Cartas de Pizarnik y Ostrov
Cartas de Pizarnik y Ostrov
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Alejandra Pizarnik & León Ostrov
Cartas
ePub r1.0
Titivillus 23.04.15
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Alejandra Pizarnik & León Ostrov, 2012
Edición de: Andrea Ostrov
Diseño de cubierta: Silvina Gribaudo
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INTRODUCCIÓN
POR ANDREA OSTROV
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distintas maneras, intenta darle ánimos, reforzarla en su autoestima, ayudarla a tomar
decisiones, apoyarla en sus esfuerzos, alentarla en sus proyectos. En términos de
Ivonne Bordelois, «Ostrov fue una suerte de padre literario para Pizarnik, quien le
dedicó La última inocencia (Poesía Buenos Aires), su segundo libro, en 1956, y uno
de los poemas de Las aventuras perdidas (Altamar, 1958)»[4].
La amistad continuó después de su regreso de Europa, en 1964. Y en alguna
ocasión, Alejandra asistió a las comidas literarias que mis padres solían ofrecer en
casa, a donde concurrían también Olga Orozco, Enrique Anderson Imbert, Betina
Edelberg, Bernardo Verbitsky, Florencio Escardó, Boleslao Lewin. Recuerdo haberla
visto en una oportunidad, durante ese invierno. Yo no había cumplido aún cinco años.
Me fascinaba poder presenciar la llegada de los invitados, escuchar las
conversaciones, estudiar los vestidos de las señoras y robar uno que otro «bocadito».
Mis padres me permitían quedarme despierta hasta el momento de sentarse a la mesa.
En esa oportunidad, desde mi lugar en la punta del sofá, la vi entrar y atravesar la
sala. La imagen permaneció a través de los años: nada de vestidos elegantes sino
pullover y pantalones furiosamente rojos. Caminó torpemente y sin hablar para
desplomarse en el primer sillón que encontró libre. A tal punto llamó mi atención,
que a la mañana siguiente pregunté a mi mamá «quién era esa señora de pantalones
colorados». Recuerdo su respuesta: «¡Alejandra!».
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un amigo» y que «llegaron a mí por mediación de León Ostrov»[5]. Resulta evidente,
para cualquier lector atento, la ambigüedad que esta frase deja en cuanto al
destinatario de la correspondencia, ya que «por mediación de» no equivale en
absoluto a «dirigidas a» León Ostrov.
Pero hay más: el 30 de noviembre de 1997 Malinow reproduce otros fragmentos
de estas cartas en el Suplemento Literario del diario tucumano La Gaceta. Esta vez
llega aún más lejos y pretende hacer concreta y material su apropiación indebida de
estos textos: afirma poseer los manuscritos de las cartas. Dice: «Por esos azares de la
vida, desde hace años guardo un original del Primer Diario de Alejandra Pizarnik y
cartas que envió a un amigo mío, el cual me las cedió sin ninguna preocupación.
“Tenelas, son de Alejandra; ahora son tuyas” me dijo. Y fue así como discretamente
las almacené entre telas de arañas y silencio […] y ahora se me ocurre revelar unas
líneas, de gran belleza formal, pues la prosa de Alejandra acaso, en mis originales,
supera sus versos insuperables» (énfasis mío)[6]. El mismo ocultamiento de la
identidad del destinatario de las cartas, ese misterioso y anónimo «amigo» capaz de
ceder —supuestamente— los originales «sin ninguna preocupación», se reitera en
este párrafo, pero ahora en función de hacer creíbles unas afirmaciones que, de otro
modo, hubieran resultado inverosímiles.
Pero hay todavía más: en el año 2002 Malinow publica Alejandra secreta, un
libro de poemas «inspirados» en las cartas de Alejandra a León Ostrov, sin sello
editorial. En el prólogo afirma: «de ese material, entresaqué párrafos, pensamientos,
circunstancias, y así nació este volumen, pues de inmediato advertí que estas cartas
eran, ante todo, poesía»[7]. Lo que aquí no dice es que los hermosos versos que ofrece
a la lectura son mayoritariamente transcripciones textuales de las cartas, donde por lo
general la única intervención de Malinow consistió en reemplazar el pronombre de
primera persona utilizado por Alejandra por un «ella», y disponer las frases originales
en forma de verso. Baste como ejemplo el siguiente párrafo «entresacado» de la carta
N.º 5:
Lee a Góngora
y a los surrealistas
y se preocupa por la palabra
no sólo en la frase
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sino en sí,
sino y sobre todo en sí.
Cree haber hecho un pequeño progreso
en los últimos poemas:
descubrió que se puede hacer poemas
sin tener nada pensado,
sin pensar,
sin sentir,
sin imaginar,
en cualquier instante
y a cualquier hora.
Dice: «el poema se hace con palabras».
Cuerpo presente
El conjunto de las cartas que Alejandra Pizarnik envía a León Ostrov conforman, por
un lado, una narración cuidadosa y pormenorizada de su vida en París: la descripción
de sus sucesivas viviendas; de su vida bohemia y desordenada; la alusión a la
ambivalencia respecto de su trabajo rutinario en la revista Cuadernos del Congreso
para la Libertad de la Cultura que le permite sobrevivir y permanecer en esa ciudad;
la referencia a las nuevas amistades literarias; la reflexión sobre el sufrimiento que le
ocasionaron algunas de sus antiguas relaciones; la conciencia de sus amores
imposibles y del difícil vínculo con su familia; la irrupción de los problemas de salud
y malestares físicos; el relato de situaciones puntuales —como el encuentro con
Simone de Beauvoir o con la bailarina amiga de César Vallejo— ofrecen un cuadro
nítido de los primeros años de su etapa parisina. En estas cartas, la escritora no
escatima detalles en la configuración de un relato de lo vivido que, de algún modo,
contrarresta esa «voz pública» que sabía instalar —como señala acertadamente
Patricia Venti— en otros intercambios epistolares en los que «raras veces […] hace
referencia a hechos personales destacados y en general se mantiene distante con las
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personas ajenas a su entorno, pero en ciertos casos permite que la voz extrovertida,
abierta y comunicativa relate su quehacer literario»[8].
Sin embargo, la extroversión de su voz va mucho más allá, en este caso, de sus
preocupaciones literarias: no solo están presentes las reflexiones, alegrías,
dificultades y angustias vinculadas con el ejercicio de la escritura y las impresiones y
comentarios sobre sucesivas lecturas. En estas cartas se dibujan además lugares,
momentos, situaciones, personas, objetos, recorridos, hábitos, paisajes y rituales de la
vida cotidiana, de manera tal que los textos presentan un fuerte anclaje carnal,
corpóreo: aquí hay «carnadura», hay un cuerpo doliente o gozoso, pero
indefectiblemente presente, aún en las manifestaciones más elevadas del pensamiento
abstracto. Se impone, en todo momento, la densidad de una presencia física, un
cuerpo como sede de la experiencia, inmerso en el espacio-tiempo, un cuerpo «en
situación»:
Son las ocho y el autobús bordea el Sena y hay niebla en el río y el sol en
los vitrales de Notre-Dame, y ver a la mañana, camino a la oficina, una visión
tan maravillosa, y aún la lluvia, y aún este cielo de otoño absolutamente gris
—tan de acuerdo con lo que siento— este cielo que amo mucho más que el
sol, pues en verdad no amo el sol, en verdad amo esta lluvia, esta tristeza en lo
de afuera (Carta N.º 9).
O:
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intercambios más «puntuales» vinculados con el envío o recepción de algún libro o
artículo; tampoco las necesarias especificaciones relacionadas con algún proyecto de
publicación, ni el tono humorístico ni los malabarismos lingüísticos infaltables en las
cartas a los amigos más cercanos, principalmente en los últimos años. Predomina en
cambio una modulación íntima, confesional, introspectiva, por momentos muy
próxima al «tono» de muchas de las entradas de su Diario. El siguiente párrafo de la
Carta N.º 3, por ejemplo:
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fragmento correspondiente a la Carta N.º 15
Quién me perdió
En el silencio fantasma de las palabras[10].
La misma transformación ocurre entre «sólo puedo decir lo que ve alguien que
mira el mundo desde debajo de una alcantarilla» (Carta N.º 13)
De igual manera, la frase «Pero ¿quién hablará del amor? No yo. Yo amo» de la
Carta N.º 12 se reescribe en su versión «poética» sustituyendo el verbo «hablar» por
«cantar»:
El cielo fue blanco este mes, fue una ausencia, fue mi amor este cielo: era
una tregua, un puente entre dos mundos (Carta N.º 8).
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Una noche se romperán los espejos, arderán las que fui y cuando despierte
seré la heredera de mi cadáver (Carta N.º 11).
Resulta evidente, a partir de lo dicho, que nos encontramos ante una escritura que
atraviesa las demarcaciones genéricas —carta, diario, poesía, prosa poética— y que
se re-escribe, se re-toca una y otra vez, en diferentes registros, en sucesivas
exploraciones, en continuos reconocimientos, en permanentes búsquedas. Un texto
único, proteico, errante, nómada, que jamás se detiene, que sin cesar se rehace, se re-
construye en un combate infinito con el lenguaje[11]. Se trata, en definitiva, de una
sola exploración poética que atraviesa los límites entre la escritura pública —o
publicada— de la poeta y sus papeles «privados» (cartas, diario):
Poesía encarnada
La búsqueda estética de Pizarnik se presenta como necesaria e ineludible, de manera
tal que conlleva un compromiso absoluto («Deseos de escriturarme, de hacer letra
impresa de mi vida» [Diarios, 218]). Así, el acto creador y la posibilidad de
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supervivencia constituyen una identidad que la escritora hace explícita
insistentemente:
Pero hay un juego a muerte. Tengo que hacer poemas bellos y tengo que
poblar de voces mi silencio (Carta N.º 11).
Esa búsqueda de la forma, esa lucha con el lenguaje a la que nos referimos más
arriba, se reduplica de alguna manera en la «lucha» que Alejandra mantuvo con su
propio cuerpo durante toda su vida: el asma, cierta tartamudez, el acné y una leve
escoliosis le producían una constante «incomodidad con [su] cuerpo» (Diarios, 223).
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«Una mujer tiene que ser hermosa. Y yo soy fea. Esto me duele más de lo que yo
creo» (Diarios, 141). Los kilos de más le pesaban particularmente, razón por la cual
desde muy joven se sometió a un «perpetuo régimen alimenticio» (Diarios, 266) y
comenzó a tomar anfetaminas para bajar de peso, en busca de esa forma ideal: «Es un
círculo vicioso. Para no comer necesito estar contenta. No puedo estar contenta si
estoy gorda» (Diarios, 141).
La constante preocupación por el «estilo» de escritura se traduce de alguna
manera en el afán de lograr un cuerpo armonioso. En la Carta N.º 19 constata por fin:
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miedo y de la angustia más extremos, el agotamiento excesivo, el dolor físico agudo,
el insomnio, las alucinaciones, la vivencia de la propia fragmentación, la amenaza de
la locura constituyen diferentes modos de producción de intensidades que ponen en
primer plano la dimensión material de un cuerpo en dispersión:
Cada día me siento más cansada, más enferma (nada más que vértigos y
fatiga). […] En fin, estoy cansada y sufro de insomnio (Carta N.º 14).
Sin embargo, en esa misma intensidad que la atraviesa reside la única garantía de
consistencia: «En medio de mi terror estaba el pequeño miedo a perder la intensidad
de mi sufrimiento. Si mi angustia me deja, pensé, estoy perdida» reconoce en su
Diario el 26 de mayo de 1961 (Diarios, 207). Y en la Carta N.º 11 dice: «Pero
también tengo temor de no trabajar todo el día, de no dolerme horriblemente el
cuerpo, de no desvanecerme casi en tareas cuyo fin es “ganarse la vida”».
Ahora bien, si la lengua poética supone una desterritorialización del lenguaje, la
poesía como experiencia vital y corporal implica una desterritorialización del propio
cuerpo que culmina, evidentemente, en la muerte: «Grietas y agujeros en mi persona
escapada de un incendio. Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso
del brazo que corresponda al hueso de la pierna» (Poesía Completa, 251). De este
modo, si la poesía representa por un lado la posibilidad de salvación para la poeta,
será también y al mismo tiempo la piedra de su propio sacrificio: «Sé, de una manera
visionaria, que moriré de poesía. […] Tal vez ya sienta los síntomas iniciales: dolor
en donde se respira, sensación de estar perdiendo mucha sangre por alguna herida que
no ubico» afirma en su Diario el 11 de agosto de 1962 (Diarios, 260). Y, en un texto
de 1969: «Me atengo al poema. El poema me lleva a los confines, lejos de las casas
de los vivos. ¿Y por dónde andaré cuando me vaya y no vuelva?» (Poesía Completa,
360).
En función de esto, me interesa detenerme en la frase «Y hablando de mi
vocación de objeto sigo dándome en holocausto a la sombra de la Madre» (Carta N.º
12), mediante la cual la poeta intenta referirse a cierta manera suya de posicionarse
ante las relaciones humanas. Sin embargo, parece inevitable pensar acá en una
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sustitución metafórica y leer además «Poesía» donde dice «Madre». ¿Qué otro
holocausto si no, determinó la vida —y la muerte— de Alejandra?
