Barbara Cartland - El Crudo Viento Del Amor
Barbara Cartland - El Crudo Viento Del Amor
Barbara Cartland - El Crudo Viento Del Amor
Era la condena a una vida de tortura y tormento para una joven de veintiún
años. No era sólo cuando Donald sufría uno de sus accesos que Lydia sufría.
Era la angustia de la espera, el preguntarse cada vez cómo sería la siguiente.
Algunas veces, durante tres o cuatro semanas, él se comportaba como una
persona normal, encantador, considerado, entonces aparecían los síntomas que
ella aprendió a temer. El movimiento convulsivo de los dedos, la inquietud, los
regaños a la servidumbre y una actitud desconfiada hacia los vecinos o
cualquiera que se acercara.
Cada hora del día era para ella de intenso terror. Y solía rogar:
Que pase rápido, Dios mío, por favor, que pase sólo esta vez. No permitas que su
estado empeore.
Pero siempre llegaban la tormenta, los gritos, la violencia y al final las
escenas de lágrimas y arrepentimiento. A medida que pasaron los años, Lydia
detestaba cada vez más esas desagradables escenas.
Era degradante ver el arrepentimiento de Donald. Llegó a preferir que la
zarandeara con violencia a que tratara de besarla buscando su perdón.
Y gradualmente su amor por su esposo se enfrió y aunque intentaba
negárselo, comprendió que lo despreciaba.
Se preguntaba cuánto tiempo soportaría vivir a su lado antes que su orgullo
se doblegara y pidiera ayuda. Pero no tuvo que sufrir esa humillación.
A raíz de uno de sus accesos de violencia, Donald, ya irresponsable de sus
actos, agredió a un granjero por lo que lo internaron en una casa de salud
privada.
Al principio Lydia solía visitarlo. Una vez al mes conducía su pequeño auto
hacia la colina donde Donald estaba virtualmente prisionero.
Llevaba una vida irreal; comía, dormía y leía, rodeada únicamente por las
figuras de su imaginación, sola en la silenciosa casa que una vez habitara como
feliz recién casada.
Quién iba a imaginar entonces que Donald se convertiría en quien viera por
última vez, más bestia que hombre, que le gritaba y trataba de hacerle daño.
Una brasa al caer la sobresaltó. Se puso de pie y encendió la luz.
Se miró un momento en el espejo que colgaba de la repisa de la chimenea. En
él vio reflejados dos grandes ojos azules y una cabellera oscura estirada hacia
atrás de la amplia frente.
Tengo veintisiete años, se dijo, y debo iniciar una nueva vida.
En ese momento entró un sirviente con el servicio de té.
—Recibí una llamada del Coronel Bryant, Marsham —le dijo ella.
De pronto no pudo decir más. Su voz se quebró y Marsham pareció
comprender.
—Se trata del amo, ¿verdad?
Lydia asintió con un movimiento de cabeza.
—La última vez que vino el coronel me informó que se encontraba delicado,
ya lo esperaba, señora.
Lydia no pudo tolerar más. Ahogó un sollozo y salió de la habitación. Casi
sin ver llegó hasta su dormitorio y cerró la puerta con fuerza.
Se desplomó sobre la cama, mientras las lágrimas corrían por su rostro y
empezó a sollozar con amargura, pero se daba cuenta que lloraba de alivio y no
de dolor.
—¡Soy libre! ¡Soy libre! —musitó entre sollozos y le avergonzó el sonido de
su propia voz.
A l despertar, Lydia notó que los rayos del sol otoñal penetraban a través
de las cortinas de chintz que cubrían las ventanas de su dormitorio.
Permaneció acostada unos minutos más mientras recordaba los eventos del
día anterior. Se sentía feliz y en paz con el mundo.
inquietó. Pensé que mis temores eran ridículos. Gerald era casi un chiquillo y
Margaret una mujer que se acercaba a la edad madura. Los observé alejarse
juntos y poco después olvidaba el incidente.
Dos días más tarde me enteré de que se habían fugado. Decir que quedé
atónita es poco. Era lo último que hubiera pensado, conocía a Gerald desde niño
y a Margaret Taverel casi el mismo número de años.
El general y la señora Carlton quedaron con el corazón destrozado, pero
ellos, como todos los demás, esperaron a ver qué acción tomaba Sir John. Lo que
más escandalizaba a todos era que Margaret había abandonado a una niña de
casi siete años de edad. Yo siempre creía que ella estaba muy apegada a su
pequeña Ann.
Si mi relato, Lydia, infiere que culpo a Margaret por lo sucedido, lo siento,
pero no lo puedo evitar. En cierto modo es imposible no hacerlo; era una mujer
ya formada, mientras que Gerald sólo un jovencito, pero es justo decir que ahora
comprendo el punto de vista de ella. Todavía era preciosa y anhelaba el amor y
el romance con el mismo ardor que quince años antes cuando se casó con Sir
John. Estoy segura que su matrimonio estaba condenado al fracaso desde antes
que ella conociera a Gerald. Sir John era un hombre difícil para convivir con él.
Tenía notables cualidades intelectuales, pero Margaret era tonta, adorable sí,
pero lo único que podría ofrecer era su belleza. Pedía poco a la vida, en realidad,
sólo admiración y mimos, nada de lo cual obtenía de su esposo. Tuvo miedo de
envejecer en la sombría grandeza del castillo. La juventud y apostura de Gerald
la hicieron perder la cabeza y se fugó con él sin pensar en las consecuencias.
Evelyn hizo una pausa para sacar un cigarrillo.
—¿Qué sucedió? —preguntó Lydia.
—Nada, nada, ésa fue la tragedia.
—¿Sir John no se divorció de ella?
Pero ahora ya no tienen poder para impedir que ella acuda a ver a su madre,
como es su deseo. A fines de este mes, Ann zarpa hacia El Cairo para reunirse
con la madre a quien no ha visto desde hace once años. Ha decidido quedarse a
vivir con Margaret.
La semana pasada, antes de recibir noticias tuyas, llegó una carta de
Margaret en la cual me pedía que buscara a alguien que cuidara de Ann, no sólo
durante el viaje sino para quedarse como dama de compañía de su hija.
Me preguntaba quién sería la persona adecuada para el puesto cuando llegó
tu carta y comprendí que tú eras la solución a mi problema. Por eso te traje a
este lugar y te conté la historia. Quería que supieras toda la verdad antes de
conocer a Ann.
—Pero, Evelyn ¿crees que yo pueda cuidar de una jovencita?
Evelyn sonrió con afecto y puso una mano en el brazo de Lydia.
—Tomé en consideración lo que sería bueno para las dos. Y mientras espero
que seas una buena influencia para Ann creo que ella, así como la sociedad de El
Cairo, serán buena escuela para ti.
Lydia se rió.
—Una sociedad de beneficio mutuo —observó—. Me parece aterrador.
—Nadie podría tener miedo de Margaret Carlton —dijo Evelyn con
firmeza—. De Gerald no puedo decirte nada. La última vez que lo vi era
encantador, un alegre jovencito de veintiún años. Ahora es un hombre frisando
en los treinta y cuatro.
—Háblame de Ann.
—Es un amor —contestó Evelyn con entusiasmo—. Muy bonita, impulsiva y
acostumbrada a salirse con la suya.
—Oh, Dios —suspiró Lydia.
Habló con tono humorístico, pero Lydia no pudo reírse. Sentía que las
lágrimas asomaban a sus ojos y se le formó un nudo en la garganta ante la
generosidad de Evelyn.
Trató de balbucear su agradecimiento, pero Evelyn se lo impidió y continuó
con la lista que crecía más a medida que pasaban los minutos.
Sería tu culpa, estuvo a punto de responder Lydia. Pero Ann había dicho
aquello con tal ingenuidad, que las palabras murieron en sus labios y empezó a
reír.
—Veo que no empacaste tu maletín de mano. Todo está revuelto, espero que
no haya ninguna botella rota.
Ann se encogió de hombros.
—Me acosté a las tres de la mañana. Estaba muerta de cansancio cuando
desperté y no podía levantarme.
—Debía estar molesta contigo. De haber perdido este tren, también
habríamos perdido el barco a Marsella.
—Pero no lo hicimos, así que no te molestes en reñirme, no te escucharé.
Sonrió y Lydia comprendió que su tarea de dama de compañía no iba a ser
sencilla.
Durante el viaje en tren, Lydia se dio cuenta que Ann tenía ideas muy
particulares acerca de cómo no aburrirse en un viaje. Durante el trayecto a
Dover realizó un cuidadoso escrutinio de todos los viajeros y cuando llegaron al
barco, anunció:
—Daré una vuelta para ver quién está a bordo.
Lydia permaneció en el camarote, se acostó y cerró los ojos. Estaba cansada.
No pudo dormir la noche anterior y se había levantado a las siete de la
mañana porque intentó, sin conseguirlo, evitar detalles de última hora.
Ann permaneció largo rato fuera y Lydia despertó con un sobresalto y un
sentimiento de culpa poco antes que llegaran a Calais, advirtiendo que estaba
sola.
Se puso el sombrero y en el espejo notó que con el reposo había eliminado las
líneas de cansancio bajo sus ojos y que tenía una apariencia fresca y juvenil.
El Mayor Taylor era de más edad que Angus y tenía el aspecto de quien ha
vivido mucho tiempo en el trópico.
Tenía una voz suave y un seco sentido del humor que hizo reír a Lydia
varias veces. Pronto descubrió que le simpatizaba y le complació saber que lo
seguirían tratando.
Ann y Angus coqueteaban descaradamente, por lo que Lydia y el mayor se
enfrascaron en una charla íntima. Ella confesó que era su primer viaje al
extranjero en muchos años.
—¿Se quedarán mucho tiempo?
—Depende mucho de la señorita Taverel.
—¡Taverel! No escuché bien el apellido antes. ¿Es familiar de Margaret
Taverel, la esposa de Gerald Carlton?
—Su hija.
—¡Santo cielo! La hijastra de Gerald. No lo habría pensado. Para él será... —
se detuvo, como si temiera que su comentario fuera indiscreto.
