Es una verdadera fortuna para el lector de habla castellana el que la
traducción del máximo poeta rumano —y uno de los mayores poetas europeos
del XIX— haya corrido a cargo de quienes, como María Teresa León y Rafael
Alberti, tan relevante lugar ocupan en las letras hispánicas modernas. Tanto
como el acento de rebeldía de Eminescu, su profunda indagación metafísica y
su nostalgia legendaria, característica de la mejor lírica romántica, hallan en
esta traducción metrificada al castellano su más adecuada equivalencia.
Diálogo de poetas, la presente versión enriquece por dos conceptos a la poesía
española: a través de la incorporación de la obra de Eminescu y a través de la
labor, propiamente poética de la traducción.
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Mihai Eminescu
Poesías
ePub r1.0
Titivillus 25.01.2020
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Mihai Eminescu, 1970
Traducción: María Teresa León & Rafael Alberti
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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INTRODUCCIÓN
Durante todo el siglo XIX, los poetas se consagraron al hambre, a la
desolación, a la rebeldía. Luego, cuando llegaba el remedio de la
muerte, los círculos literarios, las academias oficiales exhumaban su
nombre y sus huesos llevándolos al panteón nacional. En la pobre
España ochocentista, ocurrió con Gustavo Adolfo Bécquer; en la
Rumania de esa misma época, con Mihail Eminescu. Ambos son
románticos de la última etapa: 1836-70, Gustavo Adolfo; 1850-89,
Mihail Eminescu.
Como en Rumania no se conoce a nuestro tierno y amoroso amigo
de las Rimas, nosotros no conocemos al fuerte y dulce ángel de
rebelión rumano. Los pueblos marchan siempre a las labores de la
existencia lejos unos de otros, sin lugar para ocuparse de los cantos ni
de las hambres dé los que van a perpetuarles con su voz. Las cosas y
los tiempos han cambiado, y en hombros de su pueblo, convertido en
su poeta nacional, en la voz y canto de Rumania, Eminescu ha sido
rescatado de la fría sombra de la indiferencia para atraerlo hacia la
luz. En medio de ese brillo, nosotros, viajeros por Rumania, nos
hemos acercado con todo respeto a su obra. Fue la mano de nuestra
amiga, la poetisa Verónica Porumbaco, la que nos entregó la primera
imagen de Mihail Eminescu. Su fervor entusiasmó nuestra curiosidad
y de ella salió el compromiso de entregar a los lectores de habla
española una versión de la poesía de Eminescu. Siempre es buena la
ocasión de conocer a un poeta y de reparar él olvido que deja una
laguna en nuestro conocimiento de un pueblo.
Es Rumania, dentro de una difícil enclavación geográfica, un país
latino. Su latinidad nos confunde cuando llegamos a ella y creemos
apresar su idioma y hasta lo hacemos, pero inmediatamente nos
rechaza dejándonos sordos. El valor de esta aproximación es, sin
embargo, muy grande. Entramos en un ámbito de convivencia
raramente sentido en otro país. Nos damos cuenta de que España
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guarda las raíces latinas de las falanges romanas, esas falanges que
no pudieron derrotar la altivez ibérica, como no pudieron doblegar la
fiereza de los dacios. Vero los dos países se latinizaron dentro de la
civilización más alta que se producía entonces en el mundo conocido.
Un sevillano ocupó la Dada, y como Roma abarcaba el mundo de
Este a Oeste, el menos romano de los emperadores, Trajano el de
Sevilla, conquistó esa hermosa tierra. Desde el sueño de los tiempos
la habitaba un pueblo, a quien Mihail Eminescu ha dado en amor y
poesía cuanto llevaba dentro de sí. Sus montañas, colinas, llanuras,
ríos, lagos, situados al sudeste del continente europeo, le dan gran
variedad geográfica, llevándolo desde la vegetación alpestre al
páramo. Juega por su territorio el río Danubio, que no es azul, sino
«color león», como el Río de la Plata, y en los fríos inviernos puede
helarse él agua del Delta y pasar en verano a cálidas temperaturas
subtropicales, atrayendo hacia los millones de juncos rumorosos todas
las aves de Asia, de África o de Europa, desde el pelícano a los patos
corredores que invernan en el Nilo. Sus montañas están cubiertas de
bosques, interrumpidos por collares de lagos. A los trabajos del agua
y del sol, a este rumorear de vida primigenia hay que añadir la mítica,
recordando que cuando el mar interior Ponto Euxino se vio invadido y
atropellado por las aguas del Bósforo, abriéndose a la navegación de
las negras trirremes, arribaron los Argonautas con su mensaje
comercial, en busca del Vellocino de Oro. Hasta el puerto de
Constanza llegó, el año 8 de nuestra Era, desterrar do, para vivir
largos años en él y morir, el poeta de las Pónticas y las Tristes,
Ovidio. ¿Qué tenía esta tierra, que en su corteza se cubre de bosques
y por sus entrañas circula oro, carbón, petróleo? Sus primeros
habitantes ya conocían la existencia del oro de Transilvania, y durante
millones de siglos, la naturaleza, con inusitado esfuerzo, ha trabajado
para él hombre rumano, haciendo de los árboles carbón y de la
putrefacción de materias vivas, petróleo. Hablaban sus moradores una
lengua de acarreos diversos sobre su base latina, pues el rumano en
la familia de lenguas indoeuropeas mira hacia el Oriente, teñido de
albanés, griego, búlgaro y de influencias invasoras de godos, hunos,
toaros, eslavos y tártaros. Era difícil permanecer en aquel país rico,
movible y codiciado y por eso Rumania tarda en tomar una fisonomía
definitiva. Comienza la iglesia ortodoxa, en el siglo XVI, a escribir el
idioma para uso de sus feligreses, pero en caracteres eslavos, y sólo
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en 1860 adopta el pueblo, ya unido, la escritura latina. El pueblo,
mientras, canta, como todo pueblo, para drenar sus penas, y la doinӑ
es su manera sentimental de expresarse. Para la clase culta, el monje
Macario importa, en 1508, la invención de la imprenta, y desde
entonces están asegurados los elogios a Dios y a los príncipes en el
vehículo de la literatura.
«La lengua de la patria» se vuelve combatiente por la
independencia, buscando sacudirse a turcos dominantes y a griegos
codiciosos, pero los grandes principados de Valaquia y Moldavia
tardan en dar el paso de su unión. Primero hay revueltas. La de 1848
da un personaje romántico, conmovedor y perspicaz, Nicolaie
Bӑlcescu, que vivió treinta y tres años. Ya una activa preocupación
cruza Rumania, comenzando el teatro, apareciendo traducciones,
preocupándose por las artes plásticas. Nacen a la literatura los
Vӑcӑrescu, Vasile Carlova, Dimitrie Bolintieanu, Vasile Alecsandri, sin
que dejemos olvidada la precocidad de Nicolaie Bӑlcescu (1819-52),
consumido de luchas en Palermo (Italia), desterrado y solitario y lleno
de intuiciones futuras: «a pesar de tantas razones para la
desesperanza, mi alma continúa glorificándote, divina libertad…» En
1859, cuando el poeta Eminescu corre por los campos de Moldavia,
como hijo de un noble de pequeña estirpe, atado a la tierra, los dos
principados se reúnen para fundar una monarquía, llamando al trono a
un príncipe alemán.
Los boyardos, acomodados y poderosos señores de la tierra, están
contentos. Valaquia y Moldavia son ricas. En 1877 Rumanía entra en
la guerra ruso-turca y consigue su independencia nacional. Pero hay
revueltas de campesinos contra clases incomprensivas de una
burguesía ascendente. Sobre esa situación social, la estrella viva de
Mihail Eminescu brillará treinta y nueve años. Junto a él, Ion Creangӑ
y Ion Luca Luca Caragiale compartirán la gloria de haber hecho una
literatura nueva.
Mihail Eminescu (1850-89), se suma a los catorce años a la
carreta de unos cómicos que pasan por las tierras de la familia.
Inquieto y vagabundo, aprende por todas las provincias rumanas lo
que la trashumancia da de vida experimentada y lenguaje rico. No
deja por eso de estudiar en las universidades de Berlín y Viena,
encontrándose en su obra lecturas del romanticismo alemán de
Novéis y pesimismos a lo Schopenhauer. Su vuelta al seno de una
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sociedad recién constituida, conservadora ya y saturada de
privilegiados, no parece serle favorable. Vivirá poco y, como nuestro
Gustavo Adolfo Bécquer, vivirá mal. Hasta cuando encuentra un
mecenas, como Titu Maiorescu, éste pensará que los ruiseñores
cantan mejor con los ojos hundidos y le hará escribir artículos de
periódico por una miseria. También Bécquer vendió por tres duros su
pequeña joya, «Las hojas secas», también midió con las botas rotas
las calles de Madrid y los dos poetas acumularon versos y deudas y
amores incompartidos. La lista de las deudas, que Eminescu detallaba
con encantadora honestidad, es un largo poema de reproches a la
sociedad que lo iba destruyendo. Hoy este testimonio de
incomprensión está, junto con sus cartas, en la Biblioteca Nacional de
Bucarest. El pesimismo de los poetas torturados por el tiempo en que
vivieron no es siempre una postura romántica, ni una negligencia en el
cumplimiento del deber de vivir. ¿Quién más trabajador que Bécquer?
¿Quién más cerca del amor que Eminescu? ¿Quién más orgulloso de
morir, esto es, de haber vivido? «No quiero que la posteridad sepa
que he muerto de hambre. Soy demasiado orgulloso en mi pobreza».
Sus últimos años se sostiene a base de suscripciones públicas. «Tú
no puedes figurarte cuán odiosa me es esta forma de mendicidad,
encubierta con el nombre de suscripción pública», escribe en una
carta. Pero su enfermedad no le permite ser ya suplente de la cátedra
de Historia ni periodista. Su pensamiento, rodador perfecto y cristalino
por tantas páginas hermosísimas, se detiene, y lo llevan de asilo en
asilo, donde la locura lo va apagando. Al acercarnos a la obra de
Eminescu se comprende la responsabilidad de los que fueron
impermeables a su grandeza. Hasta su rebeldía era criticada; no daba
el tono conformista necesario para conservar ajenos privilegios.
Rechazado por todos atravieso los años,
hasta que ya sin lágrimas vea secos mis ojos.
Cuando todos los hombres se yergan enemigos,
cuando ya no consiga casi reconocerme,
cuando los sufrimientos mi bondad petrifiquen
y llegue a maldecir la madre que he adorado,
cuando la ira cruel me parezca el amor…
el dolor olvidando, ya me podré morir.
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Sus contemporáneos presentían que el hijo de la tierra, el
protegido de los boyardos Bals, tan despierto para enhebrar imágenes
fulgurantes, tiene algo que decir usando como materia poética el
desdén. A veces, como en «Las lamentaciones del pobre Dionís», se
ríe despiadadamente de su situación:
En medio de esta miseria ¡vamos, inspírate, canta!
Y canta, y en menos de veinte años de obra lírica, la lengua que
oyó hablar por los caminos de su primera juventud se le convierte en
un arma plena de sabiduría, dando al idioma rumano la flexibilidad y la
riqueza con que los escritores actuales escriben. Que él sabía lo que
estaba haciendo y tenía conciencia del salto hacia el porvenir que
significaba, lo dice, por ejemplo, en su «Segunda carta»:
Si conocieras mi vida y los embates que sufre,
verías cuántas razones hay para romper mi pluma,
porque te pregunto: ¿sabes tú para que serviría
el combatir por la forma nueva de una lengua antigua?
En el combate por esa lengua nueva él es quien triunfa. La forma
es la usual en la poesía romántica, pero como sabe escuchar los
rumores de los bosques antiguos, la riqueza del alma común, los ecos
de las leyendas campesinas, refundiéndolo todo en un solo impulso,
da a la poesía rumana una dimensión nueva, una tonalidad
desconocida hasta entonces.
Suelen decir los necesitados de sonajas y de fiestas aturdidoras
que Eminescu era pesimista. ¿Quién iba a ser alegre tironeado entre
su dignidad de escritor y su pobreza, entre la banalidad del medio
ambiente y sus descargas emocionales ante la vida que hubiera
podido ser para él sinceramente hermosa? Eminescu, como Gustavo
Adolfo Bécquer, también tiene su amada del balcón de las
campanillas azules, con la que no consiguió casarse. A través de
muchos de sus poemas, cortos como rimas, como suspiros, el drama
de la imposibilidad de alcanzarla lo vemos entretejerse a sus
dificultades de adaptación, de asimilación a un medio y a una
sociedad para la que sólo encuentra críticas. De ese estado de ánimo
se desprenden sus poemas amorosos, en los que toda retórica
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desaparece, pasando de los poemas de mil trescientos versos —
como «Memento Mori» (Panorama de las vanidades), especie de
«Leyenda de los siglos»— a la delicadeza, a la delgadez casi popular
de una condón:
Y si las ramas golpean
y si los álamos tiemblan,
es porque dentro te guardo
y dulcemente te acercas.
Y si las nubes se borran
para que brille la luna,
es para que yo me acuerde
constantemente de ti.
Pero el amor tiene su canción desesperada:
No vuelvas, vida mía, a los años pasados,
en una sombra negra queda desvanecida,
como si jamás juntos hubiésemos estado,
como si aquellos años de amor se vaciasen.
Del horizonte llega la bandada de cuervos,
oscureciendo el cielo sobre mis turbios ojos;
que la tormenta estalle sobre el haz de la tierra,
mi barro vuelva al polvo, mi corazón, al viento…
El amor se ha ido, pero la patria queda. Su optimismo revive
cuando opone a los males presentes las virtudes de los antepasados.
Baladas y leyendas se suceden. Toda la arrogancia de los antiguos
caudillos de la Dacia, sus epopeyas, sus ruidosos combates ruedan
en centenares de versos y ciertamente con una armonía idiomática
que ha asombrado a todos los críticos de Eminescu. Aun en nuestra
dificultosa traducción queda el fuego de su aliento fuerte, casi épico,
que arrastra con su alta dignidad poética, aunque pierda —por lo que
pedimos perdón— las sutilezas maravillosas de su música. No puede
por menos de ser así, ya que nuestras traducciones están hechas
apoyándonos en una excelente traducción filológica francesa, más el
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original rumano, más los diccionarios, más los amigos, más nuestra
buena voluntad en captar, pudiéramos decir al vuelo, cuanto tan gran
poeta dejó en patrimonio a todos los pueblos del mundo. Pensamos
que siempre sería mejor equivocarnos humildemente que dejar a los
posibles lectores de lengua española sin conocer la poesía de
Eminescu. Nos interesó d principio, pues íbamos viendo cómo su
poesía hacia puente con las de los demás grandes poetas románticos
del mundo y, luego, nos conmovió su actitud de noble actualidad
combativa. Vimos cómo también este gran rumano, con una profunda
solidaridad humana, se iba uniendo a su pueblo verso a verso y dolor
a dolor, siguiendo su corazón el mismo camino que llevó a Víctor
Hugo en Francia y a Mickiewicz en Polonia y a Petófi en Hungría a
marchar hombro con hombro con los suyos. «La primavera ele los
pueblos» canta en ellos como en Espronceda y en Shelley… Esos
poemas de Eminescu son los más raros y curiosos, los que trabajó
con más fervor y rabia, los que fueron considerados de mal tono por
sus contemporáneos. Sus contemporáneos hacen colectas públicas
para retener d pobre poeta, torturado por tanta corriente de amargura,
en una lejana casa de salud. También, como nuestro Gustavo Adolfo,
va a desaparecer sin que los felices se enteren de sus sufrimientos.
Mihail Eminescu siente que su cabeza ya no puede acompañarle
normalmente en sus sueños; Gustavo Adolfo deja sus Rimas a
Narciso Campillo porque él ha de emprender un viaje del que no se
regresa. Enloquecido y triste y sin recursos y con la razón extraviada,
en medio de todos los padecimientos, Eminescu calla y muere sin
ninguna ayuda oficial, como tampoco la tuvo nuestro Gustavo Adolfo.
Sólo tengo un deseo,
que en la paz de la tarde
me permitáis morir
a la orilla del mar…
En 1949, Mihail Eminescu fue elegido miembro de la Academia
Rumana como una reparación para rescatar su hermosa voz poética.
Miles de ediciones, de las que él vio tan pocas en la vida, han
derramado sus versos en el corazón de su pueblo, de cuyo fondo
brotaron. Su noble cabeza vive en los jardines en compañía de los
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pájaros y en el cementerio duerme, como él lo quería, sobre un lecho
de jóvenes ramas.
Los astros que se elevan
de la enramada en sombra,
serán para mí amigos,
sonriendo de nuevo.
Gemirá apasionado
el canto del mar áspero…
y me volveré tierra
en mi honda soledad.
M. T. L. y R. A.
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NOTA EDITORIAL
Las fechas que se imprimen al pie de los
poemas indican el año de publicación; en
algunos pocos casos se incluye en primer
lugar la fecha probable en que fueron
compuestos. Para los poemas escritos
hasta 1879 se ha podido utilizar el texto
de la reciente edición crítica de P.
Muraraju (Poezii, Bucarest: Editura
Minerva, 1970 ss.), obtenida gracias a la
diligente ayuda de la Representación
Consular y Comercial de la República
Socialista de Rumania, especialmente los
señores loan Loghin y Petre Sandulescu,
que han cuidado también la corrección del
texto rumano. A todos ellos desean hacer
constar su agradecimiento los editores,
así como a Pere Gimferrer, que ha
versificado para la presente edición las
estrofas cxi-xiv y cxcvc-cciv de «Memento
morí», sobre la versión de Jaume Vivó.
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VENUS Y MADONA
Ideal ido en la noche de un mundo que ya no existe,
mundo que pensaba en cuentos y que hablaba en poesía
¡oh, te veo, pienso y oigo, joven y tierno mensaje
de un cielo con otros astros, paraísos y otros dioses!
Venus, blanco mármol cálido, ojo de piedra que brilla,
blandos brazos como un rey poeta hubiera soñado,
tú divinizaste un día la gracia de la mujer,
de la mujer que yo sigo viendo cada vez más bella.
Rafael, entre los sueños de su noche constelada,
alma ebria de esplendores y de eternas primaveras,
te vio y soñó en paraísos y embalsamados jardines,
te vio reinando sobre ellos, soberana de los ángeles.
Y sobre el lienzo desnudo creó a la Virgen Divina
con su diadema de estrellas, su sonrisa virginal,
pálido rostro cercado de rayos rubios, angélica
imagen, pues la mujer es figura de los ángeles.
Así yo, hundido en la noche de mi vida de poeta,
te he visto, mujer estéril, mujer sin llama ni Juego,
y te he transformado en ángel, dulce como un día claro
de los que la oscura vida a nuestra dicha concede.
Yo he visto tu rostro lívido por una embriaguez malsana,
tus labios amoratados por los mordiscos del vicio
y eché en ti, cruel, el velo blanco de la poesía
y presté a tu palidez el rayo de la inocencia.
Te di las pálidas luces que cercan mágicamente
la frente del ángel-genio y del ángel poesía.
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De un demonio hice una santa, de una carcajada, música,
y de tus miradas sucias la mirada de la aurora.
Mas hoy, cruel, cayó el velo. Desembriagada de sueños,
mi frente se aclara bajo tus labios fríos, helados
y te contemplo, demonio, y mi amor, ceniza yerta,
me enseña a considerarte con un profundo desprecio.
Ya me apareces como una bacante que hubiera hurtado
de la frente de una virgen el mirto de su martirio,
de una virgen con el alma santa como una plegaria
mientras tiene el corazón lleno de espasmo y locura.
Y así como Rafael creó a la Virgen Divina,
con su diadema de estrellas, su sonrisa virginal,
yo hice para mí una diosa de una mujer ya marchita,
de corazón frío, estéril, de alma llena de veneno,
¿Lloras, niña? ¿Una mirada humedecida de llanto
pretende romper de nuevo un corazón dolorido?
A tus pies caigo y suplico a tus ojos, mar profundo,
y les imploro perdón, mientras te beso la mano.
Enjuga tus ojos, calla. La acusación fue cruel,
fue cruel, injusta, dura, sin causa ni fundamento.
¡Alma!, aunque fueses demonio, eres santa por amor,
y yo adoro a este demonio rubio de los ojos grandes.
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MORTUA EST!
Antorcha de guardia sobre húmedas tumbas,
un son de campanas ritmando las horas,
un sueño que hunde su ala en la amargura,
así atravesaste del mundo los límites.
Has quedado muerta cuando el aire era
un campo sereno con ríos de flores
y las nubes negras fingiendo palacios
eran visitadas por la reina-luna.
Te veo cual una plateada sombra
de alas desplegadas huyendo hacia el cielo,
remontando nubes, oh pálido espíritu,
a través de lluvias y nieve de estrellas.
Un rayo te alza, un canto te eleva
con tus manos blancas en cruz sobre el seno,
y se oye la rueca de los sortilegios
hilar plata y oro por aire y por agua.
Veo tu alma pura cruzando el espacio
y miro la arcilla que aquí nos quedó…
tan blanca, tan fría, tumbada en su caja
mientras tu sonrisa parece vivir.
Y así me interrogo herido de dudas:
¿por qué estarás muerta, ángel de faz pálida?
¿No eras tú tan joven? ¿No eras tú tan bella?
¿Has ido a apagar algún astro ardiente?
Puede que allá lejos existan palacios
con arcadas de oro todas de luceros,
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con ríos de fuego y puentes de plata,
con costas de mirra y flores que canten,
para que los cruces, oh mi santa reina
de largos cabellos, pupilas de luz,
celeste la túnica, salpicada de oro,
la pálida frente de laurel ornada.
La muerte es abismo, es mar estrellado,
mientras que la vida es fango rebelde.
Muerte, eternidad florida de soles,
y la vida un cuento desierto y horrible.
Pero ser pudiera… Mi cabeza es ya
un baldío donde las ideas luchan…
Si los soles mueren y caen las estrellas,
bien puedo creer que todo es la Nada.
Tal vez nuestra bóveda celeste se hunda,
que su inmensa noche desplomada acabe,
que su cielo negro tamice sus mundos
como presa efímera de la muerte eterna…
Entonces, si todo es así… para siempre
tu cálido aliento no volverá más,
y tu voz tan dulce por los siglos muda…
nos dirá que sólo fue arcilla este ángel.
Sin embargo, aquí, polvo bello y muerto,
sobre tu sepulcro apoyo mi arpa.
No lloro tu muerte, la hallo venturosa
pues una luz huye del caos del mundo.
Y además… ¿quién sabe lo que es lo mejor?
Ser o no ser… Pero lo que todos saben
es que ya no sienten dolor los difuntos.
¡Las penas son tantas, tan poco el placer!
¿Ser? Locura triste, locura vacía;
el oído miente, el ojo te engaña,
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lo que un siglo afirma, otros lo desmienten.
Más vale la Nada que este ensueño de ave.
Veo que los sueños los sueños persiguen,
hasta que sucumben en la tumba abierta
y ya no sé adónde tender mis ideas.
¿Río como loco? ¿Estoy maldiciendo?
¿Para qué? ¿No es todo tan sólo locura?
Tu muerte, ángel mío, ¿por qué sucedió?
¿Es que habrá razones para ello en el mundo?
¿Para qué has vivido si morir debías?
Si en esto hay sentido, es falso y ateo.
En tu frente pálida no está escrito Dios.
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LAS REFLEXIONES DEL POBRE DIONÍS
Jarra redonda de vino me sirve de candelabro
y la vela crepitante quema humeando su sebo.
En medio de esta miseria, ¡vamos, inspírate, canta!
Llevo un siglo sin dinero y sin vino más de un mes.
Un reino por un cigarro, para que llene mis nubes
de quimeras… ¿Pero dónde? Mueve el viento mi ventana,
maúlla un gato y se pasean pavos de cresta violeta,
meditando, melancólicos, tristemente por el patio.
¡Berr, qué frío!… Ya mi aliento se cuaja y meto mi gorro
de cordero hasta las cejas; mis codos no me preocupan;
como un gitano que hunde sus dedos entre la malla
de la red del pescador, los toco de tiempo en tiempo.
Lástima no ser la rata, ella al cabo tiene pieles.
Me comería mis libros, me reiría del frío,
encontraría soberbio, dulce, un pedazo de Homero,
por palacio un muro roto y un icono por esposa.
En los muros polvorientos, techados de telarañas,
pululan las chinches rojas que da placer el mirarlas.
Encuentran duro el jergón de paja, y mi pobre piel
alimentarlas no puede. En un apretado enjambre,
han salido de paseo —¡qué pasatiempo gracioso!—.
Esta chinche es una vieja, devotamente camina;
éste es un joven mancebo… ¿Sabe quizás el francés?
Esa que evita la plebe, es una niña romántica.
¡Berr, qué frío! Ya en mi mano salta una pulga, yo dudo:
¿mojaré un dedo en mis labios para atraparte? La dejo.
¡Pobre! Sobre una mujer ya la habrían aplastado.
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¡Pobre! Sobre una mujer ya la habrían aplastado.
Pero a mí nada me importa; no he de casarme con ella.
Hasta el gato ronronea junto a la estufa, aburrido.
¡Eh, tú, gato, háblame un poco, mi reloj y único amigo!
Si hubiera un país de gatos, yo te haría su ministro,
para que sepas que existe la nobleza, desgraciado.
¿En qué pensará tan cómodo, hecho una bola, soñando?
Su felina fantasía, ¿qué dulces ideas teje?
¿Qué dama de blanca piel le está invitando al amor?
¿En dónde será la cita, en un desván o un granero?
Si en el mundo sólo hubiera gatos, ¿sería poeta?
Gatuneando mis odas, mayando como Garrick;
de día, al sol, acechando el rabo de los ratones;
a la noche, en el granero, el balcón o en las canales,
filosofando a la luna, sensible y arrebatado.
Defendería en los cursos las ideas populares,
y a los jóvenes sinceros y a las chicas entusiastas
les haría ver que el mundo es sólo un sueño de gatos.
O bien, como un sacerdote en el templo consagrado
al ser que, según su imagen, creó al pueblo de los gatos,
clamaría: ¡Oh pueblo mío, pueblo de gatos, desgracia
a la tribu de los gatos que en cuaresma no ayunaron!
Sé que entre vosotros hay incrédulos a la ley;
dudan del Ser sobre el ser y del alma sobre el alma,
mientras la raza gatuna continúa y va extendiéndose.
¿Estos ateos no temen ni el infierno ni los diablos?
¡Anatema, y que los gatos más honestos les escupan!
¿No veis cuánta inteligencia atesora vuestro ser?
¡Oh gatos, para arañar os dieron zarpas, sin duda,
y para mayar, bigotes! ¿No quisierais atusarlos?
¡Vamos!, que ya en la botella el pabilo se consume.
Viejo, márchate a dormir, ¿no ves que todo está oscuro?
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Soñemos favores y oro, tú en tu cama y yo en la mía.
¡Si yo pudiese dormir! Sueño, paz del pensamiento.
¡Oh, cubre mi cuerpo entero con tus armonías mudas!
Sueño, ven, o muerte, llega. Para mí todo es lo mismo.
Es igual que pase el tiempo con gatos, pulgas o lunas.
¿Para qué puede servirme? ¿A quién puedo darle nada?
¡Oh poesía—miseria!
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ÁNGEL Y DEMONIO
De noche, en la catedral triste, a la luz amarilla
de los cirios que se queman sobre los santos altares
—mientras la bóveda al fondo queda sombría e inmensa,
insondable a las miradas de los pabilos cansados—,
arrodillada se encuentra una niña como un ángel,
cerca de un arco del muro, en la iglesia solitaria.
Sobre el altar, seria y pálida, entre reflejos rojizos,
se ve la imagen sagrada de la alta Madre de Dios.
Hay una antorcha clavada en un pilar gris de piedra;
gotas de cera relucen al caer sobre las losas,
coronas de flor marchita embalsaman y susurran,
y la oración de la niña habla misteriosamente.
Hundido en la oscuridad, cerca de una cruz parado,
en la negra sombra espesa, como un demonio, Él la guarda,
con los codos apoyados en los brazos de la cruz,
la frente triste y plegada y con los ojos hundidos.
Su barba deja caer en el frío hombro de piedra
y su cabellera oscura sobre el extendido brazo.