Ganarse la vida
Los interrogantes, inquietudes, inseguridades, vacilaciones y terrores que atormentan
a la poeta se encuentran ampliamente desplegados en estas cartas. Sin embargo —sin
pretender desconocer ni minimizar su conflictiva personal— constituyen además una
cruda y explícita puesta en escena de la problemática inserción del artista en la
sociedad de consumo. En efecto, la elección de una forma de vida entregada del
modo más absoluto a la creación estética resulta a las claras incompatible con lo que
socialmente se considera «una vida adulta y saludable». Si los parámetros de
«normalidad» identitaria prescriben una garantía de estabilidad —laboral, económica,
afectiva, familiar, sexual, domiciliaria— el despliegue de una subjetividad artística
suele requerir condiciones de posibilidad muy distintas a las establecidas por los
dispositivos culturales de «fijación». La exigencia social de «ganarse la vida»
(representada en este caso por la necesidad de conseguir un empleo con el cual
mantenerse) se convierte en un mandato absurdo y alienante para quien pretende no
solo escribir poemas sino hacer poesía con la propia vida:
En efecto, ¿cómo conciliar la Poesía con las leyes de mercado que rigen la
economía capitalista? ¿Cómo sostener esa «nada» frente a los imperativos de utilidad
y productividad que rigen nuestros cuerpos? ¿Cómo salvar «el abismo que existe
entre la poesía y la vida»? (Carta N.º 4). Por consiguiente, los reproches
sistemáticamente autoinfligidos que la autora expresa en estas cartas —falta de orden,
de método, de capacidad de trabajo, de constancia, de tenacidad, de voluntad, de
eficiencia— revelan no tanto incapacidades o «defectos» personales sino una radical
incompatibilidad entre los procesos internos de la creación artística y la organización
eficiente del tiempo «productivo» regulado por estructuras externas: «Y me pregunto
qué hacer con mis lecturas desordenadas, con mi imposibilidad de hacer tantas cosas
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que me propongo» (Carta N.º 9).
En función de esto, creo necesario señalar que el tópico del exilio —tan
recurrente (y más aún, estructurante) en la escritura de Pizarnik— no solo debe ser
entendido como expresión de una determinada construcción subjetiva o como
metáfora de la condición existencial del ser humano sino también como alusión al
lugar marginal del arte y del artista en la cultura de masas. Alejandra no solo habla
del exilio como imposibilidad de relación con los otros o con el mundo exterior:
La pregunta constante entonces, que se reitera una y otra vez en estas cartas es
«¿cómo vivir?». ¿Cómo reunir en un mismo cuerpo vida y poesía sin que ese cuerpo
resienta los efectos de las elecciones extremas? ¿Cómo sobrevivir a la experiencia del
caos, la fragmentación, la pulverización de sí misma? ¿Cómo sobreponerse al silencio
que sobreviene al renunciar a la hospitalidad de la lengua cotidiana para despeñarse
por los desfiladeros de la palabra nueva y desconocida? ¿Cómo permanecer en el
exilio definitivo? Vida y muerte; orden y caos; día y noche; trabajo y poesía;
descanso e insomnio; salud y demencia son solo algunas de las tensiones
enloquecedoras que atravesaron la vida de quien optó siempre por «ir nada más que
hasta el fondo» (Poesía Completa, 453), tal como quedó escrito en su pizarrón de
trabajo el día de su muerte.
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Se trata de veintiuna cartas de Pizarnik y cinco de Ostrov. Todas ellas fueron
transcriptas sin modificación alguna, con excepción de algunos errores ortográficos o
tipográficos que no creí necesario reproducir puesto que la presente edición incluye
facsímiles de los originales.
Como es sabido, pocas veces Alejandra consignaba la fecha de sus cartas. Sin
embargo, fue posible recuperar el orden cronológico de las mismas no solo a partir de
la fecha de los matasellos sino también en función del contenido. A pesar de los
intervalos a veces muy prolongados entre una carta y otra la secuencia va
configurando un verdadero relato «por entregas» de la vida parisina de la escritora.
Las respuestas de Ostrov conservadas, pocas lamentablemente pero consecutivas,
permiten reconstruir íntegramente al menos la primera etapa del diálogo atento que
tuvo lugar entre ambos.
Una última aclaración: dos párrafos correspondientes a la Carta N.º 4 y otros dos
extraídos de la Carta N.º 19 aparecen en Correspondencia Pizarnik de Ivonne
Bordelois como «Cartas a Antonio Beneyto». Ivonne aclara que se trata de
fragmentos extraídos de un artículo que Beneyto publica en el N.º 36 de la revista
Quimera, «Alejandra Pizarnik. Ocultándose en el lenguaje», en 1983. Sin embargo,
en dicho artículo Beneyto habla de «cartas de la época en que [Alejandra] vivió en
París» sin aclarar en ningún momento quién era su destinatario ni de qué fuente toma
los textos. Su verdadero destinatario no es Beneyto sino León Ostrov. Precisamente,
Ivonne misma reconoce que en esos fragmentos «se escucha el mismo tipo de terror
que caracteriza la correspondencia con Ostrov» (Correspondencia Pizarnik, 56-57).
Además, la relación epistolar que entablan Pizarnik y Beneyto surge recién en 1969,
con motivo de la voluntad de este último de publicar Nombres y figuras en la editorial
La Esquina, de modo tal que aún no se conocían en la época en que Alejandra estuvo
en París.
Por último, agradezco a Nora Catelli, quien me facilitó copias de las cartas de
León Ostrov conservadas en el Archivo Pizarnik en la Universidad de Princeton. A
Susana Chavez-Silverman, que me envió el artículo de Antonio Beneyto arriba
mencionado. A Gabriela Finkielsztein, que me ayudó a tipear varias de estas cartas. Y
a Carlos Dámaso Martínez, por su incondicional apoyo y sus valiosas sugerencias
para la edición de este libro.
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RECUERDO DE ALEJANDRA[14]
POR LEÓN OSTROV
Hace veinticinco años —fue a mediados del 57— una mujer me llamó por teléfono
para pedirme una entrevista. Mi primera impresión, cuando la vi, fue la de estar frente
a una adolescente entre angélica y estrafalaria. Me impresionaron sus grandes ojos,
transparentes y aterrados, y su voz, grave y lenta, en la que temblaban todos los
miedos. (Me acordé de esa criatura perdida en el mar de un cuento de Supervielle). El
diálogo que entonces iniciamos, y que duró poco más de un año, continuó después,
ya instalada en París, en cartas que no hacían más que corroborar lo que desde los
primeros momentos supe: que con Alejandra Pizarnik, romántica y surrealista, pero
por encima de todo, ella, Alejandra, inclasificable y única, algo importante se
incorporaba a nuestras letras.
Alejandra me traía, habitualmente, un poema, páginas de su diario, un dibujo
(había comenzado a asistir al taller de Batlle Planas). Y ahora lo puedo decir: no
podía sustraerme al goce estético que su lectura, su visión suscitaban en mí, y
quedaba, en ocasiones, si no olvidada, postergada mi específica tarea profesional,
como si yo hubiera entrado en el mundo mágico de Alejandra no para exorcizar sus
fantasmas sino para compartirlos y sufrir y deleitarme con ellos, con ella. No estoy
seguro de haberla siempre psicoanalizado; sé que siempre Alejandra me poetizaba a
mí.
La entrega de Alejandra a la poesía era total, absoluta. Fue lo que le permitió
resistir —hasta que decidió abandonar la lucha— los embates del viento feroz. La
irrenunciable y heroica tarea de acercarse al caos para entrever su ley secreta, de
atisbar en las tinieblas para iluminarlas con el relámpago de la palabra precisa y bella
fue la tarea que eligió como definición de su destino. (Necesito hacer bellas mis
fantasías, mis visiones. De lo contrario, no podré vivir. Tengo que transformar, tengo
que hacer visiones iluminadas de mis miserias y de mis imposibilidades… Hoy me
apliqué varias horas a Góngora… él «sabía», se daba cuenta de las palabras, de
todas y de cada una).
Siempre confié en Alejandra. Más allá de sus desfallecimientos, de sus
abandonos, de sus renuncias, de sus angustias, de sus muertes —de su muerte— sabía
yo que estaba salvada, irremediablemente, porque la poesía estaba en ella como una
fuerza inconmovible. Y si los poderes oscuros, algunas veces, parecían ganar terreno,
no era más que el trámite inevitable para que, después, lo terrible entrevisto se
convirtiera en condición de crecimiento y de mayor lucidez. Hasta que Alejandra —
hace diez años— decidió interrumpir su búsqueda. ¿Porque había ya encontrado?
¿Porque sintió que nunca encontraría? (Simplemente, no soy de este mundo… Yo
habito con frenesí la luna… No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra
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ajena, agresiva… No puedo pensar en las cosas concretas; no me interesan… Yo no
sé hablar como todos. Mis palabras suenan extrañas y vienen de lejos, de donde no
es, de los encuentros con nadie… ¿qué haré cuando me sumerja en mis mundos
fantásticos y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y
no sabré volver. Es más, no sabré siquiera que hay un «saber volver». Ni lo querré
acaso).
En una carta le contaba que en mis últimos días de París, allá por el 55, había
resuelto llevarme algo de la ciudad —el inexcusable souvenir— y morosamente le
narraba mi aventura. Alejandra, a su vez, me confió que de tener que llevarse algo,
como recuerdo de su estancia en París, se llevaría la fachada de una casa medio
derruida que había visto en un pueblito —Fontenay-aux-Roses— cuya estación de
ferrocarril está llena de rosas. Las ventanas de esa casa eran de color lila, pero de un
lila tan mágico, tan como los sueños hermosos, que imaginaba que entraba en ella, y
una voz la recibía: Hace tanto que te esperaba… Y allí se quedaba —para siempre—
porque ya no tendría que buscar más.
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CARTAS DE ALEJANDRA PIZARNIK
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Carta N.º 1[15]
Queridísimo León Ostrov:
Todavía me contemplo, asombrada de estar viva. Hubiera querido esperar
varios días y después escribirle una hermosa y —dentro de lo posible— poética
carta. Pero ahora no quisiera otra cosa que llorar y que usted me pregunte por
qué. La verdad es que acá me muero de miedo. No sé si ello responderá a mi
inmensa capacidad de temer o si la realidad contiene verdaderamente causas que
lo desaten. No estamos en el pueblo sino en un paraje desolado donde no hay
más que sonidos, ruidos informes que imitan todo lo que fantasea el miedo.
¿Nos pueden violar por la noche? Enseguida se encuentran ramas serviciales que
remedan a la perfección ruidos de pasos. (Siempre que hayan sido las ramas). Es
excesivamente solitario este lugar y de noche es una cosa horrenda que me
enmudece de terror. Y siempre la voz del mar, una voz desgarradora. Mientras
escribo contemplo millares de hormigas que caminan a mis pies. Algunas me
escalan. Me muero de náuseas. En verdad, pronto sonreiré, tal vez, de mi estado
actual. (Ahora hay una mosca verde que bebe de mi frente). Pero ahora estoy
muy desamparada, muy angustiada. Aunque me extrañe sobremanera no
interesarme por el aspecto de aventura que presenta la cosa. Anoche creí estar en
mi cuarto, sufrí mucho al despertar. Además me empezó a molestar la columna
vertebral, tal vez porque duermo en el suelo, no sé… Ayer me dije que debo
volver —creo que no hay pasajes hasta fin de mes— y que no me importaría
viajar de pie, necesito estar en mi cuarto, lejos de esta monstruosa naturaleza. He
visto los médanos. Parecen monstruos de un planeta
«Ne me dites plus rien: pour vous j’ai tout perdu!» (Le Cid)
desconocido. Estoy tan mal que nada me parece válido ya. Creo que voy a
irme. ¿Acaso las demás tienen menos miedo que yo? En realidad también están
asustadas pero no como yo… ¿Para qué todo esto? Y si me violan, si me
asesinan —lo creo probable e imposible a la vez—; lamento estar aquí, lo
lamento mucho. Si me ocurre algo y no vuelvo más me gustaría que usted le
pidiera mis poemas a mi madre. (Para más referencias: están en la biblioteca,
bajo llave). Ayer pensé en usted pero no pude determinar si lo que prefiere es
que me quede aquí y luche con el miedo o que me vaya. También cuando
viajaba pensé en usted, pero estaba eufórica y todo era muy bueno. Recuerdo
que estuve mucho tiempo pensando en Kafka, debido a que el domingo antes de
irme terminé de leer un libro que había empezado meses atrás, Cartas a Milena.
Cuando viajaba, impresionada por la lectura, se me ocurrió que la diferencia
entre Kafka y yo es que él tenía una extraordinaria libertad de pensamiento y
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una horrenda inhibición para actuar mientras que a mí me sucede lo contrario.
De cualquier modo me impresionó mucho, especialmente cuando dice frases
como ésta: «Y en verdad es hasta cierto punto una blasfemia construir tanto
sobre una persona». (Acaba de pasar Gregorio Samsa ya metamorfoseado).
¡Oh perdón por esta monotonía, perdón por esta carta espantosa, perdón por
haberlo conocido, y por haber nacido! Pero ya se arreglará —siempre que se me
pasen los dolores, apenas puedo escribirle— de cualquier modo todo seguirá
igual.
(He interrumpido la carta y ahora vuelvo más calmada). Creo que sería una
verdadera cobardía volver. Pero al mismo tiempo este viaje es una temeridad
gratuita. Solo me calmaré completamente si logro leer los libros que he traído.
Pero la literatura está lejanísima. (Hay dos hormigas en mi mano. Esta
naturaleza es obra de un demonio amargado. Pero usted ha intervenido y ellas se
han ido inexplicablemente). Hay un viento atroz, un viento que consume mis
deseos, no puedo meditar ni imaginar nada, he cerrado las puertas de mi ser y
solo queda una receptibilidad ansiosa y desconfiada. ¿Iría a ser algún mal
presagio este viento? Tal vez me diga que usted me olvidó y que nada me queda
sino este estar aquí, roída por insectos engendrados por mi culpa. Tal vez ellos
busquen redimirse por medio de mi miedo. ¿Y si esta carta fuera nuestra última
comunicación? No tengo miedo de morir, tengo miedo de esta tierra ajena,
agresiva, tengo miedo del viento (yo que dije que «hay que salvar al viento»
ahora digo que «hay que salvarme del viento»), tengo miedo de los árboles
salvajes, nacidos porque sí y para nada. Ahora comprendo que no es posible
volver a la era en que se hacía fuego con madera y piedras (como hacemos
nosotros) porque tal vez la naturaleza esté agraviada de nuestra huida y cada uno
que retorna a ella se ve objeto de su odio causado por el desamparo en que la
hemos dejado. Hace siglos que me fui de Bs. As. y hace siglos que lo vi a usted.
