Revistas 67
Revistas 67
Malentendidos
Palabras de género
Increencia, indiferencia
“Mi análisis con S. Freud”
ediciones sitio
Conjetural es una publicación de
Ediciones SITIO
Dirección:
Jorge Jinkis y Luis Gusmán
Consejo de redacción:
Sara Glasman y Juan Ritvo
Editor:
Luis O. Tedesco
Diseño gráfico:
Lucas Jinkis
En tapa:
Fragmento de “San Giovanni Battista”,
de Gian Giacomo Caprotti (Salaino),
Pinacoteca Ambrosiana, Milán.
Correspondencia y originales:
Rawson 22, (1182) Buenos Aires, Argentina
conjetural@fibertel.com.ar
Distribuye:
Siglo veintiuno editores
Guatemala 4824
(C1425BUP) Buenos Aires
( + 54 11) 4770-9090
ISSN: 0326-7601
RNPI: en trámite
Nº 67 - Octubre 2017
ÍNDICE
Palabras de género 9
Puntuaciones
Juan Ritvo:
El malentendido: la naturaleza de la conjetura 19
Eduardo Carbajal:
Increencia, luego indiferencia 33
Sara Glasman:
La representación vaciada 41
Tropismos de la mirada
Luis Gusmán:
Mímesis falladas 63
Eduardo Grüner:
El ser y la mirada 79
Anacrónicas
Jorge Jinkis:
Mujeres maravillosas 93
Anna Guggenbühl:
Mi análisis con Sigmund Freud 103
Conjetural, revista psicoanalítica
Palabras de género
***
9
parecer menos sencillo adivinar que cuando lee la palabra francesa
bois debe decir “buá” y es mucho más difícil determinar cómo habría
que vocalizar la diferencia entre las palabras inglesas ship y sheep para
que el oyente no se confunda. Sin embargo, el español también pre-
senta sus discordancias y cualquiera que haya leído a Cesar Bruto sabe
que, si transcribiéramos según dicta la fonética –el uso que impera en
lo que se habla o se escucha–, las palabras se volverían irreconocibles
y nos veríamos condenados por la Academia.
También le ocurre a las letras. En algún lugar leí que Borges, ya sa-
liendo de la infancia, le escribió a un amigo: “Me estoi volviendo mui
haragán i tengo un odio profundo a ese farsante de Cicerón i a las raí-
ces cúbicas aljebraicas”. Ignoro si ese odio se extendía hasta la i griega
o si tan solo la consideraba inepta para recoger la herencia de ípsi-
lon (ψιλ ν).
La RAE, con más frialdad, prefiere borrar o abandonar la antigua
denominación de la y (con lo que la otra i dejaría de ser latina) y reco-
mienda llamarla “ye” por la frecuencia de su uso consonántico. Cabe
preguntarse (aunque sea en voz baja) si no hay en la elección de la e
algún escrúpulo defensivo, un exceso puntual de corrección que com-
pensa alguna inconveniencia sistemática, si no evita el femenino “ya”,
como cuando se pronuncia raya, o el incómodo “yo” como en rayo. La
pregunta se justifica porque existen numerosos proyectos, algunos muy
meticulosos, que auspician eliminar los géneros gramaticales como gé-
neros sociales y los sustituyen por el sufijo –e. Lo hacen grupos auto-
denominados anarquistas, pero también otros, no menos ambiciosos,
que gustarían extender y hasta “estandarizar” el uso del género neu-
tro en castellano1. Pero estandarizar el género, el míe, el tuye, no es
acoger la diversidad.
En cualquier caso, incluso si la frase de Borges incurre en un im-
probable, pero quién sabe, inadvertido error ortográfico, divierte como
los modos propios de la infancia a los que los niños tienen dificultado
el acceso por la amenaza de ser corregidos. Cuando se lee una palabra
mal escrita, surge ante el lector la realidad material de la palabra que
suele pasar desapercibida porque está impregnada de un sentido de-
terminado y porque una larga exigencia semántica estabiliza su uso.
1 Cfr. de Rocío Gómez, “Pequeño manifiesto sobre el género neutro en castellano”, en https://lin-
guaultrafinitio.files.wordpress.com/2016/04/pequec3b1o–-manifiesto-sobre-el-gc3a9nero-
neutro-en-castellano.pdf.
10
Como si las palabras estuvieran eclipsadas por la significación.
Freud encontró que algunas personas hablan como ocurre en los
sueños; así logran efectuar toda clase de operaciones con cierta pres-
cindencia del significado. Desde entonces, se puede llamar esquizofré-
nico al modo de tratar las palabras como cosas: es una de las raras
ocasiones que permite a las palabras desvestirse. Es también lo que
les ocurre cuando los niños, que no son esquizofrénicos, repiten pala-
bras cuyo significado desconocen: no dicen algo sin sentido, afirman la
promesa de sentido que se alberga en el enigma de la palabra. Gran
destripador de palabras fue Lewis Carroll, quien no se cansó de in-
ventarlas; se ha dicho que un poema como “Jabberwocky” carece de
sentido (nonsense), pero que se resista a la comprensión no es negarle
sentido. Alcanza con escucharlo.
Las relaciones que mantienen las palabras dichas y oídas con lo que
se podría llamar sus representaciones gráficas son disímiles para cada
idioma y, aunque existen algunas normas, hay una discordancia entre
la escritura y el habla que pone en juego al ojo y al oído.
Suele ocurrir que el ojo distinga lo que el oído une, aunque los efec-
tos pueden invertirse si se busca una desorientación visual de la orto-
grafía fonética; así lo hace Raymond Queneau cuando escribe
Polocilacru para decir Paul aussi l´a cru.
Dylan Thomas (la lengua tiene sus preferidos), escribía para el oído,
y cuando leía en voz alta, entonaba un canto. Luis Tedesco deja oír
voces que se guían por una glotonería lingüística que suele devorarse
algunas consonantes, como si quisiera volver audible la palabra por la
omisión de una letra en la escritura. La representación gráfica de las
palabras y de las letras (quienes saben de estas cosas los llaman gra-
femas), su disposición espacial sobre la hoja de papel, tiene un poder
de evocación explotado por innumerables poetas.
Pero las necesidades poéticas o estilísticas están lejos de agotar la
cuestión. Y de hecho ellas no se incluyen entre las razones misteriosas
que todavía se discuten para explicar la escritura en espejo de Leo-
nardo, que era ambidextro. Los niños pueden dibujar su nombre sin
conocer el abecedario; antes de leer, comienzan a mirar las letras. Qué
sorpresa descubrir que hasta las letras parecen mirarse en el espejo,
como la b con la d, la p con la q. Quién sabe si se reconocen.
El lector de Lacan está habituado a encontrarse con el recurso a
esas diferencias entre la lengua hablada y la escritura, y aunque do-
mine una tendencia a escriturar la oralidad para introducir la lógica,
11
su escritura también se deja infiltrar por estructuras orales. Esa ten-
sión (entre Seminarios y Escritos) entre la fugacidad del tiempo y la es-
tabilidad visual, se hace evidente en los efectos de la interrupción:
cuando dibujo o escribo una letra o palabra y me interrumpo, la dis-
continuidad espacial no impide y hasta refuerza la permanencia de esa
forma, figura o imagen; si me detengo después de enunciarla en voz
alta, encuentro el silencio.
Lacan puede apelar a una incorrección ortográfica (Y a de l´un) para
hacer desaparecer el pronombre personal y originar desde allí una de-
rivación lógica, o presentar una homofonía como traducción inesperada
del inconsciente (une– bévue), o citar sin citar al poeta para promover
el equívoco entre el juego y el amor (s´aile à mourre)2. Todos estos jue-
gos tienen presentes a los interlocutores y ofrecen algo a la lectura que
equivoca a las orejas; sugieren una orientación a la práctica de escu-
char. Nunca se trata de simplificar o atender a un ideal de brevedad.
En cambio, las Academias que se ocupan de la estructura de la len-
gua y de sus modificaciones históricas no tienen un público restrin-
gido. Pretenden dirigirse a todos los hablantes del idioma, incluso a los
aún no nacidos. Quizás eso empuja a superponer con cierto abuso lo
que es correcto con lo que es prescriptivo. Pero lo prescriptivo no es
siempre correcto, ni qué decir, tampoco deseable. Sin duda, la gramá-
tica importa tanto como atender a las tradiciones de uso o recoger los
cambios en el habla y en la escritura. Pero legislar que el nombre de la
letra z se escribe “ceta”, con todo respeto, parece estúpido. En cambio,
es torpe el criterio de simplificación que lleva a eliminar el tilde de al-
gunas palabras contrariando el propio afán de inequivocidad. Un aca-
démico que votó en minoría observa que si escribe “estaré solo
mañana”, sin tilde, indica que mañana no tendrá compañía; con tilde,
que mañana será el único día que estará. Desestimar la diferencia
entre el adjetivo y el adverbio puede ser cosa de vida o muerte.
La racionalidad económica de abreviar y simplificar encuentra una
vía propicia en la corriente global de uniformización de las lenguas3; a
ello se agrega que los programas de los dispositivos electrónicos empo-
2 Es probable que el hablante del francés no deje de advertir en la homofonía la infiltración del
futuro del verbo morir. Y es posible que Lacan tuviera en cuenta el poema de G. Apollinaire,
“LÉrmite” (en Alcools, 1913). Transcribo el fragmento: Les humains savent tant de jeux l’a-
mour la mourre / L’amour jeu des nombrils ou jeu de la grande oie / La mourre jeu du nom-
bre illusoire des doigts / Seigneur faites Seigneur qu’un jour je m’enamoure.
3 Lejos, a mi juicio, del retorno al tribalismo que imaginaba McLuhan para la “aldea global”.
12
brecen la elocuencia de los intercambios cotidianos, restringen los men-
sajes a ciento cuarenta caracteres, codifican los íconos de las emociones
(emoticones), expanden el uso de signos no lingüísticos (emojis), univer-
salizan algunas abreviaturas, y así se hace lugar a un lenguaje de “tono”
oral, pero que se escribe y no se habla. Una acelerada erosión de la len-
gua la calza de uniforme. La ganancia irónica reside en que los discur-
sos se reducen a la adhesión o el rechazo y, con un problemático sentido
del gusto, se resumen en un “me gusta” o “no me gusta”.
Los cambios fonéticos en el habla, en la pronunciación de las pala-
bras, pueden provocar (y en el español lo han hecho en el siglo XVIII y
principios del XIX) importantes reformas ortográficas, pero si se quiere
invertir la dirección, el sentido de ese movimiento, e ir de lo escrito a
la oralidad, y si no se trata de experimentación técnica o de ciencia, es
preciso que se pueda decir lo que se escribe, que lo que se escribe pueda
articularse en el habla.
***
13
según pudiera corresponder, por persona o por varón, y se prefiere su-
jetos colectivos como la población, el público, la humanidad. Este em-
puje no es nominalista y sin duda sabe que la lengua afecta los cuerpos
de manera decisiva, que innovar en el uso de la palabra, inventarla, o
incumplir una norma gramatical, tiene el poder de dejar asomar, ad-
mitir o reconocer una forma de existencia.
Quiero suponer que la promoción de un lenguaje “no sexista” no am-
biciona deserotizar la lengua4.
Ya hicimos referencia a intentos, un poco obstinados, de emplear el
género neutro en la escritura. También se ha recurrido a un signo de
origen antiquísimo como @, que la lectura no logra ligar con las letras
contiguas, y que quizás produce el efecto (buscado) de un extraña-
miento. No obstante, progresivamente se abandona, y no tan solo por-
que no es una letra. Contribuyen algunas críticas, entre ellas alguna de
aire delirante, como que la a se encuentra allí subordinada, es decir, do-
minada por la o que la envuelve. Pero eso mismo, hay que destacarlo,
dice que las formas de las letras son dignas de ser miradas.
La x, de uso cada vez más frecuente, es en cambio una letra. Es
cierto que según su posición puede indicar diferentes sonidos; los más
usuales, el grupo consonántico ks cuando se encuentra entre vocales
como en “examen”, y también s como en “xenófobo”. Esta elección, cada
vez más difundida, por ejemplo, en casos como “lxz amigxs”, tiene la
virtud de usar la letra que habitualmente designaba una incógnita, la
variable de una función cuyo valor desconocemos. Es una puerta
abierta, pero no deja pasar a nadie. El afán de inclusión tropieza con
un obstáculo insalvable: resulta imposible de pronunciar. Se dirige al
ojo, no al oído.
Un activista como Pablx Costa Wegsman no reconoce en la o de su
nombre su condición de género y la cambia por una x. Es una operación
sobre su propio nombre y sobre su nombre propio, como la que haría un
artista sobre una obra anterior o cuando modifica la configuración de
un espacio cualquiera. Esta introducción de la x no está destinada a un
uso comunitario, y la dificultad de articularla en voz alta facilita ad-
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vertir que el procedimiento tiene la potencia de una intervención en el
orden visual.
En la lengua los géneros concebidos como construcciones sociales
están lejos de verse limitados a las palabras de género o al género de
las palabras, y, en algunos casos, la “identificación sexual” se indica en
el bautismo, no por el nombre, sino por el orden de los nombres (José
María/María José). También es cierto que no es lo mismo llamarse An-
drea en italiano o en español. En los años sesenta había hombres que
hablaban de sí mismos en femenino sin creerse mujer (ni persona, para
no incurrir en compostura que detestaban).
El nombre de esta ciudad, Buenos Aires, está compuesto de dos pa-
labras de género masculino que se dicen y escriben en plural. No obs-
tante, el verso de Le Pera dice “Mi Buenos Aires querido”. No es que el
singular no respete el número sino que la concordancia parece refe-
rirse a un solo sujeto. Misteriosa Buenos Aires escribió M. Mujica Lái-
nez. Siendo ella una ciudad, “reina del Plata”, ¿por qué no podría
cantarse “mi Buenos Aires querida”? Las razones del corazón que po-
drían merecer los favores de la gramática no tienen más o menos je-
rarquía que las de cualquier otra índole.
Estas posibles incongruencias permiten destacar el poder singular de
la lengua, que reside en que obliga a decir. R. Barthes lo llamó fascista.
Pero cuando los hablantes nos lamentamos aduciendo que ella nos im-
pediría decir, articulamos un desconocimiento que fortalece aquel poder.
Se construye una encerrona que conduce al deber de obedecer.
Desde siempre la lengua tiene la vocación de decir lo que hay y lo
que no hay, y numerosas peleas transcurren en la lengua. No es una vía
propicia cepillar las diferencias o encubrirlas con términos neutros en
la escritura, y es un poco triste moverse con tantas precauciones. En
cualquier caso parece preferible que los usos ortográficos, si quieren
anticiparse al habla, no dejen de escuchar los sonidos del lenguaje oral:
están llenos de piedras preciosas. ¿Cómo decir en voz alta lxs argen-
tinxs?
Los tropiezos son inevitables, pero supongo, tal vez porque no deja
de ocurrir, que se encontrarán maneras más desenvueltas si nos con-
fiamos al parloteo inventivo del español de aquí. Y de allá.
J. J.
15
16
El malentendido: la naturaleza
p
de la conjetura
c
Juan Ritvo
En el amor como en casi todos los negocios humanos, la alianza cordial
es el resultado de un malentendido. Este malentendido, es el placer.
El hombre grita: ‘¡Mi ángel!’ La mujer ronronea: ‘¡Mamá! ¡Mamá! Y
estos dos imbéciles están persuadidos de que piensan concertadamente.
El abismo infranqueable, que hace la incomunicabilidad, permanece
infranqueado.
El mundo no marcha más que por el malentendido.
Es por el malentendido universal que todo el mundo se pone de
acuerdo.
Porque si, por desdicha, nos comprendiésemos, jamás podríamos estar
de acuerdo.
Charles Baudelaire, “Diarios íntimos”
19
Sin embargo, la sustancia más seria de este chiste es el problema de las
condiciones de la verdad; el chiste vuelve a indicar un problema, y saca
partido de la incertidumbre de uno de nuestros más usuales conceptos.
¿Consiste la verdad en describir las cosas tal como son, sin preocu-
parse del modo en que las entenderá el oyente? ¿O esta verdad es solo
jesuitismo, y la veracidad genuina debe más bien tomar en cuenta al
oyente y trasmitirle una copia fiel de lo que nosotros sabemos? Consi-
dero a los chistes de esta clase lo bastante diversos de los otros para in-
dicarles un lugar particular. No atacan a una persona o a una
institución, sino a la certeza misma de nuestro conocimiento, de uno de
nuestros bienes especulativos. Por tanto, el nombre adecuado para ellos
sería el de chistes «escépticos»1”.
Efectivamente: este chiste (o más bien ingenio, si queremos tradu-
cir bien) tiene algo de diabólico; corroe de una manera intensa nuestra
noción de certeza. ¿Es la verdad algo objetivo? ¿Es la verdad algo sub-
jetivo? ¿Podemos responder estableciendo esta dicotomía tan tradicio-
nal y tan sin salida? La subjetividad, en su acepción corriente, aísla al
sujeto de lo real y lo somete al idealismo de la letra, en el sentido es-
tructuralista del vocablo2, mientras la invocación de la “objetividad”
es una señal de censura: prescinde del sujeto y de sus demandas.
Freud acude a dos figuras: el contrasentido y la figuración por lo
contrario. El contrasentido implica usar un término o una serie de tér-
minos en un sentido distinto al habitual. Es decir, si es usado con in-
teligencia, el contrasentido revela el fondo enigmático y perturbador de
la lengua, como lo revelan las justamente famosas Paradojas de Mr.
Pond de Chesterton, en las cuales, por ejemplo, alguien desobedece por-
que obedeció escrupulosamente.
Es al malentendido que nos remite el contrasentido. Toda asevera-
ción que poseea alguna importancia para el interlocutor desata
inevitablemente conjeturas. Ahora bien, una aseveración es una enun-
ciación dicha; una conjetura es un cálculo de naturaleza particular: el
cálculo está precedido y entretejido por un vórtice de pensamientos
fundados en el razonamiento sobre el otro, partenaire elevado a la
categoría de Otro.
1 Freud, S., El chiste y su relación con lo inconsciente, Amorrortu, Buenos Aires, 2004, vol. VII,
pp.108/109.
2 Para el estructuralismo, el signo remite al signo, la escritura a la escritura, sin que entre uno
y otro se interponga ningún residuo, ningún desecho.
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El que calcula sopesa las posibilidades; y si no es un débil mental
lo hace mediante un examen a partir de premisas, las que pueden ser
objetivamente3 falsas, aunque posean relieve para el calculador. El
razonamiento en falso –lo mostró Lacan–, puede ser verdadero. El
cálculo, en el sentido en que lo tomamos, no es el ejercicio matemático
sino el razonamiento interior, motivado perentoriamente por el exte-
rior y por lo tanto de una interioridad externalizada a partir de datos
insuficientes.
En todos los juegos de confrontación, desde los más humildes – “¿en
qué mano está”?– hasta los más sutiles juegos de guerra, hay forzosa-
mente datos insuficientes: la misma noción de juego exige la insufi-
ciencia explicable por la proliferación del sentido que encuentra un
sujeto opaco para sí mismo.
Mas si nos ponemos rigurosos, no hay afirmación o aseveración do-
tada de un cierto grado de sofisticación que no posea datos insuficien-
tes. En la histeria, la conjetura es un modo de sostener la insatisfacción
del Otro; el neurótico obsesivo exagera y caricaturiza el cálculo aquí
para eludir el problema acuciante allí, pero en ambos casos el azar (no
hay nada más azaroso que los imprevisibles movimientos del otro)
suele echarle abajo los cálculos.
La conjetura empieza cuando lo que Bergson denomina intuición
–una simpatía que me permitiría penetrar en el interior de los seres y
cosas–, se manifiesta como un intento imaginario y fallido4.
Opacidad del Otro, insuficiencia de los datos, son dos rasgos decisi-
vos de la conjetura.
Hay un tercero que nos introduce de rondón en nuestro tema: la con-
jetura, constreñida a formularse en un aserto, permanece en lo esen-
cial más acá, del mismo modo en que permanece el denominado
“lenguaje interior”, global, alusivo y por lo tanto elusivo, esquemático:
siempre se reduce a trazos que oscilan entre la continuidad y la dis-
continuidad5, sobreimpreso a lo efectivamente dicho.
