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Mi Vida Con Los Muertos. Alfredo García

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MI VIDA CON LOS MUERTOS

Alfredo García (Ujule Rachid)


Título: Mi vida con los muertos

© Alfredo García (Ujule Rachid), 2020

Corrección y maquetación: Javier Arroyo

Diseño de portada: Javier Arroyo

Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o


parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático ni su
transmisión en cualquier forma o por cualquier medio sin el permiso previo
y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede
ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y
siguientes del Código Penal).
Índice
A manera de presentación

Glosario

El muerto no puede salir de aquí

La maldad de un muerto oscuro

El curandero Felipe (1)

Los muertos saben esperar

Hay entes a los que no se debe llamar

El curandero Felipe (2)

Muertos viejos

La anciana que creía estar enamorada

El curandero Felipe (3)

Comerse al muerto

Muertos entre los vivos

El curandero Felipe (4)

El niño estaba ahí

Todo cambiará

El curandero Felipe (5)

Lengua de tarántula
En el cementerio
Para Gabriela
A manera de presentación

Soy originario de la Ciudad de México, aunque he pasado temporadas


viviendo en provincia y fuera del país (en Colombia, Chile, Guatemala,
Bolivia y California) hasta que regresé y me establecí en la capital para
concluir mis estudios universitarios.

Nací vidente y muertero, tuve fuertes experiencias de niño relacionadas


con mis dones, pero nadie supo explicármelas, y, por lo mismo, traté de
ignorarlas, pues lo que me gustaba era leer y escribir, inquietud esta última
que, con los años, asumí con formalidad.

Durante años viví con el tormento de escuchar voces y gritos día y


noche, así como de ver la manera en que la gente moría de diversas formas,
hasta que un misterioso anciano me explicó que lo mío eran virtudes que
debía no solo aceptar, sino también desarrollar.

Así, con relativa tranquilidad, seguí leyendo, escribiendo y, con el


tiempo, colaboré en diversos periódicos, libros y revistas, firmando textos
sobre política, agricultura, economía y ecología, así como sobre música,
cine, literatura y relatos, sin atender con seriedad al tema de los dones.

Por aquella época, a consecuencia de ciertos problemas de salud que se


complicaban a pasos agigantados, escribí dos novelas (Sol negro y En el
camino) y dos libros de cuentos (El edificio y Las otras historias),
publicados de manera independiente y que, irónicamente, no reflejaban mi
oscuro estado de ánimo por las enfermedades; eran optimistas y divertidos,
pero sin caer en el ridículo.

Tras consultar opciones de la medicina alópata, me alejé de la exigente


vida cultural y, buscando alivio, luego de traspasar las fronteras fisiológicas
y adentrándome en las espirituales, me juré como curandero y espiritualista.
Posteriormente me inicié en el Palo Monte, a la postre en la Santería,
desarrollé el don de sanar almas, conocí los secretos de las plantas
medicinales y estudié con chamanes.

A lo largo de varios años dejé de escribir y leer mis temas de interés,


dedicándome por completo al estudio del misticismo y demás creencias.
Simultáneamente, siendo vidente y muertero, alcancé cierta reputación en
misas espirituales y sesiones espiritistas por un muerto que me acompañaba
y que daba muestras de gran precisión.

Mi paso de una práctica a otra fue acompañado de desilusiones con


algunos de mis guías, quienes, entre otras cosas, me presionaban para hacer
brujerías, algo a lo que siempre me negué, así que me alejé de casas
religiosas y templos, optando por no buscar más padrinos ni gurús,
arreglándomelas con lo que hasta ese momento había aprendido y lo que
continuaba estudiando, a la par que abría el blog Basurero de Almas, donde
comparto mis vivencias, intercalándolas con textos sobre música y libros.

Independientemente de mi trabajo en el sector medioambiental, a lo


largo de varios años, mis textos han sido incluidos en diversas antologías,
las más recientes Microterrores, Universo de Libros e Inspiraciones
nocturnas, participo ocasionalmente como autor invitado en blogs de
literatura y con secciones musicales en programas de radio.

Si bien seguí tratando de alcanzar la salud, actitud que se transformó en


una búsqueda de evolución espiritual, he incursionado en doctrinas y
disciplinas más reconfortantes; no obstante, de aquel período como
curandero, santero, mayombero, sanador de almas y, sobre todo, vidente y
muertero, el lector encontrará aquí anécdotas relacionadas con los
desencarnados (popularmente llamados «muertos» o «fantasmas»), energías
que viven entre nosotros, se manifiestan de variadas formas, a veces sin
darnos cuenta, y que pueden hacer nuestra vida imposible o salvarnos de
situaciones inauditas.

Pese a mantener un papel discreto a nivel social (contar con dones como
los míos conlleva ser buscado por disímbolas personas), conservo la
habilidad de ver y hablar con los muertos, de ahí que las experiencias
narradas en este libro sean reales (en algunas solo se sustituyeron los
nombres), exceptuando «Todo cambiará», capítulo que me fue inspirado,
tras extrañas experiencias, mientras realizaba investigaciones
antropológicas en zonas rurales cercanas a la comunidad donde vivía mi
abuelo.
Glosario

Aceite negro: compuesto de bayas de enebro combinadas con suciedad,


desperdicios industriales y elementos insalubres, usado en trabajos de
brujería.

Aleyo: mujer u hombre que, pese a recibir iniciaciones en la Regla


Osha, no está considerado como santero hasta que se realiza la ceremonia
mayor, conocida como Yoko Osha o Coronación de Santo.

Amarre de amor: hechizo que se hace para someter sexual y


sentimentalmente a una persona a los caprichos de otra.

Babalawo: hombre iniciado ante una deidad Orisha llamada Orunmila.


Es el título más alto en la Santería (solo corresponde a los varones).

Cascarilla: mezcla de cal, agua bendita y cáscara de huevo,


comprimido a manera de gis o tiza, que se usa para repeler agresiones de los
desencarnados y protegerse de algunas brujerías.

Cerbero: en la mitología griega, es un perro de tres cabezas encargado


de cuidar las puertas del Hades (el inframundo).

Claveles: flores coloridas y aromáticas. Las de tonalidad blanca y roja


se usan para agraciar u ofrendar a los difuntos. También se emplean para
hacer limpias combinadas con ciertas hierbas.

Compton: es una de las ciudades de Estados Unidos con mayor índice


de criminalidad y pobreza, resultado de su población multirracial.

Cristo negro: representación del Cristo cuyo color es consecuencia del


envenenamiento de un acaudalado hacendado a manos de un envidioso
enemigo. Al ver en peligro su vida, le rezó por días, de manera que la figura
asumió la ponzoña cambiando de tono en la medida en que el hombre se
curaba.

Crips y Bloods: durante años fueron las pandillas rivales más


peligrosas y violentas del este de Los Ángeles.

Curandero: son los iniciados en el conocimiento de la medicina


tradicional y prácticas curativas para males físicos o espirituales. Se basan
en el uso de hierbas, flores, velas, animales, inciensos y materiales
naturales, apelando a deidades, espíritus y entidades.

Chamalongos: son cuatro rodajas de corteza de coco que se arrojan al


piso, a manera de oráculo, y, dependiendo de cómo caen (con la cara hacia
arriba o hacia abajo), dan una respuesta a una pregunta concreta.

Desencarnados, aparecidos, muertos, espectros, eggun, ánimas,


fantasmas, sombras oscuras o entes: es el espíritu de una persona tras
morir, un estado etéreo en el que quedará hasta que tome conciencia de su
fallecimiento. También puede referirse al espíritu que acompaña a un
curandero, espiritualista o espiritista, a manera de guía.

Durmiente: o clavo de ferrocarril, se usa para atar a un muerto a su


sepulcro sin que tenga opción de moverse para continuar con su evolución
espiritual.

Ebboses: obras, limpias, despojos o trabajos de Santería, Ifá y Palo


Mayombe que se hacen para convertir la energía negativa que aqueja a una
persona en positiva.

Ecatepec: es un municipio o zona poblada, de los 125 que conforman el


Estado de México, que limita al sur con la Ciudad de México.

Echo Park: zona urbana localizada en Los Ángeles, California, cuyo


atractivo turístico es un lago artificial. Su fama proviene de las cruentas
luchas por el control y venta de drogas entre afroamericanos y latinos.
Intercambio de almas: consiste en la salida del alma de un cuerpo para
entrar en otro con diferentes intenciones, entre ellas, vivir más años,
intercambiar karma o tratar de engañar al destino.

Karma: creencia budista que afirma que toda acción de las personas
que perjudique al prójimo, genera una energía que trae consecuencias
negativas y sobre la cual se deberá trabajar para depurarlas.

La Merced: es un barrio localizado en el centro de la Ciudad de México


y se caracteriza por ser un importante punto de abasto para todo tipo de
comercios.

Los Ángeles: es la ciudad más poblada del Estado de California, en


Estados Unidos, con una gran cantidad de habitantes de origen latino.

Lucero y/o Nganga: atributo del Palo Mayombe (consiste en una


cazuela de barro o hierro) que contiene un espíritu. Es reforzado con palos,
tierras, hierbas, insectos y otros materiales y se usa para trabajar lo «bueno»
y lo «malo».

Montar: es la posesión o toma de control momentánea del cuerpo


humano por parte del espíritu de una persona muerta o una entidad.

Muertero: es una mujer u hombre que nace con el don de hablar, ver,
oír o trabajar con el espíritu de gente que ha fallecido.

Oparaldo o paraldo: es una limpia o despojo para quitar a un muerto o


desencarnado que está haciendo daño o perturbando a una persona.

Orishas: son los dioses de la Santería, a los cuales se rinde culto y se


les brindan ofrendas para solventar problemas. Los más populares son
Olofi, Orunmila, Babalú Ayé, Obbatalá, Oyá, Shangó, Yemayá, Oshún,
Elegguá y Agayú, acumulando hasta 450 deidades.

Osario de Sedlec: es una capilla situada bajo la iglesia del Cementerio


de Todos los Santos, en la República Checa, la cual contiene unos 40.000
esqueletos humanos a la vista del público.
Padrino: persona que tiene un cúmulo de consagraciones y cuenta con
un templo, o centro espiritual, para iniciar a un sujeto en una práctica
religiosa y luego fungir como guía al compartirle sus conocimientos.

Patipemba: igualmente llamada «firma», son trazos o signos que se


pintan en el suelo para invocar energías de la naturaleza.

Pirul o pirules: árbol cuyo fruto, corteza y resina tienen propiedades


medicinales, mientras que sus hojas se combinan con otras hierbas y flores
en ramilletes para realizar limpias espirituales.

Pólvora: llamada también «fula», tiene numerosos usos. El principal,


darlo a un muerto por realizar un trabajo, bueno o malo, pago que consiste
en el flamazo que provoca al encenderla.

Protectores: es un conjunto de seres incorpóreos que están a lo largo de


la vida de un iniciado en una práctica espiritual, religiosa o esotérica, para
salvaguardarlo, aconsejarlo y apoyarlo mientras ayuda o cura a sus
pacientes.

Santero: es la persona que ha sido consagrada en la religión de los


Orishas y que les rinde culto a través de una serie de reglas que determinan
su comportamiento.

Señores de los cuatro rumbos: son entidades que controlan los puntos
cardinales y las estaciones del año, de manera que abren o cierran caminos
para cualquier dirección en que se busque solución a un problema.

Toque de tambor: conocido también como «güiro», es una ceremonia


donde tres percusionistas y un cantante interpretan temas en dialecto
lucumí, en honor a un Orisha, mientras los asistentes bailan.

UNAM: es el acrónimo de Universidad Nacional Autónoma de México,


institución académica llamada popularmente «La máxima casa de estudios»
y considerada una de las mejores de América Latina.

Vidente: es una mujer u hombre que nace con el don de la predicción


para interpretar sucesos desconocidos o poco claros para el entendimiento
humano, ya sea en el pasado, presente o futuro.

Villa Cousiño: es una urbanización de clase media localizada en


Santiago de Chile (no confundirla con la zona vinícola).

Aclaración:

Las obras espirituales descritas en el libro están incompletas y se usan


para ilustrar los hechos narrados, por lo que no se deben poner en práctica.
El muerto no puede salir de aquí

Ciudad de México

1.

—Avísale a tu esposa de que no llegas en la noche, y ponte guapo —


advirtió mi padrino con seriedad.

Corté la llamada e imaginé que los sicarios habían de sentir lo mismo,


una punzada en el estómago cuando les avisan de que deben «hacer un
encargo». Él era así: llamaba y avisaba de que había trabajo espiritual; casi
siempre daba detalles, pero, en ocasiones, se limitaba a anunciar la hora a la
que pasaría a recogerme.

Llegó puntual, a las once de aquel húmedo martes (el peor día para
trabajar, según él me enseñó). Subí a su auto y descubrí que llevaba saco y
corbata; preguntó por la mía, y avisé que me la pondría después. Nos
encaminamos al sur de la ciudad tras informarme de que el destino era la
funeraria J. López, localizada en Tlalpan. Llovía.

—Vamos a estar en el velorio de alguien importante —advirtió.

—¿Quién se murió? —lo interrogué.

—Un «peso pesado» —respondió con el dicho popular.

—¿Y por qué debo ir al funeral de un desconocido?


—Es trabajo —aclaró, y seguimos el trayecto en silencio mientras yo
veía cómo lentamente disminuía el tráfico en las calles de la ciudad.
2.

Llegamos al lúgubre recinto en el momento en que cesaba de llover.


Estacionó, bajamos, sentí frío y me arrepentí de no ir más abrigado. Abrí la
cajuela y recordé las películas donde matones (o policías, según el caso)
tenían metralletas, pistolas y bombas que usarían en una inminente
balacera; mas aquí no había armas. Mi padrino me entregó una elegante
mochila donde comencé a meter «las herramientas» que iba sacando: cal
bendita, clavos ferroviarios, aguardiente, envases, aceite consagrado,
mechas de cebo de gato, sal, una bolsa con malaquitas, cascarilla y el tan
temido (por los muertos) velón color café. Cerró el maletero, me miró y
explicó:

—Llegamos a esta hora porque a las doce de la noche van a cerrar la


capilla y nos quedaremos dentro.

—¿A qué venimos? —pregunté, pero me ignoró.

—No vamos a convivir con nadie; ya te dije que el difunto era una
persona importante, y, por eso mismo, asistirán personas a las que no les
gustaría ser molestadas —señaló—. Te necesito como muertero, por si es
preciso hablar con el difunto.

—Vaya —dije, pero insistí—: ¿Pero qué haremos aquí?

—Evitaremos que el espíritu del muerto se vaya —soltó, y caminó hacia


el velatorio.
3.

Ya conocía la funeraria (había acompañado a mi esposa, meses antes, al


velorio de un compañero de su trabajo), y sí, al entrar vi que los asistentes
eran «gente importante»: buena ropa, perfumes caros, cuchicheos
insidiosos, falsas lágrimas, burlas discretas y algunos guardaespaldas.

Entramos, y una mujer cercana a los cincuenta años se acercó a saludar


a mi padrino. Él me presentó, y ella nos hizo pasar a un reservado. Avisó
que los allegados sabían que la capilla se cerraría a la medianoche y ponía a
nuestra disposición la cafetería para cenar antes de quedarnos a solas con su
esposo; nadie más entraría el resto de la jornada.

Él aceptó la invitación mientras yo, ignorando su advertencia, me


mezclé entre los deudos hasta quedar cerca del féretro. Busqué al difunto
con videncia, pero no lo percibí; mas, cuando se acercó mi padrino, escuché
golpes dentro del ataúd que nadie más pareció notar. Cruzamos miradas, y
él se limitó a mover la cabeza para que lo siguiera al restaurant.
4.

Decir que mi mentor cenó opíparamente sería quedarse corto, mientras


yo, por el contrario, cuando se trata de este tipo de trabajos espirituales,
suelo comer ligero para evitar náuseas, por si es necesario dejar que mi
muerto me monte.

Regresamos cuando el último doliente se despedía, restando la viuda y


dos adolescentes a quienes supuse sus hijos: un joven (de actitud retadora),
y una jovencita (aterrorizada ante la incertidumbre de su media orfandad).

Mi padrino se acercó a la mujer mientras sus hijos daban la espalda al


féretro. Cruzaron en voz baja palabras que no entendí, al tiempo que noté
otra sacudida del ataúd, que, de nuevo, pasó desapercibida.

La familia salió del sagrario. Ella me dedicó un leve movimiento de


cabeza al pasar junto a mí, mientras que los chicos me ignoraron. En menos
de un minuto, un empleado de la funeraria se asomó empujando un carrito
que contenía una cafetera, tazas y galletas, lo dejó en una esquina y salió
cerrando por fuera.

Una vez solos, mi padrino me entregó la mochila indicando que debía


colocar las herramientas al pie del féretro y después poner un clavo
ferroviario en cada esquina de la base. Así lo hice, y cuando terminé, me
volví para verlo: ya se había quitado el saco para cubrirse la cabeza, en
señal clara de que se disponía a dormir. Me preparé un café, me acomodé
lejos (roncaba de forma irritante), miré a mi alrededor y me arrepentí de no
haber llevado un libro.
5.

No supe a qué hora comencé a dormitar, pero fuertes golpes dentro del
cajón me despertaron. De inmediato, puse en alerta a mi muerto:

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—Quiere salir —respondió.

—¿Qué mierdas hacemos aquí? —insistí.

—Vigilar que su espíritu no se salga —contestó.

—Eso ya lo sé —obvié—, ¿pero por qué?

—Necesitamos aguardiente —avisó, pero yo sabía que en vida había


sido un alcohólico que, al quedar como desencarnado, exigía unos tragos
para responder, situación que me estaba cansando.

—¡Estamos sustituyendo un ritual funerario! —le advertí sobre la


necesidad de tomárselo en serio—. ¡Vete al carajo! —grité y corté la
comunicación con él.

Observé el féretro, percibí en la capilla un ambiente tenso y vi que aquel


se movía de nuevo. Volteé a ver a mi guía espiritual, y sus resuellos me
crisparon. Suspiré, zafé mi corbata, me quité el saco, me lo puse en la
cabeza y decidí imitar a ese hombre que había jurado enseñarme los
secretos del espiritualismo.
6.

No supe cuánto tiempo cabeceé, hasta que más ruidos me despertaron.


Me puse de pie, dejé a un lado el miedo, me planté frente al ataúd, abrí la
tapa y encaré al difunto, encontrándome con un cadáver bien rasurado,
peinado y con el hipócrita semblante de tranquilidad que no sé de dónde les
sacan los embalsamadores, porque me queda claro que ningún muerto lo
consigue dados los pendientes que dejan en herencia a los vivos.

—¡Carajo! —exclamé. Tomé cuatro envases y los repartí por cada


esquina, los rellené de aceite consagrado, metí las mechas de cebo de gato,
tomé el velón (usado para desterrar desencarnados), lo puse sobre el féretro,
cogí los cerillos y le advertí:

—¡Me dejas dormir o enciendo todo, te vas a la chingada y me encargo


de que nunca salgas de allá!

El ambiente se relajó, sentí como si el tiempo se detuviera. Mi muerto


se asomó, pero decidí ignorarlo (faltaban pocos meses para que lo
marginara de mi vida para siempre). Regresé al sillón, me cubrí de nuevo y
dormí hasta que me despertó la conciencia, algo no estaba bien.

Vi la capilla vacía, las luces estaban encendidas y mi padrino seguía


ajeno a lo que estaba sucediendo, pero algo me inquietaba. Me puse de pie,
recogí el material y lo guardé en la mochila, pinté un círculo con cascarilla
alrededor del féretro, quité los clavos y esperé.
7.

Pasaron unos minutos y el muerto apareció. Volteó a su alrededor; no


podía traspasar el círculo bendito. Me miró con odio, le ofrecí una mueca
burlona, y descubrió que no tenía opciones.

Me puse de pie, me acerqué, lo observé retador y le dije:

—Cuéntamelo todo.

Tardó cierto tiempo, tratando de desesperarme, hasta que bajó la mirada;


en ese momento supe que hablaría.

Después de escucharlo, le ordené que se quedara en el féretro; le ofrecí


aguardiente, lo aceptó y luego advertí que me dejara descansar tras
comprometerme a decir la verdad a los vivos. Regresé al sillón y dormí
hasta que empleados de la funeraria reabrieron la capilla, empujando un
carrito con otra cafetera, tazas limpias, fruta y más galletas.
8.

A las siete llamé por teléfono a mi esposa para decirle que llegaría a
casa en media hora para bañarme e irme a la oficina. Mientras, mi padrino
platicaba con la viuda; luego vi cómo le entregaba un fajo de billetes. Al
salir de la funeraria nos cruzamos con algunos de los deudos que había visto
la noche anterior, y aproveché para sacarle al hijo del difunto su número
telefónico (ya hablaría con él después).

Subimos al auto y permanecimos en silencio hasta que mi padrino me


preguntó:

—¿Cómo dormiste?

—¿No te cansas de ponerme a prueba? —me quejé.

—No —respondió, y soltó una carcajada.

—Pensé que los mentores servían para enseñar, no para joder —solté
con temeridad, y de inmediato se puso serio.

—¿Cómo quieres aprender si no es asustándote?

A partir de ahí seguimos callados hasta que me dejó a la puerta de mi


casa. Antes de bajarme, le dije:

—El difunto no violó a la recién nacida; fue uno de sus tíos… La esposa
y los hijos están pendejos, igual que tú, y como la bebé no sabe hablar, no
sabrán quién lo hizo y se quedarán con la idea de que fue él.

—¿En serio? —me cuestionó, y, como respuesta, azoté la portezuela.


Dejé de tomarle la llamada durante semanas.
La maldad de un muerto oscuro

Ciudad de México

Bruno y yo cursamos la misma licenciatura en la UNAM. Él era popular


entre las compañeras, ya que lo consideraban atractivo, pero, por alguna
razón, terminaban alejándose frustradas; si bien era tímido, no las rehuía,
por lo que tampoco era objeto de comentarios malintencionados.

Las actividades extrauniversitarias se desarrollaban todos los días: había


quienes se dedicaban a los excesos, y otros nos concentrábamos en el
deporte y la política estudiantil; mas con Bruno coincidía en mis
ocasionales borracheras, donde, cierta tarde, al calor de las copas, me contó
que, desde hacía seis años, sus noches eran un infierno.

—Me da miedo que llegue la madrugada —me dijo un viernes al quedar


apartados del grupo con el que estábamos tomando cerveza en un
estacionamiento.

—¿Y eso? —le cuestioné.

—Pueees —arrastró las palabras, me observó de la manera en que hacen


muchos cuando están por hacer una confesión, dudando si podía tenerme
confianza, suspiró y dijo al fin—: es que, cuando estoy durmiendo, se me
sube un muerto que me molesta, casi siempre a las tres de la mañana.

—Vaya —solté.

—¿Crees en esas cosas? —Volvió a dudar si debía continuar.


—Claro…

—Es que ese fantasma me viola —dijo apenado—. Bueno, no es que me


viole así —hizo un ademán un tanto vulgar—, pero de pronto no puedo
moverme, se me echa encima, se frota conmigo y comienza a decir
obscenidades.

—Vaya…

—Dice que soy de su propiedad y que nunca me voy a librar de él.

—¿Has visto a un brujo para que lo aleje? —pregunté pensando en el


curandero Felipe.

—Mi padre me ha llevado con varios, pero a las dos o tres semanas el
muerto siempre regresa. Por si no fuera suficiente, desde que empezó esto,
siempre tengo mucho frío —agregó.

Iba a proponerle que consultara con mi tío, pero dos amigas se


acercaron para rellenar nuestros vasos, y cambiamos de tema. Quién se iba
a imaginar que, luego de esa noche, Bruno dejaría los estudios durante un
año.

Tras semanas de no verlo, una tarde, su padre llegó al salón, interrumpió


una clase y nos dio una terrible noticia: al día siguiente de aquella parranda,
un vecino llegó a su casa y le invitó a una cerveza; Bruno avisó a su familia
de que saldría, pero ya no regresó.

Lo que sucedió fue que, más que beber, le dio a fumar marihuana por
primera vez, pero lo hizo de tal manera que quedó aturdido, por lo que no se
percató de que su amigo aprovechaba su presencia para envalentonarse y
asaltar a un vecino que por casualidad pasaba frente a ellos. Una vez que lo
despojó del dinero, huyó, dejando a mi amigo sin enterarse de lo que
sucedía a su alrededor.