Una lamparilla apenas lanza su reflejo rosa,
tocándole dulcemente la mejilla con su rayo.
Ella es un ángel que reza —Él, un demonio que sueña;
Ella, un corazón de oro— Él, el alma de un apóstata;
Él en la sombra fatal se apoya obstinadamente.
Ella tristemente vela al pie de la Virgen Santa.
Sobre un elevado muro del más frío y puro mármol,
blanco cual nieve de invierno, liso como el agua en calma,
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reflejada está la niña lo mismo que en un espejo.
Su sombra está, como ella, rezando y arrodillada.
¿Qué es lo que te falta a ti, dulce niña esplendorosa,
del rostro de blanco mármol y de las manos de cera?
Un velo —una sombra diáfana entremezclada de estrellas—
es tu mirada inocente, velada por tus pestañas.
¿Qué esperas para ser ángel? ¿Alas largas con luceros?
Pero ¿qué ocurre? En los hombros de tu sombra, ¿qué se extiende?
Es la sombra de dos alas la que se mueve temblando,
dos alas de fina sombra dirigidas a los cielos.
¡Oh, no es su sombra, que es la de su ángel de la guarda!
Junto al márbol blanco veo su etéreo ser que planea
sobre su inocente vida, sobre su vida de santa,
y se arrodilla a su lado para orar cerca de ella.
Mas si esa sombra es la suya, entonces ella es un ángel,
pero el mundo, que está ciego, sus alas blancas no ve.
Los muros, santificados por la plegaria constante
de la humanidad, son solos los que las ven y revelan.
¡Te quiero!, ya iba a gritar el demonio de la noche,
pero las sombras aladas le han detenido los labios.
No por amor, para orar hinca ahora la rodilla
y escucha así, trasportado, sus dulces murmullos tímidos.
¿Ella? Ella es hija de un rey, que coronada de estrellas,
rubia y feliz, cruza el mundo, como ángel, reina y mujer;
¿Él? Él enciende en los pueblos la chispa de la venganza
y en los corazones rotos los pensamientos rebeldes.
Separados por las olas de la vida, entre él y ella
hay siglos de pensamientos, hay una historia y un pueblo.
Alguna vez, si se encuentran y se miran a los ojos,
se contemplan y parecen encenderse en un deseo.
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Sus grandes ojos azules, afectuosos y tiernos,
¡qué profundamente entran en los negros ojos turbios!
Y por el rostro delgado de él pasa una nube roja.
Se quieren… ¡Pero qué lejos están el uno del otro!
Un rey pálido ha venido que ha dejado su corona,
pesada de poderío y gloria, a los pies de ella.
Porque ella ponga sus plantas en los tapices del trono,
él dará a su breve mano el cetro de la realeza.
Pero, no. Mudos quedaron sus labios casi entreabiertos,
mudo quedó el corazón, escondiéndole la mano.
En lo oculto de su ser sabe que ama, y la figura
de sus sueños de muchacha, lenta y clara se le muestra.
Lo ve cómo agita al pueblo con sus ideas audaces.
¡Qué fuerte es, piensa con una languidez enamorada!
¡Cómo levanta el presente con la luz de sus ideas
sobre las que en largos siglos frentes altivas dejaron!
A veces, sobre una piedra, lleno de rabia, se envuelve
en el estandarte rojo, y su frente áspera, dura,
parece una noche negra, sumergida en la tormenta.
Sus ojos brillan, su voz despierta el furor del pueblo.
En un lecho pobre y triste agoniza lentamente
el joven. Tiende una lámpara su lengua fina y avara,
temblando en el aire enfermo. Nadie sabe lo que ocurre,
nadie remedia su suerte, nadie su frente acaricia.
¡Ah!, todos sus pensamientos se dirigen contra el mundo,
contra las leyes escritas, contra el orden revestido
de la autoridad de Dios. Hoy todos contra él se vuelven;
su corazón moribundo, su alma quisieran ahogar.
¡Oh, morir sin esperanza! ¿Quién conoce la amargura
que esconden estas palabras? Sentirte atado, pequeño,
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ver que todo a lo que aspiras queda reducido a nada,
que no hay forma de oponerse a los males de este mundo;
ver que se pierde la vida al tratar de combatirlos,
y al morir, ver que has vivido en el mundo inútilmente:
morir así es el infierno. Las lágrimas, la amargura
más crueles no lo igualan. Se sabe que no se es nada.
Y estos negros pensamientos casi le impiden morir.
¿Cómo ha entrado él en la vida? ¡Cuánto amor hacia lo justo,
qué sinceridad fraterna llegó al mundo al venir él!
¿Y el premio? Es esta amargura que ahora le oprime su alma.
Pero a través de las brumas que ya ennegrecen sus ojos,
se acerca, ligera y alta, la sombra pura de un ángel.
Sentada al borde del lecho, sus ojos ciegos de llanto
baja. Sobre aquellos seres las nieblas desaparecen.
Es Ella. Con una dicha profunda, nunca sentida,
él le contempla los ojos. Ella, hermosa, emocionada,
todo el dolor de su vida le borra en su última hora.
¡Ah —suspira el moribundo—, amada, ya sé quién eres!
He levantado esta época, la tierra, el pueblo, la vida,
con mis ideas rebeldes, hasta contra el mismo cielo;
pero él condenar no guiso al demonio, y le ha enviado
un ángel para calmarlo, y este ángel… es el amor.
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FLOR AZUL
«¿De nuevo hundido en los astros,
en las nubes, en los cielos?
Por lo menos, no me olvides,
alma y vida de mi vida.
En vano los arroyuelos
juntas en tu pensamiento
y las campiñas asirias
y la tenebrosa mar;
las pirámides vetustas
que alzan sus puntas al cielo.
¡Para qué buscar tan lejos
tu dicha, querido mío!»
Así mi niña me hablaba,
dulcemente acariciándome.
¡Ella tenía razón!
Yo reía, sin embargo.
«Vámonos al bosque verde,
donde las fuentes del valle
lloran y la roca puede
precipitarse al abismo.
Allí, en lo claro del bosque,
cerca del junco tranquilo,
bajo la serena bóveda
del moral nos sentaremos.
Y me contarás los cuentos
y me dirás las mentiras;
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yo, con una margarita
comprobaré si me quieres.
Y bajo el calor del sol,
roja como una manzana,
tenderé mi cabellera
para cerrarte la boca.
Si tú acaso me besaras,
nunca nadie lo sabría,
pues debajo del sombrero,
¡eso a quién puede importarle!
Cuando a través de las ramas
salga la luna de estío,
tú me enlazarás del talle,
yo me prenderé a tu cuello.
Bajo el techo de las ramas,
al descender hacia el valle,
caminando cambiaremos
nuestros besos como flores.
Luego, al llegar a la puerta,
hablaremos en lo oscuro;
que nadie de esto se ocupe;
si te quiero, ¿a quién le importa?»
Un beso más… y se ha ido.
¡Yo quedo bajo la luna!
¡Qué hermosa es y qué loca
es mi azul, mi dulce flor!
Tú, maravilla, te fuiste,
y así murió nuestro amor.
¡Flor azul, oh flor azul!…
¡Qué triste que es este mundo!
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1873
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EMPERADOR Y PROLETARIO
Sentados en los bancos de la oscura taberna,
donde la luz traspasa los sucios vidrios pálidos,
junto a las mesas largas en que adusto se apoya,
con su rostro sombrío, el rebaño de nómadas:
los hijos de los pobres, la plebe proletaria.
¡Ah! —dijo uno—, ¿dijisteis que el hombre es una luz
en este mundo amargo tan lleno de tormento?
Ni una chispa hay en él inocente y fecunda,
vil y sucia es su luz como el globo de fango,
sobre el que reina el hombre de manera absoluta.
Decidme, ¿qué es justicia? Los poderosos viven
circundando de leyes su amor y su fortuna;
los bienes que robaron les sirven para eso
y para conspirar contra aquellos que sufren
uncidos al trabajo para toda la vida.
Los unos, placenteros, pasarán la existencia,
deslizando sus días, sus horas sonrientes.
En verano, las fiestas —el ámbar de los vinos,
el frescor de las frondas y los Alpes helados—
la noche haciendo día hasta dormirse al alba.
La virtud para ellos ya no existe. Predican
porque les son precisos los brazos vigorosos,
para empujar con fuerza los carros del Estado
y combatir por ellos en la guerra encendida.
Así, mientras morimos, ellos pueden ser grandes.
Las flotas poderosas y los grandes ejércitos,
las coronas que ponen los reyes en su frente,
y todos los millones de riqueza lujosa
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y todos los millones de riqueza lujosa
que amontonan los ricos oprimiendo a los pobres,
salen de los sudores del pobre pueblo esclavo.
Religión, esa frase por dios inventada,
para que con más fuerza se inclinen ante el yugo,
porque si al corazón faltase la esperanza
de ser recompensados después de la miseria,
¿podríais soportarlo como bestias de carga?
Con sombras irreales os velan vuestra vista,
haciendo que creáis que habrá una recompensa…
¡No!, la muerte concluye la vida y el placer,
y aquel que en este mundo sólo ha sufrido penas
nada encuentra, los muertos no son más que los muertos.
Mentiras, frases, eso sostienen los Estados,
no buscan ofrecernos un orden natural;
por defender sus bienes, su bienestar, su gloria,
han armado tu brazo para que te golpees
y luches contra ti mientras ellos te empujan.
¿Por qué seréis esclavos de la riqueza espúrea,
vosotros, que vivís apenas del trabajo?
¿Por qué para vosotros la enfermedad, la muerte,
mientras ellos, espléndidos, en su opulencia hueca
se pasean felices sin tiempo de morir?
¿Por qué olvidáis que sois el número y la fuerza?
Fácilmente podríais repartiros la tierra.
No construyáis más muros que guarden sus tesoros,
ni otros muros en donde encierren vuestro grito
si un día reclamáis el derecho a la vida.
Las leyes los protegen, los placeres son suyos
y sorben de la tierra los jugos más sabrosos;
voluptuosidad llaman a sus fiestas ruidosas,
atrayendo hacia ellas las más bellas muchachas
que dejan su hermosura entre seniles brazos.
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Y si nos preguntásemos, ¿entonces, qué nos queda?
El trabajo, que a ellos aumenta sus placeres,
la esclavitud por vida, el llanto y el pan negro,
niños envilecidos, vergüenzas y miseria…
¡Ellos, todo, tú, nada; ellos, cielo; tú, horror!
Leyes no necesitan —la virtud vive sólo
donde está la riqueza, la ley es para ti,
es a ti a quien la imponen, a quien echan la pena
cuando alargas la mano hacia el bien tentador,
pues no han de perdonarte aunque mueras de hambre.
¡Aplastad este orden tan cruel como injusto,
que entre ricos y pobres el mundo ha dividido!
Pues después de la muerte no existe recompensa,
haced que en este mundo os den la parte justa.
¡Igualdad para todos y vivid como hermanos!
Romped la estatua antigua de la Venus desnuda,
quemad todos los lienzos con sus cuerpos de nieve;
ellos traen al espíritu la perniciosa idea
de la perfección viva del hombre, mientras caen
en la trama del vicio las hijas de los pobres.
Destruid lo que excite su corazón enfermo,
destruid los palacios, templos que esconden crímenes,
echad al fuego estatuas de todos los tiranos
y que la lava corra royendo los escombros
hasta borrar la huella de los que los imiten.
Destruid lo que enseña vanidad y fortuna,
oh, despojad la vida de su pétreo vestido,
del oro, de la púrpura, del horror, de las lágrimas;
que sea sólo un sueño, que sólo un sueño quede,
que sin pasión resbale hacia el tiempo infinito.
Alzad con los escombros pirámides gigantes,
como un memento morí en lo alto de la historia;
así ha de ser el arte que se abrirá a tu alma
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ante la eternidad, y no un cuerpo desnudo
con aire de venderse bajo los ojos viles.
¡Oh, traed el diluvio, ya esperasteis bastante,
y veréis cómo el bien por el bien traerá el alba!
El puesto de la hiena lo ocupó el charlatán,
la crueldad antigua, el dulzón envidioso;
han cambiado las formas, pero siguen los males.
Mas cuando regreséis a las edades de oro,
a los mitos azules que murmurando ofrecen
alegrías iguales por igual compartidas,
aunque la muerte llegue extinguiendo la lámpara,
os parecerá un ángel de abundantes cabellos.
Entonces será fácil morir sin amargura,
vivirán vuestros hijos el mundo deseado,
no gemirán campanas ni llorarán sus bronces
por aquel que cumplió su destino total;
nadie lo llorará, porque vivió su vida.
Y las enfermedades que la miseria incuba
en los pobres mortales desaparecerán,
germinando en el mundo lo que está destinado,
apurando la copa basta el fin, si lo quiere,
muriendo al no encontrar razón para vivir.
Por la orilla del Sena, en faetón de gala,
pasa el César hundido, pálido en sus pasiones;
el sordo rumor bronco de cientos de carruajes,
golpeando el granito, no enturbia sus ideas;
el pueblo, enmudecido, le abre paso, humillado.
Su sonrisa profunda, callada, inteligente,
su mirada que lee el fondo de las almas,
su mano conductora del destino del mundo,
saludan al tropel de harapos que lo mira.
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Su grandeza está mida secretamente a ellos.
Engreído en su altura, orgullo solitario
y privado de amor, que es principio del mal,
conduce con dos riendas: injusticia y mentira.
A través de los siglos la historia va pasando,
y siempre el mismo cuento del martillo y el yunque.
Y él —vértices orgulloso de todos los que oprime—
saluda, mientras pasa, a su defensor mudo.
Si en el mundo faltase vuestra humilde presencia,
ese origen oscuro que hace radiar su gloria,
en medio de derrumbes el César se hundiría.
Con vuestras sombras mudas que no creen en nada,
con vuestra risa fría, desnuda de piedad,
con vuestro buen sentido de justicia y de bien,
con vuestra poderosa y terrible presencia,
curva bajo su yugo a aquellos que lo odiaron.
París en oleajes de tempestad se enciende
y torres como antorchas arden en pleno viento;
a través de las llamas, flotan en torbellino
los aullidos, entrando en ese mar caliente.
El siglo es un cadáver, París sólo es su tumba.
En las calles sangrando de llamas cegadoras,
sobre las barricadas de losas de granito,
la plebe proletaria mueve sus batallones,
con las armas brillantes, al aire el gorro frigio,
y doblan las campanas con su sonido ronco.
Blancas como de mármol, y como él impasibles,
cruzan el aire rojo las mujeres en armas,
los endrinos cabellos sueltos sobre los hombros,
cubriéndoles los senos, y en los ojos profundos
la miseria y la rabia que arden desesperadas.
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¡Oh, combates velados por tus ricos cabellos
—qué valiente que es hoy esa niña perdida—,
pues la bandera roja, su sombra justiciera,
santifica tus horas de fango y de pecado!
¡No eres tú la culpable, sí los que te vendieron!
Tranquilo el mar relumbra y por sus placas grises
desliza sucesivas láminas de cristal,
que corren hacia el mundo; del bosque misterioso
surge la luna llena de los campos de azur,
inundándolo todo con sus ojos triunfales.
Sobre las ondas quietas, mecidos, acunados,
flotan viejos veleros, esqueletos desnudos,
sombras lentas que miran inflar su arboladura
mientras la luna pasa como un halo de fuego
y amarilla mantiene su imagen como un blanco.
En las costas batidas por el furor del mar,
el César vela siempre cerca del tronco curvo
del sauce desmayado, que a los aires del agua,
en círculos radiantes se inclina bajo el soplo
del céfiro nocturno y resuena en cadencia.
Y piensa que a través de la noche estrellada
marcha sobre las aguas y la cima del bosque,
con su gran barba blanca —en la frente sombría
la corona de paja pendiéndole marchita—, el viejo Rey Lear.
Estupefacto mira el César a las nubes,
y en sus pliegues temblando las estrellas le muestran
todo el sentido oculto de su vida brillante,
abriéndoles los ojos… El eco de los pueblos
se parece a las voces de amargura del mundo:
«En cada hombre vivo un mundo hace su ensayo,
el viejo Demiurgo se esfuerza vanamente;
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en todo ser el mundo repite la pregunta:
¿a dónde va la flor, dime, de dónde vienen
sus oscuros deseos sembrados en la nada?
El sentido del mundo, sus ansias y su gloria,
el alma de los vivos —surtidor arriesgado
cual árbol floreciente— los esconde en su centro;
en cada flor levanta su savia toda entera,
pero antes de dar fruto casi todas perecen.
Así el humano fruto se hiela en su camino,
el uno es un esclavo, emperador el otro,
cubriendo con engaños su pobre, triste vida,
y exhibiendo ante el sol su miserable imagen
—imagen —pues los dos tienen igual destino.
Bajo distintos hábitos van los mismos deseos,
y la humanidad es tan sólo un mismo hombre,
bajo distintas formas aparece la vida,
con su cruel misterio, que a nadie se revela,
fundada de infinitos deseos sobre un átomo.
Si sabes que este sueño con la muerte se acaba,
que detrás de nosotros todas las cosas quedan,
hagamos lo que hagamos, entonces te fatiga
el perseguir estéril… y una idea te asalta:
“Que el sueño de la muerte es la vida del mundo”».
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MELANCOLÍA
Es como si una puerta se abriera entre las nubes,
para que pase muerta la reina de la noche.
¡Oh, duerme, duerme en paz entre miles de antorchas,
bajo tu tumba azul y el sudario de plata,
en tu gran mausoleo, bóveda de los cielos,
tú, dulce y adorada soberana nocturna!
El mundo en su extensión yace bajo la escarcha,
que reviste de un velo de luz pueblos y campos;
el aire centellea y albos como la cal
brillan los edificios, las ruinas solitarias.
El cementerio, mudo, de cruces rotas, vela;
sobre una cruz, parada, hay, gris, una lechuza,
el campanario cruje, los pilares resuenan,
y el demonio, diáfano, atravesando el aire,
roza muy tenuemente el bronce con sus alas,
arrancando un gemido, una ola de dolor. La iglesia desplomada
se mantiene piadosa y triste y muda y vieja,
y a través de sus vidrios rotos el viento silba;
se dijera un ensalmo del que se oyen palabras.
Dentro, sobre los muros antes llenos de iconos,
apenas los contornos de su sombra han quedado,
y como sacerdote, un grillo va tejiendo
su idea oscura mientras una polilla dobla.
Fue la fe quien pintó de iconos las iglesias,
ella quien a mi alma llenó de cuentos mágicos,
pero la tempestad y el vaivén de la vida
apenas me dejaron huellas tristes y sombras.
En vano busco hoy mi mundo en mi cerebro
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porque herrumbroso y viejo sólo en él canta un grillo;
bate mi corazón debajo de mi mano
igual que una carcoma mordiendo un ataúd.
Cuando pienso en mi vida, la veo que resbala
lentamente contada por labios extranjeros,
como si no fue mía, como si no he existido.
¿Quién es este que cuenta de memoria mi vida
tan bien que hasta lo escucho y río del dolor
como si fuese ajeno?… Hace tiempo estoy muerto.
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LA PRINCESA DE LOS CUENTOS DE HADAS
Las brumas blancas, brillantes,
hacen nacer a la luna,
surgen del fondo del agua
y se extienden por el llano.
Las flores se juntan para
romper las telas de araña,
y al vestido de la noche
le prenden piedras preciosas.
Cerca del lago las nubes
tejen una fina sombra
que se estremece al cortarse
de ondas y manchas de luz.
Abriendo paso en los juncos,
la niña dulce se inclina,
lanzando pétalos rojos
sobre las mágicas ondas,
para mirar cómo un rostro
fugitivo huye en el agua,
pues el lago está encantado
al conjuro de San Miércoles.
Para que el rostro aparezca,
le tira rosas tempranas,
pues la rosa está encantada
al conjuro de San Viernes.
Mira… A la luna relumbran
su rostro y rubios cabellos,
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mientras en sus ojos claros
se juntan todos los cuentos.
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EL LAGO
El lago azul de los bosques
cargado está de nenúfares;
temblando en círculos blancos
hace zozobrar la barca.
Y yo paseo a la orilla
como si estoy esperando
que ella surja de los juncos
y caiga dulce en mi pecho;
que saltemos a la barca,
que el agua nos balancee,
que se me escape el timón
y los remos se me escapen;
que flotemos dulcemente
bajo el claro de la luna,
que el viento gima en los juncos
y el agua ondulando cante.
Pero ella no llega… Solo,
en vano sufro y suspiro
junto al lago azul cargado
de la flor de los nenúfares.
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EL DESEO
Ven al bosque de la fuente
que tiembla entre las piedras,
dónde hay un gran lecho verde
oculto por los ramos.
En mis brazos bien abiertos,
sobre mi pecho tiéndete,
que el velo yo te alzaré
para mirar tu cara.
En mis rodillas, sentada,
estaremos muy solos,
y en tus cabellos, temblando,
caerá la flor del tilo.
Frente blanca, pelo rubio,
reposada en mi brazo,
prisioneros de mi boca
serán tus labios dulces.
Un sueño feliz haremos,
con su canto embrujando,
las fuentes solas, la dulce,
respiración del viento.
Nos dormirá la armonía
de la selva de los sueños,
mientras las flores del tilo
resbalarán una a una.
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A MIS CRÍTICOS
Hay muchas flores, mas pocas
en el mundo darán fruto;
todas llaman a la vida,
pero muchas morirán.
Es fácil escribir, versos
cuándo nada hay que decir,
hilando palabras huecas
que por el fin rimarán.
Mas cuando tu corazón
arde en pasión y deseos
y cuando busca tu espíritu
escuchar todas las voces,
que como flores de vida
golpean tu pensamiento,
ellas te piden nacer
y un vestido de palabras.
Frente a tus propias pasiones
y frente a tu propia vida,
¿dónde encontrarás los jueces
de duros ojos de hielo?
¡Ay!, entonces te parece
que el cielo se te derrumba;
¿dónde encontrarás palabras
para decir la verdad?
Críticos, flores estériles,
que nunca habéis dado fruto,
Página 42
es fácil escribir versos
cuando no hay que decir nada.
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Página 43
KAMADEVA
Queriendo curar mi alma
con los dolores de amor,
llamé en sueños a Kamá,
Kamadeva, el dios hindú.
El niño altivo llegó,
jinete en un papagayo,
con una sonrisa hipócrita
en sus labios de coral.
Alas luce, en su carcaj
guarda, en lugar de saetas,
las flores envenenadas
del Ganges, soberbio río.
Puso una flor en su arco,
disparándola a mi pecho;
desde entonces, cada noche
lloro despierto en mi cama…
Con su flecha envenenada
se acercó para reñirme
el hijo del cielo azul
y de la vana ilusión.
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CALINO
(Fragmento de cuento)
Otoño, las hojas giran,
en la viga un grillo canta,
el viento golpea el vidrio
con su mano temblorosa,
mientras que tú, junto al fuego,
casi traspuesta has quedado.
¿Por qué tiemblas en tu sueño?
Pasos en el corredor
oyes, pero es el amado
que llega, te prende el talle,
y, ante tu rostro tan bello
sostiene, firme, un espejo,
para que te puedas ver
soñadora, sonriente.
Sobre una colina sube la luna como una hoguera,
enrojeciendo los bosques, el castillo solitario
y las aguas de los ríos que brillan mientras escapan.
A lo lejos, en el valle, un gemido de campana
vuela entre los precipicios hasta los muros del fuerte
donde un valiente pretende escalar las piedras grises.
Poniendo mano y rodilla en una y en otra roca,
llega por fin a romper las enmohecidas rejas,
y avanzando de puntillas por una secreta alcoba
penetra por donde el muro negro está abierto en un arco.
Entre las flores que trepan, a través de los barrotes
la luna, pálida y tímida, extiende su humilde rayo.
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Donde ella entra, los muros son blancos como la cal,
sombra pintada al carbón es el rincón que no alumbra.
Del techo al suelo una araña tiene tendida su red,
una malla transparente, fúlgida en la oscuridad
que centellea temblando y parece va a romperse,
cargada de niebla gris, polvo de piedras preciosas.
Tras de la tela de araña, la hija del emperador
duerme, bañada de luz, tendida sobre su cama.
Su rostro redondo y blanco se le puede adivinar
sobre el ligero azulado de las finas sederías.
Aquí y allá se desata su túnica, y aparece
un cuerpo desnudo y albo en su belleza de niña;
sus cabellos desatados se esparcen en la almohada,
sus sienes laten tranquilas con una sombra violácea,
y las cejas arqueadas su frente blanca limitan,
cinceladas con tal arte que un solo trazo dibujan;
bajo los párpados sueñan palpitantes sus pupilas;
su brazo pende tranquilo sobre el reborde del lecho,
con el calor de su edad el seno en fresas madura,
entreabierta está su boca bajo el fuego dé su aliento.
Sonriente, ha removido sus labios finos, menudos,
y sobre su cabecera se han deshojado las rosas.
He aquí que el caballero se acerca y con una mano
desgarra el velo cubierto de polvo de pedrería;
las gracias de la belleza le trastornan los sentidos,
su pensamiento turbado se resiste a comprender.
Se inclina sobre su rostro, toma a la niña en sus brazos,
pone su boca ardorosa sobre el labio que suspira
y de su dedo pequeño le quita el preciado anillo.
Y luego regresa al mundo el caballero fantasma.
II
A la mañana siguiente, ella se asombra de ver
los hilos rotos y mira en el espejo sus labios.
Sonriendo tristemente, se contempla, murmurando:
«Silfo de las trenzas negras, ven a raptarme esta noche».
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III
Cada uno pensar puede lo que quiera de las niñas,
pero ésta está enamorada de sí misma y de su rostro.
Narciso también veía su rostro dentro del agua,
llegando a ser el amado y la amada juntamente.
Si alguien pudiera mirarla cuando con sus grandes ojos
salvajes ella se mira, se contempla en el espejo,
apretándose los labios, llamándose por su nombre
y queriéndose a sí misma más que a nada en este mundo,
entonces comprendería de un golpe la aparición
y sabría que la niña se ha dado cuenta que es bella.
¡ídolo, encanto del alma, largo pelo y grandes ojos,
para un corazón que es virgen, qué buen ídolo encontraste!
¿Qué es lo que dice en secreto cuando asombrada se mira
el cuerpo frágil y joven de los pies a la cabeza?
«Yo soñé un hermoso sueño. Vi que un silfo era venido,
y lo estreché entre mis brazos, tanto que casi lo mató…
Por eso, cuando me miro en el cristal del espejó,
sola, en mi cámara blanca extiendo mis blancos brazos
y mis cabellos me visten con su túnica de oro,
y al ver mis redondos hombros me dan ganas de besarlos.
Entonces, todo el pudor, enrojece mis mejillas.
¿Por qué no viene aquel silfo, para caer en su pecho?
Si hago que mi talle ondule y si me placen mis ojos,
es sólo para que él vuelva y para hacerlo feliz.
Y si me quiero a mí misma, es porque él también me quiere.
¡Calla, boca, ten cuidado, no se lo digas a nadie,
ni a él cuando en esta noche llegue furtivo a mi lecho,
con deseos de mujer y astuto como un muchacho!»
IV
Así pasó que a su lecho el silfo va noche a noche.
Ella, de pronto, despierta bajo su lecho encantado,
y él entonces, a la puerta se dirige para huir,
lo detiene con los ojos y le ruega humildemente:
«¡Oh, queda, quédate aquí, con tu dulce voz de fuego,
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silfo de cabellos negros, oscura sombra sin dicha,
y no creas que en el mundo, yendo tan solo y errante,
encontrarás a otra joven enamorada de ti!
¡Oh perecedera sombra, de tristes ojos profundos,
dulce es tu mirada oscura, librada sea de mal!»
Él se sentó junto a ella y le prendió la cintura,
apagando sus palabras con el fuego de sus labios:
«¡Oh —dice él— dime tú, la de bondadosos ojos,
dulces frases sin sentido, pero llenas de sentido!
El sueño áureo de la vida dura tan sólo un relámpago,
y lo sueño si mi mano toca tu brazo redondo,
y cuando en mi pecho pones tu cabeza para oír
mi corazón y te beso tus blancos y finos hombros
y cuando aspiro tu aliento con el soplo de mi vida
y nuestras almas se llenan de dulce melancolía,
cuando tú la frente apoyas sobre mi mejilla cálida
o si anudas tus cabellos alrededor de mi cuello
o si los ojos entornas ofreciéndome los labios,
siento la felicidad más allá de todo límite.
