El Quebrantador de Juramentos - Nick Kyme
El Quebrantador de Juramentos - Nick Kyme
El quebrantador
de Juramentos
Warhammer
ePub r1.0
epublector 01.07.14
Título original: Oathbreaker
Nick Kyme, 2008
Traducción: Aida Candelario Castro
***
Ralkan despertó cubriéndose la boca
con una mano nudosa para no gritar.
Estaba empapado de sudor a pesar de la
fría cámara de piedra donde se hallaba.
Contuvo las lágrimas mientras sus ojos
se adaptaban a la oscuridad. Aguardó
un momento escuchando atentamente
el silencio… Nada se movía. Ralkan
exhaló aliviado, pero el corazón seguía
latiéndole con fuerza a causa de la
pesadilla. No, no había sido una
pesadilla. Había sido un presagio, un
presagio de su destino.
UNO
***
Uthor Algrimson se llenó los pulmones
con una potente bocanada de aire
gélido mientras contemplaba las
cumbres envueltas en niebla de las
lejanas Montañas del Fin del Mundo.
En una zona de terreno bajo en las
estribaciones de la imponente
cordillera, dejó de sentir los calambres
que padecía en cuello y espalda. El sol
estaba despuntando en el horizonte
mientras él disfrutaba de la vista. Su
hogar en Karak Kadrin, situado allá al
norte, se fue convirtiendo en un lejano
recuerdo a medida que la sombra de
Zhufbar se alzaba imponente al oeste. Y
más allá estaba Karak Varn.
La brisa de las tierras altas agitaba
las alas del yelmo que llevaba el enano
y hacía ondear su capa corta. El viento
lo limpió de su sombrío humor y
empujó la desesperada situación de su
señor y padre al fondo de su mente.
Por debajo de él, después de una
empinada escarpadura, refulgía la vasta
y oscura sombra del Agua Negra. Uthor
había aparecido en el borde oeste de la
misma.
—Es una vista maravillosa, ¿verdad?
—comentó una voz por encima de
Uthor.
El enano, que se sobresaltó un
momento, levantó la mirada y vio a un
enano medio calvo con una espesa
barba rojiza. Estaba sentado sobre un
afloramiento rocoso desde el que se
dominaba el gigantesco lago. Volutas de
humo se alzaban del cuenco de una
pipa de hueso que sujetaba con el
pulgar y el índice de la mano derecha,
una ballesta de aspecto extraño
descansaba sobre su regazo. Vestía un
resistente mandil de cuero sobre una
túnica que mostraba la runa de
Zhufbar.
—Según la leyenda, el cráter se
formó debido al impacto de un
meteorito en la antigüedad. Hoy en día,
las agitadas aguas del lago bañan la
mena que se extrae de las minas y
hacen girar las grandes norias que
mueven los martillos de forjar de
Zhufbar y Karak Varn —explicó el
enano y, mirando a Uthor, añadió—:
Rorek Ojopedernal de Zhufbar.
—Uthor Algrimson de Karak
Kadrin —respondió Uthor con una
inclinación de cabeza y, cuando el otro
enano se volvió hacia él, observó que
llevaba un parche en el ojo.
Rorek se puso en pie y bajó del
afloramiento rocoso. Los dos enanos se
dieron un efusivo apretón de manos.
Uthor se fijó en que su hermano llevaba
en el dedo un anillo grabado con el
emblema de un gremio artesano.
—Ingeniero y guía turístico —
comentó al reconocer el emblema.
—En efecto —respondió Rorek, que
no dejó de mascar el extremo de su
pipa a lo largo de todo el intercambio
de palabras, al parecer sin inmutarse
por el leve escarnio que Uthor le había
dirigido.
Uthor esbozó una sonrisa fría
mientras ponía fin al apretón. A juzgar
por sus manos, Rorek sólo podía ser un
enano artesano, ya que eran roscas, y
estaban manchadas de aceite y virutas
de metal.
—Estás lejos de casa, Uthor
Algrimson —dijo Rorek.
—Un miembro lejano de mi clan,
Kadrin Melenarroja de Karak Varn, me
ha convocado a un consejo de guerra —
contestó Uthor, poniéndose derecho—.
Hay pieles verdes alrededor del Agua
Negra buscando probar el sabor de mi
hacha —añadió con una amplia sonrisa.
—En ese caso, somos compañeros
en esta misión —anunció Rorek—, pues
yo también me dirijo a Karak Varn.
—Tu ballesta es impresionante,
hermano —dijo Uthor, que no había
visto nunca nada igual.
Rorek bajó los ojos hacia el arma y
la sostuvo contra el pecho con ambas
manos para que Uthor pudiera verla
mejor.
—La he diseñado yo mismo —
aseguró, vanagloriándose.
La ballesta era más grande que las
que usaban los ballesteros de Karak
Kadrin. Uthor estaba familiarizado con
ese tipo de arma, ya que había utilizado
una durante las numerosas
expediciones contra los goblins en las
que había acompañado a su padre. Un
oscuro recuerdo surgió por su propia
voluntad en la mente de Uthor al
pensar en su señor. Lo aplastó y se
concentró en la creación del ingeniero.
Estaba bien hecha, como era de
esperar de los enanos de Zhufbar.
Tenía una pequeña palanca de metal,
sujeta a una base circular, atornillada al
mango y en la larga estructura de
madera había una caja de metal de
aspecto pesado llena de flechas. Uthor
no pudo evitar fijarse en una caja
parecida atada al grueso cinto de
herramientas del ingeniero, que
contenía una cuerda enrollada con un
resistente gancho de metal en un
extremo.
—Es… poco común —dijo.
—Aún no se la he presentado al
gremio —admitió Rorek.
Uthor no era ingeniero, pero
conocía las tradiciones que había
establecido el gremio de ingenieros y
sabía que eran reacios a aceptar
inventos. Intentar que el gremio
reconociera tal artefacto podría poner
en peligro la condición de Rorek y lo
más probable era que lo recibieran con
descontento.
Antes de que Uthor pudiera decirle
nada de esto al ingeniero, la brisa trajo
el sonido del entrechocar del acero y los
gritos de la batalla. Se podían distinguir
palabras en khazalid en medio del
clamor de la lejana refriega. Rorek abrió
mucho el ojo bueno mientras se volvía
hacia el origen del alboroto.
—No está lejos —anunció—. Al sur,
justo después de este lado del Agua
Negra.
—Entonces será mejor que nos
demos prisa —propuso, Uthor
torciendo el labio superior en una
sonrisa salvaje—. Parece que la batalla
ha comenzado sin nosotros.
***
Gromrund del clan Yelmoalto,
martillador del Gran Rey Kurgaz de
Karak Hirn y llamado así por el
poderoso y ancestral yelmo de guerra
que llevaba en la cabeza, bajó con
rigidez por el camino Ungdrin, con su
compañero siguiéndolo a pocos pasos
de distancia.
El camino subterráneo de los
enanos, abierto en las rocas en la
antigüedad, en un esfuerzo en conectar
las numerosas fortalezas de las
montañas del Fin del Mundo, era
enorme. Faros rúnicos a los que se
podía hacer brillar, e incluso arder, con
una sola palabra en khazalid, la lengua
de los enanos, proporcionaban
orientación e iluminación a través de
los miles de túneles que desde la Era de
la Aflicción se habían convertido, al
menos en parte, en el dominio de
criaturas malignas: orcos, goblins y
moradores aún peores asolaban ahora
los pasadizos en ruinas del camino
Ungdrin.
—Las puertas de Karak Varn no
están lejos —dijo Gromrund mientras
levantaba un farol tras fijarse en una
runa indicadora grabada en una de las
elaboradas columnas situadas a lo largo
de las paredes del túnel.
Entre ellas había estatuas de dioses
del pasado. A sus pies se veían gruesas
lajas de piedra gris y marrón claro
colocadas formando un mosaico
entretejido con las runas de Karak
Varn.
—Por aquí —indicó el martillador y
se fundió con la oscuridad.
—¿Has visto alguna vez las puertas
doradas de Barak Varr, amigo? —
preguntó el compañero de Gromrund,
un enano que se había presentado
como Hakem, hijo de Honak, del clan
Honak, portador del martillo Honakinn
y heredero de las casas mercantes de
Barak Varr, Puerta del Mar y Joya del
Oeste. La interminable genealogía no
impresionó al martillador.
—No, pero sospecho que estás a
punto de describírmelas —contestó
Gromrund con brusco desdén.
Los dos enanos se habían
encontrado en una confluencia del
camino Ungdrin por pura casualidad,
en un punto en el que los túneles
subterráneos que conectaban Karak
Hirn y Barak Varr se unían. Llevaban
tres días viajando juntos. A Gromrund
le habían parecido meses.
—No tienen nada que envidiar a las
grandes puertas de Karaz-a-Karak en
cuanto a majestuosidad —se vanaglorió
Hakem—, eclipsan incluso al Vala-
Azrilungol con su belleza. Están hechas
de hierro con incrustaciones de joyas
centelleantes que brillan con la luz del
sol. Cada puerta lleva forjada en el
metal la imagen de los reyes Grund
Hurzag y Norgrikk Cejorrisco,
fundadores de la Puerta del Mar y mis
estimados antepasados. Franjas de
gruesa y reluciente filigrana de oro
dibujan las runas del clan real de Barak
Varr.
Al señor del clan mercante se le
empañaron los ojos al hablar de esa
obra maestra arquitectónica.
—Estoy seguro de que son una
maravilla —comentó el taciturno
martillador, preguntándose si podría
hacer callar a su compañero de viaje
con un golpe de su gran martillo, pues
dudaba que alguien fuera a echar de
menos al señor del clan mercante.
Sin embargo, para ser sincero,
incluso Gromrund se conmovió, como
les ocurría a todos los enanos cuando se
hablaba de los viejos tiempos, pero hizo
todo lo posible para ocultarlo.
La vestimenta de mercader de
Hakem era casi tan aparatosa como su
lengua: la armadura dorada, los anillos
de los dedos y la túnica de terciopelo
morado hablaban de riqueza, pero no
de herencia, de honor. A Gromrund
esta opulencia le resultaba decadente y
de mal gusto. Sabía que la Guerra de
Venganza había dañado los bolsillos y
el orgullo de los señores de los clanes
mercantes de Barak Varr. Ahora, unos
cuatrocientos años después, se había
interrumpido el comercio con los elfos.
Necesitaban establecer vínculos más
fuertes con sus parientes, ganarse su
favor y forjar nuevos contratos. No se le
ocurría ninguna otra razón para que
hubieran convocado a Hakem. Invitar a
un enano como éste a un consejo de
guerra parecía inapropiado, como
mínimo; como máximo, era un insulto.
El Ungdrin se estrechaba más
adelante y el techo se inclinaba hacia
abajo bruscamente, sin duda como
resultado de los terremotos que habían
asolado Karak Varn y todo Karaz
Ankor. Esto obligó al martillador a
volver a concentrarse en el asunto que
los ocupaba. Los daños sólo afectaban a
una corta sección del túnel, pero
Gromrund tuvo que inclinarse para
poder pasar con el yelmo, que lucía dos
enormes cuernos enroscados y la efigie
de un jabalí de bronce.
—¿Por qué no te quitas el yelmo,
hermano? —propuso Hakem, que iba
justo detrás de él, y que sólo tuvo que
agacharse un poco tras sacarse su yelmo
incrustado de joyas.
Gromrund se volvió y fulminó con
la mirada al enano de Barak Varr con el
rostro rojo de indignación.
—Es una reliquia de mi clan —soltó
—. Es lo único que necesitas saber.
Ahora ocúpate de tus asuntos y no te
metas en los míos —añadió y prosiguió
por el túnel sin esperar la respuesta de
Hakem.
En cuanto cruzaron el estrecho
pasadizo, el Ungdrin se ensanchó de
nuevo formando una caverna de la que
salían tres portales. Una gran placa
circular de bronce situada en el suelo,
en el centro de la sala, presentaba más
símbolos rúnicos. Se trataba de un
bazrund, un indicador que señalaba
que se encontraban cerca de la fortaleza
y que mostraba los caminos que
llevaban a Zhufbar y Karaz-a-Karak.
—Entiendo de reliquias, hermano
enano —contestó Hakem mientras se
colocaba sobre la placa—. ¿Qué me
dices de esto?
Mientras se agachaba sobre la placa
para confirmar que avanzaban en la
dirección correcta, Gromrund vio con el
rabillo del ojo que el enano sostenía en
alto un martillo rúnico. Era tan
hermoso que se detuvo a mirarlo.
Era evidente que ese martillo rúnico
lo había creado un maestro. Era más
sencillo de lo que Gromrund se habría
imaginado: una simple cabeza de piedra
—grabada con tres runas que brillaban
débilmente en medio de la penumbra—
remataba un mango sin adornos tallado
de resistente Wutroth y con
incrustaciones de rubíes de fuego. La
empuñadura estaba cubierta con tiras
de cuero y una correa gruesa lo ataba a
la muñeca enjoyada de Hakem.
—¿Has visto alguna vez algo tan
magnífico? —inquirió Hakem con los
ojos resplandecientes de orgullo. La
barba negra impecablemente acicalada
se le erizó y las piedras preciosas
engastadas en los pasadores de las
trenzas que la decoraban refulgieron
gracias al brillo de las runas del
martillo.
—Parece un arma bastante buena
—contestó Gromrund, fingiendo
indiferencia. Se volvió y emprendió la
marcha.
—¿Bastante buena? —repitió
Hakem sin dar crédito a lo que oía—.
¡Vale más que todas las riquezas de la
mayoría de los clanes! —exclamó y,
dándose cuenta de que un poco de
tierra del estrecho túnel había
ensuciado el terciopelo de su ropa, se
sacudió la vestimenta.
—¿De todas formas, para qué
necesita un mercader un arma como
ésa? —comentó Gromrund, haciéndose
el desinteresado.
—Eso es asunto mío —contestó
Hakem, disfrutando del momento.
Gromrund resopló.
—Mequetrefe envuelto en sedas —
murmuró el martillador.
—¿Qué has dicho? —preguntó
Hakem.
—Que ya casi hemos llegado —
mintió Gromrund con una sonrisa
traviesa bajo la barba, antes de que
Hakem continuara alardeando de las
riquezas de los señores de los clanes
mercantes y la casa de Honak. No veía
la hora de llegar.
***
Para cuando coronaron la última
cuesta, Rorek estaba jadeando. Por
debajo de ellos, en un estrecho
barranco, se estaba librando una
batalla. Había dos enanos: uno de ellos
era claramente un señor del clan y
portaba un hacha y un escudo; el otro
era mucho mayor, un barbalarga, e iba
armado del mismo modo. Luchaban
espalda contra espalda. Rorek contó
nueve orcos rodeándolos y otros seis
muertos a sus pies. Observó que uno de
los pieles verdes se aproximaba con una
implacable lanzada. El barbalarga
descargó un golpe mientras el señor del
clan clavaba la punta de su hacha en el
cuello del orco y la sangre le empezaba
a manar a chorros de la herida.
Uthor ya había visto suficiente. Una
sonrisa feroz apareció en su rostro
mientras se abalanzaba contra el
tumulto y bramaba:
—¡Uzkul urk!
Uno de los orcos, una fornida bestia
con anchos colmillos que le sobresalían
de la mandíbula y un aro de hierro
atravesándole la nariz, se volvió para
enfrentarse a esta nueva amenaza. Se
produjo un destello plateado y luego un
ruido grave y sordo al hender el arma el
aire. El golpe derribó al orco que chocó
contra el suelo antes de poder arrojar la
lanza pese a tener un hacha enterrada
en el cráneo.
***
Rorek, que se encontraba en el cerro,
vio cómo Uthor lanzaba su hacha
dando vueltas contra el orco que se
encontraba más cerca. Avanzó
rápidamente detrás del arma,
esquivando el violento golpe de otro
piel verde, antes de darle un fuerte
puñetazo en la cara con la mano con
guantelete de cuero y romperle el
hocico. Se detuvo para recuperar el
hacha, liberándola de un tirón con una
mano. Más sangre salió a chorros de la
herida mortal. A continuación, Uthor
utilizó el mango para bloquear una
cuchillada por encima de la cabeza que
le dirigió el orco con el hocico
destrozado.
Más abajo, el resto de los orcos aún
seguían presionando al señor del clan y
al barbalarga. Una de las bestias parecía
una especie de jefe. Tenía la piel mucho
más oscura que los demás, su cuerpo
era más grande y más musculoso, y
llevaba un yelmo de cuero con cuernos.
Blandía y aporreaba el escudo del señor
del clan con la rudimentaria arma.
Uthor había despachado a un
segundo orco, le había cortado la parte
superior del cráneo con el borde afilado
de su hacha y la materia del interior se
había derramado por el suelo.
Respiraba pesadamente y otros dos
orcos se le vinieron encima,
empuñando siniestros cuchillos y
burdas espadas curvas.
Rorek cogió la ballesta que llevaba
al costado, soltó el seguro y giró la
palanca. Una descarga cerrada de
flechas salpicó el barranco. Uno de los
orcos recibió un impacto en la
mandíbula, una segunda flecha le
atravesó el cuello y una tercera le clavó
el pie al suelo, aunque cuatro
proyectiles más, como mínimo,
chocaron contra el suelo sin causar
daños. El ingeniero soltó un rugido de
júbilo y luego resopló cuando una
flecha cruzó a cierta distancia del yelmo
alado de Uthor mientras otra le pasaba
silbando cerca de la oreja. El enano
soltó una maldición y miró a Rorek con
el entrecejo fruncido antes de
encargarse del orco clavado al suelo con
su hacha y luego concentrarse en su
compañero ileso.
Rorek cambió de idea, se echó la
ballesta al hombro y sacó su hacha de
mano. Tendría que hacerlo a la antigua.
—¡Comekruti! —le soltó Uthor a
Rorek cuando el ingeniero llegó a su
lado procedente del cerro mientras
destripaba al segundo orco, aunque se
acercaban más para ocupar su lugar—.
¡Puede que a ti te quede bien, pero a mí
no me apetece llevar un parche!
Rorek asintió con la cabeza,
disculpándose, antes de cortarle la
mano a otro orco. Uthor acabó con la
criatura decapitándola.
—Quédate detrás de mí y mantén
esa ballesta bien asegurada —ordenó.
***
En la base del cerro, mientras los
constantes golpes del jefe orco lo iban
aplastando lentamente bajo su escudo,
Lokki vio que los dos desconocidos
corrían en su ayuda.
—¡Halgar! —gruñó.
El barbalarga le dio una patada a un
orco en la espinilla, destrozando el
hueso, y mató al piel verde mientras
éste se encogía de dolor.
—Ya los veo —contestó,
volviéndose a medias para mirar a su
señor, a la vez que otros dos orcos
requerían toda su atención.
—No, anciano —repuso Lokki, el
dolor le subía por el brazo mientras el
escudo recibía incesantes golpes—.
Necesito un poco de ayuda.
Halgar balanceó el hacha trazando
un furioso arco y obligando a los dos
orcos que tenía delante a ceder terreno.
Entonces se dio media vuelta y embistió
con el hombro contra la parte plana del
escudo de Lokki mientras el señor del
clan hacía lo mismo.
—¡Empuja! —bramó.
El jefe orco asestó otro golpe, pero
esta vez se encontró con la fuerza de
dos enanos furiosos y su maza salió
desviada. Lokki y Halgar siguieron
empujando y estrellaron el escudo
directamente contra el cuerpo del jefe
orco, que retrocedió tambaleándose,
asombrado.
Halgar soltó un grito cuando una
lanza lo golpeó en el costado. Le partió
algunos eslabones de la cadena de la
armadura y le rozó el hueso, pero no lo
atravesó. La expresión de Lokki se tiñó
de preocupación por el venerable
enano, pero Halgar le ordenó a gritos:
—¡Mata a esa bestia!
El barbalarga hizo un gesto hacia el
tambaleante jefe orco antes de apartar
la lanza de un manotazo y volverse de
nuevo para hacer frente a sus enemigos.
Lokki hizo lo que le ordenó.
Balanceó el hacha trazando un círculo y
levantó el escudo para aliviar un poco el
dolor y la rigidez que sentía en el
hombro. El orco sacudió la cabeza y una
llovizna de sangre y mocos salió
despedida de sus orificios nasales
cuando resopló. La criatura soltó un
gruñido al ver avanzar al enano.
—¡Vamos! —bramó Lokki, mirando
a la bestia a los ojos.
***
Uthor aporreó a otro orco con la parte
plana de la hoja del hacha antes de
clavársela en la barbilla; la cara y la
barba se le llenaron de salpicaduras de
cuando la mandíbula del orco cedió. El
enano liberó su arma, carraspeó y
escupió sobre el cadáver.
—Se han sumado otros cinco desde
que nos unimos a la pelea —le dijo a
Rorek, que le guardaba las espaldas.
—Yo he visto como mínimo tres
más salir de las rocas que coronan el
cerro occidental —respondió Rorek—,
pero están disminuyendo —añadió
entre jadeos.
Los dos enanos habían dejado un
impresionante rastro de pieles verdes
muertos a su paso. No obstante, otro
grupo había aparecido de las rocas,
colocándose entre ellos y los otros
enanos. Sin embargo, después de
despachar a los refuerzos, solamente
quedaba un puñado de orcos y Uthor
dispuso de una ruta despejada hasta sus
dos hermanos en combate.
El barbalarga se enfrentaba a tres,
mientras que el señor del clan se
preparaba para luchar contra el jefe
orco, blandiendo el hacha y el escudo
con la facilidad que da la práctica. Otros
dos pieles verdes —más grandes que los
otros y con armaduras más pesadas—
permanecían detrás del jefe, era de
suponer que por órdenes del orco.
Uthor resopló.
—Me encargaré de vosotros después
—dijo entre dientes y clavó su dura
mirada en los tres que peleaban contra
el barbalarga.
***
El jefe orco que se encontraba frente a
Lokki estaba a punto de emprender el
ataque cuando, como si se hubiera
dado cuenta de pronto de dónde se
encontraba, retrocedió y gruñó en su
corrompida lengua. Dos orcos con
pesadas armaduras que se encontraban
detrás de él se lanzaron repentinamente
hacia delante y se interpusieron en el
camino del señor del clan. Detrás de
ellos, el jefe bramó de nuevo, emitiendo
un grito estridente. Lokki lanzó una
breve mirada por encima del hombro y
vio que lo que quedaba de la horda
horca estaba batiéndose en retirada.
Los dos que quedaban vivos tras
enfrentarse a Halgar ya estaban
corriendo. Tres más huyeron de los
otros dos enanos, que se abrían paso
por la llanura y que ahora se
encontraban a sólo unos metros de
Lokki y Halgar. Uno de los pieles
verdes que huía cayó al suelo, chillando
después de que un hacha lo golpeara en
la espalda con un ruido sordo. Cuando
Lokki volvió a mirar, descubrió que
otros dos, junto con el jefe y sus
guardaespaldas, habían logrado huir.
Subieron por el barranco
desperdigándose por la ladera y se
perdieron en las cercanas estribaciones
al borde de la Vieja Carretera Enana. Al
parecer, la voluntad de los orcos se
había venido abajo y, para cuando todo
hubo terminado, los cuerpos de unos
dieciséis pieles verdes estaban
desparramados por el suelo.
—Asquerosos urks —gruñó Halgar
—. No tienen valor para pelear, no es
como en los viejos tiempos.
Lokki decidió no darles caza.
Dudaba que Halgar pudiera seguir el
ritmo, a pesar de las protestas del
barbalarga en sentido contrario, y tenía
que reconocer que él también estaba
cansado. Se limpió la sangre de un corte
que tenía en la frente, debido a una
herida que no había advertido, y vio
cómo uno de sus nuevos aliados, un
enano que llevaba un yelmo con alas y
una armadura de bronce grabada con
las runas de Karak Kadrin, arrancaba su
hacha del cuerpo de un piel verde.
—Os damos las gracias, hermanos
—dijo Lokki mientras se volvía a colgar
el escudo a la espalda y enganchaba el
hacha en el cinto de las armas antes
ofrecerle la mano abierta al enano que
empuñaba el hacha—. Soy el señor del
clan Lokki Kraggson de Karak Izor.
—De las Cuevas —comentó el
portador del hacha, intentando no
alterar la voz ni mostrar desdén.
Existía cierto resentimiento entre los
enanos de las montañas del Fin del
Mundo y los de las otras cordilleras.
Algunos los llamaban exiliados. Otros
utilizaban nombres menos agradables.
—Sí, de las Cuevas —respondió
Halgar con orgullo, haciéndole frente al
desprecio del desconocido mientras se
situaba junto a su señor.
—Gnollengrom —masculló el
portador del hacha a la vez que hacía
una profunda reverencia a Halgar. Tras
volver a enderezarse le dio un fuerte
apretón de manos a Lokki—. Es un
placer, hermano. Yo soy Uthor
Algrimson de Karak Kadrin, y éste es
Rorek Ojopedernal de Zhufbar —
añadió, señalando a su compañero, un
enano que llevaba un parche y una
ballesta de aspecto extraño.
—Estamos en deuda con vosotros —
contestó Lokki, a la vez que hacía un
gesto con la cabeza en señal de
agradecimiento.
—Perteneces al clan real de Karak
Izor —apuntó Uthor, fijándose en el
pendiente dorado que lucía Lokki.
Fue una afirmación, no una
pregunta.
Lokki asintió.
—Entonces, parece que los rumores
acerca de que los urks se están
reuniendo en las montañas deben ser
ciertos, si los clanes reales se están
interesando —observó Uthor—. Es una
gran audacia por parte de los pieles
verdes aventurarse hasta el Agua
Negra.
—¿A vosotros también os han
convocado a Karak Varn? —preguntó
Lokki, deduciéndolo del comentario de
Uthor.
—Así es —contestó—, y sería un
honor para nosotros viajar en vuestra
compañía, noble señor del clan.
—Sí, sí. Basta de cháchara —gruñó
Halgar, arrugando la nariz mientras
contemplaba la carnicería—. Estos urks
están empezando a apestar.
***
Halgar pronunció palabras de recuerdo
sobre las tumbas de piedras que los
restos óseos de lord Kadrin de Karak
Varn y sus vasallos. Los enanos habían
transportado reverentemente los huesos
desde el campo de batalla del angosto
barranco hasta el cerro occidental, a la
sombra de Karak Varn. Estaban bien
equipados, como era prudente para los
viajes largos, y llevaban picos y palas
cortos con los que enterraron hondo los
restos. Mientras el barbalarga llevaba a
cabo la breve ceremonia, los tres enanos
permanecían en silencio a su alrededor
con las cabezas inclinadas en señal de
profundo respeto. El humo grasiento
que se alzaba de una pira en llamas, en
la que ardían los orcos, teñía el aire.
—Que Gazul os guíe a los Salones
de los Antepasados —susurró Halgar,
invocando el nombre del Señor del
Inframundo.
Tras hacerse la runa de Valaya —
diosa de la protección— sobre el pecho,
el barbalarga se puso en pie y los cuatro
enanos se alejaron en silencio.
Al cabo de un rato, Uthor habló.
—¿Estás convencido de que era el
cuerpo de Kadrin Melenarroja?
Observó pensativamente el talismán
de su pariente lejano mientras reseguía
con el dedo las runas grabadas. Lokki le
había entregado la reliquia de
inmediato después de explicar cómo
Halgar y él se habían encontrado con el
lugar de la antigua batalla, los enanos
muertos con los arcones y la posterior
emboscada por parte de los orcos.
Puesto que era pariente de
Melenarroja, era de justicia que lo
tuviera.
—No puedo estar seguro, pero el
esqueleto que encontramos tenía este
talismán y era antiguo, como si llevara
mucho tiempo muerto.
—¿Había un martillo entre los
restos? —inquirió Uthor.
—Nosotros no lo encontramos —
respondió Lokki.
Uthor suspiró.
—Dreng tromm, en ese caso estoy el
doble de apenado. Lord Kadrin recibió
su martillo rúnico hace muchos años,
en su juventud, de manos del entonces
Gran Rey Morgrim Barbanegra. Si mi
antepasado ha muerto, eso quiere decir
que el martillo se ha perdido, que está
en poder de los urks o del Agua Negra
—añadió mientras se volvía a guardar la
reliquia bajo la armadura—. Será mejor
que nos demos prisa —dijo con tono
grave—, esto no augura nada bueno
para Karak Varn.
DOS
***
Gromrund cruzó primero la puerta.
Tras decidir no avisar para que la
abrieran ni siquiera llamar, los enanos
tuvieron que empujar con fuerza para
abrirla un poco. No estaba cerrada con
llave ni atrancada. Una vez dentro, una
sala larga y de techos altos se extendía
ante ellos. Estaba bordeada de estatuas
de piedra de señores del clan y reyes de
Karak Varn e iluminada con titilantes
luces colocadas en apliques. Una de las
estatuas estaba volcada. Al caer había
destrozado las losas de terracota que
tenía debajo y había perdido la cabeza.
Se veían escombros por todas partes. En
la pared de la izquierda, un enorme
tapiz que representaba una gran batalla
librada contra los elfos durante la
Guerra de Venganza estaba rasgado.
Trozos de tejido colgaban como si
fueran tiras de piel desollada.
—Ésta no era la bienvenida que
había imaginado —comentó Hakem sin
humor, con la mirada siempre atenta a
las crecientes sombras del corredor—.
¿Dónde están nuestros hermanos de
clan?
—Han invadido Karak Varn —
apuntó Gromrund entre dientes, su voz
dejaba traslucir cierto temor—. Estos
salones deberían ser el dominio de
Kadrin Melenarroja, señor de esta
fortaleza.
—Y, sin embargo, parecen
abandonados —terminó Hakem por él.
—En efecto —coincidió Gromrund,
observando la total ausencia de enanos
en la entrada meridional.
—¿Es posible que Melenarroja y su
gente simplemente siguieran avanzando
siguiendo otra veta de mena? Ésa es
nuestra costumbre —razonó Hakem
mientras pisaba con cuidado. Cada paso
parecía un estruendo en medio del
ominoso silencio.
Los dos enanos avanzaban despacio
y con cautela, y hablaban en voz baja.
Algo iba terriblemente mal aquí. Ambos
sabían que no se trataba de una
migración enana ni de la búsqueda de
un filón de mena más prometedor. La
karak había sufrido algún destino
espantoso. Parecía vacía, en un lugar en
el que como mínimo debería haber
guardias, desprovista de vida; incluso
los martillos de las forjas, por lo normal
un bullicio siempre presente y
tranquilizador, permanecían en silencio.
La larga sala dejó paso enseguida a
otra área de la fortaleza, tal vez una
zona comercial. Era amplia y oscura, y
las sombras que proyectaba la entrada
iluminada sugerían otra sala con
galerías y antecámaras conectadas. En
las paredes había luces apagadas, y los
desechos de la actividad comercial
estaban desperdigados por todas partes:
barriles destrozados, carretas rotas,
toneles abiertos y puestos y estantes de
madera hechos añicos.
—Pensaba que los enanos se habían
reasentado en la fortaleza —comentó
Hakem, mordiéndose la lengua para no
nombrar los grandes salones
comerciales de Barak Varr—. Si se
produjo un enfrentamiento hace poco,
¿dónde están las señales de batalla? En
nombre de Grungni, ¿qué ha ocurrido
aquí?
—No lo sé —musitó Gromrund—.
Se consiguió arrebatar Karak Varn de
manos de los roedores y los grobis hace
años. Los dawis conquistaron todas las
plantas superiores, aunque gran parte
de los niveles inferiores siguen en
ruinas e inundados desde la Era de la
Aflicción.
—Eso es lo que leí —coincidió
Hakem—. Aunque este lugar parece
muerto, como si…
—¡Shh!
Gromrund le hizo una señal para
que guardara silencio, levantando el
puño. Con la misma mano señaló hacia
una figura de aspecto enclenque que
estaba envuelta en sombras y
permanecía en cuclillas de espaldas a
ellos, en el centro de la sala.
Hakem se alejó de la figura,
desplazándose en silencio para atraparla
por el flanco. Gromrund avanzó hacia
delante en línea recta, agachado y sin
hacer ruido mientras acechaba a su
presa.
A medida que el martillador se iba
acercando pudo ver mejor la apariencia
de su presa. Vestía ropa andrajosa, unas
prendas bastas y manchadas de mugre
cuyo hedor le golpeó las fosas nasales.
Gromrund no pudo evitar que una
mueca de desprecio apareciera en su
rostro: si era un asqueroso grobi, su
martillo le partiría el maldito cráneo,
aunque al acercarse se dio cuenta de
que era demasiado grande para tratarse
de un simple goblin. La criatura
también llevaba un yelmo abollado y
deslustrado sobre la cabeza. Sin duda,
el repugnante piel verde, fuera cual
fuese su raza, lo habría robado del
cadáver de algún noble enano.
La ira invadió a Gromrund y una
rabia roja le cubrió la visión antes de
ver a Hakem listo para atacar por el
flanco de la criatura.
—¡Vuélvete, basura! —bramó
Gromrund, olvidando toda cautela.
Quería ver el miedo en los ojos del piel
verde antes de golpearlo—. ¡Vuélvete y
siente la ira de Karak Hirn!
La enclenque figura en sombras
pareció saltar del susto y luego se dio
media vuelta rápidamente para
enfrentarse al martillador.
—¡Alto! —exclamó en khazalid.
El martillo de Gromrund se detuvo
a unos centímetros de romperle el
cráneo. Hakem, que se había quedado
inmóvil un momento, sostenía su
martillo rúnico en alto, listo para
golpear.
—¡Alto!
No era un goblin. El desastrado
desdichado que tenían delante era un
enano. Gromrund, que ahora estaba
frente a él, reconoció la vestimenta, que
pertenecía a los de las montañas Grises.
Se los conocía como «enanos grises» y
eran los primos más pobres de las
montañas del Fin del Mundo, las
montañas Negras y las Cuevas. El
martillador se fijó entonces en una
mochila grande situada detrás del
enano, que sostenía las manos en alto
de modo lastimero. Parte del contenido
se había derramado: cucharas, un ídolo
de plata de un antepasado e incluso un
barrilillo abollado formaban parte del
botín. Era poco probable que esas
baratijas fueran las pertenencias del
enano gris.
Gromrund hizo una mueca de
desagrado al ver el tesoro
desparramado, pero bajó el martillo.
El enano gris suspiró aliviado,
temblando ligeramente después de que
casi lo enviaran con sus antepasados
antes de tiempo, e hizo un gesto con la
cabeza en señal de agradecimiento.
—No os oí acercaros —dijo con la
voz un tanto temblorosa mientras
extendía una mano mugrienta—. Soy
Drimbold Grum, de Karak Nom, en las
montañas…
—Sin duda estabas demasiado
concentrado en lo que quiera que
estuvieras haciendo —le reprochó
Gromrund, pasando la mirada de la
mano de Drimbold a la mochila repleta
—. Y ya conozco tu herencia, y tu
nombre, dawi —gruñó el martillador,
manteniendo las manos firmemente a
los costados—. Los Grum están bien
anotados en el Libro de Agravios del
clan Yelmoalto. Hace cien años nos
suministrasteis una manada de ponis de
mala calidad, débiles de lomo y de
tripas. Los saldadores de cuentas aún
no han fijado una compensación por
ello —añadió con los dientes apretados.
—Ah, no, ésos fueron los Grum de
Narizagria —repuso el enano gris—. Yo
soy de los Grum de Dienteagrio —
añadió sonriendo.
Gromrund lo fulminó con la
mirada.
Drimbold bajó la mano y los ojos, y
se puso rápidamente a guardar los
objetos que se le habían derramado de
la mochila.
—Huele peor que un narwangli —
comentó Hakem, tapándose con la
mano. No estaba completamente seguro
de que el enano gris no se hubiera
ensuciado cuando lo sorprendieron.
Gromrund lo ignoró.
—¿Qué sabes de lo que les ha
pasado a Kadrin Melenarroja y los
suyos? —exigió el martillador en cuanto
Drimbold se volvió de nuevo hacia ellos
y se puso en pie.
Incluso la cota de malla del enano
estaba oxidada y mal cuidada y tenía la
barba infestada de gibils.
—No sé nada, hermano. Acabo de
llegar. Estaba arreglando las cosas de mi
mochila cuando me encontrasteis. Noté
que una de las correas estaba suelta —
agregó a modo de explicación.
—Seguro —masculló Gromrund sin
molestarse en disimular su recelo.
—¿Karak Norn también le ha
prometido ayuda a Karak Varn para
limpiar las montañas Negras de las
tribus de urks que se han congregado
allí? —preguntó Hakem, arrugando la
nariz ante el hedor del enano gris.
—Exactamente —confirmó
Drimbold.
—Entonces, Grum o no, será mejor
que vengas con nosotros —contestó
Gromrund—. Quizás los enanos grises
tengan algo que aportar si están
dispuestos a enviar a un emisario a
través de las montañas. Además, tengo
un mal presentimiento sobre este lugar
—comentó el martillador, recorriendo
de nuevo con la mirada la gran zona
comercial antes de volver a posar los
ojos en Drimbold—. Huele mal.
Con eso, el martillador desapareció
en la penumbra con Hakem a su lado.
Fueran cuales fuesen las diferencias
existentes entre el enano de Karak Hirn
y el de Barak Varr, no eran nada
comparado con el desagrado común
que les producía un residente de las
montañas Grises. Eran enanos pobres,
que malvivían con lo que podían
extraer de las rocas, sin la educación ni
la herencia de las otras fortalezas. No
obstante, era un dawi y, si formaba
parte del consejo de guerra, deberían
viajar juntos. En cualquier caso, era
mucho mejor que lo mantuvieran bien
vigilado para que no se metiera en
problemas y los implicara a todos.
—¿Adónde vamos? —preguntó
Drimbold a la vez que se ajustaba la
voluminosa mochila y observaba la ruta
por la que habían venido.
—A la sala de audiencias, donde
está previsto que se reúna el consejo de
guerra —respondió Gromrund.
—¿Y si ellos también se han
marchado? —planteó Drimbold.
—En ese caso, esperaremos —gruñó
Gromrund, volviéndose brevemente
para posar su dura mirada sobre el
enano gris—, ¡todo el tiempo que haga
falta!
La verdad era que Gromrund no
sabía qué otra cosa hacer. Su papel allí
consistía simplemente en oír las quejas
de lord Melenarroja y comprometerse a
aportar todas las fuerzas que se le había
permitido para contener las crecientes
hordas grobis.
Con Melenarroja ausente y su
fortaleza desierta, se sentía un tanto
perdido y cada vez más enfadado.
—Un ufdi y un wanaz —masculló,
lamentándose de sus compañeros de
viaje, mientras seguía los indicadores
rúnicos que los conducirían a la sala de
audiencias—, ¿por qué me pones a
prueba así, Valaya?
***
La gran puerta de Karak Varn se alzaba
grande e imponente. Estaba formada
por dos inmensas losas de piedra
envueltas en acero y oro, y encajadas en
la mismísima ladera de la montaña.
—Es todo un espectáculo —musitó
Lokki, arqueando el cuello para poder
contemplar debidamente la
majestuosidad de la puerta.
—Sí, muchacho, se podría decir que
te hace ver las cosas con otra
perspectiva —coincidió Halgar.
—Exactamente —contestó Uthor.
Rorek asintió con actitud sabia
mientras chupaba su pipa.
Los cuatro enanos se encontraban
en un camino corto, aunque ancho,
hecho de baldosas de piedra de
terracota rojiza y granito gris que
conducía a la maciza puerta. El sendero,
un preámbulo de la majestuosidad de la
entrada propiamente dicha, estaba
decorado con dibujos cuadrados en
forma de espiral y bordeado por una
franja de runas a cada lado. Unos
escalones bajos de piedra se
encontraban con el corto camino y
terminaban en una amplia tarima de
roca lisa grabada de modo parecido con
bajo relieves dorados.
La puerta principal medía sesenta
metros en el punto más alto y estaba
enmarcada por un sólido arco de
bronce trabajado y taraceado con una
complicada filigrana de cobre. Un
diseño de martillos cruzados abarcaba
ambos lados de la puerta y el mango de
piedra de cada uno tenía grandes gemas
insertadas. A juzgar por las burdas
marcas de arañazos que rodeaban las
joyas, alguien había intentado sacarlas
pero había sido en vano. A cada lado de
la puerta había una representación
simbólica de la cara de un enano: los
dos lucían yelmos, pero uno tenía un
parche en un ojo y el otro llevaba
cuernos, y estaban forjados en bronce.
En el ápice de la puerta se veía un
yunque de piedra tallado.
En cada extremo de la inmensa
estructura había una estatua de
veinticuatro metros que se alzaba
orgullosamente sobre una tarima
redonda de piedra ribeteada con letras
rúnicas. A la izquierda estaba Grungni,
ataviado con una larga cota de malla y
con un martillo de forjar en la mano. A
la derecha, la imponente figura de
Grimnir, con la noble cimera que le
salía rígida del cráneo rapado, dándole
un aire bélico, y aferrando con ambas
manos las poderosas hachas que había
forjado su hermano dios. Otras estatuas
más pequeñas daban paso a los dioses
antepasados —todos ellos reyes y
señores del clan de Karak Varn—
situados en enormes hornacinas
esculpidas en la roca de la montaña. La
dura acción de los elementos había
desgastado las estatuas y algunas
incluso estaban volcadas.
—Alabado sea Grungni por su
habilidad y sabiduría para permitir que
los humildes dawis pudiéramos crear tal
belleza —musitó Uthor con actitud
reverente.
—Pues su mano guía todas las cosas
y se siente en el golpe de martillo de
todas las forjas —completó Rorek.
Uthor le dio una palmada al
ingeniero en el hombro y luego se
volvió hacia Lokki con expresión seria.
—Será mejor que nos guardemos la
noticia de la muerte de su señor hasta
que nos dejen entrar —sugirió el enano.
Lokki asintió.
—De acuerdo —contestó y levantó
la mirada hacia un parapeto vacío
excavado en la roca y situado por
encima de la propia puerta.
Se trataba de un puesto de
vigilancia y, sin embargo, aunque,
pareciera extraño, no había ballesteros a
la vista para guarnecerlo. No obstante,
Lokki observó las rendijas para ballestas
y las buhederas con cautela.
—¡Ah de la fortaleza! —bramó—.
Los emisarios de Izor, Kadrin y Zhufbar
piden audiencia con el señor de Karak
Varn.
La última parte casi se le atragantó
al señor del clan debido a su
conocimiento previo del fallecimiento
de Kadrin Melenarroja. Dadas las
condiciones de los huesos que habían
encontrado, era probable que los
enanos de la fortaleza ya lo supieran;
aunque entonces se habría elegido un
sucesor o al menos se habría nombrado
un delegado para que actuase en lugar
de Melenarroja. En cualquier caso, eso
no explicaba el hecho de que no
hubiera guardias en la puerta principal.
—Unos compañeros dawis imploran
que les permitan entrar y disfrutar de la
hospitalidad de Karak Varn —volvió a
gritar Lokki.
Únicamente le respondió el silencio.
Aunque sólo era media tarde, el sol
estaba hundiéndose en el cielo y densas
nubes negras, cargadas de lluvia, lo
cubrían. Un feroz viento soplaba desde
el norte, su coro de aullidos se abría
paso por las cumbres.
—El tiempo no augura nada bueno
—se quejó Halgar mientras volvía la
mirada hacia las crecientes sombras.
Uthor se adelantó y golpeó la puerta
con el puño. Sólo produjo un ruido
sordo.
—¡Por los dientes de Grimnir, esto
es inútil! —maldijo—. ¿Cómo vamos a
asistir a un consejo de guerra si no
podemos entrar en la fortaleza en la
que se va a celebrar?
—Temo que quizás hayamos
llegado demasiado tarde, Uthor, hijo de
Algrim —contestó Lokki—. Pero aun
así debemos intentar entrar. ¿Y si
fuéramos por el camino Ungdrin, hay
una entrada unas cuantas leguas al este,
y nos acercáramos por la puerta
meridional?
—Es un viaje de dos semanas como
mínimo y no hay modo de saber si la
entrada sigue abierta —repuso Halgar,
haciendo un gesto de dolor mientras se
sentaba en una roca.
La herida de lanza seguía
doliéndole un poco, pero el tenaz
enano había rechazado todo
tratamiento. «¡Hará falta más que una
lanza urk para acabar conmigo,
muchacho!», le había bramado a Lokki
cuando el señor del clan había
expresado su preocupación. El
barbalarga controló el dolor y se sacó
una pequeña pipa de arcilla del interior
de su barba. La rellenó de hierba de
una bolsa que llevaba en el cinto y la
encendió con un pequeño artefacto de
acero y pedernal. Dio una larga calada,
exhaló un gran anillo de humo y
añadió:
—Se hace tarde y pronto los grobis
invadirán esta ladera. Son unos canallas
y lo más probable es que nos disparen
por la espalda desde detrás de una roca
—soltó mientras le daba otra calada a la
pipa.
—Dos semanas es demasiado
tiempo —apuntó Uthor con una
urgencia inusitada—. Me encantaría
enfrentarme a un ejército de grobis si
las circunstancias lo requieren, pero
necesitamos entrar ya y averiguar qué
suerte han corrido nuestros hermanos.
—Puede que haya otro modo —
señaló Rorek, mordiendo el extremo de
su pipa mientras observaba el alto
puesto de vigilancia situado seis metros
por encima de la puerta de sesenta
metros.
Se acercó y luego se detuvo a poca
distancia de la entrada. Levantó la
mano izquierda delante de él —con la
derecha aún sostenía la pipa mientras la
chupaba—, levantó el pulgar y estiró el
índice. Miró a lo largo del dedo
extendido entrecerrando un poco el ojo
bueno, masculló algo y retrocedió tres
pasos. A continuación, soltó la ballesta
que llevaba al costado y sacó la caja de
metal llena de flechas. Mientras los
otros observaban absortos en silenciosa
incredulidad, se volvió a colgar la caja
de metal en el cinto y cogió una cuerda
enrollada con un gancho en un
extremo.
Entonces Rorek se agachó
apoyándose en una rodilla y apuntó la
ballesta, con el nuevo accesorio
incluido, hacia el parapeto del puesto
de vigilancia. Entrecerró un poco el ojo
y levantó un pasador de metal situado
en el mango de la ballesta: se trataba de
un pequeño aro de acero con una cruz.
Sujetó la ballesta contra el hombro, se
volvió a guardar la pipa en el cinto, se
metió el pulgar de la mano izquierda en
la boca y lo levantó para ver la dirección
del viento. Satisfecho, apuntó utilizando
la cruz de acero y disparó.
Se oyó un repentino chasquido y la
vibración de un pesado resorte cuando
el gancho salió disparado del extremo
de la ballesta, seguido del zumbido de
la cuerda desenrollándose, volando
hacia arriba y luego trazando un arco
en dirección al parapeto. Los cuatro
enanos lo siguieron, fascinados. El
gancho pasó por encima del parapeto y
entró en el puesto de guardia, seguido
del repiqueteo del acero contra la
piedra. Rorek hizo girar frenéticamente
la manivela situada en el extremo del
mango mientras el acero raspaba contra
la piedra, hasta que el gancho se agarró
y la cuerda se tensó.
—Por las tenazas de acero de
Grungni —exclamó el ingeniero.
—Que siempre dobleguen a los
elementos de la tierra a su voluntad —
terminó Uthor por él—. ¿Y ahora qué?
—preguntó un tanto confuso.
Si hubiera algún guardia encima de
la puerta, a esas alturas ya habría ido a
investigar. Al parecer, los enanos no
tenían elección.
—Ahora treparé —respondió Rorek,
apoyando la ballesta contra una roca
mientras se sujetaba un juego de
pinchos a las botas—. Cuida de esto por
mí —añadió, quitándose el cinto de las
armas y la mochila.
Luego procedió a avanzar
lentamente enrollando todo el tiempo
la cuerda. En cuanto llegó a la pared de
la puerta, sujetó un pequeño cierre
situado en el mango de la ballesta a su
cinto de herramientas y colocó una bota
con pinchos contra la roca de la
montaña. Enrolló un poco más y,
cuando estuvo seguro de que la cuerda
soportaría su peso, situó la otra bota
contra la roca. Suspendido sobre el
suelo, giró la manivela despacio y con
cuidado dio un paso firme tras otro
mientras subía por la pared vertical.
—Jóvenes impulsivos —masculló
Halgar desde su asiento en la roca,
soltando anillos de humo—.
Barbilampiños —dijo entre dientes, a
pesar de que la piel curtida y nudosa, y
la amplia barba de Rorek indicaban que
tenía como mínimo cien años—, no
respetan las tradiciones.
Rorek tardó casi una hora en trepar
los sesenta y seis metros hasta llegar al
borde del parapeto. Para cuando lo
consiguió, el sol prácticamente se había
desvanecido en el cielo. Rorek les
dirigió una breve señal con la mano
para indicar que lo había logrado y
luego se perdió de vista. Lo único que
los enanos podían hacer ahora era
esperar a que Rorek abriera la puerta.
***
—He viajado lejos para llegar a la
fortaleza de mi pariente —comentó
Uthor—, pero venir desde las Cuevas, a
través del Paso del Fuego Negro nada
menos, ése sí que es un viaje arriesgado
y Melenarroja, por lo que yo sé, no era
vuestro hermano de clan.
Los enanos habían acampado fuera
de la puerta en el camino, lo bastante
lejos del borde de las montañas para
asegurarse de que no los sorprendiera
una emboscada grobi o alguna otra
bestia se abalanzara sobre ellos sin que
se dieran cuenta. Al igual que el resto
de su gente, no necesitaban guarecerse,
eran lo bastante fuertes para resistir
incluso las condiciones más duras,
aunque la falta de un techo, junto con
varias toneladas de roca, por encima de
sus cabezas, les producía cierto
desasosiego.
Uthor estaba sentado frente a
Lokki. Los dos enanos habían colocado
sus armas delante de ellos mientras
sostenían unas jarras resistentes entre
las manos y estaban sentados sobre sus
escudos. Habían encendido un
pequeño fuego rodeado de un grueso
círculo de piedras. Los pieles verdes
odiaban el fuego, al igual que muchos
otros moradores de la noche. Sería un
arma útil en caso de necesidad.
Los enanos se habían situado de
modo que cada uno pudiera mirar por
encima del hombro del otro hacia los
altos peñascos en los que estaba
encajonada la puerta principal de Karak
Varn en caso de que se presentara
alguna amenaza.
—Halgar y yo… —comenzó Lokki,
mirando hacia su venerable mentor.
Halgar se encontraba allí cerca,
sentado en la roca sin moverse, con los
ojos fijos hacia delante, sin pestañear.
Tenía las manos apoyadas sobre el
regazo en actitud de reposo. Uthor
siguió la mirada de Lokki y vio al
barbalarga, que parecía una estatua.
—Tiene muchas cicatrices —
comentó, observando los dedos que
faltan en la mano derecha de Halgar.
—Los perdió hace mucho tiempo,
pero no quiere hablar de ello. Al
menos, nunca lo ha hecho conmigo —le
dijo Lokki.
—¿Está… está bien? —preguntó
Uthor con un rastro de preocupación
en la voz mientras continuaban
mirando la forma inmóvil de Halgar.
—Está durmiendo —explicó Lokki
con una débil sonrisa.
—¿Con los ojos abiertos?
—Siempre me ha enseñado que los
grobis te matarán en la cama igual que
en el campo de batalla —contestó
Lokki.
—No cabe duda de que los sabios
tienen mucho que enseñarnos.
Uthor hizo una señal de profundo
respeto con la cabeza en dirección al
barbalarga dormido.
—Halgar y yo —insistió Lokki en
cuanto contó con la atención de Uthor
— estamos aquí por una deuda de
honor —explicó—. Hace casi
novecientos años, durante la Guerra de
Venganza, una banda de asaltantes
elfos le tendió una emboscada a
Kromkaz Vargasson, mi antepasado y
abuelo de Halgar, de camino a Oeragor.
Al oír nombrar a los elfos, Uthor
lanzó un escupitajo hacia el fuego
donde chisporroteó un momento.
—Los elfos eran rápidos y astutos —
continuó Lokki, a la vez que el brillo del
fuego proyectaba sombras cada vez más
densas sobre su rostro con la gradual
llegada de la noche—. Cuatro de los
parientes de Kromkaz habían muerto
antes de poder levantar un escudo o
sacar un hacha, y aún cayeron más —
prosiguió Lokki, repitiendo de memoria
la historia que Halgar le había enseñado
—. Ocultándose detrás de sus arcos,
condujeron a Kromkaz y sus guerreros
a un estrecho desfiladero y mi
antepasado habría muerto sin duda, él
y sus guerreros, si no hubiera sido por
los mineros de Karak Varn. Salieron de
un túnel oculto, parte del camino
Ungdrin, en el cerro desde el que los
elfos tenían inmovilizado a Kromkaz.
Los mineros, enanos del clan
Manocobre, cayeron sobre los elfos
obligándolos a salir de sus escondites.
En cuanto sus enemigos quedaron al
descubierto, Kromkaz ordenó a sus
guerreros que atacaran y los elfos
fueron aplastados. Kromkaz llegó a
Oeragor ese día. Lucharon al lado del
clan Manocobre y presenciaron cómo
Morgrim, primo de Snorri, hijo del
Gran Rey, daba muerte al señor elfo
Imladrik —relató Lokki y el resplandor
del fuego hizo que pareciera que sus
ojos ardían—. Venimos a satisfacer esa
deuda, a pagarles a los enanos del clan
Manocobre y a la fortaleza de Karak
Varn.
Uthor asintió con aire de gravedad
limpiándose una lágrima del ojo al
mismo tiempo.
—Grandes hazañas —dijo con la
voz un tanto entrecortada por la
emoción—, grandes y nobles hazañas.
—¡Ah del campamento! —la lejana
voz de Rorek rompió el ensueño.
No se veía al ingeniero por ninguna
parte. Lokki y Uthor se pusieron en pie
y cogieron sus armas y armaduras.
Halgar parpadeó una vez y
despertó. El anciano enano se puso en
pie como si nunca hubiera estado
dormido.
Uthor apagó el fuego con el pie y
fue a situarse al lado de Lokki y Halgar,
fuera de las grandes puertas.
—Ya era hora —masculló Uthor.
Las quejas en voz baja de Halgar
resultaron ininteligibles, aunque a
Uthor le pareció captar la palabra
«wazzock».
—¿Qué estáis haciendo ahí
parados? —dijo de nuevo la voz del
ingeniero, resonando por el cañón.
Esta vez los tres se volvieron hacia el
sonido. Seguía sin haber nada. Con
Lokki a la cabeza, los tres enanos se
alejaron de la gran puerta con cautela y
se dirigieron hacia el lugar del que
surgía la voz de Rorek. Rodearon con
cuidado el lado derecho de la puerta,
hacia donde estaba dispuesta una de las
largas galerías de estatuas, y vieron la
cabeza de Rorek a unos quince metros
de altura, asomando por encima de un
borde de piedra estrecho. La geología
—parte natural, parte creada por
enanos— del saliente de piedra era tan
particular que si no fuera por el hecho
de que su voz los había guiado y tenía
la cabeza asomada, el ingeniero habría
resultado invisible.
