El perro y los mosquitos
Érase una vez un callejón en el que vivían muchos perros y gatos, pues habían formado una
comunidad allí para apoyarse todos mutuamente.
Todos los días, tanto los perros como los gatos salían en busca de comida, y durante la noche
volvían al callejón. Y cuando algún perro o algún gato no encontraba comida, los demás
compartían la suya para que no pasara hambre.
Así la vida transcurría felizmente, hasta que un día llegó al callejón un perro que era más grande
que los demás. También era mucho más gruñón, y con un aire tan feroz que casi parecía un lobo.
Apenas llegó, dijo:
—A partir de hoy, todos ustedes deberán traerme comida. Si no lo hacen se van a enterar—y tras
de decir esto, soltó unos fuertes ladridos; tan fuertes, que habrían podido asustar a cualquiera.
La primera noche, todos hicieron lo que dijo el perro grandullón. Pero, al darle a aquel perro la
comida, todos los demás habitantes del callejón terminaron con muchísima hambre.
Entonces, cuando el gran perro se quedó dormido, todos los perros y los gatos del callejón se
reunieron para saber qué debían hacer para acabar con aquella situación.
—No podemos permitir que ese grandullón nos quite nuestra comida —dijo uno de los perros—,
debemos hacer algo al respecto… ¡Ya sé! ¡Mañana me enfrentaré a él!
Todos los demás animales estuvieron de acuerdo y le dieron ánimos al perro para que se
enfrentara al perro maleducado y grandullón.
A la mañana siguiente el perro gruñón les dijo:
—Espero que hoy me traigan más comida, porque ayer me quedé con hambre. ¡Y espero que sea
comida deliciosa, porque la de ayer sabía a basura!
—No deberías hablarnos así —dijo el perro que quería enfrentarse a él, armándose de valor.
El perro grandullón entonces se acercó a él, dejando salir un rugido tan fuerte que sonó en toda la
ciudad. Los edificios temblaron y las hojas de los árboles se cayeron.
Y así, todo el valor del perro valiente se esfumó, y todos los habitantes del callejón terminaron
dando su comida de nuevo al recién llegado.
Ya resignados y con la misión fallida, los perros y los gatos del callejón pensaron que nada se
podría hacer contra aquel villano, porque siempre ladraría más que ellos y sería más fuerte, y se
hicieron a la idea de que deberían conseguir más comida cada día para darle al nuevo perro
gruñón y para poder comer ellos.        A la siguiente noche, el perro gruñón parecía tener más
hambre que nunca, y fue quitándoles a todos los perros y gatos todo lo que tenían, sin necesidad
de esperar. Y cuando parecía que se iba a salir de nuevo con la suya… empezó a chillar:
—¡Ay! ¡Ay! —Gritaba el perro maleducado.
—¿Qué sucede? —Se preguntaban todos los demás, observando la escena.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Que me están picando!
Pero, ¿qué le picaba? ¡Pues se trataba de los mosquitos! Y es que esos minúsculos seres habían
presenciado todo lo ocurrido desde la llegada del nuevo perro, y no dudaron en ayudar a los
demás animales del callejón, que siempre eran tan buenos con todo el que pisara el callejón,
incluso con ellos.
Entonces, los mosquitos picaron tanto al perro gruñón que él terminó por irse corriendo hacia otro
lado, y nunca más volvió por aquel callejón por miedo a que los mosquitos le picaran de nuevo.
Y de esta forma, los perros y los gatos del callejón pudieron volver a vivir en paz y aprendiendo
una valiosa lección: incluso los obstáculos más grandes y difíciles pueden ser superados, sin que
importe la fuerza ni el tamaño que tengamos.
                                          La serpiente Zoe
Zoe era una pequeña serpiente que vivía en un bonito bosque con un montón de animales
diferentes.
La casita de Zoe era un viejo tronco seco del pantano, en el que Zoe vivía con su mamá y cuatro de
sus hermanas más pequeñas.
Cada mañana, muy temprano, Zoe acudía a la escuela con todos los demás animalitos del bosque.
A Zoe le gustaba mucho ir a la escuela todos los días, a pesar de no tener muchos amiguitos,
porque Zoe disfrutaba mucho aprendiendo cosas nuevas con la señorita Smith.
