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Mi Vida Con Los Muertos. Alfredo García
Mi Vida Con Los Muertos. Alfredo García
Mi Vida Con Los Muertos. Alfredo García
Glosario
Muertos viejos
Comerse al muerto
Todo cambiará
Lengua de tarántula
En el cementerio
Para Gabriela
A manera de presentación
Pese a mantener un papel discreto a nivel social (contar con dones como
los míos conlleva ser buscado por disímbolas personas), conservo la
habilidad de ver y hablar con los muertos, de ahí que las experiencias
narradas en este libro sean reales (en algunas solo se sustituyeron los
nombres), exceptuando «Todo cambiará», capítulo que me fue inspirado,
tras extrañas experiencias, mientras realizaba investigaciones
antropológicas en zonas rurales cercanas a la comunidad donde vivía mi
abuelo.
Glosario
Karma: creencia budista que afirma que toda acción de las personas
que perjudique al prójimo, genera una energía que trae consecuencias
negativas y sobre la cual se deberá trabajar para depurarlas.
Muertero: es una mujer u hombre que nace con el don de hablar, ver,
oír o trabajar con el espíritu de gente que ha fallecido.
Señores de los cuatro rumbos: son entidades que controlan los puntos
cardinales y las estaciones del año, de manera que abren o cierran caminos
para cualquier dirección en que se busque solución a un problema.
Aclaración:
Ciudad de México
1.
Llegó puntual, a las once de aquel húmedo martes (el peor día para
trabajar, según él me enseñó). Subí a su auto y descubrí que llevaba saco y
corbata; preguntó por la mía, y avisé que me la pondría después. Nos
encaminamos al sur de la ciudad tras informarme de que el destino era la
funeraria J. López, localizada en Tlalpan. Llovía.
—No vamos a convivir con nadie; ya te dije que el difunto era una
persona importante, y, por eso mismo, asistirán personas a las que no les
gustaría ser molestadas —señaló—. Te necesito como muertero, por si es
preciso hablar con el difunto.
No supe a qué hora comencé a dormitar, pero fuertes golpes dentro del
cajón me despertaron. De inmediato, puse en alerta a mi muerto:
—Cuéntamelo todo.
A las siete llamé por teléfono a mi esposa para decirle que llegaría a
casa en media hora para bañarme e irme a la oficina. Mientras, mi padrino
platicaba con la viuda; luego vi cómo le entregaba un fajo de billetes. Al
salir de la funeraria nos cruzamos con algunos de los deudos que había visto
la noche anterior, y aproveché para sacarle al hijo del difunto su número
telefónico (ya hablaría con él después).
—¿Cómo dormiste?
—Pensé que los mentores servían para enseñar, no para joder —solté
con temeridad, y de inmediato se puso serio.
—El difunto no violó a la recién nacida; fue uno de sus tíos… La esposa
y los hijos están pendejos, igual que tú, y como la bebé no sabe hablar, no
sabrán quién lo hizo y se quedarán con la idea de que fue él.
Ciudad de México
—Vaya —solté.
—Vaya…
—Mi padre me ha llevado con varios, pero a las dos o tres semanas el
muerto siempre regresa. Por si no fuera suficiente, desde que empezó esto,
siempre tengo mucho frío —agregó.
Lo que sucedió fue que, más que beber, le dio a fumar marihuana por
primera vez, pero lo hizo de tal manera que quedó aturdido, por lo que no se
percató de que su amigo aprovechaba su presencia para envalentonarse y
asaltar a un vecino que por casualidad pasaba frente a ellos. Una vez que lo
despojó del dinero, huyó, dejando a mi amigo sin enterarse de lo que
sucedía a su alrededor.
La víctima se fue, pero al poco regresó con una patrulla, y Bruno, que
seguía en la esquina, atontado por el efecto de la hierba, fue acusado de ser
cómplice del ladrón y llevado a la cárcel. Durante los meses que estuvo en
prisión, algunas compañeras confesaban extrañarlo, mas fue Rosa quien,
cierta tarde frente al mar, en un viaje de prácticas escolares, me confesó:
—No es que sea mala persona, ni que me haya faltado al respeto, pero,
en ocasiones, siento su vibración pesada, densa, como si trajera algo pegado
que no le deja estar en paz.
Lo visité un par de veces en la cárcel hasta que, tras casi un año, obtuvo
su libertad. La víctima aceptó que él no había participado en el robo y retiró
la acusación. Regresó a clases, pero ya no era el mismo.