—¿Qué iba a decir?
—Nada, fue la sorpresa.
El mayor miró a Ann con nuevo interés.
—¿Conoce usted a los señores Carlton? —preguntó Lydia.
—No se puede vivir mucho tiempo en El Cairo sin conocer a Gerald. No
puedo imaginarlas a ustedes dos en su casa.
—¿Por qué no?
—¿De qué hablan? —interrumpió de pronto Ann.
—El Mayor Taylor conoce a tu madre y a tu padrastro.
—Qué emoción. Hábleme de ellos. Son por completo desconocidos para mí,
como supongo que Lydia le habrá dicho.
—¡Desconocidos para usted! —repitió asombrado el mayor—. Bueno, en ese
caso dejaré que sea una sorpresa.
—¿La casa, ellos... o ambos? —preguntó Ann.
El Mayor Taylor rió.
—Creo que elegí mal mis palabras. Quien se llevará la sorpresa en esta
ocasión será Gerald. Estoy seguro que no tiene idea de que están en camino tan
adorables criaturas.
Ann hizo unos cuantos comentarios más y dedicó de nuevo su atención a
Angus Henderson, en cambio Lydia permaneció pensativa.
¿Qué significa todo esto?, se preguntó. ¿Qué tiene de extraño Gerald .Carlton?
—No.
—Hace mucho frío y parece que no saldrá el sol.
—Ya tendremos suficiente sol en El Cairo.
—¡El Cairo! ¿Sabes, Lydia? Siempre deseé ir a Egipto. Creo que debí ser
egipcia en mi anterior reencarnación. Lydia rió.
—Pues no lo pareces.
—Pero si siento cierta afinidad con el país y la gente. No puedo explicarlo,
pero cuando llegue sabré si he estado allí antes.
—Y si lo sientes, con seguridad creerás que fuiste una faraona. Nunca he
conocido a quien recuerde haber sido en su anterior reencarnación un
campesino o una pastora. Siempre son reyes o reinas o grandes personajes de la
historia.
—¡Eres detestable! —protestó Ann—. Y si me reconozco en una de las
tumbas, no te lo diré.
—Si fuiste uno de los esclavos que ayudó a construir las pirámides, ¡puedes
estar segura que no encontrarás tu tumba!
Ann ya no contestó y empezaron a vestirse.
Cuando llegaron a Marsella ya había salido el sol, pero brillaba muy
débilmente y soplaba un viento frío. Ann se cubrió con un grueso abrigo de
pieles y se subió el cuello de modo que sólo asomaban sus ojos y la punta de la
nariz.
Qué bonita es, pensó por enésima vez Lydia mientras la observaba saludar al
Mayor Taylor.
Se preguntó si no sería él su próxima víctima. Y a su pesar, abrigó la
esperanza de que no lo fuera. Era demasiado bondadoso y serio. No coquetearía
y olvidaría, como solía hacerlo Ann.
Pero también sabía que era muy difícil resistir las sonrisas de Ann.
Cuando abordaron el barco, con sorpresa descubrió que el mayor no se
separaba de su lado y la llenaba de atenciones.
Se sentó junto a ella en silencio mientras el barco se alejaba del puerto y a ella
le tranquilizó su presencia, aunque sentía curiosidad por saber cómo era y lo
que pensaba el hombre.
En menos de tres días Ann logró hacer muchos conocidos, tanto jóvenes
como mayores.
No fue un viaje interesante, pero Ann lo disfrutó lo mejor que pudo y Lydia
estaba segura que, cuando menos, un plantador de té regresaría a Ceilán con el
corazón destrozado. El barco llegó tarde a Port Said.
Eran casi las seis cuando llegaron a la estación de El Cairo, adonde se
dirigieron en tren y donde esperaban que las recibiera Gerald Carlton.
Ann, asomada a la ventanilla, observaba a la gente que esperaba en la
plataforma, deseosa de adivinar quién sería su padrastro.
—¿Será ese? —preguntó y señaló a un hombre alto de bigote y prestancia
militar.
—No, no es su padrastro, es un agregado de la embajada —le dijo el Mayor
Taylor—. Por cierto, es un muchacho agradable, como sin duda lo comprobará
en unos días. Es uno de los jóvenes más alegres de El Cairo.
—¿Quién es entonces ése? —señaló a otro Ann.
De nuevo sufrió una desilusión y cuando por fin bajaron, se dieron cuenta
que nadie las esperaba, ni siquiera un auto.
El Mayor Taylor pareció tan sorprendido como ellas, pero guardó silencio y
se limitó a ofrecerles acompañarlas a la casa en un taxi.
Lydia aceptó, se sentía deprimida y molesta por esa fría bienvenida.
Era extraño que después de que hicieran un viaje tan largo, Gerald Carlton
no hubiera enviado siquiera a alguien a recibirlas.
Sin embargo, trató de tranquilizar a Ann con excusas que a sus propios oídos
sonaron falsas.
Era emocionante estar en El Cairo y extraño ver en las modernas calles entre
autos y tranvías, un camello ocasional de lento andar con una pesada carga y
guiado por un chiquillo descalzo y de turbante.
Las mujeres, con el rostro cubierto con velos, charlaban. Ann y Lydia se
inclinaban hacia las ventanas del auto, lanzando exclamaciones a la vista de las
mezquitas, las carretas tiradas por bueyes, los vistosos uniformes de los
dragones.
—Es demasiado moderno, en realidad —comentó Ann con tono
decepcionado—. Casi es lo mismo que estar en los suburbios de Londres o en
cualquier aldea inglesa.
El Mayor Taylor rió de buena gana.
—Espere a conocer el bazar. ¡Entonces sí se sentirá en Oriente!
—Eso espero —empezó a decir Ann y de pronto exclamó entusiasmada—.
¡Miren, el Nilo!
Cruzaron un amplio y moderno puente sobre el camino a Gezira y al fondo,
el gran río resplandecía a la luz del sol.
—Llegamos —indicó el Mayor Taylor cuando el taxi entró en una pequeña
vereda bordeada de arbustos y árboles en flor y se detuvo frente a una enorme
casa blanca.
Había varios autos estacionados y cuando tocaron, les abrió un sirviente
vestido de blanco.
—Adiós —se despidió el Mayor Taylor.
—Por el momento, supongo que nos quedaremos hasta que mamá se aburra.
Lydia se asombró de su franqueza. Cuando llegaron a la planta de arriba,
Tessa la condujo a una pequeña habitación que daba a una terraza con una
exquisita vista al jardín que se extendía hasta la ribera del Nilo.
—Es su habitación. Espero que Mohammed le suba su equipaje cuando tenga
tiempo.
—Yo también lo espero. Pero me gustaría tener mi petaquilla de mano.
—Está bien, lo arreglaré.
Antes que Lydia pudiera decir algo, la chiquilla corrió hacia la escalera y
gritó:
—Mohammed, Mohammed, sube el equipaje en seguida. ¿Me oyes? ¡En
seguida!
Regresó al dormitorio.
—Lo subirá en un momento —anunció.
—¿No crees que debiste pedirlo por favor? —sugirió Lydia.
—Sólo son nativos. Mamá dice que son como animales y que cuanto más los
maltrates, mejor trabajan.
—Bueno, eso no es verdad ni siquiera respecto a los animales —respondió
Lydia casi indignada.
Se reprendió a sí misma, pues era absurdo discutir con una criatura. Tessa,
sin inmutarse, se sentó en la cama y la observó.
—Sabes, no te va a gustar estar aquí —dijo.
—¿Por qué no?
—No te vamos a gustar nada. Y a mamá tampoco le gustarás, eres
demasiado bonita.
Lydia sintió que eso era demasiado para ella. No sabía qué contestarle a esa
criatura increíble y con alivio escuchó la voz de Ann y la vio en el pasillo.
—Ann, estoy aquí —llamó—. Subí para asearme.
—Yo bajaré de nuevo —respondió Ann—. Me pareció divertida la reunión.
Vaya, ¿quién es? —preguntó al ver a Tessa.
—Me llamo Tessa y mamá y yo vivimos aquí por el momento —se presentó
la chiquilla.
—Vaya, vaya ¿quién es tu mamá? —preguntó Ann.
—Lady Higley y como está divorciada de mi papá, vivimos donde nos gusta.
Dijo la última frase con gesto desafiante, luego añadió con tono triste y
haciendo un mohín infantil:
—A decir verdad no es muy divertido.
Por primera vez, Lydia pensó que Tessa era sólo una niña.
Ann miró a Lydia y arqueó las cejas.
—Mamá quiere verte. Yo bajaré.
—Yo también —se apresuró a decir Tessa.
—¿No es hora de que te acuestes? —preguntó Lydia a la niña.
—No lo hago hasta que estoy cansada.
De un salto bajó de la cama y se adelantó a Ann hacia la escalera, aún con
gesto desafiante, pero tan encantadora como un duendecillo. Lydia no pudo
evitar sentir simpatía por la niña a pesar de su precocidad.
Ya a solas, Lydia se quitó el sombrero y al mirarse en el espejo sonrió al
recordar las palabras de Tessa:
No le gustarás a mamá. Eres demasiado bonita.
—Oh, será mejor que los vea ahora. Se irritará si no se sale con la suya. Todos
la mimamos, ¿verdad, querida?
La enfermera arregló los cojines de Margaret y Lydia pudo notar que había
afecto y entendimiento entre las dos. No era una enfermera del tipo
convencional. Gruesa, con un rostro alegre que de joven debió ser atractivo,
cuando se reía su rostro se surcaba de arrugas, sus ojos resplandecían y
aparecían dos hoyuelos en sus mejillas regordetas.
Encendió las luces y cuando Margaret sugirió que mejor abriera las
persianas, repuso:
—No, pronto anochecerá y sabe que la hace sufrir ver las estrellas porque
añora el romanticismo. Es preferible que le muestre los álbumes de fotos a la
señora y llore a gusto.