La víctima se fue, pero al poco regresó con una patrulla, y Bruno, que
seguía en la esquina, atontado por el efecto de la hierba, fue acusado de ser
cómplice del ladrón y llevado a la cárcel. Durante los meses que estuvo en
prisión, algunas compañeras confesaban extrañarlo, mas fue Rosa quien,
cierta tarde frente al mar, en un viaje de prácticas escolares, me confesó:

—Lo extraño, aunque no seamos oficialmente novios —sonó sincera—,


pero hay algo en él que a veces me asusta.

—¿Y eso? —pregunté intrigado.

—No es que sea mala persona, ni que me haya faltado al respeto, pero,
en ocasiones, siento su vibración pesada, densa, como si trajera algo pegado
que no le deja estar en paz.

—Vaya —dije, y no pregunté más. Rosa era una guapa indígena


oaxaqueña, zona de donde han salido las curanderas más famosas de este
país.

Lo visité un par de veces en la cárcel hasta que, tras casi un año, obtuvo
su libertad. La víctima aceptó que él no había participado en el robo y retiró
la acusación. Regresó a clases, pero ya no era el mismo.

Una tarde, mi amigo se acercó y lo observé con detalle: su semblante se


había endurecido. Imaginé lo que había sucedido, y él me lo confirmó
posteriormente: las primeras noches en prisión, el muerto se le subía, lo
atacaba con más violencia y seguía afirmando que era su dueño, hasta que
las cosas empeoraron y, durante el día, comenzó a ser hostigado
sexualmente por otros presos, sobre todo por el que controlaba el tráfico de
drogas.

Ante los primeros acosos se defendió (desde su niñez se había criado


duramente en la calle), hasta que, una mañana, varios reclusos lo asaltaron
en las regaderas, lo violaron, y a partir de ahí, aquello se repitió varias
veces.

—Lo peor —señaló— es que imagínate ser agredido durante el día por
los vivos y en la madrugada, por el muerto, o por ambos.

Nos quedamos callados. No supe qué decir, y, por su expresión, dejó


claro que ninguna palabra mejoraría su ánimo, sobre todo por lo que
agregó:

—Antes de salir, le partí la cara a ese cabrón —siguió, refiriéndose a su


abusador sexual—, pero no creas que ello me hizo sentir bien... Sobre todo
porque, aunque ya estoy libre, el muerto sigue violándome por las noches.

—Podrías ver a alguien que sepa de estos temas y te ayude… —sugerí


para encauzar la conversación hacia Felipe, pero no manifestó interés.

—Te agradezco que hayas ido al penal —soltó—, nunca lo olvidaré. —


Se puso de pie, me palmeó la espalda y caminó rumbo al aula.

Coincidió su regreso a la universidad con el cambio de turno que hizo


un joven llamado Jorge, en el que destacaban dos características: le sobraba
el dinero y era gay.

El recién llegado enfocó su atención en mi amigo, con regalos y


detalles, lo que le generó conflictos existenciales hasta que, meses después,
en una parranda, ambos desaparecieron sin avisar. Supusimos lo que eso
significaba. Al concluir el semestre, escogimos materias optativas y
dejamos de tomar clases juntos.

Varias veces nos cruzamos en la biblioteca de la universidad, pero ya no


tocamos el tema del muerto, hasta que en la cena de graduación, al término
de la carrera, Bruno se acercó, un poco ebrio, a la mesa donde yo departía
con mi familia.

—Gracias por todo —dijo tras abrazarme, estrechar la mano de mi


padre y cubrir de besos a mi madre.

—Aún falta lo peor: conseguir un trabajo bien pagado —me burlé.

—Me conformaría con deshacerme del muerto que me jode todas las
noches —señaló con un deje de tristeza—, pero creo que ya es demasiado
tarde: el cabrón consiguió joderme la vida. —Y se alejó.

No volví a saber de él.


El curandero Felipe (1)

Ciudad de México

1.

Felipe estaba casado con una mujer inconforme con la vida, y, producto
de su vínculo, tuvieron una hija con aires de millonaria.

A él le gustaba tomarse sus tragos todos los viernes por la tarde. No era
una mala persona estando en su juicio, ni cuando el alcohol ya lo había
aturdido. Para costeárselo y cumplir con sus obligaciones como esposo y
padre, trabajaba afanosamente en una oficina del Gobierno, sin embargo, a
su familia no le gustaba que bebiera, por lo que, las mañanas de cada
sábado, los reclamos de las dos mujeres eran parte de sus resacas.
2.

Era reconocido como un hombre amable y simpático entre el resto de su


familia y amigos; bebía solo brandy y jamás gastó una sola moneda para
tener otro tipo de placer. Se limitaba a tomar y sonreír hasta el día en que su
mujer le dio un ultimátum: o dejaba el alcohol o se atendría a las
consecuencias. Él las ignoró.

Después de un brindis navideño con sus compañeros de trabajo, Felipe


siguió la juerga hasta cercana la medianoche, luego se dirigió a su casa, solo
que, al llegar, descubrió a su esposa y a su hija esperándolo en la puerta;
cuando estuvo frente a ellas, la mujer le exigió la gratificación de fin de
año, la misma que él entregó, completa, en un sobre sellado.

Ella, de todos modos, lo abrió, contó los billetes y confirmó que no


faltaba nada, lo guardó en uno de los bolsillos de su bata, se quitó un zapato
y, sin más, lo estrelló en la cabeza de Felipe, lo que lo llevó a tambalearse
hasta que cayó al suelo sangrando; su hija, a su vez, sacó una escoba y se
dedicó a golpear a su padre. Después lo patearon hasta cansarse y
finalmente entraron a la casa, dejándolo inconsciente en la acera.

Horas después, el frio decembrino de la madrugada lo despertó. Se puso


de pie, sacudió el polvo de sus maltrechas ropas, se paró frente a su casa, la
observó detenidamente para memorizar los detalles de la fachada, se dio
media vuelta y se alejó para nunca volver.
3.

Solo y sin pareja sentimental fija, aquel tío, hermano de la madre de mi


progenitor, ahorró parte de su sueldo para adquirir una casa de tres pisos en
el norte de la ciudad, en la añeja Colonia Industrial, y compró dos taxis.

Con el tiempo, se hizo acompañar de dos grandes perros labradores y


varios cotorros australianos para no resentirse de la soledad, rentó tres
cuartos que tenía en la azotea y permitió que Juan, su mejor amigo, y caído
en desgracia, ocupara una de las recámaras.

A partir de que se mudó a su nuevo hogar, me dijo, su vida apenas tuvo


variaciones: si bien continuó disfrutando de sus tragos cada viernes,
también tomó la costumbre de ir a rezar regularmente a un convento de
monjas franciscanas ubicado cerca de su barrio. Con el tiempo, se fue
involucrando en las actividades del recinto; sin embargo, lo que le daba paz
a su alma era hacer oración en una pequeña capilla del claustro, frente a un
Cristo bellamente labrado en madera negra.

Cierta tarde tocaron el timbre, y, cuando se asomó por la puerta, se


encontró cara a cara con su esposa y su hija. No las invitó a entrar. De lo
que conversaron él nunca dio mucho detalle, salvo que le pidieron que
regresara con ellas, demanda que él rechazó y que acompañó con la amable
solicitud de que no lo molestaran más.
4.

Un sábado en la madrugada, un fuerte temblor sacudió la capital, mas


las copas que había ingerido la noche anterior hicieron que no percibiera el
movimiento. No fue hasta que su amigo Juan entró en su recámara para
despertarlo y avisarle no solo del sismo, sino también de que, a
consecuencia de este, parte del convento se había derrumbado, que se
levantó, dejando de lado la resaca.

Salió rumbo al monasterio y, una vez que estuvo allí, buscó a la madre
superiora, quien le informó de que las monjas y los huérfanos que
albergaban estaban bien. Pese a todo, Felipe dio un precavido paseo entre
los escombros hasta que, en cierto momento, se acordó de la capilla y del
Cristo negro.

Regresó hasta donde estaban las religiosas y preguntó por el oratorio, a


lo que le informaron de que no sabían de su daño, pues, para poder llegar
allí, se debía atravesar la mayor parte de las instalaciones religiosas.

Sin decir nada, se encaminó hacia la capilla, seguido, a prudente


distancia, de una religiosa. En algún punto, esta se detuvo y vio cómo mi tío
entraba en la capilla y, tras largos minutos, salía llevando sobre su espalda
la gran figura del Cristo negro. Irónicamente, apenas la abandonó, la
estructura se derrumbó estrepitosamente.

Una vez en la calle, llegó hasta donde estaba la religiosa, recargó la cruz
en una pared y le dijo:

—Aquí tiene a Jesús, el Cristo.

—Se arriesgó mucho —le dijo conmovida.

—Demasiado —terció la monja que lo había acompañado—, lo sacó y


todo se vino abajo.

—¿En verdad? —exclamó la abadesa mientras se santiguaba.

—No pasó nada —aclaró él.


—Casi… —insistió la monja.

—Ya no pude entrar a la iglesia —explicó él—; sé que habrán perdido


muchos objetos valiosos, pero estoy seguro de que este Cristo será la base
para que levanten todo esto.

—El nuevo convento ya tiene sus cimientos, don Felipe —señaló la


religiosa, conmovida—, y es la fe que acaba usted de demostrar.

—Gracias —balbuceó.

—Así que tome el Cristo y lléveselo —le dijo la mujer.

—No puedo aceptarlo —dijo entre sorprendido y emocionado.

—Es suyo —insistió—; por la razón que solo Dios sabe, usted lo
rescató.
5.

Mi tío hizo algunas adecuaciones y construyó una capilla en su amplio


patio, al que protegió con gruesos barrotes pintados de color rojo, montó un
altar para el Cristo y todas las tardes se postraba a rezar. Eso sí, los tragos
de cada viernes siguieron formando parte de su vida.

Una mañana salió rumbo al mercado para realizar sus compras y, de


regreso, se encontró con una compungida vecina. La saludó, preguntó el
motivo de su tristeza y, tras escucharla, la invitó a que rezara en su oratorio.

Se encaminaron hacia la casa. Una vez dentro, por alguna extraña razón,
él tuvo la certeza de que podía hacer algo más por ella, así que, antes de
señalarle el reclinatorio, la cuestionó:

—¿Usted cree en Dios?

—Claro que sí —dijo extrañada.

—¿Confía en mí? —insistió.

—Por supuesto —respondió—, aquí en el barrio todos lo queremos


mucho y reconocemos su honorabilidad.

—Antes de que rece, voy a limpiarla. —Y, tras decir esto, sacó siete
limones y dos blanquillos de sus compras, tomó agua bendita, una vela y
procedió a hacerle «un despojo» frente al Cristo negro, al tiempo que
rezaba. Una vez que terminó, encendió la candela y le pidió que realizara
sus peticiones.

Cuando la mujer se disponía a irse, preguntó cuánto le debía, y él


contestó que nada.
6.

—No me preguntes por qué hice aquella limpia —me confió cierta tarde
Felipe, años después, mientras apuraba el contenido de un vaso con brandy
y refresco de cola—, ni cómo supe que debía usar los limones, los
blanquillos, el agua bendita y la vela; es más, ni yo mismo sé de dónde
saqué las oraciones.

—¿En serio? —dudé.

—Jamás en mi vida había hecho algo parecido —insistió.

—¡Vaya! —exclamé, y agregué—: ¿Qué pasó con la mujer?

—Días después vino a buscarme; estaba contenta, pues su problema se


había resuelto. Le expliqué que habían sido sus plegarias, pero ella aseguró
que fue mi limpia; finalmente llegamos a un acuerdo: una parte fueron sus
oraciones, otra, mi limpia, pero lo principal fue la intervención del Cristo
negro.

—Vaya —repetí.

—Quiso darme dinero, de nuevo, pero no lo recibí; así que avisó que
volvería en unos minutos. Entró en la panificadora de la esquina, salió con
una bolsa llena de pan dulce y me la entregó; «algo» me dijo que la
aceptara.
7.

Felipe me confesó que, a partir de ese día, su fama de «curandero» en la


colonia se divulgó. Sus prodigios rebasaron fronteras, igual que los
milagros de su Cristo negro, a tal punto que, de vez en cuando, gente de
otros países solicitaba sus servicios; sin embargo, él siempre evitó los
tumultos en su casa.

Nunca cobró por sus despojos, solo pedía que se le entregaran alimentos
que quisieran darle, por lo que en su casa siempre había huevos, leche,
carne, pan, pollo y fruta, que solía compartir con los indigentes que
merodeaban por el mercado. Cuando gente adinerada insistía en pagarle, él
los enviaba con las franciscanas, para que les hicieran un donativo por la
cantidad que consideraran prudente.

Los años pasaron, y mi tío siguió con sus limpias espirituales, hasta que
decidió jubilarse de su empleo; recibió una jugosa compensación, aseguró
su pensión y decidió disfrutar su vejez.

Su nueva vida lo llevó a olvidarse de los bares cuando decidió que su


casa era un buen lugar para que las parrandas se convirtieran en grandes
comilonas los domingos, donde agasajaba a sus invitados con barbacoa,
arroz, carnitas, mole, pulque, cerveza y el infaltable brandy, todo al son de
mariachis; entrada la tarde, sonaban discos de melancólicos boleros, o, si
estaba de buen humor, se sentaba frente a su pianola para tocar y cantar
viejas canciones de la época del dictador Porfirio Díaz (de principios del
siglo pasado).

También, alrededor de sus dones y, en general, de su vida, comenzó a


formarse un halo de misterio.
8.

Fui a visitarlo un sábado, cercana la noche. Toqué el timbre y no obtuve


respuesta, pero vi que tenía las luces de su sala encendidas, así que esperé.
A toda persona que se dedica a las limpias espirituales no hay que
presionarla, pues nunca se sabe cuándo estará ocupado haciendo qué.

Cuando finalmente abrió la puerta, me recibió con su amable sonrisa de


siempre, mas lo noté agitado; me invitó a pasar, y lo seguí hacia la sala,
hizo un ademán para que me sentara en uno de sus viejos sillones forrados
de terciopelo verde y, pidiéndome que lo esperara, subió a su recámara.

Me encantaba ver las viejas fotografías de color sepia, perfectamente


enmarcadas y sin rastros de polvo, que colgaban de las paredes, cosa que
hice una vez más, hasta que, en algún momento, dirigí mi mirada hacia el
fondo de la casa (desde donde se contemplaban, en perfecta perspectiva y a
través de un largo pasillo, las otras tres habitaciones) y vi que en todas ellas
las luces estaban encendidas.

Estuve unos minutos más observando las imágenes, y me disponía a


sentarme de nuevo cuando percibí que se apagaba la luz de la habitación del
fondo (a la cual Felipe no dejaba entrar a nadie) y de ella emergían tres
personas vestidas de negro. Al pasar frente al baño, esa parte del pasaje se
oscureció; en la cocina (contigua a la sala) sucedió lo mismo.

Un tanto avergonzado, pensando que mi visita podía ser inoportuna,


regresé al sillón y, al entrar el trío en la sala (dos mujeres y un hombre),
descubrí que sus ropas eran antiguas. En ese momento, la lámpara de la sala
parpadeó los instantes necesarios para que la mujer que iba delante abriera
la puerta que daba al patio y todos la siguieran sin voltearme a ver. El
último cerró la puerta, y la electricidad volvió a la normalidad.

Minutos después, el curandero bajó a reencontrarse conmigo.

—Si me hubieras dicho que tenías visitas, no te habría interrumpido —


le dije.
—Estoy solo —aclaró—; bueno, Juan está dormido desde hace rato
porque le dolía la cabeza.

—Vamos, Felipe, nos tenemos confianza… —le solté.

—¿De qué hablas? —me dijo con gravedad.

—De tus tres invitados que acaban de salir.

—¿Cuáles? —insistió.

—Dos mujeres y un hombre, vestidos de negro, vinieron desde el cuarto


del fondo y acaban de salir rumbo a tu capilla.

—¿Tres? —exclamó al tiempo que abría los ojos, dio media vuelta y se
encaminó hacia dicha habitación.

Me puse de pie para avistar lo que sucedía y solo percibí que recorrió el
largo pasillo hasta llegar al fondo de su casa; una vez allí, y sin asomarse al
interior, se limitó a trancar la puerta. De regreso, cerró la del sanitario,
después la de la cocina y finalmente echó el pestillo de la que daba a su
capilla.

Cuando se reunió conmigo, sonreía de una manera extraña. Me hizo un


ademán para que me sentara de nuevo y, sin mediar explicación alguna,
dijo:

—¿Cómo has estado?

—Perfectamente —le respondí confundido.

—¿La escuela? —me cuestionó esbozando otra traviesa sonrisa.

—Bien…

—¿Y tus padres? —insistió en desviarme del tema.

—Sufriendo por tener un hijo como yo —dije, y soltó una carcajada.


—¿Se te antoja un brandy? —preguntó, y, sin esperar mi respuesta, se
encaminó a la cocina.
9.

Varias veces lo vi haciendo limpias. Era impresionante: una suave luz


emanaba de su cuerpo mientras sus manos se cubrían de un extraño brillo
dorado; jamás he visto que a otro curandero le suceda. Con el tiempo,
incorporó en su oratorio representaciones de ángeles y querubines, un par
de arcángeles (obvio, los poderosos Miguel y Rafael) y una figura de la
Virgen de Dolores de tamaño natural, la cual también adquirió fama por
«milagrosa». Siempre los tenía rodeados de flores e inciensos.

Esporádicamente, yo permanecía a solas en la pequeña capilla y sentado


ante la prodigiosa figura femenina. Realmente, nunca supe entender por qué
me atraía tanto, ya que me limitaba a contemplarla, enfundada en
impecables vestidos de diversos tonos azules; rara vez le recé, y
ocasionalmente le pedí que me concediera algo.
Los muertos saben esperar

Los Ángeles, California

1.

—Es más interesante de lo que imaginé —le dije a Memo tras bajarme
del auto y observar el conjunto de casas sobre las dos aceras en las que el
estilo mexicano (ya fuera por color, material de construcción, vegetación o
herrería, junto con sus calles inclinadas y el gran lago al fondo) no dejaba
lugar a dudas de que estábamos en Echo Park.

—Ponte trucha —me reviró—, estamos en la tierra de los Crips y los


Bloods.

Recordé que mi afán por conocer aquel barrio tenía que ver con motivos
históricos. La calidez de esa tarde de octubre me estaba haciendo disfrutar
con creces ahora que lo había conseguido, mas no podía ignorar la
advertencia, así que me concentré en el motivo por el que estábamos ahí:
acompañarlo a ver a «no sé quién» y para «no sé qué».

Memo abrió la cajuela, y yo me mantuve al margen (era celoso de «sus


cosas»), así que esperé a que organizara el interior de una bolsa de lona y
luego me señalara a cuál casa dirigirnos. Mientras, yo seguía emocionado
por estar parado en Chávez Ravine.

En esa expectativa, un tipo de origen mexicano que portaba una canasta


de mimbre se paró frente a mí, sonrió y me entregó un atado de ramas de
olivo, inclinó la cabeza y se encaminó hacia donde estaba mi amigo para
repetir el ritual. Él lo rechazó, pero al hombre no se le desdibujó la
expresión de cordialidad. Asintió y se alejó.

Cerró el auto, me hizo una señal y subimos una escalera de cemento de


anchos escalones que llevaba a una casa de madera pintada de blanco, con
techos color azul, y que, flanqueada por dos frondosos pirules, deslumbraba
por su perfección. Ya arriba, contemplé otra vez el panorama mientras
Memo llamaba a la puerta.

—Deja por ahí las ramas de olivo —advirtió—, no se te ocurra entrar


con ellas; cuando nos vayamos, las recoges.

—¿Y eso? —pregunté, más por el significado que por los motivos.

—No a toda la raza le gusta «la pinche paz» que fingen esos vatos.

—Entiendo, ha de ser por «El Oso» —aventuré, mas no dijo nada;


acepté su sugerencia y lo escondí en una mata de ruda cuando la puerta se
abrió y dio paso a un cholo alto, mal encarado, moreno, cabello a rape y
barba de candado, portando una playera blanca con tirantes, que dejaba ver
sus brazos cubiertos con tatuajes, y pantalón de mezclilla.
2.

Tras las respectivas presentaciones (el tipo se llamaba Lolo) junto con la
aclaración de que yo era familiar de Memo, la actitud del recién conocido
no cambió (nuestros contrastantes tonos de piel no nos emparentaban); nos
hizo pasar a la casa y, señalando a una salita, me indicó que entrara mientras
ellos se dirigían al segundo piso.

Me acomodé en un sillón. Descubrí detrás de un almohadón el libro


Nación Aztlán, comencé a leerlo y quedé atrapado por la leyenda de cómo,
erróneamente, «se dice que los Aztecas eran pobladores de lo que hoy se
conoce como Los Ángeles, cuando realmente Aztlán, su tierra original, era
una isla cuyo nombre significa "lugar de garzas", y desde la cual sus
habitantes iniciaron un viaje por mar que los llevó a California, donde se
asentaron varios años hasta que decidieron peregrinar, junto con otras
tribus, rumbo al sur, en búsqueda de la tierra prometida, llegando hasta
Sinaloa. Luego cada clan se separó por distintos rumbos de México, siendo
solo los Aztecas quienes siguieron la profecía de no detenerse hasta que
encontraran un águila, parada sobre un nopal, devorando una serpiente».
En eso estaba cuando unos gritos me sacaron de la lectura:

—Deja de perder el tiempo con ese libro y sube las bolsas que están al
pie de la escalera —me ordenó una anciana, apoyada en un bastón, a quien
calculé unos 80 años y que vestía una falda floreada que le llegaba hasta los
tobillos, huaraches de piel y una playera del equipo de béisbol de los
Dodgies cubierta con un sucio mandil.

Me levanté, llegué hasta la puerta y vi al final de la escalera una serie de


bolsas llenas de ramos de hierbas junto a una caja de cartón de donde
asomaba la cabeza de una gallina negra. Bajé solícito y comencé a subir
todo cuando, a la mitad, desde lo alto, la mujer me detuvo y señaló de mal
modo.

—Por el pasillo de al lado, ¡como si no supieras! —Lo que me hizo


regresar a buscar dicho atajo. Caminé sopesando la carga hasta que llegué a
lo que mi abuela materna habría definido como «un jacal», mas lo que me
impresionó fue descubrir a la vieja (¿tan rápido caminó?) esperándome ante
una puerta de madera.

Entró, la seguí y, tras un par de pasos, coloqué las bolsas y la caja en el


suelo. Me disponía a salir cuando, con un tono autoritario que no dejaba
lugar a discusiones, cuestionó:

—¿A dónde vas? Si ya estás aquí, cuéntame qué necesitas. —Se sentó
en una silla de madera con mimbre, colocada en el lado izquierdo de un
armario sin puertas que contenía varios utensilios.

—A ningún lado —pretexté.

—¿Quién te trajo? —me interrogó.

—Vine con Memo a ver a Lolo —expliqué.

—¿No vienes a consultarte? —cuestionó.

—Para serle sincero, no.

—¿Qué hacías en la sala de espera de mis ahijados?

—Lolo dijo que me sentara allí; comencé a leer el libro, y entonces


usted…

—Cállate —ordenó de mala gana—. Ya decía que un güero que


entiende español significa problemas.

—Soy mexicano —presumí.

—Pues pareces gringo —acusó—, con esa piel pálida, el pelo


descolorido y tus ojos color charco de agua sucia.

—Siempre he tenido problemas por mi apariencia —me quejé.

—Ya lo sé, él me lo dijo. —Señaló hacia un altar donde había un par de


fotografías de buen tamaño: una en blanco y negro y otra a color.
Me acerqué para verlas: una, de un hombre de unos 40 años con mirada
firme, bigote ralo, camisa blanca, tupido cabello y actitud disciplinada; en la
otra estaba un beisbolista de origen latino al momento de lanzar una bola.

—Ese es «El Oso» —solté.

—¿Has ido a un partido de los Dodgies?

—Por supuesto que no —aclaré con cierta indignación—. «El Oso» no


me gusta: tiene «algo» que me choca, aunque no sé qué es.

—¿Cuándo llegaste a Los Ángeles? —me interrogó mientras encendía


un cigarrillo y lo colocaba, parado, ante la imagen del lampiño.

—Hace año y medio —contesté.

—¿Y…? —cuestionó.

—¿Qué? —reviré sin entender.

—¿Qué haces en mi casa?

—Ya le dije —reiteré—: vine con Memo.

