
abre la puerta de su despacho y grita desesperado y valiente:
—¡Viva la República!
Le disparan todos en el acto.
Luego lo fusilarían previo juicio sumarísimo a posteriori. Mulero, su casi
homónimo, corre suerte pareja. La pequeña ciudad resiste todo el día, mayormente en
la Casa del Pueblo, que finalmente es arrasada. Luis Lavín, gobernador civil
republicano, hombre de Casares Quiroga, tiene el encargo especial de aplastar el
fascismo en la ciudad más fascista de Castilla, pero, al verse abandonado por todos
sus colaboradores y amigos, toma automóvil hacia Madrid. Lo capturan y llevan
prisionero a su propia casa.
En aquella casa ya se había establecido el general Ponte.
—Sólo pido que me metan por la puerta de servicio.
Era el último y delicado pudor de la muerte. Pero lo mataron igual. Había
empezado la hoguera de la sangre en la ciudad. Un camión de guardias civiles partía
para Madrid desde la plaza que dominaba Paulo en su balcón. A aquellos guardias los
reclamaba la República. A punto de partir, se presenta un joven suboficial de ilustre
apellido, Perelétegui, y discursea a los guardias:

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—Es una trampa, os van a matar por el camino. La República no quiere a la
Guardia Civil.
Los convence, se bajan del camión y la República pierde otro refuerzo. Zubiri, el
novio de Delmirina, tísico y guapo, es de los primeros falangistas que se van a la
guerra. La línea del frente estaba entonces en el Alto del León, en la sierra. Zubiri
mandaba muchas postales, o fotos suyas (estaba contento de su cara de Cristo), con
reverso manuscrito y literario para Delmirina. Luego cesaron las postales. Lo había
matado una bala o una hemoptisis. Paulo casi se alegró, porque era el falangista que
le había dado la tarde odiosa de los autos de choque, donde estuvo a punto de partirse
los dientes, por la hombría del falangista.
Con la llegada de la guerra cesaron las presiones sobre Paulo para que se hiciese
de Falange. Lo llamaron al servicio militar, sencillamente, que ya tenía la edad, y le
dieron para servicios auxiliares, tuberculoso perdido como estaba (febrícula al
atardecer, sudores extemporáneos), aunque no quería reconocerlo. Quizá lo había
heredado de su madre. Tenía que ir por las mañanas a un cuartel del paseo de Zorrilla
a hacer trabajo de escribiente, pero conservaba el uniforme todo el día, para que no lo
molestasen más los falangistas y porque las mujeres decían que le sentaba bien.
—Será un uniforme de soldado raso, pero pareces un príncipe.
Carmen, la criada nueva y cartaginesa, Rosa Luguillano, la puta, Constitución, la
chica de la UGT, lo encontraban muy guapo de uniforme.
—Y no siempre vestido de antiguo, hijo, que pareces un antiguo —le decía la
Luguillana.

Lo cual que una tarde, Paulo, vestido de militar (a los militares de Franco les estaba
permitido fornifollar), se acercó a ver a la Luguillana. Era una calavera bien dibujada,
muy trabajada, con una sombra lisa en el pelo. Los falangistas le habían cortado el
pelo al cero.
—Rosa…
—Han sido los falangistas. Dicen que yo pasaba información a los rojos.
«Los rojos.» Rosa había asimilado en seguida el argot de la guerra con esa
porosidad lingüística del pueblo español.
—Pero tú nunca has jugado a espía.
—Bueno, ya sabes, hablaba con unos y con otros, algunas somos dadas a hablar
en la cama.
—Rosa…
—Me dieron unas hostias y dicen que a la próxima me fusilan.
Paulo se acostó con Rosa Luguillano, primero sin ganas, y luego con pasión,
lástima, ternura y rabia. Besó aquel cráneo perfecto y desnudo, aquel cráneo joven y
despojado. Besó la sombra erizada de una cabeza vicariamente cortada,
comprendiendo por primera vez lo que era el horror de los hombres, la sinceridad

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cruenta de la guerra, la ternura infinita y desesperada del amor. No podía rechazar a
aquella mujer calva que no parecía su amante.
Aquello fue el verdadero principio de la guerra para Paulo. Luego salieron a cenar
al tabernón de la luz roja, Rosa con una toalla por la cabeza, como cuando se la
lavaba, pero en el barrio se sabía todo y la desgracia de Rosa Luguillano, la
Luguillana, no producía risa, sino respeto. Paulo amó la dignidad de las putas, como
antes había amado la de los ferroviarios en el señor Isidoro, en Miguel San Julián, en
la adorable Constitución.
Y hasta se dieron un paseo por las calles pinas y adoquinadas del barrio de la
morería, entre el aplauso de la gente. Aplaudían a la puta guapa, desgraciada y mártir.

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El ejército pidió donativos en oro para adquirir armamento. Las clases medias y altas
iban al noble edificio de la Diputación Provincial, frente a Tablares, en cuyo vestíbulo
se habían dispuesto unos cestos de mimbre, forrados de tela. Paulo llegó a primera
hora de la tarde, por ver y mirar, y los improvisados recipientes estaban más que
mediados. Esclavas de oro, recuerdos de algo, muñequeras, dijes, guardapelos, todo
en oro, todo al cesto, alhajas del Banco Urquijo, un desvalijamiento o
autodesvalijamiento sentimental, cadenas, medallas, arras, alianzas. Era la nobleza de
la ciudad, era la burguesía mimética de los grandes, era la derecha inmensa y
enlutada, las viejas respiraban por sus encajes, como los peces por sus branquias, era
el fondo levítico y morado de la ciudad en auxilio de Franco, de Mola, hasta de
Sanjurjo, como creía alguna anciana mal informada.
Al día siguiente, se lo volvían a comprar todo en plata.

Por esta donación de los oros más íntimos, Paulo supo que Dios estaba con Castilla,
que aquellos falangistas frívolos de la calle Santiago no estaban defendiendo una
utopía, sino que el levantamiento era una cosa de las extensas clases medias
españolas, que donaban el fondo de sus consolas isabelinas para matar comunistas.
Lo dijo por entonces, magistralmente, el poeta falangista Agustín de Foxá, o
algún otro:

Mis libros del Escorial


y mis custodias sagradas.

La aristocracia provinciana, la clase media alta no tenía su nombre en los libros


del Escorial, ni custodias sagradas donadas a la parroquia, a la catedral herreriana,
pero se sentían integrados en todo aquello, en una España en verso, e iban llenando
los cestos de alhajas de la Diputación (donde naciera rey Felipe), con las entrañas de
oro de su biografía y sus antepasados.
Al día siguiente, sí, se lo volverían a comprar todo en plata.

Sebastián Santesmanes, el Mero, es un pescadero del Val que canta fino por Miguel
de Molina. Sebastián Santesmanes, el Mero, gasta gorra de cuadros y visera, tiene la
cara plana, con gran nariz, los ojos entornados como en un constipado sentimental, y
cierto aire buja y poético que no molesta y le hace simpático. Lo de Sebastián
Santesmanes, el Mero, debe ser una conjuntivitis lírica y crónica. Los falangistas le
rondan por maricón y por rojo, cómo va a ser rojo este hombre, pero el Mero es
bueno, quiere a la gente y piensa que la gente lo quiere.
Algunas noches, después de los cafés cantantes y el muslo blanco y quebrantado

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de Pilarín May, Paulo y los suyos se van a las tabernas infames de Santa Clara, de las
Delicias, de la Rubia, para oír el cante dulce, sentimental y consentido del Mero, que
es un Miguel de Molina con más castellanía y un artista de la copla y el cuplé, de la
canción española, que no se decide a dejar las merluzas para dar la nota en Madrid. El
cooperativista Onésimo ha fundado la brigada del alba. Cada noche son fusiladas
unas cuarenta personas en la ciudad, unos con otros, guadamacileros, perailes,
notarios de izquierdas, periodistas. El gañido de las víctimas y el trueno del pelotón
quedan como tapados por la copla sentimental de Sebastián Santesmanes, el Mero,
ojos verdes, verdes como el trigo verde, y al verde, verde limón.
Paulo, al final de la guerra, calculó que habían sido asesinadas unas nueve mil
personas en la ciudad. Pero su cálculo era por lo bajo. Los hispanistas, por lo alto,
hablarían de veinticuatro mil. Paulo, con los años, dejaría la cifra en mitad y mitad.
Onésimo, en los primeros días del levantamiento, muere en el pueblo de Labajos,
viajando en coche, en una emboscada de los rojos ferroviarios que resultó perfecta.
Al principio, los fusilamientos se hacían al alba, según el poético nombre de la
brigada, pero luego, gracias a la aceptación y adhesión del público, empezaron a
hacerse por la tarde, a la vista del personal, con buñolerías, música y ambiente.

Don Manrique Pellón, tan afín a la generación del 27, es un poeta profesor, alto y
delgado, con cabeza de reptil inteligente, que pasea por la ciudad su cátedra y sus
versos puros, solares, centrales, valerianos.
Paulo ha ido alguna vez, con otro amigo poeta, a visitar a don Manrique Pellón en
su piso céntrico de la ciudad, en cuyo vestíbulo hay un retrato al óleo, malo, del
poeta. Don Manrique Pellón es un hombre sosegado, puro, un profesor querido y
diferente, un poeta de prestigios que van más allá de la ciudad. En sus visitas al
maestro, Paulo ha conseguido que don Manrique le firme sus obras completas y que
le informe a medias de cómo va la poesía europea, pero a don Manrique le interesa
más escuchar que hablar, y pregunta a los jóvenes poetas por cómo va la juventud.
Don Manrique Pellón tiene la cabeza pequeña, ya se ha dicho, pequeña y buida, el
cuerpo esbelto y dobladizo, siempre vestido de domingo, como toda su generación, la
sonrisa fina y los ojos encristalados de miopía y perspicacia. Lleva unos calcetines
marrones y flojos que se le caen, y que son una ofensa para el dandismo precoz de
Paulo, que nunca hubiera imaginado eso en el creador de tanta luz impresa y tanta
gloria cenital. Una mañana se presentaron los brigadistas, los falangistas, y se lo
llevaron a cocheras, por republicano y ateo.
«Cocheras» llamábamos en la ciudad a las de los tranvías, que estaban por el
paseo de Filipinos, y donde se habían guardado los viejos tranvías, azules y amarillos,
que funcionaron hasta Alfonso XIII. La República, con su sentido eléctrico de las
cosas («la revolución es electricidad y koljoses», había dicho Lenin), empezó a
amortizar tranvías, pero sus rieles de agua de plata y luna seguían ilustrando el

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adoquinado parisino de la ciudad.
Los chicos como Paulo habían ido, de niños, a jugar «a cocheras», donde un niño
tenía para él solo y sus amigos nada menos que un tranvía con su volante, su freno,
sus asientos tiesos, sus ventanillas nubladas y su suelo, tan enigmático, de maderitas
largas y estrechas. Los tranvías estaban allí muriendo su muerte como los elefantes en
un moridero de elefantes, hasta que llegaron los falangistas y convirtieron los tranvías
en cárceles. «Cocheras» era como Tablares, sólo que todo lo contrario.
Ir a cocheras era grave, peligroso, pero no tan grave como ir a la cárcel o a un
convento, de donde te sacaba Onésimo, con su brigada del amanecer, o del alba (la
lírica era muy parecida en ambos bandos según observó Paulo), para darte el paseo y
el tiro. En «Cocheras» estuvo don Manrique Pellón y allí le cortaron el pelo al cero y
le dieron aceite de ricino, para que cagase agua y se muriera. Finalmente, como no se
murió, lo dejaron libre, escarmentado, y él se fue al exilio. Cosa parecida le pasaba al
paisano Jorge Guillén en otra ciudad.
Paulo, de adolescente, había escrito Los cuadernos de Luis Vives, unas memorias
de pubertad, cuando todavía pensaba que la poesía era la isla de oro de Juan Ramón,
el reino exento de los poetas puros, adonde no llegaba la política con sus violencias ni
la guerra con sus escarmientos.
Pero luego entrevió la imagen de don Manrique con el pelo al cero (lo cual le
hacía más ofidio), y su meditación desoladora fue que nadie está a salvo de nada, que
el mal es como un regadío y llega a todas partes. Un retórico malo hubiera dicho que
«el regadío del diablo». Paulo se negaba a escribir cosas así. Seguía en su oficina de
escribiente militar, los jefes estaban muy contentos con él, hasta que un día llegó una
denuncia anónima, misteriosa, o un informe oficial. La familia de Paulo no iba a
misa, el chico se juntaba con elementos republicanos, como los hijos del general
Mulero, y con putas. Lo cual que lo trasladaron a una prisión preventiva donde
convivió con maricones icterícicos, amarillos, que eran los maricones más bellos del
mundo, con delincuentes violentos, monjas tontas y soldados sin suerte.
Al final su familia había sido depurada sin encontrar un solo dato, y él fue
devuelto a las oficinas militares. Los republicanos ricos siempre tiraban más a ricos
que a republicanos. La policía de Franco ya se había aprendido la lección. Paulo,
liberado de ictericias y sospechas, pensaba en la manera de pasarse a Madrid, que era
la capital republicana y, mayormente, la ciudad de los escritores.
De vez en cuando llegaba a la ciudad un orador falangista, conmemorando la
fecha en que estuvo José Antonio en el Calderón. Eran mañanas de un azul
relampagueante, pero la gente ya no iba a verlos porque no traían la utopía lírica de
antaño, sino que nos habían llevado a una guerra.
El ejército, ese coloso triste, actúa y no habla, y era el que estaba librando la
guerra contra la otra mitad del ejército y el pueblo. Los falangistas, que eran mitad
monjes, mitad soldados, pero el monje muy soluble en el soldado, y a la inversa,
habían cambiado su fascinación política por la fascinación poética de las novias que

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les escribían al frente.
Paulo no volvió nunca a un mitin falangista, aunque podría haberlo hecho con su
uniforme militar. Había algunos militares de Falange, tampoco demasiados. Los
oradores marceños y violentos, matinales y encendidos, hablaban en los campos de
fútbol, en la plaza de toros, en un teatro pequeño, en un cine de barrio, en lo que fuera
una Casa del Pueblo, en cualquier parte, pero habían perdido magia, fascinación y
público. Así iban las cosas en la ciudad.

Paulo, paseando por la calle de las Angustias, vio un día a Constitución a través de
una cristalera. Era la casa Singer, adonde iban las chicas a aprender costura, una vez
superado el prejuicio católico de que el pedaleo de la máquina produce una frotación
de los muslos que puede llevar al pecaminoso orgasmo.
Los archiarzobispales habían empezado prohibiendo la máquina de coser porque
el pedaleo lo consideraban un ejercicio lúbrico para la hembra. Lo que no
consideraron nunca es que la máquina Singer suponía un elemento de alienación, una
esclavitud para la mujer trabajadora, centáurica.
Las señoritas de clase alta sí podían pasear en bicicleta, pero el pedaleo de las
obreras era lúbrico y peligroso. Hasta que los grandes empresarios, que tenían cientos
de mujeres trabajando para ellos en la incansable Singer, convencieron a los curas de
que no había que atentar contra la revolución industrial y el progreso.
Siempre que los empresarios dicen «progreso» se están refiriendo a la explotación
de las masas. Paulo estuvo un rato pegado a la cristalera, mirando las piernas largas,
esbeltas, graciosamente lineales, de Constitución, que se movían en la unanimidad
rubeniana de otros cientos de piernas jóvenes y animosas.
Comprendió que amaba a la chica.
Cuando Constitución estaba a punto de levantar la cabeza, Paulo desapareció
rápidamente. Temía que ella se sintiese humillada, descubierta en aquel bajo
menester, aunque Constitución llevaba con mucha altivez su gracia de princesa de la
UGT. Pero tampoco hubiera sabido Paulo qué decirle a su amor, dado que él mismo
(y el hermano de Constitución) había puesto punto final a un posible amor no nacido.
Mas la imagen de la casa Singer, con su vieja hacendosa y feliz en cartón piedra, de
tamaño natural en el escaparate, la vieja Singer, cantada por los poetas futuristas, que
veían en ella la nueva musa industrial, volvía a la imaginación de Paulo, quien hasta
escribió algunos versos a este nuevo hallazgo de la chica, pero siempre le salía
Gerardo Diego.
Pasó por las Angustias mañana y tarde, por la acera de enfrente, y creía adivinar
el pelo pálido de Constitución, inclinada sobre la costura, o el movimiento de sus
piernas prolongadas e infantiles, adorables, entre el rumor visual de cisnes que era
aquel taller o academia.
Comprendía Paulo lo que este redescubrimiento de Constitución tenía de literario,

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y por eso le hacía versos y se decía que el amor (sin recordar si esto estaba en
Stendhal) se ayuda mucho con la circunstancia, la hora, la clase, el sitio, el oficio.
Quizá lo suyo había «cristalizado» en la casa Singer como en las salinas de
Salzburgo.
Se le olvidó completamente el puritanismo socialista, la prohibición de su amigo
Miguel San Julián, la intimidad con aquella familia ferroviaria. Por el contrario, se
iba al bar Cantábrico, vestido de soldado para que no le molestasen los falangistas, y,
bajo la orgía militar de Girón y los cadetes, escribía versos entre D’Annunzio y
Malaparte, entre Larrea y Ruano, cantando a la nueva musa trabajadora y anónima.
Hasta que un atardecer, hacia las siete, hora de salida de las jóvenes y viejas
modistas (Paulo lo tenía todo estudiado), jugó al encontradizo con Constitución, sin
preguntarle qué hacía ella por allí.
Pero Constitución se lo contó todo:
—Vengo todos los días, mañana y tarde, pagamos una pequeña cuota al mes por
aprender y utilizar las máquinas, pero a las mejores siempre les buscan un empleo, un
trabajo con una modista importante, o en una fábrica, que supongo yo que serán de
ellos (Constitución ya había asimilado la denuncia socialista del multiholding), y
acabas ganándote la vida. Es lo que yo deseo, porque no voy a estar esperando que
ningún pollo casadero se fije en mí.
Esta última frase fue una ballesta para el corazón adolescente de Paulo. Paseando,
paseando, la acompañó hasta su barrio. No eran culpables de nada, puesto que, pese a
la prohibición, se habían encontrado. Pero Paulo sabía que aquello no era un
encuentro casual, y quizá ella también, con las mujeres nunca se sabe. Constitución
estaba guapa de luces urbanas y sofocada aún de la larga jornada de aprendizaje.
Paulo sintió que la quería con urgencia y se avergonzó secretamente de haberse
enamorado en plena guerra. Paulo era una pura contradicción.

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Paseando, paseando, pasaron la avenida de Recoletos y toda la calle de la Estación,
con su larga tapia, hasta llegar al puente negro sobre los trenes deslumbrantes del
anochecer, los Grandes Expresos Europeos que hacían a Paulo soñar con un
cosmopolitismo a lo Paul Morand, que hacían a Constitución soñar con una luna de
miel en wagon/lits.
Se acodaron sobre la barandilla, de cara a los trenes, igual que siempre, como
quien se acoda frente al mar o los Alpes, dejando que el humo de las locomotoras los
santificase como una religión negra y fugaz. Pasaban incluso trenes de madera, llenos
de soldados que iban a la guerra. Atrás habían dejado, Paulo y Constitución, una
ciudad cálida y oliente, un abril como una Semana Santa con las llagas de Cristo
abiertas y perfumantes, con las palmas pálidas pasando, vírgenes, por un cielo
abrasado.
Paulo no sentía ninguna vergüenza interior de no ir a la guerra (antes la había
sentido), porque ahora veía claro que aquello era un disparate, una locura, una
barbarie de unos y de otros, un asalto a la República por los militares de África, sólo
que detrás podía venir la Revolución, y Paulo le tenía un miedo morboso y deseante a
la Revolución, que podía dejarle sin sus libros franceses y sus versos ociosos y
creacionistas del bar Cantábrico, sin su putísima Rosa Luguillano, sin sus amigos y su
tiempo.
Constitución, mojado en luna su pelo pálido, habló mirando al infinito limitado de
la estación y los trenes, que tenía más allá algo así como un arco iris de ladrillo y una
última luz de ponientes inactuales.
—Has desaparecido de casa como un ladrón, Paulo.
—¿Como un ladrón? Yo no me he llevado nada de tu casa.
—A lo mejor sí.
A Paulo le conmovió la ingenua indirecta de la niña, en una dialéctica del
laconismo sin duda aprendida en el cine de los domingos.
—De vez en cuando voy al fútbol con tu hermano.
—Ya.
—Sabes que no se fían de mí, piensan que voy a abusar, que jamás me casaría
contigo, en fin, todo eso que sale en las películas.
—Pero todo eso lo han decidido ellos.
—Sin contar contigo. Ya. Como hacen los burgueses. Todas las familias
funcionan igual, aparte las clases.
Paulo se sentía discriminado a la inversa por una familia de clase mucho más baja
que la suya. Esto le hizo sonreír interiormente, sólo interiormente, para que
Constitución no le creyera cínico. «Pero eso tampoco es el socialismo», se dijo.
—¿Quieres que sigamos viéndonos, Constitución?
—Sí.
—Pero antes tengo que decírselo a tu hermano, que es mi amigo.
—Se lo diré yo.

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—¿Quieres que nos casemos?
—Hablar de eso ahora es una mentira, Paulo.
—Tienes razón, perdona.
Y Paulo la amaba por su lucidez directa, dialéctica, obrera, por su inteligencia de
clase, y porque la había visto coser en la máquina Singer, ligera y como sin esfuerzo,
con su pelo pálido y sus piernas largas, y quería tenerla en casa cosiendo así, pero sin
explotación, haciéndole sólo un pañuelo, algo leve y fácil.
—Te compraré una máquina Singer.
Ella rió con su risa clara y fácil. Luego se volvió hacia él y lo besó.
—Eres adorable. Eres un niño, pero un niño genial, por eso te quiero. Otro me
hubiera ofrecido una carroza o un palacio…
—Yo sólo puedo ofrecerte una Singer, perdona.
—Por ahí veo que eres un poeta. De pronto me has hecho amar la Singer.
Aquel puente negro y ferroviario era el paso honroso de la ciudad burguesa, del
burgo podrido, a la barriada obrera, a la ciudad sagrada de la UGT. Estaban a mitad
de camino uno del otro y se besaron con dulzura, generosidad y silencio, mientras los
Grandes Expresos cosmopolitizaban su amor y los gritos de los soldados que iban a la
guerra ponían un fondo bélico y cachondo en sus confundidos pechos.

Don Antonio había sido el alcalde socialista de la ciudad desde el año 31, cuando
empezó la República. Una vez tuvo un encuentro periodístico con Cossío, que le puso
querella. Era inevitable, inaplazable, el encuentro entre el liberal y el socialista. La
querella judicial la ganó don Antonio, el alcalde, y al día siguiente de la sentencia, los
dos hijos de Cossío, falangistas, esperaron al alcalde a la salida del ayuntamiento, en
la plaza Mayor, a mediodía, y lo tumbaron en el suelo, le dieron una paliza y salieron
huyendo en un coche.
Desde entonces, Paulo, que sólo recordaba el hecho por referencias, ya que era
anterior a su «madurez», miraba con cierta ironía escéptica el liberalismo de Cossío,
aunque seguía fascinándole su aire de escritor entre bohemio madrileño y laborista
inglés, a más de sus artículos puros, limpios, intencionados, de una prosa corrida y
fértil. A partir de ahí, Paulo supo lo que era el liberalismo industrial. Desde el día del
levantamiento, los falangistas buscaron a don Antonio, que era del Socorro Rojo, en
su casa y en todas partes.
En la primera visita al domicilio del alcalde, éste tuvo la astucia de esconderse
por la parte de fuera de un balcón, aunque era verano, haciendo que cerrasen las
maderas, los cuarterones, las persianas de tablas, todo. Los falangistas, como no eran
profesionales de la guerra ni de nada, no repararon, en su recorrido por la casa, en
aquel balcón cerrado en pleno verano, mientras los demás estaban lujosamente
abiertos.
Don Antonio se salvó, pero falangistas y soldados volvieron y volvieron. El 20 de

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agosto cogían a don Antonio en su casa, lo sacaron y lo fusilaron en la noche.
Hay que decir que estas «sacas» las hacían más los falangistas que los soldados o
militares en general. Desde el primer día del levantamiento militar, Franco y Mola
habían decidido que el Ejército se comportase como tal, disciplinado, sin hacer guerra
de guerrillas, y menos de pandillas. Tales alegrías sólo se las permitían a la Falange,
con lo que Franco desacreditaba el movimiento creado por José Antonio y, de paso,
se beneficiaba de los crímenes falangistas, ya que, en todo caso, las víctimas siempre
eran indeseables para la Causa, que ya empezaba a escribirse con mayúscula. Por eso
el pueblo, en la posguerra, odiaría más a la Falange que al Ejército.