Un buen día, durante la clase de ciencias naturales, la señorita Smith ordenó a todos que formaran
equipos para trabajar en un proyecto especial. Todos los animalitos dejaron sus asientos y
recorrieron el salón de clases en busca de otros con quien formar sus equipos de trabajo. Los
conejitos fueron con los conejitos, las ranitas con las ranitas y los pequeños castores se
encontraron con los de su misma especie también.
Tristemente, y después de unos largos minutos buscando, Zoe no pudo encontrar a nadie para su
equipo. Zoe intentó integrarse con las ranitas primero, pero estas la detuvieron diciendo: “No, ya
tenemos el equipo completo.” Las ranitas no querían a Zoe en su equipo porque Zoe no podía
brincar de árbol en árbol como ellas, así que no podría ayudarlas con su proyecto.
Entonces, sin darse aún por vencida, Zoe se acercó a los pequeños castores, quienes también
rechazaron a Zoe diciendo: “No, ya tenemos nuestro equipo completo”. Y es que los castores no
querían a Zoe porque no tenía brazos con los que construir.
En un último intento, Zoe se acercó a los conejitos que brincaban de un lado para otro riendo sin
parar. Esto hizo pensar a Zoe que también la rechazarían, pues los conejitos podían brincar y ella
no. Pero aun así decidió hablar con ellos:
-Hola- Siseó Zoe dirigiéndose a los conejitos.
Entonces, dos de ellos sonrieron, invitando a Zoe a su pequeño círculo con una bonita señal de
reverencia. Sin embargo, otro…
-¡No!- Dijo un tercer conejito deteniendo a Zoe. -Mamá dice que las serpientes no son buenas, así
que yo no te quiero en mi equipo, eres peligrosa.
Y aquellas palabras hicieron que Zoe se sintiese muy triste y que se diese finalmente por vencida
en su búsqueda de un equipo para la clase. Y así, sin saber qué más hacer, Zoe se fue a casa
pensando en hacer el proyecto sola, sin equipo alguno, y asumiendo que tal vez a la señorita Smith
no le importara. Pero, en su camino al pantano, Zoe escuchó un sonido que la hizo temblar, como
si alguien estuviera en peligro. Entonces Zoe se deslizó hacia el lugar de donde provenía el sonido
y vio a un pequeño conejito corriendo, intentando esconderse de un zorro que le perseguía.
Zoe pudo darse cuenta al instante de que aquel conejito era el mismo de su clase, el que la había
rechazado en su equipo por considerarla peligrosa, por lo que pensó en darse la vuelta enseguida.
Además, seguro que el conejito tendría más miedo si ella intervenía, y no quería tener más
problemas en clase. Pero mientras pensaba aquello, veía como el zorro se acercaba más y más
hacia el conejito, que ya apenas tenía hacia dónde ir. Y tras esto, y sin pensarlo mucho más, Zoe se
deslizó enrollando su cuerpo alrededor del pequeño conejito, protegiéndolo del zorro que,
sorprendido y algo asustado, rápidamente se alejó.
El pequeño conejito lloraba y lloraba entre el cuerpo escurridizo de Zoe, y al poco dijo:
-¿Por qué me ayudas?
-No lo sé- respondió Zoe honestamente. -Mamá siempre dice que si alguien está en peligro tienes
que ayudar, y eso es lo que he hecho.
-Pero fui grosero contigo en clase.
-No importa, yo solo quise ayudar. Mamá dice que no debemos juzgar a nadie por sus errores o
por lo que son.
Y tras aquellas palabras Zoe desenroscó su cuerpo y dejó ir al conejito.
-Lo siento mucho, porque yo sí que te juzgué sin conocerte de verdad. ¿Quieres ser parte de
nuestro equipo en el cole?
Y Zoe aceptó sus disculpas sonriendo y aceptando feliz. Al fin y al cabo, no se trata de ser iguales y
perfectos, sino de saber estar en armonía y convivir.
El gato Roger y su nuevo amigo
La casa del gato Roger era muy bonita, con grandes ventanales que iluminaban cada rincón al
amanecer. También tenía un maravilloso sofá azul para estirarse y dormir largas siestas, el
cual compartía con Nuri, la chica que vivía en su casa y lo mimaba. Era cierto que Roger era
un gato feliz: podía comer mucho, ser acariciado y dormir muchas horas al día, incluso tenía
su propio rincón para afilarse las uñas… hasta que llegaron los problemas. Un día por la
puerta, en forma de cachorro y junto a su dulce Nuri, llegó la que creía iba a ser la peor de sus
pesadillas: un perro.