En este terreno, el habla se divide entre actividad (enérgeia) y pro-
3 En ese contexto, “objetividad” mienta lo que escapa inevitablemente a la visión del agonista.
En este sentido, el vocablo apunta claramente a lo subjetivo: es algo que no puede estar en
posición de ob-jectum. No puede estar arrojado frente a frente.
4 Estoy tomando un rasgo de la noción de intuición de Bergson, el objetable; hay otros valiosos
que no incumben a nuestro tema.
5 Benveniste, E., Últimas lecciones, Collége de France 1968-1969, Siglo XXI, Buenos Aires, 2014,
p.109.
21
ducto (ergon). La actividad deja su huella en el producto; no obstante,
literalmente no puede ser dicha: la literalidad forzosa es perturbada
siempre por los desplazamientos que el sujeto quiere literales, aunque
se sitúen en el nivel del entredicho, o, más radicalmente, en el de lo no
dicho.
Nunca dejamos de interrogar a nuestro producto verbal porque
nunca cesa el reclamo de claridad sobre lo que decimos, en los nego-
cios, en el amor, en la política.
La conjetura –es esta una de las lecciones del Aserto de certidumbre
anticipada de Lacan tal y como lo reelaboraron sus seminarios XI y
XII– levanta vuelo cuando puede aislar, en el punto desde el cual el
sujeto es mirado, el ciego punto de fuga de la imagen ancestral que lo
hipnotiza, y así puede hacer del acto de ver (ver que allí el mundo se
entreabre y se desgarra), un instante de pausa para comprender que
hay que concluir; es decir, producir un acto en la insuficiencia y con el
auxilio de conjeturas. Comprender es cortar y precipitar un decir per-
formativo.
Mas este espaciamiento entre ver y mirar, observar comprendiendo
y comprendiendo que hay que concluir donde nada hay para ver, esta
comprensión de que la prisa gobierna nuestros actos y jamás posee-
mos “todo el tiempo del mundo”, como suele decirse un poco innecesa-
riamente, está sostenido en el territorio por definición inestable del
malentendido.
El efecto Baudelaire
22
–Freud dixit–; él conjetura mil y una estratagemas en un sitio que lo
deja mal parado en su virilidad.
Son las identificaciones sexuales y lo que conllevan, en sus tiempos
de detención, en la impostura, las que permiten este despliegue. (La
identificación no se reduce a la impostura porque es una compleja re-
acción frente a la traumática diferencia de los sexos, tan traumática
como el sexo, indefinible.)
Con todo, la conjetura sigue teniendo un privilegio.
Tanto el curso de un análisis como ciertos momentos privilegiados
de la vida cotidiana nos conducen a la denuncia de malentendidos
por los que hemos sido tomados quizá desde siempre; no obstante, en
el momento mismo en que hemos alcanzado la raíz de un malenten-
dido particular, la misma conjetura, que es una argumentación sos-
tenida ante un vacío compacto, una evidencia de lo no evidente, nos
precipita en el reconocimiento del malentendido estructural, univer-
sal, insuprimible.
Si queremos hacer uso de la diferencia entre elipsis reponibles y no
reponibles, diferencia entre una sustracción que se repone y una repo-
sición impracticable, advertiremos que hay diversas clases de malen-
tendidos. En el denso ovillo de la memoria emergen madejas
incomprensibles que, de pronto, se aclaran y, sin embargo, siempre son
rozadas por el malentendido estructural: lo impracticable afecta el des-
tino de cualquier reposición.
23
Lacan destaca la inestabilidad del otro y sus consecuencias6.
Conjeturaba Gide, conjeturaba la casera mientras espiaba; mas la
intromisión de la mirada fulminante en el cuerpo del joven destruye
cualquier conjetura, sumiendo al personaje en la confusión humillada.
Este punto de intromisión, este punto en que el semejante mues-
tra la peor fase del prójimo –la voz que atruena, la mirada que hu-
milla, el golpe, verbal o real–, es el punto extremo de la debilidad
humana: desde el momento en que soy humillado, cualquier inten-
ción se torna sospechosa y hasta ridícula. Entonces, si no tengo otro
recurso (por suerte, solemos cotidianamente contar con otros recur-
sos) me someto.
La conjetura presenta un doble problema: a) Actúa como una acti-
vidad que solicitada desde el exterior, es no obstante interior y frágil,
aunque la sagacidad de algunos disimule esta situación; cuando se ma-
nifieste, aunque deslumbre, terminará por desilusionar a unos y otros,
tal y como ocurre en la novela policial de enigma. b) Su necesidad –la
opacidad del otro la vuelve necesaria– es obstaculizada e incluso su-
primida cuando hay un entrometimiento obsceno del Otro.
¿Qué papel desempeña el malentendido?
24
furcados pudieran reducirse a sentidos simples, lineales, cuando lo pro-
pio del equívoco del malentendido consiste en que no puede deshacerse
sin que se pierda ese pedazo de verdad que aprehende. Lo cual quiere
decir: confiamos de alguna manera en el decreto primero del poder que
lauda. Cuando esta situación cae, cuando la confianza ya no opera, en-
tonces estamos frente al comienzo de una verdadera rebelión.
Para nosotros, analistas, es el drama de la interlocución el que nos
precupa, el cual está muy lejos de separarse del malentendido de la
polis. Pero hay un verdadero malentendido erótico. Cuando la palabra
del Otro pasa a inscribirse como memoria y recuerdo7, se produce una
singular torsión que permite pasar del signo, sus estructuras, y de los
movimientos discursivos que pueden desplegarse a partir del signo
pero más allá de él, a una dimensión esquemática, mixta, hecha de
fragmentos, cifras, imágenes, abreviaturas, anacolutos, interrupciones
y reanudaciones constantes. En este pasaje incesante de ida y de
vuelta, algo queda retenido, a pura pérdida, opaco, indescifrable, algo
que a distancia sigue solicitando cifrado y descifrado, sigue impulsando
el movimiento hacia el Otro que, por tradición, llamamos diálogo, o
quizá sería mejor decir monodiálogo, en la medida en que cada uno,
perpetrando el verdadero trabalengua de la vida humana, dice una y
otra vez que el otro dijo: el Otro seguramente dijo; no obstante, cuando
yo digo que el otro dijo, sometemos la palabra dicha a una palabra por
venir que debería precavernos de esa anamorfosis que estructura y se
propaga como el chiste, el rumor, el murmullo insidioso y, lo que es más
intenso, nunca es más deformante que cuando pretende ser reproduc-
ción puntillosa y fiel del original.
Así se configura un arco extraño y complejísimo que viene desde la
palabra del Otro a inscribirse esquemáticamente en una interioridad
lacunaria y abierta a la espera del don, para llegar, en un impulso que
no es dueño de sí, al mar de los discursos, tradición que traiciona, trai-
ción que transmite.
El malentendido es la imposibilidad de la comunicación que se ex-
presa en la búsqueda de una comunicación indirecta que aspira, al-
guna vez, a volverse directa.
7 Como es sabido, Walter Benjamin toma de Reik la distinción entre la memoria, de tendencia
conservadora, y el recuerdo, destructivo. Desde luego, la destructividad encuentra su límite
en la resistencia de la memoria y esta se halla gangrenada por aquel. Benjamin, W., Angelus
Novus, Edhasa, Barcelona, 1971, p. 33.
25
El desplazamiento o deslizamiento del sentido –el sentido consti-
tuye, a la vez, dirección, vivencia del cuerpo, acto de referencia– es la
condición del malentendido, que solo se pone de manifiesto cuando lo
que está en juego es la presencia del Otro, presencia que adquiere su
verdadera dimensión cuando emergen el dominio y la diferencia de los
sexos que lo cuestiona, la decisión de una autoridad que creemos posee
el poder de decidir sobre el sentido, y la confrontación del hombre con
la mujer que pone en circulación la inquietante irrisoriedad de un
poder enigmático.
La traducción-traición de Babel
26
ducido es autoridad. A esto se debe, entre otras razones, el nacimiento
de ese género curioso, la pseudotraducción, cuya obra maestra es Don
Quijote, de Cervantes, que se presenta irónicamente como una traduc-
ción del árabe8”.
La búsqueda de una traducción total está amparada en la autoridad
del primer término de la serie, allí donde se supone que todo malen-
tendido pudiera superarse porque la parásita vacilación entre una tra-
ducción literal con otra que reflejaría el espíritu del texto9, la
fragmentación y la división encontrarían una resolución perfecta, ar-
moniosa, cabal como lo es la lengua original.
Se supone –cuando se toma la Biblia como paradigma– que del he-
breo al griego y de este al latín y luego, en orden descendiente, a las len-
guas germánicas y neolatinas, hay un proceso de degradación que la
pureza del primer término de la serie resguarda.
Para que todo marche es preciso que el resguardo no caiga, que haya
un principio de decisión aislado de las degradaciones, desgastes y con-
taminaciones del sentido; sobre todo, habrá que proteger el malenten-
dido mayor: que todos pudiéramos comprendernos.
Es preciso suponer, a la vez, en un arco tenso y problemático, arco
de funámbulo en verdad, que la comprensión total es posible y que la
misma jamás puede realizarse.
La razón es tan simple como desarmante: la indecibilidad del sen-
tido angustia; sin embargo, una comprensión total, si disolviera el ma-
lentendido, aniquilaría la intimidad de los seres y los reagruparía en
un Otro puro espíritu absoluto cuya caricatura es la fantasía del Gran
Hermano: ya nada es posible esconder o reservar y la libertad, por con-
siguiente, queda abolida.
Es la ausencia de un original que garantice la pregnancia de un sen-
tido unitario y autosuficiente, correlativa de la Spaltung entre activi-
dad y producto, lo que motiva la condición de posibilidad del
malentendido. Su actualidad, su condición de existencia, ya es otra
cosa, en apariencia paradójica: es por la suposición de que algo puede
27
llegar a ser bien entendido –curioso: bienentendido no existe como pa-
labra única– que el malentendido adquiere preeminencia fenomenoló-
gica. El malentendido adquiere la forma de resistencia resistida por
dicha suposición.
Este es el medio en el que se mueve la dinámica de la conjetura, puesto
que esta última es una de las consecuencias del principio de demanda.
Llegamos aquí al fondo del malentendido, no a su condición, sino a
su causa.
El principio de alternancia
28
ser que tiene el aspecto kierkegaardiano de una refutación de Heideg-
ger y de su solemne “Ser”. Si pienso el ser pierdo el pensamiento; si re-
cupero el pensamiento pierdo el ser11.
La instancia final de este proceso, digamos su causa, es la alter-
nancia entre deseo y demanda, explicitada en sus términos constituti-
vos, entre otros lugares, por la clase XVI de La identificación. A la
demanda de uno responde el deseo del otro y a la inversa: jamás se su-
perponen demanda con demanda, deseo con deseo. El nosotros de Hegel
es irrealizable.
Toda demanda es demanda de orden; el deseo es, por lo contrario,
fuente de desorden, desorden él mismo12.
Producto del vacío del objeto a, el deseo es como una rotura en una
tela densa, un desgarrón que pugna, se ancla en un objeto parcial, en
un trozo de ese extraño imaginario que es el del fantasma y a través de
la demanda retorna al falo cuya evanescencia plantea un problema de-
cisivo: el Otro13 no puede donar (lo cual equivale a no puede reconocer)
el falo demandado como si se tratase de un objectum; tan solo trans-
mitir lo que le falta y hacerlo más allá de la demanda.
(Al Otro lo que le falta primordialmente es vida. Si su soporte es el
nombre del Padre, este nombre nombra la ausencia: ningún ser vivo
puede decir “yo soy el padre”. Sin duda lo proclama Yahvé en el Éxodo
[3, 14], o más bien lo proclama el texto bíblico para el cual Dios es un
actante privilegiado; sin embargo, el Dios como tal es mudo, o atruena,
que viene a ser lo mismo: lo piensa Moisés, el tartamudo, y lo habla
Aarón, el retor.)
11 Se trata de la segunda clase, del 22 de noviembre de 1961. Allí introduce la noción, capital,
de vacilación.
Y luego dice: “.. el ser no podría aprehenderse como pensamiento más que de una manera al-
ternante. Es una sucesión de tiempos que se alternan…, sin que en ningún instante pueda reu-
nirse este pensamiento en su propia certeza”. Lacan atribuye esta posición a Brentano como
lector de Tomás de Aquino y la denomina “clásica”. Luego diferencia un segundo modo, más
radical, el cartesiano: “yo pienso y luego (no) soy”.
En verdad, la manera que tiene de leer la primera alternancia ya es, en potencia, la segunda.
Entonces, alternancia, vacilación, evanescencia, son términos que se corresponden entre sí.
12 “En la experiencia, el deseo se presenta ante todo como un trastorno. Trastorna la percepción
del objeto. Tal como nos lo muestran las maldiciones de los poetas y de los moralistas, degrada
al objeto, lo desordena, lo envilece, en todos los casos lo sacude, y a veces llega a disolver in-
cluso a quien lo percibe, es decir, al sujeto”. Lacan, J., seminario VI, El deseo y su interpreta-
ción, Paidós, Buenos Aires, 2014, p. 397.
13 Ver la clase XVI del seminario La identificación.
29
Aquí se encuentra quizá el malentendido mayor planteado por la
demanda, que mutila e inhibe al sujeto toda vez que este se abandona
a ella. No puede tenerlo si no lo pide, pero al pedirlo y gozar mortífe-
ramente con su pedido, un pedido que completa al Otro con odio y amor,
queda atrapado como el pedigüeño, el quejumbroso, el resentido, en el
desdén que le supone. El reconocimiento de la falta del Otro puede con-
ducirlo más allá a condición de que reconozca la paradoja viviente que
encarna: debe pedirlo para tenerlo aunque solo lo tendrá si deja caer el
pedido y encuentra la invención de una marca allí donde el Otro no
responde, para establecer en su vida un equilibrio tan inestable como
capaz de orientarlo: un nuevo Hermes en las encrucijadas de la vida.
De ahora en más no será una entidad la que lo protegerá sino un res-
plandor sobre la inevitable oscuridad del fondo sin fondo. El falo in-
troduce la ausencia en la presencia y, al revés, hace presente una marca
fulgurante en la ausencia.
Estas pobres elucubraciones podrán indudablemente mejorarse,
podrán volverse más dúctiles para seguir de cerca los meandros de
la clínica; sin embargo, estarán siempre sometidas a la ley del ma-
lentendido. Buscar deliberadamente el equívoco es renunciar al pen-
samiento; apostar a la univocidad, sabiendo que es una apuesta de
antemano perdida, es necesario, siempre y cuando reconozcamos
que la apuesta perdida implica una ganancia de sentido, y que la
univocidad invocada no es la de las ciencias formales porque es una
voz conductora de ramificaciones entregada a la ironía superior del
discurso.
(Es per via de levare que el analista hace surgir la sobreabundancia
ya no de la piedra sino del discurso, a condición de que no intente con-
trolar dicha sobreabundancia.)
Una vez más: el plano de la búsqueda no es el plano del encuentro;
la empresa de comunicar lo incomunicable, ejemplarmente acometida
por Klossowski y Blanchot, también atraviesa, de otros modos, al psi-
coanálisis.
Quizá haya una vía media entre lo comunicable y lo incomunica-
ble que transforme los signos en restos, la construcción de la doc-
trina en constelación de rasgos. Estilo, es otro de los nombres de
esta operación.
30
Nota final
31
Increencia, luego indiferencia
Eduardo Carbajal
1 Proust, M., El indiferente y otros textos; José J. de Olañeta Editor; Zolo. España. p. 21.
2 Lacan, J., Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis; Paidós, Argentina,
1987, p. 248.
3 Una aclaración referida al uso del término “increencia” de nuestro título: quisimos
trasladar así, casi literalmente, la palabra francesa incroyance que pronuncia
Lacan. El problema es que el término –increencia– no está consignado por los dic-
cionarios de la lengua española –léase Real Academia o María Moliner–, aunque es
de uso corriente en numerosos y diversos textos. Cabe aclarar que la lengua fran-
cesa dispone de dos términos –croyance y croyante– con sus respectivas negaciones:
incroyance e incroyante. La pareja de términos que sí admite la regulación de la len-
gua española crédulo/incrédulo, credulidad/incredulidad evidentemente remite a
otros campos semánticos. La controversia se traslada a las traducciones: mientras
Paidós prefiere traducir incredulidad Seix Barral escoge increencia.
33
condena. El resultado es que la dialéctica de la alienación, alojada en
toda creencia, hace muy difícil de reconocer para nosotros, descendien-
tes de la Ilustración, el estatuto de un fenómeno, casi indescifrable, que
atraviesa el siglo XVI: la increencia4. “Nuestra salvaguarda”, prosigue el
humor de Lacan, no se puede esperar sino de la pluma de los religiosos
–Lamnennais en la ocasión– que intuye admirablemente el relevo de la
increencia por la indiferencia, es decir, la sustitución que define y exige
la posición de la ciencia: “La indiferencia –escribe Lamnennais– es el úl-
timo fruto de la increencia, como el fervor es el último fruto de la fe5”.
De los numerosos problemas que aquí se abren solo elegimos medir
el paso lógico que promueve la referida sustitución, más allá y más acá
de los fenómenos históricos que la acompañan, según las marcas legi-
bles en tres tiempos del mencionado seminario.
4 Ibidem, p. 272.
5 Lamnennais, F.R., Ensayo sobre la indiferencia en materia religiosa. Librería de la
viuda Hijos de J. Subirana; Barcelona. 1965. Tomo I, p. 37.
6 Ibidem. p. 246.
7 Ibidem, p. 246.
34
puesta: la precedencia de ese “no” solo afirma que la no-creencia no es
un límite a la creencia sino que habita y discute la plenitud de la creen-
cia, precisamente porque su límite se localiza en la dimensión del su-
jeto. En otras palabras, no hay sujeto pleno de la creencia porque queda
dividido entre el embuste de la impostura que la convoca, por así de-
cirlo, y la creencia que lo completa porque lo divide: son los efectos que
precipitan sobre sí –la impotencia– en el montaje de la escena de Ca-
sanova. Un asunto más, Mannoni ya había escrito el recuerdo de la
conversación con Lacan.
8 Mannoni, O. Ya lo sé, pero aun así… La otra escena; Amorrortu Editores; Bs. As.
1979, p. 9.
9 Ibidem, pp. 26/27.
35
el estudio tan erudito de Lucienne Febvre como se traduce en la adhe-
sión ambigua que nuestros contemporáneos le conceden a la supersti-
ción10. Del mismo modo puede advertirse también, tanto en el asombro
de los informes etnográficos sobre la creencia en las máscaras cuanto
en la creencia concedida previamente a toda representación teatral. El
psicoanálisis no es ajeno al desconcierto ante la sustancia evanescente
del fenómeno que se expresa entre la asiduidad con que se presenta
en la experiencia y la ausencia teórica que lo enmarque. Desconcierto
que tal vez se debe –prosigue Mannoni– a la ausencia de articulación
entre la Verleulung de fetichismo con la escisión del yo, que tiene por
resultado la posición dividida en la que es sorprendido el sujeto frente
al fenómeno inefable de la creencia11.
Por el momento lo que nos interesa subrayar es el instante crucial
de la división ejemplarmente leída en los dos tiempos de la frase de
Freud que recorta Mannoni: el saber encarnado en el primer tiempo
es condición necesaria para la puesta en cuestión del segundo tiempo
sobre el primero. En otros términos, la dupla creencia-increencia des-
conoce la función de la represión.
Ahora bien, el fenómeno es de tal pregnancia que hoy podría vol-
verse sobre sí mismo y que el “pero aun así” ocupe el lugar del saber
que tendría que dar por resultado: “Pero aun así sabiendo que (lo sé,
pero aun así) lo sé pero aun así”. En consecuencia, que el saber subje-
tivo ocupe el primer tiempo del aserto permite que una creencia pueda
conservarse precisamente sin que el saber del sujeto lo sepa. Intente-
mos una especulación en nombre de aquella hipotética metapsicología-
estructural. ¿Puede haber algún momento, alguna instancia, tal vez
algún acontecimiento histórico donde el primer momento –lo sé– haya
desaparecido, esté ausente? ¿Puede haber faltado el instante primero
del sujeto del saber? Y entonces, ¿cómo llamar a ese segundo tiempo
que cae en la ausencia del sujeto del saber que lo justifica? ¿Cómo des-
creer/creer de lo que no es sabido previamente? Desde luego, no po-
dríamos llamarlo escepticismo ya que afirmar –“no se puede saber
nada”– no interviene sobre la existencia de un sujeto incrustado en el
saber que no sabe. Es decir, es lo contrario del escepticismo ya que no
10 Fevbre, L., Le probleme de l´incroyance au 16° siecle. Albin Michel, Paris, 1968. Aquí
podemos remitir a la nota 1. Porque la versión española traduce: Fevbre, L., El pro-
blema de la incredulidad en el siglo XVI, Akal, Madrid, 1993.