Y esto último me hace doler el corazón. ¿No puede hacer algo para que el viento
se tranquilice? ¿Por qué no les dice a los árboles que soy inocente? ¿Y al mar
que no ruja? ¿Y a la noche que no construya complots contra mi miedo? Estoy
segura que será bondadoso y hará todo lo que le ruego. Solo que no puedo
retribuirle con otra cosa que con mi miedo, con mi falsedad… y si le interesa
con mi total adhesión. Estoy en otro planeta y nada en él me enamora. Suya,
Alejandra
Martes 9 hs.
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Carta N.º 2[16]
Raro no pensar en usted. Raro no disolverse en una angustia innombrable al
pensar que estoy aquí, más sola que las piedras —aún ellas son besadas por el
mar. Pero no estoy muy extrañada. He mirado al mar, lo alabé a pesar de todo,
me enfrenté con el sol, y participé seriamente en el sueño de las arenas.
He preguntado a mi sangre si mi vida tiene posibilidades. Y se me ha dicho
que sí. Y la palabra libertad tiene sentido. Esto es lo que sentí entre las rocas,
junto al mar. He meditado en mi manía de negar la vida, en ese pesimismo
mezquino del que quiero salir. No hay duda: lo difícil es aceptar la vida. De allí
mis aullidos, mis horribles defensas para execrarla. Pero es solo por comodidad.
Quisiera ahora más que nunca trascender el miedo infantil, la imbecilidad, en
suma. Todo es tan incierto y tan frágil que a veces me considero esa niñita
perdida en el mar de la que habla Supervielle en un cuento. La única solución es
ser valiente. En suma, dejaré de analizarme. No sé si mi decisión es definitiva,
¡cómo puede serlo si todo vuela, si a cada instante mi yo se alimenta de las
cenizas de un yo anterior!
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Carta N.º 3[17]
Muy querido León Ostrov:
No sé qué esfuerzo me exige escribirle, es imposible decirlo con palabras.
Hace mucho tiempo que vengo escribiéndole cartas y rompiéndolas,
diciéndome: no, no es eso lo que yo quise decir. Lo peor es releer al día
siguiente lo que escribo hoy: jamás me puedo reconocer. Pero ahora estoy
sentada en el Café de Flore, cerca del correo y enviaré estas líneas, aún sabiendo
que me arrepentiré de ellas. He recibido su carta y la he leído y releído. Ella me
dio unos deseos furiosos de que mi próxima carta fuera alegre, un mensaje de
paz, de serenidad, de bienestar. Tout va bien! Y que usted pensara, al leerla: hizo
muy bien en irse a París. Pero no es posible aún. Y tal vez jamás lo sea. Estoy
tocando fondo en mi demencia. Las alucinaciones se multiplican, ahora con
miedo: qué haré cuando me sumerja en mis mundos fantásticos y no pueda
ascender. Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver. Es
más, no sabré, siquiera, que hay un «saber volver». Ni lo querré, acaso. Por eso
dibujo todos los días. Temor de mi desconexión, de mi indiferencia, de mi soñar
pasivo. Estoy enamorada de esta ciudad. Miro, veo, camino. No estoy ociosa.
Pero nunca he tenido una conciencia más fuerte de mi enfermedad, de mis
imposibilidades.
Esta carta me exige un esfuerzo enorme. Hace tanto tiempo que no hablo —
y para mí hablar es hablar de mí— hace tanto que sonrío, digo idioteces con mi
maldita familia, o frases ingeniosas con las pocas personas que encuentro, o
mentiras en mi correspondencia con mis padres. Hace tanto que no digo «yo» y
hablo de mis miserias. Y me hubiera gustado tanto, digo, que mi carta fuera
eufórica y maravillada. Pero para eso me tendrían que asesinar antes: «no me
podrán quitar el dolorido sentir»… Hice tantas idioteces, he bebido tanto, he
gastado todo mi dinero, y ahora no sé qué hacer, si bien no me angustia
demasiado. El mes pasado me fui a vivir a un hotel y después tuve que volver
chez mon oncle, a causa de carecer de medios. Pero qué puede significar el
dinero si estoy luchando cuerpo a cuerpo con mi silencio, con mi desierto, con
mi memoria pulverizada, con mi conciencia estragada. Hasta mi cuerpo presenta
signos de la lucha: estoy enferma porque bebo y bebo cuando estoy enferma.
Además, descubrí que el chocolate me hace mal por lo cual se me convirtió en
una necesidad semejante a una droga. A veces me hundo en un cine para
escapar, por unas horas, a mis necesidades, mis compulsiones viciosas. Me
pregunto por qué no me avergüenzo de decirle estas miserias.
Recibo cartas nostálgicas y llenas de afecto de mi madre: quiere que vuelva.
Yo también hasta hace unos días, quería volver. ¿La causa? Mi entrañable
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correspondencia con Susana, basada esencialmente en el humor negro. Pero
hace ya dos semanas que no me escribe, lo que me lleva a sentir un odio
profundo por ella. Lo mejor es que no me importa tanto lo que me escribe sino
que me escriba. Que no me olvide. Esto podría ilustrar un trabajo sobre la
psicología del cobarde: el que se arruina en sus esfuerzos por retener e impedir
lo que es imposible de retener y lo que vendrá de todas maneras. Además,
siguiendo con Susana, su silencio me impide querer volver.
Le escribo con grandes esfuerzos. Me siento bastante mal y probablemente
quisiera estar en mi cuartito de Buenos Aires, en mi cama, con las frazadas
cubriéndome la cabeza. Tal vez me exijo demasiado, como si yo fuera el
empresario tiránico de una cantante —yo— que no quiere cantar. Pero me
pregunto finalmente si todo esto no es bueno. Tal vez me sea fecundo encararme
de una vez por todas (y qué irreal es esto: no existe «una vez por todas») con mis
delirios.
Esta carta parece la de un espíritu. No hay sangre en ella. No encarna en
actos, en sucesos, en nombres propios. Pero se acerca, en parte, a la verdad. Y la
envío antes de releerla y romperla. Hasta muy pronto. Abrazos para usted y
Aglae,
Alejandra
8, av. CHASTENAYE
CHATENAY—MALABRY SEINE
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Respuesta de León Ostrov
Querida Alejandra:
Su carta muestra cuán profunda es en Ud. su nostalgia por su madre. Lo que
me dice de su cuartito de Buenos Aires, de sus frazadas, y el pasaje inmediato a
Susana después de contarme sobre las cartas llenas de afecto de su madre, creo
que son muestra suficiente. Ahí está en gran parte el problema, oscuro, negado,
ambivalente, pero intenso y presente como una herida actual, a pesar de los días
y los años. Tendrá que encararlo, inevitablemente. ¿Por ahora qué le puedo decir
para ayudarla? Me dice que no está ociosa, que mira, que ve, que camina, que
está enamorada de París; todo esto está bien, ya es algo, pero, evidentemente,
poco, en la medida en que se le interponen, constantes, sus problemas y
melancolías. ¿Me estaré arrepintiendo de haberla instado a que haga el viaje? No
me resuelvo todavía. Creo —quiero creer— que, en definitiva, será fecundo, que
en una persona como Ud., aún con todas sus dificultades, París no puede quedar
como al margen, como mera ciudad interesante. Puede ser que necesite Ud.
volver a Buenos Aires para asimilar la experiencia, para poder incorporársela y
sentir, recién, ya dentro de Ud., que la aumenta y enriquece.
La imaginé escribiendo la carta en el de Flore, a donde yo iba todas las
noches y del cual —no se lo cuente al mozo— conservo un balde de hielo con la
inscripción «Café de Flore», que una tarde, en un verano, en un rapto preparado
con premeditación y alevosía, y que no quise someter a ninguna consideración
moral, me llevé como «souvenir» de ese París del cual no quería separarme.
Escríbame Alejandra, sin romper las cartas; déjese llevar por lo que
espontáneamente le surja. No importa que al rato o al día siguiente no se
reconozca en lo que escribió. Pese a Ud., Ud. es siempre Alejandra.
Un abrazo de Aglae, Andrea y mío,
León Ostrov
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Muchas gracias
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Carta N.º 4[18]
Queridísimo León Ostrov:
Gracias por su carta. Jamás he recibido y bebido palabras con tanta
intensidad como las suyas. Justamente la noche anterior me había hecho una
orgía de autoconmiseración, de nadie te recuerda y todos te olvidan. Pero
desperté y vi su carta. Entonces el enemigo se corrió.
Lo que sucede es que tengo la maldita manía de comunicar exclusivamente
mis angustias. Cuando estoy bien, cuando el ser canta y se encanta de estar en
este mundo ancho y alto, no se me da por escribir una carta y decir que tout va
bien.
Me fui de nuevo del hogar familiar. Estoy en una piecita en la Rue des
Écoles, que habito gratuitamente aunque no tanto pues debo pasearme dos horas
por día con una niñita por el Luxemburg o a veces colaborar en las tareas
domésticas —en las que ya soy una experta— y además no salir de noche varias
veces por semana cuando madame et monsieur salen y yo velo por la niñita a la
que por otra parte degenero y pervierto pues le dejo hacer y decir todo lo que le
prohíben; además dibujamos juntas. Tiene 2 años y medio y ya llegó al arte
abstracto. «Haz un perro» —le digo. Y hace esto: o «haz un caballo» y: \ o
«a papá»: o «a mamá»: etc. De todos modos me tendré que mudar pues me
dieron la pieza por un mes solamente. Veremos qué haré y cómo se las arreglará
sin un centavo. Me veo con algunos pintores argentinos: todos angustiados por
el dinero. Yo, de mi parte, habito con frenesí la luna: ¿cómo es posible
preocuparse por el dinero? Pero me gustaría no enajenar mi tiempo en un trabajo
prolongado —lo que probablemente tendré que hacer. Pero quiero mi tiempo
para mí, para perderlo, para hacer lo de siempre: nada.
Estoy tratando de hacer o comenzar a hacer un poco de periodismo para La
Gaceta de Tucumán. Mi tío Armand —no el que me hospeda, pues tengo 2 tíos
aquí— conoce a Simone de Beauvoir y le dijo que yo le puedo hacer un
reportaje. Ayer la llamé por teléfono: fue la sorpresa más grande de mi vida:
marco el número y me responde una voz de sirvienta gallega: yo creo haberme
equivocado y pregunto de nuevo por Mme. de Beauvoir. «C’est elle qui parle»
—dice la voz a los gritos. Le murmuré mi nombre y le murmuré lo del reportaje.
Me respondía a los gritos, una voz tan rara, tan funcional, tan al mismo tiempo
generosa —porque se da tanto a pesar de su fealdad— e histérica y flexible. Y
hacía tanto contraste con mi lentitud, mi gravedad, mi sentarme sobre cada
palabra como si fuera una silla. Cuando corté —el reportaje[19] se hará tal vez la
semana próxima— me dio un ataque de risa interminable y me fui a jugar con la
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niñita que se quedó absolutamente sorprendida de mi euforia, de verme tan
animosa y deseosa de jugar. No dejé de pensar en esa voz durante todo el día, no
sé por qué la asociaba con el abismo que existe entre la poesía y la vida, entre un
gran poeta que en general vive como un oficinista y un ser que hace un poema
de su vida pero que no puede escribir poemas. Pensé si no habrá que elegir:
orden, método, trabajo fecundo, existencia mesurada, estudiosa: entonces se
escriben grandes poemas y grandes novelas, o lo otro: un sumergirse en la vida,
en el caos de que está hecha, en las aventuras «oh la vida de aventuras que
cuentan los libros para niños ¿me la darás a cambio de todo lo que he sufrido?»
(cito y deformo de memoria). En suma, ¿cómo vivir?
Lo que me dice del problema con mi madre es más que cierto. Aquí en París
me surgieron recuerdos de cosas viejas, que creí sepultadas para siempre:
rostros, sucesos, etc. Los anoté y traté de analizarlos seriamente. Pero lo que me
interesa es haber descubierto que no conozco el rostro de mi madre (yo, que
tengo una memoria excepcional para los rostros) sino que lo veo en la niebla,
esfumado, como el negativo de una foto. Conscientemente, no la extraño. No sé
qué decirle en mis cartas ni tengo ganas de decirle nada. Ella me envía tres o
cuatro frases convencionales y muchos abrazos. Posiblemente no me importaría
no verla nunca. Pero no confío en estas afirmaciones. He pensado en el análisis.
En Buenos Aires lo había descartado de mis proyectos. Pero aquí me asalta y me
invade muchas veces la evidencia de mi enfermedad, de mi herida. Una noche
fue tan fuerte mi temor a enloquecer, fue tan terrible, que me arrodillé y recé y
pedí que no me exilaran de este mundo que odio, que no me cegaran a lo que no
quiero ver, que no me lleven adonde siempre quise ir. Pero para hacerme el
psicoanálisis necesito ir a Buenos Aires. Y no sé aún si deseo volver o no. Creo
que mis angustias en París provenían del brusco cambio de vida: yo, que soy tan
posesiva me veo aquí sin nada: sin una pieza, sin libros, sin amigos, sin dinero,
etc. Mi felicidad más grande es mirar cuadros: lo he descubierto. Sólo con ellos
pierdo conciencia del tiempo y del espacio y entro en un estado casi de éxtasis.
Me enamoré de los pintores flamencos y alemanes (particularmente Memling
por sus ángeles), de Paolo Uccello, de Leonardo (La virgen, el niño y Sta. Ana
—¡por supuesto!— que me arrastró a una larga y absurda interpretación sexual,
aunque en verdad no hay qué interpretar pues todo está allí). Y naturalmente
Klee, Kandinsky, Miró y Chagall (los preferidos, por ahora).