—Apestas a olivo; esas son chingaderas —se quejó, buscó entre las
bolsas que le cargué, sacó polvo de tomillo seco (el curandero Felipe me
había enseñado a conocer algunas plantas medicinales), tomó una pizca, la
colocó sobre un platillo, vertió un aceite que tomó de un envase que estaba
frente a la foto del lampiño y, sin que mediara nada, comenzó a arder—. No
sabes ni dónde estás parado.

—Usted es una bruja —señalé.

—Soy curandera, y cuidado con volver a llamarme bruja.


3.

—Esta tierra está bañada de sangre —dijo tras una reverencia ante el
altar. Encendió otro cigarrillo y de nuevo lo colocó en la repisa—. Echo
Park se llamará siempre Chávez Ravine, y Chávez Ravine era nuestra tierra
hasta que llegaron los gringos a robárnosla. Los verdaderos mexicanos
podemos ir a donde queramos, pero siempre habrá listillos que querrán
quitarnos lo nuestro.

—Vaya —solté.

—Nadie se da cuenta de que los ladrones usan malas mañas para


engañarnos —siguió—, y entre ellas nunca faltarán los traidores como «El
Oso». —Y, mirándome con frialdad, insistió—: ¿Has ido a un partido de los
Dodgies?

—No —repetí—, no me gusta el béisbol… Tampoco veo televisión.

—Haces bien; no sabes el mierdero que hay detrás de «El Oso».

—¿Me lo cuenta? —pedí.


4.

A mediados de los años 50, Chávez Ravine (localizada entre barrancos


y colinas ricas en cantera) estaba formada por los barrios de La Loma,
Palo Verde y Bishop, una zona semirrural cercana al centro de Los Ángeles,
habitada por familias mexicanas dedicadas a la agricultura, cría de aves de
corral y ganado menor, y con particulares manifestaciones culturales.

Por aquella época, el Gobierno de Los Ángeles informó a los habitantes


de Chávez Ravine de la construcción de un proyecto habitacional que los
dotaría de residencias modernas (a diferencia de las casuchas donde
vivían) y de servicios como escuelas, hospitales o mercados. Además serían
indemnizados por la compra de sus terrenos y, una vez que se concluyera el
complejo, recibirían facilidades para adquirir las nuevas viviendas.

Si bien algunos residentes se resistieron, a la mayoría se los presionó,


amenazó, sobornó o terminaron encarcelados (la historia no oficial señala
asesinatos selectivos de los opositores); pero, ya desalojadas las cerca de
1900 familias, el proyecto fue sustituido en las oficinas del Gobierno local y
en su lugar aparecieron los planos de un coliseo que, en unos cuantos años,
se convertiría en la sede el equipo de béisbol de los Dodgies, inaugurado al
inicio de la década de los sesenta.

En menos de un lustro, el 40 % de los residentes de Los Ángeles ya eran


descendientes de mexicanos, y muchos se asentaron alrededor del estadio.
Recordando lo sucedido en las tierras de sus progenitores, organizaron un
boicot que perjudicó los ingresos del dueño de los Dodgies, lo que le llevó a
buscar opciones para engancharlos con el juego del béisbol,
consiguiéndolo con la contratación de un mexicano apodado «El Oso».

La trampa funcionó: terminó el bloqueo y permitió ingresos millonarios


para el equipo por parte de los seguidores del bateador nacido en Colima,
llegando a tal grado la manipulación que algunos historiadores
interpretaron la presencia de «El Oso» en el coliseo de los Dodgies como
«La reconquista de Chávez Ravine».
5.

—No es que él sea el mejor beisbolista, pero su fama está construida a


costa del sacrificio de los nuestros, entre ellos el de m’hijo. —Señaló la
fotografía del lampiño—. De ahí que, aunque crean que ya nos engañaron
con él, su popularidad no será eterna —sentenció.

La anciana se puso de pie, sacó de entre las bolsas tres velones negros y
los colocó en forma de pirámide, dejando la punta frente a la fotografía del
beisbolista y la base sobre la foto de su hijo. Mientras lo hacía, la observé y
descubrí que, de su playera, de color gris y azul, bajo el mandil, sobresalía
un borroso número de dos cifras que terminaba con nueve, y, en uno de los
brazos, escrito con tinta negra, un autógrafo, lo que me hizo entender que
aquello poseía un significado esotérico y tenía que ver con el odio que le
tenía.

—¿Por qué dice que no le durará? —pregunté observando los frascos,


velas y demás objetos que la mujer tenía ordenados en varias repisas.

—Tarde o temprano, su gloria va a desaparecer, y él, como traidor a su


gente, pasará al olvido.

—No entiendo —me sinceré.

—Sobre la cancha del coliseo quedó la sangre de mi hijo derramada…


Murió a manos de los marshals que usaron los yanquis para echarnos, y ese
elíxir de vida, como cuando siembras maíz, dará como fruto la «justicia
divina».

La observé: su historia era congruente, aunque yo no estuviera de


acuerdo con ella, pero no parecía que «El Oso» estuviera enterado de lo que
ella pensaba; pensé en Tony, su entrenador, y en la eterna sonrisa con la que
aparecía en la sección de deportes del periódico La Opinión y a la que
tampoco le encontré malicia, y no es que alguno de los dos me pareciera
inocente, pero me dio la impresión de que formaban parte de un plan
superior que nadie entendía, salvo la anciana.
—La sangre de mi hijo alimentó las tierras que cimentaron el coliseo de
los Dodgies, al igual que la de miles de aztecas donde se construyó el
Zócalo de la Ciudad de México…, y la catedral…, y muchos lugares que
ustedes desconocen.

—Vaya —dije al no tener más argumentos.

—Lolo, mi nieto, trabaja en la cuadrilla de mantenimiento del campo de


béisbol —presumió—, así que de vez en cuando me deja colarme por las
noches para platicar con mi hijo… Le llevo la comida que más le gustaba y
le recuerdo que debe hacer que «El Oso» pague su traición…

—Vaya —repetí.

—Siembras y cosechas —sentenció cuando la figura de Lolo irrumpió


y, sin más, puso el cañón de una pistola sobre mi cabeza.

—Ni respires, puto —advirtió.

—No hagas pendejadas —alzó ella la voz—, deja al güero en paz.

—¿Qué haces aquí? —me cuestionó el chicano.

—Platicando con tu abuela —avisé, levantando los hombros.

—Tú lo pusiste en la salita —señaló ella—, así que me lo traje pensando


que era uno de mis niños.

—Mierda con este guairo —escupió Lolo.

—Guarda esa pistola y ándate a terminar lo tuyo. —Lo encaró la


anciana poniéndose de pie con extraordinaria agilidad para tomar con
firmeza el cañón de la pistola, que presionaba mi cabeza, y bajarlo.

—Traía un atado de ramas de olivo —protestó Lolo.

—Ni idea tiene de lo que eso dignifica —le aclaró—, además de que su
destino no es morir en tierras robadas —sentenció.
Encaré a Lolo y detrás vi a Memo reprobando mi presencia en la choza,
pero la anciana los fulminó con la mirada, actitud que hizo que agacharan
las cabezas y se tranquilizaran.

—¡Ambos se me largan! —los apuró con autoridad—. No he terminado


con él.
6.

El atado de ramas de olivo forma parte de una celebración de vecinos


desalojados de Chávez Ravine que se realiza durante el mes de octubre de
cada año (no está claro el motivo por el que escogieron esa fecha, ya que la
policía expulsó a empellones a la última familia opositora a mediados de
1950). Los exresidentes reciben de los Dodgies olivo en un gesto de paz que
simboliza la reconciliación entre los fanáticos del béisbol y quienes siguen
en la lucha política por los derechos de sus habitantes originales.
7.

—Ingratos también son los mexicanos que van y llenan el coliseo


cuando él juega —dijo con rabia.

—Vaya. —Seguí encontrando lógica en sus palabras.

—Hoy me toca darle su gallina negra a m’hijo. Lolo me abre la puerta a


las tres de la madrugada, entro y se la ofrendo mientras él se toma su
aguardiente y fuma sus cigarritos… También le prendo sus velas,
platicamos y le recuerdo por qué está ahí, por qué su alma no encuentra paz
y qué debe hacer para que se pueda ir al cielo: arruinar a «El Oso»…

—Vaya —repetí.

—Los muertos no son pendejos, saben esperar, y cuando llega el


momento, más vale saber rezar. —Se puso de pie, me jaló del brazo y me
puso de espaldas al altar.

Me observó largamente, escudriñó mis ojos, revisó la palma de mis


manos, clavó la mirada sobre mi hombro y luego me escudriño en la nuca.
Asintió, me miró de nuevo y ordenó que no me moviera.

—Tienes videncia, pero aún no la controlas… A veces ves cosas, y otras


no, pero despreocúpate, ya aprenderás a usarla y sacarle provecho —
advirtió, lo que nuevamente me dejó sin palabras por su precisión.

Fue a una repisa, tomó un habano, lo encendió con una de las veladoras,
lo metió en su boca por el lado de la braza y comenzó a soplarme el humo
por todo el cuerpo. Cuando terminó, lo colocó en mi mano izquierda,
ordenó que lo sostuviera a la altura de mi corazón, fue hasta las bolsas,
tomó un mazo de hierbas, lo empapó con un oloroso líquido verde que
exprimió de una botella, me quitó el puro, se lo llevó a la boca y comenzó a
pasar el ramo por mi cuerpo mientras mascullaba palabras de las que tan
solo alcancé a entender «Jorge».
Terminó, colocó las hierbas al pie de la foto de su hijo, dejó el habano
sobre ellas, puso sus manos sobre mi cabeza y, mientras musitaba, escuché
de nuevo «Jorge».

—No solo yo digo que no te mueres en este país —dijo mirándome a los
ojos—, sino que él está de acuerdo conmigo. —Señaló la foto de su hijo.

—¿Se llamaba Jorge? —aventuré, mas me ignoró.

—Él te cuidará hasta que regreses al lado de tus padres —continuó—,


pero no abuses de tu suerte, no te quedes mucho tiempo. —Retiró sus
manos y me besó en la frente.

—Gracias —alcancé a decir emocionado.

—Nada de gracias —señaló con severidad—; a cambio de la protección,


me harás un favor —se encaminó hasta una de las repisas, tomó un saquito
color azul perfectamente zurcido por los lados, lo puso en mi mano
izquierda y me advirtió—: en cuanto regreses a México, vas a casa del
curandero Felipe y se la entregas.

—¿Cómo sabe usted de mi tío? —le pregunté, sorprendido, mientras


palpaba las formas para averiguar el contenido.

—Eso no es asunto tuyo —soltó cortante—, ni lo que contiene la


bolsita. Regresa a tu tierra, haz tus cosas y pon atención cuando la vida te
avise de que llegó la hora de convertirte en curandero.

—¿Curandero? ¿Yo? —la cuestioné incrédulo.

—¿Cuántas veces has estado a punto de morir aquí? —interrogó.

—Varias, pero no ha sido por mi culpa; no me gustan los problemas.

—Te juntas con jóvenes a los que sí les gustan —señaló.

—Pero… —intenté protestar, mas me interrumpió.


—Eso sucede porque tu camino no está en Los Ángeles, pero, si
persistes, tu vida podría llegar a su fin aquí.

—Vaya —repetí, y por la puerta se asomó la cabeza de Lolo seguido de


Memo.

—Deme su bendición, doña —pidió humilde mi amigo hincándose ante


la anciana. La mujer puso la mano derecha sobre su cabeza y rezó.

—Jefa —advirtió Lolo—, ahí tiene a una paciente esperándola.

—¿Y qué diablos esperas pa’ decirle que entre? —se quejó, y,
dirigiéndose a mí, advirtió—: Me dejas las ramas de olivo metidas en la
ruda.

Minutos después bajábamos por Laveta Terrace Street sin que ninguno
hablara. Conforme cruzábamos las calles, el semblante de Memo se fue
relajando. Encendí la radio y sonaron oldies y soul’s.

—¿Quieres ir al lago a tomar una cerveza? —preguntó finalmente.

—Naá —rechacé—, jálate hacia Sunset Boulevard, y de ahí agarramos


el Harbor Freeway pal East.

Seguimos el resto del trayecto en silencio.


8.

Tiempo después de aquella experiencia, un sábado de abril, fui con


Memo a North Palmer, en el temido Compton, para jugar dominó con sus
amigos. Esa noche me salvé de morir en un tiroteo del que nunca supe su
origen, pero en el que otros no tuvieron tanta suerte.

No consideré aquello una señal, sino una fuerte advertencia, así que,
exactamente dos meses después de aquello, un 13 de junio, abordé el avión
que me devolvió a la Ciudad de México.
Hay entes a los que no se debe llamar

Ciudad de México

1.

Regresamos del cine cerca de la medianoche y nos quedamos un rato en


la sala, comentando sobre la película que habíamos visto, cuando sonó el
teléfono: era mi padrino curandero.

—No me digas que te desperté, porque todavía no te has acostado —


dijo con su chocante tono de sabelotodo.

—No pensaba decirlo.

—¿Tienes aceite negro? —soltó sin mayor preámbulo.

—Sí —respondí intrigado.

—¿Qué cantidad? —me inquirió.

—Un litro.

—¿Y polvos? —agregó.

—También, de cinco tipos, creo.

—¿De cuáles? —me cuestionó.


Me levanté del sillón y me encaminé a la habitación que tenemos
destinada a trabajar espiritualmente (recién había sido iniciado como
Aleyo), abrí la estantería y se los enlisté.

—Perfecto, necesitamos el aceite negro y todo lo que tengas del último


que mencionaste —dijo—. Paso a por ti en diez segundos. Avísale a tu
esposa que llegarás tarde a dormir; esta vez es cosa de hombres.

—¿Diez segundos? —lo cuestioné.

—Estoy frente a tu casa, por eso sé que aún no te has acostado.


2.

Efectivamente, ya me estaba esperando. Enfilamos hacia el poniente de


la ciudad.

—Vas a conocer a un verdadero curandero —me contó durante el


trayecto—, de esos ya viejitos que lo saben todo, de los que ya casi no hay
porque se están muriendo con extraña rapidez.

—¿Qué vamos a hacer con él? —le reviré.

—No estoy seguro —respondió.

Media hora después, estacionó su auto frente al portón de una sencilla


casa. Nos bajamos, yo con el aceite y los polvos, él cargando pequeñas
bolsas con diversas tierras, tocó el timbre, y, casi de inmediato, nos abrió un
joven, quien nos invitó a pasar. Entramos, y al contrario de lo pequeña que
se percibía desde afuera, era amplia: tenía varias habitaciones, a oscuras,
construidas del lado derecho, junto con un gran patio.

El adolescente se dirigió al único cuarto que se localizaba en el lado


izquierdo, tocó la puerta a modo de aviso, abrió, nos cedió el paso y
desapareció.

Quedé impresionado: su interior era el sueño de cualquier curandero,


por el material y herramientas que había. En uno de los rincones estaba un
anciano, sentado frente a una mesa, fumando y bebiendo un humeante café
en una vieja taza.

Mi padrino lo saludó y nos presentó. El viejo, de mediana estatura,


delgado, con abundante cabello y bigote completamente canos, piel morena
y gesto duro, me escudriñó antes de estrechar la mano que le ofrecía para
saludarlo.

—¿Este es tu mejor ahijado? —cuestionó.

—Sí —le respondió.


—Será muy avanzado, pero también bastante rebelde —dijo—; para ser
un buen espiritualista se necesita disciplina.

—Precisamente por eso lo traje: aunque no lo parezca, es el más


ordenado… A veces, hasta más que yo.

—Veremos —comentó, me recorrió una vez más con la mirada, torció la


boca e hizo un ademán para que me sentara frente a él.

Mi padrino se quedó de pie, y permanecimos en silencio al tiempo que


él daba profundas caladas a su cigarrillo hasta terminarlo.

—¿Te dijeron de qué se trata? —me preguntó.

—No —contesté.

—De tener los güevos bien puestos —advirtió.

—Nunca me ha dejado mal —le aseguró mi padrino.

—Veremos —repitió el viejo con desdén y encendió otro cigarro.


3.

Estábamos allí para hacer un trabajo negro, se me explicó, mas no se


comentó el motivo ni el destinatario. Esto me molestó: no me gustan las
«brujerías» (aunque sé hacerlas y conozco unas bastante buenas), pues para
mí el único que tiene autoridad para poner «en orden al caos» es el dios en
el que uno crea. Lo peor es que mi padrino sabía perfectamente cuál era mi
posición al respecto y de todos modos me involucró en aquello. Decidí
mantenerme a la expectativa.
4.

Colocamos sobre la mesa las bolsas con tierras, el aceite negro y los
polvos, junto a un pedazo de carbón, pimienta, alfileres de cabeza negra,
papel estraza, frascos con diversos contenidos, una cazuela de barro,
piedras, botecitos con pintura, mostaza, una lengua de res, una botella de
vodka sin abrir y un saco con pólvora.

—Llegó la hora —dijo el anciano. Dio la última fumada a su cigarro y


lo arrojó al suelo; mi padrino se colocó en uno de los rincones de la
habitación. Lo miré, extrañado, mas algo percibió el curandero, que, de
inmediato, me amonestó—: ¡Pon atención!

—Cuando usted diga, empezamos —respondí.

—Apaga la luz —ordenó, mas antes de que todo quedara a oscuras,


tomó con rapidez un gran velón negro que colocó en el centro de la mesa y
lo encendió.

El viejo descansó su espalda sobre la silla, puso sus manos sobre los
muslos, jaló tres veces aire, y, de inmediato, su cuerpo se convulsionó:
estaba montando a su guía. Instantes después, físicamente manifestó
cambios que lo diferenciaban del curandero original. En silencio y con los
ojos cerrados, se puso a preparar el contenido de la cazuela, tomando con
extraordinaria precisión (como si pudiera verlos) cada ingrediente.

Me mantuve atento por si en algún momento solicitaba mi ayuda, pero


no lo hizo, hasta que, sin más, se detuvo e, inclinándose hacia mí, soltó una
espeluznante risotada. Yo me eché hacia atrás al reconocer en su aliento el
olor putrefacto que desprende un cadáver.

—No tengas miedo —dijo con voz cavernosa.

—No —aclaré, aunque debo reconocer que estaba impresionado: jamás


había sido testigo de cómo un guía podía provocar una transformación,
pero, además, parecía que estaba leyendo mis pensamientos.
—¿Esperabas una voz cursi como la del maestro que se le mete a tu
padrino? —cuestionó burlón.

—Quizá más amable.

—Los guías espirituales son ridículos, hablan como si de verdad fueran


sabios cuando en vida fueron unos verdaderos hijos de puta —dijo con
desprecio—; nosotros somos otra cosa.

—Ya decía que aquí sucedía algo extraño —expresé ante la ambigüedad
de su última afirmación.

—¡No digas nada! —gritó mientras me apuntaba con su dedo índice—.


¡Cállate! No tienes ni puta idea de lo que es estar así.

—Por supuesto que no: yo estoy vivo —señalé.

—Ya te llegará la hora —escupió entre espantosas carcajadas.

—Supongo.

—Y te aseguro que ese día estaré allí para llevarte conmigo —


amenazó.

—Sí, pero mientras llega ese momento, yo estoy de este lado y tú, allá
—respondí ocultando mi nerviosismo. No estaba seguro de a qué obedecía
todo aquello, pero, cuando busqué con la mirada a mi padrino, solo
encontré oscuridad a mí alrededor.

—Yo no estoy allá, me encuentro aquí, entre ustedes, gracias a gente


como el viejo, que a veces me presta su cada vez más fétido cuerpo, lo que
me permite vengarme de lo que me hicieron —se quejó.

—Yo no sé qué te sucedió cuando estabas vivo, pero… —traté de decir,


mas me interrumpió con gritos.

—¡No me lo hicieron vivo!... Un curandero me despertó para ofrecerme


una recompensa si me deshacía de una familia; incluso prometió que podía
«comerme sus almas» una vez que acabara con ellos, pero no me avisó de
que, si yo aceptaba, no iba a poder regresar a donde estaba, y tampoco de
que, una vez que cumpliera con mi parte, él se iba a desentender de mí y me
dejaría errando en su mundo.

—Ese no es mi problema —aclaré.

—Claro que lo es. ¡De todos ustedes los curanderos! —vociferó.

—¿Sabías que, conforme te prestes a realizar este tipo de trabajos,


buenos o malos, estás abriendo tu camino hacia la luz? —cambié la
conversación.

—¡No trates de engatusarme! —advirtió—. Así, como estoy, me


encuentro a gusto; en vida jamás tuve tantas potestades.

—No se trata de poder —insistí ingenuamente—, sino de evolución.

—¡Soy lo que quiero! —bramó—. Gracias a ese engaño, aprendí a


seguir «comiendo» las almas de todo aquel que se cruza en mi camino… ¡Y
lo mismo haré contigo! —Tras lo cual, echó de nuevo la espalda del
anciano hacia atrás y retomó el trabajo.

Tomó el papel estraza y el carbón, anotó un nombre masculino y


comenzó a clavarle alfileres para ensartarlo en la lengua de res mientras
profería maldiciones que en mi vida había escuchado. Sabía lo que estaba
diciendo, así que sentí pena por las siguientes generaciones, hijos, nietos y
demás, que pagarían esas condenas.

—¿Sabes por qué hago esto? —siguió leyendo mis pensamientos.

—Explícame.

—Este cabrón ha violado a muchas niñas.

—¿Así que estás aquí en plan justiciero? —me burlé.

—¡Estoy cumpliendo con un pacto! —gritó al tiempo que daba un


violento manotazo sobre la mesa—. Me encargaré de él, recibiré mi pago y
esperaré a que mueras para darte la bienvenida en el más allá.
—¿Por qué lo estás armando tú? —cuestioné—. El anciano podría
encargarse de eso.

—Quiero estar seguro de que todo salga bien.

—No te creo —dije.

—Haces bien —dijo usando la misma frase que suelo decir cuando
estoy en una situación parecida, lo cual me dejó sorprendido—. Dame la
pólvora —pidió.

—Olvídalo —me negué.

—¡Entrégamela! —exigió.

—¡No! —grité—. No pienso establecer ningún tipo de vínculo contigo.

—¡Te crees muy listo! —rugió, incorporándose sobre la mesa para


colocar su rostro (el del anciano) cerca del mío. En ese momento abrió los
ojos, y lo que vi me infundió miedo—. ¡Dámela! —vociferó lleno de ira.

—¡No! —reiteré, sobreponiéndome a la impresión que me había


causado ver «la nada» que hay en la muerte.

El ente, que para ese momento ya tenía serias dudas de que fuera «un
desencarnado», soltó una funesta carcajada, cerró los ojos y regresó a la
silla, mas en el camino tomó el saco de pólvora y luego esparció el
contenido en la cazuela.

—Te asusté —se jactó.

—Es mucha —le advertí, ignorándolo—; puedes provocar un incendio.

—Lo que también provocaría tu muerte, y así me evitaría el


aburrimiento de regresar a buscarte —dijo burlón en el instante en que
metía el último material dentro de la cazuela. Tomó la botella de vodka, la
destapó e ingirió de un trago su contenido—. Nos volveremos a ver —
advirtió antes de que el cuerpo del anciano comenzara a estremecerse de
nuevo hasta quedar flácido sobre la silla, lo que coincidió con la aparición
de mi padrino.
5.

—¿Dónde estabas? —le reclamé.

—Allá atrás —respondió señalando hacia uno de los rincones.

—¿Así nada más, estabas de espectador mientras esa cosa se divertía


conmigo?

—Lo único que vi fue al guía espiritual del curandero «sazonar» la


lengua.

—¿Viste qué…? —lo cuestioné.

—Al contrario de lo que pensamos, no te molestó para que lo ayudaras.

—¡Estás loco! —alcé la voz.

—No grites. ¿No ves que está regresando? —dijo señalando al anciano.

—¿Todo bien? —preguntó como si nada hubiera sucedido.

—Afortunadamente —le respondió.

—Toma el cazo y llévalo al patio —me ordenó al tiempo que encendía


un cigarrillo; no mostraba ningún síntoma de haberse embriagado.

—Denme unos minutos —pretexté—, tengo náuseas.

—Yo lo llevo —se ofreció mi mentor—, cuanto más rápido «le demos
fuego» a esto, mejor.

El curandero y yo quedamos sentados, en silencio, uno frente al otro. Él


observando la braza de su cigarro, y yo a punto de increparlo cuando, desde
el patio, un grito avisó de que todo estaba listo. Salimos.
6.