Uno de los dos Cossíos que le dieron la paliza al alcalde era Manolo, contertulio
de Paulo en el bar Cantábrico y en los cafés cantantes de madrugada, y en los
recitales improvisados de Sebastián Santesmanes, el Mero. Manolo Cossío, aunque
hijo de ilustre familia liberal, con tantas cabezas trastamara, fue falangista de la
primera hora, y sin duda él resumía la grandeza bastarda de su familia, el liberalismo
de su padre y la gloria literaria en la camisa azul. Una mera simplificación.
Pero Manolo Cossío, feo y divertido como su padre, se fue en seguida al frente y
lo mataron en Quijorna, con muy poca diferencia de calendario respecto del asesinato
del alcalde por él apaleado. Paulo, ante estos ejemplos de patriotismo ciego, no
dejaba de dudar de sí mismo, defendido tras un uniforme de cabo universitario.
Del matrimonio Cossío se decía que no hablaban inglés, según su presunción,
sino que, como nadie sabía inglés en la ciudad, fingían entre ellos una divertida jerga
que a la gente del Casino le sonaba a inglés.
Hasta que, un día, José María Stampa, amigo de Paulo, estudiante, deportista y
genio inquieto, se sentó del revés del diván de los Cossío, leyendo un periódico,
escuchando al matrimonio, y vino diciéndoles a los amigos:
—¡Qué cojones van a hablar inglés! Yo sí que sé inglés. Hablan una jerga que de
inglés sólo tiene el acento. Lo hacen para que los oigan y los respeten.
A pesar de todas estas cosas, Paulo seguía respetando en Cossío su raza de
escritor (no así en su hermano, sarasate, maricón y taurófilo, amigo de Ortega y
Marañón, con más brillo en Madrid, pero escritor nulo y enamorado tímido de los
toreros, mayormente de Joselito, a quien brindaba su sonrisa verde de rana
homosexual). José María de Cossío no se había curado nunca de la muerte de
Joselito. Era un hombre feo, enamorado y frívolo que llevaba por dentro un dolor de
grana y plata. Paco Cossío escribió sobre su Manolo un gran libro elegíaco y lírico,
que salió en Santarén, 1937.
La muerte de Manolo Cossío y la gesta del Alto del León (luego de los Leones)
fueron dos acontecimientos que conmovieron mucho a Paulo y a su grupo. Lo del
Alto del León, en el Guadarrama, quizá fue iniciativa de Saliquet. Lo cierto es que los
republicanos estaban allí instalados y que, una vez pasado este Alto, ya cuesta abajo

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de la sierra, el ejército de la República llegaría en seguida a las viejas Castillas, reino
llano de los nacionales.
Cuando José Antonio Girón supo esto, reunió una leva desesperada y heroica,
decidida y poco enterada, y allá se fueron a parar a los rojos. Su lucha fue
improvisada, insólita, inesperada, nada científica y un poco suicida. Girón rechazó a
los republicanos y salvó para el Generalísimo Castilla la Vieja. Toda la guerra, en
realidad, estuvo tejida de gestos así, fue un cruce de acciones muy militares, muy
estratégicas, y de tácticas inventadas y heroicas que venían de la guerra de guerrillas
y el XIX.
La pequeña ciudad se hizo decididamente franquista tras lo del Alto del León (ya
para siempre «los Leones»). Los jóvenes tenían una mirada nueva y urgente: querían
ser héroes. En la tertulia del bar Cantábrico, que cada día era más grande, Mario
Satué les dijo que él se iba a la Marina de Franco al día siguiente.
Mario Satué era un godo puro, rubio y de ojos claros, con el pelo pajizo y la
juventud acendrada en sobriedad. Salía poco, alternaba poco, tenía fama de listo y ya
escribía y dibujaba en el periódico de Cossío. Venía de buena familia liberal.
Mario Satué se arrepentiría algo toda la vida, de su gesto prematuro y heroico (se
fue a la guerra a los dieciséis años), y hasta llegó a ocultarlo, cuando tuvo cierta fama
local como dibujante. Pero su ejemplo de aquel día dejó pensativos a muchos, entre
ellos a Paulo. Federico, hijo de militar caído en África, o algo así (ya se ha contado
aquí), no podía dejar sola a su madre y, por otra parte, su pleuritis o pleuresía siempre
latente, tan chopiniana, le daba inútil para todo servicio.
Federico siguió por la ciudad buscando una rica heredera, paseando su perfil
romántico de pies planos y bailando con las chalequeras de domingo, que siempre
salía algún amor caliente, sucio e inconfesable. El cura Juan Diáfano no pudo ir ni de
capellán castrense, porque era bajo y chepudito y les hablaba a los soldados de
Romano Guardini, Bernanos y Maritain, cosa que los aburría mucho y les quitaba
moral. Otros se libraron por estrechos de pecho y Paulo seguía en oficinas militares.
Aunque inútiles, por dentro se habían vuelto todos nacionales, falangistas
teóricos, y Franco había ganado a la juventud para su causa antes de ganar la guerra.
Mulero, el poeta ciego, como Homero, se había puesto camisa azul y corbata negra,
que llevaba con más impudor que nadie, debajo de la chaqueta, quizá porque ni él
mismo podía verse. Una noche, al salir del café cantante, cogió a Paulo de un brazo,
eligiéndolo como lazarillo. Caminaron calles del verano nocturno, cuando todos los
bichos se desvelan y dan una nota, cuando los gatos tórridos ponen sus ojos de odio
esbeltísimo en las ruinas sagradas de la ciudad:
—Paulo, habrás observado que por primera vez me he puesto la camisa azul.
Caminaban despacio, disfrutando la noche agosteña y la paz celeste de la ciudad
cuando toda España era una catedral en llamas.
—Sí, y te confieso que me ha sorprendido. Aunque lo de Manolo Cossío, lo de
Girón, lo de Mario, nos ha hecho pensar a todos.

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—Paulo, yo soy un impedido, hijo de general masón y republicano, fusilado
prematuramente.
—Yo diría que vilmente.
—Evitemos las grandes palabras.
—Tu padre se merece las grandes palabras.
—¿Crees que le estoy traicionando con esta camisa?
—Me parece, sencillamente, que te estás defendiendo. Aunque no creo que nadie
se atreviese con un ciego.
—Ciego, tú lo has dicho. Quizá me he puesto esta camisa azul porque no la veo.
—Quizá.
—No parece que vayas a ayudarme mucho, Paulo. Siempre fuiste frío.
—¿Ayudarte a qué?
—A soportar este baldón.
—Para poeta te expresas un poco tópico.
—Toda la familia nos hemos hecho falangistas en un día.
—Te advierto, Mulero, que España nunca ha perdonado a los judíos conversos.
—Pero yo soy un ciego, Paulo, soy un ciego. Puedo decirte si hay luna esta
noche, pero a ti no te veo la cara.
Habían llegado al portal de Mulero, en la calle de Panaderos, y el ciego lloraba en
silencio, lloraba un llanto claro, brillante de luna, como si no fuera ciego. Paulo
debiera haberle dado un abrazo, haberle dicho unas palabras, algo, pero a Paulo no le
salía, quizá porque Mulero no le interesaba demasiado como poeta. Y se sintió
culpable de estética una vez más:
—Anda, Mulero, acuéstate y duerme. Tus ojos y tu camisa te protegen. Sigue con
tu poesía, que es lo tuyo, y olvida lo demás.
—¿De verdad te parece que no soy mal poeta, Paulo?
Paulo comprendió que había sido un error sacar aquel tema. En la calle de
Panaderos, los trenes ya silbaban y rugían muy fuerte. Esto le evitó a Paulo contestar.
Ayudó al ciego a abrir la puerta con su gran llave y se alejó hacia casa caminando
despacio. El fragor dormido de la estación le llevó los pensamientos a Constitución,
su amor, con olvido inmediato del poeta malo, ciego, cobarde y converso. Desde
hacía un tiempo, Paulo no podía oír el silbido de un tren (Constitución) sin sentir el
ballestazo largo de su amor en el pecho enfermo, lírico y sobredorado de tabacos.

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Las ya famosas brigadas del alba hacían sus «sacas» durante toda la noche, a
domicilio. Se llevaban un obrero, un notario, un músico, un estudiante rojo. Eran los
pequeños domicilios burgueses o artesanos, íntimos, dormidos, desgarrados de pronto
por unos hachazos de luz que eran las linternas, y así iban apareciendo lienzos de
pared, miniaturas de la casa, una esposa lívida y llorante, un niño goyesco y atónito.
Los visitantes preferían no encender las luces (la sombra como antifaz), actuar
con las linternas, que por otra parte daban más miedo y ponían más relampagueo,
más tralla de muerte, más sorpresa de disparo en el flash de la casa, como una
instantánea familiar y siniestra.
Los visitantes solían ser falangistas, pues ya se ha explicado que Franco y Mola
tenían al Ejército sometido a una saludable disciplina: matar sí, pero por orden, de
uno en uno. El propio Mola moriría en ¿accidente? Ya se ha contado aquí que unas
cuarenta personas desaparecían cada noche, para aparecer al día siguiente en
cadáveres dispersos por los Pajarillos, las tapias del cementerio, la cárcel, las
Moreras, o flotantes en el río, como unos navegantes dormidos y casi felices.
Los porteros traicionaban a la burguesía. En toda revolución española se da
mucho la revolución silenciosa de los porteros. Los porteros son lumpen, según Marx
(Paulo creía haberlo leído en algún artículo). Lumpen es el obrero que, sin sentido de
clase, se pone al servicio de la burguesía: porteros, criados, jardineros, cocheros, etc.
Pero el portero es la mala conciencia del inmueble burgués y aprovecha la
revolución, de uno u otro signo, para soltar todo el odio, el resentimiento y el dolor de
sotanillo con cocina, berza y radio, todo lo que sabe. Y lo que no sabe se lo inventa:
—Don Eligió, el del primero, no ha ido nunca a misa.
—Doña Bernarda, la generala, tiene un amante que es militar de Azaña.
—Outeiriño, el sereno, es confidente de los rojos.
Al padre de José Luis González, el amigo de Paulo, el sombrerero, se lo llevaron
porque en su fábrica de sombreros las operarías habían montado una especie de
koljós, sin que el sombrerero conociese esta palabra ni pudiera controlar a las
revolucionarias (las más jóvenes se habían acostado todas con José Luis, el amigo de
Paulo, e incluso con Paulo). Era un tiempo en que, así como los socialistas de la UGT
frecuentaban la moral grave de Miguel San Julián, el anarquismo ibérico, secular, era
asumido mayormente por las mujeres y convertido de inmediato en libertad sexual.
Aquellas chicas, desnudas bajo sus mandilones, entre cráneos de madera y manos
aisladas, con un guante surrealista (aquello también era guantería), trabajando en un
galpón en mitad de una huerta que hacía verde y selvática la tiniebla del taller, se
sentían libres de generaciones y confundían la impaciencia de la Historia con la
impaciencia de su entrepierna. Paulo y José Luis González incluso hacían incursiones
con alguna chica aislada, de noche, a aquel huerto con pilón e higueras, y
consumaban a oscuras lo que habían pactado de día, junto a la horma. A las obreritas
parece que les gustaba tomar de noche su cárcel de ocho horas y convertirla en la
alcoba de su cuerpo adolescente y violento. Estaban haciendo la revolución a su

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manera. La luna era un enjambre de perros nevados, aullantes, y los disparos de los
fusilamientos brotaban tenuemente, como lejanas flores de estampido, en el fondo
gótico de la ciudad.
Las clases artesanas, como decía la abuela de Paulo, recibían a los bulliciosos
falangistas, jóvenes como peinados por mamá, con fatalismo, con estoicismo, o
defendiéndose con una garlopa de la metralleta/juguete. Entonces eran asesinados por
comunistas, y el taller donde dormían, oloriento a madera virgen y nobles encurtidos,
era una blasfemia de sangre sobre las herramientas gremiales y el llanto blanco de las
mujeres.
Mulero, el poeta ciego, que sólo tenía eso de Homero, la ceguera, se había
acostumbrado a tomar a Paulo de lazarillo a la salida de los cafés cantantes. Paseaban
la noche estival, numerosa de miedos y sirenas, hablando de Keats, de Yeats, de
Hölderlin, de Guillén, de Quevedo, de Juan Ramón, de Baudelaire.
Luego, Mulero al fin se confiaba:
—Paulo.
—Qué.
—No estoy contento con esta camisa que llevo.
—No puedes verla.
—Pero me toco con las yemas de los dedos el yugo y las flechas, bordados en
rojo. Son las flechas que mataron a mi padre.
—Tú eres poeta, el poeta debe de ser irónico y es una ironía que esas flechas te
estén salvando a ti.
—Paulo.
—Qué.
—Eres un frívolo y te salva la frivolidad. Eres un ingenio y te salva la
ingeniosidad, pero yo soy un ciego y no puedo ser más que trágico.
—En nuestra literatura hay muchos ciegos cómicos y golfos. ¿Por qué no lo
intentas?
—No es lo mío, Paulo, no me entiendes.
—Tu ceguera te pone a salvo de todo. La gloria literaria déjala para más tarde,
cuando acabe la guerra.
—Paulo.
—Qué.
En la noche gótica y plateresca, románica en la Antigua, con su cigüeña familiar
presidiendo la tribu de la ciudad como el animal totémico, los muertos van cayendo
como hojas del otoño, como hojas del castaño humano, dulcemente, levemente, sin
ruido, las bocinas se alejan hacia los solares de la muerte y los estampidos tienen una
floración alarmante, incitante, casi excitante y grata, en los fondos remotos, barrocos,
gremiales, guadamacileros y dormidos de la ciudad.
—Me da vergüenza decírtelo, pero necesito una mujer, Paulo. Necesito una puta.
—La tendrás.

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—¿Lo dices así, tan pronto? Sabía que eras hombre dado a mujeres, como dicen
los franceses, pero no tanto.
—Mulero, amigo, tendrás tu puta, que para ti no será puta, porque te lo hará gratis
y amoroso.
—¿Por ciego?
—Por poeta.

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La huelga tiene pies y tiene garras. La huelga ferroviaria, repetida, constante,
insistente, muda, es lo único que se opone en la ciudad al avance del fascismo, el
farallón humano que está defendiendo la libertad del viaje, la realidad cruenta del
proletariado y la mística marazulmahón de los socialistas, los comunistas, los
anarquistas. En la última huelga estuvo Paulo, sin armas ni bagajes, abandonado su
uniforme militar, que le comprometía, del lado de los ferroviarios, un hombre gris
entre los hombres grises de corazón de naipe.
Cargó la caballería, cargó el Ejército, cargó la Academia militar, cargó la Falange,
cargó la guardia civil y la guardia de asalto (todos los cuerpos ya franquistas) contra
un proletariado armado con llaves inglesas y pistolones de Jaca o de cuando la
sanjurjada.
Las sirenas de la policía y las ambulancias, las sirenas poderosas y oscuras de las
locomotoras, eran un cielo de vagido y música que presidía la lámina intensa de la
guerra. Hubo obreros disparando desde el ténder de las locomotoras y hubo
falangistillas alegres golpeando a un pobre la cabeza, con sus porras de hierro y goma
dura (decían que invento de José Antonio), hasta dejársela convertida en una bola de
sangre y mirada, de sesos y sentimiento chorreante, como una sangre metafísica, la
sangre del cerebro, que tuviera otro color.

Al atardecer, cuando la huelga estaba dominada y los ferroviarios habían pactado, los
sindicatos curaban a los suyos en el inmenso galpón que era el bar de primera de la
estación del Norte. Miguel San Julián tenía una herida en la sien y estaba tendido en
una manta, muerto, conservando en la boca el gesto despectivo, entre aristocrático y
hortera, que su amigo Paulo tanto le había visto en el fútbol, en el paseo con las
chicas, en el Frondor.
Miguel San Julián había ido a pelear a la huelga, aunque no tenía edad ni
formación, de bombachos y chaqueta azul, hecho un dandi del pueblo, lo que él era.
El señor Miguel, con su nariz de boxeador sonado, con su bigote plano de morsa y su
mirada redonda y buena, miró a Paulo y luego lo abrazó profundamente.
—Tú le querías, tú le entendías, eras su único amigo, estaba orgulloso de ti. El
que tenía que haber muerto soy yo, que soy ya un viejo inútil. No tiene sentido esto
de que haya muerto mi hijo. La derecha, el poder, siempre cambian el sentido de la
Historia. Perdóname, Paulo, hijo, pero no digo más que bobadas.
Paulo sintió en aquel abrazo del viejo ferroviario, del viejo ugetista, como un
calor de clase, como una cercanía abrumadora del pueblo, como un contacto macho
con las clases que él amaba, sin saber por qué.
Luego le vendrían las dudas de que lo suyo era literario. ¿Qué diferencia hay
entre la fascinación por una chica ferroviaria y la fascinación por un cisne de Rubén?
Lo suyo quizá era literario, sí, pero además estaba Constitución, cuyo nombre ya
empezaba a ser muy sugerente, y cuyo pelo pálido él amaba con locura, así como sus

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ojos grises e irónicos, su boca purísima, de una sensualidad tibia, su óvalo de cara,
tan ingenuo, sus largas piernas que trabajaban como las de una niña espigadita en el
pedaleo de la Singer.
El entierro de Miguel San Julián fue como una nueva huelga. La ciudad se llenó
de una multitud poblada y viva, unipersonal, de un silencio con voluntad de reproche,
y, en torno del sencillo, del modesto carro de la muerte donde iba el amigo de Paulo,
el obreraje cerraba filas con una resignación que tenía algo de desafiante. Paulo
estuvo en primera fila del entierro, con el señor Miguel, padre de Miguel, y por allí
vio a Isidoro, padre del Isidorín, muerto en Tablares. Se abrazaron también con un
abrazo profundo y de hombre que iba impregnando a Paulo de los olores fuertes,
bondadosos y vivos del pueblo.
La represión militar es, ya se ha dicho, organizada, disciplinada, discriminada, y
tiene lugar principalmente en el cerro de San Cristóbal, adonde la gente bien se
desplaza a media tarde para ver morir un lienzo de obreros, de anarquistas, de presos,
de rojos, de artesanos, de ferroviarios, de intelectuales y catedráticos que desde el 31
se habían manifestado por la República.
El cerro de San Cristóbal es piedra y cielo, plata y sangre, y las elegantes de la
ciudad llevan sombrillas blancas, anacrónicas y alegres, para protegerse del sol casi
vertical, «guilleniano», que ilumina con su grandeza siniestra el ritual de los
fusilamientos.
Con el tiempo, llegaron a instalarse buñolerías y chocolaterías y quioscos de
refrescos para el renuevo de aquella gente, de aquel público elegante que mostraba su
adhesión a Franco festejando la limpieza de fondos de la ciudad que estaba haciendo
el Ejército. Pero Cossío tuvo un último arranque de periodista genial y publicó varios
editoriales comparando a aquel público con las tricoteuses de París que iban a hacer
calceta a la sombra de la guillotina. Los fusilamientos se suspendieron por algún
tiempo, o más bien se retrajeron a los patios de los cuarteles, la discreción de la noche
o la luz fría e imparcial del alba.
Pero los fusilamientos volverían, con más fuerza, con más público, con más
alegría y frecuencia, un mes más tarde, situados ahora en el Frondor, junto a las tapias
de la estación, y era como cuando las ferias de setiembre, que hubo un ferrocarril de
casetas y tiendas de anís para alegrar y perfumar el trabajo de unos militares que
estaban cumpliendo con su deber. Los mismos espectadores de antes, ahorrado el
esfuerzo del Ford T o la berlina o el tílburi (un caballo salía cada vez más caro),
disfrutaban ahora de las ejecuciones a la sombra fresca y verde del Frondor, en una
feria de muertos que tenía la juventud de los estampidos, como el tiro al blanco de las
casetas, sólo que con cada tiro caía un hombre.
Desde «cocheras», que estaban tan cerca, en Filipinos, se traía la cuerda de presos
andando y a media tarde, con el Frondor bien regado, llegaba un hechizo verde del
interior del parque modernista, y el grito de los pavos reales ponía un versallismo
agrio y elegante por sobre el rugido de la pólvora y los colores sucios, elementales,

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divertidos, de la pequeña feria. Los elegantes y las elegantes, en grupos, un punto
pasés, tomaban rosolíes, hablaban de motores, que era la conversación de la época,
coqueteaban, adulteraban, jugaban, y los hombres, de vez en cuando, se acercaban
hasta primera fila para ver de cerca la acción de la justicia, una cosa
involuntariamente goyesca:
—Esta cuerda no hay que perdérsela, que son todos anarquistas.
—Francisco Javier es que viene a esto como si viniese a los toros.
—Y tú y todos nosotros.
—Bueno, estamos limpiando fondos a la ciudad, como dice el periódico.
—Es una página de la Historia que no hay que perderse.
—Nuestro glorioso Ejército se está comportando.
—Dímelo a mí, que tengo una abuela que fue gobernadora en Filipinas.
—Somos patriotas a nuestra manera.
—Eso.
—Últimamente andaba mucho rojo suelto por la ciudad.
—Ahora que dices de rojos: ayer nos salió uno en el tiro.
—Por cierto que Enrique Luis hizo muy buenos pájaros ayer tarde.
Y se pasaban al tiro de pichón. Las cuerdas de obreros o intelectuales seguían
cayendo, cinco por cuerda, como en una corrida de toros aburrida y larga. Paulo
estuvo una tarde por allí y vio a Jesusita, la casada joven y ligera de su barrio, novia
de infancia, que se adentraba sola, pálida y ávida, muy jesuitina, con la pasión y la
sangre en los ojos, a la primera fila, para ver cómo morían los ferroviarios haciendo
pingaletas a veces muy graciosas.
Inviernos de nieve y calle, cuando Paulo y Jesusita hacían una gran bola y la
rodaban por más nieve, hasta que les crecía en estatura, más alta que ellos. A la
sombra blanca de la bola se daban un beso. Se amaron en las noches blancas de
enero, en las copas tórridas de agosto, entre la flor mareante de las acacias, aquellos
gatillos blancos, dulces, empalagantes, que fueron ya para siempre el sabor de sus
besos, como las catleyas para Swann, se decía Paulo. Se amaron bajo el gran
automóvil negro de papá, ella siempre de doctrina, con las medias azules por la
pantorra blanca y ceñida. Fueron felices, inocentes y malvados como toda criatura del
paraíso, isla de oro, de la infancia, península del tiempo.
Luego, Jesusita, la novia elegante del barrio, casó con un científico naturalista,
don Lope, que era hombre alto, cansado, gafitas, moreno y tísico. Ante los
decaimientos de su marido, Jesusita, que lo llevaba en el temperamento, empezó a
tener amores plurales, hoy un cadete de la Academia de Caballería, mañana un
artesano joven y judaico. A Paulo le repugnaba esto, la promiscuidad (aunque él era
un profesional de la promiscuidad), y sabía que en esto, en su asco, había un algo de
celos, celos intemporales de una infancia muy lejana.
Infancia muy lejana en la que ella, Jesusita, mataba lagartos, lagartijas, arañas en
su hura, bichos, gatos niños y perros pobres.

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A Paulo siempre le había desconcertado la crueldad limpia de Jesusita. Jesusita
tenía cara de estrella, melenita corta, manos delicadas y crueles, boca de beso y un
cuerpo liso, plano, lleno de lujurias. El sadismo de nuestra infancia es lo que había
tenido a Paulo preso de los amores de Jesusita, y ahora, cuando la vio en el Frondor,
acudiendo a primera línea, sola y ávida, con ojos inyectados en perro, a presenciar los
fusilamientos, le vinieron los sadismos degenerados y pulcros de toda una clase, de
toda una gente, de toda una vida.
El padre de Jesusita, don Eleuterio, había sido de Acción Española, de Maeztu, de
Alba, de aquella gente, y ahora, con el alzamiento militar o Glorioso Alzamiento, era
un personaje sin cargo, pero con mucho poder. Don Eleuterio tenía cara de caballo,
grandeza de caballo, sombrero duro, bigote raro, guantes de colores y un bastoncillo
fino, a más de los botines blancos de elegantón del viejo régimen. A Paulo le diera
por investigar las realidades de su vecino, cuyo dinero era notable, y dedujo que
venía a ser algo así como una nueva raza de caciques sin garrota que había inventado
el franquismo. Había uno o varios en cada provincia, Salamanca, Burgos, Valladolid,
etc. No tenían cargo ni autoridad, pero veían cada mañana al gobernador civil, al
capitán general, al alcalde, al jefe provincial del Movimiento. Esta figura ha sido
poco estudiada por los historiadores, pero fue decisiva para la información del
Caudillo. Don Eleuterio la ejemplificaba mejor que nadie.
De modo que Paulo ya iba sabiendo quién era don Eleuterio, el padre de Jesusita,
su primera novia, pero con el conocimiento nacía la pasión, como siempre, y aquella
Jesusita malcasada, siempre sola, algo niña, que miraba con espanto y orgasmo la
caída dulce y triste de las cuerdas de presos, entre cal y sangre, le recordó a la
torturadora de gatos y lagartos en Tablares, a la que meaba sin bragas delante de los
chicos, con la huchita sin vello todavía, muy chicazo ella y muy exquisita, y hasta
llegó a pensar que su amor por la teresiana sádica —¿no había sido sádica santa
Teresa?— estaba vivo y no moriría nunca.
—Hola.
—Hola.
—¿No estás en la guerra?
—No.
—¿No eres falangista?
—Soy militar.
—Qué bonito.
(Paulo pensó en todos los cadetes que había visto pasearle la calle a la joven
malcasada.)
—¿Has venido a ver los fusilamientos?
—Bueno, como tú.
—Como yo.
—¿Por qué no llevas el uniforme?
—Hoy descanso.