Roger pensó que aquel cachorro sería un serio problema para su día a día, pero Nuri estaba
convencida de que su precioso gatito necesitaba un amigo. Es decir, que esta llegada no le
hizo nada de gracia al gato gruñón que, apenas percibió el olor del nuevo inquilino, comenzó a
bufar y a hacer ruidos sin parar.
—Roger, quiero presentarte a tu nuevo amigo, —dijo Nuri acercándole al pequeño cachorro
dorado— este es Pepe, espero que ambos os llevéis muy bien.
Ofendido, Roger giró su cabeza con indiferencia, ignorando completamente a la muchacha
hasta que Pepe comenzó a ladrarle emocionado y a mover la cola.
—Eso sí que no —pensó Roger gruñendo— aléjate de mí.
Pepe, que estaba muy emocionado, se acercó sin pensar a Roger y se llevó un gran susto
cuando el gato gruñón le mostró los dientes.
—Oh, vamos Roger —dijo Nuri muy molesta— no seas así con Pepe, tienes que aprender a
llevarte bien con el nuevo miembro de la familia.
Ignorando a su dueña, Roger se fue al sofá dispuesto a dormir unas horas para recuperar toda
la energía que acababa de gastar en aquel encuentro. Sin embargo, tan solo unos minutos
más tarde, unos ladridos le despertaron de su sueño profundo:
—No hay nada en la ventana, ¿por qué ladras? —dijo Roger muy molesto, antes de volverse
a dormir.
Más tarde, ese mismo día, el gato se encontró con la escena más terrible que había visto en
su vida: ¡Nuri estaba dándole cariños al cachorro Pepe en vez de dárselos a él! Y aquello
ofendió mucho a Roger que, enojado, se alejó dispuesto a afilar sus garras un rato. Cuando
terminó con esta placentera y relajante actividad, Roger volvió al sofá lentamente. Entonces
Pepe aprovechó el momento para mover su cola y acercarse emocionado al gato, que le
gruñó malhumorado nuevamente.
—¿Por qué no quieres ser mi amigo? —Preguntó Pepe con curiosidad.
—Estoy bien solo, gracias, no quiero a ningún cachorro molestándome—contestó Roger.
Pepe se fue muy triste y, a pesar de lo testarudo que era, el gato Roger se sintió un poco mal
observando a Pepe mientras volvía al sofá. Los siguientes días pasaron muy rápido mientras
todos en la casa se hacían a la compañía del nuevo miembro de la familia, que disfrutaba
mucho y no dejaba de mover su colita y de jugar con cualquier cosa de la casa.
Así, poco a poco, el gruñón de Roger comenzó a sentirse menos solitario durante las largas
horas que su dueña humana Nuri pasaba fuera de casa trabajando, por lo que fue mejorando
mucho su humor. Pero, tiempo después…
—Pepe, ¡atrápame si puedes! —gritaba Roger en primavera mientras corría de un lado a otro
viendo al cachorro esforzarse por alcanzarlo.
—Roger, eres el rey del pilla pilla —Dijo otra tarde Pepe mientras paraba un poco para
recuperar el aliento.
—Tú no eres tan malo tampoco, amigo —Contestó el gato Roger moviendo su elegante cola.
—Entonces, ¿somos amigos? —Preguntó el perro con los ojos llenos de esperanza.
—Sí, creo que somos amigos —dijo el gato Roger. — En ocasiones dos seres tan distintos
como nosotros pueden terminar siendo amigos sin darse cuenta, porque la amistad de verdad
lleva tiempo construirla.
Pepe, sin poder contenerse de la emoción, saltó sobre Roger y comenzó a lamerle la carita,
ganándose un gruñido muy grande, pues a pesar de haber cambiado su actitud, Roger seguía
siendo un auténtico cascarrabias. Eso sí, empezaba a disfrutar de lo lindo de las travesuras de
su nuevo amigo y, aunque a veces se peleen, pasan mucho tiempo juntos y siempre están
dispuestos a hacer las paces y jugar mientras su querida humana Nuri regresa a casa.
Y es que no hay nada que cure la soledad como la compañía de un buen amigo, y eso es lo
que le sucedió al gato Roger, como bien sabía Nuri que ocurriría.