¡Tú!… ¿no ves?… no encuentro nombre para ti… Se ata mi lengua
y no sabe ya decirte en la forma que te quiero».
Murmurando, si pudieran se dirían muchas cosas,
pero se cierran los labios uno al otro con sus besos;
estrechándose en abrazos, temblorosos al besarse,
sólo se hablan con los ojos, mientras la lengua está muda.
Ella, roja de pudor, cubre el rostro con su mano
y el llanto con sus cabellos igual que un velo de novia.
Tu rostro, roja manzana, ya es más blanco que la cera,
tan fino, que se podría cortarlo con un cabello.
Y llevas tu trenza de oro sobre tus ojos llorosos,
corazón sin esperanza, alma dolida de penas.
Te pasas todos los días suspirando en la ventana,
alzando al cielo los ojos y tu alma toda entera,
persiguiendo el vuelo limpio de la alondra en el azul,
pidiéndole que te lleve hasta tu amado un mensaje.
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Pero vuela… y tú te quedas, tristes y húmedos los ojos,
y los labios entreabiertos por un temblor doloroso.
No la dejes más que llore, bello y dulce hijo del cielo,
que esas lágrimas ocultan el secreto de sus ojos.
Raras estrellas desliza como plata el firmamento
y las lágrimas reflejan el inmenso cielo azul,
mas si todas se cayesen, los ojos tristes, vacíos,
ya no podrían seguir el contorno de las cimas.
La noche llena de estrellas, la luna, el cristal del tío
no son cual la noche oscura del desierto de la tumba.
De cuando en cuando, tus lágrimas granosamente te adornan,
mas si cegases la fuente, ¿cómo le podrías ver?
Con días, rueda, bermejo, el color de tus mejillas,
bello como el de las rosas, violáceo de nieve fina.
Después fue la noche azul, con su dulce eternidad,
la que se consumió pronto en lágrimas desoladas…
¿Quién es tan loco que cambie en carbones la esmeralda,
destruyendo inútilmente la eternidad de su luz?
Quemas tus ojos hermosos… Su dulce noche se extingue.
¡No llores más! Tú no sabes todo lo que pierde el mundo.
VI
¡Oh tú, gran rey de la barba nudosa que nadie peina,
en tu cabeza no hay nada, solamente paja y polvo!
¿Te gusta quedarte solo, viejo y loco emperador,
suspirando por tu hija, con la pipa entre los dientes?
¿Te gusta contar las losas de tus blancas azoteas?
¡Antes fuiste poderoso, pobre ahora te has quedado!
La echaste de tu presencia, la alejaste de sus padres
para que en una chocha dé a luz un pequeño príncipe.
Inútilmente ahora envías mensajeros a buscarla,
nadie encontrará el rincón misterioso que la esconde.
VII
Gris es la tarde de otoño; sobre el lago el agua gris
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ahoga sus pliegues movibles en la barreta de juncos;
el bosque muy dulcemente suspira y entre las hojas
pasa un estremecimiento que las hace caer secas.
Desde que el bosque querido, sacudiendo su follaje,
descubre su intimidad para que pase la luna,
está la naturaleza triste al ver quebrar sus ramas
y a las fuentes solitarias agitando su caudal.
Por el sendero que llega de los bosques, ¿quién desciende?
Un bravo de ojos de águila el valle va recorriendo.
¡Siete años ha que te fuiste, silfo de las trenzas negras,
y has olvidado a la niña, su bella y joven amante!
Sobre los áridos campos va un niño de pies desnudos,
intentando reunir una manada de ocas.
—«¡Buenos días, muchachito!» —«¡Gracias, valiente extranjero!»
—«¿Cómo te llamas, mi niño?» —«Calino, como mi padre».
A veces, dice mi madre, cuando yo se lo pregunto:
«El silfo es tu padre, hijo, Calino también se llama».
Al oír esta respuesta, su corazón se trastorna,
pues el niño de las ocas es justamente su hijo.
Entonces, entra en la choza, donde en la esquina de un banco
arde la mecha encendida de un humilde candilejo.
En el hogar pobre y gris se están cociendo dos panes;
bajo una silla, una albarca, y otra, detrás de la puerta.
La piedra de moler yace polvorienta y destrozada,
en un rincón ronronea y rasca su oreja un gato
bajo el icono de un santo ennegrecido del humo
de la lámpara que arde como una amapola roja.
En la hornacina del santo, ramas de romero y menta
llenan la casa sombría de un aroma penetrante;
y sobre el horno de adobe, en los muros agrietados,
el niño con un carbón pintó como travesura
pequeños cerdos de cola rizada en tirabuzón,
como conviene mejor a los verdaderos cerdos.
En vez de vidrio, un papel tapa el hueco a la ventana
donde se desliza un rayo amarillo y mortecino.
Sobre una cama de tablas descansa una mujer joven,
la cara vuelta a la luz en la callada penumbra.
Hasta ella se ha llegado, y la frente le acaricia,
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le acaricia suspirando y suspirando la abraza,
e inclinando sobre ella la boca, dice su nombre.
Ella, aún en sueños, levanta el velo de sus pestañas;
atónita lo contempla y le parece que sueña.
Ríe, y sus ojos se llenan de lágrimas asustadas;
él la levanta del lecho y la estrecha entre sus brazos,
mientras que su corazón siente se le va la vida.
Ella mira sin hablar, vuelve a reír y sus ojos
le brillan llenos de lágrimas, asustada del milagro.
Envuelve en su dedo blanco sus finos cabellos de oro,
escondiendo su rubor en el pecho del amado.
Él desata su pañuelo, haciéndolo resbalar
y le besa tiernamente su cabellera dorada.
Después, le levanta el rostro, mira sus húmedos ojos
y se cierran con sus besos el uno al otro los labios.
VIII
Atravesando las selvas, lejos se ve blanquear
el bosque de plata donde se escucha su bella voz.
Allá, cerca de las fuentes, la hierba parece nieve,
las flores azules tiemblan en el aire embalsamado;
parece que hasta los troncos guardan bajo la corteza
un alma que suspirando va cantando por las ramas.
Y a través de las tinieblas del bello bosque de plata,
se ve el agua de las fuentes salpicando pedrerías.
Va corriendo, laboriosa, suspirando blandamente,
desde las cimas más altas descendiendo entre las piedras;
saltando en masas fluidas en la grava del torrente,
forma un veloz torbellino donde reposa la luna.
Millares de mariposas, miles de enjambres de abejas
van en brillante oleada sobre las flores de miel,
llenando el aire estival de perfumes y de brisas
en las fiestas susurrantes del pueblo de los insectos.
Cerca del lago que tiembla y suavemente dormita,
hay colocada una mesa con antorchas luminosas,
pues de los cuatro confines, emperadores y remas
han venido a festejar a la frágil desposada,
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príncipes de pelo de oro, dragones de escamas grises,
los que leen las estrellas y los que juegan las farsas.
Aquí está el emperador, en un sillón, apoyado,
lleva puesta la corona y muy peinada la barba;
rígido, recto, con cetro, sentado en cojín de pluma,
mientras los pajes lo libran de las moscas y el calor…
Y ahora, saliendo del bosque, Calino el novio aparece,
sosteniendo de la mano a la novia delicada.
Sobre las hojas la cola de su traje blanco cruje,
su cara es rosa y sus ojos están velados de dicha,
llegándole hasta la tierra la espléndida cabellera
que se extiende por sus brazos y sus espaldas desnudas.
Así, ágil, va caminando con sus gentiles maneras;
al pelo, flores azules, y un astro sobre la frente.
Su suegro le ruega y pide al padrino, que es el sol,
se siente en el otro extremo con la luna, que es madrina.
Todos en torno a la mesa se sientan según su rango,
dulcemente los violines resuenan junto a la cobza.
Mas ¿quién hace tanto ruido? Un bordoneo de abejas
se levanta, y todos miran sin saber de donde llega,
hasta que ven en la tela de araña que forma un puente
cómo pasan las hormigas, acarreando en su boca
sacos cargados de harina para hacer pan en la boda.
Las abejas traen la miel y el fino polvo de oro
para que los artesanos hagan joyas y pendientes.
Aquí está todo el cortejo: un grillito hace de paje,
delante saltan las pulgas con sus tenazas de acero;
vestido de terciopelo, un moscón de panza gorda,
igual que los sacerdotes ganguea un canto nupcial;
los saltamontes arrastran una cáscara de nuez,
donde de novio va un tábano afilándose el bigote;
numerosas mariposas de numerosas familias,
le siguen, saltando alegres, todo burlas, todo risa.
Van después, cual ministriles, mosquitos y cochinillas;
la novia, que es la violeta, aguarda tras de la puerta.
Haciendo una reverencia, salta hasta el emperador
un grillo que, esbelto heraldo, golpea con sus espuelas,
tose, cierra su uniforme guarnecido de bordados
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y afianzado en sus patas hace una gran reverencia:
«Permitid, grandes boyardos, que comencemos la boda».
1876
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LOS APARECIDOS
… porque esto desaparece como el
humo sobre la tierra. Cual una flor ella
se abrió; como la hierba fue segada; la
envolvieron en un sudario y la
recubrieron de tierra.
Bajo de la alta bóveda de una perdida iglesia,
entre los candelabros donde brillan los cirios,
con su túnica blanca, el rostro hacia el altar,
tendida está la novia de Arald, rey de los Avaros.
Dulce y profundamente cantan los sacerdotes.
En su pecho de muerta le reluce un collar
y sus áureos cabellos caen de la caja al suelo,
se han hundido sus ojos y una santa sonrisa
triste sobre sus labios lívidos y cerrados
vaga en su bello rostro, blanco como la cal.
Cerca y arrodillado está Arald, rey soberbio,
la desesperación centellea en sus ojos,
y los dientes aprieta, el cabello en desorden;
como un león rugiera, mas no puede llorar.
Ya lleva el rey tres días contándose su historia:
«Yo era un adolescente. En los bosques de abetos,
con mis hambrientos ojos la tierra devoraba,
soñando en levantar los pueblos, los imperios…
Yo soñaba que oía el mundo mi palabra
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y que mi espada abría mi camino en el Volga.
Reinando, audaz y joven, sobre enjambres de errantes,
para los que yo era igual que un semidiós,
sentía el universo temblar bajo mis pasos,
y las otras naciones, por la mía empujadas,
llenaban de terror desde el desierto al polo.
Porque Odín ya no estaba en su altivo palacio,
por las rutas de estrellas sangrientas sus mesnadas
marchaban con sus jefes de blancas cabelleras,
despertando en la paz del fondo de los bosques
miles de voces que iban hacia la Roma antigua.
Me lancé sobre el Dniéster para oprimir tu pueblo;
tú entre los venerables consejeros llegaste,
blanca como de mármol, la cabellera de oro;
y mis ojos bajé ante tu dulce rostro
como si fuera un tímido niño, yo tan fuerte.
A tu requerimiento se me apagó la voz,
traté de responderte, responder no sabía;
hubiera preferido me tragara la tierra,
pero entre mis dos manos dejé caer mi rostro
y por primera vez las lágrimas me ahogaron.
Tus ancianos amigos entre sí sonrieron
y nos dejaron solos… Te pregunté en seguida,
alzando mi mirada a ti, sin comprender:
“¿Por qué, dime, has venido, reina, hasta mi desierto,
por qué buscar a un bárbaro bajo un techo de pinos?”
La voz llena de lágrimas, cálida de ternura,
mirándome con ojos reflejados de cielo,
dijiste: “De ti espero, oh rey caballeresco,
me entregues a un cautivo que pido humildemente.
Entrégame al travieso y alegre niño Arald”.
Y volviendo mi rostro, yo te tendí mi espada.
Mi pueblo se detuvo después junto al Danubio;
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Arald, el niño rey, olvidó el universo,
y destinó su oído para escuchar tu voz,
y el vencedor entonces amó sólo al vencido.
Así tú, virgen rubia como la flor del trigo,
venías en la noche sin que nadie te viera,
rodeando mi cuello con tus brazos de nieve,
tendiéndome tu boca dispuesta a la querella:
“A ti vengo, señor, a reclamarte a Arald”.
Si me hubieras pedido la tierra y Roma antigua,
las coronas que ciñen la frente de los reyes
y los astros sin fin que recorren los cielos,
a tus pies los dejara bajo tus claros ojos.
Pero tú nada quieres, pues ya no quieres nada.
¡Dónde se fue ese tiempo en que abría un camino
para encontrar salida hacia los vastos mundos…!
¡Más me hubiera valido no conocerte nunca
y tener ante mí el humo de las ruinas
realizando mi sueño de los bosques de abetos!»
Alzando las antorchas y con sus lentos pasos
hacia la tumba llevan la reina danubiana.
Los monjes que conocen lo estéril de la vida,
con sus ojos vacíos y con sus barbas blancas,
viejos como el invierno, cantan fúnebremente.
Se la llevan cantando hada los subterráneos
de bóvedas sombrías, y gentes tenebrosas
con unas largas cuerdas el ataúd descienden,
como un sello colocan la cruz sobre la losa,
bajo una luz que arde en un rincón oscuro.
II
En el nombre del santo,
calla y oye ladrar
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al perro de la tierra
bajo la cruz de piedra[1].
Arald sobre el caballo vuela montes y valles
como sueños que huyen, la luna se le esconde.
Cierra sobre su pecho los pliegues de su manto,
hace crujir las hojas que encuentra en su camino
y la Estrella Polar le señala su ruta.
Llega al linde del bosque en los montes antiguos,
las fuentes susurrantes brotan entre las piedras,
allí está la ceniza del hogar enfriándose;
entre profundos boscajes un perro a lo lejos ladra,
ladra y sus tonos de auroc resuenan en sus oídos.
Sobre un sitial de roca está rígido y pálido,
el báculo en la mano, el sacerdote herético.
Hace un siglo que vive de la muerte olvidado,
el musgo en sus cabellos y en sus hombros le brota,
su barba llega al suelo y al pecho sus pestañas.
Así, desde hace siglos, noche y día, está ciego;
tiene sus pies viejísimos a la piedra anudados,
cuenta en su pensamiento los innúmeros días
y vuelan sobre él, persiguiéndose en círculos,
las alas de dos cuervos, uno negro, otro blanco.
Arald de su caballo baja y con una mano
al anciano sacude de su sueño de piedra:
¡Oh hechicero inmortal, hacia ti yo he venido
a que me des la amada que me robó la muerte,
y a tus pies desde ahora viviré arrodillado!
El viejo con su báculo levantó las pestañas,
lo miró largamente, su boca nada dijo,
desató con esfuerzo sus dos pies de la tierra,
descendió de su trono, le llamó con la mano
para que lo siguiera al sendero del bosque.
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En la puerta agrietada que lleva hacia los montes,
con su báculo viejo golpeó hasta tres veces;
chirriando, la puerta se salió de sus goznes,
se santiguó el anciano… El rey se estremeció,
sombríos pensamientos volaron por su frente.
Al panteón de mármol entraron ya tranquilos
y tras ellos las puertas a sus goznes volvieron;
el anciano a un candil prendió luz y su llama
se levantó azulada como un trazo de fuego.
Alrededor brillaron como carbón los muros.
En el cruel silencio no saben lo que esperan…
El mago con su mano lo invita a que se siente;
Arald, el alma muerta, preso en sus pensamientos,
con la mano en la espada, se sienta silencioso,
y en el muro de mármol clava dura su vista.
Blanco, dulce, fantástico, crecer parece el viejo;
en los aires levanta su vara prodigiosa
y un soplo helado hiende los muros de la tumba
mientras miles de voces se elevan en la bóveda
en un canto bellísimo, suave, adormecedor.
De más en más el cántico aumenta en oleadas,
la tempestad parece que levanta sus voces,
que el viento pavoroso cruza sobre los mares,
que Arald debate su alma sin paz sobre la tierra,
que todo lo viviente se va petrificando.
El templo entero tiembla cual si fuera de tablas
y hasta los fundamentos de las rocas vacilan,
llantos desgarradores, de maldición seguidos,
se persiguen, se llaman, se aniquilan y gimen
y en tumultos de olas y más olas se agrandan…
«Que la tierra de muertos dé vida a sus entrañas,
que en sus ojos resbalen chispas de luz serena,
que la luna le dé reflejo a sus cabellos,
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y a su aliento, Zalmoxis, dale un grano de luz
del soplo de tu boca, la que hiela y abrasa.
Vosotros, elementos, someteos a Arald,
recorred diligentes las entrañas del mundo,
transformad piedra en oro y el hielo en llamarada,
que el agua sea sangre, que las piedras se incendien,
pero a su corazón dadle un cálido riego».
Entonces, ante Arald desapareció el muro
y vio la confusión de la naturaleza
—nieves, rayos, heladas, el viento del estío—
y lejos, la ciudad bajo un arco de llamas,
el mundo enloquecido y las gentes gimiendo.
En la iglesia cristiana rompió el rayo el altar,
en dos quedó el retablo roto y estremecido;
del centro de su fosa apareció la tumba,
cortada en dos la piedra, y entonces, lentamente,
se alzó la desposada como un fantasma blanco…
¡Tierno color de nieve! En su seno, el collar
de las piedras preciosas… los cabellos tendidos,
los ojos vidriosos y los labios violeta;
con sus manos cerúleas se acaricia las sienes;
está su hermoso rostro blanco como la cal.
Cortando viento y bruma, ella avanza, y los rayos
con las nubes se apartan para verla pasar,
palidece la luna y el cielo lentamente
se cierra y con espanto se detienen las aguas.
Pareciera que un ángel cruzara los infiernos.
El paisaje se borra. Sobre los negros muros,
enlunada de sueños, paso a paso ella llega;
Arald, loco, la mira, sus ojos la devoran,
tiende sus fuertes brazos hacia ella y después
cae sin conocimiento, derribado en su silla.
Entonces, en su cuello siente los brazos fríos,
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en su pecho desnudo, largos besos de hielo,
como un puñal que corta el soplo de la vida…
La siente cada vez más cálida, más viva
y sabe que en sus brazos quedará para siempre.
Su aliento poco a poco se torna dulce y tibio…
¿Es verdad que ahora abraza a quien tuvo la muerte?
Ella enlaza su cuello con sus brazos de nieve,
tendiéndole la boca, dispuesta a la querella:
«¡Rey, María ha llegado a reclamarte a Arald!»
«Arald, ¿quieres tu frente reposar en mi pecho?
Tú, dios de negros ojos… —¡qué hermosos ojos tienes!
¡déjame encadenar tu cuello con mis trenzas,
tú has transformado en cielo mi juventud, mi vida,
déjame ver tus ojos, que son mi dulce muerte!»
Y suaves, tristes voces se apartan del estruendo,
y hasta su oído llega una canción antigua,
como si murmurasen las fuentes en las hojas
una armoniosa música de amor y de pasión,
como el agua ondulante y quieta de los lagos.
III
… con frecuencia, cuando los
hombres mueren, muchos de entre
ellos son llamados a resucitar para
convertirse en aparecidos…
Código de las leyes, 1652
En las salas desiertas, la luz de las antorchas
hiere la oscuridad como manchas de brasa;
Arald pasea solo, ríe salvajemente
—Arald, el joven rey, es un rey solitario—,
su alcázar sólo espera que se acerquen los muertos.
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Sombrío velo negro cubre espejos y mármoles,
la luz de las antorchas penetrando su trama
refleja dolorosa sólo un poco de luz;
enlutado el palacio parece que ha crecido
y el rostro de la muerte vela de esquina a esquina.
Desde que cayó el rayo sobre la abierta tumba,
un sueño sordo y frío duerme al rey todo el día.
Sobre su corazón lleva una mancha negra.
Cuando llega la noche, despierto hace justicia
y, señor de la noche, cuanto toca es de luto.
Parece que de cera lleva puesta una máscara,
tan blanco tiene el rostro, tan frío, tan inmóvil,
la fiebre arde en sus ojos, su boca está sangrando,
sobre su corazón lleva una mancha negra,
coronando su frente con diadema de acero.
Desde entonces la muerte ha vestido su vida
y ama el canto profundo, con su voz de tormenta.
A veces, a caballo parte en la media noche
y cuando vuelve trae los ojos relucientes,
hasta que un mortal frío al alba lo traspasa.
Arald, ¿qué significa ese vestido negro
y tu rostro tan blanco cual la inmutable cera?
Porque tu corazón lleva una mancha negra,
¿te gustan los hachones, los cánticos sombríos?
¡Arald, si mi mirada no se engaña, estás muerto!
Y montó su caballo y se lanzó a galope,
brida al cuello, veloz, lo mismo que una flecha,
a través del desierto, bajo la blanca luna.
A su hermosa María ve a lo lejos, y el viento
por los bosques resuena con voz débil y dulce.
En sus áreos cabellos trae rubíes ardientes
y en sus ojos se junta la santidad del mar.
Llegan apresurados, par a par cabalgando,
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y para acariciarse uno en otro se inclinan.
Mas los labios de ella están rojos de sangre.
Pasan como tormenta de alas innumerables,
unidos y cubiertos de espuma los caballos,
mientras hablan de amor, de un amor sin orillas,
dejándose caer ella, dulce, en sus brazos
y apoyando en su hombro su dorada cabeza.
«Arald, ¿posar no quietes en mi seno tu frente?
Tú, dios de negros ojos… —¡qué hermosos ojos tienes!
¡déjame encadenar tu cuello con mis trenzas,
tú has transformado en cielo mi juventud, mi vida,
déjame ver tus ojos, que son mi dulce muerte!»
Perfumes enervantes el viento sofocaban
porque el viento juntó muchas flores de tilo,
al paso de la reina danubiana tirándolas.
A través de sus pétalos susurran quedamente
y sus bocas sedientas se juntan en un beso.
Mientras que cabalgando van diciendo su amor,
no ven que al horizonte una sombra enrojece,
pero su alma traspasa como un temblor helado,
quedándose más pálidos, más blancos que los muertos,
sintiendo que su voz es más débil, más débil.
«¡Arald —grita la reina—, deja que esconda el rostro!
¿No oyes que allá a lo lejos canta el gallo del alba?
Una raya de luz se muestra en el oriente,
hiriéndome en el pecho mi pobre vida efímera…
Los rayos de la aurora mi corazón penetran».
Arald había atado su caballo a una encina,
mas sus ojos la voz de la muerte ha velado.
Presos por el terror los caballos le huyen;
como sombras traslúcidas salidas del infierno
vuelan… El viento gime a través de los bosques.
En el huracán vuelan, atravesando el agua,
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ante ellos se levantan los montes poderosos,
y cruzan con su impulso los arroyos sin puentes,
en sus frentes lanzando destellos sus coronas,
mientras que los abetos se doblan a su paso.
Desde el trono de piedra el viejo sacerdote
los ve y lanza a los vientos su dura voz de bronce,
para que el sol se pare y que la noche vuelva,
pidiendo a las tormentas retornen a la tierra…
Tarde ya ¡porque el alba ya se eleva en las nubes!
El huracán entona su cántico profundo,
mientras que los amantes llegan en sus caballos,
hermosos en la muerte, desposados en ella,
cubriendo las pestañas sus empañados ojos,
y las puertas del templo de par en par se abren.
A caballo penetran, cerrándose las puertas,
y por siempre la noche de la tumba los traga.
Un canto penetrante, de fúnebres acentos,
llora a la hermosa reina de bello y santo rostro,
y a Arald, el niño rey de los bosques de abetos.
Bajó el viejo los ojos, quedó de nuevo ciego,
y sus pies otra vez se unieron con la piedra.
Cuenta en su pensamiento los años, añadiéndoles
la leyenda de Arald que en sus oídos canta.
Sobre él vuelan dos cuervos, uno blanco, otro negro.
Erguido se mantiene en su sitial de piedra
con su vetusto báculo el sacerdote herético,
y queda por los siglos allí, olvidado, solo,
en sus largos cabellos le va creciendo el musgo,
su barba llega al suelo y al pecho sus pestañas.
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SOBRE LAS CIMAS
La luna pasa las cimas,
el bosque agita sus hojas,
entre las ramas del aliso
resuena un cuerno de caza.
Más lejos, siempre más lejos,
más dulce, siempre más dulce,
a mi alma inconsolable
calma sus ansias de muerte.
¿Por qué te callas ahora,
cuando hacia ti vuelvo el alma?
Dulce cuerno, ¿sonarás,
pero nunca para mí?
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EL CUENTO DE LA SELVA
Selva, emperatriz gloriosa,
pueblos por miles la cruzan,
todos admiran la gracia
de su gentil majestad.
La luna, el sol y los astros,
los lleva sobre su escudo.
Sus cortesanos y damas
son la tribu de los ciervos.
Heraldos, conejos ágiles,
portadores de noticias;
los ruiseñores, la orquesta,
y narran cuentos las fuentes.
En las flores que en la umbría
nacen cerca del sendero,
liban enjambres de abejas
y hay ejércitos de hormigas.
Vamos también a la casa
de la reina. Seamos niños,
y juguemos nuevamente
al amor y a la fortuna.
Toda la naturaleza
puso su sabiduría
en volverte la más linda
entre todas las hermosas.
Los dos iremos al mundo,
errantes y solitarios,
durmiendo junto a la fuente
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durmiendo junto a la fuente
que mana al pie de los tilos.
Dormiremos y las flores
del tilo nos cubrirán,
oyendo en sueños el cuerno
precursor de los rebaños.
Cerca, muy cerca los dos,
nuestros pechos juntaremos.
Oye llamar a la selva
a su consejo de sabios.
La luna sobre las fuentes
filtra su luz en las ramas,
y alrededor nuestro llegan
todas las grandes familias:
Blancos caballos de mar,
uros de blasón frentados,
ciervos de ramas nudosas,
rica alerta de los montes.
Forman consejo y preguntan
alarmados, quiénes somos.
Y nuestro tilo contesta,
apartando su ramaje:
—«¡Oh, miradlos cómo sueñan
el ensueño de las hayas!
Es tanto lo que se quieren,
que viven como en un cuento».
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EL CUENTO DEL TILO
«Blanca, naciste de amor
que no fue santificado;
pero yo juré a los cielos
que Cristo será tu esposo.
Vistiéndote de estos hábitos,
al mundo renunciarás,
expiando así la falta
de tu madre y mi delito».
«Digo, mi querido padre,
que los que quieran renuncien,
porque tengo un alma alegre
y una juventud radiante.
Las músicas y las danzas,
los bosques es lo que quiero,
y no una celda perdida
donde se llora, soñando».
«Sé bien lo que te conviene,
ya lo tengo decidido;
para el viaje de mañana
prepárate desde hoy».
La mano sobre los ojos,
la niña ya está pensando
huir hacia el fin del mundo,
pues no otra cosa le queda.
Ensilla el caballo blanco,
que será su compañero,
ya pone el pie en el estribo
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ya pone el pie en el estribo
y hacia el bosque se encamina.
La noche cae de los tilos
embriagando sus sentidos,
muestra el cielo sus estrellas,
mensajeras de reposo.
Ya pasa a través del bosque,
llegando al tilo sagrado,
viejo y de flores cubierto,
que oculta una fuente mágica.
Cantando al compás del agua,
un cuerno de plata suena,
que, cada vez más sonoro,
llega más cerca, más cerca,
y la fuente con su magia
brota ondulando sus ondas.
Arriba, entre las colinas,
está velando la luna.
Como quien vuelve de un sueño,
la niña asombrada mira,
y ve a su lado un mancebo
que monta un negro caballo…
¿Es que la engañan sus ojos,
es ilusión, es verdad?
Flor de tilo orna su pelo
y el cinto un cuerno de plata.
La niña baja los ojos,
lleva a sus sienes la mano,
el corazón le desborda
de una dolorosa dicha.
El mancebo infantilmente,
cada vez más, se le acerca;
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su alma se siente prendada,
pero rehúsa mirarlo.
Con la mano lo rechaza,
mas en sus brazos se encuentra;
de un dolor, dulce dolor,
siente estrechado su pecho.
Quisiera gritar… no puede,
su cabeza sobre el hombro
del doncel se inclina, mientras
los besos llenan su boca.
La acaricia y la interroga,
ella en él oculta el rostro
para responderle quedo
con su dulce voz de niña.
