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La vida simplemente

Óscar Castro
La vida simplemente

Óscar Castro
Prólogo de Cristián Donoso
LA VIDA SIMPLEMENTE
Óscar Castro
Prólogo de Cristián Donoso

Ediciones Universidad Alberto Hurtado


Alameda 1869 – Santiago de Chile
mgarciam@uahurtado.cl – 56-228897726
www.uahurtado.cl

Impreso en Santiago de Chile por C y C impresores


Primera edición mayo 2023

Del prólogo © Cristián Donoso Galdames

ISBN libro impreso: 978-956-357-409-8


ISBN libro digital: 978-956-357-410-4

Dirección editorial
Alejandra Stevenson Valdés

Editora ejecutiva
Beatriz García-Huidobro

Diseño interior
Elba Peña

Diseño de portada
Francisca Toral

Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las
leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos
la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante
alquiler o préstamos públicos.
Índice

PRÓLOGO
La vida simplemente o la transformación de la lectura
11

PRIMERA PARTE
La casa del farol azul
17

SEGUNDA PARTE
La vida tiene otros caminos
97
PRIMERA PARTE
Prólogo

La vida simplemente o la transformación


de la lectura

La vida no es simple, bien lo supo Óscar Castro, cuya existencia


fue un arquetipo de escritor romántico. Vivió una infancia dura,
atravesada por la pobreza y el abandono del padre, y durante su
corta vida conoció la precariedad familiar y personal. Fue recono-
cido como poeta y narrador; trabajó como docente, bibliotecario
y periodista entre dos ciudades, y fundó junto a Nicomedes Guz-
mán el grupo literario Los Inútiles y la Alianza de Intelectuales de
O’Higgins en la ciudad de Rancagua, en un intento por descentra-
lizar el movimiento intelectual y literario alojado principalmente
en Santiago. Cuando murió a causa de la tuberculosis tenía apenas
treinta y siete años. Nos legó una obra poética en la que destacó
la búsqueda de la claridad de la expresión y la perfección formal,
y una obra narrativa en la que abrazó un realismo social con visos
poéticos.
A pesar de los avatares de su vida, tituló La vida simplemente
a una de sus novelas más entrañables y de reconocido conte-
nido autobiográfico. Tal parece ser que en retrospectiva hubiera
mirado rotundamente los episodios trascendentes que le dieron
forma a su vida personal para contar la simpleza de su trama. La
novela, en sus dos secciones, presenta dos despertares de Roberto
Lagos, un niño rancagüino de diez años: el sexual en el espacio
de un prostíbulo, y el intelectual, en la biblioteca y luego en el
colegio. Así, esta es por definición una novela de formación: el

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argumento se centra en el crecimiento de un personaje a partir


de sus experiencias.
Las vivencias de Roberto tienen tanta precariedad como pre-
cocidad. En la primera parte (“La casa del farol azul”) el narrador
omite la mención a su familia nuclear, y el efecto producido es que
pareciera no haber límites entre el mundo de los niños y el de los
adultos. Roberto y los otros niños se hacen parte del ambiente del
prostíbulo como si fuera una extensión natural de sus hogares. “En
el suburbio, un niño puede conservar su alma intacta aun mirando
las mayores iniquidades. Pero llega un instante en que de súbito
despierta y comprende. Y el hombre nace demasiado pronto, sin
transiciones, y el mundo es otra cosa, más dura, más brutal”.
En ese espacio crecen y aprenden un mundo crudo, violento
y patriarcal donde los roles tienen valor según el género, la posi-
ción económica o simplemente la fuerza física. Inmersos en ese
ambiente, los niños lo reproducen: admiran al más “choro”, son
agresivos entre ellos, se burlan del más débil o diferente, roban y
se inician sexualmente con las mujeres del prostíbulo. Consecuen-
temente con esa primera etapa de formación, en la primera parte
predomina un narrador testigo: Roberto observa el mundo feroz
de los adultos y, de hecho, en varios pasajes narra lo que ve mien-
tras está escondido bajo una cama o tras una pared agujereada.
Hay un cambio en la segunda parte (“La vida tiene otros cami-
nos”). A la par de su crecimiento personal, Roberto va adquiriendo
dominio y conciencia de su propia vida; el narrador va siendo cada
vez más protagonista y reflexivo. Como en toda novela de forma-
ción, existe una puerta de salida, entendida como posibilidad de
crecimiento y superación. Esa puerta separa el mundo demasiado
real del mundo más ideal. Y en esta historia la llave para abrirla
es la lectura. Primero, la de cuentos y sobre todo de la Biblia. “La
lectura de la historia sagrada se convirtió para mí en una obsesión
que me apartaba poco a poco de la calle”. Luego, textos más exten-
sos como novelas de aventuras. Cuando finalmente Roberto entra
en la biblioteca y conoce al bibliotecario asistimos a una verdadera
epifanía, un encuentro iniciático para todo lo que viene. De ahí
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en más, es la lectura la que le permite encontrar su distinción, su