                                    Las zanahorias de Boni
Boni era el conejito más pequeño de todos, pero tenía un pasatiempo muy diferente al de los
demás: recolectar patatas, ¡patatas de todo tipo! A Boni le gustaba comer patatas un montón,
incluso más que las mismas zanahorias o lechugas que a todos los demás conejos.
Pero a Boni también le gustaba compartir sus patatas con los demás, pues estaba convencido de
que eran las más ricas. Sin embargo, cuando los conejos le ofrecían de intercambio algunas
zanahorias, él decía que no le gustaban para sorpresa de todos. En cierta ocasión alguien le
preguntó por qué no le gustaban las zanahorias, y Boni solo supo decir que no le gustaban por el
color.
Tras ello le preguntaron si no le gustaban por el sabor, y él dijo que no sabía, porque nunca las
había probado. Entonces uno de sus amigos le dijo que no podía decir que no le gustaban si no las
había probado, y él solo contestó que no las quería probar, pues eran asquerosas. Al día siguiente,
una de las amigas de Boni horneó un pastel de zanahoria, y fingiendo que era de naranjas se lo dio
a probar al pequeño conejo. Pero Boni, que no era tonto, nada más olerlo supo que se trataba de
una trampa y se molestó muchísimo diciendo: “¡No, no y no!”.
En otra ocasión en la que hacía mucho calor, otro amigo preparó un refresco de zanahoria, y
diciendo que era naranja se lo ofreció a probar, y al descubrir la trampa el pequeño Boni dijo que
prefería estar sediento que beber algo hecho de zanahorias. Él prefería las patatas, que podía
comérselas como fuese y no se aburría de ellas… “¿Por qué no le ofrecían patatas?” preguntaba
para sí. Y así hasta que el invierno llegó y poco a poco se fueron terminando sus patatas. Los
demás conejos tenían reservas de zanahorias por kilos y todos se ofrecían entre sí, pero no podían
ofrecérselas a Boni porque siempre se negaba a probarlas.
Boni veía con tristeza cómo sus patatas se agotaban y cada vez tenía más hambre, así que no sabía
muy bien qué hacer. Tarde o temprano tendría que comer algo que no fuese sus deliciosas
patatas, o lo iba a pasar muy mal durante todo el invierno.
Un día se acercó al gran comedor de los conejos, donde todos se encontraban comiendo unas
jugosas zanahorias, pero estaba cansado de estar solo a la hora de comer. Cuando se sentó todo el
mundo empezó a mirarlo, sabiendo que era muy difícil para él estar allí. Entonces uno de sus
amigos se acercó y le preguntó si estaba bien, y Boni le dijo que tenía hambre:
      Pues solo tengo zanahorias, Boni, así que tendrás que ser valiente y probarlas de una vez-
       Dijo su amigo.
Finalmente, y movido por la desesperación, Boni aceptó, y cuando tomó el primer bocado sus ojos
se abrieron como platos… ¡no era tan malo! Primero tomó una zanahoria pequeña, luego una
mediana y, antes de que se diera cuenta, se estaba comiendo una zanahoria más grande que él
mientras todos reían.
Ahí fue cuando Boni aprendió que no podía decir que algo no le gustaba solo por la apariencia, si
no lo había probado. Una vez que pruebas las cosas ya puedes decir si te gustan o no, y ahora Boni
ya lo sabía. Y por si fuera poco, descubrió que también las había de más colores, ¡como sus
deliciosas patatas! Así que ahora Boni estaba muy contento, porque además de tener mucho para
comer, podía preparar las mejores ensaladas de patata y zanahoria de tooooodos los conejos.
                                            Nito y Leo
En la selva todos tenían miedo a Leo, un león gigante que aterrorizaba hasta a los árboles con sus
rugidos sin importar que los elefantes fuesen más grandes, que las jirafas fuesen más altas, o que
incluso los peces estuvieran siempre vigilantes en los lagos… Todo el reino animal parecía tenerle
miedo a Leo.
Y la verdad es que era un león muy malo que se reía cuando todos se iban corriendo asustados del
lugar, dejando a Leo toda la comida deliciosa que otros animales habían conseguido con su
esfuerzo y trabajo duro. Y es que aquello era una injusticia que a nadie le gustaba.
Un día decidieron hacer varios grupos para defenderse del león, pero este era tan grande, fuerte y
amenazador, que todos corrían al final pensando que se los iba a comer. Y así fue por mucho
tiempo hasta que un humilde ratoncito decidió terminar con todo aquel asunto insoportable.