Estribo a estribo cabalgan,
sin ocuparse de nadie;
están tan enamorados,
que se beben con los ojos.
Alejándose, alejándose,
pasan la umbría y el valle,
el cuerno lleno de pena
resuena dulce, cansado.
Se esparce tierna la voz
por encima de los campos,
perdiéndose poco a poco,
más lejana… más lejana…
Arriba, entre los abetos
del alcor, queda la luna
velando, y la fuente mágica
brota ondulando sus ondas.
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SOLEDAD
Están bajas las cortinas
y yo sentado en mi mesa;
mientras el fuego crepita,
me hundo en mis pensamientos.
Pasan nubes por mi espíritu
con sus dulces ilusiones.
Los recuerdos, como grillos,
cantan en los viejos muros.
O resbalan dulcemente,
consolando al alma triste,
como las gotas de cera
al pie del Crucificado.
Por los rincones del cuarto
la araña tejió su red,
y entre montones de libros
furtivos van los ratones.
En esta paz tibia y dulce,
alzo la vista al granero
y escucho cómo me roen
las cubiertas de mis libros.
¡Cuántas veces deseé
colgar mi lira de un clavo,
que la soledad concluya
y acabe la poesía!
Pero entonces, grillo, ratas,
con sus pasitos menudos,
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me traen mi melancolía
y se me convierte en versos.
A veces… muy raramente,
aún mi lámpara encendida,
mi corazón se estremece
al oír girar la llave.
Es Ella. La casa sola,
de pronto, parece llena.
En el paisaje sombrío
de mi vida, Ella es la luz.
Y me enfurece que el tiempo
siga y siga deslizándose
cuando, mi mano en su mano,
mi boca en su boca le habla.
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CON MAÑANA AUMENTARÁS…
Con mañana aumentarás
el número de tus días;
con ayer la vida acortas,
pero siempre guardas hoy.
Un día pasa, otro viene
a sucederle en el mundo,
como cuando el sol se pone
se levanta en otra parte.
Parecen otras las olas
aunque abran igual camino
y otro parece el otoño
perdiendo las mismas hojas.
Camina ante nuestra noche
la reina dulce del alba;
la muerte es sólo ilusión
y el tesoro de las vidas.
De cada instante que huye
yo he sacado esta verdad
que mueve nuestro universo
desde su eterno principio.
Por eso si este año vuela,
hundiéndose en el pasado,
guardas entero el tesoro
que tuvo siempre tu alma.
Con mañana aumentarás
el número de tus días;
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con ayer la vida acortas,
pero siempre guardas hoy.
Los paisajes deslumbrantes
que en veloces filas pasan,
están quietos, inmutables,
bajo el pensamiento eterno.
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Página 73
¡OH, QUÉDATE…!
«¡Oh, queda, queda conmigo,
te quiero, te adoro tanto!
Todos tus deseos, todos
tan sólo yo sé escucharlos.
En la sombra de la luna,
te comparo a una princesa,
que se refleja en las aguas
con sus dulces ojos negros.
Y entre el rumor de las ondas
y el ondular de las hierbas,
te hago escuchar, misterioso,
el rebaño de los ciervos.
Feliz te veo, traspuesta,
cómo cantas en voz baja
y en el agua reluciente
avanzas tu pie desnudo.
Al ver de la luna llena
su antorcha sobre los lagos,
tus años son un instante
y los instantes los siglos».
Así, tan tierno, habló el bosque,
moviendo sus altas ramas.
A su invitación silbé
y me fui al campo riendo.
Hoy quisiera regresar;
ya nada comprendería…
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Dime, infancia, ¿dónde estás
con tú bosque y tantas cosas?
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AMADA, CADA VEZ…
Amada, cada vez que yo pienso en nosotros,
un océano de hielo aparece ante mí:
sobre la blanca bóveda no hay ya ninguna estrella,
la luna es una mancha amarilla a lo lejos.
Sobre miles de témpanos que las olas se llevan,
un pájaro planea, las alas fatigadas,
mientras su compañera ha seguido adelante,
unida a la bandada que se pierde al poniente.
Hada donde ella vuela mira desesperado.
Ya no siente ni pena ni alegría… Se muere,
soñando en un instante todo el tiempo pasado.
Más lejos uno de otro cada vez nos sentimos,
cada vez me hundo más en la sombra y el hielo,
mientras desapareces en la eterna mañana.
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LA ORACIÓN DE UN DACIO
Cuando aún no existían ni muertos ni inmortales
ni manantial había ni almendra de la luz,
ni nacido mañana, ni hoy ni luego ni siempre,
porque todas las cosas eran tan sólo una;
cuando la tierra, el cielo, el aire y este mundo
estaban en el número de lo que no existía,
entonces Tú eras solo, por eso me pregunto:
¿A qué Dios entregamos, humilde, el corazón?
Él sólo ya existía primero que otros dioses
y del profundo océano dio las fuerzas al rayo,
a los dioses el alma, a los hombres la dicha,
y es para los humanos manantial de salud.
¡Levantad vuestro coro! ¡Glorificadle en cantos
al que es fin de la muerte, resurrección y vida!
Para que la luz viera, Él me ha dado los ojos
y me ha llenado el alma de la suma piedad.
Puedo escuchar su paso entre el clamor del viento
y en una voz que canta reconocer su voz.
Mas siempre le mendigo algo de añadidura:
¡Que me permita entrar en el reposo eterno!
Que maldiga a quien piense tener piedad de mí,
que bendiga clemente a quien me está oprimiendo,
que escuche complacido a quien de mí se burle
y dé fuerzas al brazo que querría matarme,
permitiendo que triunfe sobre todos los otros
el malvado que quite hasta el pan de mi boca.
Rechazado por todos atravieso los años,
hasta que ya sin lágrimas vea secos mis ojos.
Cuando todos los hombres se yergan enemigos,
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Cuando todos los hombres se yergan enemigos,
cuando yo no consiga casi reconocerme,
cuando los sufrimientos mi bondad petrifiquen
y llegue a maldecir la madre que he adorado,
cuando la ira cruel me parezca el amor…
el dolor olvidando, ya me podré morir.
Y si extranjero muero fuera de ley, entonces
este indigno cadáver tiradlo en la calleja,
y yo te ruego, Padre, desde el premio más alto
a quien mande a los perros rasgar mi corazón.
Y si alguien me apedrea golpeándome el rostro,
¡dale la vida eterna, Señor, tenle piedad!
Sólo de esta manera, Padre, te daré gracias
por la dicha que tuve de vivir en el mundo.
Para pedirte bienes no doblé la rodilla,
para la maldición quisiera conmoverte
y sentir que a tu soplo mi aliento se evapora
y en la extinción eterna me diluyo sin rastro.
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EN LA MISMA CALLEJUELA
En la misma callejuela
la luna llama al balcón,
sólo tú, tras de las rejas,
ya no te quieres mostrar.
Florecen los mismos árboles,
cruzando el muro sus ramas,
sólo los días pasados
no pueden ya ser presentes.
Muy distinta es ya tu alma,
otros tus ojos ahora,
sólo yo sigo lo mismo,
recomenzando el camino.
Ah, por él, frágil, delgada,
avanzabas tiernamente,
viniendo suave a la sombra
de lo escondido del bosque.
Cuando apoyada en mi pecho
nada para ti existía,
decíamos muchas cosas
sin hablar una palabra.
Los besos eran respuesta
para todas las preguntas,
pues lo demás de este mundo
nada podía importarnos.
Y en la ilusión de aquel tiempo
no supe que era lo mismo
que apoyarse en una sombra
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que apoyarse en una sombra
creer en una mujer.
Tiembla el viento en tus cortinas
hoy como temblaba ayer,
¡sólo tú detrás de ellas
ya no te quieres mostrar!
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TAN FRESCA
Tan fresca, cómo me recuerdas
a la flor blanca del cerezo;
angelical entre los hombres,
en mi camino te apareces.
Apenas rozas las alfombras,
a tu paso la seda cruje,
y tu figura es tan ligera
que se diría cruza un sueño.
De los pliegues de tu ropaje
surges cual un mármol precioso.
Mi alma se prende en tus pupilas,
llenas de lágrimas y amor.
¡Oh sueño, sueño venturoso,
novia tierna de las leyendas,
no sonrías, que tu sonrisa
me muestra toda tu ternura!
Hasta qué punto tus encantos
pueden cegarme para siempre
y los murmullos de tu boca
y el estrecharme de tus brazos.
Pero, de pronto, un pensamiento
vela el fulgor de tu mirada:
es la sombra de la renuncia,
la oscuridad de los deseos.
Te vas y sé bien que mis pasos
no deben ya seguir los tuyos,
pues para siempre te he perdido,
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pues para siempre te he perdido,
¡oh novia, aliento de mi alma!
Fue mi pecado sólo verte
y nunca habré de perdonármelo.
Expiaré el sueño de luz
al tenderte inútil mis brazos.
Y así serás como una imagen
de la siempre Virgen María,
de luz la frente coronada.
¿Me dejas? ¿Cuándo volverás?
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SONETOS
Afuera está el otoño, las hojas han caído,
y el viento al cristal tira grandes gotas de agua;
y tú lees las cartas de mustios sobre viejos
y en una sola hora pasa entera tu vida.
Cuando pierdes tu tiempo en dulces pequeñeces,
quisieras que tu puerta nadie la golpeara,
pues es más deseable, cuando graniza afuera,
dormir cortos instantes soñando junto al fuego.
Así es como mis ojos pensativos contemplan,
sentado en mi sillón, un viejo cuento de hadas;
en torno mío llegan oleadas de bruma.
De pronto, oigo pasar el fru-frú de un vestido,
unos pasos ligeros tocan el suelo apenas…
Y manos finas, frescas se posan en mis ojos.
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II
Los años han pasado y otros más pasarán
desde la hora sagrada en que nos encontramos.
Yo pienso sin cesar en cuánto nos quisimos,
maravilla de ojos grandes y manos frescas.
¡Oh, regresa de nuevo! Inspírame palabras,
que otra vez tu mirada descienda sobre mí,
que bajo su reflejo me devuelva la vida
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que bajo su reflejo me devuelva la vida
y arranques nuevos cantos de mi lira otra vez.
Tú ni siquiera sabes que tu sola presencia
mi corazón confuso profundamente calma,
como la silenciosa aparición de un astro.
Y cuando yo te veo riente como un niño,
en mí se extingue entonces el dolor de vivir,
mi pupila se incendia y se alegra mi alma.
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III
Cuando hasta la voz misma del pensamiento calla,
vuelve a mí la canción de un afecto muy dulce,
y entonces yo te llamo. ¿Es que oyes mi llamada?
¿De las brumas que habitas, conseguirás librarte?
¿La intensidad nocturna la volverán serena
tus grandes ojos claros portadores de paz?
Ven desde las tinieblas de los tiempos a mí,
para que pueda verte regresar como un sueño.
Desciende suavemente… más cerca, sí, más cerca,
inclínate de nuevo sonriente en mi rostro,
muéstrame en un suspiro cómo es todo tu amor,
tócame tú los párpados con tus pestañas suaves,
hazme sentir de nuevo el temblor de tus brazos,
tú por siempre perdida, eternamente amada.
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TEMBLOR DEL BOSQUE
Temblando, reluce el lago
y se mece bajo el sol.
Yo, desde el bosque lo miro
lleno de melancolía
y escucho en la fresca calma
la alondra.
En las fuentes y arroyuelos
el agua duerme y murmura.
Allí donde el sol traspasa
las ramas hasta las ondas,
ella en las olas miedosas
se lanza.
El cuco y los mirlos cantan.
¿Quién es quien sabe escucharlos?
Las familias de los pájaros
pían entre los ramajes
y su lenguaje está lleno
de signos.
El cuco dice: —¿Y la hermana
de nuestro sueño estival?
Tan esbelta, tan querida,
con su lánguido mirar,
como un hada se aparece
a todos.
El viejo tilo ha tendido
una rama para ella.
La joven rama la prende,
en sus brazos la levanta
y las flores van lloviendo
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y las flores van lloviendo
sobre ella.
La fuente triste pregunta:
—¿En dónde está mi princesa,
sus cabellos desatados,
su rostro fijo en mi onda,
que apenas roza soñando,
con su pie?
Yo respondo: —Bosque mío,
¡no vendrá, no vendrá más!
Quedad, encinas, conmigo,
soñaremos con sus ojos,
que brillaron para mí
un verano.
¡Qué hermoso estaba el sendero
cuando empezó nuestro amor!
Era un ciento prodigioso,
que hoy ha quedado en las sombras…
¡De donde estés, vuelve para
estar solos!
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REENCUENTRO
—Bosquecito, bosquecito:
¿cómo estás, querido mío?
¡Oh, cuánto tiempo ha pasado
desde que ya no nos vemos!
Desde que me fui de ti,
cuánto mundo he recorrido.
—Ves, yo hago siempre lo mismo:
en invierno, escucho al viento
cómo me rompe las ramas,
cómo las aguas detiene,
cubre de nieve las sendas,
y hace callar las canciones.
Ves, yo hago siempre lo mismo:
en verano, escucho el canto
del sendero hacia la fuente
que ofrezco a todo el que llega
para que llene sus cántaros
y las mujeres me canten.
—Bosque de lindes tranquilas,
el tiempo pasa y regresa.
Tú, que eres tan joven, siempre
estás rejuvenecido.
—¿Qué puede valer mi tiempo
si hace siglos las estrellas
brillan encima del lago?
Me agita el viento y resueno,
y ya llueva o salga el sol,
corre lo mismo el Danubio.
Sólo el hombre es el que cambia,
errando sobre el planeta.
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errando sobre el planeta.
Nosotros seguimos firmes
y como fuimos seremos:
el mar con todos sus ríos,
el mundo con los desiertos,
la luna y el alto sol,
los bosques con las fontanas.
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SEPARACIÓN
¿Pedirte yo un recuerdo para que no te olvide?
Sólo a ti te quisiera, mas no te perteneces;
ni esa flor ya sin vida entre tu pelo rubio,
pues que sólo deseo que me eches al olvido.
¿De qué sirve sentir la dicha ya apagada,
que no se extingue y sigue igual eternamente?
El mismo río canta con diferentes ondas:
¿de qué puede servir la persistente pena
si a través de este mundo está escrito pasamos
cual sueño de una sombra y sombra de un ensueño?
¿Para qué preocuparte de mí más adelante?
¿Por qué contar los años que vuelan con los muertos?
Lo mismo da que muera hoy día que mañana,
ya que borrar deseo el rastro de mi paso,
ya que quiero que olvides nuestro sueño feliz.
No vuelvas, vida mía, a los años pasados,
en una sombra negra queda desvanecida,
como si jamás juntos hubiésemos estado,
como si aquellos años de amor se vaciasen.
¿De tanto haberte amado me podrás perdonar?
Déjame entre extranjeros la cara contra el muro,
que en mis ojos se hiele la luz de mis pupilas,
y así, cuando este barro a la tierra retorne,
¿quién sabrá ya quién soy, quién ya de dónde vengo?
Y mis lamentaciones, atravesando el muro,
pedirán para mí el eterno reposo.
Sólo desearía que alguien cerca de mí
pronunciase tu nombre sobre mis ojos ciegos,
y después —si así quieren— que me echen al camino…
Más dicha yo tendré que la que tengo ahora.
Del horizonte llega la bandada de cuervos,
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Del horizonte llega la bandada de cuervos,
oscureciendo el cielo sobre mis turbios ojos;
que la tormenta estalle sobre el haz de la tierra,
mi barro al polvo vuelva, mi corazón, al viento…
Pero tú sigue en flor como luna de abril,
con tus ojos violeta, tu sonrisa de niña,
pues aunque seas joven siempre lo serás más,
pero no me recuerdes, pues de mí yo me olvido.
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¡OH, MADRE!…
¡Oh, madre, dulce madre, del fondo de los tiempos
siento que entre el murmullo de las hojas me llamas!
Sobre la cripta negra de la sagrada tumba,
se deshoja la acacia al soplo del otoño
y sus ramas agita, tu voz acompañando…
Ellas se mecerán y tú dormirás siempre.
Cuando muera, querida, no llores a mi lado;
pero al sagrado tilo arráncale una rama,
ponía en mi cabecera y entiérrala conmigo
y que sobre ella corra el llanto de tus ojos;
un día llegará a dar sombra a mi tumba…
La sombra crecerá y yo dormiré siempre.
Y si acaso ocurriese que muriéramos juntos,
que no nos lleven nunca al triste cementerio,
que caven nuestra tumba al borde de un arroyo,
que nos coloquen juntos en un mismo ataúd;
así te quedarás apoyada en mi hombro…
Siempre llorará el agua y dormiremos siempre.
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CARTA I
Cuando con cansados párpados soplo la vela en la noche,
sólo el reloj sigue andando por el sendero del tiempo.
Si descorro la cortina, deslizándose en mi cuarto,
la luna tiende en redondo su ardiente llama celeste,
surgiendo la eternidad en el recuerdo nocturno,
eternidad de dolores que sentimos como en sueños.
Tú, luna, reina del mar, en el alto firmamento
el sufrimiento apaciguas, dando vida a las ideas.
¡Miles de desiertos brillan en tus luces virginales!
¡Cuántos bosques en la umbría ocultan sus fuentes claras!
¡Sobre cuántos oleajes tu dominación se extiende
cuando planeas encima de la soledad del mar!
¡Cuántas riberas floridas, cuántas villas y palacios
bajo tus encantamientos para ti sólo relucen!
¡Y en cuántas casas distantes los cristales has cruzado,
contemplando pensativa las frentes meditabundas!
Ves a un rey que el orbe cubre con sus planes ambiciosos
mientras que al día siguiente sólo ves pensar a un pobre…
Aunque de rangos distintos, salen de una misma urna,
por tu luz y por el genio de la muerte dominados;
siendo iguales sus pasiones, igualmente son esclavos,
ya sean genios o imbéciles, débiles o poderosos.
Uno vive ante el espejo, rizándose los cabellos,
y el otro busca en el tiempo y en el mundo la verdad.
En amarillos papeles él recoge las migajas,
anotando en las tablillas nombres que se lleva el viento.
Hay otro que repartiendo el mundo sobre su mesa,
calcula cuánto oro el mar transporta en sus negros barcos.
En algún sitio, un maestro viejo, los codos raídos,
en un cálculo sin fin cuenta y recuenta, abrochándose
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sobre el pecho los botones de su harapienta levita,
hundiendo hasta sus orejas su pobre gorro de lana.
Aunque es tan seco, tan débil, tan frágil y tan curvado,
el universo infinito guarda en la punta del dedo
y el porvenir y el pasado se hacen verdad en su frente.
La profunda noche eterna la resuelve por etapas:
como el Atlas mitológico llevaba a su espalda el cielo,
él así sostiene el mundo y lo eterno en una cifra.
Mientras la luz de la luna cae sobre los viejos códices,
él trae a su pensamiento todos los siglos pasados.
Al principio era la nada, no había ser ni no ser,
todo privado de vida, privado de voluntad,
cuando nada se escondía, aunque todo fuese oculto…
cuando dentro de sí mismo dormía lo impenetrado.
¿Qué hubo entonces? ¿Un abismo? ¿Una vasta extensión de agua?
No había mundo ni espíritu para poder comprenderlo,
porque era la oscuridad como un mar sin ningún rayo
ni había nada que ver ni ojos que pudieran verlo.
Las sombras de lo increado aún no abrían su misterio.
¡Pacificada en sí misma, reinaba la eterna paz…!
De pronto, un punto se mueve… Es el primero, es el único. Helo
aquí:
ha hecho del caos su madre y él es el Padre primero…
Ese punto en movimiento es más débil que la espuma,
él es el dueño absoluto de los confines del mundo…
desde que la eterna niebla en jirones se desgarra,
desde que nacen el mundo, el sol, la luna, los vientos…
Desde entonces hasta ahora, islas de mundos perdidos
surgen en los tersos valles por los senderos del caos,
brotando en el infinito en enjambres luminosos,
atraídos a la vida por el deseo sin límites.
Y en ese vasto universo, nosotros, hijos del mundo,
construimos en la tierra nuestros pobres hormigueros.
Microscópicos países, reyes, soldados, letrados
forman las generaciones, creyéndose extraordinarios.
Moscas de un día en un orbe tan mínimo, tan pequeño,
en la inmensidad giramos, olvidando totalmente
que nuestro planeta es sólo un instante suspendido,
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que en su alrededor habitan solamente las tinieblas.
Como una mota de polvo baila en un rayo de sol
con otras miles y cesa cuando el destello se apaga,
así en la noche profunda, noche de la eternidad,
es sólo nuestro el instante mientras ese rayo dure…
Cuando se extinga, caerá la muerte entre las tinieblas,
pues el sueño de la nada es nuestro mundo quimérico.
Hoy el pensador no cesa un punto su pensamiento
que lo lleva en un instante a los milenios futuros.
El sol, siempre tan hermoso, lo ve enrojecido y triste,
como llaga que se cierra entre las nubes sombrías.
Los planetas van helándose y, rebeldes, se han lanzado,
rotos los frenos del sol, a través del firmamento,
y la bóveda celeste se ensombrece en los confines
y las estrellas se mueren como las hojas de otoño.
El tiempo alarga su cuerpo y se vuelve eternidad.
Ya nada, nada sucede en la inmensidad desierta,
todo se derrumba y calla en la noche del no ser,
la Nada, al fin satisfecha, reposa en la eterna paz…
Partiendo de la más ínfima base de la especie humana
y subiendo hacia lo alto hasta las frentes reales,
del enigma de sus vidas los vemos obsesionados,
sin que podamos decir cuál es menos venturoso.
Un solo ser nos habita, una cosa vive en todas,
sobre los otros se alza aquel que elevarse puede,
mientras el resto en la sombra se queda y el corazón
se pierde, humilde, en secreto, como la espuma sin nombre.
¿Qué suerte ciega dirá lo que quieren, lo que piensan?
Como en las olas, el viento pasa por la vida humana.
Lo alaben los escritores, el mundo lo reconozca,
¿qué ganaría con ello el viejo y sabio maestro?
La inmortalidad, dirán. La verdad es que ha vivido
como la yedra a los árboles, atado sólo a una idea.
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«Si yo muero —se dirá—, mi nombre será llevado
de boca en boca, y los siglos lo entregarán aún más lejos,
por siempre, hacia todas partes, hallando seguro asilo
lo que escribí y lo que dije, en los cerebros mejores».
¡Oh desgraciado!, ¿recuerdas lo que has Oído en el mundo,
lo que ha pasado ante ti, lo que tú mismo dijiste?
Muy poco. De aquí y de allá queda un fragmento, una imagen,
la sombra de un pensamiento, un pedazo de papel;
y cuando tu propia vida ni tú mismo la conoces,
¿van otros a fatigarse para saber cómo era?
Puede que dentro de un siglo, algún pedante se siente,
y con sus ojos verduzcos, repasando libros viejos,
en la balanza coloque lo ático de tu lenguaje
mientras sopla en el cristal de sus lentes empolvados
por tus libros, comentándote apenas en el final
de una nota sin sentido en una página tonta.
Se puede crear el mundo, se le puede destruir…
Es igual. En cada cosa, una palada de tierra.
La mano que tuvo el cetro de las ideas mejores,
conquistando el universo, entre cuatro tablas cabe…
A tus acequias irán en fúnebre comitiva
bellas como una ironía de mirada indiferente…
Sólo un aborto cualquiera hablará de todo esto,
no buscando el alabarte… dándose lustre a sí mismo
a la sombra de tu nombre. Nada más, eso te aguarda.
Nada más. Es todavía la posteridad muy justa.
Si a tus méritos no llegan, ¿cómo podrán admirarte?
Puede que aplaudan las cosas más pequeñas de tu vida,
ensayando demostrar que fuiste apenas un hombre
vulgar como ellos lo han sido… quedándose satisfechos
de ser iguales que tú. Y las narices imbéciles
las inflará cada uno en las reuniones sabias
cuando oigan hablar de ti. Pero está sobreentendido
que una mueca despectiva acompañe la alabanza.
Caído entre cualquier mano, se te falsificará,
encontrando malo todo lo que a comprender no llegan…
En cambio, se esforzarán por descubrir en tu vida
un sinnúmero de manchas, escándalos y maldades.
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Esto te aproxima a ellos y no la luz que en el mundo
derramaste, sino todos los pecados y las faltas,
la pereza y la fatiga, cuantos males van ligados
de una manera fatal sólo a un puñado de tierra.
Estas pequeñas miserias de un ánima atormentada
les placerán mucho más que todo lo que has pensado.
Entre los muros y árboles que desparraman sus flores,
¡cómo el plenilunio extiende su tranquilo resplandor
y en la noche del recuerdo hace brotar los deseos!
Su dolor está calmado, la vemos como en un sueño,
dentro de nosotros abre de par en par una puerta
y crea miles de sombras la lámpara que se apaga…
Los desiertos se iluminan bajo tu luz virginal
¡y cuántos bosques ocultan en la oscuridad las risas!
¡Sobre cuántos miles de olas tu dominación extiendes,
cuando planeas encima de la soledad del mar
y a todos los sometidos en el mundo a su destino
por igual tu luz y el genio de la muerte los domina!
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CARTA II
¿Me preguntas por qué queda mi pluma hundida en la tinta?
¿Por qué el ritmo no me saca de las otras tentaciones?
¿Por qué duermen apilados en las jóvenes cuartillas
los yambos y los troqueos y los saltadores dáctilos?
Si conocieras mi vida y los embates que sufre,
verías cuántas razones hay para romper mi pluma,
porque te pregunto: ¿sabes tú para qué serviría
el combatir por la forma nueva de una lengua antigua?
Los sentimientos secretos que dormitan en tu arpa
¿vas a dar en mercancía como couplets de teatro?
Cuando para contenerlos buscas sediento una forma,
¿vas, como lo quiere el mundo, a escribir cualquier historia?
Mas tú puedes contestarme que es bueno que el mundo sepa
mi nombre y en bellos versos se abra camino a la luz
para atraer de este modo la atención de los ilustres;
que yo a las damas mis versos, por ejemplo, les dedique
y que el asco de mi alma lo apague con mi razón.
Querido mío, esa senda se recorrió ya hace tiempo;
en nuestro siglo tenemos de esos curiosos poetas
que buscan acumular fortuna con sus poemas,
ofreciéndolo tan sólo a damas y poderosos,
siendo héroes de café y figuras de salón;
y encontrando que las sendas de la vida son estrechas,
ensayan el recorrerlas protegidos por las faldas,
dedicándoles los libros a las damas por si acaso
el marido, ya ministro, les ofrece una carrera.
¿Por qué no quieres el nombre, la gloria del escritor?
¿Es que puede ser la gloria el hablar en un desierto?
Hoy, que son todos los hombres esclavos de sus pasiones,
la gloria es sólo ilusión que unos millares de tontos
a su ídolo consagran, haciendo grande a un enano,
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a su ídolo consagran, haciendo grande a un enano,
pompa vana de jabón de un siglo que nada vale.
¿Tendré que afinar mi lira para cantar el amor,
cadena que fraternal une a dos o tres amantes?
¿Templar la cuerda sensible pata aumentar de buen grado
el coro de la opereta que Menelao dirige?
Hoy la mujer, como el mundo, a veces es una escuela
que sólo da vanidad, dolor y envilecimiento.
Estas sabias academias del hada Venus frecuentan
gentes cada vez más jóvenes y reciben en sus clases
alumnos adolescentes, inexpertos, engañados,
hasta que toda la escuela es sólo un montón de ruinas.
¿Aún piensas —¡ay!— en los años cuando soñábamos juntos,
escuchando a los maestros zurcir el traje del tiempo,
aplicados en sacar de los libros los cadáveres
de momentos y en jirones hallar la sabiduría?
Eran sus dulces murmullos una fuente de horum-harum,
donde nos adormecíamos nervum rerum gerendarum.
Con celo, girar hacían la rueda del intelecto
en nosotros, al mostrarnos un planeta, un rey de Egipto.
Creo aún ver al astrónomo inmóvil en las tinieblas,
haciendo, como por magia, salir los mundos del caos
y la negra eternidad explicando y enseñándonos
que las épocas se enhebran como perlas en un hilo.
Entonces, en mi cabeza, cual un molino giraba
el mundo y yo lo sentía girar, como Galileo.