—Lo peor —señaló— es que imagínate ser agredido durante el día por
los vivos y en la madrugada, por el muerto, o por ambos.
—Me conformaría con deshacerme del muerto que me jode todas las
noches —señaló con un deje de tristeza—, pero creo que ya es demasiado
tarde: el cabrón consiguió joderme la vida. —Y se alejó.
Ciudad de México
1.
Felipe estaba casado con una mujer inconforme con la vida, y, producto
de su vínculo, tuvieron una hija con aires de millonaria.
A él le gustaba tomarse sus tragos todos los viernes por la tarde. No era
una mala persona estando en su juicio, ni cuando el alcohol ya lo había
aturdido. Para costeárselo y cumplir con sus obligaciones como esposo y
padre, trabajaba afanosamente en una oficina del Gobierno, sin embargo, a
su familia no le gustaba que bebiera, por lo que, las mañanas de cada
sábado, los reclamos de las dos mujeres eran parte de sus resacas.
2.
Salió rumbo al monasterio y, una vez que estuvo allí, buscó a la madre
superiora, quien le informó de que las monjas y los huérfanos que
albergaban estaban bien. Pese a todo, Felipe dio un precavido paseo entre
los escombros hasta que, en cierto momento, se acordó de la capilla y del
Cristo negro.
Una vez en la calle, llegó hasta donde estaba la religiosa, recargó la cruz
en una pared y le dijo:
—Gracias —balbuceó.
—Es suyo —insistió—; por la razón que solo Dios sabe, usted lo
rescató.
5.
Se encaminaron hacia la casa. Una vez dentro, por alguna extraña razón,
él tuvo la certeza de que podía hacer algo más por ella, así que, antes de
señalarle el reclinatorio, la cuestionó:
—Antes de que rece, voy a limpiarla. —Y, tras decir esto, sacó siete
limones y dos blanquillos de sus compras, tomó agua bendita, una vela y
procedió a hacerle «un despojo» frente al Cristo negro, al tiempo que
rezaba. Una vez que terminó, encendió la candela y le pidió que realizara
sus peticiones.
—No me preguntes por qué hice aquella limpia —me confió cierta tarde
Felipe, años después, mientras apuraba el contenido de un vaso con brandy
y refresco de cola—, ni cómo supe que debía usar los limones, los
blanquillos, el agua bendita y la vela; es más, ni yo mismo sé de dónde
saqué las oraciones.
—Vaya —repetí.
—Quiso darme dinero, de nuevo, pero no lo recibí; así que avisó que
volvería en unos minutos. Entró en la panificadora de la esquina, salió con
una bolsa llena de pan dulce y me la entregó; «algo» me dijo que la
aceptara.
7.
Nunca cobró por sus despojos, solo pedía que se le entregaran alimentos
que quisieran darle, por lo que en su casa siempre había huevos, leche,
carne, pan, pollo y fruta, que solía compartir con los indigentes que
merodeaban por el mercado. Cuando gente adinerada insistía en pagarle, él
los enviaba con las franciscanas, para que les hicieran un donativo por la
cantidad que consideraran prudente.
Los años pasaron, y mi tío siguió con sus limpias espirituales, hasta que
decidió jubilarse de su empleo; recibió una jugosa compensación, aseguró
su pensión y decidió disfrutar su vejez.
—¿Cuáles? —insistió.
—¿Tres? —exclamó al tiempo que abría los ojos, dio media vuelta y se
encaminó hacia dicha habitación.
Me puse de pie para avistar lo que sucedía y solo percibí que recorrió el
largo pasillo hasta llegar al fondo de su casa; una vez allí, y sin asomarse al
interior, se limitó a trancar la puerta. De regreso, cerró la del sanitario,
después la de la cocina y finalmente echó el pestillo de la que daba a su
capilla.
—Bien…
1.
—Es más interesante de lo que imaginé —le dije a Memo tras bajarme
del auto y observar el conjunto de casas sobre las dos aceras en las que el
estilo mexicano (ya fuera por color, material de construcción, vegetación o
herrería, junto con sus calles inclinadas y el gran lago al fondo) no dejaba
lugar a dudas de que estábamos en Echo Park.
Recordé que mi afán por conocer aquel barrio tenía que ver con motivos
históricos. La calidez de esa tarde de octubre me estaba haciendo disfrutar
con creces ahora que lo había conseguido, mas no podía ignorar la
advertencia, así que me concentré en el motivo por el que estábamos ahí:
acompañarlo a ver a «no sé quién» y para «no sé qué».