Quedamos a la espera de las indicaciones del curandero mientras yo


ideaba un pretexto para negarme a encender la pólvora en caso de que me lo
pidiera; mas la instrucción la recibió mi padrino.

Después del resplandor de la pólvora, el contenido de la cazuela


comenzó a arder hasta que, tras largos minutos, se extinguió. Fue entonces
cuando el anciano comentó:

—El muerto que hará este trabajo es impresionante. A veces creo que en
realidad es un demonio que se le escapó al mismito Satanás.

—Llegó la hora de irnos —avisé, haciendo caso omiso a la intención del


curandero de darnos explicaciones—; estoy demasiado mareado.

Aceptó gruñendo. Nos despedimos del viejo, el cual, si bien agradeció


nuestra presencia, tampoco se mostró efusivo; quizá fue mi imaginación,
pero me pareció percibir una leve burla en sus labios.

Una vez en el auto, camino de regreso a mi casa, lo confronté:

—¿Por qué me escogiste para ayudarlos?

—La semana pasada vine a saludar al viejito; tenía muchas citas, así que
lo ayudé un rato —explicó—. Cuando estaba montando a su guía, con el
último paciente, antes de terminar, se volteó y me dijo que en ese templo se
iba a realizar una obra importante que iba a requerir de mi apoyo y de
alguien más a quien yo le tuviera confianza… Me aclaró que sabía de quién
se trataba… Y pensé en ti.

—Creo que fue por otras razones —dije.

—No las hay —trató de acotar.

—¿Cómo es posible que no te hayas dado cuenta de todo lo que ocurrió


en esa habitación?
—No vi nada raro —insistió.

—Su guía no lo hizo —dije.

—Hace tiempo te lo enseñé: si no es su protector, o un muerto, podría


tratarse de una entidad, o un demonio… Y en caso de que se apareciera, no
nos metemos con ellos; la línea que nos separa unos a otros nunca debemos
cruzarla —expuso.

Tomando en cuenta la gran cantidad de material que tenía el anciano en


su casa, me asaltó la idea de que el aceite negro y los polvos hubieran sido
el pretexto de alguien para hacerme ir esa madrugada. Opté por callarme.
El curandero Felipe (2)

Ciudad de México

1.

Me paré frente a la casa de mi tío, toqué el timbre, no obtuve respuesta,


y como siempre digo: «A toda persona que se dedica a las limpias
espirituales, y no cuenta con discípulos, no hay que presionarlo, pues nunca
se sabe cuándo está ocupado»; así que opté por esperar.

Pasaron minutos, y no fue hasta que me sentí observado que noté su


presencia. Era un hombre inmenso (en altura y anchura), de unos 45 años.
Tenía un aspecto desaliñado y vestía una chamarra que no coincidía con el
caluroso verano que nos abrumaba. Estaba parado al lado de un taxi, con los
brazos cruzados sobre el pecho y la mirada clavada en la acera.

Agudicé mis sentidos, mas no pasó de mirarme de reojo. Minutos


después, la puerta se abrió y dio paso a una sonriente mujer que reconocí
como una paciente habitual. Cruzamos escuetos saludos; luego ella se
encaminó hacia donde estaba el hombre y yo entré a la casa.

—¡Te tardaste! —exclamó Felipe mientras acomodaba en el patio las


sillas en las que esperaban los feligreses su turno.

—Tuve que ir a la universidad —expliqué.

—Lo sé —me interrumpió—, también estoy enterado de que se te hizo


sospechoso el tipo recargado en el taxi.
—Vaya con tu clarividencia —dije, sorprendido, mientras me entregaba
una escoba.

Terminamos de limpiar. Felipe me ofreció pasar a su capilla para


hacerme un despojo espiritual, pero decliné.

—No te voy a cobrar —fingió indignación.

—Sabes que no es por eso —aclaré—, pero antes de venir me tomé un


par de cervezas y no quiero faltar al respeto a tu altar.

—Por ahí hubieras empezado —dijo frotándose las manos—. No es


posible que tengas solo dos cervezas en el estómago; necesitas
compensarlas con un trago —dijo haciéndome una señal para seguirle al
interior de su casa.
2.

Me entregó el vaso, lleno casi hasta el borde, se sentó frente a mí y


brindamos, pero, durante ese instante de silencio, escuché indefinibles
ruidos procedentes del fondo de su casa.

Dirigí la mirada hacia aquel rincón mientras Felipe se reía, quizá al


recordar la tarde en que ante mí cruzaron tres de sus fantasmas.

—¿Cómo viste al muertito? —soltó sin mayor preámbulo.

—¿A los del otro día? —pregunté señalando hacia el pasillo.

—No, al que estaba afuera esperando a la paciente.

—¡Ya decía que el tipo se veía extraño! —exclamé—. Su aura no


brillaba.

—Vas aprendiendo —reconoció, y encendió un cigarrillo.

—Se ve demacrado —agregué.

—También te diste cuenta —celebró.


3.

—¿Recuerdas por qué viene la mujer? —me interrogó.

—Creo que su esposo la maltrata.

—Él ingería alcohol por una fuerte depresión, no lograba conservar un


empleo, ignoraba a sus hijos… No se hacía cargo de nada.

—Sí, recuerdo que le sugeriste que lo trajera.

—Era urgente quitarle el «bulto» que traía… Eso sucede seguido: la


gente no toma en cuenta que, a veces, el desánimo lo provoca un
desencarnado.

—Supongo que las cosas mejoraron: salió sonriente, y el tipo ya se


acerca a tu casa; quizá un día decida entrar.

—Demasiado tarde —avisó el curandero antes de apurar el contenido de


su trago—: ya murió.
4.

Felipe se puso de pie, me pidió mi vaso, ya vacío, y desapareció. A los


pocos minutos, regresó con más tragos y se acomodó en su sillón.

—En uno de sus ataques de depresión y borrachera, el marido decidió


suicidarse —explicó—. Consiguió una soga y se colgó de una de las vigas
de su recámara.

—¿Cómo es que falleció si lo acabo de ver? —exclamé.

—Es por culpa de los chinos —señaló con una incomprensible sonrisa.
5.

—Cada cultura tiene sus creencias acerca de cómo se comportan los


muertos —expuso—. No es que yo sepa mucho de brujería china, pero
conozco algunas de las ideas que tienen sobre ellos, y una se aplica a lo que
sucedió.

—Cuéntame ya —lo apremié.

—Paciencia —pidió tras dar un sorbo a su vaso—. Le advertí varias


veces a la mujer que debía traérmelo si quería mi ayuda, pero le tenía
miedo, así que desistí.

—¿Y no podías quitarlo de lejos? —lo interrogué.

—Sabes que no —me regañó con suavidad—; eso se hace con la


persona presente y casi siempre cuando está de acuerdo.

—Vaya —acepté recordando sus enseñanzas.

—Una mañana, ella sale a trabajar, y él decide suicidarse; se lo previne,


pero nunca me imaginé que las cosas pasarían así.

Felipe hizo una pausa para encender otro cigarrillo, mas lo colocó
parado sobre el cenicero para dejar que lo consumieran sus muertos.

—Los brujos chinos explican que las posesiones suceden en un instante,


en la milésima parte de un segundo, tiempo suficiente para que un
desencarnado se robe el cuerpo del que está casi muerto.

—No entiendo —reconocí.

—El tipo se cuelga, y, en el momento en que las últimas partículas de su


espíritu estaban por abandonarlo, el espectro aprovecha para apropiárselo en
una especie de intercambio.

—¿Cómo es que ese «muerto» se instala en un cadáver? —pregunté.


—Aún no lo es —dijo con paciencia—. La gente piensa que una
persona muere cuando desaparecen los signos vitales, pero realmente lo
hace cuando el espíritu se separa por completo de su organismo; luego se
queda nueve días a su lado, observando la tristeza de la familia, el velatorio,
lo que dicen de él, y, finalmente, su entierro.

—¡Vaya, el fantasma sabía lo que tenía que hacer! —exclamé—. ¿Y la


esposa no se dio cuenta?

—Me contó que regresó de su trabajo, la soga aún pendía de la viga, y


lo encontró sentado en la cama, pensativo. Conversaron, él reconoció que
había intentado suicidarse, las marcas en el cuello eran obvias, después le
confesó sus temores, el origen de su tristeza y cómo la violencia sexual que
padeció en su niñez afectó a su existencia.

—¿Ella no notó nada extraño? —insistí.

—Al contrario: su sinceridad la conmovió; él prometió dejar la bebida,


buscar un empleo y dedicarle más tiempo a su familia.

—¿Y…?

—Él cumplió su palabra, y, por lo mismo, me jura que en su matrimonio


todo lo malo quedó en el pasado.

—Vaya —dije antes de soltar una inapropiada carcajada, pero de


inmediato me recompuse y ofrecí una disculpa.

—No te justifiques, en casos como este, no se pueden evitar…

—¿Aun así la mujer sigue viniendo a verte?

—Sí. Hemos conversado, pero no en los términos en los que te lo acabo


de explicar —señaló—. Curiosamente, piensa que el cambio es por mis
trabajos espirituales.

—Vaya…
—Trato de convencerla de que su marido está fingiendo y que no
tardará en volver a sus antiguos vicios, pero no me hace caso. Viene para
que le siga atendiendo temas del trabajo, los hijos y demás cosas.

—Suena complicado —reconocí.

—Sí y no —soltó con ambigüedad—. Sí porque ella ha sufrido tanto a


su lado que está convencida de que él cambió, y no porque, al venir, la
protejo de ese ente oscuro.

Los dos nos quedamos en silencio: yo, reflexionando sobre el caso, y mi


tío, observándome, hasta que solté otra carcajada.

—¿Y eso? —me cuestionó…

—No pude evitar pensar que la mujer tiene sexo por las noches con un
desencarnado —reconocí apenado.

—A veces entro en un dilema —me ignoró—: ¿cómo saco a un muerto


de un cadáver? ¿Se puede matar a un muerto? ¿Debo hacerlo?

—Suena complicado —reconocí—, porque, si lo haces, el esposo


moriría.

—Ya está muerto; su espíritu ya no está, aunque el cuerpo siga aquí.

—Yo haría otra pregunta —lo interrumpí en sus cavilaciones—: ¿cómo


sabía ese muerto que podía realizarse un intercambio?

—Interesante —reconoció.

—Si pudo hacerlo, entonces cualquiera de ellos puede llevar a la muerte


a una persona deprimiéndolo.

Felipe se quedó en silencio, clavó su mirada en la alfombra que cubría


el piso de la sala y solo la levantaba de vez en cuando para observar cómo
se consumía el cigarrillo. Estaba consultando a sus guías espirituales.
—Solo se me ocurre que ese muerto sea chino —dije reprimiendo la
risa, mas fue él quien estalló en carcajadas.

—No, pero ellos me dicen que lleva muchas vidas haciéndolo, y fue
quizá en una de ellas que tuvo contacto con la cultura oriental. En su última
reencarnación fue un terrible brujo, y a partir de ahí, cada cierto tiempo,
hace lo mismo, ya que «no encuentra la luz», y mientras siga robando
cuerpos, menos trascenderá, pues, para conseguirlos, mata; pero siempre
digo: «A Dios no puedes engañarlo; el ser humano es el único animal que se
miente a sí mismo».

—¿Cómo se atreve a pararse frente a tu casa?, ¿acaso no se da cuenta de


que eres «el famoso curandero Felipe»?

—Quizá porque a medida que se compenetra con su nuevo cuerpo, está


perdiendo «sus poderes» —aventuró. Se puso de pie y fue a preparar una
tercera ronda de tragos. Al volver, seguía pensativo.

—Así que seguirá con lo mismo «por los siglos de los siglos» —
advertí.

—Ya veremos —dijo mi tío, y cambió de tema.


6.

Pasados cinco meses, coincidí con la mujer al salir de la casa de Felipe,


aunque, a diferencia de la última vez que la vi, iba llorando.

—¿Qué le pasó a tu paciente? —pregunté tras saludarlo.

—Murió su esposo —contestó aún asombrado—. Es impresionante


cómo el mundo espiritual nos da sorpresas.

—Con razón no lo vi esperándola afuera —comenté—. ¿Qué sucedió?

—Lo apuñalaron dentro de su taxi al tratar de asaltarlo.

—¡Vaya! —exclamé confundido.

—Creo que, del susto, el ladrón no le quitó dinero ni reloj…, nada.

—Terrible manera de morir.

—Ya ves, se posesionó de un cuerpo y, precisamente por tenerlo,


murió.

—Eso es una sorpresa: hacerse mortal lo llevó a la muerte.

—¿Recuerdas lo que te dije, que a Dios no puedes engañarlo y es el ser


humano quien se miente?

—Sí… Todo se acomodó por sí mismo —agregué.

—Los chinos no contaron la historia completa de cómo muere el muerto


—soltó Felipe antes de proponerme—: ¿Quieres entrar a la capilla?

—Claro —acepté.
Muertos viejos

Ciudad de México

1.

Ya no frecuento el Centro Histórico como antes; si bien en mis


numerosas excursiones viví interesantes experiencias, algo ya no me atrae,
ni siquiera sus antiguas librerías llenas de asombrosos tesoros.

Una de esas vivencias fue al salir una madrugada del bar La Pata Gris,
donde conocí a un anciano vendedor de flores cuyo pasado incluía una
estancia en Luisiana tocando blues en una banda integrada por árabes,
alemanes y mexicanos, pero hay más anécdotas que nada tienen que ver con
aventuras musicales.
2.

A finales de un frío mes de septiembre, llevamos a un matrimonio


libanés, familiares de mi esposa, a cenar al Café de Tacuba y luego los
complacimos con una caminata hasta el Zócalo, a la que se agregó su
interés por conocer la Iglesia de Santo Domingo, donde nos sorprendió un
aguacero.

Mientras nos guarecíamos en uno de los portales de la Plaza 23 de


Mayo, observé de lejos platicar a una pareja en la esquina de las calles
República de Brasil y Venezuela, indiferentes al torrencial.

El hombre portaba el impermeable de los empleados de limpieza del


Gobierno local, mas lo que atrajo mi atención fue su compañera: una mujer
enfundada en una toca, con una veladora encendida aferrada a sus manos, y,
más aún, que esta no se apagara por la lluvia.

—¿Vas a empezar? —dijo mi esposa detrás de mí—. Cuando te quedas


escudriñando en silencio, es que algo has descubierto.

—¿Has visto a ese par? —le inquirí.

—Parece no importarles mojarse —dijo cuando la lluvia menguaba.

—No solo eso, platican en actitud misteriosa, como si compartieran un


secreto, cuando no hay nadie cerca que pueda importunarlos —señalé—. Lo
curioso es ella, no solo por su vestimenta, sino porque su velón parece
resistente al agua.

—Sí —aceptó—, pero tenemos invitados, y lo menos educado que


podrías hacer en este momento es perseguir fantasmas.

Me volteé a verla para darle la razón (fueron segundos), mas, al regresar


la mirada hacia la pareja, no solo había dejado de llover, sino que la mujer
con aspecto de religiosa había desaparecido.

—Deja de pensarlo —dijo, a fin de cuentas, también muertera—;


acércate para que le preguntes al barrendero tus dudas. Quizá la plática te
inspire para escribir un texto para tu blog, pero no tardes.
3.

—Hola, ¿tienes frío? —lo saludé, y me observó con curiosidad mientras


yo identificaba sus rasgos pese a la capucha del impermeable que cubría su
cabeza. Le calculé unos 65 años. Tenía barba de varios días, estaba
encorvado por la edad y tenía una extraña mirada que, de momento, no
pude identificar por la falta de luz.

—Un poco —respondió sin sobresaltos, y agregó—: ¿A qué me vas a


invitar para quitármelo?

—¿Qué será bueno? —aventuré.

—Algo que cale hasta los huesos —avisó antes de soltar una extraña
risita—. Aunque, para ser sincero, no acostumbro a emborracharme.

—Yo tampoco —dije mientras el frío septembrino me sacudía—. Si te


fijas, vengo acompañado por mi esposa y su familia —señalé hacia el grupo
—, pero tengo unas dudas y…

—Ya sé, sobre la mujer con la que conversaba —me interrumpió—; ella
me advirtió que te acercarías.
4.

—¿Cómo te lo explico? —solté dudando de si estaba platicando con un


desencarnado.

—No es necesario —aclaró él—; ella sabe qué eres. Le gusta la gente
como tú, que percibe muertos y la pueden ver: la revitaliza, la reanima, le
da valor para seguir siendo ella.

—No entiendo —me sinceré y traté de provocarlo para que me diera


más detalles—. Es raro que los fantasmas cumplan cien años sin reencarnar.
—Guardó silencio, bajó la capucha de su impermeable, me escudriñó y
sonrió—. ¿Quién es? —cuestioné, confirmando que debajo del
impermeable había un raído uniforme de los empleados de limpieza del
gobierno.

—Ella quiere hablar contigo.

—¿Y eso? —lo cuestioné.

—La señorita Rosa Lindor advirtió que te daría miedo —soltó con
malicia.

—¡¿Qué?! —exclamé.

—Mmm… —trató de jugar.

—Conmigo se equivocan, ambos —señalé mientras usaba mi videncia a


través de él—. Soy muertero y vidente desde niño, así que, si quieren verme
la cara de pendejo, los muertos o los vivos, es difícil.

—Ella es la señorita Rosa Lindor —enfatizó el nombre—, no sabes lo


que te pierdes.

—Vaya.

—¿La conoces? —cuestionó.


—Obviamente no, pero todo el mundo sabe de las leyendas de muchas
monjas que se suicidaron en esta parte de la ciudad —dije para que le
quedara claro que los había descubierto, mas el hombre soltó otra risita.
5.

En el año 1540, en la época de la Colonia, Rosa Lindor, hija de un


acaudalado linaje, se enamoró de un joven de origen mestizo llamado Juan
Acebal. La familia de la joven, al notar que el hombre la correspondía, lo
investigó y descubrieron que estaba casado con una indígena de nombre
Guadalupe y que entre ambos habían urdido un plan para que él la
enamorara y estafara.

Cuando Rosa Lindor fue informada por su padre de la verdad sobre su


pretendiente, se deprimió profundamente, se volvió taciturna, casi no
hablaba, dejó de asistir a eventos sociales, harto necesarios para los
negocios del clan, y los pretendientes acaudalados se alejaron.

En esos años, Fray Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México,


había fundado varios claustros, entre ellos el Convento de San Francisco y
el Convento de la Concepción (que ya contaba con la leyenda del fantasma
de María Gil), el mismo al que Rosa, decepcionada, solicitó ingresar como
monja.

Era tal la tristeza, que ella se suicidó colgándose de un árbol (igual que
María y que muchas otras ingresadas por motivos similares: mal de
amores); mas, a diferencia de Gil, las apariciones fantasmales de Lindor
comenzaron en los alrededores del convento, y después en sus calles
aledañas, hasta que, con los años, su presencia, vestida como monja y
portando una veladora encendida, se hizo común en el Centro Histórico.
6.

—La señorita Rosa Lindor regresará en una hora…, más o menos —


avisó el tipo de la limpieza con cinismo y mientras desabotonaba su
impermeable—; es lo que tarda en recorrer la zona norte de la catedral.

—Vaya.

—Avisa que no regresas —aludió a mi esposa y a sus familiares.

—¿Cómo la conociste? —ignoré su insinuación.

—Recogiendo la basura que dejan los turistas que visitan el Centro


Histórico. —Levantó los hombros y siguió contando su historia—: Mi jefe
me dio el turno de la noche para fastidiarme, creyendo que con eso
conseguiría mi renuncia, pero, conforme pasaron los días, comencé a ver
situaciones interesantes: a las prostitutas, a los vendedores de droga, a los
que trafican con mercancía robada…

—Vaya.

—Me gustó el ambiente, aunque en ocasiones podía ponerse un poco


violento... Luego empecé ver a los muertos que deambulan en las
madrugadas, los jóvenes y viejos, y, con el tiempo, aprendí a platicar con
ellos. —Se quedó callado, me miró y añadió—: Tienes razón, de los
fantasmas antiguos quedan pocos. Ya ni siquiera María Gil anda por aquí.
Eso de que aún se la ve recorriendo las calles es publicidad para atraer
paseantes.

—¿De qué moriste? —dije al fin.

—¡Yo no estoy muerto! —protestó ante el repentino cambio que di a la


conversación.

—¿Cuándo y cómo falleciste? —insistí.

—¡No, nunca! —se defendió, pero percibí duda en su voz—. Yo trabajo


todas las noches aquí y…
—Solo los muerteros o los espiritistas pueden hablar con fantasmas, a
veces los videntes… Por eso mi esposa me sugirió acercarme para
conversar contigo —lo interrumpí—. Tú no eres nada de eso, no tienes
dones, pero hablas con una muerta, así que estás muerto.

El hombre se quedó boquiabierto mientras se llevaba la mano izquierda


hacia el pecho, donde había un par de agujeros en su uniforme, quizá de
balazos, a la altura del corazón. Nos quedamos en silencio hasta que sus
ojos trataron de humedecerse.

—¿Quién te mató? —le ofrecí más argumentos para que aceptara que
era un desencarnado, pero se mantuvo en silencio, sin salir de su
estupefacción, lo que en cierto momento me conmovió—. Perdona la
brusquedad, pero ya no puedes seguir pensando que estás vivo. Cuanto más
tardes en aceptarlo, más difícil te será trascender. —Y añadí—: Dale
saludos de mi parte a la señorita Lindor.

Me di vuelta y me alejé, pero, apenas había avanzado unos pasos,


escuché una voz femenina diciendo mi nombre. No volteé a ver quién era;
resultaba obvio, y también peligroso.
La anciana que creía estar enamorada

Ciudad de México

1.

Aquel sábado terminó el toque de tambor a Ochosi, deidad de la


Santería; nos despedimos de los religiosos conocidos, cuando vimos que
comenzaban a circular las botellas de ron. Salimos y nos disponíamos a
subir al auto cuando una santera se me acercó.

—Buenas noches, ¿cómo hago para una consulta con usted? —soltó.

—¿De qué tipo? —pregunté extrañado, pues conocía a su padrino, un


Babalawo—. ¿No has hablado con tu tutor religioso?

—No…, es que no es para mí; es para mi abuela, y necesito un vidente.

—Vaya.

—No es complicado… Bueno, sí… No sé, se trata de ir a platicar con


ella. No creo que viva mucho, y tiene una duda con la que no quiere morir.

—Vaya —repetí.

—Es una conversación y que usted responda una pregunta.

La observé (la conocía de vista, y solo habíamos intercambiado saludos


en los güiros donde coincidíamos), saqué una tarjeta con mis datos, se la
entregué y nos despedimos. Me llamó a los tres días, pidiéndome que
eligiera qué día podía atenderlas. Acordamos vernos el siguiente sábado por
la tarde.
2.

Vivían detrás del Museo Nacional de las Intervenciones (famoso por la


aparición de desencarnados a sus alrededores, a cualquier hora del día). Nos
estacionamos frente a un parque, cruzamos la calle y tocamos el timbre de
una antigua pero bien conservada casa, pintada de color blanco y con
detalles en cantera gris. Nos abrió la santera, cruzamos el amplio patio y
entramos.

—Ella es mi abuela Antonia —nos presentó a una mujer delgada,


sentada en silla de ruedas en medio de la sala. Tenía ojos claros, nariz
respingona, labios delgados, rostro alargado y surcado por arrugas, era
pálida, de cabello largo cano bien peinado, portaba anillos de oro y vestía
ropa azul claro—. Háblenle fuerte, no oye bien.

La anciana nos examinó hasta que sonrió levemente, extendió la mano


para saludarnos, nos invitó a sentarnos y pidió a su nieta un servicio con
café, té y galletas.

—¿Usted es el clarividente? —me interrogó la anciana.

—Soy vidente; nací con el don, pero lo desarrollé hasta que llegué a la
adolescencia.

—¿Y usted es bruja? —se dirigió a mi esposa y, de inmediato, recibió


una amonestación de su nieta.

—No te preocupes —le dijo mientras yo me reía, y, dirigiéndose a la


mujer, la cuestionó—: ¿Por qué dice eso?

—Porque él también tiene cara de brujo —contestó, señalándome con


su dedo índice deformado por la artritis, lo que hizo que me riera de nuevo.

—¡Abuela! —la increpó la santera.

—Ya pues. —Manoteó la vieja en el aire y me preguntó—: ¿Está listo


para oír mi historia?
3.