Me parece muy bien que se haya llevado un balde del de Flore. Yo, por
ahora, me porto juiciosamente: sólo unos pocos libros. Pero si me tuviera que
llevar algo sería la fachada de una casa desmoronada de un pueblito llamado
Fontenay-Aux-Roses, cuya estación de ferrocarril está llena de rosas. Las
ventanas de esa casa tienen los vidrios de color lila, pero de un lila tan mágico,
tan como los sueños hermosos, que me pregunto si no terminaré penetrando en
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la casa. Tal vez, si entro, me reciba una voz: «Hace tanto que te esperaba». Y yo
ya no tendré que buscar más.
Hago —se hacen— algunos poemas. Cuando los corrija le enviaré algo. Sigo
dibujando pequeños monstruos. Y leo al «perro de Lautréamont». Escribo
minuciosamente mi diario. Y envejezco. Cumplí años y soñé que me decían: «el
tiempo pasa». Pero no lo creo. Quevedo tampoco lo creía: «miro el tiempo que
pasa y no le creo» (cito de memoria). Mi único ruego constante es que no me
abandone la fe en algunos valores espirituales (poesía, pintura). Cuando me deja
temporariamente viene la locura, el mundo se vacía y rechina como una pareja
de robots copulando.
Le buscaré las revistas y todo lo que necesite o —y– llegara a necesitar.
Abrazos para usted y para Aglae,
Alejandra
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Carta N.º 5
Muy querido León Ostrov:
Le envié hace poco una carta desde una hermosa piecita, que ya no existe
para mí, pues estoy de nuevo con mi familia, hasta fines de este mes. Después va
a venir Agosto y no sé qué haré, hay un vacío en Agosto, una distancia hecha de
un precipicio, que necesitaré saltar o, lo mejor, cambiaré de camino. Le dije que
le contaría sobre mi encuentro con S. de Beauvoir, pero me es penoso
rememorarlo. Quizás, y casi como siempre, veo con ojos lúgubres cosas que
objetivamente no lo son. Razonablemente hablando, tal vez fue un encuentro
como cualquier otro del estilo: una periodista preguntando sobre esto y aquello,
y la entrevistada que responde. Pero yo no me he recuperado aún de lo que fue
para mí este encuentro: una profunda experiencia del miedo. Y más profunda
aún por lo inesperado de este miedo. Comenzó el día del encuentro: despertar y
sentir que el corazón me lleva y me trae. Horribles sacudidas. Taquicardia. Esto
fue nuevo. No era mi viejo miedo «espiritual» posible de traducir en metáforas.
Un nuevo miedo: cuerpo y alma encontrados por vez primera, reunidos,
celebrando nupcias horribles. Traté de beber, pero la primera gota me obligó a
permanecer tendida en la cama varios minutos, asistiendo a algo como una
revolución. Imposible pensar. Imposible todo. Imposible también la lenta agonía
—con la mano en el corazón— de mi ser paseándose hasta que se hizo la hora y
yo entré en Les Deux Magots rogando y rogándome que mi voz surgiera —pues
mi miedo más profundo (el de los exámenes) era que la garganta se cerrara. Y
cuando llegó me calmé un poco pues su aspecto no es en modo alguno aterrador.
Le pregunté —con una seriedad excesiva, con la voz estrangulada, con el ritmo
del corazón siempre delirante— sobre la mujer y el arte y algunas otras idioteces
por el estilo que respondió con algunas frases de El segundo sexo. Cuando
finalizamos me preguntó a su vez sobre mí y mis cosas: y le dije de mis poemas,
de mi preocupación por la palabra, de mi angustia por mis poemas actuales, etc.,
exagerando un poco, por supuesto, cuando dije, por ejemplo que «lo único que
me interesa en este mundo es hacer poemas», lo que la sorprendió, sin duda, y
me pidió mis libros. Creo que contenía o reprimía su interés por mí, no sé por
qué, pero seguramente a causa de su tiempo escaso, y cuando nos despedimos,
me insinuó que vuelve de Brasil —se va ahora con Sartre— en Octubre, por lo
que estará «a mi disposición». Bueno, yo me quedé dos horas en el café —ella
ya se había ido— y me sentí repentinamente bien: «ya pasó el miedo», me decía.
Lo mismo que en los exámenes.
Demás está decir que el corazón jamás volvió a molestarme sino que lo que
le sucedió fue festejo exclusivo para «el encuentro» (título de un cuento que hice
sobre lo que le acabo de contar). Olvidaba decirle que S. de B. me dijo que «por
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qué soy tan tímida y cómo voy a hacer para persistir en los reportajes con
tamaña timidez». Me pregunto cómo haré ahora para escribir un artículo sobre
las idioteces que le pregunté. Quiere que se lo envíe cuando se publique.
(Conoce ese poema de Eliot: «¿y cómo podría yo atreverme?»).
Hablando de poemas hice varios nuevos y no son malos. Leo a Góngora y a
los surrealistas y me preocupo por la palabra —no sólo en la frase sino en sí,
sino y sobre todo en sí. Creo haber hecho un pequeño progreso en los últimos
poemas. Y descubrí que se puede hacer poemas sin tener nada pensado, sin
pensar, sin sentir, sin imaginar, en cualquier instante y a cualquier hora. En
suma, «el poema se hace con palabras…». Y con ganas de hacerlo, agrego.
Esto tal vez, para justificar mi apasionada declaración sobre mi vocación
poética —de la que me siento tan insegura como con todo— a S. de B.
También dibujo. Le mostré lo que hice a Octavio Paz y lo estima mucho.
Con Paz tengo una relación rara. Hay algo misterioso —nada sexual— que nos
une y nos obliga a una familiaridad que asomó en cuanto nos vimos.
Volviendo a lo del encuentro me dejó anonadada. Me refiero siempre al
miedo incomprensible que sentí y que siento cuando me animo a recrearlo. «El
miedo pegado a mi rostro como una máscara de cera». Qué no me animaría a
hacer ahora para desmentirme mi terror, mi ser cobarde. Ir al fuego, al agua, a la
perdición, al suplicio, sí, pero es tan fácil; lo que no podría hacer es otro
reportaje. Y esto es para reírse. O no.
El reportaje fue el martes. Desde entonces hasta hoy, viernes, no he salido de
esta casa —de mi cuarto sombrío y no muy lindo. Ha llovido hermosamente y
me han faltado ganas y motivos de moverme. Leí varios libros, escribí varios
poemas, no hablé con nadie —sino los saludos convencionales de siempre— y
descubrí que me sentía —apenas me atrevo a decirlo— «casi feliz».
Exceptuando las veces en que me «acordaba». «Estás en París; tienes que salir,
tienes que ver». Entonces la angustia. «Mañana; juro que mañana saldré». Pero
un nuevo libro, pero tal vez un nuevo poema. Y el silencio interno tan agradable
después de haber leído muchas horas, después de haber escrito. Ese silencio
como una mano de terciopelo. Tal vez un poco de hastío, pero no obstante, una
sensación casi de dicha, una tristeza tan dulce que deviene alegría. Un olvido
absoluto de la realidad, de su horror. «Pero no puedes pasarte la vida encerrada
leyendo y haciendo poemas como Calipso, la tortuga–electrónica–poeta». ¿No
puedo? ¿No se puede? ¿Por qué no se puede? ¿Por qué hay gente que trabaja
diez y quince horas por día en lo que le gusta y no siente que «no se puede»?
Pero «no se puede». Está dicho. Hay que trabajar en cosas serias y ganarse la
vida. Por otra parte, esta concentración de ahora en la lectura y poesía no puede
durar mucho. Mañana o pasado retornaré a mi nebulosa mental y arrastraré un
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solo libro durante meses, en los que no escribiré una sola línea. No obstante
necesito leer, lo necesito para sobrevivir; estoy absolutamente convencida de
necesitar alimentos poéticos para mi poesía. Lo que se llama técnica poética —si
bien no existe— pero hay algo diferente que llaman con este nombre equívoco.
Yo lo necesito. Necesito hacer bellas mis fantasías, mis visiones. De lo contrario
no podré vivir. Tengo que transformar, tengo que hacer visiones iluminadas de
mis miserias y de mis imposibilidades. No sé si me explico bien. Por eso, hoy,
por ejemplo, me apliqué varias horas a Góngora. Lectura un poco penosa la vez
primera. Y no obstante él «sabía». Se daba cuenta de las palabras, de todas y de
cada una.
Aún no sé qué haré —me refiero a la «realidad». Para quedarme necesito
pensar en ganarme la vida. Cuando pienso en ello pienso que no es justo aplazar
siempre las cuestiones que siento urgentes: leer, escribir, etc. Razonablemente
hablando: pueden hacerse las dos cosas. Sí. Pero mi sueño, mi aspiración más
grande se enlaza a mi signo astrológico: Tauro —el mismo que el de Balzac—
signo asociado a la fecundidad, a la capacidad de trabajo, a la voluntad, del que
estoy desviada por alguna aberración pero gimiendo siempre por incorporarme a
sus fieles: sólo seré feliz cuando escriba innumerables volúmenes, cuando
escriba sin detenerme durante días y meses y años. Pero qué quiero escribir o
sobre qué, me pregunto, si en mí hay sólo silencio. Pero no me convenzo. Y la
vieja aspiración sigue, frustrada y persistente.
Otra vieja frustración —y esta carta deviene crónica— es el estudio. Saber
que lo necesito para mis poemas, lo necesito para justificarme, (no sé ante quién
pero no deja de aterrarme que, en un sentido social, si yo leo a Góngora para mí
estoy «perdiendo el tiempo» mientras que si lo leo para un examen «trabajo» y
«me beneficio»). Además en tanto no finalice los estudios seré siempre una
vagabunda. Pero cómo seguir si «el miedo se adhiere a mi rostro como una
máscara de cera» cuando pienso en los exámenes, en hablar en público. La
primera solución que se me presenta es el psicoanálisis. Quizás me ayude a
poder hablar sin miedo. Pero si no fue posible curarme con su ayuda, por qué
será posible con otra, cuál será mejor, es que acaso hay alguien mejor que usted
en Buenos Aires. Y no sólo el no poder hablar me lleva a pensar en este
tratamiento: es también el pasado que aquí despertó, que me sobreviene en
oleadas, que me molesta como una invasión de moscas venenosas. Me debato y
mato, pero vienen más y más. Hasta que caigo y viene el silencio.
Todo esto que cuento y digo sucede hoy. Mañana tal vez despierte y sonría
con cierto desprecio por la obsesiva de ayer, por sus planes «burgueses», por su
anhelo de seguridad. Y tal vez la neurosis sea esencialmente un anhelo de
seguridad. Un no saber que ella no existe (Descubrimiento durante el viaje).
Pero aunque mañana venga Otra y pasado Otra, mi visión de la felicidad es
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siempre la misma: un poder trabajar en y con las cosas que uno quiere. Me
pregunto si hay posibilidad de cura cuando alguien no lo puede. Si no puede
trabajar es porque no quiere, no tiene cosas que quiere. ¿Y alguien que es así
está enfermo? Oh me gustaría conversar con usted de estas cosas.
Hablé por teléfono con Verdevoye y tal vez nos veremos la semana próxima.
Perdón por mi lentitud en buscar las revistas: comenzaré «mañana». Perdón
también por esta carta aburrida y excesiva. Abrazos para usted y Aglae,
Alejandra
15 de julio
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Respuesta de León Ostrov
Buenos Aires, agosto 18 de 1960.
Querida Alejandra:
Todo este tiempo estuve pensando en escribirle, pero las circunstancias me
imponían postergarlo porque estaba todo yo preocupado e indignado por una
canallada que, en la Facultad me había preparado, a traición, el «colega» que
dirigía —le aceptaron la renuncia hace unos días— el Departamento de
Psicología. Se trataba, sencillamente, de eliminarme. ¡Me resultó tan sorpresivo
e incomprensible todo eso! Por suerte logré desbaratar la maniobra. Ahora —
solucionado el problema— vuelvo a Ud.
¿Se enteró de que Silvina Bullrich publicó en La Nación de hace un par de
domingos un reportaje a Simone de Beauvoir? Me pareció bastante flojo y
lamenté que se adelantara al probable suyo. No sé si publicarían enseguida otro,
en caso de que me lo mandara. Pero ha escrito Ud. un cuento y confío en él.
Alejandra: no creo que sea yo el mejor psicoanalista de Buenos Aires. Creo
que otro, a lo mejor, podría sacarla a Ud. de sus miedos y de sus problemas. Por
motivos X, Ud. se traba con dificultades que, en definitiva, traducen su
dificultad para aceptarse. ¿Qué importa si «mañana no escriba o arrastre un libro
durante meses?» Todo eso no es, en Ud. pérdida de tiempo, es «trabajo»,
elaboración, creación, aunque aparentemente no lo parezca. Ud. es de esos seres
que trabajan siempre porque la intimidad no descansa. Y si sus miedos y
miserias se convierten, después, en palabras bellas, pues alégrese, porque las
palabras bellas solo surgen cuando algo, de adentro, hermoso o terrible, mejor,
hermoso y terrible, las impulsa. Déjese de exámenes y convencionalismos: Ud.
trabaja y se beneficia cuando lee a Góngora para Ud., y casi diría que pierde el
tiempo cuando lo lee para preparar un examen.
Me alegra que haya hecho amistad con Octavio Paz. Sé cuánto lo admira, y
vaya aprendiendo que lo que importa, en definitiva, es saber que hay unas
cuantas personas que la quieren y saben lo que Ud. es capaz de hacer por lo que
ya ha hecho.
Un abrazo grande de Aglae, Andrea y mío,
León Ostrov
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Carta N.º 6[20]
Muy querido León Ostrov:
Tenía pensado escribirle más tarde, cuando hubiera sobrevenido lo que yo
esperaba y que tal vez sobrevenga pero yo ya no lo espero tanto, ni como antes,
como ayer. Me habían propuesto que yo hiciera el scénario de un film corto
sobre Vallejo para difundirse por la televisión en varios países sudamericanos.