—¿Y eso? —pregunté, más por el significado que por los motivos.
—No a toda la raza le gusta «la pinche paz» que fingen esos vatos.
Tras las respectivas presentaciones (el tipo se llamaba Lolo) junto con la
aclaración de que yo era familiar de Memo, la actitud del recién conocido
no cambió (nuestros contrastantes tonos de piel no nos emparentaban); nos
hizo pasar a la casa y, señalando a una salita, me indicó que entrara mientras
ellos se dirigían al segundo piso.
—Deja de perder el tiempo con ese libro y sube las bolsas que están al
pie de la escalera —me ordenó una anciana, apoyada en un bastón, a quien
calculé unos 80 años y que vestía una falda floreada que le llegaba hasta los
tobillos, huaraches de piel y una playera del equipo de béisbol de los
Dodgies cubierta con un sucio mandil.
—¿A dónde vas? Si ya estás aquí, cuéntame qué necesitas. —Se sentó
en una silla de madera con mimbre, colocada en el lado izquierdo de un
armario sin puertas que contenía varios utensilios.
—¿Y…? —cuestionó.
—Apestas a olivo; esas son chingaderas —se quejó, buscó entre las
bolsas que le cargué, sacó polvo de tomillo seco (el curandero Felipe me
había enseñado a conocer algunas plantas medicinales), tomó una pizca, la
colocó sobre un platillo, vertió un aceite que tomó de un envase que estaba
frente a la foto del lampiño y, sin que mediara nada, comenzó a arder—. No
sabes ni dónde estás parado.
—Esta tierra está bañada de sangre —dijo tras una reverencia ante el
altar. Encendió otro cigarrillo y de nuevo lo colocó en la repisa—. Echo
Park se llamará siempre Chávez Ravine, y Chávez Ravine era nuestra tierra
hasta que llegaron los gringos a robárnosla. Los verdaderos mexicanos
podemos ir a donde queramos, pero siempre habrá listillos que querrán
quitarnos lo nuestro.
—Vaya —solté.
La anciana se puso de pie, sacó de entre las bolsas tres velones negros y
los colocó en forma de pirámide, dejando la punta frente a la fotografía del
beisbolista y la base sobre la foto de su hijo. Mientras lo hacía, la observé y
descubrí que, de su playera, de color gris y azul, bajo el mandil, sobresalía
un borroso número de dos cifras que terminaba con nueve, y, en uno de los
brazos, escrito con tinta negra, un autógrafo, lo que me hizo entender que
aquello poseía un significado esotérico y tenía que ver con el odio que le
tenía.
—Vaya —repetí.
—Ni idea tiene de lo que eso dignifica —le aclaró—, además de que su
destino no es morir en tierras robadas —sentenció.
Encaré a Lolo y detrás vi a Memo reprobando mi presencia en la choza,
pero la anciana los fulminó con la mirada, actitud que hizo que agacharan
las cabezas y se tranquilizaran.
—Vaya —repetí.
Fue a una repisa, tomó un habano, lo encendió con una de las veladoras,
lo metió en su boca por el lado de la braza y comenzó a soplarme el humo
por todo el cuerpo. Cuando terminó, lo colocó en mi mano izquierda,
ordenó que lo sostuviera a la altura de mi corazón, fue hasta las bolsas,
tomó un mazo de hierbas, lo empapó con un oloroso líquido verde que
exprimió de una botella, me quitó el puro, se lo llevó a la boca y comenzó a
pasar el ramo por mi cuerpo mientras mascullaba palabras de las que tan
solo alcancé a entender «Jorge».
Terminó, colocó las hierbas al pie de la foto de su hijo, dejó el habano
sobre ellas, puso sus manos sobre mi cabeza y, mientras musitaba, escuché
de nuevo «Jorge».
—No solo yo digo que no te mueres en este país —dijo mirándome a los
ojos—, sino que él está de acuerdo conmigo. —Señaló la foto de su hijo.
—¿Y qué diablos esperas pa’ decirle que entre? —se quejó, y,
dirigiéndose a mí, advirtió—: Me dejas las ramas de olivo metidas en la
ruda.
Minutos después bajábamos por Laveta Terrace Street sin que ninguno
hablara. Conforme cruzábamos las calles, el semblante de Memo se fue
relajando. Encendí la radio y sonaron oldies y soul’s.