—Coged esto —gritó desde lo alto y
poco después un trozo de cuerda bajó
hasta ellos.
Uno a uno, los tres enanos treparon
por una pared de roca desnuda y lisa
que los llevó a una cornisa corta, desde
donde la cabeza de Rorek los observaba
con atención.
Cuando encontraron al ingeniero,
éste estaba sentado en el interior de un
túnel estrecho y de aspecto frío y
húmedo. Únicamente un enano, y uno
que fuera particularmente observador,
habría sido capaz de detectar la
abertura. Rorek estaba tumbado sobre
la estrecha cornisa y sostenía en alto
una rejilla con manchas en tonos
marrones y amarillentos que se podían
ver incluso en la menguante luz. Un
seco reguero iba de la abertura a un
surco poco profundo en la cornisa y
bajaba dejando largas marcas por una
sección de la pared de roca, lejos de las
estatuas.
—He encontrado una entrada —
anunció el ingeniero con orgullo.
—¡Wazzock! —exclamó Halgar,
coronando el saliente—. Has
encontrado el túnel de la letrina.
Uthor arrugó la nariz al fijarse en el
pozo que había debajo de la rejilla.
Rorek se alejó a rastras de la cornisa
sin inmutarse, retirándose de nuevo
hacia el interior del túnel para dejar
pasar a los otros.
—Por más que lo intenté, no pude
accionar el mecanismo para abrir la
gran puerta —explicó—, y ésta era la
otra única entrada. He desactivado
todas las trampas, pero tendréis que
agacharos.
Lokki fue primero. Se detuvo un
momento al oír lo de las trampas, pero
cruzó el corto saliente con rapidez.
Halgar lo siguió, gruñendo y
mascullando todo el tiempo. Uthor, que
cerraba la marcha, recogió la cuerda del
ingeniero tras él y se la devolvió a
Rorek, junto con el resto de las
posesiones del ingeniero.
La rejilla de la letrina se cerró de
golpe tras ellos. Rorek pasó el pestillo
por dentro antes de bajar con fuerza
una segunda puerta que parecía pesar.
Tres giros en el sentido de las agujas del
reloj de la cara estilizada de un
antepasado hecho de bronce, grabada
en la pared, completaron el ritual y
vinieron acompañados de la respuesta
sorda de más cerrojos ocultos.
—Sólo hay que gatear un poco hasta
la sala del exterior —explicó el
ingeniero y emprendió el descenso por
el estrecho túnel.
Era repugnante. Una larga y oscura
mancha amarilla bajaba por el centro y
las paredes del angosto lugar estaban
recubiertas de mugre seca. El hedor era
sofocante.
—He olido urks que apestaban
menos —protestó de nuevo Halgar
mientras los enanos seguían a Rorek.
***
Como Rorek había dicho, los enanos
llegaron a la sala exterior. Se trataba de
una habitación bastante austera aunque
muy amplia, diseñada para albergar a
muchos enanos. Todos los nobles,
maestros de gremios artesanos u otros
dignatarios podían ser recibidos allí por
el señor de la fortaleza.
—La encontré así —dijo el
ingeniero. La sala estaba desierta y vacía
salvo por un yelmo de enano que
descansaba de lado con aire sombrío en
el centro de la estancia—. No es mío —
añadió Rorek.
—Desenvainad vuestras armas —
gruñó Halgar, mirando primero hacia la
puerta de la izquierda y luego a la
puerta de la derecha: al otro lado
estaban los barracones, donde se podía
dar alojamiento temporalmente a los
soldados de un destacamento. Por
último, posó la mirada en la puerta
situada en la pared del fondo, la que
conducía a la escalera.
Hacha en mano y con el escudo
levantado, Lokki indicó:
—Dirijámonos a la sala de
audiencias y roguémosle a Grungni que
no hayamos llegado demasiado tarde.
Al otro lado de la siguiente puerta,
la larga escalera descendía hacia la
oscuridad entre grandes columnas de
piedra grabadas con símbolos del clan y
runas. Aunque estaba iluminada
mediante enormes antorchas situadas a
intervalos regulares, las sombras que se
proyectaban sobre la escalera eran
largas y podían ocultar toda suerte de
peligros.
Los enanos se movieron con rapidez
y en fila de uno, hasta que llegaron a la
entrada de la sala de audiencias.
—Alguien ha estado aquí antes que
nosotros —susurró Lokki a un lado de
la puerta doble, que estaba entornada.
Uthor ocupó rápidamente su
posición en el lado opuesto, hacha en
mano. Halgar y Rorek aguardaron
pensativos tras ellos, listos para entrar a
la carga.
—Preparaos —ordenó Lokki.
Uthor asintió.
Los dos enanos abrieron la puerta
de golpe y entraron bruscamente en la
sala de audiencias con las armas
desenvainadas y bramando gritos de
guerra. Cuando vieron al enano que
llevaba el enorme yelmo de guerra
sentado en una larga mesa ovalada, al
señor del clan mercante engalanado
con terciopelo de primera calidad y a la
criatura de aspecto desaliñado
acurrucada en un rincón contando
cucharas de plata que introducía en una
mochila cada vez más grande, se
detuvieron de pronto y no supieron qué
decir.
***
—¿Cuánto tiempo lleváis esperando
aquí? —preguntó Lokki.
Los enanos estaban sentados
alrededor de la mesa de roble taraceada
con complicados diseños rúnicos hechos
en oro. Se hicieron las presentaciones y
pronto quedó establecido que todos se
encontraban allí con el mismo
propósito: asistir a un consejo de guerra
a instancias de Kadrin Melenarroja para
debatir el mejor modo de limpiar las
montañas cercanas de las tribus de
pieles verdes que se estaban
congregando en ellas.
—Tres semanas, según mis cálculos
—contestó Gromrund.
Sus ojos tenían un aspecto feroz
detrás de la placa facial de su yelmo de
guerra. Era el único enano que no se
había despojado del yelmo: un hecho
que Lokki tuvo la prudencia de no
comentar.
—¿Y no habéis visto a nadie en
todo ese tiempo? —intervino Uthor,
recostándose en el banco mientras
encendía su pipa.
—Fui a echar un vistazo en lo alto
de la gran escalera e incluso exploré dos
de los salones del clan, pero no había
nadie. Regrese a la sala de audiencias y
esperé como se me pidió —explicó
Gromrund—. Esperaba que me
recibiera lord Melenarroja —añadió.
Uthor le dirigió una rápida mirada a
Lokki, que se volvió hacia el
martillador.
—Kadrin Melenarroja ha muerto,
asesinado a manos de los urks, que se
siente por siempre a la mesa de sus
antepasados —dijo con tono grave—.
Halgar y yo encontramos sus restos en
la Vieja Carretera Enana, al borde del
Agua Negra. Nosotros cuatro lo
enterramos a él y a sus compañeros en
la tierra, a la sombra de la karak.
—¿Sus restos? —inquirió el
martillador—. ¿Cómo podéis estar
seguros de que se trataba de Kadrin
Melenarroja?
—Llevaba este talismán —respondió
Uthor, sosteniéndolo en alto, a la luz
que proyectaban las antorchas de la
habitación.
—Dreng tromm —masculló
Gromrund mientras inclinaba la cabeza,
absorto por un momento en sus
pensamientos—. En ese caso, llegamos
demasiado tarde —añadió, mirando a
Lokki a los ojos con tristeza.
—¡Silencio! —exigió Halgar,
impidiendo hablar a Lokki.
La repentina exclamación asustó a
Drimbold, que dejó caer un peine
dorado que estaba usando para sacarse
los gibils de la barba.
La expresión de Hakem indicó que
lo había reconocido, pero antes de que
pudiera discutirlo con el enano gris,
Halgar se había puesto en pie y se había
dirigido con paso firme a la parte
posterior de la sala. Se fue acercando
poco a poco a una estatua de piedra de
Grungni colocada sobre una gran base
octagonal, hacha en mano. Lokki lo
siguió, pues a esas alturas ya había
aprendido a confiar en los instintos del
barbalarga. Rorek aguardó justo detrás
de él y preparó la ballesta. Uthor rodeó
la mesa por el otro lado con Gromrund
pegado a su espalda.
—¿Qué es ese pestazo? —susurró el
martillador, olfateando el aire.
—Da igual —repuso Uthor mientras
sacaba el hacha—. Prepárate.
Hakem fue tras ellos. El enano de
Barak Varr le lanzó una rápida mirada
de reproche a Drimbold, que aguardaba
pensativo en la mesa, aferrando su
mochila.
Halgar se detuvo junto a la estatua y
escuchó con atención. Le hizo una señal
a Lokki. El señor del clan se acercó y
examinó la estatua. Vio algo al bajar la
mirada.
—Rorek —llamó entre dientes al
ingeniero, que se reunió con él
rápidamente, con la ballesta al hombro,
mientras Halgar se hacía a un lado.
Rorek siguió la mirada de Lokki
hasta la base octagonal y se fijó en un
extraño grupo de tallas, ligeramente
separadas del resto. El ingeniero se
agachó y pasó los dedos con cuidado
sobre la piedra, buscando alguna
imperfección. Tiró de una parte del
diseño, la efigie perfectamente redonda
de la cabeza de un enano, y la giró.
Cuando volvió a colocar la cabeza en su
lugar, se produjo un chirrido y el ruido
sordo de un cerrojo de piedra al
deslizarse y, a continuación, apareció
una pequeña grieta en el borde de la
base octagonal.
—Ayúdame a levantarla —dijo
Rorek, colocando los dedos debajo del
borde.
Lokki hizo lo mismo, dándose
cuenta rápidamente de lo que el
ingeniero quería que hiciera. Halgar
estaba preparado con Uthor, mientras
que Gromrund y Hakem habían
reunido antorchas y las sostenían, listos
para lanzárselas a lo que fuera que
acechaba bajo ellos.
—¡Tira! —exclamó Lokki.
Los dos enanos sacaron parte de la
losa octagonal, dejando al descubierto
una cámara pequeña y oscura en su
interior, debajo de la misma estatua,
con varios túneles que salían de ella.
Dentro, parpadeando para protegerse
del resplandor de las antorchas, había
un enano con un grueso libro
encuadernado en cuero apretado contra
el pecho.
—Ralkan —farfulló
semienloquecido mientras intentaba
detener la brillante luz con la mano—,
Ralkan Geltberg —repitió más fuerte y
con mayor lucidez. Los ojos del enano
mostraban un aire de súplica cuando
añadió—: El último superviviente de
Karak Varn.
TRES
***
De pie, delante del brujo, en una sala
fría y húmeda repleta de mugre, paja
sucia y otros indicios propios de un
alojamiento skaven, se encontraba
Thratch Pataagria. Él la llamaba su «sala
de planificación», pero en realidad no
era más que una de las muchas
antecámaras adjuntas a la madriguera
subterránea de los skavens. El caudillo
de pelaje negro del clan Rictus adoptó
una expresión desdeñosa mostrando su
descontento mientras miraba a Skreekit
por encima de su largo hocico y dejaba
al descubierto una herida vieja y
espantosa que tenía en el cuello. Aún
llevaba unos toscos puntos marrones
incrustados en la carne que el rosado
tejido cicatrizado dejaba ver. Los fríos
ojos rojizos de Thratch distinguieron
algo detrás del nervioso brujo, que
acababa de ensuciarse aún más la
túnica.
Thratch observó que algo se
separaba de la pared de la caverna, por
detrás del representante, una capa de
sombra en movimiento, silenciosa y en
armonía con la oscuridad. Se oyó el
sonido del metal rasgando la carne y de
la boca del brujo surgió un chorro de
sangre que salpicó de carmesí las
piedras encostradas de suciedad
situadas delante de él cuando una hoja
irregular le atravesó el pecho. El
cuchillo retrocedió salvajemente y
Skreekit se desplomó hacia delante.
Una mueca de puro terror crispaba su
rostro mientras yacía en un charco
formado por su propia inmundicia y
vísceras, burbujas de sangre reventaban
en su hocico empapado de espuma a
medida que el veneno le arrasaba las
tripas.
Thratch era uno de los numerosos
caudillos del clan Rictus, además de
mataenanos, asesino de goblins y
conquistador de Karak Varn. Iba
vestido con una gruesa armadura de
metal, cubierta de una fina pátina de
óxido, y negros mechones de su pelaje
asomaban bajo las hombreras y los
brazales: tenía un aspecto imponente. El
caudillo lo sabía y se aprovechó de ello
mientras se aproximaba al último de los
tres brujos que habían venido a hacer
tratos con él.
—Ahora —dijo el caudillo mientras
le hacía una señal a su asesino,
Kill-Klaw, para que saliera
completamente de las sombras, seguro
de que nadie atentaría contra su vida.
El maestro del clan Eshin obedeció
con diligencia y se detuvo un momento
al lado del brujo, lo suficiente para que
el skaven fuera consciente de su
presencia, lo suficiente para que el
brujo no pudiera verlo.
—Tú construyes artefacto para mí,
sí-sí. —Thratch señaló con una garra un
rudimentario diseño que había
dibujado en la pared con el pincho que
tenía en lugar de una pata: los tres
brujos se habían estremecido mientas lo
hacía—. Tu precio —exigió.
El último representante del clan
Skryre tragó saliva de forma audible
antes de responder, mirando de reojo al
asesino al acecho.
—Cien monedas de disformidad,
dos cohortes de guerreros y… cincuenta
esclavos —se atrevió a decir.
Thratch se acercó con aire
amenazador, su aliento caliente hizo
que al representante le lloraran los ojos.
—Aceptado, sí —contestó entre
dientes mientras una sonrisa larga y
espantosa le arrugaba las facciones.
***
—¿Qué ha pasado aquí, hermano? —
preguntó Lokkì con tono
tranquilizador.
Ralkan estaba sentado delante de él,
inmóvil. Era bastante bajo, incluso para
ser un enano, y el gran libro que
apretaba contra el pecho sólo lo hacía
parecer aún más pequeño.
—Ojos rojos —murmuró—, ojos
rojos en la oscuridad… por todas
partes.
El enano enloquecido vestía la
túnica de erudito de un custodio del
saber, uno de los pocos elegidos para
registrar y recordar todos los grandes
acontecimientos de una fortaleza: sus
hazañas, sus héroes y sus agravios. Un
talismán con la runa de Valaya colgaba
alrededor de su cuello: parecía que la
diosa de la protección había tenido en
cuenta sus promesas. Llevaba una serie
de cintos y correas sobre su atuendo de
escriba, que Lokki suponía que estaban
diseñados para sujetar el libro si el
custodio del saber necesitaba usar los
brazos.
El enano tenía la barba despeinada
y manchada de tierra, y con una costra
de mugre, al igual que en la piel y las
uñas. Parecía debilitado y demacrado,
como si le viniera bien una buena
comida. Lokki sólo podía hacer
conjeturas sobre cuánto tiempo había
estado allí, ocultándose dentro de un
laberinto de túneles, buscando a tientas
en la oscuridad. Rorek se encontraba en
la cámara secreta debajo de la estatua
de Grungni en ese mismo momento
intentando establecer hasta dónde
llegaban los túneles y cuántos había. En
cuanto a los otros, Uthor y Halgar
estaban con Lokki, mientras que
Gromrund y Hakem montaban guardia
en cada una de las entradas. Drimbold
permanecía sentado hoscamente en un
rincón y miraba de vez en cuando hacia
la salida de la sala de audiencias.
—¡Bah! —gruñó Halgar mientras se
ponía en pie—. No ha dicho nada más
desde que lo sacamos de su agujero.
El barbalarga se alejó para fulminar
con la mirada a Drimbold. El extremo
de su pipa brilló cuando la encendió.
Lokki lo vio marcharse, luego se
volvió de nuevo hacia Ralkan y estiró la
mano hacia el libro que tenía aferrado
contra el pecho. El custodio del saber
no parecía dispuesto a separarse de él;
pero, con un poco de amable insistencia
por parte de Uthor, acompañada de
varias tiras secas de carne, lo soltó.
—Es el Libro de los Recuerdos de
Karak Varn —dijo Uthor con aire
solemne.
Lokki lo abrió y hojeó con cuidado
las gruesas páginas de pergamino.
Dentro había anotados cientos de miles
de nombres, los nombres de todos los
enanos de Karak Varn que habían
vivido y muerto: sus clanes, sus hazañas
y cómo habían encontrado su fin.
Lokki saltó hasta la última entrada y
leyó en voz alta:
—«Marbad Golpemartillo, oficial
herrero, cayó cuando un skaven le clavó
una espada por la espalda. Fyngal
Fykasson, cantero, murió al beber agua
de un pozo contaminado. Gurthang
Manocobre, minero, inhaló mortífero
gas skaven». —Se quedó mirando este
último y le recitó una silenciosa plegaria
a Valaya—. Hay cientos como éste:
¡muertos a manos de los roedores,
atacados por la espalda con lanzas y
dagas, envenenados mientras dormían!
—exclamó.
Uthor apretó los puños hasta que le
crujieron los nudillos. Respiraba con
fuertes jadeos y tenía la cara muy roja.
Antes de que pudiera decir o hacer
nada, Rorek salió de la cámara secreta
situada debajo de la estatua de
Grungni.
—Por lo que veo, hay varios túneles
—comenzó—, que se extienden por la
fortaleza y atraviesan muchas plantas.
Pero son estrechos, dudo que ninguno
de nosotros pudiera pasar.
—No es de extrañar que esté tan
mugriento —comentó Lokki con una
breve mirada a Ralkan.
El custodio del saber, que había
devorado toda la carne que le había
dado Uthor, tenía la mirada perdida.
—Encontré marcas grabadas en la
pared de la cámara… —dijo Rorek,
atrayendo la atención de Lokki.
El señor del clan advirtió por
primera vez que Ralkan llevaba un
pequeño pico de piedra metido en el
cinto.
—… hechas con algún tipo de
herramienta —continuó Rorek—.
Parecen llevar aquí bastante tiempo.
La expresión del ingeniero se tornó
adusta mientras observaba a Lokki.
—¿Cómo le ocurrió esta desgracia a
Karak Varn? —le preguntó Lokki de
nuevo al custodio del saber—. ¿Cuánto
tiempo llevas escondido?
Los labios de Ralkan se movieron
sin emitir ningún sonido. Había
desesperación en su mirada cuando
miró al señor del clan a los ojos.
—Ojos rojos… —musitó por fin
mientras las lágrimas le bajaban por el
rostro dejando rayas pálidas en la
suciedad—. Ojos rojos, por todas partes.
***
—Es muy sencillo —aseguró Uthor
mientras caminaba de un lado a otro de
la sala de audiencias—, tenemos que
encontrar el libro de agravios de la
fortaleza: nos dirá todo lo que
necesitamos saber.
—¿Y arriesgarnos a alertar de
nuestra presencia a lo que sea que
saqueó esta fortaleza? —rebatió
Gromrund—. Es una temeridad.
Uthor se volvió contra el
martillador, que estaba sentado en uno
de los taburetes y resultaba una imagen
impresionante con su yelmo de guerra y
armadura completa.
—Está visto que los martilladores de
Karak Hirn son más blandos que los de
Kadrin —gruñó.
Gromrund se puso en pie de un
salto, dando un puñetazo tan fuerte
sobre la mesa que ésta se sacudió y la
cerveza se derramó, lo que irritó a los
otros enanos.
—Los hermanos de la Ciudadela del
Cuerno siempre se comportan con
audacia y no les falta coraje —bramó—.
No me voy a quedar aquí sentado y
dejar que su nombre…
—Silencio, idiota —le reprochó
Halgar—, a menos que hayas olvidado
tu propio deseo de ser cauteloso para
no despertar a los moradores de este
lugar.
El grupo entero de enanos se situó
de nuevo alrededor de la mesa; todos
salvo Ralkan, que se había retirado a un
rincón y estaba mascullando en voz
baja. Unos fumaban pipas y otros
sostenían jarras en las manos con
tristeza: las reservas de cerveza se
estaban acabando. Y eso a pesar de que
Rorek había descubierto una bodega
oculta en el interior de la estancia que
contenía varios barriles de cerveza de
reserva que sin duda habían dejado allí
como parte de los preparativos para el
consejo. Los enanos reunidos estaban
enzarzados en un largo y duro debate
acerca de lo que deberían hacer, pues
no iban a permitir que los obligaran a
actuar de forma precipitada. Todos,
excepto Drimbold, que estaba
observando los lujos del atuendo de
comerciante de Hakem antes de dirigir
su atención hacia Halgar cuando otra
cosa despertó su interés.
—Yo propongo que recorramos las
plantas —dijo Uthor, observando a
Gromrund mientras el otro enano se
volvía a sentar, claramente. Luego posó
la mirada en Lokki, pues sabía que,
como señor de un clan real, era su
apoyo el que necesitaba ganarse—. ¡Es
nuestro deber descubrir qué suerte
corrieron nuestros hermanos y
vengarlos! ¿Qué tenemos que temer,
todos nosotros hijos de Grungni, de los
hombres rata? —añadió, curvando el
labio superior en una burlona mueca de
desdén—. Podemos ahuyentar a esos
cobardes.
Lokki se mantuvo pensativo
durante el apasionado discurso de
Uthor.
—¿Cómo vamos a encontrar el
kron? —preguntó Hakem mientras
utilizaba otro peine para acicalarse la
barba—. A mí personalmente no me
apetece andar dando tumbos en la
oscuridad, buscando algo que quizás ni
siquiera esté ahí.
—Exactamente —intervino
Gromrund, envalentonándose de
nuevo—. Incluso el ufdi ve que lo que
sugieres es una locura.
Si a Hakem le molestó el desaire, no
lo demostró.
—El custodio del saber puede
guiarnos —contestó Uthor.
—Pero está zaki —susurró Rorek,
echándole una mirada furtiva a Ralkan
antes de darle vueltas al dedo en la
sien.
Uthor se volvió hacia el custodio del
saber.
—¿Puedes guiarnos? —preguntó—.
¿Puedes llevarnos hasta el dammaz
kron de Karak Varn?
Un destello de lucidez apareció en
los ojos de Ralkan y transcurrió un
momento de silencio antes de que
asintiera con la cabeza.
Uthor miró otra vez a Lokki.
—Ahí lo tenéis, el custodio del
saber es nuestro guía.
Lokki sostuvo la mirada de Uthor y
procuró no mirar a Halgar buscando
consejo. Esto era algo que tendría que
decidir por sí mismo. Como miembro
de un clan real, ya fuera de las Cuevas
o no, por tradición él ostentaba el
mayor estatus, a pesar del hecho de que
tanto Halgar como Gromrund tenían
barbas más largas. Él era el líder.
—Bajaremos a las plantas inferiores
y recuperaremos el dammaz kron —
decidió, haciendo caso omiso de los
gruñidos de protesta del martillador—.
Debemos hacer saber la suerte que ha
corrido Karak Varn y presentarle estos
hechos al Gran Rey.
—Entonces está decidido —dijo
Uthor con bastante satisfacción.
—Está decidido —manifestó Halgar.
—Yo tengo una pregunta —saltó
Drimbold con la barba cubierta de
espuma de cerveza—. Sabio barba gris,
¿por qué te asoma una flecha del
pecho?
Halgar puso mala cara.
***
Los enanos bajaron por un túnel largo y
estrecho. Dejaron atrás numerosos
corredores, salones del clan, arsenales y
galerías. Hasta el momento no habían
encontrado más enanos de Karak Varn
—ni siquiera esqueletos—, aparte de
Ralkan, en la oscuridad de la planta. Al
parecer lo único que quedaba eran los
últimos vestigios de un reino derrocado,
una gloria devastada por la calamidad,
su otrora orgullosa efigie reducida a
escombros. El aire estaba lleno de
polvo, un polvo contaminado con la
amargura del pesar y la derrota.
Durante los momentos más lúcidos
de Ralkan —que cada vez eran más
frecuentes—, los enanos habían
descubierto que el dammaz kron, el
libro de agravios, se encontraba en la
Cámara del Rey, situada en la segunda
planta. Gran parte de la fortaleza,
incluso las plantas superiores, estaban
completamente en ruinas —había
columnas y estatuas caídas, techos
derrumbados y enormes simas— y los
enanos se habían visto obligados a
seguir una ruta bastante tortuosa. El
estrecho túnel, lleno de escombros y
rocas salientes donde las paredes se
habían partido, no era más que parte de
esa ruta.
Uthor avanzaba a grandes zancadas
al lado de Ralkan, que se encontraba a
la cabeza del grupo, pues el custodio del
saber era el que abría la marcha. A
menudo se detenía de pronto,
provocando un entrechocar de cuerpos
con armadura y maldiciones
amortiguadas a su espalda, hacía una
pausa para observar lo que lo rodeaba y
luego se volvía a poner en marcha sin
decir palabra.
—Como dije: está zaki —le había
susurrado Rorek, que se encontraba
justo detrás de ellos, al oído a Uthor—.
¿Estás seguro de que sabe adónde va?
Gromrund caminaba al lado del
ingeniero y tenía cara de pocos amigos.
El martillador se había mantenido en
silencio durante toda la caminata,
seguramente irritado porque la
voluntad del «consejo» hubiera ido en
su contra. Aferraba el gran martillo con
fuerza y mantenía el entrecejo fruncido
detrás de la máscara de su yelmo
mientras se concentraba en la parte
posterior de la cabeza de Uthor.
Detrás de ellos iban Hakem y
Drimbold, una estrambótica
combinación de riqueza y pobreza.
Hakem le lanzaba frecuentes miradas
de reojo al enano gris, que se detenía
de vez en cuando para recoger algo y
añadirlo a su mochila. El señor del clan
mercante puso mucho esmero en
asegurarse de que los cordones de su
monedero estuvieran apretados y sus
posesiones bien sujetas. Drimbold hizo
caso omiso de la inquietud del otro
enano y le dirigió una amplia sonrisa a
Hakem mientras utilizaba un tenedor
de plata con incrustaciones de joyas —
sabría Grungni dónde se lo habría
agenciado— para sacarse trozos de
carne de cabra de los dientes
ennegrecidos.
Lokki y Halgar cerraban la marcha,
ocupándose de vigilar la ruta que los
enanos habían seguido por si acaso algo
los estuviera siguiendo.
—¿Qué opinas del hijo de Algrim?
—preguntó Lokki, manteniendo la voz
baja.
Halgar pensó en ello un momento,
examinando a Uthor detenidamente y
considerando su respuesta antes de
hablar.
—No cabe duda de que es un
hazkal. Pero lucha como si la
mismísima sangre de Grimnir le
corriera por las venas. —El barbalarga
parpadeó dos veces y se restregó los ojos
—. Y soporta una pesada carga, no sé
cuál.
—¿Te encuentras bien, anciano? —
le preguntó Lokki al barbalarga.
Halgar se había estado frotando los
ojos de manera intermitente durante la
última hora, aliviando con sus nudosos
dedos la fatiga que los aquejaba.
—Es un picor, nada más —gruñó—.
El maldito hedor de los grobis está por
todas partes.
El barbalarga dejó de frotar y
aceleró un poco la Zancada, dejando
claro que la conversación había
terminado.
Halgar era viejo, tan viejo que el
padre de Lokki, el rey de Karak Izor, le
había rogado al barbalarga que no
emprendiera el viaje con Lokki,
alegando que uno de sus martilladores
podría acompañarlo. Halgar había
manifestado con un gruñido su desdén
por la resistencia de los martilladores en
«estos tiempos» y con más tranquilidad
había asegurado que quería «estirar las
piernas». El rey había transigido, ya que
no quería ir en contra de la voluntad de
uno delos más ancianos del clan.
Además, había que tener en cuenta la
deuda del abuelo de Halgar, y el rey
nunca se opondría al cumplimiento de
una promesa de honor. No obstante, a
lo largo del viaje hasta Karak Varn,
Halgar había tendido a comportarse de
modo sombrío y reflexivo. Lokki se
había despertado muchas veces por la
noche, después de beber demasiada
cerveza y necesitar vaciar la vejiga, y
había encontrado al barbalarga con la
mirada perdida en la oscuridad, como si
mirase algo que se encontraba fuera de
su campo visual, fuera de su alcance.
Era como si presintiera que se acercaba
su final y no quisiera marchitarse y
atrofiarse en la fortaleza, escribiendo
acerca de sus últimos días en algún
libro o pergamino. Quería morir con un
hacha en la mano y una armadura de
enano sobre los hombros. Lokki
esperaba que su propio final pudiera ser
igual de glorioso.
Después de eso, Lokki guardó
silencio y se mantuvo atento a la
oscuridad.
***
La larga escalera descendía hacia la
negrura que los aguardaba en la
segunda planta. Al igual que la que
conducía a la sala de audiencias desde
la gran puerta, ésta era ancha y estaba
iluminada con enormes antorchas
sujetas en apliques de bronce con la
aterradora forma de dragones y otras
criaturas de las antiguas leyendas. Las
llamas proyectaban sombras danzarinas
en las paredes creando efímeros rayos
de luz sobre los mosaicos
delicadamente tallados en las rocas.
Gruesas columnas de piedra, grabadas
con franjas de runas del clan real de
Karak Varn, los dividían.
—Aquí, el Gran Rey Gotrek
Rompeestrellas da muerte al rey elfo y
coge su insignificante corona —recitó
Halgar, señalando uno de los mosaicos.
En él, Gotrek Rompeestrellas
aparecía representado con una
refulgente armadura dorada y el hacha
empapada de sangre. Un cadáver de
elfo yacía a sus pies. El Gran Rey
sostenía en alto la Corona del Fénix y se
la presentaba a una enorme multitud
de enanos situados a su alrededor.
—Mirad, ahí Bulvar el Derrotatrols,
tatara-tataranieto de Jovar, que huyó en
Oeragor, se enfrenta a las hordas grobis
y encuentra una muerte digna de las
sagas de antaño —dijo con añoranza.
Bulvar era un matador y llevaba
una enorme cresta de pelo rojo sobre
una cabeza por lo demás rapada. Tenía
la mitad del cuerpo pintada para
asemejarse a un esqueleto —una
costumbre común entre los matadores
— y la otra mitad cubierta de tatuajes
en forma de espiral y guardas rúnicas
de Grimnir. Bulvar estaba solo, rodeado
de orcos, goblins, trols y wyverns. Su
última batalla tenía lugar contra una
gran hueste de pieles verdes, las dos
hachas que llevaba en las manos
mataban goblins por toda la eternidad.
—Y allí —añadió el barbalarga—, el
rey Snaggi Manohierroson, hijo de
Thorgil, cuyo padre era Hraddi, sobre
su piedra de juramentos, en el valle de
Bryndal, después del sexto sitio de Tor
Alessi. —La noble figura del rey enano
se encontraba sobre una resistente roca
plana con la runa de su clan tallada
encima y sus guerreros lo rodeaban con
sus escudos mientras se enfrentaban a
una hueste de elfos que los apuntaban
con lanzas—. Grande fue el sacrificio de
Snaggi ese día —dijo Halgar con
expresión ausente mientras se perdía en
el recuerdo.
La expedición siguió adelante por
fin, los enanos llegaron a la escalera y
procuraron evitar los numerosos fosos
que se abrían hacia la oscura nada.
Desde allí cruzaron una gran puerta
de madera que sólo cedió cuando
Lokki, Uthor, Gromrund y Hakem
tiraron del impresionante aro de hierro
que tenía atornillado y entraron en un
salón de banquetes con la chimenea fría
y apagada desde hacía mucho. A
continuación había un salón de gremio
de los mineros de Dedohierro, si las
rúbricas rúnicas que cubrían las paredes
no mentían, y luego una larga galería
abovedada. Luego los enanos se
encontraron ante otra gran puerta.
Medía casi cuatro metros y medio
de alto, y estaba decorada con un
mosaico —hecho de cobre, bronce y oro
— rodeado de un arco dorado y con
incrustaciones de joyas. Se veían huecos
donde habían arrancado y robado
algunas piedras preciosas. Tal
profanación provocó sentimientos
encontrados de tristeza y rabia en los
enanos.
—Ulfgan… —dijo Halgar con tono
sombrío, apenas un murmullo
entrecortado, como si su voz soportara
el peso de muchas eras— el último rey
de Karak Varn… La cámara del rey.
***
—Es inútil —dijo Gromrund—. La
puerta está atrancada. No nos queda
más alternativa que volver.
Los enanos llevaban casi una hora
ante la puerta de la Cámara del Rey.
Una gruesa barra de acero la atravesaba
de lado a lado y sólo se abriría
mediante una gran llave de hierro. Una
llave que sólo llevaban el guardián de la
puerta de la fortaleza, el jefe de los
guardias martilladores o el mismo rey.
Puesto que los enanos no contaban con
ninguna de ellas, su misión para
recuperar el libro de agravios de Karak
Varn había llegado a un punto muerto.
Rorek trabajaba despacio y
minuciosamente en el agujero de la
cerradura, haciendo caso omiso de los
comentarios de Gromrund. Uthor
permanecía pacientemente al lado del
ingeniero, no iba a dejarse arrastrar a
otra discusión.
—Estoy de acuerdo con Gromrund
—apuntó Hakem, guardando las
distancias con Drimbold, que estaba al
borde de la galería, entre las sombras,
sin duda buscando más baratijas para
su ya pesada mochila—. No podemos
hacer nada más aquí.
El martillador recorrió el grupo con
la mirada buscando más apoyo, pero no
lo encontró.
La mirada de Halgar se encontraba
muy lejos mientras contemplaba la
Puerta del Rey. Lokki parecía
concentrado en sus propios
pensamientos a la vez que miraba de
manera intermitente al ingeniero y la
oscuridad que se extendía a su espalda.
Uthor mantenía un hermético silencio,
como era de esperar, y sujetaba el
mango de su hacha con firmeza.
«De nuevo, parece que el ufdi es el
único dispuesto a ponerse de mi parte»,
pensó Gromrund con cierta irritación.
—Puede que Hakem tenga razón —
terció Lokki al fin.
«¡Hakem! ¡Hakem el ufdi! Quieres
decir que Gromrund Yelmoalto, hijo de
Kromrund, que luchó en las estepas de
Karak Dron, tiene razón», pensó el
martillador con creciente ira.
—Aunque me da rabia, no hay
modo de cruzar la Puerta del Rey sin la
llave y no trataré de abrirla por medio
de las armas.
Uthor se molestó. Dio la impresión
de que estaba a punto de protestar
cuando lo interrumpió la voz de
Drimbold.
—He encontrado algo —anunció el
enano gris, saliendo de las sombras—.
¿Qué es esto?
Señaló una runa oculta engastada
en la piedra y que brillaba débilmente
en la penumbra.
Halgar despertó de sus
pensamientos y se aproximó a investigar
rezongando entre dientes.
—¡Apártate, wanaz! —reprendió a
Drimbold con el entrecejo fruncido.
El enano gris se salió rápidamente
del camino del furioso barbalarga,
permitiendo que Halgar se acercara a la
runa que estaba encajada en la misma
roca, justo por encima de la altura de la
cabeza.
—Dringorak —dijo Halgar,
siguiendo la runa con el dedo más que
leyéndola—. Camino ingenioso. Es una
runa de ocultamiento.
—Pensaba que los rhunki eran los
únicos que podían detectar tales cosas
—comentó Gromrund, observando al
enano gris con recelo.
—Sí —contestó Halgar—, pero ésta
ha perdido mucha potencia. Sin duda
debido a la inmundicia grobi y a la
plaga de ratas que infestan estos otrora
grandiosos salones —gruñó y lanzó un
escupitajo al suelo—. Sin embargo, es
sorprendente que la vieras.
Halgar se quedó mirando a
Drimbold.
—Sólo ha sido suerte —repuso el
enano gris tímidamente.
El barbalarga volvió a centrar su
atención en la runa, palpó con cuidado
la roca y luego dibujó una runa de paso
en el polvo y la arenilla. Esperó un
momento y después usó sus dedos
nudosos para encontrar los bordes de
una puerta.
Halgar la abrió con cuidado.
—Hay un túnel al otro lado —
anunció.
Lokki miró a Ralkan, pero el
custodio del saber tenía la mente en
otra parte.
—Traedlo con nosotros —le indicó
a Hakem—. Vamos a entrar en el túnel.
***
El túnel era corto y estrecho. Los
enanos salieron rápidamente a través de
una gran chimenea fría y aparecieron
en la Cámara del Rey.
—Una puerta secreta —comentó
Uthor mientras entraba en una amplia
habitación.
Antaño podría haber sido
magnífica, pero el deterioro se había
cebado con ella. También quedaba
terriblemente claro que los enanos no
eran los primeros que recorrían esa
estancia desde la caída de la karak. Las
paredes estaban embadurnadas de
excrementos secos de grobi, y las
estatuas destrozadas, los tapices hechos
jirones e incluso la profanación de un
pequeño altar a Valaya resultaban
visibles.
—¿Dónde están nuestros enemigos?
—preguntó Gromrund en voz baja,
aferrando su gran martillo.
—La fortaleza es enorme,
martillador —contestó Lokki—. Si
tenemos suerte, ni siquiera se dejarán
ver.
Había otros tres pasillos que salían
de la habitación, además de la Puerta
del Rey, atrancada. Todos tenían las
puertas destrozadas o los arcos de
entrada derrumbados. Por aquí era por
donde habían conseguido entrar y salir
los actuales moradores de Karak Varn.
Resultaba un espectáculo lamentable.
La cama del rey estaba minuciosamente
tallada en resistente Wutroth, y en mal
estado. Habían volcado su sillón de
pensar y le habían arrancado uno de los
brazos. Pero no había ni rastro del libro
de agravios ni, de hecho, de un atril o
repisa que pudiera haberlo sostenido.
Los enanos se habían congregado
en el centro de la habitación, recelosos
de la oscuridad que persistía al otro
lado de las tres entradas abiertas y
furiosos por el saqueo.
Drimbold era el último y, mientras
se reunía con el grupo, comenzó a
husmear subrepticiamente por la sala,
asombrado por las riquezas que había a
la vista. Al hurgar en un estante de
túnicas dignas de un rey, cargadas de
polvo, Drimbold oyó un golpe suave
seguido de la réplica chirriante de un
mecanismo oculto situado debajo del
suelo. El enano gris levantó la mano de
donde se había estado apoyando en la
pared y se fijó en una pequeña piedra
apretada dentro de la mampostería,
detrás de las túnicas. Habría resultado
fácil si la palma del enano no hubiera
hecho presión sobre ella de ese modo y
con la fuerza suficiente.
Seis pares de ojos acusadores se
posaron en Drimbold, pero luego se
volvieron rápidamente hacia la parte
posterior de la habitación donde estaba
la cama del rey. El otrora magnífico
techo giró a un lado sobre una tarima
de piedra oculta, dejando otra puerta al
descubierto. Ésta también se deslizó a
un lado entre las chirriantes protestas
de las piedras. Al otro lado había una
cámara. La parpadeante luminiscencia
de las piedras brillantes encajadas en las
paredes se reflejó en grandes montones
de monedas y piedras preciosas,
creando una misteriosa penumbra.
—Una thindrongol —exclamó
Lokki mientras cruzaba el umbral de la
estancia.
Se trataba de una de las numerosas
cámaras secretas que los enanos
empleaban para ocultar tesoros, cerveza
u objetos importantes de enemigos
invasores. Dada la suerte que había
corrido Karak Varn, parecía una
medida prudente. Los demás miembros
del grupo se reunieron rápidamente al
lado de Lokki y se quedaron
boquiabiertos de asombro.
Uthor había encendido una
antorcha para iluminar mejor la
habitación. La parpadeante media luz
desveló algo más que al principio había
permanecido oculto.
Allí, al fondo de la larga cámara,
había un trono dorado y encima, el
esqueleto de un enano. Hebras de
gruesas telarañas cubiertas de polvo lo
envolvían y cubrían toda la habitación.
El truculento descubrimiento vestía una
túnica regia, ahora apolillada y
desgastada. Sobre su cabeza descansaba
una corona, cuyo lustre el tiempo sólo
había logrado opacar levemente, y unos
cuantos cabellos desgreñados asomaban
debajo colgando del descolorido cráneo
amarillento. También le quedaban unos
puñados sueltos de la barba y entre las
manos huesudas del esqueleto, que aún
tenía los dedos cubiertos de anillos
deslustrados, había un hacha rúnica
con el filo perfecto y su gloria intacta.
—El rey Ulfgar —dijo Halgar, al
lado de Uthor, e inclinó la cabeza.
Todos hicieron lo mismo, incluso
Drimbold, y guardaron un sombrío
momento de respetuoso silencio.
Ralkan hizo una profunda reverencia
apoyándose en una rodilla y se echó a
llorar.
Lokki le apretó el hombro al
custodio del saber y volvió a levantar la
mirada.
—Que camine con los antepasados,
su jarra siempre esté llena y se siente a
la mesa de Grungni —dijo con tono
solemne.
—Pues su sabiduría es grande y su
habilidad imperecedera —respondieron
Uthor, Gromrund, Hakem y Rorek al
unísono.
Halgar asintió en señal de
aprobación.
A la derecha del rey,
aproximadamente a un metro de
distancia, había un atril de hierro sin
adornos. Sobre el soporte descansaba
un grueso libro con las páginas de
pergamino viejas y gastadas, y el cuero
de la cubierta agrietado.
—Hemos encontrado el dammaz
kron —anunció Lokki en voz baja.
***
Los enanos llevaron varias antorchas
más a la cámara oculta, que
encendieron con la de Uthor, y las
habían colocado en los apliques de las
paredes para aumentar la luz de las
piedras brillantes. La iluminación había
dejado al descubierto una mesa de
contar en una esquina con una balanza
grande de hierro encima. Algo extraño,
porque no había mucho oro ni piedras
preciosas en la cámara del tesoro;
parecía desnuda, como si faltara algo.
Hakem había razonado que no podían
haberlo robado grobis ni skavens: ¿por
qué habrían vuelto a cerrar la
habitación?
Resultaba fácil imaginar a un
custodio del saber escribiendo
diligentemente en el atril mientras su
señor dictaba un montón de agravios
perpetrados contra su fortaleza y clanes,
pero ahora era Uthor quien se
encontraba ante él. Como descendiente
de Melenarroja, se consideró que debía
ser él el que leyera el kron. Con dedos
vacilantes, mientras los otros enanos
permanecían en pie pacientemente
delante de él, como si estuviera a punto
de dar un sermón o una clase, Uthor
pasó a la primera página. La escritura
khazalid estaba realizada con sangre
oscura y marronosa —la sangre de
Ulfgan—, al igual que todos los libros
de agravios. Los juramentos que
guardaban en su interior se hacían con
la sangre de reyes, así como las
fechorías de otros que quedaban
registradas para toda la eternidad.
Uthor leyó rápidamente para sí y fue
saltándose partes —con la debida
reverencia— hasta llegar a las últimas
páginas.
—«Que todos sepan que en este día
Ogrik Manorrisco y Ergan Puñogranito
del gremio de los mineros murieron
cuando una cortina de gas venenoso
infestó las minas meridionales. La nube
tóxica subió entonces por el pozo sur y
mató a muchos más dawis. Sus nombres
serán recordados —leyó saltando más
adelante.
»Nuestro señor Kadrin Melenarroja
no ha regresado, indignado por una
serie de ataques de urks, iba a llevarle
en persona un envío de gromril al Gran
Rey Skorri Morgrimson. No han llegado
noticias a la karak sobre su suerte ni la
de la expedición. Como para agravar
este sombrío giro de los
acontecimientos, una horda de grobis
atacó la primera planta y acabó con la
vida de muchos dawis. Los skavens se
están congregando en las plantas
inferiores y no podemos contenerlos».
Uthor levantó la mirada
brevemente para posarla sobre los
rostros adustos de sus hermanos.
—«La tercera planta —continuó, ya
cerca del final» ha caído, los grobis y los
skavens atacan en gran número y no
podemos detenerlos. Quedamos muy
pocos. El señor del clan Skardrin libró
su última batalla en el Salón de
Melenarroja… Será recordado.
»Una bestia ha despertado. Rhunki
Ronakson, aprendiz de Lord Kadrin, se
adentra en la quinta planta en su busca,
pero no regresa. No podemos vencerla.
Es nuestro fin».
»Es el final —musitó Uthor,
cerrando despacio el libro de agravios.
Se hizo un silencio cargado de rabia
y tristeza. Cada uno de los enanos se
sumió en sus propios pensamientos.
Un estridente repiqueteo. Los
miembros del grupo se volvieron y
vieron a Drimbold con el hacha rúnica
de Ulfgar en las manos mugrientas y
una pila de monedas y piedras preciosas
desparramadas a sus pies.
—¿Tienes que tocarlo todo? —
bramó Gromrund, indignado por la
curiosidad del enano gris.
—Ésta es un arma de reyes —dijo
Drimbold a modo de respuesta, sin
rastro de artimañas ni subterfugios esta
vez—. Esta hacha te pertenece por
derecho de nacimiento —añadió,
volviéndose hacia Uthor—. No debería
pudrirse en esta tumba para que los
grobis la profanen y saqueen.
Tiró del hacha con cuidado para
sacarla de las manos huesudas del rey
muerto y se la ofreció a Uthor.
Los ceños de los enanos
disminuyeron, aunque Halgar masculló
algo sobre «profanación» y el
«juramento del matador».
Uthor se acercó a Drimbold
mientras los otros se separaban para
dejarlo pasar. Su mirada no se apartó ni
un momento de la poderosa arma. Las
runas de la hoja aún brillaban
débilmente, marcas mágicas para cortar
o hender inscritas mucho tiempo atrás.
El largo mango estaba trabajado en
forma de nudos de oro y lucía
incrustaciones de esmeraldas. Tenía un
talismán, grabado con la runa del clan
de Ulfgan, que mostraba la cara de uno
de sus antepasados. El hacha era la cosa
más hermosa que había visto nunca.
—Es maravillosa —murmuró,
alargando las manos, casi con miedo de
tocarla.
A la vez que sus manos aferraban la
empuñadura de cuero y sentía el peso
del arma por vez primera, la cabeza de
Ulfgar cayó a un lado. Los enanos se
volvieron y presenciaron cómo los
hombros del viejo rey bajaban y se
hundían. La columna se quebró, las
costillas se partieron y todo el esqueleto
se derrumbó sobre si mismo,
desmenuzándose.
—Y así desaparece Ulfgan, último
rey de Karak Varn —dijo Halgar.
Un sonido chirriante llenó el aire.
—¿Qué es…? —comenzó Hakem.
Halgar siseó pidiendo silencio y
cerró los ojos para escuchar mejor.
El chirrido se iba volviendo cada vez
más fuerte, así como los chillidos que lo
acompañaban: un estridente y
discordante coro de voces que confluía
en los enanos.
—Nos han descubierto —anunció
Halgar mientras sacaba el hacha y el
escudo—. ¡Vienen los skavens!
Los otros enanos siguieron su
ejemplo rápidamente.
—Hacia la Cámara del Rey —bramó
Lokki—. ¡No debemos quedarnos
atrapados aquí!
El grupo volvió a amontonarse en la
Cámara del Rey. Ralkan se ató el libro
de los recuerdos a la espalda mediante
las numerosas correas que llevaba y
luego cogió el dammaz kron. Rorek fue
el último en salir de la cámara y cerró la
puerta en cuanto los otros estuvieron
fuera, haciendo que la cama del rey
girase de nuevo hasta colocarse en su
lugar, para dejar la habitación como
estaba cuando entraron.
Los enanos se agruparon con los
escudos apretados y mirando hacia cada
una de las tres entradas.
—Preparados —gritó Lokki por
encima de los chillidos de los skavens,
que ahora resultaban ensordecedores.
Incontables pares de diminutos ojos
rojos brillaron de modo amenazador en
el oscuro vacío que se extendía al otro
lado de las tres entradas, y los skavens
entraron en tropel en la habitación
como una mortífera marea de pelo y
colmillos.
—¡Grimnir! —exclamó Lokki,
invocando el nombre del dios guerrero
a la vez que el acero skaven chocaba
contra el hierro enano.
La primera oleada de skavens se
estrelló contra el resistente muro de
escudos y fue rechazada, hecha
pedazos. Lokki, Halgar, Uthor y Hakem
se mantuvieron firmes, preparándose
para hacerle frente a la oleada. Había
cuerpos de skavens por todas partes, su
nauseabundo hedor a cloaca invadía las
fosas nasales de los enanos.
Los enanos estaban situados en una
formación cerrada en triángulo, con
Lokki en el vértice. Uthor protegía su
lado derecho y Halgar el izquierdo.
Hakem se encontraba junto a Halgar;
mientras que Gromrund, cuyo gran
martillo le impedía utilizar escudo, les
guardaba las espaldas.
Detrás del muro de escudos estaba
Rorek, con la ballesta. Drimbold estaba
junto a él, su deber era proteger al
custodio del saber, que se encontraba a
su lado.
Aullando gritos de guerra y
maldiciones, los skavens —abyectas
parodias de ratas gigantes que
caminaban sobre dos patas— se
reagruparon y cargaron de nuevo,
atacando con lanzas y brutales dagas.
Lokki sufrió la mayor parte del
ataque y sintió que le causaban una
gran abolladura en el escudo. Sus
hermanos enanos lo sujetaron, sus
escudos entrelazados formaban un
muro de metal casi impenetrable.
—¡Empujad! —gritó Halgar.
Las botas rasparon la piedra y los
enanos volvieron a empujar a la vez.
Repelieron a los skavens y rompieron la
formación sólo un momento para
blandir hachas y martillos. Un skaven
cayó muerto por cada golpe. Una ráfaga
de proyectiles de ballesta voló por
encima de sus cabezas. Ni siquiera
Rorek podía fallar a esa distancia y con
el enemigo tan apretado, y se oyeron
más chillidos de roedores.
La Cámara del Rey se estaba
llenando rápidamente de hombres rata
que entraban corriendo en una
avalancha aparentemente interminable.
Gromrund rugió en la parte
posterior del arco de escudos de los
enanos mientras partía cráneos con
cada golpe de su gran martillo. La
sangre le salpicó la armadura y la placa
facial del yelmo de guerra pero no le
prestó atención. Se balanceó a derecha
e izquierda, los músculos de sus brazos
y cuello sobresalían mientras se
esforzaba al máximo.
—¡Estamos rodeados! —les gritó a
los otros mientras golpeaba en el hocico
a un skaven de pelaje negro en medio
de una erupción de sangre y colmillos
amarillentos.
Lokki oyó el aviso del martillador y
supo que no podrían aguantar.
Tenía el hacha resbaladiza por la
sangre de skaven y la armadura y el
escudo llenos de abolladuras.
—Son innumerables —le musitó a
Halgar a la vez que derribaba a un
hombre rata con la parte plana de su
arma antes de cortarle el cuello con el
borde del escudo.
—¡Están acabados! —exclamó el
barbalarga con una carcajada salvaje
mientras abría en canal a un skaven de
la ingle al pecho.
La hoja del hacha chocó contra el
esternón del hombre rata y tuvo que
salir del cordón protector del muro de
escudos mientras utilizaba la bota para
soltarla. Una lanza se acercó por los
aires y alcanzó a Halgar en el brazo
haciendo que el enano soltara un
bramido de rabia.
Hakem se volvió y partió en dos el
asta de la lanza con su martillo rúnico
antes de destrozar la cabeza de la rata.
Se acercó más hasta que el barbalarga
recuperó su posición.
Halgar rugió redoblando sus
esfuerzos.
Uthor desgarraba armadura, carne y
hueso como si no fueran nada.
Dondequiera que cayera el hacha de
Ulfgar, un skaven moría. Un hombre
rata enorme se abrió paso hasta él
blandiendo una alabarda que parecía
pesar mucho. Antes de que la criatura
pudiera balancearla, acabó partida en
dos por el centro y las vísceras de ésta se
le derramaron en el suelo formando
una sopa sanguinolenta.
Los skavens eran cada vez menos,
pero Lokki sabía que los enanos no
podrían seguir luchando eternamente, a
pesar de las protestas de Halgar.
—No podemos ganar esta batalla —
aseguró y vio que la ruta hasta la
chimenea y el dringorak estaba
relativamente despejada—. Separaos y
dirigíos a la chimenea —gritó.
—Sí —contestó Gromrund, y le hizo
eco el chillido de otro skaven herido de
muerte.
Nadie contradijo a Lokki, ni
siquiera Uthor ni Halgar. Todos veían
la sensatez de sus acciones. Él daba las
órdenes y el resto lo seguía.
Los enanos se replegaron dentro del
muro circular de escudos. Los skavens
se lanzaron contra ellos empujando con
fuerza y aullando con entusiasmo.
Cuando la marea se volvió casi
incontenible, Lokki bramó:
—Con todas vuestras fuerzas…
¡Ahora!
Los enanos empujaron como uno
solo; Gromrund, Drimbold e incluso
Ralkan sumaron su peso y los skavens
se vieron obligados a retroceder de
golpe. Sin detenerse para rematar a
algunos skavens que estaban tendidos
en el suelo, los enanos se apartaron y el
muro de escudos se desarmó mientras
corrían hacia la chimenea.
Uthor se colocó en cabeza e hizo
pedazos o apartó a machetazos a los
pocos skavens que se interponían en su
camino, abriendo una roja y macabra
senda en sus endebles filas.
Los enanos se lanzaron hacia la
chimenea y el dringorak. Atravesaron el
túnel rápidamente y salieron a la galería
abovedada, fuera de la gran puerta de
la Cámara del Rey. Puesto que no
disponían de tiempo para cerrar el
camino, subieron a la carrera por el
largo pasillo con los enfurecidos
chillidos de los skavens siguiéndolos de
cerca.
Rorek se detuvo un momento, a la
mitad de la galería, y disparó una
descarga de proyectiles de ballesta
contra los skavens que los perseguían.
La mayoría de sus disparos fallaron,
pero dos hombres rata cayeron con
flechas en el cuello y el tronco.
—Vamos —insistió Lokki, tirando
del brazo del ingeniero.
El señor del clan había sido el
último en salir de la Cámara del Rey
para asegurarse de que todos lograban
escapar.
Rorek se echó la ballesta al hombro
y salió corriendo tras los otros, que
seguían adelante con pasos pesados.
Por delante, un grupo de skavens
salió de unas grietas ocultas en las
paredes y corrió a formar una barrera
rápidamente.
Sin verse frenados por tener que
formar un muro de escudos, los enanos
se estrellaron contra el piquete de
skavens con fuerza y la matanza
comenzó en serio.
En medio de una orgía de sangre y
muerte, los hombres rata se dispersaron
mientras los enanos apenas aminoraban
el paso.
Siguieron adelante a través de la
larga galería, regresaron por donde
habían venido, cruzando el salón del
gremio, el salón de banquetes y la
puerta de madera, mientras los skavens
los hostilizaban sin tregua.