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—Estarías muy guapo de uniforme. ¿Qué te parece esto?
—Me recuerda cuando asfixiabas gatos y pisabas lagartos en Tablares.
Ella puso cara de no entender. Jesusita tenía cara de estrella, una palidez de
escolanda y un cuerpo adolescente, sin hijos, que hablaban claro de un marido tísico,
impotente y naturalista o así. Se fueron de la mano (seguía siendo la misma mano
niña de los jardines salvajes de la infancia, de la huerta del sombrerero, con pilón y
parras) hacia los fondos del Frondor, más allá de las bibliotecas republicanas, ahora
clausuradas, y los pavos reales rubenianos y los cisnes guillenianos, porque a los
cisnes no les habían dado el paseo, como a Guillén. Se amaron entre las estalactitas y
estalagmitas municipales, dulces y violentos, rememorativos, vestidos y ocultos,
profundos y niños.
Las descargas de la fusilería habían terminado y sólo les llegaba el escopetazo
inocente y flojo de los feriantes que tiraban al blanco y se llevaban una botella de anís
del mono.

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Rosa Luguillano, la Luguillana, con la toalla/turbante por la cabeza, como en un
perpetuo lavado, atiende y desnuda a Mulero, el poeta ciego, como Homero. Mulero
está nervioso, tembloroso, convulso, más ciego que nunca, erecto por el contacto
fresco y suave de unas manos de mujer joven en su cara, en su cuerpo, en sus
párpados muertos.
Paulo ha cumplido su promesa de desvirgar a Mulero, de llevarlo ante una puta (a
otra cosa no puede aspirar el poeta, como no sea a otra ciega), y Mulero ha tenido la
delicadeza de no ponerse la camisa azul, sospechando con muy buen sentido que una
amante de Paulo no puede ser fascista. Paulo asiste a la ceremonia con silencio, con
rito, con sonrisa, con complacencia, con bondad.
Hasta que la Luguillana le hace un gesto con la mano para que se vaya.
La casa de niñas tiene un olor caliente y revuelto de mujer desnuda y hombre
violento. La casa de las meretrices tiene un perfume oscuro y antiguo de mancebía
católica, de putas beatas, de sacristía y de menstruación.
La casa de señoritas o de lenocinio tiene una gracia sucia de orinales que entran y
salen, como en el teatro de Lope.
Paulo ve ahora la habitación de Rosa con otros ojos. Como algo personal y
propio. Como el sitio sagrado de sus fornicaciones, de sus intimidades (cuando por
allí pasan tantos hombres), y de pronto le desagrada un cierto olor a cuartel, un clima
de pólvora y macho que le resulta nuevo.
Rosa le hace el gesto que ya se ha dicho y él se sale.
Rosa pone una especie de piedad en desnudar al ciego, pero ve que el chico se le
va a ir en seguida, a éste se le sueltan las cabrillas, y entonces arroja la bata, se tiende
desnuda sobre él y consigue un simulacro de penetración que a Mulero le deja feliz,
satisfecho, hombre.
Mas la escena no fue tan solitaria como Rosa hubiera querido, sino que por
escaleras, sotabancos, mirillas, ventanucos, conventillos y rinconeras, las caras
celestinas se asoman, las rabizas y su gente, la patrona y otras curiosas, y hasta el
propio Paulo, de modo que el desvirgamiento tuvo algo de ceremonia sexual en el
Bajo Renacimiento, de rito matrimonial en la Baja Edad media, con huizingas de
palangana y maniocas de agua caliente asistiendo al falso corrimiento de la pareja, las
gracias desnudas, calvoronas, morenas, gitanas, judías, moras, de Rosa Luguillano, la
Luguillana, y los suspiros líricos del poeta, con los ojos ciegos y cerrados, el cuerpo
de miseria, la blancura enferma y la polla infantil.
Paulo le había advertido a Rosa que cobrase su dinero al ciego, pues de lo
contrario él habría tomado aquello por un acto de caridad, y en consecuencia
humillante.
—Ya sabes que cuando quieras te espero por aquí —le dice Rosa al ciego,
mientras le ayuda a ponerse la camiseta, aunque él, con su habilidad de invidente que
se viste solo, no necesita nada, pero le agrada, halaga y gusta que unas manos de
mujer, suaves, limpias, perfumadas, nobles —¿por qué no nobles?— le ayuden en el

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aseo y la toilette. Luego, bajando las estruendosas escaleras de la casa, se sientan en
la gran mesa camilla del salón, con anises, barajas, periódicos viejos, revistas de
crímenes y caderas dulces de mujer que siempre se te pegan al hueso, dando calor y
amistad y generosidad. Corre el vino de Cigales, corre el peñafiel, corren los vinos y
las palabras, y para las señoritas putas es de mucho mérito que el ciego se juegue una
brisca por el tacto, conociendo el naipe por las yemas de los dedos. A la salida, Rosa
besa a Paulo: «Espero que alguna vez vengas sin el ciego, amor, te quiero». Y luego:
«Paulo». «Qué.» «Ay, tú.» No hay más puta que una puta enamorada. No hay más
enamorada que una puta por amor. Rosa viene de las hondas juderías castellanas y ya
ha recibido el primer latigazo de la historia. El ciego y Paulo salen a la noche en
calma, perfumada de pólvora y acacias. Huelen las estrellas caídas, como nenúfares,
en el agua menestral de la Esgueva: «Paulo». «Qué.» «Gracias por todo.» Y caminan
despacio, silenciosos, machos y lejanos.

Los pacos paqueaban a temporadas por los tejados de la ciudad. Se sabía en qué
tejado había un paco con su fusil viejo, romántico, de la guerra de Cuba, o con una
pistola. El paco pasaba de unos tejados a otros, en el laberinto de las buhardillas que
lo escondían. El paco vivía muy cerca del cielo, solitario y protegido, entre el geranio
de la vecina y el malabarismo de los gatos. El paco era un poco como una cigüeña
rara que había hecho nido en alguna torre de la ciudad, y su crotorar era el disparo de
su arma.
Los pacos no solían matar a nadie, sino más bien asustar, como ángeles de otro
cielo que hubieran bajado a hacer la guerra a los falangistas. En la ciudad no había
guerra horizontal, pero sí esta pequeña guerra vertical de los pacos, y se decía al pasar
por una calle apartada, «en esa casa hay un paco», como si se dijera que tenían un
loro. Casi nunca cogían a los pacos, porque la gente de las alturas, las vecindonas del
cielo estaban con ellos, los escondían, los ayudaban a huir.
Pero cuando se cogía un paco, se le fusilaba en el acto.
Los pacos eran la prueba de que el pueblo, en sus sotabancos, no había acabado
de entregarse. Los pacos no se sabía si eran comunistas o anarquistas o qué
(probablemente anarquistas), sino que pertenecían al partido de los pacos, a esa
especie de Legión Extranjera del cielo.
Por las noches, en casa de Paulo, éste, desde la cama, oía quejidos remotos,
lamentaciones, suspiros que venían de lo hondo, como de los cimientos del palacio,
como de unos ahogados en un río que pasase por debajo del inmueble.
Eran primero ruidos sordos, cosas lejanísimas, y luego el rastro de los suspiros, de
las lamentaciones, unas ánimas del purgatorio, de un purgatorio hondísimo adonde
nadie hubiera podido llegar nunca.
Paulo se había asustado con esto los primeros días. Luego se fue acostumbrando.
Suponía que era algo vagamente relacionado con la muerte, con las sacas, pero

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tampoco podía determinar el origen de aquellas almas en pena ni era dado a
fantasmagorías ni ánimas.
Paulo estaba seguro de que algún otro desvelado de la casa, como él, estaba en su
cama oyendo lo mismo, alarmándose, pero luego nadie decía nada por las mañanas,
en el desayuno, por no asustar a los demás o bien (esto los más viejos) porque no
estaban muy seguros de estárselo inventando en una locura senil, o de haber rozado
ya, cada noche, la frontera fina y oscura del más allá.
La familia, en puridad, vivía entre el silencio, el miedo, las radios clandestinas de
Madrid y los gemidos nocturnos que estremecían la vieja casa como los sueños de
una loca solitaria e insomne. El miedo los reunía, los hacía más familia, y también la
radio, con su ojo rojo y peligroso iluminando vagamente las caras de los que no
querían verse unos a otros (había odios antiguos y silencios de toda una vida entre
unos parientes y otros).

Paulo estaba poco en casa. Algunas tardes se quedaba leyendo en el balcón corrido y
con vagos escudos, desde donde viera nacer la guerra en un anochecer de julio.
Luego salía a la calle, visitaba a Rosa Luguillano, paseaba por el Frondor con
Constitución, o bien se reunía en seguida con sus amigos en un café cantante o en el
bar Cantábrico. Por la mañana dormía hasta tarde y luego, de uniforme, se pasaba un
rato por las oficinas militares.
La guerra había impuesto una pausa, había hecho sonar una tregua hipócrita en el
vivir de la ciudad, y todo se ralentizaba en las tareas diarias, y todo se constituía en
una supuesta normalidad que callaba la sangre y los muertos de cada tarde, de cada
noche, o las noticias del frente, pero cada día había más mujeres de negro por la calle,
más lutos no dichos, más entierros inexplicables. Paulo no se sentía capaz de estudiar,
de recobrar el presente, de hacerse cargo de su vida, sólo leía y escribía con placer y
angustia, como si fuera a morir. Como un poeta viejo luchando contra la usura del
tiempo. Pero estaba mucho en la calle, con unos y con otros, y comprendía que la
guerra era en realidad una fiesta silenciosa y negra, o bulliciosa y roja en el Salón
Rojo del Cantábrico.
La bomba de la estación fue la más evidente cercanía de la guerra que tuviera
nunca la ciudad. En el escondido barrio de Paulo, el estampido fue tan sólo como si
algo se hubiese derrumbado en el mobiliario del cielo. El señor Juan, un viejo criado
de la casa, con gafas atadas con cordel, que le servían para leer o deletrear el
periódico de Cossío, vino de la calle diciendo que aquella bomba mañanera la habían
soltado los rojos, en una incursión misteriosa desde Madrid, y que «no había que
lamentar desgracias personales». El señor Juan hablaba ya como el periódico que
tanto deletreaba, con frases hechas.
Aquella estación de las huelgas era el nudo ferroviario más importante entre
Madrid y el norte, como ya se ha dicho aquí. Paulo recordó con una sonrisa el

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nombre de la compañía, que a él le resultaba modernista. Quizá el Modernismo de
Rubén había llegado hasta el industrialismo también modernista, como modernistas
eran las locomotoras con su sombrero de copa: Caminos de hierro del Norte de
España.
Algo perfectamente recitable, y que a veces recitaba alguno en la tertulia,
poniéndose en pie y ensayando todas las variantes retóricas de aquel indeliberado
dodecasílabo. Eso siempre traía risa y levantaba la alegría joven.
«Caminos de hierro… del Norte ¡de España!»
La bomba de la estación tuvo, pues, un efecto más psicológico o sociológico que
real. La ciudad se creía mucho más segura, mucho más lejos de la guerra, desde la
hazaña de Girón en el Alto de los Leones. Y esta bomba, de pronto, nos echaba la
guerra encima, nos hacía saber que estábamos a un tiro de piedra de los cañones o los
aviones rojos.
¿Nos había engañado Franco, nos habían mentido la radio o los periódicos? Hubo
inseguridad, una como repartida y callada indignación, como si efectivamente nos
hubieran mentido. Hubo la dubitación general que se veía en los viandantes, en las
tertulias, en el Casino, en el trabajo, en la entibiada alegría de la ciudad.
Por otra parte, era muy evidente que las clases bajas, con su luto y su ceño, con su
traje de faena, llevaban ya siempre en la mano una herramienta como un arma. La
bomba de la estación, que acabó siendo una bomba del imaginario colectivo, ponía
espejismos de guerra en los nacionales, en los burgueses asustados, y ponía sones de
revolución en las clases artesanas, como ya se ha contado que las llamaba siempre la
abuela de Paulo. La abuela de Paulo, aunque casi contemporánea de Marx (quizá era
bisabuela), nunca había aprendido a decir proletariado. Y quizá a Marx le hubiese
gustado mucho lo de «clases artesanas», más que su duro proletariat.
La bomba de la estación puso una cenefa de proletariado (lo que en el Casino se
llamaba «la horda», según expresión de Cossío, quizá tomada de otros: Cossío
plagiaba mucho, pero no más que el resto de los escritores), en la vida de la pequeña
ciudad.
La reacción burguesa fue de tensión y miedo, y entonces el Ejército (más por
aliviar esta tensión que por miedo a la bomba, que los militares sabían casual),
arreció en sus fusilamientos, que volvieron a ser en el patio de los cuarteles, pues la
ciudad no estaba para ferias y fiestas, aunque por otra parte les hubiese gustado, a los
de siempre, vengar su indignación viendo morir a unos cuantos tipógrafos o
ferroviarios.
Los chicos de Falange, por su parte, también arreciaron en las sacas nocturnas, y
la bomba parece que los legitimaba para ser más vengativos, más bulliciosos, más
fascistas.
—Si tenemos la guerra encima, pues como en la guerra. Anoche cayeron quince,
entre albañiles, anarquistas y catedráticos rogelios —decían luego en el Cantábrico, a
la hora de los vermús con las chicas de Penagos, que allí mimetizaba el Penagos

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local, Eduardo García Benito o algo así, que quizá luego se exiliaría por no soportar
sospechas: las que aureolaban a todo artista mondain, como lo era él.
Paulo solía ver a Pepe, su viejo jefe de Tablares, el bello e inclemente Pepe,
dirigiendo en la noche la ronda de «sacas» y «paseos», o alternando al día siguiente,
en el Cantábrico, con las princesitas de la alta burguesía local. «Bueno —se decía
Paulo—, la guerra y la Falange le han servido a Pepe para subir de clase, para alternar
con esas tontas; al fin y al cabo es lo que él quería, sin saberlo. Ya es un personaje, ya
no es el hijo de un peraile. Para esto tuvo que empezar asesinando a Isidorín, pero la
cosa le ha valido la pena.» Pepe veía a Paulo y Paulo veía a Pepe, pero se huían las
miradas. Pepe, quizá, veía en Paulo a un aristócrata crítico, un intelectual imposible
para la causa, al que de todos modos no había que tocar, o quizá sí. Paulo veía en
Pepe, como en tantos de su generación y de cualquier clase social, al pobre hombre
sin rostro a quien de pronto le habían dado un protagonismo personal y social. No
otro era el secreto multitudinario de los fascismos.
Paulo sabía que tenía en Pepe un amigo/ene-migo. Y tampoco quería defenderse
ni salvarse de nada. Casi le daba igual. Sólo le importó el poema que estaba
escribiendo, bajo el fragor alegre del bar, falangistas, cadetes, tenientillos y
principesas del comercio local, «ciudad de las cigüeñas nobiliarias, torre donde la
Historia se desgarra, plateresco del cielo, algunas tardes, campanarios sin Dios,
ciudad fluyente…».

Ay María Reyes,
ay María Reyes,
antes que tú me quieras
se ha de secar la fuente
de la Cibeles.

Sebastián Santesmanes, el Mero, carnosito y clavelón, dice su copla flamenca por los
tabernones de la azucarera, para los señoritos que entienden y el obreraje sin
consuelo.
El local está espeso de humo y guitarras. Los bordones ponen una tragedia oscura
y pueril en la noche de los flamencos y los borrachos. Sebastián Santesmanes, el
Mero, es pescadero en la plaza del Val, mozo de pescadería, maltratado y no
propietario, y tiene su gloria nocturna por la azucarera, que no es un barrio ni una
fábrica ni nada, sino una zona indecible de la ciudad donde la noche se enciende de
ojos verdes, verdes como el trigo verde, novios de sus novios y señoritos sin sueño
que viven la ronca perdis más allá de la guerra y sus pertinaces muertos.
La tertulia de Paulo ocupa una mesa redonda y camilla, y en ella están Federico,

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el romántico pleurésico, Robertito de Nola, el teológico, Juan Diáfano, el cura
putañero, el seminarista agnóstico, Mulero el ciego, José Luis González, el
sombrerero, y en este plan.
Ay María Reyes, ay María Reyes, antes que tú me quieras, etc. Sebastián
Santesmanes, el Mero, cantaor por lo fino y aficionado ilustre de la copla española,
hace su arte con los ojos cerrados, la carita al sol del foco, como una luna fea, y un
juego de manos que es un encaje multisexual de lo que pasa y lo que no pasa.
Sebastián Santesmanes, el Mero, tiene arte de consagrado y cuerpo de fondona.
Bebe cigales, bebe peñafiel, tiene almorranas y fuma negro en zigzag, que es el
papel de fumar de la ciudad. Paulo hace colección de coplas flamencas que tratan de
Madrid. Tiene muchas. Y le ha pedido al Mero que cante esta de la Cibeles. Los
falangistas han entrado en el local cruzando todas las mesas, para que se les vea, y se
sientan muy en primera fila. Pepe es el jefe.
A Sebastián Santesmanes, el Mero, se lo llevaron del camerino, sin escándalo,
cuando estaba poniéndose una bata de cola para hacer un número por Estrellita
Castro. A Sebastián Santesmanes, el Mero, se lo llevaron en un coche negro de papá,
como siempre, hasta el paseo de las Moreras, a orillas del río profundo y lento, ancho
y oscuro.
—Maricón.
—Hijo de puta.
—Cantaor de mierda.
—Ahora te vamos a dar fino.
—Y encima rojo, el mariquita.
—No te cagues, hombre, que no te vamos a matar.
—Sólo un escarmiento para que sepas de qué va lo que va.
Al Mero le tiembla el culo en el coche, le tiembla la cara, ha dado recitales en la
Casa del Pueblo, sí, recitales en la Casa del Pueblo, él no es más que un hortera
(vendedor de salazones) con afición flamenca y que vota republicano porque le
parece más decente.
A Sebastián Santesmanes, el Mero, le dieron una paliza a la orilla del río, en las
Moreras. Tirado en el suelo, unos le pateaban los huevos y otros le meaban la cara.
Unos le golpeaban la cabeza y otros le daban punterazos en su gran culo.
—¿No te gusta por el culo? Pues toma culo.
Hasta que Pepe se arrodilló junto a él, le abrió los ojos a la fuerza y le dijo:
—Oyes, Mero, en la España de Franco ni un maricón ni un rojo.
Luego lo tiraron al río, inconsciente, y se fueron. Cuando llegaron Paulo y sus
amigos, el Mero flotaba de lado, muerto entre puente y puente.
El Ford T de los falangistas huía por las carreteras. Los chicos iban cantando en el
coche, un poco borrachos, canciones del Mero:

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Ay María Reyes, ay María Reyes,
antes que tú me quieras
se ha de secar la fuente
de la Cibeles…

Rouco Barbas había sido banderillero con el Algabeño. Rouco Barbas, torero
galaico, está sentado en la taberna de Ponciano, con la espalda contra la pared, donde
hay un cartel de una histórica corrida en Madrid, cuando Rouco Barbas rehileteaba
para el torero que sale en los pasodobles. Calvo y con melena, las barbas por el pecho
y la botella en la mano, Rouco Barbas tiene todo el vino en la cara y unos ojos que
flotan en alcohol como dos mejillones melancólicos y locos.
De la pierna que le falta por la ingle ha hecho bolsillo donde guarda lo que le van
dando, décimos de lotería que no tocaron, recortes gacetilleros de sus años de gloria y
monedas sucias, borradas, antiguas, con las que todavía se paga algún campano. De la
otra pierna, que le falta por la rodilla, hace muñón para conmover a los limosneros.
Rouco tiene un amigo en esta vida, Dacio Martín, Pontonero, picador de toros
bravos, que cuando no trabaja va muy señor, alto y delgado (más que un picador
parece un cura inglés), y a veces entra donde Ponciano a tomar un cigales, sólo uno, y
hablar de toros con su amigo Rouco.
Toros los de antes, toros aquellos, aquéllos sí que eran toros, a mí un
pablorromero me reventó cinco caballos y el personal pedía más. Ahora es más
descansado, pero yo creo que la fiesta va perdiendo carácter. A veces se les suma un
puntillero agitanado y viejo, de pelo floreado, visera y pañolón, y entonces se forma
una tertulia de entendidos en serio.
El público se va arregostando para escuchar a los tres sabios, bajo la sangre
pintada de los viejos carteles y una cabeza de toro que ha perdido un cuerno:
—¡Viva la República!
Rouco Barbas, cuando la cosa se calienta de parla y vino, acostumbra gritar viva
la República, y entonces viene Ponciano y pone orden, que no están los tiempos para
eso, Barbas, a mi casa no vuelves, a mí no me montas la marimorena en el
establecimiento, aquí hay toros y vino, nada de política, no vuelvo a fiarte una botella
porque cualquier día entran los falangistas a que les cantes el himno de Riego, te
llevan a Tablares y me dejas a deber todo el vino de este mundo, que hay que ver la
vuelta de vino que te has pegado en la vida, Rouco.
—¡Viva la República!
Don Dacio Martín, Pontonero, que de joven se las había visto con los
pablorromeros en Madrid y en la plaza del paseo de Zorrilla, se pone en pie
silencioso, le echa un duro a su amigo en la pierna/bolsón, se coloca la corbata negra
(va toda la vida como de luto por Joselito) y se marcha en silencio.
Así se van yendo todos, el puntillero y los clientes, y Rouco Barbas, rehiletero

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que fuera del Algabeño, duerme el vino con la cabeza contra su propio nombre, ya
oscuro de sebo, y la boca abierta como una herida entre la pelambre. Tiene las dos
muletas a los lados, apoyadas en la pared. Son muletas desparejas, una blanca y otra
marrón despintado, una con la almohadilla verde perdido y la otra con la almohadilla
azul cielo, tirando a rata.
—¡Viva la República!
Cuando Rouco Barbas está claro, coge las muletas y se echa a andar por las calles
pidiendo limosna, dando vivas a la República y diciendo piropos a las dependientas
de ultramarinos. Rouco Barbas tiene puesta toda su lujuria de sátiro viejo, de fauno
castrón, en las dependientas de ultramarinos. Como él dice, siempre cae una hoja de
bacalao o una bolsa de pilongas, para roer.
No hay más que acostumbrar el culo a la mano y la mano al culo de la chica. Los
culos son como los gatos, los culos femeninos le cogen la querencia a una mano de
hombre, a una garra que aprieta o acaricia, y luego piden más.
—¿Y cómo perdió usted las piernas, don Rouco?
—No fue al mismo tiempo ni en igual trance, eso se echa de ver. La izquierda, o
sea la que no tengo, se la comieron los moros en Annual, y la derecha, que salvé el
muslo y un huevo, me la cogiera el tren yendo de capea. Gracias y la voluntad.
Los toros y las piernas, el Algabeño, los moros y lo de Annual son los temas de
conversación de don Rouco el banderillero galaico, siempre que el vino le da
gramático. Paulo, como andaba a la busca de costumbrismos, color local y
esperpentismo valleinclanesco, había frecuentado a Rouco Barbas, pero ahora Paulo
está en el ultraísmo, el creacionismo, el gerardismo, el modernismo y Jorge Guillén,
poeta y paisano. De todos modos, cuando le dijeron que los falangistas habían matado
a don Rouco, Paulo fue a ver.

Nicodemu es grande, denso, patriarcal. A Nicodemu le llaman sus amigos poetas, con
ironía, el Rubén del Esgueva, porque Nicodemu es fluvial, territorial, y fue
modernista de la primera hora. Hasta llegó a escribirse con Villaespesa.
Nicodemu tiene la calva dorada, las patillas anchas y rizadas de doceañista, sin
haberlo sido, la cara plácida, grande y tatuada por el sol. Nicodemu tiene un cuerpo
que va más allá de sus propias dimensiones, y viste de alcalde agrario o de
Campoamor de pueblo. Nicodemu tiene las manos lentas, poderosas, rasgadas por las
herramientas del campo, perfumadas de ese perfume profundo y perenne que da la
tierra. Con esas manos escribe sus poemas lentos, extensos, llenos de tópicos y
majestuosos ripios, unos sonetos y romances por donde cruzan las sombras de Jorge
Manrique, Garcilaso, Zorrilla y Rubén. Nicodemu es un traidor, un mal poeta y un
soplón de la policía de Franco. En su sonrisa hay majestad, en sus ojos claros de godo
rubio hay picardía, en toda su lámina hay señorío y un espesor de hombre cabal y
apersonado.

