COMUNIDAD CATÓLICA “BODAS DE CANÁ”
Evangelización Matrimonial Carismática
                            COORDINACION NACIONAL
ESCUELA DE EVANGELIZACIÓN SAN JUAN PABLO II
                                   SYLLABUS
                     FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE
Objetivos:
Capacitar a los hermanos para defender y dar razó n de su fe ante los principales
cuestionamientos que el mundo moderno nos plantea.
Contenido del Curso:
1.  EL HOMBRE COMO INCÓGNITA Y COMO BÚSQUEDA
         A. Situación del hombre en el mundo
               I.  Problema de la muerte
              II.  Problema de la vida
             III.  Problema de la convivencia
         B. Alienación y opresión
         C. Reducción inmanentista del problema del hombre
               I.  En el positivismo científico
                   - Reducció n evolucionista
                   - Reducció n marxista
                   - Reducció n psicoanalítica freudiana
        2. En la filosofía moderna
                   - La muerte del fundamento de los valores (Nietzsche)
                   - La existencia humana como absurdo (Sartre)
                   - La existencia humana como tragedia (Heidegger)
         D. Intuición radical del sentido del hombre
                1. Aporte de la fenomenología religiosa
                   - Concepto de fenomenología religiosa
                   - Profano y sagrado
                   - Mito y Rito
                2. Aportes de algunos movimientos religiosos no bíblicos
                   I. El proceso de “salvació n” en el budismo
                   II. La “salvació n” en las religiones de misterios
      -     Las raíces en los cultos mistéricos
      -     La estructura del culto mistérico
          CONCLUSIÓ N
2    LA REVELACIÓN COMO RESPUESTA A LA INCÓGNITA DEL HOMBRE
         PRELIMINARES
            1. Concepto de “Palabra”
            2. Concepto general de revelació n
            3. Revelació n natural
         A. LA ESCRITURA
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                Pá gina 1
             1. Escritura e historia de la salvació n
             2. Inspiració n, inerrancia y canon
             3. El proceso revelatorio: La formació n de la Escritura
                a) En el antiguo testamento
                b) En el nuevo testamento
                   I. Tradició n evangélica
                   II. Tradició n enigmá tica
          B. LA TRADICIÓN: ECLESIOLOGÍA FUNDAMENTAL.
                1. Concepto general de tradició n
                     a) Etimología
                     b) Objeto y Sujeto
                     c) Tradició n como concepto cultural
                     d) Tradició n como categoría teoló gica
                 2.   Escritura y tradició n
                 3.   La Iglesia
                         a) Jesú s y la Iglesia
                         b) Razó n de ser de la Iglesia
                 4. El dogma
                         a) Concepto de dogma
                         b) Evolució n dogmá tica
      -Dogma y revelació n
      -Sujeto y objeto de la formulació n dogmá tica
      -Unidad de fe y pluralidad de los dogmas
                 5. Instancias de la tradició n eclesiá stica (“lugares teoló gicos”)
                          a) La liturgia
                          b) Los padres
                          c) El magisterio
                          d) Los teó logos
                          e) Sentir del pueblo fiel (sensus fidelium”)
                          f) Signos de los tiempos
       -      La historia como lugar teoló gico
       -      Concepto de milagro
             CONCLUSIÓ N
3. LA FE COMO RESPUESTA A LA PALABRA REVELADA
         Preliminares
           1. Concepto de fe
           2. Fe y comunidad eclesial
   A. ELEMENTOS BÍBLICOS FUNDAMENTALES
            1. Referencia a las promesas
                a) En el antiguo testamento
                b) En el nuevo testamento
            2. Conciencia de gratuidad
                a) En el antiguo testamento
                b) En el nuevo testamento
            3. Aventura o éxodo
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                a) En el antiguo testamento
                b) En el nuevo testamento
             4. Cará cter no intelectual, sino existencial
                a) En el antiguo testamento
                b) En el nuevo testamento
             5. Dinamismo interpretativo
                a) En el antiguo testamento
                b) En el nuevo testamento
   B. DESARROLLO DE LA TEOLOGÍA DE LA FE
          1. EL APORTE DE LOS CONCILIOS
             I Los siete primeros concilios
             II Edad Media
             III Cuestió n del celibato
             IV Del Concilio de Trento hasta ahora
           2. LA RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS
           2.1 CREO
              I. LA OBEDIENCIA DE LA FE
                 -   Abraham, “el padre de los creyentes”
                 -   María: “Dichosa la que ha creído”
              II. YO SE EN QUIEN TENGO PUESTA MI FE
                   - Creer só lo en Dios
                   - Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios
                   - Creer en el Espíritu Santo
              III LAS CARACTERÍSTICAS DE LA FE
                   - La fe es una gracia
                   - La fe es un acto humano
                   - La fe y la inteligencia
                   - La libertad de la fe
                   - La necesidad de la fe
                   - La perseverancia en la fe
                   - La fe, comienzo de la vida eterna
                   -
              2.2 CREEMOS
                     - Mira Señ or, la fe de tu Iglesia
                     - El lenguaje de la fe
                     - Una sola fe
            RESUMEN
    REFLEXIONES SOBRE EL “ACTO DE FE”
        a) Motivos de credibilidad
        b) Experiencia psicoló gica y don de la fe
   C. LA FE DE AMÉRICA LATINA, ESPERANZA DEL MUNDO
LA ORACIÓN EN LA VIDA DE LA FE
     A.   La comunió n con Dios
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                  Pá gina 3
      B.     Naturaleza de la oració n
      C.     Formas de oració n:
                1. La oració n vocal
                2. Oració n meditativa
                3. Oració n contemplativa
                4. Oració n comunitaria o compartida
                5. Oració n litú rgica
      D.     PLEGARIAS Y FÓ RMULAS
      E.     LA VIRGEN MARÍA MEDIADORA EN LA ORACIÓ N
      F.     LA COMUNIÓ N DE LOS SANTOS
4. TEOLOGÍA DOGMÁTICA FUNDAMENTAL
           A. CRISTOLOGÍA FUNDAMENTAL.
              1. El hecho Jesú s
                     a) El Jesú s histó rico
                     b) El acontecimiento pascual
                     c) Implicació n política de la pascua
              2. Racionalidad del anuncio cristiano
                     a) Nivel ontoló gico del mensaje
                     b) Nivel ético del mensaje
              3. Cristo, el Verbo revelador
                     a) Significado revelador del bautismo de Jesú s
                     b) Só lo el Hijo sabe el misterio del Padre
                     c) La palabra de Jesú s en San Juan
           B. ECLESIOLOGÍA FUNDAMENTAL
LA IGLESIA
   1. Origen y Finalidad de la Iglesia
   2. Naturaleza
           a) Imá genes de la Iglesia
                        - Segú n la Lumen gentium 6
                        - Pueblo de Dios
                        - Cuerpo místico de Cristo
                        - Templo del Espíritu Santo
   3. Concepto de comunió n
   4. Definició n de la Iglesia
   5. La Iglesia nace en pentecostés
   6. Características de la Iglesia
   7. Organizació n eclesiá stica
   8. ¿Quién hace cabeza en la Iglesia Universal?
   9. La potestad del Romano Pontífice (del Papa)
   10. El Sínodo de los Obispos
   11. El Colegio de Cardenales
   12. La Curia Romana
   13. El Colegio Episcopal
   14. El Concilio Ecuménico
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                            Pá gina 4
   15. Jurisdicció n territorial
   16. Tipos de iglesias particulares
   17. Parroquia
       a) La cuasi-parroquia
       b) Los fieles o parroquianos
       c) El pá rroco
   18. Notas de la Iglesia
   19. Estados de la Iglesia
   20. Documentos pontificios
   21. Doctrina Social de la Iglesia –DSI- Contenidos
   22. El Magisterio de la Iglesia, su infalibilidad
   23. Laicos
   24. Clérigos
BIBLIOGRAFIA
- J. ALEU, Teología fundamental, Hechos y Dichos-Zaragoza 1973
- A. BENTUE, La opció n creyente, Sígueme-Salamanca 1986
- CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓ LICA, 1993
- R. FISICHELLA, La revelació n: evento y credibilidad, Sígueme-Salamanca 1989
- R. FISICHELLA, Introducció n a la teología fundamental, Verbo Divino-Estella 1993
- H. FRIES, Teología fundamental, Herder-Barcelona 1987
- R. LATOURELLE, Teología de la revelació n, Sígueme-Salamanca 1967
- F. MARTINEZ DIEZ, Teología fundamental, Ed. San Esteban-Salamanca 1997
- K. RAHNER, Curso fundamental de la fe, Herder-Barcelona 1979
- R. SÁ NCHEZ CHAMOSO, Los fundamentos de nuestra fe, Sígueme-Salamanca 1981
- J. SCHMITZ, La revelació n, Herder-Barcelona 1990
- H. WELDENFELS, Teología fundamental contextual, Sígueme-Salamanca 1994.
- JOSEF MARIA R.B. Uberlegungenfü r den DienstamGlauben. Matthias-Grunewald-
Verlag, Mainz 1962. Glaubennach der Bibel, Theologie der Gegenwart, 5 (1962),
130-136.
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ESCUELA DE EVANGELIZACIÓN SAN JUAN PABLO II
                                     SILLABUS
                             FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE
SUMILLA
La presente materia presenta los temas generales de todo creyente cristiano católico. Trata
sobre la cosmovisión teológica, biológica y psicológica del hombre y mujer de fe. Analiza cada
temática buscando los fundamentos sólidos que den luz a nuestra fe, como don de Dios.
    I.        DATOS GENERALES
MATERIA             : FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE
HORAS               : 2 HRS. SEMANALES (8:00 -10:00 p.m.)
LUGAR              : LOCAL BODAS DE CANÁ (Cerro Lindo, Monterrico, Surco)
TIEMPO             : MARZO A JULIO
RESPONSABLE        : Fr. Samuel Torres Rosas, O.P
    II.       DESARROLLO TEMÁTICO DEL CURSO
    1.    El Dios revelado            La creación obra del Dios uno y Trino
                                      Dios crea al hombre a su imagen y semejanza
                                      El hombre se aleja de Dios: Pecado y Salvación
                                      Dios no olvida al hombre: Revelación y Sagrada Escritura
                                       Inspiración, inerrancia y canon.
                                      La Biblia y sus traducciones: ¿Qué es? ¿Cuál debemos leer los
                                       católicos?
    2.    La repuesta del             La fe: don y respuesta
          Hombre                      La oración: acto comunicativo. ¿Orar o rezar?
                                      El hombre intenta hablar de Dios: la teología
                                      El hombre un ser ético; Moral Cristiana.
                                      El fin del hombre: Escatología
    3.    La fe de la Iglesia         Cristología: Definición
          es Cristológica             Jesús de Nazaret: La encamación
                                      Vida, pasión y muerte del Señor
                                      La resurrección: Clave de la fe cristiana
                                      Desarrollo de la Cristología: Aportes y errores
    4.    Vivimos la fe en            Eclesiología: Definición
          comunidad                   Breve historia de la Iglesia
                                      Notas de la Iglesia de Cristo: Una; Santa, Católica y Apostólica
                                      La Iglesia una realidad visible y mistérica: organización y fin
                                      La tradición y Magisterio: su importancia en la fe de la Iglesia
                                      Derecho canónico – Doctrina social de la Iglesia: ¿Qué son?
                                      María en la fe de la Iglesia: Mariología: definición. Dogmas
                                       marianos, advocaciones
    5.    Celebramos la fe            La liturgia en la Iglesia
          y la profesamos             Los sacramentos: la Eucaristía centro de la fe de la Iglesia
                                      El credo: formulas de la profesión de fe. Artículos de la fe
                                      El Padrenuestro
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   III.    METODOLOGIA
   Todas las sesiones de clase serán participativas, dinámicas, uso de multimedia, videos,
   equipo de sonido, folletos en cada sesión. Trabajos personales y en equipo.
   IV.    EVALUACIÓN
   Se promedia la nota según las actividades:
   - 2 evaluaciones (parcial y final)……………………………..60%
   - Trabajos (personal y grupal)…………………………………10%
   - Participación y asistencia……………………………………..30%
   V.     BIBLIOGRAFÍA
   - Calderón, J.G. Obispo de Cartago. ¿Qué significa ser cristiano? Colombia, 1998
   - Comby, Jean. Para leer la historia de la Iglesia, desde los orígenes hasta el siglo XXI.
      Editorial Verbo Divino, Madrid, España, 2007.
   - Escolano, José Gea. La Oración del cristiano. Obispado de Mondoñedo-Ferro, Coruña,
      España 1998.
   - Guardini, Romano. La aceptación de sí mismo. Cristianismo y hombre actual 31.
      Ediciones Guadarrama, España 1962
   - Jager, Willigis. Encontrar a Dios a través de la contemplación. Edit. Narcea, España
      2001
   - Lazo Acosta, Jesús. Conozcamos, amemos y defendamos nuestra Iglesia Católica. Edit.
      Digital Press, Lima, 2003
   - Rolheiser Ronald. En busca de una espiritualidad. Edit. Lumen, Argentina 2003
   - Sayés, José Antonio. Señor y Cristo: Curso de Cristología. Ediciones Palabra. Madrid,
      España 2005
   - Schombom, Christoph. Fundamentos de nuestra fe: El “Credo” en el Catecismo de la
      Iglesia Católica. Ediciones Encuentro. Madrid, España 1999
   - Biblia de Jerusalén
   - Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Editorial Epiconsa y Paulinas. Lima, Perú
      2005
   - Catecismo de la Iglesia Católica. Misión Jubilar, Lima, Perú, 2000
   - Código de Derecho Canónico
   - Yo creo, pequeño Catecismo Católico. Congregación para el Clero, Madrid, España
      2005
   Lima, marzo 2015
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ESCUELA DE EVANGELIZACIÓN SAN JUAN PABLO II
CURSO: FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE
        1. EL HOMBRE COMO INCÓGNITA Y COMO BÚSQUEDA
A. SITUACIÓN DEL HOMBRE EN EL MUNDO
     Iniciemos con un aná lisis descriptivo de la situació n del hombre. Esta situació n
planteará una incó gnita que nos obligará a interpretarla para buscar la solució n
má s adecuada. No se trata de una especie de encuesta para detectar «có mo lo está
pasando» el ser humano. Nos referimos al aná lisis fenomenoló gico de la vivencia
bá sica del hombre.
    ¿Y cuá l es esa vivencia bá sica que determina nuestra situació n en el mundo? Es
la que surge de la triple coordenada con la cual se teje nuestra existencia: muerte,
vida y convivencia.
    Veá moslo con má s atenció n.
    Nacemos y nos encontramos en la vida llevados constantemente por un deseo.
La vida se sustenta espontá neamente en un puro deseo de satisfacció n egocéntrica.
El «bebe» no puede soportar que su deseo no sea cumplido. Confunde la realidad
con su propio deseo; esa realidad debe someterse siempre a un impulso
egocéntrico de satisfacció n. Esa estructura espontá nea del ser humano recibe en
psicología profunda el nombre de narcisismo.
    Ahora bien, el tiempo en que podemos mantener con cierta tranquilidad
nuestro narcisismo es corto: el período intrauterino o fetal -que constituye el
sueñ o paradisíaco del deseo narcisista- y quizá s los dos primeros añ os de vida.
Pero enseguida la realidad ajena a nuestro deseo espontá neo comienza a hacerse
sentir con fuerza. Ya el mismo acto de nacer constituye la primera gran frustració n
del deseo. Debemos renunciar a la pura pasividad «fetal» y afrontar el mundo, con
su oposició n a nuestro deseo narcisista. Por eso el ser humano nace llorando.
    La lucha entre el deseo espontá neo de satisfacció n egocéntrica y la realidad
frustrante irá tomando mayor vehemencia. Los estudios actuales psicoanalíticos
atribuyen a los primeros añ os de vida una importancia decisiva en esa lucha, que
constituye la cuna de los síntomas neuró ticos ulteriores.
    Nuestra vivencia primera nos lleva, pues, a constatar la experiencia humana, en
primer lugar como existencia mortificadora: el deseo de vivir segú n el principio
espontá neo de satisfacció n choca con el obstá culo de la realidad que no
corresponde a aquel deseo, sino que lo mortifica.
    Así, esta experiencia del inicio de la vida, que no por ser inconsciente es menos
real y cruda -só lo basta recordar que a ese período corresponde la incubació n de
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las neurosis-, pone al hombre inmediatamente frente al problema fundamental de
su existencia: la muerte.
   1. Problema de la muerte
    El deseo egocéntrico de satisfacció n es, antes que nada, deseo de vivir. Ahora
bien, la existencia nos impone un límite absolutamente insuperable y frustrante
del deseo: la muerte.
    El obstá culo de la muerte se nos hace má s patente en determinadas
circunstancias (muerte de los seres má s queridos, peligros graves de la propia
muerte...). En esas situaciones la vida llega a achicarse tanto que nos parece como
si todo se muriese a nuestro alrededor. Todo se ensombrece y parece
inconsistente. Cuá ntas veces hemos oído hablar de enamorados que, al separarlos
la muerte, se suicidan o se sienten absolutamente incapaces de seguir viviendo,
puesto que todo se ha muerto para ellos. Esta sensació n puede parecernos irreal y
debida a los «nervios»; sin embargo, en el fondo nos hace experimentar el
problema radical de la muerte. ¿En qué consiste esa radicalidad del problema? En
lo siguiente: el hombre se encuentra en la existencia como el ú nico consciente. Esa
conciencia lo hace precisamente hombre. Vive y sabe que vive. Este privilegio lo
convierte en el ú nico viviente capaz de dar sentido a todo lo demá s. La existencia
necesita absolutamente de una conciencia para tener sentido y ése es el hombre;
por eso es el «rey de la creació n».
    Pero ese mismo privilegio es un arma de dos filos, puesto que se convierte en
su propia desgracia: el hombre si bien es el ú nico que sabe que vive, también es el
ú nico que sabe que va a morir. Esa conciencia hace del hombre el má s desgraciado
de los vivientes, puesto que es el ú nico que conoce la frustración como ley bá sica
de la existencia. Pero ademá s esa situació n convierte su existencia en un posible
absurdo. En efecto, si bien só lo él es capaz de dar sentido a todo gracias a su
conciencia, en cambio él mismo se encuentra amenazado por el fin de su
conciencia dadora de sentido.
    No es necesario prolongar má s estas reflexiones para reconocer que la muerte,
sin duda alguna, constituye un problema radical para el hombre de todos los
tiempos y lugares.
   Ese es el dato de la existencia. Su solució n valdrá , pues, en la medida que
respete íntegramente la situació n vivida, sin camuflarla o alienarse de ella.
   2. Problema de la vida
    La muerte es, sin duda, el principal problema de la vida. Cualquiera cosa es
tolerable por «salvar la vida».
    Sin embargo, la vida constituye también un problema fundamental en sí
misma. Tanto es así que una vida sin muerte podría constituir para muchos -o
quizá para todos- un problema mayor que el que plantea la perspectiva de morir.
En efecto, la muerte en la situació n actual del hombre puede aparecer a menudo
como la solució n al problema de la vida, a su monotonía, a su vacío, al sentimiento
radical de inconsistencia. La vida puede, de hecho, experimentarse como
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tremendamente decepcionante y hasta absurda en ella misma. Una vida que en
ú ltimo aná lisis, por encima de los fuegos artificiales de la técnica y del progreso,
puede reducirse a «pasar la vida»: trabajar para comer, comer para trabajar y eso
hasta morir; y de ahí otros siguen en el mismo ciclo indefinidamente. Necesitamos
hacer «obras» que duren para evitar esa sensació n angustiante de inconsistencia.
Pero ¿esas «obras» no camuflan precisamente el problema bá sico de la vida? ¿No
queda el hombre finalmente siempre solo en su conciencia? ¿O no sería una
solució n má s «prá ctica» simplemente quedarme con el pedazo de placer que la
vida quisiera brindarme? Pero si esa es la solució n haríamos imposible la cultura y,
finalmente, la vida del hombre; pues caeríamos nuevamente en la «ley de la selva».
    A este respecto es particularmente sugestivo el pensamiento famoso del
Eclesiastés: «Proclamaré dichosos a los muertos que se fueron, más dichosos que los
vivos que viven todavía y más dichosos aún a los que nunca vivieron y no vieron lo
malo que debajo del sol se hace».
        3. Problema de la convivencia
    Lo dicho ú ltimamente lleva a plantearse el problema de la convivencia. Y es
quizá en este punto donde la existencia resulta má s penosa.
    El amor, la solidaridad, la fraternidad universal son palabras bonitas que a
menudo pueden simplemente intentar encubrir una mala conciencia. Pero el
problema es má s agudo aú n: ¿Hasta qué punto es realmente posible la convivencia
sincera o el amor desinteresado?
    Si reseguimos la historia de la humanidad, podemos constatar con facilidad
que los mó viles histó ricos y los sucesos que marcan la historia no son
precisamente factores de convivencia o de amor, sino má s bien de «victorias» o
«derrotas»; es decir, de vencedores y vencidos. Y los «armisticios» o pactos de
convivencia suelen ser imposiciones del má s fuerte sobre el má s débil, Esto no
significa que el má s débil tenga que soportar un trato injusto porque perdió sin
razó n; a veces el vencido intentaba también él imponerse injustamente (por
ejemplo, la derrota de Hitler). La situació n humana latente no es la de tender a la
con-vivencia, sino a la «voluntad del poder».
    Si analizamos el problema, no desde un punto de vista histó rico-social, sino
individual, podemos llegar a conclusiones no menos frustrantes.
    Los mó viles naturales del ser humano no son precisamente altruistas. El
egocentrismo radical del psiquismo del hombre marca todas sus actuaciones; en
muchos casos aparece a primera vista la tendencia espontá nea de buscar mi
interés aunque sea a costa del interés del vecino. Y cuando el egocentrismo parece
ausente, no es difícil detectarlo camuflado en nuestros mismos actos «altruistas» o
benéficos.
   En este sentido la «sospecha» que el psicoaná lisis freudiano ha proyectado
sobre todas las aparentes formas altruistas o desinteresadas del hombre, por
medio de su estudio de los mecanismos subconscientes de nuestro psiquismo, da
que pensar. ¿El amor es realmente posible, en definitiva? ¿O no es quizá má s que
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 10
una forma «camuflada» de egocentrismo? ¿No será , pues, una triste realidad la
experiencia que la antigü edad clá sica formuló con la famosa frase «Homo homini
lupus» (El hombre es un lobo para el hombre) y que un pensador –Sartre- expresó
también con la afirmació n de que «el otro es el infierno»?
    Ahora bien, la falta de convivencia se presenta como eminentemente
problemá tica cuando el hombre no resulta ser un lobo para otro lobo, sino que
aparece siendo lobo para una oveja. Es el problema agudo de la injusticia hecha a
los inocentes. Problema que ya torturó a Job (cf. sobre todo Job 16-17) y que
constituye uno de los «argumentos» principales del ateísmo existencial
contemporá neo.
B. ALIENACIÓN Y OPRESIÓN
   La estructura egocéntrica del ser humano determina, por otro lado, la
agudizació n del problema del hombre no ya al nivel ontoló gico descrito hasta
ahora, sino al nivel histó rico (ó ntico). El problema radical de la muerte, la vida y la
convivencia, que afecta al hombre como tal, se «camufla» bajo formas de alienació n
opresora, que es importante detectar.
    El espectro de la muerte provoca en el hombre la bú squeda de vivir al má ximo,
evitando en lo posible el cuestionamiento radical planteado por ese tener que
morir. De esa forma, la vida tiende a convertirse en un esfuerzo frenético de acció n
(poder) y evasió n (confort y riqueza), que permita experimentar la «seguridad» en
la vida. Pero ese intento de negar la muerte y vivir la vida plenamente está
marcado por el egocentrismo radical de nuestra estructura psico-bioló gica. Ella
hace de la lucha por la vida una lucha selvá tica para ahuyentar o disimular al
má ximo la amenaza de la muerte. La historia va desarrollá ndose así en funció n del
«poder». Los que «pueden» má s buscan vivir mejor, arrasando en su camino a los
que pueden menos. Los mecanismos subconscientes o dialécticos de esta lucha por
el poder, que permita vivir mejor y camuflar el espectro de la muerte, han
desembocado en las situaciones histó ricas de un mundo de hombres y mujeres
radicalmente desiguales, en donde el poder de un sector minoritario permite a
unos pocos gustar opulentamente de la vida a costa de que otros muchos queden
sumidos en la miseria.
    Las grandes mayorías del mundo viven una pobreza cró nica y en aumento,
correlativa a la riqueza sin límites de grupos «desarrollados» y superdesarrollados.
    Con el fin de poder mantener esa situació n intolerable para la gran masa de
pobres, las minorías poderosas tienen que emplear formas cada vez má s
sofisticadas de control que permitan asegurar ese «equilibrio» desigual del poder a
su favor. De esta manera se desarrollan las diversas carreras armamentistas y los
sistemas de espionaje que pretenden imponer los propios intereses hegemó nicos.
   Así el poder de los má s dotados es ejercido para perpetuar sus intereses y
aumentarlos, manteniendo controladas las ansias de sobrevivencia de las
mayorías. Un factor fundamental de ese control está constituido por la
manipulació n de los sistemas de valores transmitidos por los medios de
comunicació n de masas:
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                    Pá gina 11
        Los grupos de poder político, ideoló gico y econó mico penetran sutilmente
    el ambiente y el modo de vida de nuestro pueblo. Hay una manipulació n de la
    informació n por parte de los distintos poderes y grupos. Esto se realiza de
    manera particular por la publicidad que introduce falsas expectativas, crea
    necesidades ficticias y muchas veces contradice los valores fundamentales de
    nuestra cultura latinoamericana y el Evangelio.
     De esta forma la huida alienante del hombre ante su propia inconsistencia
mortal y egocéntrica, provoca la bú squeda desesperada de riqueza, que permita
experimentar la vida propia como fundada. El ansia de posesió n de riqueza
desencadena a su vez la lucha por el poder, que asegure el logro creciente de los
bienes a costa de mantener fuera de competencia a las grandes masas utilizá ndolas
só lo como productoras y multiplicadoras de bienes de capital para unos pocos.
    A su vez, para que la riqueza y el poder puedan mantenerse con mayor
seguridad y tranquilidad de conciencia, esos mismos centros de poder manipulan
los criterios sociales de los valores. De acuerdo con ellos, valen los que «tienen».
Los grandes ricos y poderosos se proyectan como «admirables» y deseables (só lo
basta observar la mayoría de los reclamos de propaganda televisiva y gran parte
de las producciones cinematográ ficas y «teleseries» de consumo masivo). La
idolatría de la riqueza y del poder es así legitimada como valor. Las masas tienden
también a aceptar como buena esa estructura y a desear participar en ella.
    Para mantener esa valoració n en la gente, el mismo sistema se preocupa de
alimentar en las mayorías desposeídas la ilusió n de que podrá n algú n día también
entrar en el mundo de los que «tienen» riqueza y poder: expectativas de una
educació n de los hijos que les permitirá «surgir», o expectativas populares de
sorteos que cambiará n su suerte; asimismo interés por las novelas o noticieros
«romá nticos» sobre gente «aristocrá tica» o idolatrada, que alimentan en los
mismos pobres el gusto por saber y admirar lo que ocurre en la vida de príncipes y
princesas, artistas y cantantes famosos.
    A veces las técnicas de propaganda llegan a la exquisitez en su penetració n
psico-social. Así, por ejemplo, para lograr que un determinado producto vanal sea
consumido masivamente, se le asocia con situaciones inalcanzables para la
mayoría: una estupenda mujer de pelo rubio se pasea en gó ndola por los canales
de Venecia, rodeada de apuestos jó venes y fumando. Esa situació n conforma un
ideal való rico de confort, poder y riqueza. Quien puede hacerlo suyo, teniendo todo
eso, es quien realmente «vale». Pero para quienes está n lejos de esa posibilidad
fantá stica, siempre existe el substitutivo, asociado a ella, de fumar. De esta forma,
los medios de comunicació n masiva pueden alienar no só lo la conciencia, sino
incluso el subconsciente de las personas sentadas frente al televisor.
   La pretensió n alienante de que el «tener» funda al hombre, dá ndole
consistencia való rica, permite así mantener, e incluso agudizar, la situació n
opresiva de unos pocos a costa de la mayoría desposeída y consolada de su miseria
por la ilusió n de que, gracias a los mismos mecanismos del sistema imperante,
podrá n algú n día también ellos entrar en el «mundo de fantasía» del confort, el
poder y el dinero.
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C. REDUCCION INMANENTISTA DEL PROBLEMA DEL HOMBRE
    La toma de conciencia del problema planteado por la existencia del hombre en
el mundo y las formas de alienació n, con la opresió n que ésta determina, pueden
llevar a diversos tipos de interpretació n atea o creyente.
    Antes de entrar en la perspectiva que la tradició n bíblicocristiana presenta con
respecto al problema del hombre, es necesario examinar, las líneas de
interpretació n propias de las grandes corrientes modernas de pensamiento no
creyente, para poder de esa forma confrontar la racionalidad de las diversas
opciones.
1. En el positivismo científico
            a) Reducción evolucionista
    El evolucionismo como teoría científica del universo ha marcado la forma de
comprender al hombre en el mundo. Segú n él, los problemas centrales planteados
con respecto al hombre son tales debido a la falta de una perspectiva adecuada.
    La perspectiva fundamental es la que descubrió Darwin, padre del positivismo
evolucionista. La emergencia del hombre es el resultado de largos tanteos de la
naturaleza. Entre las infinitas posibilidades de combinació n de energía, tuvo que
esperarse a que se hiciera posible la síntesis de albuminoides, para que la vida
orgá nica emergiera de la materia inorgá nica, en forma de bacterias. El paso de la
no-vida a la vida pudo tener lugar quizá s hace mil millones de añ os.
    De las bacterias comenzó a constituirse el á rbol de la vida. De la misma base
del á rbol se separó la rama vegetal, que se especializó en el «enraizamiento»,
cerrá ndose así a ulteriores pasos en la flecha evolutiva.
    De otra parte, en la rama animal derivada también de la bacteria inicial,
empezando por los protozoos fueron evolucionando las formas animales, hasta
llegar a los peces y de ahí a los anfibios. Con éstos la vida salió del medio acuá tico.
Siguieron los reptiles y de éstos emergieron las aves y los mamíferos de quienes
derivaron los primates, los pre-homínidos y los homínidos.
   La flecha evolutiva sigue después por el hombre, con quien emerge la
conciencia.
    Así, pues, esa flecha evolutiva ha ido progresando sin cesar con infinita y
maravillosa variedad. Pero los «individuos» han ido siempre quedando en el
camino. A todo esto se puede observar lo siguiente: La vida emerge de la no-vida. Y
en todo el proceso de la vida hay dos impulsos bá sicos; a saber, el impulso
diná mico, de progreso en la vida, y el impulso de inercia, de retorno a la no-vida.
     Ahora bien, así como el impulso diná mico es propio de la flecha evolutiva; en
cambio, el impulso de inercia es propio de los individuos. Estos individuos, una vez
han asegurado el proceso evolutivo (procreació n), vuelven al origen inorgá nico de
la vida, mueren.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 13
    Esto fue así durante millones de añ os sin problema. Pero cuando emergió la
conciencia, este retorno «natural» de los individuos a la no-vida comenzó a crear
problemas. El individuo no se resignó a estar regido por el principio de inercia,
sino que buscó apropiarse el principio de progreso en la vida, que pertenece al
filum o flecha evolutiva.
     Así, los vivientes «conscientes» no se conformaron con que tuvieran que volver
a la no-vida, o materia inorgá nica, en tanto que individuos y de este modo nació el
«problema» de la muerte.
    Al considerar la situació n «actual» de los individuos como centro, y no como
«paso» en una evolució n ascendente, se plantearon también los «problemas» de la
vida y de la convivencia.
   Segú n esta perspectiva, tenemos reducido así el problema del hombre:
   * El problema de la muerte queda integrado por la referencia del individuo -
que muere- al filum evolutivo que vive má s y má s y nunca muere;
    * El problema de la vida (monotonía absurda) queda integrado en la variedad
sucesiva de los procesos evolutivos de vida; la vida se hace de este modo
«interesante» y supera su monotonía absurda propia del psicologismo individual;
    * El problema de la con-vivencia queda integrado en la selecció n natural de la
naturaleza con vistas al progreso evolutivo: la ley de la selva está en funció n del
triunfo selectivo que hace el progreso del filum evolutivo. De esta manera la
calidad emerge a costa de la cantidad.
       b) Reducción marxista
   El marxismo, haciendo suya la reducció n evolucionista del problema del
hombre, aporta su propia perspectiva.
   El autor que mejor ha elaborado esta nueva visió n es el profesor del mismo
Marx, e iniciador de la llamada izquierda hegeliana, Feuerbach.
   El triple problema planteado por la existencia humana -la muerte, la vida y la
convivencia-, Feuerbach intenta resolverlo de la siguiente forma.
   En primer lugar, la situació n mortal del hombre constituye para él un
problema angustiante por el hecho que siente en sí mismo un deseo inevitable de
inmortalidad, que choca con la realidad frustrante de la muerte.
    En segundo lugar, la vida resulta también problemá tica por sí misma por dos
circunstancias fundamentales: la limitació n proveniente del hecho que la
existencia se ubica dentro de las coordenadas de espacio y de tiempo, y la
limitació n determinada por la incapacidad del hombre para dominar la naturaleza.
Por un lado, el ser humano aspiraría a ser contemporá neo de toda la historia y
capaz de estar presente en todos los lugares geográ ficos. La limitació n que lo
circunscribe a un espacio y a un tiempo pequeñ o lo frustra en su ansia de presencia
en el mundo; y, por otro lado, la limitació n impuesta por una naturaleza rebelde e
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                               Pá gina 14
indomable hace del hombre un ser herido por la impotencia que choca con su ansia
de poder.
    Finalmente, Feuerbach centra el problema de la convivencia humana en la
frustració n experimentada por la lucha egoísta del hombre contra el hombre. La
«ley de la selva», que el hombre lleva metida en su instinto convirtiéndolo en
adversario de sus semejantes, está en pugna, al mismo tiempo, con el deseo no
menos poderoso de amar y ser amado. Y esta tercera frustració n provocada por la
convivencia imposible constituye quizá el peor de los tres problemas
fundamentales de la existencia humana.
   Ahora bien, ¿có mo intenta Feuerbach dar respuesta a este triple problema? He
aquí la forma en que reduce la situació n del hombre.
    El problema de la muerte surge de la inadecuació n entre el deseo del hombre
de vivir siempre má s y la realidad frustrante que no respeta ese deseo. Este ha sido
el problema má s acuciante que ha tenido siempre el hombre. Ha intentado
solucionarlo de mú ltiples formas, recurriendo a magia, a mitos, a esperanzas
religiosas... Pero nunca se ha podido superar el problema: el hombre muere y no
quiere morir.
    Para Feuerbach, el deseo de inmortalidad no constituye una proyecció n
imposible, sino que ante todo encierra una profunda intuició n. Al desear ser
inmortal, el hombre expresa una posibilidad absolutamente real. Só lo que la
inmortalidad no debe referirse al hombre individual, sino al hombre como género:
la Humanidad como tal es inmortal.
    El problema de la muerte debe, pues, ser resuelto cambiando el centro de
atenció n, del individuo al género. Si bien los individuos mueren, el género humano
vive cada día con mayor empuje y la especie humana aumenta constantemente en
cantidad y en calidad. La vida se impone, pues, sobre la muerte. Conocer esto y
trabajar por ese éxito de la vida cada vez má s total, constituye la gran realizació n
del sueñ o de la inmortalidad siempre acariciado por el hombre. Una vez el hombre
llegue a interiorizar esa pasió n por la vida del género humano y no de los
individuos, logrará superar el problema angustiante de la muerte.
    Paralelamente, el problema planteado por la doble limitació n de la vida -la
espacio-temporalidad y la impotencia ante la naturaleza- se resuelve en el
momento en que el hombre se da cuenta de que esas limitaciones van ligadas a la
individualidad; en cambio el género humano trasciende tanto los
condicionamientos de espacio y de tiempo como la impotencia ante la naturaleza.
La verificació n de esa omnipresencia y omnipotencia del género humano se va
dando cada vez má s gracias al progreso técnico: la telegrafía sin hilos, la
comunicació n con un celular, así como la velocidad en los vuelos aéreos, muestran
la creciente omnipresencia del hombre en el espacio y en el tiempo; y la misma
tecnología aplicada en el dominio progresivo de la naturaleza va demostrando la
omnipotencia inagotable del género humano.
   Esa perspectiva transindividual supera el problema de impotencia ante la vida
que da al individuo la sensació n de monotonía absurda.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 15
    Y, por ú ltimo, la penosa falta de convivencia, que constituye el tercer gran
problema de la existencia humana, puede resolverse si no se considera la historia
humana en su pasado y en su punto de llegada actual, sino en su futuro. Aquí
Feuerbach propone la utopía socialista que constituirá la base de la interpretació n
marxista de la historia. Si bien el hombre es egoísta y se mueve por intereses
propios, también es cierto que aspira a amar y ser amado. Y esa aspiració n no es
pura ilusió n sino que constituye una intuició n profunda, referente no a las
posibilidades pasadas o presentes, sino a las posibilidades del futuro. Un día,
después de grandes idas y venidas de la historia, al costo de grandes luchas y
sufrimientos humanos, el hombre será realmente hermano de su hermano y dejará
de ser lobo para él. Será la sociedad «comun-ista», en donde todos amará n a todos
y todos será n amados por todos.
    Es con esa perspectiva utó pico-histó rica que, segú n Feuerbach, debe superarse
el problema de la falta de convivencia.
    En este contexto la existencia tiene pleno sentido, a pesar de los problemas
«individuales». Esos problemas son absorbidos por el gran futuro de la humanidad;
un futuro de vida plena, de poder total sobre la naturaleza y sus
condicionamientos, y un futuro de comunidad perfecta y feliz.
   A esta reducció n del problema del hombre, propia de Feuerbach y del
marxismo subsiguiente, habría que añ adir la interpretació n que el mismo
Feuerbach hace de la religió n en general y del cristianismo en particular.
    En síntesis, el cristianismo es un mensaje que pretende solucionar el problema
del hombre. Para ello propone un Dios inmortal y dador de inmortalidad que
responde así al problema de la muerte, un Dios omnipotente y omnipresente, que
solucione el problema de la limitació n espacio-temporal y de frustració n de la
naturaleza experimentadas por el hombre; un Dios amor que procura la
superació n del egocentrismo hostil del hombre, dando así solució n al problema de
la convivencia.
    Ahora bien, ese mensaje del cristianismo es, dice Feuerbach,
fundamentalmente verdadero. Responde a la intuició n bá sica del ser humano,
segú n la cual se proyecta a sí mismo como inmortal, omnipresente, omnipotente y
capaz de amar y ser amado. Só lo que el hombre, al no verificar estos atributos en la
historia pasada y a nivel individual, los proyectó en un ser mítico, Dios.
    Pero este hombre ha ido descubriendo que la esencia del cristianismo es
verdad, porque ese Dios no es má s que el género humano. La humanidad en su
conjunto y a proyecció n futura es inmortal, es omnipresente y omnipotente, y es
capaz de constituir una comunidad perfecta. Segú n esto, Dios no es otra cosa que la
humanidad mitificada. Y negar la realidad de Dios no es má s que afirmar la verdad
de los atributos divinos en tanto que aplicados a la humanidad histó rica futura.
       d) Reducción psicoanalítica freudiana
    Hasta aquí dos formas de reducció n del problema del hombre, que podríamos
denominar optimistas. La superació n del hombre vista como un hecho
perfectamente conseguible.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                Pá gina 16
    Freud es un autor también positivista, pero con un grado mayor de
escepticismo, que él considera realismo científico.
   Para Freud el hombre es un ser frustrado de nacimiento. Su frustració n
proviene del hecho inevitable de que su deseo (libido) pretende satisfacerse de
una forma imposible dadas las condiciones de la existencia humana.
     El ser humano se rige subconscientemente por un principio de placer de tipo
narcisista. Todo lo que hace viene determinado desde el subconsciente por la
libido narcisista.
    Ahora bien, ese instinto de placer o libido choca con una realidad frustrante. La
experiencia amarga de la frustració n coincide con el inicio mismo de la vida. El ser
humano quisiera negar la realidad e imponer el propio deseo narcisista (Freud
define el narcisismo como la «omnipotencia del deseo»). Pero pronto la realidad
hace sentir su primacía; así el deseo narcisista de puro placer se encuentra ante la
alternativa siguiente: o bien encerrarse en sí mismo en una «regresió n al seno
materno» (cuyo fin será probablemente el «suicidio narcisista» debido a que la
muerte se hará menos penosa que el seguir sintiendo el impacto frustrante de la
vida), o bien integrar la realidad en el propio psiquismo. A esto ú ltimo Freud lo
llama integració n del principio de realidad o superego.
    Segú n Freud, el hombre ha debido afrontar esa realidad má s fuerte que su
propio deseo, tanto a nivel individual como a nivel colectivo. La ilusió n humana de
ser el centro del universo ha recibido en estos ú ltimos siglos rudos golpes. El
primer golpe fue el que le dieron los descubrimientos de Copérnico, Galileo y
Newton. Antes del siglo XV la visió n que se tenía del universo era geocéntrica. La
tierra era el punto de referencia de todos los demá s astros. La «revolució n
copernicana» consistió en des-centrar a la tierra y al hombre que es su habitante
principal. Por ello este hombre se sintió fuertemente tocado en su narcisismo. De
ahí sobre todo el rechazo espontá neo inicial a las teorías de Copérnico y de Galileo.
    Pero poco a poco tuvo que irse acostumbrando a no constituir ya el centro del
universo. Después vino el golpe asestado por los descubrimientos de Darwin. El
hombre tuvo que pasar de una concepció n está tica, segú n la cual él había sido y
sería siempre el «rey de la creació n», a una visió n evolutiva segú n la cual su
presencia en la tierra es fruto de procesos enormes en la escala animal, los cuales
probablemente no han llegado a su término. Así el hombre sería quizá un paso en
la cadena evolutiva hacia otras formas de vida má s perfectas. También esto choca
con el narcisismo humano, que se resiste a aceptar su cará cter no central en la
existencia bioló gica, concebida en su perspectiva evolutiva.
    Finalmente, el golpe má s duro, dice Freud, lo ha dado el psicoaná lisis. En
efecto, el hombre había tenido que retirarse del centro del universo y reconocer
que estaba en la periferia; sin embargo se creía seguro al menos en su propia casa,
como dueñ o de sus propios actos. Ahora bien, el aná lisis psicoanalítico muestra
que el hombre no sabe cuá les son los mó viles reales de sus actuaciones. No es la
conciencia libre lo determinante, sino el subconsciente, cuyas leyes fijas trata de
detectar la ciencia psicoanalítica.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 17
    Con el descubrimiento del subconsciente, Freud plantea y reduce el problema
del hombre de una forma nueva. El problema humano está en la inadecuació n
entre su deseo narcisista egocéntrico y la realidad, frustrante del deseo. El
narcisismo, aun cuando a nivel consciente parezca superado, sigue siempre vivo y
determinando nuestro comportamiento desde el subconsciente en forma
camuflada. Ese narcisismo intenta realizar sus intereses por todos los medios
estratégicos: el arte, la ciencia, la religió n y toda la cultura son las formas
grandiosas de esa estrategia del deseo.
    Para Freud, el problema del hombre consiste, pues, en la inadecuació n radical
entre su deseo (libido) egocéntrico y la realidad. El hombre intenta superar ese
problema y realizar por lo tanto el deseo. Y ya que no puede lograrlo por un
camino directo, lo intenta por caminos indirectos o estratégicos, cambiando el
objeto consciente del deseo o transformá ndolo en una forma «sublimada». Así el
sujeto logra superar la frustració n de la muerte, de la vida y de la convivencia.
    Ahora bien, segú n Freud debemos reconocer que esa aparente superació n es
de tipo narcisista; es decir, no constituye una verdadera superació n del problema,
sino una proyecció n ilusoria de la propia «omnipotencia del deseo», que no tiene
nada que ver con la realidad frustrante.
    De esta manera, el problema de la muerte es superado por la aceptació n de la
realidad que implica ese desenlace fatal. Por supuesto Freud impulsa la lucha
técnica contra la muerte y no una simple aceptació n pasiva.
    Asimismo, el problema de la vida debe ser superado por la integració n de la
realidad que corrige al narcisismo. La vida tiene sus limitaciones propias que
frustran el deseo narcisista. Esas frustraciones provocan en el subconsciente, por
los mecanismos de la represió n, traumas neuró ticos. De ahí que la ciencia
terapéutica psicoanalítica sea tan importante para ayudar a vivir con mayor
satisfacció n. El problema de la vida se supera, pues, por un arte de vivir que está en
el equilibrio entre el principio de placer y el principio de realidad. Para ese
equilibrio el psicoaná lisis representa, segú n Freud, un aporte fundamental.
    Finalmente, el problema de la convivencia constituye quizá s para Freud la
incó gnita fundamental.
    El hombre está regido por su libido egocéntrica; ello lo convierte en «rival»
para los demá s hombres cuando el objeto del deseo de ellos coincide con el suyo.
Pero es posible un «acuerdo» entre todos ellos para renunciar cada uno a parte de
su deseo dejando que el otro pueda también realizar parcialmente su propio deseo.
Así los hombres pueden convivir aceptando esa especie de «ley del semá foro»: yo
respeto parte de tu deseo, frustrando parte del mío, a condició n de que tú respetes
también parte de mi deseo, frustrando parte del tuyo.
     Ahora bien, el problema de la convivencia se agudiza por el hecho de que la
libido (placer má s realidad) no es el ú nico motor del psiquismo humano. Freud
descubrió a partir de 1920, que en el subconsciente humano hay otro principio,
principio de muerte (thanatos).
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 18
    Este principio mueve el psiquismo humano no ya por el deseo libidinal (eros),
sino por el puro deseo de destrucció n (sadismo) y de autodestrucció n
(masoquismo). El hombre siente en sí mismo la atracció n por la muerte, como
regreso a la materia inorgá nica de donde la vida emergió en la escala evolutiva.
Ello hace que la lucha del hombre contra el hombre (ley de la selva) no sea só lo
una lucha por la vida. El eros está en la lucha con el thanatos.
   Freud expresa su anhelo de que triunfe el primero, pero por otro lado no está
seguro de cuá l será realmente el desenlace.
2. En la filosofía moderna
    Vimos hasta ahora la forma de interpretar el hombre y su problema, propia de
las ciencias positivas. Estas ciencias ven al hombre como un fenó meno efecto de
ciertas causas. Así reducen el problema a las causas bioló gicas, sociales,
psicoló gicas y estructurales que lo producen.
    Al examinar la reducció n inmanentista del problema del hombre tal como la
elaboran las corrientes filosó ficas contemporá neas, nos encontramos con una
perspectiva distinta, aun cuando se trata también de un reduccionismo
inmanentista.
   La filosofía no busca las causas que producen el fenó meno humano y sus
problemas, sino el sentido de ese fenó meno.
    La reducció n del problema del hombre, que operan estas corrientes filosó ficas,
es, pues, inmanentista segú n la acepció n siguiente: pretenden encontrar el sentido
o sinsentido del problema humano sin salir del mismo hombre y su mundo, sin
trascenderlo.
   Veremos brevemente el enfoque propio de tres pensadores modernos
fundamentales en esta perspectiva: Nietzsche, Sartre y Heidegger.
       a) La muerte del fundamento de los valores (Nietzsche)
   El problema del hombre ha intentado reducirse, por el lado de la filosofía,
desde una perspectiva voluntarista. En la voluntad del hombre estaría la clave para
superar sus problemas fundamentales.
   El filó sofo má s clá sico de esta tendencia fue Schoppenhauer. Su pensamiento
marcó las elaboraciones de Nietzsche.
    Para Nietzsche el problema del hombre está determinado por la jerarquía de
valores que condicionan su cultura. Centra su aná lisis en el hombre occidental
condicionado por la «cultura cristiana». Esa cultura «semítica y plebeya» inspira
una actitud resignada ante las dimensiones fundamentales de la existencia
(muerte, vida y convivencia), en lugar de suscitar un sentimiento heroico. El héroe
nunca se resigna, sino que enfrenta la existencia con «voluntad de poder»
   El problema del hombre viene, segú n Nietzsche, de su resignació n plebeya.
Para superarla debe buscar su afirmació n en el poder. Pero para ello tiene que
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                               Pá gina 19
eliminar el fundamento de los valores establecidos por la cultura cristiana. Ese
fundamento Dios. De ahí que Nietzsche proclama la «muerte de Dios».
    Sin Dios todos los valores caen por su base: la muerte, cuyo problema llevaba a
buscar el consuelo y la resignació n ofrecidos por Dios, aparece ahora en toda su
crudeza como una tarea heroica; la vida ya no es una monó tona sucesió n de días,
sin el relieve de las grandes pasiones y las grandes realizaciones de poder, sino que
es la constante bú squeda de autoimponerse; esto mismo elimina el problema de la
convivencia. Este problema se suscita debido a la jerarquía de valores semítica-
cristiana, que proclama la igualdad entre todos los hombres. Ahora bien,
eliminando el fundamento de ese valor, la convivencia ya no es problema, puesto
que el dominio del má s fuerte se impone ahora como el auténtico valor. He aquí un
texto de Nietzsche significativo en este sentido:
        Tenemos unos hombres sin la grandeza y sin la dureza suficientes para
    tener el derecho de formar al hombre, hombres sin la fuerza y la lucidez
    suficientes para aceptar con sublime abnegació n la ley impuesta por los
    fracasos y naufragios innumerables, hombres sin la nobleza necesaria para
    discernir los grados vertiginosos y los abismos que separan al hombre del
    hombre; tales son los que hasta hoy día han regido, con su principio (religioso)
    de la igualdad ante Dios la suerte de Europa hasta el punto que ha sido
    seleccionada una raza disminuida, casi ridícula, un animal gregario, un ser
    dó cil, enfermizo, mediocre, la Europa de nuestros días.
    Para Nietzsche, pues, el problema del hombre se reduce eliminando los valores
cristianos que son los causantes de captar la muerte, la vida y la convivencia como
problemas. Eliminando el Dios que fundamenta esos valores -reduciéndolos así a
nada («nihilismo»)- podemos crear el nuevo hombre que no teme a la muerte sino
que enfrenta orgullosamente su destino; un hombre que vive con un proyecto
constante de poder; un hombre que domina la masa, superando de esta forma el
problema de la convivencia igualitaria.
        b) La existencia humana como absurdo (Sartre)
     En este siglo ha tenido particular influencia el pensamiento sobre el hombre de
las corrientes existencialistas. Uno de los má s altos representantes de este enfoque
es Sartre. Su orientació n es atea y reduce, por lo tanto, el problema del hombre a su
dimensió n inmanente, sin referencia posible a una realidad que lo trascienda en su
finitud radical.
    La obra má s importante de Sartre es El Ser y la Nada. Se trata de un estudio
muy técnico, con el cual pretende mostrar que el problema del hombre -en su
triple dimensió n fundamental: muerte, vida y convivencia- es en realidad un
pseudo-problema. Y ello no porque tenga solució n obvia, sino precisamente
porque plantea como problema algo que no es solucionable y por lo tanto no es
planteable como problema. Es un simple «hecho» que hay que describir sin
pretender «explicarlo» o solucionarlo.
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    A este nivel el hombre no aparece como problema, sino como
autocontradicció n absurda: «Es lo que no es y no es lo que es». Tal afirmació n
podemos explicitarla de la manera siguiente:
    El ser propio del hombre, lo que hace que sea humano, está constituido por su
conciencia libre. Ahora bien, la conciencia aparece como una presencia en el
mundo de una realidad que no es mundo; es decir, que no es reducible a «objeto».
Se trata del sujeto en cuanto realidad no objetivable. Lo que puede objetivarse del
sujeto -su cuerpo, su psicología, su acció n-, no es propiamente el sujeto, sino su
objetivació n. ¿Qué es, pues, el sujeto o conciencia libre? Es lo que no es objetivable.
Y como todo nuestro conocimiento no hace má s que captar las «objetividades», el
sujeto, al no ser objetivable, se nos presenta como no ser; algo sobre lo cual no
podemos propiamente hablar ni pensar, pues al hacerlo lo objetivamos y así lo
perdemos en su ser propio inobjetivable.
     En este contexto Sartre reduce el problema del hombre al absurdo, y por lo
tanto suprime el cará cter mismo de problema que implica la posibilidad -al menos
teó rica- de solució n.
   Así, la muerte del hombre aparece como autocontradictoria o absurda, porque
se presenta como la reducció n a la nada de la nada (= la aniquilació n de la
conciencia libre).
     Asimismo, la vida es absurda porque ella só lo es posible gracias a la conciencia.
Só lo es lo que puede ser pensado. Y en cambio, esa misma conciencia que hace
posible la vida, no es ella misma pensable sin eliminarla como conciencia
inobjetivable.
    Este absurdo o autocontradicció n de la vida humana hace también
autocontradictoria la convivencia. En efecto, toda conciencia tiende a reducir al
otro a objeto, o sea, tiende a eliminarlo como sujeto. Igualmente el otro tiende
desde su conciencia a convertirme a mí en objeto de su conciencia; tiende a
objetivarme. Por esa razó n Sartre dice que «los otros son mi infierno» porque me
objetivan quitá ndome así mi ser propio inobjetivable; o sea, mi no-ser, con
respecto al ser objetivo.
    Toda esta especulació n tan aparentemente extrañ a traduce una experiencia
fundamental: la conciencia finita o no es o es participació n de una conciencia
infinita. Es decir, el ser no es el ser objetivable, sino el ser no objetivable en cuyo
á mbito se ubica el ser propio de la conciencia libre.
    Ahora bien, por otro lado Sartre excluye la posibilidad de una conciencia libre
infinita (=Dios), porque para él la idea de Dios es también absurda o
autocontradictoria: la conciencia libre infinita no puede existir porque ser libre es
poder optar por algo que no tengo y que me es posible. En cambio el concepto de
Dios implica una absoluta perfecció n o carencia de posibilidad de algo que no
tenga. Implica, pues, necesidad absoluta.
    Si no hay Dios no hay tampoco valores absolutos. Todo es relativo al sujeto que
existe. El mismo sujeto crea el valor al autodeterminarse libremente. La libertad
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pura, sin contenido objetivo, es el ú nico valor y el constitutivo esencial de la
conciencia. Es bueno lo que yo decido y por el hecho de decidirlo libremente. Es
malo lo que es impuesto sin mi decisió n libre, y por el mismo hecho de no ser
decisió n libre.
    Sin embargo, el hombre busca fundar su ser absolutamente; anhela superar la
«relatividad» de sus decisiones libres. Anhela, en el fondo, ser Dios.
    Pero ello es un sueñ o imposible, porque Dios es imposible
(autocontradictorio). Y así el hombre resulta ser una «pasió n inú til», un absurdo.
    De esta manera Sartre termina su obra fundamental, después de haber
pretendido mostrar que el problema del hombre se reduce mostrando su cará cter
de absurdo. He aquí, como final, el ú ltimo pá rrafo famoso de su obra:
        Toda realidad humana es una pasió n, por cuanto proyecta perderse para
    fundar el Ser y para constituir al mismo tiempo el en-si que escape a la
    contingencia, siendo fundamento de sí mismo, el Ens causa sui que las
    religiones llaman Dios. Así la pasió n del hombre es inversa de la de Cristo, pues
    el hombre se pierde en tanto que hombre para que Dios nazca. Pero la idea de
    Dios es contradictoria y nos perdemos en vano: el hombre es una pasió n inú til.
        c) La existencia humana como tragedia (Heidegger)
    La corriente filosó fica de mayor envergadura en la actualidad es
probablemente la fenomenología, cuyo iniciador fue E. Husserl. Sin duda el
principal representante de esa orientació n fenomenoló gica, en su aplicació n al
aná lisis de la existencia humana, es el discípulo de Husserl, Martin Heidegger. Su
obra fundamental es El ser y el tiempo.
   Heidegger distingue dos niveles de aná lisis en la comprensió n de la existencia
humana: el nivel de hecho (ó ntico), y el nivel de significación (ontoló gico).
    Describe, en primer lugar, la existencia humana en sus mú ltiples dimensiones y
la caracteriza de la siguiente manera: 1. El hombre se encuentra como «lanzado»
en el mundo, dentro de un sistema de valores y de comportamientos establecidos
previamente a su propia decisió n; ello determina su existencia a partir de lo que
«se piensa o se dice»; 2. El hombre tiende, por otro lado, a «adaptarse» y no salir de
ese mundo establecido; decide asumir su sistema de valores. De esa manera su
situació n en el mundo no es só lo la de «lanzado» en él, sino que por su
permanencia voluntaria dentro del sistema mundano establecido, el hombre está
también en situació n de «caído».
    La situació n de «lanzado» y de «caído» en que se encuentra de hecho el
hombre en el mundo constituye una existencia inauténtica. La inautenticidad está
en que lo que de hecho es la existencia general del hombre no debería ser así, sino
que el significado auténtico de la existencia es otro. Ese otro significado lo analiza
Heidegger en la segunda parte de su obra, dedicada a establecer cuá l es la
existencia humana auténtica, o sea, el significado final del ser del hombre.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 22
    La pista fundamental para detectar ese significado final del ser del hombre
(estructura ontoló gica), o sea, su existencia auténtica posible, se encuentra en el
fenó meno de la angustia.
    Heidegger hace aquí un agudo aná lisis para distinguir la angustia del temor. El
temor es un sentimiento de miedo ante un peligro intramundano: temo que el
avió n en que voy a embarcarme, pueda caerse; temo que una comida pueda estar
en mal estado, etc. Esos peligros, al ser intramundanos, son en principio
controlables. Así la técnica adecuada procurará asegurar al má ximo el mecanismo
del avió n o la sanidad de la comida, para quitar el peligro y eliminar, de esa
manera, el temor.
   Ahora bien, la situació n inauténtica del hombre le lleva considerar los peligros
como simplemente intramundanos y, como tales, causantes del temor. De esta
forma, puede combatir técnicamente contra ellos y así suprimir el temor.
    Pero haciendo esto el hombre camufla su situació n real ontoló gica, que
provoca la angustia, irreductible a temor. En efecto, la angustia no es suscitada por
peligros intramundanos, sino por el mero hecho de existir. Heidegger dice que la
angustia proviene de «ser en el mundo en cuanto tal»; a diferencia del temor que
es causado por situaciones externas a la misma existencia como tal.
    ¿Y por qué el hombre camufla la angustia en el temor?
    Heidegger responde simplemente: porque el ser humano soporta afrontar su
existencia como falta de fundamento ontoló gico en sí misma. La angustia es el
síntoma de que el hombre «no está en su casa en el mundo», de que su existencia
no está fundada. De ahí que «la angustia existencial» no deriva de situaciones o
formas de existencia (pobreza, enfermedad, ignorancia...), sino del mismo hecho de
existir en el tiempo finito.