—¿Esperas que huya por toda la
fortaleza? —le gritó Halgar a Lokki
mientras seguían subiendo por la larga
escalera que salía de la segunda planta.
—Pensaba que habías ido
caminando hasta Karak Ungor —se
burló Lokki con una amplia sonrisa.
—¡Cuando era joven! —contestó
Halgar con un gruñido.
Lokki soltó una carcajada y los
enanos siguieron adelante. Recorrieron
el túnel en ruinas y atravesaron diversas
estancias, pasillos y salas hasta llegar a
la sala de audiencias, donde apoyaron
las manos en las rodillas e intentaron
recobrar el aliento. Los chirridos y los
chillidos de los skavens resonaban tras
ellos.
—Son unos cabrones persistentes —
comentó Halgar con resentimiento
entre inspiraciones.
—Tenemos que llegar a la sala
exterior —dijo Lokki—. Un momento…
—añadió—. ¿Dónde está Drimbold?
Drimbold no estaba por ninguna
parte. Durante la frenética carrera a
través de la planta, Lokki había perdido
de vista a muchos de sus compañeros:
el enano gris podría haber caído
perfectamente sin que él se diera
cuenta.
—¿Alguien sabe qué ha sido de él?
—preguntó, plenamente consciente del
creciente estruendo de los skavens, que
se iban acercando.
Su dura mirada se encontró con
negaciones de cabeza. La expresión del
señor del clan se tornó brevemente en
una de tristeza y luego se endureció.
—Era un wanaz avaricioso —apuntó
Gromrund—, pero ése no es modo de
morir para un dawi, huyendo entre las
sombras.
El hedor de los skavens se volvió
muy intenso a la vez que sus chillidos se
tornaban ensordecedoramente altos.
—Adelante —ordenó Lokki— o
correremos su misma suerte.
Los enanos salieron corriendo de la
sala de audiencias y ya se encontraban a
la mitad de la segunda escalera que
llevaba a la sala exterior cuando los
skavens los alcanzaron. Los hombres
rata arrojaron lanzas y cuchillos
rudimentarios, y les tiraron piedras a los
enanos utilizando hondas. El grupo se
detuvo y levantó los escudos para
protegerse de los proyectiles mientras
los primeros skavens los adelantaban.
Los enanos lanzaron hachazos a
derecha e izquierda, librando una
batalla a la carrera a la vez que
ascendían dificultosamente la última
mitad de la escalera. El grupo casi había
llegado al arco de entrada que conducía
a la sala exterior. Uthor estaba abriendo
una senda a través de los skavens que
se habían situado delante de ellos y
Gromrund y Hakem defendían al
custodio del saber acabando con todo
hombre rata que se acercaba
demasiado. Mientras Hakem aplastaba
a uno de los guerreros skaven contra el
suelo con la parte plana de su escudo,
otro consiguió pasar a su lado y avanzó
hacia Ralkan.
Los brillantes ojillos rojos del
hombre rata brillaron con malicia
mientras blandía un cuchillo largo y
hacía ademán de apuñalar al custodio
del saber en el corazón. Meses de
espera en la oscuridad, encerrado en los
túneles fríos y húmedos, donde cada
ruido le provocaba estremecimientos de
terror, invadieron a Ralkan y éste
explotó. Bramó un grito de batalla que
resonó por la escalera mientras apartaba
a la criatura golpeándola con el
mismísimo libro de agravios. El skaven
se encogió bajo la furiosa arremetida,
pero luego los embates del libro lo
derribaron mientras el custodio del
saber lo aporreaba; el enano le dio
rienda suelta a toda su furia y angustia
reprimidas en unos pocos segundos de
sangrienta agresión. Al final, Hakem le
indicó que se diera prisa. El skaven era
una mancha de pasta roja en el suelo.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó
el enano de Barak Varr.
—Sí —respondió Ralkan.
Tenía la cara y la barba salpicadas
de sangre y el libro de agravios estaba
empapado de restos.
—Bien, porque hay más…
***
Lokki decapitó a un guerrero skaven
antes de atravesar a otro con el gran
pincho de su hacha. Halgar se
encontraba a su lado, luchando con
furia; los dos enanos cubrían la
retaguardia como siempre. Al
contemplar la creciente horda, a Lokki
le pareció ver algo cerca —nada más
que un fugaz fragmento de sombras—
moviéndose a toda velocidad en la
oscuridad al borde de la escalera. No
pensó más en ello, su atención se desvió
hacia un skaven diminuto que vestía
una túnica pintarrajeada con símbolos
espantosos y adornada con viles
hechizos. En la pata canosa aferraba un
extraño objeto de aspecto arcano. Era
como un báculo, pero de naturaleza casi
mecánica. La criatura levantó el báculo
y devoró un trozo de roca brillante que
tragó con dificultad mientras la
garganta le sobresalía.
Una carga extraña llenó de pronto
el aire a la vez que a Lokki se le ponía la
barba de punta.
—Brujería —musitó mientras hacía
la runa de Valaya en el aire.
Un relámpago verdoso surgió del
báculo del skaven. Trazó un arco y
zigzagueó hasta chocar contra el techo
de la escalera. Se produjo un estruendo
y un temblor recorrió el suelo; grandes
trozos de mampostería se desplomaron
y se hicieron añicos al chocar contra la
escalera.
Halgar se tambaleó y casi cayó.
Lokki levantó la mirada. Un gran
bloque de granito se desprendió de lo
alto y descendió en picado, a punto de
aplastar al barbalarga.
Lokki lo apartó de golpe y rodó
frenéticamente escapando de la enorme
roca por centímetros. Las esquirlas de la
roca hirieron a varios skavens y
comenzó a rodar despacio escaleras
abajo. Eso les proporcionó a los enanos
un breve respiro mientras los skavens
aullaban y huían en todas direcciones.
Lokki se limpió el sudor de la cara,
se levantó y ayudó a Halgar a ponerse
en pie. El señor del clan no vio el
fragmento de sombras acercándosele
sigilosamente por detrás. Al principio
no sintió la hoja que se le hundió en la
espalda.
—Por los pelos, muchacho, Grungni
se… —Halgar se detuvo al ver que
Lokki abría mucho los ojos y le salía
sangre por la boca.
El barbalarga se quedó paralizado
mientras un skaven envuelto en tela
negra —con los ojos vendados con un
mugriento trapo rojizo—. Soltaba un
gruñido detrás de una larga capucha,
dejando ver un cabo de carne a modo
de lengua. La criatura salió de forma
lenta y burlona de detrás del señor del
clan y arrancó la daga.
Lokki se tambaleó escupiendo
sangre y cayó de espaldas escaleras
abajo entre el estrépito de su armadura.
La incredulidad y luego la rabia
invadieron a Halgar, que soltó un
rugido.
El chillido de otro relámpago que
surgió del báculo del skaven vestido con
túnica aplastó el grito de angustia del
enano. La fantasmagórica energía
estalló contra el arco de entrada, que se
estremeció y comenzó a derrumbarse.
El violento temblor que lo acompañó
derribó a Halgar mientras el asesino
skaven desaparecía en la oscuridad y
Lokki se perdía de vista.
Un sonido parecido a un trueno
resonó amenazador por encima de él y
Halgar se preparó para enfrentarse a la
muerte con dolor en el corazón.
***
Hakem aplastó el cráneo de un skaven,
su martillo rúnico se estaba cobrando
un precio aterrador; volvió la mirada
desde el umbral de la sala exterior y vio
caer a Lokki. Le pareció ver un negro
fragmento de sombras apartándose del
enano y se protegió los ojos cuando una
fuerte luz verde brilló en el túnel de la
escalera. Se tambaleó pero se mantuvo
en pie cuando el arco que conducía a la
sala de entrada exterior empezaba a
desmoronarse encima de Halgar.
Hakem volvió a cruzar el arco
corriendo y tiró hacia atrás del
barbalarga con todas sus fuerzas.
—¡Nooo! —chilló Halgar mientras
el arco y parte del techo se hundían
haciéndose pedazos contra la escalera y
aplastando a todo skaven que se
encontrara en su camino. La ruta hacia
la sala de audiencias estaba bloqueada.
Los enanos habían quedado separados
de las hordas de los hombres rata.
***
De las grietas del techo cayeron
inmediatamente regueros de polvo y
arena y los pequeños trozos de rocas
desplazadas que se estrellaron contra el
suelo aumentaron el peligro de que la
sala exterior se derrumbara.
Al final, sin embargo, los temblores
disminuyeron y sólo quedaron las
motas de polvo adheridas al aire como
una densa niebla.
Uthor tosió en medio de la
atmósfera cargada de polvo y observó
las enormes losas de granito que
cerraban de modo eficaz la ruta hacia la
primera planta.
Sabía que el cuerpo de Lokki estaba
al otro lado. Al final, justo delante de
Hakem, había visto caer a su líder.
Observó a los otros enanos que,
aturdidos por su propio dolor,
contemplaban en silencio la masa de
piedras caídas. Al parecer también
habían perdido a Drimbold, sólo sabía
Grungni qué suerte habría corrido.
Tenían el libro de agravios, pero ¿a qué
precio?
—Anciano —dijo Uthor con voz
baja y reverente—. No debemos
entretenernos aquí.
Halgar tenía la mano apoyada en la
pared de piedra. Inclinó la cabeza y
escuchó con atención. Masculló algo
entre dientes —sonó como una corta
plegaria—, se volvió y miró a Uthor a
los ojos. Su rostro parecía cincelado en
piedra, tan poca emoción dejaba ver.
—Que todos sepan —dijo en voz
alta para que todo el grupo lo oyera—
que en este día Lokki, hijo de Kragg,
señor del clan real de Karak Izor, cayó
en batalla apuñalado por la espalda por
un skaven. Que Grungni lo acoja en su
seno. Será recordado.
—Será recordado —repitieron los
otros enanos.
—Los skavens siguen
congregándose al otro lado del
derrumbe —dijo Halgar, acercándose a
la gran puerta—. Buscarán un modo de
llegar hasta nosotros —añadió,
volviéndose hacia Uthor—. Tienes
razón, hijo de Algrim. No deberíamos
entretenernos.
—Creo que tal vez no tengamos que
atravesar los túneles de la letrina para
escapar de la fortaleza —apuntó Rorek
de espaldas a los otros mientras
examinaba la gran puerta con su
antiquísimo mecanismo cubierto de una
fina pátina blanca de polvo—. Puede
que los cinco consigamos abrir la puerta
desde dentro.
***
—¡Empujad! —exclamó Rorek y los
enanos empujaron todos a una.
El ingeniero había desconectado los
grandes dientes de cierre situados en la
puerta. A continuación, con la ayuda de
Uthor, Hakem y Halgar soltó las tres
enormes abrazaderas que la
bloqueaban. Luego sólo era cuestión de
abrir la puerta propiamente dicha. Dos
cadenas largas y gruesas colgaban del
techo. Mientras tiraban de cada una
hacia abajo mediante una inmensa
bobina circular colocada en horizontal
sobre la piedra —con diez asideros—,
una serie de dientes y poleas
entrelazadas se ponían a trabajar,
centímetro tras laborioso centímetro. A
ritmo lento pero seguro, la puerta se
abriría. El grupo sólo necesitaba
accionar una puerta, eso bastaría para
dejarlos salir; pero con sólo seis enanos
en una de las cadenas, resultaba
extremadamente difícil.
—¡Basta! —grito Rorek de nuevo.
La puerta de la izquierda se había
abierto. La abertura sólo medía un
metro de ancho, pero era suficiente
para que pudieran pasar. Una luz
neblinosa se extendía por el patio
abierto.
—Seguidrne —indicó Uthor,
poniéndose en cabeza.
Al salir a la luz de últimas horas de
la tarde del mundo exterior, se cubrió
los ojos para protegerse del resplandor.
Cuando vio lo que había al otro lado,
bajó la mano rápidamente y bramó:
—¡Grobis!
Una pequeña horda de orcos y
goblins se había reunido en los riscos de
las afueras de Karak Varn. Al parecer
estaban acampados —sentados
alrededor de fogatas y los viles tótems
de sus dioses paganos— comiendo,
peleándose y durmiendo.
El primer orco murió con el hacha
que Uthor le había arrojado clavada en
el pecho. La bestia se quedó mirando
tontamente el destrozo en el que se
había convertido su torso —aturdido al
principio—, luego soltó un grito
ahogado y se desplomó, muerto.
Un goblin cayó, con el cráneo
aplastado a manos de Hakem, antes de
poder dar la voz de alarma. Halgar
mató a un tercero y luego a un cuarto,
sujetando el hacha a dos manos y
repartiendo muerte con silenciosa
determinación.
Gromrund golpeó a un orco en la
espalda, partiéndole la columna
brutalmente y aplastándole el cuello.
Rorek puso su ballesta a trabajar y
derribó a varios goblins, abarrotándoles
el torso con un compacto grupo de
flechas.
Antes de que los pieles verdes se
dieran cuenta siquiera de lo que estaba
ocurriendo, ocho de ellos habían
muerto. Los aproximadamente treinta
que aún seguían con vida rugieron y
resoplaron de rabia mientras cogían
frenéticamente sus armas. Una gran
cantidad de caras verdes se volvió
gruñendo hacia los enanos, que se
habían lanzado al ataque formando un
maltrecho piquete de lanzas levantadas
y hojas curvas.
—¡Cargad! —ordenó Uthor.
El enano de Kadrin se lanzó contra
las masas formando la punta del
ataque. Gromrund y Halgar fueron tras
él. Hakem iba después con Rorek; los
dos se encargaban de mantener al
custodio del saber a salvo.
Una descarga de flechas voló hacia
los enanos a la carrera mientras los
goblins disparaban arcos cortos y
soltaban chillidos desenfrenados. Uthor
recibió un impacto en la hombrera y
dos más lo golpearon en el escudo, pero
no aflojó el paso; esquivó una
cuchillada por encima de la cabeza y,
mientras se levantaba, le cortó el brazo
al atacante.
Al final, todo terminó rápido. Los
enanos atravesaron el campamento
como un martillo irresistible dejando a
los pieles verdes sangrando y
desconcertados a su paso. No dejaron
de correr hasta que ya no pudieron oír
las voces y gritos salvajes de los orcos y
los goblins. No los siguieron. Habían
cometido la estupidez de dejar un
modo de entrar a la karak y sin duda
los pieles verdes estaban
aprovechándose de ese error.
***
Los enanos habían acampado en un
risco cerrado con una fogata
parpadeante en el centro. Sólo había
dos rutas para entrar y salir: Gromrund
permanecía alerta en una, sosteniendo
el martillo contra el pecho, y Hakem
estaba en la otra, vigilando el camino
que se extendía delante.
Estaba anocheciendo, los últimos
vestigios de sol proyectaban una luz
rojo sangre mientras desaparecían
lentamente en el horizonte. Uthor se
calentó las manos junto al fuego.
Ninguno de ellos había hablado desde
la batalla con los pieles verdes.
—Nos dirigiremos a Karaz-a-Karak
—masculló Uthor con tono sombrío al
otro lado de las chisporroteantes brasas
del fuego.
—Es una buena marcha desde aquí
—comentó Rorek, fumando en su pipa
—. Dos días como mínimo por terreno
escabroso y tenemos pocas raciones. La
cerveza prácticamente se ha acabado.
—En ese caso será mejor que nos
apretemos el cinturón —contestó
Uthor.
—¡Shh! —Gromrund fue quien dio
el aviso—. Alguien se acerca —susurró
lo bastante fuerte para que los otros lo
oyeran.
El enano se agachó. Sostuvo su gran
martillo con una mano y levantó la otra
haciendo un gesto para que el resto
esperase.
—Es Drimbold —dijo en voz alta
sorprendido—. ¡El enano gris está vivo!
Drimbold entró en el campamento
con la cara cortada y el atuendo, ya de
por sí raído, rasgado en varios lugares.
Incluso su mochila parecía más ligera.
El enano les contó rápidamente a los
otros cómo se había separado de ellos
cuando los skavens le bloquearon el
paso. Había seguido otro túnel y había
vagado por la oscuridad hasta que por
suerte había encontrado otra salida:
una puerta secreta en la montaña que
conducía a la Vieja Carretera Enana.
Había visto como los enanos
atravesaban luchando el campamento
orco situado junto a la puerta, pero
estaba demasiado lejos para hacer nada.
Después de eso había seguido su rastro
hasta allí.
—Tengo suerte de estar vivo —
confesó—, gracias a Grungni.
Esbozó una amplia sonrisa,
agradecido de haberse reunido con sus
antiguos compañeros, y luego preguntó:
—¿Dónde está Lokki?
—Está muerto —contestó Halgar
antes de que ninguno de los otros
pudiera hablar—, un skaven lo mató a
traición.
La expresión del barbalarga parecía
de acero. Ahora sólo le interesaba una
cosa, Uthor podía verlo en sus ojos. La
venganza. Y pensaba obtenerla.
Uthor se puso en pie y miró a sus
hermanos enanos.
—Un gran agravio se ha cometido
este día —afirmó con fuego en la
mirada—. Pero es uno entre muchos.
Uno que comenzó con la muerte de mi
pariente, Kadrin Melenarroja, y ahora
Lokki también descansa en una tumba
pedregosa. Karak Varn está en ruinas,
su gran gloria convertida en nada.
Muchos de los enanos comenzaron
a mesarse las barbas y a gruñir de rabia.
—¡No lo podemos permitir! —
bramó Uthor, observando cómo los
rostros adustos de sus compañeros se
encendían con la llama de la venganza.
»No lo permitiremos —añadió con
tono solemne—. Yo, Uthor, hijo de
Algrim, señor regente del clan de
Dunnagal, juro reclamar Karak Varn en
nombre de Kadrin Melenarroja, Lokki
Kraggson y todos los enanos que
entregaron su vida para defenderla.
—¡Sí! —gritaron los enanos al
unísono.
Halgar fue el único que guardó
silencio.
—Hasta el final —dijo el barbalarga,
extendiendo la palma abierta.
Uthor sostuvo su mirada glacial y
colocó la mano sobre la de Halgar.
—Hasta el final —repitió.
Los otros hicieron lo mismo. Se hizo
el juramento. Irían a Karak-a-Karak y
regresarían con un ejército. Volverían a
tomar Karak Varn o morirían en el
intento.
***
En la cima de un risco que daba al
campamento, un enano estaba sentado
a solas. El tenue brillo de una pipa
iluminó brevemente su rostro lleno de
cicatrices de batalla; una hilera de tres
aros de oro le perforaba la nariz y tenía
una cadena sujeta a la fosa nasal
opuesta que le llegaba hasta la oreja. De
la frente le salía una enorme cresta, que
parecía un pincho mientras su silueta se
recortaba contra la noche.
—Hasta el final —murmuró a la vez
que aplastaba la hierba para pipa
encendida con el pulgar.
Bajó de un salto del promontorio
rocoso y se perdió en la oscuridad que
aguardaba debajo.
***
Lokki no despertó en los salones de sus
antepasados, con un lugar preparado en
la mesa de Grungni; sino tosiendo y
resoplando en medio de las ruinas de la
larga escalera. Estaba vivo, un espantoso
dolor punzante en la espalda donde el
cuchillo había entrado se lo recordó.
Había perdido el yelmo en alguna
parte: tenía un tajo largo en la frente, la
sangre aún estaba húmeda y le llenaba
la nariz con un olor parecido al cobre.
Había escombros por todas partes y
el aire estaba cargado de polvo y arena
que le cubrían la barba, que en otro
tiempo había sido de un tono marrón
oscuro. Una antorcha seguía ardiendo
en un aplique sujeto a una pared
cercana. Su parpadeante aura
proyectaba sombras largas y definidas.
Los skavens habían desaparecido, al
igual que sus muertos. Debían de haber
pensado que estaba muerto, de lo
contrario también habrían acabado con
él.
Lokki intentó mirar a su alrededor y
descubrió que no podía moverse. Una
enorme losa de granito le aplastaba las
piernas. Con cierto esfuerzo consiguió
incorporarse sobre los codos y empujó
la roca con ambas manos, pero ésta no
cedió. Volvió a desplomarse, respirando
con dificultad. Estaba débil, la hoja que
lo había apuñalado debía haber estado
cubierta de veneno. No obstante, los
enanos eran una raza fuerte y podían
sobre vivir a todos los venenos, salvo a
los más potentes. Al menos por un
tiempo.
Lokki reunió fuerzas y miró
alrededor, esperando encontrar algo
que pudiera usar para apartar la losa de
sus piernas. Su hacha estaba justo fuera
de su alcance. Intentó tocarla
desesperadamente, pero estaba
demasiado lejos.
Un hedor llegó hasta él en una
débil brisa que emanaba de alguna
fuente oculta. Lo conocía bien. Se
trataba del empalagoso y fétido olor a
moho de los skavens. El maloliente
aroma resultaba inaguantable. Lokki
sintió que la bilis le subía a la garganta y
que le lloraban los ojos. Luego oyó algo,
el débil sonido de unas zarpas raspando
la piedra.
—Pobre enanito —dijo una voz
terrible y áspera.
Un skaven, vestido con una gruesa
armadura muy oxidada y pelaje negro y
enmarañado, se irguió sobre Lokki. La
criatura profirió un sonido, mitad
gruñido, mitad carcajada, dejando ver
unos colmillos amarillentos. Lokki se
fijó en una cicatriz que tenía debajo del
hocico mugriento, los puntos aún se
notaban en la carne rosácea. El hombre
rata llevaba un anillo de oro en los
dedos de la pata derecha, una runa lo
marcaba como un tesoro robado de las
cámaras de Karak Varn. La otra
terminaba en un pincho de aspecto
feroz. Un yelmo rudimentario
descansaba sobre su cabeza y dos
pequeñas orejas asomaban por unos
agujeros toscamente abiertos. Lokki
había luchado con suficientes hombres
ratas para darse cuenta de que se
trataba de uno de sus líderes de clan,
un caudillo.
—Esto es territorio skaven, sí-sí —
siseó la criatura.
Lokki resistió el impulso de vomitar
al sentir el fétido aliento de la criatura
cuando se agachó junto a él y unos
ojillos redondos y brillantes lo
examinaron burlones.
—Aquí ya no mandan enanos ni
pieles verdes. Aquí Thratch es el rey.
Thratch matará, rápido-rápido, a todo
el que entre en su reino, sí. ¡La fortaleza
enana es mía! —gruñó a la vez que
abría una herida profunda en la mejilla
de Lokki con un pincho mugriento.
Lokki hizo una mueca y escupió un
espeso coágulo de sangre en la cara del
caudillo skaven.
—Karak Varn pertenece a los dawis
—gruñó con actitud desafiante.
Thratch se limpió la sangre de
enano con el dorso de la pata que le
quedaba y se levantó mientras una
sonrisa salvaje aparecía en sus rasgos.
Lokki vio que la criatura retrocedía
lentamente hacia la oscuridad y,
exactamente en ese momento, otro
skaven salía de ella como si las sombras
fueran una extensión de su mismo ser.
Iba vestido con harapos negros,
tenía los ojos vendados y andaba
levemente encorvado mientras se
acercaba poco a poco a Lokki de modo
amenazador.
—Kill-Klaw intentó cortarme el
cuello, sí… —siseó el caudillo, que se
había perdido de vista—. Le saqué los
ojos, le saqué la lengua… pero Kill-
Klaw no los necesita para apuñalar-
apuñalar, rápido-rápido. Ahora Thratch
es el amo y le ordena a Kill-Klawz
apuñala… apuñala… despacio…
despacio.
El asesino skaven ciego se irguió
sobre Lokki daga en mano. Por primera
vez, el enano se fijó en que llevaba un
collar de orejas cortadas alrededor del
cuello. Kill-Klaw chilló —un sonido
espantoso que le salió de las mismas
entrañas— y la oscuridad envolvió a
Lokki por completo. Gritos de angustia
escaparon de la boca del enano y
resonaron por los antiguos salones de
Karak Varn y la indiferente oscuridad
mientras Kill-Klaw se ponía a trabajar.
CUATRO
***
Uthor encabezaba la procesión de
enanos mientras se acercaban al Gran
Salón del Pico Eterno, Sede de los
Grandes Reyes, detrás de Bromgar, uno
de los martilladores del Gran Rey y
portador de la llave de la Cámara del
Rey. Era un gran honor y Bromgar lo
llevaba con estoica fortaleza y absoluta
gravedad.
El guardián de la puerta los había
recibido en la imponente entrada de la
fortaleza: un bastión inexpugnable de
piedra que desafiaba los estragos de las
eras. Había estado aguardando allí
mientras se aproximaban por el camino
del Pico Eterno. Parecía un enano
insignificante ante el edificio de roca y
hierro.
Los enanos del Pico Eterno los
habían estado esperando.
Una serie de atalayas secretas
situadas en los riscos más altos ofrecían
una vista panorámica a lo largo de
muchos kilómetros y permitían dar un
fácil y rápido aviso cuando alguien se
acercaba. Un grupo de ballesteros
montaba guardia en las dos últimas
atalayas que flanqueaban la puerta
exterior. Estaban trabajadas en forma
de enormes estatuas de los antepasados
y los Grandes Reyes de la antigüedad;
los imponentes centinelas miraban
fijamente a todos los que se
aproximaban. La venerable imagen de
Gotrek Rompeestrellas se encontraba
entre ellos, sosteniendo en alto la
Corona del Fénix de los elfos, un trofeo
que había ganado en Tor Alessi y que
aún estaba en el Pico Eterno como
recordatorio de la victoria de los
enanos.
En la muralla superior más alta se
podía ver el destello de los guerreros
con armadura patrullando. La puerta
propiamente dicha era una estructura
colosal. Medía unos ciento veinte
metros de alto y parecía perderse en el
cielo y las nubes. La gran puerta que
conducía a Karaz-a-Karak era tan sólida
e imponente que era como si estuviera
tallada en la mismísima ladera de la
montaña. La runa de Valaya aparecía
grabada sobre ella con una letra
enorme.
Les habían permitido entrar
principalmente debido a la presencia de
Halgar y al hecho de que traían
funestas noticias y el libro de agravios
de Karak Varn como prueba de ello.
Bromgar se dio media vuelta entonces,
golpeó cinco veces con su antiguo
martillo rúnico sobre la enorme barrera
de piedra y dibujó un símbolo con la
mano. Uthor observó embelesado cómo
aparecía una fina juntura de plata y un
portal que no medía más de un metro
veinte de alto se abría y les permitía
entrar.
—Desde que el Gran Rey Morgrim
Barbanegra ordenó cerrarlas durante la
Era de la Aflicción, las grandes puertas
que conducen al Pico Eterno no se han
abierto nunca —había dicho el
guardián de la puerta con tono adusto a
modo de explicación.
Una guardia de honor de los
martilladores de Bromgar los recibió en
la cámara de audiencias y, a
continuación, los enanos bajaron por
una larga galería, flanqueados por los
guerreros reales que se mantenían en
silencioso estado de alerta, con los
grandes martillos apoyados sobre sus
hombros cubiertos con armaduras.
***
Uthor no había visto nunca tal belleza e
inmensidad. La sala de audiencias se
alzaba formando un enorme techo
abovedado sujeto con arcos de oro y
bronce. Columnas de piedra, tan
gruesas y grandes que un enano
tardaría varios minutos en rodearlas,
surgían hacia ese techo y resplandecían
con las imágenes enjoyadas de reyes y
antepasados. Un imponente puente, de
mil barbas de ancho y cubierto con un
mosaico que representaba las antiguas
hazañas del Pico Eterno, se extendía
sobre un enorme abismo que descendía
hacia el corazón del mundo. Llevaba a
una ancha galería bordeada por un
auténtico ejército de estatuas de oro,
cada una de las cuales era una
representación perfecta de los
antepasados reales de la fortaleza.
Karaz-a-Karak era tan maravillosa que
incluso Hakem guardó el más absoluto
silencio, anonadado.
Del grupo original, ahora ya sólo
seis tendrían una audiencia con el
mismísimo Gran Rey. Rorek se había
separado de ellos al borde del Agua
Negra. Seguiría el largo camino de
regreso a Zhufbar, procurando evitar a
los pieles verdes que acechaban en las
montañas y elevar una petición a su rey,
solicitando tropas para la misión hacia
Karak Varn y el rescate de la fortaleza.
Lokki, naturalmente, había caído. Era
un golpe amargo, que todos sentían,
pero ninguno tan profundamente como
Halgar, que apenas había hablado
desde que habían hecho sus
juramentos.
Después de un viaje agotador, se
encontraron al fin ante la entrada al
Gran Salón, que resplandecía con runas
grabadas en oro y gromril, y estaba
adornada con gran cantidad de joyas.
Uthor tembló por dentro, encontrarse
en un lugar así le dio una lección de
humildad. Incluso le hizo olvidar el
oscuro espectro que le rondaba por la
mente —los recuerdos de lo pasado en
Karak Kadrin—, aunque sólo fuera un
momento.
Por toda Karaz-a-Karak resonaron
cuernos, de notas profundas y
retumbantes, anunciando la llegada de
los visitantes a la corte del rey. Las
grandes puertas de piedra se abrieron
despacio, chirriando debido al peso de
los siglos. Otra sala se extendía ante los
enanos, tan larga y ancha que podría
haber contenido varios asentamientos
pequeños. El techo abovedado parecía
desaparecer en un interminable
firmamento de estrellas mientras un
infinito despliegue de zafiros y
diamantes centelleaba en lo alto. La luz
que proyectaban enormes antorchas en
apliques, forjados con los rostros
adustos de grandes reyes y antepasados,
y con incrustaciones de rubíes del
tamaño de un puño, daban la
impresión de que la fortaleza se abría
hacia el mismo cielo.
El imponente planetario hizo
sentirse a Uthor insignificante, al igual
que los cientos de columnas bellamente
talladas que se perdían en las sombras,
mucho más allá de donde podía ver.
Estaban grabadas con las hazañas e
historias de los clanes del Pico Eterno.
En algunas se veía la roca desnuda,
donde la línea de un clan había sido
exterminada. En ese mismo momento,
en lo alto, había artesanos trabajando
diligentemente, realizando grabados
con pico y cincel.
Como si fuera la gruesa lengua de
una mítica bestia inmensa, una
alfombra roja de más de un kilómetro
de largo descendía por el centro de la
enorme sala. Mientras los enanos la
atravesaban, en atemorizado silencio,
Uthor se fijó en las grandes hazañas de
sus antepasados grabadas en las
paredes. Estas imágines eran muchísimo
más grandes que las de Karak Varn,
medían más de treinta metros de alto:
los dioses antepasados, Grungni y
Valaya enseñaban a sus hijos los
secretos de la piedra y el acero; el
poderoso Grimnir daba muerte a los
oscuros moradores del mundo y su
larga caminata hacia el desconocido
norte; la coronación de Gotrek
Rompeestrellas y, por último, las
grandes hazañas del Gran Rey Morgrim
Barbanegra y su hijo, el actual señor del
Pico Eterno, Skorri Morgrimson. Uthor
se limpió una lágrima al contemplar tal
magnificencia.
Bromgar les pidió a los enanos que
se detuvieran al borde de una amplia
tarima circular de piedra. Los ancianos
rostros del consejo de mayores de
Karaz-a-Karak los contemplaban desde
el otro extremo. Cada uno de ellos
estaba sentado en un asiento de piedra
de altos respaldos decorados con
insignias de los antepasados hechas de
bronce, cobre y oro. Cada asiento
llevaba un emblema para reflejar el
estatus y la posición de quien lo
ocupaba. Un enano de aspecto severo,
con la larga barba negra salpicada de
virutas de metal y atada con varillas de
hierro y con una piel morena que
brillaba como el aceite, no podía ser
otro que el maestro ingeniero del rey;
su silla estaba decorada con unas
tenazas cruzadas con una resistente
llave. La suma sacerdotisa de Valaya,
una sabia y anciana matriarca que
llevaba una larga túnica morada, estaba
sentada en una silla que mostraba la
imagen de un gran hogar enano y la
runa de la diosa antepasada encima.
También había otros: el jefe de
avituallamiento sostenía una jarra, los
barbalargas de las hermandades
guerreras portaban hachas y martillos, y
el custodio del saber sostenía un libro
abierto.
En el centro de esta venerable
reunión, en la cima de unos negros
peldaños de mármol y sentado sobre
otra tarima más, se encontraba el
mismísimo Gran Rey, Skorri
Morgrimson.
El rey vestía un jubón blanco y azul
ribeteado de hilo de plata sobre un
pecho amplio y parecido a una losa.
Lucía la espesa y fuerte barba negra —
igual a la de su padre— atada con
piezas de oro. Estaba salpicada de pelos
grises que dejaban entrever su edad y
sabiduría. Mantenía los brazos gruesos
y musculosos —rodeados de bandas de
bronce, cobre y oro e inscritos con
tatuajes en espiral— cruzados sobre el
pecho. En un brazo llevaba pintados los
diferentes emblemas de los
antepasados; en el otro, un dragón rojo
rampante con la serpenteante cola
enroscada formando una espiral rúnica.
***
El asiento del Gran Rey dividía el
semicírculo de mayores formando dos
arcos más pequeños pero iguales, y era
muchísimo más grandioso.
El Trono del Poder estaba bordeado
en bronce, donde se había grabado un
martillo golpeando un yunque con la
cara de Grungni en un vértice
triangular de oro, un poderoso símbolo
de Karaz-a-Karak y todo el pueblo
enano. Llevaba la Runa de Azamar,
forjada por Grungni y única en su
género, pues se decía que era
prácticamente indestructible. Existía la
creencia de que si el poder de la runa se
rompía alguna vez, vería la muerte de
los enanos y el fin de todas las cosas.
De pie justo detrás del rey, dos a
cada lado, con su armadura de gromril
resplandeciente bajo la luz de las
antorchas, se encontraban los
portadores del trono de Skorri. En
tiempos de guerra y por orden del rey,
llevarían el imponente trono del poder
a la batalla con el Gran Rey sentado
encima, leyendo el Gran Libro de
Agravios. Se trataba de los mejores
guerreros de toda Karaz-a-Karak. Uthor
se habría inclinado ante ellos y, sin
embargo, ¡ahora estaban ante el
mismísimo Gran Rey!
—Noble Bromgar, ¿a quién traes
ante este consejo? —preguntó la suma
sacerdotisa de Valaya.
—Venerable dama —respondió
Bromgar mientras hacía una profunda
reverencia—. Una expedición
procedente de Karak Varn busca la
sabiduría y la opinión del consejo del
Pico Eterno en un asunto de suma
importancia.
—En ese caso, que den un paso al
frente —dijo la sacerdotisa, respetando
la costumbre de la corte del Gran Rey.
Como uno solo, los enanos del
grupo entraron en el círculo mientras
Bromgar retrocedía, perdiéndose entre
las sombras una vez cumplido su deber
inmediato.
—Lord Melenarroja es el señor de
Karak Varn —dijo el Gran Rey. Los
enanos se encontraban a casi seis
metros de distancia, tal era el tamaño
del círculo y, sin embargo, la voz del rey
les llegó fuerte y resonante—. Hay un
agravio anotado a su nombre en el
Dammaz Kron por no entregar una
remesa de gromril como prometió —
continuó—. ¿Qué tenéis que decir al
respecto? ¿Quién habla por vosotros? —
gruñó el rey, fulminando a los enanos
con la mirada uno por uno. Sólo
contuvo su ira con Halgar.
Uthor dio un paso al frente,
separándose del grupo.
—Gnollengrom —saludó mientras
hacía una reverencia, apoyándose en
una rodilla y se sacaba el yelmo alado,
que sostuvo bajo el brazo, para mostrar
la debida deferencia—. Yo hablo por
todos, señor. Soy Uthor Algrimson de
Karak Kadrin.
—Entonces, se te oirá, Uthor, hijo
de Algrim —bramó la voz del rey, las
pobladas cejas le asomaban bajo la
dorada corona del dragón de la karak
que descansaba sobre su frente.
—Traigo funestas noticias —
comenzó Uthor—. Kadrin Melenarroja,
mi antepasado y señor de Karak Varn,
ha muerto.
Su escueta revelación fue recibida
con una oleada de sorpresa y
desesperación de un extremo a otro del
consejo. El Gran Rey fue el único que se
mantuvo frío; se removió en su asiento
y se inclinó hacia delante para apoyar la
barbilla en un puño. Sus ojos
contemplaban a Uthor fijamente, y le
pedían que continuara.
—Lo mataron los urks al borde del
Agua Negra. Su talismán es prueba de
ese vil acto.
Uthor lo sostuvo en alto para que
todos lo vieran. Rostros adustos,
transidos de dolor, le devolvieron la
mirada.
Uthor señaló al resto de sus
compañeros.
—Nos adentramos en su fortaleza y
la encontramos abandonada, invadida
por los skavens.
El Gran Rey frunció el entrecejo al
oír eso. Uthor prosiguió:
—Haciéndole frente a la muerte y la
sangre, recuperamos el libro de agravios
—dijo Uthor, y Ralkan avanzó con la
cabeza inclinada y sosteniendo el libro
de agravios de Karak Varn delante de
él, en los brazos extendidos. Seguía
salpicado de sangre de skaven.
—Ralkan Geltberg, último
superviviente de Karak Varn. —Había
lágrimas en los ojos del custodio del
saber mientras lo decía.
—Cuenta una historia realmente
triste —agregó Uthor. Su expresión se
ensombreció al regresar al aciago
recuerdo—. Uno de los miembros de
nuestro grupo… Lokki, hijo de Kragg,
señor del clan real de Karak Izor, murió
para recuperarlo.
Halgar se enderezó, la mención del
nombre de aquel que estaba a su cargo
aún era una dolorosa herida para el
barbalarga.
—El venerable Halgar Mediamano
del clan Manocobre era pariente suyo
—explicó Uthor.
Halgar dio un paso al frente
entonces, se quitó el yelmo e hizo una
reverencia como dictaba una larga
tradición, aunque con el puño sobre el
pecho como se acostumbraba antaño.
El Gran Rey Skorri asintió en señal
de respeto al barbalarga.
—Actos viles, sin duda —comentó
—. Las grandes fortalezas caen y
nuestros enemigos se vuelven cada vez
más audaces. Este desaire no se olvidará
y quedará grabado para siempre en el
gran kron.
—Noble rey Morgrimson —dijo
Uthor con atrevimiento, su
impertinencia al hablar antes de que le
preguntaran escandalizó a todos los
presentes—. Buscamos venganza para
nuestros hermanos y los medios para
recuperar la fortaleza de Karak Varn de
las garras de esos malditos roedores.
¡Cada uno de nosotros ha hecho un
juramento con sangre!
Bromgar se acercó, indignado ante
esta falta de respeto, pero una mirada
del Gran Rey detuvo la mano del
guardián de la puerta.
En los ojos de Uthor ardía tal pasión
que nadie podía menos que
conmoverse. Skorri Morgrimson no fue
una excepción.
—Vuestra causa es noble —convino
el Gran Rey—, y ningún juramento se
debe tomar nunca a la ligera, pero no
puedo ayudaros en esta empresa si lo
que pedís es el poder de mis guerreros.
Nos sobran muy pocos, nuestro número
ha ido menguando constantemente
ante los ataques de los grobis y los de su
calaña. Hay otros asuntos más urgentes
que exigen la fuerza de Karaz-a-Karak.
¡Ay, los problemas de Karak Varn son
serios, pero tendrán que esperar!
—Mi rey —intervino una voz
procedente del consejo situado por
debajo.
Se trataba de una enana, un
miembro del séquito de la suma
sacerdotisa de Valaya. Había
permanecido oculta a la sombra de la
matriarca y Uthor no se había fijado en
ella. Largas trenzas doradas le caían de
la cabeza y tenía una naricilla redonda y
regordeta entre los ojos, de un color
azul celeste. Llevaba un fajín morado
sobre una sencilla túnica marrón, pero
también un talismán con la runa del
clan real.
El Gran Rey se volvió hacia ella, sin
acabar de creerse la interrupción.
Muchos de los barbalargas del
consejo se quejaron en voz alta de la
impetuosidad de la juventud y su falta
de respeto. Incluso la matriarca se dio la
vuelta para mirarla con el ceño
fruncido.
—Mi rey —repitió, decidida a que
se la escuchara—, con Karak Varn en
ruinas, sin duda el Pico Eterno debe
actuar.
El Gran Rey taladró a la doncella
con la mirada y, al observar el coraje
presente en sus ojos, respiró hondo.
—Con la guerra al norte
llamándonos y la recuperación de
Karak Ungor, no puedo prescindir sino
de un puñado de guerreros para esta
causa, hija de mi clan —contestó el
Gran Rey contento de transigir y
consentirla por ahora, antes de volverse
para observar a Uthor una vez más—.
Os concedo sesenta guerreros y es una
oferta muy generosa.
—Mi señor —continuó la doncella
—, debo protestar…
El Gran Rey la interrumpió:
—Sesenta guerreros y no más —
bramó—. Y no quiero oír nada más al
respecto, Emelda Skorrisdottir. ¡El Gran
Rey del Pico Eterno ha hablado!
La mirada furibunda del Gran Rey
se posó en Uthor y los otros, ignorando
la indignación de la hija de su clan.
—Llevad a estos enanos de nuevo a
la cámara de audiencias —gruñó—. Allí
esperarán a mis guerreros, pero lo
advierto —el Gran Rey clavó una
mirada severa en Uthor—: Ésta es una
misión insensata y no la apruebo. Si
fracasan, será por su cuenta y riesgo.
Ahora… —añadió, recostándose en su
trono e inspirando profundamente
mientras hinchaba el poderoso pecho—.
¡Retiraos!
CINCO
***
Drimbold caminaba entre el grupo de
guerreros del Pico Eterno con Ralkan a
su lado. El enano gris no sabía qué le
había ocurrido al custodio del saber. No
llegó a luchar en la batalla final para
escapar de la karak, para entonces ya
hacía mucho que se había marchado.
Pero, aunque ya no se mostraba tan
retraído, tampoco llevaba gran cosa de
oro, así que a Drimbold no le
interesaba.
Rescatar, eso es lo que estaba
haciendo y estaba decidido a regresar a
Karak Varn para poder continuar con
su labor; pero preferiría hacerlo con un
grupo de robustos guerreros que por su
cuenta, aunque probablemente sólo
podría entrar sin que lo descubrieran
como había hecho antes. No obstante,
por ahora, otros pensamientos
ocupaban su mente.
Durante varios días, el enano gris
había estado vigilando de cerca a dos de
sus compañeros de viaje, concentrado
en sus posesiones. Los dos eran nobles
del Pico Eterno —un barbilampiño y su
primo mayor, si la memoria no le
fallaba a Drimbold—, que deseaban
honrar a su clan volviendo a tomar
Karak Varn. «En cierto sentido, la
verdad es que todos somos
rescatadores», pensó.
Mientras avanzaban entre sus
parientes, Drimbold se fijó en los dedos
llenos de anillos del enano de más edad
y las franjas de bronce pulido que
rodeaban su yelmo de guerra y sus
brazales. Drimbold abrió mucho los
ojos al captar el destello de algo
brillante alrededor de la cintura del
barbilampiño. El enano gris sólo tardó
un momento en darse cuenta de lo que
era.
«¡Oro, nada menos! Estos enanos
del Pico Eterno sí que son ricos», pensó
Drimbold. Retomó el ritmo, sólo unos
pasos por detrás de ellos, y se recordó
algo muy importante: en el camino,
siempre existe la posibilidad de que algo
se caiga.
***
Uthor se volvió y dio la señal para que
el grupo dejara la Carretera de la Plata
por fin. El afluente que los conduciría al
Agua Negra los llamaba y, aunque el
terreno estaría lleno de riscos, helechos
con púas y piedras sueltas, era el modo
más conveniente de llegar a Karak
Varn.
Un cuerno de guerra resonó por la
corta línea de marcha de los enanos, de
cinco en fondo, y la columna se dirigió
al noreste siguiendo el ejemplo de
Uthor, con Thundin y los rompehierros
a la zaga. No pasó mucho tiempo antes
de que la sombra de Karak Varn se
irguiera imponente ante ellos una vez
más. Sin embargo, fue otra imagen —
una mucho más grata— la que atrajo su
atención esta vez.
***
—Contemplad —le dijo Rorek al grupo
de enanos congregados a su alrededor
—. ¡Alfdreng… el mataelfos!
Un resistente lanzapiedras de
madera se encontraba detrás del
ingeniero, atado a un carro que parecía
pesar mucho y del que tiraban tres
ponis. Tenía gruesas chapas de metal
atornilladas a la parte de carga y éstas a
su vez estaban sujetas a una plataforma
circular recubierta de hierro encajada
en la base del carro. Había una
manivela, lo bastante ancha para que
dos enanos la accionaran, clavada en
una segunda chapa, junto a la
plataforma circular, y una reserva de
rocas expertamente talladas aguardaba
en una cesta tejida al final del carro.
Cada piedra llevaba lemas y diatribas
rúnicos dirigidos a la raza de los elfos.
Durante la Guerra de Venganza, los
lanzapiedras que los enanos habían
usado para derribar las murallas de Tor
Alessi habían pasado a llamarse
«lanzaagravios» al surgir la práctica de
grabar la munición que lanzaban,
reflejando la furia profundamente
arraigada que los enanos sentían en
aquellos días contra sus antiguos
aliados.
Se oyeron murmullos de aprobación
mientras el ingeniero alardeaba del
antiguo lanzaagravios ante los guerreros
de Karaz-a-Karak y los que habían sido
sus compañeros. El enano también
había traído con él nada menos que
doscientos guerreros de Zhufbar, una
ofrenda del rey. Los clanes
Martillobronce, Barbahollín,
Dedohierro y Corazónpedernal
hincharon el pecho y se atusaron el
bigote o la barba mientras
contemplaban los gestos de admiración
de sus hermanos del Pico Eterno.
—Sólo a un ingeniero se le ocurriría
traer una máquina a un combate de
túneles —le comentó Gromrund entre
dientes a cualquiera que estuviera
escuchando—. Los enanos hemos
estado librando batallas sin tales
artilugios durante miles de años, no veo
en qué nos favorecería hacerlo ahora.
»Mataelfos, ¿eh? —bramó
Gromrund.
Rorek asintió con orgullo, apoyando
un pie en un lado del carro y
adoptando una pose dinámica.
—Vamos a matar grobis y roedores,
no elfos —refunfuñó el martillador.
—Bah —contestó Rorek mientras le
daba una larga calada a su pipa—,
aplastara grobis y hombres rata igual de
bien que a elfos. Así lo dice Rorek de
Zhufbar —añadió riendo, respaldado
por un coro de ovaciones de sus
parientes.
***
Los pieles verdes atacaron rápido y sin
aviso, descendiendo por el barranco de
laderas empinadas como si fueran una
marea salvaje. Goblins nocturnos, con
capuchas y capas, salieron en avalancha
de madrigueras ocultas en la montaña y
lanzaron flechas con plumas negras
contra los enanos. Tres guerreros
cayeron en la primera oleada antes de
que los enanos hubieran preparado los
escudos. Orcos descomunales, al
mando de sus hermanos de piel negra,
se lanzaron hacia delante con cuchillos
en alto y lanzas en horizontal, y se
estrellaron contra el muro de escudos
preparado a toda prisa de los guerreros
de los clanes de Karaz-a-Karak. Una
horda de trols, a los que su cruel señor
orco azotaba y acosaba para que
atacaran, se abalanzó sobre los
rompehierros situados a la cabeza del
grupo, pisoteando y corneando. Un
chorro de hediondo ácido estomacal
surgió de uno de los orcos y envolvió a
uno de los rompehierros veteranos. Su
resistente armadura no servía de
protección contra la repugnante
sustancia.
En unos pocos y brutales minutos,
el ejército enano se vio envuelto en el
combate.
—¡Agrupaos! —bramó Uthor,
protegido de los trols por Thundin y sus
rompehierros.
Un guerrero que se encontraba
cerca, mientras sus compañeros
luchaban contra la horda orca que
presionaba cada vez con más
intensidad, oyó la orden y tocó una
nota larga y fuerte con su cuerno de
guerra. Una segunda nota procedente
de más arriba de la línea respondió y el
grupo comenzó formar una gruesa cuña
de acero y hierro. Rodeados por el
frente y por el flanco, fue un proceso
lento y algunos enanos se quedaron
atrás mientras peleaban.
Un grupo de goblins montados en
lobos aparecieron correteando entre
gritos y aullidos de detrás de unos riscos
y hostilizaron la retaguardia de la
columna de enanos, disparando arcos
cortos y realizando temerarias
incursiones relámpago contra los
rezagados.
***
Rorek gritó furiosas órdenes a su equipo
desde el carro. Dos enanos accionaron
la manivela frenéticamente y Alfdreng
giró sobre la plataforma circular para
situarse frente a las hordas que salían
de las laderas del barranco como
maliciosas hormigas.
—¡Asegurad! —exclamó.
Seis soportes de metal con anchos
dientes en los extremos bajaron del
carro y se clavaron en el suelo,
sujetándolo con firmeza. Los ponis
resoplaron y piafaron inquietos, pero
Rorek no les prestó atención.
—¡Levantad! —bramó.
El gigantesco brazo del
lanzaagravios retrocedió mediante un
resistente eje de madera. La madera de
la que estaba tallado el brazo se dobló y
crujió por la presión.
—¡Cargad!
Dos sudorosos miembros del equipo
llevaron, rodando, una pesada roca
hasta la cesta de lanzamiento y
orientaron las runas de agravios hacia el
enemigo.
Utilizando el ojo bueno, el
ingeniero fijó su mirada en los goblins
nocturnos que se abrían paso,
arrasando, y en una oleada de orcos
que estaba punto de golpear la columna
de enanos. La tensión del brazo de
lanzamiento persistía, resonando por
toda la estructura de madera.
—Esperad… —indicó.
Las hordas se iban agrupando en
una masa muy apretada a medida que
goblins y orcos tomaban posiciones.
—Esperad…
Los pieles verdes se detuvieron en
un cerro rocoso y comenzaron a tensar
las cuerdas de sus arcos.
—¡Fuego! —gritó Rorek.
Una ráfaga de aire pasó
rápidamente a su lado y una sombra
oscura se convirtió en un borrón en el
cielo, cada vez más negro, antes de que
la roca se estrellase contra el centro del
cerro, aplastando orcos y goblins por
igual. El cerro se desplomó y varios
pieles verdes más acabaron enterrados.
Puede que tuviera una puntería
espantosa con una ballesta, pero el
ingeniero era un tirador de primera con
cualquier maquinaria.
Los miembros de su equipo y los
enanos de Zhufbar que rodeaban la
máquina de guerra prorrumpieron en
una ovación, pero Rorek no tuvo
tiempo para celebrarlo pues vio más
pieles verdes.
—Cinco grados a la izquierda —
bramó—. ¡Accionad la manivela!
***
Hombro con hombro con los guerreros
del clan Manofuego, Gromrund y
Hakem luchaban contra una
muchedumbre de urks armados con
lanzas. Un denso bosque de afiladas
puntas de piedra se abalanzaba contra
ellos. Un enano de Manofuego cayó
borbotando sangre cuando una lanza le
perforó el gorjal de malla.
Hakem partió un asta en dos y
esquivó otra con el escudo; una tercera
le golpeó la hombrera y lo hizo
retroceder, pero se enderezó
rápidamente para desviar un golpe
mortal dirigido al cuello.
Puesto que no disponía de espacio
para blandir su enorme martillo,
Gromrund usaba el arma como un
ariete, asestando potentes embestidas
con la cabeza del martillo. La madera se
astillaba y los huesos se partían bajo sus
fuertes golpes, pero llegaban más orcos.
Cerca de allí podía oír la endecha de
batalla de Halgar por encima del
estruendo del entrechocar del acero.
***
Uthor se encontraba con Thundin. Su
hacha cortaba la piel de orco como si no
fuera nada. Cada herida dejaba una
marca abrasadora, su arma silbaba al
golpear la carne, de un horroroso tono
gris pálido. Los trols eran conocidos por
su milagrosa capacidad para regenerarse
incluso de las heridas más atroces. En
ese mismo momento, una de las
horripilantes bestias se recuperó de una
gran cantidad de heridas de hacha que
le habían infligido tres de los
rompehierros de Thundin. La criatura
aporreó a uno contra el suelo, otro salió
volando de un manotazo contra sus
hermanos antes de que los veteranos se
echaran de nuevo sobre el trol y
procedieran a desmembrarlo.
Dondequiera que el arma de Ulfgan
caía, la piel no volvía a unirse ni los
huesos a colocarse; donde ésta caía sólo
había muerte y ésa era la razón de que
los enanos estuvieran ganando.
—Luchas con el fuego de Grimnir,
que su hacha siempre esté afilada —dijo
Thundin mientras esquivaba un feroz
golpe del garrote de un trol y se
adelantaba para abrirle la abultada
tripa.
La bestia retrocedió dolorida y
bramando de furia. El barbahierro pasó
corriendo a su lado, pues ya había
abierto la abertura que necesitaba.
Entre golpes, Uthor vio que
Thundin se encontraba cara a cara con
el caudillo orco. La criatura gruñó y
lanzó su látigo con púas contra el
barbahierro, pero Thundin atrapó la
tralla alrededor de la muñeca, provista
de un barzal, y tiró del orco hacia él. El
señor orco casi sale rodando. Thundin
lo decapitó y un chorro de sangre
carmesí manó del cuello destrozado.
Con el resto de los rompehierros
presionando y la hoja del hacha de
Uthor masacrándolos, los trols huyeron.
Sus patas largas y desgarbadas los
llevaron de regreso a las colinas.
—Parece que no soy el único —
respondió Uthor tras haberse abierto
paso hasta Thundin.
El barbahierro siguió su mirada
hasta los dos nobles del Pico Eterno.
Luchaban como matadores a la
cabeza del clan Rompepiedras,
derribando pieles verdes con furia
controlada. Varios goblins ya se habían
acobardado y se alejaban correteando
de las centelleantes hojas de sus hachas.
Los enanos combatían a lo largo de
toda la línea. Algunos habían caído y
sus nombres no serian olvidados:
quedarían anotados en el libro de los
recuerdos de Ralkan, que el custodio
del saber aún llevaba atado con correas
a la espalda. Aunque estaban muy
apiñados y los orcos los atacaban por
dos flancos, los muertos de los pieles
verdes multiplicaban por diez los de los
enanos. Se amontonaban en grandes
pilas apestosas.
Sus congéneres, que aún tenían
ganas de luchar trepaban sobre los
cadáveres en descomposición. Con una
hilera de riscos a su espalda y los
escudos entrelazados delante y a los
lados, la formación enana resultaba
prácticamente impenetrable. Los pieles
verdes no la atravesarían.
«Ganaremos este combate», pensó
Uthor.
Un estridente grito de guerra surgió
de pronto por encima del estruendoso
ruido de la batalla, resonando por el
estrecho paso. La mirada de Uthor se
dirigió al oeste, hacia los riscos situados
a espaldas de los enanos.
—Por las copas doradas de Valaya
—musitó.