11 Ibidem, p. 11.
36
se trata de un saber que no podemos saber, sino de la ausencia del su-
jeto del presunto saber. Creo, no tengo una palabra mejor, que es el
lugar donde Lacan ubica la palabra “increencia” con toda la dificultad
que implica para pensarla la ausencia subjetiva del primer tiempo del
saber –lo sé– sobre el que retoma: pero aun así.
En ese lugar Lacan convoca a Montaigne del que afirma: “No es es-
cepticismo sino el momento vivo de la afanisis del sujeto y por eso guía
eterno –subrayemos la ausencia del tiempo– que repasa todo lo que
fue capaz de representar al momento de definir un viraje histórico12”.
Dos asuntos más: en primer lugar, no parece azaroso entonces que
Montaigne haya escrito la experiencia ética que pone en vilo la pre-
gunta Que sais je? Cuando “en el segundo piso de su decaído castillo
hacia marzo de 1531–la frase es de Bioy– inventó el ensayo13”. Se-
gundo, la dificultad que encontramos para imaginar el momento de
afanisis de la increencia se debe a Descartes –prosigue Lacan–, quien
ha suturado aquel vacío infinito de la ausencia de sujeto por el camino
claro y distinto del sujeto de la certeza.
Koyré da cuenta del momento: Machiavello –dice– anticipa el mé-
todo cartesiano y liquida de un plumazo la enciclopedia del saber aris-
totélico. El Príncipe –también de 1531– demuestra que el silogismo es
una herramienta inútil frente al cálculo político –nuevo discurso del
método– para conservar el poder del estado14. Es cierto, Machiavello lo
anticipa, pero Descartes aún no había llegado.
12 Ibidem. p. 232.
13 Bioy Casares, A., Estudio Preliminar a Ensayistas Ingleses. W. M. Jackson Imp Edi-
tores. Bs. As. 1953.
14 Koyré, A., El pensamiento moderno. Escritos de historia del pensamiento científico.
Siglo XXI, México, 1977, p. 14.
37
de toda una serie de problemas al mismo tiempo que abre el campo de
otro infinito que hasta aquí era impensable. En uno de ellos, que aquí
nos ocupa, transforma la increencia del siglo XVI en indiferencia. In-
tentemos ver en qué consiste la sustitución y cómo lo hace.
Descartes no solo entra en escena con un nuevo método a través de
la búsqueda de la certeza, sino que el método pone en escena un nuevo
sujeto, por así decirlo, idéntico al método que lo conduce. Es decir, para
interrogar como lo hace hay que interpelar qué “cosa” hace entrar.
Primer indicio: Larvatus Prodeo, escribe “enmascarado avanzo”.
¿Por qué se enmascara?, o mejor, ¿qué quiere decir que se enmascara?
Es cierto –subraya Lacan– que aquella confidencia escondida y reve-
lada en la correspondencia de Descartes, que ha concitado el interés
de los especialistas, no tiene relevancia alguna en la vida biografiada
de Descartes, en cuanto no está cifrado ahí el paso inaugural de su mé-
todo. ¿Dónde leerla entonces? Y además, ¿quién transita o a quién con-
duce a través de un juego de máscaras y dudas, de certezas y engaños
que trazan y transitan el “buen sentido”, la cosa mejor repartida en el
“teatro del mundo”, como gusta expresarse?
Escuchemos la escritura de aquella voz que derrumba la escolástica
–como dice Valéry– en las primeras palabras que pronuncia en la ter-
cera meditación15: “Ahora cerraré los ojos, me taparé los oídos, dejaré
de usar los sentidos, borraré de mis pensamiento todas las imágenes
corporales…”16. Es cierto que en la frase siguiente, como no alcanza
con la promesa de sutura de algunos agujeros del cuerpo, declara vanas
y falibles las impresiones que recibe. Es cierto también que la aspira-
ción de abolición que prepara propicia también, es casi idéntica, la fi-
gura del sujeto que introduce: “Soy la cosa que piensa”, concluye.
Pero escuchemos, o mejor, interroguemos esa voz embozada en la
escritura que la presenta. Queremos decir, Descartes, aun si se tratara
de Descartes mismo, ¿está haciendo eso que nos dice que se propone?
Más aún, cuando escribe: “ahora cerraré los ojos”, ¿cierra los ojos? O a
través de un juego teatral o tal vez chamánico del enmascarado es
capaz de suprimir, de vaciar, de borrar del pensamiento, perlocutiva-
mente, todo lo existente17.
15 Valery, P., Una visión de Descartes. Variedad I. Ed. Losada Bs. As. 1956, p. 156.
16 Descartes, R., Meditaciones Metafísicas. Variedad I, Ed Losada Bs. As., 1956, p.
156.
17 Un estudio sobre la dupla creencia/increencia a propósito del lugar del chamán y
38
Por otra parte, si jugamos ese mismo juego de lenguaje, cuando es-
cribe/dice “ahora cerraré los ojos”, ¿qué debemos pensar o creer? ¿Que
los cierra? ¿O que los tiene bien abiertos porque está escribiendo que
cierra los ojos? O será como aquellos chistes que Freud llamaba preci-
samente escépticos: ¿Escribe “ahora cierro los ojos” para que pensemos
que los tiene bien abiertos, justamente porque está escribiendo, cuando
los ha cerrado? Más aún, ¿podría ocurrir, como en la tramoya de Casa-
nova, que invierte los lugares del impostor y del creyente? Pero enton-
ces, ¿qué vio Descartes? o, ¿qué vio esa cosa que piensa como efecto de
su certeza?
Un libro clásico de Richard Popkin nos da algunos indicios de la res-
puesta18. En efecto, en los dos capítulos dedicados a Descartes lo define
sucesivamente de manera opuesta. Primero lo llama “Conquistador del
escepticismo”; el elogio se debe a que el método que introduce Descar-
tes disipa la controversia gnoseológica en cuanto tal. Pero,
precisamente por esa virtud, el capítulo siguiente lleva por título: “Des-
cartes, Sceptquite Malgré Lui”, que justifica por el hecho de que la duda
que introduce el método no se limita al problema del saber resuelto en
el capítulo anterior sino que barre, borra y es capaz de excluir la tota-
lidad de lo existente. La paradoja concluye con la afirmación de que el
método que introduce es tan negativo que es capaz de asumir la cer-
teza de abolir toda certidumbre.
Es conocida la solución enmascarada: allí donde Descartes “vio” el
agujero infinito al que lo lleva el método que inventa; en ese lugar, con
un pase de magia de una astucia prodigiosa, convoca a Dios como ga-
rante del revés de lo que no le hace falta para lo que descubre19.
En otras palabras, al advertir el vértigo al que lo precipita ya no la
increencia sino la indiferencia –¿solo religiosa?– invierte las condicio-
nes del problema y convoca a Dios para garantizar una verdad res-
pecto de la cual el cálculo algebraico es absolutamente indiferente.
Concluida la sustitución, por el momento alcanza con indicar la sig-
39
nificación de sus efectos en lo atinente a lo que nos ocupa20. Así como
la negación de la increencia precipita sobre la ausencia/afanisis del su-
jeto del saber, la supresión que lleva a cabo la indiferencia que la releva
a través del sujeto de la certeza cae sobre la proscripción de lo exis-
tente. Una frase más: si indiferencia quiere decir inexistencia, cabe re-
cordar –Freud, “Las pulsiones y sus destinos”– que la indiferencia –un
rasgo de inocultable actualidad– es el fundamento del odio.
20 Desde luego, quedan innumerables problemas pendientes, pero tal vez el más pró-
ximo a la reducción de la indiferencia sea comparar la indiferencia en la ciencia res-
pecto de la no-fe y la belle indifference en la histeria, a contraluz del límite de la
belleza con el horror, tal como lo trata Lacan en Kant con Sade.
40
La representación vaciada
Sara Glasman
Sin duda están en lo cierto los filósofos cuando nos dicen que
nada es grande ni pequeño sino por comparación.
Jonathan Swift
Cuando era más joven podía recordar todo, hubiera sucedido o no.
Mark Twain
41
del oyente al proceso psíquico de las personas productoras1”. Su
acento es llevado sobre una operación que no había considerado
antes, la de la comparación. La ingenuidad podría leerse como una
contraprueba de sus afirmaciones sobre la relación del chiste con la
coerción psíquica, en tanto lo ingenuo significaría, simplemente, la
falta de esa coerción. Pero Freud no es ingenuo como para dar por
sentada la ingenuidad infantil; reconoce al pasar que es un error
aprovechado a veces por los niños, quienes simulan ingenuidades
para permitirse libertades que no se les permitiría de otro modo. No
es la creencia en esa ignorancia lo que subraya, sino la necesidad de
comprender, pues para aceptar algo como una ingenuidad debemos
conocer la falta de coerción en el sujeto productor.
Esa comprensión requerida comporta una comparación entre el “es-
tado psíquico” del productor de algún desliz cómico con el nuestro pro-
pio, y cuando hallamos que el niño profiere una identidad que la
barrera de la censura crítica hace imposible para nosotros, podemos
ahorrarnos el gasto de sostener la muralla y ese ahorro se traduce en
placer. Ahora bien, si ese mecanismo prevaleciera solo en el dicho in-
genuo no sería tan importante, de modo que Freud prosigue su inves-
tigación hacia otros campos, centrándose en el problema de la
comparación.
Su hipótesis es que el efecto cómico depende de la diferencia entre
los gastos de carga psíquica producidos por dos personas distintas, para
cuyo establecimiento se depende de la existencia de una “empatía”
entre ambas. El término que usa es Einfühlung2, cuyo significado trata
de aclarar López Ballesteros en nota a pie de página:
1 Todas las citas de Freud pertenecen a El chiste y su relación con el inconsciente, Bi-
blioteca Nueva, Madrid, 1972.
2 Son innumerables los autores que usan este término para definir su método. Por
ejemplo, James H. Billington, en su libro El ícono y el hacha (Siglo XXI de España,
Madrid, 2011) dice: “Tanto al erudito como al lector medio les ofrezco este libro no
como un análisis sistemático o un tratamiento completo del tema, sino como un
episodio más de la continua búsqueda común de comprensión profunda de una na-
ción creativa pero turbada. El objetivo no es tanto la cualidad clínicamente ‘empá-
tica’ como lo que los alemanes denominan Einfühlung, o ‘sensación interna’, que
significa ‘penetración o permeación’, en el mismo sentido en que un papel secante
se empapa de tinta o una plancha de calor. Solamente un sentido similar a este de
involucrarse en algo puede llevar al observador externo más allá de las impresio-
nes casuales…”
42
“Dudando sobre la exacta versión castellana de esta palabra con-
sultamos a persona que por su alta autoridad en estas materias nos
ofrecía máxima garantía de acierto. A continuación copiamos su res-
puesta…: «Einfühlung, neologismo, introducido no hace mucho en la fi-
losofía alemana, sobre todo para usos psicológicos y estéticos. No tiene
adecuada versión al castellano. Suele traducirse por proyección sim-
pática y su sentido es el siguiente: de los objetos –animados o inani-
mados– recibimos solo sus cualidades sensibles –colores, formas,
etcétera–. Sin embargo, los percibimos siempre como dotados de cier-
tas cualidades dinámicas, análogas a las que por percepción de nues-
tra intimidad psíquica conocemos. ¿Cómo es esto posible? …Vemos de
un retrato solo las manchas de color; sin embargo, nos aparece como la
figura expresiva de un hombre. Vemos del prójimo solo su exterior; sin
embargo, nos parece tener un yo como nosotros. Luego es que al reci-
bir los datos sensoriales de todos esos objetos los confundimos con
nuestros estados internos psíquicos y todo junto lo proyectamos de
nuevo al exterior. Sentimos nuestro yo en el objeto. Esta proyección de
nuestro psiquismo en lo que somos nosotros es la Einfühlung»”. Algu-
nos lo traducen por “empatía”, otros por “compenetración”; en el campo
estético se prefiere a veces “endopatía”, término que subraya que el
sentimiento deviene un acto de comprensión y convierte la actividad
perceptiva general en experiencia estética, en placer ante el objeto por
transferencia de los sentimientos subjetivos. Lipps trabaja esta noción
en un texto recién publicado para el momento en que Freud escribe su
libro sobre el chiste. Pero Freud le dará un estatuto diferente que no se
confundirá con la identificación imaginaria, pues lo que hará será sub-
vertir el uso vulgar del término “representación”.
En efecto, después de analizar lo ingenuo y extraer de allí el rasgo
de la comparación, Freud abordará lo cómico en el campo del movi-
miento, considerando la pantomima. En ese caso la comparación será
entre la medida del movimiento que haríamos para realizar una ac-
ción y la cantidad de movimiento que utiliza el semejante. Se pregunta
entonces por la unidad de medida, sin la cual es imposible medir nada.
Y precipita: “esta será precisamente aquel gasto de inervación que va
ligado con la representación del movimiento correspondiente”, a tiempo
que asegura que “esta afirmación necesitará ser ampliada y explicada”.
Freud concede a los empiristas la suposición de que debe haber se-
guramente un movimiento realizado alguna vez que permita subjeti-
var la cantidad de energía necesaria para realizarlo. Y esa cantidad
43
queda reunida como catexia, o gasto psíquico, con la representación
de ese movimiento.
Pero importa lo que escribe en nota a pie de página: “El recuerdo de
este gasto de inervación quedará como la parte esencial de la represen-
tación del movimiento de referencia y existirán siempre en nuestra vida
anímica procesos intelectuales en los que la idea será únicamente re-
presentada por dicho gasto. En otros terrenos aparecerá una sustitu-
ción de este elemento por otro, tal como la representación visual del fin
del movimiento o la representación verbal, y en algunas especies del
pensamiento abstracto bastará con un signo en lugar del contenido total
de la representación”.
La huella mnémica de un movimiento muscular permanece en el
inconsciente solo como gasto psíquico. Y recordar consiste en evocar un
gasto vaciado de acción y de contenido, una representación que no re-
presenta ni una imagen ni un referente. Esa energía inscripta puede
entonces articularse con diversas ideas que, a su vez, también pueden
quedar representadas solo por el gasto psíquico.
Freud también ilustra de este modo la manera de concebir predica-
dos o cualidades; por ejemplo, lo grande y lo pequeño son representa-
dos por una cantidad de gasto mayor o menor. Pero también
abstracciones, como lo eminente, lo respetado y, al contrario, lo degra-
dado o lo miserable son representados por una carga mayor o menor;
lo que comporta una audaz subversión de la lógica predicativa .
La siguiente operación consiste en que la representación vaciada de
contenido y solo recordada como catexia, como energía libidinal, puede
ser sustituida por alguna imagen, pero sobre todo por una partícula
verbal. Es pertinente, al respecto, la metáfora que Lacan toma de El ca-
pital de Carlos Marx, la del significante como valor. El recuerdo aban-
dona el valor de uso del significante, y tampoco organiza un mercado
de intercambios de inmediato. Antes de establecer el comercio anal se
trata del valor como tiempo de trabajo socialmente necesario, cantidad
libidinal que sustituye a la función que el “sentimiento” tiene en la es-
tética de Fechner o en la Psicología de Lipps.
La diferencia con Marx reside en que la plusvalía engendrada no
está destinada a acumularse si de producir placer se trata; esa dife-
rencia de carga debe ser inútil para engendrar una descarga
placentera.
Por otra parte, Freud niega que debamos suponer que esta “mímica
ideativa” –como denomina a la comparación– sea exigida por la comu-
44
nicación con los semejantes, sino que subsiste independiente de todo re-
querimiento comunicativo y aparece en cualquier momento en que el
sujeto, simplemente, piensa. Cada vez que percibimos un movimiento
o un ademán cualquiera se desencadena automáticamente la compa-
ración con el gasto de inervación que haríamos en su lugar, y si se nos
presenta una diferencia lo suficientemente poderosa, el gasto que nos
ahorramos deviene inútil y puede producir su descarga como risa.
De todos modos, no se trata de que el otro “gaste más” y yo “menos”,
pues en el campo de las abstracciones la dificultad del semejante para
acceder a ellas puede compararse con mi facilidad y producir un efecto
cómico: lo primordial es la diferencia de gasto psíquico, añadiendo que
esa diferencia, que siempre se establece por una degradación, debe im-
plicar inutilidad, pues si usamos un gasto ahorrado para invertirlo en
otra acción, no habrá descarga sino una vaga sensación de placer. Lo có-
mico resulta entonces un capítulo importante de la economía freu-
diana, pero carece de la transacción inherente al síntoma.
Es obvio afirmar que estas elaboraciones freudianas son el suelo
donde se apoya la insistencia de Lacan en la necesidad de no com-
prender, más aún cuando se quiere interpretar o dilucidar algo. La pa-
radoja es que si alguien cree que analizar incluye ponerse en el lugar
del semejante, producirá un efecto cómico –para su propio y exclusivo
placer– aunque sufra en la compañía de un otro pletórico de síntomas.
La materia con la que trabaja el proceso intelectual inconsciente
está constituida entonces por estas huellas mnémicas vaciadas y sus-
tituidas que constituyen el acervo del recuerdo. Los recuerdos no son
solo encubridores, también se caracterizan por la falta esencial de su
reunión con lo originalmente percibido, aquello que constituyó el des-
engaño de Freud con respecto a sus neuróticos en un momento muy
temprano de su experiencia. Y aun así, con su media verdad, produ-
cen síntomas. Si bien no hay recuerdo de lo constitutivo del trauma,
las sustituciones en las representaciones propondrán una interpre-
tación –que Freud llamará “espontánea”– del sujeto, y esa interpre-
tación será el material sobre el cual la transacción cristalizará en
actos sintomáticos.
El rasgo distintivo del chiste, como el de la elaboración onírica y el
sintomático, consiste “en la función transaccional de la elaboración
del chiste entre las exigencias de la razón crítica y el instinto de no
renunciar al antiguo placer producido por el juego verbal o por el dis-
parate”. Cuando la parte preconsciente del pensamiento es trabajada
45
por la elaboración inconsciente nace como transacción algo que sa-
tisface dos exigencias, que se presentan ante la crítica en formas dis-
tintas y ocasionan por ende juicios diversos. Para Freud, “en el caso
límite de la función transaccional había, sin embargo, renunciado a
satisfacer a la crítica y se presentaba desafiador ante ella sin temor
de despertar su repulsa, pues podía contar con que el oyente rectifi-
caría la transformación que la forma expresiva había sufrido en lo
inconsciente, y restablecería así el verdadero sentido”… “Recordemos
que el chiste muestra al oyente una doble fisonomía y le obliga a dos
diversas interpretaciones”. Si todo chiste, como todo significante,
puede adquirir diversos sentidos, ¿a cuál llama Freud “el verdadero”?
Al que eludiendo la crítica revela lo que designa como “métodos inte-
lectuales inconscientes”.
El ejemplo lo plantea el mismo Freud. Recuerda el chiste del cal-
dero prestado y lo reproduce mediante las interpretaciones espontá-
neas presentes en su famoso sueño de Irma: “Uno de mis sueños que,
a pesar de su complicación, elegí en mi obra sobre los mismos, para
presentar un ejemplo del arte interpretativo, me ofrecía simultánea-
mente y para desvanecer el reproche que en él me hacía de no haber sa-
bido hacer desaparecer, por medio del tratamiento psíquico, la
enfermedad de una de mis pacientes, las razones que siguen: l), la pa-
ciente misma tenía la culpa de seguir enferma por no haber aceptado
mis consejos; 2), su enfermedad era de origen orgánico y, por tanto, se
hallaba fuera de mi especialidad; 3), su enfermedad era una conse-
cuencia de su viudez, de la que yo no tenía la culpa, y 4), su enferme-
dad procedía de que alguien le había dado una inyección con una
jeringuilla sucia. Todas estas razones aparecían en el sueño consecuti-
vamente, como si cada una de ellas no excluyera a las demás. Para no
caer en el disparate, habría, pues, que sustituir la agregación por una
alternativa”.