—Me casé joven, como se acostumbraba antes, con 17 años, y ahora, a


mis 93, puedo afirmar que mi matrimonio con Ramón fue infeliz. Al único
hombre con el que compartí intimidad le gustaban las mujeres. Era
distribuidor de productos de belleza, además de parrandero y jugador…
Estaba enamorada y, pese al sufrimiento que me provocó, aún lo quiero…
Antes uno se casaba una vez y para siempre, así que, a los pocos meses de
habernos unido en una bonita fiesta, a la que acudió toda mi familia y unos
cuantos de la suya, le descubrí una infidelidad con una secretaria de su
trabajo. No me pregunte cómo lo supe, pero, desde niña, fui educada para
afrontar problemas, así que le reclamé su proceder, recibiendo como
explicación un par de bofetadas y su indiferencia durante una semana.
Aquella noche él no durmió conmigo, y tuve pesadillas que hasta el día de
hoy recuerdo. A la mañana siguiente me levanté triste, pero, en cuanto salí
de la recámara, me tranquilizó verlo dormido en la sala. Me esmeré en
prepararle el desayuno.

—Vaya —exclamé—. ¿Aun con los golpes?

—Sí —aceptó sin asomo de vergüenza.

—Vaya —repetí sintiéndome incómodo.

—Ramón salió rumbo a su trabajo, llamé por teléfono a mi madre, le


platiqué lo que había sucedido, y me contestó que «los hombres son así, y
una debe aceptarlos», que debía dedicarme a él y «establecer una familia
para que la vida siguiera su rumbo» —hizo una pausa.

—Continúe —la alentó mi esposa.

—Ese día descubrí algo que, hasta la fecha, y pese a mi edad, sigo sin
comprender ni olvidar: en diversas partes de la casa encontré restos de
tierra.

—¿Tierra? —interrogué agudizando mi videncia.


—Sí, negra, como si alguien hubiera entrado con los zapatos sucios;
pero no se veían huellas, además no teníamos jardín.

—Vaya —solté.

—Lo más curioso —agregó— es que durante siete días seguidos me


sucedió lo mismo: descubría residuos, incluso una vez debajo de mi cama…
Revisé los zapatos de mi esposo, y ninguno tenía señales de barro o algo
parecido.

—Entiendo —dije para que se olvidara de aquello, sin embargo, la


santera tomó nota mental de mi actitud.

—Volviendo al tema: luego de hablar con mi madre, tomé la decisión de


hacer caso a su consejo y aquella noche le preparé la cena. Cuando llegó, se
sentó, le serví, esperé a que comiera, se levantó y se fue a dormir sin
siquiera mirarme. Comí de pie en la cocina, después recogí y lavé todo.
Entré en la recámara, me preparé, me acosté y, apenas llegué a la cama,
tuvimos intimidad, con gran pasión pero en silencio. A la mañana siguiente
volví a cumplir con mis obligaciones.

—¿En serio? —comentó mi esposa conteniendo su indignación.

—Los matrimonios de antes eran diferentes a los de ahora —señaló.

—Vaya —comenté.

—Los porrazos ocasionales, sus silencios e indiferencia como castigo y


mi esmero en tenerlo contento en privado y en mis deberes como esposa,
primero, y, más adelante, como madre fueron una constante en nuestro
matrimonio.

—Vaya —repetí armándome de paciencia.

—Pero no quedó ahí: a sus bruscos modos se incluyeron las parrandas y


señales de que andaba con otras, a las que se agregaron periodos en los que
desaparecía por meses; de pronto, regresaba sin dar explicaciones, me daba
algunas golpizas y nuestra vida continuaba.
—Impresionante —se quejó mi esposa.

—En ese ir y venir, padecí enfermedades venéreas —señaló con cierto


rubor—, quedé dos veces embarazada de mis hijas, cuyos partos viví sola,
así como la primera comunión de ambas, sus tristezas sentimentales de la
secundaria, las graduaciones en la universidad y más, hasta que sucedieron
varias cosas: en un mismo año, mi primera hija se casó, la segunda quedó
encinta antes de terminar la universidad, aunque el novio se hizo
responsable, cumplí 46 años, las ausencias de Ramón se hicieron más largas
e incluso vi nacer a mis tres nietas sin su presencia.

—¡Vaya! —exclamé—. Más mujeres, más karmas.

—Inicié amistad con una mujer con la que coincidía en la panadería; le


confié mis penas, y sugirió que viéramos a su cuñada, una curandera que
haría que mi marido se sosegara —dijo tensándose—. Y fue así que
comencé a consultar a brujos y a más curanderos, hice los trabajitos que
cada uno mandaba, cosas que iban desde poner pétalos de tulipanes dentro
de su almohada, meter su fotografía en un frasco con miel, darle comida
con la sangre de mi menstruación, ponerme lociones mágicas, unir nuestras
actas de nacimiento con cinta de color rojo, colocar otra foto suya con
polvos de amor dentro de un nabo y enterrarlo en el jardín, amarrar con hilo
rosa velas con forma de hombre y mujer…, hasta comprar una figura de San
Antonio y ponerla de cabeza, pero sin resultados… Luego conocí a un
santero cubano, quien me prometió que mi esposo se quedaría a mi lado si
yo le llevaba unas ofrendas a Oshún, la diosa del amor.

—Vaya…, ¿y usted le creyó? —cuestioné.

—Sí, pero algo sucedió que no hice las obras —se sinceró.

—¿Cómo? —pregunté.

—El santero me requirió dos guineas, cordeles, un retrato juntos, miel


rosa, girasoles y polvos. Todo lo adquirí, pedí a mi amiga que conocí en la
panadería que los guardara en su casa por si Ramón aparecía y quedé en
recogerlos por la mañana, pero temprano me llamó diciendo que su gato se
tragó los animales y lo demás se pudrió. Traté de comprarlo de nuevo, pero,
para cuando los encontré, la hora de mi cita había pasado, así que me
resigné. Ramón siguió yendo y viniendo, mis hijas crecieron y rechacé
varios pretendientes hasta que él se esfumó por varios años.

—Vaya.

—Esa fue una época bonita —sonrió—: viví tranquila, viajé, cuidé a
mis nietas, hice amistades y aprendí a bordar… Pero un día mi esposo
reapareció y ya no se fue. Se veía viejo, enfermo, y durante años nos
limitamos a lo básico… Eso sí, nunca más dormimos juntos.

—¿Por qué lo recibió? —la cuestionó mi esposa.

—Era mi marido —contestó—. Él compró esta casa, nunca suspendió la


manutención y…, bueno, se veía acabado, cansado.

—Vaya —intervine.

—Ya no hubo maltratos, y así vivimos hasta que murió por una embolia.
Lo descubrí tirado en el baño hace unos tres años. Ya estoy vieja. Mi nieta
me dijo que usted es clarividente; quiero que me diga por qué ninguna
brujería sirvió para que Ramón dejara de ser mujeriego.

Se hizo el silencio en la sala mientras la mujer y su nieta me observaban


expectantes. Cerré los ojos y, en un par de minutos, tuve la respuesta.
4.

—Seré directo —avisé—. Son dos motivos: el primero, porque la noche


en que su esposo la golpeó por primera vez, usted se fue a dormir mientras
él la embrujó con un amarre de amor para que nunca lo dejara, fuera sumisa
y aguantara sus infidelidades…

—¿De verdad? —soltó la nieta, y la anciana abrió exageradamente los


ojos.

—El segundo se deriva del primero: ningún curandero, brujo, ni nadie,


iba a solucionarle nada si antes no le quitaban a usted ese maleficio.

La mudez de todos se impuso en la sala hasta que la anciana la rompió


con una sonora carcajada que derivó en un largo ataque de risa.

—¿Así que nunca lo quiso? —preguntó la nieta tras dar a su abuela un


vaso con agua y paliar la tos que siguió a sus risotadas.

—Se casó enamorada, pero, tras la brujería, creyó estarlo perdidamente.

—Mira qué cabrón salió mi abuelito —se quejó la santera mientras la


anciana reía quedito y negaba con la cabeza—. ¿Eso quiere decir que va a
seguir prendada de él hasta que se muera? —cuestionó la nieta
bruscamente.

—No es lo ideal; la obligaría a reencarnar de inmediato, cerca de tu


abuelo, para que pague lo que le hizo —dije—. Sería mejor que fuera vidas
después… Ella tiene la última palabra. Necesita un rompimiento; es un
poco brusco, y me inquieta su edad, pero déjame ver qué se me ocurre.

—¿Y la tierra? —soltó perspicaz la nieta.

—El amarre de amor lo hizo tu abuelo con un muerto…


Específicamente, con una muerta: esa tierra era de panteón.

Nos despedimos mientras la anciana aún soltaba risitas, salimos al patio


y acordamos que la nieta me buscaría en unos días para más opciones.
—Me preocupa lo del trabajo con la muerta —me dijo sin dar señales de
pretender dejarnos ir.

—Tienes razón —acepté—. Llevan muchos años viviendo «juntas», y,


en ocasiones, alejar a los muertos conlleva más riesgos que beneficios.

—¿Continúa a su lado? —cuestionó alarmada.

—Sí, y aunque ya se aburrió, está ahí porque quien la encadenó a tu


abuela murió sin liberarla.

—¿Usted la vio?

—Sí…, y no piensa irse hasta que le entreguemos algo a cambio, un


pago —avisé, y, ahora sí, nos despedimos.
5.

—Me irrita pensar que no nos dé tiempo de hacer el rompimiento y el


resto de las obras —le dije a mi esposa ya que estábamos en el auto rumbo a
nuestra casa—. La mujer ya es bastante grande, y si no le quitamos esa
desencarnada, morirá, se irán juntas al más allá, y en su siguiente
reencarnación ella la tendrá pegada desde antes de nacer, incluso desde el
momento en que sea fecundada por sus próximos padres.

—Karma puro —lo definió claramente.

—Sí —admití—, pero no creo que soporte físicamente hacerle un


oparaldo en el fondo de una mina que tenga un río para quitársela. Esa agua
en especial es tan fría que puede provocarle una pulmonía.

—¿Qué propones? —me interrogó.

—Déjame preguntarle a mi muerto —avisé.


6.

Una semana después, la santera me llamó por teléfono para avisar del
entierro de su abuela. Había sucumbido por un paro respiratorio, aún
enamorada y con la muerta pegada a su espíritu.
El curandero Felipe (3)

Ciudad de México

1.

Llegué un jueves a la casa del curandero Felipe, me abrió una de sus


pacientes, encontrándome con que tenía a seis personas aguardando a ser
atendidas. Sabiendo que no podía interrumpirlo, me quedé parado entre la
reja que separaba su oratorio y el patio; unos diez minutos después, salió
una anciana con paso lento, Felipe asomó su cabeza para llamar al turno
siguiente, mas apenas me vio, sonrió y me pidió que entrara.

—Llegas caído del cielo —comentó con alivio.

—No creo, desde allá solo llegan los ángeles, y yo de celestial no tengo
nada, ni siquiera alas —respondí entre risas.

—Necesito que me hagas un gran favor —pidió—: el tipo que trabajaba


uno de mis taxis acaba de renunciar; de hecho, vino en la mañana para
dejarme las llaves y decirme que no piensa trabajar más para mí.

—¿Y eso? —pregunté extrañado, pues de sobra sabía que Felipe era un
patrón por demás justo a la hora de pagar salarios.

—No entró en detalles —dijo escuetamente, dando a entender que él


tampoco los daría—. El asunto es que tengo una clienta con la cual no
puedo quedar mal, por lo que quiero pedirte el favor: coge el auto y ve a
recogerla.
—¿Yo de chófer? —me quejé.

—Vas en taxi porque es lo único que tengo para atender a esta dama,
además de que el asunto es sencillo: la recoges en el Mercado de Jamaica,
concretamente en el cruce que forman las calles Congreso de la Unión y
Morelos, ella se sube, te dirá a dónde va, la llevas y listo, te regresas.

—No me convences —dudé—; desconozco el oficio de ser ruletero.

—Iría yo, pero ya has visto que tengo varios pendientes; además, no
necesitas conocer nada, prácticamente será como manejar un auto particular
—señaló—. No te vas a tardar.

—De acuerdo —acepté, sin estar convencido, mientras le entregaba mi


chamarra—, pero dime cómo es la señora, para saber a quién debo recoger.

—A la dama la identificas fácil —dijo entregándome las llaves—: viste


de negro y tiene un sombrero con velo, de esos elegantes que se usaban
hace unos 60 años. Además llevará un gran ramo de rosas blancas, pero lo
importante es que no le hagas esperar; va a llegar a las cinco y media en
punto —agregó mirando su reloj de pulsera—, así que tienes bastante
tiempo para llegar sin complicaciones.

Me sentí incómodo al salir del oratorio, sin embargo, el favor que mi tío
me pidió tampoco era nada del otro mundo; me subí al vehículo de alquiler
y enfilé rumbo a la cita.

Llegué con anticipación, así que tuve que dar un par de vueltas
alrededor antes de que la mujer apareciera en la esquina señalada. La
identifiqué por la descripción; me detuve frente a ella, me bajé, la saludé, la
informé de que iba de parte del curandero, abrí la portezuela y entró sin
decir nada. Una vez que me puse frente al volante, le pregunté por el
destino.

—Panteón Español —indicó secamente.

Activé el taxímetro con cierta pena y enfilé rumbo al cementerio


ubicado sobre la transitada calzada México–Tacuba, al poniente de la
ciudad, lejanía que, de alguna manera, me hizo temer que el tiempo a
invertir en ese viaje sería más largo de lo que pensaba.

Durante el trayecto, la mujer permaneció en silencio, lo cual en un


principio me incomodó, si bien el posterior frío que comenzó a invadirme
hizo que dejara de darle importancia. Aquello era algo extraño, pues la
época del año no incluía bajas temperaturas.

El tránsito fluía. Yo conocía de sobra el Panteón Español, ya que ahí


descansaban los restos del bisabuelo, el abuelo y mi hermano, motivo por el
cual, desde niño, había entrado acompañando a mis padres, Así, mientras
ellos vigilaban que los empleados realizaran la limpia de la cripta familiar,
yo solía vagar entre tumbas y mausoleos; varias veces me perdí sin que me
diera miedo, provocándoles a ellos terribles sustos.

Recuerdo que fui regañado y castigado por mi progenitor debido a mi


manía de caminar por los pasillos del cementerio, mas lo peor era que,
durante sus sermones y cuestionamientos sobre «¿en dónde me metía?», él
nunca entendió cuando le contestaba: «Papá, me gustan los fantasmas».

Así que, con mis evocaciones a juegos entre piletas, huesos, sepulturas y
deambular de sombras, al tiempo que llenaba mis infantiles bolsillos con los
pétalos de las ofrendas florales llevadas por familiares a sus fallecidos,
paulatinamente dejé de prestarle atención al frío.

Aparte de su silencio, la mujer jamás soltó las flores, y, de las pocas


veces que usé el espejo retrovisor para observarla, nunca pude ver su rostro
por el cerrado tejido del velo; por lo demás, a consecuencia del silencio,
parecía que no había nadie ocupando el asiento trasero.

Llegamos minutos antes de las siete, cuando la tenue luz del ocaso era
sustituida, lentamente, por una incipiente oscuridad. Estacioné frente al
panteón, me bajé, le abrí la portezuela y la mujer descendió con extraña
agilidad, teniendo en cuenta el tamaño de su lote de flores.

—No tardo —dijo escuetamente, y se introdujo en el cementerio.


Me recargué en una de las salpicaderas del coche, disfrutando del
agradable clima que se sentía en el exterior, sintiendo cómo la temperatura
de mi cuerpo subía lentamente.

El reloj marcó las siete. Uno de los cuidadores del panteón asomó su
cabeza por la gran puerta de entrada, volteó hacia ambos sentidos de la calle
y la trancó. Alarmado, corrí hacia la verja y le advertí que aún quedaba una
visitante adentro.

—¿Una mujer? —me preguntó mirándome con desconfianza.

—Sí. La traje en taxi —le advertí—; me pidió que la esperara.

—¿Cómo era su ropa? —cuestionó.

—Un vestido negro, de estilo antiguo, y sombrero con velo —referí,


pero la descripción que le di le provocó una carcajada.

—Anda usted extraviado, joven, esa señora llega y se mete cargando sus
flores, pero nunca sale; es una fantasma que lleva años haciendo lo mismo.
—Y, casi ahogándose con su propia risa, agregó—: Así que, si no le pagó,
me temo que ya se lo chingó. —Dio la vuelta y se alejó.

Me sentí el hombre más ridículo del mundo por no poner más atención a
la misteriosa pasajera (claro que, en aquella época, yo aún no tomaba en
serio lo de ser muertero, así que tampoco sabía demasiado sobre esos
detalles), pero además sentí que había sido objeto de una pesada broma; así
que decidí regresar. Subí al auto y en el interior el frío había desparecido.

Llegué cerca de las ocho, en el instante en que mi tío despedía, en la


puerta, al último paciente. Estacioné el taxi, le entregué las llaves y entré en
su casa en silencio. Me alcanzó en la sala, sacó una botella de brandy, puso
dos vasos en la mesita de la sala, sirvió con generosidad, después mezcló
con refresco de cola y, tras entregarme el mío, preguntó:

—¿Cómo te fue con la dama?

—Aparte de ser bastante seria, no me pagó.


—¡Pero si no debía hacerlo! —se quejó.

—Supuse que parte de tu encargo era cobrarle, así que activé el


taxímetro. Pidió que la llevara al Panteón Español y, al llegar, me dijo que
no tardaría y se metió, por lo que entendí que debía esperarla; después
cerraron la reja, y nunca salió. —Le di un sorbo a mi trago y dije, a manera
de reclamo—: No me dijiste que era una muerta.

—Pensé que la identificarías —argumentó—; es de las damas vestidas


de negro que salen de la habitación de allá al fondo.

—Con ese velo que le tapaba el rostro era obvio que no podría
reconocerla —seguí quejándome.

—¿Te dijo algo? —me preguntó.

—No dije una palabra…, y ella tampoco. Hicimos el viaje en silencio.

—Ese fue tu error —señaló—. Lástima, podrían haber tenido una


encantadora conversación.

—No me indicaste nada de no cobrarle —protesté de nuevo.

—Tampoco te dije que lo hicieras. —Cruzamos miradas, le di otro trago


a mi vaso y levanté los hombros resignado—. La próxima vez que pase por
aquí, te la presento.
2.

Precisamente, la habitación desde donde saldría la escurridiza mujer, la


cual algún día me presentaría, según me ofreció, me inspiraba miedo desde
niño, mas nunca abordé el tema con él hasta que una mañana sabatina, sin
que hubiera nada planeado, me pidió que lo siguiera hasta allí para buscar
unos recibos del pago de impuestos que debía realizar al siguiente lunes.

Entramos, encendió una tenue luz, y la descubrí bastante amplia, pero


me dio la sensación de que había retrocedido cien años en el tiempo: las
ventanas estaban clausuradas, en el suelo había un desgastado tapete de
indefinible color, tenía un desvencijado escritorio, un antiquísimo sillón y,
exactamente ante este, una silla de madera, ambos colocados de forma que
dos personas pudieran conversar de frente. En las descascaradas paredes
había repisas cubiertas de polvo, con rollos de música apilados que no
habían pasado sobre el tablero de su pianola desde hacía años.

Sentí el ligero roce de una mano que recorría mi espalda. Por su


delicadeza, concluí que había sido una mujer quien lo había hecho, pero
sabiendo que estábamos solos, me negué a indagar. Felipe abrió uno de los
cajones del escritorio, sacó sus comprobantes y no lo cerró. Al darse media
vuelta, entendí que era hora de salir. Fui el primero en hacerlo, antes de que
él apagara la luz, mas, ya que estábamos dando los primeros pasos sobre el
largo pasillo, claramente escuché que «alguien» empujaba la gaveta abierta
con fuerza.
3.

Mi tío no me emborrachaba. Nunca me ofrecía más de tres tragos de su


adorado brandy. Fue una especie de regla que estableció, pues, si yo tomaba
de más, seguramente no entendería las explicaciones que me daba sobre
cómo funciona el mundo espiritual (aparte, tendría que darle incómodas
justificaciones a mi padre sobre algo que el curandero no hizo ni con su
esposa, a la que adoraba).

Curiosamente, él podía seguir tomando hasta entrada la madrugada,


mientras yo llenaba libretas tomando apuntes, sin que diera alguna señal de
estar alcoholizado.
Comerse al muerto

Ciudad de México

Humberto era técnico en Urgencias Médicas, recibió su formación en la


Cruz Roja, y, por sus excelentes calificaciones, le ofrecieron empleo donde
había cumplido ya cinco años salvando vidas en las más variadas
circunstancias: desde accidentes de auto y motos, caídas en aceras o desde
azoteas y árboles, fallidos suicidios, heridos por asaltos, problemas de
salud, intentos de asesinato y recuperación de cadáveres.

Se enamoró de una joven decoradora de interiores, y se hicieron novios.


Ella no veía con mucho agrado su oficio, pero respetaba aquella
«vocación»; mientras, él trataba de no entrar en detalles sobre sus
experiencias en casos de emergencias.

Un año después decidieron celebrar su primer aniversario en el Pacífico


y se fueron a Ixtapa, ribera localizada en el estado de Guerrero, durante una
semana. Todo transcurrió con normalidad los primeros días, en los que iban
y venían a la playa, alternaban zambullidas en el mar y las albercas del
hotel, visitaban los restaurantes de la zona y un par de veces fueron a bailar
y bebieron copas de más.

Luego de otra noche de excesos, decidieron pasar el quinto día


recostados sobre la arena del mar, bronceándose y pidiendo al servicio de
bar cervezas frías y bocadillos de mariscos. Llegada la tarde, estaban
repuestos, pero considerando que les quedaban solo dos días más de
descanso, acordaron cenar en el restaurant y acostarse temprano.
Se levantaron, tomaron sus toallas y se encaminaron al comedor, pero,
al cruzar el vestíbulo, llamó su atención una multitud alrededor de la
recepción. Intrigado, y ante la posibilidad de que requirieran sus servicios,
Humberto se acercó y descubrió a un hombre de avanzada edad tendido en
el suelo.

El paramédico diagnosticó un infarto, pidió que se le abriera espacio,


revisó que tuviera pulso y le practicó una reanimación cardiopulmonar, que
alternó con respiraciones artificiales; mas los esfuerzos fueron inútiles, y el
viejo falleció, aunque lo que él no percibió fue que la última exhalación la
tuvo cuando le daba respiración boca a boca.

Aquella noche, Humberto se sentía frustrado por no haber salvado una


vida. Su novia percibió su estado de ánimo y lo convenció para tomar varias
cervezas en la cena. Al llegar a su habitación, se propuso hacerle olvidar el
mal rato con una buena sesión de sexo, cosa que consiguió tras una hora y
que se prolongó hasta bien entrada la madrugada.

El resto de las vacaciones transcurrieron según lo planeado: sin


sobresaltos, comiendo y haciendo el amor, salvo que, ocasionalmente, se
sofocaba y sentía la necesidad de adentrarse en el mar para recuperarse,
algo que lograba a los pocos minutos.

Ya en el vuelo de regreso, ambos estaban felices. Hablando de la


similitud en su carácter, concluyeron que eran almas gemelas y que su
destino era casarse. Fue la última vez que tuvieron una conversación
coherente.

Ya en la ciudad, retomaron sus actividades: ella tenía numerosas


solicitudes de servicios, que la ocuparon a tiempo completo, mientras él
regresó a su trabajo de paramédico, en el que en poco tiempo comenzó a dar
muestras de una extraña ineptitud e indiferencia.

Gracias a sus compañeros, fue sustituido en momentos cruciales al no


reaccionar a tiempo, solventándose adecuadamente las emergencias a las
que, como paramédicos, eran convocados; pero su actitud era patética, y su
jefe, en un acto de consideración, lo transfirió al almacén, aunque con la
encomienda de que investigara qué le sucedía.
Ni que decir tiene que, en cosa de días, la relación con su novia se
deterioró. Ella le hacía reclamos por su actitud taciturna, después
acusaciones de infidelidad, y al final, muestras de preocupación ante su
depresivo silencio y la mirada puesta en otro lado.

Fue allí, en las oscuras bodegas, mientras bajaba de peso por no comer,
dejaba de tener contacto con su familia, descuidaba su aseo personal,
hablaba lo mínimo, cometía errores básicos, vomitaba una masa pestilente
en los rincones y frecuentaba menos a su novia, donde la amiga de una
enfermera le sugirió concertar una cita conmigo.