—¡No seas impertinente, Dandy! Sabes bien que nunca lloro cuando veo mis
fotos. Quiero que la señora Bryant las vea porque viene de casa, Evelyn
Marshall la envió. Me has oído hablar de ella, ¿verdad?
—Bastante —respondió la enfermera mientras sacaba los álbumes y los
llevaba junto al sofá.
La siguiente media hora Margaret la pasó explicándole a Lydia sobre cada
fotografía, y repitiendo sin cesar lo bonita que había sido y cuánto se divertía.
¿Por qué insistirá en vivir en el pasado?, se preguntó Lydia. Tiene mucho a pesar
de su invalidez. Un marido, dinero, amigos y ahora una hija en quien interesarse.
Pero Margaret sólo hablaba de los días cuando cabalgaba, bailaba y era
hermosa, admirada por todos los hombres que la conocían.
Incluso las numerosas fotografías de ella en Egipto y en otras partes del
mundo eran, más que nada, un récord de conquistas amorosas.
—Él es el Coronel Braithwaite. Estuvo loco por mí todo un verano. Gerald
sentía unos celos terribles y reñimos mucho a causa de ello. Y el jinete es Lord
Starton. Solía enviarme muchas flores a pesar de haber bailado sólo una vez
conmigo. Su esposa estaba furiosa, no había querido conocernos porque Gerald
y yo vivíamos en pecado.
No mostraba reparos en hablar de los años que viviera con Gerald sin
haberse divorciado de Sir John y rechazados por la sociedad respetable.
En la última de las fotos aparecía montada en una yegua castaña.
—¡Este animal fue el que me tiró! —declaró con voz baja y en tono amargo, y
cerró el álbum de un golpe.
—No hay más fotos —añadió—, ni las habrá.
—Gracias por mostrarme sus álbumes —dijo Lydia y agregó, ansiosa de
cambiar el tema para tratar de borrar el sufrimiento del pálido rostro—. Su casa
me parece muy atractiva, señora Carlton, estoy ansiosa por conocer los jardines
mañana.
—No me interesan mucho, pero a mi marido le gustan. No tenemos mucho
tiempo de vivir aquí. Apenas dos años, a él le pareció conveniente... al menos
para sus fiestas.
¿Estará celosa de sus amistades?, se preguntó Lydia y al recordar a Lady Higley
pensó que sin duda así era.
La enfermera indicó que era hora de llevar a Margaret a la cama y Lydia salió
con una sensación de alivio.
Había sido una entrevista inesperada y difícil, y aunque sentía lástima por su
anfitriona, no podía evitar pensar que Margaret hacía poco esfuerzo por llenar
su vida de otra cosa que no fueran lamentaciones.
Seguramente era terrible ser inválida, pero vivir en el pasado y añorar su
juventud perdida no ayudaba para que los años pasaran más rápido o para que
fueran más fáciles. Regresó a su habitación y desempacó, aunque nadie llegó
para ayudarla.
El aire era fresco y perfumado con la fragancia de las flores, las luces de la
población resplandecían a la distancia. Lydia no habló y por fin fue Gerald
quien rompió el silencio.
—¿Ha visto a mi esposa?
—Pasé un largo rato con ella hasta que la enfermera me despidió para darle
de cenar.
—Dandy es una persona espléndida.
Se produjo de nuevo el silencio que Nina rompió cuando les anunció desde
la terraza que la cena estaba lista.
Regresaron a la casa y Lydia tuvo la sensación de que Gerald había mostrado
una reserva poco usual en él.
No le hizo preguntas acerca de Inglaterra, y aunque ella se dijo que sería
falta de tacto iniciar la conversación, a menos que estuviera segura que él
deseaba hablar de lo que había abandonado tantos años antes, tenía la fuerte
impresión que había sido un esfuerzo para él permanecer en silencio.
Nina Higley no se cambió de ropa sólo había retocado un poco su maquillaje,
pero cuando Ann bajó poco después, ataviada con un vaporoso vestido de
noche, comentó:
—Desmerezco entre tanta elegancia. Deberemos cuidar nuestros modales,
Gerald, ahora que tenemos gente fina en casa.
Gerald pareció no escuchar su comentario.
Durante la cena charló con Ann sobre las diversiones que ofrecía El Cairo y
los planes que prepararían para que ella se entretuviera.
—Quisiera que invitara a un señor muy amable que se portó muy bien con
nosotros durante la travesía. Lo conocimos en París, su nombre es Harold
Taylor.
—Pero eran unas inútiles. Se oponían a todo lo que yo les indicaba que
hicieran y parecían animar a la niña para que se portara aún peor de lo normal.
—¿Quién la cuida ahora? —preguntó Lydia.
—Quien tiene tiempo disponible. A veces Gerald lo hace.
—No creo agradarle mucho —observó Gerald.
—Pobrecito. ¿Tal vez llegue a ser la única mujer en el mundo que no
sucumba a tus encantos?
—Eso parece —contestó Gerald mientras Ann, desde su asiento, hacía un
guiño a Lydia.
Más tarde, cuando se retiraron, Ann acudió al dormitorio de Lydia.
—¿No es detestable? —preguntó, sentándose en la cama.
—¿Quién? —preguntó Lydia, aunque sabía bien a quién se refería.
—Nina Higley, por supuesto. Creo que es una de las mujeres más venenosas
que conozco. Me agrada Gerald, no entiendo por qué se interesa en ella.
—¿Cómo sabes que es así? Tal vez lo animó la bondad para recibirla en su
casa. De cualquier modo, no puedo remediar sentir lástima por la niña.
—Oh, sólo es una chiquilla malcriada y en cuanto a la bondad de Gerald...
más de dos invitados me informaron que Nina era “su última conquista”.
—Oh, Ann, qué penoso. ¿Qué respondiste?
—Ellos no sabían quién era yo. Aquí no presentan a nadie, y en medio de
tanta gente no tuve más remedio que reírme y preguntar quién fue su
predecesora.
—Creo que no debes dar crédito a los rumores acerca de tu padrastro hasta
que lo conozcas mejor.
Almuerzos, cocteles y cenas eran organizados todos los días y casi cada
noche Lydia escuchaba que su anfitrión llegaba tarde por la noche, y a menudo
cuando amanecía.
Solía escuchar cómo subía por la escalera, poco a poco y tambaleándose, y
comprendía que se había excedido en la bebida.
Bebía mucho, pero parecía no afectarlo como era de esperarse, ya que al día
siguiente se levantaba antes que nadie en la casa y cabalgaba o se iba al club a
nadar.
A Lydia le agradaba, pero se daba cuenta de que él la eludía.
Era gentil y cortés, si bien la trataba de una forma muy diferente a los demás
habitantes de la casa.
Para todos ya era “Lydia”, pero Gerald aún la llamaba con el formal “señora
Bryant” y evitaba toda conversación directa con ella.
Lydia pasaba dos o tres horas al día con Margaret Carlton y llegó a sentir
una profunda compasión por la desgraciada mujer. Era muy poco lo que
alguien podría hacer por ella.
No podía concentrarse en otro tema que no fuera ella misma, lo que siempre
la conducía a lamentarse con amargura de su situación.
El instinto de Ann no había fallado y Lydia observó que Margaret no
toleraba a su hija. La irritaba y perturbaba contemplar a la joven llena de salud y
vitalidad y a los pocos días Ann dejó de visitarla.
Aunque Lydia no se lo preguntó, intuyó que Ann percibía los sentimientos
de su madre y prefería mantenerse apartada. Una tarde, mientras Margaret
estaba dormida, Dandy se reunió con Lydia en el jardín bajo la sombra de un
árbol. Era casi la hora del té cuando escucharon que un auto se acercaba y
vieron que era Ann, sentada junto a un apuesto moreno.
—¿No es el Barón Sébale? —preguntó Lydia.
criaron tutores ingleses. Hace años que lo conozco y a pesar de sus buenos
modales, algo en él me repele. No me agrada y no me gustaría que la joven se
entusiasmara con él.
—¿A qué se debe que no conocemos a su esposa?
—Se casó con una chica francesa, ella lo abandonó después de una semana
de casados. Surgieron todo tipo de rumores de cuánto sufrió ella y cómo regresó
aterrorizada con su familia. No sé cuán ciertos sean, pero como es católica no se
divorciará de él, aunque no creo que esa falta de libertad inquiete al barón.
¿Qué puedo hacer?, se preguntó inquieta Lydia.
—Por lo que he visto de Ann, tendrá que ser muy cuidadosa y tener mucho
tacto con ella. Se parece a su madre.
Lydia se puso de pie.
—Es hora del té. Veré si está listo.
Cuando entró en la casa por las puertas del salón, la pareja hablaba
animadamente y al verla la miraron como si se tratara de una intrusa y de
inmediato callaron.
—¿Quieres que se sirva el té aquí o afuera en el jardín, Ann?
—Es preferible que salgamos —contestó Ann, no a Lydia, sino al barón,
como para indicar que deseaba estar a solas con él.
—Por supuesto, iremos al club —asintió él y su sonrisa hizo comprender a
Lydia que Dandy se estremeciera cuando él sonreía.
Lydia tomó el té con Dandy, después subió a charlar con Margaret Carlton
casi hasta la hora de la cena.
Mas sus pensamientos no estaban en la conversación, se preguntaba qué
hacía Ann y cómo evitarle que viera al barón con tanta frecuencia.
Ann regresó casi a la hora de la cena y tuvo que cambiarse a toda prisa. Tenía
una expresión radiante que parecía surgir desde el fondo de su ser.
Es tan joven y bonita, pensó Lydia y sintió que su corazón se estrujaba.
Esa noche no hubo invitados a cenar. Lady Higley se había desvelado la
noche anterior y no se sentía bien, así que pidió que le subieran la cena a su
habitación. Sólo eran tres a la mesa, Gerald, Lydia y Ann.
Ann casi no habló, pero estaba tan atractiva que Gerald lo comentó diciendo
que el aire de El Cairo le sentaba bien. Ann se limitó a sonreír, como si estuviera
de acuerdo. Apenas comió, dijo que se retiraba a dormir.
—Tendrá que charlar conmigo, señora Bryant —sugirió Gerald—, nadie más
parece desear mi compañía esta noche.