No consideré aquello una señal, sino una fuerte advertencia, así que,
exactamente dos meses después de aquello, un 13 de junio, abordé el avión
que me devolvió a la Ciudad de México.
Hay entes a los que no se debe llamar
Ciudad de México
1.
—Un litro.
—No —contesté.
Colocamos sobre la mesa las bolsas con tierras, el aceite negro y los
polvos, junto a un pedazo de carbón, pimienta, alfileres de cabeza negra,
papel estraza, frascos con diversos contenidos, una cazuela de barro,
piedras, botecitos con pintura, mostaza, una lengua de res, una botella de
vodka sin abrir y un saco con pólvora.
El viejo descansó su espalda sobre la silla, puso sus manos sobre los
muslos, jaló tres veces aire, y, de inmediato, su cuerpo se convulsionó:
estaba montando a su guía. Instantes después, físicamente manifestó
cambios que lo diferenciaban del curandero original. En silencio y con los
ojos cerrados, se puso a preparar el contenido de la cazuela, tomando con
extraordinaria precisión (como si pudiera verlos) cada ingrediente.
—Ya decía que aquí sucedía algo extraño —expresé ante la ambigüedad
de su última afirmación.
—Supongo.
—Sí, pero mientras llega ese momento, yo estoy de este lado y tú, allá
—respondí ocultando mi nerviosismo. No estaba seguro de a qué obedecía
todo aquello, pero, cuando busqué con la mirada a mi padrino, solo
encontré oscuridad a mí alrededor.
—Explícame.
—Haces bien —dijo usando la misma frase que suelo decir cuando
estoy en una situación parecida, lo cual me dejó sorprendido—. Dame la
pólvora —pidió.
—¡Entrégamela! —exigió.
El ente, que para ese momento ya tenía serias dudas de que fuera «un
desencarnado», soltó una funesta carcajada, cerró los ojos y regresó a la
silla, mas en el camino tomó el saco de pólvora y luego esparció el
contenido en la cazuela.
—No grites. ¿No ves que está regresando? —dijo señalando al anciano.
—Yo lo llevo —se ofreció mi mentor—, cuanto más rápido «le demos
fuego» a esto, mejor.
—El muerto que hará este trabajo es impresionante. A veces creo que en
realidad es un demonio que se le escapó al mismito Satanás.
—La semana pasada vine a saludar al viejito; tenía muchas citas, así que
lo ayudé un rato —explicó—. Cuando estaba montando a su guía, con el
último paciente, antes de terminar, se volteó y me dijo que en ese templo se
iba a realizar una obra importante que iba a requerir de mi apoyo y de
alguien más a quien yo le tuviera confianza… Me aclaró que sabía de quién
se trataba… Y pensé en ti.
Ciudad de México
1.
—Es por culpa de los chinos —señaló con una incomprensible sonrisa.
5.
Felipe hizo una pausa para encender otro cigarrillo, mas lo colocó
parado sobre el cenicero para dejar que lo consumieran sus muertos.
—¿Y…?
—Vaya…
—Trato de convencerla de que su marido está fingiendo y que no
tardará en volver a sus antiguos vicios, pero no me hace caso. Viene para
que le siga atendiendo temas del trabajo, los hijos y demás cosas.
—No pude evitar pensar que la mujer tiene sexo por las noches con un
desencarnado —reconocí apenado.
—Interesante —reconoció.
—No, pero ellos me dicen que lleva muchas vidas haciéndolo, y fue
quizá en una de ellas que tuvo contacto con la cultura oriental. En su última
reencarnación fue un terrible brujo, y a partir de ahí, cada cierto tiempo,
hace lo mismo, ya que «no encuentra la luz», y mientras siga robando
cuerpos, menos trascenderá, pues, para conseguirlos, mata; pero siempre
digo: «A Dios no puedes engañarlo; el ser humano es el único animal que se
miente a sí mismo».
—Así que seguirá con lo mismo «por los siglos de los siglos» —
advertí.
—Claro —acepté.
Muertos viejos
Ciudad de México
1.
Una de esas vivencias fue al salir una madrugada del bar La Pata Gris,
donde conocí a un anciano vendedor de flores cuyo pasado incluía una
estancia en Luisiana tocando blues en una banda integrada por árabes,
alemanes y mexicanos, pero hay más anécdotas que nada tienen que ver con
aventuras musicales.