Aturdido de planetas, de lenguas muertas, de polvo,
confundía a mi maestro con un rey apolillado,
y viendo las telarañas de los techos y pilares,
la voz de Ramsés oía, soñando en sus ojos pálidos.
Al margen de los cuadernos, versos dulzones rimábamos
en honor de una salvaje y sonrosada Clotilde.
Ante mí todo flotaba y con el tiempo mezclados
iba un animal doméstico, iban un astro y un rey.
El rasguear de las plumas daba encanto a esta quietud.
Yo veía olas de trigo, los linares ondular,
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y mi cabeza en el banco caía en el infinito.
Cuando llamaban, sabía que Ramsés ya estaba muerto.
Este mundo de reflejos era real para nosotros,
y al contrario, el verdadero nos parecía imposible.
Es hoy cuando ya sabemos qué árida y dura es la ruta
que le puede convenir a un honesto corazón;
en cuanto a soñar con este vulgar mundo es peligroso,
pues estás, si te ilusionas, en ridículo y perdido.
Por eso, a partir de hoy, concluye ya de pedirme
por qué el ritmo no me aparta de las otras tentaciones,
por qué duermen apilados en las jóvenes cuartillas
los yambos y los troqueos y los saltadores dáctilos…
Si yo siguiese escribiendo versos, temo que los hombres
no terminen, por azar, cubriéndome de alabanzas.
Si yo soporto tranquilo y sonriente su odio,
sus alabanzas, en cambio, me llenarían de pena.
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CARTA III
Un sultán de esos que reinan sobre una tribu de nómadas,
de las que cambian de patria al paso de sus rebaños,
dormía sobre la tierra con la mano por almohada,
los ojos cerrados fuera, pero por dentro despiertos.
Ve a la luna deslizándose bajar desde el alto cielo
y acercársele mudada en una grácil doncella.
Creyendo que es primavera, el sendero ha florecido.
Sus ojos llena la sombra de los dolores ocultos,
ante su belleza tiemblan y se estremecen los bosques
y sus ondas transparentes rizan las aguas tranquilas.
De diamante, un fino polvo desciende como una niebla.
Sobre la naturaleza la doncella resplandece
y en el prodigioso encanto son música los murmullos
mientras suben a los cielos los nocturnos arco iris…
Ella junto al rey se sienta, dándole su fina mano,
y su cabellera negra se extiende en ondas sedosas:
—«Deja que mi vida ligue a la tuya… Ven a mí
y apagarás mi dolor juntándolo con el tuyo…
En el libro de la vida han escrito las estrellas
que sea tu soberana y tú el señor de mi vida».
Y mientras la está mirando el sultán, se desvanece…
sintiendo cómo le brota de su corazón un árbol.
Árbol que crece de súbito como si pasaran siglos,
que sus ramajes extiende sobre el mundo, sobre el mar;
su sombra gigante abarca basta el fin del horizonte,
quedándose bajo ella el universo en penumbra.
Ve hacia los cuatro confines las cadenas de montañas,
el Atlas, el Tauro, el Cáucaso y los antiguos Balcanes;
ve el Éufrates y el Tigris, el Nilo, el viejo Danubio.
El árbol majestuoso todas las cosas domina:
La Europa, el Asia y el África con sus inmensos desiertos,
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las naves negras que van por el curso de los ríos
las olas verdes de espigas ondeando sobre el campo,
los litorales del mar y los puertos de la orilla,
todo está fijo en sus ojos como un inmenso tapiz.
Ve nación junto a nación, los pueblos junto a los pueblos;
una bruma blanquecina los cubre, y él adivina
que un imperio surgirá a la sombra de aquel árbol.
Los buitres que andan volando no conseguirán sus ramas.
Un gran viento de victoria se levanta poco a poco
y sus ráfagas golpean el follaje resonante.
Gritos de Alah hacia lo alto estallan entre las nubes,
igual que un mar agitado el tumulto se agiganta,
los aullidos del combate se persiguen uno a otro,
el viento dobla las hojas puntiagudas cimbreándolas
y sobre la nueva Roma se inclinan hasta la tierra.
El Sultán estremecido se despierta… y en el cielo
ve la luna planeando la comarca de Eski-Cheir
y tristemente contempla la casa del Cheik Edébali.
Tras la reja de un balcón una niña le sonríe,
esbelta y flexible como una rama de avellano.
Es la bella hija de Cheik, es la hermosa Malkatón.
Entonces ve que su sueño se lo ha enviado el profeta,
ve que se elevó un instante hasta el cielo de Mahoma,
que de su amor terrenal le nacerá un vasto imperio,
cuyos límites y años sólo el cielo los conoce.
Ya su sueño se realiza y como un buitre se extiende.
Año tras año su imperio más se engrandece y ensancha
y año tras año su verde estandarte más se eleva.
Pasan las generaciones, pasan también los sultanes,
y de país a país le abren caminos de gloria
hasta que llega al Danubio Bayaceto, el invencible…
A una señal, las dos costas se unen navío a navío
y al son de los añafiles todo el ejército pasa.
Los spahis y los genízaros, hijos dilectos de Alah,
tan innumerables son que ennegrecen la llanura
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de Rovina[2] como enjambres y allí las tiendas levantan…
Sólo a lo lejos resuenan los troncos de las encinas.
He aquí que un mensajero llega con bandera blanca
y Bayaceto lo mira, preguntando con desprecio:
—«¿Qué quieres?»
—«La paz queremos, y si eso no te disgusta,
nuestro príncipe hablaría al emperador glorioso».
A una señal, abren paso, y a la tienda se aproxima
un viejo, simple en el habla y más simple en sus vestidos.
—«Mirtscha, ¿eres, tú?»[3]
—«¡Majestad!»
—«Vine a que te sometieras,
por no tornar tu corona en una rama de espinas».
—«Sea cual fuere su idea, emperador, he venido,
mientras estemos en paz, a darte la bienvenida.
En cuanto a la sumisión, Señor, has de perdonamos,
ya nos quieras castigar mandándonos tus ejércitos
o ya quieras desistir, volviendo sobre tus pasos,
dándonos un testimonio de la bondad de tu alma…
Sea lo uno o lo otro, lo que está escrito está escrito.
Con valor soportaremos igual la paz que la guerra».
—«¿Cómo? Cuando el ancho mundo se abre delante de mí,
¿piensas tú que admitiré que ante el Imperio Otomano
un guijarro se coloque? ¿Sueñas, viejo, en detenerme?
Toda la más fina flor ilustre del Occidente,
los reyes y emperadores que responden a la cruz
se unieron para impedir el huracán de Mahoma.
Vistieron sus armaduras los caballeros de Malta,
el Papa, las tres coronas superpuestas en su frente,
reunió todos sus rayos contra este rayo que abraza
con rabia tempestuosa toda la mar y la tierra.
Sólo con hacer un gesto, sólo un signo de la mano
bastó para que los pueblos de Occidente se moviesen.
Por el triunfo de la cruz se unieron en oleadas
levantadas de los bosques y el fondo de los desiertos.
Rompiendo la paz profunda, los fundamentos del mundo,
con sus millares de escudos oscureciendo los cielos,
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espantosas se movían selvas de lanzas y espadas.
¡Hasta el mar se echó a temblar del número de sus barcos!
Tú has contemplado en Nicópoli cuántas mesnadas se unieron
para ante mí levantar su muralla impenetrable.
Cuando vi su multitud junta como hojas y hierba,
lleno de salvaje cólera murmuré para mi barba:
juro que andaré sobre ellos sin que nada me preocupe
para darle a mi caballo avena en su altar de Roma…
¿Y contra esa tempestad lucharás con un bastón?
¿Y en medio de mis victorias me hará tropezar un viejo?»
—«Sí, emperador, es un viejo, pero este viejo que ves
no es un hombre, que es el príncipe del país de los rumanos.
Yo tampoco te deseo que llegues a conocemos
ni que el Danubio se trague tus armadas en su espuma.
En el curso de los tiempos muchos llegaron; Darío,
hijo de Hystaspes, llegó, según cuentan las leyendas.
Muchos echaron sus puentes sobre el agua del Danubio,
haciendo pasar sobre ellos sus hordas innumerables.
Aquí los emperadores del universo vinieron,
faltos de suelo, a pedir un poco de tierra y agua.
Y sin querer alabarme ni provocar tu terror,
en cuanto llegaron fueron tierra y agua solamente.
¿Tú te has enorgullecido en tu marcha de huracán
de haber rasgado las cotas de emperadores y pares?
¿Te alabas de que Occidente trató de parar tu marcha?
Pero ¿qué es lo que llevaba a Occidente a este combate?
Ellos arrancar querían los laureles de tu frente,
por el triunfo de su fe luchó cada caballero.
Yo defiendo mi pobreza, la existencia de mi pueblo,
por eso cuanto se mueve en mi país, río, rama,
es mi amigo, mientras tú sólo su enemigo eres.
Te odiarán todas las cosas, nunca estarás prevenido;
ejércitos no tenemos, ¡pero el amor a la patria
es un muro que no tiembla, Bayaceto, ante tu nombre!»
Y apenas partió el anciano… ¡Qué temblor, qué agitación!
El bosque yerve del ruido de las armas y las trompas,
y, al oreo de él, millares de cabelleras hirsutas,
millares de cascos surgen de la sombra tenebrosa.
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Jinetes llenan los campos, y a una señal respondiendo,
les hincan a sus caballos sus estribos de madera.
Los cascos salvajes labran la superficie del mundo,
brillan las lanzas al sol, los arcos tienden al viento,
e igual que nubes de acero, crujiendo como granizo,
ocultando el horizonte, llegan silbando las flechas,
tempestuosas, cayendo como lluvia resonante…
Todo el campo de batalla no es más que aullidos y gritos,
en vano el emperador como un león va rugiendo,
pues la sombra de la muerte se extiende siempre más larga;
en vano alza su estandarte verde sobre sus ejércitos,
porque en sus círculos va rodeándolos la muerte,
porque sus filas clarean y fatigadas vacilan.
Los Assabes caen en grupos esparcidos por el llano,
los infantes, de rodillas; los caballos, derribados;
y las flechas silbadoras como oleadas de lluvia
los golpean en la cara y en la espalda, entumeciéndolos,
llegando a creer que el cielo en la tierra se derrumba.
Mirtscha mismo es quien dirige esta tormenta espantosa,
él es quien anda, quien anda y todo lo pisotea.
Como muralla de lanzas, haciendo temblar el suelo,
los caballeros penetran entre las tropas infieles.
Dispersadas, se separan las filas del enemigo;
los vencedores galopan, agitando sus banderas,
como un diluvio mortal, como un mar tempestuoso.
En una hora el infiel fue dispersado a los vientos
por esta lluvia de acero que lo empuja hacia el Danubio.
Tras él, orgulloso, avanza el ejército rumano.
Ya está el sol en su declive, ya los guerreros acampan,
mirándolo coronar con un limbo de victoria
los montes de su país. Un rayo petrificado
del sol marca la bordura de los montes del poniente,
hasta que los astros surgen uno a uno en el sinfín
y la luna sube, trémula, de la bruma de los bosques.
Reina del mar y la noche, expande sueño y reposo.
Junto a su tienda está uno de los hijos del Gran Príncipe,
sonriéndole a un recuerdo, mientras escribe una carta
para enviarla a su amiga más allá del río Argesh[4]:
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«Desde el valle de Runé,
Princesa, a ti te decimos,
no por voz más sí por carta,
puesto que estás tan lejana:
Mucho, mucho te rogamos
mandes por un mensajero
las maravillas del valle,
el bosque espeso y sus claros,
los ojos y sus pestañas;
que yo te mandaré a ti
las maravillas que encuentre:
la mesnada y sus banderas,
el bosque con sus ramajes,
el casco con alto airón,
los ojos y sus pestañas.
Y te digo que estoy salvo,
y, dando gracias a Cristo,
te envío, Princesa, un beso».
Tales épocas abrieron los cronistas y rapsodas.
Saltimbanquis y bufones invadieron nuestro siglo,
pero yo siempre busqué los héroes de las leyendas.
Con mi lira soñadora y a los sones de las flautas,
¿puedo ir al encuentro de los patriotas que vinieron
luego? ¡Delante de éstos, ocúltate, Apolo, escóndete!
¡Oh héroes que en el pasado glorioso en sombra quedasteis,
otra vez estáis en boga y de los libros os sacan!
Vistiendo su nulidad, todos los tontos os citan,
mezclando los siglos de oro al fango vil de su prosa.
¡Quedad en la sombra santa; Besarabos, Muchatines,
fundadores del país, donadores de sus leyes,
que nuestra tierra ensanchasteis con la espada y el arado,
desde los montes al mar, llegando al Danubio azul!
¿El presente será menos? ¿No me dará lo que pido?
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¿No encontraré entre los nuestros algún joyel deslumbrante?
¿O es que estamos en Sybaris, templo de frivolidad?
¿No vemos nacer las glorias en las calles y el café?
¿No hay hombres que blanden hoy las lanzas de la retórica?
A los aplausos groseros de la plebe callejera,
de los muchos charlatanes y de los equilibristas,
máscaras tan renombradas del arte de la mentira,
¿no nos habla el liberal de la patria y la virtud
como si su vida fuera tan pura como el cristal?
Apenas tiene delante la columna de un café,
él mismo se echa a reír de las palabras que dice.
Más lejos, la fealdad, sin alma y sin pensamiento,
está, la vista turbada y las hinchadas mejillas.
Negro, ávido, jorobado, fuente de torpes engaños,
a sus compañeros dice frases llenas de veneno.
Todos llevan en la boca la virtud, dentro el engaño.
Quintaesencia de miserias de los pies a la cabeza.
Y para reconocer a sus correligionarios,
el monstruo de ojos de sapo mira fuera de sus órbitas…
¡Y entre estas gentes hoy busca mi pueblo representantes!
Hombres dignos de vivir en una casa de locos
y con camisas de fuerza, sobre la frente el birrete,
legislando para todos y cargándonos de impuestos.
¡Tan patriotas! Fundadores de instituciones en donde
yerve la depravación en palabras y ademanes,
con la devoción del zorro se arrodillan en la iglesia
y aplauden con frenesí las burlas, cantos y juegos…
Y después en el Consejo del País todos se unen
para admirar a los búlgaros de anchas nucas y a los griegos
de nariz fina. ¡Pretenden estas gentes ser romanas,
y la tribu greco-búlgara, descendiente de Trajano!
¡Esta espuma venenosa, esta plebe, esta basura
ha llegado a ser la dueña del país y de nosotros!
Lo que es locura y aborto en las vecinas naciones,
lo que lleva ya la mancha que marca la podredumbre,
lo que es perfidia, avaricia, los ilotas, los phanar[5]
se han deslizado hasta aquí, siendo ellos los patriotas,
de modo que los tramposos, los tartamudos e imbéciles
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del labio torcido ¡son los dueños de este país!
¿Vosotros, nietos de Roma? ¡Afeminados, perversos!
¡La humanidad se avergüenza de denominaros hombres!
Pero esta hez de la tierra y todas sus criaturas
no se avergüenzan llevando en sus imbéciles bocas
la gloria de nuestra patria sólo por escarnecerla.
¡Y hasta pronunciar tu nombre se atreven, oh país mío!
En París, en los tugurios del cinismo y de la holganza,
con sus mujeres perdidas y en sus orgías obscenas,
vais dejando la fortuna, la juventud en el juego.
¿Qué le disteis a Occidente si dentro no tenéis nada?
Después, al volver, trajisteis un frasquito de pomada,
un monóculo en el ojo y por arma un bastoncillo.
Prematuramente ajados, mas con cerebro de niño,
guardando en vuestra memoria por ciencia un vals de Mabille
y por fortuna tan sólo un chapín de cortesana…
¡Oh, cuánto te admiro yo, romana progenitura!
Y ahora mi rostro escéptico con espanto estáis mirando,
¿y os asombráis de que nadie crea ya vuestra mentira,
si todos los que se adornan con frases grandilocuentes
sólo persiguen riquezas y ganancias sin esfuerzo?
Hoy que la frase pulida no sirve para engañarnos,
son los otros quienes quedan en falta, ¿verdad, señores?
Bien os desenmascarasteis al desgarrar mi país,
bien os cubristeis de oprobio abofeteando al pueblo,
demasiado os burlasteis de nuestra lengua y costumbres
para no deciros claro lo que sois: ¡Unos infames!
¡Sí, ganancias sin trabajo, he ahí vuestro deseo!
¿La virtud? Una sandez. ¿El genio? Una desventura.
Dejad a nuestros abuelos dormir en el polvo augusto
de sus crónicas, dejadles que desde el pasado os miren
con ironía, y tú, Tzepesch[6], ven, Señor, a dividirlos
en dos bandos, frente a frente: los idiotas, los cobardes,
y júntalos a la fuerza en dos inmensas prisiones
y en sus celdas y mazmorras préndeles a todos fuego.
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HYPERIÓN
Hubo una vez como en los cuentos,
cosa que no pasó,
hija de padres imperiales,
una hermosa doncella.
Con ellos siempre estaba sola,
altiva para todo,
como una Virgen entre santos,
la luna entre luceros.
De lo sombrío de las bóvedas
sus pasos encamina
a la ventana, desde donde
ve que Hyperión la espera.
Mira a lo lejos cómo él
sobre el mar surge y brilla,
cómo en las rutas agitadas
rige los negros barcos.
Y lo ve hoy, lo ve mañana,
y empieza a desearlo;
y al contemplarla tantos días,
él también se enamora.
Como en sus codos se apoyaba
para soñar, sus sienes,
el corazón y toda el alma
se los llena el deseo.
Y él se encandila vivamente
cada noche, mirando
la sombra negra del castillo,
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la sombra negra del castillo,
cuando aparece ella.
Y paso a paso por sus huellas
resbala hasta su alcoba,
entretejiendo con su fría
luz una red de llamas.
Cuando la niña va a dormirse
y en su cama se tiende,
le alza sus manos y con ellas
le cierra las pestañas.
Luego, mirándose al espejo,
la luz vierte en su cuerpo
y por sus ojos que palpitan
en su doblado rostro.
Y ella lo mira sonriendo,
y en el espejo él tiembla,
porque la sigue en sueños para
ser dueño de su alma.
Y ella, dormida, le susurra,
suspirando hondamente:
—«¡Oh, dulce sueño de mi noche!
¿por qué no vienes? ¡Llega!
Desciende ya, dulce lucero,
desciende sobre un rayo,
entra en mi ser, en mi morada,
e ilumina mi vida».
Y él la escuchaba tembloroso,
más ciego todavía,
y como un rayo al fin se arroja
en las simas del mar.
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Y sobre el agua en que cayó
se abrieron grandes círculos,
y de las simas ignoradas
surgió un valiente joven.
Como quien solo abre una puerta,
franqueó la ventana;
lleva en su mano una cayada
coronada de juncos.
Parecería un joven príncipe
con los cabellos de oro,
con un sudario malva atado
en un hombro desnudo,
y con su rostro transparente
y blanco cual la cera,
un muerto hermoso de ojos vivos,
que relampagueaban.
—«De mis esferas, respondiendo
a tu llamada, acudo.
Por padre tengo el ancho cielo,
por madre el mar azul.
Para llegar hasta tu alcoba
y verte más de cerca,
serenamente he descendido,
yo que nací en las ondas.
¡Oh, vente, ven! Mi más amada,
abandona tu mundo;
yo soy el astro de la altura,
ven para ser mi esposa.
Allí, en palacios de coral
por siglos viviremos,
y todo el mundo en el océano
se someterá a ti».
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—«¡Oh, tú eres bello, como en sueños
puede ser sólo un ángel,
mas por la senda que me ofreces,
nunca jamás iría!
Extraña soy a tus vestidos
y lengua. Estás sin vida,
porque yo vivo, tú estás muerto
y tus ojos me hielan».
Y pasó un día, y al tercero,
cayó otra vez la noche.
El astro ardía sobre ella
con sus serenos rayos.
Durante el sueño, la muchacha
lo recordó, y de nuevo
su corazón sintió atraído
por el dueño del mar.
—«Desciende a mí, dulce lucero,
desciende sobre un rayo,
entra en mi ser, en mi morada,
e ilumina mi vida».
Como él la oyera allá en el cielo,
se apagaba de pena,
y todo el cielo giró entonces
allí donde él moría.
Y desde el aire, llamas rojas
cayeron sobre el mundo,
y un fiero rostro apareció
en los valles del caos.
Sobre su negra cabellera,
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la corona arde en llamas,
iba nadando en la verdad,
en ígneo sol bañado.
Un velo negro se extendía
por sus brazos marmóreos;
venía triste y pensativo
y su rostro era pálido.
Pero sus bellos ojos negros
brillaban hondamente,
cual dos pasiones no cumplidas
y cargados de noche.
—«De mis esferas, contestando
a tu llamada, vuelvo.
Por padre tengo el ancho cielo,
por madre el mar azul.
¡Oh, ven a mí, dulce tesoro,
abandona tu mundo;
yo soy el astro de la altura,
ven para ser mi esposa!
Pondré en tu rubia cabellera
coronas de luceros.
Sobre mi cielo al fin levántate,
tú, la más alta estrella».
—«¡Oh, tú eres bello, como en sueños
puede ser sólo un dios,
mas por la senda que me ofreces,
nunca jamás iría!
Las finas cuerdas de mi pecho
por tu amor me lastiman,
tus grandes ojos me hacen daño
y tu mirar me quema».
—«¿Mas cómo quieres que a ti baje?
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¿No entiendes que yo siempre
seré inmortal, y que tú, en cambio,
morirás algún día?»
—«Buscar no quiero mis palabras,
ni comenzar sabría.
Mas por muy claro que me hables,
no puedo comprenderte.
Si al fin tú quieres que te crea
y anhelas que te ame,
baja a la tierra para ser
mortal como yo soy».
—«Me pides mi inmortalidad
sólo a cambio de un beso.
Pero no olvides nunca cuánto
te adoro yo también.
Nacer podría del pecado,
sometido a otra ley.
La eternidad, ay, me aprisiona,
pediré ser absuelto».
Y parte, parte… Ya ha partido.
Por amor a una niña,
dejó su sitio en las alturas,
muriendo muchos días.
En aquel tiempo, Catalín,
un paje enredador,
que en los banquetes a los huéspedes
el vino les servía,
un mentiroso que en la Corte
lleva el manto a la Reina,
un diabólico bastardo,
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pero de ojos audaces,
con las mejillas, oh Dios mío,
como dos flores rojas,
se deslizó para espiar
a la linda muchacha.
¡Oh, qué hermosísima se ha vuelto,
.por Dios, y qué soberbia!
¡Bien, Catalín, llegó la hora
de probar tu fortuna!
Y la abrazó rápidamente,
al pasar, en lo oscuro.
—«¿Qué es lo que quieres, Catalín?
¡Anda a tus cosas! ¡Déjame!»
—«¿Qué es lo que quiero? No encontrarte
siempre tan pensativa,
que te sonrías y me entregues,
por una vez, tus labios».
—«No entiendo bien lo que me pides,
déjame ya en paz. ¡Huye!
¡Oh, por el astro de los cielos,
siento un ansia mortal!»
—«Por si lo ignoras, poco a poco
te enseñaré el amor,
pero muy dulce y lentamente
y sin causarte enojo.
Cual cazador que el lazo tiende
en el bosque a los pájaros,
cuando yo extienda el brazo izquierdo,
tú, con el tuyo, estréchame.
Y haz que tus ojos permanezcan
quietos bajo los míos…
Si yo te prendo de los brazos,
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álzate de puntillas;
y si hacia ti bajo mi rostro,
levanta hacia mí el tuyo,
y así, sedientos, contemplémonos
hasta el fin de la vida.
Y para hacerte conocer
claramente el amor,
cuando en tus labios ponga un beso,
bésame tú también».
Y ella escuchó a este adolescente
sin atención alguna,
mas con vergüenza y gracia finge
no querer lo que quiere.
Y quedamente dice al paje:
«Yo ya te conocía,
gran charlatán, desde pequeño;
tú y yo nos parecemos…
Mas hay un astro, que saliendo
del mundo del olvido,
un horizonte interminable
abre a los mares solos;
y cuando el agua de las ondas
va viajando hacia él,
cierro en secreto mis pestañas
porque el llanto las llena;
con un amor sin fin relumbra
por calmar mi dolor,
pero más alto siempre sube
para que no lo alcance.
Lanza sus rayos a este mundo
triste que nos separa.
Siempre he de amarlo, pero siempre
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él estará muy lejos.
Por esta causa están mis días
más solos que la estepa,
aunque un encanto indefinible
se adueña de mis noches».
—«Eres muy niña, es lo que pasa…
Vente conmigo, huyamos
sin dejar rastro para que
nadie nos reconozca.
Porque los dos juntos seremos
alegres y dichosos,
y olvidarás así a tus padres
y tu amor por el astro».
Ido ya el astro, sus dos alas
crecieron por el cielo,
y en un instante solamente
pasaron miles de años.
Sobre los cielos estrellados,
altos cielos de estrellas,
sin fin, un rayo parecía,
errabundo, cruzándolas.
Y dando vueltas en sí mismo,
desde un valle del caos,
como si fuera el primer día
del mundo, vio las luces
que relumbraban envolviéndolo
cual mares nadadores…
Y vuela, en alas del deseo,
borrándosele todo,
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porque llegó adonde no hay
ser viviente ni límites
y el tiempo ensaya vanamente
remontar del Vacío.
Nada existía, sólo una
gran sed que le devora,
un pozo oscuro semejante
tan sólo al ciego olvido.
—«De la más negra eternidad,
oh, Padre mío, líbrame,
y sé alabado a la medida
de todo el Universo.
Pídeme el precio, oh Dios, que quieras,
mas dame otra salida,
porque de vida tú eres fuente
y donador de muerte.
Quítame el sol de la mirada,
la inmortal aureola,
y dame a cambio solamente
una hora de amor…
Aparecí, mi Dios, del caos,
y al caos volveré…
Y del reposo nací y tengo
mucha sed de reposo».
—«¡Oh tú, Hyperión, que con un mundo
surgiste del abismo!,
no me reclames maravillas
sin nombre ni sin rostro.
¿Pasar quisieras por un hombre
y a un hombre parecerte?
Mas aunque todos perecieran,
siempre otros nacerían.
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Sólo en el viento ellos levantan
sus vanos ideales.
Cuando una tumba hallan las olas,
otras olas ya surgen.
Son portadores de amuletos
que dan la suerte. Ajenos
nos son el tiempo y el espacio,
e ignoramos la muerte.
Del seno del eterno ayer
hoy vive lo que muere.
Cuando en el cielo un sol se apaga,
otro sol se ilumina.
Dando ilusión de alzarse siempre,
la muerte lo vigila,
pues todo pata morir nace
y para nacer muere.
Mas tú, Hyperión, sigues el mismo
allí donde te asomes.
Pídeme ya el Verbo primero.
¿Quieres ser sabio? Dime.
¿Quieres que al cielo haga que cante
para que a su sonido
vengan los montes y los bosques
y las islas del mar?
¿Quieres quizás en las hazañas
mostrarte justo y fuerte?
Te entregaré toda la tierra
para que hagas tu imperio.
Naves y ejércitos te doy
para cruzar con ellos
el haz del mundo y de los mares;
pero la muerte, nunca.
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¿Y para qué quieres morir?
Vuelve el rostro y contempla
esa errabunda tierra, y mira
allí lo que te aguarda».
En su lugar fijo del cielo,
giró Hyperión y, como
lo hiciera en días ya pasados,
desparramó su luz,
porque ya el sol se había hundido
y la noche empezaba.
Del agua alzábase la luna,
tranquila y temblorosa,
dando sus claros centelleos
a las sendas del bosque.
Bajo unos tilos, recostados,
dos jóvenes se amaban.
«¡Oh amado mío, tu cabeza
abandonada en mi seno,
bajo los rayos de tus ojos
transparentes y dulces!
Con el encanto de la fría
luz traspasa mi ser,
y que el silencio eterno inunde
la noche de mis ansias.
Queda a mi lado para al fin
acabar con mis penas,
porque eres tú mi último sueño
y mi primer amor».
Y ve Hyperión desde la altura,
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el asombro en el rostro,
que antes que el joven la acaricie,
la niña lo ha besado.
Flores de plata dan su aroma
y una lluvia resbala
en las cabezas de los niños
su rubia cabellera.