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Los domingos por la mañana, después de misa, los poetas locales se reúnen en la
casa de Cervantes y se echan sus versos unos a otros, por turno semanal. También hay
alguna poetisa rubia, aloritada, solterona y sensible, siempre en un puro trance, como
si le estuviera picando el corazón una golondrina de Bécquer, negra e insaciable.
La casa de Cervantes es céntrica y hundida, sombría y bella, prestigiada de yedras
y perfumada de maderas antiguas y cuarterones. Dentro hace frío y por eso los poetas
se reúnen más en verano. Allí hace versos hasta el ujier. Lo que no se respira por
parte alguna es el aliento de Cervantes, el hálito del genio, que algún trance menor o
mayor tuvo por aquí, cuando todos vivían a lo Lope de Vega. Es una vieja historia de
hijas y de ríos que ya no pasan. Quizá una leyenda, una mentira embellecida y
esmerilada. Luis María Luengo y Alejandro Gutiérrez son dos poetas de la
generación de Guillén y don Manrique. En los años veinte hicieron una revista de
vanguardia y muchos versos surrealistas o a lo Huidobro, que se intercambiaban con
los poetas de Madrid. Luengo y Gutiérrez, de la alta burguesía local, liberales de
Cossío y Alba, pero ni siquiera monárquicos, cosmopolitas y casi famosos, hacen
versos en el campo y política agraria en el Casino.
Acuden mucho a la tertulia de Cossío, en el Casino, y allí el viejo maestro, que
está trabajando en el hermoso libro de su hijo, «Manolo», según noticia que se ha
dado aquí, hace un dandismo cínico y divertido del que se aprenden cosas:
—Hay que escribir dos artículos todos los días: uno para vivir y otro para beber.
Dice que le gusta quedarse escribiendo en el despacho hasta la madrugada,
«mientras el periódico se va cociendo, como el pan».
En esta tertulia procuran no hablar de la guerra. Por otra parte, están casi seguros
de la victoria de Franco, que esperan y temen al mismo tiempo. A Cossío lo que le
gustaría es irse de agregado de prensa a Londres:
—La situación ideal para un escritor es servir a una dictadura desde un país
democrático.
Cossío es el gran escritor que ha optado por la profesionalidad, la prosa, el dinero
y el periodismo. Luengo y Gutiérrez, desde su señoritismo años veinte, están en la
poesía pura, el valerismo, la soledad y el vivir de otra cosa, de sus rentas. Paulo,
cuando los mira desde la barra, comprende en seguida que el escritor de raza es don
Paco Cossío.
Los otros son escritores de domingo, y él sabe dónde tiene sus modelos.
Nicodemu se siente secretamente menospreciado en su garcilasismo de pueblo, en
su modernismo rural, que a veces tiene algo de Gabriel y Galán. Nicodemu se dice a
sí mismo patriarca de la poesía local, pero aquellos dos poetas más jóvenes, Luengo y
Gutiérrez, se le escapan, hacen cosas que él no entiende ni le gustan. Los considera
esnobs, señoritos de ciudad sin contacto real con la tierra y el lirismo de los rebaños.
Nicodemu denuncia a ambos poetas como «comunistas, que es lo que venían a ser los
surrealistas en los años veinte». Incluso ahora insisten en su poesía elitista y no han
hecho un solo soneto a Franco o José Antonio, cuando él ha dedicado a este último

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libros enteros.
A Luengo y Gutiérrez los visitaron las falanges de Pepe en sus respectivas casas
de los Pinares:
—¿Y estos versos que no se entienden, esta mierda?
—Lo que hay que escribir hoy es poesía de guerra, cantar a la Falange, a José
Antonio, al Caudillo.
—Eso es poesía de hombres y no estas mariconadas de afrancesados.
Desgarraban los libros y les prendieron fuego en un patio con cipreses, pinos y
mecedoras. A los dos poetas les dieron aceite de ricino y les cortaron el pelo al cero,
como habían hecho con don Manrique Pellón, y en otra ciudad con Guillén.
Rompieron algunas láminas de Picasso y Juan Gris. Luengo tuvo un infarto y
Gutiérrez anduvo varios días delirando por la casa, por el jardín, rezando a Dios y
echando versos a gritos. Era una imagen penosa y desesperada, un desconocido para
su familia, un loco que se iba a los pinares en camisa de dormir, desgarrada, hasta
perderse entre lo verde, lo negro, el estruendo de luz del mediodía y la llamada lejana
y cercana de los trenes. Le seguían, temiendo su mujer y sus hijos que se tirase al
tren. De aquellas huidas volvía silencioso, místico, blanco y muy delgado. Jamás
volvió a escribir un verso.

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La calesa corre la calle de Santiago, tras dar una vuelta a la plaza Mayor, y ahora
sube por el paseo de Zorrilla, hacia el domingo caliente y otoñal de los toros. La
calesa la lleva Dacio Martín, Pontonero, que la tiene en propiedad y los domingos
trabaja en ella, ahora que está retirado. Es una manera de seguir viviendo del toro. En
la calesa van Paulo y Rosa Luguillano, la Luguillana, con pelucón negro, peineta y
mantilla blancas, toda estampa y muerte, la calva asomando por las flores y el color
de los últimos moratones alegrando trágicamente la belleza rota de la prostituta.
Paulo, a su lado, fuma el puro de la fiesta, va serio y erguido. No miran a nadie, pero
todo el mundo los mira en la prima hora, camino del coso, cuando las carretelas, los
autos a cuadros, los caballistas solitarios, la procesión de los picadores
(Sanchopanzas a sueldo) y el trapío de las grandes mujeres llena el cielo caído de la
ciudad, su alegría nacional, gritona y polvorienta.
—¡Es la Luguillana!
—¡Es ella!
—¡Va a los toros como una marquesona!
—¡Y la lleva ese poetilla de mierda!
—¡Esto es una provocación!
—¡Y un sacrilegio!
El rastro de interjecciones pone intransitable la calle.
Los dos caballos de la calesa van clavelones, Dacio Martín, Pontonero, erguido
como cochero de los muertos, y la Luguillana y su pareja miran al frente, no miran
nada ni saludan, van paralelos y rítmicos, de perfil.
Tras la bomba de la estación, tras los últimos fusilamientos, tras el asesinato de
Sebastián Santesmanes, el Mero, tras el asesinato de don Rouco Barbas, en Tablares,
donde ya se ha empezado a fusilar mucho, tras el atentado contra Luengo y Gutiérrez,
los dos poetas, tras todo y más, sigue la ola de violencia e histerismo que la bomba
trajo a la ciudad feliz y confiada. En la última redada de la Morería se llevaron
muchas putas, les raparon el pelo, y a la Luguillana, como ya se lo habían rapado
antes, la golpearon con voluntad de crimen. Es cuando Paulo decidió alquilar la
calesa de Dacio Martín, el viejo picador retirado, y a ver qué pasa. Las ferias y fiestas
tienen esta tarde una aparición macabra y última, algo que hiere en el sol inocente de
las cuatro y cuarto, y el aspaviento se hace realidad cuando Paulo y la Luguillana se
sientan en el ocho, palco de los capotes, como presidiendo la plaza azul y oro donde
la aristocracia local teje sonrisas y los albañiles y ferroviarios de sol hacen su
campamento de sillas, vino, flamenco y periódicos. Paulo conoce a mucha gente allí,
pero nadie lo saluda. Los hombres de la alpaca elegante se han acostado muchos de
ellos con la Luguillana, cuando fuera la meretriz más cara de la ciudad. Ahora se les
aparece como una máscara, con una cosa cementerial, acompañada de un chico joven,
quizá su último amor.
—A ésta le han dado para el pelo los falangistas.
—Más bien se lo han rapado.

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—Y ese mozo la trae aquí como una provocación.
—Como un insulto.
—¿Qué quieren decirnos con esto?
—Me parece que el pollo es militar.
—Pues le va a costar un buen arresto.
—Estas cosas no se hacen porque sí.
Sigue el roneo por el redondel, la fiesta ha empezado a las cinco en punto y Paulo
y Rosa miran la plaza sin ver nada. Las damas de mantilla y eterna Semana Santa,
entre pase y pase, le echan reojitos a la mujer procaz, a la muerta sensual que ha ido a
los toros como una mujer decente.
—No hay duda: este chico quiere provocarnos a todos.
—Mayormente a los falangistas, que son los que apalean putas.
—Pero a nosotros que no nos amargue la fiesta.
El ritual de las faenas, la presencia oscura y poderosa de los animales, el giro
inevitable, bello y sangriento de la tarde, va borrando la imagen de la pareja,
relegándolos a un fondo de pesadilla. Rosa Luguillano, la Luguillana, muy tiesa y
hembra, con las manos cogidas a las de Paulo, llora inmóvil unas lágrimas que,
siendo tan hondas, quedan como abalorio de Virgen sevillana en el rostro hermoso y
arrasado de la cocota.
Efectivamente, el alarde con la Luguillana le costó a Paulo una semana de
calabozo. Al salir a la calle se enteraría de que a Rosa la habían fusilado los
falangistas en Tablares, por la historia de los toros. Comprendió que en cierto modo
lo esperaba, preguntándose si no había utilizado a su amor como instrumento para dar
su propia respuesta a la ciudad.

En Tablares lucían al sol los cadáveres de la noche anterior, hasta que llegaba la
familia a retirar uno. Era una gusanera, una pululación de muertos en todas las
posturas, hacinados, adunados en aquellas habitaciones que daban al cielo, en
aquellos solares donde crecía la ortiga del difunto y cantaba su nota fea la urraca de la
muerte.
Allí habían fusilado a don Rouco Barbas, según supo Paulo, y era de mucha
alegría ver al viejo banderillero sosteniéndose en una muleta, la azul rata (le habían
quemado la otra), con la espalda contra la gran pared de ladrillo perpetuo, aquellas
tapias que tanto había corrido Paulo en su infancia, la misma tapia que viera volar a
Isidorín en vuelo de pelele con los oídos supurantes, a la muerte.
Don Rouco Barbas hizo pingaletas póstumas ante el pelotón falangista y luego
caería confundido entre los muertos anónimos, como si no fuera banderillero ni nada.

Paulo busca a Rosa entre tanto cadáver, pisa muertos, camina ugetistas cadavéricos,

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maestrillos de escuela con la bala en la frente, abogados con las tripas fuera, comidas
de bichos, médicos de izquierdas, lo mejor de la ciudad. Paulo encuentra a Rosa entre
otras compañeras muertas. Tiene el pelucón torcido, la mueca dulce, los ojos llenos
de un cielo vidriado, las manos bellísimas y abandonadas, como si no fueran suyas.
Paulo tiene prevenido coche fúnebre cerca de Tablares. Lleva a su amor en brazos
y luego el funerario le echa una mano. La meten en una caja de pintado pino y Paulo
se sienta junto al cochero, que no es otro que Dacio Martín, Pontonero, que también
hace avíos de pompas fúnebres. A latigazos y saltos, en dos caballos negros, salen de
la ciudad camino del cementerio. El mediodía de Castilla, guilleniano y fuerte, cae
como un otoño de bondades sobre el entierro sin gente. Paulo no ha querido avisar a
las compañeras de Rosa que quedan vivas, porque teme comprometerlas. Paulo y don
Dacio Martín, ambos en el pescante, se reparten el tabaco negro del viejo picador, y
luego alternan otra ronda del negro de Paulo, que ahora descubre, tarde, que el negro
es el sabor del pueblo, eso que él lleva en los pulmones, tan cerca del alma,
combatiendo con su tisis, sin saberlo.
Camino del cementerio, tan recorrido últimamente, cipresales, la espada de estaño
de la Esgueva, bajo el sol de octubre, la guerra en marcha por los cielos de España.
Los dos hombres fuman y callan. Los caballitos negros van gustosos, la muerta no
pesa nada.
Paulo piensa que últimamente ya tiene muchos amigos en la sacramental. El
Isidorín, Miguel San Julián y, ahora, Rosa Luguillano, la mujer que lo despertó al
amor, que lo inauguró en la cama, esa segunda madre que es siempre la primera puta.
La mujer que lo parió para el sexo, que lo parió para macho y para la vida.
A Rosa le dieron sepultura casi anónima y Paulo estuvo generoso con los
enterradores. Como él no rezaba, don Dacio Martín, Pontonero, rezó por él unos
padrenuestros y avemarías.
—¿Y cómo sabe usted todo eso, don Dacio?
—He sido picador y banderillero toda la vida, hijo. He enterrado muchos toreros.
Por los toreros hay que rezar para que vayan al cielo, porque son todos malhablados.
—Otro día iremos a por su amigo don Rouco Barbas.
—Otro día.
Y vuelven a la ciudad, ya al trote y sin fumar, silenciosos. Paulo descubre que
Rosa Luguillano no era sólo la musa literaria de un joven poeta maldito, sino una
pobre mujer del pueblo que no sabía vivir de otra forma. Paulo no sabe si ha perdido
una madre, una puta, una antepasada o una reina. Dacio y él se comen un cordero con
vegasicilia en el tabernón rojo de la judería. La muerte siempre da hambre. Dacio
chupaba los huesos.

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SEGUNDA PARTE

Volverá a reír la primavera.


(De Cara al sol)

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Don Eleuterio salía de su casa, como todas las mañanas, cambiándose de guantes,
paseando lento, saludando con el hongo café a las damas de respeto que se cruzaba,
como doña Alfonsa la millonaria. Don Eleuterio se encaminaba a pie hacia la
Capitanía General, que estaba a un paso, para hacer su misterioso espionaje político
sobre la guerra, informes que iban directamente al Caudillo, o venían. Luego se
pasaría por el gobierno civil, por la alcaldía, por los centros de poder e influencia.
Don Eleuterio, el padre de Jesusita, la teresiana, era un fantasmón. Un fastasmón con
cara de caballo descolgado, maneras de dandi provinciano y zapatones lustrosos de
sietedurmiente.
El escopetazo sonó en la mañana como si se hubiera descerrajado el cielo. Don
Eleuterio tenía un paco en el tejado enfrente de su casa, y lo sabía, pero don Eleuterio
era valiente, o quizá estaba al tanto de que los pacos siempre fallan, porque son
aficionados. Don Eleuterio, con el bombín café rodando hasta el bordillo, y el bastón
negro (puño de plata), fiel a su lado, está muerto en mitad de la calle, junto a los
cagajones frescos del último burro lechero que ha corrido el barrio.
Había mucho paqueo por aquel tiempo en la ciudad. Los rojos arreciaban. Volverá
a reír la primavera. Lo dice un verso del Cara al sol. El verso puede ser de Montes,
de Foxá, de Sánchez Mazas, del propio José Antonio. Ha pasado quizá un año desde
la primera parte y vuelve a reír la primavera. La primavera ríe en las tapias de la
carbonería, y las flores se deshojan sobre el carbón como una virgen entregándose a
un ogro negro, la bella y la bestia, en fin. La primavera ríe en los pechos que no tiene
Jesusita, en los versos que hace Paulo, en la risa cruenta de los falangistas, en la
magnolia de trapo de las señoritas años treinta que toman el vermú de la claudicación
en la barra del Cantábrico.
La primavera ríe en la sangre de los muertos, en la tapia de los fusilamientos, en
el pecho de los milicianos, en el coño de las milicianas, en la bayoneta de los
militares, en el Ebro, el Duero, el Tajo, en los ríos que son fronteras y los mapas que
son batallas, en la rúbrica amanerada de Franco y la palabra sobria de Azaña. La
primavera ríe en el alma de la muñeca que se ha quedado sin madre, o sea una niña
muerta, en el serrín de los títeres y los cadáveres olorientos de Tablares, en el corazón
barroco de las putas vivas y en el plateresco de las iglesias muertas. Volverá a reír la
primavera.
Y ha vuelto. La ciudad es un magnolio en el patio de las teresianas y don
Eleuterio es un muerto ilustre que convoca a las fuerzas vivas y llena de luto y lujo,
de percherones y plumeros, aquel barrio tranquilo, todo de escudos, marquesas
adúlteras y artesanos silenciosos y rítmicos como un minué del trabajo.
Al día siguiente, por la tarde, fue el entierro de don Eleuterio. Uno de esos
grandes entierros que nunca pueden faltar en España ni en una novela de España,
porque España es una novela de bandoleros y curas, de meretrices buenas y señoritos
navajones. Paulo acudió al entierro como representante de su familia y porque le
parecía correcto homenajear al vecino ilustre, aunque él se estuviese beneficiando a la

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hija casada y única de don Eleuterio. Jesusita, con el uniforme de teresiana (se lo
ponía a veces, después de casada, porque sabía que a Paulo le gustaba), citó a Paulo
en las cocheras de la casa. Ya no estuvieron en la copa de las acacias, donde reía la
primavera, como de chicos, comiendo los gatillos o flor de este árbol, dulzona y
blanquísima, pero estuvieron en las cocheras, que todavía olían a potro y latigazo,
dentro del gran Ford T negro de don Eleuterio, fornifollando a su manera, vestidos y
desnudos, mientras de la calle llegaba el Cara al sol, un Cara al sol multitudinario y
sombrío, solemne como La Marsellesa y violento como la Falange. Al paco del tiro
certero no lo encontrarían nunca. La guerra había entrado en el barrio.
Paulo se dijo que sus amigos de la UGT estarían muy eufóricos, pero su
escepticismo le decía que la guerra la iba ganando Franco. Su escepticismo y las
radios extranjeras que cogía durante toda la noche, mientras los gemidos, lamentos y
suspiros del trasmundo le llegaban desde la cimentación espiritual de la casa, como
un misterio, como un secreto, como una pesadilla. «Un día tengo que bajar a ver», se
dijo.
El amor con Jesusita había sido intenso, nervioso, impaciente, niño como
siempre. Jesusita no sabía hacerlo de otra manera. A don Eleuterio se lo llevaron con
mucha pompa y circunstancia. Allí estaban las fuerzas vivas. En los balcones había
una cenefa de mujeres y el cochero de la funeraria buscaba piernas desnudas con los
ojos, por debajo de su chistera de pelo. Se esperaba un telegrama de Franco, pero sólo
llegó uno de Serrano Súñer. El marido de Jesusita escupía sangre, solitario.
Un paco certero, en alguna buhardilla cómplice de geranios, se comía el cocido
espeso de la recompensa, el compadraje y el rojerío, junto al muerto todavía caliente.
—Y la mano que tiene usted para el relleno, señora Ciriaca, ay que ver qué mano.

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Constitución, que ya cose a máquina como la que toca el piano, ha entrado a trabajar
en la filial española de una fábrica alemana de confección. El director de esta filial,
en la ciudad, es un tal señor Hans (nadie sabe si nombre o apellido), de pelo blanco,
perfil audaz y cualidad hermética. El señor Hans tiene unas cincuenta operarias en
sus talleres, con el mandilón sudado de pedalear. Por el verano se quedan en
combinación o usan batas ligeras y, con el sol, ay, transparentes. Ahora, en la fábrica
ríe la primavera y el galpón de las costureras Singer es una columna de perfume,
axila, pachulí, embrujo de Sevilla, heno de Pravia, la Giralda, suspiros de España,
mujer mojada, desnudada en la anatomía del trabajo y el esfuerzo. Se dice que el
señor Hans usa y abusa de algunas costureras (todas las elige jóvenes o de buen
mirar).
Un día llamó a Constitución a su despacho, después de la jornada, cuando ya se
habían ido todas. Paulo había ido ese día, como tantos otros, a esperar a su novia
obrera a la salida.
—Señorita, me ordenan de Hamburgo que mande informes sobre el entorno
social y familiar de mis empleadas.
Constitución (la Consti en su barrio, plaza Circular) no sabía muy bien lo que era
«entorno» ni dónde estaba Hamburgo, pero ya vio por dónde iba el señor Hans.
—Pues usted dirá.
—Me he informado sobre todas ustedes y ahora estoy llegando a usted.
El pelo blanco, el cigarrillo rubio, el traje más sólido que elegante, alemán, las
manos cortas, morenas y bellas, como las de un boxeador o un gran mecánico. Los
ojos claros, oblicuos y duros, con un fondo de interés. Ella: el percal popular, los ojos
color de tiempo, las piernas interminables, las manos como dos polluelos claros y
perdidos.
—Pues usted dirá.
—Parece que sus familiares pertenecen a la ugeté, sindicato comunista.
—Socialista.
—¿Y no es lo mismo?
—No.
—Parece que usted perdió un hermano en las primeras huelgas, lamentablemente.
—No lo perdí. Lo asesinaron.
—Señorita, no le he pedido que se quedase para hablar de política.
—Perdón.
—Quiero decirle que, en conjunto, los informes sobre su entorno social no son
buenos, según Hamburgo. Yo les he explicado que su trabajo de usted, en cambio, es
excelente. Es usted una empleada ejemplar.
—Trabajadora.
—Eso.
—Pues usted dirá —se asegundaba la Consti con cierto gracejo popular.
—Que una cosa puede compensarse con la otra siempre que nuestra relación

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patrono/obrera dé un salto cualitativo.
—¿Cualitativo?
—Quiero decir que en lugar de ser yo el jefe y usted la asalariada, podemos pasar
además a una relación de amistad que me permita protegerla ante Hamburgo.
Constitución no suponía estar amenazada por una cosa tan remota y poderosa
como Hamburgo. Constitución está sentada en una silla alta e incómoda, pero digna,
con las largas piernas cruzadas. El señor Hans ha pasado de la mesa del despacho a
un sillón bajo, hondo, ancho, de cuero negro, desde donde tiene ante sí toda la
perspectiva de esas piernas femeninas, fluviales, claras, inocentes, en las que ríe la
primavera.
—Ya he oído hablar de esas cosas en el taller, señor Hans.
—¿De qué cosas? ¿Quiere fumar?
—Bueno, sí.
El señor Hans comparte con ella su intenso tabaco rubio americano. Los alemanes
odian a los americanos, pero los fuman. Constitución fuma como una niña y esto se la
hace adorable al señor Hans, que considera que, además, la deja en su poder.
—¿Qué cosas, señorita Constitución? Por cierto, que tiene usted un nombre un
poco raro.
—¿En Alemania no tienen una constitución? El Estado, me refiero.
—Sí, claro. Bueno, no sé. Ahora no recuerdo.
—Aquí somos una república de trabajadores y tenemos una constitución.
—Claro. Pero ¿qué cosas?
—Sus relaciones con algunas empleadas, como usted dice.
—¿Relaciones?
—No sé si se dice así en alemán.
—Hablemos claro, señorita, que tengo poco tiempo. Si usted y yo pasamos al
plano personal, la actitud de Hamburgo puede mejorar mucho.
La Constitución se pone en pie. Hans mira su reloj de pulsera, gordo, germano y
verde, que es como un sapo en la muñeca. Un sapo blindado.
—Yo también tengo poco tiempo, señor Hans. Me parece que se ha equivocado
conmigo. Adiós y gracias, de todos modos. Dígales usted a los de Hamburgo que una
cumple con coser, sin joder encima.
Paulo, que ha visto en la calle la salida de todas las obreras, se impacienta con la
espera, entra en la casa Singer e irrumpe en la escena:
—¿Qué pasa, Consti?
—Que el señor Hans se está propasando.
Los tres de pie, Paulo se pega a la cara del señor Hans.
—Ustedes los alemanes ya nos han traído el fascismo y el nazismo, la guerra
civil. Están ayudando a Franco y encima quiere usted follarse a mi novia, a la que
explota por un salario de mierda.
—Parece usted un español de clase. Creo que podríamos hablar…

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—Un español de clase le puede dar a usted una hostia. Adiós.
—Su novia está despedida.
Paulo y Constitución, turbados por el incidente, salen a la calle y caminan de
prisa, sin saber hacia dónde. Por fin se meten en el café Royalty, calle de Santiago, y
allí meriendan, como otras tardes, conversan, se acaloran. Constitución es una acacia
sentimental de protestas, palabras, indignaciones, risas y odios.
Paulo, sereno de vino y tabaco, llega a una conclusión:
—Hay que decírselo a tu padre.

El señor Miguel, enterado por Paulo de que su hija ha sido despedida por no
acceder a las pretensiones del alemán, se cita con el señor Isidoro, padre del Isidorín,
el difunto, en el tabernón de abajo, y deciden ir a la oficina del señor Hans a darle una
paliza. Beben tinto de la ribera del Duero, para darse ánimos, y a primera hora se
presentan en el despacho del hamburgués.
—Nos han traído el nazismo, el fascismo, los aviones para Franco, la explotación
de la mujer, y ahora, encima, se quiere follar a mi hija.
Al señor Hans le dieron mucha vara, lo dejaron muy tirado, pero la Consti estaba
despedida, sin trabajo, y los dos ferroviarios fueron a la cárcel, presos comunes y
políticos. Paulo visitaba a la madre y a la hija. Luego, en los anocheceres de mayo, la
niña y él se iban hasta el puente de los trenes y se besaban con pena, mientras la bola
del mundo, que es un tren, rodaba bajo sus pies.