    Esta angustia existencial afecta, pues, a toda la realidad humana: su muerte, su
vida y su convivencia.
    Las utopías técnicas tratan la enfermedad y la muerte como un problema
intramundano que infunde temor, pero como tal solucionable; lo mismo, los
progresos en el «nivel de vida» y en las mú ltiples distracciones o actividades tratan
de crear una vida sin problemas y, por lo tanto, no temible; finalmente las utopías
de «solució n social», que permitan una perfecta convivencia, buscan también
superar el problema de la falta de convivencia, eliminando así el temor que ésta
provoca.
   Pero la muerte, la vida y la convivencia son de por sí mismas angustiantes por
mucho que el hombre trate de camuflar esa angustia.
    El problema planteado por la existencia humana debe, pues, solucionarse,
segú n Heidegger, afrontando esa existencia en su realidad angustiante.
Precisamente ese afrontamiento sin camuflajes constituye la existencia auténtica
posible para el hombre.
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   Antes que nada debemos afrontar la muerte como destino propio, tomando
conciencia heroica de que soy-para-la-muerte.
   Debemos afrontar, asimismo, la vida como marcada por ese sello de finitud,
cuya expresió n fundamental es la muerte.
    Y debemos afrontar la convivencia difícil por el hecho de que estamos todos en
la misma «carrera hacia la muerte». Si bien esta conciencia auténtica podría
repercutir en una mejor convivencia social por el hecho de que la competencia por
evitar la muerte y asegurar mejor la vida quedaría falta de estímulo.
   He aquí, pues, có mo Heidegger intenta reducir el problema existencial del
hombre.
   Se trata de «tomar el toro por las astas» y no evitar la angustia, sino afrontar
heroicamente la raíz que la provoca: mi finitud radical y, por tanto, mortal.
   Eso hace de la existencia humana auténtica una existencia trá gica. Y este es,
para Heidegger, el sentido final de la existencia.
D. INTUICION RADICAL DEL SENTIDO DEL HOMBRE
    Hemos examinado algunas formas no creyentes de enfrentar el problema
planteado por la existencia del hombre en el mundo. Queda por ver ese mismo
problema desde la perspectiva creyente en general, antes de entrar en la
perspectiva bíblico-cristiana.
    Vamos a hacerlo en dos momentos. En primer lugar con una aproximació n
fenomenoló gica, que nos permita descubrir el sentido de la opció n religiosa como
tal. Luego veremos el significado de algunos movimientos religiosos
particularmente importantes con respecto al cristianismo.
1. Aporte de la fenomenología religiosa
           a) Concepto de fenomenología religiosa
    La palabra «fenomenología» deriva del término griego fainomai, que significa
«aparecer». Así, pues, el «fenó meno» es lo real en cuanto «aparece» al sujeto. Esa
realidad no es detectable a primera vista, sino que debe ser des-cubierta o re-
velada en su profundidad. Só lo así «aparece» todo lo real.
    La fenomenología descubre que lo real, en su profundidad esencial, es in-
objetivable. Por eso reacciona contra el positivismo reduccionista que pretendía
identificar lo real con lo objetivable; es decir, con lo verificable empíricamente en
un proceso de efectos a causas.
    El cará cter in-objetivable de la realidad profunda implica la captació n del
hecho siguiente: no hay objeto sin sujeto; lo que constituye la realidad es
justamente su referencia esencial al sujeto.
    El sujeto da la dimensió n de sentido o intencionalidad de la realidad, má s allá
del nivel objetivo de causas y efectos de esa misma realidad.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                Pá gina 24
    He aquí un ejemplo para mostrar lo dicho: supongamos «fenó meno» concreto
como es un tapó n de corcho. Si lo analizamos y queremos explicarlo por el método
propio del positivismo, tendremos que verlo como un efecto de ciertas causas.
Remontaremos a la causa que produjo su materia y su forma determinada; así
llegaremos a la má quina de fabricar tapones de corcho y por ú ltimo también al
á rbol de cuya corteza se sacó el corcho.
    En todo ese proceso de efectos a causas no sale, sin embargo, para nada la
botella, la cual constituye la «razó n de ser» del tapó n de corcho, su sentido o
intencionalidad.
    Ahora bien, la realidad profunda de ese tapó n de corcho –su ser al cual debe
corresponder nuestro comprender- incluye por supuesto su dimensió n objetiva del
proceso explicativo de causa a efecto, pero la transciende por la dimensió n de su
sentido inobjetivable. Sin esta dimensió n del sentido nos quedaríamos sin
comprender realmente qué es ese tapó n de corcho. En el fondo seríamos
plenamente «objetivos». Y esta es la crítica que la fenomenología hace al
positivismo reduccionista.
    La interpretació n del problema del hombre no puede, pues, ser reduccionista si
pretende ser objetiva en plenitud.
     Las interpretaciones filosó ficas que examinamos antes superan el positivismo
y toman el sujeto consciente como esencial en la comprensió n de la realidad,
justamente en lo que ese sujeto tiene de in-objetivable. Pero pretenden encontrar
la realidad profunda, y por lo tanto su comprensió n, en la relació n objeto-sujeto tal
como se da dentro de la inmanencia mundana.
    En cambio ese método fenomenoló gico aplicado al comportamiento religioso
del ser humano, puede mostrar que la realidad profunda, y por lo tanto su
comprensió n, implica la referencia a una realidad que trasciende el círculo
inmanente de objeto-sujeto en el mundo.
    La fenomenología religiosa plantea el problema del hombre como
esencialmente referido a una realidad que responde a ese problema. La realidad
del hombre constituye como un «ojal», cuyo sentido no está en sí mismo, sino en
un «botó n» no inmanente al ojal, pero sin cuya referencia la realidad del «ojal» y su
comprensió n queda truncada.
        b) Profano y sagrado
    Los fenomenó logos de la religió n expresan el ser profundo del hombre tal
como se muestra en su espontaneidad pura como una relació n de profano a
sagrado.
    El hombre experimenta su realidad profana -es decir, inmanente- como falta de
fundamento ontoló gico. Se autoexperimenta como radicalmente no fundado en sí
mismo. Pero esa no es su ú ltima realidad, sino que esa realidad inmanente o
profana tiene su fundamento ontoló gico (= de ser) en otra realidad que
transciende lo profano; a esa Realidad fundante corresponde el concepto de
sagrado.
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    Esta estructura fenomenoló gica de profano-sagrado aparece con particular
evidencia en el aná lisis sobre el comportamiento de las culturas primitivas. La
existencia es sentida como sin fundamento; por eso el hombre, que no puede
existir sin fundamento ontoló gico, refiere toda su existencia profana a otra
realidad fundante: los poderes sobrenaturales.
    El tiempo profano es concebido como un proceso de deterioro progresivo; por
eso debe referirse a un «tiempo sagrado» que lo regenere constantemente.
    Asimismo el espacio profano no se funda en sí mismo; por ello se refiere a un
«espacio sagrado» (= templo), que lo funda. Este fundamento del espacio profano
se explicita en mú ltiples formas: así las religiones antiguas tienen en comú n la
convicció n de que su templo principal está situado en el centro geográ fico del
universo; de esta manera constituye el «eje del mundo», su «piedra angular» o el
«ombligo del mundo». Y la necesidad que experimenta el hombre de ser fundado lo
lleva a considerar el centro a su propio país, e incluso su propia ciudad o su misma
casa.
    Quizá los símbolos má s interesantes son los referentes a la «piedra angular».
En la mitología antigua se halla a menudo el tema de una lucha entre los seres
divinos y el caos primordial. Este es derrotado y así comienza el cosmos o mundo.
Ahora bien, el caos es simbolizado generalmente por el agua oceá nica y por
dragones acuá ticos. Una vez derrotado el caos, esas aguas y esos dragones caó ticos
son sometidos. El mito que expresa ese sometimiento lo encontramos
particularmente explícito en Mesopotamia y en Israel. En Mesopotamia el caos
acuá tico (Apsu) y el dragó n caó tico (Tiamat) eran considerados como reprimidos
bajo la ciudad santa de Babilonia. De manera que si se destruía Babilonia, volvía el
caos, porque quedaban liberadas sus fuerzas.
    Asimismo, en Israel se consideraba que la piedra sagrada, que constituía el
centro sagrado del templo, tapaba el agujero que conectaba con el abismo acuá tico
que estaba debajo (aguas del Tehom, cf. Gén 1, 2). Sacando, pues, la piedra central,
volvía el agua caó tica.
   En consecuencia, el mundo estaba fundado en el templo sagrado. Sin esa
fundamentació n sagrada no era posible la consistencia del mundo.
       c) Mito y rito
   La realidad sagrada, como fundante de las realidades profanas descrita, en
todas las culturas antiguas, por medio de mitos.
    El mito quiere responder al problema existencial del hombre debido a que éste
se experimenta como «falto de fundamento». El fundamento está en la realidad
mítica.
     Ahora bien, para «conectar» la realidad profana, «no fundada en sí misma», con
la realidad sagrada o mítica «fundante», el hombre se sirve de los ritos.
   El rito se realiza dentro de un tiempo y de un espacio sagrados. Constituye así
una especie de paréntesis de la vida profana. Pero es justamente lo que funda lo
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                               Pá gina 26
profano. Sin el rito, la realidad profana no tiene consistencia ontoló gica. Ello
porque el rito es la reactualizació n del mito. Por el rito se hace presente aquí y
ahora la realidad fundadora de lo profano, descrita por el mito.
    De ahí que haya ritos correspondientes a cada una de las realidades profanas:
del nacimiento, de la muerte, de la enfermedad, de la salud, del trabajo, de la
sexualidad, etc.
   El rito no constituye, pues, só lo una conmemoració n del tiempo mítico, sino
que es una verdadera reactualizació n de aquél.
    Só lo por esta reactualizació n, el hombre sentía la seguridad de tener un
fundamento ontoló gico de su existencia profana. Y si tenía esta obsesió n ontoló gica
era porque para él «la irrupció n de lo sagrado en el mundo, narrada por el mito,
funda realmente el mundo».
    Así, pues, el lenguaje mítico -tal como puede ser analizado
fenomenoló gicamente-, aun cuando en sus formas lingü ísticas e ideoló gicas pueda
ser reducido a mecanismos subconscientes del pensamiento humano
(estructuralismo), en su sentido o intencionalidad profunda puede responder a la
«nostalgia ontoló gica» hacia el fundamento trascendente de la realidad profana.
    La historia de las religiones muestra que éstas constituyen las bú squedas
humanas de fundar en lo sagrado la experiencia universal de inconsistencia
autó noma. Esas bú squedas son mú ltiples tanto en las formas de creencia (mitos)
como en los intentos de acceder a la realidad creída (ritos).
     En el aná lisis histó rico y socioló gico de las diversas religiones, aparece una
relació n directa entre los condicionamientos culturales e incluso geográ ficos de los
distintos pueblos, por un lado, y sus bú squedas religiosas, por otro. Ello determina
la funcionalidad de las creencias y de los ritos religiosos a los distintos pueblos o
culturas que los elaboran. Desde esta perspectiva, toda religió n puede ser
considerada como creació n cultural. De ahí que haya tantas religiones como
culturas. En otras palabras, el hombre proyecta su propia idiosincrasia y sus
intereses en las formas específicas de bú squeda religiosa. En este sentido tiene
verdad la constatació n hecha por Feuerbach de que la religió n es producto humano
y que a Dios lo proyectamos «a nuestra propia imagen y semejanza». Jenó fanes ya
había observado agudamente que, si los bueyes tuvieran dioses, sus dioses
tendrían forma de buey. Pero estas afirmaciones son vá lidas con respecto al
lenguaje sobre Dios y a las bú squedas rituales de acceso a El. En efecto, lo que
decimos de Dios nunca podrá ser adecuadamente la realidad inefable de Dios.
    Sin embargo, si Dios es, la forma de intentar decirlo es necesariamente
antropomó rfica. Ese lenguaje, forzosamente humano, sobre Dios no es -¡no puede
serlo!- la descripció n de la realidad de Dios. No obstante es la ú nica manera de
poder «apuntar» hacia esa realidad inefable.
    A este nivel, todas las religiones son al mismo tiempo falsas y verdaderas.
Falsas, en la medida que pretendan identificar su lenguaje sobre Dios con la
realidad divina transcendente. Verdaderas, en cuanto todo son intentos aná logos
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de decir lo indecible y de acceder a lo inaccesible, sobre la base que el mundo
propio no está fundado en sí mismo, sino que su fundamento ú nico posible es la
realidad que llamamos Dios.
    Estas reflexiones pueden dar la impresió n de que relativizan el pretendido
valor absoluto de la religió n cristiana. En realidad lo dicho intenta señ alar la
legitimidad de la pregunta sobre la racionalidad especial de la opció n cristiana con
respecto a otras posibles opciones religiosas. El problema está mal planteado en
los siguientes términos: cuá l es la ú nica religió n verdadera, considerando como
falsas a todas las demá s. El mismo Vaticano II tiene clara conciencia de la
incorrecció n de ese enfoque al asumir seriamente la validez de otras bú squedas
religiosas. Sin embargo, la racionalidad de la opció n cristiana no es por ello menos
valorada. Si Dios es, «objetivamente» es una realidad que trasciende infinitamente
todo lenguaje que pretenda decirla. Pero si É l quiere «salvar» al hombre dá ndole
acceso a su realidad transcendente, puede y debe establecer un mediador
«objetivo» entre nuestra inmanencia y su transcendencia. Objetivamente es
suficiente un solo mediador, y también es necesario. Toda mediació n elaborada
por otras bú squedas «subjetivas» (las diversas religiones con sus propias creencias
y ritos) vale en la medida que Dios haya establecido esa ú nica mediació n
«objetiva».
     Ahora bien, las diversas religiones postulan, en grados distintos, la objetividad
ú nica querida por Dios con respecto al mediador establecido al interior de sus
respectivas culturas: Buda, Zoroastro, Ley mosaica, el Tao, Mahoma... Para los
cristianos ese ú nico mediador es Jesucristo. Pero todas las religiones pretenden
que la mediació n «subjetiva» elaborada como bú squeda religiosa por la propia
cultura corresponde a la ú nica mediació n «objetiva» de salvació n querida por Dios.
En esa pretensió n se han basado todos los grandes esfuerzos misioneros, y
también muchos colonialismos y guerras de religió n.
    Para que tal pretensió n pueda mostrarse como razonable, má s allá de las
tendencias narcisistas de los diversos grupos humanos, requiere también
reconocer la dimensió n «subjetiva» o cultural existente en toda religió n; incluida
por supuesto, la propia.
    A pesar de ese subjetivismo cultural, ¿es, sin embargo, posible mostrar como
razonable una mayor cercanía de la mediació n elaborada al interior de una
determinada cultura con respecto a la mediació n salvadora establecida
«objetivamente» por Dios?
    Los criterios de esa posible racionalidad deberá n buscarse en la mayor
genialidad que un mensaje religioso pueda tener en comparació n con otros,
tomando en cuenta dos cosas: primero, el objetivo de toda religió n, que es salvar al
hombre; así cuanto má s genial sea un mensaje en respuesta al problema radical del
hombre en el mundo (a partir del cual se suscitan todas las bú squedas religiosas),
tanto má s razonable será asumirlo como «objetivamente» verdadero. En segundo
lugar, deberá tomarse en cuenta la fuerza especial de ciertos elementos histó ricos
vinculados al origen de una religió n determinada o en su transcurso histó rico, que
pueden dar a ese mensaje religioso una contundencia especial propia de lo
verdadero y, por tanto, del ser auténtico.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 28
2. Aportes de algunos movimientos religiosos no bíblicos de la humanidad
    Antes de entrar en la presentació n de la racionalidad propia del mensaje
bíblico-cristiano, que nos permita captar su grado de «genialidad» objetiva como
respuesta al problema del hombre, parece adecuado presentar dos enfoques de la
«salvació n» tal como los proponen otras tradiciones religiosas histó ricas, muy
distantes entre sí. Ello nos permitirá tener puntos de referencia específicos de
respuestas religiosas no cristianas, en aspectos particularmente fundamentales.
    Luego podremos ya entrar en la categoría de «salvació n» propia del mensaje
cristiano.
           a) El proceso de «salvación» en el budismo
    La religió n budista, siguiendo en ello la orientació n del hinduismo en su
desarrollo post-védico, tiene un profundo sentido de la inconsistencia del mundo
profano.
    El mundo constituye una realidad «ficticia». Todo lo que aquí ocurra es
apariencia de ser, porque la finitud es el mal radical. Esa finitud se muestra en la
multiplicidad de lo aparente o ilusorio (el Maya). Lo mú ltiple es un proceso en un
ciclo indefinido de reencarnaciones (samshara). Ahora bien, cada nueva
encarnació n comienza marcada por residuos malos de la encarnació n anterior
(residuos Ká rmicos).
     El hombre está , pues, perdido en el Maya, del cual no puede salirse ni por la
muerte, ya que las reencarnaciones nos vuelven a reintegrar constantemente a la
finitud radical del Maya, que es la situació n profana.
   La ú nica «salvació n posible es, pues, encontrar una vía para salir del Maya.
   En la medida en que el Maya es la multiplicidad ilusoria, la superació n del
Maya será posible por un acceso a la unidad o realidad del Ser (Maha Atman).
    Ese acceso al Maha-Atman se puede dar gracias a la presencia en el Maya de un
principio de unidad, que el hinduismo y el budismo denomina djiv-Atman.
    El budismo propone, pues, un camino para lograr la «salida» con respecto al
Maya: despegar completamente el deseo de las realidades ilusorias de la vida. De
esta manera el djiv-Atman logrará finalmente salir de su condició n encarnada e
identificarse con el Maha-Atman, cuyo nombre religioso absoluto es Brahma en el
hinduismo y Nirvana en el budismo.
    Ahora bien, para que el djiv-Atman pueda «despegarse» del Maya o Samshara,
se necesita un proceso ascético cada vez má s radical, que normalmente no puede
terminarse en una sola encarnació n, sino en mú ltiples. Y en cada una de ellas el
djiv-Atman deberá superar los residuos ká rmicos de la encarnació n anterior y
evitar la formació n de nuevos residuos ká rmicos para la reencarnació n ulterior.
Cuando logra la supresió n de todo residuo ká rmico, el djiv-Atman no se reencarna
ya má s, sino que se identifica con el Maha-Atman o Nirvana (Absoluto).
   De esta manera se realiza verdaderamente la «salvació n».
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 29
     He aquí có mo la tradició n budista describe la situació n «perdida» del hombre
y, correspondientemente, el proceso de «salvació n» que debe seguir:
Cuando esto existe, se produce aquello; cuando surge esto, surge aquello, a saber:
los residuos ká rmicos surgen teniendo como causa determinante a la ignorancia;
la conciencia surge teniendo como causa determinante a los residuos ká rmicos;
la individualidad surge teniendo como causa determinante a la conciencia;
los seis sentidos surgen teniendo como causa determinante a la individualidad;
el contacto surge teniendo como causa determinante a los seis sentidos;
la sensació n surge teniendo como causa determinante al contacto;
el deseo surge teniendo como causa determinante a la sensació n;
el apego surge teniendo como causa determinante el deseo;
la existencia surge teniendo como causa determinante el apego;
el nacimiento surge teniendo como causa determinante a la existencia;
la vejez y la muerte, la pena y el llanto, el sufrimiento, el desagrado y la inquietud
surgen teniendo como causa determinante al nacimiento.
Así se produce todo este cú mulo de sufrimientos.
    En este texto de la tradició n budista se muestra claramente la importancia
central que el budismo atribuye al conocimiento, que debe disipar la ignorancia. La
situació n de «perdido» en el Maya es debida en primera instancia a la ignorancia;
de ésta deriva la formació n de residuos Ká rmicos que me mantendrá n en la
existencia encarnada o Samshara.
    Por eso, una vez que Buda conoce la causa de todos los males -la ignorancia-,
puede establecer el camino para superar esa ignorancia y así eliminar los residuos
Ká rmicos y salir del Samshara.
    El budismo distingue, pues, dos caminos o «vehículos» sucesivos:
    Gran vehículo       a) Rectitud (Cravaka), consistente en abstenerse de hacer el
                        mal. En este primer grado está n los oyentes convertidos;
                        b) Meditación (Pratyeka Boudhas) o grado activo de
                        perfecció n incompleta;
    Pequeño vehículo c) Sabiduría (Bodhisatva), o grado de interiorizació n
                     completa de la doctrina de Patichsamuppada.
    Una vez que el hombre ha llegado al grado de Sabiduría (Bodhisatva) y muere,
ya no se reencarna má s, sino que su djiv-Atman se identifica con el Maha-Atman o
Nirvana; esa identificació n se denomina situació n de Buda.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 30
    Concluyendo, en el budismo el hombre es considerado como absolutamente
«perdido» en su situació n de existencia finita mú ltiple del Maya. No hay posibilidad
alguna de «salvar» al hombre al interior de esa misma situació n.
    La ú nica posibilidad de «salvació n» está en despreciar el Maya como ilusorio y
acceder a Otra situació n, la realidad absoluta o Nirvana.
    Esta ruptura radical entre Maya y Nirvana (inmanencia y trascendencia)
puede, segú n Buda, ser superada por un proceso ascético de auto-liberació n. En
esto Buda es demasiado optimista. No valora en su peso justo lo que significa el
salto cualitativo -la heterogeneidad- entre inmanencia y trascendencia.
    Considera que el hombre, por su esfuerzo ascético, puede hacer ese salto al
Nirvana. Por eso el budismo es una religió n ética y gnó stica. Es decir, por un lado
cree que el mal de la existencia proviene de la ignorancia y, por otro lado,
considera que, superando la ignorancia con un método adecuado de meditació n y
de auto-control, se llega a superar la inmanencia.
        b) La «salvación» en las religiones de misterios
    Por «religiones de misterios» se entiende un gran movimiento religioso
popular, proveniente de diversos contextos culturales y geográ ficos, que
aglutinaba a los «fieles» en la celebració n de un «misterio divino» de muerte y
retorno a la vida.
    El período histó rico en que tiene lugar esta gran efervescencia religiosa
popular va desde el siglo VI antes de Cristo hasta aproximadamente el siglo IV
después de Cristo; si bien se encuentran elementos de este tipo desde mucho
antes, particularmente Egipto.
    La celebració n mistérica tenía en comú n el mito de la muerte y retorno a la
vida de una divinidad popular: Osiris en Egipto, el toro sagrado de Mitra en Irá n,
Persépone hija de Demeter Eleusis, Dionisos-Baco en Atenas y en Roma, etc.
    El pueblo, consciente de la propia inconsistencia, buscaba desesperadamente
la «salvació n». Es cierto que las religiones oficiales ofrecían diversas respuestas a
esa bú squeda humana de salvació n. Pero a menudo resultaban demasiado
distanciadas y teó ricas. El pueblo necesitaba experimentar esa salvació n en una
forma má s real y directa. De ahí el cará cter exuberante y lleno de vitalidad de las
celebraciones mistéricas.
            1. Las raíces de los cultos mistéricos
    El problema fundamental del hombre es la muerte. Ello desde que el hombre
existe. Por eso los primeros vestigios humanos van acompañ ados también de los
primeros síntomas de interés religioso por la muerte y, asimismo, los primeros
documentos escritos de la humanidad tienen como principal preocupació n la
muerte; a saber, los textos de las Pirá mides egipcias y la famosa epopeya
mesopotá mica de Guilgamesh.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 31
     El hombre sintió la muerte como la mayor frustració n derivada de su propia
falta de consistencia y buscó desesperadamente la manera de superarla.
    Por lo demá s había una experiencia que le ofrecía esa esperanza como
posibilidad: la naturaleza tenía ciclos permanentes de muerte seguida de nueva
vida, el invierno era siempre seguido de primavera y verano. Este ciclo era
garantizado por los ritos de fecundidad de la tierra. Ahora bien, si las plantas y los
á rboles, aparentemente muertos en invierno, volvían a la vida renovada en la
primavera, por medio de las fiestas rituales de fecundació n de la tierra, ¿por qué
no podía ocurrir lo mismo con la vida del hombre? ¿por qué la muerte humana no
podía ser superada gracias a ritos de «vitalizació n»?
    Esta experiencia agraria explica por qué los ritos mistéricos tienen en su base
rituales de fecundidad agraria y, por lo mismo, explica el hecho que las divinidades
centrales en los cultos mistéricos son, primitivamente, divinidades agrarias de la
fecundidad de la tierra.
            2. La estructura del culto mistérico
    Las religiones de misterios tienen, el esquema fundamental de muerte y
retorno a la vida.
    Se trata de un personaje divino que es perseguido y asesinado (Osiris,
Dionisios-Baco, el toro de Mitra), o bien que desciende a las profundidades del
abismo infernal (Deméter-Persépone, Tammuz, Orfeo), y después vuelve a la vida
de los dioses o asciende de los infiernos a los cielos.
    Cada religió n mistérica tiene su propio mito en el que narra ese proceso de
muerte o descenso y resurrecció n o ascenso a la vida renovada, correspondiente a
la divinidad respectiva.
    Pero la estructura comú n de esos mitos explica por qué se produjo un
intercambio tan ecléctico entre todos ellos, sobre todo en Roma en los añ os
pró ximos a la expansió n del cristianismo.
    Ahora bien, lo má s importante en este culto no era tanto la recitació n del mito
de muerte-vida, sino la participació n ritual en él por parte de los fieles (mü stoi). A
través de esa participació n el pueblo experimentaba la posible «salvació n» de
situació n perdida de finitud mortal.
    Sin embargo, hay que señ alar un factor importantísimo: en las celebraciones de
los cultos mistéricos, los fieles tenían plena conciencia de que estaban participando
en un mito. La divinidad protagonista era descrita con caracteres absolutamente
inverosímiles (por ejemplo, Osiris es despedazado y sus miembros son lanzados al
Nilo; para que después su esposa Isis los vaya a recoger, los junte de nuevo y así
Osiris vuelva a la vida).
    Con esa inverosimilitud propia del mito, el hombre intentaba mostrar el
cará cter realmente transcendente de la narració n; porque só lo siendo
transcendente podía «salvarlo». El problema está en saber si esa trascendencia no
quedaba simplemente relegada al mundo mítico, e inaccesible como tal para el
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 32
hombre histó rico y concreto. La celebració n ritual en el «misterio» intentaba
justamente acercar aquel mito a la historia de los fieles participantes. Pero el
hombre no podía estar seguro de lograrlo, porque no estaba tampoco seguro de la
realidad expresada en aquellos mitos de muerte y resurrecció n.
Conclusión
    En esta primera parte a las categorías fundamentales de nuestra fe
pretendemos mostrar de qué manera la revelació n toma sentido para el hombre.
   Nuestra situació n es de «perdidos en la contingencia mortal».
    Si bien el problema radical del hombre puede ser reducido a una explicació n
que disimule o camufle ese problema en una perspectiva en la que el hombre
pueda «alienarse» en su realidad finita (reduccionismos positivistas), ese
optimismo cae minado por su base y ese hombre llega a la experiencia del absurdo
o de lo trá gico (filosofías actuales reduccionistas).
   Pero el hombre no puede dejar de buscar la posibilidad de fundamento
absoluto de su existencia.
    La decepció n provocada por el optimismo ingenuo, nos hace mirar aquella otra
«ingenuidad» del hombre de todos los tiempos que buscó desesperadamente una
«salvació n» adecuada para su situació n de finitud radical y, en consecuencia, de
muerte.
    La posibilidad del «absurdo», como ú ltima palabra de la realidad, haría la
existencia tan radicalmente irrelevante que, en ese caso, las mismas bú squedas
religiosas, en su inutilidad, no serían menos vanas que las posturas ateas
supuestamente má s lú cidas.
    El vértigo producido por tal posibilidad es de magnitud tan grande que, si la
racionalidad significa algo, resulta plenamente legítimo postular que Dios es. Y
aquel vértigo puede constituir una verdadera llamada a transcendernos,
superando así el remolino insalvable de nuestra inmanencia. Esa «llamada» só lo
puede venir de Dios (cf. Jn 6, 43-45).
   Ahí vemos lo que realmente somos: un ojal abierto, en bú squeda del botó n que
debe irrumpir en nuestra existencia para fundarla; es decir, para divinizarla y, en
consecuencia, darle la inmortalidad.
    En esta ubicació n podemos captar mejor el significado profundamente humano
de la revelació n y de la respuesta de fe.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                               Pá gina 33
                      COMUNIDAD CATÓLICA “BODAS DE CANÁ”
                        Evangelización Matrimonial Carismática
                             COORDINACION NACIONAL
ESCUELA DE EVANGELIZACIÓN SAN JUAN PABLO II
CURSO: FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE
                       2. LA REVELACIÓN COMO RESPUESTA A LA
                                INCÓGNITA DEL HOMBRE
PRELIMINARES
    1. Concepto de «Palabra»
    Para comprender el tema de la revelació n, debe aclararse antes qué tipo de
«Palabra» pretende ser la «Palabra revelada», en la tradició n bíblica. Esta tradició n
se presenta constantemente como «orá culo de Yahvé» o como «palabra de Dios».
    El término hebreo usado es Dabar, que la versió n griega de los LXX traduce por
Logos. Asimismo el nuevo testamento usa el término Logos para indicar la palabra
revelada o reveladora (el Verbo, segú n la versió n latina de la Vulgata).
    Ahora bien, la identificació n de Dabar con Logos puede prestarse a confusió n.
En efecto, el concepto griego de Logos tiene un significado má s cognoscitivo. Se
trata de una «palabra» cuya funció n es informar objetivamente. Por ella se nos
ofrece una teoría del mundo. La «teoría» es la intellecció n del mundo cuya clave es
Dios (theo-ria). Y esa intellecció n divina del mundo es el Logos. Por medio del
Logos, el hombre capta el significado inteligible del mundo, su verdad. El Logos va
dirigido al nous (conocimiento).
    En cambio el concepto semítico de Dabar (al cual corresponde la traducció n
griega de Logos, usada en la Biblia) tiene un contenido no só lo informativo, sino
sobre todo interpelador. La palabra llama o interpela.
    Lo propio de la interpelació n es suscitar y exigir respuesta. A eso tiende
precisamente la Palabra (Dabar). Por su misma naturaleza, la Palabra
interpeladora constituye una llamada o «vocació n» a la actividad del receptor. El
receptor de una palabra informativa es tanto mejor cuanto má s «pasivo» es en
captar objetivamente lo dicho. Debe simplemente dejarse informar. En cambio, el
receptor de una palabra interpeladora es tanto mejor cuanto má s responde
activamente a esa llamada.
    Este cará cter interpelador de la Palabra revelada muestra ya de por sí la
relació n intrínseca a la respuesta de la fe por parte del hombre que «escucha» esa
Palabra.
    2. Concepto general de revelación
    El significado inmediato del término «revelació n» viene dado por su misma
etimología: re-velar, es decir, quitar el velo, descubrir o des-tapar. El término
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 34
griego original correspondiente es apo-calipsis, que tiene ese mismo sentido.
Desde esa perspectiva, en griego el concepto de revelació n equivale al concepto de
verdad. El término griego para decir verdad es a-létheia, forma nominal derivada
del verbo lanthano, que significa ocultar. Así, pues, a-lanthano y a-létheia significan
etimoló gicamente des-ocultar o des-tapar, lo mismo que revelació n.
     El aná lisis etimoló gico de los términos revelación y verdad nos permiten
orientar ya una primera reflexió n. La palabra de Dios revela quién es Dios, pero
para el hombre y, por lo mismo, revela quién es el hombre para Dios; es decir, má s
allá de los complejos o apariencias.
    La revelació n nos llama a reconocer nuestra propia verdad «desnuda», lo
mismo que nos llama a reconocer a Dios como fundamento de nuestra existencia.
Nuestra situació n es de contingencia radical. Somos, pero nuestro ser no está
fundado en sí mismo. No es absoluto o autó nomo. Es decir, no somos dios, sino
«creaturas».
     Pero esta situació n de ser no fundado en sí mismo, el hombre no la soporta. Tal
inconsistencia nos provoca vértigo, e intentamos camuflarla por todos los medios.
No queremos reconocer nuestra inconsistencia radical. Precisamente esa no
aceptació n de nuestro cará cter de creaturas, de finitud radical, constituye lo que en
la tradició n bíblica se denomina pecado original. El hombre no soporta no ser dios
e intenta desesperadamente autofundarse. En la narració n bíblica del pecado
original se expresa esa bú squeda desesperada del hombre en la proposició n de la
serpiente a Eva: «el día que de él coman, se les abrirá n los ojos y será n como Dios»
(Gén 3, 5).
    Así, pues, la contingencia no asumida por el hombre constituye la caída o
pecado. El orgullo de no reconocer nuestra inconsistencia propia y nuestra
referencia esencial al ú nico fundamento ontoló gico: Dios.
    La revelació n nos llama a hacer ese reconocimiento de nuestra inconsistencia.
Nos llama así a renunciar a nuestra vana ilusió n de «autonomía» y a convertirnos
del pseudofundamento de las creaturas al fundamento auténtico, que es Dios.
    3. Revelación natural
    La distinció n entre revelació n natural y sobrenatural puede precisarse así: Se
entiende por «natural» el tipo de conocimiento de Dios que puede lograrse por
medio de la simple razó n humana, a partir de la naturaleza; en cambio, es
«sobrenatural» el tipo de conocimiento que deriva só lo de la Palabra manifestada
por Dios a través de la Escritura y la tradició n de la Iglesia.
   Reflexionemos sobre la revelació n «natural»: para el creyente -es decir, el que
acepta la revelació n «sobrenatural»- la naturaleza «habla de Dios» y no puede
pensar en este mundo natural sin referirlo a Dios como su Creador.
   El problema es, sin embargo, si prescindiendo de la aceptació n de la revelació n
sobrenatural es posible o necesario comprender el mundo como «revelació n
natural» de Dios, o sea, como «creado».
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 35
     Decir que sí a este planteamiento, parece implicar que quien no reconoce a
Dios a partir del mundo carece de la suficiente honestidad intelectual. Es decir,
agudizando honradamente la razó n humana, debería inducirse la existencia de
Dios. El no inducirla sería debido o bien a falta de capacidad intelectual o bien a
falta de honestidad en reconocer la necesidad ló gica de esa inducció n.
    Algo de eso parece implicar la queja de san Pablo cuando, refiriéndose a los
romanos que no se comportaban de acuerdo al reconocimiento de la existencia de
Dios, dice: «de manera que son inexcusables, por cuanto conociendo a Dios, no le
glorificaron como a Dios...» (Rom 1, 21). La inexcusabilidad está , sin embargo, no
tanto en que desconozcan a Dios, sino en que «conociéndolo» no se comportan de
acuerdo a su realidad suprema. San Pablo da por supuesta la existencia de Dios, la
cual no era negada por nadie. Su argumento se refiere a la posibilidad de conocer
por la razó n ciertos «atributos» divinos (su eterno poder y divinidad v. 20), que
obligan a tratar a Dios como tal y no hacerlo «a imagen del hombre corruptible...»
(v. 23). San Pablo argumenta no contra el ateísmo, no planteado en su contexto
cultural, sino contra la idolatría.
    Así, pues, supuesta la existencia de Dios, podemos conocer ciertos atributos de
la divinidad que la hacen irreductible a formas antropomó rficas.
    Pero la cuestió n es saber si, desde el punto de vista de la razó n, Dios es una
hipótesis necesaria para comprender el mundo. O bien, si es también posible y
«razonable» la hipó tesis contraria, que no necesita a Dios para explicar el mundo.
En este sentido la pregunta equivale a plantear si el mundo como tal «revela» o «no
revela» la existencia de Dios y de ahí los atributos inherentes a esa existencia.
    A ese nivel se ubica el problema tal como surge hoy día si se toma seriamente
en cuenta la interpretació n atea del mundo. Podríamos formularlo de la siguiente
manera: ¿El mundo es revelació n natural de Dios? ¿qué presupuestos hay que
aceptar para que pueda serlo? y ¿cuá l es el sentido de esa revelació n de Dios
mostrada a partir de la observació n del mundo?
    La tradició n cató lica considera que hay revelació n natural. Es decir, a partir de
la naturaleza la razó n humana puede «descubrir» a Dios. La formulació n má s
explícita de esta tradició n la da el concilio Vaticano I.
        La misma Santa Madre Iglesia sostiene y enseñ a que Dios, principio y fin de
    todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razó n
    humana, partiendo de las cosas creadas; porque lo invisible de él, se ve
    partiendo de la creació n del mundo, entendido por medio de lo que ha sido
    hecho (Rom 1, 20) (DS 1785; cf. 1975 y 1806).
    Este texto establece dos cosas: 1) que la razó n natural puede inducir con
certeza la existencia de Dios; 2) que ello es posible «a partir de las cosas creadas».
    El primer punto de la declaració n conciliar va orientado inmediatamente a
rebatir la posició n del tradicionalismo estricto (o fideísmo), que ya había sido
condenado anteriormente (cf. DS 1622, 1627, 1650). Este tradicionalismo,
afirmaba que en el origen de la humanidad tuvo que haber una revelació n
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 36
sobrenatural que diera al hombre el conocimiento cierto de la existencia de Dios,
así como de los principios bá sicos de metafísica y de moral. Esta revelació n
sobrenatural primitiva se había mantenido a lo largo del tiempo, de una generació n
a otra, gracias a los sistemas sociales basados en la autoridad establecida. Así, pues,
esa tradición mantendría aquella revelació n primitiva, ya que de otra forma la sola
razó n no podría nunca inducir con certeza aquellas verdades.
    El segundo punto de la declaració n, citando el texto de Romanos (1, 20),
precisa que ese conocimiento natural de Dios es posible «a partir de las cosas
creadas».
    Ahora bien, esta frase puede entenderse legítimamente de dos formas: a) que a
partir de lo positivo de la creació n podemos inducir a Dios como causa de efectos
positivos o de bienes, y en este sentido suele entenderse el texto conciliar; b) que a
partir de la carencia radical de la naturaleza podemos inducir a Dios como
fundamento que da consistencia ontoló gica a esa naturaleza.
     La primera forma de entender el texto parece implicar cierta continuidad entre
el mundo y Dios. Así, observando los fenó menos de la naturaleza, veríamos en ella
interviniendo directamente «la mano de Dios» (que hace llover, que hace salir el
sol, que provoca las tempestades, etc.). Esta forma de relacionar el mundo y Dios
puede ser vá lida para el creyente, como una manera de afirmar que Dios está
presente en el mundo. Pero no es vá lida en una perspectiva de aná lisis racional,
puesto que la ciencia puede explicar perfectamente la lluvia, el sol, las
tempestades, etc., sin necesidad de la hipó tesis Dios. Esa continuidad entre el
mundo y Dios puede ser también entendida en el sentido de causalidad primera. Es
decir, los fenó menos de la naturaleza tienen sus mecanismos autó nomos de causa
a efecto, que permiten una explicació n satisfactoria sin necesidad de remontar
fuera de la naturaleza («causas segundas»). Pero en el encadenamiento de ese
proceso de efectos a causas, la razó n se vería obligada a recurrir finalmente a una
«primera causa».
    Esta continuidad, si se entiende en un sentido físico, puede no ser compatible
con la afirmació n bíblica y teoló gica de la transcendencia de Dios. En efecto, si Dios
es la primera causa en el sentido en que los anillos de una cadena son remontables
hasta llegar al penú ltimo anillo, el cual va unido al ú ltimo -y esa sería Dios-, este
Dios forma parte de la cadena. Así su trascendencia es reducida a la inmanencia.
Dios es parte del mundo. No hay discontinuidad o heterogeneidad cualitativa entre
el mundo y Dios, o entre la creatura y el creador. De esa forma ya no tenemos a
Dios, sino una prolongació n de la naturaleza «por arriba», un ser sobre-natural.
Pero Dios no es sobre-natural en ese sentido, sino trans-natural o meta-natural.
   Así, pues, la relació n mundo-Dios hay que establecerla no al nivel físico, sino
metafísico. Esto implica reconocer que lo físico tiene su razó n de ser o fundamento
ontoló gico en lo metafísico.
    La inducció n de Dios «a partir de las obras» de la naturaleza debe fundarse,
pues, en la carencia ontológica de esa naturaleza y no tanto en sus realizaciones
positivas.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 37
     Dios es inducible racionalmente a partir de la naturaleza, en la medida en que
ésta no tenga su fundamento ontoló gico en sí misma; es decir, en la medida en que
ella misma no sea Dios.
    Pero hay que decir otra cosa todavía: para poder inducir racionalmente a Dios
a partir de la inconsistencia ontoló gica de la naturaleza, hay que presuponer como
cierta la hipó tesis segú n la cual no puede ser ú ltima una realidad inconsistente. En
otras palabras, afirmar racionalmente a Dios «a partir de la naturaleza», supone la
afirmació n filosó fica de que lo no fundado ontoló gicamente en sí mismo no puede
existir si no existe su fundamento «en otra realidad» fundamentada en sí misma.
    Si se acepta como postulado filosó fico el que la realidad pueda ser finalmente
inconsistente -es decir, sin razó n de ser o absurda-, en ese caso la inducció n de
Dios «a partir de la naturaleza» se hace imposible.
     La inducció n racional de Dios presupone, pues, una opció n filosó fica, sin la cual
aquella inducció n carece de valor. Este es precisamente el «impasse» en que se
puede encontrar actualmente el diá logo entre la fe y el ateísmo radical, cuya opció n
filosó fica supone la posibilidad del sin-sentido de la realidad Si la realidad puede
ser absurda -es decir, no fundada ontoló gicamente-, entonces Dios puede que no
exista.
    Ahora bien, la fe en Dios presupone una opció n filosó fica bá sica: la
imposibilidad del sin-sentido de la realidad. Si la realidad no puede finalmente ser
absurda, entonces Dios tiene que existir como ú nico fundamento ontoló gico
posible.
    Así, sobre ese presupuesto filosó fico, el mundo puede ser considerado, por la
mera razó n y con certeza, como una revelación natural de Dios. Dios se revela a
través del mundo, porque sin Dios el mundo es ontoló gicamente inconsistente. Y la
inconsistencia ontoló gica no puede ser la ú ltima palabra de la realidad.
A. LA SAGRADA ESCRITURA
    La revelació n llega a nosotros a través de una Palabra escrita: la sagrada
Escritura. Veremos después có mo esa Escritura es inseparable de la fe vivida de
Israel que se transmitió hasta ser consignada por escrito, y có mo también esa
Escritura se va explicitando en la fe vivida de la Iglesia hasta nuestros días. De esa
transmisió n -la tradició n- hablaremos en un segundo punto.
Preliminar: Concepto general de Escritura sagrada
    La escritura como fenó meno humano nace de la necesidad de fijar los términos
de un lenguaje oral pasajero y de reunir los elementos orales dispersos.
    Se escriben las cosas que vale la pena reunir. Por eso en la antigü edad se
escribía só lo lo referente al significado religioso de la existencia, o lo referente al
ordenamiento jurídico que los miembros de la sociedad debían acatar. Los escritos
suelen tener valor má s o menos «sagrado» por la importancia de lo que recogen.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                    Pá gina 38
    Ahora bien, hay ciertas recopilaciones escritas que son consideradas por
algunas culturas como, de alguna forma, «dictadas» por la divinidad. Esos escritos
son eminentemente sagrados, puesto que no só lo se refieren a realidades
sobrenaturales, sino que son palabras divinas o revelació n divina.
    Una de las compilaciones «reveladas», quizá la má s antigua, es la de los Vedas
del hinduismo, cuyo primer nú cleo escrito (Rigveda) puede remontar a mil
quinientos añ os antes de Cristo. A los cinco libros Vedas, consistentes
fundamentalmente en himnos a diversas divinidades, se añ adieron después otros
escritos hasta constituir el conjunto llamado Cruti, o revelació n total del hinduismo
(siglo VI antes de Cristo). Su compilació n final es atribuida a un personaje
inspirado, llamado Vyasa. Los himnos védicos también son atribuidos a personajes
inspirados, o Rishis.
     Un concepto parecido se encuentra en la tradició n irania. Los Avesta son libros
que el Zoroastrismo atribuye a Zoroastro, inspirado por el Dios Ahura-Mazda (siglo
VI).
    Un milenio má s tarde, Mahoma se considerará también inspirado por Dios al
redactar el Corá n. Segú n esta tradició n, Mahoma habría recibido de Alá , a través
del á ngel san Gabriel, la «tabla conservada» eterna de la palabra corá nica.
    Si comparamos estas diferentes tradiciones de Escritura sagrada con la Biblia,
la diferencia má s notable, en cuanto al tipo de revelació n, está en el hecho que la
Biblia nos transmite su Palabra como una historia: la historia de salvación.
1. Escritura e historia de salvación
    Israel fue un pueblo que vivió su propia historia profana, como todos los demá s
pueblos. Pero en esos hechos histó ricos fue viendo siempre la presencia salvadora
de Dios. Al recoger por escrito sus diversas tradiciones populares, fue recogiendo
los acontecimientos ocurridos en el tiempo, vistos a la luz de su fe en esa presencia
salvadora de Yahvé.
    Esta interpretació n que Israel hace de su historia profana a la luz de su fe,
constituye, pues, lo fundamental de la Escritura y lo que convierte la historia
profana de Israel en una historia de salvación.
     Antes que nada la historia bíblica es una historia de la fe de Israel. El criterio de
la conservació n y de la compilació n ulterior de las tradiciones bíblicas era siempre
la fe. La historia bíblica es una historia leída, interpretada por un pueblo creyente.
Y Dios, por lo tanto, hace su revelació n por medio de la interpretació n que un
pueblo –Israel- hace de su propia historia.
    La crítica histó rica tiene todo el derecho de analizar las narraciones bíblicas y
de descubrir en ellas el nú cleo propiamente «histó rico», con sus elementos de
género literario no histó rico; pero eso no toca lo má s fundamental de lo que
constituye la historia revelada; es decir, su interpretació n desde la fe del pueblo
elegido.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                     Pá gina 39
    Los hechos narrados, aparte de ser tales, son acontecimientos de intervenció n
salvífica de Dios creídos, es decir, son hechos interpretados por la fe de Israel. Y es
bajo este aspecto que se han ido transmitiendo esas tradiciones del pueblo.
    Lo que Dios quiere revelar no son tanto unos hechos objetivos cuanto la
interpretació n de esos hechos. Por eso Dios suscita acontecimientos y El está ahí
presente; pero sobre todo suscita una fe que los lee.
    La historia bíblica es, pues, esa confesió n que Israel hace de la salvació n que le
viene de Dios (Dt 26, 5-9; Jos 24, 2 ss). Evidentemente, esa confesió n parte de unos
hechos, en los cuales la fe de Israel confiesa la intervenció n salvadora de Dios, el
cual está ahí presente, aun cuando la crítica histó rica pueda, analizando el hecho,
reducir a lo puramente profano la historicidad empírica Dios salva histó ricamente
a su pueblo. Y esta salvació n es afirmada por la fe de Israel a partir de unos hechos
concretos, contingentes, criticables histó ricamente; pero que constituyen en el
tope como el «pretexto» para que Israel confiese, llevado por Dios, la realidad de la
salvació n divina que interviene en la vida concreta del pueblo.
    Esta confesió n de fe, que hace que la historia profana de Israel pueda
constituirse en historia de salvació n, no es en absoluto una interpretació n gratuita
o «inventada». Hay, en la base, unas experiencias histó ricamente vividas. La
experiencia de la intervenció n de Dios, que las diversas tradiciones bíblicas han
expresado a su manera, con historietas, con imá genes, con leyendas. La crítica
puede analizar el valor histó rico de ese material, pero las mismas experiencias
vividas por el pueblo que ha dictado esas narraciones escapan a esa crítica. Y es
particularmente en ese terreno inaccesible a la crítica histó rica donde se ubica la
verdadera historia de salvació n.
     Así, por ejemplo, la historia de la lucha de Jacob con el á ngel (Gén 32, 22 ss), o
la leyenda de Balaam (Nú m 22-24), ¿qué tienen de histó rico? Quizá haya un hecho
concreto, difícil de precisar, en el origen de estas tradiciones. Pero lo que es
histó rico es la experiencia de que Yahvé cambia la maldició n del enemigo en
bendició n, que Yahvé es fiel a su promesa a pesar de la infidelidad del pueblo que
la recibió , etc.
    Esta confianza absoluta, Israel no la inventa, sino que la extrae de experiencias
de fe mú ltiples de su historia. Y así la ha fijado en una imagen concreta, en una
historia que la hace palpable.
     Así, pues, la historia bíblica, a través de la cual Dios se revela, es un tejido de
experiencias religiosas vívidas por Israel y expresadas en formas muy diversas,
segú n las diferentes tradiciones. Estas formas diversas, o géneros literarios
distintos, pueden ir desde la casi pura invenció n del medio concreto de expresar la
experiencia real, hasta la simple narració n histó rica, verificable críticamente como
tal. Y en todas esas formas de expresió n hay la verdad histó rica de la experiencia,
vivida en la fe, de la intervenció n salvífica de Dios.
   La revelació n de Dios se da gracias a la fe de un pueblo que interpreta unos
acontecimientos concretos. Dios está presente en esos hechos, como creador y
como Señ or de la historia. Pero Dios es invisible (1 Jn 4, 12). De esta manera la
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 40
revelació n se hace imposible sin unas personas que penetren en los hechos por la
fe y capten la intervenció n de Dios. Y es Dios mismo quien suscita a este pueblo
intérprete de su salvació n en medio de los hechos humanos y a través de ellos.
   La Biblia nos presenta a Dios interviniendo constantemente, hablando con los
hombres, actuando como un personaje en medio de los hombres.
    No es que a Dios lo viera necesariamente alguien yendo delante del pueblo por
el desierto, por ejemplo. Pero la fe de Israel ha sabido captar la presencia salvadora
de Dios en los hechos concretos de su historia. Y esos hechos los ha expresado a su
manera. Pero si Dios ha suscitado esa fe que leyera en los hechos, captando en ellos
la intervenció n divina en medio del pueblo, es debido a que esa intervenció n es
real. Constituye la realidad má s profunda de la historia del pueblo y de la
humanidad.
    La interpretació n creyente de la historia profana constituye, sin duda, una
vivencia presente en otros pueblos y está consignada también en sus respectivas
escrituras sagradas. En la medida que esas interpretaciones religiosas son
bú squedas mú ltiples de fundar la propia realidad no fundada en sí misma, se trata
de interpretaciones subjetivamente verdaderas. Subjetivamente, porque tales
bú squedas está n condicionadas por la situació n concreta de cada cultura;
verdaderas, porque esa bú squeda subjetiva corresponde a la realidad objetiva de la
inconsistencia mundana y a la intuició n razonable de que tiene que existir un
fundamento transcendente para esta inmanencia.
    La racionalidad de la pretensió n bíblica en el sentido que la interpretació n
creyente subjetiva de su historia profana corresponde a la presencia «objetiva» de
Dios en esa historia, mejor que en otras creencias religiosas consignadas en
escrituras, debe verificarse por la mayor «genialidad» antropoló gica de esa
interpretació n, así como por la mayor contundencia histó rica de esos textos como
testimonios de la vivencia de lo sagrado.
    La alternativa no está en saber qué escritura sagrada constituye la ú nica
Revelació n, para descartar todas las demá s como escrituras teoló gicamente falsas,
o sea, como simples productos culturales no inspirados por Dios. La racionalidad
de la mayor correspondencia entre la interpretació n creyente subjetiva que Israel
hace de su propia historia profana con la presencia «objetiva» de Dios en la
historia profana del hombre, está vinculada a la mayor racionalidad de la
pretensió n bíblica-cristiana de que la mediació n subjetiva elaborada por Israel
como acceso a Dios (el pueblo de Israel, en la historia judía, o Jesucristo, en la
visió n cristiana) corresponde a la mediació n salvadora objetiva -ú nica suficiente y
necesaria- establecida por Dios.
    La verdad teoló gica de las escrituras sagradas de todas las religiones radica en
la validez de las bú squedas que ellas representan como diagnó stico antropoló gico
fundamental (situació n inconsistente del hombre en el mundo), así como intuició n
de la realidad de un fundamento transcendente absoluto. En esa intuició n subjetiva
hay implícita la referencia al fundamento «objetivo» que es la realidad misma de
Dios y de la mediació n salvadora «objetiva» que É l haya querido establecer.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 41
    Puede, pues, afirmarse cierto cará cter «revelado» o inspirado en toda
bú squeda religiosa y en sus respectivas escrituras sagradas; puesto que en ellas
hay siempre implícita la referencia a la Palabra salvífica revelada objetivamente
por Dios, como Palabra explícitamente vinculada a la mediació n salvífica objetiva
por él establecida.
     Desde el punto de vista bíblico-cristiano, esta perspectiva no disminuye en
nada la validez posible de la afirmació n teoló gica de que la Biblia es la ú nica
revelació n dada «objetivamente» por Dios. Al contrario, precisamente só lo si hay
una interpretació n creyente «objetivamente» inspirada, reciben validez todas las
interpretaciones religiosas, en mayor o menor grado cuanto má s se acerquen a la
ú nica revelació n «objetivamente» inspirada; es decir, cuanto má s razonables sean
en su diagnó stico antropoló gico y en su intuició n de la respuesta a este
diagnó stico. Esto ú ltimo indica, a su vez, la diferencia entre las grandes bú squedas
religiosas, con sus notables textos sagrados, y los movimientos pseudo-religiosos o
manejados por pequeñ os intereses de grupos o de personajes má s o menos há biles
para enervar los sentimientos de auto-valoració n de la gente. La diferencia entre
las verdaderas religiones y las pseudo-religiones se funda en criterios
antropoló gicos y teoló gicos que muestran la diferencia objetiva entre fe y
superstició n. Si bien la superstició n constituye una forma -aunque sea degradada-
de esa bú squeda religiosa subjetiva que implica siempre validez «objetiva», en la
medida que Dios haya establecido «objetivamente» una mediació n salvadora
universal.
2. Inspiración, inerrancia y canon
    Estas son las tres características teoló gicas principales de la Escritura. Veamos
su significado.
    a) Inspiración
    El término in-spirar (= tener dentro el espíritu) sugiere una situació n en que
alguien es capaz de ver y decir algo de la realidad que no aparece habitualmente.
Así consideramos in-spirada una obra de arte, una poesía, porque el autor supo
expresar algo que un simple lenguaje descriptivo normal no podría expresar.
    Este significado espontá neo del término «inspiració n» es tomado y
profundizado en teología, al referirlo a la Escritura.
    Es importante hacer dos aproximaciones a este concepto.
    En primer lugar, el dogma de la inspiració n de la Escritura afirma que las
personas que finalmente redactaron los textos de la Biblia, escribieron todo lo que
Dios quería que escribieran y só lo lo que É l quería. De manera que puede decirse
con propiedad que Dios es el autor principal de la Escritura. El Espíritu de Dios era
quien «in-spiraba» a esos redactores bíblicos.
     La afirmació n de que Dios es el autor de la Biblia se encuentra ya en la misma
Escritura, de diversas maneras. En el antiguo testamento se dice algunas veces que
la ley (torá ) es el libro de Dios (1Cró 16, 40); lo mismo se dice en el libro de Isaías
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 42
(Is 34, 16); la misma imagen de la entrega a Moisés de las tablas de la alianza
escritas por Dios, en el Sinaí, indica de forma muy expresiva lo mismo.
    El texto má s explícito de esa inspiració n se encuentra en 2Pe 1, 20:
        Deben, ante todo, saber que ninguna profecía de la Escritura es de privada
    interpretació n; porque la profecía no ha sido, en los tiempos pasados, proferida
    por voluntad humana; antes bien, llevados por el Espíritu santo, hablaron los
    hombres (Cf. 2Tim 3, 14-17).
    Esta inspiració n divina atribuida al antiguo testamento, fue asimismo atribuida
después al nuevo testamento: Muchas veces y de muchas maneras habló Dios, en
otro tiempo, a nuestros padres, por ministerio de los profetas; ú ltimamente, en
estos días, nos habló por su Hijo (Heb 1, 1).
    Así, pues, cuando el mensaje del Hijo fue consignado por escrito tuvo
eminentemente la categoría de inspiració n que la tradició n judía daba a la
Escritura.
    En los debates contra el dualismo de Marció n y el maniqueísmo, la Iglesia
defendió que era el mismo Dios el autor del antiguo y del nuevo testamento.
Recogiendo esa doctrina, los cá nones de consagració n episcopal del siglo V-VI
expresan:
       Se le ha de preguntar si cree que sea uno y el mismo el autor y Dios del
    nuevo testamento y del antiguo testamento...
    En el Vaticano I se dice que las Escrituras han sido «recibidas por los apó stoles
de los labios del mismo Cristo o entregadas como en mano por los mismos
apó stoles, dictándoles el Espíritu santo... La Iglesia tiene (estos libros) por sagrados
y canó nicos no porque, compuestos por la sola industria humana, hayan sido luego
aprobados por ella; ni solamente porque contengan la revelació n sin error; sino
porque escritos por inspiración del Espíritu santo, tienen a Dios por autor y como
tales han sido entregados a la misma Iglesia».
    El Vaticano II recoge la misma doctrina en la constitució n Dei Verbum:
        La revelació n que la sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta
        bajo la inspiració n del Espíritu santo...
    Pero precisa dos cosas importantes:
         En la composició n de los libros Sagrados, Dios se valió de hombres
    elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando
    Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y
    só lo lo que Dios quería.
        Como todo lo que afirman los hagió grafos, o autores inspirados, lo afirma el
    Espíritu santo, se sigue que los libros sagrados enseñ an só lidamente, fielmente
    y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para nuestra
    salvació n.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                    Pá gina 43
    El autor humano es respetado íntegramente con todos sus condicionamientos
culturales y personales; y, al mismo tiempo, la finalidad de todo lo escrito, con la
garantía de inspiració n divina que lo acompañ a, es antropocéntrica: para nuestra
salvació n. De manera que lo que importa a ese fin es lo verdaderamente
importante en la Escritura.
    La Biblia es un libro vivo. En ella se expresa la experiencia de Israel en sus
diferentes «peripecias» histó ricas de triunfo y de fracaso, de seguridad y de
perplejidad, de vida, de enfermedad y de muerte, de fidelidad, etc. Ahora bien, esas
experiencias son también las nuestras. En la historia bíblica está así de alguna
manera reflejada también nuestra propia historia, con sus diversas alternativas.
    Dios podía haber hecho su revelació n inspirando a un personaje que redactara
un libro de «filosofía de la vida», en el cual se nos dijera cuá l es el sentido de la vida
y de la muerte y la forma de relacionarnos con Dios. Pero la revelació n se nos da en
forma de una historia, recogida a lo largo de siglos y acumulando todas las
experiencias de ese pueblo elegido.
    La razó n teoló gica de esto está precisamente en que todo ello ha sido escrito
por nuestra salvació n.