—Que siempre estén rebosantes —
concluyó Thundin, que había seguido
la mirada de Uthor.
Una segunda horda de pieles
verdes, que superaba ampliamente en
número a la primera, bajaba a toda
velocidad por la ladera opuesta,
aullando como demonios.
Uthor vio al cacique al que se había
enfrentado Lokki en el Agua Negra
montado sobre un jabalí de piel gruesa.
Lo rodeaba una guardia de guerreros
orcos con resistentes armaduras y que
también montaban jabalíes mucho más
grandes y de piel más oscura que el
resto. Uno llevaba un estandarte
harapiento adornado con cráneos y
cadenas negras, y con el símbolo del
puño apretado y manchado de sangre
de un piel verde pintarrajeado encima.
El destello de unas enormes puntas de
lanza centelleó a la luz de la luna como
estrellas irregulares y Uthor se dio
cuenta de que los pieles verdes habían
traído sus propias máquinas.
***
Rorek vio los lanzavirotes goblins:
destartaladas máquinas de guerra
montadas con el rudimentario arte de
los pieles verdes y que llevaban una
enorme lanza de hierro grueso y negro.
Demasiado tarde, bramó:
—¡Girad!
El chasquido de seis lanzavirotes
disparando uno tras otro llegó a oídos
de Rorek arrastrado por la brisa
irregular. Enseguida se oyó el sonido de
la madera al astillarse y el ingeniero se
quedó mirando horrorizado al darse
cuenta de que se iba a estrellar contra el
suelo, pues el punto del carro donde
estaba se vino abajo brutalmente. Otro
proyectil perforó el brazo de
lanzamiento de Alfdreng justo cuando
lo estaban girando frenéticamente para
colocarlo en posición. Un miembro del
equipo salió volando por los aires. Un
segundo enano perdió la vida cuando la
cuerda que estaba enrollada en el eje se
soltó y lo estranguló.
Tres proyectiles más se hundieron
en las filas de Zhufbar atravesando
armadura como si fuera pergamino e
inmovilizando a tres y cuatro enanos a
la vez. Estaba anocheciendo cuando los
orcos de la ladera occidental cayeron
sobre ellos. El sol se iba escondiendo
bajo la cima de la montaña, tiñendo el
cielo de sangre; se hundió rápidamente
mientras los enanos luchaban y los
últimos vestigios difusos del día dieron
paso al ocaso y luego al anochecer. Los
orcos se transformaron en algo
primitivo entonces, la falsa luz les daba
un aspecto fantasmagórico.
Los orcos y los goblins se agolparon,
Rorek se perdió de vista y muchos de
los enanos de Zhufbar ya estarían
cenando en los Salones de los
Antepasados. Así no era cómo Uthor se
había imaginado su glorioso viaje de
regreso a Karak Varn.
Con la llegada de la oscuridad los
pieles verdes se envalentonaron aún
más, hasta que se oyó una nota
discordante que resonó por las altas
cumbres.
Los pieles verdes situados en la
parte posterior de la horda occidental se
estaban volviendo y sus gritos
desgarraban el aire. Un urk que se
encontraba en las filas de combate
también se fijó en ello y se volvió un
momento. Uthor lo mató con desprecio.
Estaba a punto de seguir presionando
su ataque cuando los guerreros de las
primeras filas comenzaron a vacilar y a
replegarse, distraídos por los
acontecimientos que se estaban
desarrollando a su espalda. Uthor lo vio
entonces: un grupo de al menos treinta
matadores blandía sus hachas a derecha
e izquierda con sus brillantes crestas, de
un color naranja encendido, que
parecían un furioso muro cortafuegos
incluso en medio de la oscuridad. Los
orcos temblaron ante ellos y, al verse
atrapados entre dos enemigos
decididos, su voluntad flaqueó. El grito
gutural del cacique hendió de nuevo el
aire, pero esta vez era para señalar la
retirada. Los enanos situados a ambos
flancos redoblaron sus esfuerzos hasta
que rechazaron tanto a la horda de
pieles verdes del este como a la del
oeste y acabaron con los pocos que
quedaban.
Uthor se limpió un chorro de sangre
de orco de la cara y la barba. Respiraba
agitada y dolorosamente de modo que
su voz fue apenas un susurro:
—Gracias a Grungni.
***
—Borri, hijo de Sven —contestó el
barbilampiño con voz brusca y
demasiado grave.
Uthor sospechada que el enano
intentaba compensar su juventud. El
barbilampiño llevaba un yelmo
completo, con cejas de metal y una
barba incorporadas al diseño, y todo
ello complementado por una larga
guarda para la nariz con tachuelas.
Aunque las sombras que proyectaba el
imponente yelmo ocultaban los ojos de
Borri, éstos centelleaban con fuego y
orgullo.
«No me extraña que luchara con
tanto vigor», pensó Uthor al ver la
expresión de acero del barbilampiño.
Una vez terminada la batalla, los
enanos estaban reuniendo a los heridos
y enterrando a los muertos. Los
matadores, con los que Halgar había
hablado largo rato, mantenían una
cuidadosa vigilancia durante todo el
proceso. Ralkan hizo un primer
recuento y calculó que el grupo había
perdido a casi treinta miembros. Los
caídos pertenecían en su mayor parte a
los clanes de Zhufbar, y
aproximadamente otros treinta estaban
heridos de gravedad. Habían
encontrado a Rorek entre un montón
de escombros de madera, inconsolable
tras la destrucción de Alfdreng, pero
aparte de eso vivo y sin heridas graves.
Gromrund, Hakem y Drimbold
también habían sobrevivido a la batalla.
Mientras los enanos se preparaban,
a Uthor le pareció que era su deber
reconocer los esfuerzos de sus guerreros
y hablar con el misterioso grupo de
matadores cuya oportuna intervención
había cambiado el curso del combate.
Decidió dirigirse a ellos después.
—Apenas cincuenta inviernos, ¿eh?
—comentó Uthor—, y sin embargo, has
luchado como un martillador.
Borri respondió con un marcado
gesto afirmativo de la cabeza.
—Igual que tú —añadió,
dirigiéndose al primo mayor de Borri,
Dunrik del clan Bardrakk.
Uthor se dio cuenta de inmediato
de que era evidente que ese enano
había visto muchas batallas. Un
mosaico de cicatrices le cubría el rostro
y tenía una barba larga y negra sujeta
con insignias de agravios. Llevaba una
serie de pequeñas hachas arrojadizas
alrededor de un resistente cinturón de
cuero y colgada al hombro una enorme
hacha con un pincho de aspecto
mortífero en un extremo. Se parecía
mucho a la de Lokki. Aunque pareciera
increíble, dados sus esfuerzos, ambos
habían salido de la lucha casi
completamente ilesos.
—Hijo de Algrim —gruñó la voz de
Halgar.
Uthor se volvió hacia el venerable
barbalarga e inclinó la cabeza como
siempre.
—Permíteme que te presente a
nuestro aliado, Azgar Grobkul.
Halgar se hizo a un lado, dejando
que Azgar se acercara.
El pecho desnudo del matador
presentaba numerosos tatuajes y
guardas de Grimnir. Una cresta
empinada de cabello rojo fuego le
sobresalía del cráneo y le bajaba por la
musculosa espalda. Sobre los anchos
hombros, parecidos a una losa, Azgar
llevaba una piel de trol cosida con
tendones. Lucía un cinturón rodeado
de huesos de goblins y adornado con
un macabro despliegue de truculentos
trofeos. La llamada a las armas que
había realizado en defensa del grupo se
efectuó con un cuerno de wyvern que
llevaba colgado del cuerpo mediante
una correa de cuero y aferraba un
hacha de hoja ancha, una cadena la
unía a su muñeca por medio de un
brazal.
—Tromm —musitó el matador, su
voz fue como el crujido de la arenilla
mientras miraba fijamente a Uthor a los
ojos.
Los ojos del matador eran como
pozos oscuros, cualidad que
intensificaban las franjas negras
tatuadas que los cruzaban, pero Uthor
los conocía, y los conocía bien.
—La carga constante de aquellos
que realizan el juramento del matador
consiste en buscar una muerte
honorable en la batalla, con la
esperanza de expiar su pasado deshonor
—contestó Uthor con expresión tensa.
—Quizás la encuentre en los salones
de Karak Varn —dijo Azgar con tono
adusto—. Parece una buena muerte.
Uthor tenía los puños apretados.
—Quizás —masculló mientras se
relajaba—, si Grimnir lo quiere.
Uthor saludó una vez más a Halgar
con la cabeza y luego se alejó con paso
rígido para encontrar a Thundin.
—Soporta una oscura carga,
muchacho —comentó Halgar, perdido
por un momento en sus propios
pensamientos—. No te preocupes.
—Sí —coincidió Azgar con una
noble cadencia en la voz a pesar de su
aspecto salvaje—. Así es.
El matador observó cómo Uthor se
alejaba. Su rostro no revelaba emoción
alguna.
SEIS
***
—Sólo hay un modo seguro de
controlar la fortaleza —afirmó
Gromrund—. Debemos despejar las
plantas de una en una y sellar todas las
entradas y salidas.
—No hay tiempo para eso,
martillador —rebatió Uthor.
Varios enanos estaban reunidos en
la tienda más grande; una estructura
ancha pero baja hecha de cuero
endurecido y que se apoyaba sobre
resistentes postes de metal. El techo era
tan bajo que el yelmo de guerra de
Gromrund rozaba de vez en cuando la
parte superior. Hubo unos cuantos
comentarios entre los enanos acerca del
motivo por el que el martillador no se lo
quitaba, pero por el momento nadie se
lo preguntó.
El diseño era tan ingenioso que no
se necesitaban cuerdas guía para
mantener las tiendas en pie, y cada una
tenía el aspecto voluminoso y robusto
de una roca.
Se había abierto un hueco poco
profundo en el techo y por él salía el
humo de un modesto fuego. Una carne
roja clavada en tres espetones goteaba
grasa y aceite sobre las llamas, haciendo
que chisporrotearan y silbaran
esporádicamente. Se había montado
una mesa larga y plana y cada uno de
los asistentes al consejo de guerra
estaba sentado en una pequeña roca
alrededor de la misma, bebiendo de
jarras y barrilillos, y fumando en pipa.
—Según el custodio del saber —dijo
Uthor, señalando a Ralkan, que
permanecía en silencio mientras bebía
su cerveza—, hay un gran salón en la
tercera planta lo bastante grande para
dar cabida a nuestras fuerzas. Es
defendible y una base adecuada para
nuestra reconquista.
Uthor trasladó su atención al resto
de los enanos congregados. Halgar,
Thundin, Rorek y Hakem estaban
sentados a la mesa, observando y
escuchando el debate de los dos
enanos.
—Llegamos allí y aseguramos una
cabeza de puente —continuó Uthor—.
Desde allí podremos lanzar más ataques
contra la fortaleza, golpeando las
madrigueras de los skavens, ¡y reclamar
Karak Varn de una vez por todas!
Pegó un puñetazo sobre la mesa —
los enanos congregados no se fiaban de
tales arrebatos y sagazmente habían
levantado las jarras un momento antes
— para dar mayor énfasis a sus
palabras.
—Adentrarnos tanto sin saber qué
peligros aguardan delante y detrás de
nosotros es una locura. —Gromrund no
se iba a dejar convencer—. ¿Has
olvidado el combate en la Cámara del
Rey y lo rápido que nos rodearon?
—Entonces no éramos más que un
grupito de ocho. —Uthor miró de reojo
a Halgar. «Sí, ocho, anciano, cuando
Lokki aún estaba vivo», pensó—. Ahora
somos muchos.
El fuego brilló en los ojos de Uthor
al decirlo.
—Yo sigo diciendo que tendremos
más posibilidades si tomamos las
plantas una a una. Debemos tener en
cuenta a los rompehierros de Thundin,
a los que es mejor emplear para luchar
en los túneles que controlando una sola
cámara enorme. Y no nos olvidemos de
la Hermandad Sombría…
—Los matadores harán lo que les
plazca, pero buscan morir en esta
misión —soltó Uthor, poseído de
pronto por una actitud belicosa—. Yo,
por mi parte, no quiero que me honren
póstumamente, martillador.
Gromrund soltó un resoplido y lo
poco de su rostro que resultaba visible
tras la placa facial de su yelmo de
guerra se tiñó de rojo.
—Votemos, entonces —gruñó el
martillador con los dientes apretados y
dejando la cerveza sobre la mesa de
golpe mientras los demás levantaban
rápidamente sus jarras por toda la
tienda. Sostuvo en alto una moneda
que brilló a la luz el fuego. En un lado
tenía la cara de un antepasado; en el
otro, un martillo—. Cara, despejamos
las plantas una a una…
—… o martillo, nos dirigimos al
Gran Salón y resistimos allí —concluyó
Uthor.
Gromrund dejó su moneda sobre la
mesa primero, con la cara mirando
hacia arriba.
—Venerable Halgar —dijo Uthor
mientras hacía lo mismo que el
martillador, pero con su moneda con el
martillo mirando hacia arriba—, tú eres
el siguiente en votar.
Halgar resopló con sorna,
protestando por algún desaire
desconocido, y dejó su moneda sobre la
mesa, pero mantuvo la mano encima
para ocultar su decisión.
—El voto es secreto, como en los
viejos tiempos —gruñó—, hasta que
todos hayan tomado su decisión.
Hakem asintió con la cabeza
mientras dejaba su moneda y la cubría.
El proceso se repitió sucesivamente,
hasta que todos y cada uno de los
enanos presentes hubieron colocado su
moneda de votación.
—Veamos entonces quién cuenta
con el apoyo de este consejo —dijo
Uthor, observando ansiosamente la
mesa con las monedas ocultas.
Todos a la vez, revelaron sus
decisiones.
***
Gromrund dejó la tienda mascullando
de indignación y fue a buscar su
alojamiento para pasar la noche.
Drimbold, que estaba sentado a poca
distancia de la tienda, lo observó
mientras removía un guiso sobre una
pequeña hoguera. Gromrund pasó
airado justo por el medio del
campamento del enano gris. Tropezó
con las piedras que rodeaban la
hoguera y volcó sin querer la olla
humeante de kuri.
—¡Ten cuidado! —exclamó
Drimbold mientras su comida se
derramaba sin contemplaciones por el
suelo.
Gromrund apenas aflojó el paso
mientras gruñía:
—Ten cuidado tú, enano gris.
—Grumbaki —masculló Drimbold.
Si el martilleador lo oyó, no lo
demostró. «El yelmo de guerra le tapa
los oídos», pensó con una sonrisa
irónica. Al bajar la mirada hacia su
comida estropeada frunció el entrecejo,
pero luego mojó el dedo en una parte
del kuri que había hecho con carne de
trol y se lo llevó a la boca. Masticó la
carne curada un momento, el fuego
había acabado con cualquier cualidad
regenerativa que la carne pudiera haber
poseído alguna vez, y luego chupó el
jugo, mezclado con arenilla.
—Aún está bueno —dijo para sí y
mojó el dedo en el guiso derramado
otra vez.
Drimbold comía con un pequeño
grupo de mineros enanos del clan
Barbahollín de Zhufbar, sentado
alrededor de una parpadeante hoguera.
No todos los enanos iban a dormir en
tiendas esa noche y, como ninguno
había querido compartir alojamiento
con él debido al hecho de que varios
artículos personales ya habían
desaparecido, se encontraba entre estos
pocos desafortunados. Al enano gris no
le importaba y, al parecer, tampoco a los
Barbahollín. Un enano particularmente
entusiasta y un poco bizco llamado
Thalgrim los obsequió con historias de
cómo «hablaba» con las rocas y las
sutilezas del oro. Este último tema le
interesaba mucho a Drimbold, pero
Thalgrim estaba hablaba ahora de
temas de geología; así que el enano gris
le prestaba poca atención a la
conversación y contemplaba la noche
bajo las estrellas.
La verdad era que Drimbold se
encontraba igual de a gusto mirando el
cielo como bajo la tierra en Karak Nom.
Venía de una familia de krutis y había
trabajado en las granjas de superficie de
su fortaleza desde que nació. Su padre
le había enseñado mucho acerca de
cómo valerse por sí mismo en plena
naturaleza y el arte del kulgur era una
de esas lecciones.
Mientras masticaba un trozo de
carne de trol particularmente duro,
Drimbold se fijó en otra hoguera
situada más arriba, en una roca plana,
aparte de las tiendas. Vio al matador,
Azgar, allá arriba a la luz de un
parpadeante fuego sentado con su
Hermandad Sombría, como se los
conocía. Comían, bebían y fumaban en
silencio, parecían tener la mirada
perdida mientras recordaban la vil
acción que había significado que
hubieran tenido que hacer el juramento
del matador.
Cuando se aburrió de mirar a los
matadores, Drimbold decidió observar
a los nobles del Pico Eterno. Se
encontraban cerca, justo al norte de su
campamento, y situados en el punto
más alejado de la puerta. Guardaban las
distancias como siempre, estaban
sentados solos y hablaban en voz baja
para que nadie pudiera escucharlos. Los
dos llevaban capas cortas, grabadas con
adornos dorados, y una armadura
delicadamente trabajada. Incluso sus
cubiertos parecían hechos de plata. Aún
no había conseguido echarle otro
vistazo al cinto que el barbilampiño
llevaba alrededor de la cintura, pero
estaba seguro de que era valioso.
Incluso poseían su propia tienda, que
contaba con un ornamentado farol que
colgaba del ápice de la entrada. El
enano gris vio que el barbilampiño se
retiraba a pasar la noche y que su primo
arrastraba la roca en la que estaba
sentado hasta la portezuela de entrada,
se volvía a sentar y encendía una pipa.
Drimbold la había visto antes mientras
acampaban. Estaba hecha de marfil y
ribeteada de cobre. El enano gris se
estaba preguntando qué otros objetos
de valor podrían tener cuando la
conversación con los mineros de
Zhufbar volvió de nuevo al oro y se
concentró otra vez en Thalgrim.
***
Uthor estaba sentado a solas, fuera de
una de las tiendas, en la oscuridad. Se
mantenía apartado a propósito de las
hogueras de sus hermanos y encontraba
cierto consuelo en ello. Mantenía la
mirada clavada en la distancia mientras
pulía su escudo distraídamente. La
noche creó formas ante sus ojos, las
largas sombras que proyectaba la luz
parpadeante de las lejanas hogueras se
transformaron en su mente en una
escena conocida…
La misión comercial a Zhufbar
había ido bien Uthor se sentía muy
orgulloso de sí mismo cuando entró en
los salones de su clan en Karak Kadrín,
buscando a su padre para contarle la
buena noticia. No obstante, su altivez
quedó aplastada bruscamente al ver la
expresión grave de Igrik, el criado que
había servido durante más tiempo a su
padre.
—Mi noble señor del clan —dijo
Igrik—. Tengo terribles nuevas.
Mientras el criado hablaba, Utbor
comprendió que algo realmente malo
había ocurrido en su ausencia.
—Por aquí —le indicó Igrik y los dos
se dirigieron a la cámara de su padre.
Uthor se percató de las sombrías
expresiones de sus hermanos mientras
pasaba a su lado y, para cuando llegó a
la puerta de los aposentos de lord
Algrim, donde los dos guerreros que
permanecían fuera mostraban rostros
adustos, el corazón le latía tan fuerte en
el pecho que pensó que podría escupirlo
por la boca.
Las puertas se abrieron despacio y
allí estaba el padre de Uthor tendido en
su cama. Una palidez cadavérica
invadía su tez normalmente rubicunda.
Utbor se acercó a él rápidamente. La
incertidumbre lo atormentaba mientras
se preguntaba qué terribles hechos
podrían haber ocurrido en su ausencia.
Igrik entró detrás de él y cerró la puerta
sin hacer ruido.
—Mi señor; ¿que ha ocurrido? —
preguntó Uthor; colocando una mano
sobre la frente de su padre, que estaba
húmeda de sudor a causa de la fiebre.
Algrim no contestó. Tenía los ojos
cerrados y su respiración era irregular.
Uthor se volvió hacia Igrik.
—¿Quién ha hecho esto? —exigió
saber con creciente rabia.
—Lo envenenaron los roedores —
explicó Igrik con tono adusto—. Un
pequeño grupo de sus asesinos vestidos
de negro entraron por la Puerta
Saltarriscos y atacaron a tu padre y a
sus guerreros mientras recorrían las
tierras bajas del clan. Matamos a tres de
ellos en cuanto se dio la alarma, pero no
antes de que hirieran de muerte a cuatro
de nuestros guerreros y llegaran hasta tu
padre.
»Como hijo primogénito de Algrim,
te corresponde actuar como señor
regente del clan en su lugar.
Uthor estaba indignado y clavó la
mirada en el suelo mientras intentaba
dominar su rabia. Su mente no podía
asimilar esta ofensa: ¡habría un ajuste
de cuentas! Entonces se le ocurrió algo y
levantó la mirada.
—La Puerta Saltarriscos está
vigilada en todo momento —dijo,
fijándose por primera vez en la herida
que Igrik tenía en la cara, parcialmente
oculta por su espesa barba—. ¿Cómo
consiguieron pasar los asesinos sin que
los viera el guardia de la puerta?
El rostro de Igrik se ensombreció aún
más.
—Me temo que hay algo más…
La tos áspera de Halgar interrumpió
el ensimismamiento de Uthor. El
barbalarga también estaba sentado a
solas en un risco estrecho desde el que
se dominaba el campamento y, a pesar
de que casi acababa de escupir las
tripas, dio una larga calada a su pipa y
se restregó los ojos con los nudillos. El
venerable enano había insistido en
hacer la primera guardia, y ¿quién iba a
discutir con él? Los pensamientos de
Uthor regresaron a su pasado. Apretó
los dientes mientras recordaba el odio
que sentía por el que había llevado a su
padre a su lecho de muerte.
—Nunca perdones ni olvides —dijo
entre dientes y volvió a clavar la mirada
en la oscuridad.
***
Desde un alto promontorio, lejos de
donde los ojos de los enanos pudieran
encontrarlos, Skartooth observaba a sus
enemigos abajo, en el profundo valle,
mientras una maliciosa expresión
burlona se abría paso por sus delgados
rasgos. Los pieles verdes no necesitaban
fuego para ver, así que el caudillo
aguardaba entre las sombras más
profundas con el arma envainada por si
un rayo errante de luna se reflejaba en
la hoja y delataba su posición. Lo
rodeaba una pequeña escolta de orcos y
goblins entre los que estaban el trol,
Ungul, y su cacique, Fangrak.
—Podríamos matarlos mientras
duermen —gruñó el cacique orco,
masajeándose el muñón de la oreja que
le faltaba mientras miraba
detenidamente a los enanos que
descansaban más abajo.
—No, esperaremos —dijo
Skartooth.
—Pero están indefensos —repuso
Fangrak.
—No es el momento adecuado —
replicó Skartooth, apartándose del
cerro, pues no quería que lo
descubrieran.
—Pero ¿qué dices?
Fangrak hizo una mueca frunciendo
el entrecejo mientras contemplaba a su
caudillo.
—Ya me has oído y si no quieres
perder la otra oreja, más vale que
cierres la bocaza —chilló.
—Sí, sí, la bocaza —lo imitó Ungul y
los descomunales hombros del trol se
sacudieron arriba y abajo mientras se
reía.
—Esperaremos hasta que los retacos
entren… —añadió Skartooth mientras
le daba un fuerte golpe a Ungul en el
hocico con la parte plana de su pequeña
espada para que dejara de reírse.
El trol se frotó la extremidad
dolorida pero guardó silencio tras
fruncir el ceño.
—Esperaremos —insistió Skartooth
—, y luego los atacaremos desde túneles
secretos que sólo conocen los pieles
verdes —añadió, esbozando una sonrisa
perversa.
»¡Tú! —chilló el caudillo goblin,
recordando algo.
Fangrak ya había comenzado a
alejarse, pero se volvió hacia Skartooth.
—¿Quién está limpiando esos
escombros?
—Gozrag. Ya casi debe haber
terminado —contestó Fangrak.
De pronto cayó en la cuenta
mientras volvía a mirar a los enanos
acampados debajo.
—Ah, mierda…
***
Thundin se situó ante las grandes
puertas de Karak Varn mientras el sol
alcanzaba la cima de las montañas y
sacó una gruesa llave de hierro atada a
una cadena que llevaba alrededor del
cuello. El barbahierro, y emisario del
mismísimo Gran Rey, se encontraba a la
cabeza de los enanos congregados, que
se habían agrupado por clanes,
ataviados con armadura completa y las
armas preparadas.
Mientras los otros enanos miraban,
Thundin colocó la llave en una
depresión que había permanecido
oculta hasta ahora en la superficie de
piedra de una de las puertas y ésta
emitió un débil brillo. El enano
murmuró una plegaria de
agradecimiento a Grungni y, con una
mano ancha y cubierta con un
guantelete, giró la llave rúnica tres veces
en sentido contrario a las agujas del
reloj. Al otro lado de la puerta, desde el
interior de la fortaleza, se oyó un
estruendo sordo y metálico cuando los
dientes que atrancaban la puerta se
soltaron. Thundin volvió a girar la llave,
esta vez en el sentido de las agujas del
reloj, pero sólo una vez, y se pudo oír el
sonido chirriante y traqueteante de las
cadenas enrollándose en los carretes.
Thundin retrocedió y las grandes
puertas comenzaron a abrirse.
—Podríamos haber utilizado una de
ésas antes —refunfuñó Rorek, que
estaba al lado de Uthor, unos cuantos
pasos por detrás de Thundin. Los otros
enanos de la expedición inicial a la
fortaleza se encontraban cerca—. Aún
me duele la espalda de la escalada.
—O de cuando la máquina de
guerra se vino abajo contigo encima —
contestó Uthor, esbozando una
sonrisita bajo la barba.
Rorek adoptó un aire alicaído al
recordar el montón de madera, tornillos
y trozos de cuerda en que se había
convertido Alfdreng. Aún estaba
intentando encontrar un modo de
darles la noticia de su destrucción a los
maestros de su gremio de ingenieros,
allá en la fortaleza. No les gustaría.
—Lo siento, amigo mío —dijo
Uthor con una amplia sonrisa—. Esta
llave es del Gran Rey, forjada por su
rhunki. Sólo su guardián de la puerta o
un emisario de confianza pueden llevar
una. Sin embargo, tus esfuerzos
resultaron igual de efectivos, ingeniero
—añadió—, pero mucho más
entretenidos.
Soltó una carcajada mientras le
daba una efusiva palmada a Rorek en la
espalda.
Era evidente que el señor del clan
de Karak Kadrin estaba de muy buen
humor tras su fase sombría del final del
consejo de guerra. Desde la batalla en
el barranco, el comportamiento de
Uthor había sido cambiante. Al
ingeniero lo desconcertaba. Tras perder
su máquina de guerra, ¿no debería ser
él el que estuviera taciturno? No
dispuso de mucho tiempo para
reflexionar sobre ello ya que, con el
camino abierto, los enanos comenzaron
a congregarse dentro. Fue una
ceremonia lúgubre puntuada por el
estrépito de las armaduras y el crujido
de las botas. Una adusta resolución
invadió al grupo mientras seguían a
Thundin, un silencio cargado lleno de
determinación y de un deseo de
venganza contra los saqueadores de
Karak Varn.
***
—¡Urks! —gritó uno de los miembros
de la Hermandad Sombría.
Los matadores fueron los primeros
en entrar en la fortaleza y, en cuanto
cruzaron la gran puerta, adelantaron
corriendo a sus compañeros para atacar
a un grupo de aproximadamente treinta
orcos que estaban trabajando en la sala
exterior. Los pieles verdes se quedaron
anonadados mientras los matadores
cargaban. Las criaturas estaban
ocupadas apartando rocas a los lados de
la cámara en carros de madera de
aspecto rudimentario y llevaban picos y
palas.
Un capataz orco, que estaba
desenroscando un látigo con púas, sólo
pudo gorjear una advertencia cuando el
hacha de Dunrik lo golpeó en el cuello.
Una segunda arma se acercó girando y
chocó contra el cuerpo del piel verde
mientras éste intentaba taponarse
inútilmente la vena yugular, que le
sangraba violentamente.
Un trol, al que el capataz había
estado acosando para que sacara una
roca grande del camino cuando los
enanos atacaron, se quedó mirando
como un tonto a su jefe muerto y luego
les rugió a los matadores que se
aproximaban. Intentó aplastar a Azgar
con un trozo de mampostería que había
caído durante el derrumbe, pero el
enano esquivó el golpe y zigzagueó
hasta colocarse detrás de la bestia. Al
mirar bajo la roca, el trol se quedó
consternado al descubrir que no había
ninguna mancha pegajosa donde había
estado el enano y estaba preguntándose
vagamente qué habría sido de su
próxima comida cuando Azgar le saltó
sobre la espalda y enrolló la cadena del
hacha alrededor del cuello de la
criatura. El trol se sacudió, intentando
quitarse de encima al matador que
tenía colgado, aplastando a varios orcos
en medio de su agonía. A Azgar se le
tensaron los músculos y le aparecieron
gruesas venas en el cuello y la frente
mientras luchaba con la criatura. Al
final, sin embargo, a la vez que el resto
de la Hermandad Sombría masacraba a
los orcos que quedaban, el trol cayó de
rodillas y una lengua gorda y tirando a
morada le colgó de la boca abierta.
—Ya te tengo —gruñó el matador
con los dientes apretados.
Con un último y violento tirón de la
cadena, la bestia se desplomó en el
suelo y se quedó inmóvil. Azgar se puso
en pie rápidamente, cogió una antorcha
encendida que le lanzó Dunrik y le
prendió fuego al trol.
Varios enanos murmuraron con
admiración ante aquel increíble
despliegue de destreza. Incluso Halgar
hizo un gesto de aprobación con la
cabeza por el modo en el que Azgar
había matado la bestia.
Para cuando todo terminó, fue una
masacre. Había cadáveres de orco por
todas partes, diseminados entre charcos
de su propia sangre.
Dunrik se acercó al capataz muerto
y arrancó sus hachas una a una,
escupiendo sobre los restos mientras lo
hacía. Le dirigió una última mirada de
odio al látigo con púas a medio
desenrollar en la cintura del orco y al
volverse se encontró a Uthor delante de
él.
—Buen combate —lo felicitó.
Los otros enanos apenas habían
tenido tiempo de sacar sus hachas.
Dunrik era el único que había
derramado sangre de orco con los
matadores.
—Fue una runk —repuso con
amargura, como si no estuviera
satisfecho con la masacre, y se alejó
para situarse al lado de su primo
pequeño.
La mirada de Uthor se cruzó con la
de Azgar, pero no dijo nada.
Uno de los mineros de Zhufbar, un
buscavetas llamado Thalgrim, si a
Uthor no le fallaba la memoria,
interrumpió el incómodo silencio.
—Menuda chapuza —comentó
entre dientes, observando los
rudimentarios puntales que los orcos
habían clavado para soportar el techo,
aunque habían movido gran parte de
los escombros y habían abierto un
hueco lo bastante grande para que los
enanos pasaran—, una auténtica
chapuza.
Thalgrim pasó la mano por los
muros, buscando los sutiles matices en
la pared rocosa.
—Ah, sí —masculló de nuevo—. Ya
veo.
Uthor y Rorek intercambiaron una
mirada de desconcierto antes de que el
minero se volviera.
—Deberíamos movernos rápido, no
es probable que estas paredes aguanten
mucho tiempo.
—Estoy de acuerdo —coincidió
Rorek, evaluando los puntales por sí
mismo— Umgak.
—Eso —añadió Thalgrim—, y que
las rocas me lo dicen.
Rorek lelanzó una mirada de
preocupación a Uthor mientras formaba
la palabra «bozdok» para que le leyera
los labios y se daba un golpecito en la
sien.
«Que Valaya tenga misericordia,
como si un zaki no fuera ya suficiente»,
pensó el enano.
***
Thratch estaba satisfecho. Ante él tenía
su máquina de bombeo, una
destartalada estructura creada mediante
la ciencia y la brujería del clan Skryre
que incluso en sus últimas fases de
construcción valía de sobra el escaso
precio que había pagado por ella.
El enorme artefacto estaba situado
en una de las plantas más bajas de la
fortaleza enana, donde estaba la peor
parte de la inundación, y un montón de
andamios ensamblados de manera
rudimentaria y gruesos tornillos lo
mantenían unido. Tres ruedas enormes,
impulsadas por ratas gigantes y esclavos
skavens, suministraban energía a los
cuatro grandes émbolos que accionaban
la bomba propiamente dicha. En ese
mismo momento, mientras los brujos
del clan Skryre instaban a los que
empujaban las ruedas a esforzarse más
con los golpes de sus báculos arcanos,
un relámpago verde crepitó entre dos
puntas enroscadas que sobresalían de la
parte superior de la máquina infernal
como si fueran una horca giratoria
retorcida.
De pie sobre una plataforma de
metal, tras mirar nervioso la extensa
masa de agua que tenía debajo y dar un
involuntario paso atrás, el caudillo
contempló cómo un relámpago errante
golpeaba una de las ruedas, inmolando
a los esclavos que había dentro y
prendiéndole fuego a la rueda. Unos
acólitos del clan Skryre, que llevaban
gafas y unos extraños y prominentes
bozales sobre la cara, se acercaron
corriendo y bombearon una espesa
nube de gas sobre el fuego. Unos
cuantos esclavos de la rueda contigua se
vieron atrapados en la densa atmósfera
amarilla y cayeron de rodillas tosiendo.
Una sangre espesa les burbujeó de la
boca mientras sus cuerpos sin vida
daban rumbos en la rueda girante, que
se movía por inercia, pero el fuego fue
extinguido rápidamente.
Thratch frunció el entrecejo y
arrugó la nariz ante el hedor de la piel
chamuscada.
—Listo-listo muy pronto —chilló un
representante del clan Skryre,
encogiéndose de miedo ante el caudillo
—. El humilde Flikrit lo arreglará, sí-sí
—parloteó.
Thratch dirigió su mirada cargada
de veneno hacia él y estaba a punto de
imponer alguna forma de castigo
humillante cuando una sacudida
recorrió la plataforma de observación.
El caudillo skaven se tambaleó tras
perder el equilibrio y cayó. Abrió
mucho los ojos al aterrizar a sólo unos
centímetros del borde de la plataforma
cerca de lo que habría sido un profundo
chapuzón en el agua de debajo si
hubiera caído más lejos. Thratch soltó
un chillido y se puso en pie
rápidamente mientras retrocedía a toda
prisa. Casi chocó con un guerrero
skaven que por poco arroja a Thratch
por el borde de la plataforma. El
hombre rata era menudo y llevaba una
armadura ligera: se trataba de uno de
los corredores de Thratch, un
mensajero.
—Habla. Rápido, rápido —gruñó el
caudillo, recobrando la compostura.
A medida que el corredor le
susurraba a Thratch al oído, el ceño del
caudillo se fue intensificando.
—Has hecho bien, sí-sí —dijo
Thratch cuando el skaven hubo
terminado.
El corredor asintió enérgicamente
con la cabeza y se arriesgó a esbozar
una sonrisa nerviosa.
Thratch se volvió hacia el brujo, que
seguía encogido a su espalda.
—Átalo a la rueda, sí…
El corredor puso cara larga y se dio
la vuelta para escapar, pero dos fornidos
guerreros alimaña, la guardia personal
de Thratch cuando Kill-Klaw no estaba
por allí, le bloqueaban la huida.
—Y no quiero más errores —gruñó
el caudillo— o Thratch hará que te
arreglen, sí-sí.
***
—Dibna el Inescrutable —le dijo Rorek
al grupo mientras hacían una pausa en
el umbral de un imponente salón de
gremio.
Como gran parte de la fortaleza, ese
salón estaba iluminado mediante
antorchas que ardían eternamente.
Estaban llenas de un combustible
especial creado en colaboración por el
Gremio de los Ingenieros y el de los
Herreros rúnicos. Uthor sólo había oído
hablar de tales cosas en susurros a los
miembros de los gremios de Karak
Kadrin y sabía que los ingredientes
exactos del combustible, así como los
rituales que tenían lugar para invocar su
llama, eran secretos celosamente
guardados.
Una inmensa estatua de piedra se
alzaba ante los enanos, en honor de
uno de maestros de gremio, aunque
Dibna era un ingeniero de Karak Varn.
La habían erigido como si fuera una
columna en el centro de la vasta cámara
y tallado para representar a Dibna
sosteniendo las paredes y el techo con
la espalda y los brazos. Su rostro
mostraba una expresión adusta
mientras soportaba la tremenda carga
con estoicismo.
—Esto se ha añadido hace poco —
comentó Thalgrim, fijándose en el tono
y la aspereza de la roca de la que estaba
hecho Dibna.
Se acercó a la estatua con cuidado
indicándoles a los otros que esperasen.
En cuanto llegó a ella, el minero pasó la
mano cuidadosamente por la piedra, la
olió y probó un poco de polvo y arenilla
que recogió con el pulgar.
—Cincuenta años, no más —
aseguró mientras se perdía entre las
sombras.
—¿Adónde vas, buscavetas? —
preguntó, levantando la voz Uthor, que
aguardaba a la cabeza del grupo, detrás
de Rorek.
Thalgrim se encontraba en la parte
posterior de la sala y era evidente que
algo más había llamado su atención.
—Aquí hay un pozo de un elevador
—anunció el buscavetas. Estaba
mirando a través de un pequeño portal
abierto en la roca y delineado con
doradas tallas rúnicas que destellaban
—. Es profundo.
El eco de su voz llegó hasta los
enanos.
—Quizás podamos utilizarlo para
llegar al Gran Salón —murmuró Uthor.
Halgar se encontraba su lado.
—Sin saber adónde conducen, yo
no me arriesgaría, muchacho —contestó
el barbalarga.
Uthor aceptó el sabio consejo de
Halgar con un silencioso gesto de la
cabeza.
Rorek estaba inspeccionando el
techo. Lo observó con desconfianza,
fijándose en las rayas oscuras que
bajaban por las paredes.
—La estatua apuntala la cámara —
dijo el ingeniero—. Lord Melenarroja
debe haberla encargado como medida
temporal para impedir que el Agua
Negra inunde las plantas superiores. —
Se volvió hacia Uthor, varias filas de
guerreros enanos permanecían
pacientemente tras él—. Podemos
pasar, pero debemos pisar con la mayor
cautela —les advirtió.
***
—Esto estaba aquí incluso antes del
reinado de Ulfgan —musitó Halgar,
pasando los dedos nudosos por el
mosaico de modo reverente.
Los enanos cruzaron la sala del
gremio de Dibna sin incidentes,
atravesaron largos túneles abovedados y
numerosos salones y llegaron a la
segunda planta sin ningún indicio aún
de oposición.
Uthor lo había planeado de ese
modo, dándole instrucciones a Ralkan
de llevarlos por caminos poco
transitados que era menos probable que
estuvieran infestados de skavens y hacia
el Gran Salón, situado en la tercera
planta. No obstante, en no menos de
tres ocasiones, el custodio del saber los
había conducido a callejones sin salida
o derrumbes; sus recuerdos de la
fortaleza se volvían cada vez menos
fiables cuanto más se adentraban. A
menudo Ralkan se detenía y miraba su
alrededor detenidamente, con la
perplejidad grabada en la cara, como si
nunca hubiera estado en ese túnel o
cámara. Curiosamente, una palabra de
Drimbold al oído del custodio del saber
bastaba para que se pusieran en marcha
de nuevo. El enano gris simplemente
decía que estaba «animando al custodio
del saber a concentrarse» cuando le
preguntaban qué le había dicho.
Estaban a otro día de distancia de
su objetivo, según Ralkan, y Uthor
había decidido acampar en un enorme
salón de hazañas: la estancia era tan
inmensa que todo el grupo, casi
doscientos enanos, apenas ocupaban
una cuarta parte de la misma. Había
mosaicos, como los que habían visto
sobre la larga escalera que conducía a la
Cámara del Rey, grabados en las
paredes y él y Halgar contemplaban
uno mientras la mayor parte de los
demás enanos montaban el
campamento.
—¿Anterior a la Guerra de
Venganza, entonces? —preguntó
Uthor.
Se trataba de la imagen de un
gigantesco dragón, una bestia de la
antigüedad. Unas escamas, rojas como
llamas incandescentes, le cubrían el
enorme cuerpo y un pecho amarillo y
de costillas redondas le sobresalía
mientras arrojaba un chorro de fuego
negro por las hinchadas ventanas de la
nariz.
—Galdrakk —murmuró Halgar.
Uthor le dirigió una mirada
inquisitiva.
—Galdrakk el Rojo. Era una
criatura del mundo antiguo, su edad
era incalculable —explicó el barbalarga
sin dignarse a aclarar más.
Uthor se acordó de las funestas
palabras escritas en el dammaz kron:
«Una bestia ha despertado…»
Había un héroe enano, ataviado con
una armadura arcaica, rechazando las
llamas con un escudo levantado. Un
gran número de enanos muertos yacían
a su alrededor convertidos en
esqueletos carbonizados.
«… es nuestro fin».
Una segunda imagen mostraba al
héroe y a un grupo de sus hermanos
sellando al dragón en las entrañas de la
tierra, un gran desprendimiento de
rocas lo atrapaba por toda la eternidad.
—La sangre se agita al pensar en
tales hazañas —dijo Uthor con orgullo.
—Y sin embargo, a mi me
recuerdan nuestras glorias perdidas —
masculló Halgar—. Yo haré la primera
guardia —añadió tras un momento de
silencio.
—Como desees, ancia… —comenzó
a decir Uthor, pero se detuvo al darse
cuenta de que el barbalarga ya se estaba
alejando.
***
—Cualquiera esperaría que se sacase
esa flecha de grobi —le comentó
Drimbold a Thalgrim.
Los dos enanos estaban haciendo la
segunda guardia sentados en una de las
dos grandes entradas que conducían al
salón de hazañas y para pasar el rato
estaban observando sus compañeros.
—Tal vez no pueda —contestó
Thalgrim—, si la punta está cerca del
corazón.
Halgar estaba tendido de espaldas y
el asta partida de la flecha negra
sobresalía hacia arriba. El barbalarga
parecía estar dormido, pero tenía los
ojos completamente abiertos.
—¿Cómo hace eso? —preguntó
Drimbold.
—Mi tío Bolgrim solía caminar
dormido —comentó Thalgrim—. Una
vez excavó un pozo de mina entero
mientras dormía.
Drimbold volvió la mirada hacia su
compañero con incredulidad. El
buscavetas se encogió de hombros a
modo de respuesta. El brillo azul-
grisáceo de una piedra brillante, un
legendario trozo de brynduraz extraído
de las minas de Gunbad, iluminaba su
rostro. Había varios pedazos del mismo
material incrustados por todo el salón;
aunque los enanos podían ver bastante
bien en la oscuridad, un poco de luz
adicional nunca venía mal.
Uthor había prohibido encender
hogueras y les había ordenado apagar
mientras dormían las antorchas que
estaban colocadas en apliques alrededor
de la cámara. Perjudicarían la visión
nocturna de los enanos, por lo demás
excelente, y necesitaban toda la ventaja
de la que pudieran disponer contra los
roedores. El olor del humo o de la
comida cocinándose también podría
atraer a los skavens, y Uthor sólo quería
enfrentarse a ellos cuando llegaran al
Gran Salón. No poder cocinar también
significaba que los enanos se vieran
obligados a comer sólo pan enano y
raciones secas. Thalgrim se llevó un
trozo de aquel alimento a la boca y lo
mascó ruidosamente.
A Drimbold no le gustaba —llevaba
comiendo pan enano al menos dos días,
pues ya se había terminado las demás
raciones— y puso cara de asco.
Entonces vio que Thalgrim metía la
mano en el casco de minero, dotado de
varias velas apagadas fijadas a él
mediante la cera, y sacó algo.
—¿Qué es eso?
El olor acre hizo que al enano gris se
le erizara la barba, aunque no era del
todo desagradable.
—Chuf de la suerte —explicó
Thalgrim.
El viejo trozo de queso que el
buscavetas sostenía en la mano parecía
medio comido.
—Sólo he necesitado recurrir a él
una vez —dijo mientras lo olía larga y
profundamente—. Estuve atrapado
durante tres semanas en un pozo hecho
por los mineros Espaldayesca. Son gente
de poca fuerza de voluntad y huesos
pequeños, igual que sus túneles.
Drimbold se relamió.
Thalgrim vio el gesto y se volvió a
guardar el chuf en el casco mientras
miraba al enano gris con recelo.
—Quizás deberías dormir un poco
—le aconsejó—. Yo puedo
arreglármelas aquí.
No fue una petición.
Drimbold estaba a punto de
protestar cuando se fijó en la resistente
piqueta de minero, con un extremo en
forma de pico, situada al lado de
Thalgrim. Asintió con la cabeza y,
arrastrando su mochila con él —que
ahora rebosaba de botín una vez más—,
fue a buscar un rincón adecuado, fuera
de la vista del buscavetas.
Drimbold se sentó contra una de las
enormes columnas que flanqueaban el
borde de la sala de hazañas. Era tan
enorme que quedaba protegido de la
mirada de Thalgrim. Satisfecho, volvió a
observar al grupo dormido.
Casi todos estaban durmiendo. Los
enanos estaban alineados, a pesar del
hecho de que disponían de espacio para
desplegarse: la sociabilidad y la
hermandad entre los suyos estaban
arraigadas desde los tiempos de los
antepasados. Uno o dos seguían
despiertos fumando, bebiendo o
hablando en voz baja. La mayor parte
de la Hermandad Sombría parecía estar
en estado de coma, después de haber
trasegado suficiente cerveza para matar
a varios bueyes de montaña. Al parecer,
los matadores tenían buen olfato para el
alcohol y habían descubierto otra
reserva secreta de cerveza en la planta.
Las «paradas de cerveza», como a veces
se las conocía, eran algo común: las
fortalezas eran enormes y si un enano
se veía obligado a emprender un largo
viaje, precisaría tales libaciones. Azgar
era el único miembro de la Hermandad
Sombría que seguía despierto. Estaba
sentado en la periferia del campamento,
con el hacha en la mano y la mirada
clavada en la oscuridad. Los tatuajes de
su cuerpo parecían resplandecer bajo la
luz que proyectaba el cercano círculo de
piedras brillantes, que proporcionaban
al matador un aire irreal. Drimbold
reconoció algunos como guardas de
Grimnir. También le había oído
mencionar al matador que llevaba uno
por cada monstruo que había matado.
El enano gris reprimió un
estremecimiento: Azgar estaba cubierto
casi por completo, de la cabeza a los
pies. Drimbold apartó la mirada para
que el matador no lo pillara mirándolo.
Unos ronquidos reverberantes
surgían del cuerpo tendido de
Gromrund a través del imponente
yelmo de guerra que el martillador —
por razones desconocidas para el resto
del grupo— aún llevaba puesto. Se
había despojado del resto de la
armadura, que permanecía a su lado
cuidadosa y meticulosamente
ordenada.
Hakem se encontraba cerca —
parecía que los dos habían alcanzado
alguna clase de acuerdo—, acostado
con las manos sobre el pecho y aferraba
su monedero de oro con una de ellas.
El ufdi llevaba pinzas en las trenzas de
la barba y utilizaba un cojín de
terciopelo para dormir. A Drimbold lo
turbó descubrir que el señor de clan
mercante tenía un ojo abierto, ¡y estaba
mirándolo directamente! El enano gris
volvió a apartar la mirada.
Después de decidir que ya había
terminado de observar, comenzó a
acomodarse para pasar el resto de la
noche. Le pesaban los párpados y se le
estaban cerrando cuando un débil grito
lo despertó. Buscó su hacha de mano
instintivamente, pero se relajó al darse
cuenta de que se trataba de Dunrik,
que había despertado de alguna
pesadilla. Borri llegó rápidamente al
lado de su primo. Unos cuantos enanos
más a los que había perturbado el ruido
refunfuñaron mientras volvían a
ocuparse de sus cosas.
El barbilampiño le estaba
susurrando algo a Dunrik en voz tan
baja que Drimbold apenas podía
escucharlo. Se le despertó el interés
cuando captó algo sobre «una dama» y
«un secreto».
¿Borri se iba a casar por dinero y no
quería que los otros lo supieran?
Drimbold se preguntó entonces si el
enano se había unido a la misión a
Karak Varn para proteger parte de la
dote de su prometida. Esa idea hizo que
se le helara la sangre. ¡Significaba que
Borri era un rescatador, igual que él!
SIETE
***
Rorek tiró de una de las cuerdas guía
amarradas a un poste de metal clavado
en la roca, y la tierra. Todo el puente se
sacudió. Pero resistió.
Era consciente del tenso silencio
cargado que lo rodeaba mientras daba
el primer paso titubeante sobre el
puente. El ingeniero buscó a tientas la
cuerda que le rodeaba la cintura para
asegurarse de que seguía allí. No se
atrevió a volver la mirada para ver si
Thundin y Uthor seguían sujetándola.
Después de lo que pareció una
hora, Rorek había llegado a la mitad del
puente. Éste crujía de manera
amenazadora con cada paso y se
balanceaba ligeramente a causa de las
corrientes de aire caliente que
emanaban de abajo. A pesar de lo lejos
que estaba, el enano podía sentir el
calor del río de lava subterráneo, notar
levemente el hedor a azufre en las fosas
nasales. Algunos de los travesaños de
madera estaban colocados muy
separados o simplemente faltaban y el
ingeniero tenía que concentrarse para
evitar cualquier percance. Miró hacia
abajo y tragó saliva cuando el abismo le
devolvió la mirada.
Tras haber llegado tan lejos, Rorek
sentía cada vez más confianza y
progresaba a ritmo constante. Aliviado,
llegó al otro lado por fin y les hizo señas
a los otros para que avanzaran.
—No más de cuatro a la vez —gritó
al grupo— y mirad dónde pisáis, el
camino es peligroso.
La expresión de Thundin se
ensombreció mientras se volvía hacia
Uthor, que estaba recogiendo la cuerda.
—Esto va a llevar un rato.
***
Uthor había apostado centinelas en la
entrada de la galería de los reyes y en el
extremo de la sima. Los enanos serían
vulnerables mientras cruzasen el
puente. No quería que los cogieran
desprevenidos unos skavens que
estuvieran acechándolos al otro lado,
listos para aparecer de pronto y cortar la
destartalada estructura bajo sus pies
mientras cruzaban.
El grupo atravesó el puente a ritmo
constante y en grupos de cuatro. Los
enanos cruzaron sin incidentes y pronto
hubo más guerreros en el otro lado que
en éste. Uthor les ordenó a los guardias
situados al borde de la sima que
cruzaran. Eso los dejaba a él, Halgar y
dos mineros del clan Barbahollín, Furgil
y Norri en la entrada de la galería.
Mientras los llamaba, Uthor se fijó en
un rezagado que merodeaba alrededor
de las estatuas.
—Tú también, enano gris.
Drimbold levantó la mirada tras
dejar de rebuscar. Se había separado del
grupo principal hacía mucho para
explorar y había empezado a alejarse.
Uthor se volvió hacia Halgar.
—Yo protegeré el camino —dijo.
El barbalarga rezongó y fue hacia el
puente, pero se le escapó la cuerda guía
y arañó el aire mientras luchaba por
agarrarla. El puente se balanceó
violentamente debido a su peso.
—¡Venerable barbalarga! —exclamó
Uthor mientras alargaba la mano para
coger el brazo de Halgar.
El barbalarga encontró la cuerda
guía por fin y apartó la mano de Uthor
de un manotazo.
—Puedo cruzar perfectamente sin
ayuda —gruñó y comenzó a avanzar
con cuidado, buscando la cuerda a
tientas con las manos en lugar de con
los ojos.
Uthor se volvió hacia Drimbold,
que se estaba preparando para empezar
a recorrer el puente con los Barbahollín
esperando tras él.
—Yo iré detrás del barbalarga —
susurró, echándole una mirada a
Halgar, que ya había llegado a la mitad
—. Esperad hasta que él esté a salvo al
otro lado antes de avanzar.
Uthor fue rápidamente tras el
barbalarga, pero en su prisa calculó mal
sus pasos y se le enganchó la bota entre
dos travesaños. Soltó una maldición y
para cuando se soltó, Halgar ya estaba
al otro lado, rechazando bruscamente
todo ofrecimiento de ayuda y pasando a
toda prisa junto a los enanos de los
clanes.
Uthor, que casi había recorrido dos
tercios del camino y ya se había
liberado la bota, se preparó para seguir
adelante, consciente de que el puente
de cuerdas crujía de manera alarmante.
Miró atrás. Drimbold estaba
prácticamente en la mitad del puente y
su enorme mochila se sacudía arriba y
abajo sobre su espalda a cada paso.
Furgil y Norri se encontraban a poca
distancia tras él.
Se oyó un repentino desgarro y
Uthor abrió mucho los ojos al ver que la
cuerda atada a la estaca de la izquierda
comenzaba deshilacharse. Pareció
desenrollarse lentamente, las finas
hebras se deshicieron inexorablemente
mientras él miraba. El puente comenzó
a combarse hacia un lado a medida que
la cuerda se iba deshilachando.
—Rápido —gritó, haciendo señas a
los enanos para que avanzaran incluso
mientras una violenta sacudida recorría
el puente—. ¡No aguantará!
Uthor tiró del enano gris para que
lo adelantara, empujándolo. Volvió la
mirada hacia los Barbahollín,
instándolos a seguir adelante. Éstos se
movieron rápidamente, con
determinación en los ojos.
La cuerda se partió.
La repentina sensación de que el
mundo caía bajo sus pies llenó los
sentidos de Uthor. La visión se le volvió
borrosa. Una oscuridad cubierta de
humo se lanzó a su encuentro.
Jadeando, pensó en su fortaleza, en las
majestuosas cumbres envueltas en
nubes que nunca volvería a ver; en la
misión que no había cumplido y la
vergüenza que caería sobre su clan; en
su padre tendido en su lecho de muerte
mientras se consumía privado de gloria
y sin vengar; en Lokki, muerto con un
cuchillo skaven clavado en la espalda.
Uthor quiso gritar, desahogar su rabia
contra los antepasados, desafiarlos, pero
no lo hizo. En cambio notó el áspero
roce del cáñamo entretejido contra los
dedos y lo agarró con fuerza.
Uthor sintió una extraña sensación
de ingravidez que pasó rápidamente y
chocó contra la pared del abismo. Su
escudo y armas —que por suerte llevaba
bien asegurados— traquetearon al
golpear la roca. Al enano casi se le
desencajan los omóplatos cuando el
peso de su armadura tiró de él. Un
abrasador calor le subió por los brazos y
una niebla provocada por el mareo le
oscureció la visión. Se soltó sólo un
instante y la cuerda le quemó la mano
mientras le salían zarcillos de humo del
guantelete de cuero. Uthor rugió
conteniendo el dolor mientras aferraba
la cuerda con una sola mano para
frenar su caída y sacudía el otro brazo
girando y balanceándose. Por fin todo
terminó y una ardiente línea de dolor le
aguijoneó el brazo, la espalda y la
cabeza. A través de la densa niebla
auditiva provocada por el resonar del
yelmo, el enano oyó gritos.