Ebria de amor, ella levanta
los ojos. Y a Hyperión
ve. Y en voz baja sus deseos,
como ayer, le confía:
—«¡Oh Hyperión, baja resbalando
sobre un rayo! Penetra
dentro del bosque y en mi alma,
e ilumina mi dicha».
Sobre las selvas y colinas,
él tiembla como antaño,
las soledades conduciendo
de las movibles ondas.
Mas, como antaño, ya no cae
al mar desde la altura:
—«Rostro de barro, ¿qué te importa
si soy yo, o es otro?
Viviendo en vuestro estrecho círculo,
os persigue la muerte,
mientras yo existo aquí en mi mundo,
helado e inmortal».
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CUANDO LOS RECUERDOS…
Cuando los recuerdos buscan
el volverme hacia el pasado,
sobre un camino sabido
regreso de cuando en cuando.
Sobre tu tejado brillan
aún hoy las mismas estrellas,
que con frecuencia alumbraron
toda mi antigua ternura.
Por encima de los árboles
se eleva la tierna luna
que nos encontraba juntos
abrazados, murmurando.
Nuestro corazón juraba
ser fiel por la eternidad,
cuando sobre los senderos
se desnudaban los tilos.
¿Cómo ha podido este amor
desvanecerse en la noche
si la onda de la fuente
no ha cesado de llorar,
si la luna en las encinas
desliza siempre un camino,
si tus ojos son tan grandes
y miran tan tiernamente?
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ADIÓS
Ya nunca te veré más,
queda en paz, que Dios te guarde,
que yo evitaré en mi ruta
encontrarte.
Haz desde hoy lo que quieras,
desde hoy ya nada me importa;
la más dulce entre las dulces
me deja.
Que ya no tengo costumbre,
como antes me sucedía,
de emborracharme de luces
de estrellas.
Cuando, galán tantas veces,
yo miraba entre las ramas,
esperaba para verte
en los vidrios.
¡Oh, qué feliz me sentía
cuando salíamos juntos,
bajo el encanto tranquilo
de la luna!;
cuando en secreto pedía
que la noche se parase,
para poderte guardar
por mujer.
En su vuelo yo alcanzaba,
la dulzura de tu voz,
voz de la que apenas queda
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voz de la que apenas queda
un recuerdo.
Porque si escucho de nuevo
aquellas cosas pasadas,
me parecen un lejano
cuento viejo.
Y si la luna ilumina
los mismos bosques y prados,
me parece que los siglos
transcurrieron.
Los ojos del primer día
ya no te contemplarán…
Porque estás lejos de mí,
¡adiós!
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¿QUÉ ES EL AMOR?
¿Qué es el amor? Un continuo,
largo y profundo dolor.
Las lágrimas no le bastan
y siempre pide más llanto.
A una señal fugitiva
tu alma a la suya, se une
para que nunca la olvides
mientras te dure la vida.
Mas si ella está esperándote
en los rincones de sombra,
si te da amor por amor
cual tu corazón desea:
entonces desaparecen
cielo y tierra, y tú palpitas;
todo está en una palabra
que apenas es susurrada.
Te obsesiona noche y día
un paso dado al descuido,
una mano que se estrecha,
un batir de sus pupilas.
Él te persigue radiante
como el sol sigue a la luna,
a veces, durante el día,
durante la noche, siempre.
Pues fue escrito que tu vida
por ella pasión desborde,
ya que ella te ha entrelazado
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ya que ella te ha entrelazado
como las lianas del agua.
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ADORMECIDOS PAJARILLOS
A medio dormir los pájaros,
se juntan cerca del nido,
se esconden entre las ramas.
¡Buenas noches!
Sólo las aguas murmuran,
mientras el bosque se calla;
las flores también se duermen.
¡Duerme en paz!
El cisne cruza las aguas,
yendo a dormir a los juncos;
que el ángel guardián te vele.
¡Buen reposo!
Sobre el encanto nocturno,
sube brillante la luna.
Todo es sueño y armonía.
¡Buenas noches!
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Y SI…
Y si las ramas golpean
y si los álamos tiemblan,
es porque dentro te guardo
y dulcemente te acercas.
Y si los astros se miran
reflejándose en el lago,
lo hacen porque mi dolor
se calma dentro de mí.
Y si las nubes se borran
para que brille la luna,
es para que yo me acuerde
constantemente de ti.
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DEJA TU MUNDO…
Deja tu mundo al olvido,
entrégate toda entera,
si tu vida me la das,
no tienen por qué enterarse.
Vente tú conmigo, piérdete
en los senderos tortuosos,
donde en la noche despierta
la voz de los viejos bosques.
A través de los ramajes,
los astros por los senderos
llenos de encanto, y nosotros
solos en medio del mundo.
Tus cabellos destrenzados
te sientan a maravilla,
no digas no, si te abrazo,
nadie en el mundo nos ve.
El cuerno se queja, lejos;
lo escuchamos con amor,
mientras que la luna sale
de un bosquecillo de hayas.
El verde bosque responde,
mágicamente doliéndose,
languideciendo mi alma
cerca de tu hermoso rostro.
Te desprendes dulcemente,
te rehúsas consintiendo,
rebosan piedad tus ojos,
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rebosan piedad tus ojos,
¡oh tierno rostro de ángel!
Aquí está el lago. La luna
puliéndolo lo penetra;
él, inflamado de luz,
siente más su soledad.
Temblorosas, sus espumas
se rompen contra los juncos
y un mundo lleva en su sueño
que no acierta a adormecer.
Con tu faz compenetrado,
en su espejo te refleja.
¿Qué te miras, sonriendo?
Ya sabemos que eres bella.
Las altas cimas azules
se deslizan por las cuestas,
descubriendo a nuestros ojos
las estrellas en las ondas.
Flota un perfume de tilo,
dulce es la sombra del mimbre,
¡tan solos, solos estamos
y tanta dicha sentimos!
La luna entre la neblina
vierte su luz sobre el agua
y te descubre en mis brazos,
mi hermoso y dulce amor rubio.
1883
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¿POR QUÉ TE AGITAS?
—«Bosque, ¿por qué te meneas
si no hay ni lluvia ni viento,
por qué tus ramas arrastras?»
—«¡Cómo no voy a agitarme,
si mi estación se termina!
El día ya disminuye
y mis hojas me abandonan.
El viento sobre ellas sopla,
expulsando a mis cantores;
el viento sopla, el invierno
llegó, se alejó el verano.
¡Cómo no curvar mis ramas,
si los pájaros se van!
Por encima de mis copas,
los bandos de golondrinas
se llevan mis pensamientos
y con ellos mi alegría.
Ya vuelan unas con otras,
oscureciéndome el mundo;
se van como los instantes,
sacudiéndose las alas,
dejándome abandonado,
destruido y melancólico,
solo junto a mi nostalgia.
¡Viviré solo con ella!»
1883
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SÓLO TENGO UN DESEO
Sólo tengo un deseo:
que en la paz de la tarde
me permitáis morir
a la orilla del mar;
me sea dulce el sueño
y el bosque esté cercano,
que en la extensión del agua
reine un cielo sereno.
Oriflamas no quiero,
ni un lujoso ataúd,
hacedme sólo un lecho
con las jóvenes ramas.
Y nadie junto a mí
llore en mi cabecera,
nada más que el otoño
hable en las hojas secas.
Mientras corren las fuentes
cayendo rumorosas,
se deslice la luna
sobre los altos pinos.
Que las esquilas suenen
al viento de la tarde,
que sobre mí el sagrado
tilo vuelque sus ramas.
Como ya no andaré
nunca más errabundo,
tiernamente mi tumba
cubrirán los recuerdos.
Los astros, que se elevan
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de la enramada en sombra,
serán para mí amigos,
sonriendo de nuevo.
Gemirá apasionado
el canto del mar áspero…
y me volveré tierra
en mi honda soledad.
1883
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YO QUISIERA DORMIRME…
(Variante)
Yo quisiera dormirme,
perdido en la noche.
Condúceme en silencio
al borde del mar.
No quiero ataúd rico,
luces ni oriflamas,
trénzame sólo un lecho
de jóvenes ramos.
Que el sueño me sea dulce
y el bosque cercano,
que brille un cielo limpio
en las hondas aguas.
Que del dolor brotando
suban a la orilla,
que a las rocas se abracen
sus brazos de olas.
Se levantan y caen
murmurando siempre,
mientras sobre los pinos
resbala la luna.
Que nadie junto a mí
llore en mi almohada,
que la muerte haga hablar
las hojas resecas.
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Que el todopoderoso
en el viento pase,
que en mí el sagrado tilo
sacuda su flor.
Y como no andaré
nunca más errante,
caerán sobre mí
los tiernos recuerdos
que no sabrán que miro
la inquietud del mundo
mientras que las lianas
mi soledad cubren.
1883
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ATARDECER EN LA COLINA
El cuerno quejoso suena en la colina,
suben los rebaños, brillan las estrellas,
las aguas responden, gimiendo en las fuentes;
bajo las acacias, querida, me esperas.
La luna atraviesa clara y santa el cielo,
tus ojos contemplan el raro follaje,
las estrellas húmedas nacen en lo alto,
tú estás de ansias llena y de amor tu seno.
Las nubes resbalan, sus rayos se estrían,
levantan las casas sus techos vetustos,
la roldana al viento chirría en el pozo,
el vallé es de humo, las flautas murmuran.
Hombres fatigados, la hoz sobre el hombro,
vuelven de los campos; la toica[7] resuena,
la campana llena con su voz la noche,
y mi alma se quema de amor en tu fuego.
¡Ah!, pronto en el valle el pueblo se duerme,
¡ah!, pronto mis pasos hacia ti me llevan.
Cerca de la acacia pasaré la noche
e incansablemente te diré: te quiero.
Las cabezas juntas, una contra otra,
bajo la alta acacia nos adormiremos.
¿Quién la vida entera no la entregaría
por una tan bella, tan dichosa noche?
1872-1885
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HASTA LA ESTRELLA
Hasta la estrella que asoma
hay un camino muy largo,
que millares de años puso
en enviamos su luz.
Puede que se haya apagado
en el azul hace tiempo,
pues apenas luce el rastro
de su luz a nuestros ojos.
Imagen de estrella muerta,
dulcemente sube al cielo:
vivía y no la veíamos,
hoy que está muerta, la vemos.
Así cuando nuestro ardor
muere en la noche profunda,
la luz del amor se extingue
y nos sigue persiguiendo.
1886
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¿POR QUÉ NO VIENES?
Ves, las golondrinas vienen,
el nogal pierde sus hojas,
la bruma cubre las viñas,
¿por qué no vienes, no vienes?
¡Oh, retorna hasta mis brazos,
que estoy sediento de verte,
y de apoyar mi cabeza
sobre tu seno, tu seno!
¿Te acuerdas como hace tiempo,
cuando por valles y alcores
te levantaba del talle
tantas veces, tantas veces?
Hay mujeres en el mundo
de ojos que despiden chispas…
¡Pero por nobles que sean,
como tú no hay nadie, nadie!
Porque tú das a mi alma
toda una vida serena,
más hermosa que un lucero,
¡dulce amada, dulce amada!
El otoño ya ha llegado,
los campos están desiertos
y las sendas llenas de hojas…
¿Por qué no vienes, no vienes?
1887
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MEMENTO MORI
(El panorama de las vanidades)
A pacer llevo mis sueños como corderos de oro,
cuando en la sombra nocturna un rey moro constelado
deja sus nubes vagar, perezosas, por el cielo
y cuando la argéntea luna cual pálido y dulce sol
vierte al mundo sortilegios en una nieve de estrellas
y ardientes cuentos de hadas hacen crecer a los niños.
Boga, barco de mi vida, sobre las olas del sueño
hasta que en medio del agua se alcen soberbias las costas
con laderas de laureles y colinas de cipreses,
donde entre los negros ramos suspira un canto sin tregua,
donde caminan los santos de túnicas luminosas,
donde la muerte de negras alas tiene un bello rostro.
Cosa distinta es el mundo de los venturosos sueños,
otra es el mundo real donde con sudor de sangre
nos forzamos por sacar leche a las rocas estériles.
Cosa distinta es el mundo soñado y sus flores de oro,
otra es el forjar la vida como un afanoso herrero,
dando forma al pensamiento lo mismo que al hierro duro.
Mejor dormir que saber lo que el mundo me reserva,
estar ebrio por un cántico, amar una luz sagrada,
que sólo vea dulzura donde ven penas los otros,
porque de todas maneras es inútil el ver claro,
ya que el mal sigue en el mundo, lo vea yo o no lo vea,
y para nada me sirve el querer estar despierto.
¿Otros ya no han dicho al mundo que renuncie a sus desgracias?
¿Quién ha querido escucharlos? ¿Quién los oye? ¿A quién preocupa?
Todo ha pasado en el mundo y sólo el mal permanece.
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Todo ha pasado en el mundo y sólo el mal permanece.
¡Oh, esas grandes, pero mudas, esas inmensas pirámides,
que han quedado como negros siglos sobre los desiertos!
¡Cuántas cosas ellas vieron, lo que dirían si hablaran!
Cuando el mundo, cuento de hadas —vieja guardia de los siglos—,
me abre con sus llaves de oro y con sus palabras mágicas
el gran pórtico del templo por donde corre el pasado,
yo, bajo los arcos negros de columnas hasta el cielo,
al escuchar hondamente la voz de mis pensamientos
hago que la rueda inmensa del tiempo ruede hacia atrás.
Y miro… Bosques de siglos, océanos de los pueblos
desfilan rápidamente cual pensamientos que vuelan,
y las imágenes luchan, y miro y miro sin tregua
esa piedra que señala los confines de la historia,
donde el mundo en rutas nuevas sigue una nueva medida.
Allí me gusta parar unos instantes la rueda.
Allá se encuentran los negros salvajes de hachas de piedra,
que recorren el desierto sin casas y sin hogar;
llevan tocados de lobo, pieles de oso en las espaldas.
Allá el idólatra adora el fuego que no comprende,
allá está el mago que graba sus signos, sobre la piedra,
que no podrán comprenderse en los siglos venideros;
Babilonia, una ciudad tan grande como un país,
ciudad de muros inmensos con una mar de palacios
y en sus gigantescos muros los jardines suspendidos.
Mientras en las plazas públicas el pobre pueblo gemía
como un mar atormentado cuando el viento lo levanta,
Semíramis sonreía entre los frescos boscajes.
Este rey —dueño del orbe—, en su pensar inconstante,
un mundo llama a la vida y un siglo feliz ofrece.
Entre sus pórticos de oro aparece como un sol,
mas su incontenible odio trajo un siglo de rencores.
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¿Qué era lo que le faltaba para ser el mismo Dios?
Y en Dios se hubiera tornado si no lo lleva la muerte.
Asia en sus muelles placeres embriagada se adormece,
en el aire están las bóvedas sostenidas por columnas
y ante las mesas dispuestas, acostado, Sardanápalo.
Bajo los hábiles dedos desgranan mitos las arpas,
los comensales escuchan la asombrada flor del canto,
entre aromas, vinos dulces y mujeres de tez pálida.
¿Hoy? Es inútil que yerres por la llanura arenosa,
sólo el aire da sentido a mentirosas imágenes;
sólo los montes, custodios de piedra, están en sus puestos.
Como una sombra, el asiático cruza el desierto a caballo.
Le dices: ¿Dónde está Nínive? Y él alza su larga mano.
¿Dónde? No lo sé —responde—. No sé si existió siquiera.
El Nilo mueve sus ondas entre campos conquistados.
Sobre él el cielo de Egipto despliega sus llamas de oro.
Por la amarilla ribera brotan del fondo los juncos;
las flores, joyas del aire, brillan humildes al sol:
unas, blancas, altas, como platería de la nieve,
y otras rojas como llamas o azules ojos que lloran.
Entre los juncos que crecen profundos, verdes y erguidos,
sus plumas finas las aves en los nidos las despliegan
y mientras al sol gorjean, los picos entrelazados,
se zambullen en los sueños que mana la fuente eterna.
El Nilo con su leyenda y con su espejo amarillo
va hacia la mar que le absorbe toda su antigua nostalgia.
Sus riberas se entrelazan con campos verdes, felices.
Menfis es allá a lo lejos, coronada de edificios,
muro a muro y roca a roca, una ciudad de gigantes.
Allí están los pensamientos de orgullosa arquitectura
Alzaron de monte a monte toda su antigua grandeza,
revistiéndola de plata para que relumbre al sol.
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Y así, cadena brillante en el soñar del desierto,
Menfis, entre las arenas, si sopla la tempestad,
es una idea sagrada que se refleja en el aire,
lanzada en la lejanía… Más allá se elevan altas,
eternas como la muerte, las gigantescas pirámides,
tumbas que en su fondo guardan la epopeya de un poeta.
La noche cae… Duerme el Nilo, las estrellas aparecen,
en el mar mira su imagen la luna y borra los astros.
¿Quién ha abierto la pirámide y penetra en su interior?
Es el rey: su traje de oro siembran las piedras preciosas.
Pata verse en su pasado viene, mientras que su alma
se desgarra contemplándose más allá del fin del tiempo.
Es en vano que los reyes reinen con sabiduría.
Los malos signos aumentan, la bondad es prenda rara,
inútil buscar sentido a la indescifrable vida.
Sale en silencio a la noche… y su sombra se despliega
sobre las ondas del Nilo. Así ensombrecen los pueblos
los pensamientos reales proyectados turbiamente.
Los sueños de la pirámide, las ondas frescas del Nilo,
el gemido de los juncos bajo la luz penetrante,
parecen ser gigantescas lanzas de pulida plata.
Con la grandeza del agua, de la noche, del desierto,
todo se une para dar un vestido al viejo imperio,
resucitando en las dunas los ensueños mentirosos.
En la voz de sus raudales el río santo nos cuenta
el secreto de sus fuentes allá en los tiempos remotos,
y el alma, embriagada en sueños, a su encuentro se desliza.
Las palmeras en los bosques que dora el rayo de luna
alzan sus esbeltos troncos. La noche es clara, brillante,
las ondas sueñan espumas y el cielo ordena sus nubes.
En los colosales templos —columnas de mármol blanco—,
cuando en la noche los dioses pasean sus vestiduras,
el canto sacerdotal resuena en arpas de plata
y al hálito del desierto y en el frescor de la noche
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las pirámides deliran, resonando dolorosas,
mientras los reyes se quejan en su gigantesca tumba.
Domina la torre mora muchas mansiones antiguas.
Desde día el mago miraba soñando en su espejo de oro.
En él miríadas de estrellas como en un hogar se unían,
pudiendo seguir el mago sus misteriosos caminos,
dibujando con su vara sus órbitas descubiertas.
Así halló el centro del mundo y cuanto hay de justo y bueno.
Puede que para desgracia de una raza afeminada,
de reyes llenos de crímenes, de malvados sacerdotes,
leyera el mago los signos, cual, guardián de venganza,
a la inversa. Llegó el viento, levantó toda la arena
del desierto, cubrió villas como gigantescos féretros,
para un pueblo ya sin savia pesando sobre la tierra.
El huracán acudió al galope de sus crines,
y hoy ya las aguas del Nilo sólo el desierto las bebe,
cubriendo con sus arenas lo que antes eran jardines.
Menfis, Tebas, el país está cubierto de ruinas,
por las arenas desérticas sólo pasan los beduinos,
oreados de leyendas por los infinitos campos.
Pero aún reflejan estrellas las ondas del largo Nilo,
y turbándolo, el flamenco, paso a paso, entra en el agua.
Y todavía la luna platea el antiguo Egipto,
nuestra alma sueña su historia en las voces del pasado
que llegan hasta el presente, querellando con el agua
que al deslizar su caudal levanta las profecías.
Entonces es cuando Menfis, pensamiento del desierto,
surge en idea grandiosa del soplo del huracán.
Los beduinos sorprendidos contemplan la maravilla
y cuentan bajo la luna cuentos de flores y estrellas
sobre la ciudad que brota del desierto doloroso.
En la tierra y bajo el mar se oyen crecer los lamentos.
Guarda el mar en lo profundo campanas que cada noche
resuenan, mientras el Nilo ha sumergido jardines.
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Bajo el arenal desierto vive un pueblo que despierta
con sus ciudades y marcha a los palacios de Menfls
y en las salas luminosas, entre el vino y los placeres
y los gritos de alegría, cada noche espera el alba.
Vemos el Jordán que baña las praderas palestinas.
Entre las viñas de oro los alcores se levantan,
y Sión, la maravilla del templo de Jehová,
miramos, con los olivos mezclados a los laureles.
El Cedrón con su onda baña las altas hierbas buscando
a Jerusalén la mítica, ciudad que duerme en los valles.
Y en el Líbano hemos visto errar las ágiles corzas,
y en las campiñas segadas, las más hermosas doncellas,
llevando unas en sus hombros los áureos haces de trigo,
y otras que, al querer cruzar con pies desnudos el agua,
púdicas se levantaban las blancas faldas, turbando
la corriente del arroyo con sus lisos muslos claros.
Vi los reyes de Judea en su magnífico templo,
donde en bóvedas el mármol audazmente se levanta
y las inmensas columnas parecen mostrar el cielo.
Vi al rey David desgarrando en lágrimas sus vestidos,
rompiendo su arpa sonante contra los mármoles puros,
suplicando de rodillas le perdone Dios su culpa.
Salomón, el rey poeta, templa la voz de una lira,
haciéndola resonar de un pensamiento salmódico,
mientras en el son sagrado moja sus dedos proféticos.
Cantaba el Rey de los Reyes en un esplendor de luz,
el sol se paró en los cielos para oír su melodía
al par que el mundo escuchaba su tranquila y dulce voz.
Al salir del templo deja su pensamiento vagar
porque le aguarda el amor con sus espaldas de nieve
y sus blandos ojos negros. Cambia el tono de su lira,
pues las mujeres le esperan sonriendo, maliciosas.
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Unas tan oscuras como la idea de un cuento asirio,
otras rubias como el oro, sueño secreto del norte.
El día del juicio llega y de los sauces llorones
el cantor cuelga su arpa temblorosa y es en vano
que conjuréis a la muerte, pues los muros se desploman.
Húndense las escaleras y las bóvedas doradas,
el sol contempla, amarillo, el largo drama de muerte
y se esconde en nubes rojas de tal suceso espantado.
Pueblos, sacerdotes, reyes caen envueltos en las ruinas.
Se rasga el velo del templo de Sión, nada se tiene,
tan sólo un montón de piedras es hoy la ciudad de ayer;
los cedros caen de los montes y queda desierto el Líbano,
la raza judía yerra, disgregada, entre los siglos.
Se alzan al sol del desierto, deshojadas, las palmeras.
¡Oh, dejadme hundir mi lira en las aguas del océano,
revestir su son de plata con la risa de las ondas,
con la imagen de los astros, con el azul de los cielos!
Quiero hacer surgir los montes de Grecia llenos de sol,
sus bosques resplandecientes cayendo por las colinas
y las rocas enclavadas entre las nubes de púrpura.
Sobre los valles profundos, hundidos en las regiones
nubosas, existen templos de innumerables columnas,
como si en sus brazos pétreos los montes los levantaran
para a los dioses mostrarlos. Los buitres, sobre los valles
brumosos, planean lentos, las alas tensas, los ojos
fijos sobre el bajo mundo que extendido se derrama.
Es así como la Grecia, hija del mar tenebroso,
lleva a los cielos sus templos, sus cargamentos de nieve,
bellos cielos transparentes, de azul profundo, infinito.
Junto al pie de las colinas, en abanico se extienden
los valles y los boscajes, las fuentes y los arroyos
que resbalan tropezándose en los muros de granito.
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Y en medio de los rebaños de rocas, con esplendor
derrochadas entre bosques, partidos por claras aguas,
se ve una blanca ciudad luciendo entre ramos verdes.
El mar, rizando su rostro, sacude, dulce, la espuma
que arroja un mundo de rayos en su incansable ondular,
dando en las puertas gloriosas de la ciudad, roto en música.
Mucho más azul que el cielo, llevando el sol en su cata,
refleja en su mundo claro toda la grandiosa Grecia.
A veces, el mar se plisa, ensombreciendo su sueño;
ninfas blancas cual la nieve, sacudiendo el agua azul,
se salpican y al jugar se sumergen, agitando
sus cabelleras oscuras, las bocas llenas de risas.
Y en las olas luminosas el océano las alza,
celebrando cada onda su grácil aparición,
hasta que el mar en su juego las tira sobre la arena.
Los oceánicos cuerpos, igual que estatuas de nieve,
brillan entre sus cabellos negros, que secan al sol,
sobre cojines de arena lánguidamente extendidos.
Después huyen a poblar la noche verde del bosque
y cuentan historias mientras cortan flores del camino.
De un bosque, Sátiro surge, calvo y con barbas de buco,
largas las orejas, chato de nariz y boca hendida.
Goloso, muerde una fruta, furtivamente se vuelve,
ríe y en su loca huida mueve alegre la cabeza.
Ellas, blancas, pasan bajo la bóveda de los juncos.
Una se prende a una rama extendida sobre el agua,
quedando el fruto de nieve columpiándose en el aire;
otras, tendidas de espalda, nadan con un solo brazo,
mientras con el otro rompen los nenúfares de espuma
con que se adornan flotando como ahogadas en las ondas.
Eros dulcemente curva las ramas para llamarlas,
y ellas le siguen apenas estremeciendo la linfa…
En un bosquecillo duerme Sátiro, ebrio de almizcle.
Las ninfas, regocijadas, cuelgan flores en su oreja,
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y tanto se ríe el bosque que hasta la noche estremece.
Las ninfas, bajo las ramas, se pierden por un sendero.
Cae la tarde, el sol se acuesta sobre el valle de los mitos.
Un listón rojo de brasa cambia unos montes en otros,
su relámpago profundo está fijo en la azur;
el mar cálido del aire, las estrellas retrasadas,
la dulce voz del arroyo, los suspiros de los bosques,
la voz del mundo y el mar se unen en el infinito.
Los bosques divagan negros bajo el peso de los astros.
Arroyos templados como la noche dejan caer
cascadas púrpura sobre los escabeles de roca;
en los azules profundos, en el cielo —mar tranquilo—,
los fuertes montes proyectan su coronación extática
y en olas de trigo verde se truecan los hondos valles.
Entre los cuarzos hendidos, fuera del basalto rojo,
los árboles solitarios pliegan sus troncos al viento,
sacando de las raíces un montón de piedras rotas.
Un buitre se prende fiero a un pico de la montaña,
las nubes van por los cielos, el viento empuja su flota
y por la noche del mundo resuena el canto del mar.
Y es entonces cuando sobre las aguas la santa luna
eleva su hermoso disco en el imperio radiante,
plateando de tisúes azules el ancho mar.
Se duerme gris en la espuma como si fuera una perla,
la arena brilla y los ríos centellean en el bosque.
La ciudad, llena de lámparas, prende millares de estrellas.
Y en el lugar donde nacen troncos de extraño follaje,
el rayo blanco de luna mancha de verde el sendero,
Filomela llena el bosque de suspiros amorosos,
y Júpiter, transformado en un esbelto mancebo,
espía la fina sombra de una hija de la tierra.
Se miran para asombrarse de ser ambos tan hermosos.
Ser arroyo es una suerte porque durante la noche
cuántas gracias misteriosas se revelan, ofreciéndose
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mientras oye atentamente las mentiras de las ondas.
Para él descubren las ninfas su blanca nieve de mármol,
que abandonan prisionera sobre la clara corriente,
arrastradas por la espuma burlona de voz de plata.
Y, buenas, todas las hojas se van diciendo secretos,
sonrientes, parpadeando, oyendo, fijos los ojos,
a las ramas tornadizas que fingen rumor de labios
perdidos en los senderos del valle de las fontanas.
¡Si esto se supiera, cuántas manos cortarían flores,
cuántos labios guardarían el pensamiento del bosque!
Quien tiene oídos escucha la voz de las malas lenguas,
las olas murmuradoras y las estrellas que hablan
de los amores ocultos de las gracias y las ninfas.
¿Quién oye sin acordar su arpa rica a estas canciones?
Pues son tantos los secretos guardados por los arroyos,
que si el bosque habla, la vida es poca para decirlos.
Pero en su cámara estrecha, con su lámpara de aceite,
pálido está el pensador, de luto su pensamiento.