    Israel fue un pueblo escogido como intérprete de su propia historia profana.
Desde su fe leía la presencia salvadora de Dios en las diversas circunstancias
histó ricas que vivía, y en esa interpretació n desde su fe, Israel estaba inspirado. Es
decir, la convicció n que tenía desde su fe que Dios estaba presente salvando en
cada circunstancia, no era una «ilusió n religiosa», sino que correspondía a la
realidad de esa presencia salvífica de Dios.
    La inspiració n significa así que la interpretació n que Israel hace desde su fe de
su propia historia profana, está garantizada por Dios y es, por lo tanto, verdadera.
    Ahora bien, esa garantía o inspiració n de la fe de Israel no es ú nicamente para
Israel, es para nosotros. Israel ha sido elegido como pueblo intérprete de su propia
historia, de manera que esa interpretació n se constituya en el paradigma
garantizado para interpretar nuestra propia historia. La «punta» de que la
revelació n sea una historia, un conjunto de acontecimientos vividos e
interpretados desde la fe por Israel, está en que nuestra vida, la de toda la
humanidad, se refleja ahí muy concretamente.
    En un momento determinado, la historia bíblica nos presenta a Abrahá n
llamado a dejar su tierra y su familia, con una promesa concreta para su fidelidad
(Gén 12).
   En otro momento el mismo Abrahá n se halla en la situació n imposible de tener
que entregar a su propio hijo a la muerte (Gén 22)
    En ambos casos la fe le asegura que Dios está presente salvando, a pesar de
esas dificultades de despojo. Pues bien, esa fe capta profundamente la verdad. De
esa forma nosotros, en situaciones de despojo parecidas, fiados en la inspiració n de
esa palabra bíblica, podemos estar seguros que Dios está presente salvando
también en nuestra situació n concreta.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                      Pá gina 44
   Concluyendo: la inspiració n es, pues, una verdad teoló gica cuya significació n
puede mostrarse en dos aproximaciones complementarias:
    1. El concepto de inspiració n se aplica en primer lugar a los redactores de los
textos bíblicos que seleccionaron las diversas tradiciones orales y las escribieron
«inspirados por el Espíritu santo».
    2. La inspiració n se aplica también, en sentido general, al pueblo de Israel
elegido como intérprete, a través de su fe, de su propia historia profana. Esa
interpretació n está garantizada por el Espíritu. Este no está só lo inspirando a los
«redactores» finales, sino que está en toda la visió n de fe que el pueblo tiene a lo
largo de su historia. Y la finalidad de esa inspiració n es que todo hombre pueda
captar la presencia salvífica de Dios en su propia existencia, gracias a la
interpretació n garantizada que hace Israel de la suya, desde la fe.
   b) Inerrancia
    La Biblia recoge la historia profana de Israel interpretada desde su fe. Esa
interpretació n es inspirada, es decir, el Espíritu garantiza que corresponde
fielmente a la realidad de la presencia salvadora de Dios en el pueblo.
    Por lo mismo que es inspirada por Dios, la Biblia es inerrante: no puede
contener error, pues sería negar la validez de esa garantía divina que llamamos
inspiració n.
    Ahora bien, prá cticamente desde Galileo Galilei (1564) la inerrancia de la
Biblia se vio seriamente amenazada. Empezaron haciendo problema ciertas
concepciones presentes en la Escritura que parecían ser contradichas por las
nuevas ciencias positivas (astronomía, física). Es así como Galileo tuvo que abjurar
de sus conclusiones científicas en nombre de la inerrancia de la Biblia:
       Como ese Santo Oficio me había jurídicamente conjurado a abandonar
   enteramente la falsa opinió n que afirma que el sol es el centro y es inmó vil y
   que yo no podía sostenerla, ni defenderla, ni enseñ arla de ninguna manera, en
   forma oral o escrita y como después que me fue dicho que la susodicha
   doctrina era contraria a la sagrada Escritura, he escrito y hecho imprimir un
   libro que trata de esta doctrina condenada y aporto razones de gran eficacia en
   favor de esta doctrina sin agregar ninguna solució n, es por todo eso que he
   sido juzgado gravemente de herejía por haber sostenido y creído que el sol era
   el centro del mundo y era inmó vil, y la tierra no era el centro y se movía...
    Después de Galileo los interrogantes planteados a la Biblia por las ciencias
positivas fueron creciendo cada vez má s. Fue así imponiéndose la impresió n
inevitable de que la astronomía, la geografía, la física e incluso muchos aspectos de
la historia, propios del mundo bíblico, no correspondían a los datos verificados que
aportaban cada vez con mayor contundencia los descubrimientos científicos.
    La reacció n espontá nea de la Iglesia era la de rechazar como falsos esos
descubrimientos en nombre de la inerrancia de la Biblia. Mientras que la
progresiva actitud de muchos científicos fue la de rechazar la Biblia en nombre de
la evidencia de las conclusiones científicas.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                Pá gina 45
    En el campo cató lico, el problema no comenzó a tener pistas de solució n a nivel
del magisterio oficial hasta prá cticamente el añ o 1943 con la publicació n de la
encíclica de Pío XII Divino afflante Spiritu, la que quitó definitivamente el muro que
impedía a los cató licos la investigació n honesta del texto bíblico y la reflexió n
sobre su significado.
    Así se ha ido viendo cada vez con mayor claridad el nivel propio de lo que
aporta inerrantemente la Escritura. Se trata de un mensaje religioso. Ese mensaje
está esencialmente en la interpretació n de fe que la Biblia hace del mundo y de la
historia profana de Israel. Esa interpretació n nos dice sin error có mo Dios está
presente en el mundo y en la historia, salvando.
    Pero la Biblia no pretende enseñ arnos astronomía, geografía, física, ni tan só lo
historia.
    En todos estos aspectos, el pueblo de Israel transmite sus propias visiones
culturales que, en muchos puntos, son pre-científicas y que la ciencia contradice.
Por lo tanto son visiones erró neas de la época con respecto a los procesos
naturales.
    Reconocer esos errores en la Biblia no va, pues, contra la afirmació n de la
inerrancia del mensaje bíblico. Esa inerrancia se refiere al nivel propio del mensaje
religioso tendente a salvar al hombre, revelá ndole la presencia salvífica de Dios en
el mundo y en su historia concreta.
     La finalidad salvadora de la Escritura está destacada desde el texto mismo de la
Escritura, pasando por toda la tradició n patrística y escolá stica hasta el Vaticano II
y la teología actual.
     Debido a la creciente conciencia de los errores geográ ficos, astronó micos,
literarios e incluso histó ricos, que se encuentran en la Escritura, los cuales llevaron
a plantear la denominada «cuestió n bíblica», la teología ha ido incluso evitando
progresivamente el término inerrancia en lo referente a los textos escriturísticos.
La verdad de la Palabra bíblica, en cambio, se destaca como incluida en el
significado teoló gico de la inspiració n.
    Esta perspectiva ha sido recogida también por el Vaticano II que, si bien
mantiene el atributo «sin error» aplicado a la Escritura, pone el énfasis en la
categoría de verdad salvífica (Dei Verbum, 11). Con todo, sigue siendo
teoló gicamente cierto que la Biblia es inspirada en toda su extensió n y, por lo
tanto, es también verdadera o inerrante en todas sus partes; es decir, en toda ella
está presente el Dios que inspira para salvar al hombre.
     Ahora bien, afirmar esto no significa que deban tener validez normativa todas
las afirmaciones bíblicas, sino que todas esas afirmaciones y relatos -objetivamente
vá lidos o no, desde el punto de vista del aná lisis científico-positivo- son asumidos
por el Espíritu, que quiere dar al hombre un mensaje salvífico encarná ndose en
una realidad cultural concreta tal como ella es, con sus valores y defectos, con sus
buenas y sus malas informaciones.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 46
    Toda la Biblia es verdadera porque expresa fielmente la perspectiva real de
Israel, asumida como tal por Dios, para que, a través de esa vivencia concreta del
pueblo bíblico, autó nomo en su idiosincrasia y en su cultura, el hombre pueda
descubrir lo que interesa a su salvació n, en toda cultura y en toda idiosincrasia.
    Es verdad, pues, que todo lo que dice la Biblia corresponde a la realidad
antropoló gica de Israel y a su manera de ver y de decir las cosas. Y esa cosmovisió n
es íntegramente asumida por Dios como mediació n concreta para dar su verdad
salvífica, vá lida y normativa para el hombre de toda cultura. Aun cuando para este
hombre no puedan ni deban tener validez determinados aspectos de la
cosmovisió n bíblica.
    c) Canon
   Canon significa «norma». Indica, pues, el punto de referencia de la fe. La Biblia
«canó nica» constituye la norma «non normata» de la Iglesia.
    El concepto teoló gico de canon bíblico implica lo siguiente: la revelació n está ya
dada por Dios en forma definitiva y completa en los libros que constituyen la
Biblia. Por lo tanto, la revelació n está ahí concluida.
   Esta simple afirmació n no deja de plantear dificultades: ¿Có mo se establece el
canon de la Escritura? ¿Cuá l es su significado teoló gico?
    Veamos por separado esas dos cuestiones.
    En cuanto al primer interrogante, la mayoría de los libros de la Biblia no
ofrecen dificultad sobre có mo se estableció su canonicidad. Simplemente se
autoimpusieron por su propia autoridad, ya sea que estaban consagrados por la
tradició n canó nica judía, para libros del antiguo testamento, ya sea que habían sido
recibidos de los apó stoles, para libros del nuevo testamento.
    Hay así un nú mero de libros que nunca ofrecieron dificultad en cuanto a su
canonicidad, sino que la Iglesia siempre se sintió «normata» por ellos. Estos son los
libros llamados protocanó nicos.
    En cambio, existe cierto nú mero de libros, tanto del antiguo como del nuevo
testamento, que no siempre fueron considerados canó nicos.
    La tradició n judía se planteó ya la cuestió n del canon bíblico. Para indicar un
libro canó nico se decía que «manchaba las manos» (es decir, era sagrado y había
que lavarse las manos después de usarlo). Fue en el sínodo de rabinos de Yabné, a
fines del siglo primero de nuestra era, cuando se determinó finalmente el canon
judío o TANAK (Tora, Nebiim y Ketubim), que contenía todos los libros de lo que es
el antiguo testamento reconocido por nosotros, excepto los libros de Tobías, Judit,
Baruc, Sabiduría, Eclesiá stico, 1 y 2 de los Macabeos y parte de los libros de Daniel
y de Ester. Este canon judío fue el que sirvió de base a los comentarios rabínicos de
la mishná y de los gueramá , todo lo cual constituyó má s tarde el Talmud.
   Cuando se fijó el canon judío de Yabné, había ya una compilació n bíblica
consagrada, conocida como la Biblia de los LXX (siglo II-I antes de Cristo), que
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 47
incluía los siete libros antes citados como excluidos en el canon fijado en Yabné, así
como también contenía partes de Daniel y Ester (lo que hoy se conoce como sus
partes griegas) que no fueron aceptadas en el canon judío definitivo. Ademá s tenía
probablemente otros libros que no fueron incluidos en el canon judío ni tampoco
fueron aceptados en el canon cristiano definitivo, como son: 3 Esdras, 3 y 4
Macabeos, Salmos de Salomó n, Oració n de Manasés.
    En la perspectiva cristiana, en cuanto al antiguo testamento, podemos decir lo
siguiente:
    * Hay 39 libros de nuestra Biblia actual que son protocanó nicos; es decir, que la
Iglesia siempre ha reconocido como parte del canon bíblico revelado. Estos libros
coinciden exactamente con los libros fijados como canó nicos para los judíos en el
sínodo de Yabné. Son los siguientes: Gén, Ex, Lev, Nú m, Dt, Jos, Jue, 1 y 2 Sam, 1 y 2
Re, Is, Jer, Ez, Dan, Os, Jl, Am, Abd, Jon, Miq, Nah, Hab, Sof, Ag, Zac, Mal, Sal, Job,
Prov, Rut, Cant, Ecl, Lam, Est, Esd, Neh, 1 y 2 Cró n.
    * Hay 7 libros completos, má s fragmentos de otros dos, de nuestra Biblia
actual, que son deuterocanó nicos; es decir, que la Iglesia, si bien los tuvo siempre
en gran estima, no siempre los consideró uná nimemente como canó nicos. Ellos son
los siguientes: Tob, Jdt, Bar, Sab, Eclo, 1 y 2 Mac, má s los fragmentos c. 3, 24-90, c.
13 y 14 de Dan y los fragmentos de Ester que la Vulgata pone en apéndice.
    En cuanto al nuevo testamento, no se puede hablar propiamente de escritos
protocanó nicos y deuterocanó nicos, puesto que, a diferencia del antiguo
testamento, no había un canon judío previo al canon cristiano.
    No obstante se pueden distinguir los escritos que fueron reconocidos siempre
como normativos para la Iglesia (cuatro evangelios, Hechos de los apó stoles, trece
cartas de Pablo, de los demá s escritos que fueron incorporados con menos
seguridad al principio (Hebreos, Santiago, 1 y 2 Pedro, 1, 2 y 3 Juan, Judas) y
particularmente del Apocalipsis que, debido a la duda planteada por Dionisio de
Alejandría (a mediados del siglo III) sobre la autenticidad de su origen apostó lico,
no fue reconocido hasta un siglo má s tarde por toda la Iglesia, gracias a san
Atanasio y después a san Jeró nimo y san Agustín.
Los primeros testimonios del uso del nuevo testamento como «escritura» al igual
que la del antiguo testamento, ya consagrada como tal, los constituyen las cartas de
Bernabé y de san Clemente, que citan textos de Mateo con la clá usula «como está
escrito», fó rmula usada para introducir un texto bíblico.
     Después Justino (165) habla de las «memorias de los apó stoles» (= evangelios),
al lado de otros escritos proféticos bíblicos.
    A fines del siglo II se consignan como «escritura» también las trece cartas de
san Pablo (excepto Hebreos), má s las cartas de Judas y 1 y 2 de Juan.
    Finalmente, a mediados del siglo IV, con san Atanasio, el nuevo testamento es
ya reconocido en su forma actual. San Agustín confirmará ese canon definitivo. Y
en 397 el concilio tercero de Cartago lo hará suyo (DS 92).
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     Será ese mismo canon del antiguo y del nuevo testamento el consagrado para
la Iglesia universal en la definició n del concilio de Florencia de 1441 (Decreto para
los jacobitas. Bula Cantate Domino); y después, frente al intento de reducció n del
canon por parte de los protestantes, el decreto del concilio de Florencia será
definido de nuevo por el concilio de Trento (DS 784).
    Visto cuá l es, a grandes rasgos, el proceso por el cual se llega a establecer el
canon bíblico actual, nos queda ahora por reflexionar sobre cuá l es el significado
teoló gico del canon.
    Este significado hay que buscarlo en la razó n de la necesidad de fijar el canon
bíblico.
   Para Israel la palabra de Dios es salvadora. De ahí que conocer esa Palabra es
fundamental para el hombre, porque en ello está en juego su salvació n.
    La palabra de Dios fue inicialmente la Tora (ley de Moisés) recibida en el
desierto. La fidelidad o infidelidad a esa Palabra debía determinar la salvació n o la
perdició n del pueblo (Jos 24). De hecho Israel fue abandonando el conocimiento de
esa Palabra y, por consiguiente, la fidelidad a ella. En la época del rey Josías se
encuentra el libro de la ley. Josías y el pueblo se dan cuenta que han vivido al
margen de la «norma» o «canon» constituido por la palabra de Dios. E inician un
proceso de conversió n a esa Palabra, porque saben que en la fidelidad a ella está su
salvació n (cf. 2Re 22, 8-23, 25). El elogio que el redactor deuteronomista hace de
Josías es, por eso mismo, significativo y excepcional: «Antes de Josías no hubo rey
que como él volviera a Yahvé con todo su corazó n y con toda su alma y con todas
sus fuerzas, conforme a toda la ley de Moisés; y después de él no lo ha habido
tampoco semejante» (2Re 23, 25).
     Después de Josías, Israel abandona de nuevo el conocimiento y la fidelidad a la
ley. El resultado es el exilio en Babilonia.
    Los judíos deportados reflexionan su situació n como consecuencia de ese
desconocimiento e infidelidad a la ley (cf. 2Re 17, 8-19) De esta manera, en el
exilio, el pueblo deportado toma viva conciencia de la importancia del
conocimiento y la fidelidad a la ley para su salvació n. Por eso los judíos que
volvieron del exilio pusieron en el libro de la ley su interés primordial, porque eran
conscientes que en la fidelidad a esa «norma» o «canon» estaba su salvació n (cf.
Neh 8).
    Así, pues, el judaísmo desarrolló hasta la escrupulosidad casi faná tica el culto a
la ley bíblica; pero ese mismo exceso muestra la conciencia que tenía de la
importancia de conocer exactamente y en todos sus puntos la ley para poder ser
salvado en esa fidelidad.
   No hay duda que ese fue el espíritu que determinó la fijació n definitiva del
canon judío en Yabné.
    Esta referencia y las razones que ella implica determinó asimismo la necesidad
de tener un canon fijo por parte de los cristianos. Por eso se adoptó íntegro el
mismo canon judío (libros protocanó nicos). Pero la Iglesia, expandida en el mundo
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griego, leía el antiguo testamento en su versió n griega de los LXX, anterior a la
fijació n del canon judío de Yabné y que incluía los siete libros que en Yabné se
excluyeron (deuterocanó nicos).
    Los padres del cristianismo primitivo veían también en esos libros de los LXX
la palabra de Dios y así los comentaban. De ahí que quedaran finalmente incluidos
en el canon bíblico cristiano. La razó n fue la misma: si los padres los habían
considerado palabra de Dios, debían ser conocidos y seguidos fielmente, para así
recibir plenamente la salvació n.
    El criterio del canon para el nuevo testamento fue parecido. Aunque aquí lo
que permitía fijar si se trataba de palabra de Dios «normativa» o «canó nica» era su
origen apostó lico. Los apó stoles habían sido depositarios de la Revelació n hecha
por Cristo. Por eso los escritos transmitidos de fuente apostó lica eran
considerados inmediatamente por la Iglesia como «canó nicos», para la salvació n
del hombre.
    El principio de un canon no es otra cosa ni ha tenido otro sentido que el
principio de apostolicidad.
    El significado teoló gico del canon está , pues, en el cará cter salvador de la
Palabra escrita, que nos ha sido transmitida con garantía profética (AT) o
apostó lica (NT).
    Dios se reveló y esa revelació n fue progresivamente fijada por escrito.
    Hubo libros que fueron reconocidos como revelados y, por lo tanto, fueron
siempre considerados como «canó nicos». En cambio otros escritos también
revelados no fueron reconocidos tan fá cilmente por la Iglesia como tales. Pero esa
Iglesia, asistida por el Espíritu, fue llegando a ese reconocimiento de todos los
escritos revelados. No es que esos libros sean considerados como revelados
porque la Iglesia los incluyó definitivamente en el Canon; sino que la Iglesia los
incluyó en el canon porque descubrió en ellos, guiada por el Espíritu, la revelació n
de Dios, que es la norma non normata de la Iglesia.
    Pero todavía queda un aspecto teoló gico importante con respecto al por qué de
la necesidad del canon definitivamente fijado.
    Vimos ya có mo toda la Escritura nos ha sido dada por nuestra salvació n. Ello
significa que gracias a la interpretació n que Israel hace de su propia historia
profana, desde su fe -interpretació n garantizada por Dios, es decir, inspirada-,
nosotros podemos captar con seguridad la presencia salvífica de Dios en nuestra
propia historia profana.
    Ahora bien, la Biblia, que constituye el paradigma seguro por el cual nosotros
podemos leer la presencia de Dios en nuestra historia, está ya «canonizada»; es
decir, la revelació n está ya completa en los libros bíblicos y no hay que esperar má s
revelació n. Esto es lo que indica el concepto de canon bíblico, tal como ha sido
entendido por la Iglesia.
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    ¿Por qué cerrar el canon? La razó n teoló gica está justamente en que es el
paradigma de nuestra fe. Nosotros, la Iglesia, debemos leer en nuestra historia
profana la presencia salvadora de Dios, gracias al paradigma bíblico. El canon nos
dice que ya el paradigma está completo, de tal manera que en él podemos
encontrar la interpretació n para toda nuestra existencia, sin que podamos tener la
duda sobre si quizá algú n aspecto de la presencia salvífica de Dios no podemos aú n
captarlo porque no ha sido aú n revelado -y, por tanto, incluido en el canon- algú n
elemento bíblico.
     De ahí también el cará cter absolutamente ú nico de la Biblia para el creyente. Es
el ú nico paradigma divinamente garantizado para que captemos, desde la fe, la
presencia salvífica de Dios en nuestra propia historia profana.
     Ahora bien, la certeza por parte de la Iglesia de que la palabra de Dios está
dada ya en su plenitud, radica en la fe de que Jesucristo es la Palabra personal
ú nica y definitiva de Dios (Heb 1, 1-2). En Cristo llega a su significado pleno y final
toda la revelació n dada en Israel (así como la de otras tradiciones religiosas). En él,
Dios se dice a sí mismo completamente. En adelante só lo queda explicitar
progresivamente y hasta el infinito el significado inconmensurable de esa palabra
definitiva de Dios. Ello constituye la vida y la tarea de la Iglesia, animada por el
Espíritu mismo de Cristo que la «guiará hasta el pleno significado de la Verdad» (1
Jn 16, 13).
3. El proceso revelatorio: la formación de la Sagrada Escritura
    Lo dicho sobre el significado de la inspiració n como la interpretació n creyente,
garantizada por Dios, que Israel hace de su propia historia profana, permite ya
comprender la revelació n como un proceso de tradició n oral en que se vuelca la fe
de Israel hasta desembocar en su puesta por escrito.
   Este proceso se da tanto en la formació n del antiguo testamento como en la del
nuevo.
    Señ alemos brevemente los elementos principales.
    a) En el antiguo testamento
    Los textos vétero-testamentarios se dividen en tres bloques, tanto en el canon
cristiano de la Biblia como en el judío: libros histó ricos (Tora), libros proféticos
(Nebiim) y libros sapienciales (Ketubim). Cada uno de estos bloques resultó como
fruto de un proceso má s o menos largo de tradició n oral previa.
    Lo que aquí interesa no es explicar la formació n de estos diversos textos, sino
mostrar có mo los escritos son fruto de un proceso de tradició n en que Israel va
cristalizando la interpretació n creyente de su propia historia. Veá moslo
brevemente en lo relativo al bloque histó rico.
   El pueblo de Israel no tuvo Escrituras sagradas probablemente hasta la época
de David y Salomó n, salvo algunos pequeñ os textos de uso litú rgico que podrían
remontar a la época de Josué.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 51
    Sin embargo, las tradiciones religiosas del pueblo remontan a la época de los
patriarcas (siglo XVIII). Sobre Abram, Isaac y Jacob hubieron, pues, ocho siglos
aproximadamente de tradició n oral, antes de fijarse por escrito; asimismo,
hubieron cuatro siglos de tradició n oral sobre Moisés y el Exodo, etc.
    En ese período de tradició n oral, los diversos clanes de Israel habrían
mantenido sus propias «memorias» sobre esos hechos salvíficos antiguos, los
cuales finalmente fueron compilados por escrito, cuando se formó el reino. David y
Salomó n establecieron los escribas de palacio quienes comenzaron el trabajo de
compilació n.
    En cuanto a las tradiciones histó ricas, sin duda las má s antiguas, el redactor de
la época de Salomó n (siglo X) es conocido como el Yahvista (J). Este autor, de
Jerusalén, hizo un trabajo de compilació n de tradiciones de Israel que fue
elaborado segú n su propio criterio teoló gico, de tipo simple, vivencial y directo.
Poco tiempo después, otro redactor conocido como Elohista (E) hizo un trabajo
parecido de compilació n, sirviéndose en gran parte de lo ya hecho por el Yahvista,
má s otras tradiciones que él reunió por su cuenta. El Elohista tenía una tendencia
teoló gica similar al Yahvista, aunque con algunas variantes. Ello justamente
permite distinguirlos.
    Hacia el siglo VI, poco antes y durante el exilio de Babilonia, otros grupos de
sacerdotes o levitas, así como personas vinculadas al círculo profético de Ezequiel
y Jeremías, hicieron el trabajo de compilació n de tradiciones mosaicas
(Deuteronomio), la conquista de Canaá n (Josué, Jueces), así como de la época
moná rquica (Samuel, Reyes). Estos nuevos autores del siglo VI son conocidos como
el Sacerdotal (P) y el Deuteronomista (dtr).
   En su respectiva compilació n, se sirvieron de los escritos yahvistas y elohistas,
que integraron en su propia reflexió n teoló gica.
    Después del exilio de Babilonia, otro autor, sirviéndose de los textos
deuteronomistas de Samuel y Reyes, elaboró unas Cró nicas de los Reyes de Israel y
de Judá , orientando su compilació n de acuerdo a su perspectiva teoló gica
mesiá nica davídica, bastante diferente a la propia del deuteronomista, con juicio
má s crítico frente a la monarquía.
    Esta breve reseñ a sobre la formació n de los escritos histó ricos en Israel nos
muestra ya de qué manera la Escritura está íntimamente vinculada a la tradició n
oral del pueblo. La Escritura es punto de llegada de toda una tradició n oral, al
mismo tiempo que es punto de partida de una nueva tradició n que reinterpreta la
Escritura anterior. La relació n Escritura-Tradició n es diná mica. La vida del pueblo,
su situació n, hace que la Escritura sea comprendida con cierta orientació n, y que
esa orientació n pueda variar en otra situació n del pueblo.
    b) En el nuevo testamento
    Aunque la formació n del nuevo testamento por escrito tiene lugar en un
período mucho má s breve que el del antiguo, sin embargo, aquí se da también un
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proceso de tradició n oral que se fija finalmente en escritos, los cuales se
reinterpretan o matizan segú n determinadas circunstancias.
    Puede distinguirse un doble tipo de tradició n oral que desemboca en Escritura:
tradició n evangélica y tradició n kerigmá tica.
   La tradició n evangélica tiene como punto de partida lo que Jesú s dijo e hizo.
Las memorias sobre los hechos y dichos de Jesú s será n finalmente las que
constituirá n los evangelios
    La tradició n kerigmá tica, en cambio, tiene como punto de partida la
predicació n apostó lica, o kerigma. Y será también fijada por escrito por medio de
diversas fó rmulas de fe y por desarrollos pastorales hechos a veces por los mismos
apó stoles (cartas) o por sus discípulos.
     Ambas tradiciones -evangélica y kerigmá tica- no son independientes hasta tal
punto que no pueda establecerse relació n entre lo que Jesú s dijo e hizo por un lado,
y lo que los apó stoles predicaron de él, por otro.
    La predicació n apostó lica se basaba en lo que Jesú s dijo e hizo, si bien los
apó stoles daban el nú cleo del mensaje de Jesú s y eso elaboraban.
    Algunos autores han pretendido que los evangelios son los resultados escritos
de la misma predicació n apostó lica y no de lo que Jesú s dijo e hizo. Segú n ellos, el
punto de partida Jesú s es absolutamente inaccesible a la historia. Lo ú nico que
conocemos es el Cristo de la fe apostó lica. Y ese Cristo fue el que se consignó por
escrito tanto en los evangelios como en las fó rmulas kerigmá ticas.
   Recordemos que tanto los escritos evangélicos como los kerigmá ticos son
producto de una tradició n oral.
    Pero para comprenderlo mejor es necesario señ alar el marco que permite
distinguir los pasos de esa tradició n y su progresiva fijació n por escrito. Estos han
sido establecidos en la exégesis actual a partir de la denominada historia de las
formas. Las formas literarias de los escritos neotestamentarios corresponden
fundamentalmente a tres contextos (Sitz im Leben) en la tradició n de la comunidad
cristiana primitiva:
    * La comunidad judeo-cristiana de Palestina, tanto antes de la expansió n del
evangelio fuera de Palestina, como durante esa expansió n. Es la comunidad que
habla arameo. De ahí que el estudio de las formas literarias del nuevo testamento
de cará cter arameo -detectables a través del griego en que fueron expresadas
(«arameísmos»)-, será muy importante para fijar este primer nivel redaccional del
texto evangélico;
    * La comunidad helenista de la dispersió n. Son los judeo-cristianos que viven
fuera de Palestina, en contexto cultural griego. Se trata de unas comunidades
«misioneras» que desarrollan el pensamiento teoló gico con características propias
de su medio cultural. Los textos que revelan un origen helenista no tienen
arameísmos, sino que está n escritos en un griego de tipo medio (por ejemplo, los
textos propios de Lucas y de Pablo);
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     * Las comunidades de paganos convertidos al cristianismo. Se trata, por tanto,
de gente no judía. Los textos que reflejan a estas comunidades son tardíos, porque
presuponen ya la predicació n de Pablo. Ademá s pueden aportar elementos ajenos
a la mentalidad semítica-palestina.
    Desde el punto de vista cronoló gico, los textos má s antiguos será n los que
corresponden al primer contexto (Sitz im Leben) arameo-palestino. Ahora bien, el
que nos encontremos con un texto de contexto arameo no significa necesariamente
que es anterior al añ o 36 -añ o en que comienza la dispersió n del judeo-
cristianismo fuera de Palestina debido a la persecució n que sigue a la muerte de
Esteban (Hech 8, 1)- puesto que en el período helenista y el pagano-cristiano sigue
existiendo la comunidad palestina de lengua aramea (el evangelio de san Juan, por
ejemplo, es de fondo completamente arameo, y, sin embargo, es de la época
pagano-cristiana).
    Por lo tanto, para determinar la cronología antigua de un texto del nuevo
testamento, éste debe ser de contexto arameo, y ademá s debe tener otros
elementos que permitan fijar la fecha en que debió ser escrito, ayudá ndose del
conocimiento de la época en cuestió n por otras fuentes extra-bíblicas (por ejemplo,
los documentos de Qumran).
    Segú n lo dicho veamos brevemente algunos elementos de cada una de las dos
tradiciones señ aladas.
1. Tradición evangélica
   El punto de partida de esta tradició n son los dichos y hechos de Jesú s.
    Lo que Jesú s dijo (logion) e hizo (narraciones) fue acogido por los primeros
discípulos y retenido hasta después de la pasió n y resurrecció n. Cuando los
apó stoles comenzaron a predicar o catequizar, corrían ya entre las primeras
comunidades de Palestina algunos textos de memorias de Jesú s fruto de la
tradició n oral a partir de testigos oculares.
    La crítica histó rica («historia de las formas») ha distinguido diversas
colecciones Estas se fueron formando a lo largo de los diversos niveles, arameo,
helenista y pagano-cristiano, y en cada nivel fueron marcados segú n ese contexto
cultural. La comunidad cristiana, al ir reflexionando en esos dichos y hechos de
Jesú s, los fue a menudo modificando segú n el sentido al cual apuntaban.
    Hay cuatro motivos que intervinieron en la modificació n de algunas palabras
de Jesú s a través de su transmisió n hasta ser fijada finalmente por escrito:
   a) La traducció n del arameo original al griego (por ejemplo, Lc 11, 41 traduce
por «dar limosna», el término original que significa «purificar», y que es
conservado por Mt 23, 26);
   b) El contexto en el cual es citada una «Palabra» ha motivado también su
modificació n. Así, por ejemplo, puede compararse Lc 12, 3 y Mt 10, 27;
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    c) También intervienen en la modificació n los intereses religiosos de la
comunidad. Así, por ejemplo, en Mt 16, 13 se usa el título «Hijo del hombre» donde
el paralelo de Mc 8, 27 dice simplemente «yo»;
   d) Finalmente intervinieron también en la modificació n los progresos
posteriores del dogma o de la prá ctica cristiana. Así en Mt 28, 19, por ejemplo, se
ha inserido la fó rmula trinitaria que ya supone la reflexió n teoló gica de la
comunidad.
    La crítica histó rica ha podido ir siguiendo los pasos de esas diversas capas
redaccionales, señ alando có mo y por qué se producían las modificaciones,
ampliaciones o reducciones, y cuá l pudo ser el primer nivel de la redacció n, que
correspondía al hecho o dicho mismo de Jesú s.
     Uno de los trabajos má s notables, en este sentido, es el del exegeta Joachim
Jeremías quien estableció que siempre que los textos evangélicos ponen en boca de
Jesú s la expresió n: «padre (= Abbá )» o «su Padre» (Mc 14, 36; Mt 6, 32; 11, 25, 26.
27; Mc 11, 25-27; Mt 6, 9-13), se trata de un verdadero «logion». Este hecho
determinó justamente la reflexió n cristoló gica de la comunidad cristiana sobre la
filiació n divina de Jesú s (Jn 1, 1-18).
    Los textos evangélicos, pues, son formados a partir de las memorias de primera
mano (testigos oculares, con la reflexió n progresiva de la comunidad que, llevada
por el Espíritu, fue explicitando lo hecho y dicho por Jesú s).
    Así los textos escritos se fueron formando y compilando. Se sabe que, antes del
añ o 50, existía en Palestina un Mateo arameo, el cual fue traducido casi
inmediatamente al griego. Ambas redacciones, aramea y griega, del Mateo original
está n perdidas.
    Entre los añ os 60-65 se compiló el evangelio actual de Marcos, el cual se sirvió
como base del Mateo original perdido, en su versió n griega, retocando esa fuente
de acuerdo a los intereses pastorales de sus destinatarios de Roma; ademá s utilizó
otra fuente de primera mano (segú n una antigua tradició n, el testimonio personal
de Pedro).
    Entre los añ os 70-80 se compiló el evangelio de Mateo griego actual; éste se
sirvió también del Mateo original perdido, conoció ademá s la compilació n de
Marcos y utilizó otra fuente palestina antigua, conocida como la «doble tradició n»
o «Q». Durante ese mismo período o quizá en los añ os 60, Lucas redactó su
evangelio; se sirvió para ello del Mateo griego original perdido, de Marcos y de la
«doble tradició n», la cual reú ne en el bloque que va de 9, 51 a 18, 14; tiene ademá s
otra fuente propia en lo relativo a la infancia de Jesú s.
    Finalmente, el evangelio de Juan es redactado a fines del siglo primero por un
palestino testigo ocular (o muy cercano a esa primera mano), quien ha
reflexionado largamente sobre el significado de lo que Jesú s dijo e hizo (la
tradició n lo atribuye desde el inicio al mismo apó stol Juan).
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    La escritura del evangelio quedaba así terminada como fruto de una tradició n
que, partiendo de Jesú s mismo, y constantemente explicitada bajo la inspiració n
del Espíritu, serviría de punto de referencia esencial para la Iglesia.
    Esta Iglesia irá reflexionando esa Palabra escrita y la irá explicitando a partir
de su propia vida y asistida por el mismo Espíritu que inspiró la Escritura (Jn 16,
13).
     La tradició n que desembocó en la fijació n de la Escritura es una «tradició n
constitutiva» de la revelació n; mientras que la tradició n posterior (tradició n
eclesiá stica) que reflexiona sobre la Escritura es una tradició n só lo «explicativa»;
no «constituye» nueva revelació n, sino que simplemente «explicita» la revelació n
ya fijada definitivamente en la Escritura.
2. Tradición kerigmática
    Dijimos ya que, a diferencia de la tradició n evangélica que tiene como punto de
partida los hechos y dichos de Jesú s, la tradició n kerigmá tica tiene como punto de
partida la predicació n apostó lica (kerigma).
    Por supuesto los apó stoles debieron transmitir también los elementos de la
tradició n evangélica como principales testigos oculares y conocieron e incluso
intervinieron en la formació n de las colecciones evangélicas. Pero en su
predicació n iban sobre todo al nú cleo del mensaje cristiano. Y ese nú cleo
predicado por los apó stoles fue punto de partida de una tradició n complementaria
que se fue también fijando por escrito.
    Esa fijació n escrita de la predicació n apostó lica original puede también
seguirse en sus diversas etapas redaccionales, mostrando có mo la Escritura que
derivó finalmente es un punto de llegada de una tradició n anterior que va
explicitando el punto de partida.
    El nú cleo de la predicació n apostó lica (el kerigma) estaba centrado en la
pascua de Cristo, su muerte y su resurrecció n. Este hecho central sobre Jesú s era
también un tema principal en las memorias de la tradició n evangélica. Por eso lo
má s probable es que en este punto ambas tradiciones estuvieran vinculadas y que
los textos evangélicos de la pasió n, muerte y resurrecció n de Jesú s fueran
desarrollados a partir de la predicació n apostó lica, complementada por las
memorias evangélicas de la comunidad cristiana palestina.
    Veamos có mo pudo darse ese proceso desde el hecho -muerte y resurrecció n
de Jesú s- predicado por los apó stoles, hasta su fijació n en los textos evangélicos.
   Para ello la crítica histó rica, aplicando el método de la historia de las formas
con sus tres niveles de contexto, ha detectado diversas «fó rmulas kerigmá ticas»,
sobre todo en los escritos de san Pablo.
    Cierta sistematizació n de esas «fó rmulas» permite clasificarlas en tres grupos:
    a) Fó rmulas breves
    b) Fó rmulas medianas
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    c) Fó rmulas largas.
    Todas las fó rmulas contienen el nú cleo kerigmá tico de la muerte y
resurrecció n de Jesú s. Pero hay variantes significativas.
    a) Fórmulas breves
    Contienen simplemente los dos elementos del kerigma: Jesú s murió , pero
resucitó . En ellas se transmite por escrito la substancia de la predicació n
apostó lica. Ese era el anuncio apostó lico que resumía la buena nueva evangélica.
Su fijació n por escrito tuvo lugar probablemente como clá usula de uso cultual, en
Palestina en el primer nivel arameo, antes de la predicació n de san Pablo. Esto
puede concluirse por el hecho simple de que estas fó rmulas son «arameísmos» en
todos sus elementos. Y san Pablo las incluye en sus cartas, como citación de una
tradició n apostó lica anterior, que él recoge y transmite.
    b) Fórmulas medianas
    Estas se caracterizan por citar los dos elementos «muerte y resurrecció n»,
agregando una clá usula redentora: «por nosotros».
    El cará cter de esta clá usula es también arameo prepaulino. La comunidad
cristiana palestina, bajo el liderazgo apostó lico, interpretó la muerte y resurrecció n
de Jesú s a la luz del texto de Isaías 53, en donde el Siervo Sufriente fue «muerto por
los pecados del pueblo» (53, 8). Y así introdujo en su predicació n y en su culto el
anuncio de la muerte y la resurrecció n «por nosotros» o «por nuestros pecados».
    Buenos exegetas está n convencidos de que esta fó rmula mediana constituye la
fó rmula má s primitiva. Los apó stoles habrían constituido su kerigma con el
anuncio de la muerte y resurrecció n, incluyendo desde el principio su cará cter
redentor «por nosotros». Las fó rmulas breves serían abreviaciones de la fó rmula
mediana original.
    San Pablo cita esta fó rmula mediana diversas veces y la convierte en base de su
elaboració n cristoló gica.
    c) Fórmulas largas
    Constituyen la ampliació n del kerigma, añ adiendo ciertas clá usulas que se
refieren al hecho ocurrido, pero al mismo tiempo dando la interpretació n de ese
hecho a la luz de Isaías 53.
   Vale la pena comentar la principal de estas fó rmulas: 1Cor 15, 35 Las clá usulas
propias de la fó rmula larga son cuatro:
        * al tercer día
        * según las Escrituras
        * fue sepultado
        * de entre los muertos.
    En el texto de 1 Corintios se encuentran tres de las cuatro clá usulas de la
fó rmula larga: Así, pues, les transmití antes que nada la misma tradición que yo
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había recibido: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue
sepultado y que resucitó al tercer día según las Escrituras...
    En este texto, san Pablo introduce la fó rmula kerigmá tica con unas palabras
que muestran evidentemente que está citando una fó rmula pre-paulina: «les
transmití... la misma tradició n que yo había recibido». La frase «antes que nada»
(en protois) indica el cará cter central de lo que va a citar. Se trata del nú cleo
(kerigma) de la fe recibida. Luego viene la fó rmula: la muerte de Cristo, que se da
con la clá usula redentora; ve esa muerte a la luz del siervo sufriente (Is 53, 8) y a él
se refiere la clá usula «segú n las Escrituras». Los apó stoles dirigían su kerigma
inicial a los judíos en Palestina. Por eso era fundamental no só lo decir lo que
ocurrió (Jesú s murió y resucitó ); sino que también ese hecho estaba predicho «en
las Escrituras», lo que daba el significado teoló gico al hecho.
    Las clá usulas «que fue sepultado» y que resucitó «al tercer día», también son
consignadas «segú n las Escrituras». Los hechos pudieron ser así: que Jesú s fuera
sepultado y que resucitara al tercer día; pero los apó stoles consignaron en el
kerigma esos datos de la tradició n evangélica porque servían para mostrar a los
judíos que en Jesú s se cumplían las Escrituras.
    En concreto, el fue sepultado se refería a Is 53, 9. La clá usula al tercer día, en
cambio, tiene una referencia implícita al Sal 16, 10 («no dejará s tú mi alma en el
sepulcro, ni dejará s que tu justo vea la corrupció n»). En efecto, la creencia popular
judía en Palestina era que el muerto comenzaba a corromperse a partir del cuarto
día (cf. Jn 11, 39). Por otro lado otra creencia popular judía consideraba que en
Israel había habido siete justos que no habían visto la corrupció n, el ú ltimo y
principal de ellos habría sido David. Pues bien, la referencia al Sal 16, 10 quiere
indicar que ese justo que no vería la corrupció n (= que resucitaría al tercer día) no
era David, sino Jesú s. La prueba de esto se encuentra fundamentalmente en la
defensa kerigmá tica que hace Pedro en los Hech 2, 27-32, cuyo texto constituye
uno de los má s antiguos testimonios palestinos del nuevo testamento.
    San Pablo cita, pues, una fó rmula elaborada en el contexto arameo pre-paulino.
Esta fó rmula se redactó a partir de los hechos ocurridos, pero interpretados y
predicados a la comunidad judía palestina, para la cual era fundamental que el
hecho hubiera sido realizado proféticamente, «segú n las Escrituras».
    Concluyendo, las fó rmulas de la tradició n kerigmá tica son prepaulinas de
contexto arameo palestino. Probablemente la mayor elaboració n de las fó rmulas
largas constituyeron las narraciones evangélicas de la pasió n, muerte y
resurrecció n de Jesú s.
    En todo caso se puede ver có mo la Escritura, tanto evangélica como
kerigmá tica, es resultado de un proceso de tradició n oral, puesta progresivamente
por escrito, a partir de los hechos iniciales.
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                      COMUNIDAD CATÓLICA “BODAS DE CANÁ”
                        Evangelización Matrimonial Carismática
                             COORDINACION NACIONAL
ESCUELA DE EVANGELIZACIÓN SAN JUAN PABLO II
CURSO: FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE
               3. LA REVELACIÓN COMO RESPUESTA A LA
                             INCÓGNITA DEL HOMBRE
B. LA TRADICION y ECLESIOLOGIA
1. CONCEPTO GENERAL DE TRADICIÓN
    a) Etimología: La palabra tradició n corresponde al término griego parádosis
(de para-didomi, que significa entregar, tanto en el sentido de dar algo como de dar
a alguien, o sea, de traicionar). Má s directamente, el término proviene del latín
traditio (de tradere), cuyo significado es el mismo del griego.
     b) Objeto y sujeto: Pero el concepto de tradición tiene mayor riqueza que el
simple significado etimoló gico. Tradición puede indicar ya sea el objeto
constitutivo de una tradició n -aquello que se transmite-, ya sea el hecho mismo de
la transmisió n, o sea, el proceso de transmitir algo. Este proceso está constituido
por personas agentes de la tradició n, que pueden considerarse en conjunto el
sujeto de la tradició n.
    c) Tradición como concepto cultural: Tanto el objeto como el sujeto de la
tradició n pueden tener diversidad de contenidos y de agentes culturales. Ello
debido a que la tradició n es de por sí un elemento esencial de toda cultura, sea
profana o religiosa. No hay cultura sin tradició n; es decir, sin un contenido recibido
y no simplemente inventado en un momento determinado. Todo presente y, por
supuesto, todo futuro, lleva en sí un pasado. En otras palabras, el pasado es de la
esencia misma del presente; por supuesto referimos al presente como realidad o
verdad, no como simple apariencia.
    Esto lo captaron muy bien los filó sofos griegos cuando incluyeron en la
definició n de esencia la referencia explícita al pasado: To ti en, einai («lo que algo
era, ser»). No por casualidad también Hegel hace esa misma referencia: «la esencia
es lo pasado... ser».
    La tradició n es, así, la transmisió n de la esencia verdadera perenne de un
grupo humano. Discernir la tradició n es, pues, discernir lo esencial de un proceso
cultural o religioso.
    Ese mensaje esencial que constituye la tradició n es, sin embargo, vehiculado a
través de elementos de tradició n secundaria. A medida que un mensaje esencial (la
tradició n) va ubicá ndose en diversos lugares y en distintas épocas, con culturas
cambiantes, las tradiciones o «envoltorios» de la tradició n van mostrá ndose como
caducos o inadecuados para vehicular el verdadero contenido de la tradició n. De
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ahí que, por fidelidad a ese contenido, habrá que cambiar las formas tradicionales,
no sea que por conservar el «envoltorio», se eche a perder el «contenido»; es decir,
no llegue al hombre para quien la Palabra fue dada a la tradició n. Y lo que
constituía una mediación para hacer llegar el mensaje, se convierta en obstá culo o
escá ndalo.
    d) Tradición como categoría teológica: El concepto teoló gico de tradició n
presupone el concepto cultural má s amplio indicado antes. Pero especifica esa
transmisió n tanto en cuanto al objeto como en cuanto al sujeto.
    El objeto de la tradició n, en la perspectiva teoló gica, es la revelación,
entendiendo por revelació n lo que Dios ha querido decir al hombre para que éste
pueda ser salvado, y cuya constancia se encuentra explícita o implícitamente en la
Escritura.
   Esto justamente permite comprender la tradició n como transmisió n de lo que
consta explícitamente en la Escritura y, al mismo tiempo, como explicitació n de lo
que allí está implícito.
    Podemos distinguir, pues, dos tipos de tradició n: tradición apostólica y
tradición eclesiástica. Por tradició n apostó lica entendemos la doctrina revelada
enseñ ada por los apó stoles como la auténtica enseñ anza de Jesú s. Por tradició n
eclesiá stica, en cambio, se entenderá la misma tradició n apostó lica en cuanto
continuada y explicitada progresivamente a lo largo de la historia de la Iglesia, bajo
la tutela del magisterio eclesiá stico, cuya misió n es la de ser «continuador de los
apó stoles».
    El objeto de la tradició n cató lica es, pues, la enseñ anza de los apó stoles,
consignada en el nuevo testamento y la enseñ anza de la Iglesia, consignada en la
vida de la comunidad eclesial a lo largo de los siglos, bajo la direcció n de los
pastores auténticos (el papa y los obispos).
   El sujeto de la tradició n está constituido por los mismos apó stoles y por la
misma comunidad eclesial que vive y transmite la fe recibida de los apó stoles.
    Los apó stoles son, sin duda, sujetos primordiales de la tradició n de la fe;
después de ellos lo son también en forma privilegiada los papas (sucesores de
Pedro) y los demá s obispos (sucesores de los otros apó stoles). Pero los papas y los
obispos no son el sujeto exclusivo de la tradició n eclesiá stica. El sujeto de la
tradició n eclesiá stica es la Iglesia misma, que incluye papa, obispos y pueblo
creyente en general.
    Así, pues, del concepto mismo de tradición se deriva la constante dialéctica
entre lo recibido como esencia de la fe pasada (y por lo tanto presente y futura) y lo
explicitado o «acumulado» por la vida creciente de la comunidad en constante
proceso histó rico. La tradición apostólica está cerrada (por eso se dice que la
revelació n «terminó con la muerte del ú ltimo apó stol»); pero la tradición
eclesiástica sigue abierta y susceptible a constantes explicitaciones ulteriores de la
fe recibida.
2. ESCRITURA Y TRADICIÓN
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     Al preguntarse sobre la relació n entre Escritura y tradició n, se suscita el debate
típico cató lico-protestante. En su forma «clá sica» -que puede de hecho constituir
una caricatura- el debate se pondría en los siguientes términos: Los protestantes
aceptarían la sola Escritura como vehículo de la revelació n; mientras que los
cató licos postularían dos vehículos o fuentes de la revelació n; a saber, la Escritura y
la tradición. Estas dos fuentes podrían ser separadas hasta el punto de afirmar que
la revelació n se nos da en parte por la Escritura y en parte por la tradició n. De esta
manera los dogmas y costumbres morales que no está n en la Escritura, estarían en
la tradició n, igualmente revelada por Dios, junto con la Escritura.
    Esta forma de plantear la relació n Escritura-tradició n no parece poder
sostenerse. Ni la sola Escritura, entendida como excluyente de la tradició n, es
compatible con lo que hoy sabemos de la relació n histó rica entre Escritura y
tradició n, ni las dos fuentes separadas de la revelació n corresponden a la
comprensió n de ésta.
    Si bien el concilio de Trento distingue «libros escritos» y «tradiciones no
escritas que transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros
desde los apó stoles», habla de una sola «fuente de toda saludable verdad y de toda
disciplina de costumbres»; y esa fuente es, en el texto, «la pureza misma del
evangelio» (DS 783). Lo mismo podemos decir del Vaticano I, que se remite en esto
a Trento.
    Para Trento, como para el Vaticano I, en la Escritura está toda la revelació n, en
el sentido que no hay ninguna verdad de fe o costumbres, necesaria para nuestra
salvación, que no esté en la Escritura. Si bien hay verdades que también está n fuera
de la Escritura y que la confirman o la explicitan má s claramente, las cuales
provienen de los mismos apó stoles. Pero el concilio excluye que esas verdades se
nos transmitan en parte por la Escritura y en parte por esa tradició n apostó lica «de
mano en mano».
    La Escritura es la expresió n escrita de un proceso de tradició n oral previo. La
exégesis actual ha mostrado esto en forma concluyente. La fe apostó lica en Jesú s
no se expresó exclusivamente en los textos escritos. Sin embargo esos textos nos
dan como sedimentada la fe transmitida por los apó stoles. Nada esencial en esa fe
quedó fuera de esa sedimentació n escrita. Pensar lo contrario parecería atribuir
una especie de lapsus al Espíritu santo que inspiró a los escritores sagrados del
nuevo testamento con el fin de que consignaran todo lo necesario «para nuestra
salvació n» (DV, 11). ¿Có mo podría haber dejado fuera de la Escritura algo que
estuviera ya presente en forma explícita en la tradició n como esencia de la fe?
    Esta hipó tesis resulta impensable. Y si no puede ser así, resulta má s ló gico
asumir que la Escritura tiene consignado todo lo esencial de la tradició n. De tal
manera que toda verdad esencial (dogmá tica) tiene que estar en la Escritura.
Puede que ciertas verdades se encuentren poco explicitadas en ella debido a que la
Iglesia no profundizó desde el principio lo que ellas implicaban. Pero si eran
fundamentales tuvieron que ser consignadas por escrito, debido a que el Espíritu
inspiraba esa redacció n garantizando que en ella se encontraba todo lo esencial
para la fe. Después ese mismo Espíritu irá asistiendo a la Iglesia en la progresiva
explicitació n de esas verdades. Para explicarlas no es, pues, necesario recurrir a
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«otra fuente». Si bien es cierto que la tradició n apostó lica no está constituida
exclusivamente por la Escritura, ésta contiene todo lo esencial de la tradició n, es
decir, todo lo «necesario para nuestra salvació n», que es la razó n de ser de la
revelació n. En este sentido puede decirse que la revelació n coincide con la
Escritura. Otra cosa es si la Escritura impone o no por sí misma,
independientemente de otros puntos de referencia, el significado de esa
Revelació n. Ahí juega precisamente su papel la tradició n eclesiá stica, tal como lo
expresa muy bien la Dei Verbum al señ alar:
            La sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por
        escrito bajo la inspiración del Espíritu santo, y la sagrada tradición transmite
        íntegramente a los sucesores de los apóstoles la palabra de Dios, a ellos
        confiada por Cristo Señor y por el Espíritu santo para que con la luz del
        Espíritu de la verdad la guarden fielmente, la expongan y la difundan con su
        predicación. De donde se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la
        sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas. Por eso
        se han de recibir y venerar ambas con un mismo espíritu de piedad y
        reverencia (Dei Verbum, 9).
    Así, pues, hay una sola fuente de la revelació n: la Escritura, a la cual es
reducible toda la tradició n apostó lica legada oralmente, «de mano en mano». En
esto podríamos hoy coincidir con la teología protestante.
    Pero hay otro aspecto importante, en el cual no hay acuerdo con la teología
protestante: si bien la revelació n está completamente en la Escritura, su significado
necesita explicitaciones que no está n a veces contenidas en la Escritura. Esas
explicitaciones se encuentran en la tradició n, a veces a partir de la época apostó lica
y otras veces en forma progresiva se van mostrando a lo largo de la vida de la
Iglesia. Con esto podemos precisar mejor la relació n entre Escritura y tradició n
postulada por la teología cató lica.
    La revelació n está contenida por completo en la Escritura, la cual y só lo la cual
es inspirada.
   Pero el significado de la Escritura es explicitado por la tradició n. Esa tradició n
puede remontar a los mismos apó stoles o puede ser tradició n elaborada
progresivamente, bajo la asistencia del Espíritu santo.
    El problema de la relació n Escritura-tradició n suele plantearse
particularmente con referencia a los dogmas definidos por la Iglesia y que no
aparecen en la Escritura.
    La posició n cató lica sostiene que todo dogma, en cuanto es verdad de fe
normativa, está contenido en la revelació n, es decir en la Escritura. La definició n
dogmá tica de la Iglesia es necesaria para explicitar ese contenido bíblico, que de
otra manera pudiera ser mal comprendido o no suficientemente tomado en cuenta.
    Tomemos el ejemplo quizá má s extremo: los dos ú ltimos dogmas marianos
definidos de la inmaculada y la asunció n. No vamos a hacer la historia de esos
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dogmas, sino simplemente señ alar algunos factores que permiten ver la relació n
Escritura-tradició n.
    El nuevo testamento afirma de María que es «llena de gracia» (kejaritoméne, Lc
1, 28). Esta palabra aplicada a María es absolutamente excepcional en el nuevo
testamento.
    Su significado fue explicitado progresivamente por la Iglesia desde antiguo,
como excluyente del pecado original en María. Ahora bien, si no tenía pecado
original no pudo tampoco sufrir la consecuencia del pecado original que es la
corrupció n del sepulcro. De ahí que ya desde antiguo también (quizá de la misma
época apostó lica) María fue considerada como asunta.
    Dei Verbum señ ala muy bien, una vez má s, el cará cter dinámico de la revelació n
recibida por la Iglesia:
            Esta tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del
        Espíritu santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones
        transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su
        corazón (cf. Lc 2, 19 y 51), cuando comprenden internamente los misterios
        que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los apóstoles en el
        carisma de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la
        plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras
        de Dios (Dei Verbum, 8).
     De esta manera, el desenlace dogmá tico parte de la Escritura reflexionada por
la Iglesia, asistida por el Espíritu.
3. LA IGLESIA
    Por tradició n eclesiá stica hemos entendido el proceso de transmisió n y
explicitació n de la Palabra, animada por el Espíritu, recibida de los apó stoles por
parte de la comunidad post-apostó lica.
    La pregunta fundamental que debe plantearse ahora es doble:
    En primer lugar ¿qué relació n hay entre el origen de la Iglesia y el hecho Jesú s?
Y, en segundo lugar, ¿cuá l es la racionalidad inherente al hecho mismo de la
Iglesia?
a) Jesús y la Iglesia
     Es un hecho fuera de duda que Jesú s, en su vida pú blica, tuvo discípulos
elegidos por él para que «lo siguieran» (cf. Mt 4, 18-22; 9, 9). Ello era habitual, por
lo demá s, entre los rabinos. De ahí que, para muchos, Jesú s fuera considerado como
tal.
    El problema está en saber si Jesú s quiso fundar una comunidad que lo
sobreviviera, con misió n de hacer llegar su mensaje en forma má s amplia. ¿Quiso
realmente crear una Iglesia? El término ecclesia só lo aparece dos veces en el
evangelio (Mt 16, 18 y 18, 17). Y probablemente es un término de la primera
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comunidad y no de Jesú s mismo. Pero aquí no se trata de la palabra sino de lo que
intenta expresar: la «comunidad organizada de los fieles».
    Jesú s llamó especialmente a algunas personas para seguirlo durante su vida
pú blica: los doce. Este grupo constituye ciertamente una «institució n» pre-pascual,
establecida por Jesú s en su vida terrena. Y es también claro que, cuando comenzó a
producirse la tirantez entre Jesú s y las autoridades judías, previendo su propia
muerte, se dedicó en especial a preparar a sus discípulos para hacerlos capaces de
sobrellevarla (cf. Mc 9, 3 1-32).
Los primeros discípulos salieron de la perplejidad producida por la muerte
violenta del Maestro y descubrieron que Jesú s vivía, comprendieron que en el
significado mismo del mensaje de Jesú s estaba la misió n de hacerlo llegar a todo
hombre (Mt 28, 19-20). Las comunidades surgidas de esa predicació n fueron, pues,
vistas como realizació n de la voluntad del Señ or (Hch 2, 47; 5, 14).
    Puede que Jesú s haya pensado en un inminente fin del mundo. Ello parece
sugerir el logion de Mt 10, 23, segú n el cual el Hijo del hombre vendrá antes que los
discípulos enviados a la misió n por territorio judío (cf. 10, 6) hayan recorrido
todas sus ciudades. Este hecho, para algunos, probaría que Jesú s no pudo querer
fundar una Iglesia que lo sobreviviera en su misió n, pues esa sobrevivencia no
tendría sentido al terminar el tiempo. Sin embargo, aun suponiendo que Jesú s
estuviera convencido de que el fin del mundo era inmediato, parece claro que
pensó en una comunidad de discípulos para prolongar su «obra» después de
muerto. Só lo así puede explicarse que textos de la primera generació n cristiana,
tales como los Hechos de los apó stoles o el evangelio de Juan, hayan podido ser
elaborados.
    Así, pues, una vez los primeros discípulos salieron de la perplejidad producida
por la muerte violenta del Maestro y descubrieron que Jesú s vivía, comprendieron
que en el significado mismo del mensaje de Jesú s estaba la misió n de hacerlo llegar
a todo hombre (Mt 28, 19-20). Las comunidades surgidas de esa predicació n
fueron, pues, vistas como realizació n de la voluntad del Señ or (Hech 2, 47; 5, 14).