Un martes, a regañadientes, y ante la insistencia de mi hija y mi esposa,


acepté recibirlo (yo: «mañana trabajo y no me gusta llegar desvelado…»;
ellas: «urge»). Así que a las nueve de la noche tenía a la pareja sentada
frente a mí.

Escuché su historia mientras pensaba que, si bien él no estaba


involucrado en la santería, cualquiera diría que por ser paramédico era hijo
del dios Oggun. Mas era de Yemayá, y sus entradas en el mar, tras la muerte
del anciano, lo confirmaron: era la gran Orisha muertera y lo estaba
protegiendo.

—Trae encima al viejito —aventuró mi hija.

—No creo —negué para no poner al muerto en alerta.

—Yo tampoco —secundó mi esposa la trampa, ofreciéndonos bebidas.

Humberto esquivaba mi mirada. Su novia se dio cuenta y quiso decir


algo, mas la callé con un ademán, me puse de pie, fui al cuarto de religión,
busqué el frasco con ruda y tomillo secos, cogí dos cascarillas, un frasco de
loción de flores blancas, azahar, coco y agua bendita, me puse mi collar de
muerto, di tres golpes sobre mi Lucero y volví a la sala.

Me paré frente al paramédico, tomé a su novia por el brazo, la levanté y


la puse en otro sillón. Mi esposa se colocó frente a ella, a manera de
protección, saqué un puño del primer frasco y lo coloqué sobre su cabeza,
puse una cascarilla en sus manos, rocié la loción del segundo envase
alrededor de su asiento y me senté a su lado.

—Mira, una cosa es que los muertos vivan recostados sobre una
persona, pero otra, que quieran comerles los intestinos —dije con dureza; su
cuerpo se agitó e instantes después soltó una carcajada—. También me
gusta divertirme con ustedes, como jugar a eso de mandarlos a la chingada
—advertí. Mi esposa entendió el mensaje: ordenó a mi hija que fuera a por
un frasco con pólvora, una vela y otro par de cascarillas.

La casa quedó en silencio hasta que ella volvió, me entregó las cosas,
puse la pólvora en el regazo de Humberto (con la que pensaba hacer una
patipemba para correrlo) y blandí la candela.

—Lo hacemos con dolor y me burlo de ti el resto de mi vida, o te vas


por las buenas y te adelanto un tramo del camino que te falta por recorrer.

Se quedó callado, pero se puso de pie sin soltar el frasco; mi esposa y yo


cruzamos miradas, empujamos los sillones y la mesa y pedí a mi hija que
buscara un plato de barro y cigarrillos.

Conseguido el espacio, mi mujer marcó con cascarilla a la novia y a mi


hija, puse pólvora en el plato y lo coloqué frente a Humberto, me quité la
camisa y cubrí su cabeza, levanté sus brazos e invoqué a mis guías
protectores y, a su vez, a las entidades apropiadas para alejar a un
desencarnado cuando ya se ha llegado a un acuerdo.

—El día que te mueras te voy a estar esperando de este lado —soltó con
voz cavernosa y a modo de amenaza (como siempre hacen muchos otros
desencarnados), y me reí.

Mi esposa fue en busca de aguardiente. Les pedí que cerraran los ojos,
encendí un cigarro, lo acerqué a la pólvora, brincó el fogonazo y la casa se
llenó de humo y un olor a podrido. Soplé licor en su cabeza, lo limpié con
mi camisa, y Humberto se dejó caer en el sillón.

—¿Así trabajan los santeros? —preguntó la novia.


—Esto no es santería.

—La prima dijo que lo eran —dijo.

—Esto fue una limpia de curanderos… ¿Cómo te sientes? —pregunté al


joven, y asintió, tomé el plato de barro, lo vi, se lo enseñé a mi esposa y ella
a él.

—¿Quién es? —preguntó observando el rostro dibujado en el fondo.

—Es el viejito; te tragaste su «espíritu» cuando soltó su último aliento.

—¡Dios! —gritó la novia—. Se me hacía conocido.

—Pero ya se fue —los tranquilizó mi esposa.

—¿Para qué la pólvora? —preguntó.

—Es el «pago» —y repetí la historia del chispazo: la pólvora «ilumina


el camino» que debe seguir el muerto en busca de la luz para poder salir del
«limbo».

—¿No le da miedo hablarles feo? —insistió ella.

—A veces es necesario; aunque pueden enojarse y maltratar a la


víctima, por ejemplo, azotando su cabeza contra la pared, aunque aquí solo
hay libros. —Señalé los libreros que había por toda la casa.

—¿Era malo el anciano? —preguntó Humberto—. ¿Por qué le amenazó


a usted?

—Caras vemos… —me reí—. Así como su vejez te inspiró ternura, en


su juventud fue un sicario que debía muchas muertes, pero ahora disfrutaba
de un plácido retiro con el dinero que le pagaron por asesinar.

—Los paramédicos no juzgamos a los vivos —señaló.

—Ni nosotros a los muertos. Para eso está tu dios preferido —agregué
señalando hacia arriba con el dedo índice, y, para evitar polémicas, sugerí
que agradecieran a Yemayá con una ofrenda en el mar por haberlos «llenado
de bendiciones» con sus olas.

Recomendé a Humberto nueve baños con hierbas, y se despidieron. Una


vez a solas, fulminé con la mirada a mi esposa y a mi hija y les señalé la
hora en que se habían ido.

—Sí, pero valió la pena —dijo mi hija—. Estuvo emocionante.


Muertos entre los vivos

Ciudad de México

1.

Me lo dijeron un chamán y un curandero durante el aniversario de un


templo espiritual, pero sin darle mayor importancia: «Los desencarnados
están huyendo del Centro Histórico». Y todos desestimamos el tema, pues
damos por obvio que los muertos viven entre nosotros, y afirmar que su
desalojo de ciertas zonas de la ciudad ha aumentado no se acerca aún a los
plazos de las profecías que nuestros respectivos amigos videntes nos han
compartido.
2.

El Centro Histórico es una zona con grandes vestigios, pues ahí se


constituyó en 1325 la Triple Alianza: la última poderosa y violenta
confederación indígena del país. Tras la conquista española en 1521, sobre
sus ruinas se edificó la Nueva España, y al ganar los independentistas en
1821, se hicieron más edificaciones y siguió como centro de poder, donde se
decidían la política, la economía y la cultura del país.

Con los años, cayó en el olvido, y ello pasó factura: fue invadida por
giros negros, delincuencia, prostitución, narcotráfico, indigencia, y su
belleza arquitectónica se fue perdiendo, hasta que, en el año 2000, se creó
un fideicomiso para su rescate; se hizo un diagnóstico y se delineó un plan
para recuperar viviendas y vecindades, clausurar antros, cambiar
adoquines y alumbrado, rehabilitar edificios y modernizar infraestructuras.

Pero el Centro Histórico también tiene un pasado oscuro, ya que su


subsuelo ha recibido ríos de sangre por varios motivos: sacrificios
humanos, terremotos, la Guerra de Independencia, la Revolución Mexicana
o la represión de movimientos sociales. Si bien lo anterior no es privativo
de la zona, ese derrame de numerosas castas se extiende hacia barrios
aledaños, y a ello se deben agregar muertes violentas por delincuencia,
suicidios (abundan los conventos con historias trágicas), bodegas repletas
de cadáveres anónimos o venganzas a lo largo de sus calles, desde cientos
de años atrás.

Las historias sobre desencarnados abundan de tal manera que se han


escrito libros sobre ellas y montado un «Tour de fantasmas y leyendas por
el Centro Histórico», en el que se ofrece recorrer sus calles escoltado por
un especialista en el tema, conocer las historias alrededor de edificios
embrujados e incluso pasar la velada en compañía de un fantasma.

Lo anterior es, hasta cierto punto, normal, por el turismo, mas ese halo
de misterio desaparece lentamente por el «Plan de Rescate», que incluyó
demoliciones que dejaron a miles de desencarnados sin su punto de
anclaje, provocando que migrasen hacia los barrios aledaños (buscando
casas, iglesias, edificios, cementerios, hospitales y terrenos baldíos), en
donde seguir aferrados al pasado vivo.
3.

La sangrienta historia del Centro Histórico la recordé tras varias


solicitudes para acudir a domicilios en las colonias Guerrero, Doctores y
Obrera para «averiguar por qué aparecían fantasmas». Un domingo,
subiendo por las escaleras al departamento de mi madre, mi esposa y yo nos
cruzamos con cuatro espectros nuevos. Al entrar, mi sobrina de seis años
me dijo que a su recámara llegó una niña que la despertaba en las noches
para que jugara con ella, y, si se negaba, se enojaba y le gritaba o escondía
sus juguetes. La busqué, y «la fantasmita» estaba en su dormitorio.

Cruzamos miradas, y ella sonrió rotamente, supongo que intuía lo que


vendría a continuación, a lo que respondí levantando los hombros para
dejarle claro que aquello no era nada personal en su contra.

Salí a comprar cigarrillos y, antes de regresar, saqué fula y cascarilla del


automóvil. Regresé, tracé una patipemba a la entrada del departamento, por
dentro, primero con el gis y luego con pólvora, acerqué un cigarrillo,
prendió (dejando el típico olor a podrido) y la desencarnada se fue.

Esa tarde recibí más peticiones de consultas en casas donde espantaban;


al preguntar por las colonias, eran Juárez, San Rafael y Roma, así que,
cuando agregué a las ya citadas Guerrero, Doctores y Obrera, comencé a
entender. Las rechacé todas.
4.

Entre los posteriores recorridos a la colonia donde vive mi madre, mi


esposa y yo nos encontramos con desencarnados circulando entre los vivos
sin mayor conflicto y en los más inverosímiles lugares de la vía pública.
5.

Una madrugada de la siguiente semana, me llamó mi amiga Xia Zhang,


una bruja china que vive en el Barrio Chino, obviamente, del Centro
Histórico.

—Nǐ hǎo —me saludó efusiva.

—Hola.

—¿Estabas dormido? —preguntó cínica.

—Sabes que sí —me quejé.

—Baja a la sala para no despertar a tu esposa —ordenó.

—Dime —dije tras arrellanarme en un sillón.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—No me jodas —me quejé—. Ve al tema, que en unas horas trabajo.

—Descubrí dos guǐ en mi cantón —avisó—. No son antepasados. En los


pasillos de otros gùshì he visto más, una vecina se quejó de que en el suyo
asustan, mi hermana llamó y dijo que le llegaron inquilinos, y Ling (una
amiga en común) me contó lo mismo.

—¡Chingado! —me quejé—. ¿Para eso me llamas? ¿Tú, una de las


brujas más preparadas que conozco?... ¡Sácalos y ya, a la chingada!

—Quiero tu opinión como curandero —pidió.

—No puedo darte mejores recomendaciones que las que tu madre te


enseñó para correr muertos —me referí a la fama que su progenitora tuvo
en vida como bruja en el Barrio Chino.

—No quiero tus shípǔ, sino saber de dónde salieron; son muchos de
pronto —se quejó, así que le compartí lo que sabía—. Nos invade el más
allá… Tendrás mucha demanda en estos días —se burló tras oírme.

—Sabes que no acepto cualquier trabajo —señalé—, y si se trata de


sacar muertos de una casa, lo pienso dos veces.

—Nuòruò —se burló.

—Algo pasa con los desencarnados del Centro Histórico —ignoré su


insulto mientras bostezaba—, aunque ya me habían advertido que se
estaban escapando.

—¿Y no me avisaste? —se quejó.

—No tenía claro el origen de tantos casos en distintos lados —


reconocí.

—Qìng —pidió.

—Te propongo reunirnos con unos amigos para platicar sobre esto.

—No me gustan los brujos mexicanos —se quejó.

—Sí, ya lo sé, y te doy la razón: son tramposos.

—Wǒ zài fùjìn kàn dào tāmen Dolores —aceptó, pero lo condicionó—:
El martes en el Hóng Lóng, a las siete de la noche.

—Me molesta que no hables en español —me quejé, y colgó.


6.

Vi el reloj, y faltaba una hora para que sonara el despertador, así que fui
al cuarto de religión a por una vela y una estera. La encendí, me recosté
frente a mi palo de muerto y comencé a usar largamente mi videncia.
7.

En general, chamanes, brujos, mayomberos, curanderos, santeros,


espiritualistas, muerteros, videntes, sanadores y demás, desarrollamos un
sentido del humor, por decirlo de alguna manera, macabro, con la finalidad
de no implicarnos emocionalmente con el sufrimiento de los pacientes; así
que, cuando nos reunimos entre correligionarios, fuera de sus templos o
casas religiosas, la convivencia suele ser relajada.

Así, citar a mis colegas fue fácil por su interés en el tema (pese a la
diplomática aversión entre un curandero y Xia, quienes afirman que su
práctica es superior a la del otro). La reunión fue cordial: compartimos
experiencias y lo que sabíamos del caso mientras tomábamos café y
saboreábamos pan chino, hasta que expuse mi posición:

—No voy a involucrarme en el asunto ni ayudaré a sacar muertos de las


colonias cercanas al Centro Histórico… por mucho que paguen.

—Estoy de acuerdo —secundó el chamán.

—Son seres que buscan la luz —intervino mañosamente el curandero.


—Están aferrados a sus pesares —secundó Xia.

—No sabemos si su presencia en las casas a las que llegan tiene que ver
con karmas para sus habitantes —justifiqué mi actitud—. Les pedí que nos
reuniéramos en atención a Xia, que tiene ese problema en el edificio donde
vive y quiere saber más.

—Imagínenos acorralando a miles de desencarnados que tienen siglos


de edad para que no salgan del Centro Histórico —comentó el curandero
con ambición—. Suena a dinero, del rápido, y sin karma.

—No cuenten conmigo —reiteré—. Insisto en el motivo de haberles


convocado: sé que todos, de una manera u otra, sabemos algo, y creo que, si
lo compartimos, llegaremos a una interesante conclusión sobre el origen de
este «éxodo».
—Coincido —cedió Xia—: la riqueza no está por encima del destino…

—Podríamos atender casos específicos —insistió el curandero.

—Paso. Enfrentaríamos a brujos y espiritistas que, en cuanto se enteren,


tratarán de obtener su tajada. Serán pleitos extra… Además, he visto
muchos espectros errando a la luz del día, y eso no es común; ellos buscan
rincones donde encerrarse, así que esto va más allá de una simple expulsión
de sus moradas.

—Suena terrible —dijo el chamán.

—No les gusta el sol —se burló Xia.

—¿Te has preguntado por qué, si el «Plan de Rescate» lleva años


trabajando, no ha sido hasta ahora que se han dejado ver? —cuestionó el
curandero retomando argumentos.

—Estamos en el año 2019… Termina en nueve, ¿no? —expliqué—.


Hubieras visto cómo se pusieron en el año 2009.

—Por supuesto —soltó, pero sin dejar claro si sabía de qué le estaba
hablando.

La plática siguió por ahí. Coincidimos en que la salida de los muertos


era por la remodelación del Centro y contamos más experiencias, pero el
curandero insistió en sacarle provecho hasta que Xia señaló:

—Creo que ya agotamos el tema.

—Sí, no venimos a organizar una cacería ni a montar un campo de


concentración ni a abrir vórtices de luz para que se vayan en grupo a la
chingada —me quejé tras dar un sorbo a mi taza y mientras los adornos
orientales en rojo y dorado de la cafetería me parecían irritantes—. Es
patético… Y solo pensar en obtener lucro de esto me encabrona.

—Estoy de acuerdo —secundó el chamán.


—La idea era reunirnos para despejar las dudas sobre el origen de tantos
fantasmas —agregó Xia—, y ya me las aclararon.

—Además, ya saben que debe haber un equilibrio entre el número de


muertos y vivos existentes en el planeta Tierra —advertí—. ¿Recuerdan la
caverna?

—Lo veo como un buen negocio —me ignoró el curandero.

—Ya lo dijo él —comentó mi amiga refiriéndose a mi posición, lo que


provocó que el rostro del curandero se endureciera.

—Todo esto me parece una pendejada —dije viendo que, de persistir, no


tardaría en darse un encontronazo entre Xia y el curandero.

—Llegó la hora —avisó el chamán; llamó al mesero y sacó su cartera.

—Sí, se hace tarde —lo secundé.

Hicimos algunos comentarios mientras nos informaban el monto del


consumo, mas al momento de dividir el monto entre los cuatro, Xia pidió
que lo cargaran a su cuenta. El chamán dudó, pero al final guardó su
cartera; el curandero ni siquiera intentó sacarla… Recogí la mía.
8.

Seguí recibiendo solicitudes para arrear desencarnados, pero me negué a


todas. Xia corrió a los muertos que llegaron a su departamento y puso
protecciones espirituales.

A la postre, supe que el curandero convenció al chamán para sacarle


provecho económico al tema, pero apenas llevaban una semana trabajando
y el segundo rodó por las escaleras de una casa que habían ido a despejar en
la Colonia Atlampa… Y de ello me enteré porque él mismo me pidió que le
quitara de encima al desencarnado que lo empujó.
El curandero Felipe (4)

Ciudad de México

1.

—Vámonos —me dijo mi tío con seriedad, en la puerta de su casa,


entregándome las llaves de uno de sus taxis y sin intención de invitarme a
entrar. Era viernes por la tarde, y me quedó claro que ese día no habría
tragos con brandy.

Subimos al auto, y, por inercia, enfilé hacia la avenida más importante


que circundaba su casa; fue entonces cuando me dijo:

—Da vuelta en U, rumbo a La Merced.

Obedecí y, tras andar varias calles, encendí la radio para escuchar


música clásica. Felipe me observó de reojo antes de advertir:

—En cuanto se suba la dama a la que vamos a recoger, lo apagas, por


favor.

Sabiendo que, por el tono, sus palabras no admitirían discusión, guardé


silencio hasta que habló de nuevo:

—Estaremos toda la tarde en la calle, quizá incluso nos alcance la


noche, pero no puedo faltar a este compromiso —soltó a modo de
justificación, algo que, curiosamente, no solía hacer conmigo.

—No tengo prisa —dije, esquivando a un imprudente motociclista.


—Y tampoco te presiones; vamos con tiempo de sobra, aunque, como
suceden luego las cosas, es mejor que nosotros aguardemos a que le
hagamos esperar —aclaró con sus siempre rebuscadas frases.
2.

Conforme nos acercamos al mercado, me pidió que me dirigiera hacia la


zona de venta de flores. Una vez ahí, extrañamente, encontré un lugar libre
para estacionarme sobre la calle de Rosario, sin necesidad de acudir a los
cuidadores callejeros de autos.

Felipe se bajó, soltó un ambiguo «ya regreso, mantente pendiente de


cualquier cosa» y desapareció a través de una de las entradas donde se
ofertaban artículos esotéricos. Apagué la radio, saqué de mi mochila el libro
El niño del jueves negro y me puse a leer mientras los rayos del sol
menguaban lentamente.

Una media hora después, reapareció el curandero portando lo que


calculé era un ciento de claveles, la mitad de color blanco, y la otra, rojos.
Sin avisar, abrió la cajuela, los metió y después entró al taxi, sentándose a
mi lado.

—Rodea todo el mercado —ordenó—, de manera que te coloques en la


esquina que se forma entre Anillo de Circunvalación y Adolfo Gurrión.

—Quizá no podamos pararnos ahí —avisé.

—Ya es tarde —me tranquilizó—; seguramente habrá menos gente y


encontraremos lugar.

Hice el recorrido, y, en efecto, había espacio para estacionarnos. Apagué


el auto y quedé a la expectativa de lo que sugiriera mi tío. Me vio de reojo,
soltó un «esperemos» y no dijo más. Miré el reloj, y faltaban diez minutos
para las seis. Crucé los brazos sobre el pecho y aguardé en silencio.
3.

Exactamente a las seis de la tarde se abrió la portezuela trasera derecha


y vi de reojo que entraba una atractiva aunque ya madura mujer (vestía de
color negro), saludó con un parco «buena noche»; contesté, mas Felipe no
dijo nada hasta que ella cerró con suavidad la puerta.

—Llévanos al Panteón Civil de Dolores —dijo secamente el curandero;


me guardé mi comentario de que a esa hora estaría cerrado, encendí el auto
y me encaminé hacia el Bosque de Chapultepec.

Esa parte del trayecto la hicimos en silencio hasta que salí de la calle
Molino del Rey y tomé Avenida Constituyentes. Fue cuando la mujer habló:

—¿Cómo estás, Felipe? —escuché una voz amable aunque con un dejo
de cansancio.

—En general, bien…, salvo por los males de la vejez —contestó él.

—Debiste cuidarte —sugirió la mujer, busqué su rostro a través del


espejo retrovisor y la reconocí: era la otra que un sábado por la noche salió
del fondo de la casa. Finalmente había estado cerca de ambas, ahora solo
me faltaba conocer al hombre que las acompañaba.

—Asisto periódicamente al médico —señaló el curandero.

—Sabes bien a qué me refiero cuando digo «debiste cuidarte» —le


señaló.

—¡Sí, claro! —exclamó Felipe—: te refieres a cuidarme.

—Sí —confirmó ella.

—Estoy de acuerdo contigo —aceptó, levantó los hombros y regresó el


silencio.

A los pocos minutos detuve el taxi frente al pórtico de entrada del


panteón, vi que sus tres puertas estaban cerradas y apagué el motor. Dado
que Felipe y la mujer comenzaban a descender del auto, me abstuve
nuevamente de opinar.

El curandero se dirigió hacia la cajuela, sacó el hato de claveles y un


pequeño maletín de piel que solía usar cuando realizaba alguna limpia fuera
de su capilla, mas llamó mi atención que, conociendo su galantería con las
damas, no abriera la puerta a la mujer ni le ofreciera ayuda para bajar.

Antes de que saliera completamente del auto, ella dijo con su voz
cansada:

—Has sido tan amable, te lo agradezco.

Tras lo cual, cerró la portezuela nuevamente con delicadeza. No supe si


escuchó mi respuesta. Mi tío se asomó por la ventanilla y me advirtió:

—Vete a la casa a dejar el taxi —dijo—, y no levantes a ningún pasajero


que te pida servicio cerca del panteón… Es más: no atiendas a nadie…

—¿Se van a quedar? —pregunté extrañado—. ¿No quieren que los


espere?

—No —señaló tajante, y se fue tras la mujer.

Mientras encendía el motor, volteé hacia la entrada y descubrí que uno


de los veladores abría la puerta izquierda (la más pequeña de las tres y
pegada al módulo de vigilancia) para dejarlos pasar. Casi puedo asegurar
que el velador los saludó con familiaridad.

Eran las siete y veinte en el reloj. Subí las ventanillas, puse los botones
de seguridad y me encaminé a cumplir con las instrucciones.
4.

El regreso fue relativamente rápido; a las ocho y media ya estaba de


vuelta. Estacioné el taxi frente a su casa, me aseguré de que estuviera bien
cerrado y toqué el timbre para entregarle las llaves del auto a Juan, mas,
para mi sorpresa, fue Felipe el que abrió.

—Te tardaste —dijo con el semblante pálido.

—¿Qué haces aquí? —le inquirí por llegar antes que yo.

—Aquí vivo —respondió con una sonrisa triste.

—Todo bien —le informé mientras le entregaba las llaves.

—Gracias por todo, Dios te bendiga —me despidió tras recibirlas—. Ya


nos veremos después —dijo, sonrió de nuevo y cerró la puerta.

De regreso a mi casa, me sentí cansado. Un gran pesar me invadió, y no


atiné a saber el motivo. Al llegar, me encontré a mi madre con los ojos
llorosos y a mi padre taciturno, ambos embargados por la tristeza.

—¿Qué sucede? —los interrogué, atónito, por su semblante.

—Tu tío Felipe murió hoy en la mañana —respondió mi madre, y soltó


el llanto.
El niño estaba ahí

Villa Cousiño, Santiago de Chile

—Buenas —me saludó Chuy un jueves por la mañana al salir hacia mi


trabajo.

—Aquí nomás —le respondí apresurado.

—¿Nos tomamos unas chelas el viernes? —propuso.

—Claro —contesté interesado.

—Nos vemos en la tarde —me dijo sin mucha emoción.

—Sí, saliendo del trabajo —confirmé, tras lo cual se despidió. Lo vi


alejarse: era un pelirrojo chaparrito, con bigote recortado, pecoso y pálido,
con los hombros caídos y sin disimular el trabajo que les costaba a sus
piernas mover su cuerpo, cargar con su pesada vida; y concluí que lo malo
de consumir drogas, como él hacía y de lo que todo el mundo hablaba, es
que las citas para divertirse dejan de ser emocionantes.