2.
—Algo que cale hasta los huesos —avisó antes de soltar una extraña
risita—. Aunque, para ser sincero, no acostumbro a emborracharme.
—Ya sé, sobre la mujer con la que conversaba —me interrumpió—; ella
me advirtió que te acercarías.
4.
—No es necesario —aclaró él—; ella sabe qué eres. Le gusta la gente
como tú, que percibe muertos y la pueden ver: la revitaliza, la reanima, le
da valor para seguir siendo ella.
—La señorita Rosa Lindor advirtió que te daría miedo —soltó con
malicia.
—¡¿Qué?! —exclamé.
—Vaya.
Era tal la tristeza, que ella se suicidó colgándose de un árbol (igual que
María y que muchas otras ingresadas por motivos similares: mal de
amores); mas, a diferencia de Gil, las apariciones fantasmales de Lindor
comenzaron en los alrededores del convento, y después en sus calles
aledañas, hasta que, con los años, su presencia, vestida como monja y
portando una veladora encendida, se hizo común en el Centro Histórico.
6.
—Vaya.
—Vaya.
—¿Quién te mató? —le ofrecí más argumentos para que aceptara que
era un desencarnado, pero se mantuvo en silencio, sin salir de su
estupefacción, lo que en cierto momento me conmovió—. Perdona la
brusquedad, pero ya no puedes seguir pensando que estás vivo. Cuanto más
tardes en aceptarlo, más difícil te será trascender. —Y añadí—: Dale
saludos de mi parte a la señorita Lindor.
Ciudad de México
1.
—Buenas noches, ¿cómo hago para una consulta con usted? —soltó.
—Vaya.
—Vaya —repetí.
—Soy vidente; nací con el don, pero lo desarrollé hasta que llegué a la
adolescencia.
—Ese día descubrí algo que, hasta la fecha, y pese a mi edad, sigo sin
comprender ni olvidar: en diversas partes de la casa encontré restos de
tierra.
—Vaya —solté.
—Vaya —comenté.
—Sí, pero algo sucedió que no hice las obras —se sinceró.
—¿Cómo? —pregunté.
—Vaya.
—Esa fue una época bonita —sonrió—: viví tranquila, viajé, cuidé a
mis nietas, hice amistades y aprendí a bordar… Pero un día mi esposo
reapareció y ya no se fue. Se veía viejo, enfermo, y durante años nos
limitamos a lo básico… Eso sí, nunca más dormimos juntos.
—Vaya —intervine.
—Ya no hubo maltratos, y así vivimos hasta que murió por una embolia.
Lo descubrí tirado en el baño hace unos tres años. Ya estoy vieja. Mi nieta
me dijo que usted es clarividente; quiero que me diga por qué ninguna
brujería sirvió para que Ramón dejara de ser mujeriego.
—¿Usted la vio?
Una semana después, la santera me llamó por teléfono para avisar del
entierro de su abuela. Había sucumbido por un paro respiratorio, aún
enamorada y con la muerta pegada a su espíritu.
El curandero Felipe (3)
Ciudad de México
1.
—No creo, desde allá solo llegan los ángeles, y yo de celestial no tengo
nada, ni siquiera alas —respondí entre risas.
—¿Y eso? —pregunté extrañado, pues de sobra sabía que Felipe era un
patrón por demás justo a la hora de pagar salarios.
—Vas en taxi porque es lo único que tengo para atender a esta dama,
además de que el asunto es sencillo: la recoges en el Mercado de Jamaica,
concretamente en el cruce que forman las calles Congreso de la Unión y
Morelos, ella se sube, te dirá a dónde va, la llevas y listo, te regresas.
—Iría yo, pero ya has visto que tengo varios pendientes; además, no
necesitas conocer nada, prácticamente será como manejar un auto particular
—señaló—. No te vas a tardar.
Me sentí incómodo al salir del oratorio, sin embargo, el favor que mi tío
me pidió tampoco era nada del otro mundo; me subí al vehículo de alquiler
y enfilé rumbo a la cita.
Llegué con anticipación, así que tuve que dar un par de vueltas
alrededor antes de que la mujer apareciera en la esquina señalada. La
identifiqué por la descripción; me detuve frente a ella, me bajé, la saludé, la
informé de que iba de parte del curandero, abrí la portezuela y entró sin
decir nada. Una vez que me puse frente al volante, le pregunté por el
destino.