—¡Uthor! —gritaron las voces.
—¡Uthor! —exclamaron de nuevo.
Uthor levantó la mirada a través de
una nube de manchas oscuras, mientras
una punzada de dolor le estallaba en el
cuello, y vio a Rorek. El ingeniero tenía
una cuerda atada alrededor de la
cintura y atisbaba por encima del borde
de la sima.
—Aquí —contestó Uthor atontado.
No reconoció el sonido de su propia
voz.
—¡Está vivo! —oyó decir a Rorek.
La visión del enano no dejaba de
enfocarse y desenfocarse. Cuando ésta
regresó, Uthor vio que Gromrund y
Dunrik subían a Drimbold por el
puente colgante. El enano gris aferraba
su mochila y sus baratijas se
derramaban mientras sus rescatadores
tiraban de él. Los tesoros perdidos
brillaban a la luz de las antorchas, el
mundo de Uthor se iba oscureciendo,
parecían estrellas cayendo…
***
—Se está resbalando —anunció Rorek
con urgencia, volviéndose hacia
Thundin y Hakem, que sostenían la
cuerda con los pies bien afirmados—.
Bajadme…
Rorek vio que Uthor perdía el
conocimiento… y soltaba la cuerda.
Antes de que el ingeniero pudiera
gritar, vio pasar a su lado a un enano
semidesnudo a toda velocidad por el
rabillo del ojo.
***
Azgar saltó por el aire con una plegaria
a Grimnir en los labios mientras
balanceaba la cadena de su hacha
trazando un amplio círculo. Pasó por
encima del borde de la sima y se
zambulló en el abismo sin fin. Giró el
cuerpo en mitad del vuelo, soltando la
cadena del hacha y lanzándola hacia
arriba, en la dirección de la que venía.
Observó un momento y vio que la
pesada hoja trazaba un arco por encima
del borde del enorme cañón y luego
cerró ambas manos con firmeza
alrededor de la cadena. Los eslabones
repiquetearon y la cadena se tensó
cuando la hoja del hacha se clavó por
encima de él.
Azgar sintió la violenta sacudida en
los hombros y la espalda cuando se
tensó la cadena, pero aguantó
conteniendo la molestia con un
gruñido. La pared de la sima se lanzó a
su encuentro, prometiendo destrozarle
los huesos con el impacto. Azgar
amortiguó la fuerza del choque con los
pies flexionando las rodillas.
Acto seguido, el matador corrió de
lado como una cabra de monte: ágil,
ligero y seguro. Estiró la mano y cogió el
brazo de Uthor con su recto puño. El
matador rugió por el esfuerzo y gruesas
cuerdas de músculos le sobresalieron en
cuello, brazos y espalda. La cadena se
sacudió un momento en su mano y los
dos enanos cayeron un metro. Azgar
levantó la mirada alarmado al
imaginarse la hoja del hacha abriendo
un surco arriba, en las losas.
Uthor abrió los ojos y vio al
matador de mirada salvaje mirándolo.
Azgar tenía la cara roja. Las venas le
sobresalían en la frente, que tenía
cubierta de gotas de sudor.
—Aguanta —gruñó con los dientes
apretados.
Uthor bajó la mirada y vio la
enorme negrura con una borrosa línea
de lejano fuego recorriéndola. Aferró el
brazo del matador con una mano y
agarró la cadena con la otra, apoyando
los pies contra la pared de la sima.
***
Al borde de la sima, Rorek suspiró
aliviado. Retrocedió mientras se
desataba la cuerda de la cintura.
Comprobó que Thundin y Hakem aún
la sujetaban y luego lanzó el extremo de
la cuerda hacia el cañón.
—Allá va —gritó.
Rorek agarró la cuerda y se la
enrolló alrededor de la muñeca justo
mientras se tensaba. Sintió que el tirón
contra los brazos disminuía cuando
varios enanos más se unieron a él.
—Tensad… —gritó—. ¡Tirad!
Los enanos tiraron a la vez, pasando
la gruesa cuerda entre los dedos, palmo
a palmo, en perfecta sincronía.
—¡Tirad! —bramó Rorek, y lo
hicieron otra vez.
La orden se repitió varias veces más
hasta que dos manos de enano —una
con un guantelete de cuero hecho
jirones y la otra morena y de nudillos
peludos— aparecieron por encima del
borde del precipicio, aferrándose a la
roca con los dedos.
Mientras Rorek y los otros
mantenían firme la cuerda, Gromrund
y Dunrik se agacharon y levantaron a
Uthor por encima del borde y lo
dejaron en tierra firme. Dos de los
miembros de la Hermandad Sombría
agarraron la gruesa muñeca de Azgar y
enseguida el matador también estuvo
fuera de peligro.
Uthor lo miró entre jadeos y le
dirigió una señal casi imperceptible de
gratitud con la cabeza. Azgar se la
devolvió con rostro adusto y arrancó el
hacha de donde se había clavado en la
roca. Después de recoger la cadena
atada a ella, ignorando los murmullos
de admiración de unos cuantos enanos
de los clanes, se alejó del borde de la
sima para reunirse con los suyos.
—¿Dónde están Furgil y Norri? —
preguntó Uthor a Rorek, mirando a su
alrededor en cuanto Azgar se perdió de
vista.
El rostro del ingeniero se
ensombreció, así como los de los enanos
que lo rodeaban.
Drimbold se encontraba entre ellos,
sentado, aferrando su mochila. La
expresión del enano gris era de
angustia.
—Cayeron —musitó.
—Cayeron —repitió Halgar,
abriéndose paso furioso entre el grupo
mientras los enanos se apartaban
rápidamente de su camino—. Murieron
sin honor —le gruñó a Drimbold.
La ira de Halgar resultaba palpable
mientras observaba la mochila repleta
que aferraba el enano gris.
—El puente tenía… —comenzó
Drimbold.
—Sobrepeso —lo interrumpió
Halgar.
—Pensé que…
—No puedes hablar —bramó
Halgar—. Los cuerpos de nuestros
hermanos se estrellaron contra las
rocas, fueron inmolados en el río de
fuego. Vagarán para siempre por las
catacumbas de los Salones de los
Antepasados, sin cuerpos y sin que se
reconozcan sus hazañas. Tu avaricia los
ha condenado a ese destino. Deberías
lanzarte a la planta de abajo… —gruñó
el barbalarga—. ¡Yo te nombro
semienano! —gritó para que todo el
grupo lo oyera.
Tras la diatriba se produjo un
silencio horrorizado.
Halgar se alejó furioso y rezongando
acaloradamente.
Varios miembros del grupo
comenzaron a murmurar entre dientes
tras el insulto que le había dirigido a
Drimbold. Ser mancillado así… Sobre
todo por un venerable barbalarga era
una carga realmente pesada. Una
multitud de rostros acusadores se volvió
hacia el enano gris. Drimbold no se
atrevió a sostenerles la mirada, sino que
aferró su mochila con fuerza como si
fuera un escudo.
Uthor observó al enano gris
pensativo, la cabeza aún le martilleaba a
causa de la caída. Vio el yelmo
prestado, la armadura deslustrada y el
hacha de mano desafilada: ésa no era la
parafernalia de un guerrero.
—Tú no estabas convocado al
consejo de guerra, ¿verdad, Drimbold?
—preguntó Uthor.
—No.
La voz de Drimbold fue apenas un
susurro, tenía los hombros caídos y la
expresión acongojada.
—Conoces este lugar demasiado
bien. —Uthor entrecerró los ojos—.
Todas las veces que has aconsejado a
nuestro guía, tú sabías por dónde ir,
¿no es así? Cuando pensamos que te
habíamos perdido a manos de los
roedores mientras huíamos para salvar
la vida, tú escapaste por otra ruta.
La expresión de Drimbold se
entristeció aún más cuando el peso del
descubrimiento de su líder lo alcanzó
como un golpe físico. El enano gris
exhaló profundamente, su vergüenza
no podría ser mayor, y luego habló:
—Cuando Gromrund y Hakem me
encontraron, llevaba meses saqueando
la fortaleza —admitió—. Hay una
cueva, no lejos de la kayak, donde está
el tesoro. Sabía que había peligros,
grobis y roedores, y tomé medidas para
evitarlos. —La voz de Drimbold se
volvió más apasionada—. Karak Varn se
había perdido y sus tesoros
permanecían al alcance de cualquier
piel verde. Mi clan y mi fortaleza son
pobres… —explicó con fervor—, era
mucho mejor que las riquezas perdidas
estuvieran en manos de los dawis, así
que intenté rescatarlas.
Una mirada de desafío apareció en
los ojos de Drimbold. Ésta se
desvaneció rápidamente y la reemplazó
el remordimiento.
—¿Estabas enterado de la muerte
de Kadrin y la caída de la fortaleza y no
dijiste nada? —inquirió Uthor,
exasperado.
—Y lo más probable es que sea un
Grum Dienteagrio y no un Narizagria
como afirmó —gruñó Gromrund.
El martillador se había adelantado
rápidamente al oír mencionar su
nombre.
Uthor clavó en él una mirada de
reproche.
Gromrund le devolvió la mirada
con el entrecejo fruncido y se mantuvo
firme.
—Mi clan conocía la prosperidad de
la que disfrutaba lord Kadrin —
continuó Drimbold—, así que me dirigí
a la fortaleza con la esperanza de cribar
un poco de mena a orillas del Agua
Negra. No pensé que los enanos de
Karak Varn la echaran en falta.
La expresión de Uthor se
ensombreció ante tal admisión, pero
Drimbold continuó como si tal cosa.
—Descubrí los esqueletos junto a la
Vieja Carretera Enana, igual que
vosotros —dijo con vergüenza—. Y, sí,
soy uno de los Grums de Narizagria.
No pudo resistir la penetrante
mirada del señor de clan de Karak
Kadrin por más tiempo ni la intensa
furia del martillador, y bajó los ojos.
Mientras el grupo miraba, Uthor
contempló al enano gris en medio de
un silencio sepulcral.
—Soportas una pesada carga —dijo
proféticamente—. Furgil Barbahollín y
Norri Barbahollín, que siempre sean
recordados…
»Ya nos hemos entretenido aquí
tiempo suficiente —añadió Uthor
después de un momento—. Preparaos,
vamos hacia el Gran Salón
inmediatamente.
El grupo formó en filas, esperando a
Uthor mientras éste se dirigía
resueltamente y dando grandes
Zancadas ala parte delantera para
reunirse con Ralkan.
Rorek fue tras él.
—¿Cómo vamos a regresar sin un
puente? —quiso saber el ingeniero.
Cuando Uthor se volvió hacia él
estaba esbozando una sonrisa sombría.
—No vamos a regresar.
OCHO
***
Después de cruzar la sima, el grupo se
había visto obligado a dar otro rodeo.
Unos escombros bloqueaban la puerta
principal que conducía al Gran Salón; la
destrucción era tan enorme que incluso
con el clan de mineros con el que
contaban habrían tardado varios días en
cruzar. Otra galería los había traído a
este punto, el Amplio Camino
Occidental. El nombre del túnel era
acertado. Era tal su tamaño que el
grupo podría haber marchado en
grupos de cincuenta enanos de largo.
No lo hicieron. El estado ruinoso del
largo túnel lo impedía con sus pilares
rotos y suelos hundidos. En su lugar,
avanzaron en una columna de no más
de cuatro escudos de ancho y alineados,
siempre atentos a las masas de sombras
que se extendían desde las paredes.
Uthor estaba al mando de la
avanzada, naturalmente, aunque
incluso él se vio obligado a conceder la
cabeza de la columna: ésa correspondió
a los Barbahollín. Aunque era extenso,
el Amplio Camino Occidental estaba
lleno de escollos y cubierto de rocas en
algunos lugares. Sería fácil resbalar en la
oscuridad y desaparecer para siempre.
Los mineros se estaban asegurando de
que el corredor estuviera despejado y
fuera seguro. Ya habían perdido a
demasiados innecesariamente a manos
de la creciente oscuridad.
Thalgrim se encontraba entre ellos
supervisando la labor. Era un trabajo
meticuloso. Uthor había ordenado que
el grupo permaneciera unido y en
formación por si acaso había algo
merodeando en los recovecos en
sombras del túnel. Eso supuso excavar
los desprendimientos de rocas
desperdigados que les obstaculizaban el
paso a los enanos, y rápido. Se detuvo
un momento con su piqueta de minero
sobre el hombro y se levantó un poco el
casco en forma de tazón para limpiarse
el sudor.
—Bendita sea Valaya, que sus copas
siempre estén relucientes, ¿qué es ese
olor? —preguntó Rorek, arrugando la
nariz.
Volvió la mirada hacia Uthor, pero
el señor del clan parecía perdido en
otro de sus momentos sombríos.
El ingeniero también formaba parte
de la avanzada, su experiencia resultaba
inestimable mientras avanzaban por el
Amplio Camino Occidental.
—Nada —contestó Thalgrim
mientras se volvía a colocar el casco
sobre la cabeza.
El olor acre aún flotaba en el aire y
Rorek tuvo arcadas.
—Una bolsa de gas, tal vez… Nada
de lo que preocuparse —le aseguró el
buscavetas.
Rorek articuló la palabra «gas» para
que Uthor pudiera leerle los labios y
éste miró al buscavetas con recelo y
cierta inquietud.
—¿No deberíamos asegurarnos? —
sugirió.
—No, no. Probablemente sólo sea
que hemos movido unas esporas.
Puede que huelan mal, pero desde
luego son inocuas, hermano.
Thalgrim estaba a punto de ponerse
a hacer algo, evitando así más
preguntas, cuando vio que el corredor
se estrechaba más adelante. Las dos
paredes situadas a ambos lados se
arqueaban hacia dentro. Al carecer de
braseros colgados del techo, como el
resto del corredor, también estaba
terriblemente oscuro.
—Dad el alto —bramó mientras los
Barbahollín comenzaban a reunirse en
el repentino cuello de botella.
***
—¿Crees que esta ruta nos llevará por
fin al Gran Salón? —preguntó Hakem.
Dunrik se encogió de hombros,
parecía distraído aunque intentaba no
perder de vista a su primo, que
caminaba justo delante de él.
El noble del Pico Eterno no había
ofrecido mucha conversación a pesar de
la hora que llevaban recorriendo el
Amplio Camino Occidental, que según
Ralkan los conduciría a su destino.
El custodio del saber viajaba con
ellos, en el centro de la columna, para
no entorpecer las excavaciones de los
mineros. Lo último que los enanos
necesitaban era que su guía acabara
aplastado bajo una roca o terminara en
la planta baja, a pesar de su
ofuscamiento esporádico.
—Yo tengo mis dudas —susurró el
enano de Barak Varr con tono de
complicidad, procurando no levantar la
voz para que Ralkan no pudiera oírlo.
Dunrik seguía sin responder.
La columna estaba aminorando el
paso. La armadura de los rompehierros,
que se encontraban unas cuantas filas
por delante, repiqueteó cuando
empezaron a amontonarse. Thundin
levantó la mano, dando la señal para
que el grupo se detuviera.
El mensaje recorrió la línea. Una
mano se alzó cada diez filas
aproximadamente, hasta llegar a Azgar
y sus matadores, que protegían la
retaguardia. Halgar se había unido a
ellos. El barbalarga prefería su
compañía silenciosa y fatalista a la del
resto de sus hermanos.
Hakem trató de mirar hacia delante
para descubrir a qué se debía, pero lo
único que logró ver fue un pequeño y
agitado mar de cabezas de enanos.
—Quizás nos hayamos vuelto a
equivocar de camino —sugirió el señor
del clan mercante.
Al parecer, Dunrik no tenía opinión
al respecto.
Hakem era un enano sociable por
naturaleza. Le gustaba hablar, alardear
y entretener a la gente con relatos, y no
tenía tendencia a darle vueltas a las
cosas como algunos de sus hermanos.
Como comerciante, su sustento y la
prosperidad de su clan dependían de
las alianzas que pudiera forjar; sin
embargo, a pesar de todos sus esfuerzos
Dunrik seguía sin decir palabra.
Tampoco era el único. Desde la
tragedia en el puente, Drimbold se
había convertido en un paria. Viajaba
en la columna, igual que el resto, pero
mantenía la mirada baja y la boca
cerrada. Al menos eso significaba que
Hakem no necesitaba vigilar
constantemente su monedero y sus
pertenencias. Era una pequeña
recompensa por la profunda pena que
sentía en el corazón.
El señor del clan mercante volvió a
centrar su atención en Dunrik. Era
evidente que él también sufría sus
propias tribulaciones.
—Te oí gritar cuando acampamos
anoche —dijo Hakem con tono
repentinamente serio—. Tus cicatrices
llegan más allá de la piel, ¿verdad? Las
he visto antes…
Dunrik no picó.
Hakem insistió de todas formas:
—… a causa de los látigos con púas
de un señor de esclavos grobi.
Dunrik se volvió repentinamente
hacia él con expresión feroz.
Borri lo había oído y se estaba
dando la vuelta, a punto de intervenir,
cuando la furibunda mirada de Dunrik
lo detuvo.
—No quise ofender —aseguró
Hakem con calma, fijándose en que
Borri había seguido adelante, aunque
un tanto incómodo.
Gromrund, que caminaba al otro
lado de Dunrik, se removió dentro de
su armadura.
—Los grobis capturaron a mi
tatarabuelo durante un corto periodo
de tiempo, lo atraparon mientras
llevaba una caravana a uno de los
antiguos asentamientos elgis antes de la
Guerra de Venganza —continuó
Hakem—. Los pieles verdes les
tendieron una emboscada y mataron a
muchos de nuestros guerreros.
Transformaron los carromatos en jaulas
para los nuestros y los llevaban a su
guarida, incluido a mi tatarabuelo,
cuando un grupo de montaraces los
encontró.
»Mis parientes llevaban tres días en
el camino antes de que los rescataran y
en ese tiempo los grobis les habían
infligido mucho dolor y sufrimiento.
Gromrund, que había oído toda la
narración, observó a Hakem con nuevo
respeto pero guardó silencio.
—Tenía la cara y el cuerpo lleno de
cicatrices iguales a las tuyas —le explicó
Hakem a Dunrik—, me las enseñó justo
antes de dirigirse a los Salones de los
Antepasados.
La ira de Dunrik se consumió y una
expresión de resignación cruzó su
rostro.
—Estuve prisionero en la Roca de
Hierro —dijo con voz baja y llena de
amargura—, me capturaron mientras
patrullaba el Varag Kadrin.
Dunrik respiró hondo, como si
rememorase un recuerdo sombrío.
—De los veintitrés a los que
llevaron allí encadenados, yo fui el
único que escapó de la fortaleza urk con
vida.
Dunrik se mantuvo en silencio el
transcurso de un latido, mientras volvía
a visitar la apestosa mazmorra, oía de
nuevo los gritos atormentados de sus
hermanos y sentía otra vez las feroces
palizas de sus vengativos captores.
—No salí ileso —añadió,
refiriéndose no sólo a sus duraderas
heridas físicas.
El rostro del noble del Pico Eterno
estaba cubierto con las «atenciones» de
los pieles verdes. Una larga línea
irregular le iba de la frente a la barbilla
y parte de la barba de Dunrik había
quedado dispareja a su paso. Tenía el
lado derecho de la cara cubierto de
verdugones, quemaduras dejadas por el
hierro de marcar, y le faltaban tres
dientes.
Gromrund, que había permanecido
en respetuoso silencio durante todo el
intercambio de palabras, no pudo evitar
emocionarse al oír tal relato y aferró el
hombro del otro enano. Al hacerlo, vio
el lugar en el que a Dunrik casi le
habían arrancado la oreja izquierda de
un mordisco: una herida que su yelmo
mantenía oculta en su mayor parte.
—Dreng tromm —masculló el
martillador.
—Dreng tromm —repitió Hakem.
Dunrik guardó silencio.
Hakem, que se dio cuenta de
pronto de que habían caído en fúnebres
lamentos y le pesaba un poco su
interrogatorio, trató de alegrar el
ambiente.
—Dime, ¿has visto alguna vez un
martillo más magnífico que éste? —le
preguntó a Dunrik mientras se le
iluminaban los ojos.
—Es una buena arma —comentó
Dunrik.
—Así es, provoca esa reacción a
menudo —contestó Hakem, un tanto
conturbado mientras se fijaba en la
sonrisita que apareció en el rostro de
Gromrund, apenas visible bajo su
enorme yelmo de guerra.
—Es el martillo Honakinn —explicó,
consciente del repentino interés de
Gromrund—, y lo llevo con orgullo
como antiguo símbolo de mi clan.
Como heredero de la fortuna de mi
padre, el señor mercante de Barak Varr,
me corresponde el gran honor de
llevarlo a la batalla. No te quepa la
menor duda de que es una empresa
muy seria —aseguró Hakem, señalando
la gruesa correa de cuero que le ataba el
arma a la muñeca—. Esta cuerda no se
ha cortado nunca, pues si alguna vez
ocurriera y el martillo se perdiefra, la
prosperidad de mi clan y mi linaje se
perderían con él.
—Una noble empresa —dijo Dunrik
con aire de gravedad.
—Así es —masculló Gromrund a
regañadientes.
—Desde luego, la caída de los
Honaks empañaría el lustre de la
fortaleza —prosiguió Hakem—. Dime,
enano del Pico Eterno, ¿has
contemplado alguna vez la maravillosa
Puerta del Mar?
Gromrund rezongó.
—Lo hayas hecho o no, están a
punto de obsequiarte con una
descripción de su esplendor —esperó—.
No puedo soportarlo —añadió con
brusquedad y se alejó rápidamente,
abriéndose paso a empujones por la
columna para averiguar qué estaba
causando el retraso.
***
—Empujad con la espalda —los
reprendió Thalgrim, que permanecía de
pie sobre una losa plana para ver
trabajar a sus mineros en la puerta que
les obstaculizaba el paso.
La barrera de piedra se encontraba
justo al final de la sección en forma de
cuello de botella del túnel y Thalgrim
suponía que el Gran Salón estaba al
otro lado, y que ésa era una entrada
secundaria. El buscavetas comprendía
ahora que el Ancho Camino Occidental
se estrechaba deliberadamente para que
fuera más fácil de defender. Una
estrategia sensata y que aprobaba, sólo
que ahora era un gran inconveniente.
La mayor parte de los enanos
estaban agrupados en el estrecho paso,
con los hombros tocándose y una pared
a cada flanco. La puerta de piedra que
estaban empujando los Barbahollín no
era especialmente alta ni ancha, aunque
se veía claramente que era gruesa y
pesada. Rorek, con Uthor a su lado, ya
había abierto una serie de cerrojos de
piedra manipulando con cuidado el
ingenioso mecanismo de cierre de la
puerta. Gran parte de su resistencia se
debía al hecho de que no la habían
abierto en muchos años, pero al final la
puerta cedió a los esfuerzos de los
mineros y se abrió con un fuerte
chirrido.
—Por fin —musitó Uthor, al que la
proximidad de sus hermanos y la
envolvente oscuridad desconcertaban
—. Este túnel es el lugar perfecto para
una emboscada.
***
Thundin divisó un extraño objeto
parecido a un globo volando por lo alto
y luego oyó la advertencia ahogada de
sus hermanos antes de ver la nube de
gas amarillento. Bordak, uno de sus
compañeros rompehierros, retrocedió
aferrándose la garganta mientras una
espuma sanguinolenta le bajaba
burbujeando por la barba.
Estaban apretujados en el cuello de
botella del Ancho Camino Occidental,
muchos de los otros enanos del grupo
ya habían cruzado la puerta de piedra y
se encontraban en el Gran Salón,
situado al otro lado.
Thundin y sus rompehierros
estaban atrapados con el resto.
—¡Gas! —gritó el barbalarga.
Sintió el sabor acre de los vapores
nocivos en la lengua antes de cerrar la
boca. Vio que tres globos más
manchados de mugre salían volando de
la oscuridad dirigiéndose hacia las
apretadas filas de los enanos. No pudo
hacer nada mientras se rompían sobre
los escudos, levantados, y los
desprevenidos yelmos desparramando
su asqueroso contenido sobre el grupo.
Los enanos se replegaron
instintivamente y aquellos que
permanecían a este lado de la puerta se
vieron empujados de nuevo hacia el
cuello de botella.
Thundin logró entrever el Gran
Salón a través del pequeño portal y los
cuerpos apretujados. Sólo pudo hacer
conjeturas sobre su inmensidad
mientras los otros, aparentemente tan
lejos y ajenos al ataque, se agrupaban
dentro.
—Regresad al Amplio Camino
Occidental —bramó, arriesgándose a
aspirar otra bocanada de gas.
La voz se le enronqueció mientras el
virulento veneno le atacaba la garganta
y las tripas. La cabeza le daba vueltas y
sintió que los agolpados guerreros, a su
espalda, salían del cuello de botella. Vio
vagamente la abertura cuando dos
nichos ocultos se abrieron a ambos
lados de él. Hombres rata con extrañas
capuchas de arpillera, un bozal con
agujeros y gafas sucias salieron en
avalancha blandiendo cuchillos.
Uno se abalanzó contra él con
sanguinario desenfreno y riéndose con
malévolo regocijo mientras alrededor
de Thundin sus rompehierros morían:
su armadura no les servía de defensa
contra el veneno.
Mientras se ahogaba en su propia
sangre, Thundin apartó la estocada de
la daga de un skaven con el escudo y le
cortó la cabeza con el hacha. Un
estallido resonó dentro de su yelmo a la
vez que veía un fogonazo en la
oscuridad y notaba el olor de algo
quemándose. Otro rompehierros cayó
con una herida humeante en el peto.
Thundin estaba viniéndose abajo.
No podía respirar, notaba el sabor de la
sangre en la boca y sentía que le
goteaba de la nariz y las orejas. Se
aferró la garganta dejando caer el
escudo para intentar agarrarse el gorjal.
Una enorme llamarada verde e
incandescente surgió de un hueco
situado más arriba, en el cuello de
botella y a su izquierda. Thundin no
pudo ver nada durante un momento.
En medio de su desorientación le
pareció oír gritos, venían como desde el
fondo de un pozo profundo y negro. A
través de la mucosidad y la sangre que
le llenaban las fosas nasales, captó el
hedor a carne quemada. El
rompehierros quiso vomitar pero no
pudo. Se desplomó de rodillas, le
pesaba la armadura y se quitó el yelmo.
Mientras contemplaba con ojos
nublados la carnicería de enanos que lo
rodeaba, algo grande se irguió ante él.
Los dedos débiles de Thundin dejaron
que el hacha se le escapara de las
manos.
—Valaya —dijo con voz ronca con
su último aliento, mientras la bestia lo
aplastaba.
***
Dunrik rodó y la torpe bestia arañó el
suelo con las garras tras el enano
mientras él intentaba llegar
desesperadamente hasta Thundin, que
yacía en medio de un miasma de niebla
sulfúrea que se expandía con rapidez.
Atrapados en el cuello de botella, el
combate era encarnizado. A su
alrededor sus hermanos luchaban con
martillos y hachas contra una marea
aparentemente interminable de
skavens. La criatura que tenía ante él
había llegado con los roedores, había
salido pesadamente de las sombras
como si fuera una especie de cruel
experimento. Era enorme y de
músculos grotescos, una espantosa
fusión de ogro y skaven. Tenía el
cuerpo envuelto en gruesos vendajes
empapados de pus y plagado de llagas y
músculos demasiado hinchados. Unas
garras como dagas se extendían de unos
dedos con una costra de suciedad y
sangre de enano. La bestia, que estaba
ciega, rastreaba al enano sólo por el olor
y con mortífera eficiencia. El ogro
olfateó buscando a su presa y se
abalanzó de nuevo contra el enano del
Pico Eterno; el violento movimiento de
sus brazos hizo que un skaven con
capucha saliera volando hacia atrás
entre gritos.
Dunrik esquivó el golpe del brazo
del ogro, cuyas garras abrieron cuatro
surcos profundos en la pared del cuello
de botella. El enano se acercó
rápidamente bajo la guardia de la
criatura y le golpeó la mandíbula con el
pincho del hacha con tanta fuerza que
la perforó y salió por el cráneo del ogro.
Dunrik liberó el hacha con un rugido
de desafío, mientras de la herida abierta
salía un chorro de sangre y masa
encefálica. La bestia siguió avanzando
incluso mientras agonizaba. Estaba a
punto de arremeter contra Dunrik con
las últimas fuerzas que le quedaban
cuando Hakem, que también estaba
atrapado, le destrozó la muñeca con un
golpe del martillo Honakinn. Las runas
del arma emitían un débil brillo
mientras el señor del clan mercante
peleaba, un segundo golpe abolló lo que
quedaba del cráneo del ogro.
Dunrik le dedicó un apresurado
gesto de gratitud con la cabeza y luego
señaló la puerta del Gran Salón. Casi la
mitad del grupo ya la había atravesado,
pero el gas venenoso estaba causando
estragos en la cola mientras luchaban
por volverse y enfrentarse a los skaven
que se concentraban a su espalda.
Hakem asintió con la cabeza,
indicando que lo había entendido y los
dos enanos corrieron hacia la puerta de
piedra cubriendo la corta distancia
rápidamente. Contuvieron la
respiración mientras se zambullían en la
nube de gas venenoso. Unos cuantos
enanos del clan Manofuego luchaban
furiosamente contra una horda de
skavens encapuchados en el umbral.
Borri, que se había visto empujado por
el agolpamiento del combate, se
encontraba justo al otro lado del arco
de la puerta, dentro del Gran Salón.
Se encontró con los ojos de Dunrik
mientras golpeaba a uno de los
hombres rata con el hacha. Borri le
dirigió una mirada suplicante cuando se
dio cuenta de lo que Dunrik estaba a
punto de hacer.
Mientras lo invadía la angustia,
Dunrik tiró de la puerta de piedra con
Hakem a su lado y unos cuantos enanos
de Manofuego mientras el resto de los
guerreros del clan formaban un muro
de escudos preparado a toda prisa para
protegerlos. La puerta cedió
rápidamente esta vez y se cerró con un
chirrido y un estruendo sordo. Los
gruesos cerrojos se deslizaron en huecos
ocultos. Dunrik bajó la mirada hacia el
mecanismo de cierre y lo destrozó. No
habría forma de abrirlo.
***
—Magnífico…
Uthor contempló maravillado el
Gran Salón de Karak Varn. Como líder
del grupo, él fue el primero en cruzar,
siendo vagamente consciente de que los
otros se amontonaban tras él.
El Gran Salón, que era con mucho
la cámara más grande en la que habían
estado hasta el momento, se apoyaba en
un auténtico bosque de columnas
colocadas simétricamente y que se
extendían a lo largo de toda su
extensión. En un extremo de la
imponente estancia había una inmensa
chimenea trabajado para que se
pareciera al dios antepasado, Grungni,
cuya amplia boca abierta alimentaba las
llamas que debían haber ardido allí. Las
paredes estaban bordeadas de estatuas
intercaladas con braseros chatos de
bronce que representaban a los
ingenieros que los habían creado,
inmortalizando a los enanos por toda la
eternidad, con sus manos extendidas
sosteniendo ahuecadas los carbones
dormidos de su interior. Las sombras se
adherían a las paredes y formaban
densas manchas oscuras alrededor de
cada columna. El Gran Salón era un
lugar sombrío, a pesar de la luz del
fuego. Había mesas de piedra de un
extremo a otro. La del rey estaba
situada sobre una tarima rectangular
con una ancha escalera que llevaba
hasta ella y desde la que se dominaba el
resto.
—Aquí comienza —murmuró
Uthor entre dientes, felicitándose para
sus adentros—. Aquí lo recuperaremos
todo.
—¡Dunrik!
Uthor oyó el grito de Borri desde la
parte delantera del grupo antes del
atronador y retumbante sonido de la
puerta de piedra del Gran Salón
cerrándose de golpe, y se vio privado de
su breve momento de vanagloria.
La entrada situada a su espalda
estaba infestada de skavens, que habían
quedado aislados del resto de la horda,
y llena de zarcillos de gas que se iban
evaporando a su alrededor. Había
varios enanos tirados por el suelo del
Gran Salón escupiendo sangre y mocos.
—¡Media vuelta! —bramó—.
¡Media vuelta, nos están atacando!
***
Azgar estranguló al guerrero skaven con
una mano, justo en lo más reñido del
combate al borde del cuello de botella y
en la sección más ancha del Amplio
Camino Occidental, mientras intentaba
abrir paso a los suyos. Al hombre rata se
le reventaron los ojos debido a la
enorme presión que ejercía el
musculoso del matador y la parte
interna de las gafas se le cubrió de una
pegajosa mancha carmesí. Azgar se
deshizo de la criatura como si fuera un
trapo y liberó la mano para destripar a
otro skaven que se acercaba corriendo
con un brutal golpe ascendente de su
hacha.
El combate estaba cerca; tan cerca
que podía oler el sudor de sus
hermanos a su alrededor, notar el sabor
de la sangre en el aire y oír los cantos
fúnebres. El sonido de la matanza se
convirtió en un macabro coro que
acompañaba al plañidero canto
mientras los hombres rata se veían
empujados hacia las agitadas armas de
la Hermandad Sombría, atrapados en el
cuello de botella.
Los skavens se abalanzaron sobre
ellos a montones procedentes del
Amplio Camino Occidental.
Azgar soltó una maldición cuando
una multitud de feroces ratas se llevó a
rastras a uno de sus hermanos tatuados.
«Ése no era un final adecuado, para un
matador», pensó con amargura,
esperando que su propia muerte fuera
más gloriosa.
Un grito apagado y un chorro de
líquido caliente que salpicó un lado de
la cara de Azgar atrajo su atención: el
olor a cobre le llenó las fosas nasales y
el matador comprendió que se trataba
de sangre. Se volvió y levantó la mirada
mientras un gigantesco ogro se erguía
ante él. La bestia hizo a un lado dos
trozos húmedos de carne con armadura
que antes eran un guerrero enano.
El monstruo tenía unas chapas de
metal, atrasadas por el óxido, fundidas
al cuerpo como si fueran escamas y
llevaba un yelmo parecido a un cono
con una rejilla perforada a la altura del
hocico —«aunque con bisagras para que
no pudiera morder»— y dos agujeros
para los malévolos ojos rojos. El ogro
blandía una cadena con una bola
salpicada de sangre que le habían
atornillado a la muñeca; en la otra tenía
injertada una lanza serrada en lugar de
una mano.
A Azgar le ardía la piel. Se fijó que
en los tatuajes de Grimnir
resplandecían intensamente sobre su
cuerpo y luego en la brillante roca
negraverdosa en el torso del ogro.
La bestia soltó un rugido de desafío
mientras la baba le caía por debajo del
yelmo y saltó hacia delante
balanceando la cadena con la bola.
Azgar sonrió aferrando su hacha
mientras fijaba al enorme mutante en
su punto de mira.
—Vamos —dijo—. Ven aquí.
***
—Abrid la puerta —exigió Uthor—. No
voy a dejar que los masacren.
La mitad del grupo que se
encontraba en el interior del Gran
Salón de Karak Varn había acabado con
los pocos skavens que habían logrado
pasar.
El grupo aguardaba en medio de un
meditabundo silencio, detrás del señor
de clan de Karak Kadrin, escuchando
los sonidos sordos de la batalla,
amortiguados por la gruesa piedra.
—El mecanismo de cierre está
destrozado, no puedo abrirlo —explicó
Rorek, uno de los que había conseguido
pasar, agachado junto a la entrada
mientras se volvía a guardar las
herramientas en el cinto.
—¿No podemos echarla abajo? —
preguntó Uthor con desesperación,
desviando su atención hacia el
buscavetas, Thalgrim.
Todos los mineros Barbahollín
habían llegado al Gran Salón.
—Con varios días… —respondió
Thalgrim, frotándose el mentón—. Tal
vez.
—Tenemos que pasar —rogó Borri
con un tono un tanto agudo e histérico
—. Mi primo está al otro lado. Vi a las
hordas de roedores a través de la nube
de gas… no tenían ninguna posibilidad
de vencer a un grupo tan numeroso.
Debemos llegar hasta ellos.
—¡No podemos! —soltó Uthor, más
furioso consigo mismo que con el
barbilampiño.
Su expresión se suavizó de pronto al
ver el dolor en el rostro de Borri.
—Lo siento, muchacho —añadió,
colocando la mano sobre el hombro del
joven enano y mirándolo a los ojos—.
Sus nombres serán recordados.
No se suponía que debía ser así:
desesperados, divididos… derrotados.
El señor del clan sintió que se le
hundían los hombros a medida que la
carga de su juramento se hacía sentir.
¿Se había equivocado? ¿Tenía razón
Gromrund? ¿Los había conducido a
una misión insensata? Consciente de
que todas las miradas estaban puestas
en él, Uthor encontró fuerzas en su
interior y se enderezó para dirigirse al
grupo.
—Asegurad el Gran Salón, montad
barricadas y apostad guardias en cada
salida —ordenó a los líderes de los
clanes—. Sólo somos cien enanos. Que
vengan a miles. Ellos no son más que
un rancio oleaje que rompe contra
nuestras rocas; cada uno de nosotros es
un eslabón en una cota de malla.
Permaneced juntos, seguid siendo
fuertes y sus armas se desafilarán y se
romperán contra nosotros.
Unas risotadas agudas y estridentes
llenaron la enorme estancia.
Uthor ya había oído antes ese
sonido.
Como si fueran fuegos compactos
en miniatura, cientos de ojos
destellaron en la oscuridad que rodeaba
la sala. No, cientos no… miles.
Uthor se quedó mirando
boquiabierto la magnitud de la horda
de skavens que los cercaba con las
armas oxidadas preparadas en un
inmenso mar de asqueroso y apestoso
pelaje. Sí que se había equivocado, esto
era una insensatez.
—Que Valaya nos proteja —musitó.
***
La roca se astilló cuando la cadena con
la bola se estrelló contra el suelo. Azgar
saltó hacia atrás para evitar su mortífera
trayectoria y luego se agachó
rápidamente cuando el ogro intentó
golpearlo. La lanza hizo saltar chispas al
raspar la pared. La bestia lo atacó de
nuevo con la bola con pinchos.
Azgar partió la cadena en dos con
un golpe de su hacha y, eludiendo la
feroz arremetida, invirtió la dirección
del corte para cortar el brazo del ogro a
la altura del hombro, a pesar de la
armadura. La criatura soltó un aullido
de dolor, que sonó amortiguado y
metálico a través del yelmo en forma de
cono, y se abalanzó contra Azgar con la
lanza mientras la sangre le manaba a
chorros del muñón destrozado. El
matador esquivó el golpe, que se
incrustó en la pared lateral. El
monstruo tiró del arma clavada en la
piedra pero no pudo liberarla.
Azgar observó al ogro con expresión
sombría mientras éste forcejeaba… y le
cortó el otro brazo. La bestia cayó de
espaldas. El matador fue a acabar con él
pero el ogro arremetió con la cola,
derribando a Azgar. El matador chocó
contra el suelo y apenas tuvo tiempo de
orientarse cuando una masa marrón-
óxido se le echó encima. Azgar
reaccionó por instinto, aferrando las
fauces de la bestia, una con cada mano,
librándose por los pelos de que le
arrancara la cara de un mordisco.
Tembló por el esfuerzo, haciendo
uso de todas sus fuerzas mientras
luchaba por mantener alejado al ogro.
La saliva le goteó la cara y el cuello a la
vez que el aliento a carne podrida del
ogro lo envolvía. Buscando en lo más
hondo de sí, hizo acopio de las fuerzas
que le quedaban y rugió mientras tiraba
hacia atrás de las fauces de la criatura,
retorciendo el metal y rompiendo el
hueso. Un aullido de dolor escapó de la
boca rota del ogro. Azgar salió
arrastrándose de debajo de la criatura,
mientras la bestia se sacudía de dolor;
recogió la cadena que tenía atada a la
muñeca y cogió su hacha.
—Cómete esto —dijo y le enterró la
hoja en el diminuto cráneo.
***
La mayor parte de los Manofuego había
muerto, ya fuera asfixiados o
atravesados por las lanzas de los
roedores, aunque el gas ya se había
disipado prácticamente. Dunrik se
arriesgó a inspirar mientras
inspeccionaba brevemente la carnicería.
El ataque de los skavens había
dividido en dos a los enanos que
seguían en el cuello de botella. Todos
los rompehierros estaban muertos. De
la avanzadilla situada en el lado de la
puerta de Dunrik sólo quedaban él,
Hakem y un puñado de guerreros de
los clanes. Si lograban reunirse con las
otras fuerzas, más abajo, en el Amplio
Camino Occidental, quizás pudieran
escapar abriéndose paso a la fuerza.
Dunrik, que tenía el ojo izquierdo
inyectado de sangre por culpa del gas
skaven, dio un involuntario paso atrás
cuando dos ogros aparecieron el
corredor. Demolieron el débil muro de
escudos con facilidad y una de las
bestias le arrancó la cabeza a un enano
de un mordisco mientras huía. Toda
idea de escapar desapareció de la mente
de Dunrik. Sintió la puerta de piedra a
su espalda, la proximidad de las paredes
a cada lado, la tensión de Hakem
mientras levantaba el escudo. No habría
escapatoria.
***
Halgar respiró con los dientes apretados
aprovechando al máximo una breve
tregua en la furiosa refriega que se
desarrollaba a su alrededor. Había visto
cómo sellaban la puerta de piedra,
atrapándolos con sus enemigos, y se
alegró. Al menos caería luchando. Al
barbalarga le ardían los brazos y los
hombros, el peso del hacha era como
un árbol caído en sus manos nudosas.
La sangre —tanto de roedor como de
dawi— le salpicaba la ropa, la armadura
y la piel. La visión se le volvía borrosa
por momentos al ritmo de un
persistente martilleo que sentía en el
cráneo; Halgar se lo atribuía a un golpe
en el yelmo que le había asestado un
guerrero skaver. Más tarde tendría que
quitar la abolladura.
El barbalarga recorrió despacio la
carnicería, dejando atrás a sus
hermanos en combate, mientras
intentaba llegar hasta Drimbold. Puesto
que había estado cerca de la parte
posterior del grupo, el enano gris nunca
habría llegado al Gran Salón, aunque lo
hubiera intentado. En cambio, había
luchado. Drimbold se convertía a veces
en una forma borrosa cuando la visión
de Halgar empeoraba, pero sabía que se
trataba de él: podía olerlo. Ralkan
estaba detrás del enano gris, aferrando
un martillo como si su vida dependiera
de ello. Así era.
Un skaven encapuchado se
abalanzó contra el barbalarga saliendo
de la penumbra. Halgar esquivó el
ataque derribándolo con un golpe en
los tobillos con el mango del hacha y
luego hundió la hoja en la espalda del
hombre rata para rematarlo. Empujó
con el hombro a un segundo roedor en
la tripa usando su armadura como si
fuera un ariete y se vio recompensado
con un crujido de huesos. Un codazo le
abrió el cráneo al skaven y su sangre y
su masa encefálica se derramaron.
Derribó a un tercero con una fuerte
patada en las espinillas y luego lo
decapitó con el borde del escudo para
llegar al lado de Drimbold.
—¡Mantente firme! —bramó a la
vez que asestaba un feroz golpe en
diagonal contra un skaven que se
acercaba corriendo.
Los acosaron más hombres rata, la
horda parecía interminable. Incluso
Azgar y sus matadores se estaban
viendo empujados lentamente hacia
ellos.
—Lucha hasta que no te quede
aliento…
Una enorme bola de incandescentes
llamas verdes se encendió en el
corredor, quemando las sombras de las
paredes e iluminando el conflicto como
si fuera una truculenta animación. Los
enanos cayeron gritando ante la terrible
conflagración: tela, metal y pelo se
fundieron bajo ella.
—¡Allí! —gritó Drimbold mientras
desviaba una daga oxidada con su
hacha.
Señaló hacia dos skavens con
capuchas que arrastraban algún tipo de
arma infernal entre los dos. Uno llevaba
un cañón provisto de tubos retorcidos y
una cadena fijada a la gruesa boquilla
de cobre. El otro cargaba un gran barril
de madera con chapas atornilladas con
el que alimentaba al cañón y mantenía
la espalda doblada debido al peso del
líquido que había guardado dentro.
Un pequeño grupo de enanos del
clan Rompepiedras cargó hacia el
mortífero artefacto aullando gritos de
guerra.
El artillero skaven chilló con
regocijo mientras tiraba de la cadena,
abriendo la boquilla. Los Rompepiedras
acabaron inmolados en un abrasador
infierno, sus restos carbonizados
siguieron humeando mucho después de
que las llamas se hubieran apagado.
Halgar parpadeó para borrar la
imagen de la abrasadora destrucción
que había ocasionado el cañón skaven.
—Debemos destruirlo —gruñó
mientras la boquilla giraba hacia ellos.
El barbalarga lanzó un hacha hacia
el arma pero falló, la hoja golpeó la
pared con un ruido sordo y sin causar
daño antes de repiquetear contra el
suelo. Halgar se quedó mirando las
fauces abiertas del cañón, un círculo
borroso de infinita negrura, y cerró los
ojos.
El calor abrasador y la llamarada no
llegaron. Los gritos de los skavens
llenaron sus oídos y al abrir los ojos
Halgar vio que el portacombustible de
la espalda combada le daba golpes al
barril que llevaba. El recipiente tenía un
hacha de mano clavada a un lado y una
volátil mezcla química se derramaba
profusamente. Trozos del pelaje del
hombre rata ardieron y echaron humo
donde el líquido los tocó. El hedor a
carne de skaven quemada llenó el aire.
El artillero parecía ajeno a las
protestas de su compañero y tiraba de la
cuerda de disparo con desenfreno.
Halgar, Drimbold y todos los
enanos que se encontraban cerca del
cañón salieron despedidos hacia atrás
cuando una explosión sacudió el túnel,
dejando una marca ennegrecida en el
suelo repleto de cadáveres de skaven.
***
Una repentina y potente onda derribó a
Dunrik. Se puso en pie aturdido y
ayudó a levantarse a Hakem y a los
pocos Manofuego que aún seguían
vivos.
Había partes de cuerpos
desparramadas por el túnel en trozos
humeantes y quemados por el fuego.
Los ogros habían muerto, envueltos en
la aterradora explosión. Además, el
camino hacia Halgar y los otros estaba
despejado. Tendrían que recorrer la
corta distancia por el túnel
rápidamente. Los skavens ya se estaban
recuperando y reagrupando para volver
a atacar.
***
—¡Agrupaos! —gritó Uthor en el Gran
Salón mientras su grupo formaba en
disciplinadas filas a su alrededor,
creando un cuadrado con los escudos.
Las masas de skavens salieron de las
sombras abandonando sus escondites y
formando un fétido enjambre. Se
abalanzaron sobre los enanos y varios
guerreros cayeron.
Uthor esquivó una lluvia de
proyectiles antes de derribar a un
escuálido hombre rata con su hacha
rúnica. Muchos más se lanzaron en
avalancha sobre ellos, casi arrojándose
de modo suicida contra las hachas y las
cabezas de los martillos de los enanos.
Uthor parpadeó para limpiarse un
chorro de repugnante sangre de skaven
que le salpicó la cara y el yelmo, y vio
que esas diminutas raras no eran más
que carne de cañón a la que los crueles
látigos de sus señores arrojaban a la
refriega. Los skavens intentaban
cansarlos, agotarlos hasta que la
extenuación se apoderara de ellos y
luego darles muerte. La idea enfureció
a Uthor, que redobló sus esfuerzos.
—No les deis cuartel —bramó
mientras se volvía a derecha e izquierda
para alentar a sus guerreros—. ¡No
temáis, somos los hijos de Grungni!
Uthor le hizo una seña a Borri, que
luchaba junto a sus hermanos con el
vigor que proporciona la rabia. Otra
lluvia de piedras afiladas y siniestros
cuchillos llenó el aire. Uthor levantó el
escudo para rechazar los proyectiles.
Cuando volvió a mirar, ya no pudo ver
a Borri.
***
Dunrik y Hakem permanecían hombro
con hombro con Halgar y los otros en el
cuello de botella. Azgar y lo que
quedaba de la Hermandad Sombría
retrocedieron para unirse a ellos tras
haber abandonado sus intentos de
abrirse paso entre las innumerables
hordas de roedores; las fuerzas enanas
atrapadas se reunieron por fin aunque
se estaban viendo apretujadas en un
círculo cada vez más pequeño.
Ralkan se encontraba en el centro
del mismo, con varios cuerpos de
enanos entre él y una muerte atroz a
manos de los skavens. El custodio del
saber había abandonado su martillo —
que ahora blandía Drimbold— y
palpaba con desesperación la pared de
roca situada a espaldas de los enanos
mientras mascullaba febrilmente.
Dunrik observó al custodio del
saber con incredulidad y le hizo una
seña a Halgar.
—Su mente ha cedido por fin a la
desesperación y el terror —dijo el
barbalarga, a la vez que derribaba a un
skaven con el hacha antes de romperle
la nariz a otro con el puño.
Por muchos que mataran los
enanos, las filas de los roedores no
menguaban ni sus energías mostraban
indicios de disminuir.
—Sin salida —gruñó Azgar,
cortando a un hombre rata por la mitad
— y con una horda interminable que
matar —añadió con bastante
entusiasmo—. Es una buena muerte.
Halgar asintió con la cabeza
mientras aporreaba a un roedor
encapuchado con el mango del hacha.
—«Mi sitio está preparado —entonó
el barbalarga, su voz se fue elevando
por encima del estruendo de la batalla
para que todos sus hermanos pudieran
oírla—. La mesa de mis antepasados me
aguarda. Sobre la roca están expuestas
mis hazañas».
—«Oh, veo la hilera de los reyes» —
continuó Dunrik, tomando parte en el
sombrío canto fúnebre.
—«Oh, veo a Grungni y a Valaya»
—añadió Hakem, repitiendo las
palabras que le habían enseñado
cuando no era más que un
barbilampiño.
—«Tiembla, montaña» —el timbre
inconfundible de Azgar le daba más
peso al recitado.
—«Ruge, corazón» —dijo Drimbold,
el último de todos. Por lo menos
moriría con los suyos, con un martillo
en la mano.
—«Por el hogar y el clan, por los
juramentos y el honor, por la furia y la
destrucción: ¡concededle fuego a mi voz
y acero a mi brazo para que pueda ser
recordado!» —La voz de Halgar
predominaba mientras todo el grupo de
enanos recitaba con regocijo a la vez.
Ralkan fue el único que no cantó.
En cambio, sus dedos encontraron las
ligeras variaciones en la pared de roca
que había estado buscando. Mientras
las manipulaba con cuidado, una fina
línea subió rápidamente por toda la
pared, cruzó el techo y volvió a bajar,
levantando polvo a su paso. Una hilito
de luz escapó a través de ella brillando
débilmente: era una puerta secreta,
creada en la antigüedad, y Ralkan la
había encontrado.
***
Gromrund aplastó el cráneo de otro
roedor con su gran martillo, pero se
estaba cansando. Una patada en la
entrepierna y un golpe en la cabeza
mientras éste se doblaba en dos
acabaron con otro roedor, pero las
peludas abominaciones abarrotaban el
Gran Salón. Él había sido uno de los
últimos en cruzar, sin contar a aquellos
desdichados que habían muerto
envenenados por el gas o apuñalados
por la espalda por las cobardes ratas.
El corazón del martillador rebosaba
de amargura mientras luchaba. El plan
de Uthor había fracasado, y había
fracasado catastróficamente. No tenía ni
idea de cómo los skavens les habían
seguido el rastro hasta ese lugar en un
feudo tan grande como Karak Varn. Su
único consuelo era que al menos
moriría con honor.
A través de la vista reducida de su
yelmo de guerra, Gromrund vio que un
violento golpe se dirigía hacia él. Utilizó
el arma de manera defensiva y frenó el
ataque con el mango de su gran
martillo. Un enorme guerrero skaven se
enfrentó a él vestido con grueso cuero
curado con incrustaciones de pinchos.
La criatura tenía un pelaje del color del
carbón y blandía una alabarda de
aspecto brutal con una hoja oscura y
húmeda.
El hombre rata siguió presionando,
raspando el arma contra el mango de
madera del martillo de Gromrund
mientras una segunda hoja se
abalanzaba hacia él. Enzarzado con el
primer guerrero skaven, el martillador
no pudo defenderse. Hizo todo lo que
pudo; se retorció repentinamente y la
segunda hoja le rozó la armadura,
arrancando eslabones de malla y
desperdigándolos como monedas de
plata. Gromrund se tambaleó, pero
logró empujar hacia atrás al primer
skaven. Vio una mancha gris borrosa
por el rabillo del ojo y sintió un golpe
enorme en la cabeza; el yelmo de
guerra lo dejó sordo mientras resonaba
con fuerza en sus oídos. Todo empezó a
darle vueltas y Gromrund se desplomó
sobre una rodilla, casi dejando caer el
gran martillo. Notó un olor a sangre.
Con ojos empañados vio al enorme
skaven reírse con socarronería mientras
levantaba su alabarda para asestar el
golpe mortal.
—Lo siento, padre —susurró y
levantó su martillo débilmente.
El skaven cayó con varias flechas de
plumas negras clavadas en el cuerpo. El
otro se volvió chillándole con malicia a
alguna amenaza oculta.
Gromrund se puso en pie y
descubrió que muchísimos hombres
rata se habían dado media vuelta
rápidamente hacia la fuente del ataque.
Volvió a mirar el cadáver del skaven
durante una momentánea tregua en la
lucha mientras las reglas de combate al
parecer volvían a establecerse: lo habían
derribado fechas de grobis.
Unos salvajes gritos de guerra
hendieron el aire y Gromrund
contempló boquiabierto cómo hordas
de pieles verdes salían en tropel de
túneles ocultos y pasadizos secretos.
Goblins vestidos de negro, con
capuchas y arcos cortos, dispararon
flechas contra las apretadas filas de los
roedores y enormes y brutales orcos
hicieron a un lado a una fina hilera de
carnaza esclava aplastándolos bajo botas
con tachuelas y cuchillos mientras los
atiborrarse, machacar y mutilar.
En los lugares en los que los skavens
corrieron al encuentro de la horda piel
verde sus filas se vieron mermadas y se
presentó una vía de escape. En medio
del tumulto en el que enanos, skavens y
pieles verdes luchaban, Gromrund
atrajo la atención de Uthor. El señor del
clan también había visto la ruta:
conducía a una puerta de roble lo
bastante sólida para contener a un
ejército si la apuntalaban bien, pero no
tan enorme que no se pudiera abrir y
defender rápidamente.
—¡Hacia la puerta! —le oyó gritar
Gromrund a Uthor, con la esperanza de
que sus enemigos estuvieran demasiado
distraídos para impedírselo.
—¡Vamos, ya! —Gromrund sumó
su voz a la orden del señor del clan.