    Por lo demá s, la convicció n que probablemente compartía Pablo, de que el
retorno del Señ or, con el fin del mundo que ello implicaba, era inminente, no evitó
que trabajara sin cansancio para formar nuevas comunidades. Estas surgían a
partir de la autoridad indiscutible reconocida a «los doce», considerados los que el
mismo Jesú s había instituido como la primera comunidad fundadora.
     En el nú mero doce se veía representado el nuevo Israel, como pueblo salvífico,
objeto de la alianza. Ese nú mero consta ya en la tradició n evangélica má s primitiva
(cf. Mc 3, 14). La importancia de esta institució n prepascual de «los doce» se ve
confirmada por el atributo dado a Judas como «uno de los doce» (Mc 14, 43),
siendo así que no formó parte de la comunidad post-pascual, así como por la
necesidad de substituir al traidor por un nuevo componente del grupo, Matías
(Hech 1, 15-26). Debido a ello, también Pablo vincula su apostolado a «los doce» (1
Cor 15, 1-11).
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   Pero a medida que los apó stoles fueron insuficientes como testigos del
evangelio de Jesú s y responsables de la conducció n de las comunidades que se iban
multiplicando, confiaron esa misió n a otros «ancianos» u «obispos» (episcopoi),
constituidos para ello por el Espíritu santo (Hech 20, 28; cf. Tit 1, 5-7), mediante la
«imposició n de las manos» (Hech 6, 6; 13, 3; 1 Tim 4, 14; 5, 22; 2 Tim 1, 6).
    Estos apó stoles y ancianos presidían las comunidades y eran responsables de
su conducció n, de manera tal que eran considerados los intérpretes de la fe en
casos de conflicto sobre su significado (Hech 15, 6, 22). La opinió n que éstos
acordaban, era reconocida como la «opinió n» («dogma») del Espíritu santo (Hech
15, 28).
    La tradició n evangélica muestra que, en esta responsabilidad de conducció n,
Jesú s había asignado un papel especial a Pedro. Es el primero de los doce (Mc 3,
16). La comunidad reconocía en él esa responsabilidad especial confiada por Jesú s
y así lo dejó consignado (Mt 16, 17-19). Significativamente, en la tradició n
sinó ptica má s primitiva, la de Marcos, cuando las mujeres reciben el anuncio de la
resurrecció n de Jesú s, se les encarga que lo comuniquen «a los discípulos y a
Pedro» (Mc 16, 7). Y, si bien en Jerusalén, por razones probablemente de
parentesco carnal con Jesú s, es Santiago quien aparece como el obispo de la
comunidad madre, sin embargo el criterio de Pedro es determinante para la
opinió n asumida por la Iglesia en el primer concilio (Hech 15, 7 ss y 14). Asimismo
Pablo cita a Pedro como el primer responsable de la evangelizació n de los
«circuncisos» y como columna principal, junto a Santiago y Juan (Gá l 2, 9). Má s
tarde, en la tradició n recogida por el evangelio de Juan, Pedro es visto como el
encargado del pastoreo de las ovejas, al decírselo Jesú s tres veces, en contraste
evidente con las tres negaciones anteriores (Jn 21, 15-17).
    Sobre esta base bíblica original, la má s primitiva tradició n de la Iglesia
concuerda en afirmar la ida de Pedro a Roma y su martirio en esa ciudad, sobre
cuyo sepulcro se construyó una capilla que má s tarde determinaría la edificació n
de la basílica constantiniana previa a la actual basílica de San Pedro del Vaticano.
    Una vez destruida Jerusalén en el añ o setenta, la Iglesia de Roma se convirtió
en la primera de las iglesias. Y su obispo, sucesor de Pedro en esa sede, fue siempre
considerado como el «primado» de todas las iglesias.
     Es, pues, histó ricamente razonable sostener que no es ajena al deseo de Jesú s
la institució n de una comunidad jerarquizada de creyentes en él, que prolongara su
mensaje después de su muerte, animada por su mismo Espíritu.
b) Razón de ser de la Iglesia
    En la medida que el designio de Dios es la salvació n de todo hombre, por medio
de la fe en Jesú s. La Iglesia aparece como una mediación objetivamente necesaria
para que las personas de tiempos y lugares distintos a la Palestina que conoció
Jesú s hace dos mil añ os, puedan «conectarse» con ese acontecimiento en forma
histó ricamente objetiva. De lo contrario, la tradició n evangélica podría constituir
una especie de documentació n antigua sometida simplemente a los avatares
arqueoló gicos de la historia. Así, lo que permite conectar los textos parciales del
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nuevo testamento que remontan al siglo I y II con los có dex completos del siglo V
(Alejandrino, Vaticano o Sinaítico) es la existencia de una comunidad creyente
(Iglesia) que vivió y sigue viviendo ese mensaje desde el principio y a lo largo del
tiempo, aun durante el período del cual no se conservan textos completos de los
evangelios.
    Pero la salvació n para el hombre de todo tiempo y lugar no só lo supone una
comunidad (o tradició n) que le haga llegar la palabra bíblica original, sino que
debe ofrecerle un «medio» de acceso real al Dios que habló por medio de los
profetas. Ese «medio» es la humanidad de Jesú s (“Quien me ha visto a mí…”). Una
vez esa humanidad deja de ser visible en la historia, la Iglesia prolonga esa
visibilidad gracias al sacramento. La visibilidad sacramental actualiza esa
visibilidad originaria de la humanidad de Jesú s, la cual permite «acceder al Padre»
invisible (Jn 14, 9).
     Palabra y sacramento constituyen, pues, la substancia de la Iglesia, su razó n de
ser, lo que ella transmite «por nuestra salvació n».
    Pero la palabra y el sacramento no pasarían de ser mera bú squeda religiosa
por parte del hombre, si no estuvieran animados por la presencia de la misma
realidad de Dios: el Espíritu santo. Es ese Espíritu, que procede del Padre y del Hijo,
quien hace presente la salvació n de Dios dada en Cristo, por la aceptació n de la
palabra y el sacramento. Esta realidad funda la existencia. Si bien es cierto que la
verificació n de ese acceso a Dios a través de su palabra y de su sacramento,
animados por su Espíritu, pasa por la aceptació n de la visibilidad del hermano (1 Jn
4, 12-21).
    El Espíritu santo permite, pues, que la palabra y el sacramento no sean
palabras y gestos «muertos», sino realidades salvíficas. El Espíritu está presente en
toda la comunidad creyente, articulada por carismas y funciones diversas. Ese
Espíritu debe ser auscultado y no contristado o apagado, donde se encuentre. La
«institució n» eclesiá stica podrá tender al anquilosamiento o incluso al deterioro
mundanizante del poder y la riqueza. Será el Espíritu, presente en la comunidad,
quien lo evite, sirviéndose a menudo de los «profetas». A veces con tensiones o con
persecuciones. Pero el Espíritu se impondrá finalmente en su Iglesia para que esa
«institucionalidad» no se convierta nunca en letra que «mata», sino que esté al
servicio del espíritu que «vivifica».
   Así podré cumplirse la promesa de Jesú s a Pedro: «las puertas del infierno no
prevalecerá n contra ella» (Mt 16, 18).
4. EL DOGMA
a) Concepto de «dogma»
    Ya en el proceso mismo de formació n de la Escritura, la comunidad cristiana
apostó lica reflexionó sobre las implicaciones de lo que Jesú s dijo e hizo. Y no
siempre hubo pleno acuerdo, sino que se produjeron discrepancias. Así, ante el
problema de los paganos convertidos al cristianismo, una parte de la Iglesia
apostó lica -con Pedro y Santiago entre ellos- consideraba que esos paganos debían
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previamente circuncidarse; en cambio, otra parte -bajo el liderazgo de Pablo-
consideraba que los paganos podían ser bautizados sin circuncisió n previa. Esta
discusió n llevó a la convocació n del primer concilio de Jerusalén (Hech 15). El
problema fue finalmente resuelto de acuerdo a la línea de Pablo a la que por visió n
especial se había también ahora sumado Pedro.
   Así, pues, la comunidad apostó lica decide y envía a las demá s iglesias su
acuerdo:
    «Es el parecer del Espíritu santo y nuestro... » (Hech 15, 28). El texto griego
original usa el término édoksen, de donde deriva la palabra dogma. El dogma es,
pues, el parecer «del Espíritu santo y nuestro» (los apó stoles responsables de la
comunidad). Ese parecer decide y hace autoridad cuando hay opiniones
divergentes, después de una discusió n en donde los responsables exponen su
posició n y guían tal como ven que se da la orientació n del Espíritu.
    La palabra dogma, sin embargo, no se usó en los primeros siglos de la Iglesia
para indicar conclusiones doctrinales. Para ello se usaba el término pistis (=fe). La
palabra dogma se usaba para indicar decretos disciplinares.
    Só lo a partir del siglo VII comienza a usarse el término dogma en el sentido de
doctrina de fe. Aun así, los teó logos medievales usan poco este término y emplean
má s bien la expresió n artículos de fe (articula fidei); son los elementos doctrinales
que articulan el símbolo o confesió n de fe recibida de los apó stoles.
   Es a partir de Trento (no tanto todavía en Trento mismo) que comenzó a
usarse claramente la palabra dogma en su significado actual, con cará cter
confesional a menudo muy fixista y estrecho.
    Es importante destacar la observació n inicial de que el sentido de dogma hace
referencia a la decisió n de los responsables de la comunidad, guiados por el
Espíritu, para asegurar la unidad de fe de esa comunidad.
   El dogma tiende a mantener la unidad de fe en las circunstancias cruciales.
Pero siempre en funció n de la verdad salvadora del evangelio. Esta referencia hace
que la fidelidad al dogma no se convierta en dogmatismo.
b) Evolución dogmática
    El concepto mismo de dogma, tal como se suele entender, parece no poder
aliarse con el concepto de evolución dogmática. Sin embargo, desde el siglo pasado
se usa el término de «evolució n» -sin duda por influencia de los descubrimientos
evolucionistas a todos los niveles-, para referirse al hecho del «aumento» doctrinal
en la fe de la Iglesia en el transcurso del tiempo.
    No hay duda, en efecto, que la reflexió n doctrinal de la Iglesia ha ido
concluyendo en dogmas «acumulativos», al menos aparentemente. A menudo ha
sido un dogma anterior el que ha desarrollado la reflexió n doctrinal hasta concluir
en otro dogma.
    Para tratar de puntualizar el tema, veamos tres aspectos del problema.
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    I. Dogma y revelación
    Dijimos ya que la revelació n fue concluida y fijada en la época apostó lica.
Después de la fijació n de la Escritura no hay má s revelació n, simplemente porque
la verdad salvadora para el hombre está ya dada por entero.
     La elaboració n dogmá tica, a partir de esa Escritura revelada, no es, pues, un
«aumento» de revelació n. El dogma, en ese sentido, no dice nada nuevo con
respecto a la revelació n escrita. Lo que hace es simplemente explicitar aquella
ú nica revelació n, dá ndole así al hombre una mejor comprensió n de la palabra
revelada.
     Esa diferencia entre revelació n y dogma de la tradició n eclesiá stica
corresponde a la diferencia entre inspiración, como categoría propia de la
revelació n, y asistencia del Espíritu, que acompañ a a la Iglesia en el proceso de
elaboració n dogmá tica. La forma má s privilegiada de esta asistencia del Espíritu es
la infalibilidad papal; la cual no hay que confundir tampoco con la inspiració n,
ú nicamente propia de la revelació n.
    II. Sujeto y objeto de la formulación dogmática
    El sujeto de la formulació n dogmá tica es el mismo que el de la tradició n; es
decir, la Iglesia misma, asistida por el Espíritu, pero formada por seres humanos.
    Ahora bien, el sujeto humano tiene su propia forma de conocer: es discursivo.
No conoce de una vez -«intuitivamente»-, sino que necesita reflexionar, «dis-
currir»; es decir, necesita tiempo para comprender la verdad.
    Este tipo de conocimiento propio del hombre caracteriza también la forma de
captar los objetos de fe por parte de la Iglesia hecha de hombres. En este punto la
reflexió n hecha por Tomá s de Aquino es iluminadora: nuestra fe en Dios
necesariamente toma la forma limitada propia de nuestro conocimiento, debido a
que “las cosas conocidas están en el sujeto que conoce, según su propio modo de
conocer”. Por eso las formulaciones de fe dogmá tica progresan, a medida que el
discurso humano de los creyentes va descubriendo má s y má s las implicaciones de
lo revelado por Dios en la Escritura.
    Este «discurso» está asistido infaliblemente por el mismo Espíritu que inspiró
la revelació n; pero no por ello deja de ser un verdadero discurrir, que implica
estudio, aná lisis, «componer y dividir» para reunir datos revelados, analizar y
luego sintetizarlos en una formulació n dogmá tica.
   Esta importante apreciació n del cará cter discursivo de nuestro conocimiento
constituye la base estructural, por parte del sujeto de la formulació n dogmá tica,
para entender el porqué de la llamada «evolució n dogmá tica».
    Uno de los pensadores cristianos modernos que má s influyó en la comprensió n
de esa evolució n del dogma es, sin duda, el cardenal Newman. He aquí un texto
pertinente:
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 68
           Una de las características de nuestro espíritu es que no puede abarcar un
       objeto que se le presenta, en su integridad natural. Sin definir, sin describir,
       no podemos tener una idea de las cosas. El todo de un objeto no determina en
       nosotros el todo de una idea. Debemos fraccionar ese objeto, ponerlo en
       orden, enunciarlo bajo distintos aspectos que se corrigen mutuamente, se
       refuerzan y se interpretan el uno al otro... El crecimiento y la expansión de la
       creencia y del ritual católico, las variaciones que los han acompañado en su
       progreso con respecto a los escritores individuales y a las Iglesias, son las
       consecuencias necesarias de todo sistema que toma posesión, con un gran
       poder, de la inteligencia y del corazón. Esto prueba que, según la naturaleza
       del espíritu humano, el tiempo es necesario para la plena comprensión de las
       grandes ideas.
   Este mismo orden de pensamiento es recogido explícitamente por el papa
Pablo VI en su alocució n de re-apertura del concilio Vaticano II. Vale la pena
también citar la parte relativa a nuestro tema:
            Hace veinte siglos que fue fundada la Iglesia. Durante estos siglos, la
       Iglesia católica ha aumentado grandemente. De igual manera, también lo
       han hecho otras comunidades religiosas que llevan el nombre de Cristo y se
       llaman iglesias. ¿Es por lo tanto sorprendente que, después de una
       experiencia tan larga, haya todavía necesidad de una afirmación más
       cuidadosa acerca de la verdadera, profunda y total naturaleza de la Iglesia
       fundada por Cristo y que los apóstoles comenzaron a edificar? Que nadie
       piense que esto es sorprendente. Porque la Iglesia es un misterio. Es una
       realidad única, penetrada por la presencia de Dios. Si tal es la naturaleza de
       la Iglesia, siempre hay lugar y necesidad para que se realicen investigaciones
       nuevas y más profundas a su respecto. El pensamiento humano se mueve
       hacia adelante. El hombre avanza partiendo de un hecho empíricamente
       observado, hasta llegar a la verdad científica. Por dialéctica, de una verdad
       infiere otra; confrontada por la realidad, que le da una certeza inicial, pero
       que está llena de complejidades, inclina su mente ya sea a uno de sus
       aspectos, ya sea a otro. Así se desenvuelve el pensamiento. El curso de su
       evolución puede trazarse en la historia. Ha llegado el tiempo, creemos, en que
       la verdad con respecto a la Iglesia de Cristo, exige un examen más íntimo,
       una reflexión más profunda y una expresión mejor.
     Veamos ahora el significado de la evolució n dogmá tica en cuanto al objeto de
las formulaciones del dogma. Ese objeto es Dios mismo, su realidad trascendente.
Nuestras formulaciones son necesariamente humanas, y, como tales, incapaces de
agotar la realidad inefable de Dios.
    Ahora bien, la fe de la Iglesia tiene por objeto a Dios mismo (creemos en Dios);
sin embargo, al decir en lenguaje humano -y no tenemos otro lenguaje, hasta el
punto que la misma revelació n divina está expresada en lenguaje humano- ese
objeto divino, necesariamente lo reducimos al nivel de nuestras formulaciones.
Pero «nuestra fe no termina en los enunciados, sino en la realidad» divina inefable.
Los enunciados quedan siempre cortos con respecto a la realidad en que creemos
Dios mismo. Y Dios es «siempre má s» Los enunciados nos dicen una realidad
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indecible, y así siempre quedan cortos. Convertir esos enunciados dogmá ticos en el
objeto final de nuestra fe constituye una forma de idolatría, puesto que el objeto de
nuestra fe es la realidad (res) de Dios. Los enunciados dogmá ticos son los medios,
necesarios pero medios, para que nuestra fe se oriente a la realidad de Dios.
    De ahí que sea de la naturaleza misma de la fe, inserta en una inteligencia
humana, la inquietud que no deja a la fe tranquila con los enunciados conocidos,
porque só lo en Dios mismo encontrará esa «tranquilidad» (“me has hecho para ti y
mi corazó n no estará tranquilo hasta que descanse en ti” san Agustín)
    Así, pues, la verdad divina revelada en la Escritura es explicitada
progresivamente en la Iglesia, bajo la asistencia del Espíritu. Esa explicitació n llega
a formulaciones dogmá ticas que se van multiplicando a lo largo de la tradició n; y
también se explicita en elaboraciones doctrinales no dogmá ticas, con que la Iglesia
va expresando su fe en el tiempo, hasta su consumació n en la eternidad, cuando
«veremos a Dios tal como es, cara a cara» (1 Cor 13, 12).
    III. Unidad de fe y pluralidad de los dogmas
    Lo dicho hasta ahora muestra que el significado del dogma no es está tico, sino
diná mico. Nunca podemos tener ya el significado ú ltimo y adecuado de la verdad
revelada. Afirmar esto es simplemente afirmar el cará cter absoluto de la
trascendencia divina, de la realidad (res) humanamente formulada en el dogma.
    Una teología que no hace constantemente esa salvedad en sus formulaciones
doctrinales, es una teología fundamentalmente falsa, porque confunde lo inefable
divino con su formulació n necesariamente limitada.
    La unidad de fe de la Iglesia de todos los tiempos y lugares se funda en esa
distinció n. Todos los creyentes tienen como objeto de su fe la realidad de Dios
expresada cada vez con má s «dogmas» a lo largo de la historia. Esa realidad de
Dios se expresó por medio de la revelació n escrita. Pero esta revelació n va siendo
explicitada progresivamente. En la medida en que la fe de la Iglesia tiene por
objeto al Dios que se revela en la Escritura, incluye implícitamente todas las
explicitaciones que la Iglesia irá haciendo de esa Escritura.
    Entre cristianos «siempre es má s lo que nos une que lo que nos separa». En la
medida que el objeto de la fe -Dios mismo, su realidad misteriosa- es tomado
absolutamente en serio, las formulaciones de esa fe no pueden constituir un
elemento de separació n. Muchas divergencias religiosas provienen de absolutizar
formulaciones separadas del ú nico objeto absoluto, Dios. Cuando las formulaciones
dogmá ticas constituyen un factor de separació n, lo que el creyente debe buscar es
ahondar en su fe en la realidad divina, objeto final de toda formulació n. En la
realidad de Dios, toda formulació n se verá llevada a su plenitud y, al mismo tiempo,
relativizada en el tiempo y el espacio.
    Esta comprensió n de la verdad divina, que trasciende toda formulació n
dogmá tica, la han captado sobre todo los santos o místicos; es decir, los que han
hecho a fondo la experiencia de la realidad de Dios. Uno de los textos má s notables
lo encontramos en el mismo san Pablo:
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             Por la ciencia conocemos sólo en parte y por la profecía profetizamos
        sólo en parte. Pero cuando venga aquello que es perfecto, será inútil lo que es
        parcial. Cuando era niño, hablaba como niño, pensaba como un niño,
        razonaba como niño; pero al hacerme hombre, he dejado de lado las cosas de
        niño. Ahora vemos como por medio de un espejo, en enigma; pero entonces
        veremos cara a cara. Ahora conozco sólo en parte, pero entonces conoceré
        del todo con la perfección con que he sido conocido... (1 Cor 13,9-12).
    La unidad dogmá tica se funda, pues, en la unidad transcendente de Dios.
Penetrando en Dios por la caridad (porque Dios es amor), vamos má s allá de las
separaciones que, debido a las limitaciones propias de nuestra mente, nos dividen
en el tiempo y en el espacio.
    Perder de vista esto puede ser fatal y puede llevar fá cilmente a caer en un tipo
de fe que es má s una tranquilidad satisfecha del pensamiento que «domina» la
materia de la fe formulada, que una verdadera fe en la palabra transcendente y
desbordante de Dios. Una fe de aquel tipo reduce a Dios a la medida del «bolsilIo»
del hombre, en donde caben todas las formulaciones sobre Dios.
    El objeto de nuestra fe es la realidad de Dios mismo. Ahora bien, el
asentimiento a las formulaciones dogmá ticas, que constituyen las mediaciones
necesarias de aquella realidad divina, tiene como elemento comú n fundamental la
veracidad de Dios; creemos en las formulaciones dogmá ticas, como explicitaciones
garantizadas por Dios de su misma revelació n, porque Dios no puede engañar, es
veraz. Este motivo formal de la fe de la Iglesia es comú n a todos los tiempos, sean
cuales sean las formulaciones dogmá ticas que en cada época hayan sido
explicitadas.
    Así, pues, es la fe en la veracidad de Dios lo que hace la unidad de fe de la
Iglesia, en cuanto a la motivació n subjetiva; y es la fe en la realidad misma de Dios -
expresada y amada- lo que hace la unidad de fe de la Iglesia, en cuanto al objeto
final al cual apuntan los dogmas.
   Para ilustrar, finalmente, el tema de la evolució n dogmá tica mostremos la
evolució n de un «dogma» de la fe de Israel.
    No hay duda que una de las verdades má s centrales para Israel estaba
constituida por lo que podemos denominar el «dogma de la herencia» prometida
por Dios a los padres.
     A Abraham Dios le prometió una tierra en herencia (Gén 12,7). Esta promesa
desencadenó todo un impulso de fe y de esperanza en el pueblo, que se prolongó
de padres a hijos, bajo la guía de los maestros religiosos. Israel cree bá sicamente
en la veracidad de Dios: lo que él prometió , lo cumplirá porque es veraz o fiel.
Fundado en eso el pueblo cree y espera en la posesió n de la tierra. De hecho la
poseyó . Pero también le fue quitada. La reflexió n deuteronomista irá
comprendiendo el dogma de la «posesió n de la tierra» como equivalente a la
felicidad. Y así el Deuteronomio describe la tierra con largas listas de cualidades,
que desbordan la modestia del terreno palestino (cf. Dt 8, 7-10; 11, 9-13). En Sal
37, post-exílico, se encuentra ya el paralelo explícito entre tierra prometida y
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felicidad: Confía en Yahvé... y habitará s la tierra, pon en Yahvé tus delicias y El
llenará los deseos de tu corazón. Lo mismo ocurre en Sal 25, 13: Su descendencia
tendrá la tierra, su alma tendrá la felicidad.
    A partir del tiempo de los Macabeos, ya el «enunciado» de la posesió n de la
tierra se entiende como una realidad má s allá de la tierra (2 Mac 7, 36; Dan 12, 13;
Sab 5, 5).
    Y en el nuevo testamento se desborda plenamente la fe en la posesió n de la
tierra. El significado de «la herencia prometida», tal como lo entiende el nuevo
testamento, puede sintetizarse con las palabras del Apocalipsis:
           Este es el tabernáculo de Dios con los hombres, y desde ahora habitará
       con ellos; ellos serán su pueblo, y el mismo Dios con ellos será su Dios... Quien
       resulte vencedor tendrá en herencia estas cosas; yo seré Dios para él y él será
       un hijo para mí (Ap 21,3-8).
    Y el «enunciado», explicitado de esta manera, es todavía desbordado por aquel
otro texto de san Pablo, cuando dice: Ni ojo ha visto, ni oído ha escuchado, ni
corazón de hombre ha presentido lo que Dios tiene reservado para aquellos que lo
aman (1Cor 2, 9; cf. 1Jn 3, 2).
    Aquí el enunciado de fe toma la simple dimensió n de la esperanza. Y ése es en
definitiva el má s verdadero, el que afirma má s plenamente la trascendencia de
Dios; es decir, la verdad de todos los dogmas, mucho má s allá de cuanto el hombre
puede imaginar.
    Con la promesa de la herencia de la tierra, Dios tenía una intenció n final
sorprendente, la cual debe ser descubierta progresivamente por la progresiva
purificació n de la fe, que va profundizá ndose siempre má s, sin quedarse nunca
está ticamente en el enunciado. Dios quiere que creamos en su veracidad, abiertos a
la realidad trascendente, que desborda toda formulació n. Los enunciados
dogmá ticos dicen, pues, siempre muchísimo má s de lo que dicen. En este sentido
podríamos afirmar que no sabemos nunca el significado final de lo que creemos, de
lo que esperamos.
5. INSTANCIAS DE LA TRADICIÓN ECLESIÁSTICA («lugares teológicos»)
    La tradició n explicita, a lo largo de la historia, el sentido de la Escritura
revelada. El sujeto de esta tradició n es la comunidad creyente (Iglesia) en su
conjunto. Esta fe comunitaria de la Iglesia, fundada en la captació n del significado
de la revelació n recibida al principio de su historia, constituye el sensus fidei
(sentido de la fe) garantizado infaliblemente por el Espíritu: «sobre esa piedra
(Pedro) edificaré mi Iglesia, contra la cual no prevalecerá n las puertas del
infierno» (Mt 16, 18). Pensar que la Iglesia pueda equivocarse globalmente
equivaldría a postular que el hombre puede ser frustrado o engañ ado en la misma
mediació n establecida por Dios para que pueda acceder a la salvació n.
    Ahora bien, ese sensus fidei, cuya certeza interior proviene de la asistencia
infalible del Espíritu, funda su seguridad razonable en determinadas instancias
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objetivas que permiten confirmar que su certeza le viene del Espíritu presente en
toda la historia y no de ilusiones propias.
    La reflexió n teoló gica ha ido formulando diversas instancias, que podemos
concretar en cinco intraeclesiales: liturgia, padres, magisterio, teó logos, pueblo fiel
(sensus fidelium); a ellas hay:
    a) La liturgia
   Las verdades de fe, por lo mismo que son por nuestra salvación, son celebradas
por la Iglesia. De ahí la frase antigua teoló gica que dice: la norma del rezar es la
norma del creer (lex orandi, lex credendi).
    En el antiguo testamento, las primeras confesiones de fe (Dt 6, 20-24; 26, 5-9;
Jos 24, 2-13) eran fó rmulas culturales que se pronunciaban en la liturgia del
santuario de Siquem y luego de Jerusalén. Lo mismo ocurrió con los grandes
dogmas cristianos, fundamentalmente la pascua de Cristo, cuyas formulaciones
kerigmá ticas constituyeron las fó rmulas de celebració n litú rgica en la eucaristía de
la primitiva Iglesia apostó lica.
    El dogma, antes de ser definido, fue ya celebrado por la Iglesia. Quizá el
ejemplo má s extremo es el de los dos ú ltimos dogmas marianos definidos -la
inmaculada y la asunció n- cuya celebració n litú rgica remonta a los primeros siglos
del cristianismo.
    Viendo, pues, cuá l ha sido la celebración cultual de la Iglesia, la teología puede
inferir cuá l ha sido su fe tradicional.
    b) Los padres
    El término de «padre» se aplicó en la Iglesia, desde la antigü edad, para indicar
a los guías de la fe de la comunidad y obispos. Fue sobre todo a partir del siglo IV
cuando ese título se daba a los obispos anteriores que habían sido particulares
testigos de la fe. Los obispos reunidos en el concilio de Nicea fueron llamados
«padres», originando así la tradició n de llamar «padres conciliares» a los obispos
participantes en los concilios siguientes.
   El recurso a los «padres» anteriores es ya un hecho con fuerza teoló gica en el
concilio de É feso. El primer teó logo que elabora una doctrina sobre los «padres»
como lugar teológico es san Vicente de Lerins (siglo V) en su obra Commonitorium.
    El concepto de «padre» se aplica a los escritores eclesiá sticos de la antigü edad
cristiana que fueron testimonios privilegiados de la fe de sus comunidades, así
como de la tradició n anterior, y que ayudaron a gestar el dogma cristiano en sus
puntos principales (Trinidad, cristología).
    Esto tuvo lugar particularmente durante el período de los primeros grandes
concilios ecuménicos de Nicea (325), Constantinopla (381), É feso (431),
Calcedonia (451). Por eso algunos autores consideran el siglo V como el final de la
época patrística. Otros, en cambio, la prolongan hasta el siglo VII en occidente (con
San Isidoro) y al siglo VIII en oriente (con san Juan Damasceno). El criterio
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 73
utilizado por estos ú ltimos es que hasta esas fechas la Iglesia está unida, sin las
escisiones provocadas por los bá rbaros en occidente y por el cisma de Focio (siglo
IX) entre oriente y occidente.
    Los «padres» constituyen, pues, un punto de referencia como gestores de la
dogmá tica en sus líneas bá sicas, así como una referencia anterior a las divisiones
entre las diversas iglesias cristianas. De ahí su especial valor teoló gico y
ecuménico. Por eso constituyen una instancia importante para discernir cuá l es la
auténtica tradició n de la Iglesia.
    c) El magisterio
    El concepto teoló gico de «magisterio» es en parte cercano al de «padres». De
hecho en la Iglesia antigua los «padres» tenían generalmente funció n magisterial,
de guías de la fe. Por ello en los primeros concilios, los gestores del dogma
trinitario-cristoló gico (que lo explicitaron a partir de los datos neotestamentarios),
eran al mismo tiempo «padres» y «maestros» de la fe. De ahí su título de «padres
conciliares».
    Después de la época patrística, el magisterio se fue constituyendo má s
claramente como una instancia teoló gica específica de la tradició n eclesiá stica.
    Lo que aquí nos interesa no es tanto analizar los tipos de magisterio
eclesiá stico cuanto comprender su propia racionalidad. Esta va íntimamente
vinculada a la racionalidad misma de la Iglesia, como prolongadora del
acontecimiento y el mensaje de Jesú s.
    La existencia misma del magisterio supone la convicció n de que, si bien Dios es
quien tiene la voluntad salvífica para con todos los hombres y, por la iluminació n
de su Espíritu, los guía hacia la fe comprometida en esa realidad salvífica; no
obstante, ello lo hace encarná ndose en los condicionamientos propios del mundo
humano.
    Así como «nadie ha visto nunca a Dios» (1 Jn 4, 12), tampoco nadie ha «oído»
nunca la voz del Espíritu de Dios. Puede ocurrir, pues, que los creyentes consideren
«voz del Espíritu», indicando el sentido concreto de la fe, lo que es en realidad
sentimiento o ideología propia, condicionados por un contexto psicosocioló gico
determinado. A este riesgo de confundir la «voz del Espíritu santo» con los propios
«pajaritos en la cabeza» está sujeto todo creyente. Los intentos humanos para
evitarlo tienden hacia dos extremos: el fixismo objetivo (fundamentalismo) y el
relativismo subjetivo (liberalismo).
    El enfoque fundamentalista busca dar seguridad a un determinado significado
de la fe vinculá ndolo exactamente al texto bíblico cuyo sentido obvio estaría dado
de una vez para siempre. Las interpretaciones tendentes a ubicar el contexto en
que éste fue redactado, con vistas a distinguir entre el sentido de esa Escritura y
los condicionamientos histó ricos, son consideradas «sospechosas» de infidelidad a
la voz del Espíritu identificada con la letra bíblica.
    Por el contrario, el subjetivismo liberal busca evitar la confusió n entre
ideología y significado de la fe, relativizando todo dictamen que pretenda tener una
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autoridad especial sobre el significado de la Escritura que no sea la de su base
racional o científica.
     En la historia moderna del cristianismo, estas actitudes se han visto
representadas tanto por posiciones protestantes como cató licas. Si bien es cierto
que el protestantismo rechazó la referencia al magisterio cató lico, se refugió
inicialmente en el dictamen objetivo de la «sola Escritura», sin darse cuenta de los
condicionamientos histó ricos con que también ella está marcada por ser palabra
de Dios encarnada en culturas humanas. El fundamentalismo bíblico propio de
Lutero desembocó o bien en formas de vivir la fe cerradas en un fideísmo acrítico y
aislado de la racionalidad científica propia del mundo, o bien en intentos críticos
por discernir el contexto histó rico en que fue elaborada la Escritura para encontrar
en ella la norma objetiva, pero lú cidamente y no de manera ingenua. Estos intentos
ú ltimos llevaron ya sea a disolver esa norma objetiva en los condicionamientos que
la determinaron (liberalismo radical tendiente al ateísmo: D. F. Strauss, L.
Feuerbach), ya sea a dejar desaparecer el valor objetivo de la Escritura, minado por
esa criticidad, optando subjetivamente (existencialmente) por la intencionalidad
salvadora de la Palabra (liberalismo fideísta: Bultmann).
    La posició n cató lica sostiene que la Palabra revelada necesita la mediació n de
un magisterio que evite tanto el «fundamentalismo» como el «relativismo». Esta
categoría de magisterio, como «lugar teoló gico» especial en el discernimiento del
significado de la revelació n, se funda en datos histó ricos y, a la vez, en la
racionalidad implícita en esos datos.
    Al hablar de la Iglesia como categoría teoló gica fundamental hemos señ alado
ya antes elementos de la tradició n evangélica que muestran esa asignació n especial
hecha por Jesú s a sus apó stoles con vistas a asegurar la conducció n de los
creyentes. En ese sentido Jesú s les garantizó una particular asistencia del Espíritu
como testimonios y guías de la fe.
    Por eso la Iglesia de los primeros siglos asumió ese rol magisterial instituido
por Cristo. Ello aparece, por lo demá s, coherente con la finalidad del evangelio:
llegar a los hombres de todo tiempo y lugar para que así, interpelados por la
Palabra, puedan asumir la fe y ser salvos. El magisterio de la Iglesia constituye una
instancia objetiva suficientemente amplia para no caer en nuevos
fundamentalismos y suficientemente concreta para evitar el relativismo subjetivo.
    La referencia luterana a la «sola Escritura» se demostró incapaz de constituir
un criterio adecuado para discernir el significado de la Palabra. Los
sentimentalismos romá nticos provocados por la convicció n de que el Espíritu
garantizaba a cada uno el sentido de la Escritura desembocaron en dispersiones
fundamentalistas al interior de iglesias también mú ltiples y ajenas a la
racionalidad; o bien, al intentar establecer criterios críticamente objetivos respecto
al significado de la Palabra, el protestantismo se vio obligado a aceptar un
relativismo racional, refugiá ndose paradó jicamente en el fideísmo voluntarista de
la decisión por el sentido de la Palabra, separada de su valor histó ricamente
verificable. Si se reconoce que la Palabra revelada no constituye el resultado de
una intervenció n má gica de Dios, que comunique verdades absolutas al margen de
condicionamientos culturales, entonces se impone la necesidad de una
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 75
hermenéutica. Pero ésa, elaborada por la razó n histó rica y filosó fica, no garantiza
de por sí la unidad de la fe de la Iglesia «para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
    El magisterio representa en la Iglesia esa garantía de asistencia del Espíritu en
la conducció n pastoral, de manera que, ante las mú ltiples hermenéuticas posibles
de la palabra, el pastor tenga la ú ltima responsabilidad en la conducció n del
rebaño, con vistas a garantizar esa unidad de fe. Cuando la divergencia en la
interpretació n del sentido de la Escritura puede romper esa unidad en aspectos
centrales para que la Palabra pueda ser mensaje de salvació n para el hombre, el
magisterio supremo de la Iglesia es también garante supremo sobre cuá l debe ser
la conducció n de acuerdo al significado dado por el Espíritu a la Palabra. En casos
especiales puede incluso ser infalible, no por tratarse de una nueva «inspiració n»
dada a los pastores supremos, sino debido a una particular «asistencia» del
Espíritu, que ratifica el cará cter inspirado de la Escritura con el significado que el
magisterio «explicita» en forma solemne y normativa. Esta asistencia especial se
debe a la forma concreta y excepcional de garantizar la mediació n salvadora de la
Iglesia, de acuerdo a la palabra evangélica: «sobre esa piedra edificaré mi Iglesia,
contra la cual no prevalecerá n las puertas del infierno» (Mt 16, 18).
    De esta manera, el magisterio en la Iglesia constituye un «lugar teoló gico» no
arbitrario o de simple poder, sino precisamente garante de la «racionalidad» en la
interpretació n de una Palabra, que debe salvaguardar su fuerza interpeladora y
salvífica tanto con respecto a los fundamentalismos ingenuos, como a los
relativismos desquiciadores. Debido a esa «racionalidad» inherente a la funció n del
magisterio, éste no debería nunca caer en tentaciones de arbitrariedad,
confundiendo el servicio de la Palabra con el poder discrecional. Puesto que, si bien
el pastor tiene la asistencia del Espíritu que es garantía de verdad para quien
obedece sus directrices, también es cierto que si el pastor no ausculta a la
comunidad y a la verdad que ésta aporta, la obediencia puede convertirse en
«escá ndalo» debido a la falta de racionalidad en la conducció n del pastor. Aun así,
quien, llevado por la fe, obedece, no se equivoca en cuanto a su posició n respecto a
la verdad salvífica; pero puede equivocarse el pastor y, por falta de asesoría
inteligente en su conducció n, ser causa de que muchos no obedezcan y no acepten
la Palabra como verdad salvífica, debido a la «irrelevancia» en que el Pastor la ha
pretendido conservar. De ese escá ndalo se le pedirá cuenta al pastor. A una
situació n de ese tipo hace referencia un texto impresionante que Lucas pone en
boca de Jesú s: «Ay de ustedes, los maestros de la ley, porque se alzaron con la llave
de la ciencia y no entran ustedes ni dejan entrar a Ios que querrían hacerlo (Lc 11,
52; cf. Mt 23, 13)
    d) Los teólogos
    Los padres de la Iglesia eran teó logos; sin embargo se distingue una instancia
de la tradició n eclesiá stica específicamente como la de los teó logos. Ello porque si
bien todos los padres eran teó logos, no todos los teó logos son padres de la Iglesia.
    Puede decirse que la categoría de teó logos se refiere a los escritores o doctores
de la Iglesia desde el final de la época patrística hasta nuestros días. Los padres
fueron los que elaboraron, a partir de los datos bíblicos, la dogmá tica fundamental;
de ahí su nombre de «padres» o «gestores» de la fe estructurada de la Iglesia. En
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 76
cambio, los teó logos reflexionan y estructuran la fe de la Iglesia, sobre la base de
esa dogmá tica ya gestada por los padres. Ademá s, los padres no se distinguían
claramente del magisterio, sino que ellos mismos constituían ese magisterio a
través de los concilios en donde eran los protagonistas («padres conciliares») En
cambio, los teó logos se distinguen específicamente del magisterio y éste constituye
otro punto obligado de referencia para su elaboració n teoló gica.
    El teó logo tiene por misió n o «vocació n» reflexionar la palabra de Dios y sus
explicitaciones hechas a lo largo de la tradició n de la Iglesia por los padres, el
magisterio y los teó logos anteriores, en constante diá logo con la cultura de su
tiempo. Los desafíos de esa cultura son desafíos dirigidos a la Iglesia, pero la
instancia eclesiá stica que debe asumir ese desafío, intentando comprenderlo a
fondo y responder honesta y adecuadamente a él, es el teó logo.
    Un ejemplo clá sico de este carisma teoló gico lo constituye Tomá s de Aquino.
Ha sido uno de los teó logos que ha asumido má s cabalmente el desafío cultural de
su tiempo intentando responder audazmente a él desde la fe.
    El siglo XII había comenzado a minar ya las bases medievales de una
«naturaleza sagrada». Se había comenzado cierto proceso de «secularizació n» en
donde la dimensió n divina no aparecía tan obviamente como en los siglos
anteriores. El idealismo plató nico, utilizado por la mayoría de padres de la Iglesia y
adecuado para la cultura de esos siglos, comenzó a hacer crisis.
     En el siglo XIII, santo Tomá s se dio cuenta que la filosofía plató nica, que tan
buenos servicios había prestado a san Agustín para expresar en su época la fe
tradicional, no era ya adecuada para el siglo XIII. Y llegó al convencimiento que la
filosofía de Aristó teles era mucho má s adecuada para ello. Así emprendió la obra
gigantesca de redecir la fe de la Iglesia en este nuevo lenguaje cultural que era la
filosofía aristotélica.
    Su audacia le valió arduos debates, e incluso el rechazo de 20 de sus
proposiciones teoló gicas por parte de las dos facultades teoló gicas má s
reconocidas en su época por el magisterio, la de Oxford y la de París, en 1277, tres
añ os después de su muerte.
    Sin embargo, el tiempo demostró la fecundidad de su audaz empresa y apenas
50 añ os después de su muerte fue canonizado (Juan XXII, en 1323).
      Como toda vocació n, la de teó logo va acompañ ada de aptitudes específicas, las
que normalmente tendrá n ratificació n «académica» o profesional. Pero no es el
título académico de por sí lo constitutivo del carisma teoló gico. Por ello la Iglesia -
pastores y pueblo- puede reconocer el carisma teoló gico en personas sin título
académico y, a la inversa, puede no reconocer el carisma en personas poseedoras
de título profesional. Esto no significa que la verdad pesquisada académicamente
no tenga que ver con el significado de la verdad confiada a la Iglesia. Quiere decir
simplemente que la razó n humana está condicionada en su bú squeda y puede
fá cilmente confundir sus propias «seguridades» histó ricas o culturales con la
seguridad ú nica que viene de Dios. Ciertamente los responsables ú ltimos de la
conducció n de la comunidad son los pastores. Por ello, en caso de conflicto
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 77
insuperable entre la conclusió n académica del teó logo y la orientació n magisterial
del pastor, la fe descubre en la obediencia al pastor la verdad salvífica. Pero ésta no
es una verdad desubicada. Por eso el teó logo tiene por misió n seguir investigando
para que la verdad transcendente de Dios sea dicha en lenguajes humanos má s
adecuados a la propia cultura. La misió n del teó logo, pues, no es tanto conservar y
explicitar el depó sito revelado -lo cual es propio específicamente del magisterio-,
cuanto reflexionar ese «depó sito» sirviéndose de los instrumentos culturales que
parezcan má s adecuados para mostrar la «inteligencia de la fe» al hombre de cada
época.
     Este esfuerzo del teó logo es importante para la jerarquía, la cual debe tomar
seriamente en cuenta a los teó logos, que recibieron ese carisma al servicio de la
misió n general de la Iglesia de explicitar mejor el mensaje revelado y así ser má s
fiel al Espíritu.
     El teó logo no posee en la Iglesia el papel de conducir. Ello corresponde al
pastor, quien tiene para ello la garantía jerarquizada del Espíritu. Pero esa garantía
va vinculada a la indefectibilidad de la Iglesia como totalidad. De ahí que no es uno
solo, sino que son diversos los «lugares teoló gicos» presentes en la Iglesia. El
teó logo busca la indicació n del Espíritu en cuanto al significado de la Palabra,
reflexioná ndola bajo el impacto de las nuevas preguntas suscitadas por la cultura
cambiante y a partir del descubrimiento de nuevos aspectos de la tradició n. Todo
ello es confrontado con la Palabra y con las orientaciones del magisterio, para
avanzar en su interpretació n. La Palabra, por lo tanto también su interpretació n
magisterial, tiene cará cter salvífico (DV, 11). Debe, pues, ser de interés para los
hombres que hoy y aquí se enfrentan a la decisió n de su propia existencia y en ella
tienen que ser salvos, no sea que por no percibir ese «interés» tampoco se dejen
interpelar por ella.
    El papel del teó logo no consiste, pues, en ser un mero «repetidor» del
magisterio ni tan só lo de la Escritura. Su misió n implica tomar en serio los
interrogantes culturales y confrontarlos con la tradició n para descubrir qué
significado implica ella para hoy; es decir, cuá l es la hermenéutica que la tradició n
conlleva para que la Palabra cumpla realmente su objetivo propio de responder a
los interrogantes del hombre de esta cultura, el cual así podrá acoger la Palabra
como salvífica.
e) Sentir del pueblo fiel («sensus fidelium»)
     El pueblo creyente en general constituye también una instancia para saber cuá l
es la auténtica tradició n de la Iglesia.
    Por pueblo fiel se entienden aquellos que no tienen ni el carisma magisterial ni
el teoló gico dentro de la Iglesia. Su manera de comprender y de vivir la fe es un
punto de referencia fundamental también para captar el sentido del mensaje
salvador transmitido.
    Ello se funda en el hecho que por el bautismo y los demá s sacramentos
participan en el «sacerdocio real» propio del pueblo escogido «para anunciar las
maravillas de aquel que les ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 78
9); así como en el hecho de que el Espíritu, que inspiró la Escritura, está también
presente en medio de él «uniéndose a su propio espíritu para dar testimonio de
que somos hijos de Dios» (Rom 8, 16).
    Por supuesto no hay que confundir el concepto de pueblo fiel con la «masa»
socioló gicamente cató lica, en la cual el bautismo y la fe aparezca como una simple
convenció n social. El «fiel» es quien acoge en su vida la relevancia de la fe, e intenta
llevarla a la prá ctica. En este sentido son expresiones de ese pueblo fiel los santos
«religiosos o laicos», los miembros de los diversos movimientos de Iglesia, que en
cada época varían. Hoy día: Movimiento de Vida Cristiana, Comunidad de Bodas de
Caná , Movimiento de Cursillos de Cristiandad, etc. Y, por supuesto, los creyentes en
sus labores habituales (padres, madres, profesionales, trabajadores) tratan de
iluminar su vida con la palabra salvadora de Dios.
    La experiencia de toda esta gente tiene también el sello del Espíritu que
garantiza la verdad de aquello en que creen y que funda sus vidas. Esa verdad está
fundamentalmente en su cará cter salvador «para nosotros» (por nuestra
salvación). De esta manera el pueblo fiel da testimonio de có mo llega a él la fe
recibida, como mensaje salvador.
    Esta valoració n del pueblo fiel ha sido especialmente recalcada por el Vaticano
II tanto en la Constitució n Lumen gentium (30-42) como en el documento
específico sobre el Apostolado de los laicos. Con ello la conciencia de la Iglesia
supera definitivamente el peligro «clerical» de ciertas eclesiologías medievales. Los
laicos cristianos son también portadores del Espíritu de Cristo, desde cuya
experiencia en la fe pueden aportar para una mejor comprensió n y vivencia de la
Palabra.
    Así, «conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, tienen la
facultad, má s aú n, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos
concernientes al bien de la Iglesia» (LG, 37).
    En consonancia con esta valoració n, el concilio señ ala a los mismos obispos:
«Saben los pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos
toda la misió n salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente funció n
consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas, de tal suerte
que todos, cada uno a su modo, cooperen uná nimemente en la obra comú n» (LG,
30).
    La vivencia creyente del pueblo fiel como «lugar teoló gico» toma particular
significado en la experiencia de los pobres. Si a ellos va destinada eminentemente
la buena nueva, pues de ellos es el reino de Dios (Lc 6, 20), también la comprensió n
viva que los pobres tengan de esa buena nueva constituye un punto de referencia
fundamental para la Iglesia.
    En este sentido es también particularmente importante la reflexió n actual
sobre la piedad popular. En esa piedad, el pueblo expresa bá sicamente su
convicció n en el cará cter salvador para el hombre del mensaje cristiano. Tal
convicció n es un correctivo importante contra el peligro de convertir la fe en
cualquier tipo de «gnosticismo» elitario o en una simple «sabiduría humana»,
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componente de la «cultura occidental». Contra este peligro ya san Pablo
argumentaba, cuando escribía a los corintios:
           Fíjense en quienes han recibido la vocació n, có mo no hay entre ustedes
       muchos que sean sabios en un sentido humano, ni muchos poderosos, ni
       muchos de familia noble. Sino que lo necio segú n el mundo, eso es lo que
       Dios ha escogido para confundir a los sabios... Es por él que está n en Cristo
       Jesú s; el cual, dado por Dios, constituye su sabiduría, así como también su
       justicia, santificació n y redenció n, para que, como está escrito, quien se
       gloríe, se gloríe en el Señ or (1Cor 1, 26-31).
     El pueblo fiel, por lo mismo que capta su fe como eminentemente salvadora,
tiene quizá má s capacidad para destacar a su manera los aspectos má s
existenciales del mensaje religioso. Así, por ejemplo, los teó logos y el magisterio
pudieron demorarse mucho en concluir que el latín debía dejar de ser el lenguaje
obligatorio de la liturgia romana. Y al producirse el cambio, con el Vaticano II,
algunos obispos, teó logos y grupos de «laicos ilustrados» se escandalizaron frente
al cambio «anti-tradicional». Sin embargo, el pueblo captó perfectamente el
significado del cambio, porque existencialmente su fe era ante todo salvadora. Y la
liturgia en lengua propia no hay duda que vehicula mucho mejor ese mensaje para
ellos.
    Asimismo, el pueblo ha podido vivir y mantener ciertos aspectos doctrinales de
la fe en forma privilegiada debido precisamente a que no los ha «ideologizado»,
sino que los ha considerado relevantes existencialmente para su salvación. Por ello
el pueblo fiel ha sido a veces importante como «lugar teoló gico» en la elaboració n
dogmá tica y debe ser tomado seriamente en cuenta tanto por parte del magisterio
como por los teó logos.
f. Signos de los tiempos
    El concepto de signos de los tiempos se ha ido convirtiendo, durante estos
añ os, en un tema de reflexió n teoló gica importante. Tanto es así que hoy día su
contenido constituye un verdadero «lugar teoló gico» o instancia para captar la
auténtica significació n de la fe recibida.
    La expresió n misma «signos de los tiempos» remonta al evangelio de Mateo
(Mt 16, 3). Y su contexto sugiere y plantea el problema del milagro.
    Por ello, y debido a que la categoría teoló gica de milagro forma
tradicionalmente parte de los temas propios de la teología fundamental,
dividiremos este capítulo en dos secciones:
   - La historia como lugar teoló gico
   - El milagro.
   1. La historia como lugar teológico
   La Iglesia sabe que su misió n es ser fiel a la palabra de Dios, tratando de
explicitar constantemente su significado. Esa Palabra escrita tiene por fin salvar al
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hombre de todo tiempo y lugar. Por eso la explicitació n debe ser hecha para los
diversos hombres, en sus diversos lugares y tiempos.
    La conciencia de esta misió n salvadora de la Escritura ha llevado a la Iglesia a
desarrollar la instancia tradicional del sentir de la comunidad tratando de
comprender y así explicitar de qué forma el Espíritu esté presente en el pueblo
creyente con su presencia salvífica. De esa manera, a partir de la vivencia de fe del
pueblo, la Iglesia va descubriendo má s y má s el significado de ciertos aspectos de
la Escritura revelada.
    Ahora bien, durante estos ú ltimos añ os la Iglesia ha ido tomando mayor
conciencia de su ubicació n en medio de un mundo que, si bien se presenta a
menudo como ajeno e incluso contrario a ella, es un mundo «amado por Dios» (Jn
3, 16-17) y en donde el Espíritu de Dios esté también presente.
    Esta conciencia de no monopolizar la presencia de Dios, conciencia
«ecuménica» y abierta a reconocer el bien donde esté («Quien no está contra
nosotros, está con nosotros», Mc 9, 40), ha ido haciendo que la Iglesia ponga cada
vez mayor atenció n en los movimientos e inquietudes que se dan en el mundo.
Estos pueden ser «signos» de la presencia salvadora de Dios en el mundo. Es decir,
«signos de los tiempos» o «signos de la historia».
    La frase «signos de los tiempos» es tomada de Mt 16, 3, en donde Jesú s llama la
atenció n de sus interlocutores para que abran los ojos de su fe a lo que esté
ocurriendo con su propia misió n. Los fariseos y saduceos le pedían un «signo del
cielo» (16, 1). Y Jesú s les responde que ese signo no va a venir del cielo como
irrupció n fantá stica, sino que se está dando «en la tierra»; es un «signo del
tiempo».
    Jesú s es así coherente con su principio religioso de que a Dios se lo encuentra
en el hombre, en el pobre, en el tiempo (Mt 25). A ese «signo en el tiempo» había
remitido también a los discípulos de Juan, cuando le preguntaron en nombre de su
maestro si era él el Mesías: «Vayan y refieran a Juan lo que han oído y visto: Los
ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los
muertos resucitan y los pobres son evangelizados…» (Mt 11, 4-5).
    La historia es así un «lugar teoló gico», de manera que donde está un hombre
oprimido y está la inquietud y la lucha por superar esa opresió n, está «cerca el
reino de Dios».
   La revelació n está dada en la Escritura. Pero esa revelació n va siendo
explicitada, y hecha así salvadora ahora y aquí, en la historia.
    La fe de la Iglesia, fundada en la revelació n, va descubriendo la presencia
salvadora del Espíritu en la historia; y desde esa historia, captada como lugar de la
presencia salvadora de Dios, la Iglesia va comprendiendo y explicitando mejor el
significado de la Escritura.
    Así tenemos que, por un lado, la historia -sus inquietudes, anhelos, sus
sufrimientos y logros- puede ser un «signo» temporal de la presencia escatoló gica
del reino de Dios, gracias a revelació n escrita, explicitada en la tradició n. Es a partir
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de la luz proveniente de esa Palabra revelada que la fe puede descubrir
acontecimientos temporales como signos de determinadas orientaciones del
Espíritu de Dios.
   La Iglesia, por fidelidad a la Palabra revelada, ausculta esos signos del Espíritu,
que estén también en la historia profana.
   Y entonces, por otro lado, las orientaciones de la historia, en que la Iglesia
descubre la presencia del Espíritu, llevan a permitirle explicitar mejor ciertos
aspectos de la revelació n.
     Los acontecimientos histó ricos, leídos por la fe de la Iglesia como signos de la
presencia orientadora del Espíritu, no añ aden nada a la revelació n ya completa en
la Escritura (como tampoco le añ aden nada las demá s instancias de la tradició n de
la Iglesia: liturgia, padres, magisterio, teó logos, sentir de los fieles). Lo que hacen es
ayudar a explicitar el significado profundo de la Palabra revelada. Como lo expresa
muy bien el Vaticano II:
             Es deber de todo el pueblo de Dios, sobre todo de los pastores y de los
        teó logos, con la ayuda del Espíritu santo, escuchar atentamente, captar e
        interpretar los diversos modos de hablar de nuestro tiempo y saberlos
        juzgar a la luz de la palabra de Dios, para que la verdad revelada sea
        comprendida siempre más y más a fondo, sea mejor entendida y pueda ser
        presentada en forma má s adaptada (Gaudium et spes, 44).
   Veamos algunos ejemplos de la interacció n entre la revelació n los
acontecimientos histó ricos.
    Desde el magisterio de Juan XXIII -en la Pacem in terris, la constitució n
Gaudium et spes del Vaticano II y el magisterio de Pablo VI, particularmente en el
discurso de apertura de la segunda parte del concilio, en la Populorum progressio, y
en la Evangelii nuntiandi-, la Iglesia ha considerado un signo del tiempo la
inquietud de los diversos sectores laborales e intelectuales por la justicia social.
    Esa inquietud ha surgido a partir de diversas situaciones histó ricas, que
pueden ser analizadas histó ricamente así como por métodos psico-sociales. Es
má s, esa inquietud se ha visto mezclada con actitudes violentas reivindicativas, de
odios de clase e incluso con reacciones anti-religiosas. Sin embargo, pese a su
ambigü edad, la Iglesia ve en ella un signo temporal -y como tal mezclado de todas
las ambigü edades propias del tiempo- de la orientació n del Espíritu («que les
guiará a la verdad completa», Jn 16, 13).
    Ese Espíritu inspiró la verdad revelada de que somos todos hermanos, hijos de
un mismo Padre y que, como tales, debemos amarnos unos a otros. Siempre la
Iglesia mantuvo y predicó esa verdad, explicitá ndola de diversas maneras a lo
largo del tiempo.
    Pero el acontecimiento histó rico de la inquietud social y la bú squeda de cambio
de estructuras injustas por otras má s justas, la Iglesia lo ve como un nuevo punto
de referencia que le hace explicitar má s a fondo la verdad del amor fraterno
derivado de la igualdad de todos ante Dios. El Espíritu quiere indicar que aquella
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verdad revelada implicaba llegar a un tipo de sociedad fraterna con estructuras
má s igualitarias.
    Así explicita hoy la Iglesia la verdad revelada de que somos hermanos, hijos de
un mismo Padre, comprendiendo má s a fondo en sus consecuencias su significado,
gracias al signo de los tiempos de la inquietud por la justicia social propia del
mundo actual.
     Otro ejemplo lo constituye el movimiento actual creciente de reivindicació n de
la igualdad de todas las razas y de ambos sexos.
    Este fenó meno histó rico post-colonialista y post-machista es descubierto por la
Iglesia como otro signo temporal -siempre también mezclado de ambigü edades- de
la orientació n del Espíritu.
    El punto de partida revelado que reflexiona la Iglesia es la verdad que san
Pablo sintetiza diciendo: No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay
hombre ni mujer; son una sola cosa en Cristo Jesús (Gá l 3, 28; cf. 1Cor 12, 13; Ef 6, 8-
9).
    Esta revelació n es progresivamente explicitada por la Iglesia y hoy día una
instancia importante para esa explicitació n es la lucha anti-racista y anti-machista.
La Iglesia ve en ello también el impulso del Espíritu hacia la explicitació n má s
plena de aquella verdad revelada.
    Este proceso de explicitació n se ve ya al interior mismo de la toma de
conciencia de la Iglesia apostó lica. En la carta a los gá latas, Pablo afirma la igualdad
entre judío y griego en Cristo. De ese principio teoló gico saca las conclusiones en
forma explícita y así predica que los griegos (gentiles) no tienen que judaizarse ni,
por lo mismo, circuncidarse para poder ser bautizados como cristianos. Pablo vivía
en contexto helénico y no en Palestina; esto le daba la perspectiva suficiente para
superar los condicionamientos “judaizantes” en que se encontraban los cristianos
judíos de la Iglesia madre de Jerusalén. A éstos les faltaba distancia con respecto a
su propio condicionamiento étnico-cultural para poder comprender la posició n de
Pablo. Fue el problema suscitado por esa divergencia provocada por la distinta
perspectiva entre los “judaisantes” de Jerusalén (Santiago) y los «helenizantes» de
la diá spora (Pablo y Bernabé), que llevó a la convocatoria del primer concilio en
Jerusalén (Hech 15). Ahí, después de oírse el testimonio de Pedro -ganado a la
opinió n de Pablo como consecuencia de una experiencia personal (Hech 10, 11)-, la
Iglesia asumió oficialmente la interpretació n paulina de la igualdad entre judíos y
gentiles en el sentido que estos ú ltimos no tenían por qué circuncidarse para poder
ser cristianos y recibir el bautismo (cf. Gá l 2, 1 ss).