Ese viernes subimos a la camioneta de la empresa donde yo trabajaba,


hice sonar música del grupo Pánico, y salimos de Villa Cousiño rumbo a
Ñuñoa. En el camino, nos detuvimos en una cantinita sobre Avenida
Oriental, ubicada cerca del Centro Educacional Erasmo Escala. Estaba
vacía, sonaba música norteña, y tomamos un par de cervezas Malta del Sur
mientras esperábamos a que oscureciera.
Enfilamos hacia Peñalolén hasta llegar a una licorería. Entramos, y
Chuy saludó con complicidad al dependiente, un santiagueño mal encarado.
Me distraje hojeando la revista Los Inrockuptibles, por lo que no me di
cuenta de qué le dijo mi amigo, hasta que llamó mi atención y, con un
ademán, señaló el refrigerador. Tomé dos paquetes de cerveza Báltica, y, al
llegar al mostrador, Chuy se desentendió, así que tuve que pagar.

Regresamos a la camioneta, opté por escuchar a Santos Dumont y


esperé sus indicaciones.

—Espérame un cacho —dijo, y sacó un papelito del que comenzó a


aspirar cocaína. Al terminar, me ofreció, pero lo rechacé. Tras unos
segundos, se relajó y destapó una cerveza.

—No jodas, vamos a movernos —protesté tras ver que desparramaba su


humanidad en el asiento.

—Va… —aceptó no muy convencido.

—¿Hacia dónde? —pregunté encendiendo el motor.

—A Peñalolén —respondió animado.

—Andamos en Peñalolén —le aclaré impaciente.

—Más, rumbo a la Avenida Grecia.

—¿Dónde compraste tu polvito? —lo interrogué minutos después.

—En la licorería —contestó dando un sorbo a su cerveza.

—Mira qué avispado saliste —me quejé.

—Detente aquí —dijo señalando a una modesta casa de una planta.

—¿Y ahora? —le pregunté extrañado.

—Pa’que relajes tu paranoia, vamos a saludar a unos amigos.


—Va —acepté, y lo seguí cargando las cervezas.

Tocó el timbre, y una atractiva pero mal encarada mujer apareció,


saludó parca y, con un gesto, nos invitó a pasar. La casa era sencilla, con
poca luz, escasos muebles y paredes de color verde pálido, lo que hacía más
asfixiante el ambiente que me golpeó en el rostro apenas entré.

Cruzamos un pasillo que daba a una sala en el lado izquierdo, primero,


y una recámara a la derecha, más adelante, y llegamos hasta un austero
comedor en donde un yanqui miraba fijamente un frutero. Saludamos, y a
partir de ahí, la plática fue en inglés; mas no me atrapó. Me sentía
incómodo, sobre todo porque, al parecer, la pareja había discutido. Chuy
sacó la cocaína y, como si fuera el anfitrión, se puso a invitarles mientras yo
lo imitaba repartiendo Bálticas.

Media hora después, me dieron ganas de ir al baño, pregunté por su


ubicación y me lo indicó la mujer; me puse de pie y salí del comedor.
Regresé por el pasillo, di vuelta a la derecha, atravesé la sala que vi cuando
entramos, alumbrada por un foco que apenas daba luz. Había un televisor y
tres sillones. Entré.

Al salir, vi a un niño rubio de unos cinco años viendo la televisión,


descansando la cabeza en uno de los brazos del sillón individual y con las
piernas colgando sobre el otro. Lo saludé en español, pero no me respondió;
mas, cuando lo hice en inglés, soltó un escueto «hello» sin siquiera
mirarme.

Me reincorporé a la tertulia en el momento en que, animados, Chuy y la


pareja aspiraban cocaína, euforia que no me atrajo demasiado, así que cogí
una cerveza, volví a la sala y me puse a ver con el chiquillo unas caricaturas
viejísimas de Bugs Bunny. Opté por quedarme ahí, incómodo por la penosa
situación: tres adultos consumiendo droga, otro embriagándose y un
pequeño ignorado por todos.

Seguí bebiendo mientras en la otra habitación se escuchaba la diversión.


Vacié mi lata y fui por otra. Hice un par de comentarios con el trío y retorné
pensando que quizá el niño estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones,
pero su persistente mutismo me contrarió más.
En algún punto solté una carcajada para romper el silencio, y el niño
también rio, pero nunca volteó a verme. Busqué una cerveza más, pero, al
volver, el niño había desparecido, aunque el aparato seguía encendido. Oí
ruidos poco claros desde el baño.

Seguí viendo la televisión y, por momentos, me pareció oír un breve


ataque de tos infantil. Fui por otra chela, pero, cuando regresé, el aparato
estaba apagado y la puerta del baño abierta. Me asomé: estaba vacío.
Aquello me desconcertó. No había otra habitación donde el chiquillo
pudiera haber ido, y nunca lo vi salir del cuarto. Dejé mi lata sin destapar,
regresé con el grupo, agradecí la hospitalidad y salí de la casa. Chuy me
siguió. Subimos a la furgoneta, puse a Tiro de Gracia en el estéreo y mi
amigo no dijo nada hasta varias calles más adelante.

—Como que traían mala onda, ¿no? —comentó.

—¿Dejaste las cervezas? —me limité a preguntar.

—Sí, pero jálate pa’ Avenida Grecia… No, mejor rumbo a Canal San
Carlos.

Llegamos en poco tiempo, y, sin más, en una calle poco transitada y


oscura, Chuy señaló que me metiera en un cementerio de coches que,
extrañamente para ser medianoche, tenía el portón abierto.

—Espérame un cacho —pidió misterioso mientras se encaminaba hacia


una pequeña casa de madera ubicada al fondo del terreno. Por precaución,
yo me había estacionado a la entrada del lugar y tardé más en apagar la
camioneta que Chuy en salir y subirse apresurado.

—Aquí no hay nada para nosotros —dijo nervioso—, muévete.

—¿Nada? —pregunté desconcertado mirando hacia atrás por el espejo


—. Obvio: estamos buscando unas cervezas, y no creo que las vendan ahí.

—¡Muévete! —ordenó volteando también rumbo a la casa, de la cual ya


salían dos hombres.
Encendí la camioneta y arranqué mientras veía por el espejo retrovisor
cómo ambos hacían el intento de alcanzarnos. Uno de los tipos llevaba una
escopeta (desconozco por qué no la usó); estaba oscuro, pero estoy seguro
de que a su lado estaba el niño de cinco años.

—¿Pa’onde? —le pregunté a Chuy sin ocultar mi desconcierto y tras


saltarme un semáforo en luz roja. Pensaba pasármela tranquilo, escuchando
buena música en alguno de los hermosos parques que abundan en Ñuñoa y
tomando cerveza, pero este cabrón ya me estaba aburriendo con tanto trajín,
al que había agregado su obsesión por la cocaína. —A Barrio Ictinos —me
contestó como si nada.

—Ándate a la mierda —le dije molesto—. Ya me cansé de estarme


paseando por las calles de Santiago en tu compañía.

—No, tú vete a la mierda, marico —contestó—. ¿Cómo conchetumadre


se te ocurre ponerte a ver la televisión en una casa ajena… sin ni siquiera
pedir permiso de encenderla?

—Estaba acompañando al niño —protesté.

—¿Cuál niño? —me cuestionó—. Maite y Robert viven solos.

—Con su hijo, supongo, de unos 5 de edad —señalé.

—Tenían uno, sí, pero feneció hace un año.

—Estás pendejo —proferí—; estuve viendo caricaturas de Bugs Bunny


con él.

—Ya te dije: su hijo está muerto… Falleció precisamente en esa


habitación, asfixiado al meterse en la boca uno de sus juguetes.

—Quiero una cerveza —repliqué, dirigiéndome a Villa Cousiño.

—Yo necesito un pase —avisó.

—Regresemos a la licorería. Yo pago las cervezas, tú, tu polvo, y nos


metemos en el estacionamiento del edificio donde vivimos.
Volteé a verlo, y no le pareció mala idea, así que enfilé a la licorería. A
diferencia del camino de ida, durante el regreso, las calles se veían más
solas, por la hora. Bajó, regresó en minutos (esta vez él tendría que pagar) y
partimos rumbo a la Avenida Grecia. Me fui relajando conforme nos
acercábamos a Villa Cousiño.

Estacioné la camioneta, bajamos y nos sentamos en unos botes de


pintura vacíos, él a aspirar cocaína y beber poco, y yo a tomar cerveza,
hasta que nos alcanzó el sol hablando de música.

—No había ningún niño en la casa —soltó Chuy sin más.

—Yo estuve con él —afirmé.

—Te dije que murió hace un año —insistió, mas ya no le respondí, hasta
que añadió, minutos después, rascándose la cabeza y mirándome con
extrañeza—: Ya me había dicho mi viejita que tú podías «ver cosas» que
iban a espantarme.

—Tu abuela es una santa —le dije recordando el trato preferencial que
solía darme en cualquier lugar donde me la encontrara.

—Hay que cuidarse contigo —dijo Chuy terminando su cerveza de un


trago. Se levantó, se persignó y se fue.

Recogí las latas vacías, las puse en la parte trasera de la camioneta y


entré a mi departamento cuando algunos de los vecinos comenzaban a salir
hacía sus empleos. Me bañé y, tras ponerme ropa limpia, me dirigí a la sala,
me acomodé en un sillón, encendí la televisión, y, extrañamente (tomando
en cuenta que vivía solo), estaba sintonizada en un canal que en ese
momento transmitía caricaturas de Bugs Bunny. En pocos minutos me
quedé dormido.
Todo cambiará

Abasolo, Guanajuato

1.

«A partir de esta noche, todo cambiará», fueron las últimas palabras que
pronunció mi abuelo. Colgué el teléfono y permanecí sentado en el sillón
sin moverme. La noticia que me había dado me dejó perplejo. Era imposible
que mintiera; si él afirmaba que había llegado un ángel a la plaza y que
estaba entrando en todas las casas del pueblo para dar alegría a sus
habitantes, era cierto.

Dejé de lado el libro Escrito en el tiempo, llamé a uno de mis primos y


le pedí su auto prestado para regresar, una vez más, al terruño que vio nacer
a mi abuelo, y no porque dudara de lo que me dijo, sino porque me había
invadido una tierna urgencia por verlo.

En el trayecto, diferentes imágenes sobre ese lugar pasaron por mi


mente, como si fuera un archivo fotográfico: niños que consumen drogas y
se embriagan en las esquinas; cadáveres en el suelo cubiertos con
periódicos; perros famélicos buscando comida y personas viviendo en las
barracas que aglutinaban a los trabajadores temporales de los que décadas
atrás trabajaban allí (explotando yacimientos de ópalo), pero a saber por qué
maldición nunca pudo convertirse en una próspera ciudad, como sucedió
con algunas localidades vecinas.
2.

Recuerdo que cuando era un crío y, junto con la familia, íbamos a


saludarlo, lo común era percibir sombras moviéndose silenciosamente en la
noche en lugar de ver gente viviendo normalmente a la luz del día.

Viene a mi memoria la eterna respuesta a mi pregunta, a través de la


ronca voz de mi abuelo por el exceso de cigarrillos, sobre si ya habían
muerto aquellos vecinos a los que yo recordaba en mi niñez como ancianos:
«Por ahí andan», contestaba siempre con vaguedad; pero, de nuevo, regreso
a una duda que nadie ha tomado tiempo para aclararme: ¿por qué rara vez
llueve?

Me cuestiono por qué mi abuelo no abandona aquellos caseríos


hundidos entre cerros secos, basura, polvo, tristeza y olvido; por qué incluso
yo no consigo alejarme de allí. Sin remedio, voy dos o tres veces al año,
durante el día recorro sus silenciosas calles y, al anochecer, regreso a su
casa a escuchar las inagotables historias que me cuenta sobre lo que fueron
mejores tiempos mientras se oyen los lastimeros gritos que salen del interior
de los túneles de las minas.

Él asegura que, entre caminos de terracería y paredes agrietadas, la vida


en el pueblo se hizo nocturna, pues durante esas horas es cuando ocurren los
milagros y las cosas cambian, aunque, a veces, todo sucede lentamente, de
ahí que sus pocos habitantes den discretas señales de vida hasta que
oscurece.

Finalmente evoco aquella escena en la que mi viejito me lleva a conocer


a una curandera tras contarle que no podía dormir porque, apenas apagaba
la luz, percibía sombras alrededor de la cama que me hablaban. Jamás
olvidaré el largo silencio que se produjo mientras la anciana me observaba,
dando cuenta de un cigarrillo sin filtro. Al terminar dijo:

—Tu chamaco es muertero. —Y, tras recorrerme con la mirada de los


pies a la cabeza, una vez más, lo tranquilizó—: Con los años se le quitará el
susto de verlos.
3.

Un ángel…

Quizá cuando llegue, me encuentre con que los rayos del sol han tocado
las moribundas casas y que las sombras que se aparecían por las ventanas,
sin mostrar su rostro, se transforman en personas que, sonrientes, salen a
encontrarme en la calle para saludar y confesar que ahora son felices. Puede
que también el viento sople y se lleve por fin los gritos, el llanto y los
murmullos que, noche tras noche, resuenan en cada rincón del pueblo.
Quizá hasta llueva…

Llegando a las orillas del poblado, tras varias horas manejando,


comienzo a inquietarme al ver desde lejos que la vieja bodega sigue en
ruinas. Avanzo y me encuentro con la misma pila de malacates que llevan
años oxidándose en un solar, observo los matorrales, hojarasca y hierba seca
invadiendo todo. Finalmente descubro el foco de la casa de don Samuel,
como siempre, encendido...

¿«Como siempre», dije?

Así es, y aún con la oscuridad, veo lo suficiente para confirmar que todo
sigue igual: las casas, las sombras, los niños, el abandono, los perros…, los
gritos; como siempre, dejando el auto a varios metros de distancia de la
vivienda familiar, debido a lo intransitable del camino, andar lentamente
con el temor de topar, y, como siempre, tropezándome con un cadáver (de
una mujer) y, contrario a lo que pensaba en el trayecto de venida, dudo que
mañana las nubes permitan pasar los rayos del sol.

Distingo la casa de mi abuelo, descubro que la luz de la cocina está


encendida, y ello me anima un poco al pensar que, después de todo, el viaje
no fue en vano. A lo mejor lo del ángel es producto de su imaginación, o de
su fe en que las cosas no pueden ser malas eternamente, así que, de
cualquier modo, aprovecharé para saludarlo y dejarle algo de dinero.

Apresuro el paso, llego, entro sin tocar y encuentro la estancia vacía.


Me dirijo a su recámara y lo primero que descubro es a un niño sentado
sobre un jacal, sosteniendo una vela encendida en su mano derecha y
mirando hacia la ventana abierta.

—Se puso a recorrer emocionado por todos los callejones —me cuenta
sin voltear a verme—, gritando a todos que había llegado un ángel. Después
se cansó, me llamó y dijo que lo acompañara hasta aquí, se acostó y se puso
a mirar hacia la ventana diciendo que por ahí iba a entrar. Luego se quedó
quieto hasta que dejó de respirar; yo me quedo aquí esperando a que llegue
el señor vestido de blanco y con alas.

Echo un vistazo hacia la cama y lo veo descansando; más que muerto,


aparenta dormir apaciblemente. Un leve movimiento llama mi atención,
giro hacia un rincón y veo a un desencarnado sentado en una silla: es un
hombre de edad indefinida, con la expresión seria, vistiendo ropa de
campesino y también mirando hacia la ventana.
4.

Postergo la llamada a mi progenitor para informarlo sobre el


fallecimiento de su padre. Camino hasta la entrada y cierro la puerta por
dentro con llave mientras pienso: «Puedo entender la actitud del niño, quizá
por su ingenuidad, que se crea lo del ángel, pero que un muerto también
ande por aquí ya es otra cosa, pues si hay algo que los desencarnados
pierden al morir es la fe; así que debo darle el beneficio de la duda a que de
verdad algo se nos aparezca».

Regreso a la alcoba, cierro la puerta, observo al fantasma y al pequeño,


y ambos siguen sin perder de vista la ventana. Recorro con la mirada la
habitación, y su austeridad me duele. Me siento en la cama, al lado de mi
abuelo. Su cuerpo aún está tibio, pero no logro percibir su espíritu por
ningún lado. El desencarnado se gira para verme, cruzamos miradas, y, sin
que yo pueda definir qué pretende decirme con ello, asiente levemente.

Observo de nuevo al niño y entonces reparo en que, extrañamente, no


puedo decir si está vivo o también es un difunto. Aquello me inquieta, pero
la sensación dura unos segundos, ya que «alguien» se sienta a mi lado y
pone su mano sobre la mía. No investigo, pues sé que no veré a nadie,
aunque reconozco el tacto de mi abuelo, y, en ese momento, la recámara
deja de parecerme infame.

El chiquillo sigue sin tomarme en cuenta, mas aquello ya ha dejado de


importarme; ahora aquí estamos los cuatro, mirando hacia la ventana y
aguardando la llegada del ángel antes del amanecer, pues estoy seguro de
que, cuando entre, todo cambiará.
El curandero Felipe (5)

Ciudad de México

1.

A Felipe consiguieron matarlo tras varios maleficios en su contra. Fue


en una cruenta guerra de brujos, irónicamente con familiares políticos
suyos, mas no lo asesinaron porque sus enemigos fueran más poderosos (y
contra los que peleaba por defender la herencia que la única hermana de
sangre de mi padre le había dejado), estoy seguro de que, por su avanzada
edad, lo sorprendieron cansado. A pesar de su vejez, me tocó presenciar que
hizo lo posible por evitar la infamia que los ladrones terminaron
cometiendo.
2.

Meses antes de morir, me contó una anécdota:

—El viernes de la semana pasada, por la tarde, llegó Antonio a mi


casa; estaba ebrio, y eso me extrañó, pues, siendo deportista
(fisicoculturista), sé que no bebe.

—Más curioso es que se apareciera el día que sueles tomarte tus tragos
—señalé.

—Así es… La cuestión es que llegó y me pidió que le invitara a una


copa —siguió contándome—. Al principio me pareció buena idea, pero se le
notaba nervioso, así que me puse en alerta…

—Vaya.

—Serví la primera ronda mientras forzadamente hablábamos de temas


banales. Terminó rápido su trago y me pidió otro. Se lo serví, pero al mío le
puse menos brandy.

—Más vale prevenir —dije.

—Me llegó una advertencia cuando en la habitación del fondo escuché


que algo de vidrio se rompía; ya sabes: uno de mis inquilinos que tanto te
asustan mandó una señal de que había peligro.

—Vaya, por suerte.

—Fue cuando noté que frotaba nerviosamente los dedos de su mano


izquierda y que hasta entonces no había tocado nada con ella, como si la
protegiera.

—Ahí estaba el peligro —le di la razón.

—Vació su vaso de un solo trago y dijo que ya se iba —siguió—, mas


eso, en lugar de tranquilizarme, me inquietó. Se puso de pie, me dio las
gracias, me dio un abrazo, escuché un grito por el pasillo, él se asustó y eso
me permitió darle un manotazo en el brazo derecho en el momento en que
intentó ponerla sobre mi nuca.

—¿Y eso? —lo interrogué.

—Quería matarme —afirmó—. Traía algo embarrado en la mano que


pretendía untarme en la cabeza. Así que, como no pudo hacerme nada,
salió apresurado de la casa.
3.

Cuando crucé la puerta, tras regresar a su casa ya de madrugada, en


donde horas antes intercambié palabras con él sin saber que había fallecido,
subí a su recámara para enfrentarme a su cadáver, el cual estaba cubierto
con una sábana blanca sobre su cama (amplia, antigua, rodeada de viejos
pero hermosos accesorios de alcoba), y con Juan, sentado en la silla
mecedora de mi tío, balanceándose y llorando sin control mientras el
médico terminaba de redactar el acta de defunción (obvio, con el
diagnóstico que encubre toda muerte por brujería: un infarto fulminante).

Durante largo rato lo consolé, hasta que el galeno se fue. Una vez solos,
me acerqué al lecho y toqué su brazo, sin destaparlo, mientras recordaba
aquella noche en que me contó, con cierto pesar, cómo muchos familiares se
alejaron de él en cuanto se enteraron de que estaba ejerciendo como
curandero y realizaba limpias en el patio de su casa, motivo por el cual lo
acusaban de ser brujo.

El llanto estuvo a punto de traicionarme, pero me recompuse; no era el


momento. Me levanté y ofrecí un vaso de agua a su amigo, luego le vi
tomar el teléfono para hablar con la policía (algo que consideré innecesario,
pues el acta de defunción cubría cualquier situación, pero más tardaron en
aparecer y echar una ojeada por la recámara que en ser despachados por
Juan). Finalmente nos quedamos en silencio, cada quien sopesando sus
recuerdos, mientras llegaba la ambulancia de la agencia funeraria.

Nos fuimos juntos, detrás de la carroza, en uno de los taxis; llegamos al


velatorio, y presencié las negociaciones que hizo Juan al momento de pedir
la mejor ceremonia luctuosa que le pudieran ofrecer a mi tío en el Panteón
Civil de Dolores, precisamente a donde lo llevé la última vez que «lo vi».

Abracé a su amigo cada vez que lo necesitó, al sollozar, durante la


velación y toda la noche, mientras yo percibía (en silencio) la forma en que
el espíritu de Felipe, sin poder evitar la confusión, abandonaba su cuerpo
físico para emprender el largo proceso de depuración buscando convertirse
nuevamente en alma.
Ni que decir tiene que una impresionante y dolida multitud desfiló ante
su féretro durante el tiempo que duró el velorio, ya fuera para ofrecer sus
condolencias, presentar sus respetos o dejar la capilla rebosante de arreglos
florales.
4.

Durante su entierro, a la siguiente nublada y húmeda mañana, me


indignó ver a algunos de quienes querían eliminarlo, ya fuera poniéndole
brebajes en sus tragos de brandy, dejando brujería a la puerta de su casa, o
tratando de pasar la mano con algún mortal ungüento sobre su cabeza.
Recuerdo que Antonio, cínico como siempre, se acercó y, tratando de
abrazarme, dijo:

—Se nos fue.

—Lo consiguieron —respondí, zafándome disimuladamente y


recordando que Felipe me confió que antes también trató de embrujarlo,
«vertiendo algo en su bebida», estando aparentemente distraído mientras un
mariachi tocaba una sentida canción que tanto le gustaba oír cuando las
comidas que organizaba los domingos por la tarde estaban por terminar: Las
Golondrinas.

—Nos dejó Felipe —se quejó a su vez el hermano del hipócrita, mi tío
Rogelio, simulando congoja. Opté por la prudencia: les di la espalda a todos
y me alejé en búsqueda de mi padre.
5.

Meses después, Juan también pasó a mejor vida. La última vez que
conversamos fue la noche de un 24 de diciembre: estaba acostado en la
cama de Felipe y padecía una especie de paranoia, pues afirmaba que todo
el vecindario pretendía despojarlo de los bienes heredados.

Cuando algunos familiares trataron de investigar cuál había sido la


voluntad sobre su fortuna (tomando en cuenta que la última hermana de mi
tío aún vivía), se encontraron con que una sobrina de Juan ya se había
adueñado de todo, cambió cerraduras de las puertas y colocó rejas en las
ventanas. Argumentaron un testamento que nunca mostraron y se
atrincheraron en la casa. Extrañamente, la familia desistió de cualquier
acción legal.

Desconozco el destino que tuvo el Cristo negro.


6.

A finales de ese año, uno de los ladrones que despojaron a mi padre de


la herencia de su hermana lo llamó por teléfono para decirle (casi rogarle)
que pasara a verlo para que recogiera el legado que originalmente le
pertenecía; pero mi progenitor se negó, entre otras cosas, porque la mayoría
de los bienes de valor ya habían sido saqueados.

Luego nos enteramos, a través de un primo de mi progenitor, de que,


efectivamente, los objetos ya habían sido motivo de detallada rapiña, pero
que las razones por las cuales querían hacer la entrega de las sobras eran
que el fantasma del curandero no los dejaba en paz.
7.

Varios años después, mientras fundamentaban mi palo de muerto, tras


ser iniciado como espiritualista y llevando a la práctica sus enseñanzas,
pregunté al espíritu de Felipe si quería «entrar en él» para trabajar conmigo.
Aceptó.
Lengua de tarántula

Ecatepec, Estado de México

Nunca he entendido por qué las casas de los curanderos tienen que ser
feas, oscuras y sucias. Tampoco me quedan claras las razones, viéndolas de
lejos, por las que inspiran miedo. El asunto es que ahí estaba, parado frente
a una puerta oxidada que llevaba años sin recibir una mano de pintura,
buscando a una mujer a la que no conocía.