Manteniéndose juntos, los enanos
se movieron lo más rápido que se
atrevieron hacia la puerta de roble. El
camino iba menguando cada vez más a
medida que los roedores comenzaban a
llenar las brechas, tratando de
enfrentarse a ellos y a los pieles verdes a
la vez.
El grupo adquirió velocidad, adoptó
una formación de punta de lanza y
hundió una gruesa cuña en las filas de
los skavens, desperdigándolos mientras
cargaban de cabeza a través del
agolpamiento de cuerpos y la
intermitente lluvia de flechas.
—Son los grobis del barranco —le
dijo Gromrund a Uthor a gritos por
encima del estruendo mientras los dos
enanos corrían hombro con hombro.
»Reconozco al cacique urk —
añadió, vislumbrando fragmentos del
frenético combate.
—Lokki se enfrentó a él al borde del
Agua Negra —apuntó Urhor, a la vez
que mataba a un guerrero skaven que
se interponía en su camino antes
apartar a otro con el escudo.
—Nos siguieron hasta aquí —gruñó
el martillador, destrozándole la
columna a un hombre rata y
aporreándole la cadera a otro con un
feroz golpe lateral.
Todo lo demás tendría que esperar.
La puerta se alzaba ante ellos.
El grupo se reunió en un
semicírculo alrededor de la puerta,
situada a sus espaldas. Aunque se
enfrentaban a dos enemigos a la vez, los
roedores se lanzaron contra ellos; pero
la línea aguantó y repelieron a los
skavens con escudos, martillos y hachas.
A medida que la batalla se volvía
cada vez más encarnizada, los goblins y
los orcos lograron abrirse paso hasta el
cordón protector de los enanos. A ellos
también los rechazaron con el mismo
violento fervor.
***
Rorek trabajaba desesperadamente en
la cerradura de la puerta mientras se
limpiaba de la frente el sudor
provocado por los nervios. Sus esfuerzos
se vieron recompensados con un
chasquido sordo y, con ayuda, abrió la
puerta. El reducido grupo, apenas la
mitad de los que habían logrado llegar
al Gran Salón, cruzó rápidamente
aunque manteniendo el orden. Una
delgada hilera de portaescudos cubrió
desesperadamente la retaguardia,
permitiendo que la mayor parte de los
enanos pasara sin problemas.
—¡Al suelo! —exclamó Rorek, y la
retaguardia se tiró al suelo con los
escudos levantados mientras una
multitud de ballesteros disparaba una
lluvia de proyectiles contra los skavens
que hostigaban a sus hermanos.
Rorek sumó su descarga y una
veintena de hombres rata cayeron. El
breve respiro permitió que los
portaescudos cruzaran corriendo la
entrada y los guerreros apostados a
cada lado de la misma cerraron la
puerta de golpe.
Thalgrim y dos de los Barbahollín la
arrancaron con una pesada barra antes
de que comenzara el martilleo del otro
lado, los skavens intentaban echarla
abajo. Después, Thalgrim sacó varios
clavos gruesos de metal de una bolsa
que llevaba al cinto y los apretó contra
la base de la puerta. Rorek hizo lo
mismo y, convencidos de que el camino
de regreso estaba asegurado, al menos
por un tiempo, los enanos huyeron.
***
—¡Ayudadme a empujar! —dijo el
custodio del saber, gruñendo mientras
se lanzaba contra la pared.
Unos cuantos enanos se volvieron y,
al ver el rectángulo de luz, sumaron su
propio peso.
La puerta secreta se abrió. Ralkan
entró corriendo y abrió mucho los ojos
al ver la meseta de piedra bañada por el
resplandor blanco que llegaba de lo
alto. La luz del mundo exterior brillaba
a través de un largo embudo natural en
la montaña, transformándose en un
aura borrosa al chocar con la piedra.
—El Asta de Diamante —musitó el
custodio del saber, sobrecogido.
La meseta conducía a unos
escalones descendentes y después a otra
meseta. Desde allí, el hueco de una
escalera enormemente larga se hundía
en la oscuridad. A cada lado de la
magnífica construcción de piedra se
extendía una caída vertical, tan
profunda y negra que podría no haber
tenido fondo.
Tras dominar su asombro, Ralkan
recorrió a toda velocidad la primera
meseta y estaba bajando los escalones
rumbo a la segunda y mucho más
grande extensión de roca cuando los
skavens cruzaron en avalancha la
puerta secreta.
La mayor parte del grupo de enanos
había seguido al custodio del saber
mientras los matadores y unos cuantos
guerreros de los clanes montaban una
feroz retaguardia. La palpitante ola de
roedores se estrelló contra la roca de los
guerreros enanos y varias de las viles
criaturas fueron arrojadas por el borde
de la corta escalera y cayeron gritando
al encuentro de su muerte en el vacío
que aguardaba abajo. No obstante, a
medida que el número de skavens
aumentaba, los enanos se vieron
obligados a retroceder y fueron
arrollados lentamente. El combate llegó
a un punto muerto en la segunda
meseta: los hombres rata, a pesar de su
superioridad numérica, no podían
aplastar a los hijos de Grungni, y los
enanos se negaban a ceder más terreno.
Los cuerpos, tanto de skavens como de
enanos, caían como si fueran una densa
lluvia hacia el hambriento abismo que
los rodeaba; la meseta de piedra, pese a
su imponente tamaño, era insuficiente
para contenerlos a todos. Los roedores
abarrotaban la escalera, tan apiñados
que los que se encontraban en el centro
eran aplastados y se asfixiaban mientras
que a los que estaban en los lados caían
por el borde hacia el olvido.
La luz de las runas iluminaba el
rostro de Hakem mientras asestaba
golpes sin cesar con el martillo
Honakinn, el arma que era su derecho
de nacimiento y una imponente reliquia
del arte de la antigüedad. Mientras lo
balanceaba, el señor de clan entonaba
el canto fúnebre de batalla de sus
antepasados: la «Almenara eternamente
encendida». Aporreaba a sus enemigos
gloriosamente, marcando cada estrofa
con un martillazo.
Una repentina oleada de skavens se
lanzó hacia él y sus hermanos. Hakem
utilizó su escudo para aplastar el hocico
de un hombre rata y tiró a otro por el
borde con una patada en el estómago.
El enano aplastó a un tercero con el
martillo y el cuello se le dobló hacia
atrás con un audible chasquido. Hakem
levantó su arma rúnica para acabar con
un cuarto pero descubrió que no se
podía mover. Los hombres rata
siguieron avanzando como una marea
renaciente. Dos guerreros enanos
cayeron al encuentro de su muerte en
medio de la carga. El señor del clan
mercante se tambaleó mientras sus
botas raspaban la piedra bajo sus pies y
sintió la resistencia en el brazo del
escudo mientras se lo apretaban contra
el costado. En medio de la vorágine de
pelaje, carne y acero un hombre rata
enseñó sus mugrientos colmillos para
morderlo. Hakem le dio un golpe y el
hocico de la criatura cedió antes de que
el skaven cayera entre la multitud. El
enano liberó su martillo con un
bramido.
—Sentid la ira del Martillo…
Un destello de acero empañado
apareció en la penumbra.
Hakem sintió que un dolor
abrasador le subía por el brazo y que
una densa masa le palpitaba en la
muñeca. Ya no podía notar el peso de
su martillo rúnico. El temor, tan intenso
y palpable que casi le provoca arcadas,
se apoderó del enano. En ese breve
momento de incertidumbre, pensó en
la vergüenza que le causaría a su familia
y a su clan si había soltado y perdido el
martillo Honakinn.
Cuando Hakem vio el muñón
ensangrentado que tenía en la muñeca,
donde le habían cortado la mano, soltó
un alarido.
***
Dunrik se abrió paso a empujones entre
la muchedumbre de roedores asestando
hachazos a su paso. El grito de angustia
de Hakem aún le resonaba en los oídos
mientras esquivaba un golpe dirigido al
cuello y un guerrero skaven
encapuchado mataba a uno de sus
hermanos que se encontraba detrás del
enano en lugar de a él. Con un
gruñido, Dunrik hundió el pincho de
su hacha en el mentón de la anonadada
criatura. Apartó el cadáver de una
patada y esbozó un ocho irregular con
el arma, dividiendo un grupo de
skavens que se habían abalanzado sobre
él. Otro se lanzó sobre la refriega
aullando como un loco, echando
espuma por el hocico y con las dagas
preparadas para atacar. Dunrik lo
atrapó en pleno vuelo con el escudo,
con las piernas bien afirmadas para
recibir el repentino impacto, y,
utilizando el impulso del skaven, tiró a
la agresiva criatura de la meseta hacia la
oscuridad que aguardaba. Llegó junto a
Hakem e interceptó un golpe de
alabarda dirigido a la cabeza del enano
mercante. Dunrik atrapó el arma contra
el suelo con su hacha y luego le dio un
pisotón al mango, haciéndolo añicos.
Un golpe ascendente con el borde del
escudo le arrancó la mandíbula al
skaven, que cayó desplomado.
Hakem se aferraba el muñón
sangrante de la muñeca, con el escudo
colgando sin fuerzas del brazo mediante
las correas de cuero, mientras rebuscaba
por el suelo en busca de su mano
amputada y su martillo.
—¡Ponte en pie, idiota! —gruñó
Dunrik, a la vez que rechazaba a otro
skaven encapuchado.
Por suerte, parecía que se habían
quedado sin globos envenenados.
—Tengo que recuperarlo —gimió el
señor del clan mercante, andando a
gatas y haciendo caso omiso de la
mortífera batalla que lo rodeaba.
Hakem abrió mucho los ojos de
pronto. Dunrik siguió su mirada y vio
una mano de enano adornada con
anillos enjoyados y que todavía aferraba
un martillo rúnico.
Un temblor recorrió la meseta, se
sintió incluso a pesar del estruendo de
los pies. Después se oyó un ruido sordo
y grave, como un trueno, y una
algarabía de piedras partiéndose se
tragó el estrépito de la batalla como si
no fuera más que un susurro. Los gritos
aterrorizados de los enanos y las ratas
llenaron el aire mientras la corta
escalera se desplomaba, sobrecargada
por el peso de los cuerpos con
armadura y por los esfuerzos del
combate.
El imprevisto temblor sacudió la
mano amputada de Hakem. La
extremidad y el martillo cayeron por el
borde y se hundieron en el vacío.
Los gritos angustiados del señor del
clan mercante se fundieron con los
débiles alaridos de muerte de los que se
encontraban en la escalera corta, y salió
corriendo con la intención de saltar por
el borde, detrás de la antigua arma.
—¡No! —bramó Dunrik, apartando
a un skaven de un golpe mientras
estiraba la mano y agarraba el cinturón
de Hakem—. Alto —gritó, pero Hakem
ya se había puesto en marcha y el
impulso del otro enano arrastró a
Dunrik con él.
El enano del Pico Eterno resbaló.
Hakem tenía medio cuerpo fuera del
borde de la meseta y contemplaba la
garganta del abismo cuando por fin le
puso freno al vuelo del mercader y lo
hizo retroceder.
—Idiota —dijo Dunrik, mientras se
inclinaba para ayudar a Hakem a
levantarse—. Ninguna reliquia vale una
muerte sin honor… —El enano se
detuvo al sentir que una punta de lanza
le perforaba la espalda.
Dunrik gruñó de rabia y estaba a
punto de volverse cuando otra le partió
los eslabones de la armadura y se le
hundió en el costado. Se volvió para
enfrentarse a sus atacantes; las astas
partidas de las lanzas que todavía tenía
clavadas eran como gélidas cuchillas de
dolor. Dunrik levantó el hacha,
demasiado despacio, a la vez que una
tercera lanza le atravesaba el pecho
expuesto. El brazo del escudo se le
aflojó, un golpe con una maza le había
destrozado la hombrera y le había
majado el hueso. Los semblantes de
cuatro guerreros skavens que gruñían,
pues se habían despojado de sus
capuchas, lo observaban.
Dunrik intentó soltar un bramido
de desafío y preparar el hacha para un
último golpe, cuando una de las
alimañas se lanzó hacia delante y le
clavó una daga oxidada en el cuello.
—Emelda… —barbotó el enano y
exhaló su último suspiro.
***
Hakem observó horrorizado cómo
moría Dunrik con las astas de lanza
partidas aún sobresaliéndole del
cuerpo. El señor del clan mercante
estaba aturdido y débil debido a la
pérdida de sangre. Seguía aferrándose
la muñeca cuando el enano del Pico
Eterna con armadura completa le cayó
encima, aplastándolo contra el suelo.
Hakem se dio en la cabeza con la piedra
y perdió el conocimiento.
***
—¡Aquí! —exclamó una voz—. Rápido,
está vivo.
Drimbold tiró del cuerpo de Dunrik
que aplastaba al señor del clan
mercante. Azgar llegó para ayudar y los
dos quitaron al enano del Pico Eterno
de encima a Hakem.
—Ha perdido mucha sangre —
comentó Ralkan.
Azgar levantó el brazo de Hakem
con cuidado.
—Ha perdido mucho más que eso
—dijo, mostrándoles el muñón.
—Coge esto —ofreció Halgar.
Todos los enanos se habían
agrupado alrededor del mercader
herido. El barbalarga sostenía una
antorcha encendida.
Azgar la cogió y apagó las llamas
contra la piedra, dejando que las ascuas
ardieran irradiando calor.
—Prepárate —le advirtió a Hakem,
que tenía los ojos nublados y aún no
estaba del todo consciente.
El señor del clan mercante soltó un
alarido de dolor cuando el matador le
apretó la antorcha al rojo vivo contra la
herida, cauterizándola. Intentó
retorcerse pero Halgar lo sujetó.
—Tranquilo, muchacho, tranquilo
—dijo, mientras esperaba a que los
nerviosos arrebatos de dolor pasaran.
Ralkan se acercó con varias tiras de
tela y comenzó a vendar el muñón
ensangrentado.
—¿Puedes caminar? —preguntó
Azgar cuando el custodio del saber
hubo terminado.
Hakem se puso en pie
tambaleándose y, mirando al matador a
los ojos, asintió despacio con la cabeza.
Miró a su alrededor, recuperando la
orientación junto con los recuerdos.
Había un agujero enorme, de unos
doce metros de ancho, desde la primera
meseta hasta esta en la que él se
encontraba ahora con el resto de sus
hermanos. Sólo podía suponer que ésa
era la razón de que quedase algún
matador: no habían podido perseguir a
sus enemigos a través de semejante
sima.
Había cuerpos desparramados por la
amplia extensión de piedra; apenas
quedaban cincuenta enanos del
centenar aproximadamente que debía
haber atravesado el túnel. Algunos de
los que quedaban estaban arrojando
cadáveres de roedores hacia la enorme
caída que se extendía a cada lado.
Hakem se fijó en último lugar en el
cadáver lívido de Dunrik. Estaba
tendido de espaldas. Habían intentado
limpiarle parte de la sangre de la
armadura y la cara. Alguien le había
colocado las manos sobre el pecho
como si reposara tranquilamente; las
puntas de lanza que aún tenía alojadas
en el cuerpo ayudaban a destruir la
ilusión. Los otros enanos muertos
también estaban tendidos en el suelo,
aunque con las capas cubriéndoles el
rostro, las manos preparadas para
aferrar sus martillos y hachas, y los
escudos apoyados contra el costado.
Parecían muy pocos, teniendo en
cuenta los que habían sobrevivido, pero
Hakem sospechaba que muchos dawis
habían caído hacia la oscuridad junto
con los skavens.
—Hemos ganado —dijo Azgar con
amargura, taladrando al señor del clan
mercante con la mirada.
Hakem pensó en Dunrik
enfriándose sobre la losa de piedra, en
los dawis que habían caído al encuentro
de su muerte y en el martillo Honakinn
que había compartido su destino en el
abismo.
—¿De verdad? —preguntó.
***
Abajo, más allá incluso de las barreras
de la curiosidad de los enanos, algo se
agitó. Un antiguo recuerdo, oscuro y
borroso al principio, inundó su mente
mientras despertaba de un largo sueño.
El olor a sangre y acero le llenó las
agitadas fosas nasales y sintió la piedra
de su majestuosa caverna a través de las
garras. El suelo tembló cuando se
sacudió el polvo de eras del imponente
cuerpo.
Se habían olvidado de él. Durante
todos estos largos años pensaron que
había perecido. Pero algo había
cambiado, podía sentirlo. La montaña
se había… movido. Su vista se fue
definiendo lentamente y se fijó en los
cuerpos diminutos de unos seres
inferiores que habían caído en sus
dominios. Se acercó a los cadáveres
destrozados y, en cuanto llegó hasta
ellos, empezó a comer.
NUEVE
***
Rorek le dio un golpecito al trozo de
roca con un pequeño pico. La pared de
la galería junto a la que estaba
agachado, a algo más de un metro de
distancia de donde se congregaba el
resto del grupo de Uthor, estaba fría y
húmeda al tacto, así que trabajaba con
cuidado y concienzuda precisión.
El ingeniero se había fijado en la
rúbrica túnica cuando los enanos se
habían detenido, en parte por la
creencia de que no los seguían roedores
ni pieles verdes y en parte por puro
agotamiento. Rorek hizo caso omiso del
resto de sus hermanos y, cuando su
curiosidad no se sació examinando
simplemente las runas, que estaban
parcialmente ocultas por vetas
calcificadas de sedimento, comenzó a
excavar. Había un mensaje debajo,
estaba seguro de eso: quizás les
proporcionaría alguna pista acerca de
dónde estaban o les ofrecería una
salida. Mientras desenterraba un trozo
de roca particularmente recalcitrante,
escudriñando las marcas que podía
distinguir debajo a la luz de una vela, el
ingeniero reparó en una sombra que se
erguía sobre él.
—¿Qué estás haciendo, hermano?
—preguntó Thalgrim.
Era evidente que el buscavetas era
tan curioso como el ingeniero.
—Hay rhuns debajo —contestó
Rorek y volvió a concentrarse en su
trabajo—. Podrían indicar dónde
estamos.
Thalgrim observó cómo Rorek
desportillaba inútilmente el trozo de
roca que ocultaba la escritura túnica de
debajo.
—Hazte a un lado —indicó el
buscavetas, levantando su piqueta y
girándola en las manos para blandir el
extremo puntiagudo.
Rorek hizo una pausa en su labor,
enfadado por la interrupción. Miró
atrás y se lanzó a un lado justo a
tiempo: el pico de Thalgrim golpeó la
pared con fuerza y la roca calcificada se
desmoronó bajo el impacto.
Rorek se sintió mortificado al
principio, tirado de culo mientras
contemplaba al impulsivo buscavetas.
Cuando vio la roca rota y el símbolo
intacto que ocultaba antes, sonrió.
—Buen golpe —lo felicitó el
ingeniero mientras se ponía en pie y
daba una palmada en la espalda a
Thalgrim.
—Así es —respondió el buscavetas
con orgullo—. No quiero ofender —
continuó—, pero aunque los ingenieros
de Zhufbar crean auténticas maravillas
del ingenio son los mineros de la karak
los que conocen mejor los caprichos de
la roca y la piedra.
Rorek asintió con aire solemne ante
esa afirmación. Siempre había habido
un fuerte acuerdo entre el gremio de
los ingenieros y los mineros.
Henchido de orgullo, Thalgrim fue
a sacar el pico de donde se había
enterrado en la pared, pero no se
movía.
—Parece que está atascado —
murmuró entre dientes a la vez que le
daba un tirón al mango—. Suéltalo —
dijo el buscavetas, Rorek no estaba
seguro de si estaba hablando con él o
con la pared de roca, mientras lo
intentaba de nuevo. Siguió sin ceder.
El ingeniero fue a ayudar y, tras
asegurarse de que tenían el mango bien
agarrado, los dos tiraron. Se oyó un
crujido de roca cuando el extremo del
pico de Thalgrim se soltó, haciendo que
los dos enanos cayeran al suelo. Otro
sonido llegó justo después, el ruido
desgarrador de la piedra al partirse
mientras una larga grieta subía de
manera irregular por la pared y un
hilillo de agua turbia salía del agujero
que había abierto la piqueta del
buscavetas.
—Por el contorno de Grungni… —
masculló Rorek mientras el hilillo se
convertía en un chorro.
—Que siempre sea amplio y
redondo —añadió Thalgrim,
observando el charco que crecía a sus
pies.
—Levántate —dijo Rorek, y un
grueso trozo de piedra se desprendió y
el agua salió a borbotones tras él.
***
Unas largas trenzas doradas cayeron en
cascada cuando Borri se quitó el yelmo
y unos penetrantes ojos azul celeste
contemplaron a Uthor a ambos lados de
una nariz redonda y regordeta.
Exclamaciones y murmullos de
asombro recibieron a la enana que
tenían delante.
Uthor estaba horrorizado.
—¡Una rinn! —exclamó uno de los
enanos Barbahollín, y se desmayó de
inmediato.
Gromrund apartó la mano del
hombro de Borri y la dejó colgar al
costado.
—¡Por la Dama Barbuda! —oyó que
decía otro enano entrecortadamente.
Algunos enanos empezaron a
alisarse las túnicas cubiertas de sangre y
mugre, y se sonrojaron intensamente
mientras procedían a atusarse las
barbas.
—No he sido del todo sincera… —
comenzó Borri con timbre regio y
enderezándose con actitud desafiante
—. Soy Emelda Skorrisdottir…
Se abrió la cota de malla de la
armadura, dejando ver un cinturón
dorado de tan maravillosa factura e
intemporal belleza que algunos de los
mineros Barbahollín lloraron. Había
runas de protección grabadas en el
magnífico cinto que rodeaba la cintura
de Emelda, pero una en particular
llamó la atención de Uthor: la runa del
Gran Rey Skorri Morgrimson.
—Hija de clan de la casa real de
Karaz-a-Karak.
—Rinn Tromm —dijo Gromrund
mientras hacía una profunda reverencia
apoyándose en una rodilla.
Aún boquiabierto, Uthor hizo lo
mismo y luego los otros siguieron su
ejemplo.
—¡Levantaos! —gritó Rorek, que
corría hacia ellos con Thalgrim
siguiéndolo de cerca.
Uthor se volvió bruscamente hacia
el ingeniero, indignado ante la
interrupción. La furia del señor del clan
desapareció al caer en la cuenta de que
tenía la rodilla mojada. Cuando vio el
torrente de agua que salía a raudales de
la pared, a lo lejos, hizo lo que Rorek
pedía.
La pared de la galería se vino abajo
mientras se ponían en pie.
—¡Corred! —ordenó Uthor,
espoleando a los enanos para que
bajaran por la larga galería.
Los últimos integrantes de su grupo
estaban cruzando a toda prisa cuando la
ola espumosa los golpeó, estrellando a
los enanos rezagados como si fuera
muñecos contra la pared de enfrente.
Aquellos que no murieron aplastados,
se ahogaron poco después. Un hiriente
rocío, repleto de arenilla y fragmentos
de piedra, golpeó a Uthor. El enano
retrocedió debido al impacto y corrió
con decisión, lanzando una rápida
mirada a su espalda mientras huía,
hacia una gran puerta de metal situada
al final de la galería.
Cuando la enorme ola se estrelló
contra la pared del otro lado de la
galería, demolió columnas y arcos de
entrada con su furia. Durante unos
cuantos segundos, se hinchó en el
reducido espacio, como si se tratara de
las entrañas de una bestia primigenia,
hasta que encontró una salida y se
lanzó detrás de los enanos con creciente
velocidad.
***
—Sí que es larga —comentó Azgar, de
pie en una meseta baja y apoyándose en
el hacha mientras miraba la escalera
que descendía en la oscuridad.
—«El Camino Interminable» —
explicó Ralkan, que gozaba de uno de
sus momentos más lúcidos—, con
numerosos giros sinuosos que llevan a
las plantas inferiores. El cantero que la
construyó, Thogri Puñogranito, le puso
ese nombre. Que sea recordado.
Azgar inclinó la cabeza en un breve
momento de solemne recuerdo.
Aquellos que habían sobrevivido a
los combates en el túnel habían
acampado unas cuantas mesetas más
abajo del lugar de la batalla, demasiado
cansados y apesadumbrados para seguir
adelante. Después de deshacerse de los
cadáveres de los skavens, habían dejado
a sus hermanos muertos en tranquilo
reposo, pues no podían transportar
todos los cuerpos. Dunrik era el único
que los acompañaba, Drimbold y
Halgar lo llevaban en una hamaca
improvisada. El barbalarga arrugaba la
nariz constantemente, quejándose del
hedor de los skaven que se pudrían por
encima de ellos, al otro lado de la
escalera destrozada, los únicos cuerpos
hasta los que no pudieron llegar para
arrojarlos al abismo. Al parecer había
dejado de lado su resentimiento contra
el enano gris por el momento y se
contentaba con permitir que Drimbold
los guiara mientras llevaban a Dunrik a
su última morada. Puesto que el enano
del Pico Eterno tenía sangre real, era de
justicia que se le ofreciera un funeral y
se lo sepultara en la tierra para que
pudiera sentarse junto a los suyos en los
Salones de los Antepasados. Por ahora
habían dejado a Dunrik en el suelo y le
habían sujetado firmemente con correas
toda su parafernalia al cuerpo para que,
cuando se efectuaran los ritos fúnebres,
dispusiera de ella en la otra vida.
Se abatió un sombrío silencio y
Ralkan se retiró del borde de la meseta
para sentarse a solas.
Azgar se quedó en solitaria
contemplación mientras observaba la
penumbra abismal que se extendía ante
él. A la luz que proyectaba el Asta de
Diamante y que se filtraba a través del
aire cargado de polvo podía distinguir
gigantescos rostros de enanos que lo
fulminaban con la mirada. Eran los
señores de la antigüedad de Karak
Varn, tallados en la misma pared de
roca, inmortalizados en la piedra.
Mientras lo observaban, el matador
sintió vagar su imaginación hacia el
pasado y ya no pudo hacer frente a su
severa mirada…
A Azgar le martilleaba la cabeza
como si tuviera dentro los grandes
martillos de las forjas inferiores. Cada
paso era un golpe físico, como si su
cráneo fuera el metal que aporreaban en
el yunque.
Había sido un banquete imponente,
aunque apenas podía acordarse.
Recordaba haber vencido a Hrunkar, el
maestro cervecero de la fortaleza, en
levantamiento de buey y luego haber
alardeado de su aguante para la bebida,
desafío que el enano de voluminoso
contorno había aceptado alegremente.
En retrospectiva, retar a un maestro
cervecero a beber había sido una
estupidez.
Azgar no tuvo tiempo de seguir
cavilando en lo equivocado que había
estado al confiar tanto en sí mismo, pues
la Puerta Saltarriscos se encontraba
delante y su actual guardián lo
esperaba.
—Tromm —saludó Torbad
Magrikson, que apoyó el hacha sobre el
hombro y vació su pipa.
—Tromm —logró decir Azgan
situándose en su puesto junto a la
puerta, arrastrando los pies, a la vez que
Torbad se alejaba en medio de la
penumbra iluminada por las antorchas.
Transcurrió una hora. Azgar sentía
el repiqueteo de los martillos mientras
los ingenieros y herreros trabajaban con
diligencia en la forja, el retumbo de su
tarea se extendía por la misma roca de
la montaña. Resultaba un estribillo
relajante que le recorría el cuerpo
mientras se inclinaba contra el puesto
del guardia. Le pesaban los párpados y,
en cuestión de momentos, se quedó
dormido…
Unos gritos desesperados despertaron
a Azgar de su sueño, eso y el trajín de
pies con botas.
—¡Thaggi! —gritó una voz de enano.
Azgar abrió los ojos adormilado,
consciente de pronto de que estaba
desplomado contra la pared. Lo
zarandearon.
—Despierta —le dijo Igrik furioso, de
pie ante él—. Thaggi, ¡han envenenado a
lord Algrim! —exclamó.
Azgar se espabiló al oír eso, el
corazón le latía muy fuertemente.
—¿A padre? —le preguntó al viejo
criado, Igrik.
—Sí, a tu padre —contestó con
amargura.
Entonces Azgar se fijó en otra cosa:
las huellas húmedas que atravesaban la
Puerta Saltarriscos, cuyas cerraduras y
cerrojos había abierto alguien en
silencio. No las habían hecho botas de
enanos. Eran largas y finas, con dedos
extendidos: huellas de garra de skaven.
—Oh, no… —musitó Azgar—. ¿Qué
he hecho?
La escena cambió entonces en la
mente del matador transformándose en
la luminosa gloria de la Corte del Rey.
—Quitadle la armadura —ordenó el
rey, su voz adusta se oyó a pesar de la
inmensidad del imponente salón— y
despojadlo de toda la parafernalia, salvo
el hacha.
Un grupo de cuatro martilladores,
con rostros enmascarados, se acercaron
y con aire grave le quitaron la
armadura, los cintos y la ropa a Azgar
hasta que estuvo desnudo ante el rey
Kazagrad de Karak Kadrin, mientras su
hijo Baragor observaba todo el proceso
con severidad a la derecha de su
entronizado señor.
—Rapadlo y que se sepa su
vergüenza —decretó Kazagrad.
Cuatro sacerdotes de Grimnir
surgieron de la penumbra circundante.
Cada uno llevaba dos cubos, que
cargaban mediante un travesaño de
wutroth sobre la espalda, y unas tijeras.
Tras dejar los cubos en el suelo,
comenzaron a cortarle el pelo a Azgar
hasta que lo único que le quedó fue un
mechón irregular que le bajaba por el
centro y la barba, lo único que
mantenía su dignidad.
—Has hecho el juramento del
matador para expiar actos que no deben
ser nombrados —entonó el rey.
Los sacerdotes trajeron cubos anchos
llenos de espeso tinte naranja y
empezaron a pasarlo por el pelo de
Azgar.
—Debes buscar tu sino para poder
tener una muerte gloriosa…
Los sacerdotes sacaron de otro cubo
puñados de grasa de cerdo. Con dedos
nudosos, la fueron añadiendo al mechón
de pelo de Azgar hasta que quedó duro
como una cresta.
—Coge tu hacha y abandona este
lugar; y que todos recuerden tu
vergüenza.
Los sacerdotes volvieron a
desaparecer en la oscuridad. Azgar dio
media vuelta sin decir palabra y, con la
cabeza gacha, emprendió el largo
camino para salir de la fortaleza. No
deseaba quedarse. Los guardias de las
atalayas habían descubierto que su
hermano regresaba a la karak. Sería
mejor que Azgar no estuviera allí
cuando descubriera lo que le había
ocurrido a su padre.
***
La inundación chocaba contra la puerta
acorazada con insistentes golpes lentos
y sordos.
El grupo a la fuga de Uthor había
logrado atravesar la galería justo a
tiempo, cerrando la puerta tras ellos
cuando el último hubo cruzado. A
aquellos a los que había alcanzado el
agua los dieron por muertos. Eso dejó
un regusto amargo en los
supervivientes.
—Aguanta, por ahora —dijo Rorek,
observando que la puerta era
hermética.
Uthor, que estaba agotado,
simplemente asintió con la cabeza.
Una enorme fundición se extendía
ante los empapados miembros de su
grupo, que permanecían apiñados
alrededor de la entrada de la cámara.
Al final de un corto número de
escalones, la fundición se abría
formando una amplia explanada de
piedra grabada con runas de forja de
quince metros y el horno. Braseros
llameantes adornaban las paredes —sin
duda los habían encendido los
anteriores ocupantes de la fortaleza— e
interrumpían los nudos rúnicos tallados
en ellas con perfecta regularidad.
Había hondos depósitos con
carbones encendidos y la luz de las
parpadeantes brasas iluminaba estantes
de herramientas. Chimeneas cubiertas
de hollín construidas en los extremos
de los depósitos se alzaban hacia el
techo abovedado. Cada una de las
resistentes chimeneas, de base ancha,
había sido concebida para atrapar el
calor que emanaba de la forja y
canalizarlo hacia el techo y las plantas
superiores, para mantenerlas calientes y
secas. Un paseo de piedra elevado
recorría toda la estancia y conducía a
un plinto ancho y plano con un arco
abierto en la cara de un antiguo señor
de las runas que se alzaba imponente
ante él. En la boca del venerable
antepasado había un enorme yunque
de un maestro forjador envuelto en el
resplandor naranja de las antorchas.
La fundición se componía de una
cámara central y dos alas divididas por
anchas columnas cuadradas. En el ala
izquierda había una amplia selección de
armaduras, armas y máquinas de
guerra; en la derecha, se extendía una
larga pasarela que terminaba en una
plataforma octogonal.
Una tarima en el centro de la
misma sostenía una estatua de
proporciones monumentales tallada con
la imagen del mismísimo Grungni. La
barba trenzada del dios antepasado
descendía hasta la base y en las manos
sostenía unas tenazas y un martillo de
herrero. Debajo de él había otro brasero
que despedía unas fantasmagóricas
llamas rojo-azuladas que proyectaban
densas sombras en el rostro tallado en
la piedra. Al otro lado de este templo se
extendía una caída a plomo hacia un
hoyo para el fuego que ardía con tanta
violencia que los carbones de su interior
no eran más que una vaga sombra en
medio de la calina que emanaba.
Había unos baldes grandes y
pesados colocados sobre el enorme pozo
mediante gruesas cadenas de hierro,
listos para hundirse en el fuego y sacar
la preciada roca que alimentaba las
forjas.
—Es magnífico —exclamó Thalgrim
con lágrimas en los ojos.
Aparte de este elogio, el grupo
guardó silencio, anonadado.
Salieron de su asombro al oír el
ruido sordo del metal golpeando contra
la puerta de hierro mientras los enanos
con armadura que habían muerto en la
inundación chocaban contra ella en
medio del oleaje del agua.
—Deberíamos apartarnos de la
puerta —sugirió Uthor con gravedad.
***
El grupo de Uthor estaba sentado
alrededor de los depósitos de carbón
encendidos, frotándose las manos y
escurriéndose las barbas en silenciosa y
adusta actitud. El calor les calentó la
ropa, el pelo y los corazones
rápidamente, pero Uthor no encontraba
consuelo en las ardientes
profundidades de las llamas mientras le
daba una profunda calada a su pipa,
perdido en sus pensamientos.
—Entonces, ¿así es cómo termina?
Gromrund se encontraba de pie
ante el señor del clan de Kadrin. La
armadura del martillador estaba
abollada y rota en algunas partes. Era la
primera vez que Uthor se fijaba en ello
desde el combate y la huida de la
inundación.
—Necesito tiempo para pensar —
masculló el señor del clan de Kadrin
mientras volvía a clavar la mirada en las
llamas.
Gromrund se inclinó hacia él,
obligando al señor de clan a mirarlo.
—Estabas tan ansioso por seguir tu
temeraria búsqueda de gloria hace tan
sólo unas horas… Y, sin embargo,
ahora te quedas sentado sin hacer nada
—dijo entre dientes—, mientras a tu
alrededor tu grupo se anquilosa y se
encona como una antigua herida.
Uthor se mantuvo en silencio.
—Ya tienes mucho que reparar, hijo
de Algrim, no aumentes más la lista del
saldador de cuentas.
Con eso, el martillador se alejó
indignado, desapareciendo de la vista
de Uthor.
Después de un momento, el señor
del clan de Kadrin levantó la mirada de
los carbones encendidos y contempló a
sus guerreros como si fuera la primera
vez desde la derrota en el Gran Salón.
Había muchos heridos, algunos habían
perdido extremidades y ojos, una carga
que llevarían con ellos a los Salones de
los Antepasados. Otros tenían vendajes
sobre heridas profundas o lucían
amplios cortes, pero no como las
heroicas cicatrices rituales del combate;
las llevaban con la profunda vergüenza
de los destrozados y vencidos. Los
enanos estaban sentados por clanes.
Uthor notó los amplios huecos que
había entre ellos, valientes guerreros
que no volverían a experimentar la
sensación de sus fortalezas bajo sus pies
y sobre sus cabezas. Él los había
condenado a ese destino. Incapaz de
seguir mirando, Uthor apartó los ojos.
—¿Puedo sentarme contigo? —
preguntó una voz.
Los ojos de Emelda destellaron a la
luz del fuego mientras se sentaba, más
perfectos y bellos que ninguna piedra
preciosa que Uthor recordara, sus largas
trenzas como vetas de oro.
—Sería un honor —contestó el
señor de clan con un gesto de la cabeza.
Su sigilo era impresionante, Uthor
no la había oído acercarse.
El noble porte de la hija del clan era
evidente en su forma de comportarse,
orgullosa y desafiante. Los otros enanos
no querían sentarse con ella; no por
ningún desaire ni resentimiento, sino
más bien porque se avergonzaban de su
aspecto descuidado y se sentían tímidos
en presencia de una dama y consorte
real. Puesto que nadie quería unirse
tampoco a Uthor, eso significaba que
estaban solos en su mayor parte.
—Te arriesgaste mucho al seguimos
hasta aquí —dijo Uthor después de un
momento de silencio, agradecido por la
distracción que le ofrecía la noble.
—Creía en tu misión —contestó
Emelda—. Las fortalezas desiertas se
abandonan a su suerte con demasiada
prontitud para que los viles moradores
de la oscuridad las habiten y saqueen.
Había honor en tu promesa y hablaste
de tales hazañas que no pude ignorarlo.
Además, tengo mis motivos —añadió
misteriosamente.
—Fue la gloria —admitió Uthor
después de un momento, recordando
las palabras de Gromrund mientras
clavaba la mirada en el fuego.
—No lo entiendo.
El señor del clan miró a Emelda a
los ojos con expresión compungida.
—La promesa de gloria fue lo que
me trajo a este lugar, no la venganza, y
mi locura nos ha llevado a todos a la
muerte. Encogiéndonos de miedo en la
oscuridad… Acorralados como… como
ratas.
Hizo una mueca ante ese último
comentario y volvió a agachar la cabeza.
Era una amarga ironía: ratas cazando
ratas.
Emelda guardó silencio. No sabía
qué decir. El ambiente era sombrío,
helaba los huesos a pesar del calor
agobiante. El fracaso y el deshonor se
cernían como una atmósfera viciada, y
todos lo sentían.
—¿Y qué pasa con Dunrik? ¿Es tu
primo siquiera? —inquirió Uthor.
Emelda sintió un nudo en el pecho
al oír su nombre. Le dirigió una
silenciosa plegaria a Valaya para que
hubiera conseguido salir vivo del túnel.
—No —contestó después de unos
momentos—. Era mi guardián, había
jurado protegerme. Dunrik nos
introdujo a escondidas en la escolta del
Pico Eterno —confesó.
—Así que los dos desobedecisteis la
voluntad del Gran Rey igual que yo.
—Sí —asintió Emelda avergonzada.
Uthor soltó una carcajada carente
de humor.
—Milady —dijo Gromrund, que
carraspeó mientras aparecía de pronto
junto a ellos—. Soy Gromrund, hijo de
Kromrund, del clan Yelmoalto y
martillador del rey Kurgaz de Karak
Him. —El martillador hizo una
profunda reverencia, ignorando a
Uthor—. Sería un honor servirte de
protector y responder de que regreses
sana y salva al Pico Eterno.
Emelda sonrió con benevolencia,
regia.
Gromrund la miró a los ojos
mientras hacía una genuflexión y se
ruborizó.
—Eres muy generoso, Gromrund,
hijo de Kromrund, pero ya tengo un
guardaespaldas y nos reencontraremos
pronto —explicó sin poder ocultar un
dejo de incertidumbre en la voz—. Por
ahora, Uthor, hijo de Algrim, se
ocupará de mi seguridad —añadió,
haciendo un gesto hacia el señor del
clan de Kadrin—, pero me aseguraré de
mencionarle tu ofrecimiento al Gran
Rey.
—Como gustes, milady —dijo
Gromrund mientras le dirigía una
mirada de soslayo a Uthor para
manifestar su desagrado antes de
retroceder en respetuoso silencio.
***
Gromrund se encontraba a solas ante el
yunque desprovisto de toda su
armadura, salvo el yelmo de guerra, por
supuesto. Con el martillo de un maestro
forjador en la mano, eliminaba las
abolladuras de su peto con cuidadosa y
meticulosa precisión. Agradecía el
consuelo que proporcionaba la herrería,
sobre todo después de que lady Emelda
acabara de rechazar su ofrecimiento. La
verdad era que también estaba dando
salida a la rabia que sentía hacia Uthor,
pero tenía cuidado de no dejar que la
furia estropeara su trabajo. Todos los
Yelmoalto eran herreros de oficio, una
fuente de mucho orgullo entre el clan, a
pesar de su respetada ocupación como
guardaespaldas reales.
Gromrund se detuvo un momento
para inspeccionar su trabajo, y se limpió
el sudor de la cara. Con el rabillo del
ojo, vio a Uthor conversando con la
dama del Pico Eterno.
Mientras los observaba, notó que el
rostro de Uthor se ensombrecía. A
pesar de sus diferencias y de sus
anteriores palabras, el martillador no
disfrutaba con la aflicción del señor del
clan; aunque seguía opinando que,
como martillador, debería ser él el que
se ocupara del bienestar de Emelda. Un
juramento era un juramento, y todos y
cada uno de ellos habían fallado en eso.
No obstante, como líder de la
expedición, el hijo de Algrim sentía esa
vergüenza con más fuerza.
La dama, Emelda, parecia estar
intentando calmarlo, pero era en vano.
«¡Una rinn!», pensó Gromrund
mientras la miraba. Haciéndose pasar
por un barbilampiño entre el grupo sin
que ningún dawi, salvo su guardián,
estuviera enterado: una admisión
realmente sorprendente.
Cuando descubrió al martillador
observándola, éste dirigió los ojos al
yunque pues le daba vergüenza que lo
mirara.
«Sorprendente desde luego —pensó
mientras se afanaba de nuevo en su
armadura—, pero no del todo
desagradable».
***
El estómago de Thalgrim gruñó. Fue a
coger el trozo de chuf que guardaba en
el casco, pero se detuvo. Quizás eso era
lo que había atraído a los skavens hasta
ellos, quizás ésa era la causa de la
emboscada en el túnel, de tantas
muertes de dawis…
—Fue el Agua Negra —dijo Rorek,
sentado frente al buscavetas con los ojos
encendidos a la luz de los carbones
ardientes.
Los dos estaban sentados con
algunos enanos de Barbahollín fuera
del gran arco.
Rorek jugueteaba con un objeto
esférico que había creado con los
materiales de la forja. Lo ayudaba a
mantener la mente ocupada.
Thalgrim le devolvió una expresión
pensativa, agradecido por la distracción,
mientras el ingeniero continuaba:
—Hace quinientos años, durante la
Era de la Aflicción, una inundación
procedente del gran lago anegó la
fortaleza y la destruyó —explicó Rorek
mientras enroscaba con cuidado una
chapa en la bola de hierro con pinchos
—. Creo que, incluso en las plantas
superiores, hay bolsas de agua atrapada.
Liberamos una cuando rajamos la pared
de la galería. Al menos, eso significa
que los grobis y los roedores no pueden
seguimos por aquí.
—También significa que no
podemos escapar por donde hemos
venido —replicó Thalgrim, absorto en
el trabajo del ingeniero—. Toda la
fortaleza gime bajo el peso del Agua
Negra —añadió—. Puedo sentirlo a
través de la roca, las leves vibraciones
que provoca al moverse son
inconfundibles.
—En ese caso, será mejor que no
nos entretengamos —masculló Rorek
mientras levantaba la mirada hacia las
antiquísimas grietas que se extendían
por el techo abovedado.
***
Drimbold despertó cubierto de sudor.
Un escalofrío le recorrió la espalda
mientras los gritos de Norri y Furgil,
que caían en la sima después de que el
puente de cuerda cediera, resonaban en
sus oídos. Sus rostros habían quedado
grabados para siempre en su mente,
contraídos de puro terror mientras iban
al encuentro de la muerte y se los
tragaba el fuego. El enano gris se dio
cuenta de que estaba aferrando la
mochila. El brillo de los tesoros que
contenía se había apagado en cierta
medida. La soltó rápidamente, como si
quemara. Parte del botín se derramó y
repiqueteó contra la meseta de piedra.
El ruido molestó a Halgar, que se estaba
restregando los ojos. El barbalarga miró
a Drimbold con el entrecejo fruncido
antes de regresar a sus sombríos
pensamientos.
El enano gris recorrió con la mirada
el triste grupo, al que al parecer ahora
guiaba Azgar.
Ralkan estaba acostado cerca de él,
sacudiéndose a rachas, atormentado
por un sueño febril, algún terror
desconocido.
Hakem estaba despierto cuidándose
el muñón de la mano derecha, una
horrible mancha rojo oscuro traspasaba
el improvisado vendaje. Estaba
farfullando. Drimbold lo oyó
mencionar el martillo Honakinn varias
veces. La bravuconería del mercader no
era ahora más que un tenue recuerdo.
Tenía un aspecto pálido y demacrado, y
no sólo por la cantidad de sangre que
había perdido.
—Es hora de ponernos en marcha.
Fue la voz de Azgar, que estaba en
la cima de la siguiente escalera
descendente. Su rostro era una máscara
impenetrable.
Sin decir una palabra, los enanos
comenzaron a recoger sus pertenencias.
Cuando al fin abandonaron la meseta,
sólo quedó la mochila cargada de
tesoros de Drimbold.
—Me estoy cansando de mirar hacia
la oscuridad sin fondo —se quejó
Hakem mientras atisbaba por encima
del estrecho saliente hacia el vacío.
Era la primera vez que el enano
hablaba desde que había perdido el
martillo y la mano.
La Escalera Interminable quedaba
ahora por encima de ellos, la última
meseta conducía a un enorme arco de
piedra. Desde allí, los enanos habían
encontrado el estrecho saliente. Era tan
angosto que el grupo de Azgar
caminaba en fila de uno. A un lado
había una pared de roca vertical que
parecía extenderse durante kilómetros
en ambas direcciones; al otro, se abría
otra profunda sima.
—Éste es el Camino de la Mena, el
umbral de las otrora grandiosas minas
de Karak Varn —dijo Ralkan con
añoranza, avanzando unos cuantos
puestos por detrás de Azgar, que guiaba
al grupo con lo que quedaba de su
Hermandad Sombría.
—Yo no veo nada, salvo la
oscuridad agitándose debajo de
nosotros como serpientes —repuso
Hakem con amargura.
—No son serpientes —terció
Ralkan, que se encontraba cerca del
mercader en la fila—. Son las
profundidades inundadas.
El resplandor que se veía en la
oscuridad era agua, tan espesa y opaca
que parecía pus negro. Había columnas,
inclinadas y partidas en dos,
languideciendo en ella; los posos
estancados del Agua Negra se
acumulaban donde atravesaban la
superficie del agua. El hedor de la
piedra mojada impregnaba el aire como
un velo.
—Mira eso —añadió, su voz resonó
mientras señalaba lejos, hacia la caverna
envuelta en sombras.
Hakem siguió el gesto del custodio
del saber hacía los restos de tres altas
torres hechas de madera y metal. Cada
torre tenía una enorme polea colocada
en el ápice con lo que quedaba de lo
que en otro tiempo había sido una larga
cadena. Los eslabones se habían hecho
pedazos hacía mucho, pero unos
cangilones resistentes se aferraban con
tenacidad a uno de los tramos de
cadena. Hakem comprendió entonces
que las columnas rotas eran soportes
para puentes que conectaban las torres
con caminos de piedra que recorrían
todo el abismo y llevaban hasta la
pasarela que ellos estaban cruzando.
Uno de esos caminos todavía existía en
parte, el soporte central se mantenía en
pie con actitud desafiante, como una
isla en un océano de brea.
—Todas las fortalezas enanas
comenzaron siendo minas —comentó
Halgar—. Éstas pertenecen a la Era
Dorada de Karaz Ankor.
Drimbold y él caminaban con
cuidado mientras transportaban el
cuerpo de Dunrik a lo largo del
estrecho sendero. El barbalarga palpaba
la pared con una mano mientras
avanzaba. Un resbalón y lo más
probable era que los tres se unieran a
aquellos cuyas vidas se había cobrado el
abismo.
—Las vetas de ril, gorl y gromril
eran abundantes —dijo el barbalarga
con nostalgia—. Qué días aquellos… —
añadió con un susurro entrecortado.
Puesto que al parecer la
remembranza de Halgar había
concluido, algunos de los otros enanos
empezaron a hablar entre ellos, un
ambiente algo más positivo comenzaba
a extenderse por el grupo.
El barbalarga no les prestó atención
mientras dejaba que la pared de roca
pasara bajo su mano, hallando consuelo
en la aspereza y solidez de la misma
contra su piel, parecida al cuero.
Entonces oyó, o más bien sintió, algo
que no esperaba.
Halgar se paró en seco.
—Alto —bramó, aunque algunos de
los enanos de la fila ya se habían
amontonado y estaban chocando unos
contra otros debido a la brusca parada
del barbalarga. Drimbold por poco
tropieza y deja caer a Dunrik.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hakem
desde detrás de Halgar.
—¡Silencio! —exclamó el
barbalarga. Hizo una seña a Drimbold
—. Déjalo en el suelo —le ordenó
Halgar y eso hicieron de manera
reverente.
A continuación, el anciano enano se
volvió de nuevo hacia la pared de roca,
colocó ambas manos contra ella y
apretó la oreja. La piedra le resultó
húmeda y fría. Un débil sonido
tintineante, sordo y lejano, surgía de la
roca.
—Yo no oigo nada —protestó
Hakem.
—Salvo el sonido de tu propia voz,
sin duda. ¡Cállate! —rugió Halgar—. Es
una pena que no fuera tu lengua lo que
se cobrara el abismo —le espetó,
sumiendo al señor de clan mercante en
un acongojado silencio.
El sonido se oyó de nuevo, apagado
pero claramente metálico.
—Un martillo —le pidió al enano
que se encontraba detrás de él, uno del
clan Rompepiedras.
El enano del clan lo miró con
desconcierto mientras sacaba una
pequeña piqueta.
—¡Rápido!
Halgar cogió rápidamente la
herramienta y, centrando de nuevo su
atención en la pared de roca, empezó a
devolver los golpecitos.
***
Gromrund sabía que debía tener un
aspecto extraño llevando sólo el yelmo y
poco más. En la fundición había
empezado a hacer tanto calor que se
había quitado las prendas exteriores
además de la armadura y sólo tenía
puestas las botas y las calzas. Gromrund
golpeaba despacio una muesca que
había causado una daga skaven,
intentando eliminarla, e hizo una pausa
en su martilleo para secarse el sudor de
la barba.
Un sonido amortiguado y hueco
llamó su atención. Al principio bajó la
mirada para asegurarse de que el calor
no le había confundido el cerebro.
El ruido se oyó otra vez, insistente y
repetitivo. Gromrund estaba demasiado
lejos de la puerta acorazada para que se
tratara de nada que estuviera al otro
lado de la cámara inundada. Sin
embargo, no podía localizarlo. Miró a
su alrededor y vio a Thalgrim sentado
junto al arco, aferrándose el estómago
en silencio.
—Buscavetas —lo llamó.
Thalgrim lo miró y el martillador le
hizo una seña.
El buscavetas estaba un tanto
cansado cuando llegó hasta el sudoroso
enano.
—Escucha —le pidió el martillador
con urgencia.
DIEZ
***
—Vigilad todas las entradas y salidas.
—Uthor se dirigía a su grupo mientras
él, Thalgrim y Emelda se encontraban
ante la única salida de la fundición que
no estaba inundada al otro lado—.
Cuando regresemos, Thalgrim hará una
señal sencilla en grundlid.
Uthor iba a avanzar cuando
Gromrund lo detuvo.
—Que Grungni os acompañe —dijo
el martillador, de nuevo con su
armadura, mientras agarraba el hombro
del señor del clan.
—Y a vosotros —contestó Uthor,
que no pudo evitar que la sorpresa se
reflejara en su rostro.
Los guardias apostados en la puerta
de la fundición apartaron la tranca y
tiraron de las gruesas cadenas de hierro
que tenía sujetas. Un chirrido metálico
rechinó en el aire y un enorme vacío
negro hacia lo desconocido se abrió
ante los tres enanos, tan oscuro e
infinito que se tragaba toda la luz de la
fundición.
***
—Por aquí —indicó Thalgrim
poniéndose en marcha rápidamente a
través de un ruinoso corredor—. Ya
estamos muy cerca —añadió.
Uthor no estaba convencido de que
el buscavetas estuviera hablando con él
o Emelda mientras los dos avanzaban
con cautela detrás de Thalgrim. El
camino era peligroso, estaba plagado de
escollos, rocas afiladas y escombros
pesados. Motas de polvo caían con
intensidad de los techos inclinados a
cada paso y Uthor no se atrevía a
levantar la voz por encima de un
susurro, no fuera que todo se les
derrumbara encima.
—Afloja el paso, zaki —dijo entre
dientes mientras se esforzaba por seguir
el ritmo.
El señor del clan echó un vistazo a
su espalda y vio que Emelda le estaba
pisando los talones y no mostraba
indicios de fatiga. Cuando Uthor volvió
a mirar, no había ni rastro del
buscavetas.
«Por el trasero tatuado de Grimnir
—pensó furioso—, es probable que el
wattock se haya matado de una caída y
nos haya dejado perdidos en este
laberinto».
El señor del clan aceleró el paso,
tropezó y casi se resbala, pero recuperó
el equilibrio en el último momento. Dio
otro paso y cayó en la cuenta de que no
había nada bajo su pie. Luchando por
encontrar dónde agarrarse, la mano de
Uthor aferró la pared pero se deslizó
sobre la piedra, resbaladiza por la
humedad. Agitó los brazos
frenéticamente y estaba a punto de
precipitarse de cabeza hacia una caída
entre rocas afiladas cuando sintió que
su descenso se detenía bruscamente.
Emelda asió el cinturón del señor
de clan y tiró de Uthor hasta que éste
volvió a pisar terreno firme.
—Espero que éste sea el camino
correcto —comentó mientras Uthor se
ruborizaba ante el hecho de que lo
hubiera salvado una mujer.
El señor del clan de Karak Kadrin
examinó de nuevo la pared y se fijó en
unos hilillos de agua que bajaban y se
filtraban en la roca porosa, a sus pies.
—Yo también, milady —contestó,
esforzándose por recobrar la
compostura.
Sus miradas se encontraron sólo un
momento, antes de que Uthor apartara
la vista, avergonzado.
—Ya queda poco.
La voz del buscavetas flotó en una
brisa leve y fétida e interrumpió el
repentino silencio.
El alivio envolvió a Uthor, y no sólo
por el hecho de que su guía siguiera
vivo. Salió de los escombros que había
desparramados por todo el corredor y
encontró a Thalgrim de pie, con aire
pensativo, ante un arco de entrada con
tres ramales. Cada uno de los tres
caminos estaba tallado con la imagen de
la cara de un enano y seguía
descendiendo (habían estado
descendiendo sin cesar desde que
habían salido de la fundición). El
declive era poco pronunciado, pero
Uthor lo había notado, incluso mientras
trepaba sobre columnas rotas, se
agachaba bajo techos caídos y se
arrastraba a través de entradas
destrozadas.