Bebió otro brandy, encendió un cigarrillo y la condujo hacia la terraza.
—Siéntese —le indicó una silla con cojines—, y cuénteme la historia de su
vida.
Hablaba un poco en broma, sin embargo, Lydia sintió que por alguna razón
extraña parecía turbado por esa conversación a solas que él no había propiciado.
¿Le diré lo de Ann?, se preguntó. No puedo aceptar yo sola esa responsabilidad.
Pero antes que pudiera empezar a hablar, Gerald se puso de pie y sugirió con
cierta inquietud:
—Caminemos hasta la orilla del río, hace calor aquí.
El vestido blanco de Lydia le daba un aire fantasmagórico, mientras
caminaba al lado de su anfitrión por entre los arbustos en flor.
De pronto, de forma inesperada, él preguntó:
—¿Por qué vino?
Sabía que era un plan irresistible para cualquier jovencita, y en especial para
Ann que era una romántica incurable. Pero la inquietaba la opinión que del
barón tenía Dandy.
Si hubiera sido soltero Lydia no se hubiese alarmado tanto, ya que Ann era
una chica sensata y había demostrado que sabía cuidarse sola.
Sin embargo, el barón era diferente. No era de fiar, en especial con alguien
tan joven y bonita como Ann.
Daba vueltas inquieta en su habitación. Era inútil tratar de dormir hasta que
supiera que Ann se encontraba a salvo, así que mientras no regresara, lo único
que podía hacer era esperar y rezar.
Se preguntaba qué haría Evelyn, siempre práctica y sensata en cualquier
circunstancia, en su lugar. Tal vez incluso ella se sentiría tan impotente cómo lo
estaba Lydia.
Había dejado abierta la puerta y de pronto escuchó un grito en el dormitorio
de Tessa.
Corrió y la encontró sentada en la cama, bañada en llanto.
—Tuve una pesadilla horrible, tía Lydia —sollozó.
Lydia la abrazó para tranquilizarla.
—Todo está bien, ya estás despierta y no puede pasarte nada.
—Fue un sueño horrible.
—Lo sé, pero no importa. Tal vez cenaste mucho, ¿no es cierto?
Tessa sonrió entre sus lágrimas.
—Comí mucho pastel, estaba delicioso.
—Lo sé, pero ése es el problema. Por lo general tenemos que pagar, de una u
otra manera, por lo que disfrutamos.
Lydia reflexionó sobre si debía dar a Tessa una lección de lealtad, pero
decidió que era muy tarde. Se arrodilló junto a la cama y le dijo:
—No pienses en eso ahora, queridita. Duérmete y lo discutiremos por la
mañana, ¿de acuerdo?
Tessa la acarició.
—Te quiero, tía Lydia —susurró—. Eres la persona más bonita del mundo.
Lydia se rió y se puso de pie.
—Eres una zalamera. Buenas noches, muñeca, que duermas bien.
Cerró tras ella la puerta con mucha suavidad. Al menos alguien en la casa
era adorable.
Había tanta dulzura en Tessa, que Lydia pensó una vez más que era un
crimen que la criaran de esa forma.
De no haber estado ella allí, la niña habría llorado sin que nadie la escuchara.
Lady Higley, a propósito, había dispuesto que el dormitorio de la niña estuviera
en el extremo opuesto de la casa al suyo.
Y se había mostrado indiferente a los esfuerzos de Lydia y de Harold Taylor
por hacer algo por Tessa.
Fue Lydia quien sugirió que la niña llamara “tíos” a los mayores, en lugar de
hablarles por su nombre.
El comentario de Nina a esa sugerencia fue característico de ella.
—Parece que he adquirido un particular número de parientes —dijo con
sarcasmo y agregó, cuando Tessa escuchaba—; qué emocionado debe sentirse
Harry Corazón Duro con esta nueva intimidad entre nosotros.
Ya Lydia sabía que era inútil discutir o tratar de explicar las cosas a Lady
Higley. Todo lo interpretaba desde su egoísta punto de vista, por bondadosas o
bien intencionadas que fueran las acciones de los demás.
Al volver a su habitación, Lydia vio que eran las once de la noche. Se sentó a
esperar y entonces recordó que no había ido a buscar su libro. Pero ya era muy
tarde para molestar a Dandy.
Bajó al salón. Del librero eligió una novela que consideró la ayudaría a que
pasara más rápido el tiempo.
Se disponía a regresar a su habitación cuando el ruido de la puerta principal
al cerrarse la sobresaltó.
Tal vez es Ann, pensó, pero un momento después vio que estaba equivocada.
Era Gerald quien regresaba a casa.
Lydia comprendió y al mirarlo se dio cuenta un poco del infierno que debió
soportar durante el pasado.
Era un inglés que amaba Inglaterra, nacido y criado en ese país, pero que
estaba exiliado debido a su loca ilusión juvenil.
En un impulso, Lydia extendió una mano y le tocó el brazo.
—Lo lamento. No comprendía.
Se volvió y sin una palabra más salió de la habitación. Arriba, reflexionó
durante un largo rato. Se dio cuenta que los años no sólo habían despojado de
su belleza a Margaret, sino también habían roto el orgullo de Gerald y lo habían
humillado.
Comprendía con claridad que la belleza de Margaret Taverel había hecho
pensar a su joven amante que valía la pena perder el mundo por su amor. Y
cómo, poco a poco, los dos fueron descubriendo que habían cometido un error.
El accidente de Margaret había roto el último eslabón que existía entre ellos,
convirtiéndolos en dos seres separados e infelices que tal vez lograban ocultar al
mundo su angustia, pero nunca a ellos mismos.
Él estaba atado a una mujer que ya no amaba por las cadenas
inquebrantables de la lealtad. En cambio, ella se había convertido en una mujer
que sólo añoraba su belleza perdida, no al hombre que había sacrificado su vida
por su amor.
Ni siquiera Sir John pudo imaginar una venganza más brutal. Ninguna
tortura, por cruel que fuera, podría infligirles a su esposa infiel y a su amante
mayor infortunio que el que ya vivían.
Gerald intentaba olvidar, no el amor o la desdicha o el sufrimiento, sino una
vieja mansión que representaba la dicha de su niñez.
Deseaba olvidar el orgullo en la voz de su madre, la mano de su padre sobre
su hombro, los sirvientes que lo conocieron y amaron desde niño.
La voz de Ann era menos desafiante, como si considerara que era mejor
adoptar una actitud conciliatoria.
Tenía razón, se dijo Lydia. El barón se aprovecha del romanticismo de Ann.
Escuchó decir a Gerald:
—Estamos cansados esta noche y la hora no es conveniente para una larga
charla. Prométeme que me darás la oportunidad de discutir este asunto en la
mañana.
—Saldré a cabalgar a las nueve.
—¿Con él?
—¡Sí!
—Bueno, entonces desayunaremos juntos a las ocho y lo discutiremos, ¿de
acuerdo?
—No me comprometo a ser puntual, pero haré lo posible.
Enseguida, Ann subió a toda prisa por la escalera y Lydia apenas tuvo
tiempo de cerrar su puerta.
Mis temores fueron infundados, pensó, Ann regresó a salvo y Gerald la convencerá
de tener amigos más propios de su edad. Fui una tonta inquietándome como lo hice.
Estaba cansada por todos los sucesos de la noche. Se quitó la bata y se metió
en la cama, pero un momento después llamaron a su puerta.
—¿Quién es? —preguntó con tensor.
—Soy yo —contestó Ann y entró—. Adiviné que estabas despierta. Vi la luz
bajo tu puerta.
Se sentó en la orilla de la cama.
—Tú se lo dijiste a Gerald, ¿verdad? —la acusó—. Supongo que me viste
cuando me fui.
Lydia pensó que esa clase de tontería debería ser erradicada de la cabeza de
Ann.
—Ann, querida, no seas ridícula ni te hagas ilusiones con alguien como el
Barón Sébale. Es un hombre casado, ¿qué ganas con imaginarte enamorada de él
o él de ti? Jamás se podrá casar contigo. Sabes que su esposa es católica y no hay
esperanzas de que le dé el divorcio. ¿Por qué no olvidarlo antes que sea
demasiado tarde? ¡No lo veas más! Hay muchos otros jóvenes en El Cairo.
—Todos son muy aburridos. No puedes convencerme de que no lo ame,
Lydia, por mucho que lo intentes. Adoro a Ali y sé que él me idolatra. No debes
temer que me haga daño. Esta noche sólo me besó la mano y el ruedo de mi
vestido.
Lo dijo con voz trémula y Lydia comprendió que la había emocionado ese
gesto teatral.
Es sólo una jovencita. No vale la pena hablar con ella, está ilusionada y ni siquiera le
avergüenza confesarlo.
No obstante, intentó de nuevo razonar con ella.
—¿Desde qué llegaste aquí no has pensado alguna vez en la fuga de tu
madre con tu padrastro?
A Ann la sorprendió su pregunta.
—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver conmigo?
—Sólo esto, Gerald era muy joven cuando dio ese paso en falso que arruinó
su vida. ¿Acaso crees que es feliz?
—Nunca lo pensé.
—Sólo deseo demostrarte por qué creo que el no razonar bien las cosas es un
error; nunca se logra una felicidad duradera, sólo sufrimiento.
—Lo que pasa es que tratas de asustarme. No veo ningún paralelo entre la
historia de mi madre y mi amor por Ali. Además, espero nunca llegar a verme
como ella.
—Oh, Ann, qué cosas tan crueles dices.
—Está horrible —Ann se levantó de la cama y se miró al espejo—. Ali dice
que soy como una hermosa estrella en un mundo oscuro.
—Qué cursi —rió Lydia.
—Así suenan esas cosas cuando una las repite. Pero son muy diferentes
cuando te las dicen y lo sabes bien, Lydia.
—Sí, hay mucha verdad en eso, pero que te llamen estrella de un mundo
oscuro mientras admiras las pirámides a la luz de la luna con un descendiente
de los faraones, me recuerda a las novelas rosas que solía leer cuando era
adolescente.