Doña Baldomera Martinmorena tenía piso alquilado en la casa/palacio de Paulo.


Doña Baldomera era una vasca alta y rubia, cincuentona, viuda de un coronel de
Saliquet que muriera en los primeros encuentros armados del 19 de julio. Doña
Baldomera tuvo que abandonar la residencia militar en capitanía y alquiló aquel piso
cercano, trasladando a él sus muebles, uniformes, vitrinas, lujos, tapices, espadas y
gorros de plumas del coronel, más todas sus pamelas y elegancias de coronela,
sombreros de velito y trajes largos y descotados para los bailes en capitanía.
Había querido doña Baldomera quedarse por los alrededores de capitanía por el
paseo del cobro todos los meses, y por visitar al capitán general, que lo hacía con
frecuencia, sin duda para llevarle a perder el tiempo y ser recibida por mera
consideración al difunto, héroe de la causa nacional. Porque doña Baldomera más que
rubia era pelirroja, con los ojos azules, pequeños y aguanosos, aunque quizá bellos de
joven, y sobre todo llenos de ironía, picardía, malicia, insinuación y trampa. El velito
sutilizaba aquella mirada de vasca peleona, aunque había oído Paulo, en sus noches
canallas, que «las vascas no la maman». De modo que todavía le decían a la coronela
algún piropo por la calle (el piropo estaba consentido por Franco, siempre que no
fuese soez). Doña Baldomera no era sólo alta, sino garrida y aguerrida, pero muy

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trabajada en sus cincuenta largos y sin fácil enganche para nuevos coroneles.
Doña Baldomera, en fin, vivía como en la casa/museo de su héroe, de su mártir,
de su quizá cornudo o encandelabrado, dado el temperamento de la dama. Había
fregado y dado mucha cera ella sola en aquel piso de tarima ancha y noble, sobrante
para la familia de Paulo, cada vez más recortada por la muerte. Aunque doña
Baldomera, en cambio, tenía la cocina llena de cucarachas, cuyo olor invadía las
vitrinas museales, porque las cucarachas huelen.
Paulo visitaba alguna vez a doña Baldomera, invitado por ella, que siempre
reparaba en todo mozo de estampa, siquiera para la conversación picara y el café sin
prisa. A Paulo, aquella apariencia de dignidad, viudedad piadosa, suelos encerados y
vitrinas cintilantes, con un trasfondo de cocinas, cucarachas y olores negros que
venían a mezclarse con el olor virginal de la cera, le daba un poco la clave de la
persona y el personaje que tenía delante. Una mujer con pasado, elegante o
imponente en su bata, todavía coqueta con el mancebo, llena de timos y audacias en
la conversación, había interesado a Paulo literariamente, hasta que fue descubriendo
el fondo vulgar y de alguna manera confuso que afloraba, que lucía a trasflor en las
palabras, maneras y pequeñas revelaciones de la coronela. Paulo llegó a pensar
incluso que doña Baldomera había sido meretriz o criada adúltera, en su juventud, y
así había encoñado a un coronel de derechas. Empezó a dejar de interesarle el
personaje, y por otra parte temía que una tarde u otra la vieja se abriese la bata. Lo
veía venir.
Pero ella siempre le pasaba por los porteros, por el señor Juan, el que primero
avisó de la bomba de la estación, el que leía a Cossío con gafas de cordel, notas,
billetes, esquelas de amiga, casi de enamorada, ofreciéndole más café, y Paulo
acababa por volver al piso.
Paulo, tras la muerte de Rosa Luguillano, muerte de la que en cierto modo se
sentía culpable, se había refugiado con mayor acendramiento en el amor de
Constitución, sobre todo después del incidente con el alemán y la prisión de los dos
viejos sindicalistas, que iba para largo. Paulo evitaba incluso los encuentros vecinales
con Jesusita, cuyo marido seguía escupiendo sangre en una cama que le habían
sacado a la galería de cristales, porque viese un poco el huerto llovido de mayo.
Jesusita era el lirismo infantil, todavía. Rosa Luguillano había sido la iniciación,
esa madre oscura que es la puta. La Consti era la fascinación por la menestralía en
una de sus musas más dulces, populares e irreales. Lo que no entraba para nada en los
esquemas sentimentales de Paulo era una aventura tórpida con la cincuentona
maliciosa. Lamentaba haberse interesado por ella literariamente, y se lo dijo a sí
mismo, la literatura me llevará a muchos sitios adonde no quiero ir, en esta vida.
Doña Baldomera, cuando levantaron el colchón reventado que la cubría, estaba
con la cara aplastada contra el suelo o contra una alfombra, con el cuerpo torcido, el
busto en estrangulamiento, la bata revuelta por los muslos morados, con medias de
criada por la rodilla, que es lo que se ponía en casa. Tenía las manos sujetas a la

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espalda y algo de animal sacrificado, recrecido en la muerte. Era una víctima con
algo maldito y agresivo de verdugo. Un rebujón humano de pelo rojo, con muchos
moratones y nada de sangre. Sobre una mesita, en el cuarto donde la encontraron,
había un libro macabro, un manual de estrangulamientos abierto por la página y el
modelo que el asesino había utilizado, sin duda. Toda la casa estaba revuelta, volcada,
las vitrinas se habían venido abajo, generales y coroneles de exposición habían
perdido alguna batalla sobre la tarima y ahora yacían tendidos entre cruces, medallas,
uniformes, galas, espadas y cosas de oro y plata que se le habían olvidado al ladrón.
El olor de las cucarachas de la cocina se amalgamaba con un olor a crimen, salado y
soso, espeso y dulce como el sabor de la sangre. Como un guiso de sangre que se ha
enfriado.
El primer sospechoso, el primer detenido fue Paulo, naturalmente, pues que era el
más asiduo de la casa, casi el único visitante de doña Baldomera. Paulo, aquella
tarde, había subido a visitarla a requerimiento de ella, como siempre. A doña
Baldomera el pequeño dinero, la gloriosa calderilla de la pensión patriótica, de la
viudedad, no le llegaba, y había hablado siempre de coger un huésped. Al fin había
caído uno, una especie de turco que dijo haber sido moro de la Guardia de Franco o
Escolta del Generalísimo. Nadie le había visto en el barrio, salvo la propia doña
Baldomera. Paulo se decía que su amiga y vecina, aparte necesidades económicas,
quizá no renunciaba, consciente o inconscientemente, a la relativa intimidad
prometedora de un hombre viviendo en su casa, o siquiera durmiendo. Paulo se
preguntaba por qué había dejado de pertenecer aquel hombre a la Guardia de Franco,
si es que alguna vez había estado en ella. Pero doña Baldomera no había reparado en
eso ni parecía interesarle. Era evidente su urgencia económica o sentimental. Y sobre
tales cosas y ¿peligros? iban a hablar aquella tarde la vecina y su joven casero, que
subió, llamó, esperó e insistió. El llamador de oro sonaba en una campana sin badajo,
que era el gran silencio. Paulo preguntó al señor Juan, el portero, el lector iletrado de
Cossío, que no había visto a la señora en todo el día, pero se lanzó diligente a una
pesquisa por panaderías, lecherías, mercerías y otras tiendas que frecuentaba doña
Baldomera todas las mañanas y algunas tardes. Y en todas partes halló extrañeza y
miedo de no haber recibido la visita de la coronela. Así se lo comunicó al señorito
Paulo, quien empezó a pensar si su amiga estaría muerta o muy enferma, aunque de
apariencia tan vasca, fuerte y saludable, mucho para su edad. También pensó Paulo,
como una sombra, en el impensable crimen del moro, y al fin se fue él solo, dando un
paseo, sin decir nada a nadie, a los cercanos juzgados a denunciar el hecho. O el
no/hecho. Cuando la burocracia se desperezó, se puso en marcha, con lamento de
muelles, máquinas de escribir, suspiros de papel de barba y mucho tabaco frío, todo
esto produjo dos detectives que acompañaron a Paulo, forzaron la puerta, linternas y
pistolas, la casa sin luz y la dama como se ha dicho. Paulo, el primer detenido.

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Paulo, como soldado que era, fue llevado a prisiones militares, y allí dio en recordar
la inquilina anterior que había tenido el piso de doña Baldomera, cuando él era casi
niño (esa renta siempre fue una ayuda para la familia). Prudencia, una señorita años
veinte, bella y tísica, que estaba casi siempre en la cama y tenía un amante que era un
terrateniente de la provincia, un solterón siempre vestido de cazador, con nariz de
vino y sombrerete de pluma, que le traía a Prudencia aves de caza, huevos y jamón,
porque la tisis se combatía con comida, mucha comida.
Prudencia era bella como una monja y dulce como una meretriz fina. Paulo
comprende que, de niño, había estado enamorado de ella, y subía a verla a aquel piso
grande, solitario, silencioso, que sin duda pagaba el terrateniente. Prudencia ponía en
La Voz de su Amo discos de fox, coplas de Miguel de Molina, ojos verdes, verdes
como el trigo verde, y ella tenía los ojos verdes y estaba siempre muy pintada en la
cama, como una muerta bien conservada, por ocultar las palideces y las ojeras de su
tisis.
A Paulo le gustaba aquella mujer, aquella música, y que Prudencia le pasase una
mano por la cabeza, qué alto estás, Paulo, hijo, me hubiera gustado tener un niño
como tú, pero ya es tarde. Hasta que Prudencia se murió en los brazos del
terrateniente, que para eso era su querida.
Prudencia había sido de familia bien, pero la vida la hizo pobre, puta y de
izquierdas. Al terrateniente/cazador le tenía más caridad que amor, aunque el
caritativo pareciese él. El terrateniente/cazador mandó un entierro digno, severo,
sobrio, sin que se enterase su madre, que estaba siempre en el pueblo, montando a
caballo y echando un ojo a las fincas y a los jornaleros, que eran unos camastrones,
«estos mierdas es que son unos camastrones, es que no se merecen ni la peonada que
ganan».
Prudencia se fue de un mundo a otro en silencio, con la discreción que lo había
hecho todo en la vida, tan guapa, tan pintada y tan puta. Y en aquel piso sobrante y
enorme, de techos muy altos, vino a sustituirla la bruja vasca y pelirroja, la coronela
procaz y asesinada. En poco tiempo se dio por imposible la culpabilidad de Paulo, el
móvil había sido el robo, un robo mezquino, y el sospechoso o culpable definitivo
había sido el moro, un moro de la Guardia de Franco.
Al llegar ahí, al llegar aquí, las investigaciones se suspendieron, el caso paró en
nada y los periódicos dieron poco, porque no era posible castigar a un hombre
(aunque fuese moro) que había servido al Caudillo, al César Visionario. Pero de
aquellos moros de la Guardia se hablaba mucho. Casi todos eran pederastas,
fornicaban con camareros jovencitos por las noches, abusaban de su prestigio
caudillista, hacían broncas en los tablaos y contrabando de jamón, tabaco rubio,
tabaco negro, dátiles africanos, condones y pan integral, y hasta la ruta del
chesterfield.
Los moros de Franco eran tan odiados que Franco tuvo que prescindir de ellos,
aunque los historiadores contarían, como siempre, que las razones fueron históricas,

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el contencioso con Marruecos y otras incoherencias. Los moros de Franco se
diseminaron por la península y en la pequeña ciudad de Paulo había unos cuantos
vendiendo alfombras meadas, alfombras de nudos, cuero repujado, cuero de Ubrique,
cacerolas de cobre y artesanías africanas.
Los moros andaban mayormente entre las putas, clientes o chulos, explotadores o
explotados, con su prestigio negro, su barbaridad sexual y su cuchillo repentino.
Entre ellos se encontraba, sin duda, el asesino y ladrón de doña Baldomera, pero las
cosas pararon ahí, ya se ha dicho.
Los moros gustaban particular y generalmente a los italianos de Mussolini, de
modo que moros e italianos se iban a dar y tomar por el culo o retambufa a Tablares,
y allí era el amor entre hombres, el suspiro hembra de los machos, por sobre los
fusilados de la noche anterior, que Tablares olía a muerto, a mierda, a negro y a
crimen.
En una temperatura de pólvora y pichas calientes los italianos y los moros, dos
razas mediterráneas y cachondas, se encontraban, bajo los cielos de una guerra, en el
mediodía entredorado de la provincia o en la noche atroz de los fusilamientos,
dándose un amor sajariano y latino, hediondo, mientras un notario azañista se quejaba
dulcemente de lo que duele la muerte.
Una noche, a propósito de los gemidos que ascendían al alba, a todas las albas,
del fondo profundo de la casa, de las pozas secretas del viejo palacio, Paulo bajó con
Carmen, la criada salvaje, riente y como cartaginesa, a las bodegas abandonadas, a
los pasadizos dormidos, a las escaleras de piedra, mal talladas, por las que se llegaba
hasta el centro luminoso y catacumbal de la tierra. Aquello había servido de refugio
antiaéreo cuando las sirenas, pero nadie pasó nunca de las primeras alcobas verticales
que daban al infierno.
El barrio entero quería meterse en el «refugio» de Paulo, y las viejas rezaban
rosarios y los niños, que no conocen la muerte, jugaban al esconderite inglés en tan
formidable parque de piedra, y los novios se cogían una mano mientras el cielo
remoto, altísimo e invisible, ponía el gemido de una cosa muda en la noche o el
mediodía de la ciudad.
Cuando la bomba de la estación tuvo lugar la última aglomeración del vecindaje
en aquella catacumba, pero luego la gente se fue acostumbrando a todo, a las sirenas
y los fusilamientos, y el refugio de Paulo perdió popularidad. Hasta se decía que
había habido allí un rojo emboscado, quizá un paco, quizá el que matara a don
Eleuterio, y que alguien le dejaba comida en el umbral, todas las mañanas, y la
comida desaparecía sin saberse cómo.
Paulo lleva un farol ferroviario en alto, que se lo regalara el señor Miguel, el
padre de Constitución, el ferroviario que nunca había entendido la gracia que le
encontraba el señorito a aquel farol de locomotora antigua.
Carmen iba detrás, en camisón de dormir, con cuchillo como albaceteño o así, que
de por allá era ella, y en una rampa circular o rotonda descendente, como las que

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Paulo había visto en los cuadros de Chirico, encontraron la masacre, lo primero por el
olor, cuerpos adunados, peste de cadáveres, resto de fusilamientos, conocidos y
desconocidos, una gran poza que habían descubierto, sin duda, los señoritos
falangistas para enterrar piadosamente a sus muertos, a sus fusilados, braceros de la
provincia, gente de la Casa del Pueblo, miembros ilustres y republicanos de las reales
chancillerías, artesanos, pacos y curas rojos, que los había. Los lunes parece que eran
día de descanso, por cómo había escuchado Paulo los gemidos, lamentos, suspiros
desde el más allá. Quizá los señoritos falangistas dormían la borrachera del domingo.
Lo cual que Paulo había elegido un lunes para hacer esta inmersión acompañado de
alguien, y quién mejor que Carmen, valiente como un muchacho, fiel a la casa,
aunque la más nueva, y alegre como un sioux borracho. Pero Carmen, en camisón, se
apretó contra él ante toda aquella cadaverina iluminada por el farol de locomotora,
luz de gas que ponía lividez en la lividez, que atenuaba en color muerte los colores
vivos de Goya.
Más o menos, lo que Paulo, poco dado a fantasmas, había imaginado. Pero ahora,
siquiera, podría tranquilizar —u horrorizar— a su familia con el origen de los
inquietantes y miedosos suspiros nocturnos, que empezaban a llegar cuando se
encendía la radio clandestina para coger noticias de la zona roja y de Francia. Quizá
las ánimas del purgatorio penando por aquella familia poco cristiana.
Carmen escondió la cara en el pecho desnudo y flaco de Paulo, por no ver tanta
muerte, él dejó el farol en el suelo, con lo que cambiaban geometrías y luces de la
cueva y el crimen. Carmen, ahora, se abrazaba frontalmente al señorito y acabaron,
jóvenes los dos, fornicando de pie, luego en la piedra fría, orilla de la huesa, bajo el
olor de los muertos, el olor ferroviario del farol y el olor joven y cerval de sus propios
cuerpos, todo en una temperatura surreal de juventud, catacumba, crimen y España.
Paulo se lo dijo a la criada: «Eres como fornicar con un guerrero cartaginés».
Porque Carmen era de un moreno compacto y vivo, su pelo negro olía a animal
reciente y hembra, y sus orgasmos eran de un lamento optimista y casi macho, de
varona nueva y firme. Así repitieron la jodienda una y otra vez, en la noche
complicada del gran sótano, y se irían de allí sin amor, con el farol hacia la salida, sin
mirar más el espanto de la guerra que se hacía pudridero, óleo y nada a tantos metros
de profundidad. El cuerpo de Carmen, para Paulo, tuvo ya siempre, en su fragorosa
juventud, un entresabor de muerte dulce, numerosa y negra.

Federico, José Luis, hasta el cura, todos se fueron haciendo falangistas en la tertulia.
Pero falangistas de irse a la guerra. El primero en apuntarse había sido Mulero, el
ciego, pero Mulero tenía el miedo familiar en el cuerpo, por lo de su padre, y además
no podía ver, obviamente, el color de su camisa.
—Esto es así, Paulo —le decían—; Franco va a ganar la guerra, Franco tiene
razón, por lo menos en algunas cosas, en lo principal, es una cobardía quedarse aquí

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tomando café y mirando a las bailarinas mientras mucha gente de nuestra edad se
juega la vida por España.
—¿Por España?
—Mulero no puede, obviamente, y tú tampoco, si alegas esas decimillas de
siempre, pero tampoco te iban a impedir marcharte al frente, si lo pides.
—Ya sabía que me considerabais un traidor, y me alegra. Siempre le he tenido
horror a ser un hombre valiente. Pero de todos modos, para ir o no ir a la guerra, ¿qué
necesidad hay de ponerse esa camisa?
—No entiendes nada o no quieres entenderlo. Acuérdate de Manolo Cossío.
—Eso es muy lamentable, pero sólo ha servido para que su padre haga un buen
libro.
—¿Tu amigo Pepe no te ha pedido que te apuntes a Falange?
—Más bien creo que espera el momento adecuado para fusilarme. A Pepe lo veo
por todas partes y casi todas las noches, mandando brigadas, matando gente,
convertido en un héroe que tampoco va a la guerra. Dice que primero hay que limpiar
fondos a esta ciudad de judíos y republicanos. Lo lamento, pero el ejemplo de mi
viejo amigo Pepe no es lo más estimulante como para irse mañana por la mañana a
defender esa causa.
—Y tú haciendo esnobismo socialista con esa hija del ferroviario.
—No me negaréis, espero, que Constitución es mona. ¿Le habéis mirado las
piernas? Y ahora a su padre lo tenéis preso (perdón por hablaros ya así), por haberle
dado dos hostias al viejo alemán que se la quiso fornicar.
—Él y el otro que cayó con él son marxistas, sindicalistas, gente que no tiene sitio
en la España nacional. Que se vayan a defender Madrid, que allí les hace falta gente.
—Si antes no les pegan dos tiros.
—¿Y te vas a casar con Constitución por la República, cuando ganéis? —sugiere
la pregunta de mala baba.
—Eso a ti no te importa, fascistón.
—Hay que reconocer que las piernas de la chica…
—De las piernas de la chica puedo hablar yo, pero nada más.
—Tú que has leído tanto no te enteras de que está en juego España, la familia,
nuestra familia, nuestra madre, nuestro porvenir…
—Todo eso lo dice mejor Queipo de Llano por la radio, aunque a mí también me
da bastante asco.
—Puedes llevar a esa chica a algo malo, como llevaste a la Luguillana a la
muerte.
—Aquí, de un día para otro, pierdes un amigo y la causa gana un fascista. Espero
vuestras postales desde el frente. Hay muchos que se van a la guerra sólo para
mandar postales, como antes las enviaban desde San Sebastián. Adiós. O arriba
España, o como se diga.

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En las tardes del Cantábrico, entre heridos de guerra y héroes de barro, que no
consentían que nadie les quitase de encima la mierda del frente, que era su púrpura y
su armiño, Paulo se iba quedando solo. En las noches de los cafés cantantes y los
tabernones flamencos de la azucarera, Paulo sentía que se iba quedando solo.
Federico, el pleurésico, el romántico, que siempre le había parecido un poco su
doble, hacía un falangista esbelto, pálido, un poco amanerado para el estilo de la
Falange. Pero gustaba ahora mucho más a las señoritas y sólo le faltaba volver de la
guerra con la frente vendada para casar con una rica heredera del comercio, que la
tenía de entrenovia, por salvarse de la escasez y viudedad de su madre.
Paulo paseaba la noche con Mulero, el poeta ciego, que a ellos dos había quedado
reducido el amplio clan juvenil. Hasta los curas se fueron a aquella guerra. Había un
junio venidero en las noches de la ciudad, en los cielos ahora sin guerra (Franco la iba
alejando), y el ciego le hablaba a Paulo con su tono lastimero y culposo de siempre:
—No sé, Paulo, pero creo que me gustaría más estar en la guerra.
—Sí. En la guerra podrías vender lotería. Todos los ciegos sois poetas o loteros,
más alguno que sale violinista. Pero me parece que en el frente se juega poco a la
lotería.
—¿Y dices que a Rosa Luguillano, aquella señorita puta, la fusilaron en Tablares?
—Sí, Mulero. Lo siento, pero nunca más podrás meterte en su cama.
—Fue tan hermoso aquello, Paulo. Qué bueno has sido siempre conmigo, qué
buenos habéis sido todos, y ahora ellos, los pobres, estarán luchando por nosotros.
A Paulo le irritaba aquella salmodia sentimental de ciego, a Paulo no le gustaba el
alma a tientas de su amigo Mulero. Pero Mulero hizo la pregunta de todas las noches:
—¿De qué color está esta noche el cielo, Paulo?

Paulo y Constitución (había tenido que ponerse María de la Constitución por


exigencia del párroco) iban de vez en cuando a ver a los presos a la cárcel provincial,
que estaba camino del cementerio. El señor Miguel, padre de la Consti, y el señor
Isidoro, padre del difunto Isidorín, habían profundizado su amistad, su camaradería,
en la convivencia de la cárcel, y esto les daba como una cierta euforia que no hacía
sino encubrir la miseria de su condición, la mala comida, el mal trato y la poca
esperanza que tenían en salir de allí.
—Esto se pone feo, va a peor, el caso del alemán está olvidado, nos han
convertido poco a poco en presos políticos.
—¿Políticos?
—Sí, la ugeté.
—Pero en la España de Franco no hay ugeté.
—Por eso acabarán fusilándonos, para que efectivamente no nos quede nada de
ugeté, de sindicalismo ni de lucha social.
Paulo y la Consti les llevaban comida, tabaco, calzoncillos largos (ambos

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usaban), vino y caprichos. La Consti parecía no enterarse de los malos augurios,
prefería disimular.
—Estáis más guapos, os hacía falta un descanso, a portarse bien y en seguida
estáis en la calle.
—No te fíes, Consti.
—Sois dos viejos cagones. De aquí se entra y se sale.
—Se sale con los pies por delante.
Y reían los dos ferroviarios con los ojos brillantes de esperanza o llanto.
—Cuando uno se despierta con los trenes por la mañana, se echa de menos la
tarea, ya ves, y la libertad aquella de viajar siempre por los campos.
—Por los campos hay ahora poca libertad.
El señor Miguel era más boxeador de la vida. El señor Isidoro era más largo,
pálido, triste, melancólico y como desnivelado. Pero desnivelado de nacimiento.
Hacían una pareja fuerte, distinta, dura y entrañable.
—¿Y tú, Paulo, hijo, cómo te vas librando? —le decía el señor Miguel.
—Oficinas militares, ya sabe. Soy un pobre tísico que dejará a ésta viuda
cualquier día.
—Primero tenemos que casarnos.
—Eso.
—¿Y tus amigos falangistas?
—Todos se han ido al frente. Dicen que van a salvar al pueblo.
Reían los cuatro y Paulo compartía el tabaco negro con los dos presos. Las visitas
no eran demasiado cortas ni demasiado vigiladas. El locutorio de la cárcel era como
una verja erizada, una estación de muertos, un galpón con olor animal, sin que
hubiese animales, un convento de frailes rojos, de cuyo cielo bajaba el gregoriano
militar de los altavoces y el metralleo continuo de las órdenes y las llamadas. Paulo
no se encontraba mal allí y a la segunda o tercera visita comprendió que esto era por
la ausencia absoluta de falangistas. La cárcel era un sitio militar, una variante del
cuartel, y secretas geometrías ominosas la regían, pero la alegría asesina de la
Falange no aparecía allí por parte alguna. Paulo decidió que prefería el orden, la
disciplina, incluso entre los asesinos, y que lo más inquietante de aquella guerra era el
bullicio sangriento de los falangistas, que además habían germinado todos en torno a
él, en su misma clase social, como un cáncer, una peste o una locura. «El Ejército
mata de uno en uno y la Falange mata a barullo», se dijo.
Le irritaba el patriotismo fácil de sus antiguos amigos, la aventura falsa y letal
que estaban viviendo. Paulo y su novia se despedían con besos de los dos viejos, que
no lo eran tanto, y luego volvían hacia el barrio de los trenes, a casa de la Consti, para
darle buenas noticias, «siempre buenas», a la madre de la chica. El regreso lo hacían
en un autobús grande y viejo, siempre reventón de gente, gente que hablaba, reía,
vivía ya la paz de Franco, apenas pasaban hambre y miraban raro a los que se habían
subido en la parada de la cárcel. «Parientes de rojos», se oía. Paulo y su novia iban de

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pie, mirándose con amor, silencio y una distinguida y joven desesperación, vaga
como una sonrisa.