—¿En qué dirección? —preguntó
Uthor, al que le faltaba un poco el
aliento.
Thalgrim olió el aire y palpó la roca
de cada ramal uno por uno.
—Por aquí —dijo, señalando el
pasadizo de la izquierda—. Puedo notar
el sabor de las veta de mena, sentirlas
en la roca. Las minas están por aquí.
—¿Estás seguro de que es por aquí?
—inquirió Uthor, al que no convencía
el tono del buscavetas.
—Bastante —contestó.
—¿Y los otros túneles?
Thalgrim miró a Uthor a los ojos.
—Nuestros enemigos.
***
El estrecho saliente terminaba en un
angosto arco a través del cual se abría
una plataforma mucho más ancha y
plana. Se trataba de un apeadero de
porteadores de mena, uno de los
muchos que había en Karak Varn,
diseñado para atender a las numerosas
minas y servir de barracones para los
mineros y los guardianes de las vetas. El
suelo estaba lleno de carros de mena
volcados y herramientas desperdigadas,
y había antorchas apagadas
desparramadas. Quienquiera que
hubiera estado allí, estaba claro que se
había marchado a toda prisa.
—El Apeadero del Cortarrocas —
dijo Ralkan mientras los enanos
comenzaban a entrar en fila—. Estamos
en las salas orientales de la karak.
—Esperaremos aquí —decidió
Halgar, que iba a la cabeza del grupo
con Azgar y sus matadores. Un
miembro del clan Rompepiedras
transportaba ahora el cuerpo de Dunrik
junto con Drimbold.
El anciano barbalarga observó la
oscuridad con aire cansino. En un
rincón de la modesta estancia había un
amplio pozo tallado en la roca. Había
una jaula de un elevador de hierro
forjado enclavada dentro, abollada y
torcida; el hierro estaba oxidado y
partido, con un trozo de cadena
amontonada languideciendo dentro. En
el lado opuesto había otro pozo que
conducía hacia abajo.
Ralkan se acercó con cuidado. El
custodio del saber metió la cabeza en el
pozo y miró arriba y abajo.
—Los marcadores rúnicos están
despejados —dijo—. Baja hasta los
mismos cimientos de la fortaleza.
—¿Y hacia arriba? —comentó
Hakem.
—El Salto de Dibna —contestó
Ralkan mientras volvía a mirar al
vapuleado señor del clan mercante—.
La sala por la que pasamos en la tercera
planta está justo arriba.
Estaba claro que el largo periodo de
calma había mejorado la lucidez del
enano.
—¿Y eso? —gruñó Halgar.
Una tercera salida se extendía más
adelante en forma de una puerta que se
había venido abajo. Incluso en medio
de la penumbra, se podía distinguir un
túnel ascendente que salía de ella.
Además del Salto de Dibna, era el
único acceso posible al apeadero.
—No lo sé —confesó Ralkan, la
memoria se le había nublado una vez
más.
El barbalarga refunfuñó. El último
mensaje en grundlid había estado cerca.
Sus hermanos se dirigían hacia ellos.
Sólo esperaba que llegaran allí antes de
que lo hiciera otra cosa.
—Alguien se acerca —susurró
Halgar, haciendo señas hacia la puerta
rota.
Se podían oír pasos débiles
procedentes del otro lado del umbral y
que se volvían más fuertes a cada
momento. Los enanos se agruparon y el
coro sordo de las hachas y los martillos
saliendo de las fundas y los cintos llenó
el aire.
—¿Y si no son dawis? —preguntó
Hakem con el escudo atado al brazo
herido y la sensación desconocida de
sostener un hacha con la otra mano.
Halgar miró a Azgar, que observaba
de modo amenazador la puerta
envuelta en sombras, antes de
contestar:
—En ese caso, acabaremos con ellos.
***
Cuando Thalgrim y Uthor, salieron del
túnel, se encontraron con una multitud
de hojas de hacha y cabezas de martillo.
—¡Alto, dawis! —exclamó Uthor,
mostrando las palmas de las manos.
—Hijo de Algrim.
Halgar se acercó, guardó el hacha y
apretó el antebrazo del señor del clan
de Kadrin en lo que era un antiguo
ritual de saludo.
—Gnollengrom.
Uthor devolvió el gesto y asintió en
señal de respeto al recibir tal honor.
—Así que, después de todo, sigues
vivo —añadió el barbalarga, que casi
llegó a esbozar una sonrisa.
—Igual que tú —contestó Uthor, y
lanzó una mirada sombría en dirección
a Azgar al fijarse en la presencia del
matador.
—¡Por el redondo trasero de
Valaya! —soltó Halgar cuando vio a
Emelda salir de detrás de Thalgrim, al
que en ese momento los Rompepiedras
estaban abrazando y dando palmadas
en la espalda.
—Hay mucho que contar —apuntó
Uthor a modo de explicación.
Los enanos reunidos recibieron la
revelación con más exclamaciones de
asombro.
—Por favor —dijo Emelda dando
un paso al frente con los ojos brillantes
y esperanzados mientras recorría con la
vista el grupo de Azgar—. ¿Dónde está
Dunrik?
La expresión de Halgar se
ensombreció.
—Sí —coincidió con tristeza en la
mirada—. Hay mucho que contar.
***
—Sois tan pocos… —comentó Uthor
sentado alrededor de uno de los
depósitos de carbón de la fundición.
El camino de regreso al santuario de
hierro había sido lento y lo habían
recorrido con mucho cuidado, pero
había transcurrido sin más incidentes.
Los enanos que habían regresado
fueron recibidos con dicha. No
obstante, el ambiente optimista duró
poco al comprender cuántos
exactamente habían vuelto a unirse a
ellos. Eso, junto con la mutilación de
Hakem y la muerte de Dunrik, se
confabularon para crear una atmósfera
triste y sombría.
—Tenemos suerte de estar vivos —
contestó Halgar, respirando hondo
mientras saboreaba el aroma de la
fundición, una cámara que los skavens
no habían ensuciado y que le recordaba
los viejos tiempos. Después de ese breve
capricho, el rostro del barbalarga se
tornó adusto—. Los roedores estaban
esperándonos. Han estado
siguiéndonos la pista desde que
entramos en la fortaleza… —Halgar
clavó la mirada en los carbones
encendidos mientras chupaba su pipa
—. ¡Tanta astucia! Nunca había visto
nada igual en los skavens.
—¿Cómo murió Dunrik? —quiso
saber Uthor después de unos
momentos de silencio.
—Atravesado por las lanzas de los
hombres rata. Tuvo una muerte noble
protegiendo a sus hermanos.
—Que sea recordado —musitó
Uthor, sentía la culpa como un yunque
atado al cuello.
—Sí, que sea recordado —repitió
Halgar.
***
Emelda se había despojado de la
armadura y, en su lugar, llevaba la
sencilla túnica morada de Valaya que
tenía bajo la cota de malla y las placas
de metal. La hija del clan se había
quitado incluso el cinturón rúnico, que
brillaba débilmente cerca de alli,
reflejando la luz del enorme hoyo de la
forja.
Se encontraba sola en la plataforma
del maestro forjador en la fundición. El
cuerpo frío de Dunrik yacía ante ella,
sobre el yunque. Los demás enanos
permanecían sentados debajo, la
mayoría encorvados en silencio,
considerando su difícil situación.
—Dunrik —susurró Emelda
mientras le colocaba la mano sobre la
frente húmeda.
El enano tenía la piel pálida, igual
que cuando había escapado de la Roca
de Hierro. Ella le había curado las
heridas entonces como parte de su
instrucción —pues las sacerdotisas de
Valaya eran cirujanas en tiempos de
guerra— y el vínculo entre ambos se
había forjado. Después de eso, él se
había convertido en su guardaespaldas
y confidente; no había nada que
Dunrik no hubiera hecho por ella,
incluso había desafiado la voluntad de
su rey para llevarla a Karak Varn. Cómo
deseaba Emelda deshacer eso: estar en
el Pico Eterno soñando con la gloria y
con restablecer los grandes dias de los
dawis en Karak Ankor, en lugar de
preparando el cadáver de Dunrik para
el sepelio.
—¿Estás lista, milady? —preguntó
una voz queda.
Emelda se volvió y vio a Ralkan de
pie, con la cabeza inclinada, bajo el arco
que llevaba a la plataforma. La noble se
limpió las lágrimas del rostro con las
mangas de la túnica.
—Sí —contestó, armándose de
resolución.
Ralkan avanzó en silencio. Llevaba
baldes de agua, uno en cada mano, que
había sacado de los enormes barriles de
refrigeración que estaban apoyados
contra las paredes de la fundición.
Después de dejar los cubos en el suelo,
ayudó a Emelda a quitarle la armadura
abollada a Dunrik. La hija del clan
lloraba mientras luchaba, con la ayuda
de Ralkan, por arrancar parte de la
armadura de las astas de lanza clavadas.
Bajo la cota de malla y las placas de
metal, la túnica y las calzas de Dunrik
estaban tan empapadas de sangre que
tuvieron que cortárselas. Emelda fue
quién lo hizo, con cuidado de no
perforar la piel del enano ni dañar el
cuerpo de ningún modo. Después
procedió a extraer las astas de flecha.
Cada una era como una herida contra
la hija del clan.
Lavó a Dunrik, que permanecía
desnudo sobre el yunque, de la cabeza
a los pies y le peinó la barba. Emelda
escurrió trapos empapados de sangre
con regularidad y envió a Ralkan a
buscar agua limpia en varias ocasiones.
Después de estas abluciones,
Emelda cosió las heridas de lanza y
volvió a vestir a Dunrik con una túnica
y unas calzas prestadas mientras le
dirigía una plegaria a Valaya. Ralkan
había lavado las prendas originales lo
mejor que había podido, pero seguían
manchadas de sangre y casi hechas
jirones, así que no se pudieron salvar.
Gromrund —que había estado
trabajando debajo en uno de los
depósitos de la forja mientras Thalgrim
accionaba el fuelle— había reparado la
armadura de Dunrik y, al corto espacio
de tiempo y su estado de degradación,
ésta aún brillaba como nueva. El
martillador la llevó a la plataforma y la
dejó allí sin una palabra.
Emelda le indicó a Ralkan que se
retirara y vistió a Dunrik con su
armadura ella sola. Después de unos
momentos, casi estuvo hecho y, tras
fijar los últimos cierres del brazal
izquierdo de Dunrik, fue a recoger el
yelmo del enano.
Emelda hizo una pausa antes de
ponérselo, lo dejó sobre el yunque,
junto a su cabeza, y recorrió con el
dedo la cicatriz que los orcos de la Roca
de Hierro le habían dejado hacía
mucho tiempo.
—Valeroso dawi —dijo sollozando
—. Lo siento tanto…
***
—¿Qué está haciendo ese
barbilampiño? —soltó Halgar.
Uthor agradeció la distracción, pues
estaba de un humor muy sombrío, y
miró hacia donde Rorek —que no era
precisamente un barbilampiño—
jugueteaba con un objeto parecido a un
globo hecho de hierro y cobre.
A un lado del ingeniero había un
farol apagado. Mientras Uthor
observaba, el enano de Zhufbar lo cogió
y vertió el aceite con cuidado en un
pico hecho en el globo. A continuación
dejó el globo en el suelo y comenzó a
desenrollar un trozo de la cuerda que
normalmente llevaba el cinto de
herramientas.
—No lo sé —contestó Uthor.
—Ése va a acabar en el Ritual de las
Perneras dentro de poco o quizás lo
pasen por la rueda, ya lo verás —
refunfuñó el barbalarga.
Uthor estaba a punto de responder
cuando Hakem se acercó a ellos.
Emelda le había limpiado y
vendado de nuevo la herida en el más
absoluto silencio, antes de ir a ocuparse
de Dunrik.
—Están listos —anunció.
***
—Aquí yace Dunrik, que Valaya lo
proteja y Gazul guíe su espíritu hasta los
Salones de los Antepasados —declaró
Emelda con voz entrecortada.
La noble enana estaba al borde del
gran hoyo para el fuego, al otro lado de
la estatua de Grungni. Dunrik se
encontraba ante ella, descansando
sobre una cuna de hierro. El enano del
Pico Eterno llevaba armadura completa,
el metal brillaba gracias a los esfuerzos
de Gromrund y Thalgrim, y tenía
puesto el casco. Su escudo yacía a su
lado. Sólo le faltaba el hacha. Emelda
sostenía la antigua arma mientras
invocaba los ritos fúnebres de Gazul,
dibujando el símbolo del Señor del
Inframundo —la gran cueva y entrada a
los Salones de los Antepasados— sobre
la hoja plana. Aunque Emelda era una
sacerdotisa de Valaya, también conocía
todos los ritos de los dioses
antepasados, incluso los de las deidades
menores, como Gazul, el hijo de
Grungni.
—Gazul Bar Baraz, Gazul Gand
Baraz —entonó Emelda, honrando al
Señor del Inframundo y suplicándole
que cumpliera su promesa de guiar a
Dunrik hasta la Cámara de la Puerta.
El ritual transfería el alma del enano
a su hacha y, cuando estuviera
enterrada en la tierra, Dunrik
atravesaría la cámara y se le permitiría
entrar en los Salones de los
Antepasados propiamente dichos. Sólo
en momentos de extrema necesidad se
tomaba tal medida. Puesto que no
había una tumba ni un santuario para
el cuerpo de Dunrik, Emelda no lo
dejaría en la fundición para que lo
profanasen. Éste era el único modo de
que Dunrik pudiera encontrar la paz.
Interiormente compadecía a
aquellos otros que habían caído,
privados de honor, abandonados para
que vagaran como sombras y
apariciones, sin lograr descansar nunca.
No era un destino digno para un
enano.
El traqueteo de las cadenas sujetas
al féretro improvisado sacó a Emelda de
su ensimismamiento. Era el momento.
Sudando debido a la calina que
emanaba del fuego, Thalgrim y Rorek
tiraron de una cadena, palmo a palmo,
mediante una de las poleas suspendidas
encima del hoyo para el fuego. Hakem
y Drimbold tiraron de otra, el señor del
clan mercante se las arregló a pesar de
tener sólo una mano. Cada cadena se
dividía en la misma punta y se
bifurcaba en dos secciones atadas a los
extremos de la cuna de hierro. A
medida que los enanos tiraban, Dunrik
se fue levantando lentamente del suelo.
En cuanto llegó al punto más alto de la
cámara, las cadenas se aseguraron y
Uthor arrastró una tercera cadena que
situó a Dunrik sobre el hoyo para el
fuego. Ahora que estaba en el lugar
adecuado, y mediante la ingeniosa
ingeniería enana, podrían bajarlo
lentamente hacia las rugientes llamas.
Mientras Uthor lo hacía, muy
despacio, Halgar dio un paso al frente y
Emelda, con la cabeza inclinada en
señal de respeto, retrocedió.
El barbalarga mostraba una
expresión de solemnidad cuando abrió
la boca y entonó un fúnebre lamento
con sombría voz de barítono a la vez
que Dunrik se iba acercando al fuego
de la forja.
En la antigüedad cuando la
oscuridad dominaba la
tierra,
Grimnir se dirigió al norte con
su hacha en las manos.
Hacia las inmensidades
asoladas, como estaba
escrito,
para matar demonios, bestias y
dioses malignos muy
odiados.
***
—Se hizo un juramento —dijo Uthor,
dirigiéndose al grupo, menos de la
mitad de los que habían abandonado
sus fortalezas para recuperar Karak
Varn.
Habían transcurrido varias horas
desde el sepelio de Dunrik y Uthor
había pasado ese tiempo consultando a
fondo con Thalgrim y Rorek. Halgar y
Gromrund también habían estado al
tanto de sus deliberaciones. Uthor
había querido que Emelda también
estuviera presente, pero la hija del clan
se había retraído después del paso de su
hermano a la Cámara de la Puerta y no
quería que la molestaran. En cuanto,
tomaron una decisión, Uthor le pidió a
Gromrund que reuniera al grupo a la
espera de su alocución.
Uthor se encontraba de pie en la
plataforma del maestro forjador, bajo el
arco, y todos los enanos estaban
situados debajo, divididos por clanes.
Los Martillobronce, Barbahollín,
Dedohierro y Corazónpedernal de
Zhufbar, de expresión sombría, cuyas
filas se habían visto mermadas por los
combates. Junto a ellos estaban los
Cejofruncido y los Rompepiedras del
Pico Eterno, alicaídos y hoscos. Estos
últimos llevaban el estandarte de los
Manofuego caídos en adusta
conmemoración. Gromrund se
encontraba entre ellos, ligeramente al
frente. El martillador sabía qué se
avecinaba y tenía el rostro severo. Azgar
permanecía en la parte posterior del
grupo, rodeado de sus compañeros
matadores. La Hermandad Sombría
seguía teniendo un aspecto tan feroz y
amenazador como siempre. Uthor hizo
caso omiso de ellos, y de Azgar,
mientras continuaba.
—Un juramento para recuperar
Karak Varn en nombre de Kadrin
Melenarroja, mi antepasado, y de Lokki
Kraggson…
El señor del clan de Karak Kadrin
miró a Halgar, que estaba a su lado
apoyándose en el mango de su hacha y
mirando con un marcado ceño a los
guerreros situados debajo.
—Para arrebatarles la fortaleza a las
viles alimañas que la habían infestado,
los mismos desgraciados que les
arrebatan su territorio a los dawis, que
les arrebatan sus mismas vidas a pesar
de que dominamos la montaña.
Se oyeron murmullos disonantes
tras esas palabras mientras todos se
mordisqueaban o mesaban las barbas,
escupían indignados o hacían rechinar
los dientes.
—No hemos cumplido ese
juramento.
El comentario de Uthor se vio
acompañado de sollozos y fuertes
lamentos. Algunos enanos empezaron a
golpear el suelo con los pies y hacer
chocar las hachas y las cabezas de los
martillos contra los escudos.
—Y hemos perdido Karak Varn.
Se alzaron gritos procedentes de las
filas posteriores, gruñidos de
descontento y consternación llenaron la
cámara, amenazando con
descontrolarse.
Uthor hizo un gesto pidiendo
silencio.
—Y sin embargo —continuó,
esforzándose para que se le oyera por
encima del ruido—, y sin embargo —
repitió mientras la fundición se calmaba
tras un gruñido de Halgar—,
obtendremos nuestra venganza.
Una gran ovación belicosa estalló
entre los enanos situados debajo y el
aporreo en los escudos comenzó de
nuevo junto con las patadas en el suelo.
El ruido retumbó como un trueno, de
pronto el grupo estaba eufórico y no
tenía en cuenta a sus enemigos.
—¡Si los dawis no pueden tener la
karak, entonces nadie la tendrá! —
continuó Uthor.
El estruendo se alzó en grandes
oleadas resonantes y las voces
apasionadas se hicieron más fuertes.
—Como ocurrió años atrás, volverá
a ocurrir. La fortaleza de Karak Varn se
inundará y todo lo que haya dentro
perecerá. —La mirada del señor del
clan era como el acero mientras
contemplaba a sus hermanos—. ¡Así lo
dice Uthor, hijo de Algrim!
Del fatalismo surgía el desafío y el
deseo de venganza. Estaba grabado en
el rostro de cada enano presente de
forma tan indeleble como si estuviera
tallado en piedra.
—Hijos de Grungni —bramó Uthor
—. Preparaos. Vamos de nuevo a la
guerra. ¡Por la furia y la destrucción! —
exclamó, sosteniendo el hacha de
Ulfgan en alto como símbolo de unión.
—¡Por la furia y la destrucción! —
respondió un retumbante estruendo.
ONCE
***
—Vamos a necesitar una cuerda —
exclamó Uthor por encima del
estruendo de la cascada.
Los enanos habían mantenido un
rumbo oeste constante como Ralkan les
había dicho que hicieran. Ya habían
cerrado varias compuertas, que Rorek le
había asegurado al señor del clan de
Kadrin que ayudarían a canalizar las
aguas de la inundación inferior hacia la
fundición. También habían cerrado una
serie de pozos empujando piedras
grandes en los cuellos para que hicieran
de tapón. Fue una labor dura y que les
llevó mucho tiempo, pero necesaria. El
camino los había conducido hacia abajo
después de eso, la Barduraz Varn se iba
acercando cada vez más hasta una
pared de roca vertical y una reluciente
cortina de agua que caía en cascada.
—¿Podemos rodearla? —gritó
Emelda, el increíble ruido del atronador
torrente amortiguó su voz.
—Es el único camino hacia las
plantas inundadas y la Barduraz Varn
—contestó Uthor observando la cascada
que caía desde el saliente en el que se
encontraban los enanos.
El saliente se estrechaba
bruscamente después de ahí, donde la
cascada comenzaba y lo había
desgastado. Por encima del borde, la
estruendosa agua caía hacia una
profunda sima oscura. Uthor se
imaginó la enorme extensión del Agua
Negra hinchándose muy por encima de
ellos, su fuerza era evidente incluso
aquí abajo, y se sintió insignificante.
Rorek desenrolló una cuerda que
llevaba en el cinto de herramientas, y la
blandió delante de Uthor.
—Esto aguantará. Una soga dawi no
se rompe fácilmente —dijo mientras el
rocío errante lo salpicaba y le
humedecía la barba con joyas de agua.
Le lanzó un extremo de la cuerda a
Uthor, que lo cogió con facilidad.
—Átatela alrededor de la cintura y
aprieta el nudo —le indicó Rorek, y
luego se volvió hacia Emelda—. Tú
deberías hacer lo mismo, milady.
Los enanos se situaron en fila de a
uno: primero Uthor, luego Emelda
seguida de Rorek, Henkil y por último
Bulrik. Despacio, con Uthor a la cabeza,
se dirigieron hacia la cascada.
Cuando Uthor tocó el angosto
saliente, sintió al instante la superficie
resbaladiza bajo las botas. Sería fácil
resbalar y caer hacia las interminables
profundidades que se extendían debajo,
con un bosque de rocas muy afiladas al
final del camino. El señor del clan de
Kadrin decidió no mirar hacia abajo. En
su lugar, rebuscó en la bolsa de cuero
que Rorek le había dado y sacó dos
clavos anchos de hierro. Sujetó uno con
la boca —el sabor del metal le resultó
tranquilizador— y estiró la mano para
clavar el otro en la roca vertical. Al
principio titubeó; no estaba
acostumbrado a los embates del agua y
retrocedió respirando con fuerza y con
la barba, la cara y el brazo empapados.
Luego se preparó y lo intentó de nuevo,
dando un paso más mientras lo hacía.
El agua gélida golpeó a Uthor,
privándolo de aliento y haciendo que le
castañearan los dientes mientras
luchaba contra la atronadora corriente.
El señor del clan se sacó un martillo
pequeño del cinto y hundió el clavo en
la pared, donde se agarró con fuerza.
Usando el clavo a modo de asidero,
avanzó con cuidado por el saliente un
poco más y clavó otro. Luego vino el
tercero y el cuarto, y Uthor llegó al
centro del saliente, donde una pequeña
grieta en la pared de roca le permitió un
momento de tregua del empuje de la
cascada.
Contuvo la respiración, plenamente
consciente de que los otros lo seguían
lentamente, y estaba a punto de
continuar cuando sintió un fuerte tirón
en la cuerda que llevaba atada a la
cintura. El señor del clan se volvió —las
botas le resbalaban sobre la roca
empapada— y vio que a Emelda se le
escapaba de los dedos uno de los clavos
y caía hacia atrás. La noble se
encontraba al alcance de la mano;
Uthor se estiró rápidamente hacia ella,
la agarró de la muñeca mientras se
debatía y tiró hacia él. La hija del clan
real chocó con el cuerpo de Uthor y los
dos cayeron hacia atrás, contra la
estrecha grieta en la pared de roca
respirando pesadamente.
—Muchas gracias —dijo Emelda.
Sus largas trenzas chorreaban
mientras parpadeaba para limpiarse las
gotitas de agua de los ojos. Una sonrisa
que estaba comenzando a formarse en
las comisuras de su boca se transformó
abruptamente en una mueca a la vez
que Uthor sentía que tiraban de nuevo
de ella hacia atrás. La sostuvo fuerte y
se aferró al clavo de la pared con todas
sus fuerzas, mientras intentaba ver qué
estaba ocurriendo. Al otro lado de la
cortina de espuma aparecieron unas
formas desdibujadas por un velo blanco
de agua y unos gritos amortiguados se
oyeron a través de la rugiente cascada.
***
Rorek observó, sin poder hacer nada,
cómo caía Bulrik. El enano de
Dedohierro tropezó con una roca y
resbaló. El estruendo de la cascada se
tragó su grito de muerte y su cuerpo se
perdió de vista en medio de las
revueltas brumas.
Prudentemente los enanos habían
dejado varios metros de cuerda entre
cada uno al anudársela alrededor de la
cintura, pero aún así Henkil sólo
dispuso de unos segundos para soltarse
o él también se hubiera perdido en la
oscuridad. El líder de los Cejofruncido
tiró frenéticamente del nudo que había
hecho. Los miembros de su clan
elaboraban cuerdas —había alardeado
de ello ante Rorek antes de descender
por la escalera— y, como tal, sabía
mucho de hacer nudos, tanto que se
había felicitado cuando había atado éste
en particular, sin pararse a pensar en
que podría tener que deshacerlo
apresuradamente.
A Henkil se le resbalaron los dedos
mientras la cuerda se iba tensando, y
levantó la mirada hacia el ingeniero al
darse cuenta de que todo estaba
perdido. El Cejofruncido fue arrancado
violentamente del saliente hacia la
muerte con Bulrik como ancla
involuntaria. La cuerda comenzó a
recogerse de nuevo. Al principio Rorek
sintió un tirón hacia delante, parte de la
cuerda suelta estaba amontonada
alrededor de su bota, pero luego se
apartó. Apretó la espalda contra la
pared de roca y afirmó las piernas: era
imposible que pudiera soportar el peso
de dos dawi con armadura completa.
Como la mayor parte del grupo, Rorek
llevaba varias hachas arrojadizas y,
mientras la cuerda colgante se tensaba
ante sus propios ojos, sacó una. Con
una plegaria a Grungni para que su
puntería pudiera ser certera esta vez,
arrojó el arma, que salió dando vueltas
hendiendo el agua y se clavó en el
saliente, cortando la cuerda con el
tiempo justo. Se quedó allí, firmemente
incrustada, mientras la cuerda cortada
desaparecía en medio de la penumbra,
detrás de Bulrik y Henkil.
***
—¿Queda mucho? —se quejó Hakem
mientras bajaba otro metro a través de
los estrechos confines del Salto de
Dibna.
Los enanos habían entrado en el
pozo a través de las minas. Iban
descendiendo poco a poco y luego se
dirigirían al túnel de desagüe, gracias a
la cuerda de Thalgrim, que estaba bien
amarrada arriba. La marcha había sido
dura; gran parte del pozo se había
hundido y en algunos sitios sobresalían
rocas afiladas donde los túneles
colindantes habían atravesado la pared
del pozo como si fueran arietes de
piedra. Por suerte, los antepasados de
Karak Varn habían construido una serie
de salientes cortos a intervalos en el
largo pozo. Gromrund aprovechó
gustoso esta muestra de inventiva
ingenieril y colocó las botas en el
afloramiento de piedra para tomarse un
respiro.
—No estoy seguro. Creo que
estamos más o menos a medio camino
—calculó el martillador, atisbando la
oscuridad que se extendía abajo, entre
sus piernas.
—En los salones de Barak Varr hay
elevadores dorados para subir y bajar
de las plantas —gimió Hakem,
luchando por soltar el garfio de la
cuerda mientras él también localizaba
uno de los salientes.
—Parece que vuelves a ser el de
antes —comentó Gromrund,
dirigiéndole una sonrisa irónica— si te
dedicas a alardear de la magnificencia
de tu fortaleza. ¿O sólo te quejas para
no ser menos que Halgar?
Hakem soltó una carcajada poco
entusiasta. La pérdida del martillo
Honakinn aún lo obsesionaba. El
recuerdo del arma desapareciendo en la
oscuridad y la posterior muerte de
Dunrik fueron como un repentino
cuchillo en su corazón y su expresión se
ensombreció.
Gromrund lo vio y apartó la mirada
hacia arriba, hasta donde Ralkan,
Thalgrim y los tres Barbahollín iban
descendiendo. Todos encontraron
rápidamente dónde apoyarse en los
salientes; aunque el alivio de Ralkan
resultó casi palpable.
—¿Cuánto tiempo podemos
descansar? —preguntó el custodio del
saber, jadeando, pues no estaba
acostumbrado a tales esfuerzos físicos,
mientras alzaba la mirada hacia el cielo.
Apenas creía que pudiera haber llegado
tan lejos.
—No mucho —contestó Gromrund
—, unos minutos, no más.
Thalgrim estaba en su elemento, al
igual que sus hermanos de clan.
Charlaban tranquilamente y
aprovechaban la oportunidad para
comer las raciones que llevaban en las
mochilas. Uno de los mineros incluso
columpiaba los pies por encima del
borde y dejó caer un pequeño trozo de
roca hacia la penumbra. Thalgrim giró
la cabeza hacia allí mientras chocaba
contra el fondo con un tintineo sordo y
lejano.
—Treinta y nueve metros con
noventa centímetros —le dijo el
buscavetas al resto del grupo—. Diez
centímetros más, diez centímetros
menos.
—¿Ves? —dijo Gromrund,
volviendo la mirada hacia Hakem—. Ya
tienes tu respuesta.
Hakem frunció el entrecejo.
—No hay duda, igual que el
barbalarga —murmuró Gromrund
entre dientes.
***
Thalgrim fue en cabeza el resto del
descenso por el Salto de Dibna. Parecía
que la oscuridad era particularmente
densa allí y él y el resto de los
Barbahollín encendieron las velas que
llevaban pegadas a los cascos de minero
para iluminar el camino. No hubo más
paradas y, después de lo que les
parecieron varias horas más a algunos,
llegaron al final del pozo.
El buscavetas cayó con un chapoteo
sordo. El agua le llegó a los tobillos y le
mojó la falda de malla de la armadura.
Aquella planta estaba parcialmente
inundada. Avanzó pesadamente por el
agua para dejarles sitio a los otros y
contempló maravillado los inmensos
salones subterráneos situados en los
niveles habitables más bajos de Karak
Varn. Enormes arcos recorrían el techo
curvo a intervalos precisos, y resistentes
columnas talladas con escritura túnica y
las imágenes de bestias fabulosas lo
sostenían en alto.
El silbido de las llamas captó su
atención. Comprendió que se trataba de
su vela y estiró el cuello para observar la
sección del techo que tenía justo
encima. Un líquido goteaba de manera
intermitente de una grieta poco
profunda: era evidente que había una
bolsa de agua aislada atrapada al otro
lado, intentando abrirse paso. Thalgrim
sintió que el repentino impulso de
echar a correr se apoderaba de él.
—¿Por dónde, custodio del saber?
—preguntó, volviéndose hacia el grupo,
cuyos miembros ya habían salido del
pozo.
Se encontraban en una confluencia
de cuatro túneles y los caminos que se
perdían parecían todos iguales.
Ralkan contempló cada camino con
el entrecejo fruncido, intentando
recordar.
—Pensaba que sabías cómo llegar al
aliviadero —dijo Hakem mientras le
dirigía una mirada furtiva a Gromrund.
El custodio del saber se rascó la
cabeza. La mayor parte de los túneles
estaba dañada: columnas que se habían
venido abajo sobresalían del agua como
islas de piedra en miniatura y parte de
esa decoración de los arcos se había
desprendido, dejándolos como si los
hubieran roído. No era así como Ralkan
lo recordaba, aunque ya había visto la
desolación antes.
—Iremos al norte —anunció al fin,
señalando uno de los túneles.
—Por ahí está el sur —repuso
Thalgrim con expresión de perplejidad.
—Al sur, entonces —contestó el
custodio del saber de modo un tanto
vacilante—. Vamos, la rejilla no está
lejos —añadió y comenzó a descender
pesadamente por el túnel.
—Pues al sur —murmuró Hakem,
intercambiando una mirada de
preocupación con Gromrund mientras
los enanos seguían al custodio del
saber.
***
El nauseabundo hedor de los skavens
resultó agobiante cuando llegaron a la
entrada de las madrigueras; Azgar y los
otros no necesitaron la nariz del
barbalarga para olerlo.
Halgar se sacó el hacha del cinto
despacio y en silencio mientras se
acercaba a la cámara de los hombres
rata. Azgar se encontraba al lado del
barbalarga y éste se volvió hacia el
matador; primero se llevó el dedo a los
labios y luego le mostró la palma de la
mano al matador en un gesto para que
esperase. El barbalarga se acercó
calladamente al umbral de la estancia
—su sigilo era increíble para un enano
de su edad y con semejante armadura
— y atisbó dentro.
La madriguera skaven estaba
situada en una caverna grande y
toscamente excavada de unas
trescientas barbas en cada dirección.
Había una serie de plataformas de
piedra elevadas, y Halgar también se
fijó en que varios pozos profundos se
abrían en el centro de la cámara. Unos
guardias permanecían alrededor de los
mismos, vestidos con agrietadas túnicas
de cuero negro y portando lanzas de
hoja gruesa: debía tratarse del recinto
de parto, donde las abotagadas hembras
skavens se atiborraban con la carne de
los muertos y producían crías de
hombres rata mutantes. Esa idea hizo
que al barbalarga se le revolviera el
estómago y aferró el mango de su hacha
para tranquilizarse. Había dos guardias
más sentados cerca de la entrada cuyos
hocicos se movían, pero que por lo
demás estaban ajenos a la presencia de
Halgar.
Esclavos dormidos ocupaban la
mayor parte del resto del espacio,
amontonados unos sobre otros en
masas de pelaje y tela, y parcialmente
ocultos por una bruma baja y cargada
de azufre. Halgar notó que salía de los
recintos de parto.
Reinaba un ambiente lánguido y
casi comatoso. Había pilas de
excrementos por todas partes junto con
huesos y otros desechos. Las paredes
estaban manchadas de orina y el aire
estaba impregnado de sudor, además
del hedor de la niebla sulfúrea, que
hizo que le picaran las fosas nasales.
Halgar ya había visto suficiente y
retrocedió junto a sus hermanos, que lo
aguardaban.
El barbalarga le hizo una seña a
Thorig para que se acercara y el enano
de Zhufbar lo hizo rápidamente. Halgar
asintió y Thorig cogió la bolsa que había
estado llevando desde que habían
salido de la fundición. Hurgó y sacó
una bola de cobre y hierro del tamaño
de un puño. A la parpadeante luz de la
antorcha se podía ver una tenue
juntura que recorría la circunferencia
de la bola, una bisagra en un extremo y
lo que parecía ser un cierre de resorte
en el otro. Un pico sobresalía de un
hemisferio con un corto trozo de cordel
asomando de él.
Halgar cogió la bola en la mano, la
inclinó y el sonido metálico del líquido
chapoteando dentro se pudo oír muy
débilmente. El barbalarga miró al enano
de Zhufbar enarcando una ceja.
—Zharrum —susurró Thorig con
un brillo en los ojos—. La mezcla de
hollín y aceite es especialmente volátil
cuando se la expone a una llama —
añadió, repitiendo las palabras de
Rorek.
—A tu hermano de clan lo acabarán
pasando por la rueda —rezongó Halgar
en voz baja.
Thorig se encogió de hombros y les
pasó una bola a cada uno de los otros
enanos. Luego cogió la tea llameante
que le ofreció Azgar y la aplastó contra
el suelo, hasta que sólo quedaron
brasas. El matador los condujo entonces
hacia la entrada de la madriguera.
Un débil borboteo de sangre y los
dos skavens situados en la entrada de la
caverna acabaron muertos degollados.
Azgar y Halgar dejaron a sus presas en
el suelo casi en perfecta sincronía y
comenzaron a adentrarse furtivamente
en la cámara. Los enanos avanzaban en
fila de uno, con Halgar a la cabeza,
trazando una senda a través de los
esclavos dormidos. Si alguno de ellos
despertaba y conseguía dar la voz de
alarma, entonces los enanos se verían
rápidamente rodeados y luchando por
sus vidas.
Azgar iba después del barbalarga,
mirando a derecha e izquierda, en
busca de algún indicio de movimiento y
sosteniendo baja el hacha. Estaba tan
concentrado en lo que tenía delante
que no vio la cola de rata que se
sacudió bajo su bota. El corpulento
matador la pisó y el esclavo al que
pertenecía habría gritado si no hubiera
sido porque Azgar bajó las manos como
un relámpago, enrolló la cadena del
hacha alrededor del cuello de la
criatura y se lo partió con un feroz giro.
Dejó el cuerpo en el suelo con cuidado
y los enanos siguieron adelante.
A medida que se acercaban a los
recintos de parto y los guardias que los
protegían, Halgar les indicó en silencio
que se desplegaran, aprovechando las
sombras y el soporífero estado de los
roedores para acercarse sigilosamente a
ellos. Había seis guardias en total, dos
por cada uno de los tres recintos y uno
para cada uno de los enanos: Halgar,
Azgar, Drimbold y la Hermandad
Sombría. Thorig se agachó, perdiéndose
de vista por temor a que las ascuas de la
antorcha despertasen a los skavens.
Cuando todos estuvieron en
posición, Halgar, que estaba en cuclillas,
se levantó y acabó con el primer
guardia. Uno de los miembros de la
Hermandad Sombría silenció al
segundo tapándole la boca con su
manaza y luego le partió el cuello.
Azgar y otro de sus matadores
surgieron de la bruma como antiguos
depredadores de las profundidades y
despacharon a los otros dos con la
misma mortífera prontitud. Drimbold y
el tercer matador acabaron con los
guardias restantes: uno con un
lanzamiento de hacha bien dirigido y
otro con el pincho de un hacha clavado
en la garganta. Drimbold fue tan
silencioso que los otros enanos ni
siquiera lo vieron ni oyeron acercarse.
Los matadores intercambiaron una
señal con la cabeza para confirmar que
la tarea se había completado y se
acercaron sigilosamente a los recintos
de parto.
Halgar atisbó dentro del profundo
pozo y casi le dan arcadas.
Sentada sobre su gordo trasero, con
sus lorzas de grasa derramándose unas
sobre otras, había una repugnante
madre skaven. La hembra abotagada
gimoteaba débilmente con las
esqueléticas patas extendidas
preparándose para expulsar otra cría
skaven más. Estaba rodeada de carcasas
óseas: se podían ver enanos, goblins e
incluso hombres rata. Una enorme
camada de diminutos roedores mamaba
con avidez de una multitud de
pequeñas tetillas rosadas que
sobresalían del torso de la madre rata.
Varios miembros de la camada estaban
muertos y algunas de las crías más
fuertes los estaban devorando
ruidosamente.
En un rincón del recinto había un
rudimentario brasero de hierro. Unas
densas nubes de vapor emanaban de él
mientras algún hediondo brebaje
skaven ardía en su interior: sin duda,
ésa era la fuente de la niebla sulfúrea.
Sujeto al borde del cuenco del brasero
había un tubo grueso que llevaba hasta
un conducto de metal fijado al hocico
salpicado de baba de la madre rata. A
juzgar por la naturaleza inerte de todos
los skavens que había en la cámara,
Halgar supuso que el gas se utilizaba
para sedar a las repugnantes criaturas
mientras parían.
También había esclavos skavens en
los pozos. Portaban largos palos de
madera con esponjas de aspecto
mugriento en los extremos. Mientras los
enanos miraban, los esclavos les daban
golpecitos con aire compungido a las
madres rata con las esponjas
empapadas, presumiblemente en un
intento de mantenerlas frescas durante
sus esfuerzos.
Halgar apenas pudo contener su
repugnancia y, mientras hacía una
mueca de asco, una de las madres rata
levantó hacia él sus ojos redondos y
brillantes y soltó un desesperado
chillido de advertencia. Los skavens
despertaron por toda la sala.
Halgar rugió y enterró un hacha en
el cráneo de la madre rata, abriéndolo
como si fuera una fruta demasiado
madura. Los esclavos skavens chillaron
primero horrorizados al ver el chorro de
sangre que salía del cráneo destrozado
de la madre rata y luego de rabia al ver
a los matadores arriba. Dejaron caer los
palos y desenvainaron unas espadas
oxidadas mientras echaban a correr
hacia una rampa de tierra que los
sacaría del pozo.
Thorig ya había salido a toda
velocidad de su escondite y había
encendido el zharrum de Azgar con las
ascuas de la antorcha. La mecha se
quemó con rapidez y el matador lanzó
la esfera dentro del pozo, donde estalló;
el cierre se soltó al hacer impacto y
roció un líquido llameante sobre los
esclavos y el cadáver de la madre rata.
El hedor del pelaje ardiendo y los gritos
desgarradores de los roedores
moribundos llenaron el aire mientras
Drimbold arrojaba también su zharrum
y el pozo se convertía en un cuenco de
rugientes llamas.
Halgar corrió hacia el segundo pozo
con dos de los miembros de la
Hermandad Sombría a la zaga. Uno de
los esclavos estaba saliendo del extremo
de la rampa de tierra con una siniestra
lanza en ristre. El barbalarga le dio una
patada en la entrepierna y envió a la
criatura de nuevo abajo, antes de tirar
su zharrum dentro tras él, envolviendo
el recinto de parto en llamas. El tercer y
último pozo ardió poco después,
cuando Thorig lanzó dos bombas de
fuego dentro antes de que ninguno de
los skavens de su interior pudiera
reaccionar. A través del fuego —que
estaba cargado de un grasiento humo
negro debido a la grasa corporal que
ardía— se podían ver las formas de las
madres rata retorciéndose y sus crías
cocinándose despacio. La fetidez rancia
de la carne de rata asándose hizo que a
Halgar le lloraran los ojos.
—¡Vamos! —ordenó—. Ya hemos
cumplido nuestra labor. Regresemos a
la fundición.
Los enanos se agruparon matando
esclavos a su paso. En la parte posterior
de la cámara se había congregado una
cohorte de ratas a las que no habían
visto antes y que blandían lanzas y
alabardas. Los roedores chillaron con
ferocidad y se abalanzaron sobre los
enanos con los hocicos llenos de
espuma. Thorig les arrojó una bomba
de fuego y la cortina de llamas redujo la
primera fila a teas. Pero una segunda
fila avanzó. Una lanza pasó volando
junto a la oreja de Halgar y se clavó en
la pared detrás de él con un sonido
sordo.
—¡Salid! ¡Salid ya! —exclamó,
volviendo a formar la carga en cuanto
los enanos se reunieron.
Azgar y los otros matadores fueron
delante, abriendo una senda a través de
la muchedumbre de esclavos que había
aparecido en su camino. Thorig iba tras
ellos y, con Drìmbold a su lado, el
enano de Zhufbar lanzaba más bombas
de fuego a discreción hacia la cámara,
decidido a arrasar los malditos nidos.
Mientras corría logró que las ascuas de
la antorcha cobraran vida y pronto la
tea estuvo llameando. Halgar formaba
la retaguardia y retrocedía con rapidez
mientras las ratas de los clanes se
acercaban a ellos; estaban tan furiosas
que pisoteaban a todo esclavo que se
interpusiera en su camino.
Los enanos pasaron a toda
velocidad entre sus atacantes skavens,
cruzaron el umbral de la enorme
caverna —que ahora estaba envuelta en
fuego— y salieron de nuevo al túnel.
Las ratas de los clanes casi se les habían
echado encima cuando Thorig se volvió
y metió la tea encendida dentro de la
cartera. Hizo a un lado la antorcha
usada, le dio vueltas a la bolsa ardiendo
por encima de la cabeza como si fuera
una honda y la lanzó hacia la entrada
del nido. Una enorme barrera de fuego
se alzó donde la bolsa chocó contra el
suelo; era tan densa y feroz que los
skavens que los perseguían se
detuvieron de golpe y se convirtieron
en siluetas borrosas al otro lado.
—Bien hecho, muchacho —lo
felicitó Halgar, y tosió para expulsar
parte del humo de los pulmones.
El enano de Zhufbar asintió
exhausto y se levantó el yelmo para
limpiarse el sudor de la frente.
—Pero no debemos entretenernos
—continuó el barbalarga, observando
las llamas que impedían que los
roedores los persiguieran de inmediato.
En ese mismo momento, apenas
apreciables entre el fuego, los esclavos
estaban lanzando tierra contra la pared
de fuego en un intento de extinguirlo
—. El destino nos aguarda —añadió
sonriendo.
Los enanos regresaron corriendo
por donde habían venido, con Azgar a
la cabeza, volviendo sobre sus pasos sin
el más mínimo error. Los miembros de
la Hermandad Sombría fueron los
únicos que se quedaron. Drimbold se
fijó en los guerreros que permanecían
inmóviles con aire de gravedad ante la
rugiente pared de fuego y con las
hachas preparadas.
—¡Vamos, los roedores irán tras
nosotros enseguida! —les gritó el enano
gris, aminorando el ritmo de huida.
Azgar vio que Drimbold titubeaba y
regresó para arrastrarlo hacia delante.
—Pero los van a masacrar —
protestó el enano gris.
—Como juraron —dijo Azgar—.
Sabían cuál era su parte en esto. Su
sacrificio entretendrá a los roedores el
tiempo suficiente para que nos
preparemos en la fundición.
—Son tus guerreros, ni siquiera te
has despedido de ellos.
—Nosotros no hacemos eso —
contestó Azgar—. Van al encuentro de
una muerte honorable. —El tono del
matador era casi nostálgico—. Pronto
los recibirán en el salón de Grimnir
para librar la batalla eterna —añadió,
clavando una mirada glacial en
Drimbold—. Los envidio, enano gris.
***
—Esto no es cómo lo describió el
custodio del saber —comentó Rorek
mientras se rascaba la cabeza.
—Aunque lleva el nombre del
maestro cervecero —contestó Uthor,
señalando una placa de piedra en la
que las palabras SALÓN DE
BRONDOLD: SU ARTE PARA
ELABORAR CERVEZA SERÁ
RECORDADO estaban grabadas en
khazalid—. Por aquí debe de ser por
donde Ralkan pretendía que fuéramos.
—Se parece más a un lago que a un
salón para beber —añadió Emelda.
Los tres enanos se encontraban
sobre una plataforma de losas de piedra
que caía en declive hacia una enorme
extensión de turbia agua verdosa de
varios cientos de metros de largo. La
opaca laguna estaba en calma, como
vidrio deslustrado, y de ella sobresalían
las partes superiores de unas columnas
que se alzaban hasta el alto techo.
Círculos espumosos lamían las
columnas donde éstas hendían la
superficie y se amontonaban en los
bordes de las paredes. Las antorchas
aún parpadeaban, justo por encima de
la línea de agua; una proeza increíble
dado que debían llevar encendidos
unos cincuenta años o más. Se trataba
de otro ejemplo del milagroso
combustible de los maestros de los
gremios enanos. La luz iluminaba
enormes cabezas de bronce que
pertenecían a estatuas sumergidas y
representaban a los antiguos maestros
cerveceros y los señores de la fortaleza.
Las puntas de sus barbas se hundían en
el rancio embalse.
Con excepción del elogio de piedra
dedicado al maestro cervecero muerto
mucho tiempo atrás, los numerosos
toneles de madera, barrilillos y jarras
que aún resistían en la maloliente agua
estancada, nada dejaba ver que éste
fuera el salón para beber que había
descrito Ralkan.
«—Llegaréis al Salón de Brondold a
través del portal septentrional —les
había indicado el custodio del saber—.
Bajo la pared sur hay una trampilla.
Aunque está, cerrada, os conducirá a
los túneles de drenaje situados debajo.
Cruzad este túnel y apareceréis en el
embalse de la Barduraz Varn».
Uthor recordaba las palabras
vagamente: Ralkan no había dicho nada
de un enorme lago imposible de cruzar.
Al contemplar la enorme extensión de
la inundación, se fijó en un esqueleto
de enano que se aferraba a unos
desechos flotantes como si fuera una
macabra boya. Era la primera vez que el
grupo veía a uno de sus hermanos
muertos en toda la fortaleza, salvo por
los restos del rey Ulfgan. Uthor sintió
un hormigueo de terror subiéndole por
la espalda al observar al enano muerto
meciéndose suavemente en la fétida
agua y recordó la reciente pérdida de
Bulrik y Henkil. Trató de sofocar el
recuerdo, pero no pudo impedir que su
mente regresara a aquellos
desesperados momentos en la cascada,
el pálido rostro de Rorek apareciendo
entre el agua con la noticia de las
muertes de los líderes de clan.
El resto del camino por el estrecho
sendero se había llevado a cabo en
silenciosa remembranza. Tantas
muertes y tan innecesarias. «Yo los he
condenado a este destino. Nos he
condenado a todos», pensó Uthor
mientras apartaba la mirada para
escudriñar la impenetrable oscuridad.
Una multitud de terrores ocultos que
podrían esconderse en las
profundidades del agua surgieron en su
mente. Todos los enanos habían oído
hablar de las bestias durmientes que
yacían en las entrañas del Agua Negra,
aguardando presas lo bastante estúpidas
para aventurarse allí.
—Dejemos este lugar lo antes
posible —sugirió Emelda en voz baja.
El señor del clan de Kadrin se volvió
hacia ella y vio la inquietud grabada en
su rostro.
—Sí —coincidió Uthor, cuyo adusto
humor disminuyó al ver su semblante
—. Pero ¿cómo vamos a cruzar? —
añadió, apartándose de la hija del clan
para situarse al borde de una magnífica
escalera que otrora había conducido al
jolgorio del salón pero que ahora se
había tragado un lodo verdoso—. No
veo balsas.
Uthor se puso en cuclillas y mojó un
dedo en el agua, extrayendo un fino
trozo de la turbia película que cubría la
superficie de la laguna artificial.
—No podemos ir nadando, es
demasiada distancia —contestó Emelda
mientras recorría con la mirada la
llanura de agua estancada.
—De todas formas no llegaríamos
lejos con armadura —apuntó Rorek—,
ni siquiera usando los barriles para
flotar.
El ingeniero estaba examinando una
estatua que se había derrumbado sobre
la plataforma de piedra; al menos la
cabeza decapitada y parte del torso lo
habían hecho. Le dio unos golpecitos
con un martillo pequeño que había
sacado de su cinto de herramientas y
un sonido sordo y vibrante resonó por
la cámara.
—Hueco —murmuró,
inspeccionando más detenidamente la
cabeza de la estatua.
La caída había causado un corte
limpio en el cuello y el ingeniero pudo
atisbar dentro de sus enormes límites.
—Quizás… Uthor, sí vamos a
necesitar esos barriles después de todo
—añadió a la vez que se volvía hacia el
señor de clan. El ingeniero le ofreció un
trozo de cuerda con un pequeño rezón
de metal atado—. ¿Alguna vez has ido
de pesca? —preguntó.
***
El zumbido de la cuerda girando
hendió el aire seguido de un chasquido
cuando Uthor la soltó. El lanzamiento
fue certero, pero el barril se hizo
pedazos con el impacto del rezón… otra
vez.
—Eres un guerrero nato, hijo de
Algrim —comentó Emelda, que había
estado observando los esfuerzos del
señor del clan durante varios
lanzamientos mientras Rorek se
entretenía con la cabeza de la estatua.
La noble no tenía ni la más mínima
idea de lo que estaba planeando el
audaz ingeniero, pero sabía a ciencia
cierta que no respetaría las restricciones
del Gremio de Ingenieros.
—Ni siquiera pescando barriles
puedes resistirte a asestar un golpe
mortal.
Uthor miró a Emelda con recelo, un
tanto alterado y sonrojándose. Estaba a
punto de intentarlo de nuevo cuando se
detuvo y se volvió hacia la hija del clan.
—¿Crees que puedes hacerlo mejor?
—inquirió mientras le ofrecía la cuerda
y el rezón, que ahora estaban cubiertos
del jabonoso residuo del agua
estancada.
Emelda sonrió y cogió la cuerda y el
gancho. A continuación, se acercó al
borde de la plataforma y comprobó el
peso de los objetos en las manos. Dio
un paso atrás, hizo girar la cuerda
trazando un arco amplio con la
facilidad que daba la práctica, y la
mugre que tenía pegada salió disparada
en un repugnante rocío. Entonces,
Emelda la soltó. Cayó justo detrás de
un barril.
—Buen intento —dijo el señor de
clan mientras sacaba levemente el
pecho e intentaba evitar que apareciera
una sonrisa en su rostro.
Emelda no mordió el anzuelo.
Simplemente recogió la cuerda
despacio, dejando que el rezón se
arrastrara por el agua y se enganchara
en el extremo del barril, y después lo
atrajo sin esfuerzo. Cuando el barril
chocó con el borde de la plataforma, se
volvió hacia Uthor.
—Hacía falta un toque más hábil —
explicó.
Uthor masculló entre dientes
mientras se agachaba para coger el
barril y dejarlo en la plataforma.
—¿Dónde has aprendido eso? —
preguntó Uthor mientras Emelda
lanzaba de nuevo y enganchaba otro
barril.
—Me lo enseñó mi padre —
contestó mientras arrastraba su pesca a
través del agua turbia—. Pescando en
los arroyos de montaña y lagos del Pico
Eterno.
—¿Te refieres al Gran Rey?
—No —contestó Emelda mientras
acercaba el barril al borde del agua para
que Uthor lo recuperase—. El Gran Rey
no es mi padre.
—Discúlpame, milady, cuando te vi
en la corte de Karaz-a-Karak, pensé…
—Mi padre está muerto. —La
cuerda se combó levemente en las
manos de Emelda mientras miraba a
Uthor—. Era el primo del rey. Cuando
lo mataron, el rey Skorri me convirtió
en su pupila, en reconocimiento a una
antigua deuda entre ellos.
—Dreng tromm —dijo Uthor,
inclinando levemente la cabeza en señal
de respeto—. ¿Puedo preguntar cómo
murió, milady?
—Estaba inspeccionando las tierras
mineras de nuestra familia y se produjo
un derrumbe en un túnel. Perdimos a
treinta valientes dawis ese día. Cuando
los prospectores recuperaron los
cuerpos, descubrieron que algunos de
los soportes estaban roídos y que había
una segunda sección de túnel
socavando el pozo superior.
—Roedores —supuso Uthor.
—Sí. —La expresión de Emelda era
de pena, pero también había enrojecido
de furia contenida—. Así que ya ves
que no vine sólo para asegurarme de
que los grandes días de Karak Ankor
regresaran, sino también por un agravio
personal.
Uthor guardó silencio y luego se
marchó cuando Emelda se volvió en la
otra dirección. Se acercó a Rorek para
averiguar qué iba a hacer con los
barriles. Emelda siguió lanzando y
recogiendo la cuerda y el rezón tras él
mientras le daba salida a su rabia.
***
—¿Tienes algún odre de cerveza? —
preguntó Rorek, que estaba
concentrado en un embudo de
destilación invertido colocado en un
armazón de metal.