—¡Me alegra que hayas hecho eso al menos! Eres tan puritana que me
asustas.
Se rió, dio un beso a Lydia y exclamó:
—¡Soy tan feliz!
A Lydia le inquietó la actitud de Ann. ¿Cómo podría lidiar con alguien como
ella que tomaba todo a la ligera, que no le importaban los regaños e ignoraba las
reprimendas?
Gerald debe hablar con el barón, pensó y luego recordó de forma muy vívida
el momento en que la besara. Cuántas cosas habían pasado en pocas horas, sin
embargo, en la oscuridad aún podía sentir la ternura de sus labios y la fuerza de
sus brazos.
Hablaba con tono insolente, como si se dirigiera a alguien inferior. Fue ella
quien entretuvo a Gerald y al llevarle el desayuno lo provocó para que olvidara
su cita con su hijastra.
Sin una palabra, Lydia evadió a Lady Higley casi con rudeza y llamó a la
puerta.
—Adelante —contestó una voz.
Al entrar vio a Gerald entrando de la terraza, vistiendo una bata y pijama y
con un cigarrillo en la mano.
Lydia cerró la puerta con fuerza, dejando fuera a Lady Higley, quien estaba
tan asombrada por su comportamiento que no pudo reaccionar.
Furiosa, Lydia se enfrentó a su anfitrión.
—¡Ann se fue!
—¡Buen Dios! ¿Qué hora es?
—Es evidente que tenía otras cosas que hacer.
—Lo lamento, pero en verdad no me di cuenta de que era tan tarde.
—Tuvo oportunidad de hacer algo por Ann. Anoche estaba dispuesta a
escucharlo, pero usted lo olvidó. Dios sabe qué hará ahora que tiene tiempo de
pensar y de discutir el asunto con el barón. ¿Cómo pudo olvidarlo? ¿Cómo
permitió que esto sucediera?
—Creo que exagera la importancia de mi pequeño olvido.
—Tal vez tiene razón. Fue absurdo pensar que usted pudiera tener alguna
influencia sobre Ann. Sus normas morales y su comportamiento no podrían ser
peor ejemplo para ella.
Y ya no pudo decir más. La indignación la ahogaba. Sin una palabra más se
volvió y abrió la puerta.
—Pensé que le gustaría visitar las pirámides. ¿Acaso tiene prisa en volver?
—Quisiera no volver nunca —respondió Lydia, con vehemencia.
El Mayor Taylor apartó una mano del volante y la extendió hacia Lydia. Ella
puso la suya encima y sintió los dedos presionarla con un gesto cálido que la
reconfortó.
Viajaron en silencio hasta que, a la distancia, Lydia divisó las pirámides
erguidas sobre el dorado desierto, sólidas e imperturbables bajo el cielo azul de
la mañana.
—Supongo que piensa que soy una tonta histérica —dijo con voz muy baja.
—No creo que sea ninguna de las dos cosas —respondió con suavidad
Harold Taylor.
Al llegar al desierto, se alejaron de los grupos de turistas, camellos y burros,
hasta encontrar un lugar solitario.
Desde allí podían admirar las pirámides que durante siglos y siglos habían
desafiado el tiempo y la fragilidad humana, ignorando la futilidad de quienes
intentaron comercializar su esplendor.
Todo estaba tranquilo y hermoso. La vista parecía un reluciente milagro bajo
el sol. Lydia se sentó en silencio, consciente que la belleza del Oriente podía
siempre, por un momento, minimizar dificultades y problemas por terribles que
éstos fueran.
Entonces se dio cuenta que Harold Taylor esperaba con paciencia a su lado.
Se volvió hacia él y con un esfuerzo empezó a narrarle su relato.
—No lo sé. Ella es, por supuesto, responsable de su hija. Creo que su padre
dejó la herencia de Ann en fideicomiso hasta que ella cumpla veintiún años. Tal
vez los que manejan la testamentaría puedan hacer algo.
—Dudo que ellos puedan ayudar. El barón no es un cazafortunas. Es un
hombre de gran fortuna, con vastas propiedades tanto aquí como en Francia.
Hizo una pausa y agregó:
—Existe otro problema, el barón es bien recibido tanto por Gerald como por
su esposa, en su casa. Si él tratara de mantener en secreto su relación con Ann,
quizá podríamos hacer algo al respecto, pero en este caso no hay motivo y él lo
sabe.
—¿Y si Gerald cerrara al barón las puertas de su casa?
—Todo sería más sencillo. La opinión pública podría hacer imposible que él
y Ann siguieran viéndose —contestó Harold Taylor.
—Tendrá usted que hablar con Gerald —sugirió Lydia.
—¿Qué puedo decirle?
—Tal vez a usted lo escuche. Yo hice lo mejor que pude, pero no tuve éxito
—dijo Lydia con una sonrisa amarga.
—No es asunto mío —contestó titubeante el mayor.
—Por favor, Harold, inténtelo.
Lo llamó por su nombre sin darse cuenta y tal vez eso, combinado con su
tono de súplica, le hizo volverse a ella y declarar:
—Sabe que haría cualquier cosa que estuviera en mi poder por ayudarla.
Hablaré con Gerald Carlton, se lo prometo.
—Gracias —dijo Lydia y le extendió las manos en un gesto de
agradecimiento.
Su rostro, de perfil, tenía algo de felino. Era como una pantera que se
moviera alerta, con los nervios tensos, lista a saltar pero esperando con ilimitada
paciencia el momento adecuado para hacerlo.
Al llegar a la casa, Lydia fue al jardín en busca de Tessa mientras Harold
preguntaba por Gerald.
La encontró junto al río, abrazaba un gatito y le cantaba. Lanzó un grito de
alegría al ver a Lydia y corrió hacia ella sin soltar al delgado animal.
—Mira lo que encontré entre los arbustos. Le di leche y lo voy a conservar
como mascota.
—Tal vez pertenezca a otra persona.
—Si es así debe ser alguien muy cruel, está muerto de hambre, mírale los
huesos.
No había duda de que el gatito tenía tiempo sin comer. No era bonito, tenía
una mirada salvaje, pero Tessa parecía haberlo conquistado porque no hacía
esfuerzos por escapar de sus brazos.
—Lo he bautizado con el nombre de Barnado.
—Bien hecho —rió Lydia y sintió pena por Tessa, que como todo niño
deseaba una mascota. Lo más probable sería que el gato desapareciera en la
primera oportunidad, a pesar de que se le alimentara.
—¿Regresó tío Harold contigo? ¿Puedo verlo?
—Por el momento no, querida. Está hablando con tío Gerald, tienen que
tratar asuntos de negocios.
Tessa suspiró.
—Quiero a tío Harold, ¿tú no?
—Me parece muy agradable.
Lydia temía que al día siguiente estuviera cansada y nerviosa. Pero no podía
evitarlo, a Nina le encantaba que Tessa la desobedeciera.
No siempre lo lograba porque Tessa adoraba a Lydia, pero a la vez no era de
esperarse que una criatura de ocho años no aprovechara la oportunidad cuando
su madre la malcriaba.
Gerald, sentado a la cabecera de la mesa, no había mirado ni una vez en
dirección de Lydia.
Regresó a casa poco antes de la cena y Lydia no tenía idea de cuál habría sido
el resultado de su entrevista con el barón.
Ella había ido al dormitorio de Ann mientras ésta se vestía y le pidió que
cancelara su compromiso de esa noche, pero Ann se rehusó.
—Por lo que sé, no cenaremos solos. Se trata de una fiesta.
—¿Por qué no llamas por teléfono y te aseguras? —sugirió Lydia.
Ann se negó.
—No cenaremos en casa de él y no corro riesgos en público.
Lydia comprendió que continuar la discusión sólo provocaría otra explosión
de ira por parte de Ann, así que prefirió no antagonizar a la joven antes de saber
qué había logrado Gerald.
—Está bien, querida. Pero espero que comprendas que me preocupo por tu
bien, no por el mío.
Ann la miró y sonrió.
—Debería detestarte —dijo con afecto—, pero no es así. Creo que te inquietas
sin necesidad. Puedo cuidarme sola.
—Quisiera creerlo.
—De cualquier manera, no podría tolerar a Nina esta noche. Apuesto a que
ya lo sabe por Gerald y me lanzaría algunos de sus venenosos comentarios con
su habitual sarcasmo. Si me quedo puedo perder el control y soy capaz de
golpearla. Y tú no lo aprobarías, ¿verdad?
—Creo que sería muy poco digno de ti.
Pero Lydia sonrió al pensarlo. Ann soltó la carcajada.
—Si no se va pronto de esta casa le diré lo que pienso de ella y no es nada
agradable. Aunque supongo que no seré la primera en hacerlo.
—Me preocupa Tessa.
—No sé por qué tu adorado Harold Taylor no interviene.
Lydia se ruborizó.
—No es mi... —empezó a decir, pero Ann la interrumpió.
—Oh, sí lo es, o al menos él quisiera serlo. Yo no puedo evitar que Ali me
ame, como tampoco tú puedes evitar que todos sepamos que Harold Taylor está
enamorado de ti.
—Si lo está, no me lo ha dicho.
—Apuesto que es culpa tuya, no de él. Pero no creo que tarde mucho en
declararse. Lo hará tarde o temprano. ¿Quieres casarte con él?
—¡Por supuesto que no! De cualquier manera, como mencioné antes, no me
lo ha propuesto.
—Bueno, nos encontramos en la misma situación, así que deséame suerte y
no te indignes.
Ann besó ligeramente a Lydia en la mejilla y bajó por la escalera a toda prisa.
¡Es incorregible!, pensó Lydia y comprendió que no podía durar mucho
tiempo molesta con ella.
Fue tan vívida y tan real esta sensación, que no le sorprendió cuando, al
levantar la vista, notó que él se acercaba a ella.
—Pensé que la encontraría aquí.
Lydia olvidó su disgusto de esa mañana, le sonrió y se movió hacia un lado
para que él pudiera sentarse.
—¿Y sus invitados?