Así que, con mis evocaciones a juegos entre piletas, huesos, sepulturas y
deambular de sombras, al tiempo que llenaba mis infantiles bolsillos con los
pétalos de las ofrendas florales llevadas por familiares a sus fallecidos,
paulatinamente dejé de prestarle atención al frío.
Llegamos minutos antes de las siete, cuando la tenue luz del ocaso era
sustituida, lentamente, por una incipiente oscuridad. Estacioné frente al
panteón, me bajé, le abrí la portezuela y la mujer descendió con extraña
agilidad, teniendo en cuenta el tamaño de su lote de flores.
El reloj marcó las siete. Uno de los cuidadores del panteón asomó su
cabeza por la gran puerta de entrada, volteó hacia ambos sentidos de la calle
y la trancó. Alarmado, corrí hacia la verja y le advertí que aún quedaba una
visitante adentro.
—Anda usted extraviado, joven, esa señora llega y se mete cargando sus
flores, pero nunca sale; es una fantasma que lleva años haciendo lo mismo.
—Y, casi ahogándose con su propia risa, agregó—: Así que, si no le pagó,
me temo que ya se lo chingó. —Dio la vuelta y se alejó.
Me sentí el hombre más ridículo del mundo por no poner más atención a
la misteriosa pasajera (claro que, en aquella época, yo aún no tomaba en
serio lo de ser muertero, así que tampoco sabía demasiado sobre esos
detalles), pero además sentí que había sido objeto de una pesada broma; así
que decidí regresar. Subí al auto y en el interior el frío había desparecido.
—Con ese velo que le tapaba el rostro era obvio que no podría
reconocerla —seguí quejándome.
Ciudad de México
Fue allí, en las oscuras bodegas, mientras bajaba de peso por no comer,
dejaba de tener contacto con su familia, descuidaba su aseo personal,
hablaba lo mínimo, cometía errores básicos, vomitaba una masa pestilente
en los rincones y frecuentaba menos a su novia, donde la amiga de una
enfermera le sugirió concertar una cita conmigo.
—Mira, una cosa es que los muertos vivan recostados sobre una
persona, pero otra, que quieran comerles los intestinos —dije con dureza; su
cuerpo se agitó e instantes después soltó una carcajada—. También me
gusta divertirme con ustedes, como jugar a eso de mandarlos a la chingada
—advertí. Mi esposa entendió el mensaje: ordenó a mi hija que fuera a por
un frasco con pólvora, una vela y otro par de cascarillas.
La casa quedó en silencio hasta que ella volvió, me entregó las cosas,
puse la pólvora en el regazo de Humberto (con la que pensaba hacer una
patipemba para correrlo) y blandí la candela.
—El día que te mueras te voy a estar esperando de este lado —soltó con
voz cavernosa y a modo de amenaza (como siempre hacen muchos otros
desencarnados), y me reí.
Mi esposa fue en busca de aguardiente. Les pedí que cerraran los ojos,
encendí un cigarro, lo acerqué a la pólvora, brincó el fogonazo y la casa se
llenó de humo y un olor a podrido. Soplé licor en su cabeza, lo limpié con
mi camisa, y Humberto se dejó caer en el sillón.
—Ni nosotros a los muertos. Para eso está tu dios preferido —agregué
señalando hacia arriba con el dedo índice, y, para evitar polémicas, sugerí
que agradecieran a Yemayá con una ofrenda en el mar por haberlos «llenado
de bendiciones» con sus olas.
Ciudad de México
1.
Con los años, cayó en el olvido, y ello pasó factura: fue invadida por
giros negros, delincuencia, prostitución, narcotráfico, indigencia, y su
belleza arquitectónica se fue perdiendo, hasta que, en el año 2000, se creó
un fideicomiso para su rescate; se hizo un diagnóstico y se delineó un plan
para recuperar viviendas y vecindades, clausurar antros, cambiar
adoquines y alumbrado, rehabilitar edificios y modernizar infraestructuras.
Lo anterior es, hasta cierto punto, normal, por el turismo, mas ese halo
de misterio desaparece lentamente por el «Plan de Rescate», que incluyó
demoliciones que dejaron a miles de desencarnados sin su punto de
anclaje, provocando que migrasen hacia los barrios aledaños (buscando
casas, iglesias, edificios, cementerios, hospitales y terrenos baldíos), en
donde seguir aferrados al pasado vivo.
3.
—Hola.