Era un pequeñísimo ratón, minúsculo como un grano de arroz, que se mostraba muy valiente con
la idea de combatir contra el león a pesar de su tamaño. Su nombre era Nito, y sus palabras eran
tan solo motivo de risa y burlas para los demás animales. “¿Cómo te vas a enfrentar a él?, ¿Estás
loco?, ¡Es una locura!, ¡Te va a comer sin masticar!”…eran solo algunas de las frases que Nito tenía
que escuchar, pero al pequeño ratoncito no le importaba nada de eso, pues estaba
completamente seguro de que podía vencer al león.
Los rumores comenzaron a extenderse por todas partes y terminaron por llegar hasta el
mismísimo león, que lanzaba la más grande de las risas que podía haber. “¿Un ratón? ¿Contra mí?
Por favor, debe tratarse de un error… ¿quién se atrevería a pelear contra el animal más bravo y
fuerte de todo el mundo? ¡Ese ratón debe estar loco!”, se decía para sí el león desde que supo de la
noticia.
Y así fue como Leo retó a Nito a una pelea, aunque para Leo no era la primera ni mucho menos.
Todos recordaban las batallas que había tenido tiempo atrás contra otros que, al igual que Nito,
quisieron defender un día a los demás. Pero en todas aquellas batallas Leo terminaba venciendo y
dejando en ridículo a los otros. Aquello hacía que la familia de Nito tuviera mucho miedo y que sus
amigos le advirtieran de que no fuese hasta el sitio acordado, pues el león se lo podía comer
entero. Pero Nito siempre se tapaba sus orejas, y el día acordado se marchó tranquilo, pues sabía
que no iba a pelear.
Nadie creía que el pequeño ratoncito pudiera tener una oportunidad contra una bestia cuyos
dientes eran del tamaño de una banana. Cuando todo comenzó Nito vio como el león se
abalanzaba sobre él y, al abrir la boca, le dijo:
       Tú te sientes muy solo, ¿verdad?
Y en ese momento el león paró de golpe y le pidió que repitiera lo que acababa de decir. Nito,
amablemente, volvió a repetirle que si lo que le ocurría era que se sentía solito. Leo al principio no
entendía a qué se refería, pero Nito le dijo de nuevo:
       Mira a toda esta gente a nuestro lado. Nadie de aquí te quiere porque les das miedo y eso
        es lo que tú has logrado con tu temible actitud. ¿Es que no quieres tener amigos?
Esto último dejó muy pensativo al león, que se puso triste porque en el fondo creía que aquel
pequeñísimo ratón tenía bastante razón. Ya no recordaba la última vez que le habían dado un
abrazo por el miedo que le tenían, así que agachó la cabeza y se rindió.
Nadie podía creer que fuese Nito el que al fin hubiese conseguido que el fiero león de la selva se
rindiera, sin embargo, Nito no celebraba ninguna victoria. Por el contrario, se acercó a Leo y le dio
un abrazo enorme en una de sus patas.
Ninguno perdió ese día la batalla y fue mucho lo que ambos ganaron, una amistad sincera y la paz
por siempre en la bonita y apacible selva.
                                        Los dos ratoncitos
Érase una vez dos pequeños ratoncitos que vivían en un pequeño y acogedor agujero en compañía
de su mamá.
No les faltaba de nada: estaban siempre calentitos, tenían comida, podían protegerse de la lluvia y
también del frío…pero aun así, casi nunca estaban contentos, sobre todo cuando llegaba la hora
de irse a dormir, que siempre les parecía pronto.
Un día, como muchos otros días, los dos ratoncitos fueron a dar un paseo antes de la cena para
poder ver a sus amiguitos y charlar un rato antes de volver a casa, y tanto alargaron el paseo que
no consiguieron encontrarse con ninguno de sus amigos, puesto que se había hecho bastante
tarde.
Los ratoncitos se habían alejado mucho de casa y no estaban seguros de si podrían encontrar el
camino de vuelta. Y tanto se asustaron que se pararon en el camino para darse calor y sentirse
más acompañados el uno con el otro.
De pronto, en mitad de la noche y del silencio, les pareció escuchar ruido. ¿Serían las hojas
movidas por el aire? ¿Sería un gran y temible gato que les querría dar caza? Y en medio de la
incertidumbre apareció mamá, que llevaba toda la noche buscándoles.