—Se fueron a un centro nocturno.
—¿Y Tessa?
—Subió a acostarse.
—Iré con ella.
—No es necesario. Dandy la atiende —Gerald extendió la mano y la puso
sobre el brazo de Lydia, como para detenerla.
Lydia no intentó zafarse. Por extraño que pareciera, los dedos de él le
proporcionaban un ligero alivio, una sensación de seguridad que si pensaba en
ello, resultaba ridículo.
—¿Qué sucedió esta mañana? —preguntó, incapaz de dominar su curiosidad
un momento más.
—Hablé con el barón. Al principio pretendió que yo hacía un escándalo por
nada, pero poco a poco, en cuanto mencioné argumentos válidos, consintió en
no volver a ver a Ann.
—Cenarán juntos esta noche.
—Eso dijo, pero añadió que sería una reunión y que provocaría rumores si
Ann no se presentaba.
—No confío en él.
—Tampoco yo, pero, ¿qué podía hacer? Aceptó que Ann es demasiado joven
para salir con un hombre casado y lamentó no estar en posición de ofrecerle
matrimonio. También me prometió que no volvería a verla después de esta
noche.
—No sé. Aún no puedo creer que haya accedido con tanta facilidad a
renunciar a Ann. Ella es muy hermosa y está enamorada de él.
—¿Cómo puede estarlo? Si es un tipo de la peor calaña.
—Pensé que era su amigo.
—Lydia, comprenda por favor. Lamento lo que sucedió esta mañana, tenía
usted razón de indignarse pero, ¿acaso no se daba cuenta de lo difícil que es mi
posición respecto a Ann?
—Tal vez sería mejor buscar algún pretexto para enviar a Ann de regreso a
Inglaterra. En su propio ambiente y rodeada de sus amigos, pronto se olvidará
de este hombre.
—¡Enviarlas de regreso!
—Sería lo más conveniente. Nada retiene a Ann aquí, casi no ve a su madre.
—¿En dónde vive usted en Inglaterra? —preguntó Gerald de súbito.
—Por el momento, en ninguna parte —contestó Lydia, sorprendida por la
pregunta—. Como le expliqué, mi esposo murió y la casa que habitábamos pasó
a ser propiedad de su familia. Como carezco de trabajo, residiré con Evelyn
Marshall temporalmente.
—¿En Worcestershire?
Sin pensarlo, Lydia observó:
—Conozco la casa de usted. Evelyn me llevó.
Se hizo un súbito y tenso silencio, sintió cómo el hombre a su lado se ponía
rígido y apretaba una mano hasta que los nudillos se pusieron blancos.
Ella hizo un esfuerzo por obedecer, pero Ali la retuvo tomándola del brazo.
—Salga usted —le gritó al profesor—. No tiene derecho de intervenir en lo
que hago en mi habitación.
La joven forcejeó por liberarse, mientras lloraba ya histérica.
—Suéltala, cerdo maldito —gritó el inglés y propinó un fuerte golpe a Ali.
Al caer éste de espaldas sobre el suelo, el muchacho reconoció que su
oponente era más fuerte que él, aunque eso aumentó el odio que ya le tenía.
A partir de entonces, Ali alimentó en su interior un odio fanático por todo lo
que fuera inglés.
Aunque residía en Francia, sus visitas a El Cairo le hicieron conocer el
ambiente del que provenía.
A su padre, viejo y senil, sólo le importaban las mujeres. Su madre se
rehusaba a mezclarse con europeos y prácticamente vivía enclaustrada en su
casa. No parecían importarle ni resentía a las mujeres que vivían con su esposo.
Era feliz rodeada de sus sirvientes y dedicada a comer golosinas, y ello
aunado a la falta de actividad la convirtió en una mujer obesa.
Hacía tiempo que había dejado de interesar a su esposo y por consiguiente
volcó todo su cariño en su hijo, a quien adoraba y mimaba cuanto podía.
A los diecisiete años, Ali recibía una pensión que representaba una pequeña
fortuna, montaba sus propios caballos pura sangre, conducía autos deportivos y
tenía muchas mujeres. A su corta edad, todo lo que el dinero podía comprar.
A su padre le divertía cuando a alguna de las jóvenes que le llevaban para su
entretenimiento, el joven y viril Ali la seducía.
Su residencia, un castillo oriental, era ideal para la intriga. Nada se sabía de
quienes lo habitaban, ni el barón ni su padre tenían confidentes y sólo podía
especularse sobre lo que sucedía en el interior de sus muros.
Allí fue donde Ali conoció el amor. No el de un hombre por una mujer, sino
el de un príncipe por una esclava. Había muchas mujeres a su disposición, todas
experimentadas en el arte del amor, de diversas edades. Algunas de admirable
belleza morena, pero él prefería a las turistas rubias y desapasionadas que
visitaban El Cairo.
Tal vez era inevitable que su odio por los ingleses paradójicamente
despertara el deseo por sus mujeres. Le fascinaba subyugarlas, conquistarlas y
convertirse en su amo absoluto.
Cuando conoció a Yvonne de Brelac en París se sintió muy atraído por ella,
no porque fuera francesa, sino porque en cierto modo parecía inglesa.
Se casaron en la Catedral Quiniper con todo el boato de la ceremonia
católica. Ali sugirió que pasaran su luna de miel en El Cairo y como era la mejor
época del año para visitar ese lugar, Yvonne accedió feliz.
Cuando llegó a Egipto ya temía a su esposo, pero después de vivir varios
días en su casa, casi se había vuelto loca de terror.
No tenía idea de lo que iba a encontrar, las charlas de Ali sobre su hogar
habían sido en su mayoría producto de la falsedad.
Las habitaciones pequeñas y oscuras, las mujeres morenas que vagaban por
ellas, la vieja baronesa, gorda y desdentada, eran suficientes para asustar a
cualquier jovencita.
Y lo que era peor, el amor de su esposo la abrumaba. Por primera vez era
consciente de su propio cuerpo y ello la intimidaba, temía al dolor tanto como al
placer.
Su vida íntima le parecía impura, obscena y terrible, sólo deseaba una cosa;
volver a su hogar.
Era mucho más inocente de lo que Ali imaginaba. La había conquistado y
convencido de que se casara con él, pero no sabía cómo ganarse su amor.
Cuando le avisaron que se había fugado, y cuando recibió la carta del padre
de ella avisando que no regresaría jamás, se limitó a encogerse de hombros.
Pronto la olvidó en brazos de otras mujeres.
Ali sabía que satisfacer sus deseos no le producía una satisfacción duradera,
pero mientras vibraban en él era tenaz y disfrutaba planeando cómo obtenerlos,
con una astucia y sutileza que sin duda heredó de alguno de sus antepasados
orientales.
Desde que vio a Ann por primera vez, la deseó. Le pareció una conquista
fácil, pero mientras la cortejaba descubrió que la frialdad y seguridad en sí
misma que ella demostraba lo incitaban cada vez más.
Todo lo que había en él de salvaje e indómito surgía cuando pensaba en ella.
Le fascinaban la cabellera dorada que deseaba acariciar con manos crueles, los
ojos azules que lo miraban tan confiados, la roja boca que todavía no conocía los
besos y la pasión.
Nunca había estado tan entusiasmado antes, ni tan decidido a conseguir a
una mujer. Pero era cauteloso, sabía que las inglesas no eran fáciles de
conquistar, pues aunque con frecuencia eran sensuales por naturaleza,
físicamente eran inconmovibles.
Eran astutas para evadir ser sometidas a los deseos de su enamorado cuando
éste creía tenerlas a su merced.
Ali solía pensar durante horas interminables en Ann. Se concentraría en ella,
sabía que debía tener cuidado y no asustarla. Tendría que armarse de paciencia
para poder sumarla a la larga lista de sus conquistas.
Tal vez ese atractivo animal oculto bajo un exterior tranquilo y cortés era lo
que fascinaba a Ann. Percibía que él se escondía detrás de una máscara.
Ali esperaba alerta el momento de lanzarse a la conquista del triunfo.
Gerald era suyo, eso lo sabía Lydia, y ella le pertenecía a él, no sólo ahora,
sino para siempre. Aunque vivieran juntos o no volvieran a verse nunca, era
innegable que estaban unidos en un lazo indisoluble.
Ya no eran dos seres separados, se habían convertido en uno solo.
Les había sucedido un milagro, pero aún existían lazos terrenales que no
podían romperse, cadenas que sólo la intervención Divina podría romper.
Le pareció escuchar que una voz la consolaba, tranquilizaba su mente y la
preparaba para un mensaje.
No tenía idea de cuál sería, pero sabía que debido a la fuente de que
emanaba, ayudaría a Gerald a resolver sus dificultades.
Abrió la ventana y una hermosa luna plateada la bañó con su luz. El mundo
parecía ahora diferente.
Se arrodilló y la luz de la luna descendió sobre su cabeza, como una
bendición del cielo.
Mientras impulsaba todo su ser hacia el Poder que le había dado más de lo
que ella se atrevía a esperar, percibió el mensaje que esperaba.
¡Gerald debe regresar a su hogar!, escuchó las palabras con el corazón e hicieron
eco en su mente.
Él se portaba como un cobarde. Había cargado con tantas responsabilidades
que no debían intimidarle unas cuantas más. Margaret era su esposa y su hogar
les esperaba en Little Goodleigh.
Gerald viajaba en la dirección equivocada. Comprendió que él no se
opondría, no podía rehusar lo que ella le dijera. El mensaje le había sido enviado
para mostrarle el camino y él no fallaría.
Cuando se puso de pie sintió que le habían quitado un gran peso de encima.
Todo estaba claro. El futuro se mostraba tan despejado como el cielo hacia el
que levantaba el rostro.
Le resultó difícil regresar a su habitación, era como volver a la realidad
después de haber estado en comunión con Dios.
Pensaba que ya era tarde y debía tratar de dormir, cuando llamaron a su
puerta. Sin esperar respuesta, la abrió y entró Ann.
Se cerraba el abrigo de brocado con ambas manos, como si tratara de
protegerse de algo.