—No quiero tus shípǔ, sino saber de dónde salieron; son muchos de
pronto —se quejó, así que le compartí lo que sabía—. Nos invade el más
allá… Tendrás mucha demanda en estos días —se burló tras oírme.
—Qìng —pidió.
—Te propongo reunirnos con unos amigos para platicar sobre esto.
—Wǒ zài fùjìn kàn dào tāmen Dolores —aceptó, pero lo condicionó—:
El martes en el Hóng Lóng, a las siete de la noche.
Vi el reloj, y faltaba una hora para que sonara el despertador, así que fui
al cuarto de religión a por una vela y una estera. La encendí, me recosté
frente a mi palo de muerto y comencé a usar largamente mi videncia.
7.
Así, citar a mis colegas fue fácil por su interés en el tema (pese a la
diplomática aversión entre un curandero y Xia, quienes afirman que su
práctica es superior a la del otro). La reunión fue cordial: compartimos
experiencias y lo que sabíamos del caso mientras tomábamos café y
saboreábamos pan chino, hasta que expuse mi posición:
—No sabemos si su presencia en las casas a las que llegan tiene que ver
con karmas para sus habitantes —justifiqué mi actitud—. Les pedí que nos
reuniéramos en atención a Xia, que tiene ese problema en el edificio donde
vive y quiere saber más.
—Por supuesto —soltó, pero sin dejar claro si sabía de qué le estaba
hablando.
Ciudad de México
1.
Esa parte del trayecto la hicimos en silencio hasta que salí de la calle
Molino del Rey y tomé Avenida Constituyentes. Fue cuando la mujer habló:
—¿Cómo estás, Felipe? —escuché una voz amable aunque con un dejo
de cansancio.
—En general, bien…, salvo por los males de la vejez —contestó él.
Antes de que saliera completamente del auto, ella dijo con su voz
cansada:
Eran las siete y veinte en el reloj. Subí las ventanillas, puse los botones
de seguridad y me encaminé a cumplir con las instrucciones.
4.
—¿Qué haces aquí? —le inquirí por llegar antes que yo.
—Sí, pero jálate pa’ Avenida Grecia… No, mejor rumbo a Canal San
Carlos.
—Te dije que murió hace un año —insistió, mas ya no le respondí, hasta
que añadió, minutos después, rascándose la cabeza y mirándome con
extrañeza—: Ya me había dicho mi viejita que tú podías «ver cosas» que
iban a espantarme.
—Tu abuela es una santa —le dije recordando el trato preferencial que
solía darme en cualquier lugar donde me la encontrara.
Abasolo, Guanajuato
1.
«A partir de esta noche, todo cambiará», fueron las últimas palabras que
pronunció mi abuelo. Colgué el teléfono y permanecí sentado en el sillón
sin moverme. La noticia que me había dado me dejó perplejo. Era imposible
que mintiera; si él afirmaba que había llegado un ángel a la plaza y que
estaba entrando en todas las casas del pueblo para dar alegría a sus
habitantes, era cierto.
Un ángel…
Quizá cuando llegue, me encuentre con que los rayos del sol han tocado
las moribundas casas y que las sombras que se aparecían por las ventanas,
sin mostrar su rostro, se transforman en personas que, sonrientes, salen a
encontrarme en la calle para saludar y confesar que ahora son felices. Puede
que también el viento sople y se lleve por fin los gritos, el llanto y los
murmullos que, noche tras noche, resuenan en cada rincón del pueblo.
Quizá hasta llueva…
Así es, y aún con la oscuridad, veo lo suficiente para confirmar que todo
sigue igual: las casas, las sombras, los niños, el abandono, los perros…, los
gritos; como siempre, dejando el auto a varios metros de distancia de la
vivienda familiar, debido a lo intransitable del camino, andar lentamente
con el temor de topar, y, como siempre, tropezándome con un cadáver (de
una mujer) y, contrario a lo que pensaba en el trayecto de venida, dudo que
mañana las nubes permitan pasar los rayos del sol.
—Se puso a recorrer emocionado por todos los callejones —me cuenta
sin voltear a verme—, gritando a todos que había llegado un ángel. Después
se cansó, me llamó y dijo que lo acompañara hasta aquí, se acostó y se puso
a mirar hacia la ventana diciendo que por ahí iba a entrar. Luego se quedó
quieto hasta que dejó de respirar; yo me quedo aquí esperando a que llegue
el señor vestido de blanco y con alas.
Ciudad de México
1.