Acepté feliz. La propuesta coincidía con mi buen estado anímico: había salido
mucho, había visto. Había acariciado la esperanza de quedarme en París mucho
tiempo, indefinidamente, esperanza que se resolvió en certeza cuando la
propuesta. La había aceptado con todas mis buenas intenciones de hacer algo
alguna vez por mí, algo bueno y que me alegre, que me libere. De esto hace unos
15 días. Dos semanas sin ver nada, sin visitar a nadie, sino como empujada por
algo o alguien terriblemente fuerte, y yo me decía: trabajá, si trabajás te vas a
salvar. Anduve torturándome en la Biblioteca Nacional donde no hay nada sobre
la vida de Vallejo. Ni siquiera tenía sus poemas que están agotados y que por fin
me consiguió Jonquières. Fui a la Unesco y hablé con cuanto peruano existe. Por
intermedio de un amigo de un amigo de un amigo de alguien que conozco di con
la noticia de la existencia de una vieja bailarina peruana, viuda de Ernesto More,
gran amigo de Vallejo. Anteayer, pues, fui a lo de una vieja condesa rusa
fanáticamente marxista, que vive en «su» calle Visconti. Como la reunión era
muy tarde pasé por el café Old Navy lleno de argentinos y no sé cómo fue pero
enganché a un italiano que me acompañó. Llego y está el chico peruano (amigo
de un amigo… etc.), la bailarina, la Condesa, una vieja bouquiniste que me
vendió una vez el Kama–Sutra junto al Sena y un muchacho español que trabaja
de sifonero en el verano y en el invierno ayuda a un filólogo a traducir al francés
el Mío Cid. Todo muy interesante pero frustrador cuanto a Vallejo. La vieja
bailarina se hacía la importante y mentía abiertamente. Por fin se dio el gusto y
me enseñó cómo bailaba Vallejo cuando se embriagaba. Entonces me fui y era
tarde y el italiano no pudo volver a su casa a causa del metro que no andaba a
esa hora. Entonces se metió por la ventana de mi cuarto (habito provisoriamente
en la Résidence Universitaire d’Antony: «Les visites masculines sont
interdites»). Y por supuesto hicimos el amor —expresión infiel en este caso. Y
todo pasó de una manera muy interesante sólo que es muy largo y difícil
contarlo ahora. No es esto todo: me vi con la sirvienta de Jonquières, que tenía
una revista peruana; me vi con Ricardo Paseyro, yerno del finado Supervielle;
me vi ayer con Jorge Carrera Andrade, quien me miraba con desconfianza al
principio y finalizó comprándome cigarrillos y nos veremos de nuevo, etc. En
suma: no tengo casi nada de material para el film. Porque se necesitan cosas
vivas, circunstancias, etc. Y no hay sino poemas e interpretaciones metafísicas.
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Además, con mi inteligencia muerta, con mi imaginación absurda, con mis
visiones cada día más alucinadas, qué estructura dar a este film, de manera que
sea aceptado por personas que piensan en el interés comercial y en la aceptación
pública que puede tener. Y lo peor es que quiero encarnizadamente hacerlo. Y
quiero que me den a mí los otros que piensan hacer: Darío, Gómez Carrillo,
Supervielle, etc. Y me interesa profundamente ganar dinero haciéndolos, y me
interesa hondamente aprender el oficio de escribir para la televisión.
Me pasé dos semanas en estado de ansiedad dichosa: todo esto que digo que
me interesaría hacer se me presentaba posible. Y le confieso que pensé con
alegría en la posibilidad de ganar mucho dinero, escribir sobre lo que existe y
jamás sobre lo ausente, es decir, escribir produciendo obras que serían artículos
de consumo (para la T. V.) y pensé con alegría, digo, en no escribir poemas
nunca más. «Salvada», me dije. Pero me di cuenta que había exagerado: corrí y
anduve mucho y me fatigué horriblemente y todos me decían si estoy enferma.
Pero me hacía trampa, porque dentro de mí no hacía el scénario, no lo pensaba,
dentro sólo había la esperanza de salvarme. Y cuando ayer recibí una carta
bastante fría de mamá, motivada posiblemente por alguna desaprobadora de mi
persona de mi tío de aquí (me he distanciado completamente de mi maldita
familia) y me preguntaba cuándo volveré, (la primera vez que lo pregunta) y me
decía cosas tan sin importancia, tanto hastío, tanta frustración en las pequeñas
familias, que me juré trabajar hasta morir y no volver, o si vuelvo, volver fuerte
y casi o algo o apenas libre. Pero hoy comienzo el scénario y me desespero.
Entonces le escribo a usted, como si le pidiera que me ayude contra lo que en mí
quiere ir a la caída, eso en mí enamorado de la miseria, de la pobreza, del
malestar, del desamparo, de lo huérfano, de la muerte. Hasta pensé esto, a
propósito del scénario: o lo haces y trabajas como una mujer adulta o te vas al
Sena y das el sonido de un cuerpo menos. Pero no es tan fácil. No es tan fácil.
Hoy, como no hice nada, me angustié y de pronto se vino todo: hice o se
hicieron cinco poemas, absolutamente incomprensibles y no muy malos. Alegría
entonces. Bienvenidos. Termino de escribirlos y se va la esperanza de la
salvación por la profesión remunerada. Al diablo todo. Mientras lleguen los
poemas. Pero quiero hacerlo. No quiero ir a Bs. As. a vivir con mi familia. Pero
no puedo pensar en el scénario. No estoy muy angustiada ni muy triste pero no
puedo pensar en las cosas concretas. No me interesan. Me pidió también una
chica que hace cine y televisión que colabore con ella en un film corto sobre un
desencuentro amoroso. Le di ideas buenas. Pero hacer los diálogos me es
imposible. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras suenan extrañas y vienen
de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie. ¿Qué artículos de
consumo fabricar con mi lenguaje de melancólica a perpetuidad? (A propósito
de mí: ¿conoce Las noches blancas, de Dostoievski? Nunca sentí más fuerte
temor que leyéndolo). Bueno, he creído que sería tan fácil cambiar como si fuera
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vestirse distintamente. Hasta me ocupé de leer los diarios en estas 2 semanas. Y
saber de política. Hoy hice los poemas, necesito escribirle y medito en la muerte
y en lo de siempre. Estoy absolutamente convencida de que la vida es invivible.
Ejemplo: estamos muertos. Luego, quisiera trabajar y leer y escribir y ganar
dinero y no ver nunca a mi familia, y estar sola sin sentirme culpable por eso.
Vida tranquila, industriosa, la que me prometo siempre. Hasta que reviento y me
embriago y fornico durante una noche que no es noche sino un oscuro rito para
restablecer el hastío y la calma y la espera absurda de siempre. Le escribiré
pronto, le diré cómo anda todo esto, posiblemente mal repito (lo digo
proustianamente: para que no suceda, por el solo hecho de haberlo pensado).
Lamento lo de la Facultad y de su «colega». No comprendo por qué la gente es
tan idiota. Le envían gran saludos Jonquières y familia. Ayer la vi a N. Gerstein,
y me dijo lo hermosa que es Andrea. Entonces, para ella, para usted y Aglae
grandes abrazos,
Alejandra
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Respuesta de León Ostrov
Querida Alejandra:
Apenas recibí su carta fui a «Verbum» para comprar un libro sobre la vida de
Vallejo que hacía un tiempo había visto en la vidriera. Ya no estaba; lo habían
vendido. Y Vázquez no pudo darme ningún dato concreto —autor, editor—
como para tratar de conseguirlo en otra librería. Lo único que pudo decirme es
que, dentro de uno o dos meses, lo recibirá de nuevo. Pasé por otras librerías y
nadie sabía nada. Hubiera querido ayudarla con algo positivo en su empresa,
pero desgraciadamente —por lo menos en forma inmediata— no es posible. Lo
único que puedo hacer es, sí, decirle que si por unos días vivió con convicción y
entusiasmo el proyecto, es indicio de que algo en Ud. está queriendo cambiar.
No se desanime. Y no plantee las cosas como excluyentes. No se trata de no
escribir más poemas para dedicarse a una literatura de distinta densidad. Si fuera
así, le diría rotundamente que rechace toda invitación en ese sentido. Por otro
lado no se engañe: no podría Ud. hacerlo: ni dejar de escribir poemas ni
dedicarse exclusivamente a lo otro.
Además, creo que debería hacer, aun para T. V., lo que Ud. realmente siente.
No se me escapa que la perspectiva comercial y el gran público como
destinatario pueden ser un obstáculo insalvable, pero ¡quién sabe! A lo mejor lo
suyo es captado, apreciado, porque su lenguaje, aunque lo considere Ud. como
que proviene de mundos irreales y fantásticos, puede tocar, en más gente de lo
que sospecha, cuerdas que están esperando quien sepa hacerlas vibrar.
En cuanto a su proyecto de quedarse, a lo mejor, indefinidamente en París,
no quiero opinar. Lo único que importa es que descubra Ud. qué es lo que
realmente quiere y en qué lugar del mundo siente Ud. que podría realizarlo
mejor. He hecho la fantasía de que Ud., en París, puede llegar a convertirse en
algo importante literariamente, porque ya lo es, pero París —nos guste o no—
sigue siendo el gran resonador de la literatura en el mundo.
Escríbame pronto para decirme en qué anda con su scénario.
Un gran abrazo de Aglae, Andrea y mío,
León Ostrov
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último caso.
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Carta N.º 7[21]
Muy querido León Ostrov:
Espero que habrá recibido mi carta anterior, dedicada exclusivamente al
tema «televisión y trabajo». Lamento anunciarle que lo de la televisión no
anduvo pero que en cambio me sirvió para ponerme en contacto con la revista
Cuadernos, en la que soy ahora empleada (y robadora de hojas, como es
evidente). Trabajo desde el lunes, hoy es mi cuarto día, estoy contenta y no lo
estoy, tengo un horario de oficinista, 9 a 12 y 14 a 18. El sueldo es muy bueno y
sirve para vivir tranquilamente en esta ciudad que ya está en mí y que, según
todos mis deseos, no abandonaré tan pronto. Pero le escribo a usted todo esto
porque me siento un poco confusa con la novedad de que mi deseo de quedarme
será realizado (si bien me excedo en el optimismo pues los tres primeros meses
de todo empleo parisino son de prueba, y nosotros sabemos lo lejana que estoy
de la empleada eficaz y necesaria. En fin…). El gran y enorme problema es,
como decíamos ayer, mi madre. Ella sabe que tengo pasaje que me sirve para
volver hasta marzo (mi anhelo secreto es devolverlo y comprarme algún autito
viejo). Ahora bien: necesito de todas las fuerzas del mundo para no hacer la hija
pródiga, para no volver y llorar y prometer ser buena y pedir perdón por haber
nacido. Todos estos meses de soledad, de cambio de domicilio, de búsqueda de
empleo, me han fortalecido algo. Para darle una idea de mi vida por aquí: dejé la
casa de mi tío en Agosto y me fui a la residencia universitaria de Antony (veinte
minutos de París) donde me quedé dos meses hasta que me cansé de su confort,
de su ambiente universitario, de su poca relación con París, etc. La semana
pasada me conseguí una pieza en un sexto piso de la Place de Clichy (en el
corazón de Clichy, lleno de prostitutas y compañía). El hecho de que yo, la
nacida temerosa y miedosa por orden y venganza de no sé quién, habite sola y
solitaria una chambre de bonne en una dudosa calle de Montmartre, no es un
hecho vulgar y corriente en la historiografía alejandrina. La pieza es muy
hermosa pues no tiene ratas ni pieles sarnosas de viejas locas, pero en cambio no
tiene agua y el baño (un agujero detrás de una puerta) queda a unos sesenta
metros, y para ir allí ¡¡¡¡¡¡¡no hay luz de noche!!!!! Quiere decir que te prendes
un fósforo y tanteas las paredes y las puertas hasta llegar a un infecto agujero
casi siempre ocupado por un viejo siniestro que te saluda con los ojos en tu…
Bueno, estoy exagerando, como siempre. Y ya que hablamos de corredores
oscuros y agujeros volvamos al tema «madre»: a mi temor de volver por temor a
su temor. A su venganza silenciosa. En fin, a todo eso que está en cualquier
manual de psicoanálisis. Pero me gustaría quedarme varios años, ganarme mi
vida varios años, trabajar como cualquier ser adulto, escribir (estoy escribiendo),
no pensar en publicar sino escribir algunos años, sin urgencia, lentamente,
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tranquila, etc. Y además leer, estudiar, en fin, vivir adultamente. Si consigo
quedarme en este empleo (estoy trabajando con Edmundo Eichelbaum, quiero
decir, en la misma oficina, creo que usted lo conoce; en verdad, fue él quien le
habló de mí a Gorkin y fue por él que conseguí el empleo). Lo que sucede es que
no deja de parecerme irrisorio y sorprendente donar siete horas de mi día,
donarlas así, sabiendo que la muerte existe, y muchas cosas hermosas existen, y
muchas cosas terribles, y trabajar así, como si no pasara nada, como si uno no
viniera a la tierra por un tiempo breve. Todo esto me asombra profundamente,
pero considerando racionalmente que hace un mes yo me quería suicidar,
considerando que la imagen de mi vida era un golpearse la cabeza en la pared, y
que ahora, cuando salgo de aquí, sólo tengo sed de cosas bellas, considerando
todo esto, creo, en fin, que todo irá mejor. Y ahora lo dejo. Abrazos para usted,
Aglae y Andrea,
Alejandra
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Respuesta de León Ostrov
Buenos Aires, octubre 21 de 1960.
Querida Alejandra:
Me pregunta Ud. si recibí su carta anterior, dedicada al tema: T. V. y trabajo.