    Así, la atenció n a la realidad helénica permitió a la Iglesia comprender mejor
qué implicaba la voluntad del Espíritu («ha parecido bien al Espíritu santo», Hech
15, 28) al revelar la igualdad ante Dios entre judíos y gentiles.
    En cambio, las otras dos igualdades afirmadas por Pablo en Gá l 3, 28 («no hay
esclavo ni libre, no hay varó n ni mujer...»), que constituyen también verdades
reveladas por el Espíritu, no fueron explicitadas de la misma forma, debido a que,
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                     Pá gina 83
en esos puntos, el mismo Pablo estaba también inmerso en el condicionamiento
cultural clasista y machista, propios de la época, tanto en Palestina como en todo el
mundo helénico. La estratificació n en castas sociales (libres y esclavos) era algo
dado e indiscutible como ordenamiento social (así como lo es aú n hoy en la India la
estructura de castas bien diferenciadas). Pablo no tiene, pues, perspectiva
suficiente para explicitar lo que implica la verdad cristiana segú n la cual en Cristo
ya no hay esclavo ni libre. Debido a ello, su pastoral orienta a que los esclavos sean
«buenos esclavos» y los señ ores «buenos señ ores» (cf. Flp 6, 5-9 y también toda la
carta a Filemó n). A Pablo no se le puede ocurrir como contraria a la igualdad en
Cristo la misma estructura social de la esclavitud. Para que la Iglesia «caiga en la
cuenta», deberá n acontecer hechos en el mundo (rebelió n de Espartaco...,
revoluciones negras en Estados Unidos) que indiquen -como «signos de los
tiempos»- la significació n que aquella verdad revelada implica.
    Lo mismo puede decirse con respecto a la afirmació n paulina de la igualdad
entre varó n y mujer. Si bien Pablo afirma esa verdad como parte del mensaje
cristiano, lo hace desde dentro de su condicionamiento cultural machista, el cual
no le permite sacar las conclusiones implicadas en esa verdad. Muy al contrario,
sus orientaciones pastorales má s bien destacan la diferencia prá ctica de
«derechos» entre el varó n y la mujer y la dependencia de ésta con respecto a aquél:
            Que las mujeres callen en las asambleas; no les está permitido hablar en
        ellas, sino estar sumisas como lo establece la misma Ley. Si quieren instruirse
        sobre algún punto, que en sus casas lo pregunten a sus maridos; puesto que
        no es adecuado que una mujer hable en una asamblea (1Cor 14, 34-35; cf.
        también 11, 3-10).
    Tendrá n que ocurrir muchas cosas en la historia hasta llegar a los movimientos
igualitarios «feministas» para que la Iglesia tome conciencia -a partir de ese «signo
de los tiempos»- de que el mensaje evangélico de igualdad entre los sexos
implicaba superar los condicionamientos machistas en que se ubicaba san Pablo, e
incluso el mismo Jesú s.
    Así, pues, los signos de los tiempos constituyen un factor teoló gico importante,
que obliga a los creyentes a auscultar la voz del Espíritu también en los
movimientos histó ricos. Por supuesto sin separar nunca esta instancia de los
demá s lugares teoló gicos que garantizan en conjunto la auténtica tradició n de la fe,
bajo la guía del Espíritu hacia «la plenitud de la comprensió n de la verdad» (Jn 16,
12-13).
       2. Concepto de milagro
   Por milagro solemos entender un hecho maravilloso ocurrido en la naturaleza,
pero que escapa a las leyes naturales conocidas y cuya causa la atribuimos a un
poder sobrenatural.
    No es extrañ o, segú n esto, que cuantos menos conocimientos tenga el hombre
de las leyes de la naturaleza, má s milagros tiende a observar en ella. Y, a la inversa,
el proceso de dominio cada vez má s preciso de los mecanismos naturales por parte
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 84
del hombre, lleva consigo un progresivo «descrédito» del concepto mismo de
milagro.
    La ciencia positiva moderna excluye metodoló gicamente la posibilidad del
milagro. Los «hechos extrañ os» no reducibles al actual conocimiento científico son
vistos, de todas maneras, como hechos naturales que la ciencia podrá algú n día
explicar. Todo fenó meno es efecto de causas que lo producen. Y si el efecto es
empíricamente verificable, sus causas deben serlo también.
    Con esta hipó tesis metodoló gica, la ciencia positiva excluye toda posibilidad de
que a partir de los fenó menos naturales pueda necesariamente inducirse un poder
divino. El milagro o bien será rebatido mostrando que tal fenó meno fue producido
por tales mecanismos naturales, o bien se dejará «en cuarentena» para el estudio,
con la certeza de que existen esos mecanismos naturales, aunque en tal caso no se
hayan podido todavía especificar.
A este «escepticismo» ilustrado frente al concepto de milagro, por parte de las
ciencias positivas, puede añ adirse todavía otro escepticismo proveniente de la
misma reflexió n teoló gica. Veamos los dos aspectos siguientes:
    * Cierto concepto de milagro concibe a Dios como una providencia que,
habiendo establecido leyes naturales en el mundo, de cuando en cuando se ve en la
necesidad de interrumpir excepcionalmente alguna de esas leyes para intervenir
en bien o en perjuicio de algunas personas determinadas. Como si determinada
situació n de una persona pillara «de sorpresa» a Dios, y éste tuviera que hacer un
paréntesis en la estructura normal de lo establecido por él mismo en la creació n.
    No hay duda que, presentado así el milagro, es “indigno de Dios”, puesto que lo
propio de Dios, infinitamente sabio y previsor, sería que las mismas leyes naturales
establecidas por él desde la creació n del mundo incluyeran las excepciones para
todos los casos excepcionales. Así el milagro sería un mecanismo natural incluido
por Dios en los mismos procesos de causa-efecto de la naturaleza. En otras
palabras, no habría «milagro», en el sentido habitual del término.
    * Pero hay otro aspecto todavía que parece plantear un serio problema al
concepto mismo de milagro, por parte de una reflexió n teoló gica. Este problema es
provocado a partir de la conciencia del mal presente en la naturaleza. Si Dios es
una causa capaz de intervenir en los mecanismos naturales del mundo, y que de
hecho interviene en determinadas ocasiones, ¿por qué no lo hace cuando sería
justo que lo hiciera, es decir, cuando la naturaleza aplasta sin consideraciones a
personas inocentes? El milagro, de poder darse, debiera darse siempre que la
justicia lo reclama para que la verdad de Dios «no sea una estafa». No parece
correcto apelar, por un lado, a la creencia en el milagro y, por otro lado, obligar a
renunciar a él sin escandalizarse cuando debería ocurrir el milagro porque la
naturaleza está pisoteando una justicia elemental.
    A pesar de estos dos aspectos problemá ticos planteados a partir de una
inquietud teoló gica, la teología propone la validez del concepto teoló gico de
milagro.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 85
    Veamos, pues, có mo es razonablemente posible esa proposició n.
    El evangelio narra hechos milagrosos realizados por Jesú s. Los sinó pticos
suelen denominarlos obras (érga, Mt 11, 2) o poderes (dunameis, Mt 11, 21 y 23).
Segú n el material evangélico, el total de relatos milagrosos realizados por Jesú s es
de 32 aproximadamente. De partida es importante destacar la notable moderació n
en este tipo de materiales, por parte de los evangelios, en contraste con la
abundancia enorme compilada en escritos apó crifos referentes a Jesú s.
    Esta tendencia a la «moderació n taumatú rgica» aumenta hacia el final de la
tradició n evangélica. San Juan, en el cuarto y ú ltimo evangelio, só lo retiene 6
milagros de Jesú s.
    En el material reunido por los evangelios sinó pticos, los 32 milagros se
distribuyen en tres clases: 10 de tipo có smico o de naturaleza, 5 expulsiones de
demonios y 17 curaciones. Todos ellos van en funció n de apoyo a la predicació n
central de Jesú s: «el reino de Dios está cerca» (Mt 4, 17). Dios está en Jesú s. Por eso
tiene el poder có smico sobre la naturaleza y por eso su poder divino supera el
poder diabó lico, y Sataná s es expulsado (cf. Mt 12, 22-29; Lc 10, 17-18). Esto
indican los milagros có smicos y los de exorcismo. Por su parte, el conjunto de
milagros de curació n busca mostrar también la presencia, en Jesú s, del Reino
escatoló gico de Dios, cuyas características estaban anunciadas por los profetas (cf.
Is 26, 19; 29, 18 s; 35, 3 s; 61, 1 s). A esas características remite Jesú s en su
respuesta a la pregunta de parte del Bautista sobre su propia identidad mesiá nica:
Vayan y cuenten a Juan lo que escuchan y ven: los ciegos ven, los cojos caminan, los
leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan, los desventurados
reciben el anuncio de la buena nueva (Mt 11, 4-5; comparar este texto con las citas
de Isaías anteriores).
    Las curaciones narradas por los evangelios sinó pticos buscan ilustrar esos
signos, anunciados por los profetas, de la presencia del reino en Jesú s: cura ciegos
(Mt 20, 29-34), cojos (Mt 9, 1-8), leprosos (Mt 8, 1-9), sordos (Mt 12, 22-24),
resucita muertos (Lc 7, 11-17).
    Los milagros pretenden, pues, antes que nada, certificar que el Reino está
presente o cercano por obra de Jesú s. Pero, al mismo tiempo, las obras que
certifican esa presencia son ya características de ese mismo Reino.
    Jesú s anunciaba el Reino, apoyá ndose no en «obras de malabarismo que
indicaran de por sí un poder extraordinario, sino obras constitutivas de ese mismo
Reino anunciado, Reino de salvación para el hombre de todas sus miserias (cf. Ap
21, 4-5, cuyo texto remite también a las características anunciadas por Isaías
referentes al futuro escatoló gico).
    Desconectados de su referencia a dar testimonio de la presencia del Reino, los
milagros son vistos por Jesú s como vanidades desechables (cf. Mt 12, 38 ss; 16, 1-
4) y ambiguas (cf. Lc 16, 31).
    En este sentido los milagros constituyen antes que nada signos del reino
escatoló gico de Dios.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                    Pá gina 86
   Quien mejor ha elaborado así la teología del milagro es san Juan. Ya en la
nomenclatura empleada, Juan muestra esa reflexió n. A diferencia del término
usado por los sinó pticos (érga, o dunámeis), Juan emplea la palabra semeíon, signo.
    Pero ademá s san Juan selecciona intencionalmente los milagros de la tradició n
evangélica para mostrar su cará cter esencialmente significativo. Son seis los
milagros o signos narrados por el cuarto evangelio. Veamos brevemente su
contenido teoló gico:
    * Jn 2, 1-11; es el milagro de las bodas de Caná . Con este primer signo de Jesú s,
Juan indica que Jesú s es el enviado de Dios para instaurar el Reino (comparar la
frase «y manifestó su gloria», v. 11, con el versículo del pró logo «y contemplamos su
gloria» 1, 14). Y así, «sus discípulos creyeron en él».
    * Jn 4, 46-54; es un milagro realizado también en Caná de Galilea. Como es el
caso anterior, inicialmente Jesú s rechaza la petició n («si no ven milagros y
prodigios, no creen», v. 48). Pero Juan quiere destacar la fuerza creadora de la
palabra de Jesú s («creyó el hombre en la palabra que le dijo Jesú s», v. 50). Ese es
propiamente el signo constitutivo de este milagro.
    * Jn 5, 1-18; aquí se narra la curació n de un paralítico en día sá bado: Su
significado lo explicita Juan a continuació n del milagro: Jesú s es Señor del sábado:
«mi Padre hasta ahora trabaja y, por lo tanto, yo también trabajo» (v. 17).
    * Jn 6, 1-70; es la multiplicació n de los panes y peces. La gente va en busca de
Jesú s, después que él los ha alimentado, y Jesú s les dice: «En verdad les digo que no
me buscan porque hayan visto signos (semeía) (es decir, porque hayan captado la
significació n del milagro), sino porque han comido de esos panes y han quedado
saciados» (v. 26).
   Entonces Juan desarrolla ampliamente este significado con el discurso
eucarístico de Jesú s: «es mi Padre quien les da el auténtico pan del cielo, porque el
pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo... » (v. 32 ss). Ese es el
verdadero signo del Reino y no los prodigios que le piden (v. 30).
     * Jn 9, 41; es posiblemente el milagro má s sugerente del nuevo testamento.
Juan narra la curació n de un ciego de nacimiento, y va llevando, con una maestría
literaria y humana extraordinarias, a los que se cierran a ese signo de la presencia
del Reino que es Jesú s, a una situació n incó moda y hasta ridícula, con la actitud,
genial en su simplicidad, del pobre «ciego que ahora ve». La significació n final del
milagro se resume en las palabras de Jesú s: «Yo he venido a este mundo a llevar a
cabo un justo juicio; para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan
ciegos» (v. 39). Es el llamado a dejarse interpelar honestamente por el impacto de
la Palabra que se impone por su misma autenticidad.
    * Jn 11,1-44; es el milagro de la resurrecció n de Lá zaro. Su significado profundo
está expresado dentro de la misma narració n: Yo soy la resurrección y la vida; quien
cree en mí, aunque muera vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá
eternamente. ¿Lo crees esto? Sí, Señor, le dice ella; yo creo que tú eres el Mesías, el
Hijo de Dios que tenía que venir al mundo (v. 25-27).
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 87
    Ese mismo significado es ratificado má s adelante con la plegaria puesta en
labios de Jesú s: Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre
me escuchas, pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has
enviado (v. 42; cf. v. 27).
    En resumen, bíblicamente el valor fundamental del milagro es su cará cter de
signo de que el reino de Dios está presente. Este Reino tiene características
determinadas (cf. Mt 11, 4-5) y Dios actuando esas características (de consuelo,
liberació n de las miserias y opresiones de todo tipo), pone el signo del Reino.
    En este sentido la teología del milagro desemboca en una eclesiología del
testimonio: la Iglesia debe ser el milagro o signo de la liberació n de los oprimidos
de todo tipo, para que el mundo crea que Jesú s instaura el reino de Dios.
    Sin perjuicio de lo dicho, es, no obstante, posible captar la significació n
teoló gica del milagro como irrupción especial de Dios en la naturaleza. ¿En qué
sentido?
     Por las razones dadas anteriormente, debe sostenerse la autonomía completa
de los procesos de causa-efecto. Dios está presente en esos procesos no como causa
física, sino como sentido o fundamento ontoló gico.
     Ahora bien, esos mecanismos autó nomos pueden precisamente tomar, en
determinadas circunstancias, una significación completamente nueva, en la fe. Ese
significado nuevo es dado para el sujeto creyente, pero no a partir de su simple
apreciació n subjetiva; sino llevado por el impacto objetivo de un hecho que se
presenta como cargado de significació n interpeladora. Esa carga de significado la
capto por una iluminación que Dios provoca en mí (don actual de fe) a raíz del
hecho objetivo. Este hecho, para que pueda suscitar el impacto de una significació n
nueva, se me presentará como algo «objetivamente inusual». Ello no quiere decir
que no pueda ser perfectamente reducido a un proceso natural de causas y efectos,
si se analiza acuciosamente; pero su «rareza objetiva» constituye la ocasión de que
Dios se puede valer para iluminar mi espíritu llamándolo a una respuesta de fe.
    Tratando de ejemplarizar esta reflexió n, pongamos el caso siguiente: un
matrimonio tiene una hija; pero al nacer ésta, se produce un problema grave y su
vida queda amenazada seriamente, siendo absolutamente improbable su
sobrevivencia.
   Los có nyuges siente sobre sí la fatalidad de un mal que se va a producir. Pero
ruegan a Dios que no se produzca ese desenlace y piden que esa hija pueda ser
para ellos una presencia especial de la llamada de Dios en su vida.
   Contra todo lo previsto, la hija se mejora y queda absolutamente normal. Este
hecho es visto por los padres como un «milagro». Dios los escuchó y la hija, viva y
sana, es el testimonio y la llamada de Dios para su vida.
    Ahora bien, la curació n de la niñ a se produjo por la intervenció n de una serie
de elementos naturales que, en un gran porcentaje de casos no se dan, pero que, en
este caso, debido a algunas condiciones excepcionales, pero constatables con
sistemas de medició n natural, se dieron. Para la medicina se tratará de un «caso»
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                Pá gina 88
excepcional; pero nunca de un milagro, es decir, de un efecto producido por causas
sobrenaturales (aun cuando algunos empleen el lenguaje de «milagro» como una
concesió n «piadosa» a su explicitació n finalmente positiva y natural). Todas las
causas que intervinieron fueron naturales. Y la suma de ellas explica
suficientemente ese efecto excepcional.
     Sin embargo, la presencia divina, sin violentar nada en el proceso
perfectamente natural, «aprovecha» la situació n límite suscitada para la pareja, de
manera que ésta se abra a Dios con ocasió n de ese desenlace previsto, que de hecho
no será tal. La significació n natural de ese cambio en el resultado previsto, la dan
los elementos naturales que entraron en juego. Pero la carga de sentido en ese
cambio de desenlace es doblada por la iluminación interpeladora que el Espíritu da
a la pareja, por medio de la fe.
    Es, pues, verdad que, a nivel del proceso de causa-efecto, se trató de un caso
excepcional, pero simplemente natural, no de un «milagro». Y, no obstante ello, es
también cierto que se produjo un verdadero milagro, en la medida en que Dios
interpeló especialmente, a través de ese hecho excepcional, la existencia de esa
pareja, en la fe.
    El milagro es, pues, una realidad de fe y, como tal, constituye una categoría
teoló gica. Si bien esa realidad no opera separadamente de los procesos de la
naturaleza, ni tampoco consiste nunca en ellos.
    La categoría de «milagro» puede incluso ayudar a comprender el tema
teoló gico de Dios creador y, a su vez, éste permite ubicar mejor la significació n del
milagro.
    El significado fundamental del dogma de la creació n está no tanto en la
afirmació n de Dios como primera causa física del mundo, cuanto en la referencia
del mundo a Dios como su fundamento de sentido.
    Dios es la primera conciencia constitutiva del ser objetivo, es el dador de sentido
del mundo. Desde ese principio o fundamento creador, Dios ejerce su tipo especial
de «causalidad», estableciendo la relació n mundo contingente-sentido trascendente.
Dios prevé los hechos naturales o mundanos autó nomos y establece su significación
transcendente.
    Estos hechos naturales pueden ser positivos o terriblemente negativos. El
mérito causal de su positividad o la culpa causal de su negatividad será n de la
naturaleza en cuanto contingente o del mismo hombre en cuanto caído. Pero en
ellos Dios está presente interpelando con la significació n trascendente dada por él
mismo (providencia).
    Hay, sin embargo, un caso en que la presencia transcendente de Dios en el
mundo tiene una envergadura particular: la encarnació n del Verbo y la
consiguiente resurrecció n de Cristo. Dios irrumpe ahí de una vez para siempre
(efápax, Rom 6, 10; Hech 7, 27), para que realmente el mundo pueda ser salvo de
su contingencia mortal. A la luz interpeladora de ese único hecho teándrico, todos
los hechos naturales en su proceso autó nomo de causas-efectos tienen su cará cter
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 89
significativo para la fe (son «milagros», es decir, signos). Y el Espíritu santo
iluminará desde dentro la conciencia creyente para que, en ocasió n de hechos
naturales determinados y «especiales», el hombre pueda responder a los signos con
que Dios lo interpela.
Conclusión
   Hemos podido reflexionar sobre el significado propio de la categoría teoló gica
fundamental: revelació n
    Vimos có mo esa revelació n se da como Palabra, má s que informativa,
interpeladora. La verdad (re-velació n, a-létheia) que nos des-cubre quiénes somos
y quién es Dios para nosotros.
    Esa verdad nos llega a través de una Escritura que es, a la vez, punto de llegada
y punto de partida de la tradició n viva de una comunidad creyente. La Escritura es
la revelació n completa, canonizada. Por ella, los hombres tenemos la garantía
(inspiració n e inerrancia) divina de có mo Dios está presente en nuestra propia
existencia histó rica, salvá ndonos.
    Pero la Escritura no só lo es conservada por la Iglesia, sino que también es
progresivamente explicitada. Esa explicitació n tiene también la garantía divina (no
de inspiració n, pero sí de asistencia) del Espíritu (Jn 16, 12-13).
    La fe de la Iglesia es transmitida por el conjunto de la comunidad creyente.
Siendo una comunidad jerarquizada, por voluntad divina, los que tienen el carisma
de guiar a esa comunidad (los «pastores») constituyen también la instancia ú ltima
en esa transmisió n de la fe. Pero no son los pastores quienes «inventan» esa fe,
sino que la des-cubren constantemente en la vida y la reflexió n de la misma Iglesia
(en su liturgia, sus padres, sus teó logos y su pueblo fiel).
    Las diversas instancias deben tomarse en cuenta de conjunto y nunca
aisladamente, para que puedan ser la expresió n fiel de la auténtica tradició n de la
Iglesia.
    Así, a partir de la sola liturgia se pueden deducir ciertas apreciaciones de la fe,
que por su exclusividad contemplativa no digan la globalidad de la fe o su cará cter
militante en el mundo. O bien hay elementos litú rgicos que podrá n caer en desuso.
    Igualmente los padres pueden representar orientaciones distintas en diversos
puntos de doctrina. E incluso puede haber padres que hayan defendido aspectos
considerados heréticos por la Iglesia (por ejemplo, la doctrina de la apokatástasis
panton de Orígenes; es decir, la concepció n escatoló gica de que al final incluso el
demonio será salvado). De ahí que los concilios exigieran, para que la doctrina
patrística fuera testimonio infalible de la fe, que hubiera «uná nime consentimiento
de los padres».
    El mismo magisterio puede tener formulaciones muy condicionadas por
circunstancias histó ricas, lo que haga que de un papa a otro, de un concilio a otro,
las formulaciones concretas tengan acentos distintos. Es importante, pues, ubicar
el magisterio particular dentro del á mbito del magisterio general de la Iglesia,
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 90
sobre todo en su punto de llegada del magisterio ú ltimo. Para nosotros, el de los
ú ltimos papas y del Vaticano II, con su interpretació n má s cercana y autorizada
para América latina, que es Santo Domingo y Aparecida. Pero ademá s no hay que
aislar el magisterio de las demá s instancias de la Iglesia, para que su significado
pueda integrarse correctamente.
    Los teó logos, por su parte, ¡son tan distintos unos de otros! Su reflexió n es
fundamental, pero nunca puede desvincularse su elaboració n de las demá s
instancias de la tradició n. El pensamiento teoló gico se hace tanto má s relevante
cuanto má s capaz es de decir el mensaje cristiano para la cultura en que la Iglesia
está ubicada. Puesto que la teología tiene por misió n reflexionar la fe de tal manera
que aparezca razonable y relevante, es decir, que el hombre sea capaz de captar el
mensaje cristiano como salvador para él.
     Finalmente, el sentir del pueblo fiel, tomado aisladamente, podría conducir a
deteriorar o presentar unilateralmente la tradició n de la fe auténtica. Así, la
religiosidad popular, si bien es portadora de valores auténticos de la fe, también
incluye aspectos deformados, tendencias má gicas o individualistas. Su testimonio
de fe debe ser, pues, integrado en el conjunto de instancias de la tradició n de fe de
la Iglesia, las cuales se corrigen y se complementan mutuamente. Esta globalidad
constituye, pues, el criterio hermenéutico fundamental en teología.
Ademá s, en el magisterio y en la elaboració n teoló gica de los ú ltimos veinte añ os
sobre todo, ha sido integrada una instancia «nueva» denominada signos de los
tiempos, que capta la historia profana, en sus diversos movimientos socio-
culturales, como portadora también de la orientació n del Espíritu, por la cual la
Iglesia puede explicitar mejor el significado de ciertos aspectos de la revelació n,
como Palabra salvadora para el hombre de todo tiempo y lugar.
    El milagro constituye la presencia del Poder salvador de Dios operante en el
mundo como interpelació n y anuncio constante para la fe. Su dimensió n
«sobrenatural» es indisoluble de la visió n creyente que sabe captar la presencia
salvífica de Dios en medio de lo ordinario y lo extraordinario de la existencia
mundana.
   Así, para el creyente, sin necesidad de bú squedas de fenó menos espectaculares
que interrumpan el orden natural y cotidiano de los procesos mundanos, toda la
aparente «vulgaridad» de esos procesos puede ser significativa para su fe,
constituyendo realmente el milagro de la existencia.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 91
                      COMUNIDAD CATÓLICA “BODAS DE CANÁ”
                        Evangelización Matrimonial Carismática
                             COORDINACION NACIONAL
ESCUELA DE EVANGELIZACIÓN SAN JUAN PABLO II
CURSO: FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE
               4. LA FE COMO RESPUESTA A LA PALABRA REVELADA
Preliminares
    1. Concepto de Fe
        En la primera parte reflexionamos sobre la actitud del hombre previa a la
revelació n. Es decir, el hombre en su situació n como hombre. Esa situació n la
describimos como un “ojal abierto” a lo trascendente. El tipo de reflexió n ahí
realizado, má s que teoló gico fue del orden de la filosofía de la religió n; o sea,
intentamos “saber lo que, partiendo del hombre, se puede alcanzar acerca de la
relació n del hombre con Dios, con el Absoluto”.
        La revelació n es gracia que viene de Dios, y por lo tanto no es exigida por la
naturaleza del hombre. Pero en esa misma naturaleza humana existe una
predisposició n negativa a la revelació n gratuita. Es decir, del aná lisis del hombre
no se deriva positivamente la revelació n, pero si que en el hombre no hay nada que
se oponga a su irrupció n. Supuesta, pues, la revelació n, encontramos que el
hombre está       naturalmente abierto a ella. Así como, supuesto el botó n,
encontramos que la estructura del ojal es de apertura natural a aquel botó n
ofrecido gratuitamente.                                           En la segunda parte
hemos reflexionado sobre la revelació n como categoría fundamental del
cristianismo.. Pudimos ver, asimismo, có mo todo lo que implica la revelació n
responde a lo que es el hombre en su estructura fundamental necesitada de
salvació n. La revelació n es “diseñ ada” por nuestra salvació n.
         Todavía tendremos una tercera parte, para ver la actitud del hombre, no ya
como actitud previa a la revelació n, sino como respuesta a la revelació n de Dios
entendida como Palabra interpeladota. Esta respuesta es propiamente la fe.
          La fe no es, pues, la simple apertura radical del hombre en su estructura
natural a la revelació n (“potencia obedencial”); esto es un presupuesto natural de
la fe, que la hace posible por parte del hombre. La fe, sin embargo, es má s que eso;
es una respuesta, como tal presupone haber escuchado la Palabra interpeladota;
presupone la revelació n proclamada.
    2. La fe comunidad eclesial
       El hombre es una incó gnita abierta. La palabra revelada da la respuesta a
esa incó gnita si el hombre la acoge. Pero para que pueda ser acogida, debe ser
proclamada. La Iglesia es, pues, el lugar de la proclamació n de la Palabra para que
el hombre pueda acogerla y responder así a su interpelació n.
       El hombre es un ser social e histó rico y ese factor es determinante en la
recepció n de la Palabra capaz de suscitar la fe. La incó gnita humana no es
solucionada por una revelació n personal y directa, sino que se requiere de la
mediació n de la comunidad transmisora del mensaje.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 92
       De ahí la importancia teoló gica fundamental de los conceptos eclesioló gicos
de testimonio (má rtir) y de escá ndalo (tentació n).La comunidad creyente es la
responsable de que la incó gnita del hombre pueda ser enfrentada por la Palabra
revelada. El esfuerzo por vehicular adecuadamente esa Palabra es fundamental
para la Iglesia. Ella es depositaria de ese mensaje para que “ilumine a todo
hombre” (Jn 1, 7-9) en ese sentido es precisamente la luz del mundo que debe
resplandecer ante la gente (Mt 5, 14-16). Y de esa responsabilidad depende que
pueda suscitarse o no en el hombre la fe y así ser salvado por ella.
       Por eso es grave cuando la Iglesia, en lugar de ser testimonio se convierte en
escá ndalo que obstaculiza la llegada de la Palabra al hombre necesitado de ella.
        Lú cidamente el Vaticano II tomó seria conciencia de ese peligro al advertir
sobra la responsabilidad posible de la comunidad creyente en la impermeabilidad
a la Palabra, propia del ateísmo contemporá neo. Vale la pena citar el texto:
        En la gestación del ateísmo puede haber contribuido no poco los creyentes, en
cuanto por haber descuidado la educación de la propia fe, por una presentación
inadecuada de la doctrina, o aún por los defectos de la propia vida religiosa, moral o
social, hay que confesar que más bien han ocultado que manifestado el rostro
genuino de Dios y de la religión (GS 19)
       Ahora bien, debido a que el hombre se ubica en el mundo, condicionado
culturalmente de distintas formas, la presentació n de la doctrina adecuada para
unos será inadecuada para otros; y así lo que para unos puede constituir un
testimonio capaz de suscita r la fe, para otros será un escá ndalo. Este drama de la
ambigü edad de la presencia eclesial en el mundo só lo parece tener la
compensació n en el criterio evangélico “en esto conocerán que son mis discípulos, si
se aman los unos a los otros”.
      El testimonio de la Palabra capaz de suscitar la fe no es el de una verdad sin
matices que pretende humillar al interlocutor no ante Dios, sino ante mi propia
manera de ver las cosas. El verdadero testimonio es el de la verdad que ama y trata
realmente de llegar a la persona porque la valora.
        La comunidad creyente o Iglesia actual tiene así que poder mostrar su
continuidad (su tradició n) con respecto a la primera comunidad creyente que fue
la depositaria primera de la Palabra. El testimonio de aquella era, de acuerdo al
criterio dado por Jesú s, el amor (Hech 2, 44; 4, 32-35). El amor es, pues, la
verificació n auténtica de la verdad del mensaje recibido. Por eso la recepció n del
mensaje, por parte del hombre está normalmente condicionado al testimonio de
amor captado en la comunidad responsable de ese mensaje; y la falta de ese amor
constituye el gran escá ndalo que obstaculiza al hombre de fuera la recepció n del
mensaje.
        La mediació n de la Iglesia es, pues, fundamental para la aceptació n de la
Palabra por parte del hombre, si bien es cierto que excepcionalmente la fe puede
surgir también –por obra de la gratuidad divina- al margen o a pesar de la Iglesia
socioló gicamente establecida.
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       De los elementos reflexionados hasta aquí podemos dar la siguiente
definició n aproximativa de la fe:
                  Fe es la aceptación de la Palabra de Dios
                  escuchada en la comunidad creyente, como palabra salvadora
    La Palabra se revela para salvar (“por nuestra salvació n”)
    La comunidad creyente es portadora de esa Palabra y da testimonio de ella.
       Sin esta comunidad, la Palabra escrita es imposible, pues só lo es escrita y
       trasmitida por una comunidad creyente; sin ella la Palabra es
       incomprensible y puede convertirse en un simple documento arqueoló gico.
       Precisamente porque la Palabra es viva en la tradició n y el testimonio de la
       comunidad eclesial, por eso puede ser escuchada por el hombre.
    Y porque puede ser escuchada, puede ser aceptada como respuesta a la
       propia incó gnita existencial.
Estos tres elementos que encuadran el significado teoló gico de la fe, son los que
precisa San Pablo explícitamente:
Pero también, “ la fe es una adhesió n personal del hombre entero a Dios que se
revela. Comprende una adhesió n de la inteligencia y de la voluntad a la Revelació n
que Dios ha hecho de si m ismo mediantes sus obras y sus palabras (cf. CEC 176)
          La fe (= aceptación) viene de la predicación, y la predicación por la palabra de
          Cristo (Rom 10, 17)
A.   ELEMENTOS BÍBLICOS FUNDAMENTALES
        La mentalidad del antiguo Israel se caracteriza por la falta de abstracció n.
Sus conceptos son concretos, correspondientes a experiencias concretas de vida.
        Por lo mismo el concepto de fe, en la Sagrada Escritura, no hay que buscarlo
como formulació n abstracta, sino que hay que mostrarlo a partir de las actitudes
concretas del pueblo creyente de Israel.
        Aquí destacaremos las actitudes fundamentales de ese pueblo, que pueden
darnos los rasgos esenciales de su fe.
        El término má s usado en el antiguo testamento para expresar la actitud del
creyente es he’emin o amman: ser firme, constante, confiable. De ahí la palabra
amén, la cual (ahora añ adimos) significa el reconocimiento de que tal realidad es
cierta y confiable.
        Esta confianza está referida a las promesas de Dios y a su gratuidad. Por eso
conlleva siempre, la capacidad de aventura o éxodo. Ademá s la actitud creyente es
vivida no como un simple asentimiento mental, sino como una respuesta que
compromete toda la existencia. Por lo mismo, el asentimiento de la fe tiene el
dinamismo propio de la vida, sin quedar fijado en una simple formulació n está tica.
        He aquí pues, los rasgos fundamentales de la fe:
        1. Referencia a las promesas
        2. Conciencia de gratuidad
        3. Aventura o éxodo
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       4. Cará cter no intelectual, sino existencial,
       5. Dinamismo interpretativo
       Veamos estos elementos un su desarrollo bíblico concreto.
1. Referencia a las promesas
        a) En el antiguo testamento
        La fe de Israel en Yahvé se refiere fundamentalmente a las promesas hechas
por Dios a los padres.
        La historia del pueblo parte de Abrahá n. Este personaje hace la experiencia
del contacto con Dios que lo llama y le promete tres cosa: una tierra (Gn 15, 7), una
descendencia (15, 4) y una intimidad especial con El (alianza) (Gn 17,7-8) Abrahá n
“creyó y le fue reputado como justicia (Gn 15, 6).
        Esta triple promesa hecha a Abrahá n, es ratificada después a Isaac (Gn 26,
24-25, y a Jacob (Gn 35, 11-15)
        Así la tradició n bíblica hará constantemente referencia, en adelante, a las
promesas hechas a los padres: Abrahá n, Isaac y Jacob.
        El ciclo tradicional desde las promesas a su cumplimiento va desde Abrahá n
hasta David y Salomó n. Ya en vida de Abrahá n las promesas parecen comenzar a
cumplirse. Si bien era extranjero en Canaá n, tenía bienes (Gn 21, 27 ss); tuvo, a
pesar de la esterilidad de de su mujer, a Isaac como descendencia, y Dios lo trataba
con la intimidad de su “aliado” (“Yo seré tu Dios”). E3ste cumplimiento sae
confirma con Isaac (Gn 25,21.26, 12-14) y también con Jacob (Gn 30, 22 s. 43).
        El cumplimiento inicial de las promesas queda reafirmado de otra forma
con toda la historia de José y el regreso de Jacob y sus hijos a Egipto (Gn 46, 6).
Luego viene la opresió n y la triple promesa parece esfumarse: los hijos de Jacob no
tienen tierra ni bienes, sino que son reducidos a esclavitud, la descendencia es
amenazada por la aniquilació n (Ex 1, 22) y el Dios amigo de los padres parece ser
desconocido por el pueblo.
        Sin embargo, el Dios de las promesas reaparece (Ex 3, 7s) tal como había
sido insinuado ya al final de Génesis (Gn 50, 24). Y es la referencia a esas promesas
hechas a los padres que constituye el fundamento para emprender la liberació n del
pueblo, sacá ndolo de Egipto: “Esto dirá s a los hijos de Israel: Yahvé, el Dios de sus
padres, el Dios de Abrahá n, de Isaac y de Jacob, me manda a ustedes…” (Ex 3, 15)
        Así Moisés emprende la obra encomendara por Dios, Israel llega al Sinaí y
ahí se sella solemnemente la alianza prometida a los padres por parte de Yahvé de
ser su Dios y tomarlos como pueblo (Ex 19, 4-6). Esta intimidad mutua entre Yahvé
e Israel constituirá el centro del cumplimiento de lo prometido. No servirá de nada
tener la tierra a través de la descendencia, si Dios no estuviera presente en medio
del pueblo (Ex 33, 15-17).
        Israel conquistó Canaá n y llegó a poseer la tierra con seguridad. En ello fue
un factor fundamental el rey-mesías David, quien expulso del territorio a todos los
filisteos, jebuseos ….. Por eso la figura del rey es asociada, por la fe de Israel, a la
descendencia. Prometida a los padres. A Abrahá n se le prometió la tierra por
medio de una descendencia. Pues bien, esa descendencia, que inmediatamente fue
Isaac, es identificada al rey-mesías, gracias al cual Israel tendrá tranquilidad dentro
de sus fronteras, puesto que el rey defenderá la tierra prometida que ha sido
conquistada.
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       De esta manera, bajo la monarquía de David y Salomó n, Israel consideró que
las promesas de Yahvé hechas a los padres se habían cumplido.
       La tierra era poseída con seguridad; tenían un rey-mesías (descendencia)
grande y reconocido por los grandes reyes vecinos: y la intimidad o alianza con
Yahvé estaba sellada por medio de un templo en Jerusalén, que constituía la
admiració n de todos los pueblos.
       El ciclo que va de las promesas de Dios hechas a los padres hasta su
cumplimiento en la época de David y Salomó n, está explícitamente afirmado en las
primeras confesiones de fe de Israel: (Dt 26, 5-9; Jos 24, 2 ss) Israel sabe, así, que su
vida está marcada por las promesas que Dios hizo al principio de su historia. Esa
referencia constituye el punto de partida de todo el dinamismo de su fe.
        b) En el nuevo testamento
        El nuevo testamento ve a Jesú s como el cumplimiento definitivo de las
promesas hechas a los padres.
        Jesú s es celebrado por los dos cá nticos anawim de Lucas como el enviado de
Dios, gracias a su amor gratuito, “segú n lo que había prometido a nuestros padres,
a Abrahá n y a su descendencia para siempre (Lc 1, 55; cf 1, 72.73). Jesú s es visto,
pues, como la descendencia mesiá nica prometida, por la cual Israel poseería la
tierra en intimidad de alianza con su Dios.
        Esta perspectiva lleva a comprender a la persona de Jesú s segú n la doble
direcció n, del judaísmo oficial o de la corriente espiritual de los anawim (pobres de
Yahvé).
        La formació n judío-farisea del pueblo, incluidos los discípulos, tendía a una
expectativa sobre Jesú s que lo convertía en rey-mesías, capaz de asegurar la
posesió n de la tierra y, así, la presencia de Dios en su templo de Jerusalén (cf Jn 6,
14-15; Mt 20, 20-22; Hech 1, 6).
        Pero Jesú s ubica su referencia a las promesas en la línea de compresió n
madura por los grupos anawim a partir del exilio de Babilonia: él es la
descendencia mesiá nica segú n la línea del siervo de Yahvé que establece el Reino
(o tierra prometida) por su sufrimiento (Is 53; cf Lc 24, 25-26). Esta perspectiva
chocaba con las expectativas mesiá nicas oficiales del judaísmo, de las cuales
participaban los mismos discípulos; por eso Jesú s tiene actitudes extrañ as: impone
silencio a los suyos para evitar falsas expectativas sobre él (Mc 1, 43; 3, 12; 5, 43;
8, 30; 9) evita ser aclamado rey-mesías por la multitud (Jn 6, 15) y só lo lo busca
cuando ya su muerte es inminente y, por tanto esa proclamació n no se presta a ser
desconectada del siervo sufriente (Mt 21, 1-11); por lo demá s Jesú s ha ido
ubicando el significado de su misió n mesiá nica en esa perspectiva sufriente (Mt 16,
21-23; 17, 22-23; 20, 17-19). Jesú s es pues, la descendencia mesiá nica prometida,
pero esa promesa hay que entenderla a la luz de la reflexió n del círculo de Isaías
53.
        Asimismo, por Jesú s se cumple la promesa de la tierra. Esa tierra había sido
identificada, en la esperanza post-exílica, con la venida del reino de Diois, por
medio de su rey-mesías. Ese Reino sería la irrupció n del poder liberador de Dios
por los pobres (”bienaventurados los pobres, porque es de ustedes el reino de
Dios”, Lc 6, 20), en la línea de Is 61, 1 ss. Finalmente la promesa de intimidad de la
alianza entre Dios e Israel se cumplirá por la identificació n entre el creyente y
Jesú s (Jn 6, 56).
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        Esta triple realizació n cristoló gica de las promesas hechas a los padres que
caracteriza la fe bíblica-cristiana, se retoma finalmente en la visió n escatoló gica del
Apocalipsis:. La tierra es ahí el Reino definitivo de la Jerusalén celeste (Ap 21, 1); la
descendencia mesiá nica prometida es representada por el Cordero degollado
segú n la imagen tomada precisamente de Is 53 (Ap 12, 11; 14, 1; 19, 7-16; 22, 1) y
la intimidad de la alianza está expresada por el nuevo templo que es la pertenencia
mutua entre Dios y los suyos (Ap 21, 3, 22) profundizada por la relació n nueva
cristoló gica de paternidad y ffiliació n (Ap 21, 7).
2. Conciencia de gratuidad
        a) En el antiguo testamento
        La vivencia de la fe de Israel tiene una profunda conciencia de la gratuidad
con que Dios interviene salvando. Ello se expresa de diversas formas.
        En primer lugar, las promesas hechas a los padres son gratuitas. Esta
experiencia de fe es destacada por lo siguiente: la tierra prometida está en
contraste con el hecho que Abrahá n había abandonado su propia tierra y estaba en
una tierra extranjera: la descendencia prometida contrasta con la situació n de
esterilidad de Sara; la intimidad con Yahvé prometida contrasta, asimismo, con el
hecho que Yahvé no es el Dios de los padres de Abrahá n, es un Dios que entra en
su vida sin corresponderle territorialmente (Jos 24, 2).
        Las promesas son, así, gratuitas. Es decir, no se fundan en las posibilidades
de Abrahan, sino en el solo designio de gracia de Yahvé. Esta convicció n propia de
la fe de Israel está plasmada en una fó rmula dogmá tica acuñ ada por la tradició n
bíblica: “Dios es bondad y fidelidad” (Sal 25, 10;37, 6; 40, 11; 57, 4; 85, 11; 88, 12;
108, 3; 117, 2; 138, 2-8; etc.). El término bondad traduce la palabra hebrea hésed,
que significa amor gratuito. Porque Dios es hésed (Ex 34, 6-7), amor gratuito, por
eso promete grandes cosas; y porque es fiel, cumple lo prometido.
        De esta manera, la fó rmula de “Dios es bondad y fidelidad” expresa la
experiencia del pueblo de que toda su esperanza se funda en el amor de Dios que
promete gratuitamente y en su fidelidad para cumplirlo.
        La experiencia de gratuidad, propia de la fe de Israel, marca
sistemá ticamente ciertos géneros literarios en la tradició n bíblica. Así, la forma en
que la Biblia destaca la esterilidad de las mujeres cuyos hijos son fundamentales en
la historia del pueblo: Sara, Rebeca, Raquel, esposas de los patriarcas que
recibieron las promesas por medio de su descendencia; la madre de Gedeó n y de
Sanson; Ana, madre de Samuel; Isabel, madre del Bautista, etc., etc.
        Lo mismo ocurre con la afirmació n sistemá tica de que los pequeñ os hacen
grandes cosas: así, la historia de Gedeó n, quien con só lo trescientos hombres
venció a los madianitas (Jos 7), La historia de la elecció n de David, el má s pequeñ o
de los hermanos que es tomado por Dios como rey de Israel (1Sam 17 y 17); lo
mismo indica la reflexió n constante del deuteronomista en el sentido de la tierra
conquistada no es fruto del esfuerzo del pueblo, sino fruto de la donació n gratuita
(Dt 9, 4-6)
        Vemos pues, có mo la teología bíblica de la fe va íntimamente vinculada a la
teología bíblica d la gracia. El cará cter de la buena nueva del evangelio se funda
precisamente en la captació n que el hombre hace del cará cter gratuito de la
salvació n recibida.
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         b) En el nuevo testamento
Esta perspectiva ya destacada en el antiguo testamento, se profundiza
especialmente en el nuevo. La confianza ciega en el “poder salvador” de Jesú s es
destacada por una de las fó rmulas mas primitivas de la fe puesta en la boca de
Jesú s: “si tienen fe aunque sea como un grano de mostaza, dirá n a esta montañ a:
traslá date de aquí hacia allá y se trasladará ; y nada les será imposible (Mt 17, 20).
La fe es, pues, una actitud de “confianza” cierta en el poder salvador (gratuito)
propio de Dios, que se expresa en Jesú s.
         La afirmació n dogmá tica neotestamentaria de la virginidad de María tiene
ese rasgo de la fe bíblica en la gratuidad de la salvació n: Jesú s, el Salvador, es hijo
de María Virgen. La esperanza en la descendencia mesiá nica prometida se funda en
el poder de Dios, el ú nico capaz de hacer fecunda la virginidad y de dar
gratuitamente así la salvació n.
         Semejante significació n teoló gica tiene también el origen humilde de Jesú s,
de Belén. El profeta Miqueas señ alaba: “tú , Belén de Efrata, pequeñ o para ser
contado entre las familias de Judea …” (Miq 5, 1); citando este texto, Mateo corrige:
“Y tú , Belén, tierra de Judá , no eres la má s pequeñ a de las familias de Judá , pues de
ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo Israel (Mt 2, 6). De la pequeñ ez
surge la grandeza salvadora precisamente porque la salvació n es gratuita (cf Jn 1,
45-46).
3. Aventura o éxodo
    a) En el antiguo testamento
       La conciencia de gratuidad que caracteriza la fe de Israel tiene como aspecto
correlativo el cará cter de aventura o éxodo. La experiencia original de la fe de
Israel parte con el llamado de Abrahá n a esa aventura: “Sal de tu tierra y de tu
parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te indicaré ….” (Gn 12, 1).
Precisamente porque Dios promete por gracia, exige aventura de la fe. Dios podría
haber prometido a Abrahá n la posesió n de su propia tierra de Ur de Caldea,
garantizá ndole su ampliació n, asegurá ndole mayor rendimiento. Pero le promete
lo que no tiene en absoluto, sobre la base de exigirle el abandono de lo tiene: su
propia tierra (Gn 12, 1), el hijo propio (Gn 22, 2) y los dioses propios (Jos 24, 2).
               Esa aventura deberá emprenderla Moisés, después de negarse a ello
(Ex 4).La travesía por el desierto de Sinaí se muestra como una gigantesca
aventura del pueblo, que a menudo se ve tentado por regresar a las “seguridades”
pasadas, aú n renunciando al futuro prometido (Ex 16t, 3). Pero Dios lo impulsa
constantemente a arriesgarse en la fe, fiado en la gratuidad de lo prometido.
    b) En el nuevo testamento
En el nuevo testamento destaca también constantemente el cará cter “aventurero”
de la fe. La vocació n de los primeros discípulos se presenta ya como una verdadera
aventura. Jesú s pasa por el lugar de su trabajo, los llama y ellos “al instante dejaron
las redes y lo siguieron” (Mt 4, 20; cf. Lc 5, 11); asimismo la actitud ante la vida, de
confianza en la Providencia, implica la simplicidad propia de la aventura: “No se
preocupen diciendo: qué comeremos o que beberemos o con que nos vestiremos.
Todas estas cosas son las que buscan los paganos. Su Padre celestial sabe muy bien
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que lo necesitan. Busquen ante todo el reino de Dios y su justicia, y todo lo demá s
se les dará por añ adidura” (Mt 6 31-34).
        Finalmente el cará cter de aventura está en la confianza paradojal que Jesú s
tiene en las situaciones límite:
        Bienaventurados los pobres, porque suyo es el reino de Dios (Lc 6, 20)
        Quien quiere salvar su vida la perderá; en cambio, quien pierde su vida por mi
causa la hallará (Mt 16, 25).
        Quien se haga pequeño como este niño, este es el más grande en el reino del
cielo (Mt 18, 4).
        Quien se exalte a si mismo será humillado y el que se humille a si mismo será
exaltado (Mt 23, 12; cf. Lc 1, 51-53; 14, 7-11; 18, 9-14). Si alguien quiere ser el
primero que se haga el último de todos y el servidor de todos (Mc 9, 35).
        La fe cristiana implica pues, la aventura de actuar en la vida segú n una
escala de valores opuesta a la del mundo. El mundo opera en virtud de los
“valores” que San Juan denomina concupiscencia (epithimia) de la carne,
concupiscencia de los ojos y ostentació n de la riqueza (1 Jn 2, 16). Segú n estos
valores, el mundo nos lleva a buscar nuestra propia vida, nuestra propia riqueza,
nuestra propia grandeza y a ser los primeros, aplaudidos por todos. De acuerdo a
ello tendemos a juzgar y a tratar a los demá s. En cambio el evangelio nos lleva a
perder la propia vida, la propia riqueza, el propio poder y la propia posició n por los
demá s, y a reconocer en quién nada posee, a Cristo mismo (Mt 25, 35-46).
        Esa es la aventura de la fe que vence al mundo (1 Jn 5, 4-5)
4. Carácter no intelectual, sino existencial
    a) En el antiguo testamento
        La fe es una actitud que afecta el conocimiento de la persona. Es una forma
de conocer. Un rasgo importante de la fe bíblica nos lo dará , pues, también el
mostrar qué significa, para la tradició n bíblica, el conocimiento referido a Dios.
        La expresió n conocer a Yahvé es frecuente en la Biblia, particularmente en
los profetas. Pero ese conocimiento engloba toda la personalidad. Conocer es
entregarse personalmente. Cuando no hay esa entrega personal no se puede hablar
de conocimiento: “los intérpretes de la ley no han conocido a Yahvé” (Jer 2, 8). El
intérprete de la ley “domina la materia” referente a Yahvé; pero, si no se entrega
personalmente, no conoce realmente a Yahvé. De eso se queja el profeta.
        La identificació n entre conocimiento y entrega personal queda
particularmente clara en un texto de Oseas:
        “Es el amor lo que quiero, no los sacrificios; el conocimiento de Yahvé, no los
holocaustos” (Os 6, 6; cf. Am 5, 21-25; Mt 9, 13; 12, 7).
        Este texto está formado por dos hemistiquios. En el primero se contrapone
amor a sacrificios; y en el segundo se contraponen dos términos equivalentes a los
anteriores: conocimiento de Yahvé y holocaustos. Así como sacrificios y
holocaustos equivalen, así también se identifican amor y conocimiento de Yahvé.
        La asociació n íntima entre amar y conocer llega hasta tal punto, en la
perspectiva bíblica, la palabra hebrea usada para indicar el conocimiento es
también empleada para expresar la relació n sexual entre los esposos (Iadah, cf. Gn
4, 35; 1Re 1, 4 etc. y Jer 2, 8; OIs 6, 6).
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        Por ello la alianza de Israel con Yahvé se expresa como un conocimiento:
“Yo te desposaré para siempre; te desposaré conmigo en justicia, en juicio, en
misericordia y piedades, y yo seré tu esposo en fidelidad y tú conocerá s a Yahvé
(Os 2, 21-22). Por el contrario, la fidelidad hacia Dios constituye una falta de
conocimiento (Os 4, 2; 5, 4; 6, 6; Jer 2, 8; 5, 4; 8, 7).
        Pero hay todavía má s. Conocer a Dios es amarlo; ese amor-conocimiento se
verifica en el amor al hermano. El texto má s explícito es el de Jeremías:
        “Tu padre comía y bebía ¿no es cierto?. Pero el practicaba la justicia y el
derecho….; él juzgaba la causa del pobre y del desgraciado… ¿No es acaso eso
conocerme? Orá culo de Yahvé (Jer 22, 15-16; cf. 34, 8-22; Is 52, 6; 58, 6-7).
        Toda la crítica profética del culto religioso, consistente en ayunos y
prá cticas sabá ticas, insiste en el mismo punto: lo que Dios quiere es que se lo
conozca, amá ndolo, y ello para por la verificació n en el amor al hermano.
    b) En el nuevo testamento
        En este sentido Jesú s mismo cita a Oseas 6, 6. Encontramos dos veces esta
cita en labios de Jesú s Mt 9, 13 y 12, 7. Sobre todo en el segundo texto se hace
resaltar el sentido de esas palabras en la intenció n de Jesú s, la cual se hace
evidente al final: “Y si hubieran comprendido lo que significa esta palabra
“misericordia (el griego eleos traduce el término hebreo hésed que significa
propiamente amor gratuito) lo que yo quiero y no el sacrificio, no habrían
condenado a gente inocente”.
        La identificació n entre conocer a Dios y amar al pró jimo es afirmativa
también por la exigencia de la acció n como expresió n auténtica de las palabras.
        No todo aquel que dice Señor, Señor, entrará en el reino del cielo; sino quien
hace la voluntad de mi Padre del cielo (Mt 7, 21)
        La llamada a la fe es una llamada a hacer frutos u obras de conversió n (Mt 3,
8; Hech 26, 20). Es a propó sito del obrar que se presenta la pregunta sobre la
conversió n: “¿Qué debo hacer…?” (Mt 19, 16); “¿Qué tenemos que hacer?” (Lc 2,
12.14); “¿qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?” (Jn 6, 28; Hech 2, 38;
26, 20; Ap 16, 11).
        Esa acció n no es cualquier tipo de acció n eficaz o incluso religiosa; se trata
de la acció n que surge del corazó n bueno: “Hagan un árbol bueno y su fruto será
bueno; háganlo malo y su fruto será malo; puesto que por sus frutos se reconoce un
árbol” (Mt 12, 33).
        Si ese fruto no se produce, entonces el Reino será arrebatado de las manos
de los primeros responsables y será confiado a otros: “el reino de Dios les será
quitado para ser confiado a un pueblo que le hará producir sus frutos” (Mt 21, 43; cf.
Lc 20, 9-17).
        El conocimiento de Dios se verifica en hacer el bien y hacerlo má s allá de
toda norma que pudiera aparentemente justificar –incluso teoló gicamente- la
inactividad: “Es lícito hacer una buena acción en día sábado” (Mt 12, 12) “Hagan el
bien a los que les odian” (Lc 6, 27)”; “vete y tú haz lo mismo” (Lc 10, 37)
        Asímismo, es también la acció n lo que se pide cuando se trata de “practicar
la justicia (Hech 10, 35; 11, 33; 1Jn 2, 29; 3, 7; Ap 22, 11); o bien de “hacer la
verdad” (Jn 3, 21; 1Jn 1, 6; 3, 19). Justicia y verdad que expresan la exigencia
englobante de la fe cristiana, en el sentido de que la fe no constituye una mera
forma de ver las cosas, sino una manera de vivir que es operativa. El “creyente” es,
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pues, el “justo” que “practica la justicia y la verdad”. Ese es quien “conoce a Yahvé”
(Jer 22, 13-16).
        Esta identificació n entre conocimiento de Dios y acció n justa y verdadera es
la existencia en el mundo compartida con los demá s.
        Un texto neotestamentario está destinado particularmente a subrayar ese
tema: la primera carta se San Juan. La fe es un conocimiento verificable en la vida.
La fe no es una nueva cosmovisió n”, sino una nueva vida que toma toda nuestra
presencia en el mundo:
        Sabemos que lo hemos conocido, si guardamos sus mandamientos. Quien dice
“Yo lo conozco, pero no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no
está en él … Quien dice que está en la luz y odia a su hermano, todavía está en las
tinieblas.
Quien ama a su hermano persevera en la luz y nada lo hace caer … Si saben que Él es
justo, reconozcan que también todo aquel que practica la justicia ha nacido de Él…
Hijitos, que nadie les engañe; quien obra la justicia es justo, tal como él es justo: todo
aquel que no practica La justicia no es de Dios, como tampoco quien no ama a su
hermano. Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque
amamos a los hermanos. Queridos, ámense mutuamente porque el amor es de Dios y
todo aquel que ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no conoce a
Dios, porque Dios es amor. Nadie ha contemplado nunca a Dios, si nos amamos
mutuamente, Dios está en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud
(1Jn 2, 3-6.9.29; 3, 10. 14; 4, 7-8.12).
        Esta carta escrita precisamente para salir al paso de las tendencias
gnó sticas en la manera de comprender la fe cristiana como un simple tipo de
“conocimiento religioso” es suficientemente clara sobre la conciencia cristiana
original de que la fe es amor expresado para con los que tengo a mi lado. Só lo así se
purifica del simple “idealismo” la fe en Dios invisible.
        La significació n del creer tiene, pues, de acuerdo a la tradició n bíblica, las
siguientes equivalencias: 1. Conoce a Dios quien lo ama; 2. Pero só lo puede uno
saber que conoce, es decir, que ama realmente a           Dios (a quien no ve) si
conoce, ama, al hermano (a quien ve); 3. Ahora bien, amar al hermano podría
constituir ú nicamente la afirmació n de un principio general filantró pico (“todos
somos iguales”), ¿có mo podremos, pues, verificar que en efecto amamos como
hermano a todo hombre?: si amamos a las personas concretas que se nos
aproximan (el pró jimo) pertenezcan a la categoría de “amigos” o de “enemigos”
(Mt 5, 43-48); 4. Finalmente, quien al “aproximarse” tiene menos posibilidades de
ser tomado en cuenta es el pobre o pequeñ o, cuyo desconocimiento por parte mía
no implica para mi ningú n riesgo, ni el reconocerlo como hermano conlleva
ninguna ventaja, a diferencia del “grande”, que por sí mismo se hace respetar. De
ahí que el amor creyente debe privilegiar al pobre que es pró ximo y debo buscar su
proximidad. En esto la tradició n evangélica pone el acento de forma
particularmente fuerte:
        Tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; era
forastero y me acogieron; andaba desnudo y me vistieron; estaba enfermo y me
visitaron; estaba preso y vinieron a verme…. En la misma medida en que hicieron esto
a uno de estos hermanos míos mas pequeños, a mi me lo hicieron (Mt 25, 35-36.40).
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       En este amor al “pobre”, no paternalista sino de auténtico reconocimiento
en él del hermano igual a mí, es donde aparece con mayor fuerza la semejanza del
amor gratuito propio de Dios. De ahí que ese amor verifique finalmente que
“conocemnos a Dios”, cuya esencia es “amor gratuito” (hésed = Gracia).
5. Dinamismo interpretativo
     a) En el antiguo testamento
       Vimos ya que la fe bíblica cristiana tiene como rasgo fundamental la
referencia a las promesas hechas a los padres.
       La experiencia de la conquista de Canaá n y el establecimiento de la
monarquía davídica pudo hacer pensar al pueblo que las promesas se habían ya
cumplido. En efecto tenían la tierra, una descendencia mesiá nica poderosa para
asegurar aquella tierra y un templo grandioso para verificar la presencia de Yahvé
en medio de Israel.
       Pero a la muerte de Salomó n esa aparente realizació n de lo prometido
comenzó a hacerse problemá tica. Roboam y Joroboam iniciaron una guerra civil
que llevó a la partició n de la tierra en dos, con dos dinastías paralelas y con dos
templos (Jerusalén y Siquem). Esa situació n crítica fue agudizá ndose hasta que en
722 los asirios invadieron el reino del norte con su capital Samaria, y sus
habitantes principales fueron deportados a Nínive. Asimismo, en 586 los
babilonios penetraron en territorio de Judá y Jerusalén fue destruida siendo sus
habitantes deportados a Babilonia.