Desde aquel día ninguno de los dos ratoncitos volvió a quejarse cuando llegaba la hora de irse a la
cama. Se sentían tan a gustito en casa protegidos por mamá y disfrutando de todos y cada uno de
sus cuidados, que hasta meterse en la cama calentita les parecía un plan fantástico, y tenían razón.
Por aquel entonces ya eran conscientes de que desobedecer a su mamá podía tener
consecuencias muy desagradables, y tenían tiempo de sobra durante el día para disfrutar de sus
amigos y de todas las cosas que les divertían, como el brillo del sol y la brisa de la mañana.
Comprendieron que estar en casa no era algo aburrido, sino el mejor lugar que podía haber en el
mundo.
                                  EL RATÓN QUE COSÍA BOTONES
El señor ratón llevaba trabajando toda su vida en la fabricación de adornos. Los hacía con mucho
mimo, y tan solo utilizaba botones para ellos. Aquella profesión no le hacía rico, pero el señor
ratón vivía muy a gusto con lo que tenía, ni más ni menos, y era muy feliz con su profesión.
       Tengo lo suficiente para vivir y soy feliz. ¿Qué más le puedo pedir a la vida?- Decía el ratón
        con la cara llena de pura felicidad.
Pero un día se presentó una importante ocasión. El rey de la ciudad quería hacer un bonito regalo
a su hija, y convocó entre todos los habitantes su deseo para ver quien le podía ayudar. Ofrecía a
cambio grandes recompensas y mucha riqueza.
El señor ratón no se lo pensó dos veces, ya que, aunque la riqueza no le obsesionaba, podía ser
una muy buena oportunidad para dar a conocer sus joyas y demás objetos que fabricaba. Decidió
confeccionar un delicado collar a base de botones maravillosos que brillaban como el sol. Y tanto
brillaban, que el rey se quedó embobado con su creación quedando muy agradecido.
De este modo, y para cumplir con su promesa, el rey preparó una gran bolsa con monedas de oro
para entregarle al señor ratón por su buen trabajo. Pero el ratón, algo avergonzado, dijo:
       Disculpe que se lo rechace, Majestad, pero yo no necesito tantas riquezas, ya que mi
        mayor tesoro es disfrutar con el trabajo que hago.- Dijo el señor ratón al rey.
Pero…un momento. ¿Los botones pueden brillar? Tal vez, amiguitos, pero en el caso de los
botones del señor ratón, era su propio entusiasmo el que hacía que aquellos humildes botones
brillasen y deslumbrasen a los demás. Y es que la satisfacción con uno mismo y con la vida, es la
mayor de las riquezas que pueda haber.
                               El canguro que no sabía saltar
En una ocasión nació un canguro que no era como los demás. Aparentaba serlo, sin embargo, este
canguro tan solo podía saltar hacia atrás. Aquella extraña cualidad le convirtió rápidamente en un
bicho raro para todos los de su especie, y no repararon en burlas y risas a la hora de dirigirse a él y
a su forma de saltar.
Aquel canguro, además de saltar hacia atrás, era un animalito extremadamente sensible, y no
podía sino lamentarse y llorar compadecido de sí mismo, como consecuencia de los desplantes del
resto de los canguros.
Un día, una jirafa que acostumbraba a escuchar sus lamentos se acercó a hablar con él:
       No se consigue nada llorando, ¿sabes pequeño? Si yo no me hubiera acostumbrado en la
        vida a encorvar mi largo cuello, hubiese muerto muy pronto de hambre. ¿Por qué no
        intentas saltar hacia adelante?- Manifestó la jirafa.
El canguro se tomó muy en serio aquellos consejos y pocos minutos después comenzó a practicar
su salto del revés, o lo que era lo mismo, al derecho de todos los canguros. Poco a poco, y con
muchísimo esfuerzo, el canguro fue obteniendo resultados y con el tiempo consiguió lo que se
había propuesto gracias a los consejos de la jirafa. ¡Había aprendido a saltar hacia adelante como
todos los canguros del mundo!
Aquel día, y tras mostrar su gran esfuerzo al resto de sus parientes, el pequeño canguro
comprendió que no era un bicho raro, sino el animal más increíble de toda su especie, porque solo
él sabía saltar hacia adelante y hacia atrás también.