Pero si lo hacemos, si aplicamos una lógica proposicional, corremos
el riego de alejarnos del sentido verdadero. En cambio, no podemos
negar que al exponer su sueño de este modo Freud se muestra como un
exquisito humorista. Y cuando escribe sobre el humor recuerda la im-
portancia que otorga a la carga psíquica en su texto sobre el chiste, y
añade: “Al estudiar algunos casos de paranoia pude comprobar que las
ideas de persecución se forman precozmente y subsisten durante largo
tiempo sin manifestar efectos apreciables, hasta que determinado mo-
tivo viene a proveerlas de catexias suficientes para tornarlas domi-
46
nantes. También la curación de tales episodios paranoicos debe con-
sistir en el retiro de las cargas conferidas a las ideas delirantes, más
bien que en su resolución y corrección”3. El verdadero sentido termina
consistiendo en la extracción de carga, o sea, de sentido.
47
Ninguna nada ese objeto
Diego Halfon Laksman
Ese agujero en lo real se llama,
según el modo de abordarlo, el ser
o la nada.
Jacques Lacan
49
Cuando la separación del ser y lo real se consume, tanto la nada
como la negatividad en cuyo campo se inscribe habrán desaparecido
como pivote de la argumentación, y el agujero, con nuevo estatuto, pa-
sará a ocupar el centro de una escena sin centro, ya no dialéctica sino
nodal.
El movimiento del discurso inaugura un tríptico anterior a las di-
mensiones y su eventual anudamiento, no hipotecado por ello a la di-
mensión del ser a la que Lacan explícitamente recurre. La apelación a
la nada se sitúa desde el vamos en relación al fenómeno de la palabra:
“la tripartición de lo simbólico, lo Imaginario y lo real –categorías ele-
mentales sin las cuales nada podemos distinguir en nuestra experien-
cia– se sitúa en la dimensión del ser” 2.
La palabra introduce en lo real un agujero, y esa hiancia empieza a
ordenarse en registros, dejando en exclusión interna la cuestión del ser
en tanto tal. La compatibilidad del ser y lo real es acá congruente con
un cierto armado del objeto, orientado por la brújula de Das Ding.
En el centro de ese real que se llama la Cosa, un vacío de papel pro-
tagónico en el elenco de la falta se presenta en la representación como
un nihil, una nada de ubicua errancia, de lo real a la representación,
que se supone refugio contra lo real.
La operación lacaniana excede la cupla francesa rien/néant. Apro-
vecha el casi nada de diferencia que le provee la lengua alemana (“no
es un nicht essen, sino un nichts essen”3) para pasar de la nada enun-
ciativa a “le rien”, nada sustantivada de la anorexia mental que acom-
paña la pregunta por el estatuto del objeto desde la fobia al fetiche; la
apuesta pascalianamente perdida en el inicio, y la “nade”, hispánica
nada afrancesada, hecha ella misma de la latina cosa nata, en la cons-
trucción del triángulo aritmético que ilustra (y sí, a veces ilustra) y ar-
ticula el Uno a la cuestión de la ex-sistencia.
¿Por qué a la entrada del nudo, cuando el discurso intenta ceñir ese
vacío, vuelve a hacerlo con el lenguaje que presumiblemente había de-
jado caer? Decimos que Lacan considera no saldada ni saldable la cues-
tión de que el objeto sea supuesto ser.
¿Por qué cuando hace su entrada la lógica debe ausentarse la ne-
gatividad?
2 Lacan, J., Los escritos técnicos de Freud, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1981.
3 (“no es un no comer nada, sino un comer nada”).
50
Vacío y negatividad. La existencia de la nada
51
incluido el reconocimiento al lugar de Kierkegaard, de haber abierto
una serie de cuyo degradé aparece eximido Sartre, para extraer de él
lo que no dice, que “el deseo se construye en el camino de una pregunta
que lo amenaza y que es del dominio del no ser”, como requisito para
nacer a la existencia.
Es un Sartre calificado de poshegeliano que denuncia que lo que en
Hegel se llama negatividad es en realidad otra cosa, y se detiene en la
trivialidad del nenito que no por burgués podrá no cavar agujeros como
una manifestación erótica de la negatividad9. “El agujero comienza en
su bajo vientre”10.
Se sabe, pero el saber es también el nombre de la ignorancia com-
partida, que es a partir de los orificios del cuerpo donde Freud hizo po-
sible pensar la sexualidad humana, pero se suele olvidar lo que se
practica, que hay distintos modos posibles de abordar un agujero (cómo
decirlo). Y de todos ellos el psicoanálisis elige agarrarlo por el borde,
por lo que Lacan nos alerta sobre el modo en que la insistencia en la
apelación a los orificios mal llamados preedípicos pudo y puede fun-
cionar como un modo de obturar el agujero. Con este agregado: en el
analysis situ que mucho después de Leibniz11 se hará topología, se
muestra cómo no cualquier orificio es un agujero.
Lacan se sirve del juego entre “quizás nada” y “nada quizás” balan-
ceo de la respuesta a la demanda del Otro en el grafo del deseo y punto
estratégico de la articulación entre enunciado y enunciación para si-
tuar, tomada del cuadrante de Pierce12, la nada del sujeto a partir de
la exclusión del rasgo unario.
Es porque el Otro no responde sino al nivel del “nada quizás”, que
lo peor (la cercanía del abismo) no es siempre seguro. Quizás: la posi-
bilidad queda del lado del sujeto que busca un real imposible, posición
que encarna el obsesivo en forma ejemplar a partir de cierta forma par-
ticular de preservación del deseo por la que no puede aprehendérselo
en ninguna parte.
El vacío que introduce Kant en el campo de la ética facilita la espe-
52
cificación necesaria que se abre en relación a ese objeto. Un breve re-
paso por las nadas kantianas lo acerca así al famoso nihil negativum,
un objeto vacío, pero sobre todo sin concepto13. Hay un vacío a partir
del cual el sujeto partirá: leere Gegenstand ohne Begriff; desde el ini-
cio, un agujero propio a cada registro antes de nombrarse cada uno
como dimensión. Pero también habría que reparar en estos efectos
sobre dos niveles del lenguaje.
A nivel de la palabra hablada, el vacío constituyente encuentra en
el episodio bíblico de la zarza ardiente un lugar privilegiado para mos-
trar los efectos de la ontologización del agujero en el “Soy el que soy”
de la helenización del Verbo: el Dios de la palabra, el Dios que habla a
Moisés, no podría pronunciar su nombre sino como imposibilidad.
En otro nivel, el de la lógica, el del lenguaje pasado por el tamiz de
la escritura, habrá que interrogar los principios, que son los que acos-
tumbran regir nuestro modo cotidiano de ver. “A es A no significa
nada”14, pero es justamente de esta nada de lo que se trata.
La angustia
13 Op. cit.
14 Op. cit.
15 Lacan, J., El deseo y su interpretación, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2014.
16 Cf. Kierkegaard, S., El concepto de la angustia, Ed. Orbis, Madrid, 1984.
17 Hegel, G.W. F., Ciencia de la Lógica, Ed. Solar, Buenos Aires, 1968.
53
pura son lo mismo”) para repensar la dialéctica18: “Esa frase de Hegel
es justa, pero no porque coincidan en su inmediatez e indeterminación,
como sucede cuando se lo piensa desde la doctrina hegeliana del con-
cepto. El ser es por esencia finito y no se revela más que en la trascen-
dencia de la realidad humana, que sobrenada en la nada”19. La
angustia heideggeriana es función de la nada, porque la nada es en
Heidegger el no respecto del ente, y no una nada “en el sentido del nihil
negativum”20.
Como el pathos es también función del ser, el temple de ánimo fun-
damental estará reservado a la angustia, en ocasiones a medias con el
aburrimiento. En cambio, lo que confiere al agujero ese lugar estruc-
tural en psicoanálisis es la relación que en la angustia y el deseo, de
modo diferencial, mantiene con un objeto que no es. “Lo que habría que
enseñarle a dar al neurótico es esa cosa que él no imagina, es nada, es
justamente su angustia”21.
Kierkegaard evoca a Regina en el momento en que por primera vez
percibe que la desea, agua para el molino lacaniano de la angustia li-
gada al deseo del Otro. Que se trate del concepto de la angustia quiere
decir que aquí el vel excluye: o es la angustia o es el concepto. Kierke-
gaard escribe contra el sistema, el sistema hegeliano, y Lacan escribe
esa existencia haciéndola pasar por un agujero que no es ruptura de
superficie.
La relación del agujero a la ex-sistencia transforma la pregunta. Ya
no es en qué consiste la existencia sino cuál es su modo de existir. La
falta de objeto en cada uno de los registros se metamorfosea en el modo
en que cada dimensión hace agujero.
Alrededor del yo pienso, por ejemplo, en Descartes se sugiere la exis-
tencia, pero en los agujeros del Je, en el “yo no soy”, se manifiesta lo que
concierne al objeto a. Lacan lee el yo pienso como la operación de va-
ciamiento del conjunto del yo soy.
Los modos de imaginarizar el agujero mutan según la dimensión de
18 Heidegger parece lamentar haber llegado tarde a la apropiación del término dia-
léctica (de signo claramente heraclíteo: a través del logos) por parte de Hegel en
tanto proceso de producción de la subjetividad del sujeto absoluto, que Heidegger
acertadamente juzga como no necesaria. Cf. Heidegger, M.: “Hegel et les grecs”, en
Questions I y II, Paris, 1968.
19 Heidegger, M., M.: Qu’est-ce que la métaphysique?, Librairie Gallimard, Paris, 1951.
20 Heidegger, M., Ser, verdad y fundamento, Monte Ávila Ed., Caracas, 1975.
21 Lacan, J., La angustia, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2006.
54
la que se trate y no es tarea sencilla. Lacan tropieza y se confunde,
cómo determinarlos haciendo uso del círculo y de la recta infinita. Más
allá de lo simbólico, el pasar por arriba o por abajo (un hilo, una cuerda)
es un modo de escritura que encuentra Lacan para inventar una apro-
ximación a la angustia como nominación de lo real.
No es una cuestión de nombre propio ni de Wirklichkeit, lo que es
efectivo es que por esos bordes en los que el goce del otro cuerpo hace
agujero, “lo que encontramos es la angustia”22.
55
pósito de lo que llama su “‘joke’ sobre el meden31. Se trata de su teoría
del átomo, que “en alguna parte necesitaba de un clinamen”, y cuando
intenta designarlo, lo hace con den, término que no existe en griego,
significante extraído “por caída del me de la negación de la nada
(rien)”32. (Demócrito afirma que) “el algo no existe en mayor medida
que la nada, (…) por no ser más cuerpo que vacío”33. Contra toda la
tradición aristotélica, que asimila ese den al ente, especifica Lacan que
Demócrito no ha dicho hen34 para no hablar del on35. “¿Qué ha dicho?
(…) –Nada ¿quizás?, no –quizás nada pero no nada”36.
“No en balde, a veces Aristóteles, pese a que se las da de desdeñoso,
cita a Demócrito, pues se apoya en él. De hecho el átomo es simple-
mente un elemento de significancia que vuela, simplemente un stoi-
keion”37. Casi tanto como decir que Demócrito piensa sus átomos no
como “llenos” en un “vacío” en el que caen, sino como letras.
Con la sucesión de los comentaristas de Aristóteles se consuma la
represión y en el lenguaje del ser no ha pasado nada, porque es jus-
tamente por el lenguaje “que tenemos esta locura de que hay ser”38. El
den que resta, una invención, es para Demócrito el cuerpo, y meden el
vacío, que posee una susbsistencia propia39. La lógica que opone lo
lleno a lo vacío, por el contrario, supone la existencia de un universo
de discurso. Lacan extrae de la física aristotélica la función de la tyche
como encuentro esencialmente fallido con lo real, para evocar que apa-
rece por primera vez en la historia del psicoanálisis bajo la forma del
trou-matisme, juego que en francés permite ligar el trauma al agu-
jero; donde no hay proporción sexual, se inventa: Lacan hace de la
letra agujero.
Una lógica del fantasma, porque el fantasma pone las condiciones de
31 Lacan, J., Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Barral Ed., 1977.
32 Lacan, J., L’étourdit, en “Autres écrits”, Ed. Du Seuil, Paris, 2001.
33 Demócrito, “Fragmento 156”, citado por Plutarco en Los filósofos presocráticos III,
Ed. Gredos, Madrid, 1986. Agrega el traductor y comentarista en nota al pie que la
operación de Demócrito “se debe a una separación sofística pero no ignorante” (!).
34 Uno.
35 Ente.
36 Lacan, J., op. cit.
37 Lacan conserva el término griego, haciendo resonar probablemente el lektón de los
estoicos. Lacan, J., Aún, Ed. Paidós, 1981.
38 Lacan, J., El síntoma, conferencia pronunciada en Columbia University en 1975.
Versión en Internet de E. Rodríguez Ponte.
39 Demócrito, op. cit.
56
escritura de lo que se escribe con el síntoma, busca intervenir en la in-
adecuación radical del pensamiento al sexo, que encuentra su modo de
decirse en inadecuaciones fructíferas que llamamos fallidos. La lógica,
que no tiene otro soporte que el logos, no constituye un matiz, “hay una
montaña entre el decir y el escrito”40.
Con la lógica apofántica o asertórica, Aristóteles cree disponer de
un instrumento (órganon)41, en el que el primer gesto formal es el rem-
plazo del sujeto y el predicado por letras que indican lugares, a los que
Lacan llama agujeros. Comenzando por el principio de identidad, que
encuentra en su escritura la fórmula de su fracaso: si “a es a” –el signo
“=” en el lugar de la cópula no tiene el mismo alcance–, a es diferente
de sí misma. Pero en ese fracaso del ser se anuncia el lugar del sujeto.
La formulación del principio de no contradicción en Aristóteles (“es
imposible que simultáneamente y según la misma relación el mismo
atributo pertenezca y no pertenezca al mismo sujeto)”42 invita al sen-
tido común.
Su justificación, que vale para los enunciados asertóricos o apofán-
ticos, se apoya en una serie de equivalencias tomadas como datos
evidentes: hablar es decir algo, decir algo es significar, significar algo
que tenga un sentido, y solo uno. En definitiva, que “lo que es imposi-
ble no es que una substancia sea sujeto de predicados contradictorios
sino que la misma palabra simultáneamente tenga y no tenga el
mismo sentido”43.
No es una intuición de lógica predicativa lo que sostiene el princi-
pio, sino la univocidad del sentido.
Es en cambio en relación a una ausencia de sentido que Freud de-
signa el sexo y es por lo que, según Lacan, su lógica llama a una topo-
logía del sujeto: porque nuestro acceso al goce está comandado por esa
topología, un no espacio que excede la estética kantiana y no tiene otra
trascendentalidad que la que emerge de una escritura.
Solo del escrito ha podido sostenerse una lógica matemática cuyo
desarrollo histórico es por completo ajeno al de la aparición de la cien-
cia moderna. Se recuerda habitualmente, y con razón, que mientras
57
Kant construye la metafísica apropiada a la nueva ciencia, afirma como
verdad incontestable que la lógica había llegado a su consumación
desde hacía siglos. Hoy la discusión entre los lógicos sobre las cuestio-
nes más elementales de su disciplina es mucho mayor que lo que la
discusión entre analistas sobre lógica permite suponer. Para nombrar
un ejemplo más o menos difundido, y tratándose del atributo y la pro-
posición, Quine cuestiona la pertinencia de ambas en tanto categorías
lógicas44.
¿Por qué la lógica, ya no filosófica sino matemática? ¿Qué lugar ahí
para el sujeto?
Hay un punto de vista semántico que querría hacer de la lógica un
puro cálculo45. Pero no hay un método algorítmico para encontrar la de-
ducción de una fórmula dada, si fuera deducible. Para quienes argu-
mentan que en lógica se sabe de antemano lo que es decidible y lo que
no, resulta fácil constatar que no hay método en el orden de la deduc-
ción para decidir si una fórmula es deducible o no. Solo si se encuen-
tra la solución sabemos que es deducible, pero cómo se encuentra la
deducción no se sabe; es decir, que no hay un proceso automático, o de
cálculo como suele decirse, que se pueda programar a partir de los axio-
mas y las cláusulas deductivas46.
Que la deducción no sea decidible implica que el sujeto debe hacer
su apuesta, lo que introduce la cuestión de la creencia. Todos creemos
al menos un poco en esa segunda vida pascaliana47.
A Quine, que le gusta vérselas con la ontología48, los desarrollos que
introducen esta indecibilidad le parecen totalmente superfluos; hay un
lugar que se debe preservar, donde se tenga una seguridad absoluta: es
la contribución de la lógica a la vocación capitalista de desaparición
del sujeto y forclusión del amor.
Si el amor se dirige al semblante es porque es semblante de ser.
44 Entre otros: Quine, W. V. O., La filosofía de la lógica, Alianza Ed., Madrid, 1977.
45 Seguimos en este punto los desarrollos de J. M. Vappereau, particularmente en
Étoffe, Topologie en Extensión, Paris, 1988.
46 Distinto a lo que sucede con las tablas de verdad, que funcionan con tautologías.
Pero las tablas de verdad no son la deducción sino la validez.
47 “Eso que se llama este doblez que hace la delicia de los psicólogos y que se llama,
en este campo, el nivel de la espiración. Nadie se las arregla tan bien como los psi-
cólogos para dar estatuto a todas las inmundicias con que nuestra suerte está per-
vertida”. Lacan, Seminario XIII, El objeto del psicoanálisis.
48 Quine, W. V. O., La relatividad ontológica y otros ensayos, Ed. Tecnos, Madrid, 1974.
58
Aclara Lacan que nada no es ese ser. “Está supuesto a ese objeto que
es el a49”.
La necesidad de diferenciar el ser de la existencia no es filosófica, lo
que opone la pasión de ser al dolor de existir no es un ens rationis, el
pasaje por la angustia no es su concepto, y la lógica, como siempre lo
ha hecho, no resolverá ninguna pregunta. Cómo no llamar lógico, ahora
sí, a ese momento de la falta que lleva al sujeto a no dejar de ensayar
lo imposible que se escriba.
59
Tropismos en la mirada
Mímesis falladas
Luis Gusmán
La mímesis
Giorgio Vasari cuenta en su libro: Vidas de los más excelentes pintores, es-
cultores y arquitectos, que cuando Giotto trabajaba como aprendiz en el ta-
ller de Cimabue, pintó una mosca sobre la nariz de un rostro que había
pintado su maestro. Vasari afirma que la perfección técnica era tal, que Ci-
mabue intentó espantarla con la mano sin darse cuenta de que la mosca es-
taba pintada.
Daniel Arasse, en Le détail. Pour une histoire rapprochée de la peinture,
sostiene: “Podemos estar seguros de que Giotto jamás pintó tal mosca: la
práctica no era de su tiempo y Vasari evidentemente lo sabía. Pero en el
momento en que él escribe las Vidas, a mediados del siglo XVI, la mosca era
un motivo pictórico que había conocido un considerable éxito entre la mitad
del Quattrocento y el comienzo del siglo XVI. La podemos encontrar en nu-
merosos ejemplos, ya sea integrada a la composición, pintada sobre el borde
de la imagen, posada sobre la misma superficie del cuadro, o además com-
binándose en esos dispositivos. La lista de moscas pintadas está lejos de
poder completarse”.
Por eso es notable cómo la mosca de Masotta está fuera de la lista. Ectó-
pica, afantasmada. En otra escena en posición de deixis gramatical. Por otra
parte, la afirmación de Arasse sobre que esa mosca nunca existió, y que solo
fue una invención táctica de Vasari, posiciona la anécdota del Giotto como
63
una figura más del trompe l’oeil. Se pude agregar aquí lo que formula el
autor: “…La mosca de mentira de Giotto recuerda el famoso cortinado de
Pharrasio…”. Creo que la pregunta es legítima: ¿Por qué siempre una mosca?