Es en vano que reúna el mundo en un solo signo,
pues el signo que propaga en secreto él no lo cree.
Confundido en su pensar, mira su sombra en el muro.
Su sombra ríe, la noche calla, la mesa está muda.
El escultor ciego está en su celda frente al mármol,
tiembla su cincel… queriendo ablandar con sus ideas
la piedra fría. Ya surge de su mano la escultura
que muestra al mundo su pálido, su completo ser eterno,
clavado en su movimiento, mudo en su sentir cruel:
un dolor fijo en el centro de los siglos que desfilan.
Sobre la piedra volcada, cercano a la mar sombría,
está Orfeo, negligente, acodado en su arpa rota…
La ensombrecida mirada vuelve y la deja caer
sobre los astros eternos, sobre los juegos marinos.
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Llena de desesperanza, su voz que alertó la roca
escuchaba la manera de mentirse olas y vientos.
Si hubiera arrojado al caos su arpa de cantos colmada,
siguiéndola el mundo entero, a su música prendido,
se hubiera hundido tranquilo, lento, en los eternos valles…
Y caravanas de reyes soles y de rubias lunas,
las muchedumbres de estrellas y el universo implorante,
en un eterno emigrar se hubieran desvanecido.
Tras ellos, de las alturas apenas casi entrevistos,
y de los sombríos valles del caos, mundos remotos
hubieran surgido en olas en medio de los espacios.
Pero a su vez, atraídos por un mágico dolor,
sus enjambres luminosos siguiendo a un mundo caído
se irían. Y luego, nada: ni un átomo iluminado.
Mas Orfeo tiró el arpa al mar… y por su murmullo,
todo el pensamiento griego, seducido, la siguió,
llenando con su amargura los espacios oceánicos.
Desde entonces, tiembla el mar con su sublime dolor,
cantan sus nubes de olas la decadencia de Grecia
y con sus brazos azules la costa acaricia en vano…
Mas ¿qué sabemos…? ¿No oímos la armonía de las pléyades?
¿No vivimos en un mundo que se hunde sin darnos cuenta?
Yo creo que el océano de lo infinito oye un cántico.
¿No sentimos que está el mundo de inútil dolor transido?
Puede que siga el etéreo suspirar de arpas antiguas,
puede que estemos perdidos hace ya tiempo en el caos.
¿Habéis nunca adivinado lo que calcula un gran sol
cuando un rayo de su idea impide volar los mundos,
perderse de su sendero, caer desde el infinito?
Girando, rebeldes, corren turbados y romper quieren
la fuerza de encantamiento que los ata y hacia el caos,
de donde vienen, correr, pues de él confusos salieron.
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La vieja eternidad mira, estupefacta, los mundos.
Hace millares de años medita en mitos y enigmas
que el espacio le propone con sus astros y sus leyes;
y ella se pone a juntar de los siglos que pasaron
toda la vida y la fuerza, toda la sabiduría
para edificar un grande, inmenso pueblo de reyes.
Y entonces Roma aparece en la Humanidad absorta
por sus potentes ideas, como soles en el caos,
y lo que dice es eterno e inmortal para los siglos.
Y así los pueblos conducen sus generosos espíritus,
sus hazañas seculares, su gigantesca existencia,
continuando el pensamiento prescrito por aquel pueblo.
¿Oísteis de emperadores erguidos sobre sus troncos?
Su voz y su frente ornada de astros al mundo atraían;
era su palabra un rayo para el universo entero;
mares rugiendo en su sueño, ricos países floridos,
ciudades antiguas, pueblos fieros están dominados
y los Césares reparten desde el Senado la Tierra.
Bajo los arcos de triunfo pasa el vencedor altivo,
sordo de aplausos, y apenas si oye el clamor como un mar
de voces multiplicadas que insisten, gimen y huyen.
A sus carros de oro atados, con la frente cotonada,
vencidos de humillación, el mirar pálido y hosco,
van los reyes derrotados tirando el pesado yugo.
Arde Roma y la tormenta silba y en ella se baña,
castigando en olas rojas el mar agitado y cálido,
y echa en medio de la espuma nubes de humo, viento y chispas.
Y en esa terrible boda enciende las torres negras,
tendiendo hacia las estrellas sus gigantescas antorchas…
Arde el siglo y toda Roma es su oceánica tumba.
Las nubes son una brasa que oscurecen las estrellas,
y como un piélago negro, por duros sueños alzado,
la urbe soberbia se agita entre olas de fuego y humo.
En el diluvio de llamas, amplio como un firmamento,
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solamente se ha salvado un gran palacio de oro
y en su umbral canta Nerón… de Troya el fúnebre canto.
Cerca de los plateados ríos que en múltiples ondas
centuplican sus murmullos por los bosques y colinas,
en las grutas excavadas por las pendientes del monte
están los áureos boscajes de constelados calveros,
los bosques de plata donde las claras ramas se agitan
y selvas de cobre rojo sonando armoniosamente.
Se alzan los montes, se hunden los valles y los arroyos,
llevando al sol en su lecho las islas encantadoras,
como pequeños jardines llenos de árboles floridos.
De rocas grises, allí, tiene Doikía un palacio:
sus pilares son los montes y su techo es una selva,
cuyos árboles se mueven entre bajos nubarrones.
Un valle que es infinito como el desierto de Sahara,
con arriates de flores, como oasis sonrientes,
y con un río que lleva sobre su espalda las islas,
es el jardín luminoso del palacio en la montaña.
Los escalones de roca están mordidos, gastados,
y en sus cámaras lucientes que brillan como el acero
hay selvas de flores grandes como los sauces llorones
y rosaledas iguales que alamedas tenebrosas,
sembradas de lunas llenas que en la oscuridad se encienden.
Las violetas son lo mismo que estrellas de la mañana,
el resplandor de las rosas llena de rubor las rocas,
los cálices de los lirios parecen urnas de plata.
Entre los prados de rosas y los caminos de flores
vuelan insectos cual joyas y, como leves navíos,
mariposas construidas de coloreados sueños:
arco iris son sus alas y un espejo de diamantes
que, al reflejar el florido mundo del jardín ameno,
con su murmullo lo llenan de un temblor voluptuoso.
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La bóveda está tajada a la vez que el techo de árboles,
viéndose a través de ella pasar la luna en el cielo,
joven reina blanca y bella, rubia y de brazos de plata,
que sobre sí cruza airosa un manto azul y estrellado,
cubriendo su blanco seno de una nieve virginal
mientras bondadosos miran sus grandes ojos las nubes
que se extienden albas, puras, en rizados arriates,
ofreciéndole violetas, tendiéndole flores de oro.
De cuando en cuando, la luna corta una flor y la tira
sobre el caudal de las aguas que huye como los relámpagos,
resplandeciendo en el mundo de los valles florecidos,
cayendo en bandas de plata en los dulces bosques verdes.
Pero una nube se alza compacta y negra en el cielo,
se forma, fija y se vuelve una hermosa catedral,
ceñida por las columnas en sombra que la rodean.
Apenas si un débil rayo entre los fustes se filtra,
las arcadas de su cúpula están cubiertas de plata,
sobre sus ojivas penden cortinajes azulados.
La luna hacia ella encamina sus lentos pasos lumínicos,
una diadema de astros arde en sus rubios cabellos,
encandeciendo los aires y haciendo brillar su frente.
Los negruzcos escalones de la catedral se alumbran
cuando ella penetra. Enciende las columnas con su luz
y arroja una sobre otra las negras sombras del templo.
En filas rubias los astros marchan siguiendo a su reina,
el aire en ondas azules todo el camino abrillanta
y las bóvedas del cielo se van quedando en la sombra.
La catedral centellea como edificada en mármol,
a través de una red áurea aparece como en sueños,
alcanzando hasta los cielos sus escalones de roca.
El largo río que corta al infinito el jardín,
despliega en anchos espejos sus aguas más cristalinas
y las islas que en él nacen también en su fondo mueren.
Sobre estos grandes espejos los iconos de los astros
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húmedos van a nacer entre las límpidas aguas,
de modo que si los miras piensas que miras el cielo.
Y con hondas cavidades y piedras de sombra de oro,
se alzan las islas preciosas entre bosques de laurel,
dibujándose en el fondo de la ribera profunda,
de manera que parece que de una misma raíz
se alza un dulce paraíso bajo la luz de los astros
y otro paraíso cae con esplendor en el río.
Plata en polvo, en los caminos y por las verdes praderas;
ramos de color cereza se curvan bajo su flor
y se deshojan al viento en una nieve rosada
que él empuja, amontonando los pétalos delicados.
en un cúmulo de nieve que rosadamente brilla,
mientras los sauces de plata tiemblan, santos, sobre el río.
El aire es de primavera, las estrellas aparecen,
las flores sus misteriosas vidas sacan a los prados
en tanto que el viento llena el aire de luz y olores.
Desde un árbol a otro árbol, largas redes diamantinas
relampaguean violáceas a los rayos de la luna,
tejidos diáfanamente por arañas de esmeralda.
Los grillos como relojes roncos cantan en las hierbas
y en un árbol las arañas tejen durante la noche,
sobre el río plateado, un velo de pedrería,
y a lo largo de este puente, cruzando su fina trama,
la luna desciende al río y, al tocar su quieto espejo,
reluce como una mágica maravilla de violeta.
Sobre este ligero puente, Doikía, la bella hada,
pasa trenzándose el oro de seda de sus cabellos.
Es blanca como la nieve nocturna, esbelto su talle;
sus áureas trenzas resbalan en sus manitas de cera
y tras su veste de plata se ven sus miembros ligeros,
tocando apenas el puente sus piececitos desnudos.
Rápida, atraviesa el río, trepa por las escaleras
de las rocas, aparece en las grutas del castillo,
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trayendo la luz del día y entra altiva en su palacio.
Bajo su calor está la luna henchida de rayos,
cada estrella es un brillante, y son las flores de fuego
joyeles humedecidos por luminarias profundas.
Húmedas, tiemblan las luces bajo la bóveda azul;
con su voz, Doikía, el hada, llama al pájaro encantado,
que a través del aire llega con su precioso plumaje.
Cuando este pájaro canta el mundo ríe de gozo.
Ella lo pone en su hombro y va a los dorados valles
donde la onda del río, larga, resuena en los juncos.
En una barca de cedro que flota ligeramente,
Doikía el hada remonta el filo de la ribera
y sobre el dorso del río se abandona en la corriente.
La barca corre de prisa, rompiendo el agua de plata,
en ella va recostada el hada hermosa soñando.
A la barca prodigiosa se han enganchado los cisnes.
Pero a medida que el río profundamente desciende,
se hunde en las selvas oscuras donde el agua apenas brilla,
tocada de cuando en cuando por los rayos de la luna.
Ya los altos troncos son como enormes postes grises,
hasta llegar a formar con sus ramas amplias bóvedas,
hasta llegar a cubrir con ellas el ancho río.
Como a través de los techos rotos de una ruina gótica,
penetra entre los ramajes la claridad de la luna
aquí y allá, revistiendo el río de bandas claras.
El ave mágica canta sobre el hombro de Doikía,
las olas corren riendo y su multitud arrastra
la barca, precipitándola en los fragosos torrentes.
Por los bosques de leyenda el río del canto pasa,
allí, a veces, se acumula como le sucede al mar;
su gran espejo, cercado por montañas y altas rocas,
forma un lago gigantesco, hasta el seno del cual llega
el sol de oro, penetrándolo, llenándolo de esplendor,
de manera que se puede contar la plata del fondo.
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Luego se pierde de nuevo en la espesura del bosque,
donde en el árbol del centro se halla la reina encantada,
donde los sauces flexibles son los hijos-flor del rey.
El bosque fue una ciudad antes del encantamiento,
sus arcos son hoy las ramas, sus pilares son los troncos,
y sus bóvedas, los techos de hojas curvadas y oscuras.
En la noche suena el cuerno y los tropeles de corzas
arriban por el sendero, hollando las hojas secas,
campanillas en el cuello, rompiendo los ramos verdes.
En medio del bosque, giran alrededor de la encina,
hasta que surge una blanca emperatriz sonriente,
llevando un cántaro al hombro y en el pelo una corona.
Las hermosas hadas, hijas del rey, salen de los árboles;
son gentiles, de altas tallas; las herradas en el hombro,
cruzan por la sombra verde, doblándose ante las corzas,
que bajo tan dulces manos ofrecen pacientemente
sus ubres plenas, corriendo en las herradas sonoras
la leche que, al resbalar, el bosque llena de música.
Los cisnes llevan la batea lejos, cada vez más lejos,
huyendo entre los cristales del agua que se separan
ante la proa de cedro que abre largos surcos blancos.
Y cada vez más hermosas, más magníficas, más altas,
las selvas antiguas son. Sus copas negras entierran
las rocas y las montañas que se tienden hacia el cielo.
Aunque un río se defienda y agite sus oleajes,
los árboles de la orilla por encima de él se juntan,
entremezclando sus ramas, sus hojas entrelazando,
hasta formar un esmalte que cubre la verde bóveda.
El río, en su sombra eterna, profundo corre y suspira…
Van por sus costas floridas las sombras de los caballos.
El sol, al pasar su áureo anillo sobre los bosques,
en su recorrido curva las copas verdes, llegando,
sorprendido, a comprobar qué lejos está la tierra
y cuán altos son los troncos en aquel lugar del bosque,
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pues aunque sobre ellos vaya, las hojas, igual que un muro,
forman tan espesa bóveda que no penetran sus rayos.
Cerca de los manantiales pacen los caballos blancos
como la espuma del mar, que noche ni día vieron;
la santa luna, los áureos astros, el sol sonriente
desconocidos les son. La clara y oscura sombra,
los embalsamados aires, los ríos que centellean
por los boscajes profundos, entre márgenes floridas,
es sólo lo que conocen. Y van con la crin al viento,
doblado, como los cisnes, su cuello, y tocando apenas
el terreno con sus cascos herrados con oro rojo.
Allá, en la sombra endulzada por balsámicos olores,
alzan las frentes, hinchando los belfos hacia el confín
y por relincho agudizan en el bosque las orejas.
Los cisnes llevan la barca lejos, cada vez más lejos,
huyendo entre los cristales del agua que se separa
ante la proa de cedro que abre largos surcos blancos;
y, de pronto, nace el día en un torrente de luz,
el río sale del bosque, entre llanuras sin fin,
que anchas se tienden al sol entre verdores floridos.
Mas se alza ante la proa una imponente montaña,
dos veces mide la altura que nos separa del sol.
Roca sobre roca, sube paso a paso al infinito,
y su frente, hundida en nubes, muestra apenas su contorno
en la oscuridad azul, dividida en dos mitades:
una sube sobre el mundo, otra llega hasta el sinfín.
Y en el pecho de esta inmensa montaña se abre una puerta:
es alta y su arco penetra, profundo, en la piedra dura,
juntándose en el umbral las negras escalinatas,
que llegan hasta los valles, que desde allí se divisan
apenas, y hasta a los bosques y las campiñas risueñas,
donde millares de arroyos corren hondos y tranquilos.
Por esta puerta, a la aurora salen largos y albos coros
que se elevan hada el cielo en el rosicler del día;
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por ella, el carro del sol para sus ardientes potros,
por ella, la rubia noche muestra su rostro de plata.
Y en luminosos enjambres van saliendo las estrellas,
esparciendo por el cielo sus sagradas flores de oro.
Allí habitaban los dioses de la Dada —allí la puerta
del sol, piedra a piedra, baja hasta el mundo de los hombres—,
y sentados en sitiales de roca viva, en la verde
oscuridad de la selva, como en el trono del mundo,
bebían copas de aurora con alientos de alba espuma
mientras millares de ríos nacían y resonaban.
En la lejanía, a veces, soplaban su cuerno de oro,
despertando la selvática voz de los bosques profundos
y llamando a sus caballos, que a galope respondían,
la crin al viento, en tropeles de nieve por los senderos.
Y los dioses cabalgaban, compitiendo en ligereza,
por la alta sombra del bosque y la tierra sin confines.
De cuando en cuando, al dormirse los caballos en la noche,
la luna, hada de la Dada, con los dioses va de fiesta;
el sol, niño de oro, sale del sagrado mar azul,
fatigado de su curso y se sienta ante la mesa,
dorando los aires gradas a la luz que vive en él.
La sala verde del bosque resplandece con los cánticos.
Como si fueran pintados, están los dioses cubiertos
de sol; sus blancos cabellos, sus largas barbas relucen,
las arrugas de sus labios se pueden contar; los trajes
oscuros parecen blancos en el fulgor de la luz,
y en su regocijo ríen, entrechocando los vasos,
y a través de sus pestañas la luna los mira, púdica.
Lleva una túnica azul cosida toda de estrellas
y sus senos de alba nieve resplandecen de un collar
de perla fina, engarzada por un simple hilo de oro.
Lleva los largos cabellos trenzados sobre la espalda,
sus ojos garzos contemplan al gran hermano celeste
y su ánima la asaltan pensamientos melancólicos.
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Antes de partir, la luna canta una canción que llama
a los uros de los bosques; les acaricia las crines,
curva sus cuernos, golpea dulcemente sus testuces,
y al besarlos, en sus frentes deja joyeles brillantes.
Luego, sube al negro monte y entre oleadas de estrellas
se desliza suave y dulce sobre la ruta del cielo.
A espaldas de esta montaña, en la extensión infinita,
está el magnífico imperio del bello y sagrado sol,
irguiéndose sus palacios sobre alcores y jardines,
resplandecientes de mármoles, serenos como los hielos,
con pórticos siempre abiertos, escaleras deslizantes
y columnatas de piedra, unidas por largas bóvedas.
Están las grandes ventanas cubiertas de cortinajes,
tramados de oro bermejo, en los que la hermana blanca
ha tejido muchos años. Por el aire de diamante
dotan en pesadas ondas los balsámicos olores
que se extienden sobre el valle como arroyos bajo el sol,
cubriendo los frutos de oro de los bosques y los ríos.
Y batallones de flores, en platabandas, parecen
estrellas y mariposas, que ciegan a quien las mira,
como ideas empapadas en oro y en arco iris.
Allá arriba, desplegando sobre jardines floridos
anchas velas irisadas, van por los cielos los barcos,
brasa y oro, de las nubes, y en los espacios celestes
que las estrellas esmaltan, el emperador posee
su morada, que escalona castillo sobre castillo,
con espejos de diamante, con ventanales de Ofir
y con salientes de mármol blanco y tapices de púrpura.
Por las altivas columnas pasa murmurando un cántico:
es un viento de alma pura en un aire de brillantes.
En la atmósfera traslúcida no puede atarse la sombra.
Como por un agua clara, pasan con sus bellas frentes
las hijas del sol, cruzando a través del aire cálido.
Su cabellera es umbrosa y su rostro es como un lirio,
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tocando apenas sus sombras un misterioso rubor
—alba rosada a través de ventanas de esmeralda—.
En un país siempre claro fulge la dudad del sol,
Luz en la luz, la celeste voluptuosidad domina,
Transparencia de agua, flores que la luz sume y anula,
jardines claros del agua destellantes a lo lejos,
bosques de rosas, plateado color de las azucenas.
Lagos ahí transparentes vense, y es roja su faz,
tácito, oscuro reflejo de calladas rosaledas.
Risueña, el alba de plata clarea en el patio; verde
y transparente es su tónica sobre la ebúrnea tez.
Rosas al lago confía con sus manos marfileñas.
El viento le ha enmarañado su cabellera estelar.
En lo umbrío de una atmósfera de dulce carmesí
verdes prados son testigo de un vago sueño de cúpulas.
Sombras verdes, su materia, que funde plata y silencio,
transparente, cual tras una diamantina telaraña,
luna, monasterio blanco, recóndito entre el verdor,
rodeadas por la vid sus columnas perdurables.
En el jardín, los augustos árboles de un verde oscuro,
rodeados y cubiertos de hiedra en su misma cúspide
mueven banderas efímeras, blancura florida, y pasa
de un muso a otro —fulgor de hojas—, entre un desmayar
de flores, puentes mecidos por el perezoso céfiro,
la hiedra, de árbol en árbol, suntuosa en su invasión.
Las parras dejan caer de sus altos brazos finos
frutos violeta y dorados, racimos negros y tersos,
donde las abejas liban su rica miel luminosa.
Los caballos de la luna beben de la vid los zumos,
y embriagados por el vino pacen la hierba olorosa
y en la noche eterna corren relinchando alegremente.
Y en el templo de la lima, entre columnas de plata,
se la ve, hermosa, pasar. Su dulce cuerpo es de nieve;
sus hombros deslumbradores son de un oro rubio y fino.
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Así ella cruza, cubierta de una gasa transparente,
los brazos centelleantes, reflejada por los miles
de espejos diseminados en los muros y los techos.
En las cámaras inmensas de tan hermoso edificio
cuelgan magníficos cuadros, que en su pintura retratan
los mitos dacios, la fe de los antiguos creyentes.
Por jardines y atanores va la veste de la luna
o por los patios de plata, donde las albas en coro
viven, o bien, por el bosque encantado de las reinas.
Este es el Edén de Dada, el Empíreo de los dioses;
allí, en un lugar, el día es eterno; en otro es,
la noche, eterna; y en otro, un alba eterna de mayo.
Las grandes almas altivas de los héroes de la Dada,
después de su muerte, vienen en luminosos cortejos,
por la puerta de la vida que es la puerta del Edén.
Aquí está el viejo Danubio, esplendoroso y audaz,
deslizando en un murmullo su oleaje pensativo
que adormecido se mueve, corriendo a la mar amarga;
así en millares de siglos, millares de pensamientos
adormecidos y viejos se hunden en la eternidad
y, siguiéndolos, las fuentes de los claros tiempos surgen.
Sobre los alzados arcos que blandamente se entierran
en las olas del Danubio, gruñidoras y agitadas,
pasa un puente, un pensamiento de piedra lanzado en arco.
Los furiosos oleajes levantan sus rudas frentes
y al romper precipitados en la piedra inquebrantable
gimen, bañando los pies de su rocoso monarca.
Sobre el puente pasa Roma su poderosa grandeza,
el sol se apaga en los cielos ante el brillo de las armas,
los escudos resplandecen, ruedan rugientes los carros
y Saturno, coronado de nieve desde su estrella,
truena y lanza sus miradas sobre el imperio del tiempo,
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preguntando al mundo, atónito: ¿Es que esto son los mortales?
Allí por donde los Cárpatos de crestas duras se alzan,
donde los pinos se alinean como un ejército fiero
y los montes con su frente tocan la bóveda azul,
se mantienen silenciosos los ejércitos de Roma,
las anchas frentes erguidas bajo los brillantes cascos,
mirando a la roca donde la última ciudad se alzaba.
En el cielo azul se forman duras nubes de basalto,
del Danubio y del Mar Negro parece escucharse el grito
de rebelión y crujir las junturas del planeta.
¿El Universo se habría sublevado contra el globo?
¿Las estrellas moverían sus ejércitos? ¿Los soles
lucharían? ¿Roma cae? ¿Se desploma a tierra el cielo?
No. Del fondo del Mar Negro, de sus palacios profundos,
de las rocas arqueadas en pórticos gigantescos
el ejército de dioses de la Dacia se adelanta,
y Zalmoxis, el antiguo vendaval, cruza las nubes,
removiendo sus caballos de rayos. Desde Levante,
en los uros cabalgando, sus escuadrones le siguen.
Como una bruma de plata su barba ilota en el sol,
henchida por la tormenta su cabellera es de nieve,
su corona se le ciñe cual rayo petrificado,
trenzada de astros azules. Tendido sobre su carro,
les señala con su mano a las huestes el camino
y por afán de combate su ojo brillante le sangra.
Así el arco de los cielos sube en toda su grandeza,
los altos montes sus árboles remueven y con estrépito
hacen que rueden las rocas, saludándolo sombrías,
y su blanco manto regio desprende pliegues de nieve
cuando alza su brazo y grita a las rocas que se partan
y hace resonar los bosques hasta el fondo del empíreo.
En el cénit ya, sus huestes paró sobre las romanas.
«Decebal[8] —gritó en las nubes—, los fulminaré venciéndolos
y las aguas del Danubio se tragarán sus legiones».
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Pálido, Decebal sale a la alta, estrecha ventana,
y levanta su corona hacia la imagen augusta
y mira con gran dolor hada sus antepasados.
Entre los desfiladeros, los ejércitos de Roma
alzan los ojos al cielo y ven a los dioses dados
marchando en filas que rompe el fuego rojo del sol.
Sobre una roca está el César sobrecogido de asombro:
«Levantad contra el ejército del cielo el romano lábaro
y gritad: ¡Roma está aquí!». Los bosques hondos y umbríos
resuenan con el temblor prolongado de las armas.
«¡Roma está aquí!», gritan. Arden las águilas bajo el sol,
de Sarmisigetus[9] llega en vano un río de flechas,
pues los escudos detienen la granizada de bronce;
los dioses rugen, las rocas se tambalean, las nubes
se desgarran y torrentes de rayos cortan los montes.
Los dioses de Roma llegan del Poniente. Sobre un astro,
Zeus, juntador de nubes, asciende a la augusta bóveda;
Marte tiende su arco fiero apuntándole a Zalmoxis
por salvar la noble estirpe brotada un día en su muslo;
el mismo Marte levanta los emblemas de la Urbe
y ante su antiguo furor las nubes de piedra tiemblan.
El mundo parece alzarse de su caótica hondura
y las nubes se levantan en cúmulos y pilares.
Júpiter para esta lucha ha librado a los Titanes
de su eterna oscuridad y suben tronando al cielo,
tendiendo sus negros arcos contra los astados uros
de modo que se hunde el aire bajo una aurora de flechas.
Las brumas han reunido sus puntas llegando al sol
como un bosque gris y eterno. Por los claros relucientes
se abren campos de batalla en los bosques plateados;
a través de los pilares de nubes los fieros cascos
sobre las frentes divinas se ven, los escudos de oro,
las lanzas que arden al sol y arcos tendidos al viento.
Jove frunce el entrecejo y como un niño sacude
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al viejo Globo, los montes se estremecen, muere el mar.
Es la señal de la lucha entre los bandos de dioses;
Zalmoxis deja las riendas a sus caballos de brasa
que hinchan en lenguas de oro sus largas crines; mugiendo
los uros dados levantan sus testuces. Caen las nubes.
La batalla es cruel y áspera. Los dados paveses brillan,
lanzando soles y lunas entre los bosques de nubes
para quemar de los dioses romanos las armaduras.
Su paso confunde al cielo, caballos y uros trepidan
cual truenos que llenarán durante un siglo las nubes
y quiebran en sus escudos las espadas de Vulcano.
Todo en vano, que invencibles, en formación de batalla,
también sus armas se rompen en los contrarios escudos.
Invencibles, unos y otros; unos y otros, inmortales.
Es inútil que se lance Marte entre las filas dadas,
inútil que Zeus lance sobre los cascos sus rayos,
pues inquebrantables quedan los unos como los otros.
Sobre un arco de los cielos, en la claridad lejana,
apoyados en sus lanzas los dioses nórdicos viven
al sol una eterna aurora que da frescura a su mundo.
En trono de alto respaldo está Odín, su pensamiento
mira de la larga lucha toda la inmensa grandeza
y su corona de oro luce en su ardorosa frente.
Los blancos cabellos caen sobre sus hombros bordados.
Tranquilo, su barba alisa y las sombrías miradas
de sus ojos azulados dirige hacia los que ludían.
Freyja, esbelta y blanca como la nieve, de azul vestida,
su cabeza humedecida del oro de sus cabellos,
reposa sobre los ásperos hombros del rey del Walhala.
El huracán lleva el cántico en la enardecida lucha.
La madera de la lira es el cielo, los cordajes
son las nubes. Al limpiarse de la bruma las estrellas,
se deslizan armoniosas a través del instrumento,
sembrando ideas de oro en la voz de la tormenta.
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Los bosques ceden al viento y oscuramente responden.
Júpiter suelta del freno los buitres. Con sus dos alas
largas y negras ocultan el sol. Entre las quebradas
huecas y hondas de las nubes, en su carro va Zalmoxis.
Vio la cabeza de Júpiter como en el sol del poniente
se ve la cresta del monte entre triunfadores rayos,
mientras él, fijo en lo oscuro, temerariamente espera.