       El pueblo quedó pues, sin tierra, sin templo y sin descendencia mesiá nica;
Sedecías, ú ltimo rey de Judá , fue deportado a Babilonia después de habérsele
quitado los ojos (2Re 25, 7).
       De nuevo las promesas hechas a los padres parecían quedar en nada. Sin
embargo, el mismo deuteronomista da la razó n del fracaso al culpar a los reyes de
haber llevado al pueblo a la infidelidad (2Re 17, 7ss y 21, 11-15); pero, al mismo
tiempo, deja abierta la puerta a esperanza: Joaquín, el rey de Judá que había sido
depuesto y deportado por los babilonios, quienes pusieron en su lugar a Sedecías
hasta que también lo cegaron y deportaron, es rehabilitado en el exilio por parte
del rey de Babilonia (2Re 25, 27s).
       Alrededor del exilio babiló nico, ante esta situació n frustrante en que las
promesas aparecen como nuevamente olvidadas por Dios, el pueblo reflexiona en
un doble sentido: Por un lado el aparente incumplimiento de las promesas es en
realidad un castigo de Dios debido a la infidelidad del pueblo; pero Dios sigue fiel y
cumplirá sus promesas.
       Por otro lado, la fe de Israel alimentada por la predicació n profética, cree
que Dios volverá darles la tierra, la descendencia mesiá nica y el templo.
       Pero hay un grupo de “piadosos” (chasidim) o de “pobres de Yahvé”, a
quienes la experiencia del exilio lleva a madurar su fe, interiorizando su contenido.
Este grupo, inspirado por la corriente espiritual deuteronomista (anawim) y por
los profetas Isaías (segundo), Jeremías y Ezequiel, va descubriendo un significado
má s trascendente de las promesas de tierra, será una tierra de felicidad completa y
de justicia (cf. Dt 8, 7-10; Is 61-62; Jer 23, 3 ss). Esa nueva situació n será posible
gracias a la nueva alianza por la que Dios será realmente, al nivel del corazó n, el
Dios de su pueblo (Jer 31, 32; Ez 36, 22-37, 28).
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        Ahora la tierra ya no aparece como lo esencial. Lo importante es la alianza;
en que Dios está presente con su pueblo. Esto quiere significar la imagen de la
“gloria de Yahvé” que abandona el templo de Jerusalén hasta que la alianza con su
pueblo sea posible (Jer 8, 11) y la descripció n de esa nueva alianza escatoló gica
(Jer 43-48).
        Paralelamente, la descendencia mesiá nica es reflexionada a la luz de los
textos “del Siervo de Yahvé sufriente” (Is 42, 1-7; 49, 1-6; 30, 4-9; 52, 13; 53, 12).
En esa perspectiva, el rey-mesías liberador del pueblo era visto no tanto como un
monarca que por su éxito político-militar, destruiría a los enemigos del pueblo y
así instauraría su Reino, sino como un “justo” que por su entrega inquebrantable a
la verdad soberana de Dios hasta el sufrimiento y la muerte, daría la vida eterna al
pueblo, instaurando así su Reino.
        De la misma manera, el templo, signo de la presencia de Dios en medio del
pueblo, fue interpretado a la luz de los llamados proféticos de la nueva alianza,
sellada en los corazones (Is 44, 6-8; Jer 31, 33; Ez 36, 25 ss). El templo pasaba así a
constituir la expresió n externa de la dedicació n de la mente y del corazó n a Dios, y
no su substituto.
     b) En el nuevo testamento
        Sobre esta experiencia interiorizada de la presencia liberadora de Dios en
medio de su pueblo postrado, se formó el clima que hizo posible el acogimiento de
Jesú s como Mesías por parte de un grupo de judíos.
        Sin esa capacidad de interpretar diná micamente las promesas hechas a
nuestros “padres”, Abrahá n, Isaac y Jacob (cf. Lc 1, 55) no habría sido posible el
nacimiento del cristianismo.
        La fe cristiana supone pues, como rasgo fundamental, la capacidad
espiritual de ver en el hecho de Jesú s el cumplimiento de la triple promesa inicial
de la tierra, la descendencia y la intimidad con Dios (alianza-templo).
        Concluyendo, los rasgos bíblicos de la fe que hemos descrito constituyen un
cuadro que permite orientar el “tipo” de fe propio de la tradició n bíblica-cristiana.
        Esos mismos rasgos será n los que implícita o explícitamente permitirá n a la
Iglesia, a lo largo de su historia, ir orientando su propia profundizació n de la fe y
dá ndole los criterios para discernir la auténtica fe de posibles desviaciones
espurias.
B.   DESARROLLO DE LA TEOLOGÍA DE LA FE
EL APORTE DE LOS CONCILIOS
Los siete primeros concilios
       El Primer Concilio de Nicea (325) formuló el Credo Niceno original, que
reconocía las tres Personas de la Santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo)
y enseñ aba que Jesú s, Hijo de Dios, era consubstancial al Dios Padre. Al definir la
divinidad de Jesú s, ese concilio condenó el arrianismo. De hecho, uno de los
dogmas centrales del catolicismo, la Santísima Trinidad, ya era ampliamente
discutido, reflexionado y aceptado por muchos cristianos antes del Concilio de
Nicea: ya en 180 d.C., la palabra Trinidad era usada por Teó filo de Antioquia. Pero,
antes de eso, esta doctrina peculiar ya aparecía con gran frecuencia en el á mbito de
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la praxis bautismal (véase "Didaché" 7, 1; y Justino, "Apología" 1, 61, 13) y
eucarística (véase Justino, "Apología" 1, 65-67; y Hipó lito, "Tradición Apostólica" 4-
13). La fó rmula trinitaria (Padre, Hijo y Espíritu Santo) ya aparecía también en
varias cartas y escritos cristianos (véase Ignacio de Antioquia, "Carta a los Efesios",
9, 1; 18, 2; y en la "Primera Carta de Clemente Romano" 42; 46, 6 ). En el siglo III,
Tertuliano, Orígenes y Gregorio Taumaturgo reflexionaron con gran profundidad
sobre este dogma cató lico.
       El Primer Concilio de Constantinopla (381) definió la divinidad del Espíritu
Santo, cuya divinidad es la misma del Padre y del Hijo. El concilio también
reformuló el Credo Niceno, que pasó a constar de má s informaciones sobre la
naturaleza del Espíritu Santo, sobre Jesú s y sobre otros dogmas importantes. Ese
concilio condenó el macedonianismo, el apolinarismo y, una vez má s, el
arrianismo.
        En 431, el Concilio de É feso proclamó la Virgen María como la Madre de
Dios (en griego: Theotokos), en oposició n a Nestorio, que defendía que María solo
debía ser llamada de Madre de Cristo, porque ella era solo la madre de naturaleza
humana de Cristo y no de su naturaleza divina. Nestorio defendía que esas dos
naturalezas eran distintas y separadas, algo que el concilio condenó . Ademá s del
nestorianismo, el concilio condenó todavía el pelagianismo, que entraba en
oposició n con la doctrina del pecado original y de la gracia desarrollada por San
Agustín, en el siglo V.
        San Agustín es considerado uno de los Padres de la Iglesia. Esos teó logos,
que vivieron entre el siglo II y el siglo VII, clarificaron y consolidaron los
principales conceptos de la fe (ex.: primacía papal, Santísima Trinidad, naturaleza
de Cristo, naturaleza de la Iglesia, gracia, canon bíblico, salvació n, pecado, etc.),
combatieron muchas herejías y, de cierta forma, fueron responsables de la fijació n
y sistematizació n de la Tradició n apostó lica. Por eso, lo pensamiento y la reflexió n
teoló gica de los Padres de la Iglesia son todavía hoy una base fundamental de la
construcció n teoló gica.
        En 451, el Concilio de Calcedonia definió que subsisten en la persona de
Jesucristo dos naturalezas (divina y humana) unidas: "Jesús es perfecto en divinidad
y perfecto en humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre, compuesto de un alma
racional y de un cuerpo, consubstancial al Padre según la divinidad, consubstancial a
nosotros según la humanidad". Por eso, el concilio condenó o monofisismo de
Eutiques, que defendía que Jesú s tenía solo una naturaleza, siendo la naturaleza
humana tan unida a la naturaleza divina que fue absorbida por la ú ltima. Ademá s,
el concilio condenó también la simonía.
        El Tercer Concilio de Constantinopla (680-681) condenó el monotelismo y
reafirmó que Cristo, siendo Dios y hombre, tenía las voluntades humana y divina.
El Segundo Concilio de Nicea (787) definió la validez de la veneració n de imá genes
santas, condenando así la iconoclastia.
Edad Media
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        Santo Tomá s de Aquino afirmó que la fe y la razó n pueden ser conciliadas,
"porque provienen ambas de Dios", siendo la razó n un medio de entendimiento de
la fe.
        El Cuarto Concilio de Letrá n (1215) oficializó una antigua tradició n en que
cada cató lico tenía que recibir, por lo menos una vez por añ o, en la Pascua, la
confesió n y la Eucaristía (ver los cinco mandamientos o preceptos de la Iglesia
Cató lica). Ese concilio defendió también el celibato clerical, la doctrina de la
transubstanciació n y condenó todavía los albigenses.
        En el siglo XIII, Santo Tomá s de Aquino, doctor de la Iglesia y autor de la
Suma Teoló gica, adaptó la filosofía de Aristó teles al pensamiento cristiano de
época. El es considerado el má s alto representante de la escolá stica, que es un
sistema, movimiento y método que procuró reafirmar que la fe supera pero no
contradice la razó n. Combinando siempre la filosofía y la teología, los debates y
reflexiones escolá sticos se basaban en la lectura de las Sagradas Escrituras y de los
escritos de los Padres de la Iglesia y de varios filó sofos.
       El Concilio de Constanza (1414-1418) condenó las herejías de John Wycliffe
y de Jan Hus, que eran dos famosos precursores de la Reforma Protestante. El
Quinto Concilio de Letrá n (1512-1517) definió la inmortalidad del alma.
Cuestión del celibato
        El Primer Concilio de Letrá n (1123) y el Segundo Concilio de Letrá n (1139)
condenaron e invalidaron el concubinato y los casamientos de clérigos,
imponiendo así el celibato clerical.70 71 Pero, es preciso señ alar que el celibato
obligatorio ya fue decretado por el Concilio de Elvira (295-302), pero, como era
solo un concilio regional españ ol, sus decisiones no fueron cumplidas por toda la
Iglesia. El Primer Concilio de Nicea (323) decretó solo que "todos los miembros del
clero estaban prohibidos de vivir con cualquier mujer, con excepción de la madre,
hermana o tía" (III canon). A pesar de eso, en el final del siglo IV, la Iglesia Latina
promulgó varias leyes a favor del celibato, que fueron generalmente bien
aceptadas en el Occidente, en el pontificado de San Leó n Magno (440-461). De
hecho, el Concilio de Calcedonia (451) prohibió el casamiento de monjes y vírgenes
consagradas (XVI canon).
       Sin embargo, a pesar de eso, hubo varios avances y retrocesos en la
aplicació n de esa prá ctica eclesiá stica, incluso llegando hasta a haber algunos
Papas casados, como por ejemplo el Papa Adriano II (867-872). En el siglo XI,
varios Papas, especialmente Leó n IX (1049-1054) y Gregorio VII (1073-1085), se
esforzaron nuevamente por aplicar con mayor rigor las leyes del celibato, debido a
la creciente degradació n moral del clero. Segú n fuentes histó ricas, durante el
Concilio de Constanza (1414-1418), 700 prostitutas atendieron sexualmente a los
participantes.
       El celibato clerical volvió a ser defendido por el Cuarto Concilio de Letrá n
(1215) y por el Concilio de Trento (1545-1563).72 Actualmente, las leyes del
celibato se aplican solamente a los sacerdotes de la Iglesia Latina (del Occidente), a
diferencia de las Iglesias orientales cató licas y los ordinariatos personales para
anglicanos, que permiten la ordenació n de casados, pero no que los sacerdotes
contraigan matrimonio.
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Del Concilio de Trento hasta ahora
        El Concilio de Trento (1545 - 1563) luchó contra la Reforma Protestante,48
que fue, a la par del Cisma de Oriente, una de las mayores divisiones que la Iglesia
Cató lica jamá s enfrentó .
        En el siglo XVI, debido a la Reforma Protestante, fue convocado el Concilio
de Trento (1545-1563) para reformar la disciplina eclesiá stica y consolidar las
principales verdades de fe cató licas. Ese concilio reafirmó , clarificó y definió la
presencia real de Cristo en la Eucaristía, la doctrina de los siete sacramentos
(siendo cada uno de ellos ampliamente debatido y definido por el concilio), la
doctrina de la gracia y del pecado original, la justificació n, el valor y la importancia
de la misa, el celibato clerical, la jerarquía cató lica, la Tradició n, el canon bíblico
(reafirmó como auténtica la Vulgata), la liturgia (la misa tridentina), el culto a los
santos, de las reliquias y de las imá genes, las indulgencias y la naturaleza de la
Iglesia. El concilio promovió también la publicació n del Index librorum
prohibitorum. El Concilio de Trento fue el concilio ecuménico que duró má s tiempo,
emitió el mayor nú mero de decretos dogmá ticos y reformas y produjo los
resultados má s duraderos sobre la fe y la disciplina de la Iglesia.
        A lo largo de los siglos XVII y XVIII, los jesuitas y los jansenistas se
confrontaron con polémicas acerca del papel de la gracia, de la libertad humana y
de la participació n del hombre en su propia salvació n. Por ú ltimo, los jansenistas
fueron condenados por el Magisterio de la Iglesia Cató lica. En 1854, el Papa Pío IX
proclamó como dogma la Inmaculada Concepció n de María. El Concilio Vaticano I
(1869-1870) proclamó incluso como dogma la Infalibilidad papal. En 1891, el Papa
Leó n XIII publicó la encíclica Rerum Novarum, marcando así el inicio de la
sistematizació n de la Doctrina Social de la Iglesia. A finales del siglo XIX e inicios de
siglo XX, apareció la herejía del modernismo, que fue duramente condenada por el
Papa San Pío X.
        En 1950, el Papa Pío XII proclamó como dogma la Asunció n de María al
Cielo, en cuerpo y alma. Entre 1962 y 1965, el Concilio Vaticano II, idealizado por el
Papa Juan XXIII, impulsó el aggiornamento (actualizació n) de la Iglesia, tratando
por eso de varios temas distintos, tales como la reforma de la liturgia, la
constitució n y pastoral de la Iglesia (que llegó a ser fundada en la igual dignidad de
todos los creyentes), la relació n entre la Revelació n divina y la Tradició n, la
defensa de la libertad religiosa, el empeñ o al ecumenismo y la defensa del
apostolado de los laicos. Ese concilio no proclamó ningú n dogma, pero sus
orientaciones doctrinales y pastorales son de extrema importancia para la acció n
de la Iglesia en el mundo moderno. En 1968, el Papa Pablo VI publicó la encíclica
Humanae Vitae, que trataba de varios asuntos relacionados con el valor de la vida,
la procreació n y la contracepció n.
       REFERENCIAS
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2.     CATHOLIC ENCYCLOPEDIA (1913). «The First Council of Nicaea» (en
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EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 106
3.      «Texto completo de I Clemente» (en inglés). Early Christian writings.
4.     «Los Santos Padres de la Iglesia». Arquidiocese Ortodoxa Griega de Buenos
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5.     «Patrología» y «Patrística»: Á mbito y definiciones» (en portugués).
       Arquidiocese Ortodoxa Griega de Buenos Aires y América del Sur.
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9.     IGLESIA CATÓ LICA (2000). Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica.
10.    «Escolá stica» (en portugués). Instituto de Educación de la Universidad de
       Lisboa.
11.     de Jerry Brotton. El bazar del Renacimiento: sobre la influencia de Oriente en
       la cultura occidental, Cfr. pá g 98
12.    E. Miret Magdalena: «La azarosa historia del celibato clerical», jornal El País,
       26 de marzo de 2002.
13.     Daniel-Rops (Henri Petiot), Histoire de l'Eglise du Christ (Historia de la
       Iglesia de Cristo) (1948-1963)
14.    PAPA BENEDICTO XVI (2009). Santa Sede (ed.): «Anglicanorum Coetibus».
15.    Santa Sede (ed.): «Normas Complementarias a la Constitució n Apostó lica
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16.     «Reforma (protestante)» (en portugués). Enciclopedia Católica Popular.
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18.    «El Concilio de Trento» (en portugués). Misión Jóven.
19.     «Doctrina Social de la Iglesia (DSI)» (en portugués). Enciclopedia Católica
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20.    PAPA PÍO XII (1950). Santa Sede (ed.): «Munificentissimus Deus» (en
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21.     «El Concilio Vaticano II» (en portugués). Doctrina Católica. ↑ «Catolicismo y
       mundo moderno». Hieros.
22.     GEORGE WEIGEL (2002) (en portugués). A Verdade do Catolicismo.
23.    «Humanae vitae (HV)» (en portugués). Enciclopedia Católica Popular.
LA RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS
Se manifiesta como lo señ ala el Catecismo de la Iglesia Cató lica y que transcribimos:
142 Por su revelación, «Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su
gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicació n consigo y recibirlos en su
compañ ía» (DV 2). La respuesta adecuada a esta invitació n es la fe.
143 Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con
todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La sagrada
Escritura llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf.
Rm 1,5; 16,26).
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ARTÍCULO 1
CREO
I La obediencia de la fe
144 Obedecer (ob-audire) en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada,
porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia,
Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la
realizació n má s perfecta de la misma.
Abraham, «padre de todos los creyentes»
145 La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados, insiste
particularmente en la fe de Abraham: «Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar
que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dó nde iba» (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4).
Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe,
a Sara se le otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció
a su hijo ú nico en sacrificio (cf. Hb 11,17).
146 Abraham realiza así la definició n de la fe dada por la carta a los Hebreos: «La fe es
garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1). «Creyó
Abraham en Dios y le fue reputado como justicia» (Rm 4,3; cf. Gn 15,6). Y por eso,
fortalecido por su fe , Abraham fue hecho «padre de todos los creyentes» (Rm 4,11.18; cf.
Gn 15, 5).
147 El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos
proclama el elogio de la fe ejemplar por la que los antiguos «fueron alabados» (Hb 11,
2.39). Sin embargo, «Dios tenía ya dispuesto algo mejor»: la gracia de creer en su Hijo
Jesú s, «el que inicia y consuma la fe» (Hb 11,40; 12,2).
María : «Dichosa la que ha creído»
148 La Virgen María realiza de la manera má s perfecta la obediencia de la fe. En la fe,
María acogió el anuncio y la promesa que le traía el á ngel Gabriel, creyendo que «nada es
imposible para Dios» (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava
del Señ or; há gase en mí segú n tu palabra» (Lc 1,38). Isabel la saludó : «¡Dichosa la que ha
creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señ or!» (Lc 1,45). Por
esta fe todas las generaciones la proclamará n bienaventurada (cf. Lc 1,48).
149 Durante toda su vida, y hasta su ú ltima prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesú s, su hijo,
murió en la cruz, su fe no vaciló . María no cesó de creer en el «cumplimiento» de la
palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realizació n má s pura de la fe.
II "Yo sé en quién tengo puesta mi fe"(2 Tm 1,12)
Creer solo en Dios
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 108
150 La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e
inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto
adhesió n personal a Dios y asentimiento a la verdad que É l ha revelado, la fe cristiana
difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y
creer absolutamente lo que É l dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una
criatura (cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).
Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios
151 Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado,
«su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho
que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señ or mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios,
creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo
hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamá s: el Hijo ú nico, que está en el seno del Padre,
él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es ú nico en conocerlo y
en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).
Creer en el Espíritu Santo
152 No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo
quien revela a los hombres quién es Jesú s. Porque «nadie puede decir: "Jesú s es Señ or"
sino bajo la acció n del Espíritu Santo» (1 Co 12,3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las
profundidades de Dios [...] Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co
2,10-11). Só lo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo
porque es Dios.
La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
III Las características de la fe
La fe es una gracia
153 Cuando san Pedro confiesa que Jesú s es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesú s le declara
que esta revelació n no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está
en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud
sobrenatural infundida por É l. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de
Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que
mueve el corazó n, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede "a todos gusto en
aceptar y creer la verdad"» (DV 5).
La fe es un acto humano
154 Só lo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no
es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la
libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las
verdades por É l reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia
dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                    Pá gina 109
intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y
una mujer se casan), para entrar así en comunió n mutua. Por ello, es todavía menos
contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisió n plena de nuestra inteligencia
y de nuestra voluntad al Dios que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en
comunió n íntima con É l.
155 En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer
es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad
movida por Dios mediante la gracia» (Santo Tomá s de Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf.
Concilio Vaticano I: DS 3010).
La fe y la inteligencia
156 El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan
como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razó n natural. Creemos «a causa de la
autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañ arse ni engañ arnos». «Sin
embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razó n, Dios ha querido
que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañ ados de las pruebas
exteriores de su revelació n» (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc
16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagació n y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su
estabilidad «son signos certísimos de la Revelació n divina, adaptados a la inteligencia de
todos», motivos de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo
alguno un movimiento ciego del espíritu» (Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).
157 La fe es cierta, má s cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la
Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden
parecer oscuras a la razó n y a la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz
divina es mayor que la que da la luz de la razó n natural» (Santo Tomá s de Aquino, S.Th., 2-
2, q.171, a. 5, 3). «Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman, Apologia
pro vita sua, c. 5).
158 «La fe trata de comprender» (San Anselmo de Canterbury, Proslogion, proemium: PL
153, 225A) es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha
puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento má s
penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez má s encendida de amor. La gracia de
la fe abre «los ojos del corazó n» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de
la Revelació n, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su
conexió n entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, «para que la
inteligencia de la Revelació n sea má s profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona
constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, segú n el adagio de san Agustín
(Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo para comprender y comprendo para creer mejor».
159 Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razó n, jamá s puede haber
contradicció n entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la
fe otorga al espíritu humano la luz de la razó n, Dios no puede negarse a sí mismo ni lo
verdadero contradecir jamá s a lo verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la
investigació n metó dica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente
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científico y segú n las normas morales, nunca estará realmente en oposició n con la fe,
porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios.
Má s aú n, quien con espíritu humilde y á nimo constante se esfuerza por escrutar lo
escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que,
sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).
La libertad de la fe
160 «El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser
obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su
propia naturaleza» (DH 10; cf. CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a
servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no
coaccionados [...] Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesú s» (DH 11). En efecto,
Cristo invitó a la fe y a la conversió n, É l no forzó jamá s a nadie. «Dio testimonio de la
verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino [...]
crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia É l» (DH
11).
La necesidad de la fe
161 Creer en Cristo Jesú s y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para
obtener esa salvació n (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que "sin la fe... es imposible
agradar a Dios" (Hb 11,6) y llegar a participar en la condició n de sus hijos, nadie es
justificado sin ella, y nadie, a no ser que "haya perseverado en ella hasta el fin" ( Mt 10,22;
24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS
1532).
La perseverancia en la fe
162 La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos
perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando
la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm
1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la
Palabra de Dios; debemos pedir al Señ or que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32);
debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm
15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe, comienzo de la vida eterna
163 La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visió n beatífica, fin de nuestro
caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn
3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:
«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo,
es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que
gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo
Tomá s de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).
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164 Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no [...] en la visió n» (2 Co 5,7), y
conocemos a Dios «como en un espejo, de una manera confusa [...], imperfecta" (1 Co
13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad.
La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy
lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las
injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y
llegar a ser para ella una tentació n.
165 Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que
creyó , «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la
peregrinació n de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris
Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos
otros testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de
testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la
prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesú s, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-
2).
ARTÍCULO 2
CREEMOS
166 La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se
revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo.
Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha
recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesú s y a los hombres nos
impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabó n en la gran
cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por
mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.
167 "Creo" (Símbolo de los Apó stoles): Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por
cada creyente, principalmente en su bautismo. "Creemos" (Símbolo de Nicea-
Constantinopla, en el original griego): Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos
reunidos en Concilio o, má s generalmente, por la asamblea litú rgica de los creyentes.
"Creo", es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos
enseñ a a decir: "creo", "creemos".
I   "MIRA, SEÑOR, LA FE DE TU IGLESIA"
168 La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es
la primera que, en todas partes, confiesa al Señ or (Te per orbem terrarum sancta
confitetur Ecclesia, —A Ti te confiesa la Santa Iglesia por toda la tierra— cantamos en el
himno Te Deum), y con ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también :
"creo", "creemos". Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el
bautismo. En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta al catecú meno: "¿Qué
pides a la Iglesia de Dios?" Y la respuesta es: "La fe". "¿Qué te da la fe?" "La vida eterna".
169 La salvació n viene solo de Dios; pero puesto que recibimos la vida de la fe a través de
la Iglesia, ésta es nuestra madre: "Creemos en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo
nacimiento, y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de nuestra salvació n" (Fausto de
Riez, De Spiritu Sancto, 1,2: CSEL 21, 104). Porque es nuestra madre, es también la
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educadora de nuestra fe.
II EL LENGUAJE DE LA FE
170 No creemos en las fó rmulas, sino en las realidades que estas expresan y que la fe nos
permite "tocar". "El acto [de fe] del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la
realidad [enunciada]" (Santo Tomá s de Aquino, S.Th., 2-2, q.1, a. 2, ad 2). Sin embargo, nos
acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten
expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez
má s.
171 La Iglesia, que es "columna y fundamento de la verdad" (1 Tm 3,15), guarda fielmente
"la fe transmitida a los santos de una vez para siempre" (cf. Judas 3). Ella es la que guarda
la memoria de las palabras de Cristo, la que transmite de generació n en generació n la
confesió n de fe de los apó stoles. Como una madre que enseñ a a sus hijos a hablar y con
ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseñ a el lenguaje de la fe
para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe.
III UNA SOLA FE
172 Desde siglos, a través de muchas lenguas, culturas, pueblos y naciones, la Iglesia no
cesa de confesar su ú nica fe, recibida de un solo Señ or, transmitida por un solo bautismo,
enraizada en la convicció n de que todos los hombres no tienen má s que un solo Dios y
Padre (cf. Ef 4,4-6). San Ireneo de Lyon, testigo de esta fe, declara:
173 "La Iglesia, diseminada por el mundo entero hasta los confines de la tierra, recibió de
los Apó stoles y de sus discípulos la fe [...] guarda diligentemente la predicació n [...] y la fe
recibida, habitando como en una ú nica casa; y su fe es igual en todas partes, como si
tuviera una sola alma y un solo corazó n, y cuanto predica, enseñ a y transmite, lo hace al
unísono, como si tuviera una sola boca" (Adversus haereses, 1, 10,1-2).
174 "Porque, aunque las lenguas difieren a través del mundo, el contenido de la Tradició n
es uno e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Germania tienen otro fe u otra
Tradició n, ni las que está n entre los iberos, ni las que está n entre los celtas, ni las de
Oriente, de Egipto, de Libia, ni las que está n establecidas en el centro el mundo..." (Ibíd.).
"El mensaje de la Iglesia es, pues, verídico y só lido, ya que en ella aparece un solo camino
de salvació n a través del mundo entero" (Ibíd. 5,20,1).
175 "Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar,
bajo la acció n del Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor encerrado en un vaso
excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene" (Ibíd., 3,24,1).
RESUMEN
176 La fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una
adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo
mediante sus obras y sus palabras.
177 "Creer" entraña, pues, una doble referencia: a la persona y a la verdad; a la verdad por
confianza en la persona que la atestigua.
178 No debemos creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo, y Espíritu Santo.
179 La fe es un don sobrenatural de Dios. Para creer, el hombre necesita los auxilios
interiores del Espíritu Santo.
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180 "Creer" es un acto humano, consciente y libre, que corresponde a la dignidad de la
persona humana.
181 "Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta
nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre
si no tiene a la Iglesia por Madre" (San Cipriano de Cartago, De Ecclesiae catholicae unitate,
6: PL 4,503A).
182 "Creemos todas aquellas cosas que se contienen en la Palabra de Dios escrita o
transmitida y son propuestas por la Iglesia [...] para ser creídas como divinamente
reveladas" (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 20).
183 La fe es necesaria para la salvación. El Señor mismo lo afirma: "El que crea y sea
bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará" (Mc 16,16).
184 "La fe [...] es un gusto anticipado del conocimiento que nos hará bienaventurados en la
vida futura" (S. Tomás de A., Compendium theologiae, 1,2).
                          REFLEXIONES SOBRE EL “ACTO DE FE”
La fe es una aceptació n personal de la Palabra escuchada. Como tal está sujeta a los
mecanismos psicoló gicos de la aceptació n humana. En la aceptació n no hay
imposiciones, sino que el hombre se decide libremente por el peso de lo que se le
presenta: acepta, aunque podría no aceptar.
Puede haber una fe condicionada socioló gicamente, por la cual aceptamos lo que se
nos dice que hay que creer. Pero la fe propiamente se da en el fondo de las
conciencias libres que aceptan o rechazan la Palabra escuchada.
Ahora bien, ¿en qué se funda esa aceptació n? En primer lugar está n los motivos de
credibilidad y, en segundo lugar, el tipo de “acció n divina” (gracia) inherente en la
decisió n creyente. Reflexionemos esos dos aspectos por separado.
a) Motivos de credibilidad
Objetivamente la credibilidad cristiana se funda en la autoridad que nos merece el
testimonio de quienes transmiten la Palabra a la cual asentimos. Estos constituyen
la comunidad creyente o Iglesia. Es la Iglesia que permite acceder a los
acontecimientos cristoló gicos fundadores de la fe. A pesar del problema que
representa el hecho de que los testimonios sobre el acontecimiento Jesú s,
consignados en los evangelios, sean “creyentes” cristianos y, por lo tanto, sean
“parte” en la causa de Jesú s, el origen notable del cristianismo -que supone la
transformació n fulminante de los discípulos, de ignorantes y cobardes en geniales
y valientes- da a la tradició n cristiana mantenida por la Iglesia una contundencia
histó rica objetiva indudable. Todas las fallas humanas y las eventuales traiciones,
má s o menos importantes, al sentido original del mensaje evangélico, no quitan la
validez de esa referencia objetiva a la comunidad creyente, continuada en el
tiempo desde el siglo I hasta nuestros días.
Es cierto, sin embargo, que esas “traiciones” pueden bloquear –escandalizar- a
menudo la posible relevancia razonable del mensaje evangélico para determinadas
personas o grupos humanos. La poca seriedad del transmisor puede velar a
muchos la seriedad histó rica de lo transmitido. De ahí la importancia de la
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constante “vuelta a las fuentes” por parte de la Iglesia. La validez objetiva de lo que
la Iglesia transmite es indudable; pero para que ello constituya “motivo de
credibilidad” debe aparecer como relevante el transmisor. Esto explica la
necesidad de los criterios objetivos (“lugares teoló gicos”) que la reflexió n teoló gica
emplea para discernir la auténtica transmisió n del mensaje histó ricamente
recibido, de manera que la Iglesia no sea obstá culo para que el hombre de todo
tiempo y lugar pueda ser interpelado por la Palabra en su sentido salvífico.
El contacto interpelador de esa Palabra con el hombre que la recibe a través (o
incluso “a pesar”) de la mediació n objetiva necesaria de la Iglesia, dará a su vez los
“motivos de credibilidad” subjetivamente vá lidos para el creyente. Esos “motivos”
radican en la relació n íntima entre esa Palabra y nuestra propia incó gnita. Para que
pueda darse el asentimiento es necesario no só lo que se nos muestre la solidez
moral de quienes nos transmiten el mensaje (ello sería ú nicamente un
asentimiento formal, así como la mayoría aceptamos que existe Madagascar por la
autoridad de quienes fundadamente, suponemos, lo aseguran); es necesario
ademá s que ese mensaje nos aparezca como realmente de interés en relació n al
problema planteado por nuestra propia existencia.
La fe no es motivada por la simple informació n autorizada de que Cristo murió y
resucitó ; sino que necesita descubrir, al mismo tiempo, que eso ocurrió por
nosotros, por mí (Gá l 2, 20). En otras palabras, es necesario que la revelació n sea
captada como respuesta al interrogante por la existencia humana; de otra manera
la fe pierde su motivació n fundamental, desde el punto de vista psicoló gico, aparte
de vaciá rsela también de su significado kerigmá tico esencial.
La relevancia antropoló gica del mensaje constituye, la motivació n psicoló gica
principal de la opció n creyente. Tal relevancia toma particular contundencia
cuando el interés subjetivo del mensaje recibido es tan profundo que llega a
constituir una auténtica verificació n de la verdad objetiva que ahí se encuentra. El
mensaje aparece como verdadero porque su impacto permite unificar mi
existencia; experimento en él la verdad inherente en toda palabra que me hace
vibrar con lo evidentemente bueno y bello. La profundidad del mensaje evangélico,
en su aparente simplicidad, produce la experiencia de lo innegablemente
verdadero cuando encuentra sintonía en la bú squeda de verdad, de unidad y de
bien, de quien lo recibe honestamente. Se trata de una certeza intuitiva, má s que
discursiva, pero auténtica certeza “motivada” por la sintonía entre la propia
“apertura a lo verdadero” y la carga de verdad presente en el mensaje.
Ahora bien, justamente porque la fe constituye una respuesta a la Palabra
interpeladora de Dios, el hombre experimenta la dificultad de creer. Trata de
escaparse al verdadero asentimiento de fe, refugiá ndose en sus razones para no
creer, o simplemente “domesticando” esa fe de manera que no cambie realmente
nada en su propia vida, sino que só lo tranquilice un poco los propios temores
frente a “otra vida”.
Esto nos lleva al otro aspecto del problema.
b) Experiencia psicológica y don de la fe
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     La experiencia de la fe es, al mismo tiempo, la experiencia de la gracia. Todo
asentimiento de fe supone una tensió n dolorosa previa en la cual el hombre se
siente dividido entre la propia autonomía regida por la ley de la “carne” y la
fidelidad al Espíritu. Llega un momento en que el asentimiento de fe incluso nos
atrae porque lo vemos capaz de dar sentido a la propia existencia; pero el yo se
resiste y no quiere renunciar a su autonomía de placer (“concupiscencia de la
carne”) a su autonomía de poder (“concupiscencia de los ojos”) y a su autonomía
de tener (“ostentació n de la riqueza”) (1Jn 2, 16).
Esta tensió n es admirablemente descrita por San Pablo en Rom 7:
“Porque segú n el hombre interior me complazco en la ley de Dios; pero
experimento otra ley en mis miembros que hace la guerra contra la ley de mi razó n
y me hace prisionero con la ley del pecado que hay en mis miembros” (7, 22-23).
Parece un punto muerto; la incapacidad de superar el propio aferramiento. Sin
embargo no podemos quedar tranquilos; hay una “luz”, una “voz”, que está n en
nosotros y que no podemos apagar ni acallar y mantiene así la tensió n que no nos
deja descansar. Esta situació n hacía exclamar a san Pablo: “¡Desgraciado de mí!
¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom 7, 24).
Pero ¡feliz tensió n!, puesto que quizá en ella estamos haciendo la experiencia de la
gracia que acompañ a siempre a la fe.
Dios no es una causa física que pueda yuxtaponerse a los mecanismos físicos, o
incluso psicoló gicos, de la naturaleza. Probablemente un buen psicó logo o
psicoanalista que así lo quisiera podría reducir la experiencia descrita a simples
mecanismos psicoló gicos naturales. ¿No es, pues, “gratuito” atribuir a eso la
experiencia de la gracia? Reflexionemos má s detenidamente. Dios es Espíritu y
opera segú n el modo de presencia y de influencia del espíritu. La influencia del
espíritu no es má gica, en el sentido que no es una causalidad física que opera con
mecanismos de causa-efecto. Es una «iluminació n» que desencadena en el hombre
motivaciones y mecanismos psicoló gicos.
Cuando escuchamos o leemos algo, la idea captada puede constituirse en una “luz”
que nos hace descubrir algo importante sobre nosotros mismos o sobre el mundo y
los demá s. Ese descubrimiento puede hacerse de tal manera importante que
impulse a una serie de actuaciones.
Analizado psicoló gicamente, este proceso es un mecanismo sin misterio:
actuaciones determinadas por un impulso de voluntad, causado por una captació n
impactante de la mente.
Ahora bien, esa captació n de la mente ha sido posible gracias a lo dicho o escrito
por otra persona. Y lo dicho o escrito por esa otra persona no interfiere en el
proceso desencadenado en mí, en el sentido que no es parte de este proceso
autó nomo.
Asimismo, el Espíritu de Dios se hace presente en nuestro espíritu para iluminarlo.
Esa presencia es gratuita, es un don. Es la presencia del Otro en mí. Cuando esa
presencia es suficientemente fuerte, la luz que descubrimos -por medio de la
Palabra, de la Escritura- puede ser tan intensa, que nuestra mente se vea
posesionada de una verdad de tal calidad (de un bien tan grande, puesto que lo
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verdadero y lo bueno se identifican), que la voluntad se incline casi
invenciblemente al asentimiento.
El lastre de la “carne” puede ser grande, pero el impacto del Espíritu resulta má s
poderoso y la “voluntad carnal” cede.
Esta experiencia de presencia iluminadora gratuita del Espíritu es sin duda la que
explica el final aparentemente iló gico del capítulo 7 de Romanos. Después de haber
descrito la impotencia del ser humano para superar los mecanismos autó nomos de
la carne, san Pablo descubre el impacto de la gracia; es decir, la iluminació n del
Espíritu de Dios que gratuitamente se hace presente en el espíritu humano (en su
razó n). Este descubre algo tan grande -tal sentido de la vida fundado en Dios- que
la voluntad se ve potenciada para superar los impulsos de la carne:
“Gracias sean dadas a Dios, por Jesucristo, Señ or nuestro. Así, pues, con la razó n
sirvo la ley de Dios, pero con la carne la ley del pecado” (Rom 7, 25).
Así, la transformació n, de acuerdo a mecanismos psicoló gicos propios, es posible;
el “mecanismo psicoló gico” de la conversió n supone ese descubrimiento de la
mente iluminada por el Espíritu que hace de repente tremendamente claras e
impactantes las cosas.
San Pablo lo expresa también con claridad:
“Deben renovarse, por una transformació n espiritual de su mente y revestirse así
del hombre nuevo, creado a imagen de Dios” (Ef 4,23-24; cf. Col 3, 5-10; Rom 12,
2), Esta situació n de hombres nuevos; es decir, impactados por la presencia real e
iluminadora del Espíritu, a la cual han dado su asentimiento de fe, constituye la
salvació n. Simplemente así el hombre está en la verdad que es Cristo, la cual ha
podido descubrir gracias a su Palabra iluminada desde dentro por el Espíritu.
Una vez má s San Pablo lo expresa bien “Que el Dios de nuestro Señ or Jesucristo les
conceda Espíritu de sabiduría y de revelació n en el conocimiento de él, iluminando
los ojos de su corazó n” (Ef 1, 17-18).
Y continú a má s adelante: “Puesto que es por gracia que han sido salvados
mediante la fe (= el asentimiento a esa iluminació n del Espíritu que hace que la
Palabra tome su significado impactante para mí); y esto no viene de ustedes, sino
que es don de Dios” (Ef 2, 8).
A partir de las reflexiones hechas podemos todavía hacer unos alcances:
* En primer lugar, el asentimiento de fe supone el contacto con la palabra de Dios,
en la cual podemos descubrir el sentido de nuestra vida y así motivar a la voluntad
para vivir segú n Dios. La fe no alimentada por la Palabra se debilita y acaba por
morir, pues los mecanismos psicoló gicos dependientes de las “concupiscencias” de
la carne, del poder y de la riqueza tienden a absorber completamente el campo del
interés humano.
* En segundo lugar, el asentimiento de fe necesita de la plegaria. La razó n es que
debemos pedir el don de la fe. Es decir, que Dios ilumine con su Espíritu nuestro
propio espíritu para descubrir constantemente y con fuerza el significado salvador
de la Palabra. El Espíritu de Dios es libre y la plegaria por el don de su presencia en
mí o en otros puede hacer que esa presencia se haga má s luminosa hasta provocar
el asentimiento de fe o su intensificació n.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 117
Esto no son palabras “piadosas”; son realidades teoló gicas. El Espíritu de Dios es
Otro, quien como tal puede o no hacerse má s presente en nuestra vida iluminando
nuestro propio espíritu.
Por eso tiene sentido la plegaria de intercesió n de los creyentes por quienes no
tienen fe. Pedimos para que Dios se haga má s y má s presente, por la iluminació n de
su Espíritu, en el espíritu de esos hombres, de manera que descubran el significado
salvador del mensaje cristiano. Y tiene sentido pedir a Dios que por su Espíritu
ilumine nuestro propio espíritu, puesto que esa iluminació n intensa que puede
venirnos del Otro, es el ú nico estímulo que puede quebrar nuestro círculo cerrado
del egoísmo concupiscente. Por eso el creyente hace íntimamente suyas las
palabras del salmo: “No me arrojes de tu presencia y no quites de mí tu santo
Espíritu” (Sal 51, 13).
Es el Espíritu de Dios en nosotros la ú nica garantía de la fe. Mientras el Espíritu
“esté ahí”, nuestra “carne” no podrá quedar tranquila en sus intereses. La palabra
de Dios llegará e interpelará a fondo nuestro espíritu, obligá ndolo constantemente
a responder. San Pablo advertía por eso a los efesios que no se hicieran difíciles al
impulso iluminador del Espíritu:
“No contristen al Espíritu santo de Dios, con el cual han sido marcados para el día
de la redenció n” (Ef 4, 30).
La fe es, pues, un asentimiento a la Palabra. Este presupone una serie de
mecanismos psicoló gicos, que van desde la motivació n hasta la acció n consecuente.
Pero el desencadenamiento autó nomo de esos mecanismos es posible porque la
Palabra se hace motivadora gracias a la “luz” que el Espíritu de Dios prende en
nuestro espíritu por su iniciativa soberana de amor gratuito. A eso llama la teología
el don actual de la fe, el cual no puede ser reducido a nuestros mecanismos
psicoló gicos ni verificado directamente en ellos. Los transciende, como el Otro me
transciende a mí y, al mismo tiempo, los motiva. Dios, por su Espíritu en nosotros,
es un tú interpelador que funda la responsabilidad radical en nuestra vida. La
responsabilidad puede ser ‘ocultada’, si la conciencia que nos interpela no tiene ese
cará cter de Tú absoluto. El cará cter de ser deudor que la conciencia como
interpelada experimenta frente a sí misma como interpeladora, só lo tiene un
sentido realmente absoluto, sin posibilidad de ocultarse, si el interpelador de mi
conciencia, de mi yo, es al mismo tiempo un Tú absoluto. Só lo entonces mi
responsabilidad no puede ser ocultada de ninguna manera.
Ante ese don de la fe, captado como la presencia iluminadora del Espíritu santo,
cabe ya sea la respuesta fiel o el rechazo infiel. No parece razonable postular que el
don gratuito de la fe fuera selectivo de parte de Dios, ofreciéndolo a unos
(predestinados) y no a otros (réprobos). Esa hipó tesis fue de hecho rechazada por
el concilio de Trento (cf. canon 17, DS 827). Por lo tanto el don gratuito de la
iluminació n del Espíritu, que hace posible la decisió n creyente, es dado a todo el
mundo. Si bien no todos de hecho deciden creer.
La opció n no creyente no puede, pues, ser interpretada como carencia de gracia.
Constituye, si acaso, una infidelidad a la gracia. Sin embargo, la decisió n es tomada
al interior de un condicionamiento psicosocial determinado que puede bloquear o
disminuir la captació n de la gracia o presencia iluminadora del Espíritu. Hasta qué
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                Pá gina 118
punto la decisió n de no creer constituye una infidelidad culpable, o bien es debida
al bloqueo psico-social, no puede nadie discernirlo nunca con seguridad. Por ello el
evangelio conmina: “no juzguen y no será n juzgados no condenen y no será n
condenados” (Lc 6, 37). Es má s, la infidelidad objetiva no creyente puede constituir
una fidelidad subjetiva en conciencia a lo que esa persona capta como su deber. Y
el Espíritu nunca puede llamar a una decisió n contra la propia conciencia. Puede
incluso ocurrir que esa conciencia, objetivamente contraria a la fe, se haya formado
bajo el condicionamiento de la poca relevancia o también del escá ndalo producido
por la actitud de los creyentes en determinadas instancias de la Iglesia. Por tanto,
el juicio definitivo de los verdaderos culpables de infidelidad al don gratuito de la
fe está exclusivamente en manos de Dios. La Iglesia debe tratar de ser fiel a la
transmisió n de la Palabra y ayudar al hombre a responder a ella en conciencia.
El Vaticano II tiene, a este respecto, pronunciamientos notables:
Por razó n de su dignidad, todos los hombres, por ser personas, es decir, dotados de
razó n y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una responsabilidad
personal, son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, y ademá s
tienen la obligació n moral de buscarla, sobre todo la que se refiere a la religió n.
Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligació n de forma adecuada a su
propia naturaleza si no gozan de libertad psicoló gica al mismo tiempo que de
inmunidad de coacció n externa.
Má s adelante afirma:
Desde los primeros días de la Iglesia, los discípulos de Cristo se esforzaron por
convertir a los hombres a la fe de Cristo Señ or, no por la acció n coercitiva ni con
artificios indignos del evangelio, sino, ante todo por la virtud de la Palabra de Dios.
Anunciaban a todos con fortaleza el designio de Dios salvador, que quiere que
todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad (1Tim 2, 4);
pero, al mismo tiempo respetaban a los débiles, aunque estuvieran en el error,
manifestando de este modo có mo cada cual dará a Dios cuenta de sí (Rom 14, 12),
y está obligado consiguientemente a seguir su conciencia.
La opció n creyente es, pues, una decisió n en conciencia, “motivada” por la
iluminació n del Espíritu que se hace presente en nuestro propio espíritu. Esta
iluminació n constituye una gracia dada a todos. Ella puede hacerse presente con
má s o menos fuerza de acuerdo a la voluntad soberana de Dios, que quiere, a su
vez, ser buscado y ser solicitado en la plegaria (“Creo, ¡pero ayuda mi poca fe!», Mc
9, 24).
C. LA FE DE AMÉRICA LATINA ES ESPERANZA DEL MUNDO
El Cardenal Juan Luis Cipriani Thorne, Arzobispo de Lima y Primado del Perú , dijo
durante su saludo pascual (27.03.2009) a los fieles que la identidad cató lica de
América Latina es la esperanza para el mundo.
El Purpurado destacó que durante los días del Triduo Pascual “Hemos visto có mo
la gente se ha volcado a las calles y a las iglesias; cuá ntos han acudido en busca de
un sacerdote para confesarse o han pasado horas frente a un monumento orando
ante el Señ or. Esto ha sido un plebiscito de la fe cató lica de nuestros pueblo que
realmente a nosotros pastores solo nos inspira darle gracias a Dios”.
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El Cardenal Cipriani dijo que “es esta mayoría silenciosa que mantiene en pie
nuestra fe”, y señ aló que debía ser distinguida del hombre que aparece en los
medios masivos, “llamativo y rodeado de poder, que desafía a la fe, dejá ndola de
lado”.
El Cardenal Cipriani destacó que esa mayoría “se encuentre en América Latina,
convirtiéndola en el continente de la esperanza, pues en el fondo de su alma tiene
un gran amor a Dios, a su Iglesia, al sacerdote, a la confesió n, a María Santísima”.
Este continente de la esperanza, Lo fue en el pasado y lo es aú n má s en este Tercer
Milenio.
El Continente de la Esperanza nace como un realidad humana nueva, en el
territorio de lo que se llamó Nuevo Mundo, Indias Occidentales, o finalmente
América.
Surge este Pueblo Continente en cuanto una nueva realidad bajo el impacto de la
fe. Es la fe de la Iglesia que sella la identidad de los pueblos que conforman
América Latina. Ella configura su sustrato má s profundo y como tal irrenunciable
de su realidad. No es posible hablar de América Latina sin mencionar este cará cter
fundante de la fe.
El futuro de América Latina está ligado a la coherencia de sus gentes con la fe.
Abandonarla o apartarse de los valores cristianos es caer en la alienació n. Y como
es bien sabido, alienació n y locura hacen de sinó nimos.
El Cardenal Cipriani criticó a “los poderosos de Europa, que han renunciado a su
identidad cristiana”, haciendo referencia a la decisió n de la Constitució n Europea
de evitar cualquier referencia al cristianismo.
“No todo es perfecto en nuestro Continente, pero hay mucha gente buena que reza,
que espera de su Dios y procura portarse bien” agregó .
“Lamentablemente parecería que hay una campañ a en los medios masivos para
decir (a los cató licos): cá llate la boca, tu conciencia guá rdatela para tu casa, no la
saques a la política, a la economía, al Poder Judicial; tu conciencia es tu problema
pero los problemas pú blicos no admiten religió n”.
El Primado de la Iglesia en el Perú hizo énfasis en que América Latina no es un
reflejo de Europa y la instó a marcar su distancia.
“Hoy encontramos una Europa que puede ser muy fuerte en lo econó mico, pero
cada vez es má s débil en la esperanza”.
“Miremos má s a nuestra querida América que Dios ha querido conservar con sus
tradiciones, con su fe, y aunque con sus errores, es un pueblo bueno”, concluyó .
LA ORACIÓN EN LA VIDA DE LA FE
_________________________________________________
LA COMUNICACIÓN CON DIOS (ORACIÓ N CRISTIANA)
                     La oració n es el alma de toda vida de fe y, por supuesto, de la
                     vida cristiana. Lo es para cada persona y lo es también de la
                     Iglesia como lo fue de Jesú s. Encontramos a Jesú s orando
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 120
muchas veces y enseñ ando a orar a sus discípulos: "Cuando oren, no hagan como
los hipócritas que son muy dados a orar en pie para que todo el mundo los vea.
Ustedes entren en su aposento y, con la puerta cerrada, oren al Padre, que está allí, a
solas. No se pongan a repetir palabras como hacen los paganos, que creen que por
muchos repetir serán escuchados. Ustedes digan: Padre nuestro..." (Mt 6, 5-13)
NATURALEZA DE LA ORACIÓN
Los cristianos, a ejemplo de Jesú s y de sus discípulos, entendemos que la oració n es
un encuentro con Dios, es comunicació n con él. Ningú n signo sacramental ni
prá ctica de piedad tienen sentido sin el espíritu de oració n, que equivalente a vivir
en la presencia de Dios que habla y oye, que ama y pide ser amado. La oració n es
la respuesta del hombre a Dios. El Catecismo de la Iglesia Cató lica indica con
referencias patrísticas lo que se entiende por oració n: "La oración es la elevación
del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes" (S. J. Damasceno 3. 24).
¿Desde dónde hablamos cuando oramos? Dice San Agustín: ¿Desde la altura de
nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde "lo más profundo" (Sal 130,
14) de un corazón humilde y contrito?... Nosotros no sabemos pedir como conviene"
(Rom 8, 26). Por eso la humildad es disposición necesaria para recibir gratuitamente
el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios. (Sermón 56, 6, 9). (Cat. N.
2257)
FORMAS DE ORACIÓN
1. LA ORACIÓN VOCAL
Es la que dirigimos a Dios en nuestro interior y la expresamos en fó rmulas
concretas y en sentimientos espontá neos. Es la forma de hablar con Dios como
quien habla con un amigo. Esta oració n lleva a diversas actitudes ante Dios:
- a pedirle los bienes materiales y espirituales que necesitamos (impetratoria);
- a pedirle perdó n por nuestras infidelidades (propiciatoria);
- a darle gracias por su amor y sus beneficios (eucarística);
- a alabarle por sus grandezas y maravillas (laudatoria);
- y a reconocerle como Señ or, ofreciéndole nuestra adoració n y pleno
reconocimiento (latréutica).
2. ORACIÓN MEDITATIVA
Esa oració n la hacemos con palabras personales y con fó rmulas compartidas y la
llamamos vocal. O la hacemos de manera má s o menos reflexiva y la llamamos
meditació n. Esta la hacemos en nuestro interior y aplicamos nuestra memoria,
nuestra imaginació n, nuestra afectividad, nuestra inteligencia y nuestra voluntad, a
las cosas de Dios y a las cosas de este mundo a la luz de Dios. El cristiano medita en
su corazó n con frecuencia. Piensa en la presencia divina. Considera los ejemplos de
Jesú s y de sus santos. Perfila sus proyectos de vida cristiana a la luz de las
inspiraciones buenas que de Dios recibe. Entre las formas de esta oració n, la
bíblica es la má s excelente por ser un encuentro con los "dichos y los hechos de
Jesús".
3. ORACIÓN CONTEMPLATIVA
Actitud de la inteligencia o de la persona entera de quedarse está tica ante la
consideració n de un misterio, de una figura religiosa, de un valor espiritual. Este
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 121
término es empleado en ascética y en mística, cuyos cultivadores consideran la
"contemplació n" como una reflexió n interior por la que el hombre se acerca a los
misterios divinos y se siente transformado por ellos. El concepto suele apoyarse en
términos bíblicos que aluden a la relació n con Dios y con sus misterios, sobre todo
en el texto de San Juan: "La vida eterna consiste en "contemplarte" (conocerte) a Ti,
solo Dios verdadero y a Jesucristo a quien has enviado." (Jn 17,3) Esa contemplació n
es, en San Juan, de naturaleza intelectual (ginosko), interior, está tica; pero también
se expresa de forma "observativa", de naturaleza activa, mirada, inquisidora (Jn
1,32; 17,24; Hch 7,56; 1Jn 1,1; 4, 12). La piedad cristiana siempre consideró la
contemplació n como el grado excelente y culmen de la oració n. Y entendió la vida
contemplativa como un camino para la unió n con Dios y para la entrega a los
demá s de las riquezas contempladas. ("Contemplari et aliis tradere contemplata").
4. ORACIÓN COMUNITARIA O COMPARTIDA
Es la que hacemos en compañ ía de los otros creyentes y elevamos al Señ or de
manera grupal y solidaria. Significa la unió n con el Señ or que se hace presente en
la comunidad que le dirige sus plegarias y se pone en actitud de escuchar de forma
solidaria y compartida. Es decir, ya no se establece una relació n lineal entre el yo y
Dios, sino entre el nosotros y el Padre, teniendo en medio a Jesú s. Esta oració n es
imprescindible en todo grupo de creyentes que se relaciona entre sí a la luz de la
fe, o por el vivir só lo o por el actuar apostó licamente conjuntados por el amor a
Dios.
5. ORACIÓN LITÚRGICA
La comunitaria se convierte a veces en oració n oficial de la Iglesia (Liturgia). Es
aquella que la Iglesia, como tal, tributa a su divino Esposo. Con el paso de los siglos,
la Comunidad de los seguidores de Jesú s ha ido organizando su plegaria pú blica en
diversas formas permanentes. Se la suele llamar oficio de la horas, pues está
organizada para que se rece a lo largo de todo el día, al amanecer, a medio día, por
la tarde, al caer de la noche.
PLEGARIA Y FÓRMULAS
La Iglesia cultivó y recomendó siempre algunas fó rmulas como preferentes y
aconsejables. Son las que, por su dimensió n evangélica o por la piedad que
suscitan, se denominan en los catecismos "oraciones del cristiano". La primera y
principal plegaria que la Iglesia siempre estimó y admiró fue la del Padre nuestro,
pues fue la que Jesú s enseñ ó a sus Apó stoles. En ella vio la Iglesia el resumen de
todas sus necesidades y de todos sus deseos (Mt 6, 9-13 y Lc 11, 2-4). Pero hay
otras plegarias que no son menos importantes para la piedad cristiana:
- El himno trinitario del "Gloria al Padre, gloria al Hijo, Gloria al Espíritu Santo"
condensa todo el misterio cristiano y se expresa como acto de fe.
- Las plegarias marianas, sobre todo el Avemaría tradicional, han sido patrimonio
cristiano desde los primeros tiempos. Junto a ella la Salve, el Magníficat, el
Acordaos, el Rosario y la letanías lauretanas reflejan esa piedad singular que la
Madre de Dios inspiró siempre en el pueblo cristiano.
- El Credo no es una plegaria, sino una declaració n de fe.
- La Confesió n general (Yo pecador) o acto de contrició n (Señ or mío, Jesucristo), la
Oració n de la buena muerte, los actos de fe, esperanza y caridad, son también
plegarias      que      se   recogen      en     diversos   catecismos       histó ricos.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 122
- Los Salmos bíblicos, sin dejarse deslumbrar por otros pseudo-salmos que
determinadas almas piadosas divulgan en folletos extra bíblicos.
LA VIRGEN MARÍA, MEDIADORA EN LA ORACIÓN
              La Tradició n considera a la Santísima Madre de Cristo, "mediadora
              de toda gracia" en la oració n. Cristo se hace humano en el vientre de
              María, dando ella su consentimiento al á ngel enviado por Dios,
              "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Su condició n de
              mediadora se manifiesta en la visita que María, encinta, hace a su
              prima Isabel; su sola presencia, llevando en su vientre al Mesías,
              llena de Espíritu Santo al hijo que Isabel espera (Lc 1,41-45). La
              gracia de omnipotencia suplicante de María la instaura el mismo
              Jesú s en las bodas de Caná , al convertir el agua en vino, simplemente
              porque su Madre le hizo presente la necesidad. Y ello ocurrió a pesar
de que aú n no era la hora de empezar su misió n (Jn 2,1-11).
LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS
El concepto de Comunió n de los Santos, al hacer partícipes a todos los cristianos de
los méritos de los santos, ademá s de los de Cristo, para su propia salvació n, está
expresado desde la tradició n cristiana desde la perspectiva de que la muerte no es
el final de la vida, sino que es el inicio de la vida eterna con Dios. El concepto de
comunió n de los santos es que, a través de nuestra oració n y de la oració n de los
que ya está n en la presencia de Dios (santos) podemos alabar a Dios. Este concepto
de "comunió n" implica que la Iglesia del cielo (Iglesia triunfante) y la de la tierra
(Iglesia militante) está n unidas a través de la oració n. Permite una clase de culto a
los santos (culto de dulía) distinto al culto debido a Dios (culto de latría; dá rselo a
otra entidad se considera idolatría), pues no deben atribuirse a los santos méritos
divinos. Este culto incluye la veneració n de sus reliquias e imá genes y el rezo de
oraciones.
    Si quieres que una planta tenga vida, debes regarla. Si deseas mostrar que
  quieres a una persona, debes decírselo. Si cortas las raíces de un árbol, el árbol
  se muere. Eso pasa con la oración. La oración es vida para nuestro espíritu y es
   el medio para decirle a Dios... te amo, como también es escucharle decir que
                                       nos ama.