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Lupe Morenas era la marquesa más puta de la ciudad, salvo que no era marquesa.
Lupe Morenas venía de familias coloniales, mejicanitas y así, de ahí lo de Lupe, y de
abuelos centroeuropeos. Morenas era el apellido de su primer marido, que la casó
todavía niña, pero ya malvada, este señor era catedrático de algo en la universidad y
se le trataba de doctor. Cenceño, esbelto y calvo, muy crecido en edad respecto de
Lupe, eso que en provincias se llama un solterón, casó con la colegiala y todos sus
sueños oscuros, que se desatarían a expensas o al margen del matrimonio. Lo de
siempre.
Los verdaderos apellidos de Lupe eran así como alemanes, al igual que su
nobleza, llegó a conocérsela por Sissí. La niña, aunque había estudiado en buenos
internados suizos, tenía sus raíces y memorias en la ciudad y la finca de su familia,
La Rodilla, orillas del gran río. Sus fornicaciones adolescentes principiarían a la
sombra de la Alcoholera, que era como la azucarera, pero con mayúscula, o en el
camino viejo de Simancas.
Parece que la ilustre moza hacía a pastorcillos, como la Virgen, ángeles harineros
y campos de trigo para entregar su amapola al pueblo, que los señoritos de su
frecuencia se reservaban para maridos.
Lupe Morenas tenía una belleza sepia y antigua, con nariz levemente aquilina,
como las Guermantes, lo que le daba un vago perfil de pájaro heráldico, de ave
sexual. Por lo demás estaba muy buena.
Lupe Morenas llegó a casarse siete veces y a enviudar otras tantas, aunque
probado queda que jamás usó el cáliz de los Borgia ni la copa de oro y mierda de los
Médicis. Los maridos se le morían porque sí, como a la mantis religiosa, y esto
parece que entraba en el orden natural de las cosas, incluso en la pequeña ciudad.
En cada pueblo de la comarca, la familia de Lupe tenía una fábrica de harinas o
un molino. Por entonces, y hasta el cosechón de sangre de la guerra, Castilla había
sido el granero de oro de medio mundo. Lupe Morenas tenía idiomas, sangre de
cabreros en la sangre, cónsules y gobernadoras antillanas en el alma, había jugado en
el Poniente, fornicado en el Frondor y viajado en los tranvías amarillos y líricos,
populares y colegiales, de la ciudad de antes de la guerra, cuando el tranvía costaba
cinco céntimos y los primeros fotingos petardeaban en las excursiones rácanas,
puritanas y calentorras.
Luego, en una de sus plurales viudedades, Lupe Morenas se dio al negocio de
grecos falsos y zurbaranes a medias, moviendo su culo respingón y expresivo por los
museos del mundo y las exposiciones de la capital. Las fincas, claro, y las rentas de la
familia iban a menos, porque nadie había salido formal ni se cuidaba de nada.
Mayormente, aquella familia ignoraba el trabajo como los ángeles ignoran la
fornicación, suponiendo que así sea. Por tener, Lupe Morenas hasta tuvo amores con
su hermano mayor, una suplencia del padre, que era pintor de fama local, exiliado
parisino y enamorado de toda cosa con claudicación mensual.
Parece que el gran momento de estos amores fue en París, pero la cosa se

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prolongó por la vida larga y desvariante de Lupe durante muchos años. El doctor
Morenas fue en toda la ciudad un personaje encandelabrado, o sea de cuernos, pero
unos cuernos barrocos, estéticos, complicados y hasta envidiables. Entre sus alumnos
—¿Derecho, Medicina?—, el cachondeo era constante, y hasta la glosa, en tiempos
de Neofite el poderoso romano al esclavo manumite y a la esclava mete mano.
La cornadura del doctor Morenas, en múltiples pitones y gregüescos de hueso,
lució en la Hípica, el naciente Auto Club y todos los sitios elegantes de la ciudad,
iluminando una época como verdadero candelabro, por lo que Lupe Morenas hubo de
lamentar mucho la muerte de su primer marido, y con ella toda la ciudad. Lupe tuvo
otros, como ya se ha dicho, hasta siete, pero ninguno acertó a dar tanto lustre,
dignidad, luz y art/decó a su cornamenta como el difunto Morenas, ejemplo de
cabrones, espejo de consentidos y luz de Trento. Lupe daba fiestas secretas en su
céntrica casa, donde todo el mundo acababa desbragado. El gran secreto era al día
siguiente hablilla en toda la ciudad, escalinatas parleras de la herreriana catedral.

Los caballeros e ilustres doctores de las reales chancillerías iban por la mañana a sus
funciones notariales de pluma de ave, en la berlina con perdieron, pero luego hubo
que ir vendiendo cosas de la familia (las familias venían a menos) y ahora hacían el
paseo a pie, atravesando la ciudad con bombín, guantes, bastón, pajarita y una sonrisa
siempre congelada en el aire, que se hacía viva y brillante cuando el momento de
saludar a una dama, sombrerear a otro más ilustre o dar un guantazo al aire al
cruzarse con un anciano poeta. Cosas de la guerra, las familias venidas a menos, la
gente a pie, como si fueran artesanos, y un renacimiento de los botines blancos o
negros, fucsia o sangre de toro, ya de más lucimiento fuera de la malvendida berlina.
A mediodía, aquellos varones preclaros, acera de San Francisco, salón de la vieja
Corte, como dijera un poeta local, seguían paseando, de vuelta de la chancillería,
luminosos y optimistas, con una verdad y serenidad de clase que se afirmaba en las
chaquetas príncipe de Gales, los cheviots y las antracitas de los ternos ingleses, la
Justicia que habían repartido en el despacho, con la pluma de Cervantes, la misma
con que escribiera el Quijote. Al costado de los paseantes pequeñoburgueses, de los
quiosqueros, los limpias y los revendedores, de los gitanos canasteros y los tratantes
en mulas, aquella gente del salón de San Francisco eran, de doce y media a dos, el
museo vivo y peatonal de una vieja Corte hoy ensombrecida de himnos fascistas y
partes de guerra que daba el altavoz de la plaza Mayor, o sea la radio local, en la voz
de Horacio, un locutor viejo, cano, desnivelado y modesto. Al sonar el Cara al sol o
el himno nacional había que pararse y saludar como los Césares, e incluso cantar con
la radio, y todo el mundo lo hacía, excepto aquellos viejos hidalgos castellanos,
liberales y mondaines, que seguían su paseo, su cháchara y su risa, sin hablar nunca
de política, de la marcha de la guerra ni de Franco. De quien solían hablar era de
Lupe Morenas, que casi todos habían yogado con ella, de jóvenes, en las tapias de

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Moliner, en los baños de La Flecha o a la sombra estival de la Alcoholera.
Aquella gente, aquellos hidalgos de hongo negro, de botín de piqué, de
bastoncillo, eran el retablo parlero de las viejas glorias de la ciudad, y parecían todos
como salidos del patio de San Gregorio, o, más sencillamente, del patio de la
Diputación, filipense, fresco e ilustre.
Con todos los pergaminos de la chancillería en el alma ligera y cismundana,
buenos conocedores de la calle de las Doncellas, sabían que Franco carecía de
juridicidad, que en Burgos lo habían nombrado jefe del Gobierno, y no del Estado,
como García Valdecasas mandó poner a última hora, enviando un motorista a la
imprenta, que Franco fue Jefe de Estado y Caudillo por una errata tipográfica
(intencionada). De modo que ellos estaban en el secreto, en la clave/llave, tenían las
llaves de oro y hierro de la ciudad, las cerraduras de la Historia: eran inmortales y
fugaces.
Paulo los veía desde los ventanales del Cantábrico. A Paulo le caían bien aquellos
dandies, le hacían gracia, y asistía al espectáculo delicado y fuerte de la elegancia y la
jurisprudencia luchando gentil contra las maneras militares de un hombre que no era
hijodalgo, como ellos: Franco.

Lupe Morenas tuvo algún marido de la chancillería, entre los siete, y fue la época en
que paseó la acera de San Francisco, salón de la vieja Corte, con un eco de saludos,
de reverencias y adioses.
El cabrón de turno paseaba orgulloso su presa entre los viejos amantes de la
dama, y casi se daba por supuesto que todo habían sido locuras de juventud: el
tiempo se lo habían llevado los tranvías amarillos y retirados, a las Cocheras, y
Cocheras era hoy un sitio donde se fusilaban poetas y se guardaban ugetistas.
Lupe Morenas, como una parisina apócrifa, como una cortesana de escotes
rubios, iba en un remolino de hombres, que es lo que le gustaba, con su sombrero de
velito, su perfil fino y sexual y sus piernas delgadas y expresivas que gustaban mucho
a Paulo. Pepe, el falangista Pepe, ya con encurtidura de capitán, se acercó al solitario
Paulo: «Está bien la marquesona suiza, pero el cabrón que lleva es republicano, le
tengo que dar café, y a ella se la despacha con dos revolcones, Paulo. Son los tuyos,
¿no? Los liberales, los ilustres, los cabrones y las putas de lujo, eso que defiendes
frente a la revolución. Pues se van a enterar».
Los caballeros e ilustres doctores de las reales chancillerías iban por la mañana a
sus funciones notariales de pluma de ave, la pluma de Cervantes, vecino y
contemporáneo de todos ellos, la misma pluma (quizá de gallina) con que escribiera
el Quijote, etc.

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Don Platón López Sentís es caballero ilustrado, hombre dado a visones (abrigo con
cuello de garra), escritor comunista y liberal cianótico que de raro en raro publica
artículos muy bien redactados en el periódico de Cossío. Don Platón López Sentís es
sarasate o bujalance. Don Platón López Sentís tiene cultura, familia, maneras, pero
vive solo y misterioso, esperando que los falangistas lo encuentren y le peguen cuatro
tiros, metiéndole el fusil por el culo, que es lo que le corresponde. Si por lo menos
fueran guapos esos jóvenes asesinos, se dice don Platón.
Don Platón López Sentís se queda algunas mañanas escribiendo en casa, y otras,
si el calor o el frío no arrecian o arrechan, se arregla de traje, abrigo con cuello de
garra, ya se ha dicho, hongo café y botines altos por realzar su natural estatura. Lleva
el rostro rojo, o congestivo en blanco, contra la brisa fresca de mayo/junio, y camina
despacio, mirando mucho, de reojito, a los niños que juegan en las plazuelas. Don
Platón se da un paseo lento atravesando la ciudad, desde su barrio silente y plateresco
(que es el de Paulo), hasta el Casino, donde tiene tertulia con don Paco Cossío y otros
ingenios. Don Platón pisa con pies planos y minuciosos las rugosidades de la calle,
los pasos de peatones, las esquinas peligrosas de la ciudad. En el Casino se le hacen
honores de gran señor arruinado y de escritor en el periódico, por parte de los
sumilleres, pues que el pueblo vive en España la superstición de la letra impresa
mucho más de lo que se dice. En Francia, un escritor es un obispo. En España es un
canónigo, aunque no se le lea.
—Mira, Platón, me parece que los rojos tenéis perdida la guerra —le dice Cossío
con los whiskies frente a frente.
—Lo sé antes que tú, Paco, pero no lo difundas ni publiques antes de tiempo,
haznos ese favor.
—Tú, antes que un rojo eres un liberal como yo, Platón. A ti que te dejen vivir y
fornicar, como a mí, Platón. Dicen que somos unos cínicos, Platón, pero el cinismo
fue la gran escuela de la filosofía griega.
—Y cínico viene de can.
—Tú serías capaz de fornicarte a un niño en la calle, como los canes, Platón.
—Por favor, Paco, que éste no es sitio…
—Mira, Platón, tú tiras más a anarquista que a comunista. Yo tiro más a
anarquista que a liberal. El anarquismo con whisky y un poco de hielo es lo que
mejor le va a un señor. El anarquismo de derechas nos une y siempre tendrás un
hueco en mi periódico, si los nacionales no te fusilan antes.
—¿Crees que corro peligro, Paco?
—Tendrías que venirte a la Casona y yo allí te escondería.
—No voy a huir como un conejo. Que me busquen en casa, si se atreven.
Don Platón López Sentís era bravito, como muchos bujalances.
—Tú te lo pierdes, Platón, si te quieres hacer el mártir. A mí me mataron un hijo y
sé ya lo que es la guerra.
—Y qué hermoso tu libro, Paco.

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—Hermoso, sí, pero a un precio muy caro. Un libro no vale un hijo.
El amigo íntimo de don Platón López Sentís era don Fermín Gómez, catedrático
de Literatura en un instituto local, casado y sin hijos, también algo manflorita, que
fuera compañero de Machado en la pedagogía y el verso. Don Fermín Gómez, de
origen canario, hace una poesía machadiana de cierto respeto, fuma colillas de puro y
se pasea con su señora, hecha de cordajes humanos y collares, por la calle de
Santiago, a mediodía, que a veces se le pega algún alumno sobón a preguntar cosas y
don Fermín acaba pasándole una mano por el pelo o cogiéndole del cuello, como un
camarada:
—Ven, hijo, que te invitamos a un vermú en el Suizo.
—Que el vermú se me sube, don Fermín.
—Adorable juventud, tan virginal. El vermú se le sube.
Cuando hay una noticia fuerte en el mundo, en la Historia de España, en la guerra
civil, el periódico de Cossío suelta la bocina y el personal acude a leer el pizarrón.
Así, con la caída de Primo de Rivera, la llegada de la República o las victorias de
Franco. El Suizo es un café efectivamente suizo, de ahí los bollos suizos, que se
extiende por toda Europa. Quizá este cafetero suizo tenga algo que ver con el que
funda el Ritz de París, y luego los de toda Europa, asimismo. Los suizos parece que
se dan buena maña para alimentar al resto de los europeos con gusto y elegancia, con
abundancia y maneras. En el café Suizo, don Fermín le echa una partida de ajedrez a
su alumno, mientras le pega las rodillas a las rodillas desnudas, por debajo de la
mesa, y la señora de don Fermín se aburre leyendo y releyendo el periódico de
Cossío, hasta que a mediodía llega la prensa de Madrid.
A don Fermín y don Platón los pillaron juntos, en el piso de este último, por
Cardenal Cisneros o así, con unos pilletes o arrapiezos colectados con engaños en la
Farola, la Alcoholera y los barrios de la Esgueva. Pepe, capitán moral de la Falange
provincial o provinciana, liberó a los arrapiezos en peligro, olvidando que él había
matado al Isidorín, porque los ganadores tienen mala memoria, y que había cortado
morbosamente el frenillo de unas cuantas pichas púberes, en Tablares, años atrás. A
don Platón y don Fermín se los llevaron a las tapias del cementerio (Tablares estaba
hasta arriba) y les pegaron cuatro tiros por maricones y por rojos, sin ni siquiera tener
el detalle literario de meterles el fusil por el culo, como había previsto don Francisco
de Cossío.

Cossío tuvo el brío de publicar las esquelas de ambos (que nadie encargó) por su
cuenta y a media página, sin mayores explicaciones, «escritor» el uno, «poeta y
catedrático» el otro, «maestro de juventudes». En la tertulia del Casino se lo
reprochaban:
—¿Y esos rojos que publica usted hoy a toda página?
—Hombres inteligentes y cultivados. Ustedes los habrán visto aquí, por mi

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tertulia.
—Sí, claro, pero…
—No me opongo a que la Falange haga justicia, pero yo también hago la mía, que
es una justicia poética.
—¿Don Platón qué era en sustancia?
—En sustancia nadie somos nada, amigo. Lea usted el Eclesiastés.
—¿Y don Fermín?
—Don Fermín hubiera sido Antonio Machado de no existir anteriormente
Antonio Machado. Ya es bastante.
—Un poco homosexuales los dos, ¿no?
—No lo sé, pero eso tampoco justifica un fusilamiento en el cementerio.
—¿Va usted a defender…?
—Yo no defiendo nada, señores. Sólo hago periodismo lo mejor que puedo.
Apuró su whisky, dejando una generosa moneda de licor en el fondo del vaso, y
se fue, calle de la Victoria arriba, a cerrar el turno en su amado periódico. Su melena
y su pipa ponían alegría en la mañana alegre.

Paulo y la Consti fueron en el autobús de la cárcel, como tantas mañanas, a visitar a


sus presos. Les llevaban viandas, como siempre, tabaco y tortas de Alcázar, que son
de azúcar cande.
—En el cuartel de enfrente.
—¿Les han trasladado de…?
—En el cuartel de enfrente.
Paulo comprendió antes que ella. Cruzaron la calle o carretera, que era un hatajo
de sol en la mañana de junio, y, en el cuartel de enfrente, como dijera el soldado, los
condujeron sin palabras a un galpón, cruzando los patios interiores, con cañones
dormidos, silenciosos, herrumbrados e inesperados. En el galpón había cuerpos
adunados, pero los cadáveres del señor Miguel y el señor Isidoro estaban aparte, uno
junto al otro, como dos compadres durmiendo la siesta.
—Fueron fusilados al amanecer.
—¿Por qué? Sólo estaban aquí por…
—Fueron fusilados al amanecer.
La Consti, mujer evangélica, lloraba sobre los cuerpos fríos de aquellos rojos.
Paulo tuvo un ataque de histeria y luego se fue a avisar a Dacio Martín, Pontonero, el
picador/enterrador. En el coche fúnebre del Pontonero, con percherones negros, los
dos sindicalistas, los dos ferroviarios iban envueltos en mantas de viaje, mantas de
cárcel, mantas ásperas y duras.
Paulo ya se iba sabiendo el camino. «Cuántos muertos y muertas, cuántos amigos
en poco tiempo. La guerra no es más que un ir y venir del cementerio, y eso que aquí
estamos en paz.» Paulo llevaba a la Consti abrazada, escondida, y la cabeza de ella

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tenía una temperatura de fiebre joven contra el pecho de Paulo.
Lo del enterramiento había sido como siempre. Prefirieron no avisar a las viudas
hasta después. La mañana estaba alegre como nunca. El señor Miguel fue a parar
junto a su hijo Miguel San Julián, el amigo rubio y puritano de Paulo. El señor
Isidoro fue a parar junto al Isidorín, asesinado por Pepe en Tablares, compañero de
pupitre de Paulo y niño desnivelado al que le supuraban los oídos.
A Miguel lo habían asesinado en la huelga y al Isidorín en Tablares. A sus padres,
por orden militar, por causamiento político, por rojos. La mañana estaba animada de
enterramientos. Los cipreses tenían una grandeza romana, como si se alimentasen de
la muerte, de tantas muertes. A la vuelta, pararon a comer en el tabernón de siempre.
Bebieron el vino negro que pide la muerte y la Consti se hundía en aquel luto rojo
como la ahogada en el río de Heráclito. Paulo sabe que el vino la duerme, como a los
niños, y la deja beber. Dacio Martín, Pontonero, va de luto permanente y general por
todo, por el universo, de modo que no necesita decir nada. Paulo y él fuman negro a
los postres (la espiral naranja de la naranja pelada).

El bar Cantábrico es falangista, beligerante, bullicioso, matinal, cubista, mundano y


victorioso. Los cafés cantantes son lumpen, liminares, sucios, adunados, aceitunados,
llenos de gitanos rencorosos y bailaoras empolvadas. La Falange discrimina a los
gitanos como los judíos locales de España. Ridruejo dijo, a su paso por la ciudad, que
Hitler mata tanto gitanos como judíos. Hasta ahora, en la ciudad, sólo ha muerto un
falso gitano, un payo flamenco, el Mero, y más por maricona, bujalance, menorero,
travestón y sarasate que otra cosa. Pero los gitanos y los payos o quinquilleros que
van tras ellos, como los tratantes en mulas y los palmeros de izquierdas, se
atrincheran en los cafés cantantes de la plaza Mayor, emboscados de humo, mujeres y
naipe.
Jamás pisan el Cantábrico, el Suizo, el Royalty, los bares y cafés de los señoritos
bien y los falangistas. Hay como una hostilidad de cafés a través de la ciudad. Hay la
guerra de los cafés. Los tabernones flamencos de La Farola, La Rubia, la Azucarera y
la Alcoholera, incluso la tapia de los Moliner, son ya la avanzadilla de la antiespaña
en las procelas de la madrugada. Por allí aparece algunas noches Lupe Morenas,
encoñada con un guitarrista. Se fornica mucho en la tapia de los Moliner.
Por el día, Lupe Morenas es madrina de guerra y enfermera de la Cruz Roja. Les
hace gallardas a los soldados impedidos, más bien a la oficialidad. La guerra de los
cafés no ha llegado a mayores, pero algunas noches los jóvenes falangistas irrumpen
en el café del Norte, paran el espectáculo y hacen cantar a todo el mundo el Cara al
sol.
—Y esas guarras de folklóricas que no vuelvan a enseñar la braga.
Paulo, de lazarillo del ciego Mulero, el único amigo que le queda, y el menos
deseado, hace la ronda de la noche de los cafés, sin distinguir unos de otros, que él se

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ha puesto un antifaz de ceguera cobarde, como la ceguera natural de su amigo:
—Esto no tiene pinta de acabar, Paulo.
—Yo le echo un año todavía, Mulero.
—O dos.
—Tú siempre pesimista, poeta. Esta mañana he enterrado dos ugetistas.
—¿Dos ugetistas?
—El padre de mi novia y el padre de un compañero de colegio, el Isidorín.
—¿Sabes quién los ha matado? Sin duda, Pepe.
Y la mano del ciego tiembla en el brazo de Paulo con esa indefensión desnuda y
viscosa de los ciegos.
—No, Pepe no. Pepe sólo mata donde hay algo que llevarse o algo que lucir.
—¿El Ejército? Mola no permite que el Ejército…
—Olvidas que Mola también está muerto, poeta.
Y hay un largo silencio entre los dos. La noche de junio es ligera, caliente,
pacífica, solitaria y amena. Pasean hasta el alba. Se comunican en silencio su mala
conciencia. Ambos tienen mala conciencia. La primera brisa del día le trae a Paulo un
aliento de cementerio, de laurel fresco y muerto reciente. Volverá a reír la primavera.
—Volverá a reír la primavera, Mulero.
—No atormentes a este pobre ciego, Paulo.