Tal vez, como dice Monterroso: porque en el principio era la mosca. Arasse
advierte en su argumentación el lugar que va a ocupar la mosca que ya es de
Vasari: “Concluyendo la narración heroica de la revolución giottesca, el de-
talle condensa el progreso de la pintura: esta mosca pintada es el emblema
del manejo nuevo de los medios de la representación mimética, como si la
conquista de la verdad en pintura pasara por aquella del detalle”.
Andor Pigler escribe un libro que tiene como título: Las moscas en la pin-
tura, un talismán. En el catálogo, los cuadros son innumerables. El autor
cuenta que a partir del Renacimiento la mosca se impone en los cuadros
como un detalle realista. La mímesis es tan perfecta que en ocasiones su pre-
sencia en los cuadros era para espantar a las moscas verdaderas y evitar que
éstas se posaran sobre la pintura.
Hay una obra de Giovanni di Santi –Cristo sostenido por dos ángeles– ,
pintada alrededor de 1490, que muestra la imagen de una mosca posada
sobre el pecho de un Cristo resucitado sostenido por dos ángeles. Una mosca
que volvió de la muerte o se posó posteriormente en el cuerpo del Naza-
reno. Daniel Arasse señala con precisión el lugar que ocupa la mosca en esa
pintura. Se trata de un detalle realista de veracidad, por el cual la figura del
Cristo sale del cuadro y se revela, como la mosca, con un cuerpo con una he-
rida real, dando cuenta de la ausencia presente. Es decir, del tránsito entre
el Cielo y la Tierra realizado por la resurrección.
La iconografía de la mosca no queda confinada a los cuadros del Renaci-
miento. Hay muchos otros: solo para acudir a un salto histórico, quiero re-
cordar una pintura de Marcel Duchamp de 1959: Tortura-muerte, en donde
se ve la planta de un pie sobre las que se posan moscas. La movilidad y el
desplazamiento de las moscas en la pintura es un tópico. Como se advierte,
de Giotto a Duchamp se desplazan por todo el cuerpo humano, desde la ca-
beza a los pies; incluso hasta llegar al cadáver.
Augusto Monterroso, en su texto sobre las moscas, menciona cierta se-
64
cuencia histórica de ese desplazamiento y vuelve a las narices: “La mosca que
hoy se posó en la tuya es descendiente directa de la que se paró en la de
Cleopatra”. Su lugar preferido para posarse pareciera ser la nariz.
Una frase de Schopenhauer condensa y consolida este tópico: “La mosca
debe ser tomada como el símbolo de la importancia y la audacia, porque en
tanto los demás animales le huyen al hombre más que otra cosa y corren
antes de que él se les acerque, la mosca se posa sobre su nariz misma”.
En el cuento de Maupassant, La pequeña Roque, un cartero está haciendo
su tarea diaria de repartir la correspondencia. En un tramo de su recorrido
atraviesa un bosque. De pronto se encuentra con el cuerpo de una niña des-
nuda. Parece dormida, pero está muerta.
Ha sido violada y estrangulada. No tiene más de doce años. El cartero le
informa al alcalde del hallazgo y éste a su vez llama al médico. Ambos acu-
den hasta donde está el cuerpo de la niña asesinada. Yace desnuda en medio
de la hierba con los brazos extendidos, como crucificada. Los dos hombres
miran el cuerpo y siguen con la vista las evoluciones de un punto negro. Es
una mosca. Entonces el médico, sin que el alcalde parezca escucharlo, le
dice: “–¡Qué bonito efecto hace una mosca encima de la piel! Las señoras del
siglo pasado sabían qué hacían cuando se ponían moscas en la cara. ¿Por
qué se habrá perdido esa costumbre?”
En la mímesis del maquillaje, el lunar pintado o el lunar natural se con-
funden con la mosca. ¿O quizás la mosca tiene autonomía como adorno?
Desde la trampa que el Giotto le tendió a Cimabue pareciera que la figura
preferida para engañar al maestro es una mosca posándose sobre una nariz.
La otra irrupción de la mosca la sitúa adherida en la nariz de un orador.
La figura humana
65
época es la fotografía: “El hecho de que la mera visión (fotográfica) de quie-
nes fueron nuestros predecesores inmediatos en la ocupación de esta re-
gión provoque, en un sentido totalmente diferente, un estallido de la risa,
tan simple como tajante, no evita el horror”.
Ni la risa dionisíaca de Zaratustra alcanza a conjurar el horror del que
habla Bataille. El horror y la fascinación son dos términos de la violencia de
lo sagrado, un tópico dominante en la obra de este autor. La alusión de Ba-
taille se refiere a una fotografía que se titula Boda, donde se muestra la ima-
gen de una boda de provincia en Seine et Marne, hacia 1905. La foto que
figura en su libro Documentos es descripta en estos términos: “Salidos (como
si se tratara del seno materno) de tristes habitaciones en las que todo había
sido dispuesto por esos vanidosos fantasmas, sin exceptuar el olor de la pe-
lusa rancia, lo mejor de nuestro tiempo parece haber sido empleado en bo-
rrar hasta la más breve huella de esa vergonzosa ascendencia”. Es decir, la
cultura ha rechazado, borrado esa huella en el origen: la violencia de lo
monstruoso, de la aberración, y de las desviaciones de la naturaleza humana.
Así como las almas de los muertos suelen volver para perseguir a los
vivos, Bataille hace un símil con las imágenes que también retornan del pa-
sado, y nombra las consecuencias de ese retorno. Es el punto en que se re-
fiere a los efectos del borramiento de la huella que esa imagen fotográfica
metaforiza. Bataille interpreta esa imagen de la fotografía de la boda ha-
ciendo un recorte de la figura parental: “Pero, si de acuerdo con nuestro
enunciado, consideramos a ese grupo como el principio mismo de nuestra
actividad mental más civilizada y violenta y de una manera simbólica, si se
quiere, a la pareja matrimonial, entre otras, como el padre y la madre de una
rebelión salvaje y apocalíptica, una yuxtaposición de monstruos que se en-
gendrarían incompatibles sustituiría a la pretendida continuidad de nuestra
naturaleza”.
No voy a agregar una interpretación edípica a las tantas que ya se han
hecho de este ejemplo, solo que se podría encontrar una huella del libro El
antiedipo de Deleuze.
La continuidad se discontinuaría por las desviaciones antinaturales. Como
66
ejemplo, en otro artículo de Bataille, “Las desviaciones de la naturaleza”,
hay dos grabados de Regnault de siameses unidos por su cabellera, y otra fi-
gura unida por la boca, que ilustran el artículo publicado en Documentos.
Podríamos decir: una yuxtaposición monstruosa. Pero la desviación que apa-
rece en principio como desviación de la norma, al institucionalizarse se con-
vertirá, como categoría estética, en una desviación de la norma.
Bataille despliega una breve anatomía histórica de la figura humana y es
aquí donde aparecen las moscas: “Los corsés de talle de avispa, esparcidos
en los graneros de provincia, son hoy presa de moscas y polillas, el coto de
caza de las arañas”. Si tenemos la mosca y la araña, inmediatamente pode-
mos formular la fábula y la moraleja. Algo ha sucedido en la figura humana
y Bataille se refiere a los cuerpos fofos estrangulados en el juego obsesivo
de ballenas y cordones en una época en la cual, precisamente, comienzan a
surgir las deslumbrantes estrellas norteamericanas en traje de baño. Se pre-
gunta entonces Bataille: “¿Por qué en efecto tendríamos pudor de una fas-
cinación tan brusca?”
La respuesta del propio Bataille es que, de haber slgo algo que podría
despertar una nostalgia hasta las lágrimas por ese mundo desaparecido, ya
no sería la belleza de una gran cantante, y sí una alucinante y sórdida per-
versidad. Si algo pudiera retornar de aquella época, retornaría en la foto de
la boda: “A nuestro modo de ver tantos personajes extraños, solo a medias
monstruosos, aparecen todavía animados por los movimientos más tontos,
agitados como un carrillón de caja musical por cantidad de vicios inocentes,
calores inocentes, vapores líricos…”
El movimiento contrario parece estar descripto como un vértigo de la
nostalgia que produce en Bataille una exaltación lírica: “De manera que es
absolutamente imposible, a pesar de toda obsesión contraria, superar esta
fealdad odiosa; y todavía es factible que algún día nos sorprendamos co-
rriendo absurdamente, con los ojos de pronto empañados y cargados de lá-
grimas inconfesables, hacia algunas casas provinciales embrujadas, más
desagradables que las moscas, más viciosas, más rancias que salones de
peluquería”.
67
El Yo como mosca
El punto negro
68
son un punto negro, sino una multitud; que ya no están quietos en la orilla
de la imagen, sino que pululan en su propio centro; que ya no son un sim-
ple juego óptico, sino una herida táctil, estigma abierto en medio de la mano
crispada”.
Huberman argumenta que esa inquietud se exaspera en la crítica que hace
Bataille de la representación. Critica que “puede leerse y es visualmente ma-
nifiesta en los montajes excéntricos de la revista Documentos y que Batai-
lle imaginó o puso en escena, incansablemente. «Apariciones chocantes»
(como él mismo decía), tan chocantes en el orden concreto, como la de una
mosca en la nariz del orador”.
Huberman elige sus moscas pintadas. Las elige porque le interesa des-
centrar la representación. Para ello, necesita desplazar las moscas del cen-
tro del cuadro, y describe ese movimiento: “Pero lo hace con la condición
de estar ligeramente posada en los márgenes del cuadro, y de hacernos creer
que podemos echarla con un simple revés de la mano. Una mosca a la que
no se echa, una mosca que vuelve, que se queda, que reúne a sus congéne-
res y que se aglutina en masa, esa mosca emite un tufillo muy distinto, que
es el tufo de lo real (y no de verosimilitud): quiero decir, una emanación de
podredumbre”.
Esta teorización en términos del psicoanálisis se vuelve un enjambre. La
masa sería lo real. Ese “tufo de lo real”, por su consistencia podrida, es
batailleano.
El posarse de la mosca prosigue: “Lo que toca se transforma en el equi-
valente de algo que se está descomponiendo”. Es posible inferir que Huber-
man está refiriéndose a la descomposición del todo de lo real (una masa) y
por un pasaje de la totalidad al detalle.
69
efectivamente se aleja de Bretón y se acerca a la estética batailleana: “La
mosca de Bataille –la que no tardó en repugnar a André Bretón– no estaba
hecha para engañar al ojo de los estetas, sino para captar, para penetrar o
devorar nuestras miradas de antiguos niños inquietos”. Aun para los niños in-
quietos, desde Macbeth, las moscas y los niños son un tópico: “Para los dio-
ses somos como moscas para los niños inquietos, nos matan para divertirse”.
Pero el niño inquieto fue antes un niño culpable. En un artículo anterior
del mismo libro, titulado “Parecerse”, Huberman describe los efectos te-
rroríficos que tiene un niño cuando en el jardín botánico se encuentra por
primera vez con los bichos que están detrás de un cristal. Momento en que:
“El juego del mimetismo desvelado solo nos divierte cuando su solución está
garantizada de antemano”.
El phasma no es un fantasma, es aparición; y aquí viene la corriente de
la estética batailleana en dos vertientes; la primera, cuando se transforma
en fenómeno prodigioso y monstruo; la segunda, la alucinación mística:
“signo de los dioses”, “presagio”. Para Huberman no se trata solo de imitar,
de camuflarse, sino que el fasmas ha convertido su cuerpo en el decorado;
el fasmas es rama, corteza viviente. Ya no se cumple con la relación clásica
entre el modelo y la copia, aquí la copia devora al modelo: “El modelo imi-
tado se convierte entonces en un accidente de su copia —un accidente frá-
gil en peligro de ser engullido– y no al revés”.
La argumentación procede y avanza por inversión. El fasmas destruye el
modelo, comiéndose aquello mismo que imita, lo desemeja. Con esta dia-
léctica de la argumentación es inevitable no caer en una ontología, en una
problemática del ser: en que: “el menos ser se ha comido al ser. Posee al
ser, está en su lugar”. Pero en el fantasma de lo biológico anticipa lo que en
un artículo posterior, Imágenes-contactos, va a llamar “tufillo de lo real”.
Primero, por el lugar otorgado a las sensaciones, y luego, por el poder ate-
rrador del fasmas que consiste en el hecho de que pertenece al orden bio-
lógico del que rechaza cualquier forma, incluso la más elemental; también
el sentido de orientación se vuelve informe, no se sabe dónde está la boca.
Es un ser viviente. ¿Y de qué se alimenta? De ese bosque del cual tomó la
70
forma y la materia: el ramaje vivo, el rizoma, dice Huberman. Si Mallarmé
había instalado en la crítica el demonio de la analogía, Huberman se preo-
cupa por el demonio de la desemejanza. En su bosque, el animal que pronto
ha de devorarlo, gracias a la mosca localizada, al punto negro, ha devenido
niño inquieto. Identificado con la mosca, encuentra un soporte para los fan-
tasmas del ser devorado. Por supuesto que no se trata de interpretar alguna
motivación psicológica, sino de poder seguir, en el pasaje de un niño a otro,
las oscilaciones entre el ser y el menos ser con relación a lo que se plantea
en torno a lo mimético y también a la mímesis, tomando como soporte la re-
presentación de la mosca.
En el texto, la mosca de Bataille se intercepta con las moscas de Huber-
man: “La mosca de Bataille estaba ahí para aglutinarse con nosotros: para
aparecer demasiado cercana y hacer casi de nuestra carne una presa para la
imagen”.
La moraleja posible sería que la mosca batailleana, efectivamente, no es-
taba destinada a los estetas, sino a los niños inquietos. Huberman indica el
poder que le otorga a la imagen batailleana: “imágenes que nos afecten de
verdad”. Y lo dice, parafraseando El espíritu humano y el juego de transpo-
siciones, “para que dejen de ser esa farmacia tranquilizadora que la belleza
promete de manera engañosa. Para que las imágenes nos devoren tendría-
mos que mirarlas como miramos un enjambre de moscas que viene hacia
nosotros, un zumbido visual en torno a nuestra propia vocación de des-
componernos”.
La moraleja de los niños inquietos: son devorados en sacrificio a una ima-
gen primigenia y por supuesto impura. Para ello, sucede primero un pasaje
de las patas de mosca al enjambre, arrastradas por la flauta de la sinestesia;
y después, una identificación por incorporación. Hay que recordar lo que
formula el propio Bataille, en La figura humana, acerca de la vocación ne-
cesaria para la descomposición: “Pero al igual que en otros lugares las almas
de los muertos persiguen a los que están aislados en el campo, tomando el
aspecto miserable de un cadáver semi descompuesto (en las islas caníbales
de la Polinesia, cuando buscan a los vivos es para comerlos)…”
71
Cambio de signo
72
fija, los desfigura–, cadáveres enmarañados, adheridos entre sí, pegajosos
a nuestra mirada”.
En esta cita lo que le importa es la metonimia. Es decir: las patas de mosca.
De lo cual deviene el tópico de la escritura como patas de mosca, una escri-
tura donde los signos son desparejos hasta la ilegibilidad y que irrumpiría en
el sentido de una escritura tan lineal como serena.
Didi Humerman concluye hablando ya de sus propias moscas, interpre-
tando la fotografía de Boiffard, Papel engomado y moscas: “Bataille esperaba
que una mirada fuera capaz de afectar la carne como una enfermedad; es
decir, de descomponerla. Esperanza paradójica e insostenible (salvo, tal
vez, en la larga duración de un trabajo psíquico mortificador); las moscas
de Boiffard se mantienen a la distancia adecuada de nuestro rostro, tal como
son mantenidas a distancia –por mínima que sea– del objetivo fotográfico.
Ese tufillo que tienen de algo real no es, después de todo, más que un olor
de papel limpio y de tinta de imprenta”.
Huberman recurre entonces a otra imagen: un Rayograma positivo por
solarización. En esa instalación, las moscas y su representación se acercan
más a ese verdadero tufillo de lo real. Para eso muestra una fotografía de
1987: “Es sorprendente que un artista muy alejado de esas oscuras exigencias
haya conseguido dar en el blanco (faire-mouche), acercando un poco más el
insecto real a nuestra mano, a nuestra mirada. Para ello, Patrick Bailly-Mai-
tre-Grand baja al sótano. Va por los rincones polvorientos y caza moscas o
arañas, a las que no aplasta, sino que las duerme tiernamente con cloro-
formo. Sustituye entonces el pegajoso papel matamoscas por una trampa de
cristal –dos placas separadas por una distancia de unos milímetros–, en
donde los insectos se despertarán sin comprender”.
El atrapamoscas
73
pero luego de unos instantes retoman la lucha. Sus gestos son desesperados;
se puede agregar que por momentos parecen estar dormidas como en el fo-
tograma de Bailly Maitre-Grand.
Musil incorpora lo más importante: el ojo: “Y al costado, junto al toma-
corriente, una microscópica larva vivirá durante mucho tiempo más. Se abre
y se cierra; no se puede describir sin una lupa; parece un diminuto ojo par-
padeando sin cesar”.
Didi-Huberman, en su libro Lo que vemos, lo que nos mira, en el capítulo
“La ineluctable escisión del ver”, plantea esta pregunta: ¿Qué le pide Zeuxis
a Parrasios? Que retire la cortina (el trampantojo de cortina) que le parece
un obstáculo al objeto de su visión. En ese capítulo, cita y analiza una frase
del Ulises de Joyce: “Cierra los ojos y mira”, que más adelante en el mismo
capítulo se transforma en “Cerremos los ojos para ver”. Para Huberman,
este pasaje nos enseña “que ver no se piensa y no se siente, en última ins-
tancia, sino en una experiencia del tacto”. La frase de Joyce lo conduce a una
fenomenología de la percepción: “Es preciso que nos acostumbremos – es-
cribe Merleau Ponty-, a pensar que todo visible está tallado en lo tangible,
todo ser táctil prometido en cierto modo a la visibilidad, y que hay, no solo
entre lo tocado y lo tocante, sino también entre lo tangible y lo visible que
está incrustado en el encaje, encabalgamiento”. ¿Entonces lo único no en-
gañoso es la percepción a través de las sensaciones? Hay que recordar que
en “Imágenes-contacto”, el artículo antes citado de Huberman, también se
habla de emoción táctil y de herida táctil, la mirada pegajosa. Es decir: una
argumentación basada en los sentidos.
Huberman prosigue indagando en “La ineluctable escisión del ver” y es
posible que la fatalidad de lo ineluctable lo lleve a interpretar la pérdida
como una pérdida del ser: “Desde luego, la experiencia familiar de lo que
vemos parece dar lugar las más de las veces a un tener: viendo algo tenemos
en general la impresión de ganar algo. Pero la modalidad de lo visible de-
viene ineluctable –es decir, condenada a una cuestión de ser– cuando ver
es sentir que algo se nos escapa ineluctablemente: dicho de otra manera,
cuando ver es perder. Todo está allí”.
74
Lacan también se refiere al apólogo de los pintores Zeuxis y Parrasios: “En
el apólogo antiguo sobre Zeuxis y Parrasios, el mérito de Zeuxis es haber
pintado unas uvas que atrajeron a los pájaros. El acento no está puesto en
el hecho de que las uvas fuesen perfectas, sino que engañaban hasta el ojo
de los pájaros. La prueba está en que su colega Parrasios lo vence al pintar
en la muralla un velo, un velo tan verosímil que Zeuxis se vuelve hacia él y
le dice: Vamos, enséñanos tú ahora lo que has hecho detrás de eso. Con lo
cual se muestra que, en verdad, de engañar al ojo se trata. Triunfo sobre el
ojo de la mirada”.
Lacan, en el capítulo siguiente “¿Qué es un cuadro?”, del mismo semina-
rio, vuelve a interpretar el apólogo: “Si la superficie donde Zeuxis había tra-
zado sus pinceladas atrajo a unos pájaros que confundieron el cuadro con
uvas que podían picotear, obsérvese, empero, que semejante éxito no im-
plica para nada que las uvas estuviesen admirablemente reproducidas como
lo están las de la canasta del Baco del Caravaggio, en los Uffizi. De ser así,
es poco probable que hubiesen engañado a los pájaros. ¿Por qué habrían
éstos de ver uvas en ese ejercicio de virtuosismo? Ha de haber algo más re-
ducido, más próximo al signo, en lo que para unos pájaros puede constituir
una uva de presa. Pero el ejemplo opuesto, el de Parrasios, nos hace ver
claramente que cuando se quiere engañar a un hombre se le presenta la pin-
tura de un velo, esto es, de algo más allá de lo que pide ver”.