color en el mundo gris del conventillo y el prostíbulo. La lectura
le permite estudiar, iniciar la instrucción formal. Y la ficción, sobre
todo los héroes de las novelas de aventuras, empiezan a iluminar
los límites del mundo carenciado del farol azul. Como un verda-
dero testimonio de lector adolescente, esta novela da cuenta de
los principales autores juveniles que se leían a principios del siglo
XX: Verne, Salgari, Stevenson, Dumas, Ponson de Terrail y otros.
Esta novela también refleja una época. El crítico chileno Grí-
nor Rojo1 propone vincular las novelas de formación chilena a los
procesos históricos que enmarcan a sus argumentos. Vista así, esta
novela refleja cómo crece un niño en el período de los cuarenta
años de la cuestión social (1880-1920): hacinamiento urbano en
los conventillos, escasez económica de las familias, trabajos ines-
tables de subsistencia originados por la industrialización, clases
sociales muy marcadas entre las que existen varios abismos. Pero
si el contexto socioeconómico que muestra esta novela da cuenta
de ese tiempo de grandes desigualdades en nuestra historia, tam-
bién muestra un contexto cultural que alienta el crecimiento de
Roberto. Porque en esos años, tal vez paradojalmente, la lectura
vivía una expansión en el país de la mano de esfuerzos estatales y
editoriales por promover la circulación de libros y transformarla en
el principal medio de educación y entretención, de manera similar
a como hoy fomentamos la conexión a internet. Así, esta novela
también, como un telón de fondo, es un elogio de las bibliote-
cas municipales y su indisoluble relación con la luz eléctrica, dos
instituciones culturales que por esos años se consolidaban como
bienes públicos en Chile.

Soy de una generación que leyó a Óscar Castro en el colegio. No


solo esta novela, sino también Comarca del jazmín (1945) y Llampo
de sangre (1950). Mi educación literaria, por lo tanto, estuvo mar-

1
Rojo, G. (2014) Las novelas de formación chilenas. Bildungsroman y contrabildungsroman.
Santiago: Sangría Editora.
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cada por su obra. Naturalmente, nuevos autores y obras actualizan


año a año el catálogo escolar, e Isabel Allende, Luis Sepúlveda o
Hernán Rivera Letelier —por nombrar tres autores chilenos que
hoy figuran entre los más incluidos en los planes lectores escola-
res— han ocupado en parte su lugar. Para mí, Óscar Castro fue un
nombre fijo, junto con Alberto Blest Gana, Marta Brunet, Manuel
Rojas, Baldomero Lillo, Francisco Coloane y María Luisa Bombal,
entre otros. Que un autor se lea menos muchas veces no tiene que
ver con su vigencia ni con un agotamiento de su recepción, sino
con decisiones de actualización del repertorio, nuevos programas
escolares, nuevas ofertas editoriales. Por lo mismo, retomar textos
del pasado muchas veces puede generar extraordinarias y renova-
das experiencias de lectura.
Me remito a mi experiencia con esta novela a fines de los
ochenta: este libro fue uno de los más trascendentes de mi etapa
escolar y levantó polvo entre estudiantes y apoderados. Para mis
compañeros y para mí, a nuestros doce años, esta fue con segu-
ridad la primera obra que se ambientaba en un prostíbulo. Nos
la dieron a leer en esa suerte de bisagra de nuestro sistema esco-
lar como es el paso de sexto a séptimo básico —y que antes era
mucho más marcada en lo que a lecturas se refiere—, como si en
esos meses de vacaciones entre ambos cursos debiese operar un
tránsito natural entre la literatura infantil y la adulta. “Esta no es
lectura para mi hija”, reclamó la madre de una compañera. “Esta
novela no debería ser leída en un colegio confesional”, dijo otro
apoderado.
Cada época repara en nuevos aspectos, y ahí está el valor de
los clásicos. Creo que hoy este libro puede generar tanta discusión
como antes, pero por temas actuales: el orden machista, el con-
dicionamiento de género, los modelos humanos que responden a
una jerarquía primitiva o los caracteres masculinos presentados,
como el Diente de Oro o el padre y el hermano mayor de Roberto.
Asimismo, podrían suscitar nuevas discusiones personajes mujeres
—La Vieja Linda, Lucinda, las hermanas o la madre de Roberto,
entre otras— que, aunque jerárquicamente subordinadas, mues-
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tran una entereza que los hombres no tienen. En esa misma línea
interpretativa, cobra nuevo valor y actualidad la confesión de
Roberto a propósito de su condición masculina: “Estoy hecho
con la pasta de los hombres, es decir, con el barro más deleznable
y sin brillo”.
Otros temas que podrían generar intensas discusiones son la
violencia sexual, el actual bullying o la fragilidad de las relaciones
de amistad. También las formas del amor que el protagonista va
descubriendo. Temática aparte es la imagen de escuela privada
católica que se muestra en la segunda parte, la educación que
imparte —y que opera sobre todo a nivel de la conciencia de
Roberto— y la controversial figura del profesor. Desde la inter-
pretación contextual, se puede discutir sobre el tiempo histórico,
las diferencias de clases y el consecuente resentimiento social, o
las formas de trabajo a principios del siglo XX. Así como hoy
disfrutamos de series de época en la televisión, mediante las cuales
conocemos y analizamos cómo eran las cosas antes, esta novela
invita a pensar qué ha cambiado y qué se mantiene en el ordena-
miento social que nos ofrece.
Recuerdo haber adquirido este libro en la librería José Miguel
Carrera, que ya no existe, publicado en una colección de la edi-
torial Andrés Bello, que tampoco existe. Guardo mi ejemplar con
prólogo de Alone y el dibujo del farol azul de Andrés Jullian. Pero
los clásicos trascienden los años y las circunstancias materiales.
Hoy La vida simplemente tiene una nueva existencia en Edicio-
nes Universidad Alberto Hurtado, que permitirá otra vez captar
jóvenes lectores y lectoras que alumbren renovados caminos para
este libro.