Las miradas del Olímpico ven el carro. Con terror,
para esquivarle los ojos, levanta el Dacio su mano.
Los caballos aterrados relinchan y se encabritan.
Con un grito frío, Júpiter le hunde el rayo en su costado,
y el cruel y gran ejército de los dioses de la Dacia
cegado escucha la voz de su ilustre padre herido
y huye. Caballos y carro rotos en las nubes caen.
Los arcos negros disparan una gran lluvia de flechas,
alcanzando las divinas y fugitivas espaldas.
Así, perdidos, aullando, de la bóveda descienden
y el torrente de su sangre, húmedo, rojo de aurora,
llena los hoyos de nubes con sus lagos de rubí.
Las nubes huyen rasgadas, se curva la limpia bóveda.
Dorados, en el cénit, se alzan los dioses de Roma.
Cruzan sus lanzas mirando los ejércitos del valle;
sus bellos cascos lumínicos resplandecen con el sol;
vuelven sus fieros caballos y sus carros de oro fino
hacia el poniente y el sol humildemente los sigue.
Los dioses de Dada llegan al mar, que abre sus portones;
se precipitan y bajan hasta las cámaras grises.
Con la luz, su vida queda oscura y amortajada,
pero la luz, temblorosa de su profundo dolor,
en oleadas de imágenes canta el desastre de Dada
y con sus brazos azules toca amorosa las costas.
La tarde se estrella, el día huye hada el mundo del mar
y en las cimas de los montes las guardias encienden fuegos,
que como manchas de oro, desde los valles en sombra,
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aparecen suspendidos de las nubes. Junto al fuego,
los veladores su sombra proyectan en las murallas.
Sobre rocas y praderas el ejército se duerme.
Junto a una roca y un fuego que ennegrece las murallas,
solo, en un lecho de paja, está el César acostado.
Bajo él ve los hondos valles llenos de niebla y de sueño,
contempla los rojos fuegos, las rocas llenas de sombra.
Como una campana clara y azul sembrada de luces,
el cielo abraza este mundo con su siniestro Señor.
Soñoliento, al remover su voz de trueno en las nubes,
despierta centelleando los ecos de las campiñas
y en piadosa teoría las estrellas lentamente
penetran multicolores en los templos de las brumas.
De su plegaria la noche se llena. Dulces iconos
esparcidos, relucientes, cubren los valles de lágrimas.
Los rayos de fuego ensayan penetrar entre la bruma
y los jirones de luz rayan los valles de sombra,
pasando la oscuridad, tiñendo arroyos y fuentes
al lanzar sus resplandores en las ondas y las selvas.
Con su soplo lastimero el viento cruza los bosques,
creando un hechizo mágico al hablar entre las hojas…
Se asoma sobre la cresta de un negro encinar la luna
y Trajano cree ver surgir en él a los Césares
saludando con sonrisa muerta el emblema de Roma,
y al cruzar lentos los aires contemplan la ciudad Dacia,
bendiciendo a los ejércitos romanos, desvaneciéndose
en formación luminosa, llenando el aire de ensueños.
Enraizada en el monte de rocas largas y negras,
arrojada a los espacios desde el hondo precipicio,
Sarmisigetus alcanza con la arista de sus muros
las nubes, y entre los arcos las antorchas de resina
manchan la sombría noche con sus enfermizas luces,
hiriendo la oscuridad de las levantadas bóvedas.
Y en la sucesión de arcos, doblados de resplandores,
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el César vio reunidos a la mesa de la muerte
los duques dacios. Antorchas de paz, fijas en los muros,
iluminaban las cámaras, y las blancas armaduras,
suspendidas de los haces de las lanzas y los arcos,
empavesaban de un fúlgido azul los pilares grises.
Los duques son como abetos, fuertes, tallados en roca.
Crueles tienen los ojos, triste y honda la mirada;
sobre sus espaldas cuelgan pieles de tigre y león;
fuerte el brazo, recta el alma, anchos de pechos y hombros,
sus cascos son como piedra posados sobre su frente
y parecen semidioses con sus largas cabelleras.
Las copas, blancas y limpias —como cráneos de enemigos—
son de plata y de oro fino las asas, bien cincelado.
Levantándolas, rodean la larga mesa de piedra.
Porque prefieren morir antes que una vida esclava,
vierten en los hondos cráneos el veneno sobre el vino
y en el silencio nocturno brindan, beben, hablan, ríen.
Ríen y su risa vuelve serena su palidez.
Una a una las brillantes antorchas van apagándose,
uno tras otro se extingue el hálito de los duques.
Caen de sus sillas al frío de la losa gris que cubre
el suelo. No queda nadie, uno solo vive aún.
Arde su santa corona, sus ojos lanzan relámpagos.
La luna en el mar azul baña su cuerpo de oro,
iluminando las cimas y las férreas hondonadas
donde el antiguo castillo se elevaba hasta los cielos.
Decebal (pálido como un muro con cal de luna)
aparece en la ventana y tiende su muerta mano
fuera de su manto negro que totalmente lo cubre.
Habla. Su voz de profeta ha traspasado los siglos,
su alma, enfrentando la muerte, ha iluminado su tiempo.
Su idea, una profecía, su palabra, un gran tesoro,
y el valle lo escucha atento y las estrellas lo escuchan.
El César, desde su roca, lleno de asombro lo oye
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y las palabras se hunden en su oído claramente:
«¡Desgracia para vosotros, romanos, tan poderosos!
¡Que sombra, polvo y ceniza vuestra grandeza se vuelva!
Llegará un tiempo en que nadie comprenda, ni vuestros hijos,
cómo si fuisteis tan grandes pudisteis caer tan hondo.
Gota a gota apuraréis la hez de la degradación,
emborrachando a los locos, desesperando a los sabios.
»En el tapiz de la Historia, los pueblos esclavizados
pasan sus trémulas sombras en filas acusadoras,
arrastrando su alma seca por vuestro envilecimiento.
No los dejasteis vivir su destino. De vuestra alma
corrompida le llenasteis su joven savia inocente;
su suerte pesa en vosotros. Decid, ¿qué habéis hecho de ellos?
»¿No escucháis cómo os maldice el mar con sus tempestades?
Las bocas de los volcanes, gritando, piden venganza,
la lava que amasó el tiempo lanzan al profundo cielo,
y a través de negras nubes —cruel oración de brasas
hacia los dioses— suplican que vuestra raza destruyan.
¡Vuestra muerte! Eso reclaman los pueblos del mundo entero.
»Ella vendrá, pues alzados de su paz por los profetas,
fuera de sus bosques verdes surgirán inmensos pueblos
que ideas dominadoras llevarán sobre su frente.
Constelaciones sangrientas en las bóvedas azules
les marcarán el camino hada vuestro vasto imperio
y hada Roma irán fluyendo ríos de amapolas rojas.
»De la frente de los Alpes erguidos sobre las nubes,
del centro del bosque verde y las rocas suspendidas,
los escudos por trineos, descenderán en torrente.
La tierra echará en su frente cenizas penitenciales
y habrá un puente de cenizas romanas, ya tus legiones
difuntas, sobre los ríos. Después, no quedará nada.
»Habéis llegado a ser viles, a embruteceros esclavos,
cayendo hasta la vergüenza vuestra raza santa y grande.
La grey de reyes y sabios caerá en la servidumbre
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cuando los bárbaros traigan el delta de sus ensueños,
empujando a las tinieblas todo aquello que dijisteis.
¡Que tres veces la desgracia caiga en ti, pueblo romano!»
Así dijo. Al maldecir, su mano blanca y enjuta
la sacó por la ventana, y arrancando de su frente
la ensombrecida corona la lanzó sobre el abismo.
Pálido como la muerte, de pie está bajo la luna,
los cabellos levantados por el viento, sus palabras
de maldición resonando, rebotadas, en las rocas.
Y el César, estupefacto, dijo: «Tierra, ¿qué es lo que tenemos
entre las manos, el mundo o sólo un montón de sueños?
¿Pensados por ti seguimos hoy en el día de ayer…?»
Y el orden eterno mueve sobre él todo el universo
del océano de estrellas. ¡Qué irónicamente giran!
César, ¡qué grande pareces! ¡Pero qué pequeño eres!
En la vida está la muerte. Y en la grandeza se encuentra
el germen de la caída. Así son todas las cosas,
y los romanos cayeron, grandes en el mal y el bien.
Es terrible ver a un pueblo condenado siempre a ser
grande en el mal, aumentando su vergonzosa vileza
sin que siquiera la muerte Dios, implacable, le envíe,
porque el brazo poderoso de la muerte no se atreve
a separarle la vida y duda, al alzar su hacha,
como el verdugo al cortar la cabeza del monarca.
Los dioses vacilan antes de confirmar la sentencia
y meditan que si un pueblo mereció ser inmortal,
fue el de ellos; y si muere, ¿cómo seguir inmortales?
¿Los descendientes…? Ya roto el fértil tronco nativo,
nos hemos ido perdiendo en los siglos despiadados,
Ellos llevaban coronas; nosotros, yugos de palo,
desterrados en las rocas; ellos llenaron el mundo
con nosotros y olvidamos la insigne grandeza antigua
bajo los signos de muerte sin ningún signo de vida.
Hubo un tiempo en que en su tierra no podían ya enterrar
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a sus muertos. Y pendían sobre sus cuerpos sagrados
harapos pobres de siervos, de mendigos miserables,
aunque sintiesen en ellos la luz que enciende los siglos.
Cuando entronizados fueron, fueron en tronos quemados
y en sus frentes las coronas fueron de hierro candente.
Y aunque en nuestros corazones de grandeza haya semillas,
no queremos concederlo, porque el pensamiento extraño
a nosotros lo rompió la vida inmensa y pujante.
Largos siglos que quedaron huérfanos del gran espíritu
de Roma nos han creado… En nosotros, ella existe;
si morimos, día muere… pues somos su último ramo.
Cuando tú piensas en ella, tu alma se vuelve divina
y vamos hacia el pasado como dioses de los cielos.
Sobre las profundidades de los siglos, arco iris
nos levantan; con los dioses, la eternidad recorremos
hasta escuchar la armonía de la sagrada ciudad,
.sintiéndonos poderosos sólo con pensar en ella.
La región polar en sueños de invierno pasa la vida,
dormida en olas sagradas y en las ruinas de los yelos,
desposada hace mil años con el viejo rey del Norte,
quien soberbio en su vestido, la barba de nieve al viento,
sopla yelos, arrojando su voz llorosa a las nubes,
embriagándose de estrellas, cantando al compás del mar.
Fríos y tristes vivían los desposados. Las noches
del invierno un tul de plata, como un sudario, les tienden.
Los vientos helados son el hálito de las ondas;
el arpa, a través de ellas, grita —corazón de yelo—,
enseñando a delirar al mar y a mugir al viento.
Las estrellas se reflejan sobre el desierto sin fin.
Entonces, cuando es llegada ya la dulce medianoche,
coloreando sus rayos de zafiro van los cielos
y de la frente del Norte se eleva el astro polar.
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Ya no aparece la mar entre las rocas batidas,
el viento no lleva más en sus alas el invierno,
todo calla cuando cae su rayo en la mar amarga.
Y cuando se alza la estrella sobre la frente del rey,
el Norte sigue en sus sueños y la larga noche pasa.
Desde la roca en que reina, sus pies de granito extiende
hasta el fondo de la mar áspera, amarga y sin límites.
Los largos cabellos flotan, como espinos, en los vientos,
sus hombros —montes de nieve— suben hasta el infinito
mientras su arrugada frente, a través de las tormentas,
se mantiene, en tanto caen mezcladas nubes y estrellas.
Abajo, el mar lo sepulta; arriba, lo ciñe el cielo;
el espejo de las aguas enturbiado se serena
y de su seno salvaje se alzan una luz y un canto.
Se ha unido al yelo el ensueño de una noche de verano.
Y en el fondo del mar áspero los palacios de zafir
levantan sus bellas bóvedas y sus luminosas cámaras;
las áureas estrellas brillan en las teas y los árboles
en flor. Por el aire quieto, a través de dulces luces,
se ven, flores virginales, flotar las blancas doncellas,
vestidas de azules túnicas, rubias como hilos de oro.
Son blancas como la nieve nocturna, su faz reluce.
El cielo mismo en las nubes se asoma para mirarlas;
desatados, sus cabellos les flotan sobre los hombros.
La noche sueña en los astros y mira el fondo del mar,
la luna dulce enrojece su rostro de amor y asombro,
la ola azul y vagabunda también de asombro se tiende.
Una hija tiene el mar como una lágrima de oro.
El caudal de sus cabellos le desciende hasta los pies.
Es la reina de los astros, meteoro de la noche.
A veces, entre las olas, nadando corta la mar
y la albura de sus senos levanta el azul del agua,
mientras las olas le cantan al tesoro de la espuma.
Allá en el fondo del mar, en las elevadas cámaras,
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están ante largas mesas las deidades del Walhala
presididas por Odín, el de los níveos cabellos.
Es allí donde deciden, en rúnicos caracteres,
la muerte de Roma, ensillan sus caballos de tormenta,
se arman de oro y se aprestan para su largo camino.
Entonces la tempestad desenraiza los mares
y frontalmente sus olas lanza sobre las estrellas,
alzando bloques de yelo, tirándolos a las nubes,
intentando hundir los cielos. En un celeste rincón
es el verano y los dioses descienden los escalones
en la noche antigua y brillan sus rostros cual soles pálidos.
A través de los lamentos de las olas, de los gritos
de las nubes abre el mar sus pórticos azulados.
Parte sus aguas en dos ante los dioses que van
cabalgando y en la orilla de los cantiles comidos
por la onda se reúnen, brillando bajo la luna
sus cabellos y sus cascos, azules como la luz.
Y parten. Odín su lanza lanza a las nubes de bronce
que pasa como una aguja de oro el velo de los cielos,
mostrando sobre la nieve los caminos hada Italia.
Y cruzan, cruzan los campos cubiertos de su blancura.
Sobre los bárbaros hombros el acero azul reluce
y la tempestad les hincha sus cabellos en el viento.
En la colina sagrada de Roma han aparecido.
Sobre su mundo dormido cae una estrella del cielo
y allí los siglos remotos, inexistentes, se duermen.
¿Pensasteis alguna vez lo que es la noche del mundo?
Sueños de la Humanidad, deseos incontenibles
duermen. Si durmieran siempre, ¿quién su existencia sabría?
Es el alegre jardín orgulloso de la tierra.
El plenilunio ilumina un pensamiento de oro,
Roma brilla en sus colinas cerca del río que mira
deslizar la vida eterna que en los alcores reluce.
La lanza de Odín se para, se transforma en cruz de oro,
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y Odín muere, siendo el Tíber el ataúd de su fe.
Igual que bajo las rocas, en las entrañas de bronce
de la tierra se mantiene, en cadenas y sin miedo,
el alma blanda en las llamas del horroroso volcán;
así los siglos oscuros mantienen en sus cadenas
de humillación el espíritu que se debate en las fibras
de los pueblos y es capaz de pulverizar los hechos.
Pero hay siglos en que el mundo yerve por salir del fango
como un volcán encendido que se abre paso en las nubes
y entierra con sus cenizas la creación de un país;
así los hijos más fuertes de los siglos ya pasados
quieren que el mundo se salga de sus goznes y arrancarlo
lanzándolo hacia el azar de una era nueva mejor.
La bandera tricolor, llena de sangre, plantada
en la barricada está, y la Bastilla se hunde.
El pueblo ruge soberbio como un mar que se despierta,
todo lo rompe y sus olas que suben con valentía
hacen surgir seres fieros que en tempestades lo arrastran
a enterrar en los escombros lo que sus pies pisotean.
Y a través de la hosca imagen de días desenfrenados
en que la vida es la chispa y la sangre es un torrente,
pálido y siniestro pasa como un tigre Robespierre.
Su mirada sanguinaria yerve en él vigiladora;
es sentencia lo que escribe, condenación lo que piensa
en su cráneo donde funde sus pensamientos de hierro.
Pero cae. El oleaje alto de la mar se aplaca,
el rayo de la justicia entra profundo en el pueblo
y los días de terror se truecan en un fantasma.
Mas las potencias inquietas que en lo hondo del mar viven
quisieran ahogar la costa e invadir con su grandeza
el mundo. Todas se unen en el aliento de un hombre.
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Grande, porque lo levantan los fieros tiempos antiguos,
porque el pensamiento alzado del largo temblor del mundo
lo lleva sobre su frente y escrito en sus estandartes.
Cuando levanta su arma por los pueblos subyugados,
todos los pueblos lo aclaman… y los reyes se desploman
y se encienden en la noche sus orgullosas estrellas.
Por eso tras sus banderas todos marchan fervorosos.
Él los lleva a la victoria, él los conduce a la muerte.
Quien muere, muere seguro de estar en su pensamiento,
y cuanto de noble y fuerte hay en este duro siglo
le sigue porque a través de la noche y las batallas
la eterna paz es quien brilla como un fin esplendoroso.
Hacia ese fin que en la noche brilla como si es un sol,
van a cientos de batallas, siguiéndole enardecidos,
cayendo a millares para que centenas de millares
surjan detrás y lo sigan, ya en inviernos o veranos,
hasta que tiendan los fríos montes de nieve en la tierra
donde el cierzo azotador sueña tormentas gigantes.
El Norte, entonces, saliendo de las ruinas de sus yelos,
quiebra sus montes, soñando sobre el haz de las campiñas
altos surcos… Torbellinos de frío se arremolinan,
pasando sobre el ejército, amortajándolo… y luego,
se alza orgullosa la antorcha de una aurora boreal
sobre los hombros cubiertos por un desierto de nieve.
«El Norte me derrotó, pero me dejó mi idea».
Como un sol, se le ve hundirse en el mar de las edades,
su último rayo en la cúpula de los Inválidos queda.
El mundo vuelve asombrado su mirada hacia el poniente.
No ha caído un solo hombre, sino todo el pensamiento
de un siglo… El libro del mundo comenzó de nuevo en él.
Desterrado en rocas grises su pensamiento titánico,
como Prometeo, aquel que trajo al mundo la luz,
contempla desde una roca los juegos del mar profundo.
Echado allí por la mano de su destino, se duerme.
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Con hondo dolor el mar quiere derribar la tierra,
golpeándose y mugiendo contra la tumba rocosa.
Los soles mueren, al caos caen sistemas planetarios,
pero es capaz de medirlos pensamiento del hombre…
¿Quién mi profundidad mide? ¿Un hombre? No. Un pensamiento
insondable. Vana es la adivinación del sabio,
poniendo un grano de duda mezclado con la verdad.
Pero el viento quemó todas mis tribus de pensamientos.
En un cráneo mondo y blanco que en sólo una mano cabe
viven edades enteras de calma meditación;
cosmos, arroyos de estrellas, ríos con masas de soles,
de los pretéritos pueblos la vida incierta y grandiosa,
valles de la eternidad, de ignotas profundidades:
¡y la imagen de todo un siglo junto al cáliz de una flor!
Tú, que, santo y grande, siembras estrellas en vasto caos,
surge, cual astro radiante, de las ruinas de mi mente,
irrumpe, fantasma oculto entre difusas imágenes;
tú, que profético escribes el decurso de la historia,
y sostienes del poder las bóvedas imponentes
¿quién eres, di? Y, comprendiéndote, comprenda al hombre, tu
imagen.
Relampaguea en las nubes que tu grandeza nos velan,
entre derrumbadas bóvedas véate allá en lo profundo;
si tu tesoro conozco, ni morir me pesará,
¿Por ventura no te busca la vida de los humanos?
Yo, un hombre, de conocerte aceptaría morir.
Pero ¿acaso, oh sembrador, para las hormigas siembras?
¿Quién, quién plantó estas semillas que, en fulmíneo ramaje
convertidas, siglo a siglo, pueblan los campos del caos,
asentadas sus raíces en el corazón del hombre?
¿Pensamientos de coloso en un cráneo de hormiga,
tan grande la voluntad y tan menguado el poder,
el infinito que fulge preso en el brillo de un átomo?
En vano por comprenderte lucha mi naturaleza.
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Tú abarcas todo el espacio en su vasta inmensidad
y el hombre, flaco de fuerzas, no acierta a plasmar tu imagen.
Presa azarosa, juguete de pensamientos y dogmas,
los sofismas impotentes muéstranse cabe tu ser
y en ti meditando a muchos la muerte los sorprendió.
Labran los hombres figuras que dicen en ti inspiradas.
Grabado en piedra, esculpido, tallado en monte o en tabla,
aquí de rocas, allí de madera santa, y luego
quisieron que tu figura lo explicara todo. ¡Mudo
ante ruegos y blasfemias aquel ídolo por siempre
permanecía! Potente, sí, mas sólo un pensamiento.
Vano envío de los siglos, un temporal de preguntas
te busca en los jeroglíficos de la desértica Arabia
donde Ceellina instaura sueños de arena en el aire.
Los ensueños atraviesan el desierto; al mar descienden,
y en él los mitos de azules y centelleantes olas
ahogando mis bahías de incertidumbre los truncan.
Son ya mis sueños caudales águilas de ígneas garras.
Les di suelta, y en el cielo —el mito en sus ojos— vuelan.
Ciegos, quemadas las alas, vendrán a dar luego en tierra.
Astros de oro, en el pórtico de la eternidad irrumpen.
Caen en llamas de los cielos, nievan ceniza en mi testa.
Creí hallar lo verdadero. Despierto: he sido poeta.
Para explicarte, suscito ciudades del pensamiento.
Idea a idea se yerguen. El sol dorará sus cúpulas.
Así, en asiática tierra, ciudades del tiempo antiguo
peñasco a peñasco tocan con su muralla el empíreo.
Mas, si tan sólo a lo cierto roe un ápice de duda,
el viento da buena cuenta de mi ciudad ideal.
Cómo eres, nadie lo sabe. Las preguntas sobre ti
en las ondas de la historia se levantan como ruinas
y a través de las ideas rocas míticas se alzan.
Ninguna de las imágenes que el mundo te ha atribuido
es eterna, porque tú, con una cohorte de ángeles,
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de siglo en siglo en un cielo lleno de mitos te ocultas.
Tiempo, pues eres la fuente donde nace el pensamiento
de la historia, ¿a la pregunta angustiosa de mi ser
y al enigma que nos forma podrías tú contestarme?
No… pues tú mides la pausa entre la cuna y la fosa.
En ese espacio no existe la verdad. El relojero
eres que cava… Y no dándome solución, a ella me llevas.
Hoy el punto del solsticio para la tierra ha llegado.
De la grandeza al ocaso, del ocaso a la grandeza
se ve cómo va girando la amplia rueda de la historia.
Es en vano que la miren los pálidos pensadores,
queriendo para su curso… Pretensiones ilusorias.
Es el poniente de Dios y el morir de las ideas.
Nadie consigue que el sol no se acueste en el crepúsculo,
ni impedir a Dios se extinga en el cielo de la idea,
ni detener a la noche en la tumba de la historia.
Infantilmente creyeron muchos que el mundo regían,
sin darse cuenta que iban sobre las olas sin nombre
y que el planeta en que van piensa honda y santamente.
Se multiplican los signos de los tiempos, y en la tarde
enrojecida de guerras, de incendios, de sufrimientos,
las ideas de los siglos se reducen a la nada.
El sol divino, al hundirse, vierte sus últimos rayos
sobre el campo de la historia que tanto amó, y se confunde
con las tinieblas del mar que se muestran enemigas.
Una leyenda nos cuenta que en el país donde huyen
los días para vivir más jóvenes y más bellos,
en el jardín de las noches donde las dores son astros,
allá, en los bosques de bronce, cantan las arpas colgadas
de las ramas, los dragones construyen ricos palacios
y hay un agua de Juvencia en la llanura encantada.
No se muere quien la bebe… Yo bebiera para ver
cómo el reino de la muerte llega rompiendo este mundo.
Caen los astros, y al caer, desgarran otros planetas.
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Bajo la celeste bóveda, retumba el trueno con grandes
campanas de duelo, brillan los relámpagos, lo mismo
que antorchas santas y puras en la tierra amortajada.
Que el mar remueva sus olas y se estremezca al morir,
que las nubes, buitres negros, enciendan sus vastas alas,
que rayos extraviados hiendan el aire mortal,
que en la bóveda del mundo el sol muerto amarillee,
que de cada llama broten los ángeles de la muerte
y que desgarren el velo azul tendido en el cielo.
Que los relámpagos fijos en las nubes permanezcan,
que el trueno profundo calle, que el sol parpadee, extinto,
que las estrellas del cielo, temblando, a la tierra caigan,
que los ríos espantados se oculten bajo la tierra
y sequen la superficie del mundo, cubriendo todo
de hojas negras, amarillas, y el cielo arroje sus astros.
Que extienda sobre el planeta sus grandes alas la muerte.
Las tinieblas son el traje de los últimos residuos,
algún rastro retrasado su pequeña fuente extingue,
el tiempo muerto sus miembros tiende y se hace eternidad.
Cuando ya nada suceda en la desierta extensión,
yo te preguntaré, hombre, ¿qué quedó de tu poder?
Nada. ¿Para qué beber la eterna agua de la vida
si es para ver que la historia del mundo sigue pasando
y con las mismas miserias sigo cansando mi alma?
Sólo veré cómo nacen, viven y mueren los pueblos.
Iguales en la virtud, en sus miserias y vicios.
Si conocer el futuro deseas, mira al pasado.
Del agua santa del lago que da la inmortalidad
hay una gota en el vino que bebe la poesía,
una gota solamente. Sobre las otras que mueren,
ella resiste más tiempo. Morirá, porque es humana.
Es en vano que lo escribas sobre piedra y que lo creas
eterno. Eterna es la muerte y la vida sólo un tránsito.
Por eso bebo en el vaso de la ardiente poesía.
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Ya no me atormento más con preguntas insolubles,
leyendo el libro del mundo, en el que no escribí nada,
mientras reduce a la nada la muerte la vida oscura.
En vano es que la midamos a nuestra propia medida.
Las ideas son fantasmas y toda la vida es sueño.
1872
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Mihai Eminescu o Mihail Eminovici nació en Ipotesti, población cercana a
Botosani, en 1850. Cursó estudios en Chernovtsi, Viena y Berlín.
Bibliotecario de la Universidad de Iasi e inspector de enseñanza, fue
destituido por causas políticas, lo que le movió a centrar su actividad en el
periodismo satírico y de combate. En 1883, tras una etapa particularmente
difícil de su vida personal, se manifestó en él la locura e ingresó en un
manicomio, donde murió agredido por otro recluso en 1889. Su obra poética,
dispersa en numerosas revistas literarias, no se publicó reunida en un volumen
hasta 1881. Ediciones posteriores (la más reciente de las cuales data de 1970)
han ido completándola con numerosos poemas inéditos.
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Notas
Página 180
[1]El «perro de la tierra» es un minúsculo roedor muy vivo (souslik),
llamado en rumano «perrito de la tierra». Esta expresión ha tomado en
las leyendas rumanas la significación de la permanencia de la vida de
la naturaleza frente a la inevitabilidad de la muerte humana. Este
ladrido es considerado como un presagio de muerte. <<
Página 181
[2]Llanura pantanosa, al borde del río Ialomitza, célebre campo de
batalla. El príncipe de Valaquia, Mirtscha el Grande, alcanzó una gran
victoria sobre el sultán Bayaceto, en 1398. <<
Página 182
[3]
Se trata de Mircea el Viejo, llamado también el Grande, que reinó
en Valaquia, entre 1398 y 1418. <<
Página 183
[4] Río de Rumania, afluente del Danubio. <<
Página 184
[5]Barrio de Constantinopla, habitado antes por los griegos ricos (los
fanariotas). Este nombre ha guardado un sentido peyorativo de
explotación y de corrupción, ya que los turcos reclutaban entre ellos
los dignatarios para los países rumanos vasallos. <<
Página 185
[6]Sobrenombre dado al príncipe de Valaquia, Vlad IV, el Empalador,
célebre por su severidad. <<
Página 186
[7]
Toica es un trozo de madera o metal que se golpea para llamar a la
oración. <<
Página 187
[8]Decebal: el rey más grande de los dacios. Venció a los romanos
bajo Domiciano, en 88 a. C., y fue vencido dos veces por Trajano, en
102 y 107. <<
Página 188
[9] Sarmisigetus: capital de Dada, rodeada de altas montañas. <<
Página 189