Lo cierto es que Lacan dice que los pájaros podrían no dejarse engañar,
¿y por qué, sí, las moscas? ¿Y por qué la sustitución del pájaro por la mosca?
En principio, a los pájaros no se les tiende ninguna trampa. Lo que diferen-
cia a los pájaros de las moscas es el atrapamoscas, la cinta engomada, el sebo.
Lacan diferencia entonces el detalle realista de las uvas del trompe l’
oeil, y coincide con la conclusión de Zeuxis cuando le confiesa a Parrasios
que es él quien ha ganado la competencia. Ya que él, Zeuxis, pudo engañar
a los pájaros, pero Parrasios lo pudo engañar a él, un hombre.
Lacan retoma el tópico de la mosca y el papel engomado, pero a dife-
rencia de Huberman, le otorga otro lugar a la mirada. Es lo que Lacan plan-
tea en el capítulo XVIII del seminario El objeto del psicoanálisis, cuando se
75
dedica a analizar Las meninas: “Este esfuerzo del cuadro para atrapar este
plano evanescente, que es propiamente lo que venimos a aportar todos nos-
otros, los tontos que estamos ahí en una exposición creyendo que nada nos
sucede. Cuando estamos frente a un cuadro, capturados como moscas en la
goma, bajamos la mirada como se bajan los calzones, y para el pintor se
trata, si puedo decirlo, de hacernos entrar en el cuadro”.
Quizás, por esa cinta engomada que tiene cualquier cuadro, el ojo mosca
se va, se pierde detrás de la mirada.
Lacan, en un momento de la ya citada clase XVIII, promete que al final de
su exposición les va dar una pequeña golosina: un cuadro. ¿Trata a su au-
diencia como niños, o como moscas? ¿Los deja pegados? Se sabe, por la fá-
bula, que la mosca llevada por el placer va detrás de la miel, y podríamos
decir que el placer es el señuelo representado por la cinta engomada, el
sebo. ¿Por qué, lectores de Lacan, no quedaríamos atrapados en esta cinta
de goma que es la golosina? ¿Huberman no habla acaso de la mirada pega-
josa?
El pintor logra, afirma Lacan, que como moscas entremos en el cuadro.
Antes es necesario bajar la mirada, que ésta quede depuesta. En realidad, se
trata de atrapar lo que no es. De un cuadro al otro, Lacan reemplaza
las moscas por los pájaros. En tanto objeto a, la mirada es evanescente
e inapresable. Musil dice: “Se abre y se cierra; no se puede describir sin una
lupa; parece un diminuto ojo parpadeando sin cesar”. Joyce dice: “para
poder mirar hay que cerrar los ojos”. Lacan dice lo contrario, con lo cual ce-
rrar los párpados no enmarca necesariamente al fantasma, y pregunta qué
sucede ante un cuadro simplemente por abrir los ojos: “… y lo que yo llamo,
hablando con propiedad, lo que se desvanece, lo que se desvanece siempre,
lo que es elemento de caída en esta representación, donde este represen-
tante de la representación que es el cuadro en sí es este objeto a, y el ob-
jeto a, de lo que jamás podemos agarrar, y especialmente en el cuadro, por
esta razón de que es la ventana que constituimos nosotros mismos simple-
mente por abrir los ojos”.
Arasse, en su artículo sobre las moscas, se detiene en su desplazamiento.
76
A la inversa de Lacan, se ocupa de la mosca cuando sale del cuadro, espe-
cialmente en el retrato: “… cuando ella aparece por ejemplo en el contexto
del retrato: ‘la verdad’ de la mosca confirma la de la figura, ella contribuye
a hacerla ‘salir del cuadro’, a volver lo ausente presente’”. Se podría indi-
car el movimiento inverso que propone Lacan. Cuando la mosca sale, el hom-
bre entra como mosca. No hay duda de que, con la invención del objeto a,
algo ha cambiado en los registros de la mímesis y la representación.
Obras citadas
Bataille G., “La figura humana”, “El espíritu moderno y las transposiciones”, en Documen-
tos. Monte Ávila editores. Venezuela. 1969.
Huberman – Didi G., “Similar y simultáneo”, Imágenes-Contactos” en Fasmas. Sangrila. San-
tander 2015. Lo que vemos, lo que nos mira. Ediciones Manantial. Argentina, 1997.
Arasse D., Le détail. Pour une histoire de la peinture. Flamarion. Paris, 1996.
Musil R., Atrapamoscas. Ediciones Godot. Buenos Aires, 2015.
Lacan J., Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Ediciones Paidós. Buenos
Aires, 1984. El objeto del psicoanálisis. Traducción Jorge Tarella. EFBA.
77
El ser y la mirada
Eduardo Grüner
La mirada es una cosa tan maravillosa, de la que sabemos tan poco; con
ella estamos totalmente vueltos hacia afuera, pero precisamente cuanto
más lo estamos parecen suceder cosas dentro de nosotros, cosas que han
estado esperando con ansia pasar inadvertidas, y mientras ellas ocurren
en nosotros, intactas y extrañamente anónimas, sin nosotros, crece en el
objeto exterior su significado, un nombre más persuasivo, más fuerte, su
único nombre posible, en el cual reconocemos el suceso en nuestro
interior, sin alcanzarlo, sino tan solo comprendiendo muy lentamente,
muy de lejos, bajo el signo de una cosa todavía lejana, que ya en el
instante siguiente vuelve a alejarse.
Rainer M. Rilke
79
Habría que hablar más bien de un modo de producción de la Mirada / Ima-
gen, como sugiere Berger1.
Esa historia no sería en absoluto lineal, o evolutiva, ni mucho menos “te-
leológica”. No podría ser pensada dentro del “tiempo homogéneo y vacío”
del progreso –¿qué podría significar esa palabra, aplicada al arte?–, sino
“cepillándolo a contrapelo”, para retomar la expresión de Benjamin. Sus
tiempos –o mejor, sus lógicas temporales– se mezclan y entrechocan entre
sí. Las imágenes “típicas”, o “representativas” de un momento histórico–
cultural, como se suele decir sin poner en cuestión lo problemático de un
concepto como el de representación, tales imágenes, tranquilizadoras como
vehículos de certidumbre, pueden albergar sus secretas fuentes de espanto.
Ya lo veremos, valga la expresión.
Aquella representatio lo puede ser, ya sabemos, de cosa o de palabra. En
el sueño –tan adversario de la admonición res non verba– aparecen juntas,
articuladas, mezcladas “arbitrariamente”, con frecuencia en conflicto. Hasta
la invención del cine no teníamos una forma de arte que presentara esas
mixturas y conflictos objetivamente, como se dice: también en el sentido de
una ilusión “objetiva”, como cuando filmamos, por ejemplo, una ilusión óp-
tica –el temblor del asfalto en una ruta bajo el sol, por caso– y luego po-
demos proyectársela a alguien que ve lo mismo en condiciones radicalmente
diferentes: es una ilusión “fantasmal”, digamos; pero es también algo que se
incorpora al registro de lo real. En el cine los fantasmas existen, incluso en
una acepción trivial: en un film que tenga las suficientes décadas de filmado,
es muy probable que estemos viendo sufrir, amar, hablar, violentarse o mo-
verse de un lado a otro a hombres y mujeres que han muerto hace mucho.
Pero existen, asimismo, los fantasmas, en un sentido más inasible –o invi-
sible– que puede asomarse al límite tembloroso (como el asfalto de la ruta)
entre lo sublime y lo ominoso. Exploremos un poco esto.
80
1.
81
partes a segmentos de un edificio que le sea muy conocido: la introducción
es el vestíbulo, siguen uno o dos pasillos, las columnatas, el salón principal,
y así. El arte de la memoria es la construcción de una mente artificial que
acumula y asimila imagos. Pero el acceso a esas representaciones (que en un
Giordano Bruno se realiza, es bueno notarlo, por las ventanas: con una mi-
rada un poco artera, un poco voiyerista) tiene su precio. En esos lugares se
alojan también los espectros de las cosas, de las personas, que alguna vez los
habitaron: en la imagen mnémica se cuela la (arriesguemos) inquietante
transparencia del Phantasma. La memoria queda asimilada al ojo, pero ya no
solo al ojo constructor de imágenes: también a la mirada autorreflexiva (al
“mirar mirarse” sartreano3) que convierte al sujeto en espejo viviente de
sus propios fantasmas; el sujeto es aquello a lo que se mira; es aquello a lo
que su mirada —no solamente su ojo— aloja: es habitación de demonios, que
da presencia a un mundo, con frecuencia horroroso, que se creía pura mi-
rada ausente.
Entonces, una cierta articulación de la imagen y la memoria es, además de
una duplicación querida del mundo, una duplicación no querida (lo cual, claro,
nada dice del deseo) del memorioso funesto: la fusión del sujeto y el objeto
en la fantasmática del Doble. ¿Tiene, esa fantasmática, una historia? (La pre-
gunta también es doble: si tiene una historia “interna”, si está sometida a con-
diciones históricas). Es evidente que, al menos, tiene una historia literaria,
que no ha dejado de exudar imágenes por doquier. Casi desde siempre, como
testimonian un par de libros extraordinarios, los de Theodor Ziolkowski y
Maurizio Bettini4, donde estatuas andantes, retratos parlantes o espejos vi-
vientes registran la compulsión –al borde de una fascinación por lo Unheim-
liche– de la literatura de todos los tiempos hacia la representación de esos
dobles-de-cuerpo inanimados que ocupan el lugar del Sujeto: desde el Adme-
tus de Eurípides –que reemplaza el cuerpo de su mujer moribunda por su es-
3 Sartre, Jean Paul, El Ser y la Nada, Buenos Aires. Losada, 1963, cap. “La Mirada”.
4 Ziolkowsi, Theodor, Imágenes Desencantadas (una iconología literaria), Madrid, Taurus, 1980;
Bettini, Maurizio, The Portrait of the Lover, Berkeley, University of California Press, 1999.
82
tatua–, o el Pigmalión obsesionado por su propia escultura de Afrodita, pa-
sando por los Tamino y Pamina de La Flauta Mágica –que se enamoran uno de
la otra a través de sus retratos–, los ejemplos son multitud (podríamos decir
que son legión, para dar cuenta de cierto carácter demoníaco).
Hay, en la modernidad, un renacimiento de ese motivo, sobre todo a par-
tir del Romanticismo: E.T.A. Hoffmann es, desde luego, el paradigma, pero
esa historia todavía es “romántica” en el William Wilson de Poe, en el Fran-
kenstein de Mary Shelley, en el Dorian Gray de Wilde, en el Doctor Jekyll de
Stevenson; es la historia de la metáfora dinámica del “otro Yo”, destinada a
asegurar la supervivencia, en el interior del sujeto-habitación, de los fan-
tasmas de sus “antiyoes” adversarios. “Supervivencia”, decimos, pero hay
que entenderlo en el sentido del Nachleben de Warburg: asalto súbito de un
Phantasma que la Imago hubiera querido mantener a raya, pero que ella con-
tiene; y memoria retornante de lo que se hubiera preferido olvidar para siem-
pre5. Que un ejemplo canónico de Warburg sea el “amasijo de serpientes”
de la Medusa retornando entre los bucles elegantes de la serena Venus de
Botticelli, no dice poco sobre la mirada capaz de paralizar al Sujeto.
A veces, la duplicación señala el propio umbral antropológico: esos do-
bles que son la ballena para el capitán Ahab, la cucaracha para Gregorio
Samsa, no son la marca de lo infrahumano, sino de lo transhumano; es el lí-
mite de la humanidad que es necesario sobrepasar para encontrarse con la
Verdad del fantasma, o con el fantasma verdadero. También se puede decir
que el Doble tiene una historia filosófica, tematizada por lo menos desde la
dialéctica de los contrarios-complementarios de Hegel: el mismo Hegel que
por supuesto buscaba la fusión entre el objeto y el sujeto, y creyó encon-
trarla en la duplicación del amo en el esclavo, sin llegar a enterarse de las
consecuencias de su ocurrencia en el postromántico Marx, pero a su vez sin
distraerse del rol de la Muerte en ese reflejo siempre fallido.
Es interesante —pasando al otro lado de la pregunta– que romanticismo,
hegelianismo y marxismo sean, ante todo, una obsesión con la Historia: es
83
decir, en cierto registro (y aunque las dos cosas no puedan, de ninguna ma-
nera, homologarse), con la Memoria; a la Historia y a la Memoria se refiere
también el romántico Carlyle en su texto llamado (justamente) Pasado y pre-
sente: “Pues es verdad que todas las cosas tienen dos rostros, uno luminoso
y el otro oscuro”. Y a ellas se refiere el marxista romántico Benjamin en sus
Tesis de filosofía de la historia: “No existe documento de cultura que no sea
a la vez documento de barbarie. Y puesto que el documento de cultura no
es en sí inmune a la barbarie, tampoco lo es el proceso de transmisión de lo
uno a lo otro”. Alcance filosófico –y en la misma dirección, aunque no en
el mismo sentido– tiene también el problema en Freud (frecuentador de la
literatura romántica, dedicado estudioso de Hoffmann), y en Lacan, donde
la producción misma del sujeto y sus fantasmas aparece como un residuo de
la imagen especular.
2.
Contra las apariencias, no hemos dejado atrás el cine. “Espejo del mundo”,
“fábrica de sueños”: son vulgatas metafóricas que no por ser acuñaciones de
marketing dejan de segregar su momento de verdad. Especularidad auto-
rreflexiva, maridaje de representaciones de cosa y de palabra: Eisenstein
supo captar agudamente esas conjunciones al comparar el principio del mon-
taje cinematográfico con el poema haiku o con la escritura ideográfica, en
tanto articulación de una imagen con un concepto. Pasolini, a su vez, con su
noción del cine como semiótica de lo real, pudo introducir la dimensión de
una “inquietante extrañeza” en esa escritura de la imagen: es el lenguaje
donde el Signo, sin dejar de serlo, es al mismo tiempo la Cosa; la represen-
tatio, allí, no ausenta al objeto representado, sino que se identifica casi in-
diferenciadamente con él (la fotografía, en cambio –lo ha visto bien Roland
Barthes–, en su inmovilidad es una nostalgia, tal vez incluso una melanco-
lía, del objeto6. Aquí no se resuelve, pues, la “ecuación Rilke”: la mirada
84
que el cine construye no permite que el objeto se aleje, ni en el espacio ni
en el tiempo; la gramática fílmica solo se conjuga en tiempo presente: con
ella no se puede hacer historia, en el sentido convencional. Benjamin vuelve
por sus fueros: la presencia de una infinita lejanía, que es la seña de iden-
tidad del arte aurático, no vale en el cine.
En el cine, así considerado –es decir, como nunca lo hacemos puestos
en meros “espectadores”– la Imago a veces deja ver el Phantasma en su
plena “transparencia”. Es una de las acepciones de lo que Pasolini llama
cine de poesía (que no es, y es lo opuesto, del cine “poético”): aun respe-
tando la “articulación” eisensteiniana, la singularidad irreductible del Ob-
jeto no puede ser disuelta en la generalidad del Signo7. Por eso, también,
poesía: esa forma de la lengua en la que, como querían los formalistas
rusos, la palabra es “objeto”: es un signo, pero de sí mismo. Aunque la na-
turaleza de los signos sea radicalmente distinta, en la contigüidad cine /
poesía se puede encontrar un registro común. Sin embargo, no tenemos
prácticamente trasposiciones de la poesía al cine (como sí tenemos, por
miles, de la narrativa). Mucho menos del cine a la poesía (como sí hay,
aunque sean casos más raros, del cine a la narrativa). Hay una, no obs-
tante, que se puede considerar “ejemplar”: el largo poema-libro Filò. Para
el Casanova de Fellini, de Andrea Zanzotto8.
Empiezo, como corresponde, por la sorpresa: a saber, la de encontrar
allí la afirmación de una sospecha que Zanzotto, es de suponer, comparte con
todo auténtico cinéfilo: la de que hay, en el cine, un núcleo íntimo de ho-
rror, un abismo espeso y pegajoso, una telaraña “amniótica” (si se me per-
mite parafrasear al autor) que se cierra sobre la vida tanto más fatalmente
cuanto la imago fílmica mejor parece imitarla, y que solo podría conjurarse
–y esto, sin mayores garantías– por ciertas formas de la palabra. En efecto,
7 Pasolini, Pier Paolo, “Empirismo Eretico”, en Saggi sulla Literatura e sull’arte, Milano,
Mondadori, 1999.
8 Zanzotto, Andrea: Filò. Per il Casanova di Fellini, Roma. Einaudi, 2002. La edición incluye
una carta y cinco dibujos de Federico Fellini.
85
“No digo nada del cine / quisiera hablar del cine / me arrastra el cine /
me espanta el cine / porque nos llena el cerebro de burbujas y pimpollos /
de color envenenado casi siempre (…) Pero a veces el cine arde quema e
ilumina / como si viniese de un injerto / de los arbustos de las zarzas del
Horeb / demuestra ser aliento ardiente de dioses, aunque bastardo / y el
cine –casi– parece ser él la poesía…”
Zanzotto mira, pues, el atravesamiento de la Imago de “burbujas y pim-
pollos” hacia el Phantasma que “quema e ilumina”, y no se asusta de inmis-
cuir a cierta poesía bíblica en las imágenes fílmicas que anuncian alguna
verdad insoportable. Cuál es la estofa de ese horror, cuáles las formas poé-
ticas de la conjura de la lengua, es un enigma a descifrar en el hilo, en el filò,
en el phylium, en la filiación de un recorrido de escritura que empieza con
una carta de Federico Fellini y culmina con un epílogo –¿lo llamaremos “teó-
rico”?– del propio Zanzotto.
La afinidad electiva del cine con la masa de Filò es, para empezar, formal:
también el cine es una materia impura, contaminada, porosa a la mezco-
lanza de soportes genéricos y semióticos: imagen (en movimiento, aunque no
siempre), sonido, palabra –y a veces letra–, color –o su ausencia–, etcé-
tera. Para seguir, la afinidad es lógica, está en los principios mismos de su
construcción: que en Zanzotto (pero también, casi siempre, en Fellini) la
poesía remita al sueño, y el sueño al cine, y por lo tanto, transitivamente,
este a la poesía, está lejos de repetir un sentido común –la “fábrica de sue-
ños” que mentábamos– y más cerca de referir a un lugar común, un espa-
cio compartido, indirectamente autorizado, entre otras palabras menos
prestigiosas si bien más explícitas, por la de Freud: ya lo insinuamos más
arriba, bastaría leer el famoso capítulo sobre la elaboración onírica de La In-
terpretación de los sueños para encontrar allí una completísima teoría del
montaje cinematográfico.
Pero la afinidad más sorprendente que puede encontrarse es, ahora sí, de
contenido. Léase, entre las páginas 63 y 65, después de que el cine nos ha lle-
nado el cerebro de burbujas y pimpollos, y de color “envenenado”, de qué
manera:
86
“A menudo nos ensucia / los prados y los bosques de nuestras débiles
almas / –allá abajo y adentro, abajo dentro de lo profundo– / con el plás-
tico de su celuloide / que nada es capaz de tragar, digerir …”
Léase esto, insisto, y véase si no nos reenvía a la “secuencia” inicial (¿de
qué otro modo llamarla?) del poema, y por supuesto del film de Fellini,
donde el pantano espeso y temible y amniótico del Gran Canal es capaz de
tragar y digerir de nuevo lo que le es arrancado como vómito: esa gigan-
tesca estatua de una cabeza de mujer–diosa, sobre la que el pantano ejerce
(y junto a ella sobre Casanova, ideal varonil) su atractivo irresistible que
arrastra “allá abajo y adentro, abajo adentro de lo profundo”, allí donde
“la Verdad se hunde” (nos dice en la página 77), y de la cual lo último que
vemos son esos “ojos de culebra” (Medusa, todavía), de basilisca, destruc-
toramente hipnotizantes. Como las películas que creemos mirar cuando en
verdad son ellas las que nos miran; y no nos privaremos de recordar que
antes, más cerca de los orígenes del cine, al film se lo llamaba vista, con lo
que se le otorgaba un carácter viviente, que modernamente hemos preferido
eludir, o elidir, al cosificarla identificándola con su materia, la “película” (de
celuloide), sin advertir el rasgo ominoso que hay en esa fina película, en esa
laminilla que no por cosificada, no por “objetivada”, ha dejado de echarnos
sus golpes de vista, y que no por delgada ha perdido su densidad física mor-
tífera, como nos instruye la nota de la página 65, al hablarnos de:
“(…) Esa película de plástico de varios tipos que siempre tienen que ver
con los polímeros artificiales, sustancias que tienen mayor peso molecular
en relación a otras de la misma composición química, como ocurre con el
ácido ciánico y el cianuro…”
Cianuro, de acuerdo: de vuelta a los colores envenenados. Y, sin em-
bargo, es también ella, la “hembra–película”, la que se constituye en inspi-
radora de la vida de los Casanovas, en inspiresse, aclara la nota de la página
51, para designar a la enhebradora de perlas, a la laboriosa tejedora de ese
hilo, de ese filò, que ata “sueños cultivados”, de perfección artificial, re-
donda, completa, para mejor –pero es un eterno fracaso– ahuyentar al
Phantasma detrás de la Imago.