—Más curioso es que se apareciera el día que sueles tomarte tus tragos
—señalé.
—Vaya.
Durante largo rato lo consolé, hasta que el galeno se fue. Una vez solos,
me acerqué al lecho y toqué su brazo, sin destaparlo, mientras recordaba
aquella noche en que me contó, con cierto pesar, cómo muchos familiares se
alejaron de él en cuanto se enteraron de que estaba ejerciendo como
curandero y realizaba limpias en el patio de su casa, motivo por el cual lo
acusaban de ser brujo.
—Nos dejó Felipe —se quejó a su vez el hermano del hipócrita, mi tío
Rogelio, simulando congoja. Opté por la prudencia: les di la espalda a todos
y me alejé en búsqueda de mi padre.
5.
Meses después, Juan también pasó a mejor vida. La última vez que
conversamos fue la noche de un 24 de diciembre: estaba acostado en la
cama de Felipe y padecía una especie de paranoia, pues afirmaba que todo
el vecindario pretendía despojarlo de los bienes heredados.
Nunca he entendido por qué las casas de los curanderos tienen que ser
feas, oscuras y sucias. Tampoco me quedan claras las razones, viéndolas de
lejos, por las que inspiran miedo. El asunto es que ahí estaba, parado frente
a una puerta oxidada que llevaba años sin recibir una mano de pintura,
buscando a una mujer a la que no conocía.
—Mira, mira —se burló—, van a hacer un trabajo negro muy cabrón.
—Y soltó una carcajada más.
—Ya lo sé. El tipo bajito, flaco y con bigote te pidió que las
consiguieras, pero quien las va a usar es su vieja, y, aunque no sea tu
madrina, tú le dices así —apuntó, burlona, mientras terminaba su cigarrillo
—; pero eso a «nosotras» debe importarnos —agregó mientras se levantaba
y buscaba mi petición en una serie de repisas empotradas en paredes
cubiertas de hollín, entre las que identifiqué tres cráneos más, de diferentes
tamaños, acomodados en línea, que me recordaron a los que se exhiben en
el Osario de Sedlec—. Aquí no tengo lo que buscas —advirtió—; déjame
ver si está en la bodega. —Tras lo cual, salió, provocando que el perro
aullara.
—Yo soy Teresa y vivo sola…, bueno, con mi perro, llamado Cerbero
—me interrumpió mientras veía la candela sobre el cráneo, encendió un
cigarrillo con ella y desaprobó «algo» moviendo la cabeza—. No me
molesta que una de las niñas te permitiera entrar, pues sé que vienes
recomendado por mi hijo Mateo, pero que aproveche mi lentitud al caminar
para encenderse una velita… eso no —y dicho esto, dio una fumada y lanzó
la bocanada hacia la flama, la misma que se apagó sin humear—. Aquí la
única que les da luz a los muertos soy yo —sentenció.
—Sí —respondí mientras dirigía mi mirada, una vez más, hacia los tres
cráneos, comprendiendo a quién pertenecía el más pequeño.
—Quizá tu edad —le reviré, lo que provocó que soltara una traviesa
risa.
—Sí…
—Me caes bien —dijo entre risas cortas, se volteó y, dando pequeños
brincos, salió por la puerta para perderse en la oscuridad del patio.
Ciudad de México
1.
Contemplé los accesorios con los que se adornan los sepulcros: cruces,
lápidas, ángeles, libros, vírgenes, mascotas, cristos y gárgolas con alas y
colmillos inmensos que, a la luz del día, seguro asustarían. Seguí hasta
llegar a una plazuela rodeada de estatuas, con un gran pirul en medio, y me
debatía sobre hacia dónde llevar mis pasos cuando alguien habló a mis
espaldas.
Una voz, esa voz, la típica voz de un desencarnado, el tono con el que
hablan, con debilidad, usando frases cortas, emitiéndolas con lentitud y sin
emoción.
—El hijo de puta sabía lo que hacía —exclamé—; uno era suficiente,
quizá otros tres, si sabes de los «Señores de los cuatro rumbos», así que
imagínate la saña al meter seis.
—Tienes razón, pero desde que me apresó han pasado trece años… ¿Te
atreverías a quitarlos? —propuso de nuevo.
—No, solo si los clavas donde ellos fueron enterrados. Colocaré cada
uno en diferentes lugares y con la punta hacia el cielo: ese es el secreto para
bloquear los encadenamientos.
5.
—¿Qué…?