Cristián Donoso Galdames


La casa del farol azul

El tren de los mineros pita tres veces cuando las primeras casas
del pueblo surgen en la distancia. La calle que corre paralela a la
vía férrea —la última de la ciudad por el sur— empuja rostros
curiosos a cada ventana y a cada puerta. Surge el muchacho des-
harrapado y mugriento a quien el alarido del silbato y el resoplar
de las calderas hizo abandonar su trompo en el patio interior.
Surge la mujer con un hijo esmirriado en los brazos, y por frente
a sus ojos van cruzando los pequeños vagones con las ventanillas
taponadas de rostros duros y curtidos. Surge el obrero cesante que
aguarda al amigo que viene “de arriba’’ con los bolsillos pesados de
billetes. Y la locomotora sacude sobre los techos bajos y cariados
el humo espeso de su chimenea, remeciendo los trozos de vidrio
que por casualidad quedan intactos en alguna vivienda. Son las
tres y quince minutos. En las ventanillas de los vagones aletean
manos morenas; otras manos responden desde abajo y el trencito,
más que vidas humanas, lleva una carga de esperanzas.
Esto sucede todos los días. Siempre hay rostros asomados a las
ventanas a las tres y quince de la tarde. Siempre hay manos que
saludan y manos que responden. Siempre hay una mujer triste que
ya no aguarda nada y que contempla, sin embargo, cómo pasan
los vagones por frente a sus ojos que se cansaron de mirar la vida.

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La calle es una cosa olvidada por los que viven más al centro.
Tiene casas por un solo lado, y el viento del sur, tras galopar por los
potreros libres, viene a estrellarse en ella como en un gris tajamar.
Hay paredes ruinosas por todas partes; perros echados al descuido
sobre la tierra caliente; matas de zarzamoras, yuyos, achicorias y un
agua que corre pesadamente por sobre un lecho de cieno. El viento
del invierno zumba y silba en los alambres que van por el lado
de la línea. Y este es el latido de la calle, su pulso quejumbroso.
Entre las casas, hay una pintarrajeada de amarillo y café, con
un farol de lata y vidrios azules colgando a su puerta. Hacia aden-
tro sigue un pasadizo que desemboca en una vasta sala. El piso
está cubierto por una alfombra llena de roturas. Hay un piano
veteado de manchas, con un candelabro de menos y unas teclas
ahumadas y fúnebres. En las paredes pintadas con carburo cuelgan
viejas litografías que representan escenas de amor. La luz es sucia,
grasosa y cae como una desgracia sobre las sillas de tapiz raído
y chillón, arrancando aquí y allá una hebra de brillo mortecino.
De esta casa salen por la noche carcajadas, cantos, discusio-
nes. A veces, unos gritos, unos insultos tremendos, un quebrarse
de vasos o botellas. Pero el piano vuelve a sonar y pronto empieza
de nuevo el canto. Alguno está tirado por ahí, en un rincón,
durmiendo obligadamente su borrachera. Alguno salió hacia la
noche, maldiciendo. Alguno se quedó boca arriba, inmóvil bajo
las estrellas, con un tajo en el pecho. Cuando esto último sucede,
la calle se llena con un ruido de sables y de cascos. El sargento
Godoy, pesado, coloradote, destaca su corpachón inmenso bajo la
chorreadura azulosa del farol. Rebrillan los botones en su pecho
abombado y repiquetean sus firmes espolines. De la casa van
saliendo mujeres ebrias, clientes que vociferan, guardianes que
amenazan con sus revólveres. La vieja Linda, dueña del prostí-
bulo, se echa un chal de lana sobre los hombros y es la última en
abandonar la casa, como el capitán de un barco que se hunde. Ya
en la puerta, imparte las instrucciones finales al Saucino, su hijo,
un pavote de catorce años que mira con ojos sesgados y huidizos
a los policías.
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—Si viene gente —le encarga— dile que vuelva mañana,