87
Alguien podría sentirse tentado, a esta altura, de demandarnos la conse-
cuencia de agregar a la serie “fantasmática” Cine-Sueño-Poesía a La Mujer,
la diosa-culebra-película de la que alguien ha predicado su no existencia,
para indicar entre otras cosas que lleva en su propia mirada ese “abismo de
allá abajo y adentro”, “de abajo adentro en lo profundo”, que, como al
Doble, no nos atrevemos a mirar de frente –si no es quedándonos en la más-
cara opaca de la Imago– por el terror de encontrar allí nuestra propia falta-
de-ser. No responderemos a la demanda, por falta de valentía tanto como de
competencia. Tan solo nos atreveremos a sugerir, para futuras ediciones de
Filò, un agregado a la vacilante cadencia invocatoria de la primera parte, esa
que dice:
“Ah, Venecia / Ah, Vanassia / Ah, Venusia…”
El agregado podría ser: “Ah, Venucine…”
3.
Todavía falta algo. No podríamos dejar escapar, en esas “series”, esta afir-
mación (página 85):“Y la poesía no está en ninguna lengua / en ningún lugar
–quizás–.”
¿Cómo conjurar, entonces, si tampoco La Poesía existe, ese horror al
vacío informe del cine, y de todo lo que en ella, en la película, en el núcleo
del celuloide, arrastra al agujero negro? ¿Estará ese sinlugar en los inters-
ticios de esa línea de la página 71, donde se dice:
“Y que escribir me ha dado siempre miedo?”
Pero, ¿miedo a qué? ¿A que las palabras existentes no alcancen, quizá,
siquiera para conjeturar, no digamos ya conjurar, el espanto de la disolución
del ser? ¿A que también esa falta-de-lengua sucumba a la mirada de la diosa-
culebra, a que también frente al abandono de la lengua tengamos que pre-
guntar: “¿Quién eres, quién? / una gran fidelidad se ha disuelto…” (pág. 75).
La lengua, como es obvio, le es mucho más infiel al poeta que al simple
hablante: la lealtad que el poeta le exige es casi siempre imposible de satis-
facer. Pero el poeta, en cambio, le es fiel hasta la humillación (o hasta la vio-
88
lación). Como el poeta a la lengua, Casanova –en Fellini y en Zanzotto– es
fiel, hasta las últimas consecuencias de horror, a su propio deseo de en-
cuentro con la Mujer. Su fidelidad consiste en tratar a cada una de sus mu-
jeres como el poeta a sus palabras, como el cineasta a sus imágenes: como
si fuera la única, la última, pero al mismo tiempo eslabón de una cadena, o
de un hilo de perlas, unidad de una serie que aspira a la Totalidad: amán-
dolas una-por-una, en cada una se juega su propio lugar de Sujeto:“Yo uno
Yo dos Yo tres Yo cuatro…” (pag. 51). La contabilidad donjuanesca (“En Es-
paña mille tre…, canta el Don Giovanni de Mozart / Da Ponte) espera sor-
tear así el descontrol de lo irrepresentable del Phantasma, con los recursos
matematizados de la episteme de su época, así como una película, con su
vértigo diegético, nos precipita hacia adelante, hacia el fin, allí donde
imaginamos que vamos a encontrar reposo. Así también las imágenes de
Zanzotto caen en pendiente hacia el “ensayo” del epílogo, hacia la imposi-
bilidad de ese dialecto inventado que pide Fellini en su carta para mediar
–para organizar al Sujeto– entre el horror detrás de la imagen y la impo-
tencia de la lengua, incluso en la poesía, que en la página 95 es:
“Primer misterio, metáfora de cada exceso, inimaginabilidad, sobrea-
bundar surgente o estancarse ambiguo del hecho lingüístico en su más pro-
funda naturaleza…”
Misterio que es el de la Mujer misma, el de la poesía, el de la película
con sus polímeros artificiales, el de la Imago de la diosa-culebra que apenas
inventada y no sin antes echar su golpe de vista (su mal de ojo) sobre nos-
otros, se hunde en la espesura de allá abajo y adentro, en fin, el de la len-
gua indecisa que, incapaz de aventar fantasmas, de pronto puede
desaparecer de nuestra boca aunque (o porque) está en boca de todos. Si
tiene razón Rilke, aquí el cine lo hace equivocarse en un punto: el objeto-
Phantasma que creíamos alejado siempre puede perder la máscara de cera
y delatar una precariedad de la escritura, del sujeto, de la gran cabeza ri-
tual de la lengua, del propio Ser, la precariedad de esa ilusión sin porvenir
de la página 79: la de“(…) haber creído que podíamos / contra todo aquello
que de asqueroso tenemos dentro / y nos hace delirar”.
89
Anacrónicas
Mujeres maravillosas
Jorge Jinkis
Jacques Lacan
1 “Propos sur l’hysterie”. Intervención de Jacques Lacan el 26 de Febrero de 1977, transcripta por
J. Cornet y publicada en Quarto, 1981, nº 2. Ocurre en el transcurso del seminario XXIV, L´insu
que sait de l’une-bévue s’aile à mourre, al que remiten nuestras referencias no aclaradas.
93
Nuestra nota se restringe a interrogar ese movimiento o esa posible
sustitución, aunque se permite algunos comentarios marginales. Im-
porta aclarar que la ubicación desplazada de su discurso, la alocución
dirigida a “los belgas”, lo llevó o le permitió, dice a su regreso, “no hablar
del psicoanálisis en los mejores términos”. Es prolegómeno sobrio de lo
que sigue, y aunque no se desdice de la persistencia de “lo mismo”, indica
una diferencia: “Freud no podía decir que tenía que educar a estafado-
res”. La palabra educación (nada que ver con enseñanza) cae como ves-
tigio de un furor retenido aunque no deja de anunciar una invectiva
sobre algo ya establecido en la práctica analítica de sus contemporáneos.
Y como supongo que “chifladura” puede ser hasta un halago, quizás
también referencia a la multiplicidad de delirios que conviven en el lo-
querío analítico, la inusual delicadeza de su expresión debe referirse a
escroquerie2, traducida habitualmente por estafa o fraude. Es un tér-
mino que tiene un aura moral3 y un peso cristalizado en el uso de la
lengua pero, por razones que guían la lectura, cabría esperar que el dis-
curso de Lacan atente contra ese uso y responda por el alcance que le
adjudica. Aun así, nada impide tener en cuenta que el valor de la estafa
en el Derecho Privado se remonta a la Ley de las XII Tablas (siglo IV a.
c.) y en la que hemos hallado, inesperadamente para nuestra ignoran-
cia, que incluía la pena de muerte para los autores de poemas satíricos.
El lector encuentra la respuesta en la enunciación satírica que guía
el discurso sobre la poesía en la reunión del 15 de marzo de 1977. Allí
la estafa, resumimos, aparece referida a los efectos de sentido del sig-
nificante, al doble sentido que afecta al S2, a la duplicidad de sentido
propia de cualquier significante. No dice “equívoco” ni “malentendido”
ni “múltiples” sentidos; emplea “duplicidad”, palabra que tiene sus do-
bleces deslizantes pues no deja de evocar un fingimiento, una falsedad,
un semblante, una vía de engaño, aunque Lacan quiera restringirla a
una ambigüedad que también puede situarse en la poesía.
En cuanto a qué hacer con la ambigüedad, el psicoanálisis no ten-
dría más títulos que la misma poesía para merecer el nombre de estafa.
Si bien la poesía no se reduce a la violencia ejercida sobre los usos de
la lengua, la voluntad de sentido, cuando persigue eliminar el doble
2 En francés parece provenir del italiano scrocare (comer o vivir a expensas de otros), pero en
español “estafa” viene de estribo, del italiano sttafa, que en longobardo habría significado
paso o pisada; sttafare, sería dejar al jinete sin el apoyo del estribo.
3 El mismo día declara: “Desde el punto de vista ético, nuestra profesión es insostenible; por otra
parte, es por eso que yo estoy enfermo de ella, porque tengo un superyó, como todo el mundo”.
94
sentido, sustituye el sentido ausentado por una significación vacía de
sentido. Esta significación nueva, en tanto vacía, parece situarla en lo
que hay de simbólico en lo real (afirmación que acompaña a la mos-
tración de toros dibujados con colores). Es preciso no sustituir lo sim-
bólico por el sentido o viceversa. “Lo real”, agrega, “es una idea límite
de lo que no tiene sentido”. Pero si se trata de evacuar el sentido del
síntoma real, la operación se encamina hacia la diferencia de sentido.
¿Hay acaso alguna forma de hacerlo que a su vez no implique efectos
equívocos (gramaticales, lógicos, ortográficos, homofónicos)? Romper la
interpretación que hace un cuerpo promete, pero no siempre realiza, la
disolución del síntoma, aunque la generación de una significación x,
incógnita de la metáfora, puede ser el agujero de un enigma por donde
se cuela y se fuga el sentido.
Si bien es cierto que hay razones propedéuticas que lo llevan a su-
gerir una analogía o paralelismo entre los modos en que opera la poe-
sía con la ambigüedad y en cómo ésta afecta a la práctica analítica,
debemos recordar que la ambigüedad ha llegado al psicoanálisis por
virtud (o por culpa, como se dice) de la histeria, y es un tormento que
todavía hace dar vueltas al psicoanalista. En los comienzos freudianos
no se trataba de la inflación de sentido como obstáculo, sino de la in-
determinación del acontecimiento como causa. Años antes de este se-
minario Lacan había escrito: “La ambigüedad de la revelación histérica
del pasado no proviene tanto del titubeo de su contenido entre lo ima-
ginario y lo real, pues se sitúa en lo uno y en lo otro. No es tampoco
que sea embustera. Es que nos presenta el nacimiento de la verdad en
la palabra, y por eso tropezamos con la realidad de lo que no es verda-
dero ni falso. Por lo menos, esto es lo más turbador de su problema”4.
Agreguemos que formamos parte del problema.
95
tono de añoranza, al menos indica otro tiempo, quizás originario, una
época antigua, d’autrefois, en cualquier caso un tiempo pasado inde-
terminado, “alguna vez, en algún lugar del Imperio”, y como en los
cuentos de hadas, ocurre que también allí había mujeres maravillo-
sas… (el latín explica: admirables, que pueden sorprender).
¿Dónde se habrán ido? Es el comienzo de un relato que se inicia
como un cuento que todos conocen, pero se introduce por un hilo lírico
que tal vez habría que preservar antes (y después) de encontrar en el
punto de fuga del sentido el sostén paradójico de producción y evanes-
cencia de la significación. Entonces, como un Charles Perrault, Lacan
dice: Il était une fois una Anna O. y una Emmy von N.
2. ¿Ya no están las que se han ido? Diremos que es incierto. Lacan
agrega que ellas jugaban un papel social, un papel social determinado
y sugiere que de algún modo ese papel ha caducado, pero también, por
un desplazamiento que falta explicar, todavía algo de ello se preserva
y habría hallado su relevo en la chifladura analítica. Si así fuera, hay
que decir entonces cómo se produce ese desplazamiento y cuál es el
valor de su persistencia, las manifestaciones actuales de esa presencia
en una vigencia que no se acaba.
3. Es cierto que los manuales de uso psiquiátrico, además del afán ge-
neralizado de vestirse con una escritura de las enfermedades que tenga
aires de ciencia, se imponen en los servicios de la medicina y gozan de
una autoridad que resuena hasta en los ámbitos jurídicos. El manual,
algo desaprensivo, elimina de su nomenclatura la palabra histeria
(dice, en cambio, trastornos disociativos y somatomorfos). De un modo
expreso y no sé si inadvertido, articula una versión renovada de las
viejas opiniones que multiplicaban las negaciones, “no tiene nada (or-
gánico)”, “no es nada”, y encuentra ahora una inesperada pero conse-
cuente resolución: la objetivación conduce a la inexistencia. Ya no hay
histeria. Esta supresión de la palabra, represión histérica propia del
discurso de la ciencia, desconoce las vías de retorno que puede encon-
trar lo reprimido. Entre otros síntomas, vuelve por epidemias5.
5 Es notable la violencia del enfrentamiento en EEUU entre los terapeutas que sostienen una
teoría ingenua del trauma y apuntan a recobrar recuerdos de los abusos sufridos en el pasado
(Inceste Survivor Syndrome) y quienes, encabezados por la controvertida psicóloga E. Loftus,
los acusan de implantar “falsos recuerdos” en sus pacientes (False Memory Sindrome). En el
antagonismo entre los protocolos burocráticos de la psicología pseudo-experimental y los tes-
96
4. Lacan se refiere a “síntomas de otros tiempos”, y sin duda hay que
tener en cuenta que cada tiempo tiene sus síntomas, sigue los gustos
de la sensibilidad, jerarquiza algunas significaciones amorosas y las
incertidumbres sexuales se agudizan o estabilizan según los valores
que adquieren la culpa y la vergüenza. No obstante, que la ensoñación
erótica no sea ajena a los vaivenes de la historia no impide que haya
invariantes estructurales. En cualquier tiempo, la condición “patoló-
gica” está determinada por las concepciones terapéuticas más o menos
vigentes y el encuentro con el enfermo suele tropezar con los antece-
dentes de un tratamiento que lo precede. Algunos historiadores, es el
caso de Ellenberger6, han acentuado una continuidad de la psiquiatría
dinámica que iría desde Mesmer a Freud, como si se tratara de dife-
rentes concepciones dentro del mismo marco; se pierde así el valor de
ruptura que tuvo la invención de una práctica inédita. Y si se toma
otro extremo, en zonas filosóficas y literarias, un efecto análogo tiene
la difusión de la fórmula de Ricoeur, “maestros de la sospecha”, que re-
novó los títulos de nobleza del recelo, la desconfianza, la aprensión o el
simple prejuicio. La simulación cautiva hasta en la suspicacia que pro-
voca. Ola Anderson, que ha realizado investigaciones históricas con-
fiables, cuenta que Freud toma la expresión aristotélica proton-seudos
de “La doctrina de la falsa apariencia” de Max Herz7.
En cualquier caso, habría que admitir que el psicoanálisis no faltó
a la cita y tuvo una participación creciente en el malentendido. Quizás,
no es seguro, lo que más tarde Freud habría de bautizar con ese nom-
bre contó con una ventaja irónica que se ha ido escurriendo progresi-
vamente: si se encontró con “falsas enfermas”, insumisas y rebeldes,
¿por qué habrá perdido la oportunidad de apelar a una etimología que
hace de “enfermo” alguien “que no está firme”?
timonios orales, la histeria resulta desoída en esa apuesta entre fundaciones, oenegés, cor-
poraciones profesionales y estudios de abogados.
6 Henri F. Ellenberger, El descubrimiento del inconsciente, Madrid, Gredos, 1970.
7 Anderson, Ola, psicoanalista sueco, en Studies in the prehistory of Psychoanalysis (The etio-
logy of psychoneuroses and some related themes in Sigmund Freud’s scientific writings and
letters, 1886-1896), 1962.
97
correlación, que es preciso indagar cada vez, entre lo que se escucha y
lo que se produce, y no sé si se podría arriesgar y entonces extenderla
entre lo que no se produce en un psicoanálisis y lo que no escucha el
analista.
El paso inaugural fue, pero sigue siendo, admitir la “sumisión com-
pleta a las posiciones propiamente subjetivas del enfermo” (Lacan, “Una
cuestión preliminar…”). ¿Qué significa? No es algo que se inscriba en el
campo de la creencia o increencia del relato; tampoco del reconoci-
miento. Tiene un valor de corte, de instauración, y vale por aceptar, es
decir, allanarse. Este consentimiento es la condición incondicional de
escuchar aunque lo que se llame escuchar no se agote en esto.
98
hasta el “Moisés”), no lo llevaron a abandonar la idea de que el
trauma incluye un poder de efracción e implica un arrasamiento de
las barreras de defensa.
No habría que alojar en algún rincón prehistórico el dicho inspirado
de Lacan: que en los testimonios de las histéricas se asiste “al naci-
miento de la verdad en la palabra”. Precisamente es lo que perturba al
anhelo, difícil de extinguir, que quiere que la palabra no mienta. Se-
guramente, la neurosis sigue siendo un modo de tratar el trauma
menos mentiroso que los métodos de racionalización que hoy se ocupan
del “estrés post traumático”.
Freud se esfuerza por introducir en la subjetivación de la historia
lo que está perdido para la memoria y lo que está excluido que se
pueda recordar; lo hace atendiendo a la repetición de lo que se per-
petúa en el olvido. En su último escrito, el texto sobre Moisés, donde
sitúa la represión como una condición de la transmisión, todavía late
la misma cuestión dramática en la distinción entre verdad material
y verdad histórica10.
7. ¿La verdad del síntoma sería entonces ajena a las pruebas? Sin duda
resulta extraña a las convenciones sociales de justificación de la pala-
bra que son, precisamente, las que caen bajo el análisis. Se trataba del
padre. No ya de las diferencias relativas que miden los atributos par-
ticulares asignados por los ideales de la cultura, pero si se quería ave-
riguar por cuales vías la dimensión de la verdad se sostiene en la
pregunta de la neurosis, Freud no podía desentenderse del amor al
padre. Aquellos “síntomas de otro tiempo”, como dice Lacan, fueron en-
tonces referidos a ese amor, a la identificación, a los cuidados dispen-
sados al caído, al amor al saber, al sostenimiento de la estatua
idealizada, a la devoción que no rehúye el sacrificio con tal de engran-
decer la figura en la que se habrá de revelar la impotencia. Se identi-
fica el papel social de la histeria en la trama de la historia con la
función de sostener esta falla en lo simbólico. Aunque se pueda admi-
tir que este papel declina, no lo demos por cumplido; la historia tiene
10 Quisiera mencionar aquí una referencia menos difundida de aquellos mismos viejos tiempos.
Ignoro si Freud, que sin duda conocía la existencia de Ahad Ha-Am (en hebreo, “uno del pue-
blo”, seudónimo de Asher Zvi Ginsberg), sabía que alrededor de 1900 el escritor ruso, y tam-
bién a propósito de Moisés, distinguía entre la verdad arqueológica (crítica de las fuentes) y
la verdad histórica (verdad de la memoria que la historia transmite en sus ficciones). No es
la distinción que hace Freud, pero es la misma preocupación.
99
sus vueltas, la histeria no resigna su protagonismo en la política y no
se ha cerrado el capítulo de psicología de las masas11.
Si la castración no se reduce a un mito, el síntoma dejó de ser la
memoria de su causa o la manifestación de una enfermedad. Fin de
la medicina.
Toda esa elucubración, toda esa economía de privación (que no con-
tradice la práctica desenfrenada del consumo, siempre de otra cosa),
para lograr procurarse la insatisfacción de su deseo. Se lo ha querido
considerar como el goce que conviene al síntoma histérico. Bien, pero
entonces, la palabra que falta, la que decían aquellos síntomas, es
una palabra de radical inconformidad política. No es “a pesar”, es por
la vía del desconocimiento histérico que el síntoma tiene un valor de
resistencia.
100
siempre se quiere comprender, pero fue por medio de aquella insatis-
facción legendaria que la histeria logra situarse y encontrar un sitio.
Este inconformismo preserva un grano de verdad incluso en la queja o
en la reivindicación que la desconocen.