   Quien tiene el hábito de orar, en su vida ve la acción de Dios en los momentos de más
    importancia, en las horas difíciles, en la tentación, etc. En cambio, si no oramos con
    frecuencia,COMUNIDAD
                vamos dejandoCATÓLICA
                                morir a Dios“BODAS
                                                en nuestroDE
                                                           corazón
                                                               CANÁ”y vendrán otras cosas a
                         ocupar el lugar
                  Evangelización          que a DiosCarismática
                                     Matrimonial       le corresponde.
                            COORDINACION NACIONAL
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                            Pá gina 123
                       COMUNIDAD CATÓLICA “BODAS DE CANÁ”
                         Evangelización Matrimonial Carismática
                              COORDINACION NACIONAL
ESCUELA DE EVANGELIZACIÓN SAN JUAN PABLO II
CURSO: FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE
                            4. TEOLOGÍA DOGMÁTICA FUNDAMENTAL
A. CRISTOLOGIA FUNDAMENTAL
    La racionalidad de la pretensió n cristiana va vinculada a la contundencia
histó rica del hecho Jesús y a la genialidad especial de su mensaje como respuesta al
problema radical del hombre. Aquí, ú nicamente queremos señ alar algunos
aspectos fundamentales para poder asumir razonablemente la referencia
cristoló gica al interior de la categoría teoló gica de revelació n y como su punto
central.
    1. El hecho Jesús
    En los tratados clá sicos, la cristología fundamental se ocupaba de mostrar lo
bien fundado de la pretensió n de Jesú s segú n los evangelios (su filiació n divina o
mesianismo) gracias al aval de sus milagros y al argumento histó rico del
cumplimiento en él de las profecías veterotestamentarias. Esta argumentació n hizo
crisis, al interior del propio cristianismo, desde fines del siglo XVIII. Estudios
diversos plantearon un problema que minaba por su base la fuerza de la
apologética anterior: los milagros atribuidos a Jesú s y las profecías cumplidas en él,
en realidad no tenían su ubicació n histó rica en la vida y obra de Jesú s, sino que
habían sido elaboradas al nivel de la redacció n de los evangelios por parte de los
creyentes cristianos primitivos en Palestina. Estos sacaron relatos de milagros del
antiguo testamento o de otras tradiciones de religiosidad «milagrosa» y los
atribuyeron retroactivamente al personaje Jesú s, en quien creían como enviado de
Dios. Asimismo, a partir de esta creencia, la comunidad primitiva leyó los escritos
proféticos del antiguo testamento, haciendo concordar con ellos la historia de
Jesú s.
    De esta manera la llamada «escuela liberal» protestante hizo la famosa
distinció n entre el Jesú s histó rico y el Jesú s mitificado o Cristo de la fe. Quien má s
ha profundizado en esa línea ha sido sin duda R. Bultmann. Para él, los textos
evangélicos está n de tal manera marcados por el interés kerigmá tico de sus
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                    Pá gina 124
autores que es casi imposible distinguir en ellos lo que puede «objetivamente»
corresponder a lo dicho y hecho por el Jesú s histó rico. Para Bultmann resulta claro
que Jesú s no predicó lo que predicaron después los apó stoles. Jesú s predicó la
venida del reino de Dios, como lo habían hecho otros profetas antes de él. Pero por
un designio especial de Dios (segú n otros, por una coyuntura histó rica especial),
este predicador –Jesú s- se convirtió en el predicado, objeto del kerigma apostó lico.
    A partir de ahí, Bultmann considera que no interesa ya mayormente lo que
haya podido ser y decir el Jesú s histó rico -por lo demá s difícilmente accesible para
la historia-; lo ú nico que importa es el anuncio kerigmá tico de la persona de Jesú s
como acontecimiento salvador querido por Dios para que el hombre oriente su
existencia de acuerdo a ese anuncio pascual.
    Para Bultmann los autores del nuevo testamento que mejor nos dan el
significado del evangelio son Pablo y Juan. Pablo, cuyos escritos son los má s
antiguos de todo el nuevo testamento, se desinteresa por completo del Jesú s
histó rico (2Cor 5, 16) y concentra su predicació n en el Cristo pascual. Algo
parecido habría hecho Juan al enmarcar su evangelio con el pró logo sobre el Verbo
de Dios. Por lo demá s, antes de la redacció n de los evangelios, los apó stoles
predicaron el anuncio kerigmá tico centrado en la pascua: Jesú s murió por nuestros
pecados, pero Dios lo resucitó .
    El cristianismo no es, pues, segú n Bultmann, la religió n de la doctrina de Jesú s,
sino la religió n de su persona:
    El nuevo testamento habla de un acontecimiento gracias al cual Dios aporta la
salvación a los hombres. Muestra a Jesús no como un doctor, que ha dicho cosas muy
importantes y que veneramos por eso con infinito respeto, pero cuya persona sería en
principio indiferente para aquel que haya comprendido su enseñanza. No,
precisamente la persona de Jesús es anunciada por el Evangelio como el
acontecimiento salvador decisivo. Habla de él mitológicamente; pero ¿es que ello
justificaría el eliminar, como pura mitología, la predicación de la persona de Jesús?
Ahí está el problema.
     El planteamiento de Bultmann ubica en forma notable el doble problema sobre
el Jesú s de la historia: En primer lugar, qué certeza histó rica podemos tener de lo
que pretendió ser y de lo que, de acuerdo a ello, hizo y dijo; en segundo lugar, qué
importancia teoló gica puede tener esa certeza histó rica sobre Jesú s.
    El acceso al Jesú s de la historia es esencial para que el creyente pueda
responder a la sospecha de «voluntarismo fideísta» al preguntarse sobre su opció n
por Jesú s como acontecimiento salvador, y no por Buda o por Osiris. Si la
pretensió n histó rica de Jesú s no tuviera gran cosa que ver con la pretensió n de la
Iglesia respecto a Jesú s, la fe cristiana constituiría una especie de «esquizofrenia»
arbitrariamente querida por Dios; lo cual haría igualmente razonable otra forma
de fe o eventualmente incluso la opció n no creyente.
    Quizá sí mi opció n por Jesú s pueda estar dada por la fuerza interna del Espíritu
santo, que hace de la fe un don; pero en mi conciencia racional tengo derecho y aun
obligació n de preguntarme si lo que asumo como presencia gratuita del Espíritu
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 125
santo en mí, no será un «pajarito en mi cabeza». A esto Bultmann no puede
contestar si no es remitiéndose a la doble predestinació n: a quien le es dado creer,
creerá , y quien no tiene ese don, no podrá creer. Así de simple, por no decir
simplista.
a) El Jesús histórico
    La pregunta por el Jesú s histó rico es difícil de contestar debido a la distancia en
añ os que nos separa de él. Pero ademá s porque los datos sobre lo dicho y hecho por
Jesú s só lo nos han llegado a través del testimonio de gente creyente en Jesú s: los
escritos canó nicos del nuevo testamento y los llamados apó crifos.
    Las fuentes «neutrales» o incluso hostiles al cristianismo, como son los
famosos textos del judío Flavio Josefo o del Talmud y los textos paganos de
Suetonio o de Plinio el Joven -por lo demá s tardíos-, dependen, en lo que
transmiten, de lo que los cristianos decían y creían de Jesú s.
    Estamos, pues, obligados a investigar sobre el hecho Jesú s a partir de fuentes
«interesadas», elaboradas por creyentes en Jesú s.
    Este impasse llevó a ciertos historiadores a poner un interrogante má s o menos
serio respecto a la validez «objetiva» de las informaciones recibidas sobre el hecho
Jesú s.
    La actitud má s extrema fue la representada por Bruno Bauer, a fines del siglo
XIX. Este autor postuló que todo lo referido por los evangelios es producto
«mítico» de la fe cristiana, originada en el siglo II como resultado de la fusió n de
diversas corrientes en Palestina. A partir de ahí se originó incluso la misma
existencia histó rica de Jesú s, que en realidad nunca habría tenido lugar.
    Pero la postura de Bauer, con la misma velocidad con que impactó , desapareció
del interés serio de los historiadores y exegetas.
    Las fuentes directas sobre Jesú s se reducen, en todo caso, a los textos
neotestamentarios, si bien otros textos ayudan a ubicar mejor el contexto histó rico.
Ese condicionamiento, sin embargo, provocó la aplicació n del método conocido
como «historia de las formas». Iniciado por Dibelius y profundizado por Bultmann,
pretendió al principio descubrir las diversas capas redaccionales de la tradició n
evangélica, previas a su definitiva forma actual fijada a fines del siglo primero o
principios del segundo. Para Bultmann, lo má s que este tipo de trabajo podía lograr
era mostrar las primeras formas literarias que la comunidad cristiana primitiva de
Palestina dio a su fe en Jesú s. Pero no había posibilidad, segú n Bultmann, de
conectar esos textos primitivos, producto de la fe original, con el hecho histó rico,
Jesú s de Nazaret.
    En este punto la exégesis post-bulmanniana ha logrado cambiar la perspectiva.
Las obras de Ksemann de G. Bornkamm , o de J. Jeremias y U. Wilckens por citar
algunos autores má s importantes, permiten afirmar que los textos primitivos sobre
Jesú s, elaborados por la primera comunidad cristiana, se explican
fundamentalmente a partir del hecho Jesú s y no a la inversa.
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    Como lo expresa Bornkamm:
    Lo que los evangelios relatan del mensaje, de los actos y de la historia de Jesús se
caracteriza por una autenticidad, una frescura y una originalidad, que ni siquiera la
fe pascual de la comunidad ha podido reducir; todo esto remite a la persona terrena
de Jesús.
     No cabe duda que una buena parte de los relatos evangélicos son producto de
la elaboració n posterior, a partir de una reflexió n teoló gica sobre Jesú s. Los textos
má s claros en este sentido son los de la infancia, tal como nos los transmiten Mateo
y Lucas. Fuera del dato del nacimiento mismo de Jesú s, en el seno de una familia
humilde, pocos elementos má s de su niñ ez son histó ricamente seguros: ni la fecha
bajo el reinado de Herodes el grande -cuya muerte se produjo probablemente
cuatro añ os antes de Cristo-, ni la localizació n en Belén, ni el relato del censo y el de
los Magos, tienen visos de historicidad objetiva verificable. De hecho, el evangelio
má s antiguo de que disponemos –Marcos- no incluye nada referente a la infancia
de Jesú s. En cambio, lo que sí tiene claros indicios de historicidad es la pretensió n
de Jesú s de ser un enviado de Dios, vinculado a él de una forma misteriosa e inédita
hasta entonces, así como la relació n histó rica entre la muerte violenta de Jesú s y su
pretensió n de ser ese enviado mesiá nico de Dios.
    Si bien Jesú s nunca dijo que era el Mesías, ese «secreto mesiá nico» no puede
ser comprendido como falta de conciencia de su identidad cristoló gica por parte
suya, la cual le habría sido atribuida posteriormente por la comunidad. Es un hecho
histó rico comprobado que Jesú s, cuando hablaba de Dios o se dirigía a él en forma
de plegaria, lo denominaba Abbá. Esta expresió n es aramea. Aparece una vez en la
tradició n evangélica, precisamente en el evangelio má s primitivo, Marcos (14, 36).
Y curiosamente se encuentra dos veces en la tradició n paulina, que ya no se
ubicaba en contexto de elaboració n arameo-palestina. Por supuesto que el término
conservado Abbá está acompañ ado en todos esos textos por su correspondiente
traducció n griega pater. ¿Por qué no se suprimió el vocablo arameo,
incomprensible fuera de Palestina? Indudablemente que se mantuvo así por
considerarse como una palabra-reliquia: de esa manera lo había pronunciado Jesú s
mismo.
    Puede objetarse que quizá fue la comunidad palestina de habla aramea quien
retroactivamente puso esa palabra en labios de Jesú s. Pero aun aceptando esta
segunda posibilidad, la importancia histó rica de constatar que a nivel de la primera
comunidad cristiana en Palestina (de habla aramea) se atribuía a Jesú s haberse
relacionado con Dios como su Abbá, es fundamental. Efectivamente, nunca antes de
Jesú s hubo judío alguno que se hubiera atrevido a dirigirse a Dios diciéndole Abbá
(«papá mío»). Y sú bitamente, sin posibles influencias externas al judaísmo por
tratarse de una constatació n que se encuentra en el nivel redaccional del
cristianismo primitivo palestino anterior al acceso de los helénicos a la fe cristiana,
nos encontramos con que la tradició n evangélica pone sistemá ticamente en boca
de Jesú s el término Abbá, o su equivalente griego pensado en arameo.
   Este hecho requiere de una explicació n tanto si fue Jesú s quien se expresó así,
como si se lo imputó la comunidad cristiana aramea. Por lo demá s cuesta menos
comprender que haya sido Jesú s quien haya hecho esa radical innovació n en la
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tradició n judía de plegaria, y no la comunidad cristiana primitiva. ¿De dó nde
habría sacado tal genialidad un grupo de pescadores, atemorizados tras la muerte
de su maestro? Al menos Jesú s aparece, segú n las fuentes, como má s capaz de esa
genialidad que sus discípulos. Por lo mismo resulta histó ricamente má s simple
atribuir esa innovació n al mismo Jesú s.
    Y si Jesú s se atrevió a referirse a Dios como «mi papá », la alternativa histó rica
posible es: o bien se trata de un demente o de un «genio religioso», para enfrentar
a toda su tradició n judía en un punto tan fundamental como era la irreductible
trascendencia de Yahvé, el Dios inefable (cf. Ex 20, 7).
    De hecho, esta «loca» pretensió n de Jesú s aparece verificada por la causal judía
del proceso que lo llevó a la muerte: blasfemia (cf. Mc 14, 6 1-64). Y difícilmente se
puede pensar que la primera comunidad palestina se hubiera atrevido a poner en
boca de Jesú s tal expresió n blasfema, a no ser porque realmente Jesú s así lo decía.
    Sin duda siempre resulta posible la mitificació n. Pero ésta requiere tiempo.
Ahora bien, la fe cristiana en la identidad divina de Jesú s se encuentra atestiguada
ya en las capas redaccionales má s primitivas de la tradició n evangélica, cuando no
había transcurrido todavía tiempo suficiente para que la «distancia» discursiva
pudiera haberse proyectado sobre los hechos escuetos recibidos. La fe dogmá tica
vendrá después, ampliando, y si se quiere incluso «mitificando», la fe primera,
como un á rbol desarrolla las virtualidades que contiene ya la semilla.
    Junto a la constancia histó rica de la pretensió n especial de Jesú s como enviado
del Padre, está n las tradiciones histó ricamente seguras de las palabras (logia) de
Jesú s sobre el reino de Dios, que muestran también la originalidad del mensaje
suyo con respecto a la tradició n judía anterior. Pero sobre todo constituye un
aspecto central la tradició n histó rica, recogida uná nimemente en los evangelios,
sobre la muerte y resurrecció n de Jesú s.
b) El acontecimiento pascual
    Las investigaciones histó ricas en torno a las religiones mistéricas, plantearon
un nuevo contexto para comprender el origen de la fe pascual cristiana. Los cultos
mistéricos, que pululaban en el imperio romano desde la época helénica,
coincidían en celebrar la muerte cruenta y posterior resurrección de personajes
divinos (Dionisio-Baco, Osiris, toro de Mitra...), o bien el descenso incruento a las
partes inferiores de la tierra (“inferos” o infiernos), superado después por el
ascenso glorioso a las alturas de la vida inmortal de los dioses.
    Este esquema pascual coincide con el kerigma cristiano: Jesú s murió , pero
resucitó ; descendió a los infiernos, pero ascendió a los cielos.
    La pregunta ineludible en una cristología fundamental es, pues, obvia: ¿la fe
pascual cristiana no habrá sido influenciada, o hasta quizá determinada
histó ricamente, por las creencias mistéricas paganas?
   El pensamiento liberal protestante, así como el «modernista» cató lico, tendió a
asumir, con excesiva rapidez, como dato histó rico, la dependencia señ alada,
aunque en grados diversos. El anuncio kerigmá tico de la muerte y resurrecció n de
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Jesú s sería fundamentalmente un mito elaborado a partir del culto mistérico, desde
el cual se habría interpretado salvíficamente la historia sangrienta de la muerte de
Jesú s.
    Esta explicació n, de indudable coherencia ló gica inmediata, choca, sin embargo,
con un aná lisis má s cercano y minucioso de los datos disponibles.
     En primer lugar, el kerigma pascual constituye el nú cleo de la fe cristiana
palestina de habla aramea antes de la irrupció n del mensaje en el mundo helénico,
que tuvo lugar fundamentalmente después de la conversió n de Pablo. Los cultos
mistéricos pudieron ciertamente influir en la reflexió n ulterior de ese kerigma, así
como en la aplicació n a Jesú s de los temas teoló gicos del descenso a los infiernos
(cf. 1 Pe 3, 19) y el ascenso a los cielos (Hech 1, 9-10; 1Pe 3, 22). Pero esas son
aplicaciones creyentes de un nú cleo original presente en la capa má s primitiva e
«incontaminada» de toda la tradició n referida a Jesú s, la del primer nivel arameo-
palestino de la comunidad primitiva aislada de toda influencia helénica y en actitud
de rechazo frente a ella (los «judaizantes» previos a la influencia paulina en la
comunidad cristiana palestina).
    Ese kerigma primitivo -«Jesú s murió , pero realmente resucitó »- contiene en sí
la explicació n histó rica del origen del cristianismo, que de otra manera se hace
incomprensible a la razó n. En efecto, la muerte de Jesú s, cuya envergadura
histó rica contrasta radicalmente con los «despedazamientos» míticos de los
protagonistas divinos de los cultos mistéricos (Osiris, Dionisios...), fue una muerte
perfectamente circunstanciada -crucificado bajo Poncio Pilato-, tras la cual sus
discípulos quedan frustrados en su expectativa mesiá nica sobre Jesú s. Ellos creían
que él era el enviado de Dios para ejercer el «poder mesiá nico». Sus expectativas
exigían, pues, un Mesías vivo, que pudiera instaurar el reino de Dios, en cuyo
esplendor esperaban tener algú n «mando» (cf. Mt 20, 20-28). El mismo Pedro se
escandaliza ante la posibilidad de un fin trá gico de Jesú s (Mt 16, 21-22). Y cuando
el fin parece inminente, los discípulos, considerando que puede tratarse de la
ocasió n definitiva para que Jesú s «muestre» su poder mesiá nico, intentan un acto
de fuerza. Pero Jesú s no quiere mostrar ese poder y se pliega a la derrota. Ante ese
desenlace, el pá nico se apodera de los discípulos y «abandoná ndole, todos
huyeron» (Mt 26, 56; Mc 14, 50). Las expectativas centradas en Jesú s quedaron
reducidas a cero y ya só lo quedó la fidelidad temerosa y cobarde de Pedro, quien
se arriesgó a seguirlo ocultamente, pero negá ndolo (Mt 26, 69-75).
     Una vez hubo sido crucificado, ya no cupo duda que sus pretensiones
mesiá nicas habían fracasado. Los evangelios ponen en boca de sus perseguidores
este desafío iró nico: «El Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz para que
veamos y así creeremos en él» (Mc 15, 32). Dado que no bajó , quedó probada su
falsedad mesiá nica. Lucas recoge esa profunda decepció n también en el relato
post-pascual del camino de Emaú s: «Nosotros esperá bamos que él era el que tenía
que venir a liberar a Israel. Pero, con todo, éste es ya el tercer día desde que estas
cosas ocurrieron» (Lc 24, 21). Y los discípulos se iban de nuevo a su casa. Terminó
la ilusió n puesta en Jesú s.
   Los rasgos aquí descritos han sido elaborados por los evangelistas en una
perspectiva pospascual que tiende a acentuar la desesperació n frente al fin de
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                Pá gina 129
Jesú s como «suspense» para que destaque má s el impacto del anuncio de la
resurrecció n. Sin embargo, permiten filtrar un dato indiscutible: la poca
predisposició n de los discípulos a ubicarse en la expectativa de la resurrecció n
inmediata de Jesú s.
    Junto a este elemento, hay otro en el cual coinciden todos los rasgos filtrados
en la tradició n evangélica: los discípulos de Jesú s no tenían «genialidad» alguna
que pudiera predisponerlos a la elaboració n de un sistema interpretativo para
asumir el golpe del fracaso de Jesú s. Se trata de pescadores en su mayoría,
despreciados por los fariseos como ignorantes de la ley, que dependían en todo de
la intervenció n de Jesú s para que él respondiera por ellos las preguntas
comprometedoras (Mc 2, 23; 7, 1 ss), o les explicara sus pará bolas y enseñ anzas
(Mc 4, 13; 8, 17-21). Por lo demá s, Jesú s mismo curiosamente eligió a este tipo de
personas y sin genialidad planificadora, a quienes comparaba con niñ os inocentes
(Mt 11, 25).
    Pues bien, esta gente asustada tras la muerte de Jesú s, de la noche a la mañ ana
habría sido capaz de la genialidad que supone la rá pida mitificació n del Jesú s
muerto en un Cristo resucitado que permite reubicar el significado de la vida
terrena de Jesú s en una respuesta teoló gica notable.
    Cuando Pablo, después de convertido, elaboró su Cristología, lo hizo a partir de
un esbozo cristoló gico ya adquirido por la comunidad judeo-cristiana prepaulina,
de la cual Pablo tomó e incluso citó las fó rmulas kerigmá ticas (por ejemplo 1Cor
15, 1 ss).
    Hay otro punto interesante relacionado con el tema. Se trata de la «tumba
vacía» de Jesú s. El interés «apologético» por ese dato fue muy dejado de lado por la
influencia de la perspectiva bultmanniana, que consideraba esas referencias como
irrelevantes y parte del contexto mitificador. Sin embargo la cuestió n no puede
soslayarse tan fá cilmente y hoy día vuelve a tener validez su planteamiento. Un
buen argumento para mostrar esa validez puede presentarse a partir del discurso
de Hech 2, 14-36. Este texto, siendo elaborado por la versió n tardía de Lucas, tiene
no obstante un sabor arameo-palestino indudable, que hace imposible su
procedencia del contexto helénico propio de Lucas. Este evangelista tuvo que
tomarlo de la tradició n judeo-cristiana para insertarlo en su propia redacció n. El
texto supone el conocimiento de la creencia popular palestina anterior a Jesú s
segú n la cual había habido justos en la historia de Israel que no habían visto la
corrupció n del sepulcro, el ú ltimo de los cuales -el séptimo, o justo por
antonomasia- habría sido David. Pues bien, David, que era tenido por autor de
todos los salmos, había profetizado en el salmo 10 sobre su propio destino como
Justo, al decir que «no dejará s que tu justo experimente la corrupció n del sepulcro»
(Hech 2, 27). Eso creía el pueblo. Pero Pedro argumenta:
        Varones israelitas, déjenme decir con franqueza ante ustedes acerca del
    patriarca David, que murió y fue sepultado, y que su sepulcro subsiste entre
    nosotros hasta el día de hoy. Pero como era profeta, y sabiendo que Dios le había
    jurado solemnemente que asentaría sobre su trono a uno de sus descendientes,
    con visión profética habló de la resurrección de Cristo, que ni sería abandonado
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                Pá gina 130
   en el sheol, ni su carne experimentaría la corrupción. A éste, que no es otro que
   Jesús, resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos (Hech 2, 29-32).
    Ahora bien, ¿en qué consiste la «franqueza» de Pedro? Simplemente, lo que el
texto insinú a claramente al aludir a la tumba de David, conocida de todos los
presentes hasta hoy día, es un desafío que llama a la posibilidad de verificar si es
cierto que dentro de esa tumba hay o no los restos corruptos de David. Y dando por
sentado que a nadie le cabría duda sobre esa corrupció n, Pedro concluye diciendo
que en realidad eso indica que el salmo 15 no se refería a David, sino al verdadero
y definitivo Justo, Jesú s.
    Pero el punto principal de este texto está en lo que no dice. Para que este
argumento de Pedro tenga algú n sentido, es obvio que debe presuponerse la
«tumba vacía» de Jesú s. De otra forma, ¿con qué derecho se diría que el incorrupto
no es David, sino Jesú s? Simplemente, este texto supone un hecho y quiere
explicarlo. No pretende probar la existencia de la «tumba vacía», sino dar razó n de
esa evidencia conocida por todos. De alguna manera había que dar cuenta del
fenó meno.
    Las explicaciones que se dieron en el contexto palestino inmediato a la muerte
de Jesú s fueron dos. La primera es la conservada en este texto: Jesú s resucitó
porque era realmente el Justo enviado por Dios, profetizado ya por David. La
segunda se ha conservado en el relato de Mateo 27, 62-66: los discípulos habrían
sustraído el cadá ver, lo habrían escondido, y luego habrían dicho que «Jesú s
resucitó ». Tomada así burdamente, esta segunda hipó tesis se hace inviable, puesto
que supone una desfachatez tan grande de parte de los discípulos, ademá s de una
incoherencia tal con la cobardía mostrada pocos días antes, que es simplemente
imposible.
    Aparte de que desde entonces los discípulos habrían dado valiente testimonio
¡hasta morir má rtires por un embuste que ellos mismos habían inventado!
    Hay otra forma mitigada de esta segunda hipó tesis. Ella proviene de combinar
el texto citado de Mateo sobre el robo fraudulento del cadá ver de Jesú s, con una
insinuació n hecha por Juan 20, 2 y 13-15. En este relato, María Magdalena,
desesperada al encontrar la tumba de Jesú s vacía, corre a avisar a los apó stoles:
«Se llevaron al Señ or del monumento y no sabemos dó nde lo pusieron» (v. 2 y 13).
Luego ve a una persona y le pregunta: «Si tú te lo llevaste, dime dó nde lo pusiste y
yo me lo llevaré» (v. 13).
    Este texto podría ser la pista para indicar lo siguiente: Una vez muerto Jesú s,
fue sepultado en una fosa comú n, tal como correspondía a los crucificados. Las
mujeres se fijaron dó nde lo ponían, con la intenció n de ir después a enterrarlo en
un lugar adecuado. Entretanto José de Arimatea se habría adelantado a ellas y
sepultó a Jesú s en un sepulcro de su propiedad (Mt 27, 57-60; Mc 15, 42-46; Lc 23,
50-33; Jn 19, 38-42). A la mañ ana siguiente, cuando las mujeres fueron a buscar el
cadá ver, no estaba y corrieron la voz de que había resucitado. Cuando José de
Arimatea vino a darse cuenta de la fantasía, ya los discípulos estaban convencidos
de la resurrecció n. Y José, para evitar decepciones mayores, se guardó para él su
secreto y nunca se supo dó nde había enterrado el cuerpo de Jesú s.
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    En esta versió n se salva la «buena fe» de los apó stoles y de las mujeres (por su
natural fantasía femenina) y se carga toda la responsabilidad en el pobre José de
Arimatea, por no haberse atrevido -¡aunque también es comprensible!- a
desilusionar a la gente crédula. Ademá s, esta explicació n se salta el dato uná nime
de los tres sinó pticos que señ ala que las mujeres vieron dó nde José de Arimatea
ponía el cadá ver (cf. Mt 27, 61 y sobre todo Mc 15, 57 y Lc 23, 55).
    El entramado de procesos improbables por los que se hace pasar a la tradició n
para tratar de hacer verosímil el engañ o -proceso forzado por los sustentadores de
esta hipó tesis- es su propia condenació n».
   En realidad lo que Juan ve en la «tumba vacía», o en «el cadá ver que se le
perdió a la Magdalena», es un signo que permite a la comunidad primera,
deprimida por la muerte de su Maestro, descubrir la significació n salvadora de esa
muerte:
    Entonces, pues, entró también el otro discípulo, que había llegado primero al
sepulcro, y vio y creyó, pues todavía no conocían la Escritura según la cual debía
resucitar de entre los muertos (Jn 20, 8-9; cf. Lc 24, 25-27).
    El milagro de la tumba vacía está , pues, íntimamente vinculado a la fe de los
apó stoles que les permite ver al Resucitado y descubrir así que la muerte de Jesú s
fue salvació n «por nuestros
pecados», segú n la fó rmula kerigmá tica má s primitiva. Lo notable, el verdadero
milagro, donde verificamos la verdad de la resurrecció n de Jesú s, es precisamente
la transformació n de los discípulos, quienes, inexplicablemente por la forma
inmediata y sin influencias externas que los pudieran predisponer a ello,
superaron la frustració n total de la derrota de Jesú s y descubrieron que ella no
había sido la ú ltima palabra, sino que Dios había dicho la suya definitiva
«resucitando a Jesú s». Esa visión del resucitado, por parte de los discípulos, no fue
fruto de una reflexió n genial que les permitiera elaborar como «filosofía de
resurrecció n» lo que había sido el desenlace fatal del crucificado. Tal genialidad es
completamente ajena a los datos de que disponemos. Ella proviene de una visió n
que da el Espíritu de Cristo, al permitir comprender el significado salvador de lo
acontecido. El acento en ese ver está destacado por la tradició n pascual primitiva
recogida por Pablo:
        Porque les transmití en primer lugar lo que a mí se me transmitió: que Cristo
    murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y que fue sepultado y que
    resucitó al tercer día, según las Escrituras; que fue visto por Cefas, luego por los
    doce. Después fue visto por más de quinientos hermanos de una vez, de los cuales
    los más quedan aún ahora, algunos ya murieron. Después fue visto por Santiago,
    luego por todos los apóstoles; últimamente, después de todos, siendo como soy el
    abortivo, fue visto también por mí… (1 Cor 13, 1-8).
     La resurrecció n de Jesú s es, pues, inseparable de la fe. Lo vieron los que
creyeron. Sobre el cará cter de esa visión y, por lo tanto, el tipo de verificació n del
acontecimiento es difícil precisar algo. Los relatos evangélicos acentú an en forma
plá stica la realidad de lo visto, prolongando la permanencia del resucitado que se
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aparece a los suyos durante cuarenta días. Este período lo ú nico que pretende es
acentuar la realidad del Resucitado, antes de «irse al cielo», en forma de
apariencias sucesivas. El cará cter creyente de este ver está destacado por Juan, al
final de su evangelio: «bienaventurados los que sin haber visto, creyeron» (Jn 20,
29).
    Pero esa fe que permite ver al Resucitado no es una simple ilusió n
independiente del impacto de un hecho que, de otra forma, resulta inexplicable. Es
una visió n tal que determina la transformació n de Pedro y de los demá s discípulos
en predicadores incansables de lo que vieron. Determina que Saulo se transforme
en Pablo. Y sobre la firmeza de lo que esos testigos vieron (cf. Hech 10, 40-42)
determina que a continuació n muchos otros descubran la verdad del Resucitado; lo
cual a su vez determinará la transformació n de sus vidas. Así, pues,las
consecuencias de la resurrección de Jesús son el criterio en que se pone al descubierto
su verdad; y sólo al final, cuando se haya cumplido el tiempo, en el juicio de Dios, el
conocimiento humano estará en condiciones de captar el suceso de la resurrección.
Sólo entonces le veremos tal como es.
    Esta verdad se verifica a su vez por el sentido que tiene para fundar la
    existencia y, viceversa, por el absurdo que representaría la negació n de ese
    sentido. En esa línea plantea san Pablo:
        Ahora bien, si de Cristo se predica que ha resucitado de entre los muertos,
    ¿cómo dicen algunos entre ustedes que no hay resurrección de muertos? Pues si
    no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha
    resucitado, vana es nuestra predicación, vana es también su fe; y somos hallados,
    además, falsos testigos de Dios, pues testificamos contra Dios que resucitó a
    Cristo, quien no resucitó, si es verdad que los muertos no resucitan. Porque si los
    muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado,
    vana es nuestra fe, aún están en sus pecados. Por donde también los que ya
    reposaron en Cristo, perecieron. Si la esperanza que tenemos en Cristo es sólo
    para esta vida, somos los más dignos de lástima de todos los hombres... Si los
    muertos no resucitan, comamos y bebamos que mañana moriremos... (1Cor 15,
    12-19 y 23).
    Pero los criterios histó ricos de verificació n de la resurrecció n de Jesú s no
pueden ser los propios del positivismo para el cual la verdad se reduce a lo
empíricamente verificable. Desde esa perspectiva se pretendería que, de haber
resucitado Jesú s, tal maravilla hubiera podido eventualmente ser grabada por una
cá mara de televisió n. O bien se sometería el hecho a preguntas ridículas tales como
de qué naturaleza es la «digestió n» de los cuerpos resucitados en el «banquete»
celestial. El mismo Pablo plantea iró nicamente esos problemas: «¿Có mo resucitan
los muertos? ¿Y con qué tipo de cuerpo se presentan?». Y contesta con un airado
insulto: «¡Estú pido!» (1Cor 15, 35-36). Algo parecido fue la respuesta que había
dado Jesú s a los saduceos ante preguntas similares: «Andan muy equivocados por
desconocer el sentido de las Escrituras y el poder de Dios...» (Mt 22, 29). En otra
ocasió n, frente al infantilismo insensato y «canibalesco» con que algunos
entendían sus palabras sobre el significado de la Vida por la comunió n con su
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cuerpo y sangre, Jesú s declara: «El espíritu es el que vivifica; la carne de nada sirve;
las palabras que yo les he dicho son Espíritu y son Vida...» (Jn 6, 64).
    La historia nos da acceso a la resurrecció n de Cristo no como un hecho
reducible a verificació n empírica directa, como si se tratara de una prolongació n de
nuestras coordenadas intramundanas de espacio y tiempo; sino como un
«acontecimiento» salvador, cuya verificació n pasa por la constatació n «salvífica»
del poder de Dios en la transformació n fulminante de quienes lo vieron.
     Los «rastros» de la resurrecció n son indicaciones indirectas, «signos» para la
fe, que asumidos como tales dan sentido al conjunto; de lo contrario, todo resulta
descabellado y disperso, y la misma existencia queda amenazada de absurdo.
c) Implicación política de la pascua
     La resurrecció n de Jesú s es la ratificació n que Dios hace de la persona, la
misió n y el mensaje de Jesú s muerto crucificado. En Jesú s, el mismo Dios tomó
posició n frente al mundo. Descubrir la actitud histó rica de Jesú s es captar có mo
Dios mismo juzga la realidad histó rica en sus diversos aspectos: econó mico, social,
político y moral. La cristología clá sica llama a esa identificació n «gestos
teá ndricos» (divino-humanos) de Jesú s. Y la formulació n central que confiesa en
Jesú s una sola persona, y ésta divina, profundiza y da el soporte ontoló gico al
cará cter teándrico de sus palabras y actitudes.
    De ahí la importancia teoló gica de los condicionamientos histó ricos en que se
dio la opció n divina de hacerse hombre. Jesú s fue un hombre socialmente pobre.
Esa condició n va acompañ ada de la caracterizació n del reino que Jesú s ha venido a
anunciar, como el reino de los pobres (cf. Lc 6, 20). La «opció n por los pobres» que
Dios hace al encarnarse como hombre de condició n pobre no es una especie de
condescendencia «romá ntica», al estilo del príncipe que se casa con la «cenicienta»,
sino que constituye una crítica radical a la situació n de riqueza como alienació n:
«Ay de los ricos porque ya tienen su consuelo» (Lc 6, 24). El consuelo consiste en la
pretensió n de la posibilidad de evadirse de la inconsistencia propia, por la vía del
tener (cf. Mt 19, 21) y del poder (cf. Lc 22, 25-26). Esta actitud alienada se defiende
de la verdad (a-letheia: descubrimiento) que se oculta bajo esa alienació n. No
soporta esa verdad. Por eso la actitud profética de Jesú s tiene directa implicació n
política. La verdad «subvierte» el status quo, en su apariencia engañ osa. Quien dice
realmente la verdad es subversivo. Y los poderes del status que no lo toleran:
«Amotina al pueblo, enseñ ando por toda la Judea...» (Lc 23, 5). De ahí que la muerte
de Jesú s, por la cual el hombre puede acceder a la inmortalidad propia de Dios, no
fuera cualquier tipo de muerte, sino la crucifixión, que el imperio romano aplicaba
a los esclavos subversivos.
     Así lo expresó incluso uno de los himnos má s antiguos de la primitiva
cristología, recogido por Pablo: «Cristo Jesú s... se anonadó a sí mismo, tomando
forma de esclavo, hecho respuesta a semejanza de los hombres, y en esa
condició n... se abatió a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz» (Flp 2, 7-8). La salvació n dada en Jesú s muestra, pues, las alienaciones que
determinan la situació n opresiva del status quo mundano. Y al denunciarlas busca
la liberació n de ellas. Por eso la opció n divina de hacerse hombre pobre para
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denunciar la riqueza y el poder, implicaba el designio de ser apresado y muerto
como un subversivo del orden establecido de acuerdo a la escala mundana, segú n
la cual vale el confort, el poder y la riqueza (1Jn 2, 16). Jesú s prevé, por ello, muerte
cruenta como necesaria. Tiene que beber el cá liz que su Padre le ha preparado.
Debe atenerse a la llegada de su hora Esa hora, Lucas la identifica con la hora de los
aprehensores de Jesú s, representantes del «poder de las tinieblas» (Lc 22, 53). En
esta coincidencia entre la pasió n de Jesú s y la opresió n por parte de sus
perseguidores se indica claramente que el designio divino acerca del destino
cruento de Jesú s no quita para nada la responsabilidad de quienes lo decidieron. El
designio del Padre está en la opció n comprometida de Jesú s por la causa de la
verdad desnuda que denuncia las alienaciones de quienes tienen poder, lo cual
determinará que éstos lo persigan hasta matarlo, llevando a cabo así «su hora».
    Ante esas implicaciones de su misió n, que lo ubica del lado de los pobres, los
que lloran y son perseguidos (Lc 6, 20-22) y en situació n de denuncia frente a los
ricos, los que tienen confort y poder (Lc 6, 24-26), Jesú s no acepta interferencias
que pudieran suavizar el desenlace. Eso sería traicionar su misió n. Tiene que
asumir las consecuencias de la opció n divina de hacerse pobre, sin dejarse «tentar»
por las componendas con las alienaciones del poder, que harían su vida menos
conflictiva y su desenlace final má s tranquilo. Jesú s rechaza esa tentació n como
diabó lica: «Apá rtate de mí, Sataná s» (Mt 4, 10) y con idéntica dureza enrostra a
Pedro la insinuació n a ceder en su decisió n de no disimular la denuncia (Mt 16,
16).
    Toda esa actitud histó rica de Jesú s es asumida y ratificada por Dios al
resucitarlo. Y forma parte indisociable de la fe pascual. Por la resurrecció n de
Cristo, el poder de Dios rechaza la pretensió n opresora del poder del hombre.
2. Racionalidad del anuncio cristiano
     Después de la reflexió n elaborada a partir del acceso posible al hecho Jesú s, se
impone ahora otro enfoque tendente a descubrir el profundo significado de ese
hecho para la existencia del hombre en el mundo. Se trata má s bien de una
«filosofía» cristoló gica ineludible en toda cristología fundamental.
    El cristianismo aparecerá como razonable en la medida que en su mensaje
responda a la experiencia existencial bá sica del hombre. Decir esto es afirmar que
el mensaje cristiano pretende ser una Palabra de salvació n para el hombre, como
lo pretende, por lo demá s, toda religió n. Pero la racionalidad de esa pretensió n se
verifica por el descubrimiento de la íntima relació n entre lo que constituye el
anuncio evangélico, por una parte, y el tipo de incó gnita planteada por la existencia
humana, por otra.
    La salvació n no es una especie de «premio» dado a condició n de que se crean
ciertas cosas, sin que lo creído tenga en sí mismo relació n con la existencia del
hombre. No, el anuncio ofrecido al asentimiento es en sí mismo respuesta
salvadora al problema del hombre. Descubrir eso es mostrar la íntima racionalidad
del mensaje. No descubrirlo es mantener la verdad anunciada como «dogma
arbitrario» que «hay que creer» para poder ser salvo, y abrir la puerta a otras
posibles racionalidades menos arbitrarias.
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    En su vida histó rica, Jesú s dijo e hizo muchas cosas. Todo ello lo hacía
interesante para sus seguidores y también para sus opositores; hasta el punto que
-para estos ú ltimos- llegó a ser peligroso. Lo que Jesú s decía y hacía tocaba la
profundidad del ser humano, má s allá de otras posibles ventajas o inconvenientes
que pudieran verse en él: «Tú solo tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 69).
    Pero Jesú s fue muerto. Este hecho, sin embargo, se transformó inmediatamente
en un impulso fulminante e incomprensible. Incluso a primera vista aparece como
irracional el que a partir de un desenlace mortal, irrumpa el anuncio de la vida.
    Jesú s, el predicador del Reino, se convierte así en el predicado. Todo el interés
inicial de los discípulos se centra no en lo que Jesú s dijo e hizo, sino en lo
acontecido en él: «Jesú s fue muerto por nosotros; pero Dios lo resucitó ».
    En este anuncio kerigmá tico está comprendido de golpe, por parte de los
discípulos, qué significa que Jesú s «tenga palabras de vida eterna». El es el
salvador. Con él lo fundamental de la existencia humana está resuelto. Todo lo
demá s no tiene mayor importancia. Esta concentració n en lo esencial, y el
desinterés por lo accidental, caracteriza la vivencia cristiana primitiva. Y toma su
envergadura má s plena con la predicació n de Pablo. Es tal la «genialidad» divina
que Pablo descubre en el simple anuncio predicado de Jesú s -«murió pero fue
resucitado»- que para él no hay nada má s que merezca la pena, porque «el designio
divino de gracia se manifestó ahora por la aparició n de nuestro Salvador, Cristo
Jesú s, que destruyó la muerte e irradió luz de vida y de inmortalidad por medio del
evangelio, para cuya predicació n fui constituido heraldo y apó stol...» (2Tim 1, 9-
11). Por eso desde ahora «para mí, vivir es Cristo» (Flp 1, 21).
    Pablo está obsesionado por el tremendo significado del acontecimiento Jesú s.
Incluso no le interesa mayormente lo que Jesú s hubiera podido decir o hacer
durante su vida pre-pascual (cf. 2 Cor 5, 16). El descubrimiento está concentrado
en el hecho salvífico.
    Pero asumido este deslumbramiento, la comunidad primitiva captó enseguida
que había una estrecha relació n entre el acontecimiento pascual salvador y lo que
Jesú s había dicho y hecho en su vida terrena anterior.
    El significado salvador del acontecimiento Jesú s confirmaba la verdad de la
forma de entender y practicar la vida que él había enseñ ado. Así sus palabras,
recordadas por sus antiguos discípulos, quienes al morir Jesú s vieron también
morir la validez «utó pica» de sus enseñ anzas, resucitaron con la persona de Jesú s.
Todo lo que él había dicho y hecho antes cobró valor insospechado y la tradició n
evangélica desembocó en los textos de los evangelios.
    A partir de la seguridad de que en la muerte y la resurrecció n de Jesú s «hemos
sido salvados», vino la bú squeda de ver y vivir la existencia mundana como Jesú s la
había visto y vivido. Só lo eso tenía sentido; lo demá s eran «concupiscencias» que
venían del mundo y no del Padre (1 Jn 2, 16).
   El mensaje, tiene, de esta forma, un doble nivel de racionalidad. El primero
podríamos llamarlo ontológico (nivel del ser), y el segundo ético (nivel del obrar).
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a) Nivel ontológico del mensaje
    El primer nivel constituye lo fundamental: la salvació n gratuita que viene de
Dios. Si no hay eso, el segundo nivel no tiene base; sería só lo una opció n má s o
menos heroica o estú pida. Así lo destacaba agudamente Pablo: «Si Cristo no
resucitó , comamos y bebamos que mañ ana moriremos» (1Cor 15, 32). Es decir,
toda la forma de ver y vivir la existencia enseñ ada por Jesú s, por admirable que
sea, daría lo mismo que otra forma, quizá menos admirable pero má s có moda.
    Este primer nivel ontoló gico supone la situació n del hombre perdida en su vida
inconsistente, su muerte fatal y su egocentrismo omnipresente.
    El impacto de la resurrecció n de Jesú s verifica para los discípulos el significado
de su pretensió n terrena implicada en el término Abbá. Ese hombre Jesú s era
realmente Hijo de Dios. En Jesú s, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros; y
contemplamos su gloria, gloria del Unigénito procedente del Padre, lleno de gracia
y de verdad» (Jn 1, 14). Esta realidad permite al hombre que accede a Jesú s,
acceder realmente al Padre (cf. Jn 14, 8-10). Así la vida humana inconsistente en sí
misma es salvada en Cristo. En la humanidad real y accesible de Jesú s estamos
realmente en su divinidad.
     Esta dimensió n salvífica del dogma de la encarnació n fue captada siempre por
la Iglesia en su realismo profundo. Por eso descartó todas las formas «docetistas»
de comprender la encarnació n, ya sea las que acentuaban la humanidad de Jesú s a
costa de su divinidad, ya, por el contrario, las que acentuando su divinidad
reducían só lo a apariencia su humanidad. No, Jesú s es en verdad el salvador del
hombre, porque es realmente hombre y realmente Dios. En Cristo, Dios se hace
hombre para que el hombre pueda ser Dios.
    El desarrollo dogmá tico de este anuncio salvador centrado en la persona de
Jesú s como Verbo encarnado fue el tema central en diversos desarrollos teoló gicos
antiguos y modernos. Podemos señ alar algunos má s destacables. En primer lugar
la reflexió n elaborada por san Anselmo en el Cur Deus homo? El argumento,
reducido a su esquema, es el siguiente:
     El hombre está caído por su pecado contra Dios. En justicia, quien comete la
falta es quien debe pagarla. El hombre es, pues, quien debiera pagar su pecado.
Pero el ofendido por ese pecado es Dios, que trasciende infinitamente al hombre.
Ello hace que éste no pueda saldar su falta infinita. De esta manera tenemos que el
hombre debe saldar su culpa, pero no puede y Dios puede, pero no debe, porque no
es el autor de la falta.
    De esta reflexió n ló gica, san Anselmo concluye que só lo un Dios-hombre es
apto para redimir la falta contra Dios. Así Cristo (hombre-Dios) es la solució n
necesaria a priori para redimir al hombre. Como hombre, Cristo salda la cuenta
que debe el hombre, y como Dios puede hacerlo, puesto que es de la misma
dignidad que el ofendido.
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    En la reflexió n teoló gica moderna podrían destacarse dos tipos de
pensamiento cristoló gico fundamental: uno, cuyo impacto inicial habría que buscar
en Hegel, y otro representado por la línea de Blondel.
    El primero parte en Hegel mismo con un interés especulativo má s que
soterioló gico. La obra de Hegel incluye la reflexió n sobre el significado esencial de
Cristo como síntesis histó rica entre Dios “en sí” (Verbo) y el Dios “enajenado”
(hombre Jesú s). Por eso, para Hegel, la revelació n en Cristo es la religió n
verdaderamente revelada. Ello porque es la síntesis suprema del Espíritu absoluto.
En Cristo vemos a Dios. De ahora en adelante la pregunta teoló gica ya no será
«Dios en sí», sino Dios en el hombre Jesú s, el Dios «enajenado».
    El acento hegeliano está puesto no tanto en el descubrimiento de la
encarnació n como posibilidad salvífica para el hombre de acceder al Dios
inaccesible, sino en la reducció n inmanente (histó rica) de la trascendencia divina,
que permite recuperar el interés absoluto por la inmanencia del hombre, hecha
ahora transcendente en ella misma gracias a la encarnació n.
    Esta línea de pensamiento hizo camino teoló gico particularmente a través de la
cristología de Bonhö ffer. Para él, la encarnació n constituye la revelació n del Cristo
pro me (por mí). Se trata de una teología kenótica (de «autovaciamiento» divino, cf.
Flp 2, 7). Por ella descubrimos que la revelació n religiosa que nos permite superar
la radical finitud de la inmanencia está en el interés real hasta la muerte por la
misma inmanencia del hombre, secularidad propia.
    Después de Bonhö ffer, y pasando por la obra famosa de divulgació n del obispo
John T. Robinson, Sincero para con Dios (particularmente su capítulo quinto), esta
cristología dialéctica que encuentra la síntesis de lo divino (entre el «en sí» y el
«fuera de sí» de Dios) en la realidad histó rica de Cristo entregado por el hombre,
desemboca en la llamada teología de la muerte de Dios.
    Para ella, Dios no debe ya interesar al hombre, simplemente porque Dios se
desinteresó de sí mismo. El interés religioso por Dios ha quedado, pues,
desplazado por el interés por el hombre.
    El acento de este enfoque tiende a mitigar la fuerza del anuncio cristoló gico
como salvació n de la inmanencia humana, gracias a la divinizació n obtenida en
Cristo. En cambio busca absolutizar el valor del hombre en el «ahora y aquí» de su
inmanencia. Esta inmanencia es trascendente, porque Dios se hizo hombre.
    Tenemos así que el problema de la inmanencia no fundada en sí misma, desde
la cual el anuncio kerigmá tico aparecía como la salvació n -en Cristo superamos el
problema, porque hemos sido hechos hijos de Dios-, tiende a superarse por el
descubrimiento de que en la kenosis divina realizada en Cristo, el hombre queda
fundado en su misma humanidad, porque Dios se hizo hombre. De ahí fá cilmente
puede concluirse que ahora el hombre es Dios, y reducir el interés religioso
exclusivamente a la referencia antropocéntrica. Por lo demá s ésta es la conclusió n
reduccionista que, a partir de Hegel, había ya sacado su discípulo Feuerbach.
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     Parece, sin embargo, que en la medida que el antropocentrismo -
dialécticamente explicable como reacció n frente a la «fuga» religiosa- pierde la
referencia explícita a Dios como superació n de la finitud radical propia de la
inmanencia caída, el interés por el hombre (el cual obviamente no es Dios) puede
volver a quedar minado en su validez absoluta. El anuncio kerigmá tico de la
encarnació n, si bien supone el «descenso» de Dios que se hace hombre, no queda
ahí sino que tiene por funció n dar acceso real a la trascendencia de Dios, que en
ningú n caso coincide con la autonomía del hombre. No puede comprenderse, pues,
la encarnació n como una especie de «rapto» de Dios, quien desde ahora quedaría
relegado a la realidad humana, absolutizando así nuestra problemá tica
horizontalidad. El «descenso» es en funció n de un «ascenso». Lo esencial del
dogma de la encarnació n no está en la humanizació n de Dios, sino en su objetivo
salvífico: divinizar realmente al hombre, dá ndole acceso a Dios. La encarnació n
anuncia que Dios es hombre no para asegurar el valor absoluto de la inmanencia,
sino para descentrarla en Dios. Por lo demá s, fuera de las palabras, ¿qué sentido
real puede tener la afirmació n de que Dios ha muerto y que, por lo tanto, ahora
só lo interesa el hombre? ¿Acaso -fuera de una lectura estrictamente reduccionista
atea- es sensato pensar que el destino final de Dios sea el hombre? Como si la
realidad de Dios fuera una especie de casta superior que por alguna razó n -o por
una necesidad dialéctica de autonegació n- prefiere convertirse en miembro de una
casta inferior, aburrido de su soberano aislamiento.
    En este enfoque cristoló gico podría haber un tremendo antropocentrismo que
no delata otra cosa sino el ridículo narcisismo del hombre. La experiencia
dialéctica es propia del mundo mutable. Por eso la teología hegeliana má s que
panteísta es propiamente antropomó rfica.
    El mensaje cristiano de la encarnació n, si bien permite fundar el valor absoluto
del hombre «redimido en Cristo», ello lo hace porque anuncia que el hombre ya no
es la ú ltima palabra -y su pobre medida no es medida de todas las cosas-, sino que
ha sido asumido en la realidad absoluta de Dios. La encarnación no es la «perdición
de Dios en nuestra inmanencia», sino la salvación del hombre en la transcendencia de
Dios.
    Esta perspectiva ha sido captada por la obra de Blondel. Su pensamiento está
má s en la línea de interés de san Anselmo que en la de Hegel y Feuerbach. Lo
importante realmente de la encarnació n no está en la «consagració n de la
inmanencia», sino en su superació n (salvació n). Así como Feuerbach va analizando
los diversos dogmas cristianos para descubrir en ellos la verdad absoluta del
hombre en sí mismo -como género humano-, reduciendo a él todo el «contenido»
de Dios, Blondel muestra el significado salvador de los dogmas cristianos. El
hombre descubre en ellos que su inmanencia puede ser superada en la realidad
soberana e irreductible de Dios.
    Para Blondel, el hombre tiene desde siempre un «deseo obscuro y
aparentemente quimérico» de transcendencia. Pero su realidad es la inmanencia.
Si, pues, ese deseo intuye correctamente que la inmanencia está llamada a ser
asumida en la trascendencia, intuye por lo mismo la necesidad de un mediador
humano-divino que dé el acceso a ella. «Ahora bien -señ ala Blondel- la revelació n
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consiste precisamente en ofrecernos como una certeza de hecho la realidad de esta
vocació n, de este anuncio, de esta asunció n, hecha posible por el don divino de una
gracia de unió n íntima (entre hombre y Dios); y ello constituye propiamente y por
excelencia la buena nueva, el evangelio de Cristo».
    La vida inmanente conlleva otro problema ontoló gico radical: la muerte. El
morir es propio de la naturaleza del hombre tanto en situació n caída como «pura»,
si por «pura» se entiende lo que corresponde a la estructura natural del viviente
intramundano. No es que, siendo el hombre inmortal por naturaleza «pura», sea de
hecho mortal debido a un castigo impuesto por Dios. El castigo consiste en dejar al
hombre en su opció n por la propia autonomía mortal (la pretensió n de «ser como
Dios» por su cuenta, Gén 3, 5), siendo así que el designio gratuito de Dios para él es
asumirlo en su propia vida inmortal. Pero esto ú ltimo constituye una situació n de
gracia, no de naturaleza «pura».
    Pues bien, en el anuncio pascual, el hombre recibe el mensaje salvífico de que
la muerte ya no es la ú ltima palabra para él, porque en Cristo, al identificamos a su
muerte, estamos en su vida inmortal de Resucitado.
    Finalmente está el problema del egocentrismo radical que marca toda forma de
convivencia de manera directa (selvá tica) o camuflada (cultural). La ilusió n
altruista choca constantemente con la sospecha de egocentrismo insuperable para
el psiquismo humano. El amor de uno mismo constituye nuestra referencia
obligada en toda relació n con otro. Tanto es así que el mismo evangelio remite a
ella al invitarnos a amar al otro: «ama a tu pró jimo como a ti mismo». Este peso
egocéntrico contrasta con el Amor gratuito propio de Dios, capaz de descentrarse
«por nosotros» y sin que ello aporte realmente nada a su divinidad, perfecta y feliz
en sí misma. Dios ama porque es «gracia». Pero nosotros no somos «gracia» para
nadie.
    A ese problema estructural del hombre se dirige el anuncio cristiano del «don
del Espíritu santo», que es el mismo amor de Dios, con el cual «clamamos Abbá ,
Padre»; y gracias al cual, aunque «gemimos dentro de nosotros mismos anhelando
la adopció n filial, el rescate de nuestro cuerpo..., en esperanza ya hemos sido
salvados» (Rom 8, 15 y 23-24).
    Creer en el Espíritu santo es creer que el amor es posible como ú ltima palabra
de la realidad má s allá de la experiencia fatal de los egocentrismos omnipresentes,
porque Dios es amor y ese mismo amor nos ha sido dado por gracia.
    Así, pues, en Cristo se anuncia al hombre la superació n sorprendente de la
inconsistencia de la vida, de la fatalidad de la muerte y del egocentrismo radical.
    La Iglesia captó desde el principio la significació n de este triple anuncio,
convirtiendo esas verdades de fe (encarnació n, resurrecció n y don del Espíritu) en
objeto central de su celebració n: navidad, pascua y pentecostés.
b) Nivel ético del mensaje
    El acontecimiento salvador en Jesú s conocido a partir de la fe pascual, llevó a
los primeros cristianos palestinos a retomar con nuevo interés lo que Jesú s había
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dicho en vida. Así surgieron los textos evangélicos, después de que el primer
interés se había centrado en el anuncio kerigmá tico (desarrollado sobre todo en
los primeros escritos neotestamentarios constituidos por las cartas de Pablo).
    La resurrecció n de Jesú s verificaba su filiació n divina y, por lo mismo,
ratificaba su mensaje como verdadera palabra de Dios.
    A partir de esto, la manera de ver y de planificar la existencia, propia de Jesú s,
debía ser considerada la forma de existir segú n Dios. Esa existencia está centrada
en el Reino. Jesú s había predicado la cercanía del reino de Dios (Mc 1,15), como
una presencia latente pero poderosa, capaz de hacer fructificar la tierra
aparentemente muerta (Mc 4,26-32; Mt 13,31-33).
     Ese Reino escondido a los ojos del mundo es como una perla oculta en un
campo. Es tal su valor y su poder que resulta ser lo ú nico necesario (Mt 13, 44-46).
Ese poder del Reino se encuentra si se busca. Tal bú squeda no consiste, sin
embargo, en el cá lculo con vistas a eficiencias autó nomas (Mt 6, 25-34); sino en la
disponibilidad a la Palabra, que permita a ésta ejercer su poder fructificador (Mt
13, 11-23; cf. 7, 24-27). Ese poder es tal que no necesita para nada de los poderes
mundanos del confort, la fuerza o la riqueza (Mt 5, 3-12). Rechaza la pretensió n
autó noma de quien cree lograrlo por medio de su propio valor y se hace encontrar
por los que no se reconocen valor alguno: los niñ os (Mt 18, 1-5), los pobres (Mt 5,
3), los marginados por la sociedad (enfermos, publicanos, pecadores, samaritanos)
(cf. Lc 14, 15-24; 15, 1-32; 18, 10-17).
    Los rasgos señ alados sobre el tipo de Reino predicado por Jesú s permiten
descubrir la coherencia del mensaje cristiano entre el nivel ontológico señ alado y
su nivel ético. La predicació n de Jesú s no consistió en una ética ritual o moral al
estilo de la enseñ ada por los rabinos o los «gurus». El reino de Dios es una realidad
de Dios y no de los hombres. La perspectiva kerigmá tica permite comprender
mejor de qué se trata: es el Espíritu de Dios ofrecido como don latente en la
profundidad del hombre. Ese don es filiació n divina (Rom 8, 16) y es semilla de
inmortalidad (Rom 8, 11). Cuando el hombre, que se reconoce perdido -no el
satisfecho!- descubre lo que es y significa ese don del Espíritu que se le ha dado,
encuentra en ello el motor y la exigencia que lo impulsa para transformar lo que le
rodea de acuerdo a ese amor que constituye el sentido o fundamento de todo.