Sí, la recibí, y a mi vez le pregunto si recibió la mía porque su interrogante me
lleva a pensar que no llegó a Ud. La mandé al Consulado, y en ella trataba de
colaborar con Ud. en el asunto Vallejo.
Me alegra todo lo que me dice en su carta. Creo que es el camino para Ud.,
por lo menos inmediatamente. Si siente que está logrando conciliar sus
proyectos, a pesar de las siete horas de oficina, no ceda. Defiéndase, defiéndalos.
Veo —complacido— que lo que siempre sostuve —que París es terapéutico— se
está cumpliendo. Espero que no me defraude, y que pueda pasar por esos tres
meses de prueba y poder quedar así en el empleo. Yo la «veo» a Ud. viviendo en
París. Es una ciudad para espíritus como el suyo. Me acuerdo que Phillips —un
psicoanalista inglés que estuvo hace un par de años en Buenos Aires,
excepcionalmente culto— me decía que sus vacaciones —y eventualmente los
fines de semana— los pasa en París. Y me acuerdo que yo, cuando estuve en el
55 en Europa, la primera ciudad que visité fue París. Arreglé mis cosas para
recorrer algunas otras, pero para terminar mi estada en Europa de nuevo en ella,
como si necesitara, como última impresión, llevarme la de París, que está en mí
y me dibuja un futuro feliz pensando que alguna vez estaré de nuevo allí.
Arregle sus cosas, acepte que en esta breve vida —es inevitable— tenemos
que dormir y trabajar a veces en cosas que no nos interesan del todo, es decir,
reducir las horas de la contemplación y de la tarea que expresa nuestra vocación
mejor. Todo eso que, aparentemente es perder tiempo puede, en definitiva, no
serlo. Recuerde aquel cartelito que Saint Paul Roux colocaba sobre la puerta de
su habitación cuando se iba a dormir: «Se ruega no molestar. El poeta trabaja».
Trabaje, en lo suyo y en la oficina, puesto que esto último es condición
inexorable para seguir en París. Y vaya ahorrando, si puede, algunos francos y
córrase a Roma cuando pueda. Y ya me dirá.
Un gran abrazo mío, de Aglae y de Andrea,
León Ostrov
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Carta N.º 8
Querido León Ostrov:
Gracias por sus cartas y por lo de Vallejo y por lo que me dice y por cómo
me lo dice. Por ahora todo va bien. Aquí está por estallar una guerra civil pero
no se lo siente. Y aunque se lo sienta… (Dostoievski decía que podría muy bien
caer todo con todos «con tal que yo pueda tomar mi taza de té»). El cielo fue
blanco este mes, fue una ausencia, fue mi amor este cielo: era una tregua, un
puente entre dos mundos. Me gustaría saber de Buenos Aires, es decir, de usted
y de unos pocos más que quiero.
Le envío estas pocas líneas porque son para decirle que he recibido, me han
llegado, sus dos últimas cartas. Dentro de poco le enviaré la mía propiamente
dicha, que será enorme y problemática y enamorada del primer pronombre como
todas las anteriores. Deseo enormemente que puedan venir cuanto antes a París.
No se preocupe por mis direcciones ni mis cambios de domicilio que merecen
por lo menos un Proust para referirlos. Escríbame siempre al Consulado.
Abrazos para usted y Aglae y Andrea,
Alejandra
1 de noviembre de 1960.
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Carta N.º 9[22]
Muy querido León Ostrov:
Quisiera explicarle lo que sucede. Pero no sé cómo transformarlo en
palabras. El problema es si me quedo o me voy. Dentro de un mes y medio me
dirán si me confirman en mi empleo. Si todo sigue como ahora, creo que me
aceptarán, pues hasta el presente hago todo bien y no sólo no se quejan de mí
sino que hasta parecen contentos.
Pero tengo un pasaje para volver que me sirve hasta principios de marzo. Si
lo devuelvo pasarán años o mi vida hasta que pueda comprarme otro pues ahora
cuesta el triple que cuando lo compré. Una forma de solución sería pedir aquí
una licencia de dos meses (si es que me aceptan definitivamente) y volver con
mi pasaje, quedarme un mes o quince días y retornar en avión a París. Pero
¿quién me pagaría el pasaje por avión? Mi familia, sin duda. Pero pienso si no
será una esclavitud definitiva para mí obligarles a pagar tan caro el «placer» de
ver mi rostro dos o tres semanas. Sin olvidar que les debo aún montones de
dinero (pues son ellos que están pagando mi deuda con el Fondo Nacional de las
Artes y son ellos que aún me envían un giro mensual —pues no quiero decirles
todavía que trabajo). Confieso que no me gusta enviarle esta carta balzaciana
llena de conflictos económicos pero es preciso, creo, para que vea cómo es el
problema. Lo peor de todo es que mis conflictos económicos no existen. Quiero
decir, no siento auténticamente la necesidad de ganar mi vida. Lo deseo con mi
parte positiva, la que quiere liberarse de su estado infantil. Pero no deja de ser
literaria esa parte mía, o al menos no deja de ser una construcción intelectual.
Porque siempre hay algo detrás de lo que hago, siempre hay un sustituto que
espera detrás de lo que hago y que me impide entregarme por completo. Es
decir, que siempre hay lo otro por si me sale mal esto. Siempre está la
posibilidad de volver si el empleo no resulta. Pero jamás me sucede «no tener
más remedio» que hacer algo. Quiero decir, si la familia no me enviara giros y
yo supiera que si no trabajo me muero de hambre y de frío, todo me sería más
fácil.
Cuando pienso en Buenos Aires, veo cerrado, veo un pozo, veo algo que se
abrirá por un segundo como una flor devoradora y se cerrará sobre mí. Cuando
pienso en Olga, en Elizabeth, en Susana, siento el infierno que fueron esas
relaciones. Cuando pienso en mi familia, en mi pieza, tengo horror ante la idea
de envejecer allí, y me imagino absolutamente idiota, sin juventud, neutra,
imposibilitada de hablar, imposibilitada de todo (casi diría que veo una plaza: yo
ya soy casi vieja, mi madre me lleva a la plaza y me da órdenes, me dice que no
juegue, que me voy a ensuciar y a darle más trabajo aún del que le doy). Esta
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imagen de la solterona frustrada e idiotizada por su madre me persigue. Tal vez
la refuerzan las palabras de mi madre en sus últimas cartas («me apena que te
quedes en París en el invierno; allí hace mucho frío y puede hacerte mal»; «para
qué tenés que sufrir allí y privarte de las comodidades que tenés aquí y de tus
padres que te quieren», etc.).
Pero de cuando en cuando me llega la angustia de la Facultad. «Ya diste
bastantes vueltas. Ahora a entrar en serio, a terminar lo empezado». Y cuento los
años que me faltan para dejar de ser joven (lo que es absurdo). Y me digo que es
ahora o nunca. Que debiera recibirme, terminar, aprender lo que de lo contrario
jamás voy a aprender. Pero algo me dice que sólo se aprende lo que se ama y
que la cultura, el conocimiento, es sólo cuestión de amor. Si no hay amor es un
caos, aunque se conozcan fechas y datos y noticias eruditas. Pero tal vez sea una
excusa para mi pereza. Y me pregunto qué hacer con mis lecturas desordenadas,
con mi imposibilidad de hacer tantas cosas que me propongo. Ahora bien: lo
único que me haría volver a Buenos Aires es el deseo de estudiar, de finalizar la
Facultad. ¿Pero no debiera considerar mi experiencia del pasado? ¿No debiera
considerar las cuatro o cinco veces que reinicié en vano esos estudios? Anteayer
almorcé con Fryda de Kurlat y su marido, que vinieron por aquí por una semana.
Independientemente de que yo la considere una fría y desapasionada profesional
de la literatura, me llegó muy hondo lo que me dijo sobre los cambios y
reformas en los estudios y sobre todo esto: que Susana está estudiando
maravillosamente bien, que da un examen tras otro. Supe que este progreso se
debe a mi ausencia, porque era mi influencia la que le impedía a Susana
entregarse a los estudios áridos, yo hablaba demasiado de Rimbaud y de «las
aventuras que cuentan los libros para niños». Yo le hacía experimentar un
abismo entre la verdadera poesía y esa acumulación de datos e informes. Ahora
que me fui está libre y no solo eso: estudia tanto porque la impulsa a ello su
amor por quien usted sabe. La correspondencia con Susana languideció; yo
siento demasiado rencor por lo que sufrí por ella, y además descubrí que me
siento más serena y más en paz conmigo dejando de escribirle y haciéndome a la
idea de que nuestra amistad no fue más que una de las tantas formas o
expresiones de mi neurosis. Además, ese famoso humor negro que nos unía era
mío, no era de ambas, ella sólo lo festejaba. Lo sé porque también aquí
establezco comunicaciones de ese tipo. En fin, no comprendo bien mi relación
con Susana, pero sé que me ha frustrado y que me atraía justamente por eso.
Además, mi angustia por el estudio surgió fuerte cuando supe lo de Susana. Una
de mis voces, dijo, justamente, que si deseo tanto estudiar, qué otro lugar es
mejor que la Sorbonne. Y tal vez, esto lo digo susurrando, tome la vía heroica,
trabajar y estudiar Letras en la Sorbonne. Pero queda lo del amor y la necesidad,
mi convicción más profunda.
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Siguiendo con Buenos Aires, ¿qué podría hacer allí si no sigo estudiando?
De nuevo buscar trabajo, buscar empleo, y yo sé bien que jamás voy a encontrar
un empleo como éste (me refiero al excelente sueldo). Además, aún el hecho de
que casi todo lo que hago en la oficina es maquinal y rutinario (casi siempre
copias a máquina) es justamente lo que me hace falta. Primero porque soy
automática por naturaleza, y segundo que por más que me demuestre lo
contrario no sirvo para las tareas de creación en una oficina (simplemente
porque no soy de este mundo). Es más: muchas veces quise ser periodista, pero
sé bien que lo quise por juego de niña. En el fondo me horroriza escribir sobre
no importa qué para ganar dinero. Entonces, ¿qué encontraría en Buenos Aires?
Me gustaría mucho verlo a usted pero no siento —lo confieso— una fiebre
urgente ni un deseo irreprimible de ello. Tal vez porque estoy segura de que si
vuelvo dentro de veinte años o si no vuelvo nunca, no por eso me va a olvidar.
¿Entonces qué sucede? A veces, cuando es de noche y estoy en mi pieza (vivo
ahora en un excelente hotel —por fin me lo permití) me extraño y me digo que
estoy loca, me extraño tanto de encontrarme viviendo sola, «lejos de mamá y de
papá», y me duele tanto pensar en mi casa, en mi piecita de prisionera, y me
digo que nunca tendré fuerzas para quedarme aquí. Pero después es la mañana, y
me despierto enamorada de mi vida, son las ocho y el autobús bordea el Sena y
hay niebla en el río y el sol en los vitrales de Notre-Dame, y ver a la mañana,
camino a la oficina, una visión tan maravillosa, y aún la lluvia, y aún este cielo
de otoño absolutamente gris —tan de acuerdo con lo que siento— este cielo que
amo mucho más que el sol, pues en verdad no amo el sol, en verdad amo esta
lluvia, esta tristeza en lo de afuera. Me asusta tal vez caminar por la Gare St.
Lazare, cuando desciendo del autobús, y confundirme y entrar en la masa
anónima de oficinistas y seres que van como si les hubieran dado cuerda, rostros
muertos, ojos mudos. Entonces digo: en vez de estudiar y hacer lo que te
corresponde he aquí que eres como ellos: una oficinista más; lindo destino para
una poeta enamorada de los ángeles.
Bueno, no tengo tiempo para seguir y además ya no hace falta, creo. No
releo la carta porque tengo miedo de ver que no es eso, no es eso lo que quisiste
decir. Hasta muy pronto.
Abrazos para usted, Aglae y la pequeña Andrea,
Alejandra
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Respuesta de León Ostrov
Buenos Aires, noviembre 25 de 1960.
Querida Alejandra:
Me alegró mucho su carta. El problema que plantea —venir o quedarse en
París— por las dificultades económicas que implica, creo, sin embargo, que está
a medias solucionado dentro de Ud., independientemente de lo que en última
instancia resuelva hacer. Lo importante —lo más importante— es que sea Ud.
capaz, de pronto, de decir que está enamorada de la vida que lleva, que advierta
que se está ubicando cada vez más en lo que hace —no importa que la tarea en
la oficina sea automática, mejor dicho, tanto mejor si es eso lo que quiere para
obtener un sueldo. Está tomando Ud. conciencia de muchas cosas suyas. Creo
que su regreso, ahora, podría ser contraproducente para Ud. Una vez que la
confirmen en el trabajo comuníqueles a sus padres en qué está, cómo está.
Afiáncese, asegúrese Ud. internamente y después podrá hacer esa visita que le
preocupa, y podrá, más libremente, optar en definitiva: quedarse aquí, estudiar
aquí o regresar a París. El problema del dinero, si Ud. se lo propone, lo puede ir
resolviendo: arréglese para ir ahorrando algo todos los meses —ya que el sueldo
parece tan bueno— aunque tenga que vivir en un hotel de menos categoría;
organice las cosas para que no tenga que depender de nadie cuando llegue el
momento de tener que resolver. Le digo todo esto porque creo que está Ud. muy
cerca de saberlo por sí misma y desear actuar así. Ud. ya no se engaña. Es Ud.
quien, frente a las nostalgias o remordimientos por no proseguir sus estudios en
Buenos Aires se plantea qué mejor que seguirlos en la Sorbonne, si realmente
quiere estudiar. Esto, también, aunque sea por ahora una mentira piadosa, puede
aliviarles el pesar a sus padres, si les comunica que piensa permanecer un
tiempo más en París. Y eventualmente, si viene, ser un pretexto —o ya una
realidad— para regresar y retomar sus estudios en París. Creo, en definitiva, que
esa experiencia de valerse sola —aunque no se den esas circunstancias extremas
que señala, morirse de hambre y de frío, sin nadie a quien recurrir— es
terapéutica. Ud. la necesitaba. No la desaproveche.