Había llegado esa noche a una colonia de temible reputación para


cumplir un encargo de mi padrino: localizar a una hierbera famosa por ser
de las pocas en esta ciudad que vendía la codiciada «lengua de tarántula».

Apenas me paré frente al portón, un gruñido, seguido de ladridos, se


oyeron desde el interior: un perro, el típico guardián de toda «bruja»;
busqué un timbre, pero, obviamente, no lo encontré, así que di cuatro golpes
con fuerza sobre la lámina (evitando los esotéricos tres, que en la casa de
cualquier hechicero podrían significar el llamado a entes que no se desea
conocer).

—¡¿Quién es?! —interrogó de mala manera una voz femenina.

—Buena noche —saludé cortésmente—. ¿Se encontrará doña Teresa?

—Ella no atiende a nadie a esta hora —advirtió, al tiempo que cesaban


los ladridos.

—Sí, lo sé —aclaré—, pero don Mateo, el hierbero del Mercado de


Sonora, me dijo que, si le avisaba de parte de quién venía, ella me… —traté
de explicar, pero el chasquido del seguro de la chapa, acompañado de una
tétrica carcajada, me interrumpió.

Si bien la puerta se abrió, dejando apenas el espacio necesario para que


yo entrara, la negrura en el interior no me permitía ver a la mujer que me
estaba recibiendo. Dudé.

—¿Vas a entrar o qué? —me riñó.

Ingresé, y, de inmediato, cerró la puerta, hundiéndome en una


inquietante oscuridad. Sentí al can olisqueándome los pies, se oyeron
movimientos en algún rincón, una habitación se iluminó tenuemente y
desde su interior salió un imperativo «pásate».

Obedecí, con el perro siguiendo mis pasos, aunque luego se detuvo,


observó el interior del cuarto, levantó las orejas, movió la cola y
desapareció. Distraído por aquello, no me di cuenta de que la mujer se había
acomodado detrás de una antiquísima mesa cubierta de polvo, seguramente
acumulado durante años, y con un cráneo colocado al centro, que supuse era
de cerámica. El aire estaba viciado, olía a cerrado.

—Siéntate —señaló un pupitre con el tablero a punto de desaparecer por


el paso del tiempo y la saña de las polillas.

—¿Cómo está? —pregunté por diplomacia.

—Solo por tratarse de mi Mateo es que abrí la puerta —aclaró,


haciéndome sentir incómodo.

—Gracias, no quiero distraerla de sus ocupaciones.

—En mi «estado» —jugueteó—, lo que me sobra es tiempo: años, días,


horas, quizá siglos. —Y procedió a encender un cigarrillo sin filtro.

—Don Mateo me comentó que… —comencé la explicación, pero,


nuevamente, fui interrumpido, aunque con un tono más autoritario.

—¿Hace mucho que juraste como curandero? —me interrogó. En ese


momento descubrí que trataba de mantener la cabeza agachada para que no
la mirase a los ojos.

—Cuatro años —respondí. Se puso de pie para buscar, dentro de un


montón de bolsas esparcidas en el suelo, una vela blanca; la colocó sobre la
calavera, la cual, mirándola con detalle, descubrí que era real, y, con los
mismos cerillos usados para el tabaco, la encendió—. Se ve usted joven —
agregué, no solo a manera de cumplido, sino sorprendido por lo bien
conservada que se veía pese a tener la voz de una anciana, quizá ayudada en
su aspecto por la ropa deportiva que vestía.

—¿Qué se te ofrece? —preguntó ignorándome de nuevo.

—Necesito que me venda lengua de tarántula.

—Mira, mira —se burló—, van a hacer un trabajo negro muy cabrón.
—Y soltó una carcajada más.

—No son para mí —expliqué—, y tampoco sé para qué las usarán.

—Las quiere tu madrina, la bruja, para chingarse a su prima —advirtió.

—No tengo madrina, el que me las encargó fue mi padrino —consideré


necesario aclarar.

—Ya lo sé. El tipo bajito, flaco y con bigote te pidió que las
consiguieras, pero quien las va a usar es su vieja, y, aunque no sea tu
madrina, tú le dices así —apuntó, burlona, mientras terminaba su cigarrillo
—; pero eso a «nosotras» debe importarnos —agregó mientras se levantaba
y buscaba mi petición en una serie de repisas empotradas en paredes
cubiertas de hollín, entre las que identifiqué tres cráneos más, de diferentes
tamaños, acomodados en línea, que me recordaron a los que se exhiben en
el Osario de Sedlec—. Aquí no tengo lo que buscas —advirtió—; déjame
ver si está en la bodega. —Tras lo cual, salió, provocando que el perro
aullara.

Me quedé contemplando el nutrido material que había en las estanterías:


murciélagos disecados, velas de cebo, aceites, crucifijos de madera,
punzones, cabezas de víboras e iguanas deshidratadas, hierbas secas, palos
de varios tamaños, habanos, listones de colores, bolsitas con diversos
polvos, barras de copal y plumas de zopilote; sin embargo, cada cierto
tiempo, mi mirada regresaba a la calavera con la vela encendida.

Tras unos minutos de espera, el rechinido que hizo la puerta al abrirse a


mis espaldas, me hizo suponer que doña Teresa había regresado, pero, por la
manera de arrastrar los pies que escuché, quedó claro que se trataba de otra
persona.

Cuando decidí voltear hacia la entrada, descubrí a una anciana, vestida a


la usanza indígena, envuelta en un rebozo desgastado y apoyando su lento
andar con un bastón de palo sin curtir.

—Así que ya te dejaron pasar —exclamó mientras pasaba a mi lado


hasta alcanzar la silla, al otro lado de la mesa.

—La buena noche —saludé. Y comencé a explicar—: Doña Tere ya


estuvo conmigo y…

—Yo soy Teresa y vivo sola…, bueno, con mi perro, llamado Cerbero
—me interrumpió mientras veía la candela sobre el cráneo, encendió un
cigarrillo con ella y desaprobó «algo» moviendo la cabeza—. No me
molesta que una de las niñas te permitiera entrar, pues sé que vienes
recomendado por mi hijo Mateo, pero que aproveche mi lentitud al caminar
para encenderse una velita… eso no —y dicho esto, dio una fumada y lanzó
la bocanada hacia la flama, la misma que se apagó sin humear—. Aquí la
única que les da luz a los muertos soy yo —sentenció.

Me quedé sorprendido, pues hasta ese momento no comprendí que debí


haberme fijado en más detalles del comportamiento de la primera mujer
para darme cuenta de que se trataba de una desencarnada.

—¿Qué se te ofrece? —me preguntó usando la misma frase.

—Necesito lengua de tarántula —balbuceé mientras reparaba en sus


ojos, estremeciéndome por lo que percibí.
—Sí, ya sé: porque tu padrino hará un trabajo negro muy cabrón —
exclamó—. Búscate en el estante superior un frasco, con tapa color verde, y,
si no lo encuentras, fíjate en los de abajo, por ahí debe estar…

Me incorporé y, dándole la espalda, estiré mi cuello hasta donde pude,


tratando de ver los tonos de las tapaderas, pero no lo hallé, así que procedí a
escudriñar en la siguiente repisa, donde estaban los cráneos; mas en el
momento en que clavé mi mirada en ellos, escuché otra risotada, a las que
supuse debía irme resignando. Continué hasta que di con el frasco, lo tomé,
volteé y descubrí la silla vacía.

Regresé al pupitre, coloqué el envase sobre la mesa y decidí esperar,


aunque no fue demasiado; la puerta rechinó, el perro aulló, una risita sonó
por detrás, y, sin darme cuenta, ya tenía a mi derecha a una niña, enfundada
en un impecable vestido de color blanco, examinándome con curiosidad.

—¿Eres muertero desde chiquito? —preguntó mordisqueándose la uña


del dedo índice izquierdo.

—Sí —respondí mientras dirigía mi mirada, una vez más, hacia los tres
cráneos, comprendiendo a quién pertenecía el más pequeño.

—¿Le tienes miedo a los muertos? —me cuestionó con ingenuidad.

—Claro —reconocí—, desde siempre, no puedo dejar de asustarme


cada vez que se me aparecen.

—¿Cuántos años tenías cuando viste al primero? —siguió interrogando.

—Quizá tu edad —le reviré, lo que provocó que soltara una traviesa
risa.

—¿Te espantó mucho?

—Sí…

—¿Como ahorita? —me escrutó con sus ojos apagados.


—Más o menos —admití una vez más—; no siempre me aterro igual:
hay ocasiones en que nada más me pongo nervioso, aunque trato de
disimularlo, pero otras, de inmediato un sudor frío me recorre la espalda, se
me seca la boca, los dedos de las manos se me tensan y mi corazón se
acelera.

—¿De qué depende que te asustes «muchito» o «poquito»? —insistió.

—Te lo confesaré —dije tras reflexionar unos instantes—: si hay algo a


lo que no me acostumbro es a su voz; puedo verlos, o escuchar que golpean
cosas, o arrojan objetos, pero cuando me hablan sin dejarse ver… eso me
espanta.

—¿Entonces, ahorita no tienes miedo? —inquirió la pequeña mientras


dejaba de morderse la uña.

—Un poco —acepté—, digamos que «lo normal».

—Me caes bien —dijo entre risas cortas, se volteó y, dando pequeños
brincos, salió por la puerta para perderse en la oscuridad del patio.

—Esto ya fue demasiado —dije en voz alta, me incorporé, saqué mi


cartera y conté los billetes de lo que podría costar la lengua de tarántula
(según aventuró mi padrino), con intención de dejarlos sobre la mesa e
irme, pero el sonido de la chapa de la vieja puerta por la que había entrado
minutos antes me detuvo.

Percibí ruidos que no identifiqué, luego pasos y después acomodo de


bultos cerca de donde me encontraba, pero lo que más me intrigó fue el
silencio del perro: al parecer, el desfile de muertas había terminado, así que
quedé a la expectativa de que quien hubiese llegado se asomara por la
habitación, mas eso nunca sucedió.

Esperé unos minutos más y salí al patio, pero la negrura seguía


impenetrable; regresé, tomé los cerillos, encendí la vela que estaba sobre el
cráneo y, tomándolo a manera de quinqué, salí a buscar a quien hubiese
llegado, mas no encontré a nadie ni vi cajas u objetos grandes.
Iluminé mi camino hasta la puerta. Pensaba abrirla, devolver el cráneo y
largarme sin cumplir con el encargo, pero la chapa estaba cerrada con llave;
solté una palabrota, regresé a la habitación y me encontré con una anciana
sentada a la mesa y observando con detalle el contenido del frasco lleno de
lengua de tarántula. Levantó la vista, sonrió y dijo:

—¿Estás enojado o asustado?

—Ninguna de las dos —aclaré—; más bien, harto de tanto juego.

—Los muertos no juegan —me reprochó.

—¿Pero qué tal se divierten a costa de los vivos? —ironicé mientras


colocaba el cráneo sobre la mesa. La mujer era pequeña, de piel
exageradamente blanca, y bastante mayor, según calculé por lo ajada que
tenía la cara, su cabello cano y la perspicacia que desprendía su mirada, ese
brillo que otorga la sabiduría adquirida a lo largo de años de triunfos y
derrotas.

—Los desencarnados son un asunto serio —observó mientras acercaba


un cigarrillo a la flama de la vela. Le dio una larga calada y soltó
lentamente el humo en dirección al techo.

—Son demasiado solemnes —exclamé tratando de insinuar que no me


interesaba permanecer más tiempo ahí.

—Veo que ya te atendieron —dijo señalando con un movimiento de


cabeza el envase.

—Así es, doña Teresa —pronuncié su nombre con la certeza de


encontrarme ante la hierbera que originalmente había ido a buscar—, pero
no me han dicho cuánto me costará…

—¿A ti o a tu padrino? —cuestionó.

—Son para... —iba a decirle, pero yo mismo me interrumpí al suponer


lo que diría a continuación.
—... su esposa, que hará un trabajo negro muy cabrón —completó mi
frase, por así decirlo, con amabilidad.

La anciana se levantó con agilidad, tomó una botella de aguardiente que


estaba en el piso, le dio un trago y lanzó el chorro sobre los tres cráneos que
estaban en la repisa, después dio otro y lo arrojó sobre el que tenía la vela,
pero sin que el alcohol tocara la flama.

—¿Cuánto le debo? —pregunté sin disimular mi impaciencia (no


pensaba quedarme allí ni un minuto más esperando a que la dueña del
último cráneo recibiera la oportunidad de hacer su espectral aparición). Dijo
la cantidad, parecida a lo estimado, pero, al tratar de entregarle los billetes
en la mano, señaló con un ademán que los pusiera en la mesa.

Avisé que me iba, tomé el frasco, le agradecí la venta y salí de la


habitación.

Una vez en el patio, sorprendentemente, la oscuridad era menor. Llegué


hasta la puerta y recordé que estaba cerrada con llave, pero de todos modos
jalé el seguro y cedió. Salí y, antes de cerrar, escuché varias carcajadas
femeninas y los aullidos de Cerbero.
En el cementerio

Ciudad de México

1.

No suelo ir a velatorios, mucho menos a entierros. Mis amigos y


algunos familiares no suelen entenderlo, aunque les he explicado los
motivos. Por lo mismo, mis ausencias en esos trances luctuosos han creado
fisuras con varios de ellos.

Así, fuimos al velorio de un tío de mi esposa, presencia que rompió mi


acostumbrada negativa debido al agradecimiento que le tengo a uno de los
hijos del difunto. Para poder ir me protegí antes, aunque regresando a casa
tendría que hacerme algunos despojos más.

Expresamos nuestro pésame a la familia (vi el espíritu del difunto,


parado frente a su féretro, incrédulo ante lo que estaba presenciando, pero
decidí ignorarlo para no involucrarme en discusiones tratando de explicarle
su nueva condición) y luego entramos en la cafetería, ubicada en un jardín
con una bella fuente (¿el que decidió ponerla ahí sabrá el significado del
ruido del agua para los muertos?), a donde llegaron parientes y conocidos
para saludarnos, como si fuéramos los dolientes.

Hubo un momento en que me aburrió la procesión de millonarios y


políticos presuntuosos de mi familia política, y avisé a mi esposa de que iría
a caminar entre las criptas para despejarme, aunque en realidad buscaba un
déjà vu: el Panteón Francés (donde estábamos), similar al Panteón Español
(lugar en el que descansan muchos de mis familiares). Ambos me remiten a
mi niñez, cuando correteaba entre tumbas y lápidas, viendo fantasmas,
mientras los adultos lloraban a nuestros antepasados.
2.

Salí del sagrario, atravesé el jardín de la entrada, crucé la calzada y al


azar me metí al oscuro pasillo que punteaban dos mausoleos: del lado
izquierdo, uno en honor a la familia Dugès, y, enfrente, otro para los
Bourdieu. Apenas me introduje, la luz de los faroles desapareció, así que
comencé a guiarme por la intensa luminosidad de la luna de octubre al
tiempo que el ruido aledaño disminuía, imponiéndose el hermoso y denso
silencio que caracteriza a los panteones.

Habituado al brillo lunar, identifiqué tumbas al ras del suelo, mausoleos,


gabinetes, torres, bulbos, monumentos, arcos, capillas, kioscos, templos,
pétreas falsas, obeliscos y todos los estilos imaginables. Encontré fosas
abiertas y, como cuando era niño, me dieron ganas de acostarme dentro de
una, pero, a diferencia de aquel chico al que no le importaba ensuciarse con
tierra, polvo o lodo, de hacerlo esa noche, tendría que explicar el estado
desastroso en que quedaría mi ropa, por lo que deseché la idea.

Contemplé los accesorios con los que se adornan los sepulcros: cruces,
lápidas, ángeles, libros, vírgenes, mascotas, cristos y gárgolas con alas y
colmillos inmensos que, a la luz del día, seguro asustarían. Seguí hasta
llegar a una plazuela rodeada de estatuas, con un gran pirul en medio, y me
debatía sobre hacia dónde llevar mis pasos cuando alguien habló a mis
espaldas.

Una voz, esa voz, la típica voz de un desencarnado, el tono con el que
hablan, con debilidad, usando frases cortas, emitiéndolas con lentitud y sin
emoción.

—¿Tienes un cigarro? —dijo.

Mierda, carajo, chingado. No había considerado que meterme entre las


criptas podría llevarme a conversar con un desencarnado; si ya me cansa
escuchar las quejas de los vivos, cuantimás oír los lamentos de los otros... Y
para joderla más, era una ella.
—No fumo —volteé y no vi a nadie, escruté entre las sombras y tardé
en localizarla: estaba sentada en los escalones de un mausoleo, impasible
(¿de qué otra manera podría estar un muerto?). Esperé a que se acercara,
mas no se movió—. Además, como si pudieras hacerlo —dije caminando
hacia ella.

—Si tuvieses un cigarrillo, lo haría… Sabes que podemos.

—Fumar hace daño —dije sentándome a su lado mientras agudizaba mi


videncia para definir sus facciones.

—No seas irónico —se quejó.

—Soy sincero —aclaré, descubriendo que, para ser una desencarnada,


era guapa.

—Podrías pedir uno a los que vinieron contigo —sugirió.

—Si voy a buscarlo, no te garantizo que vuelva —advertí. La seguí


observando y me intrigó su expresión incierta.

—Mejor quédate un rato —pidió—; hace tiempo que no converso con


nadie.

—¿Y eso? —cuestioné armándome de paciencia ante su lenta forma de


hablar—. ¿Acaso no platicas con tus vecinos muertos?

—No puedo moverme. —Señaló hacia una esquina. Me levanté, activé


la lámpara de mi celular y lo vi: era un durmiente; supuse qué hacía ahí,
pero de todos modos revisé alrededor del sepulcro y lo confirmé tras
encontrar cinco más—. Por eso no se acercan. Unos tienen miedo, y a otros
les da lo mismo.

—Ustedes no tienen emociones —aclaré—, recuerdan que las tuvieron


y aún creen sentirlas.

—Lo que sea. —Me observó y dijo—: ¿Los quitarías?

—Cuéntame qué pasó…


3.

En vida se llamaba Conny. Nació en Sinaloa y era una exuberante


modelo de revistas deportivas. Se casó con un Babalawo y con el tiempo
descubrió que la había embrujado con la diosa Oshún para convencerla de
un (falso) matrimonio; luego se enteró de que él hacía lo mismo con otras
mujeres y gracias a ello había formado una especie de harén. En un
momento de lucidez, abrió la sopera de la Orisha, sacó los pequeños
envases con los que había trabajado a todas sus amantes, los pisoteó y las
piedras y demás contenido lo tiró fuera de la casa.

Cuando llegó el Babalawo, la sorprendió preparando su maleta, se dio


cuenta de lo que había hecho y comenzó a golpearla mientras exigía que le
dijera dónde habían ido a parar sus atributos; ella se burló, y, enfurecido,
el religioso sacó una pistola y la mató de un tiro en la cabeza.
4.

Tras su explicación, vi con videncia que el Babalawo hizo rápidamente


ebboses, con Eleggua y Oggun, para no ser visto como sospechoso, avisó a
la policía y, tras las obras, la muerte quedó registrada como un asalto. El
cabrón la veló, la incineró y repartió sus cenizas en cuatro urnas, las enterró
y cubrió con cemento negro y colocó los seis durmientes alrededor del
mausoleo (una herencia familiar), por si a ella se le ocurría «salir» a
buscarlo.

—El hijo de puta sabía lo que hacía —exclamé—; uno era suficiente,
quizá otros tres, si sabes de los «Señores de los cuatro rumbos», así que
imagínate la saña al meter seis.

—¿Conoces tal encadenamiento? —me cuestionó—. ¿Eres Babalawo?

—No lo digas ni de broma —protesté—. Sé el tipo de personas que son


esos autollamados «religiosos», pero desde hace años dejé de frecuentar
todo lo relacionado con Ifá, Santería, Mayombe y Espiritismo, precisamente
por la deshonestidad de muchos de ellos… El hechizo al que te refieres me
lo enseñó un médium irlandés, sin embargo, esa anécdota en este momento
es lo de menos.

—Tienes razón, pero desde que me apresó han pasado trece años… ¿Te
atreverías a quitarlos? —propuso de nuevo.

—Si lo hago, ya nadie podrá detenerte —avisé.

—Eso es obvio —contestó sin dudar.

—Necesito conseguir agua muerta para que no los encuentre ni sepa


quién lo hizo —acepté tras reflexionar un rato.

—Aquí hay mucha —señaló con algo parecido a una sonrisa.

—Una vez que te libere, deberás acompañarme para esconderlos; no


quiero que tus vecinos me molesten.
—Por ellos no te preocupes —aseguró.

Me alejé un par de metros de ella para no incomodarla con lo que estaba


por hacer. Me quité la corbata para no ensuciarla, cogí de mi saco una
cascarilla (que siempre cargo para cualquier imprevisto) y me froté con ella
las manos hasta cubrirlas de blanco, pinté algunos signos en mis brazos para
ocultarme, invoqué la sombra de Pedro y José (para «hacerme invisible») y
procedí a desenterrarlos.

Tras ello, me coloqué al lado de otro pirul y observé cómo Conny


lentamente se ponía de pie para dar los primeros pasos más allá de lo que
por años fue una prisión. Me adentré en el cementerio con ella detrás.

—¿Qué harás con los clavos? —preguntó manteniendo su distancia.

—Los colocaré en diferentes floreros. El agua muerta de las tumbas


evitará que él vea en dónde están, y si es listo, sabrá que no puede colocar
otros para amarrarte de nuevo.

—Pero es Babalawo —avisó—, tiene Nganga y sabe usar la cadena.

—No te preocupes —la tranquilicé. Seguimos caminando, y, pese a la


calurosa noche de otoño, por momentos me invadía un extraño frío.

—¿Meterlos en los cántaros no afectará a mis vecinos? —preguntó.

—No, solo si los clavas donde ellos fueron enterrados. Colocaré cada
uno en diferentes lugares y con la punta hacia el cielo: ese es el secreto para
bloquear los encadenamientos.
5.

Los desencarnados nos veían pasar, indiferentes. Cada vez que


encontraba un florero, me aseguraba de que tuviera agua y dejaba caer el
durmiente con la punta hacia arriba (utilicé la lámpara de mi teléfono para
confirmar que estaban en la posición correcta), pero hubo un par que
quedaron mal y tuve que meter la mano para acomodarlos; temía que
mojarme provocara que el muerto «se me pegara», pero ahí estaba Conny, a
la expectativa, y nada sucedió.

Terminé, y volvimos a la plazuela con ella caminando ya a mi lado.

—¿Cómo supiste que podías hablar conmigo? —traté de saciar la


curiosidad que me asaltó desde el momento en que me pidió el cigarrillo.

—Se te nota —dijo, y me recorrió con la mirada de arriba abajo.

—¿Qué…?

—Puedes conversar con los muertos. —Y soltando algo parecido a una


risa, agregó—: ¿A quién se le ocurre caminar entre las criptas en la noche si
no es a alguien que sabe hasta dónde puede meterse en problemas?

—¿Qué harás con el Babalawo? —cambié de tema para cortar el terreno


de las adulaciones por donde pretendía transitar.

—En su momento le llevaré recuerdos —sentenció sin dar más detalles.

—Eso espero —sonreí mientras recordaba la llamada justicia divina a la


que, curiosamente, apelan algunos iniciados en Ifá.

—¿Te puedo buscar alguna vez? —propuso, pendiente de cada uno de


mis pasos.

—No… Sigue tu camino, Conny, yo debo continuar el mío —señalé.

—Si algún día necesitas algo, ya sabes, trabajar con muerto…


—Lo tendré en cuenta.

—Gracias —dijo deteniéndose junto al pirul mientras yo continuaba mi


regreso al velatorio.
Índice de contenido
A manera de presentación
Glosario
El muerto no puede salir de aquí
La maldad de un muerto oscuro
El curandero Felipe (1)
Los muertos saben esperar
Hay entes a los que no se debe llamar
El curandero Felipe (2)
Muertos viejos
La anciana que creía estar enamorada
El curandero Felipe (3)
Comerse al muerto
Muertos entre los vivos
El curandero Felipe (4)
El niño estaba ahí
Todo cambiará
El curandero Felipe (5)
Lengua de tarántula
En el cementerio

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