    La concentració n en el ú nico absoluto lleva al seguidor de Jesú s a
desenmascarar las alienaciones del confort, el poder y la riqueza. Determina su
«opció n por los pobres» como crítica radical a aquellas alienaciones. Su denuncia -
como la de Jesú s- lo ubicará entre los perseguidos por causa de la justicia (Mt 5,
10). Por supuesto, los poderes del mundo no considerará n que persiguen la
justicia, sino la «subversió n». Como le ocurrió a Jesú s. Porque luchar por la justicia
implica necesariamente detectar y denunciar las causas estructurales que la
provocan: los «sistemas» de riqueza, de poder y confort que determinan injusticias
y violencias «institucionalizadas», donde «los ricos son cada vez má s ricos a costa
de pobres cada vez má s pobres» (Puebla n. 30), donde los que tienen el poder «se
adueñ an de las naciones como si fueran sus amos, las dominan y, má s encima, se
hacen llamar sus bienhechores» (Lc 22, 25), donde se establecen los criterios de
desarrollo de acuerdo a los índices del consumo.
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    La denuncia profética, exigida por la denuncia misma de Jesú s frente a los
poderosos de su tiempo y ratificada por la resurrecció n, que constituye el sí de
Dios a la actitud histó rica de Jesú s, da vuelta (sub-vierte) los valores mundanos al
mostrar que la opresió n que caracteriza la convivencia humana está determinada
por la alienació n (los falsos valores) en que el mundo pretende basarse (1Jn 2,16).
   La ética cristiana es una moral del ser y no del tener. La «posesió n» de bienes,
de poder y de confort, tiende no a expresar el ser profundo del hombre, sino a
«camuflar» su profunda miseria.
    Por eso el resultado es la convivencia opresora y miserable, puesto que aflora
hacia fuera lo que en realidad hay dentro «disimulado» por los ropajes engañ osos
del «tener». La «posesió n» es la fachada de la carencia de ser. De ahí que el
seguimiento de Jesú s responda a una llamada a renunciar a tener (Mt 10, 39; 13,
44; Lc 14, 33). Así lo había entendido la comunidad apostó lica que acompañ ó a
Jesú s y así intentó vivirlo la primera comunidad cristiana pospascual (Hech 2, 44-
45; 4, 32).
    La ética cristiana no se aferra a nada y así puede realmente seguir el impulso
del amor de Dios que abre hacia el «otro».
    Ese «otro» debe ser «todo otro» que se cruce con mi yo: todo «pró ximo», sea
éste rico o pobre, amigo o enemigo, justo o pecador (Mt 5, 43-48); porque esa es la
diná mica del Amor propio de Dios: la «gratuidad» incondicionada. Pero
precisamente por ello debe haber una preferencia por el má s pequeñ o e incapaz de
retribuir: el pobre, el niñ o, el enfermo, el marginado y perseguido (Mt 25, 33-45).
    La «salida» al problema de la existencia o es gratuita o no es posible. A partir
de ello, también toda la ética cristiana se funda en esa gratuidad, que obra sin
preguntar a quién y lo que hace má s allá de toda ley, con la libertad propia de los
hijos de Dios.
     La racionalidad de la fe cristiana radica, pues, en la verdad del hecho Jesú s y en
la coherencia de su pretensió n fundamental (ser hijo de Dios) tanto desde el punto
de vista de los accesos histó ricos como a partir de los interrogantes planteados por
la situació n del hombre en el mundo.
3. Cristo, el Verbo revelador
    Hemos visto el significado amplio del concepto de revelació n escrita, inspirada
e inerrante: la interpretació n que el pueblo de Israel hace de su propia historia
profana desde la fe, iluminada por el Espíritu (in-spirada).
    Ahora bien, ese proceso de revelació n tiene un punto culminante: Jesucristo es
también parte del pueblo inspirado y la interpretació n profética que él hace de la
historia de Israel y de sus circunstancias, tiene ese cará cter. Pero Jesú s es mucho
má s que eso; es él mismo la realidad salvadora, al mismo tiempo que su
explicitació n inspirada:
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 142
      Después que en otro tiempo Dios había hablado a los padres muy a menudo y
de muchas maneras por medio de los profetas, en estos últimos días nos ha
hablado a nosotros por    medio del Hijo… (Hech 1, 1-2).
    Ello hace que la palabra de Jesú s constituya un punto de referencia sobre la
manera có mo Dios está presente salvando en la realidad, absolutamente inédito. Su
palabra no es ya solamente una interpretació n garantizada (in-spirada) de la
presencia salvífica de Dios en el mundo, sino que es la misma presencia salvífica.
Su palabra humana es realmente Palabra de Dios (lenguaje teá ndrico, es decir,
divino-humano).
    a) Significado revelador del bautismo de Jesús
    De los cuatro bloques de la tradició n evangélica sobre el bautismo de Jesú s (Mc
1, 9-11; Mt 3, 13-17; Lc 3, 21 s, y Jn 1, 32-34), se puede extraer un elemento
fundamental, en el cual coinciden todos ellos: descendió sobre Jesús el Espíritu de
Dios.
    Esta afirmació n toma particular importancia si se piensa que en la época de
Jesú s los rabinos, y con ellos la sinagoga, consideraban que el Espíritu de Dios se
había extinguido debido al pecado de Israel a partir de los ú ltimos profetas (Ageo,
Zacarías y Malaquías). Dios hablaba desde entonces ú nicamente por el «eco de su
voz» La expectativa escatoló gica judía era, por lo mismo, la espera de la vuelta del
Espíritu al pueblo de Dios.
   En este contexto, el relato del bautismo aparece como la buena nueva del
descenso escatoló gico y esperado del Espíritu.
    El Espíritu desciende y descansa sobre Jesú s y, al mismo tiempo, Jesú s es
proclamado como el Hijo en quien Dios se complace. Este doble elemento
(descenso del Espíritu y proclamació n de Jesú s como el hijo o siervo en quien Dios
se complace) remite a Is 42, 1, cuyo texto se refiere al futuro escatoló gico en el cual
el «siervo» de Dios, poseído de su Espíritu y por medio del sufrimiento (Is 53),
instaurará el Reino.
    Jesú s remite su autoridad reveladora al bautismo recibido el Jordá n (cf. Mc 11,
27-33). Los sinó pticos tienen cuidado señ alar esa presencia del Espíritu en Jesú s a
partir del bautismo: «fue conducido por el Espíritu» (Mc 1, 12 y Mt 4, 1; sobre todo
Lc 4, 1, 14, 18 ss).
    Jesú s es, pues, el in-spirado por excelencia. Ello determina que sea también el
ú nico capaz de comunicar el Espíritu, que proviene del Padre y de él (Jn 15, 26; 16,
7, 14-13; cf. 19, 30).
b) Sólo el Hijo sabe el misterio del Padre
    Hay un texto de Mateo que tiene aparentemente un estilo juá nico; pero su
estructura es plenamente semítica y asimismo su lenguaje. El significado de este
logion tiene particular importancia para la teología de la revelació n:
         Nadie conoce cabalmente al Hijo, sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino
        el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo (Mt 11, 27).
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 143
    La primera frase: «Todo me ha sido entregado por el Padre», usa el término
técnico «entregado» (paredothe) para indicar la transmisió n del mensaje, al cual se
refiere la palabra «todo» (panta). Esta frase significa: «Mi Padre me ha transmitido
la plena revelació n».
     Esta plena revelació n del Padre la tiene ú nicamente el Hijo y, por lo mismo,
só lo éste puede transmitirla a quien quiera. Este es el significado del resto del texto
de Mateo 11,27.
    La plenitud de la revelació n, Jesú s la tiene del Padre y consiste precisamente en
saber por experiencia propia inédita quién es el Padre. Esta experiencia, que da a la
palabra de Jesú s su cará cter de absolutamente inédita, es su cará cter de Hijo, el
cual se expresa en su relació n filial con Dios a quien denomina también en forma
absolutamente inédita: Abba (Padre).
    La misma realidad inédita de la experiencia de Jesú s como personaje divino se
encuentra manifestada en la frecuente introducció n a sus propias palabras con la
fó rmula: Amén, amén.
    Este vocablo lo encontramos 50 veces en los evangelios. La crítica histó rica ha
podido mostrar que se trata de una palabra aramea original. Su uso está
atestiguado anteriormente en el antiguo testamento y en la literatura judía
extrabíblica; pero siempre como un asentimiento dado a lo que otra persona dice.
    En cambio, en los evangelios siempre la palabra «Amén» encuentra dicha por
Jesú s para dar má s fuerza a lo que él mismo afirma. La absoluta novedad del uso del
término Amén en este sentido lleva a la crítica a explicarla por la innovació n del
mismo Jesú s y no por tradició n judía.
   La fó rmula má s cercana en el antiguo testamento es la profética: así dice el
Señor (Is 42, 3; 43, 14; 45, 1...). Son palabras introductorias para dar autoridad a lo
que se va a afirmar.
    J. Jeremias concluye su aná lisis diciendo: «la novedad de esta manera de
hablar, su limitació n estricta a las palabras de Jesú s y el testimonio uná nime a
través de todos los estratos de la tradició n de los evangelios, muestran que nos
hallamos ante una innovació n lingü ística llevada a cabo por Jesú s».
    Pues bien, la expresió n Amén, equivalente a la fó rmula así dice el Señor del
antiguo testamento, puesta en labios de Jesú s, tiene la fuerza especial de la
naturaleza propia de la palabra de Jesú s. Esas palabras indican la seguridad que
Jesú s tiene de lo que dice por constituir testimonio de su propia identidad
salvadora. El así dice el Señor del antiguo testamento con que los profetas daban el
sello de la Palabra como garantizada por Dios, se expresa aquí con un Amén que
testifica la propia palabra de Jesú s como verdadera palabra de Dios, identificada
con el mismo Jesú s.
   Esta perspectiva del Amén dicho por Jesú s para indicar la fuerza divina de sus
propias palabras, es ratificada por un texto del Apocalipsis que llama a Jesú s el
Amén: «Esto dice el Amén, el testimonio fiel y veraz, el principio de la creació n de
Dios...» (Ap 3, 14; 2Cor 1, 20).
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 144
    La tercera persona del antiguo testamento el Señor dice, es sustituida en la
tradició n evangélica por la primera persona yo les digo. Esta expresió n manifiesta
la autoridad soberana propia de Jesú s, que funda el cará cter revelador especial de
sus palabras. Yo les digo, es una frase en contraposició n a lo que se dijo antes por
parte de los intérpretes de la ley o por la misma ley de Moisés:
           Oyeron que se dijo a los antiguos...; pues yo les digo... (Mt 5, 20-22.27-
           28. 31.32. 33-34. 38-39. 43-44).
   Lo mismo ocurre con las contraposiciones entre la forma de orar establecida
por los rabinos y la establecida por Jesú s (Mt 6,5-9); o con la forma distinta de
ayunar (Mt 6, 16-17).
    El cará cter particularmente significativo de estas contraposiciones, lo resume
intencionalmente Mateo al final del discurso de la montañ a, en el cual Jesú s hace la
revelació n fundamental de las orientaciones del Reino:
    «Cuando Jesú s hubo terminado de decir estas palabras, se maravillaban de su
doctrina, ya que les enseñ aba como quien tiene autoridad propia, y no como sus
escribas» (Mt 7, 28-29).
c) La palabra de Jesús en San Juan
    De todos los textos del nuevo testamento es quizá el evangelio de san Juan el
que da mejores elementos para una reflexió n teoló gica sobre el cará cter del Verbo
revelador.
    Ya en su comienzo, Jesú s es ubicado como la Palabra preexistente de Dios que
se hace carne y asume así la realidad humana con plenitud (Jn 1, 1-14).
    En las palabras de Jesú s hay siempre la conciencia de expresar una experiencia
transcendente, absolutamente inasequible para otro hombre que no sea uno con
Dios. Así, en su diá logo con Nicodemo, Jesú s remite a esa experiencia propia
intransferible:
            En verdad, en verdad (amén, amén) te digo que hablamos de lo que
        sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no
        aceptan nuestro testimonio. Si les he dicho cosas terrenas y no me creen,
        ¿có mo creerían, si les digo las cosas del cielo?
        Nadie ha subido nunca al cielo, sino quien ha descendido del cielo, el Hijo del
        hombre (Jn 3, 11-13; cf. 4, 25-26).
   Haciendo referencia a esta misma realidad, Juan comenta así las palabras del
Bautista:
            Aquel que viene de arriba está por encima de todos. Quien es de la
        tierra, es de ahí y de la tierra habla. Quien viene del cielo, en cambio, da
        testimonio de aquello que ha visto, pero nadie acepta su testimonio… Aquel
        a quien Dios ha enviado dice las palabras de Dios, que no da su Espíritu con
        medida. El Padre ama al Hijo y lo ha puesto todo en su mano (3, 31-35).
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 145
   Finalizando las proclamas pú blicas de Jesú s, antes del discurso de la ú ltima
cena, se encuentran nuevamente estas afirmaciones profundas:
            Quien cree en mí, no es en mí en quien cree, sino en quien me ha
        enviado; y quien me ve a mí, ve a quien me envió . Yo vine al mundo como
        luz para que todo el que cree en mí no quede en las tinieblas. Si alguien
        escucha mis palabras y no las guarda, yo no lo condeno, porque no he
        venido a condenar al mundo sino a salvarlo.
            Quien a mí me rechaza y no acoge mis palabras, tiene ya quien lo
        condene: la palabra que he predicado, esa lo condenará el ú ltimo día;
        porque yo no he venido por mi cuenta, sino que el Padre que me ha
        enviado, él mismo me ha ordenado lo que debía decir y hablar. Y yo sé que su
        mandamiento es vida eterna. Las cosas que yo digo, pues, las digo tal como
        el Padre me las ha dicho a mí (12, 44-50).
     Estos textos, y otros que podrían citarse, muestran el cará cter absolutamente
especial de la palabra de Jesú s. Ella no só lo responde, como en el resto de la Biblia,
a la visió n del sentido de la realidad por parte de la fe del pueblo bíblico, inspirado
por Dios; sino que se trata de la expresió n verbal proveniente de la misma
«experiencia divina».
   Esta novedad inédita de las palabras de Jesú s conlleva dos características como
consecuencia:
    1. Nadie puede captar adecuadamente lo que significa esa «realidad divina»
que Jesú s expresa, sin tener en sí mismo un interlocutor al nivel de esa misma
realidad, que pueda «sintonizar» con ella:
           Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae (Jn 6,
           44; cf. 3, 3; 6, 65).
    Esta revelació n interiorizada supone el don del Espíritu, para dar al creyente la
sintonía adecuada a la palabra de Jesú s que expresa la misma experiencia
transcendente de Dios:
            El Protector, el Espíritu santo, que el Padre enviará en mi nombre, él les
        enseñará todas las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho (Jn 14,
        26).
             Muchas cosas tengo todavía por decirles, pero ahora no pueden
        soportarlas. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, les guiará a la verdad
        completa, ya que no hablará de por sí mismo, sino que dirá lo que oiga decir y
        les anunciará las cosas futuras. Él me glorificará porque recibirá de lo que es
        mío para anunciarles. Todo lo que el Padre tiene es mío; por eso digo que
        recibe de lo que es mío para anunciarles (Jn 16, 12-15).
    2. El cará cter propio de la palabra de Jesú s implica también la peculiaridad de
su dimensió n salvadora. La revelació n bíblica es por nuestra salvació n. Pero esta
afirmació n tiene una verdad especial cuando se trata de la Palabra reveladora de
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 146
Jesú s. Esta no nos dice de qué manera Dios está presente salvando, como hablando
de una presencia ajena, sino como hablando de su propio designio salvador:
           En verdad, en verdad les digo: quien escucha mi palabra y cree en quien
           me ha enviado, tiene la vida eterna... (Jn 5, 24; cf. 8, 51ss; 6, 47).
    El hecho, pues, de la realidad divina («unió n hipostá tica») de Jesú s hace que
sus palabras tengan una fuerza reveladora absolutamente nueva y sorprendente.
Sus palabras, sus gestos, sus sentimientos, son, al mismo tiempo y realmente,
palabras, gestos y sentimientos, de Dios. Hay un texto que sintetiza quizá con má s
fuerza esto; a una demanda de Felipe, que le pide una revelació n má s clara del
Padre, Jesú s responde:
           ¿Tanto tiempo que estoy con ustedes y no me has conocido, Felipe? Quien
       me ha visto a mí (el hombre visible), ha visto al Padre (el Dios invisible);
       ¿Cómo puedes tú decir, muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el
       Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que yo les digo, no las digo de
       por mi mismo; el Padre, que está en mí, realiza las obras (Jn 14, 9-10).
    Esas obras son precisamente las acciones salvíficas de Dios por el hombre. En
las palabras de Jesú s, el hombre puede descubrir la misma presencia salvífica de
Dios, puesto que aquí la Palabra y la obra salvífica son la misma realidad de Dios.
    Concluyendo: la palabra de Jesú s consignada en los evangelios tiene, por
supuesto, la categoría de inspirada e inerrante propia de toda la Escritura. Pero
tiene la categoría absolutamente especial de ser no só lo una palabra inspirada
sobre la realidad salvadora de Dios distinta de la propia experiencia humana del
escritor sagrado; sino de ser la palabra testimonio de la propia experiencia
salvadora de Jesú s, el Hijo mismo de Dios. Por eso Jesú s es la Palabra reveladora
por excelencia.
    Pero, al mismo tiempo, esa identidad cristoló gica entre Palabra y realidad
divina de Jesú s, muestra ya el cará cter propio de la auténtica «escucha» de esa
Palabra por parte del hombre. Ella implica la identidad entre lo que creo y lo que
hago. El tipo de Palabra revelada en Cristo determina el tipo de creyente en esa
Palabra. Creer en la Palabra salvífica, implica hacer que esa salvació n actú e
realmente en la carne de la historia.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                              Pá gina 147
                      COMUNIDAD CATÓLICA “BODAS DE CANÁ”
                        Evangelización Matrimonial Carismática
                             COORDINACION NACIONAL
ESCUELA DE EVANGELIZACIÓN SAN JUAN PABLO II
CURSO: FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE
                     B. ECLESIOLOGÍA FUNDAMENTAL
LA IGLESIA
Estudiamos aquí algo sobre la Iglesia Cató lica. Lo haremos desde la perspectiva de
la Teología dogmá tica también denominada Eclesiología (logos = ciencia; sobre la
Ecclesia = Iglesia). Nos ayudan algunas notas tomadas del Card. Ratzinger en su
libro “La Iglesia”, el Catecismo de la Iglesia Cató lica y de algunos autores má s que
haremos referencia. Dividiremos el tema en:
1. Origen y Finalidad de la Iglesia: La iglesia es un misterio: es a la vez divina y
humana, visible e invisible, terrena y celestial, temporal y eterna.
No se puede reducir a una ONG internacional de servicios religiosos y asistenciales.
Es santa e inmaculada a pesar de la miseria de los hombres que la componen en
la tierra.
Juan Pablo II decía: “La Iglesia es Madre y una madre debe ser amada (07.XI.82).
Etimoló gicamente, Iglesia en griego: “ekkesia”, en hebreo “qahal”, significa
“Asamblea convocada” o “reunida”. En el AT: “comunidad santa” y “pueblo de
Dios” reunido para el culto y alabanza de Yahvé.
                                                    Para los primeros cristianos y
también para nosotros, la palabra “Iglesia” designa no só lo la asamblea litú rgica,
sino también la comunidad local o toda la comunidad universal de los creyentes.
Estas tres significaciones son inseparables de hecho (CCE) 752.Porque la “Iglesia
de Dios existe en las comunidades locales y se realiza como asamblea litú rgica,
sobre todo eucarística”.
La Iglesia es un proyecto trinitario Existe por el designio amoroso del Padre
eterno, fue fundada en el tiempo por Jesucristo, el Verbo encarnado, y es
continuamente vivificada por el Espíritu Santo . Protagoniza la Historia de la
Salvació n desde hace dos mil añ os. “ Tiempo de la Iglesia ”= desde su fundació n por
Cristo y Pentecostés, hasta su consumació n al final de los siglos.
La Iglesia preparada en el Antiguo Testamento: Después del pecado original:
promesa de un redentor descendiente de Eva. Alianza de Dios con Noé. Alianza con
Abraham: le promete hacerle padre de un gran pueblo. Alianza con Moisés: Israel
se convierte en el “Pueblo de Dios”. PERO Israel fue infiel a sus promesas: los
profetas anuncian un pacto nuevo y eterno. Nueva Alianza sellada con la Sangre de
Cristo: definitiva y perfecta: el “nuevo Pueblo de Dios”.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                Pá gina 148
Cristo quiso, y de hecho fundó, la Iglesia: no só lo es espiritual, sino a la vez
visible y jerá rquica. CCE 778 : “La Iglesia fue fundada por las palabras y las obras
de Jesucristo”. PALABRAS: Mt 16, 18-19: - “Tu eres Pedro y sobre esta piedra...”:
anuncia una jerarquía visible en su Iglesia, cimentada sobre Pedro. - “Edificaré mi
Iglesia”: firme intenció n de fundarla. “Las puertas del infierno no prevalecerá n
contra ella”: durará por siempre y nada podrá destruirla. “Te daré las llaves del
reino de los cielos”: será gobernada por Pedro como vicario de Cristo en la tierra.
“Lo que ates en la tierra ….” Atar y desatar en la tierra como en los cielos: Jesú s
promete tal grado de vinculació n con Pedro y los apó stoles que las
determinaciones de la Iglesia tendrá n valor decisorio ante Dios.
CCE 778: “La iglesia fue fundada por las palabras y las obras de Jesucristo”. OBRAS:
- Elecció n de los discípulos. - Vocació n de los apó stoles: grupo estable, con poderes
de salvació n como bautizar, perdonar los pecados, celebrar la Eucaristía. - Primado
de Pedro. - Acontecimientos pascuales: + Ultima Cena : Eucaristía y sacerdocio, +
Pasió n y Muerte: Iglesia nace principalmente en la Cruz: “la Eucaristía hace la
Iglesia” ( CCE 1396 ), + Resurrecció n: su presencia siempre.
En la fiesta judía de Pentecostés, el Padre y el Hijo enviaron el Espíritu Santo:
la Iglesia se manifestó al mundo y comenzó su actividad pú blica en la historia. San
Agustín ( Sermó n 267) afirma: “lo que el alma es para el cuerpo del hombre, lo es el
Espíritu Santo para el cuerpo de Cristo, o sea, la Iglesia”. La presencia capital del
Espíritu Santo en la Iglesia : la une a Cristo, la vivifica, gobierna, habita en el
corazó n de sus fieles, etc..
Gaudium et spes 40: dice “Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo
por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo , la Iglesia tiene una finalidad
escatoló gica y de salvació n , que só lo en el siglo futuro podrá alcanzar
plenamente”. Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es el ú nico redentor del
hombre. Se sirve de la Iglesia como instrumento de la redenció n universal.
La Iglesia no se entiende sin Cristo, que la fundó para perpetuar en la historia su
misió n. La Iglesia es “ sacramento universal de salvació n” ( Lumen gentium 48 ). Es
signo eficaz y real de la acció n redentora de Cristo entre todos los hombres hasta el
final de los siglos. El fin salvífico de la Iglesia es: - sobrenatural: salvació n por
encima de las fuerzas humanas. - inalterable: el hombre no lo puede cambiar y
Dios no muda sus planes eternos (la Iglesia no mera institució n asistencial). -
perpetuo: hasta la consumació n de los siglos (Mt 28, 20). - universal: ofrece la
salvació n a todos los hombres.
Lumen gentium 9, expresa: “Fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres,
no aisladamente, sin conexió n alguna de unos con otros, sino constituyendo un
pueblo”, la Iglesia. La salvació n es santidad No se pueden distinguir: só lo quien
lucha por corresponder a Dios y usa los medios de salvació n de la Iglesia logrará su
salvació n.
IGLESIA Y REINO, 1 Apostolicam actuositatem 2 : “La Iglesia ha nacido con este fin:
propagar el Reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre, y hacer así a
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todos los hombres partícipes de la redenció n salvadora y, por medio de ellos,
ordenar realmente todo el universo hacia Cristo”. Alfred Loisy, dice: “Jesú s anunció
el Reino de Dios y lo que vino fue la Iglesia”. Sagrada Escritura: El Reino de Dios es
propagado por la Iglesia y só lo será completado al fin del mundo.
IGLESIA Y REINO, 2 Se trata de un misterio. El Reino de Dios no es só lo futuro, sino
también actual, no só lo personal, también comunitario, ni só lo celestial, también
terreno (“tiende a transformar las relaciones humanas y se realiza
progresivamente, a medida que los hombres aprenden a amarse, a perdonarse y a
servirse mutuamente” ( Redemptoris Missio 15 )). “ El Reino no puede ser
separado de la Iglesia . Ciertamente, ésta no es fin para sí misma, ya que está
ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a
la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos”
( Redemptoris Missio 18 ).
Naturaleza
        El término misterio aplicado a la Iglesia: indica que su realidad trasciende
a la institució n visible y desborda las capacidades humanas de comprender y de
decidir.
          En el Sacrosanctum Concilium 2 se dice; “Es característico de la Iglesia
ser, a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles…., presente
en el mundo y, sin embargo peregrina. Pero de suerte que en ella lo humano está
ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible … y lo presente a la
ciudad futura que esperamos”.
             No es mera yuxtaposición entre la comunidad y la institución social. Ambas se
compenetran, son auténticamente a la vez.
                      El misterio de la Iglesia sólo encuentra punto adecuado de semejanza en
el misterio del Verbo de Dios encarnado. Su santísima humanidad sirvió a Jesús de
instrumento de redención universal. Análogamente Dios se sirve de los elementos visibles de
la Iglesia a modo de instrumentos para la salvación de los hombres.
La Santísima Trinidad opera en el origen, en la fundación y en cada uno de los
instantes del desarrollo eclesial. También en su finalidad salvífica y en su destino
ú ltimo hacia la instauración definitiva del Reino de Dios.
                            La incorporación personal a la Iglesia debe realizarse
mediante el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
   a) Imágenes de la Iglesia, 1 La Lumen gentium 6 recoge de la Sagrada
      Escritura muchas imá genes de la Iglesia: redil, cuya ú nica puerta es Cristo;
      rebañ o de Dios que Cristo pastorea; campo de viñ a que el Señ or cultiva;
      edificació n de Dios, cuya piedra angular es Cristo; esposa a la que Cristo
      ama y se entrega para santificarla; etc…
      Imá genes mas elaboradas son alusivas a cada una de las Personas divinas:
      Pueblo de Dios; Cuerpo místico de Cristo, Templo del Espíritu Santo.
   b) Imágenes de la Iglesia, 2: Pueblo de Dios
      Se refiere a: un pueblo Sacerdotal; tiene por cabeza a Cristo; la ciudadanía
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      se adquiere por nacimiento del Espíritu Santo y aporta la dignidad y la
      libertad de los hijos de Dios; su ley = mandamiento del amor; su fin = dilatar
      má s y má s el Reino de Dios; es un instrumento de Cristo para la redenció n
      de todos los hombres; es peregrina en la tierra hasta la consumació n del
      Reino de Dios al final de los tiempos.
   c) Imágenes de la Iglesia, 3 : Cuerpo Místico de Cristo
                             Es un organismo espiritual, no reducible a sus solas
      estructuras visibles; es alentado por un alma, el Espíritu Santo; dirigido por
      su cabeza, Cristo; cuyos miembros son los fieles cristianos: se unen con la
      cabeza y entre sí por medio del bautismo y se fortalecen por la recepció n de
      la Eucaristía y de los otros sacramentos; en el que cada miembro realiza su
      funció n propia, y algunos .la jerarquía- tareas esenciales para el conjunto;
      es Cabeza y miembros = el “Cristo tota”l (San Agustín, Sobre la unidad de la
      Iglesia 4, 7).
   d) Imágenes de la Iglesia, 4 : Templo del Espíritu Santo
                                San Agustín, amplía su marco de aplicació n y dice
      (Enchiridion 56, 15): “Dios habita en su templo; no só lo el Espíritu Santo,
      también el Padre y el Hijo…. Por tanto, templo de Dios, o sea de la Trinidad
      entera, es la Santa Iglesia; toda ella, la del cielo y la terrena”. Esta imagen es
      citada repetidas veces en el Concilio Vaticano II, e incluida en el Catecismo
      de la Iglesia Cató lica (797, 798). También indica la presencia de la tercera
      Persona de la Trinidad, como principio vital, aglutinador y santificante del
      Pueblo de Dios y Cuerpo místico de Cristo.
1. Concepto de Comunión
             La Congregació n para la Doctrina de la Fe (carta Communionis notio
   (28.V.1962) dice: El concepto de “comunión” es muy adecuado para expresar
   el núcleo profundo del misterio de la Iglesia”.
              Iglesia-Comunión: es la: “inseparable dimensió n de comunió n de los
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                  Pá gina 151
   cristianos con Cristo, y de la comunió n de los cristianos entre si” (Juan Pablo
   II, Christifideles laici 19, 30.XII.1988).
Aspectos de la comunión eclesial: es otro punto por revisar: la comunión de los
santos: es la intercomunicació n de bienes salvíficos divinos entre los fieles de la
tierra, y también con los del cielo y del purgatorio. Comunión orgánica: es la
complementariedad de las diversas vocaciones y condiciones de vida, ministerios,
carismas, etc … Comunión misionera es la participació n y responsabilidad de
todos.
La Iglesia, sacramento de comunión:
Sacramento es todo signo e instrumento visible de un efecto divino invisible. La
Iglesia es signo visible de la realidad oculta de la salvació n (Analogía). En la
Lumen gentium 1, se dice “ la Iglesia es en Cristo como un sacramento; es decir,
signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de
todo el género humano”
2. Definición de la Iglesia
       Nos cuenta el evangelio de Mateo (Mt 16, 13-19) que un día Jesú s preguntó
       a sus discípulos quien decía la gente que era él. Los discípulos le dijeron que
       unos decían que él era Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o
       algunos de los profetas. Entonces Jesú s les preguntó quién decían ellos, sus
       discípulos, que era él. Pedro tomando la palabra lo proclamó como el Cristo,
       el Hijo del Dios de la vida. Jesú s como respuesta le dijo que él sería la piedra
       fundamental de su Iglesia. También nosotros podemos hacer las mismas
       preguntas sobre la Iglesia. ¿Qué dice la gente que es la Iglesia? ¿Qué dicen
       ustedes?.
 A la primera pregunta - ¿qué dice la gente qué es la Iglesia?- seguramente
obtendremos muchas respuestas
- para unos la Iglesia es el templo, el edificio donde los cristianos se reú nen los
      domingos.
- para otros la iglesia son los obispos, los curas, las madrecitas, religiosos...
- para otros la Iglesia es una institució n poderosa que está al lado de los ricos.
- para algunos la Iglesia es una secta má s, de las que hoy día aparecen por todas
      partes
- para otros la Iglesia es una especie de seguro de salvació n para la otra vida
- para algunos la Iglesia es simplemente una tradició n, un conjunto de costumbres
  que hemos recibido de nuestros antepasados.
Pero a nosotros nos corresponde contestar la segunda pregunta. ¿Y ustedes qué
dicen qué es la Iglesia?, es decir ¿qué es la Iglesia para nosotros?
Con aportaciones del Vaticano II y Magisterio posterior:”La Iglesia es el
sacramento de la comunió n de los hombres con Dios y entre sí por Cristo en el
Espíritu Santo. No desvela el misterio: el elemento divino de la Iglesia hace siempre
insondable al hombre la profundidad de su misterio.                                 Otras
definiciones posibles son: “Es la institució n fundada por Jesucristo para la
salvació n de las almas. Es el Pueblo de Dios (y/o el Cuerpo místico de Cristo)
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                   Pá gina 152
formado por los bautizados que profesan la misma fe, participació n de los mismos
sacramentos y está n unidos al Papa.
3. LA IGLESIA NACE EN PENTECOSTÉS
Jesú s había prometido a sus discípulos el Espíritu, que sería para ellos luz, fuerza y
su defensor frente a los enemigos, pero los apó stoles no entendían qué quería decir
Jesú s con estas palabras. Los Apó stoles se dispersaron al morir Jesú s: creían que
todo había sido un hermoso sueñ o, un fracaso. Pero Jesú s resucitado se les
apareció y ellos creyeron en él. Y antes de volver al Padre de nuevo, les prometió
otra vez que les enviaría su Espíritu. Lucas en los Hechos de los Apó stoles nos
narra lo sucedido. Los apó stoles estaban reunidos con María, cuando irrumpió con
fuerza el Espíritu. Es una nueva creació n, una nueva alianza. Sucede lo contrario a
Babel: hay gozo, valentía, amor y comprensió n mutua. Todo esto significa los
símbolos del viento y de las lenguas de fuego, (Hch 2, 1-13). Fruto del Espíritu es la
valentía con la que Pedro anuncia a Jesú s, invita a la conversió n y al bautizo.
Muchos son bautizados y se agregan a la comunidad de Jesú s. Así nace la Iglesia.
(Hch 2, 14-41). Lucas nos describe algunas de las características de la primera
Iglesia: “Acudían asiduamente a la enseñ anza de los apó stoles, compartían sus
bienes, partían el pan (Eucaristía) eran asiduos a la oració n” (Hch 2, 42). No es
extrañ o que muchos deseasen formar parte de esta comunidad: “La comunidad de
los fieles tenía un solo corazó n y una sola alma. Nadie consideraba suyo lo que
poseía sino que todo lo tenía en comú n. Los apó stoles daban testimonio de la
resurrecció n del Señ or Jesú s con mucho poder y Dios les daba su gracia
abundantemente. No había entre ellos ningú n necesitado, porque todos los que
tenían campos o casas las vendían y entregaban el dinero a los apó stoles, quienes
repartían a cada uno segú n sus necesidades” (Hch 4,32-35).
4. CARACTERÍSTICAS DE LA IGLESIA
Pueblo Reunido en Comunidad.
La Iglesia es un pueblo reunido en comunidad, es la comunidad por la que Jesú s
murió (Jn 11,52). Pero la Iglesia es una comunidad peculiar, diferente de otras
comunidades nacionales, culturales, políticas, sociales o religiosas. La Iglesia es un
pueblo congregado por la Palabra de Dios. La fe en la Palabra es la que nos convoca
en la Iglesia. (Rom 10, 14-17) Por el bautismo entramos a formar parte de esta
comunidad. El bautismo es la puerta de la Iglesia. (Jn 3, 5; Hch 2, 38-41). Esta
comunidad se reú ne para celebrar la Eucaristía, es decir para participar del Cuerpo
y Sangre de Cristo. (1Co 11, 17-34).
La Iglesia, por el bautismo y la Eucaristía, constituye el Cuerpo de Cristo.
“Y el pan que partimos ¿no es la comunió n del Cuerpo de Cristo? Uno es el pan y
por eso formamos todos un solo cuerpo, porque participamos todos del mismo
pan” (1Cor 10, 17). En la Iglesia existe igualdad entre todos sus miembros, que
nacen de la misma fe y del mismo bautismo (Gá l 3, 26-29). Pero en la Iglesia hay
diversas funciones, ya que el Espíritu Santo reparte sus dones para el bien de todo
el Pueblo de Dios. “Sean un cuerpo y un espíritu, pues al ser llamados por Dios, les
dio a todos la misma esperanza. Uno es el Señ or, una la fe, uno el bautismo. Uno es
el Dios, Padre de todos, que está por encima de todos y que actú a por todo y en
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 153
todos. Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propia parte en la gracia
divina, segú n como Cristo se la dio” (Ef 4, 3-7). Por esto en la Iglesia hay laicos
casados, catequistas, profetas, religiosos, maestros, pastores…
Los pastores son los encargados de animar la fe de las comunidades con la palabra
y el ejemplo, procuran mantener su unidad y su fidelidad al evangelio. Son
servidores del Pueblo de Dios (Mc 10, 42-45). Estos pastores son los obispos,
colaborados por los sacerdotes. El conjunto de comunidades forma una parroquia,
presidida por el pá rroco. El conjunto de parroquias forma una dió cesis, presidida
por el obispo. Los obispos de un país forman la Conferencia Episcopal. Todos los
obispos y las Conferencias Episcopales se unen bajo el obispo de Roma, el Papa,
sucesor de Pedro (Mt 16,18), a quién el Señ or confió el cuidado de toda la grey (Jn
21, 15-18). Pero la cabeza de toda esta comunidad es Cristo. (Ef 1, 22-23).
5. ORGANIZACIÓN ECLESIÁSTICA
En la organizació n de la Iglesia existen algunas instituciones establecidas por el
Señ or. Se dice que estas instituciones son de derecho divino. Naturalmente, los
fieles cató licos -ni siquiera el Papa- está n autorizados a reformar el derecho divino.
Sobre estas instituciones la legítima autoridad eclesiá stica ha ido añ adiendo otras
que pretenden adaptar la organizació n de la Iglesia a las necesidades de cada
época y a las diversas mentalidades. Estas instituciones son de derecho
eclesiá stico. Así, sobre la jerarquía eclesiá stica querida por Dios (obispos,
presbíteros y diá conos) se han añ adido otros grados jerá rquicos, como los
arzobispos. O ademá s del Colegio que estableció el Señ or (el Colegio Episcopal) la
Iglesia ha creado otros colegios (como el Colegio de Cardenales) con funciones
específicas. La legítima autoridad eclesiá stica puede crear nuevas instituciones de
gobierno o modificar o suprimir las ya existentes si son de derecho eclesiá stico.
6. ¿QUIÉN HACE CABEZA EN LA IGLESIA UNIVERSAL?
En la Iglesia Cató lica existe una doble capitalidad: el Romano Pontífice, el Pastor de
la Iglesia Universal y en virtud de su funció n ejerce “potestad ordinaria, que es
suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer
libremente” (c. 331). Por su parte el Colegio Episcopal “es también sujeto de la
suprema y plena potestad sobre la universal Iglesia” (LG 22). Se puede decir por
ello que en la Iglesia existen dos sujetos de la suprema potestad. El Colegio
Episcopal, sin embargo, no tiene autoridad si no se considera incluido el Romano
Pontífice, como cabeza del mismo. Nunca puede actuar sin su cabeza, y la potestad
del Colegio Episcopal no puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano
Pontífice.
El oficio capital en la Iglesia (tanto el del Papa como el de los Obispos integrados en
el Colegio Episcopal) no se puede entender como una mera funció n de gobernar.
En la Iglesia la funció n de gobernar es servicio: servicio a Dios, a la Iglesia misma y
a las almas. No en vano el Papa usa el título de servus servorum Dei (siervo de los
siervos de Dios). Un servicio que implica la vida misma, y no pocas veces ha sido
con derramamiento de sangre.
7. LA POTESTAD DEL ROMANO PONTÍFICE (DEL PAPA)
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Segú n el canon 331 “el Obispo de la Iglesia Romana, en quien permanece la funció n
que el Señ or encomendó singularmente a Pedro, primero entre los Apó stoles, y que
había de transmitirse a sus sucesores, es cabeza del Colegio de los Obispos, Vicario
de Cristo y Pastor de la Iglesia universal en la tierra; el cual, por tanto, tiene, en
virtud de su funció n, potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y
universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente”. La Iglesia se
edifica sobre la roca de Pedro, como estableció el Señ or (Mt 16, 18) porque es la
garantía de la unidad. La potestad del Papa se refiere a las tres funciones que son
competencia de la Iglesia: la funció n de santificar, la funció n de enseñar y la
funció n de gobernar. En las tres funciones el Papa tiene potestad suprema (en la
tierra no existe autoridad superior a la suya sobre estas funciones), plena (abarca
todos los aspectos de la potestad), inmediata (no es necesario ejercerla a través de
intermediarios) y universal (tiene potestad sobre todos los fieles). También es
ordinaria, porque va aneja al oficio.
8. EL SÍNODO DE LOS OBISPOS
El Sínodo de los Obispos es una asamblea de Obispos procedentes de las distintas
regiones del mundo. En su forma actual fue creada por el Papa Pablo VI el 15 de
septiembre de 1965 en respuesta a los deseos de los Padres del Concilio Vaticano II
de mantener vivo el buen espíritu nacido de la experiencia conciliar.
9. EL COLEGIO DE CARDENALES
El Colegio de Cardenales de la Santa Iglesia Romana tiene su origen en el conjunto
de presbíteros y diá conos de Roma, má s los Obispos de las dió cesis sufragá neas de
Roma, llamadas suburbicarias. El término de cardenal proviene precisamente del
hecho de que estos clérigos estaban incardinados en la dió cesis romana. Desde el
primer momento el Romano Pontífice acudía a ellos como cuerpo consultivo.
10.LA CURIA ROMANA
El principal ó rgano de ayuda al Papa en el gobierno de la Iglesia es la Curia
Romana. La Curia Romana es el conjunto de dicasterios (ministerios, civilmente
hablando) y organismos que ayudan al Romano Pontífice en el ejercicio de su
suprema misió n pastoral, para el bien y servicio de la Iglesia universal y de las
Iglesias particulares. El Papa, en el ejercicio de su misió n, desde épocas remotas se
ha ayudado de diversas personas y organismos para mejor cumplir las funciones
que el Señ or le ha confiado en el gobierno de la Iglesia Cató lica. Estos organismos
se han agrupado y organizado de diversas formas a lo largo de los siglos. Desde el
siglo XI los Papas se sirvieron cada vez má s de la colaboració n de los Cardenales, y
desde el siglo XIII el Papa trataba los asuntos de la Iglesia exclusivamente con los
Cardenales reunidos en Consistorio.
13.EL COLEGIO EPISCOPAL
El Colegio Episcopal es sujeto de la suprema potestad en la Iglesia Cató lica. Esta
potestad se debe entender referida al Colegio Episcopal en su conjunto, el cual no
se da sin su Cabeza, que es el Romano Pontífice. Será por lo tanto el Romano
Pontífice, quien ordene, promueva y apruebe el ejercicio colegial, atento al bien de
la Iglesia. En todo caso, la acció n de gobierno del Colegio Episcopal nunca será una
acció n de los Obispos independientemente del Papa. Porque en tal caso, al faltar la
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acció n de la Cabeza, ya no pueden los Obispos obrar como Colegio. Para pertenecer
al Colegio Episcopal hacen falta dos requisitos: la consagració n episcopal y la
comunió n jerá rquica con la Cabeza del Colegio y con los demá s miembros. Por
comunió n jerá rquica no se debe entender un cierto vago afecto, sino una realidad
orgá nica, que exige forma jurídica a la vez que está animada por la caridad.
14.EL CONCILIO ECUMÉNICO
La potestad del Colegio de los Obispos sobre toda la Iglesia se ejerce de modo
solemne en el Concilio Ecuménico. También se puede ejercer “mediante la acció n
conjunta de los Obispos dispersos por el mundo, promovida o libremente aceptada
como tal por el Romano Pontífice, de modo que se convierta en un acto
verdaderamente colegial” (canon 337). La historia de la Iglesia ha conocido 21
Concilios Ecuménicos, desde el de 1º de Nicea (añ o 325) hasta el Vaticano II (añ o
1962). En la actualidad el derecho reserva exclusivamente al Romano Pontífice la
potestad de convocar el Concilio Ecuménico.
Algunos Concilios
  NICEA (325): convocado por el Emperador Constantino. Condenó la herejía
    Arriana, que sostenía que Cristo es una criatura de Dios. Definió : la identidad
    de naturaleza de Padre e Hijo, con la misma sustancia.
  EFESO (431): condenó la herejía Nestoriana, que separaba las dos naturalezas
    de Cristo. Definió : la unió n hipostá tica de las dos naturalezas; y reconoció a la
    Virgen María como Theotokos, Madre de Dios.
  CALCEDONIA (451): condena el monofisismo, que afirma que existe en Cristo
    una sola naturaleza, la divina.
  CONSTANTINOPLA III (680): condena el monotelismo, que sostiene que existe
    una sola voluntad en Cristo. Define: hay dos voluntades en Cristo.
  NICEA II (787): Declara legítimo el culto a las imá genes religiosas, que había
    sido prohibido por el Emperador Leó n. Distingue: veneració n, que se debe a la
    Virgen y a los Santos, y la adoració n (latría) que corresponde ú nicamente a
    Dios.
  TRENTO (l545/l563): considerado el má s importante de los Concilios, pues
    perfeccionó todos los fundamentos doctrinarios: sacramentos, Misa, pecado
    original, seminarios, justificació n.
  VATICANO I (l869): precisó la doctrina frente a errores liberales, y fijó la
    infalibilidad pontificia.
  VATICANO II (l962/l965): aprobó l6 documentos pastorales, de los que el má s
    importante para la enseñ anza social es la Constitució n Gaudium et Spes, sobre
    la Iglesia en el mundo.
15. JURISDICCIÓN TERRITORIAL
La Iglesia Cató lica se organiza mediante las Iglesias particulares, son
principalmente las dió cesis, a las que, si no se establece otra cosa, se asimilan la
prelatura territorial y la abadía territorial, el vicariato apostó lico y la prefectura
apostó lica, así como la administració n apostó lica erigida de manera estable. La
diócesis es una porción del pueblo de Dios cuyo cuidado pastoral se encomienda al
Obispo con la cooperación del presbiterio, de manera que, unida a su pastor y
congregada por él en el Espíritu Santo mediante el Evangelio y la Eucaristía,
constituya una Iglesia particular, en la cual verdaderamente está presente y actúa la
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Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica. (c.369).
16.TIPOS DE IGLESIAS PARTICULARES
Circunscripciones de régimen ordinario:
Diócesis (c. 369) Se trata de la Iglesia particular, al conjunto de parroquias
delimitadas de manera geográ fica contra otra dió cesis. Está dirigida por un obispo
ordinario, los sacerdotes le ayudan.
Prelatura territorial (c. 370). Son Iglesias particulares en las que no se ve
conveniente por el momento dotarlas en plenitud de la organizació n diocesana.
Aunque no está n reservadas a los territorios de misió n, suelen ser, por así decirlo,
Iglesias particulares a las que les falta poco para ser constituidas en dió cesis; las
actuales en general está n en territorios de misió n.
Abadía territorial (c. 370). Se trata de estructuras de raigambre histó rica. En
otros momentos la evangelizació n de nuevos territorios se confiaba a las abadías,
que de ese modo adquirían jurisdicció n sobre el territorio que les rodeaba, y al que
evangelizaban y servían. Algunas son fruto de la enorme devoció n que han
suscitado ciertos santuarios.
Circunscripciones territoriales de territorios de misión
Vicariato apostólico (c. 371 §1): Son estructuras eclesiá sticas propias de
territorios de misió n. Son Iglesias particulares a las que les faltan elementos para
poder ser elevadas a dió cesis.
Prefectura apostólica (c. 371 §1): al igual que en el caso anterior, se les puede
considerar dió cesis en formació n. Por lo general, una Iglesia particular comienza
su andadura como Prefectura apostó lica.
Circunscripciones territoriales de régimen especial
Administración apostólica (c.371 §1): Son Iglesias particulares que, por
determinadas circunstancias particularmente graves, no se erigen en dió cesis, sino
que son regidas por un Administrador apostó lico en nombre del Romano Pontífice.
Se trata de Administraciones apostó licas estables: se debe distinguir de las dió cesis
(u otras Iglesias particulares) que, por circunstancias especiales y transitorias, no
necesariamente graves, se confían a un Administrador apostó lico por un
determinado tiempo. Por poner un caso, la prá ctica de la Santa Sede si fallece un
Obispo es confiar la dió cesis a un Obispo cercano como Administrador apostó lico,
hasta que se nombre Obispo. Entre las Administraciones apostó licas estables se
cuentan, por ejemplo, las situadas en territorios donde hay persecució n contra la
Iglesia.
17.PARROQUIA
Una de las figuras de la organizació n eclesiá stica má s conocida es la parroquia.
Por parroquia se suele entender la divisió n organizativa inferior a la dió cesis, y
subordinada al Obispo diocesano. La definició n de parroquia la da el canon 515 §1:
La parroquia es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable
en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano,
se encomienda a un pá rroco, como su pastor propio.
   a) LA CUASI-PARROQUIA
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En circunstancias especiales se puede constituir una cuasi-parroquia. Se trata de
una comunidad de fieles que, por circunstancias peculiares, no se puede constituir
en parroquia. A no ser que el derecho prevea otra cosa, a la parroquia se equipara
la cuasi-parroquia, que es una determinada comunidad de fieles dentro de la
Iglesia particular, encomendada, como pastor propio, a un sacerdote, pero que, por
circunstancias peculiares, no ha sido aú n erigida como parroquia. La cuasi-
parroquia cumple funciones similares a la de la parroquia. En el decreto de
erecció n el Ordinario habrá de determinar las funciones del cuasi-pá rroco, y quizá
determinar aquellos ó rganos parroquiales que se habrá n de constituir.
    b) LOS FIELES O PARROQUIANOS
Son todos aquellos hijos de Dios bautizados, llamados a desempeñ ar la misió n de la
Iglesia, cada uno segú n su condició n y vocació n. Los deberes y derechos de los
fieles (CDC 208-223): igualdad en cuanto a la dignidad, cooperan a la edificació n de
la iglesia. La constitució n de las parroquias se debe a la voluntad del obispo
(erecció n, supresió n…) La parroquia normalmente es territorial, pero puede ser
también personal. Tiene personalidad jurídica (CDC 515,3) con deberes
patrimoniales. La mayor autoridad de la parroquia es el pá rroco, elegido por el
obispo.
    c) EL PÁRROCO
Es el pastor propio de cada parroquia, trabaja bajo la autoridad del obispo en
cooperació n con otros presbíteros, diá conos y fieles. Sus funciones son santificar,
enseñ ar, guiar y regir. Es una misió n de servicio espiritual. El pá rroco es el
representante jurídico de la parroquia (CDC 532) y como tal administra los bienes
segú n las normas de los cá nones 1281-1288. El pá rroco reú ne las siguientes
cualidades: capacidad de comunicació n (relaciones pú blicas), capacidad de
acogida, capacidad de administració n y capacidad, sobre todo de orar, de meditar,
de recibir consejos para una mejor orientació n de su grey. Es el encargado de
administrar los sacramentos, que no falte nunca el alimento espiritual a la gente
(bautismo, confirmació n, funerales, procesiones, adoració n al Santísimo,
consejería, reconciliació n, unció n a los enfermos, promotor vocacional, exequias,
matrimonio, viá tico…). El pá rroco no trabaja solo, tiene un equipo que le colabora
(Consejo parroquial) entre ellos está n: el pastoral y el econó mico. También se
nombran vicarios parroquiales quienes hacen las veces de pá rroco en ausencia o
falta de tiempo del titular.
18. NOTAS DE LA IGLESIA
Los cuatro atributos de la Iglesia son las siguientes:
   1. Una: La Iglesia es una debido a su origen, Dios mismo. Dios es uno, es una
       debido a su fundador, Cristo. El apó stol San Pablo, en su 1º Carta a los
       Corintios, hace referencia a la Iglesia como Cuerpo de Cristo. "Las partes del
       cuerpo son muchas, pero el cuerpo es uno; por muchas que sean las partes,
       todas forman un solo cuerpo" (1Co 12, 12). En otra carta, también Pablo
       enseñ a sobre este atributo: "Mantengan entre ustedes lazos de paz y
       permanezcan unidos en el mismo espíritu. Un solo cuerpo y un mismo
       espíritu, pues ustedes han sido llamados a una misma vocació n y una misma
       esperanza. Un solo Señ or, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                               Pá gina 158
      Padre de todos, que está por encima de todos, que actú a por todos y está en
      todos." (Ef. 4, 3-6).Cristo mismo enseñ a y ruega por esta unidad
      característica de la Iglesia fundada por É l: "Que todos sean uno, como tú ,
      Padre, estas en mí y yo en ti. que ellos también sean uno en nosotros, para
      que el mundo crea que tú me has enviado". (Jn. 17, 20-21).
   2. Santa: la Iglesia, a pesar de los fallos y faltas de cada uno de los creyentes
      que aú n peregrinan en la Tierra, es en sí misma santa pues santo es su
      fundador y santos son sus fines y objetivos. Asimismo, es santa mediante
      sus fieles, ya que ellos realizan una acció n santificadora. En la Iglesia
      Cató lica es quien contiene la plenitud total de los medios de salvació n, y en
      donde se consigue la santidad por la gracia de Dios. Es Santa porque sus
      miembros está n llamados a ser santos
   3. Católica: con el significado de "universal" la Iglesia es Cató lica en cuanto
      busca anunciar la Buena Nueva y recibir en su seno a todos los seres
      humanos, de todo tiempo y en todo lugar; dondequiera que se encuentre
      uno de sus miembros, allí está presente la Iglesia. y también, como lo señ ala
      el Catecismo de la Iglesia Cató lica, es cató lica porque Cristo está presente en
      ella, lo que implica que la Iglesia recibe de É l la plenitud de los medios de
      salvació n.
   4. Apostólica: la Iglesia fue fundada por Cristo sobre el fundamento de Pedro,
      Cabeza de los Apó stoles, y constituyendo en autoridad y poder a todo el
      Colegio Apostó lico; Pedro y los demá s Apó stoles tienen en el Papa y los
      Obispos a sus sucesores, que ejercen la misma autoridad y el mismo poder
      que en su día ejercieron los primeros, proveniente directamente de Cristo.
      También es Apostó lica porque guarda y transmite las enseñ anzas oídas a
      los apó stoles.
19. ESTADOS DE LA IGLESIA
      1. Triunfante, los que está n en el cielo,
      2. Purgante, los que está n en el purgatorio
      3. Militante o peregrina, los que está n en la tierra
20. DOCUMENTOS PONTIFICIOS
El Sumo Pontífice utiliza los siguientes tipos de documentos:
 CARTAS ENCICLICAS: documentos del papa, dirigidos a los Obispos, sobre un
    tema importante. El título consigna las primeras palabras del texto,
    generalmente en latín.
 EPISTOLAS ENCICLICAS: son poco frecuentes y se usan para dar instrucciones,
    por ejemplo, sobre un Añ o Santo.
 CONSTITUCION APOSTOLICA: por este medio, el papa ejerce su autoridad
    sobre temas administrativos. Por ejemplo, creació n de una nueva Dió cesis.
 EXHORTACION APOSTOLICA: se utiliza normalmente después de un Sínodo de
    Obispos. Ejemplo: “Catechesi Tradendae”, sobre la catequesis en nuestro
    tiempo, 16-10-1979.
 CARTA APOSTOLICA: dirigida a un grupo de personas: A las familias, a las
    Mujeres.
 BULA: utilizada para asuntos judiciales; ej.: “Unigenitus”, que condenó la tesis
    jansenista sobre la gracia irresistible (1713).
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 159
 MOTU PROPRIO: documento en que se expresa el Papa “por sí mismo”. Ej.: la
  proclamació n de Sto. Tomá s Moro como Patrono de los Políticos y
  Gobernantes (31-10-2000).
21. DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA -DSI-
La Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) define así a la Doctrina Social
de la Iglesia: “es la enseñanza moral que en materia social, política, económica,
familiar, cultural, realiza la Iglesia, expuesta por quien tiene la autoridad y la
responsabilidad de hacerlo”. La DSI tiene su fuente principal en la Sagrada
Escritura, y una fuente secundaria en la razó n humana, iluminada por la Ley
Natural: luz de la razó n, que, a través de juicios prá cticos, le manifiesta al hombre
que debe evitar el mal y obrar el bien.
CONTENIDO DE LA DSI
La enseñ anza pontificia en materia social es una doctrina, con tres características:
a) Síntesis teó rica: un conjunto de principios, que cubren todos los aspectos del
orden temporal;
b) Alcance prá ctico: la teoría ilumina la acció n;
c) Moralmente obligatoria: si bien cualquier persona puede aprovechar su riqueza,
para los cristianos es obligatoria, y deben vivir y actuar segú n sus principios.
Incluye:
 Principios de reflexió n: sobre valores permanentes (verdad, libertad, justicia,
   paz, caridad). Los tres grandes principios del orden social son los siguientes:
  Bien Comú n: el conjunto de condiciones sociales que consienten y favorecen
    en los seres humanos el desarrollo íntegro de su persona.
  Solidaridad: significa unir fuertemente; el hombre debe contribuir con sus
    semejantes al bien comú n de la sociedad en la que vive. En funció n del
    principio de solidaridad, la Iglesia se opone a todos los individualismos.
  Subsidiariedad: ni el Estado ni la sociedad civil deben impedir las iniciativas de
    personas y grupos. En funció n de este principio, la Iglesia se opone a toda
    forma de colectivismo.
22. EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA, SU INFALIBILIDAD
La Iglesia, por especial asistencia de Dios, es infalible, sin posibilidad de error
en su enseñ anza. “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Y las
puertas del infierno no prevalecerán sobre ella. Lo que ates en la tierra quedará
atado en el Cielo, lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo.” (Mt
16,18). Esta infalibilidad se ejerce de varias maneras:
  El Papa goza de esta infalibilidad cuando, como Pastor y Maestro supremo
    de todos los fieles, proclama en forma solemne y definitiva una verdad de
    fe o de moral. Entonces decimos que el Papa habla ex-cáthedra.
  El Colegio episcopal, integrado por los obispos, también goza del carisma
    de infalibilidad cuando ejerce su magisterio en unió n con el Papa, sobre
    todo cuando participa en un concilio ecuménico.
  El carisma de infalibilidad también se ejerce cuando la Iglesia propone por
    medio de su Magisterio supremo un dogma, algo que se debe aceptar
    como revelado por Dios para ser creído. Esta infalibilidad abarca todo el
    depó sito de la Revelació n.
EEJP II-ICICLO: “FUNDAMENTOS DE NUESTRA FE”                                 Pá gina 160
 Cuando los obispos enseñ an en comunió n con el Papa, proponiendo
  enseñ anzas que conducen a un mejor entendimiento de la Revelació n
  dentro del magisterio ordinario, no son infalibles pero los fieles debemos
  adherirnos a sus enseñ anzas con obediencia y docilidad.
23. LAICOS
Se llama laicos a todos los fieles bautizados que no han recibido el sacramento de
Ó rdenes Sagradas y no pertenecen a un estado religioso aprobado por la Iglesia.
Son, pues, los cristianos que está n incorporados a Cristo por el bautismo, que
forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo. Sacerdote,
Profeta y Rey. Ellos realizan, segú n su condició n, la misió n de todo el pueblo
cristiano en la Iglesia y en el mundo.
LA VOCACIÓN DE LOS LAICOS
Buscar el Reino de Dios ocupá ndose de las realidades temporales y ordená ndolas
segú n Dios... A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas
las realidades temporales, a las que está n estrechamente unidos, de tal manera que
éstas lleguen a ser segú n Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y
Redentor.
24. CLÉRIGOS
Son todos los bautizados que han recibido el sacramento del Orden Sagrado.
Presenta 3 grados:
1. Diá conos (ayudan al sacerdote en el altar y en la diakonia de la Iglesia)
2. Presbíteros (sacerdotes, curas, “padrecitos”)
3. Epíscopos (obispos) tienen toda la potestad del Orden
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