Un gran abrazo mío, de Aglae y de Andrea,
León Ostrov
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Carta N.º 10
27 de diciembre de 1960.
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el amor— a Enrique Molina) con quien alcanzo una realización física absoluta,
absurdamente perfecta. Y he quedado asombrada, cómo es posible, me digo,
estar tan enferma y ser tan neurótica y no obstante, permitirse esta exaltación del
cuerpo, esta plenitud sexual, esta aventura a fondo. Todo esto rodeado de
temores por las consecuencias (como siempre) y además de un extraño
anonadamiento porque yo no amo a este joven poeta, y me es en suma
indiferente, y no obstante cuando viene es como una droga, algo mucho más
fuerte que todo. No obstante, al día siguiente, viene la culpa, un sentimiento
bíblico de la pesantez del cuerpo, del sexo y se me llena la memoria de palomas
y necesito ángeles y flores: poemas. Lo demás está en la duda: no sé si volver o
quedarme. Aún no me dijeron que me aceptan definitivamente pero sospecho
que así será, y después de todo, qué importa volver o no, mejor dicho, importa
no volver, importa mi soledad en mi cuartito —que he llegado a querer— mi
libertad de movimiento, y esta ausencia de ojos ajenos en mis actos. Si no fuera
por mi enamoramiento (que me lleva muchas noches a errar por las calles y
buscarla: en cada rostro, en cada árbol, en los perros, en las hojas muertas, en las
sombras; y la tristeza definitiva de volver después de no haber encontrado ¿y
qué encontrar si lo que se busca no existe?) mi vida sería tranquila y
posiblemente dichosa, pero esta nueva irrealidad en que me he sumido, este
amar absurdo (ocurriendo, como siempre en estos casos, que ni recuerdo su
rostro verdadero). En fin, tengo mucho miedo y no obstante estoy maravillada,
fascinada por lo extraño y lo inextricable de todo lo que soy, de todas las que soy
y las que me hacen y deshacen. («Sufren pero viven. El sufrimiento es real»).
Pero me gustaría hablar con usted de todo esto. Mientras tanto, perdón por tanto
conflicto, por ese lanzarme así por vía aérea, paciente a perpetuidad, erguida en
la torre Eiffel como un inquebrantable «hommage a Freud». Abrazos para usted,
para Aglae y para Andrea,
Alejandra
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Carta N.º 11[23]
Querido León Ostrov:
Inútil explicar mis silencios. En el fondo de mí hay siempre una espera
primitiva de un cambio mágico. (Una noche se romperán los espejos, arderán las
que fui y cuando despierte seré la heredera de mi cadáver).
Estoy tan cansada de mis antiguos temores y terrores que no me atrevo a
comunicarlos ni a decirlos. ¿Recuerda mi frase o estribillo de todos mis diarios:
«Entrar en el silencio»?
He trabajado duramente en la oficina todos estos meses. Es testigo mi
corazón debilitado y mi fatiga perpetua. Hasta creí morir. Te consumes. Piense
en mí y en mi vida desordenada y cómo se la concilia con el despertador a las 7
hs. Y ocho horas de trabajo ininterrumpido en una piecita sombría.
Mis padres comprendieron mi deseo de quedarme. Recibí una dulce carta de
mi madre en la que sentí aprobación (casi orgullo) por mi decisión de quedarme
«estudiando» y trabajando sin su ayuda.
Desde hoy trabajo medio día. Como precisaban una empleada en otra
sección —la de Iglesias, secretario de Cuadernos— me la ofrecieron y la acepté.
Medio día y medio sueldo. No sé cómo viviré pues sólo en el hotel gastaré casi
las ¾ partes de lo que gano. No obstante, conozco tanta gente que viviría bien
con esa misma suma. Y yo, en verdad, no puedo vivir con ninguna. Pues cuanto
tengo lo gasto y siempre tengo, no sé por qué.
Lo que me pone dichosa es tener tiempo libre: la noche, la mañana. Sobre
todo en la noche, cuando escribo o leo o dibujo y soy humildemente feliz y me
contento conmigo y con todo. Ahora que no me torturará el despertador creo que
podré escribir y leer mucho más. No espero mucho. En verdad estoy
desesperada. Pero hay un juego a muerte. Tengo que hacer poemas bellos y
tengo que poblar de voces mi silencio. Por eso me dolía donar mi día a la oficina
(si bien en un sentido es una derrota este cambio pues, aplicando un realismo
despiadado: ¿qué hice cuando tenía tiempo?). Pero me he dado cuenta de
algunas cosas. Pero también tengo temor de no trabajar todo el día, de no
dolerme horriblemente el cuerpo, de no desvanecerme casi en tareas cuyo fin es
«ganarse la vida». Es como si todo debiera ganarlo en contiendas espantosas.
Quiero decir, es como un temor de que todo me vaya mal, ahora, cuando trabajo
suavemente 4 hs, y vuelvo descansada y no me muero de fatiga. Además,
trabajando todo el día me olvidaba de mí, de mi «yo» que tanto me hastía, que
tanto me llora.
Pero más miedo aún de no poder estudiar y escribir. Qué esperanza absurda
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hay en mí. Qué optimismo feroz. Escribir sobre qué. Escribir qué.
Y además, además no hay nada. Veo a la gente de siempre: Paz, Eichelbaum,
algunos jóvenes pintores, y una psicoanalista: Marianne Strauss, que trata de
enseñarme (con escaso provecho) a relajarme. Esto último me ha llevado a
pensar en el psicoanálisis, en la posibilidad o imposibilidad de que un ser ayude
a otro. Yo creo que hay algo muy complejo y difícil y terrible en la gente como
yo: los que no quieren curarse y demandan ayuda: ayúdame pues no quiero que
me ayuden. Actualmente todo me es difícil e inextricable. Siento que me
transportaron de la selva a la ciudad. De los dioses implacables (pero dioses al
fin pues yo los hacía) a los hombres, los prójimos, los de aquí. Resultado: ni
sueño ni realidad. Releo lo escrito y lo envío antes de romperlo. Hasta la suya
con un abrazo para los tres,
Alejandra
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Carta N.º 12[24]
Querido León Ostrov, gracias, como siempre, por sus palabras. Cuanto a las
que mencionan la posibilidad de un nuevo psicoanálisis, aún no, aún no puedo,
aún no quiero, y aunque lo quisiera, alguien en mí no lo quiere. Usted
comprende, ¿verdad?
La fecha de la probable partida, la fecha anual, mi primer año en París, pasó
imperceptible. En verdad, París es el pretexto, el lugar de ensayo, sólo por ver si
puedo vivir, aprender a vivir. Me quedo. Las dificultades aumentan. Son
materiales ahora. Mejor dicho, la antigua imposibilidad, mi vocación de intocada
se concreta en las experiencias de cada día. Tensión a toda hora. La cuestión de
siempre: destrucción o creación, sí y no. Me repito la frase aquella que leí hace
mucho: «Le seul rémède contre la folie c’est l’innocence des faits». Felizmente
no ha muerto el humor y no deja de divertirme mi vida cotidiana en la que mi
torpeza actúa y transforma todo en un viejo film de Chaplin. Así es como me
resistí durante muchos meses a lavarme la ropa (me compraba cosas nuevas) lo
que me impidió suicidarme porque qué poeta se dejaría manosear sus valijas de
muerto si hay en ellas ropa no lavada. Pero luego establecí premios para mi
particular beneficio: un libro, alguna reproducción. Felizmente descubrí cierto
jabón en polvo que contiene juguetes en el fondo de cada caja. Es verdad que en
París hay todo para todos.
Mi nuevo trabajo es por ahora fácil y llevadero. Algunas cartas y un poco de
corrección de estilo (a veces). Como la revista es esencialmente política (made
in USA) y como yo execro esas cuestiones, trato de no hablar allí de literatura ni
de poesía.
Me dice usted que no le hablo de mis poemas. Es curioso pero hace tiempo
que no deseo comentarlos ni mostrarlos ni publicarlos. De pronto me di cuenta
de lo que es la poesía, quiero decir, leyendo y releyendo poetas muy distintos
sentí cierto ritmo, cierta iluminación, cierta vivencia distinta del lenguaje. Mis
últimos poemas son lo mejor que hice. (Y qué hice). Pero no me contentan.
Confieso tener miedo. Sé que soy poeta y que haré poemas verdaderos,
importantes, insustituibles, me preparo, me dirijo, me consumo y me destruyo.
Es mi fin. Y no obstante corro peligro. Tal vez si me encerraran y me torturaran
y me obligaran mediante horribles suplicios a escribir dos poemas maravillosos
por día, los haría. Estoy segura de ello. Tal vez yo no busco un maestro, busco
un verdugo. También esto estoy segura que lo comprende.
Y hablando de mi vocación de objeto sigo dándome en holocausto a la
sombra de la Madre. Mi pasión por esa periodista persiste. La encontré por azar
varias veces. Un ser casi despreciable, que no sabe nada ni comprende nada de
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las cosas serias e importantes. Pero nada más fácil que desechar su realidad
molesta, de desnudarla en mi memoria y vestirla del color de mis deseos. Pero
¿quién hablará del amor? No yo. Yo amo. Y cuanto más comprendo su
inexistencia y su condición de fantasma, más la amo concretamente.
Veo a la gente de siempre más algunas relaciones nuevas: Alicia Penalba, la
escultora argentina (que aquí es muy famosa) y André Pieyre de Mandiargues, el
escritor surrealista. Pero en verdad estoy sola pues ninguno me es
imprescindible y hablo y saludo y realizo mi comedia social para no perder todo
contacto humano. Pero tal vez es ya tarde para reanudar las relaciones simples y
fáciles, el placer de conversar, de estrechar manos. Sólo me reconozco en mi
nostalgia.
En verdad, muchas cosas dejaron de importarme. Y me alegro. Que me
roben las maletas y yo pueda viajar con las manos libres.
¿Y qué se puede analizar? Anduve haciendo algunos relatos obsceno-
humorísticos. En uno hice el amor con mi madre. En otro me torturaban y yo
gozaba. Después de escribirlos me sentí feliz «hereux comme un petit enfant
candide». Y es siempre la misma voz: tú sabes más de lo que sabes.
Hasta la próxima. Abrazos para los tres,
Alejandra
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Carta N.º 13[25]
Querido León Ostrov:
Gracias por su carta. Apenas la recibí le escribí yo una que rompí,
naturalmente, pues la hice de noche y la releí por la mañana. De manera que
ahora le escribo a media tarde, para que no entren en lo que le digo las que soy
por la mañana o por la noche.
Ahora las cosas brillan extrañamente, y no hay más el cielo ausente de
siempre. Leve melancolía de ver la llegada del verano. Hay algo que expulsa,
como una violación de parte del sol. No sé aún si partiré durante mis vacaciones
(tengo un mes como toda empleada ortodoxa): me faltan deseos y sobre todo
dinero. Como soy convencional me digo que hay que salir y viajar y conocer
pero me gustaría quedarme y trabajar. Escribo poco, ni siquiera un diario como
lo hacía hasta ahora. No tengo qué anotar. En verdad quisiera escribir una
novela, una novela clásica de ser posible. Pero no es posible porque no participo
de la vida como los demás. De manera que aunque lo quisiera no será posible.
Sólo puedo decir lo que ve alguien que mira el mundo desde debajo de una
alcantarilla. (Y yo sé que ve, que ve mucho, que es una manera de ver como
cualquier otra).
Anduve enferma: el corazón, la tensión, etc. Resultado: debo llevar una vida
controlada y ordenada sin instantes paradisíacos proporcionados por el alcohol y
ciertas pastillas que me hacían feliz (es una historia larga). Pero los poemas
actuales son sin duda alguna mejores que todo lo que hice. Creo que ha salido
algo en el N.º 8 de POESIA=POESIA que no le envío porque no tengo un sólo
ejemplar. Me han publicado tres poemas traducidos en una revista de poetas
jóvenes (Le chien de picque) creo que acompañados de un dibujo mío también
pero tampoco la vi aún. Y a fin de mes saldrán otros en Lettres Nouvelles
(dirigida por Maurice Nadeau) en el número especial dedicado a la literatura
hispanoamericana. No obstante me siento desdichada con estas cosas. Y también
con el último pedido de Murena solicitándome poemas para Sur y Nación.
Quisiera rogar que no me molestasen hasta que no haga poemas buenos. Lo de
ahora es tan provisorio, tan absolutamente alejado de lo que yo considero
verdadera poesía. Y al mismo tiempo hay temor de no publicar. En fin. Historia
antigua.
Acabo de conseguir un hermoso estudio en l’avénue de l’Opéra que me
entregarán dentro de una semana. Hasta ahora estuve viviendo una bohemia
absoluta en el departamento en ruinas que le describí en mi primera carta —pues
tuve que retornar a él por razones financieras y por ellas mismas tuve que
compartirlo con otras dos niñas. Pero ya estoy cansada de tanto surrealismo
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trasnochado, suciedad, desorden, y añoro notablemente el mundo de las sábanas
limpias y los cajones y los horarios. Espero sentirme bien en mi nueva morada.
Sigo trabajando cuatro horas en Cuadernos. Angustiada un poco de trabajar
en una revista «reaccionaria» políticamente y tener que justificarlo ante mis
amigos marxistas y fidelistas que por supuesto no trabajan en ningún lado.
Anduve tan temerosa de complicaciones políticas que en un momento dado
pensé dejar todo y retornarme chez moi. Hasta que renació el humor y me reí de
mí como corresponde.