En silencio, miró a Lydia. Y como si realizara un gran esfuerzo para
concentrarse en lo que iba a decir, con voz baja, sin emoción y curiosamente
distinta, declaró:
—Quiero irme de aquí mañana.
Lydia se sorprendió.
—¿Mañana? Pero querida, ¿adónde quieres ir? ¿A casa?
—No, a cualquier otro lugar, donde tú elijas, pero que sea lejos de aquí.
—Pero... ¡Ann, tan súbitamente! No me explico...
Algo le impidió continuar. Su sexto sentido le advirtió que no debía hacer
preguntas, sino acceder. Ann tenía la apariencia de quien ha recibido un
impacto emocional.
Mantenía la mirada baja, por lo que era imposible leer sus ojos.
¿Qué sucedió?, se preguntó Lydia y el temor la estremeció, como si una mano
helada la tocara.
—Por supuesto nos iremos, querida, si así lo quieres. Debemos pensar dónde
y cómo.
—Constance Martyn va a Khartum —dijo Ann, con esa voz extraña que
parecía provenir de muy lejos, como si no fuera la de ella.
—Entonces iremos con ella. Me levantaré temprano y haré los arreglos
necesarios.
—Gracias —contestó Ann, con tono cortés como si se dirigiera a una
desconocida. Se volvió hacia la puerta y Lydia tendió la mano para detenerla.
—Ann, querida, ¿qué pasa? Dímelo por favor.
Ann se apartó de la mano como si fuera un reptil venenoso.
—¡No me toques! —exclamó con violencia y salió de la habitación sin decir
una palabra más.
Todos los antiguos temores de Lydia volvieron a ella con fuerza
abrumadora. ¿Qué había sucedido esa noche para que Ann se portara así? Miró
el reloj, eran sólo las doce de la noche. No había durado mucho la reunión, ya
que Ann partió después de las nueve.
Ninguna disputa de enamorados la habría hecho actuar de esa manera,
volverse tan rara, tan diferente a su personalidad. Esa Ann no era la misma
muchacha que había desafiado a Lydia en la mañana cuando Gerald no cumplió
su compromiso.
Preguntas que no se atrevía a hacerse giraban en su mente y no podía
apartarlas de su pensamiento.
Pensó en Ann, en el barón con su taimada sonrisa, en la voz de Ann que aún
sonaba en sus oídos y ocultando el rostro en la almohada, susurró:
—¡No, Dios mío, eso no!
Tony Martyn sonrió y tartamudeando dio las gracias. Poseía esa deliciosa
timidez de un hombre que se encuentra más a gusto entre compañías
masculinas que femeninas.
—Mi ayudante se encargará de su equipaje —dijo a las viajeras—. Tengo un
auto para llevarlas al hotel.
—¿Recibiste mi telegrama donde te avisaba que me acompañarían la señora
Bryant y Ann? —preguntó Constance mientras se alejaban de la estación.
—Sí, e informé de su llegada a todo el mundo. Recibirán una espléndida
bienvenida, te lo aseguro. Han sido muy aburridos estos últimos meses, con
mucho calor y algunos haboobs para empeorar las cosas.
—¿Qué cosa es un haboob? Habla como una persona inteligente, Tony, no te
soporto cuando pareces nativo.
Tony se rió.
—Tormentas de arena, para que entiendas.
Constance se volvió hacia las pasajeras que viajaban en el asiento trasero del
auto.
—Tony es como todos los que han vivido mucho tiempo en el extranjero.
Habla un inglés desastroso si no se lo impedimos.
—No peor que el tuyo después de estar en Nueva York —protestó su
hermano—. Regresaste con un acento americano tan pesado que no podía
cortarse con cuchillo.
—¡Mentiroso! No le haga caso, Lydia, nunca dice la verdad.
Lydia se divertía escuchando la discusión de los hermanos. Durante el viaje
había llegado a cobrarle afecto a Constance. Era una chica joven y entusiasta con
todo, como había sido Ann antes de... detuvo sus pensamientos, no deseaba
reconocer sus temores ni ante sí misma.
Cruzó el jardín por la vereda que conducía al Nilo. Se sentía feliz, no quería
pensar en que ese mismo día se separaría de Gerald. Cerró los ojos y no los
abrió hasta que escuchó pasos.
Gerald se aproximaba, vestido con un traje de montar le pareció muy
atractivo.
No sonrió cuando ella lo saludó, la expresión de su rostro era tensa, pero se
iluminó al verla. Lydia notó que no había dormido.
Extendió las dos manos en un gesto de rendición. Él las tomó entre las suyas
y le besó apasionadamente, primero los dedos y después las palmas.
—Mi precioso amor —dijo casi en un susurro.
—Te amo —declaró Lydia con ternura.
—Oh, dulce mía.
Para Lydia esas palabras fueron como un grito de socorro. Comprendió que
Gerald luchaba contra la barrera que los separaba.
La anhelaba tanto como ella a él, con la diferencia de que él aún no
comprendía que sólo alcanzarían el amor a través del sacrificio y con honor.
—Gerald, mi amor, debes regresar a tu hogar.
Las palabras lo sacudieron y sorprendieron demasiado para protestar. Ella
prosiguió y presentó sus argumentos de una manera muy tierna y persuasiva,
hasta que él, poco a poco, se convenció de que ella tenía razón.
—¿Pero cómo puedo enfrentarme a ello sin ti?
—No es en realidad, sin mí. Siempre estaré contigo, mi amor. De ahora en
adelante mis pensamientos, mis plegarias, todo lo importante de mí te
pertenece. Es sólo de cuerpo que... todavía no... podemos unirnos.
—Te necesito tanto.
—Yo también te necesito, pero sabemos que nuestro amor no puede ser, al
menos hasta que no seamos dignos de este bendito sentimiento.
—¡Tienes razón! —exclamó Gerald.
Se irguió como un soldado ante un llamado de atención.
—No soy digno de ti, todavía no, pero lo seré. Y te juro ahora, ante Dios, que
el resto de mi vida estará dedicada a ti.
Su expresión cambió, era un hombre transfigurado, las líneas de disipación
desaparecieron y en su lugar surgió un gesto de decisión.
Sus viejos ideales renacieron, la caballerosidad que había permanecido
adormecida en su interno, despertó. Comprendió que emprendía una dura
batalla y que para ganarla requeriría de toda su fuerza y su fe, pero aceptaba
gustoso el reto.
Lydia le había señalado el camino y aunque sentía miedo y sus nervios se
alteraban ante el pensamiento de regresar a casa, sabía que era el primer paso de
una nueva vida y debía darlo.
Entonces Lydia le anunció que ella y Ann partirían a Khartum.
—Tal vez es lo mejor —concluyó, con dulzura.
Pero no pudo evitar que las lágrimas humedecieran sus ojos.
Era su adiós al amor.
—Tan pronto —dijo Gerald.
La ayudó a ponerse de pie y la abrazó, la apretó contra su corazón, pero no la
besó.
Bajó la vista para observar su rostro levantado hacia él y memorizar su
serena belleza, los hermosos ojos oscuros y la boca sensual.
Sin decir una palabra más se alejó corriendo, su vestido blanco flotaba en el
aire dando la impresión de que volaba. Tony, asombrado, la miró, demasiado
sorprendido para detenerla. El corazón le latía aceleradamente y tenía los puños
cerrados.
Permaneció inmóvil durante mucho tiempo después de que ella desapareció
de su vista, entonces, con un sollozo que no pudo controlar, se volvió y apoyó la
frente sobre el tronco de un árbol.
—¡Oh, Ann! —exclamó con desventura.
No lo amaba, se dijo. Fue muy optimista al pensar que lo quería. ¿Qué podía
importarle alguien como él, cuando con su belleza enloquecía a todos los
hombres?
Tenía todo lo bueno que la vida podía darle; belleza, juventud, dinero y
libertad. Sólo unas cuantas veces, él se había preguntado si era completamente
feliz.
A veces parecía triste, con una mueca de amargura en esa boca que él
deseaba con tanta desesperación besar. En esas ocasiones deseó tener el valor de
preguntarle qué le sucedía para compartir sus problemas con ella, ayudarla y
protegerla.
Era tan esbelta, pequeña y frágil que despertaba en él el anhelo de ofrecerle
su protección y resguardarla de cualquier cosa que pudiera hacerle daño.
Se controló. Debía aceptar su fracaso. Tal vez ella cambiaría de opinión,
después de todo, lo había abrazado y permitido que la rodeara con sus brazos.
Al menos eso era una esperanza. Sin duda debería sentir algo de cariño hacia él.
Con una tranquilidad que en realidad no sentía, Tony regresó al palacio.
Ann corrió y sólo hasta que llegó al salón no aminoró el paso, después,
apresuradamente se dirigió al amplio vestíbulo.
Con lentitud, volvió sobre sus pasos. Cruzó la calle y se detuvo bajo un árbol.
¡Amo a Tony!, se dijo.
Se preguntó qué sentiría él, qué estaría haciendo en ese momento. Con
seguridad la buscaba entre las parejas que bailaban.
Su rostro, amable y bronceado, tendría una expresión ansiosa.
Lo amo, pensó de nuevo Ann.
Ahora lo comprendía. Amaba su ternura, su bondad y cómo siempre
pensaba en ella, no en sí mismo. Era grande y fuerte, sin embargo, parecía un
niño que no tuviera confianza en él.
—Lo amo —susurró y las hojas de los árboles parecieron hacer eco a sus
palabras.
¿Pero cómo podría decírselo? ¿Cómo atreverse a aceptar y corresponder el
amor que él le ofrecía?
Se estremeció y se cubrió el rostro con las manos. Vívidas y brutales en su
intensidad, volvieron a su memoria los recuerdos de lo que sucedió la noche
anterior, antes que ella y Lydia salieran de El Cairo.
Poco a poco se vio a sí misma envuelta en la red que habían tejido con toda
sutileza en torno suyo. Qué necia había sido. ¿Por qué no escuchó los consejos
de Lydia?