porque yo ando en la comisaría con las chiquillas… Y no se te
olvide cerrar.
Después se vuelve hacia el sargento:
—¿Vamos andando, Bernardo?
El cortejo prosigue calle abajo, en dirección al cuartel de po-
licía.
Al día siguiente, el piano está sonando de nuevo y se oyen
adentro los gritos de siempre.
La vieja Linda es amiga de los mineros. Allí llegan todos,
ansiosos de vino y mujeres, tras pasarse ocho o diez meses en los
socavones amargos de humo y tinieblas. Traen plata, y ella sabe
dominarlos con su palabra fácil y jugosa:
—Engreído te habías puesto, niño. Hacía tiempo que me estaba
acordando de vos. Y aquí las niñas comenzaban a echarte de menos.
Ofrece generosamente al ingrato un trago por su cuenta,
como quien echa una carnada, y al fin los billetes vienen a caer,
arrugados y grasientos, en la cartera de cuero que duerme entre
sus flácidos pechos.
—A ver, Hortensia, cántale al Vito.
El salón se anima con su presencia. En la mesa central se
amontonan botellas de vino y cerveza. Jacintito, modoso como
una colegiala bien educada, toca el piano y acepta entre remilgos
una media botella de “Pilse”. La cosa toma vigor. Se baila cueca
y vals. Llegan más bebedores y las mujeres a medida que ingieren
alcohol, empiezan a perder escrúpulos.
—Conmigo te vas a quedar, m’hijito, ¿no es cierto?
Se sientan sobre las rodillas de los hombres, restregando su
carne sobajeada contra las manos torpes. Las bocas se besan con
fingido ardor, entre risotadas, pellizcos y agarrones equívocos. Los
mineros se dejan conquistar y vencer por las palabras cálidas de
estas mujeres que quisieran dormir semanas o meses en vez de
hallarse en este pobre salón.
Las parejas desaparecen hacia adentro, como empujadas por la
voz de Jacintito que canta el último vals con la actitud de un pollo
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que se traga una pepa de sandía. La Vieja Linda recoge botellas a


medio vaciar para ir llenando, con los restos, otras que llegarán al
pedido del cliente rumboso.
Parado en la puerta de calle, dormitando como un perro, está
Menegildo, el Sacristán, con su cara siempre a medio rapar, su pelo
corto y su gesto de asombrado torpor. Es el “loro” del prostíbulo, el
encargado de avisar cuando viene “la comisión”, y parece hallarse
satisfecho de su oficio. Lo cumple a conciencia, como un rito.
En agosto, el viento le corta las carnes, pero él no abandona su
puesto y allí se queda, encogido bajo su gruesa manta de Castilla,
tiritando. A veces, compadecidas de él, las niñas le traen un brasero
y el Sacristán extiende sobre los carbones humeantes sus manos
largas y suaves. La luz azul de arriba y el resplandor violento del
fuego, lo definen. Su frente es celeste y su barbilla cobriza. En
medio de la cara, los ojos son un hueco sin contornos, llenos de
misteriosa y espantable vida. Los labios aparecen morados por el
reflejo del farol. El Sacristán está siempre pronunciando palabras
de vago sentido, como si soñara. A veces se diría que reza. En otras
canta himnos litúrgicos, inocentes o graves, que se confunden con
las risotadas, blasfemias y chillidos que llegan desde adentro.
Menegildo es amigo de todos los rapaces del barrio. A veces,
en verano, los chiquillos eluden la vigilancia materna para lle-
garse hasta él. Su palabra corporiza entonces historias inverosímiles
que su auditorio capta con un estremecimiento de pavor. Toda la
vieja superstición de los campos tiene su guarida en el alma del
Sacristán. El caballo que galopa de noche por los caminos con los
estribos sueltos, llevando a la muerte sobre sus lomos; las luces
que delatan los entierros; las orgías de los brujos en la Cueva de
Salamanca; el alicanto, el Guirivilo, el chuncho, los conjuros…
La calle se puebla de fantasmas y espectros, y los rapaces, al irse,
presienten ojos terribles y frías manos que los aguardan en la oscu-
ridad.
Mis primeros recuerdos de infancia, así mezclados o confusos,
parten de la figura azul y roja de Menegildo. Yo era uno de los tan-
tos chiquillos descalzos que acudían a beber fantasías en sus labios.

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