Mi madre envía cartas melancólicas. Me dejan culpable, criminal. Apenas no
le escribo durante un mes que mi hermana envía mensajes trágicos preguntando
por qué hago sufrir tanto a mamá. Esta ternura trasnochada, este amor súbito, me
maniatan. Quieren enviarme dinero (hace como ocho meses que dependo de mí
—!—) y yo no quiero, o sí quiero pero no quiero caer en lo de siempre. Lo de
ahora es muy duro, no porque tenga que vivir sola y arreglármelas sola sino
porque muchas cosas que yo creí que era no soy y muchas cosas que yo creí que
podía hacer no puedo. Quiero decir que me reconozco torpe y limitada como
todo el mundo y no el genio precoz a que estaba («estábamos») habituada. Este
esfuerzo de hacer mi pequeña vida, de realizarlo de la misma manera en que
hacen los otros implica una suerte de renunciamiento a algo fabuloso. De todos
modos hay dos caminos: persistir la pequeña contemplada por las sombras o
contemplar a mi vez sin pensar en ella ni en su fragilidad horrible. Es como ir
por la calle y no ver y sentirse mirada, entonces hay un miedo de reina tímida,
un terror. Pero aquí, a veces, en lo mejor de mí misma, soy yo la que mira a los
otros y a las cosas. Entonces no hay miedo.
En fin. Trabajo mucho. Acabo de aceptar un pequeño trabajo para las
ediciones Larousse, para poder pagar mi hermoso futuro estudio. Veo a la gente
de siempre y creo, —espero— que los amores fantasmas se han ido lentamente.
Apenas tenga ejemplares de las revistas se las enviaré.
Hasta la próxima, entonces, y espero que se realice cuanto antes su deseo de
reencontrarse con su París.
Abrazos para usted, Aglae y Andrea,
Alejandra
www.lectulandia.com - Página 58
Carta N.º 14
Querido León Ostrov:
Le escribo desde Capri, en un café rodeado de barcas dentro de un mar sólo
azul y bajo un cielo muy puro. Estuve tres días en Roma —siguiendo su consejo
— y me enamoré de sus calles. Y me prometí volver por más tiempo. Ahora
estoy en Capri —es mi primer día— y me siento descontenta… El mes pasado
anduve tan cansada que no tuve fuerzas para elegir un lugar donde pasar mis
vacaciones (1 mes). Siguiendo el consejo de mi prima, estudiante de medicina,
he venido a Capri por el Club Mediterranée, una suerte de agencia de viajes con
ciertas influencias de los campamentos israelíes pues en vez de hotel hay
cabañas y los integrantes de cada contingente se manifiestan sumamente
deseosos de hacer una vida comunitaria. Yo, más cansada que nueva, y sin poder
hablar con nadie, cómo hablar con estos jóvenes que me recuerdan mi
adolescencia idiota. Lo cierto es que estoy absolutamente exilada de la sociedad
y recién ahora compruebo que no es una expresión vacía de sentido.
Simplemente no tengo de qué hablar con ellos, no hay nada en común. Pero soy
yo la que comprende, soy yo la que sabe. Esto es tan difícil de decir. Pero
además no quiero hablar. Con nadie. Quiero ver claro en mí.
Ando con deseos de volver a mi casa (a Bs. As.). Razones de salud. Cada día
me siento más cansada, más enferma (nada más que vértigos y fatiga). Me
gustaría ir a descansar unos meses. Pero al lado de París o de Roma, qué haré en
una ciudad tan fea como Bs. Aires. Pero no se vive en las calles. En fin, no sé
cómo soportaré este mes de Capri no sólo por los imbéciles del club sino por las
horribles playas. Otra cosa que me disgusta es el paisaje al estilo de las tarjetas
postales clásicas. No hay duda, el surrealismo me hizo daño… No sé si le dije
que me publicaron poemas en la N. R. F.[26] y en Lettres Nouvelles. En fin, estoy
cansada y sufro de insomnio.
Lamento esta carta sin humor, sin nada. Estoy carente de fuerzas para más.
Además, ahora me angustia esta mezcla de francés, italiano y español que uso
para la vida diaria. Hablar varios idiomas es no hablar ninguno. No en vano
Rimbaud dejó la poesía e inmediatamente se dedicó a los idiomas. Así yo ahora,
negándome a hablar el español aún con los que lo saben. Hace como dos meses
que no escribo poemas. Creo «conveniente» volver a descansar y a escribir.
Me gustaría decirle más. He mirado tanto y pensado y observado tanto estos
días. Pero tal vez lo escriba, tal vez un cuento, una crónica sobre mi
descubrimiento de lo idiota que puede ser la gente, que es. Y no obstante estoy
triste por ello, por darme cuenta, yo sí y ellos no. Si sabiendo lo que sé no
escribo poemas hermosos… En fin, conflictos de alguien sin vida personal.
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Le escribiré de nuevo, desde aquí o en cuanto llegue. «Perdón por la
tristeza». Abrazos para los tres,
Alejandra
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Carta N.º 15
París, 3 de octubre de 1961.
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ganas, es decir, leer mucho y conocer y escribir, sola y solitaria.
Mi familia anda contenta de mí y tranquila —según la correspondencia.
Ahora que llegó Roberto J. se me hace más amable la imagen de Buenos Aires,
pero de volver no se ha pensado.
He conocido a una muchacha que usted conoce: Chichita Singer, que lo
recuerda con mucho afecto.
Aquí todos hablan de la bomba atómica y de la venida del final de los
finales. Cómo hacer, después, para despeñarse en la hoja en blanco y pelear con
las palabras. Me pregunto quién me da fuerzas, quién me hunde en el silencio
fantasma de las palabras.
Espero recibir pronto noticias suyas.
Abrazos para los tres,
Alejandra
9, Rue de Luynes
París 7è
www.lectulandia.com - Página 62
Carta N.º 16
París, 10 de enero de 1962.
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o patafísico. Pero tengo una fatiga inenarrable. A los 25 años puedo decir:
«Cansada de la edad…». ¿Es esto la adultez que llega definitivamente? No sé,
no comprendo nada. Pero es bueno leer y doblemente bueno escribir. (Hace
tiempo que deseo preguntarle si conoce a Georges Bataille). Le envío una foto:
las ojeras señalan e indican el proceso de monstruificación por el que pasa toda
poetisa que se respeta en París. La pequeña foto de la izquierda me representa
montada en el centauro de Versailles.
Bueno, le escribiré pronto. Abrazos para los tres de
Alejandra
9, Rue de Luynes
París 7è
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Carta N.º 17
París, 3 de abril de 1962.
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muy amplia y muy limpia, en la que es menos penoso arreglárselas sola para
quien es como yo torpe y absolutamente desordenada. No obstante, desde que
llegué me siento mal —vahídos, palpitaciones— porque después de todo yo ya
estaba acostumbrada a la otra y ahora es un nuevo recomenzar: cama distinta,
otros reflejos en la noche, espejos en lugares que no esperaba… Proust lo
«sabía».
Mi trabajo en Cuadernos continúa siendo fastidioso y fatigoso. Ahora
trabajo de 9 a 12.30 hs. Objetivamente no es mucho tiempo pero vuelvo tan
cansada que debo dormir. Con todo mi respeto por el psicoanálisis me atrevo a
no estar de acuerdo sobre la importancia de «ganarse la vida» una misma. Creo
que me la ganaría más quedándome dormida hasta muy tarde y recibiendo
dinero sin tener que escribir a máquina doscientas direcciones por día. Pero
tampoco es posible hacer solamente poemas. En cambio sí es posible pintar todo
el día o escribir novelas. Tal vez el mito del poeta que sufre, cuyos «únicos
instrumentos son la humillación y la angustia» viene de esta imposibilidad de
hallar un ritmo de creación, una continuidad, un hacer día a día. Es posible que
si mi trabajo fuera más interesante yo no me quejaría.
Me gustaría mucho tener noticias suyas.
Un abrazo entonces y otros para Aglae y Andrea,
Alejandra
30, Rue Saint-Sulpice
Paris 6è
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Carta N.º 18
29 de junio de 1962.
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Sería realmente maravilloso conversar en París.
Bueno, espero que me recuerde siempre. Y que me escriba.
Un abrazo entonces, y otros para Aglae y Andrea,
Alejandra
30, Rue Saint-Sulpice
Paris, 6è
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Carta N.º 19
París, 21 de septiembre de 1962.
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7, Rue de Chaillot
Paris 16è
Puede usted decirles que necesita el número 39-40 a causa del homenaje a
Borges que contiene. Yo, desgraciadamente, tengo un solo ejemplar —que ni sé
dónde está.
Mi libro va a salir en SUR. Espero con ansiedad noticias referentes a él. Me
dicen que el correo está en huelga. ¿Podría usted decirles, por favor, que
demoren las huelgas y golpes de estado hasta que mi librito esté terminado?
Comparto su fascinación por Río de Janeiro. Estuve ocho horas y aún tengo
presente esos colores de jardín encantado, ese arcoiris perpetuo e informe, ese
gusto a fiesta cuando se mira el cielo. Pero debe ser muy nocivo para los
«trabajadores intelectuales». Mis abrazos para los tres (o para los cuatro) y tal
vez cuando esta carta llegue será para los cinco según se demoran los correos,
Alejandra
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Carta N.º 20
3 de enero[27].
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Alejandra
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Carta N.º 21[28]
Sábado.
Alejandra
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ALEJANDRA PIZARNIK (Buenos Aires, 29 de abril de 1936 - Ibíd., 25 de
septiembre de 1972) nació en una familia de inmigrantes judíos de origen ruso y
eslovaco. En 1954, tras el bachillerato, ingresó en la facultad de filosofía y letras de
la universidad de Buenos Aires, pero no acabó sus estudios. Lectora empedernida
desde muy joven, publicó su primer libro, titulado La tierra más ajena, en 1955. Le
siguieron La última inocencia en 1956 y Las aventuras perdidas en 1958. Entre 1960
y 1964 se instaló en París y ahí colaboró con distintas revistas y diarios. De esa época
procede su amistad con Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz, quien prologó su
cuarto poemario, titulado El árbol de Diana (1962).
En 1964 regresó a Buenos Aires y publicó sus obras más conocidas: Los trabajos y
las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) y El infierno musical
(1971). Desde 1954 en adelante, Pizarnik fue redactando un diario que la acompañó
hasta los últimos días de su vida. En 1972, a la edad de treinta y seis años, decidió
morir en la misma ciudad donde había nacido.
www.lectulandia.com - Página 74
Notas
www.lectulandia.com - Página 75
[1] Ivonne Bordelois, Correspondencia Pizarnik, Buenos Aires, Seix Barral, 1998. <<
www.lectulandia.com - Página 76
[2]
Alejandra Pizarnik, Dos letras, Barcelona, March Ed., 2003 (Presentación de
Carlota Caulfield). <<
www.lectulandia.com - Página 77
[3] León Ostrov, «Recuerdo de Alejandra», La Nación, Suplemento Cultural, 1983
www.lectulandia.com - Página 78
[4] Ivonne Bordelois, Correspondencia Pizarnik, op. cit., p. 47. <<
www.lectulandia.com - Página 79
[5]
Inés Malinow, «Juicios críticos», Poesía Argentina Contemporánea Tomo I,
Volumen Sexto, Buenos Aires, Fundación Argentina para la Poesía, 1980, pp. 2834 y
2835. <<
www.lectulandia.com - Página 80
[6] Inés Malinow, «Alejandra Pizarnik secreta», La Gaceta¸ Suplemento Literario,
www.lectulandia.com - Página 81
[7] Inés Malinow, Alejandra secreta, Edición de la autora, Buenos Aires, 2002, p. 7.
<<
www.lectulandia.com - Página 82
[8] Patricia Venti, «El discurso autobiográfico en la obra de Alejandra Pizarnik»,
www.lectulandia.com - Página 83
[9] Alejandra Pizarnik, Diarios (Edición a cargo de Ana Becciu), Barcelona, Lumen,
www.lectulandia.com - Página 84
[10] Alejandra Pizarnik, «Aproximaciones» (Poemas no recogidos en libros), Poesía
Completa (Edición a cargo de Ana Becciu), Barcelona, Lumen, 2010, p. 309. <<
www.lectulandia.com - Página 85
[11] Alejandra se refiere al «combate en cierto modo suicida que cada uno de nosotros
www.lectulandia.com - Página 86
[12] Ana Becciu, «Introducción», Alejandra Pizarnik, Diarios, op. cit., p. 8. <<
www.lectulandia.com - Página 87
[13] Alejandra Pizarnik, «El deseo de la palabra», Poesía Completa, op. cit., p. 269.
<<
www.lectulandia.com - Página 88
[14] Publicado en La Nación, Suplemento Cultural, 1983. <<
www.lectulandia.com - Página 89
[15] Carta despachada desde Villa Gesell el 13 de febrero, probablemente de 1955. <<
www.lectulandia.com - Página 90
[16] Sin sobre y sin fecha. Podría tratarse de una carta entregada en mano, ya que
aparentemente fue escrita mientras Alejandra estaba en tratamiento con Ostrov. <<
www.lectulandia.com - Página 91
[17] Carta despachada desde París el 4 de junio de 1960. <<
www.lectulandia.com - Página 92
[18] La carta no tiene fecha y no se conserva el sobre. Probablemente corresponda a
www.lectulandia.com - Página 93
[19] ¿Qué diablos le preguntaré? Lo único que me gustaría saber —pues las opiniones
www.lectulandia.com - Página 94
[20] Carta despachada desde París el 7 de septiembre de 1960. <<
www.lectulandia.com - Página 95
[21] Carta despachada desde París el 16 de octubre de 1960. <<
www.lectulandia.com - Página 96
[22] Carta despachada desde París el 14 de noviembre de 1960. <<
www.lectulandia.com - Página 97
[23] Carta despachada desde París el 22 de febrero de 1961. <<
www.lectulandia.com - Página 98
[24] Carta despachada desde París el 4 de abril de 1961. <<
www.lectulandia.com - Página 99
[25] Carta despachada desde París el 21 de junio de 1961. <<