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El doctor Morenas era un republicano liberal, azañista y moderado. El doctor
Morenas, ya se ha dicho, llevaba con dignidad, con altanería, tampoco demasiada, los
cuernos encandelabrados que le ponía su señora, doña Lupe Morenas, la belleza
oficial y la puta nominal de la ciudad.
Aquella noche de primavera, con los balcones abiertos a la calle principal, el
doctor Morenas estaba leyendo en un periódico de Madrid, clandestino, el último
discurso de don Manuel Azaña. Aquella noche, doña Lupe Morenas, su amantísima y
distinguida esposa, ponía discos en La Voz de su Amo y andaba en enaguas por la
casa, unas enaguas blancas que daban pureza, pecado y encanto a su cuerpo rubio.
Los falangistas entraron casi antes de llamar, con aquella manera que tenían de
hacerse milicianos de derechas, rudos y destrozones, cuando todos eran de buena
familia y muy jóvenes.
Al frente de ellos iba Pepe.
Hubo los ayes del servicio, una lámpara caída, y la calma del doctor Morenas, a
quien cogieron con el periódico republicano en las manos, mientras su esposa
escondía desnudeces por las cortinas. Pepe le arrancó el periódico al doctor:
—De modo que leyendo estas mierdas de los rojos.
—Necesito ser un hombre informado.
Había como una incoherencia de fusiles y botas contra el decorado burgués de la
casa. A la luz de las lámparas chinas, todo tenía algo de alta comedia.
—Usted, como todos los rojos, es un cabrón consentido y…
—No veo la relación, francamente.
—Cállese, coño, o le doy dos hostias.
Pepe estaba atezado de guerra, de noche, de muerte, de pólvora. Se iba borrando
en él el héroe rubio y adolescente de Tablares. El rizo fino de su boca tenía ahora una
punta de risa canalla. Doña Lupe desapareció y reapareció con un kimono rojo de un
orientalismo discutible.
—¿Dónde se van a llevar a mi marido?
—Nadie ha hablado todavía de llevárselo, señora.
—Perdón, como es lo que acostumbran…
Lupe estaba ahora retorcida sobre un sofá, más encendida que asustada. Pepe, con
una pistola en la mano, la miró un poco demasiado detenidamente. El doctor
Morenas, que estaba con pantalón ligero, de verano, y chaqueta de pijama, dijo:
—Bueno, supongo que debo ponerme una camisa y una chaqueta.
Daba por supuesto que lo iban a buscar para matarlo, pero parecía muy entero. El
doctor Morenas era un cabrón valiente, así como hay tantos chulos cobardes.
Pepe parecía desconcertado por la serenidad de aquella familia.
—¿Y los niños?
—No tenemos niños.
El doctor Morenas, cetrino, noble y cansado, entró a vestirse y un falangista se
fue con él, tocándole el culo con el fusil. Aunque para nada se había hablado de ello,

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todos daban por supuesto que aquel hombre estaba destinado a la cárcel o al paredón.
Era lo habitual, de modo que la gente se conducía ya como con arreglo a un guión,
representando muy bien la escena de su propia muerte.
—A usted lo recuerdo yo de los vermús del Cantábrico. Es usted un falangista
muy guapo.
—Gracias, señora. Yo también la he visto por allí. Pero no espere que con un
coqueteo de señora bien va a salvar a su marido.
Pepe se veía que era el más artesano de todos ellos, y por eso el jefe.
—¿Es que hay que salvar de algo a mi marido?
—No lo sé, señora. Yo cumplo órdenes.
—Eso es mentira. La Falange va por libre. Pero me lo puede contar todo. Soy una
mujer fuerte.
Y el kimono se le abría dejando asomar una fina rodilla de oro.
El doctor Morenas apareció vestido como para ir a dar clase. Besó a su mujer en
la frente:
—Cuando quieran, caballeros.
La pajarita del intelectual republicano era lo más conmovedor de la escena. Lupe
se quedó en la escalera hasta que el ascensor llegó abajo. Algunos falangistas bajaban
a saltos los escalones. Cuando Lupe cerró la puerta del piso tras de sí, grave, pero
segura, Pepe permanecía dentro. Había guardado la pistola y se servía un whisky. Por
los balcones abiertos entraba el moscardón en celo de la noche.
—Ustedes los falangistas es que dan un poco de miedo.
—A mí las mujeres tan hermosas también me dan miedo.
—¿Miedo? No soy más que una pobre viuda.
—¿Viuda? A su marido sólo le van a tomar una declaración.
—De esas declaraciones nunca se vuelve.
—Señora…
—Lupe. Llámeme Lupe.
—Doña Lupe…
La señora de Morenas descubre en Pepe a un hijo de artesanos, guapito y vulgar,
que ha encontrado en la Falange una manera de ser alguien. Pero este joven
envejecido por la guerra y el crimen tiene su encanto peligroso. Lupe Morenas es
monárquica y su marido es republicano azañista. La Falange les parece una
vulgaridad, una aberración de José Antonio, tan aristócrata, y un camino equivocado
de Onésimo y Girón, que están entre las mejores familias de la ciudad y se metieron
en política, en la guerra e incluso (Onésimo) en la trampa supitaña de la muerte.
—Me va a permitir que le sirva otro whisky con mucho hielo, que hace una noche
de julio. Este año el calor viene adelantado.
Doña Lupe Morenas va y viene por la casa, como haciendo los honores a un
invitado de especial distinción.
—En ausencia de mi marido, tengo que ser muy particular con usted —ironiza.

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—¿Particular? Yo sólo le pido disculpas por…
Lupe se ha sentado frente a él y ahora las dos rodillas de oro, finas y desnudas, lo
deslumbran en la noche, en la penumbra de la saleta, mientras la ciudad ronca en la
calle y la noche tiene momentos de luna operística.
—Comprendo que está usted cumpliendo con su obligación, Pepe.
—¿Cómo sabe que me llamo Pepe?
—Se lo he oído a sus compañeros. Además, la primera vez que le vi en los
vermús del Cantábrico, en seguida pregunté su nombre, porque me llamó usted la
atención.
(Se queda pensativa.)
—Pepe. Qué bonito y qué sencillo. Es popular y simpático. Pepe. Sólo la gente
muy auténtica se llama así, Pepe. ¿Me permites que te tutee, Pepe? Tú también
puedes hacerlo, claro.
Lupe es un blanco movible. Se sienta en el suelo, se tiende en las alfombras, se
pone junto a él, bebe mucho más que el falangista, luego se sienta encima de una
mesa, va y viene, la bata o kimono muestra sus piernas de amazona. Le está haciendo
comprender a Pepe, con el lenguaje de su mundo, que hay que ser audaz. Acaban en
la cama matrimonial, que huele a la pipa del doctor Morenas, fornicando con una
ansiedad suicida por parte de ella, con una seguridad macho por parte de él. El doctor
Morenas es fusilado a medianoche contra la tapia de los Moliner, donde tanto
follandeara su mujer cuando niña, cuando adolescente. La tapia de los Moliner, que
es un callejón en el campo, es la última afición falangista para matar gente con
silencio, decoro y valentía.

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Aquella noche, en el Casino, Paulo tuvo la idea de poner en práctica algo que venía
deliberando consigo mismo desde hacía tiempo: abordar a don Paco Cossío y pedirle
u ofrecerle colaboración en su periódico.
El maestro le invitó a un whisky:
—Le recuerdo a usted de verle por aquí por el bar, ¿no? Aparte de eso, me suena
mucho (y me suena bien) el apellido de su familia. Vaya usted a verme al periódico
mañana a mediodía. ¿Otro whisky?
Cossío había encontrado interlocutor y no estaba dispuesto a dejarlo escapar.
De Cossío, gran conversador, se decía: «Le cambias el interlocutor y no se entera». A
Paulo le dijo aquello que decía siempre:
—En este oficio, joven, hay que escribir dos artículos diarios: uno para vivir y
otro para beber.
Aparte su personalidad literaria y periodística, Cossío, pese al hijo falangista
muerto, mantenía una actitud reticente y antifranquista, en comparación con el
servilismo de los otros periódicos de la ciudad. Todo esto le gustaba a Paulo.
Charlaron hasta la madrugada. Es decir, charló el viejo maestro, el viejo tahúr de
las letras.
—Ha dejado usted la carrera, se ha evadido de la guerra, reúne todas las
condiciones para ser un gran periodista y hasta un escritor. Ningún gran escritor
terminó nunca la carrera, y, en cuanto a la guerra, Tolstói y Stendhal estuvieron en
ella por ver a Napoleón, que no le vieron. En la del catorce, Anatole France hizo el
ridículo alistándose como soldado, por hacerse perdonar sus artículos pacifistas.
Romain Rolland sí predicó mucho pacifismo, pero desde Suiza, donde se había
refugiado previamente.
—Usted, don Paco, lleva con bastante dignidad, en sus artículos, esta situación
tan difícil para los liberales.
—Yo ya pagué mi tributo en esta tragedia y soy libre de escribir lo que quiera.
Ahora me voy a cerrar el periódico y luego volveré aquí, a la ruleta, que es un vicio
frío que no le aconsejo. No deje de pasar mañana a verme en mi despacho. Adiós,
joven liberal.
E, indefectiblemente, el maestro le llamó Pablo a Paulo, con lo que se ahondaban
involuntariamente las distancias.

A mediodía del día siguiente, Paulo se presentó en el periódico con una carpeta de
poemas, prosas, recortes y folios, que era su cosecha literaria de varios años. Lo
anunció un ordenanza/mecánico, con mono azul y grasiento, y le dio conversación
una secretaria loritera, solterona, autoritaria, simpática a su manera y fea de todas las
maneras.
Paulo paseó un poco la sala de máquinas. Cossío aún no había llegado. Era
demasiado pronto o demasiado tarde. La ruleta, anoche, le debió dar algún disgusto,

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se dijo Paulo. Y estuvo mirando, respirando las grandes máquinas negras, como unos
toros de Guisando de la literatura, como un rebaño quieto, dormido, de bisontes
negros, rezumantes, nobles y difíciles, cuya misteriosa respiración le llegaba a Paulo
como un ensalmo de aceite y papel, de tinta y urgencia. Los bisontes del periodismo
dormían en la mañana su noche febril, sobresaltada y veloz. Paulo sintió que su
vocación era más verdad, más cotidianidad, ante aquellas máquinas que estaban allí
para fijar, perpetuar, difundir y consagrar el pensamiento y la prosa del hombre.
Los sueños adolescentes se hacían realidad industrial ante los ojos de Paulo. Al
fin y al cabo, el periódico es hijo de la revolución industrial burguesa, se dijo Paulo,
situando así su vocación en la Historia y su nombre en el tiempo. Haciéndose
verosímil ante sí mismo.
El despacho de Cossío era interior, con el sol rebotado de una pared de patio, los
papeles y los libros en glorioso desorden, unas caricaturas del propio Cossío y otros
redactores por las paredes, fotos, galeradas, recuerdos del gran viajero que era
Cossío, una colección de pipas, una «descuadernada» (la baraja, el juego, su pasión) y
un sombrero olvidado en una percha: Paulo jamás había visto al maestro con
sombrero.
Entre las capas geológicas del desorden podían distinguirse dos reinos, al menos:
el sedimento de vida y biografía que Cossío iba dejando en el despacho: cenizas,
fotos históricas, un ejemplar casual de Manolo, fotos del hijo, cuartillas a medio
escribir, esas cuartillas morenas de los periodistas, que fascinaron a Paulo como el
pan de salvado, la efigie de alguna mujer muy guapa, el affiche modernista del
estreno de una obra de Cossío en Madrid: La mujer de nadie, por Irene López
Heredia.
La otra capa del reino del desorden era lo urgente, lo inmediato, los periódicos,
galeradas, fotos calientes, notas y noticias locales, el material que se había ido
acumulando sobre la mesa mientras el director llegaba, toda aquella materia viva y
confusa con la que Cossío acabaría haciendo un periódico esbelto.
El maestro estuvo efusivo y urgente con Paulo. Apartó con ambas manos los
papeles y objetos de la mesa, encendió y apagó pipas, se cambió de chalina, dijo que
no a todas las llamadas telefónicas, sacó un whisky de algún sitio y descansó al fin en
su sillón, fumando y bebiendo, dominador de la ciudad y la actualidad, sin prisa ni
miedo de los generales y los gobernadores civiles. Cossío tenía las ojeras de la noche,
el pelo como dos alas mojadas y la risa fácil de su simpatía. Vio la carpeta de Paulo
con ojeo de experto: lo mismo deletreaba un poema que leía de través una larga
prosa.
—Bueno, bien, como yo me suponía, es usted un fino escritor. Pero siéntese, por
favor. Gerardo, el surrealismo, Guillén, los clásicos, mucho veneno francés, mucho
láudano baudeleriano, y una condición admirable para la calidad de página, para el
artículo.
—¿Entonces?

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—¿Qué quiere usted, una colaboración?
Paulo metió la cabeza entre los hombros.
—No, de ninguna manera. Usted es todo un valor local, un hallazgo. No voy a
dejar que se pierda con una colaboración mensual sobre la última necrológica literaria
de París. Le propongo una sección diaria, fija.
—¿Sobre qué?
—Sobre usted mismo, sobre lo que quiera. Es usted un joven liberal e instruido.
Sólo le falta el rigor, la urgencia y la mala leche del periodismo. Por eso quiero que
su crónica sea diaria, porque la crónica le irá haciendo a usted, más que usted a la
crónica.
—Pero la política…
—Yo le pido que escriba de lo que le dé la gana porque sé que acabará
escribiendo de política. Pero a su aire. Yo no doy consignas. El lunes puede empezar
con el primer artículo. Y piense un título para la sección. Irá en local o en la última,
ya veremos. Hable usted de dinero con ese loro hembra de ahí fuera. Me imagino que
ya le habrá mareado.
—Pero, don Paco…
—Ahora tengo mucha prisa, joven. Esto es una prueba. A ver si sabe usted
boxear.
Paulo salió a la calle, al mediodía limpísimo, pensando en el famoso título de
Larra: «Ya soy redactor». Y con un pequeño sueldo que le había fijado la secretaria
loritera. «Cuando se lo diga a la Consti…» Pero ¿entendería esto la Consti? Aquél era
un periódico de señoritos. Cuando tomó el tranvía que pasaba, se sorprendió
pensando en el título y el tema del primer artículo. El tranvía entraba en los barrios
bajos como un alegre escándalo amarillo y menestral, con tíos que se subían y
bajaban en marcha.

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Federico está más alto, más delgado, más enfermo, pero sobredorado de esa salud
exterior y morena que da la guerra. Federico ha vuelto del frente. Federico, de
falangista con medallas, de adolescente mítico, con un collarín o escayola al cuello,
ha vuelto del frente a convalecer de su cabeza partida, de su frágil cuerpo quebrado, y
tiene en sí todos los prestigios de D’Annunzio y Marinetti (sin haberlos leído),
Federico tiene el cuello partido, el esbelto cuello de pianista, y se pasea por la ciudad
con la cabeza erguida (siempre la llevó así), los ojos tristes y la sonrisa de hijo único.
En Federico vio Paulo, antes que nada, el síntoma de la victoria nacional. Un
ejército que da víctimas tan literarias, tan decorativas, es un ejército que ha ganado la
guerra.
Federico pasea por la calle de Santiago, toma vermús en el Cantábrico, ya no
frecuenta los cafés cantantes, se retira temprano (tiempos de La Farola, la Alcoholera,
la Azucarera, la tapia de los Moliner, la Rubia, los tabernones flamencos, el Mero), va
al Casino y los terratenientes, «los agrarios» de cuando la República, felicitan al
muchacho por su heroísmo y porque ha vuelto con vida.
Federico es la más estilizada imagen falangista de una victoria, de un ideal, de un
sueño, de una juventud suicida, la juventud robusta y engañada, como Paulo ha leído
en Quevedo.
Paulo siempre ha visto en Federico su contratipo, su contrafigura. Unos meses
antes, el regreso truncado y triunfal de Federico le hubiera llenado de incertidumbres,
de miedos. ¿Me estaré yo equivocando? Ahora, tras sus contactos con Cossío, con el
liberalismo más acendrado y meditado, todo lo de Federico le parece un punto teatral,
demasiado ilustrativo, demasiado impresionante, demasiado demasiado.
Paulo y Federico se dan el abrazo forzado, tenso de la escayola del uno y la
prevención del otro.
—¿No te animas a venirte al frente conmigo, Paulo?
—Por ahora me limito a admirar tu valor y tu sacrificio.
—Ni valor ni sacrificio. He cumplido con mi deber. Y voy a seguir cumpliendo,
que la guerra no ha terminado.
—¿Quieres decir que todavía tengo una oportunidad?
—Naturalmente. Tú estás mucho más dotado que yo.
—No soy más que un pobre tísico.
—Sabemos que moriremos de lo mismo, Paulo. Una bala de los rojos o una
hemoptisis.
—Federico.
—Qué.
—¿Qué piensas de esta guerra, ahora que has estado en ella?
—No hay nada que pensar, Paulo. Es la guerra más hermosa que podemos hacer
los españoles.
—Ellos también son españoles.
—A mí me parece que no.

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—A mí me parece que es una guerra de ricos contra pobres.
—Claro. Tú eres rico, Paulo. Pero yo soy pobre, sólo tengo la viudedad de mi
madre.
—Voy a casarme con la hija de un socialista fusilado.
—¿Me estás reprochando lo mío con Mariate?
Mariate, principesa casadera del gran comercio local, que siempre había sido
reticente (su familia) con los amores de Federico, ahora se luce con él en el paseo, en
el Cantábrico, en el naciente Automóvil Club, en el naciente Aero Club, en la Hípica,
en el Salón Rojo del Cantábrico.

Paulo y Federico siguen su conversación en el Salón Rojo del Cantábrico. El Salón


Rojo del Cantábrico ha nacido en la ciudad con el cosmopolitismo de la guerra. Sólo
se enciende en la noche, como un farol parisino, oriental, escandaloso y alegre, y a su
luz amanecen nocturnamente criaturas del entresueño, la melena roja de María Luisa,
la melena plata de María Eugenia, las cabezas militares de los cadetes, las cabezas
vendadas, dannunzianas, de los falangistas, la cabeza rubia y hermosa de Pepe, la
cabeza con frutos y pescados de la Morenas, viuda alegre, la cabeza venerable y golfa
de Cossío.
—Perdóname, Federico, pero pienso que esta guerra sólo ha servido para que tú
puedas casarte con Mariate y ascender de clase y de fortuna.
—Eso no es más que una insolencia muy tuya, Paulo, y te la perdono porque nos
queremos mucho y te conozco. Siempre serás un cínico y un cobarde, que viene a ser
lo mismo.
—Hay millones de Federicos, millones de Mariates en España que aman a un
chico de clase media, sin dinero. A ese chico, militar o falangista, la guerra le ha
convertido en héroe y el amor de la pareja ya es posible y glorioso.
—Eres escandalosamente literal, Paulo.
—Perdona, pero el mismo Franco nunca se hubiera logrado casar con doña
Carmen sin la guerra de África.
—No te consiento que hables así de Franco.
—Pero tu ídolo y tu mito era José Antonio.
—José Antonio ha muerto.
—¿Y lo sustituye ese tenientín sangriento?
—Yo no he ido a la guerra por el tenientín, sino por José Antonio.
—José Antonio es el nuevo mito del señoritismo español.
—Perdona, Paulo, pero tengo que llamar por teléfono a Mariate.
Mariate era pelirroja, lasciva, fina de torso y rotunda de caderas, casi yegua.
Enamorada lírica de Federico, con un corazón de papel, princesa del comercio local,
principesa de la vida, sexo brutal, prometida al fin del héroe. El Salón Rojo llega a
incendios de luz y conversación, de champán y patriotismo, en las noches previas y

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llameantes de la Victoria.

La voz de don Marcelo suena y atruena en las bóvedas de la vieja catedral herreriana.
«Porque aquí estamos casando a una pareja de la que nace ya el futuro de España, un
joven falangista que vuelve con la vida demediada por la guerra y una muchacha, una
virgen recatada, que en su novio, en su esposo, en su marido, en su compañero, no
sólo ama al hombre, sino también al héroe de España, al mártir de la guerra, al
personaje del Greco, al hacedor de una España nueva más pura y mejor, como tantos
mozos de su generación que se han entregado generosamente a la tarea hermosa y
peligrosa de salvar la Patria y luego rehacerla a la sombra de la Cruz, a la sombra de
nuestras catedrales, al sol de la Victoria, del Caudillo y de…»

La catedral es grandiosa como una tumba de gigantes, fría como las bodegas de Dios,
frustrada como una gran nave que se hunde, escorada, inmensa, descomunal y fea.
Paulo, entre el público, asiste a la boda de su amigo Federico con Mariate, la
principesa del comercio local. Federico es un arcángel falangista escayolado y
Mariate es una doncella cachonda, pelirroja y urgente. La peripecia guerrera de
Federico los ha igualado ante los ojos del mundo (el mundo es el Casino y el Salón
Rojo del Cantábrico).
Paulo tiene un pensamiento cínico que le reconcilia consigo mismo: las guerras se
hacen en el mundo para que los jóvenes enamoradizos y trepadores de clase media
puedan casarse con las principesas de la vieja aristocracia industrial. La Historia, en
el fondo, es una cosa compensada, nada desnivelada, bien traída.
La catedral suena como el interior del inmenso reloj que tiene en su torre. Los
latidos del reloj son como los latidos del Sagrado Corazón de Jesús que hay en lo
alto. Estamos, se dice Paulo, dentro de un gran reloj universal y católico, y en los
ejes, en las ruedas dentadas, en los corazoncitos tenues del reloj veo damas
graciosamente sentadas, que se acompasan al ritmo de la máquina como al ritmo de la
misa, y nadie oye las palabras de don Marcelo, sino sólo su voz, su tono, su trémolo,
que empezó siendo la conciencia de la ciudad y hoy ya no impresiona a nadie. Paulo
observa complacido y estimulado el ondulamiento de las grandes damas fucsia en la
maquinaria de la misa o la maquinaria del reloj, que vienen a ser la misma máquina.
No estamos dentro de una catedral, se dice Paulo, sino dentro del gran reloj de Dios
que no para.
Allá lejos, en el altar mayor, en una populosidad de obispos, Mariate y Federico,
ella blanca y él azul, se casan o se dejan casar, no son sino dos capitulares esbeltas y
jóvenes en el inmenso códice abierto de la teología.
En la catedral huele a los sobacos de Dios, al coño perfumado de las grandes
mujeres, al perfume parisino de la Morenas, a la bragueta de los obispos, a vino, a

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tumba, a muerto y al olor macho de los reales caballeros de las chancillerías, que
dejan un aura galante y cortés en todas partes.

—Paulo, la guerra está con nosotros.


—Pero no todos nosotros estamos con la guerra, Federico.
—Mi viaje de bodas va a ser una vuelta al frente.
—Muy emotivo, pero el sentimentalismo de las clases altas, de nuestra clase, no
ayuda nada a la vida de los otros.
—¿Los otros?
—Los pobres, los ferroviarios, los artesanos, los gremios, los sindicatos, los
trabajadores, los que viven por sus manos, Federico, los que viven por sus manos.
—No te entiendo, Paulo.
—Ni falta que hace. Nuestra amistad fue grande, hermosa. Éramos el uno el doble
del otro. Pero tú te has hecho un futuro y yo, sencillamente, no tengo futuro ni quiero
tenerlo.
—Me parece que la tuberculosis te ha llevado a la depresión.
—Y a ti a la locura.
—Ahora soy un esposo feliz.
—También yo con mi chalequera.
—¿Es chalequera?
—Qué más da, Federico. Es ferroviaria. Fui buen amigo de su hermano, un joven
ferroviario de la ugeté al que asesinaron los falangistas en una huelga de la estación.
—Los falangistas no asesinamos a nadie.
—Bueno, os metéis en lo que no os importa.
—En las huelgas de la estación tuvimos algunos muertos.
—Por jugar a héroes.
—Paulo.
—Qué.
—Te veo perdido, confuso. ¿Por qué no te vienes conmigo al frente?
—Sería gracioso que me matase un ugetista, cuando son los míos.
—En la guerra no hay míos ni tuyos.
—Gracias, Federico. En la guerra, todos los muertos son tuyos. Y yo es que no
ando de muertos, ¿sabes?

Paulo no deja de preguntarse, ante tanta grandeza, si no será él un insensato que va a


contrapelo de la Historia. Como las razones políticas no las tiene muy claras, prefiere
atenerse a sus razones sentimentales, estéticas, intuitivas, que nunca le engañan. Lo
suyo es escribir en el periódico liberal, vivir en la plaza Circular, amar mucho a
Constitución, tener hijos del pueblo y gustar ese sabor a tierra y sol crudo que tiene la

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vida.
Tras unos días de fiestas casi nacionales, casi militares, Federico, con su collarín
de escayola para el frágil cuello mancebo, se vuelve al frente. El entusiasmo local es
lo que los periódicos llaman «indescriptible».
Paulo se ha ido a vivir a casa del señor Miguel, desde que éste fuera fusilado. La
madre de la Consti, comprendiendo la situación, se ha ido a vivir con una hermana.
Constitución y Paulo disfrutan de aquella casa estrecha para ellos solos. Casa estrecha
y alta como un palomar, con una rendija de sol, como un pasillo que da al cielo.
Y ella le hacía huevos fritos de desayuno y le besaba en la boca con un
escandaloso sabor a dentífrico. La Consti no quería ser menos que doña Lupe
Morenas, la gran cortesana.