Es cierto que la histeria no se puede reducir a la preeminencia ex-
clusiva del semblante fálico pero, si consideramos la cosa del lado de los
profesionales de la oreja, ¿no asoma ese mismo valor preeminente en
la suficiencia de la declamación que se adjudica un semblante de a en
los testimonios de análisis?
101
igualmente repentina, y la enferma prosigue su discurso sin desovillar
esa excitación presente, sin explicar su comportamiento ni disculparse;
es probable, entonces, que ella misma no haya notado la interrupción.
102
Mi análisis con Sigmund Freud
Anna Guggenbühl*
(Introducción de Luis Gusmán)
Querido doctor:
Aceptaré con agrado a una joven mujer, médica, para el análisis, con
la condición de que me pague los cuarenta francos la hora que son hoy
habituales y permanezca el tiempo suficiente como para que el análisis
tenga la posibilidad de llegar a algo, es decir, de cuatro a seis meses;
menos, no valdrá la pena. Podría, sin ninguna duda, tomarla el pri-
mero de octubre; no me puedo comprometer a hacerlo antes: esto de-
penderá de la respuesta de dos pacientes que se anunciaron para el
primero de abril y que me deben confirmar si vendrán tal como lo tie-
nen previsto.
En su carta, usted no me habla del tiempo que la joven doctora podrá
dedicarle al análisis. No sabría decirle cómo ella compatibilizará su
matrimonio reciente con un análisis de muchos meses. Espero recibir
otras precisiones.
103
En el caos actual, me complace comunicarle que usted reemplazará
a los dos pacientes anunciados por Oberholzer y Pfister. Le contesto
para que podamos tomar una decisión rápidamente. No la puedo acep-
tar sin antes saber si mis honorarios le convienen y si su calendario es
compatible con el mío, puntos sobre los cuales usted no ha mencionado
nada. Cobro 40 francos la hora, a pagar en dinero efectivo cada mes,
aunque no tomo a nadie que no pueda quedarse hasta el 15 de julio.
Este último punto es determinante. Le ruego que me escriba una res-
puesta telegráfica y yo le responderé entonces eventualmente por el
mismo medio de manera definitiva.
Si todo está bien, la estaré esperando en Viena antes del 1 de abril.
Mis saludos de colega. Que esté bien. Dr. Freud.
1 Anna G. Mon analyse avec le professeur Freud. Ouvrage édité sous la direction d’ Anna Koell-
reuter. La edición francesa estuvo al cuidado de Ernst Falzeder. Flammarion. París, 2012.
104
La nieta, Anna Koellreuter, quien ha funcionado como “editora”, des-
cribe que “el diario ha sido registrado en dos cuadernos escolares, de
manera irregular. Su primera sesión tuvo lugar el 1 de abril; sin em-
bargo, las primeras notas no llevan fecha. Anna G. estaba satisfecha
porque podía escribir reflexiones que, aparentemente, no reflejan el de-
venir cronológico de las sesiones. Solo en la página 7 del diario se anota
por primera vez una fecha: 15 de abril. Las últimas menciones del se-
gundo cuaderno son del 16 de junio. En ese lapso de tiempo ella llegó
a tomar notas cotidianamente, sobre todo en el mes de abril; dos men-
ciones del mes de mayo y cuatro del mes de junio. El análisis finali-
zará el 14 de julio de 1921, lo que da un total de casi 80 sesiones. “A
partir de principios del mes de mayo, las notas comienzan a ser más es-
porádicas”.
Aquí transcribimos solo algunos fragmentos de esos diarios. Los
fragmentos elegidos tienen una secuencia que está dada por los sueños
de Anna y las interpretaciones de Freud. Hay dos hallazgos freudianos
que fueron decisivos para esta elección. El primero, cuando Freud le
dice a la paciente que está “copiando a Dora”; el segundo, cuando le in-
terpreta a Anna su “don Juanismo”. Ambas interpretaciones irrumpen
en la versión que Anna hace de su análisis basada fundamentalmente
en las interpretaciones que Freud propone de sus sueños y que están
dominadas por el simbolismo.
Anna G., en su análisis, hace referencia a la obra de teatro de Arthur
Schnitzler: El sonido de la flauta, a la vez que Viena se escandalizaba
por otra obra del mismo autor titulada La ronda. En ese momento, ni
sospechaba que muchos años después su diario de análisis se iba a
transformar en una obra de teatro representada en una pequeña sala
de Zurich. Su nieta, quien escribe la introducción y editó el diario, no
es ajena al sueño vienés de la pequeña Anna.
Primer cuaderno
18 abril 21
Sueño:
Estaba en mi cama, a la noche, la luz todavía permanecía encen-
dida. Vi a la izquierda de mi cabeza, sobre la sábana, manchas marro-
105
nes y repugnantes. En ese líquido (esas manchas estaban todavía hú-
medas) pataleaban pequeños gusanos chorreantes. Estaba horrorizada,
llamé a Papá, él llegó y se alegró de poder reírse un poco, no tenía
miedo. Me recordaba a cuando era una niña, tenía miedo y él venía a
calmarme.
Sueño:
Helen llevaba un vestido bordado y me preguntaba: ¿te gusta?
Yo le respondía: Sí ¡es magnífico! Pero ella no estaba tan contenta,
fingía estarlo. En realidad, Helen me volvía a preguntar si una alfom-
bra, que estaba bordada, también me gustaba. La alfombra era por
cierto más linda que el vestido y se adivinaba mi respuesta, ya que el
vestido estaba bordado de manera tosca, era un poco ordinario, tenía
un aire vulgar, se veía gastado.
Freud: Mejor vamos a comenzar por el segundo sueño, más reciente.
Hay en él de nuevo un discurso. Un discurso es habitualmente extraído
de un discurso real.
Fue en Navidad, el año pasado, mi prima había bordado un pañuelo
para mi madre y, aunque no me gustaba, le dije que era muy lindo. Des-
pués, mi hermano me dijo: –Progresaste bien en la hipocresía.
En la época que Helen permaneció en París, también “hice como si”
cuando ella me preguntó si su abrigo me gustaba. En ese momento no
me había disgustado tanto.
Freud: El pañuelo bordado y el abrigo se condensaron en un vestido
bordado.
En París advertí, con tristeza, que Helen no era tan elegante como
yo. En la casa, cuando mostré mis faldas, Dölf y Richard se pusieron
tristes, y yo también; quiere decir que mis malas intenciones habían al-
canzado el objetivo: incitar a Dölf a admirarme e intimidar a Richard.
Alfombra: la alfombra de Smirna anticipa la sábana con manchas
marrones del café que Dölf y sus amigos bebieron allí.
Freud: Entonces, usted hace el nexo entre el primer sueño y las man-
chas de color marrón.
Ya que fui a un café vestida con mi vestido nuevo, en compañía del
escultor, un joven artista que me derramó café. Me reí y me dije: –No es
nada. Un día el escultor me abrazó. Después tenía manchas sobre mi
vestido, pero no era el mismo. Estaba horrorizada, pero le dije: –No pasa
nada.
Freud: Entonces, en su sueño, usted llama a su padre para que la
ayude contra las agresiones de los jóvenes muchachos. Usted se refugia
106
en torno a su padre. Su inconsciente le da la primera confirmación de
mi afirmación, según la cual su padre ha sido su primer amante. ¿Ha
leído “Fragmentos del análisis de una histérica, Dora”?
(Sí, pero no recuerdo nada de eso).
Su sueño es una copia integral del de Dora. Usted se pone en el lugar
de Dora, de la que sabemos estaba enamorada de su padre. Está en
principio la disponibilidad intelectual, aceptamos las pruebas del in-
consciente y es recién ahí que solamente lo admitimos también en el
plano emocional, y finalmente, en conclusión, venimos a agregar toda-
vía recuerdos directos.
El amor para su padre –un amor bien consciente, el de él– no es la
capa más profunda, y es porque la conciencia de su existencia no sirve
de nada, usted no se puede liberar, ya que está condicionada a un nivel
más profundo.
19 de abril 21
En relación a la alfombra, pienso en una alfombra de flores. Cuando
estuve en Teufen soñé que caía en un precipicio, y cuando me encontré
en el fondo, yacía sobre innumerables myosotis (no me olvides). En Teu-
fen quería volver a la casa, estaba con miedo. Cuando yo tenía apenas
4 años mi madre me llevaba a menudo con mis abuelos, a Aussersihl.
Tomamos una alameda bordeada de castaños (la Gessnerallee) y por
allí iba el landau de Adolfli. Escuchaba silbar a los trenes, quería vol-
ver a mi casa, estaba sola.
Freud: Su padre, ¿se iba a menudo de viaje? Usted sufría su au-
sencia.
En la colonia de vacaciones de Enge, realmente tenía ganas de vol-
ver a casa, me tocaba visita el domingo; lloraba todo el día porque sabía
que cuando el día se terminaba tenía que volver. Un día, tenía aproxi-
madamente 10 años, me imaginé cómo sería dormir con él, pero eso no
era más que un juego del deseo. (Tachado: lo que me asombraba)
De repente, mi bisabuela era de cera. Hay un canto en Fausto que
siempre me ha sido familiar, horroroso: “Mi madre está sentada sobre
una piedra y bambolea su cabeza”. Es comparable.
Al lado de esto: yo he asesinado a mi madre, yo he ahogado a mi
hijo.
Freud: La “transformación en cera”, es decir, la muerte de su bis-
abuela, es un sustituto de la muerte de su madre, a la que usted llama
con deseo.
107
Cuando una vez tuve un esguince de rodilla, me dije: esto es como
aquello que le ocurrió a mi hermano, que se torció el pie después de su
bachillerato mientras quería festejar; aunque seguramente era una pe-
nitencia, porque yo había deseado que la hermana de Richard se las-
timara la rodilla.
Ella se oponía a mi amor, a mi noviazgo con él.
Freud: El inconsciente le ha dado razón a posteriori y dijo: –Como
yo no amo más a Richard, lo he hechizado para nada.
Yo: Ella se comportó así frente a frente de Richard: mientras que él
había sido excluido de su asociación de estudiantes, ella no lo quiso ver
más. Él se quería suicidar: estaba sentado sobre una piedra en el borde
de la Aare (afluente suizo del Rin). Es entonces que llegó un hombre de
cierta edad que lo reconfortó, lo consoló y le dijo que sabía todo.
Freud: Su novio, entonces, está sentado sobre una piedra, para
morir. Usted relee en el presente los deseos de muerte en esa situación.
Pienso a veces que el que debe morir es él o yo.
21.04.21
Sueño:
Amigos de Adolfo y Walter estaban presentes, pero ellos eran un
poco más jóvenes. Nadaban hacia lo ancho del lago y el sol brillaba.
Oech estaba allá, era muy pequeño; yo lo ayudaba a atravesar la pared,
no podía hacer todo solo, y del otro lado, en el jardín, se tiraba de re-
pente sobre mí y me abrazaba. Me sorprendía que un chiquito como él
hiciera una cosa semejante, y esto no me gustaba porque había gente
que nos miraba. Después, tuve un pequeño cofre muy lindo. Dije: la
tapa tiene el aspecto de un tablero, pero cuando se lo abre no lo parece
para nada. Guardaba allí los objetos más queridos; por ejemplo, una
pequeña estatuilla de novios con muchos figurines recortados en el
papel. Me gustaría darle algunas a Margrit, pero eso me angustia.
Freud: Sus muchos amigos…
Ellos eran muy chiquitos, casi como niños. Oesch era particular-
mente chico. Yo lo ayudaba a saltar el muro, es decir, que lo seducía.
Freud: Haciendo intervenir los símbolos que sabemos gracias a
nuestro conocimiento.
Tablero: mi padre me dijo hace poco que él jugaba al ajedrez con mi
madre antes de su noviazgo, y luego le preguntó si ella aceptaba ser su
reina.
Freud: Usted misma puede hacer intervenir los símbolos para encon-
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trar una relación si está bloqueada en sus asociaciones. (Tachado Wall-
pared en inglés) pared, es la pared que tiene que atravesar para besarse.
Es el himen. El pequeño cofre, es el genital femenino.
Freud: Este sueño muestra claramente bien (la palabra ‘como’ está
tachada) las tendencias provenientes del pasado. El estuche es como un
cofre, es decir, que usted se pone en el lugar de su madre, pero después,
finalmente, no está allí; eso significa que usted se aparta de su padre.
Los amigos, los “pequeños” que nadan, son el símbolo del miembro viril.
Usted lo ayuda a atravesar el muro, es decir, que usted espera una
verdadera desfloración que conduce luego al matrimonio (pequeña es-
tatuilla en el cofre).
Usted no le desea a su prima Margrit la felicidad del matrimonio…
El sol representa siempre al padre.
109
taba mi abuela. Me quería llevar a la calle para que le pidiera perdón al
chico frente a todo el mundo que había visto esto, delante del jardín; no
hice nada, pero ella me arrastró igualmente a la calle con la mucama.
Es una baguette adivinatoria (la pequeña rama de lilas del sueño
precedente). Una baguette como la de las brujas.
Freud: ¿No recordaba usted misma que, mientras se masturbaba,
se había imaginado un día a los niños que le pegaban?
En Burghölzli había una chica que era muy inteligente, con dotes
psicológicas, se llamaba Anna. Ella quería aprender estenografía; sin
embargo, no pasaba de la primera página, no hacía esfuerzos por con-
centrarse.
Yo tampoco podía concentrarme.
Freud: Mire, mire, ¡un diagnóstico nacional helvético!
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Aunque era lo suficientemente viejo, pero estaba bien conservado,
Goethe quiso casarse con una mujer joven. Antes, pensaba que, segu-
ramente, ella no lo hubiera podido querer, pero hoy comprendo con cla-
ridad que podría casarme con alguien mayor que yo. Eso significa
entonces que yo querría eventualmente casarme con usted, ya que lo
quiero bastante.
Freud: Se trata aquí de la transferencia sobre mí del antiguo amor
y del sentimiento amoroso que usted experimentó en el pasado frente a
la mirada de su padre. La decepción, los celos dolorosos, etcétera, ven-
drán también junto con este sentimiento.
26 de abril 21
En la sala de espera, escuché al paciente que tenía delante mío, un
hombre joven, pronunciar la palabra “clorofila”. Me dije que yo no po-
dría haber hecho nunca tal asociación. Me faltaba cultura de manera
pavorosa. En efecto, la cultura humanista me hace totalmente falta y
la cultura científica cayó sobre mí sin dejar sus huellas.
Freud: Usted quiere despreciarse en el plano intelectual. Con otras
mujeres, esto pasa en el plano físico. Ellas cuentan por ejemplo que tie-
nen hemorroides, etc.
111
Pero ¿por qué entonces esta neurosis aparece en mí, mientras que
todo el mundo vive esta decepción?
Freud: Por un lado, la pasión toma una intensidad diferente según
las personas. Existe una intensidad de la pasión que el niño no puede
controlar; en segundo lugar, el comportamiento de la otra parte tam-
bién es responsable.
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Freud: El ruido de la descarga de agua le hacía acordar al ruido que su
madre hacía al orinar, en la época donde, todavía siendo él pequeño, la
acompañaba al baño. Náyade=símbolo materno, mujer desnuda en el agua.
Usted, por razones comprensibles, no tenía ninguna necesidad de
tener miedo. El primer sueño corresponde simplemente a una repre-
sentación de usted misma en tanto mujer. Usted está por ir a orinar. La
incomodidad está en segundo plano. Después, el hecho de que usted
piense súbitamente en el miedo de su hermano cuando se tiraba la des-
carga de agua lo indica claramente.
La segunda parte recuerda la descripción de una novela. En ese
sueño el húngaro se transformó en héroe de una escena de amor. Usted
lo quiere retener.
La tercera parte es claramente parte de lo anterior.
Sueño:
Uno de los pequeños compañeros de Walter estaba un poco enamo-
rado de mí, probablemente me besó.
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El placard estaba ubicado en el servicio de anatomía: en esa época,
me encontraba siempre con Richard cerca de ese armario. Ahí guar-
daba mi abrigo, mi paraguas y mi cuaderno. Un día, él creyó que yo
había perdido su cuaderno, me hizo una escena (sabemos) por lo que si-
guió que esto no era verdad, era él mismo el que lo había perdido. Se
comportó mal en esa situación.
Freud: Su padre y Richard se confunden entonces en una sola y
misma persona en este sueño. Usted quiere a Richard.
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Mi padre.
Cuando nosotros nos instalamos en la casa donde estamos actual-
mente (yo) me dije: es tan agradable como un hotel. Adolf tuvo la
misma idea que yo en la otra casa: el color de la pintura parecía el color
en que estaba pintado el burdel, a pesar de que no lo habíamos visto.
Su maestra, que era muy erótica, se convirtió en prostituta después.
Me dije que si yo era como ella, es decir, que si yo tenía su éxito y al
mismo tiempo su seriedad, entonces lo tendría todo.
Mi prima Margrit es solamente bella; pero yo tengo mejor carácter,
más energía, me decía a mí misma.
Freud: El abrigo y el paraguas son símbolos. –Lo sé (dijo ella).
Freud: Eso significa que usted abandonó su masculinidad y que
usted está orgullosa de ser una mujer, pero que después, usted tiene ver-
güenza de serlo.
Usted tiene un complejo de masculinidad pronunciado. Quizás se
arrepintió de ser una chica cuando su hermano nació, usted bien dijo
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que su padre lo quería mucho, y que en realidad es a él a quien su padre
quería más.
31 (sic) abril 21
Es aparentemente un hombre de mal carácter, un don Juan. Sobre
ese tema, le dije a mi prima Margrit o a Anni Scheidegger: en el fondo,
el corazón de todos los hombres es como una hoja de lilas. Quiero decir
con esto que siempre hay algo de bueno en cualquier ser humano.
Adolf le regaló a Helen un anillo de jade cuya piedra era en forma
de hoja o de corazón.
Freud: El don Juan es usted.
Segundo cuaderno
4 de mayo
Estoy prisionera, sola. En lugar de ser devorada por mi amante a
fuerza de amor, lo soy por la vermine (parásitos).
Una joven mujer viene a Burghölzli antes de mi partida. Esta chica
sobre la cual Bleuler (director de la clínica psiquiátrica de Burghölzli)
dio un diagnóstico: prostituta, terca. Ella sufría de una infección de go-
norrea unilateral en la rodilla, y Bl. dijo: ¡si solamente los gonococos pu-
dieran devorar enteramente a una mujer como ella!
En mi sueño, yo esperaba una punición para mis pecados: ¡si sola-
mente los parásitos me devoraran por completo!
Fr: Por otra parte, ese sueño tiene también una significación más
profunda. Cuando usted aprieta el bulto rojo, eso le hace acordar a al-
guna cosa.
115
Yo: Esta mañana me pinché el dedo, me brotó una gota de sangre y
me dije: esto significa que yo deseo tener un niño, la madre de Blanca
Nieves se pinchó el dedo cosiendo, ¡ella deseaba tener un niño!
Freud: Viendo que la libido se acumula, ya que ella no puede ir
hacia el hombre, todos esos deseos se manifiestan más explícitamente.
Es también el sentido de la abstinencia.
5 de mayo
En el sueño, amo a un hombre. Pienso que él tiene muchos puntos
comunes con el escultor, y yo le pregunto de dónde viene. Me dice que
de Brienz (comuna del distrito de Interlaken, cantón de Berna) y me
digo: la gente de Brienz me gusta especialmente. Pero sé que en el
fondo es Richard al que quiero, y eso no me conviene para nada.
Análisis: amo particularmente a gente originaria de ciertas regio-
nes: por ejemplo, las de Luxemburgo. Conocí a un asistente en Burg-
hölzli, pero en ese momento él estaba ya casado; y al joven sacerdote
católico en Londres. Y, además, después, los noruegos: a los 19 años,
durante un curso de ski, conocí a un noruego que me gustó mucho, y
después a un sueco en París, que se le parecía.
Amo también a los basilenses, en realidad, mucho. De allí en ade-
lante, lista de diferentes individuos. Un día, me parecía que los holan-
deses me gustaban mucho. Sin embargo, me parece que ellos son de
fiar y fieles, pero limitados. No me gustaría casarme con un francés.
Freud: Se trata de un verdadero parecido con Leporello, en Don
Juan. Tiene la apariencia de un catálogo. Mi idea según la cual usted
se presenta en el sueño como el compañero de Don Juan es la indicada.
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