Ahora era demasiado tarde para deshacer lo hecho. Demasiado tarde para
volver a ser la criatura feliz que había sido antes de conocer al barón.
¿Por qué... por qué se dejó engañar por él?
Algo había paralizado su mente. Era como si permaneciera inmóvil con la
vista clavada en un túnel negro y sin fin. No podía apartar los ojos de él y se
hundiría en él, se perdería en esa oscuridad, en el mal...
Su vida se había detenido, su cerebro dejó de funcionar...
Al fin, cuando sentía que ya no podía dar un paso más y estaba a punto de
rendirse, vio la escalinata de piedra. La subió de rodillas y cuando llegó a lo
alto, se dejó caer, exhausta.
Después de un largo rato, con no poco esfuerzo, logró ponerse de pie.
Debo llegar a mi habitación, se dijo. ¡Debo hacerlo!
Cruzó la calle rumbo al hotel, luchaba contra una debilidad que amenazaba
rendirla en cualquier momento. El tiempo se detuvo.
La corta distancia hasta el hotel parecía interminable. Por fin, la puerta
iluminada estaba frente a ella.
Extendió la mano para abrirla, requirió un supremo esfuerzo de su parte.
Cuando vio el familiar vestíbulo del hotel y la cara asombrada del portero
nocturno, aflojó el férreo control que mantuviera en los momentos cruciales y
sin decir palabra, se desplomó.
La oscuridad descendió sobre ella y no supo más.
—Así que pensé que tal vez no quería que lo molestaran. Abracé a Barnado y
nos quedamos quietos. Entonces, de pronto, tío Gerald exclamó: “¡Oh, Dios, haz
que se convierta en realidad!” Eso debió ser una oración ¿verdad?
—Creo que sí.
Lydia se inclinó para besar a Tessa y la abrazó para que la niña no viera las
lágrimas que ya no podía contener y que resbalaban por sus mejillas.
—Te contaré un secreto —dijo la pequeña.
—Sí, hazlo.
—Bueno, tal vez soy muy mala, porque aunque siento lo que le sucede a Ann
no puedo evitar alegrarme un poco también, porque así puedo quedarme aquí
contigo y con tío Harold y eso me encanta.
Lydia la acarició. Hacía quince días que Tessa había llegado a Khartum con
Harold.
Ann había estado gravemente enferma, ya que además de pulmonía, sufrió
lo que los doctores diagnosticaron como un ataque leve de fiebre cerebral que la
hacía delirar, gritar y llorar, presa de un inmenso terror. No reconocía a nadie.
Para Lydia, la compañía de Harold resultó un gran alivio. Se sentía muy sola
para llevar sobre sus hombros una responsabilidad tan grande sin nadie a su
lado.
Había hablado por teléfono a El Cairo y Dandy le informó que Gerald había
salido, pero la comunicó con Harold quien había salido a cabalgar con Tessa.
Nina Higley había abandonado a la niña poco después que Ann y Lydia
salieran de El Cairo y Harold de inmediato envió un telegrama al padre de
Tessa para avisarle.
Él contestó diciendo que conseguiría un permiso, pero mientras tanto,
suplicaba a Harold que se hiciera cargo de la niña.
Harold sabía que sería imposible que Gerald viajara a Khartum, por lo que
había resuelto el problema llevándose a Tessa con él.
Ann había sido trasladada del hospital a una casa de convalecencia privada,
donde Lydia permanecía todo el día a su lado.
El doctor Watson se había convertido en un sincero amigo. La mantenía
tranquila y le daba esperanzas respecto a Ann y cuando lo conoció mejor, él le
mostró parte del trabajo que realizaba en Khartum. Empezó a desterrar algunas
enfermedades a base de una vigilancia estrecha.
Los nativos confiaban en él y su trabajo con las mujeres, poco a poco se
imponía sobre los métodos tradicionales e inefectivos respecto al
alumbramiento.
Tony era quizá el más afortunado entre los que esperaban ansiosos la
recuperación de Ann. Tenía su trabajo que lo mantenía ocupado y no tenía que
permanecer, como Lydia, día tras día sin hacer nada, pero demasiado nerviosa
para ausentarse ni siquiera un rato de la clínica.
No obstante, el por lo general alegre rostro de Tony, ahora mantenía una
perpetua expresión de preocupación y sus compañeros echaban de menos sus
risas que antes eran parte inevitable de sus conversaciones.
En cuanto se desocupaba por la tarde acudía a la casa de convalecencia.
Lydia llegó a reconocer el sonido de su auto cuando se detenía frente a la
puerta.
Un momento después se reunía con ella.
Si Harold se encontraba de visita solía convencerlo de que fuera al club y
jugaran a cualquier cosa que lo distrajera.
La propia Lydia había bajado de peso abrumada por la preocupación, y las
líneas profundas bajos sus ojos eran las huellas de noches sin dormir.
Habría sido imposible que no pensara en Gerald durante esas largas horas de
espera. Una carta que le entregó Harold le brindó un profundo alivio, y aunque
no le había contestado, la llevaba consigo noche y día.
No fue una carta larga, sólo unas cuantas líneas, pero que le decían todo
cuanto ella deseaba saber.
Mi precioso amor: te envío unas cuantas líneas para decirte que siempre
pienso en ti y como fueron tus deseos, ya estoy haciendo los arreglos necesarios
para marcharme de aquí tan rápido como sea posible. Cuando me vaya, me
acompañarás como siempre en mi corazón y en mis pensamientos.
Dios te cuide, mi amor, te amo.
Gerald.
En Inglaterra, pensó Lydia, ya deben estar ocupados en preparar la casa para la
llegada del amo.
¡Cómo desearía poder estar con él! ¿Podría haber algo más emocionante que
regresar a casa después de muchos años de exilio?
Se preguntó si Margaret soportaría el viaje, pero no podía imaginar cuáles
serían sus sentimientos o emociones al regresar.
Margaret era tan apática respecto a lo que la rodeaba que Lydia sólo podía
pensar que ese cambio significaría poco para ella, únicamente le afectaría en
cuanto a su comodidad, pero no en otro sentido más profundo.
Evelyn los recibiría. Habría al menos alguien para darles la bienvenida, una
cara sonriente y conocida para alegrarles su llegada.
Harold se había mantenido en contacto con Gerald e informó a Lydia que
Margaret ignoraba la gravedad de la enfermedad de su hija.
—Dandy opina que puede provocarle uno de sus ataques al corazón —dijo—
. Ha sufrido varios y han sido muy serios. Cuando se accidentó sentía mucho
El tono de voz, más que las palabras, indicaba a Lydia lo que insinuaban sus
palabras. Trató de pensar en una respuesta, pero antes que lograra hacerlo,
Harold se inclinó hacia adelante en su silla.
—Sabe a lo que me refiero ¿verdad, Lydia?
Ella lo miró a los ojos.
—Lo siento, querido Harold —dijo y extendió la mano para tocarlo en el
brazo con suavidad—. Lo comprendo, pero me temo que no podré ayudarle en
ese sentido.
Advirtió que Harold se ponía rígido y lo vio desviar la vista para mirar hacia
el vacío.
—No tenía mucha esperanza, en realidad —declaró.
—Por favor, trate de comprender —rogó Lydia—. Me agrada usted mucho,
ha sido un amigo maravilloso para mí, pero no le amo.
—¿Y si esperáramos? —preguntó titubeante Harold.
Lydia negó con la cabeza.
—Amo a otro. No podemos casarnos, pero es el único con quien lo haría —
hizo una pausa y agregó—. Estoy muy sola, Harold, y necesito la amistad de
usted.
Él le apretó la mano hasta hacerle daño. Lydia se dio cuenta que no podía
hablar, que le era imposible expresar con palabras lo que sentía, pero que sufría
intensamente por su rechazo.
La llegada de su bebida fue una distracción que ella agradeció, pero cuando
el sirviente se alejó resultó difícil romper el silencio.
Para él era un esfuerzo sonreír, pero logró hacerlo. Tomó su copa y la
levantó:
—Por su futuro, Lydia y por su felicidad.
Sabía que él debía librar su batalla solo, salir adelante por sí mismo sin que
ella le ayudara o distrajera. No debía intervenir, ni permitir que el amor que
sentían el uno por el otro interfiriera con la meta que él se había fijado.
Ella comprendía que con su regreso a casa, él empezaba a construir las bases
para iniciar una nueva vida. Hasta que hubiera asentado esas bases y
reconstruyera sobre las ruinas del pasado, ella debía permanecer alejada.
Deseaba con desesperación escribirle. Más de una vez empezó una carta,
levantándose de la cama a medianoche para hacerlo.
Le había escrito páginas, donde expresaba sus pensamientos, sentimientos y
su amor.
Pero cuando amanecía y tenía la mente clara, leía lo que había escrito y
comprendía que era un paliativo para sí misma y entonces destruía lo que
escribiera.
Con la certidumbre que da una profunda fe, sabía que algún día, de algún
modo, ella y Gerald volverían a reunirse y hasta que esa felicidad les fuera
permitida, los dos tenían mucho que hacer.
Debo trabajar, se dijo Lydia, pero sabía que no volvería a aceptar ser dama de
compañía.
Nunca volvería a elegir una vida de lujo y diversión. No quería bailar, lucir
bella ropa ni trasladarse de una hermosa casa a otra.
Deseaba algo más difícil, algo que requiriera más de sí misma.
Pensaba en ello cuando salió de la habitación y bajó con lentitud por la
escalera.
Titubeó un instante y antes de salir a la terraza se dirigió a la cabina
telefónica. Pidió un número y poco después escuchaba la voz profunda del
Doctor Watson.
—Soy Lydia Bryant. Ann está bien, disfrutó de la reunión, pero no le llamo
por eso. Deseo pedirle un favor para mí.
—¿Cuál?
—¿Tendría tiempo de recibirme mañana? Podría acompañarlo a hacer sus
visitas si va solo.
—Saldré hacia Omdurman a las once. La recogeré en el hotel.
—Gracias, estaré lista.
resulta difícil divertirme. Quién sabe, quizá deseo probarme a mí misma que
merezco ser esposa... y madre.