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Cossío le dijo a Paulo:
—Usted es el mejor amigo de Federico. Usted escribe muy bien. Nadie mejor que
usted para escribir la crónica de la boda, que ha sido una boda sonada.
Paulo aceptó el encargo incluso con ilusión, pero al ponerse a escribirlo descubrió
que aquello era una trampa, la primera trampa del periodismo. No era posible hacer la
crónica de la boda sin referirse al héroe falangista, a la presencia de los falangistas en
la catedral (que Paulo no había visto), a una juventud sacrificada y patriótica que
estaba dando su vida por España, difundiendo con su ejemplo y su «magisterio de
costumbres» la filosofía vital que debieran seguir todos los jóvenes españoles.
A Paulo le daba mucho asco todo aquello, sabía que Federico había hecho la
guerra por ganar méritos ante Mariate y su familia, como el propio Franco, y que los
falangistas eran una juventud antiespañola al servicio de los poderosos y la alta
burguesía. Se fue al Cantábrico y escribió una nota pálida, apolítica, llena de lirismos
hacia la novia y amistad personal hacia el novio. De aquella nota estaba ausente la
política, que es de lo que se trataba. A mediodía se acercó al periódico, cruzando el
centro de la ciudad, y le entregó la nota a Cossío, en su despacho.
Cossío se peinó la melena con sus manos pecosas («la vejez son las pecas en las
manos», había escrito), encendió una pipa, apagó otra, se cambió de pajarita, se
ajustó los huevos dentro del holgado pantalón (tirantes tirantes que le dejaban los
pantalones casi a la altura de las axilas), y dijo:
—Ya comprendo, joven, ya comprendo, pollo. Usted es un liberal como yo y no
ha sido capaz de escribir la glosa de un joven falangista que vuelve herido del frente,
quebrado, para casar con su novia ideal y casta, para prolongar, en fin, familiarmente,
la mejor historia de España.
—Mire usted, don Paco, usted sabe tan bien como yo que Federico, al que quiero
mucho, ha aprovechado la lesión de la guerra para casarse por fin con Mariate y
entrar en una familia que jamás le habría aceptado socialmente. La Falange no es ni
ha sido más que la gran oportunidad de las clases medias con ambiciones. Federico y
su madre no tenían otra cosa que la viudedad militar de ella.
—Eso es novela naturalista, mi querido pollo liberal. La crónica social de la boda
sabe usted cómo tenía que haberla escrito, con elementos actuales y toques de ahora
mismo. El periodismo es actualidad y la actualidad es hoy la guerra, la Falange, el
heroísmo, la juventud, la belleza de Mariate y la familia fundante de este matrimonio
joven y español.
—Don Paco, es usted un cínico.
—No, soy un gastrónomo especializado en las ancas de sapo, como otros en las
ancas de rana. En el periodismo hay que tragarse un sapo todos los días. Eso que me
trae usted es impublicable. Estamos en guerra. Pero déjelo. La crónica de la boda la
haré yo. Ya se irá usted acostumbrando a los sapos.
—Don Paco, puedo firmar con seudónimo, o sólo con las iniciales, o con iniciales
falsas, y hacerle a usted otra crónica.

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Don Paco se peinaba la melena con los dedos, se apretaba la pajarita, encendía la
pipa como si fuese una locomotora, le ponía un exceso de combustible, se ajustaba
los tirantes, se subía el pantalón hasta las axilas, le ponía más hielo al whisky que
tenía delante, o más whisky al hielo:
—Mire usted, joven, es usted el único entoñar del liberalismo verdadero y limpio
que tenemos en la ciudad. Y lo he descubierto yo por ventura para mí. No quiero que
se manche usted con una crónica de circunstancias. Déjelo. Eso lo escribiré yo.
Prefiero preservarle para mejores ocasiones, tiene usted toda la razón.
—Pero Federico esperaría mi crónica en el periódico, aunque hemos hablado
mucho y ya sabe que no pienso igual que él.
—Comprendo que mi vejez no vale nada frente a su juventud, pollo, pero ¿no
cree usted que a su amigo le gustará ver la firma de Cossío al pie de la gacetilla de su
boda?
Paulo cogió, como siempre, el tranvía que cruzaba a la puerta del periódico, uno
de los pocos tranvías que quedaban en la ciudad, y que enlazaba los barrios viejos,
históricos, las juderías y el gótico, con los barrios bajos de los ferroviarios, el
incipiente cinturón industrial de la ciudad, que entonces no se decía así, los nitratos
de Castilla, la Alcoholera, la Azucarera, la Ribera, la Rubia, la Flecha, la Farola, la
tapia de los Moliner, las Delicias, adonde él iba a reunirse con la Consti para comer.
El tranvía olía a pueblo pobre, alegre y silencioso, adunado, que vivían la naturalidad
de la guerra como si no fuera con ellos. Paulo se sentía inquieto y feliz en su nueva
vida de artesano. ¿Era esto una vocación o un esnobismo? En todo caso, había
aprendido a subirse y bajarse en marcha, como los hombres, que es lo que había que
ser.

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Paulo y Constitución, por la mañana, hacen el amor, después de haberlo hecho por la
noche. Luego, ella se va a la oficina (han desayunado juntos), una oficina donde
trabaja de taquimeca y sin jefe que la pretenda.
Paulo se queda en casa hojeando periódicos (ella se los ha subido temprano, con
la leche), y luego se baja hasta el centro, dando un largo paseo que le llena de
imágenes vivas, hasta el Cantábrico. Porque Paulo piensa que la crónica del cronista
tiene que estar llena de imágenes vivas y recientes, y que eso no es un adorno del
pensamiento, sino una manera brillante y directa de hacer llegar las ideas al lector,
porque el lector de periódicos prefiere una cosa a una idea, una imagen a un
silogismo.
Estas cosas no se las ha dicho Cossío, sino que Paulo las ha deducido leyendo al
maestro. A mediodía, con el artículo escrito, Paulo se pasa por el periódico y se lo
entrega a la secretaria solterona, climatérica, fea y loritera. Cossío no suele estar aún.
Paulo coge el tranvía amarillo y vuelve a casa para almorzar con la Consti. Duermen
una siesta erótica, en la que fornican entre sueño y sueño, de modo que nunca se sabe
si las fornicaciones han sido sueño o los sueños fornicación. Se lavan, se refrescan,
meriendan y salen a dar un paseo por el barrio, besándose en el puente de los suspiros
ferroviarios de las locomotoras, como cuando eran novios. ¿Es que no siguen siendo
novios?
Finalmente, si hay en el cine del barrio, sesión continua y programa doble, alguna
película que les guste, se meten allí con sus bocadillos de jamón, tortilla o mortadela,
según, y van cenando mientras ven las cintas. Cine mudo, apoteosis frígidas de la
Garbo, cine español impuesto por Franco, Morena Clara, documentales alemanes,
guerra en España, con Azaña comiendo a dos carrillos, y guerra que se anuncia en el
mundo, con un Hitler, tragicómico, excesivo de ademanes y corto de bigote.
Ven las películas cogidos de las manos, hasta que les sudan. El sudor es el punto y
aparte de toda pasión. Hay que refrescarse antes de volver a empezar. Y vuelven a
casa con la cabeza llena de conflictos de granjeros, problemas matrimoniales que no
entienden, porque ocurren en Nueva York, la sentimentalidad cansina de Chaplin y la
violencia de las del Oeste, que son un poco para niños, para niños más que nada, pero
es que al cine hay que ir para aniñarse un poco, que es la manera de ser feliz.
Paulo se pregunta si toda esta belleza, toda esta felicidad menestral y elegida, es
una cosa real o un producto de su imaginación esnob, de su lirismo de los pobres, tan
convencional como el lirismo rubeniano de los ricos. Lo único claro, en todo esto, es
que ama a Constitución y ella lo ama a él. Se acuestan y duermen muy abrazados, y la
plaza Circular, con su círculo mágico y municipal, rodea y protege su sueño y su
amor. Paulo se pasa de vez en cuando por las oficinas militares. La victoria de Franco
ya está clara y eso ha aflojado mucho la disciplina burocrática. Hay trenes sigilosos y
nocturnos, raudos y sutilísimos, como agujas de zurcir paisajes de la noche, luna y
molino, que atraviesan levemente el sueño de la pareja. Muere junio, la Consti tiene
sed y se levanta desnuda a tragarse un vaso de agua del Pisuerga, en la cocina.

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Volverá a reír la primavera. Ha pasado un año, otro año de guerra, y la primavera ríe
en el luto de las madres, en la bragueta de los muertos, en el alma asesina de los
gatos, en el latido de los pájaros, esos leves corazones emplumados, en las raíces de
las tumbas, en los sexos viajeros del agua, en las tapias fusiladas, en las pueblas
dormidas a la sombra del cementerio, en la judería de la ciudad, en el vino negro de
las putas y la memoria mudéjar de los mendigos, los tullidos, los torturados, los
viejos, los perseguidos y los pobres.
Volverá a reír la primavera y el cadáver de Federico pasa a hombros de sus
camaradas por el centro de la ciudad, con el sol en la frente y la sangre bordada en la
camisa azul, y hay un luto general en el aire y un color de tragedia en la mañana
nublada, cálida, primaveral y victoriosa. Se pasea a Federico como si fuera el último
muerto de la guerra, y quizá lo es. Va en andas humanas como un príncipe plateresco,
como Calixto, quizá como Melibea, va llevado por las aguas broncas de sus
camaradas, por el empuje blando y oleoso de la multitud, por el rezo negro de las
viejas y el grito silencioso de las muchachas, que levantan sus brazos desnudos
llenando de paganía la fiesta religiosa de la muerte.
Paulo lo ve todo desde la puerta del Cantábrico. No se siente desleal con el amigo
muerto por no entrar en la orgía del entierro. Habrá que hacer una crónica, la de
mañana, sobre este joven falangista que es para la ciudad como el final renacentista y
trágico de la guerra. Pero ¿cómo cantar al amigo sin cantar al falangista? Paulo ya
tiene la fórmula o el truco para eso: sustituir el artículo por un poema. En el poema es
más fácil no decir las cosas. O decir sólo las que importan (la juventud, la muerte, la
amistad, el tiempo), sin entrar en la confusa y sangrienta Historia. Pepe y el ciego
Mulero, el féretro como una urna griega.
En estos días de entusiasmo bélico renovado por la inminente victoria, Paulo
suele vestir guerrera militar y pantalón de paisano. Ésta es una guerra en la que cada
cual se inventa su uniforme. El cruce indumentario quizá explique bien, aunque nadie
se entere, la complejidad, la dubitación, el cruce de ánimo y de ánimos que se da en
el alma de Paulo.
Ahora el entierro pasa por delante de él, en un turbión humano, en un gran
silencio lleno de voces, en un gran rumor sobre el que flotan trágicas islas de silencio.
Hay una parada, como en las procesiones, y rompe un Cara al sol unánime,
inesperado, inminente, emocionante y violento, cuando un palmeral de brazos
alzados, de manos extendidas parece enrejar el perfil en alto del cadáver como tras la
verja humana de un altar.
Paulo no canta ni levanta el brazo. Se limita a cuadrarse militarmente como el
soldado que es. Federico, en la distancia, entre nieblas luminosas de multitud, le sigue
pareciendo una doncella, una Melibea suicida y blanca. Se da cuenta, de pronto, de
que está pensando en él como en una virgen yacente, de que lo está pensando como
una santa o una heroína de amor. Aquella cosa tan macho de la Falange le parece a
Paulo que feminiza a sus héroes.

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No acaba de gustarle el culto del hombre por el hombre. El himno falangista llena
el cielo como un tornado de ángeles, pone un peligro incierto y extenso en la ciudad
color de siglos, actualiza la muerte con obstinación juvenil y sangrienta. Paulo se
vuelve dentro del bar, se sienta a su mesa y escribe en una cuartilla en blanco:
«Volverá a reír la primavera».

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La luna pasa sobre Tablares como sobre unos enterramientos primitivos. Los grandes
cementerios bajo la luna, algo así. Algo que tardaría en ver aquel católico lentorro
que fue Bernanos. Las familias se han ido llevando sus muertos de Tablares. Hay una
dispersión de cadáveres que no son de nadie, un olor a cadaverina, una trasminación
de los viejos olores de antaño, para Paulo: la hierba, el cardo, la flor hospiciana, las
margaritas, la floración sencilla del Tablares de su infancia, bajo la sangre y el
silencio histórico del lugar.
Sobre San Pablo hay una luna neomudéjar que derrama en cascada la vieja
fachada populosa. Paulo recuerda que se ha llevado de aquí, de Tablares, con ayuda
de Dacio Martín, Pontonero, unos cuantos cadáveres, unos cuantos muertos queridos,
y, el más querido de todos, la puta Rosa Luguillano, la Luguillana, que, ya máscara
de la represión falangista, la metió en los toros, la paseó por la ciudad como
provocación personal, sin caer en que lo que se estaba jugando era la vida de ella, no
la suya. Paulo nunca penará bastante la muerte de la puta amada, morena, decidora,
palabrita, sabia y niña en el amor, mujer y madre en la amistad.
Su pelo de un negro violento, su piel de seda y pecado, sus pechos grandes y
dóciles, sus muslos largos y navegables, su culo breve de chaperillo hembra,
gracioso, sus pies extensos y solemnes, como de escultura clásica.
Por la mañana ha sido el entierro de Federico. Paulo recuerda el perfil rubio y
macho de Pepe, el perfil embozado y flojo de Mulero, el poeta ciego, como tallados
en la urna cineraria de la doncella falangista muerta. Paulo, cuando el Cara al sol
estalló en el cielo, comprendió por primera vez que una fuerza salvaje, primeriza y
armada había tomado España para siempre.
Comprendió que el Cara al sol no era sólo un bello himno, sino un canto de
guerra que iba a durar muchos años sobre la España tibetanizada de Ortega. Hay,
entre las tinieblas, como astros caídos, hogueras que Pepe ha encendido aquí y allá.
Por la mañana, después del entierro, Pepe se acercó a Paulo, en el Cantábrico, y lo
citó para la noche en Tablares, el espacio sagrado de su infancia, tan profanado por la
Falange, el lugar de encuentro, la constelación de astros, la conjunción, la galaxia, el
refugio de toda una vida, con cabras dulces y borrachos dormidos. Tablares era el
vértigo y el clan, la aventura y la soledad, una ciudad tolteca y salvaje dentro de la
pequeña y culta ciudad acuñada como una moneda en la ceca de los siglos.
Pepe está en cuclillas frente a una hoguera, como en las películas, y el fuego hace
más rojo lo rubio de su perfil y su pelo.
—Gracias, Pepe, por haber encendido todos esos fuegos. Aquí ya se tropieza uno
con muertos por todas partes.
—Menos los que tú te has llevado al cementerio, Paulo.
—¿Me prohíbes que entierre a mis muertos?
—No te prohíbo nada. Anda, siéntate y hablamos.
Paulo se sienta en cuclillas, sobre sus talones, frente al viejo amigo/enemigo.
—Dame de tu tabaco negro, Paulo. Siempre me gustó compartir tu tabaco negro,

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pero antes no me atrevía a pedírtelo.
Se reparten el tabaco negro de Paulo, tan sabroso, tan antiguo, y fuman en
silencio, tras haber liado sus cigarros. Hay como una amistad previa de petacas y
papel de fumar.
—Paulo.
—Qué.
—Te he citado esta mañana, después del entierro de Federico, para que
hablásemos de amigo a amigo, aquí en Tablares, como en los buenos tiempos, cuando
salíamos del colegio. O nos fumábamos el colegio para venir aquí —termina Pepe,
riendo.
Paulo mira en torno los bultos de muerte.
—Como entonces no va a poder ser, Pepe. Entonces, lo más que teníamos era una
cabra muerta o un gato canteado.
—Paulo, entiéndeme. Esta guerra la ha ganado la Falange.
—Esta guerra la ha ganado Franco.
—¿Quieres decir que no hemos pintado nada? Franco es falangista.
—Franco no es falangista y vosotros sólo habéis sido el folklore fascista del
franquismo.
La luz de la hoguera pulimenta la culata de la pistola de Pepe.
—¿No te ha emocionado esta mañana, Paulo, el entierro de tu gran amigo
Federico?
—Me ha emocionado que Federico muera como uno de los hombres ricos de la
ciudad, por su boda con Mariate, y que tú seas, hijo de un encurtidor, el amante
oficial de doña Lupe Morenas.
—Te puedo pegar un tiro.
—Supongo que me has citado para eso. Aquí no se iba a enterar nadie.
—No. Te he citado para que volvamos a ser los que éramos.
—Eso es lirismo falso, además de imposible.
—¿Imposible? No te pido que entres en Falange. Sigue de militar. Sigue con tus
babosos artículos liberales en el periódico, pero sigue también con mi amistad.
—Rosa Luguillano, el picador, el banderillero, el otro, el doctor Morenas, que
moría mientras tú fornicabas con su mujer, sí, moría fusilado contra la tapia de los
Moliner… Has matado demasiada gente, Pepe.
—Ahora mandamos en España, imbécil.
—Esta mañana, oyendo el Cara al sol de Federico, he comprendido que hemos
caído de nuevo en manos de la barbarie, que España vuelve a ser de unos viejos
usurarios y de unos jóvenes asesinos, la juventud robusta y engañada, que dijo
Quevedo. Por primera vez me ha dado miedo el Cara al sol, porque ahora va en serio
y porque puede durar toda mi vida.
—Dame tabaco. ¿Qué vas a hacer, entonces?
—Nada. Soportar vuestra victoria. Escribir en el periódico mientras me deje

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Cossío…
—A Cossío habrá que depurarle.
—¿Le vais a rapar al cero, como a Jorge Guillén?
—Eran otros tiempos. ¿Y tus amores?
—Vivo con una chica de la que estoy enamorado. Ya sabes, la Consti. A su
hermano lo mataron en la huelga de la estación. A su padre lo fusilaron no hace
mucho en un cuartel.
—Comunistas todos.
—Ugetistas.
—Es lo mismo.
—No es lo mismo.
—José Antonio habló del «magisterio de costumbres». Tú y tu familia sois todo
un magisterio de costumbres.
—Ah.
—¿Por qué no te casas con la que te corresponde, cualquier chica guapa de lo
mejor de la ciudad?
—Creía yo que los falangistas habíais venido a hacer la revolución. Al menos por
lo que dice el Libertad.
—Bueno, sí, la revolución nacionalsindicalista. Pero eso no es contrario a que tú
te cases como es debido.
—Lo debido es que yo me case con la Consti. Y ni siquiera es necesario que nos
casemos porque sus muertos y los míos nos bendicen.
—Cuánta literatura para pobres.
—Tú eras pobre antes de meterte en esto. Un día quisiste hacernos la fimosis a
todos los chicos que veníamos a Tablares, como Hitler. Pero ya te dije que en mi
picha mando yo.
—Hitler va a provocar y ganar la guerra grande.
—Eso me temo.
—¿No te parece lo racionalmente histórico estar de su lado?
—Lo racionalmente histórico es que me dejéis en paz con mis versos, mi
periodismo, mi Consti y mis ideas.
—El señorito que se hizo ugetista.
—Eso. Sindicalista. Marxista. Obrero. Como quieras.
—Todo eso en ti es literatura.
—Como en ti la revolución nacionalsindicalista, de la que sé yo más que tú,
porque me lo he leído, y es una mierda.
—Paulo.
—Qué.
—No vas a vivir en paz en la plaza Circular, ni en el periódico.
—Eso me temo.
—En mí siempre tendrás un valedor.

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—Gracias.
—¿No quieres que firmemos un pacto en este lugar sagrado de nuestra infancia,
rodeados por toda la Historia de España, entre San Pablo y capitanía, entre San
Gregorio y la casa natal de Felipe II?
—¿Un pacto?
—Aquí, a Tablares, veníamos a jugar cuando ni tú ni yo sabíamos que más de
quinientos siglos de Historia nos rodeaban. Eso no se puede borrar, Paulo.
—Lo habéis borrado vosotros, Pepe.
—Somos la continuación de España.
—¿No erais la revolución, la iconoclastia?
—No me compliques, Paulo, y dame un abrazo, tú eres más intelectual que yo.
—Un abrazo, sí, pero un abrazo de despedida.
Puestos en pie, con la pequeña hoguera quemándoles los huevos, se abrazan un
poco fríamente y se besan en las mejillas, dejándose sellos de tabaco negro. Ambos
comprenden que la infancia blanca es irrecuperable.
—Adiós, Pepe.
—Adiós, Paulo.
—Hasta que me mandes fusilar, Pepe.
—No seas cruel, Paulo.
La luna se derrama en cascada sobre el gótico/plateresco de San Pablo, un gótico
bajo que participa ya del neomudéjar, tan español. Paulo se aleja de Tablares, muertos
sin sepultura, isla de oro de la infancia, cementerio de la guerra sin otra losa que la
luna. Pepe está en pie, iluminado, rojo y rubio de la hoguera que le da desde abajo.
Paulo se vuelve, mueve la mano, alza un brazo en despedida, repite:
—Hasta que me mandes fusilar, Pepe. Un abrazo.

La Dacha, estío de 1995.

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FRANCISCO UMBRAL (Madrid, 1932 - Boadilla del Monte, 2007).
Fruto de la relación entre Alejandro Urrutia, un abogado cordobés padre del poeta
Leopoldo de Luis, y su secretaria, Ana María Pérez Martínez, nació en Madrid, en el
hospital benéfico de la Maternidad, entonces situado en la calle Mesón de Paredes, en
el barrio de Lavapiés, el 11 de mayo de 1932, esto último acreditado por la profesora
Anna Caballé Masforroll en su biografía Francisco Umbral. El frío de una vida. Su
madre residía en Valladolid, pero se desplazó hasta Madrid para dar a luz con el fin
de evitar las habladurías, ya que era madre soltera. El despego y distanciamiento de
su madre respecto a él habría de marcar su dolorida sensibilidad. Pasó sus primeros
cinco años en la localidad de Laguna de Duero y fue muy tardíamente escolarizado,
según se dice por su mala salud, cuando ya contaba diez años; no terminó la
educación general porque ello exigía presentar su partida de nacimiento y desvelar su
origen. El niño era sin embargo un lector compulsivo y autodidacta de todo tipo de
literatura, y empezó a trabajar a los catorce años como botones en un banco.
En Valladolid comenzó a escribir en la revista Cisne, del S. E. U., y asistió a lecturas
de poemas y conferencias. Emprendió su carrera periodística en 1958 en El Norte de
Castilla promocionado por Miguel Delibes, quien se dio cuenta de su talento para la
escritura. Más tarde se traslada a León para trabajar en la emisora La Voz de León y
en el diario Proa y colaborar en El Diario de León. Por entonces sus lecturas son
sobre todo poesía, en especial Juan Ramón Jiménez y poetas de la Generación del 27,
pero también Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna y Pablo Neruda.

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El 8 de septiembre de 1959 se casó con María España Suárez Garrido, posteriormente
fotógrafa de El País, y ambos tuvieron un hijo en 1968, Francisco Pérez Suárez
«Pincho», que falleció con tan sólo seis años de leucemia, hecho del que nació su
libro más lírico, dolido y personal: Mortal y rosa (1975). Eso inculcó en el autor un
característico talante altivo y desesperado, absolutamente entregado a la escritura,
que le suscitó no pocas polémicas y enemistades.
En 1961 marchó a Madrid como corresponsal del suplemento cultural y chico para
todo de El Norte de Castilla, y allí frecuentó la tertulia del Café Gijón, en la que
recibiría la amistad y protección de los escritores José García Nieto y, sobre todo, de
Camilo José Cela, gracias al cual publicaría sus primeros libros. Describiría esos años
en La noche que llegué al café Gijón. Se convertiría en pocos años, usando los
seudónimos Jacob Bernabéu y Francisco Umbral, en un cronista y columnista de
prestigio en revistas como La Estafeta Literaria, Mundo Hispánico (1970-1972), Ya,
El Norte de Castilla, Por Favor, Siesta, Mercado Común, Bazaar (1974-1976),
Interviú, La Vanguardia, etcétera, aunque sería principalmente por sus columnas en
los diarios El País (1976-1988), en Diario 16, en el que empezó a escribir en 1988, y
en El Mundo, en el que escribió desde 1989 la sección Los placeres y los días. En El
País fue uno de los cronistas que mejor supo describir el movimiento contracultural
conocido como movida madrileña. Alternó esta torrencial producción periodística
con una regular publicación de novelas, biografías, crónicas y autobiografías
testimoniales; en 1981 hizo una breve incursión en el verso con Crímenes y baladas.
En 1990 fue candidato, junto a José Luis Sampedro, al sillón F de la Real Academia
Española, apadrinado por Camilo José Cela, Miguel Delibes y José María de Areilza,
pero fue elegido Sampedro.
Ya periodista y escritor de éxito, colaboró con los periódicos y revistas más variadas
e influyentes en la vida española. Esta experiencia está reflejada en sus memorias
periodísticas Días felices en Argüelles (2005). Entre los diversos volúmenes en que
ha publicado parte de sus artículos pueden destacarse en especial Diario de un snob
(1973), Spleen de Madrid (1973), España cañí (1975), Iba yo a comprar el pan
(1976), Los políticos (1976), Crónicas postfranquistas (1976), Las Jais (1977),
Spleen de Madrid-2 (1982), España como invento (1984), La belleza convulsa
(1985), Memorias de un hijo del siglo (1986), Mis placeres y mis días (1994).
En el año 2003, sufrió una grave neumonía que hizo temer por su vida. Murió de un
fallo cardiorrespiratorio el 28 de agosto de 2007 en el hospital de Montepríncipe, en
la localidad de Boadilla del Monte (Madrid), a los 75 años de edad.

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