—¿Intentas encontrar un modo de
cruzar la laguna bebiendo? —replicó
Uthor con una expresión de
desconcierto en el rostro mientras se
llevaba las manos al cinturón—. Toma,
aunque se secaron hace tiempo.
—Bien —respondió Rorek a la vez
que cogía sin mirar los odres que le
ofrecía Uthor—. No tiene sentido
desperdiciar la bebida —añadió,
trabajando meticulosamente.
—Éste es el último —dijo Emelda,
que apareció detrás de Uthor con un
barril más.
El señor de clan evitó mirarla a los
ojos, pues el peso de la pena de la noble
aumentaba la suya. Emelda dejó el
barril en el suelo. Cuando la hija del
clan le apoyó la mano en el hombro,
Uthor sintió que su humor mejoraba al
instante.
—Ya casi estamos listos —anunció
Rorek, interrumpiendo el silencioso
intercambio mientras se ponía en pie y
revelaba el artilugio en el que había
estado trabajando.
El pequeño embudo estaba
colocado sobre un diminuto fuego que
ardía con una llama al rojo vivo. Un
calor vaporoso emanaba de una taza de
metal de la que surgía el fuego, que casi
se introducía en uno de los odres de
cerveza de Uthor fijados al estrecho
tubo del embudo. Uthor abrió mucho
los ojos cuando, en cuestión de
segundos, el odre de piel se infló y se
hinchó con el vapor del calor.
Rorek se agachó satisfecho, sacó el
odre del tubo y lo taponó rápidamente.
Entonces se llevó el odre al oído.
Desconcertado, Uthor intercambió
una mirada de preocupación con
Emelda.
—Por el trasero de Grungni, dime
que no estás intentando conversar con
ese odre. Pensaba que el buscavetas era
el único propenso a esas locuras.
—Estoy intentando oír si se escapa
algo de aire —explicó Rorek y luego
bajó el odre para mirar de nuevo a
Uthor—. No se escapa nada.
—Estoy seguro de que es fascinante
—comentó Uthor—, pero ¿cómo va a
ayudarnos esto a cruzar la laguna?
—Por sí solo —les dijo Rorek—.
Necesitamos eso.
El ingeniero señaló la cabeza de la
estatua de bronce. El enano de Zhufbar
había atado todos los barriles que había
recuperado Emelda, salvo el último, a la
parte exterior y había abierto un
agujero en la misma cima del yelmo de
la estatua lo bastante ancho para que
pasara una cuerda.
—¿Has estado comiendo frongol,
ingeniero? —preguntó Uthor, mirando
fijamente la gigantesca cabeza de
bronce.
—Aparta —gruñó Rorek, que pasó
junto al señor del clan pisando con
fuerza y mascullando entre dientes.
Cuando llegó al borde de la
plataforma, descolgó la ballesta.
—Más te vale que no apuntes esa
cosa cerca de mí —le advirtió Uthor.
Rorek hizo caso omiso de la
provocación y rebuscó en su abultado
cinto de herramientas. Encontró lo que
estaba buscando y lo sujetó a la ballesta
mediante el ingenioso mecanismo
dentado. Tras hacer retroceder la
munición mediante el trinquete, el
ingeniero se preparó y apuntó con
cuidado, levantando el aro de mira con
el pulgar. Apretó el gatillo y la ballesta
lanzó una flecha grande y parecida a un
arpón hacia el techo con un ondulante
trozo de cuerda tras ella. El grueso
proyectil de metal se clavó con una
sacudida de la piedra y tres puntas
afiladas surgieron de un compartimento
oculto en el interior del mango para
aferrarse a la roca como unas tenazas.
La cuerda estaba atada al otro extremo
del proyectil por medio de una pequeña
polea.
—Una flecha de rezón —explicó
Rorek, bastante orgulloso de si mismo
mientras enrollaba la parte suelta en las
manos hasta que la cuerda quedó tensa
—. Toma, coge esto —añadió,
pasándole una parte de la cuerda a
Uthor antes de atar el extremo opuesto
a la cabeza de la estatua.
—¿Y qué se supone que debo hacer
con esto, ingeniero?
—Tirar —fue la lacónica respuesta.
Uthor hizo lo que le indicó y
Emelda lo ayudó al darse cuenta de lo
que pretendía Rorek. El ingeniero sumó
sus músculos a la tarea y, a medida que
tiraban de la cuerda que pasaba a través
de la polea, la cabeza de la estatua se
fue poniendo derecha despacio y luego
se levantó del suelo.
—Seguid —gruñó Rorek, apretando
los dientes, pues la cabeza de bronce
pesaba una barbaridad.
Mientras subía más alto, el peso de
la estatua quedó colgando sobre la
laguna.
Una vez satisfecho con la altura,
Rorek gritó:
—¡Alto! —Y añadió—: Aguantadla
ahí.
El ingeniero soltó la cuerda antes de
coger el extremo libre que se
amontonaba detrás de Uthor y Emelda.
Luego lo ató alrededor de los restos
superiores de la estatua que aún
descansaban sobre la plataforma hasta
que la cuerda quedó tensa.
—Ahora —dijo Rorek— soltadla
despacio.
Uthor y Emelda hicieron lo que les
pidió. Con un violento chirrido de
metal mientras se tensaba más en su
punto de anclaje, la cabeza de la estatua
descendió bruscamente unos cuantos
centímetros antes de detenerse. Rorek
se limpió el sudor de la frente.
—Aguanta —anunció.
—Ya lo veo, ingeniero —respondió
Uthor—. ¿Qué quieres que hagamos
ahora?
—Ahora vamos a mojarnos —
contestó Rorek, volviéndose hacia ellos.
***
Uthor se ató un improvisado cinturón
de odres de cerveza inflados alrededor
de la cintura y el pecho mientras se
preparaba para descender por la
magnífica escalera y entrar en la
repugnante agua.
—Este atuendo carece de honor —
protestó—. Si me muero y mis
antepasados me encuentran así, habrá
un ajuste de cuentas contra tu clan y tú,
ingeniero.
—Sin eso te hundirás como una
piedra con la armadura —contestó
Rorek—. Y, entonces, ¿dónde quedaría
tu honor?
Uthor refunfuñó y empezó a bajar
los peldaños. Emelda aguardaba el
resultado con aire pensativo detrás de
él.
Unos cuchillos gélidos se le
hundieron en las piernas mientras el
señor del clan de Kadrin vadeaba por el
agua. Ya le llegaba a la cintura y la
hedionda película que envolvía la
laguna se separaba ante él como
telarañas pegajosas. Al final encontró el
coraje para adentrarse en las
profundidades. Uthor sintió el peso de
su armadura arrastrándolo hacia abajo,
en dirección a la oscuridad y, durante
un momento, se dejó llevar por el
pánico mientras buscaba el borde de la
plataforma, intentando salir.
—No te sacudas o te hundirás y te
ahogarás —le dijo Uthor con tono
brusco.
—Eso es fácil de decir en tierra
firme —respondió Uthor, escupiendo
agua—. Ya he hecho mi dunkin… Los
dawis no están hechos para el agua.
Uthor inspiró, escupió el turbio
líquido de la boca y logró calmarse y
extender los brazos como Rorek le
había enseñado. Se apartó un poco del
borde y, aunque le pareció increíble,
descubrió que se mantenía a flote.
—Por la barba de Grimnir, no
puedo creer que funcione —musitó
Uthor aliviado y escupiendo todavía,
pues los odres de cerveza apenas le
mantenían la cabeza y los hombros por
encima de la línea de agua.
—Ni yo —murmuró Rorek.
—Habla más fuerte —gruñó Uthor,
cabeceando como un corcho en sopa y
utilizando los brazos a modo de remos
para situarse despacio debajo de la
cabeza hueca de la estatua que colgaba
en lo alto.
—He dicho que ahora puede
intentarlo milady.
Uthor refunfuñó un poco más y
luego guardó silencio mientras esperaba
a que Emelda, que iba cargada de modo
parecido con odres de cerveza inflados,
se reuniera con él en el agua.
Rorek fue en último lugar. Dio la
impresión de que el ingeniero casi
disfrutaba del baño. Los tres se situaron
bajo la sombra de la cabeza colgante de
la estatua y levantaron la mirada hacia
su enorme espacio hueco. El ingeniero
hurgó en el agua, buscando algo en su
cinto, y al final sacó un hacha.
—Dame eso —le esperó Uthor—, lo
más probable es que tú nos dieras a uno
de nosotros.
Rorek se ruborizó y le pasó el arma
a Uthor.
—Más vale que tengas razón en
cuanto a esto, ingeniero —le advirtió
Uthor mientras sostenía el hacha en
una mano—. Ahora verás el golpe
mortal —alardeó, guiñándole el ojo a
Emelda.
Uthor lanzó el arma con un
gruñido. El arma arrojadiza giró por el
aire y cortó la cuerda atada en dos,
haciendo que la cabeza hueca de la
estatua descendiera bruscamente hacia
la tierra. En el instante previo a que el
enorme objeto se hundiera en el agua,
los tres enanos se apiñaron por instinto.
Uthor se fijó en que Rorek tenía los ojos
cerrados y los dedos cruzados.
—Por las bolas de Grungni… —dijo
entre dientes mientras la cabeza de la
estatua se estrellaba contra el agua.
—Esperad, oigo algo —murmuró
Hakem mientras se acercaba poco a
poco al extremo del túnel para atisbar
por la esquina curva.
Al final de un corredor corto y
ancho estaba la rejilla de desagüe. Dos
imponentes martilladores hechos con la
misma roca de la montaña montaban
guardia ante la enorme puerta que
dominaba toda la pared posterior del
túnel. Sus martillos eran parte del
mecanismo propiamente dicho que
dejaba pasar el agua. En ese mismo
momento estaban apretados: era
evidente que la Barduraz Varn seguía
cerrada.
Había unos enormes piñones de
hierro con dientes anchos y gruesos
atornillados a la pared que daba a la
izquierda y una apabullante serie de
cadenas entrelazadas y émbolos unidos
trasmitían sus movimientos al
funcionamiento interno de la rejilla.
Al lado de la inmensa estructura,
que los hacía parecer diminutos, había
una pequeña cohorte de roedores a los
que estaba claro que habían enviado a
proteger la rejilla. Se trataba de una
docena de raras de los clanes y dos
ingenieros del clan Skryre que portaban
otro artefacto lanzallamas similar al que
había causado tantos estragos en el
Amplio Camino Occidental.
Hakem volvió a rodear la curva
hasta donde estaban esperando los
otros.
—Doce guardias —informó el
enano de Barak Varr, que se había
mostrado cada vez más taciturno y
pugnaz desde la pérdida del martillo
Honakinn.
Gromrund hizo crujir los nudillos y
preparó su gran martillo mientras
chapoteaba con aire resuelto.
—No hay tiempo para esto, pero no
queda más remedio —dijo con total
naturalidad.
Hakem lo detuvo.
—También cuentan con algún tipo
de máquina mágica.
—Bah —resopló Gromrund,
pasando con paso firme junto al señor
del clan mercante—. La ingeniería
skaven es ordinaria y poco fiable. Sin
duda fallará antes de que pueda causar
ningún daño.
Hakem le bloqueó el paso otra vez.
—Hazte a un lado, ufdi —soltó
Gromrund con irritación—. No te
ensuciarás la barba en esta pelea —
añadió, aunque después de pasar por el
pozo de la mina todo el skorong estaba
tan cubierto de hollín que de todas
formas sería difícil notario.
—He visto sus efectos con mis
propios ojos —advirtió Hakem sin
apartar la mirada—. Y es mortífera. La
armadura, sin ir más lejos, no sirve de
protección contra ella. Quedar reducido
a cenizas por el fuego mágico de los
skavens no es una muerte honorable.
Gromrund se echó atrás y plantó la
cabeza del martillo en el suelo para
poder apoyarse en el mango.
—Y bien, ufdi, ¿qué vamos a hacer?
¿Esperar aquí hasta que los roedores se
mueran de aburrimiento?
—Atraerlos y mermar sus filas. —La
voz de Thalgrim rompió la creciente
tensión.
Hakem y Gromrund se volvieron
para mirar al buscavetas, en cuyo rostro
apareció una sonrisa salvaje. Se levantó
el yelmo y, de inmediato, un olor acre
aunque no del todo desagradable asaltó
a los enanos.
—Chuf de la suerte —explicó
Thalgrim mientras sostenía el trozo de
queso en la mano.
Ralkan abrió mucho los ojos al
verlo, plenamente consciente de los
rugidos de su estómago.
—A los skavens les gusta —añadió
Thalgrim con tono sombrío y
decidiendo no mencionar sus sospechas
acerca de la emboscada, Thalgrim se
metió el resto del trozo en la boca, lo
masticó un momento y luego se lo
tragó, saboreándolo.
Ralkan hundió los hombros, sus
tripas rugían, aparentemente
inconsolables. Gromrund se quedó
atónito.
—¿Estás loco, buscavetas? Te acabas
de comer nuestro cebo.
—No quería desperdiciarlo —
contestó Thalgrim, lamiéndose las
encías y los dientes en busca de
cualquier rastro que pudiera quedar del
antiguo queso—. Además, no lo he
desaprovechado —añadió y exhaló con
fuerza en la cara del martillador, que
sintió arcadas de inmediato.
—Muy bien —dijo Gromrund,
levantando la mano para protegerse de
futuras emisiones—. Ve a hacer lo que
debas. Tú quédate atrás, custodio del
saber —le indicó a Ralkan, que lo
complació encantado.
Thalgrim asintió y se fue acercando
sigilosamente al extremo del túnel
curvo. En cuanto llegó al final, atisbó
una vez para comprobar que los
guardias skavens aún seguían allí y
luego les echó el aliento, que olía
intensamente a chuf, con la esperanza
de que la ligera brisa lo llevara. Observó
en silencio desde las sombras,
plenamente consciente de los otros
enanos que aguardaban detrás de él
con las armas preparadas.
Al principio no pasó nada. Los
skavens simplemente parloteaban entre
ellos en voz baja en su estridente
lengua. Pero entonces el hocico de una
de las ratas de los clanes se agitó y
olfateó el aire. Luego otra hizo lo
mismo y después otra. Se oyó una serie
de chillidos frenéticos y varios roedores
abandonaron sus puestos para seguir el
empalagoso hedor que flotaba hacia
ellos.
Thalgrim les envió otra ráfaga por si
acaso y después se retiró al otro lado de
la esquina.
—Ya vienen —susurró mientras se
descolgaba la piqueta.
Los enanos se pegaron a las
sombras, manteniéndose en el mismo
borde del túnel. El sonido chapoteante
de patas con almohadillas llegó hasta
ellos, aproximándose a cada segundo
que transcurría.
Thalgrim contuvo la respiración
cuando vio aparecer a la primera rata
por la esquina. Aunque le pareció
increíble, el skaven tenía los ojos
pequeños y redondos cerrados y usaba
sólo el olfato para orientarse mientras
rastreaba el olor del chuf. Tras él iban
cuatro de sus hermanos infestados de
pulgas empuñando una mezcolanza de
lanzas, espadas y alabardas de aspecto
más pesado.
Los enanos atacaron en cuanto
todos hubieron cruzado el umbral del
túnel. Thalgrim destrozó el cuello de
una de las ratas desde atrás,
aplastándole la columna mientras se
desplomaba con un gimoteo. Otra cayó
debido al hacha de Hakem, la hoja
abrió una profunda herida en el vientre
de la rata a través de la que se le
escaparon las entrañas. La criatura miró
atónita al enano mientras intentaba
recoger sus órganos. Uno de los
Barbahollín le hundió el pico en la
frente para hacerla callar. Gromrund
mató a otras dos: a una la asfixió con el
mango de wutroth de su gran martillo y
a la segunda la aporreó con la cabeza
del martillo. El resto de enanos
Barbahollín le asestó numerosas
cuchilladas al último skaven, cuya lanza
cayó de sus dedos laxos antes de que
pudiera contraatacar.
—Rápido y limpio —comentó
Gromrund mientras se limpiaba un
chorro de sangre del peto~. Eso deja
siete, más la máquina de guerra.
—Ocupémonos de ellos ahora —
murmuró Thalgrim—. Sólo tendrán
tiempo para un disparo.
Los roedores habían captado el olor
a sangre y estaban chillándose unos a
otros agitadamente mientras señalaban
hacia el túnel.
—¡Por Grimnir! —bramó
Gromrund, que no pudo contener la
fiebre de la batalla y dobló la esquina
corriendo para enfrentarse a sus
enemigos.
Los otros lo siguieron —todos salvo
Ralkan, que aguardó el resultado de la
escaramuza— realizando sus
juramentos por el camino.
Los aullantes skavens los apuntaron
con sus lanzas y espadas mientras los
enanos cargaban. Luego se separan para
dejar pasar el cañón de fuego. El
potente rugido de las llamas se tragó las
carcajadas estridentes de los ingenieros
del clan Skryre mientras le daban
rienda suelta a su máquina de guerra
con regocijo e iluminaban el túnel con
una cegadora llamarada de intensa luz
verde. Thalgrim se echó a un lado,
derribando a Gromtund, pero dos de
los Barbahollín acabaron envueltos en
la mortífera conflagración y murieron
gritando.
El martillador se levantó del agua y
rechazó una lanzada con el mango del
martillo antes de romperle de una
patada la espinilla a su agresor.
Despachó a la rata con un golpe en el
cráneo. Una baba roja manó de la
cabeza destrozada del roedor mientras
éste languidecía en el agua.
Hakem, que se encontraba muy
cerca, lanzó su escudo como si fuera un
disco contra el cañón de fuego. La
improvisada arma le cortó la cabeza al
primer ingeniero y se hundió en el
pecho del segundo. Con tales heridas,
los dos cayeron de espaldas, salpicando
agua en medio de un charco de sus
propios fluidos.
Se oyó un grito ahogado cuando
una lanza atravesó el cuello del último
Barbahollín. Un corpulento skaven
desprendió el cadáver del enano de la
hoja antes de volverse contra Thalgrim.
El buscavetas esquivó un feroz golpe y
se agachó para estrellar la cabeza de su
piqueta contra la barbilla de la criatura.
El roedor retrocedió tambaleándose,
aturdido. Sin embargo, escupió una
línea de sangre y mocos, recobró la
compostura y se abalanzó sobre
Thalgrim de nuevo. Una borrosa
mancha de acero detuvo el ataque y la
criatura salió despedida contra la pared
a la vez que un hacha le golpeaba el
torso con un ruido sordo. El buscavetas
se volvió, vio a Hakem gruñendo
mientras el roedor se desplomaba y se
quedaba inmóvil, y lo saludó con la
cabeza en señal de gratitud. El señor del
clan mercante le devolvió el gesto con
aire grave.
Todos los skavens estaban muertos.
Gromrund acabó con el último,
aplastándole el cráneo con la bota
mientras la criatura trataba de alejarse
arrastrándose por el agua. Escupió sobre
el cadáver al terminar y luego se volvió
hacia los otros.
—Aun así fueron buenas muertes
—comentó mientras contemplaba los
cadáveres carbonizados de los dos
Barbahollín y el flotante cuerpo
atravesado del otro.
—Debemos encontrar un modo de
estropear el mecanismo —dijo Hakem
con frialdad, volviendo al asunto que
los había llevado allí—. Y creo que sé
cómo.
Los otros dos enanos siguieron su
mirada hasta los ingenieros del clan
Skryre, que seguían sacudiéndose, y el
cañón de fuego que aún llevaban sujeto
al cuerpo con correas.
—Cuidado… —advirtió Thalgrim
mientras levantaba con precaución el
ancho tubo del cañón skaven donde se
guardaba la volátil mezcla—. Muy
despacio.
—Asquerosos roedores, dudo que
consiga quitarme alguna vez el hedor
de la barba y la ropa —se quejó Hakem,
que transportaba a uno de los
ingenieros muertos del clan Skryre tras
haberle arrancado el escudo del cuerpo
destrozado.
—Considérate afortunado,
mercader —replicó Gromrund mientras
arrastraba el otro cadáver a la vez que
intentaba arquear el cuello lejos de su
repugnante carga—. ¡El mío no tiene
cabeza!
Entre los tres, los enanos lograron
mover la voluminosa máquina de
guerra skaven y su dotación en estado
de descomposición hasta la red de
piñones y pistones que formaban el
mecanismo del aliviadero. Ralkan —al
que habían llamado en cuanto el
combate terminó— estaba con ellos
sentado en un trozo de roca que se
había desprendido y sostenía en alto
una tea encendida. El custodio del
saber permanecía al margen del pesado
trabajo físico y en su lugar estaba
anotando los nombres de los
Barbahollín muertos en el libro de los
recuerdos que descansaba sobre su
regazo.
—¿Estás seguro de que esto
funcionará? —protestó Gromrund, que
estaba a punto de meter todo el
repugnante grupo entre los enormes
dientes trituradores de los piñones.
—Sí, estoy seguro —gruñó
Thalgrim, un tanto ofendido por la
evidente falta de confianza del
martillador—. Los Barbahollín tenemos
una estrecha afinidad con la roca y la
piedra, eso es muy cierto, pero yo
también sé algo de obras de ingeniería,
maestro martillador —añadió el
buscavetas con indignación antes de
amontonar en el mecanismo el barril y
los diversos tubos y demás parafernalia
que llevaba sujetos.
—Vamos, rápido —indicó Thalgrim,
apartándose cuidadosamente y con
urgencia. Los piñones se detuvieron un
momento y un alarmante chirrido
surgió del mecanismo mientras
intentaba masticar carne, hueso y
madera—. No aguantará mucho —
añadió a la vez que cogía la antorcha de
Ralkan mientras los otros dos enanos
desaparecían de su línea de visión.
Entre tanto, el custodio del saber ya
había guardado el libro de los recuerdos
y él también estaba retrocediendo.
Thalgrim aferró la tea y la lanzó,
dando vueltas, contra el destrozado
cañón skaven, del que en ese mismo
momento estaba manando líquido
inflamable. Cuando arrojó la antorcha,
Thalgrim dio media vuelta y corrió
antes de zambullirse en el agua poco
profunda. Los otros siguieron su
ejemplo rápidamente. La llama prendió,
inflamando de inmediato las sustancias
químicas que había en el tubo y
devorando el rudimentario artefacto y
su dotación con avidez.
Un trueno retumbó cuando la
fuerza de la enorme explosión se
adentró en el túnel y se amplificó
mientras resonaba en las resistentes
paredes; fue tan potente que hizo vibrar
armaduras y dientes. Fragmentos de
roca desplazada se desplomaron en el
agua en los momentos posteriores, se
produjo una breve llamarada y las
motas de polvo cayeron como un velo
de piel.
Thalgrim fue el primero en asomar
la cabeza por encima del agua y
comprobar que todo había terminado.
—Despejado —anunció mientras
tosía en medio de una nube de polvo y
denso humo.
—¡Es una suerte que no estemos
muertos! —gritó Gromrund después de
escupir varios tragos de repugnante
agua—. Los oídos aún me zumban por
la explosión —añadió mientras se metía
un dedo en uno y lo sacudía.
—Por lo menos ha funcionado —
apuntó Hakem sin alegría.
El señor del clan mercante estaba en
pie y examinaba la carnicería que había
sufrido el mecanismo de desagüe.
—Dreng tromm —murmuró
Gromrund con voz entrecortada
mientras se situaba a su lado.
El resistente mecanismo enano, que
se había construido durante el reinado
de Hraddi Manohierro y había resistido
la cólera de los siglos e incluso había
soportado la Era de la Aflicción, estaba
destrozado. Una cicatriz ennegrecida
cubría una retorcida masa de metal y
piedra rota. Eso era lo único que
quedaba del gran dispositivo de los
ingenieros de Karak Varn.
Ralkan estaba fuera de sí y las
lágrimas de profundo remordimiento
no lo dejaban hablar. Todos los enanos
lo sentían: otra pequeña parte de Karaz
Ankor había sido destruida.
«¿Así es cómo va a terminar todo?
—pensó Gromrund—. ¿Los dawis nos
veremos obligados a arrasar nuestros
propios dominios?»
—Está sellado —sentenció Hakem,
interrumpiendo la solemne reflexión
del martillador—. Será mejor que nos
pongamos en marcha —indicó y se
apartó de aquel espectáculo de
destrucción.
—Frío es el viento que recorre tu
casa —dijo Gromrund mientras el señor
del clan mercante se alejaba.
Hakem no respondió.
—¿Cómo sabremos cuándo hemos
llegado a nuestro destino?
La voz de Uthor sonó metálica y
resonante en el interior del gigantesco
yelmo «de inmersión» que Rorek había
construido.
—Es sencillo —comentó el
ingeniero, que tenía tensos incluso los
músculos faciales mientras, junto con
sus compañeros, medio arrastraba,
medio empujaba el enorme yelmo
hueco de bronce—. O llegamos a la
trampilla de la pared sur o no. El aire
no durará indefinidamente aquí dentro.
Al oír eso, Uthor bajó la mirada
brevemente hacia el agua, que ahora le
llegaba a la parte superior del torso. El
nivel del agua había ido subiendo desde
que el yelmo había caído sobre ellos; el
descenso del mismo se había visto
detenido por los numerosos barriles que
Rorek les había asegurado que
proporcionaban flotación. No obstante,
los tres enanos aún tenían que tirar y
empujar el yelmo hacia delante,
raspando de vez en cuando la base
cortada contra las losas de debajo.
Gracias al ingenio del enano de
Zhufbar, los enanos pudieron atravesar
las turbias profundidades de la laguna a
través del Salón de Brondold en lo que
el ingeniero llamó un «sumergible». El
señor del clan de Kadrin no tenía ni la
menor idea de lo que significaba esa
palabra, ni ningún deseo de
descubrirlo. Lo único que sabía era que
había una bolsa de aire atrapada en la
parte superior del yelmo hueco que les
permitía respirar, mientras permanecían
sumergidos.
—Tus palabras son muy
reconfortantes, ingeniero —gruñó
Uthor.
—Habla menos —contestó Rorek—.
Sólo hay una cantidad limitada de aire
y cuanto más lo usemos, menos nos
quedará —añadió mientras señalaba la
línea de agua, que subía a ritmo
constante.
—Bah —refunfuño Uthor—. Los
dawis no están hechos para estar
sumergidos en una tumba de bronce y
hierro.
Emelda no dijo nada durante todo
el intercambio de palabras. El sudor le
perlaba la frente. No se debía al
esfuerzo, ella también era una guerrera
nata y estaba a la altura de cualquier
hombre. No, era por la aterradora
sensación de estar allí atrapada, en
medio de la acuosa penumbra, de que
su último aliento fuera un trago de
agua fétida y repugnante. No había
honor en ello. Mientras pugnaba, un
poquito más fuerte que Uthor y Rorek,
por llegar a su destino, examinaba el
interior hueco del yelmo de inmersión
con nerviosismo. Habían empezado a
aparecer fisuras diminutas en el
avejentado bronce y minúsculos hilitos
de agua salían débilmente por las
grietas más pequeñas. Una de esas
grietas se volvió más grande. Abrió la
boca para gritar una advertencia, pero
al principio no salió ningún sonido.
Desesperada, y con gran fuerza de
voluntad, encontró su voz.
—¡Se está rajando!
Rorek vio el peligro al instante y
redobló sus esfuerzos.
—Empujad —bramó, el timbre de
su voz sonó atronador y urgente—. La
pared sur no puede estar lejos.
Uthor lanzó un gruñido y empujó
con el hombro como pudo. Un chirrido
sordo, llegó a la superficie mientras los
enanos apoyaban su peso en un lado
del yelmo y lo ladeaban contra las losas
del suelo.
Jadearon y resollaron debido al
intenso esfuerzo. El nivel del agua
aumentó, llegándoles a los hombros.
Tras unos cuantos segundos más de
frenética actividad, les había alcanzado
el cuello.
—¡Con todas vuestras fuerzas! —
exclamó Uthor, estrellando el cuerpo
contra el lateral del yelmo gigante y
escupiendo agua.
Un silencio amortiguado llenó el
yelmo de la estatua cuando los enanos
consumieron el aire que les quedaba.
No era sólo su medio de supervivencia,
sino que también proporcionaba
flotabilidad adicional. Sin él, los tres
enanos soportaron todo el peso del
enorme yelmo de bronce.
Uthor sintió como si tuviera anclas
de plomo atadas a los tobillos a medida
que arrastraba un pesado pie delante
del otro, y su urgencia se vio malograda
de pronto con una desesperante
lentitud. Le ardían los pulmones,
quedaba poco aire en su cuerpo.
Entonces sintió que el suelo cambiaba
sutilmente bajo sus pies. Pisó fuerte y
algo se dobló y cedió debajo de él.
Intentó atisbar a través del agua turbia,
pero lo único que vio fue la oscuridad.
Alzó el hacha de Ulfgar. Fue como
levantar un árbol.
Las runas grabadas en la hoja
emitieron un brillo difuso, como una
almenara sumergida, cuando asestó un
golpe hacia sus pies.
El suelo se desprendió, anchos
fragmentos afilados entraron en el
yelmo, lleno de agua, y Uthor cayó.
Perdió de vista a Rorek y a Emelda en
medio de la pegajosa oscuridad teñida
de verde. Algo tiró de él, una potente
corriente propulsó al enano a Valaya
sabría dónde. Al principio salió girando
a toda velocidad, chocando con
obstáculos que no podía ver. Sintió un
repentino dolor en el costado cuando se
le clavó algo afilado e irregular.
Luchando duro, Uthor consiguió
orientarse y empezó a nadar
sacudiendo piernas y brazos con
determinación mientras el aire que le
quedaba se agotaba. Estaba en un túnel.
Era tan estrecho y reducido que sólo
podía tratarse del que Ralkan había
hablado. El camino parecía largo, y ante
la mirada borrosa de Uthor
comenzaron a aparecer puntos negros.
Pronto él también estaría perdido. Le
pesaban las piernas, los brazos parecían
colgarle sin fuerzas a los costados y lo
abrumó la sensación de estar cayendo,
hundiéndose en la oscuridad abismal…
Una luz brilló, tenue y pálida. El
aire entró, sin restricciones, en su
cuerpo mientras Uthor sentía que lo
sacaban de pronto del olvido y
emprendía una renovada existencia
tosiendo y escupiendo.
Una figura se erguía ante él, serena
y benévola, con los brazos extendidos y
acogedores. El largo cabello dorado caía
en cascada sobre sus hombros y un halo
le rodeaba la cabeza, bañándole el
semblante en su glorioso reflejo.
—Valaya… —musitó Uthor con los
ojos nublados y de un modo un tanto
incoherente.
—Uthor —dijo la figura.
Unos brazos fuertes sacudieron al
señor del clan de Kadrin.
—Uthor.
El tono era urgente pero bajo.
Emelda estaba agachada sobre él,
con el rostro crispado de preocupación.
Uthor recobró el conocimiento y se
dio cuenta de pronto de que Rorek le
sostenía la espalda. Había perdido el
yelmo por el camino y también el
escudo. Gracias a Grimnir, aún tenía su
hacha. Juntos, sus dos compañeros lo
mantenían erguido por encima del agua
poco profunda de un enorme y extenso
embalse. El embalse de Hraddi, justo
como el custodio del saber lo había
descrito. Habían llegado al
emplazamiento de la Barduraz Varn.
Uthor se puso en pie y descubrió
que el agua baja le llegaba a las rodillas.
—No te levantes —le advirtió
Emelda mientras Rorek se situaba en
silencio al lado de la noble, tan pegado
al suelo que la parte superior de sus
hombros atravesaba la línea de agua.
Uthor hizo lo que le indicaron y se
agachó al otro lado de la hija del clan.
—No estamos solos —susurró
Emelda mientras señalaba hacia el otro
extremo del enorme embalse.
Uthor siguió su gesto. Allí, justo
más allá del borde donde terminaba el
agua, en una plataforma de rocas y
tierra amontonadas hecha por los
roedores, los esclavos se afanaban y los
capataces encapuchados del clan Sluyre
parloteaban. Unos skavens de pelaje
negro y cubiertos de armadura que
portaban espadas curvas, y varios de sus
hermanos más pequeños, equipados
con lanzas, daban vueltas por allí en
cohortes irregulares. Otros dos
representantes del clan Skryre
permanecían cerca de los guardias
skavens más corpulentos, cubiertos con
túnicas mugrientas y portando báculos
de aspecto extraño que parecían estar
hechos de una profusión de burda
tecnología skaven. Una chisporroteante
energía recorría unos diodos giratorios y
unas horquillas prominentes. Uthor se
acordó del hechicero skaven al que se
habían enfrentado mientras huían de
Karak Varn meses atrás. Contuvo el
recuerdo de la muerte de Lokki
durante aquella aciaga retirada y volvió
a centrar la atención.
Por suerte, los hombres rata estaban
concentrados en su labor y no habían
visto salir a los enanos del río
subterráneo.
Uthor abrió mucho los ojos
mientras seguía recorriendo el lugar con
la mirada. Descubrió una gigantesca
construcción infernal que dominaba la
parte posterior de la inmensa cámara.
Unas enormes ruedas de madera
sujetas con rudimentarias tiras de cobre
y hierro estaban conectadas al altísimo y
destartalado dispositivo. Se movían con
rapidez gracias a los frenéticos esfuerzos
de los esclavos y las ratas gigantes
encerrados dentro.
Inquietantes relámpagos trazaban
arcos entre unos pinchos arriba, en lo
alto, mientras los látigos y los báculos
chisporroteantes de los representantes
del clan Skiyre urgían a los
desesperados esclavos a esforzarse más.
Entre tanto, al fondo, detrás de
montones de burdas torres y
plataformas de observación, grandes
pistones subían y bajaban, produciendo
un ruido sordo en un incesante
movimiento sincronizado, y el agua en
el que descansaba el dispositivo, donde
el improvisado terraplén skaven caía en
declive, se iba vaciando poco a poco.
—Que Valaya nos proteja —musitó
Uthor.
Se trataba de una bomba gigante.
Los roedores habían ideado un modo
de sacar las aguas de inundación de
Karak Varn. Le dio un vuelco el
corazón al percatarse de lo que había
detrás del vil artefacto skaven. Se
trataba de la gran compuerta
propiamente dicha: la Barduraz Varn.
***
Gromrund maldijo en voz alta cuando
se golpeó la cabeza por séptima vez
mientras Thalgrim y él trepaban por el
estrecho pozo del Salto de Dibna.
—La marcha te resultaría más fácil
si te quitaras ese yelmo, martillador —la
voz del buscavetas llegó hasta
Gromrund.
—Nunca me lo quitaré —fue la
cáustica respuesta del martillador, al
que el yelmo de guerra de sus
antepasados seguía resonándole en los
oídos—. Algunos juramentos no se
pueden romper —añadió en un
murmullo.
Habían dejado a Hakem y Ralkan
atrás, esperando en el cruce bajo el
altísimo pozo por el que los dos enanos
avanzaban penosamente en ese
momento. Ralkan no estaba en
condiciones de subir, el libro de los
recuerdos era una carga demasiado
pesada, y con sólo una mano una
escalada resultaba demasiado difícil
para Hakem. Además, como había
farfullado cuando Thalgrim y
Gromrund habían partido, alguien
debía quedarse atrás y proteger al
custodio del saber. La primera parte de
la ascensión se había llevado a cabo
mediante la cuerda del buscavetas, que
estaba atada al pozo minero del
Apeadero Cortarrocas; la segunda
implicaba subir un tramo de gruesa
cadena que colgaba de la Cámara de
Dibna, sin duda se trataba de un
vestigio de cuando allí había la jaula de
un elevador.
Thalgrim trepaba palmo a palmo,
rápido y seguro gracias a la práctica. El
buscavetas parecía doblarse y
balancearse, apartándose del camino de
toda peña saliente y toda punta de roca,
aunque la ruta hacia arriba estaba libre
de obstáculos en su mayor parte.
A Gromrund le resultaba más difícil
avanzar con su armadura, mucho más
pesada, y el gran martillo le golpeaba la
espalda mientras escalaba. Resbaló más
de una vez y en cada ocasión consiguió
volver a agarrarse. Thalgrim no cometió
tales errores y pronto se encontró muy
por delante de él en la oscuridad, la
llama de la vela de su casco parpadeaba
débilmente en lo alto como una
luciérnaga.
Cuando Gromrund llegó por fin a la
cima, encontró al buscavetas esperando
con las manos en los bolsillos de la
túnica y una pipa humeante entre los
labios.
—Ahí —dijo, señalando con la
cabeza la estatua de piedra de Dibna el
Inescrutable, que seguía exactamente
como la habían dejado, soportando el
peso de la estancia—. Un golpe con la
piqueta en el tobillo izquierdo,
exactamente a tres pulgadas y tres
octavos de la punta de la bota de
Dibna, y la estatua se desplomará y nos
dará tiempo suficiente para volver a
bajar.
—¿Y sabes todo eso sólo mirándola?
—preguntó Gromrund, jadeando un
poco.
—Sí, así es —contestó Thalgrim sin
soltar la pipa—. Eso y que la roca…
—Por favor, muchacho, no lo digas
—lo interrumpió Gromrund.
El buscavetas se encogió de
hombros y balanceó su piqueta a modo
de prueba unas cuantas veces antes de
avanzar con cuidado.
—Precisión y un toque diestro son
la clave —murmuró.
Gromrund lo agarró del hombro
antes de que llegara más lejos.
—Espera —dijo el martillador.
—¿Qué ocurre? Es probable que a
estas alturas esta planta esté plagada de
grobis y roedores, no deberíamos
entretenernos.
—Aún no he oído el cuerno de
wyvem. No podemos dejar salir el agua
hasta que el matador y el resto estén
preparados.
—En ese caso espero que sea
pronto, porque si las alimañas vienen, y
vendrán, no nos quedará más
alternativa que actuar —dijo Thalgrim.
—Entonces esperemos que no
vengan —sentenció Gromrund.
TRECE
***
Con la nariz por encima de la línea de
agua, Uthor, Rorek y Emelda
atravesaron sigilosamente el embalse
poco profundo hacia los guardias que
permanecían en la meseta de roca.
Mientras se aproximaban, los tres
enanos se abrieron en abanico
siguiendo una orden tácita.
Uthor clavó la mirada en tres ratas
que se apoyaban en lanzas y discutían
entre ellas en la base de una de las
destartaladas plataformas de
observación. A menos de un metro de
distancia, el señor del clan de Kadrin
salió lenta y silenciosamente del agua
con la barba y la túnica empapadas.
Una de las ratas se volvió justo mientras
Uthor levantaba su hacha y se paró en
seco al verse frente a los ojos fríos del
señor del clan.
Esa expresión permaneció en el
cadáver de la criatura, que iba
enfriándose poco a poco, después de
que Uthor le enterrase su hacha rúnica
en la frente. Tras arrancar la reluciente
arma, el señor del clan decapitó a otro
skaven y abatió al tercero con un feroz
golpe en la espalda después de que éste
diera media vuelta para salir huyendo.
Comprobó cómo les iba a sus
compañeros. Tres cadáveres de
roedores más yacían a los pies de
Emelda en diferentes estados de
mutilación. Rorek también se había
ocupado de otros guardias. Dos skavens
cubiertos de flechas clavadas flotaban
en el agua expulsando sangre. Después
de haber despachado al círculo exterior
de centinelas, los tres enanos siguieron
adelante con aire grave.
Los enanos se agacharon mientras
atravesaban a hurtadillas la meseta de
roca, volvieron a unirse y llegaron al pie
del artefacto skaven. De cerca, la
máquina infernal producía un enorme
estruendo que ocultaba el ruido de sus
botas y hacía vibrar su armadura.
Mientras se acercaban, uno de los
encapuchados representantes del clan
Skryre se volvió y soltó un chillido de
advertencia. Rorek le clavó una hilera
de proyectiles de ballesta en cuello y
torso mientras el skaven intentaba
levantar su báculo.
El ruido puso en alerta a los skavens
de pelaje negro, que se volvieron, junto
con sus hermanos más pequeños de los
clanes, y comenzaron a arrear a los
esclavos hacia los enanos. Las rancias y
escuálidas criaturas dejaron caer
carretillas y sacos empapados llenos de
tierra y cogieron picos y palas; el temor
a sus amos era mayor que el miedo de
enfrentarse a los enanos bien armados.
***
Flikrit observó cómo Gnawquell se
sacudía y caía con una multitud de
astas emplumadas saliéndole del pecho
como si fueran púas. El brujo del clan
Skryre sonrió con regocijo ante el
fallecimiento de su compañero. «El
favor recae en el que sobrevive —ése
era su lema—. No puedes ascender a
los ojos de los Trece si estás muerto».
Cuando se fijó en los tres enanos
avezados en la lucha que se acercaban a
él de manera amenazadora, abriéndose
paso entre los esclavos como si no
fueran nada, expulsó enseguida un
chorro de almizcle del miedo.
Flikrit retrocedió mientras
dominaba el terror que amenazaba con
soltarle el vientre. Hurgó en su túnica,
encontró un trozo de reluciente piedra
de disformidad y se la comió con
avidez. La roca contaminada le produjo
un cosquilleo en la lengua: amargo,
acre, lleno de poder. El miedo
disminuyó hasta convertirse en una
duda débil y persistente a la vez que el
brujo experimentaba visiones. Alzó su
báculo, lleno de confianza en sí mismo,
alimentada por la piedra de
disformidad, y entonó un conjuro. Un
nimbo de energía pura rodeó
brevemente la pata extendida de Flikrit
antes de que la canalizara hacia el
báculo y desencadenara un rayo en
forma de arco.
La energía negro-verdosa saltó por
el aire, cargándolo de poder y de olor a
azufre, y partió a un esclavo antes de
tocar tierra, lejos, sin causar daños.
Flikrit soltó un gruñido de
desagrado y volvió a chillar mientras
empujaba su báculo hacia los
saqueadores enanos que estaban
rajando a sus esclavos; ¡esclavos por los
que había pagado sus monedas! Hubo
un relámpago y uno de los enanos
resultó herido cuando el espeluznante
rayo estalló en la tierra cerca de allí,
arrojando afilados fragmentos de roca.
Rio de alegría, dando saltos, pero
frunció el entrecejo al darse cuenta de
que el enano seguía vivo y estaba
poniéndose en pie con la ayuda de uno
de los suyos. Este nuevo enemigo
atravesó las filas de guerreros alimaña
que estaban soportando todo el peso de
la furia de los enanos después de que
los esclavos hubieran muerto o huido.
Carecía de barba y tenía un pelo largo y
dorado que le colgaba del yelmo. Una
resuelta ira aparecía grabada en la cara
del enano sin barba y Flikrit soltó otro
chorro de almizcle del miedo mientras
los efectos del trozo de piedra de
disformidad desaparecían. El brujo
rebuscó rápidamente tratando de
encontrar otro pedazo de aquella
sustancia contaminada y se lo metió
nerviosamente en la boca con dedos
temblorosos. Casi tenía al enano encima
cuando desencadenó otro rayo.
Flikrit soltó un chillido de alivio y
júbilo cuando una violenta tormenta de
energía de disformidad envolvió a su
agresor. Cerró los ojos para protegerse
del destello de luz, esperando ver una
ruina carbonizada cuando los volviera a
abrir.
¡El enano seguía vivo, con la
armadura humeante! Un tenue brillo
emanaba de un cinturón dorado que le
rodeaba la cintura. Después de haber
caído de rodillas, el enano se puso en
pie, aún más furioso que antes, y
balanceando el hacha de manera
amenazadora. Flikrit retrocedió
mientras miraba a derecha e izquierda
en busca de ayuda. La mayor parte de
los guerreros alimaña había muerto.
Todos los guerreros del clan Rictus
habían perdido la vida. Estaba solo.
Desesperado por sobrevivir, el brujo
hundió la pata mugrienta en la túnica y
sacó toda la piedra de disformidad que
le quedaba. Se metió tres trozos
enormes en la boca. Flikrit tragó
ruidosamente. Una oscura energía
recorrió su cuerpo, poniéndole los
nervios a flor de piel, como si estuviera
ardiendo. Cuando estaba a punto de
desencadenar un último rayo de
aterrador poder, Flikrit se dio cuenta de
que estaba ardiendo. Trató de apagar
las llamas verdosas dándose palmadas
en el pelaje humeante, pero fue en
vano. Abrió la boca para gritar pero las
llamas de disformidad lo devoraron por
completo, deshaciendo pelo y carne, y
reduciendo sus huesos a ceniza.
***
Emelda se protegió los ojos de la
antorcha skaven que tenía ante ella
mientras del cuerpo surgían
desenfrenados relámpagos que
chocaron contra el techo de la cámara.
El repugnante brujo se desmoronó,
convertido en una ennegrecida pila de
nada a medida que la mortífera magia
que había intentado desatar lo
consumía. La armadura de la hija del
clan seguía caliente debido al impacto
del rayo y olió el pelo chamuscado
antes de murmurarle una plegaria a
Valaya. Cuando la magia skaven se
disipó, las runas de su cinturón se
apagaron y se volvieron inactivas una
vez más.
Un poco aturdida, recorrió la
carnicería con la mirada.
Rorek abatió a un grupo de ratas
que huían con su ballesta antes de
acercarse corriendo para rematar con el
extremo del arma a un esclavo roedor
que se arrastraba por el suelo.
Uthor despachó al último de los
fornidos skavens negros. El hacha de
Ulfgan emitía feroces destellos mientras
destrozaba armadura y hueso con
facilidad.
Habían salido victoriosos. Todos los
skavens estaban muertos. Sólo
quedaban los que se hallaban atrapados
en el interior de las ruedas que giraban
de manera atronadora, totalmente
ajenos a la batalla y encerrados en una
horrorosa pesadilla girante.
No obstante, la destrucción no
había terminado. A la vez que Emelda
guardaba el hacha de Dunrik, unas
losas de roca se desprendieron del
techo, donde los relámpagos lo habían
dañado, y se desplomaron en la charca
de agua que rodeaba la máquina de
bombeo. Un trozo enorme, uno de los
ruinosos arcos de la extensa cámara, se
derrumbó sobre una de las ruedas que
movía los pistones, aplastándola, junto
con las criaturas que había en su
interior.
—¡Debemos destruir esa
abominación! —gritó Uthor,
compitiendo con el estrépito de la
máquina.
Su dura mirada se suavizó al pasar
de la construcción skaven a Emelda.
—¿Estás…?
—Valaya me protege —contestó
ella.
—Lo único que necesitamos hacer
es abrir la Barduraz Varn —apuntó
Rorek, los relámpagos que generaban
las dos ruedas restantes proyectaban
destellos en su rostro—. Las aguas de
inundación derribarán lo que queda.
—¿Cómo vamos a llegar a la puerta?
—preguntó Emelda.
—Esa escalera nos llevará al
mecanismo de apertura —respondió
Rorek, señalando unos estrechos
peldaños de piedra, ocultos en parte por
las extremidades de la máquina de
bombeo, que conducían a una enorme
barra de oro, cobre y bronce que
impedía que la Barduraz Varn se
abriera.
Con Uthor a la cabeza, los tres
enanos subieron los escalones
corriendo, superándolos de dos en dos.
—¡Cuidado con la rueda! —gritó
Rorek por encima del increíble ruido de
la máquina.
Parte de la escalera llevó a los
enanos peligrosamente cerca de una de
las zumbantes ruedas del generador.
Uthor tuvo que pegar la espalda ala
piedra para asegurarse de que no lo
arrancaba de los escalones y lo
succionaba. Mientras avanzaba
lentamente, sintió el latigazo y la fuerza
del aire golpeándole la cara, lleno del
hedor a carne quemada. A través del
efecto borroso que creaban los rápidos
movimientos de la rueda, entrevió a los
esclavos trabajando frenética e
incansablemente dentro. Los ojos
inyectados de sangre se les salían de las
órbitas debido al intenso esfuerzo,
jadeaban a través de hocicos cubiertos
de espuma y una gruesa capa de sudor
les apelmazaba el pelo. El señor de clan
vio también otras formas: los restos de
las desdichadas criaturas que no podían
mantener el ritmo; sus cuerpos
destrozados daban rumbos debido al
impulso de la rueda y se iban
convirtiendo lentamente en pulpa.
Uthor atravesó el mortífero tramo
de escalera y llegó por fin al mecanismo
de cierre de la puerta. El camino se
abría formando una sencilla plataforma
de piedra con una gran manivela en el
centro, unida al suelo por medio de una
chapa plana. Los otros no se
encontraban lejos cuando el señor de
clan de Kadrin se situó junto a la
manivela. Empujó con fuerza pero ésta
no cedió, ni siquiera una fracción.
—Está dura —gritó—. Usad vuestra
fuerza.
—No se puede abrir así —le explicó
Rorek al llegar a la plataforma justo
detrás de Emelda—. Primero debemos
soltar el cierre —añadió, señalando la
magnífica barra de oro, cobre y bronce
que abarcaba todo el ancho de la
puerta.
—Aquí —exclamó Emelda, que se
encontraba ante una hornacina abierta
en la pared.
Tras inspeccionarla más
detenidamente, Uthor observó que
había un hueco redondo de metal en
ella, con cuatro tacos cuadrados de
hierro que sobresalían.
—¿Y ahora qué? —inquirió el señor
del clan de Kadrin, volviéndose hacia el
ingeniero.
—Está cerrada con rhun —contestó
Rorek mientras examinaba la
hendidura en la roca antes de mirar
directamente a Uthor—. No podemos
abrirla sin una llave.
***
De pie sobre el gran yunque, con el
hacha chorreando sangre, Azgar
contempló la batalla que se desarrollaba
debajo. Hordas ingentes de roedores se
estrellaban contra el muro de escudos
cada vez más fino de los enanos, que se
habían visto obligados a retroceder
hasta la plataforma del maestro
forjador. Las viles criaturas parecían
poseídas de un mortífero frenesí, los
hocicos se les llenaban de espuma
mientras chillaban como locos por llegar
hasta los dawis a través del gran arco.
Un interminable y ondulante mar de
cuerpos peludos se extendía al otro lado
a medida que aún más hombres rata
entraban atropelladamente en la
fundición.
Azgar mantuvo la mano sobre el
cuerno de Wyvern mientras buscaba
entrecerrando los ojos entre los skavens
que se apiñaban. Los enanos sólo
sumaban la mitad de los que eran al
principio de la batalla. No aguantarían
mucho más. Sin embargo, el matador
resistió el impulso de tocar la nota que
señalaría la muerte de todos ellos.
Estaba esperando, esperando a que algo
se dejara ver…
***
Halgar se estaba cansando. No querría
admitirlo pero el dolor en las
extremidades, el ardor en espalda y
hombro, y el atronador aliento en el
pecho se lo decían. Le abrió la garganta
a un roedor de un tajo antes de
romperle el hocico a otro con un
violento puñetazo. Tres alimañas más se
lanzaron contra él —los skavens
parecían tenerlos rodeados— y se vio
obligado a retroceder defendiéndose de
un aluvión de golpes. La vista se le
volvió borrosa un momento y calculó
mal un quite. El golpe le dio en el
muslo y el barbalarga soltó un grito.
Drimbold intervino y le asestó un
machetazo al hombre rata, que se reía
con socarronería, antes de que pudiera
aprovechar la ventaja.
Halgar le hizo una señal con la
cabeza al enano gris mientras introducía
más aire en sus pulmones con gran
esfuerzo.
—Quédate a mi lado —dijo,
reuniendo todo el aliento que pudo.
—No hace falta que me vigiles —
contestó Drimbold a la vez que le
cortaba la oreja un esclavo—. Seguiré
peleando.
—No, muchacho, no es por eso —
repuso Halgar, sosteniendo el hacha
con aire vacilante en la mano—. Es
porque me estoy quedando ciego.
—Así lo haré —dijo Drimbold con
determinación mientras se situaba a la
espalda del barbalarga y rechazaba la
lanzada de un roedor.
Halgar había superado la barrera
del dolor, sobrepasado el agotamiento.
Un odio puro hacia sus enemigos le
permitía seguir adelante, le hacía
blandir el hacha y cobrarse más vidas.
La matanza se convirtió casi en un
ritual en medio de la densa bruma de la
batalla; se tragó toda sensación, todo
sentimiento.
Cuando el barbalarga sintió que la
roca situada a su espalda se deslizaba,
todo eso cambió. Volvió y vio que
Drimbold se había desplomado sobre
una rodilla, aferrándose el pecho.
—¡Ponte en pie! —exclamó
mientras le atravesaba el hombro a un
roedor.
Drimbold no estaba escuchando o,
por lo menos, no podía oír al
barbalarga. El enano gris soltó un grito
cuando una espada curva lo traspasó y
le salió por la espalda cortándole la
armadura ligera. Halgar se dio media
vuelta rápidamente mientras
parpadeaba para despejar la vista
borrosa, o las lágrimas —no sabría decir
qué—, y mató al atacante de Drimbold.
—¡A mí! —gritó el barbalarga a la
vez que cogía al enano gris en brazos
mientras se replegaba con una cohorte
de guerreros de los clanes rodeándolos
formando un muro de escudos.
Halgar se llevó a peso al enano gris,
al que le manaba un chorro de sangre
del pecho, hasta las filas posteriores y lo
dejó en el suelo.
—Uthor… me… dijo… —murmuró
Drimbold, jadeando a través de los
labios salpicados de sangre, luchando
por pronunciar cada palabra—. Dijo
que… debía protegerte…
Halgar le dio una palmada en el
hombro al enano gris, incapaz de hablar
mientras contemplaba el cuerpo herido
del enano.
—He… fallado —musitó Drimbold
con su último aliento mientras la luz de
sus ojos se iba apagando y adoptaba un
tono gris.
—No, muchacho —contestó Halgar
con lágrimas en los ojos—. No has
fallado.
El barbalarga apoyó la mano nudosa
sobre los ojos muertos y fijos de
Drimbold. Cuando la apartó de nuevo,
estaban cerrados. A continuación, se
inclinó. Las palabras le salieron
entrecortadas por la emoción cuando le
susurró a Drimbold al oído:
—Ya no eres un semienano.
Halgar se pasó el dorso de la mano
por los ojos y se puso en pie blandiendo
su hacha.
—Protegedlo bien —les ordenó a
tres guerreros con escudos, que
asintieron con aire de gravedad antes
de desplegarse alrededor del enano gris.
Con eso, el barbalarga se alejó con
paso decidido de regreso a la matanza.
***
Azgar encontró por fin lo que estaba
buscando. Al otro lado de las filas de
skavens atisbó a su caudillo chillando
órdenes y abriéndose paso a la fuerza
hacia el frente.
Meterse de lleno en el combate era
una característica inusual para un líder
roedor, pensó para sí el matador. No
obstante, no cabía ninguna duda de
que era él. Iba engalanado con una
gruesa armadura de metal deslustrado,
empuñaba una alabarda que parecía
pesar mucho y arrastraba una capa
harapienta a su paso: era el oponente al
que Azgar había estado esperando.
Ahora sabía que los skavens se
habían entregado al ataque.
Con el corazón rebosante de
belicoso regocijo, el matador se llevó el
cuerno de wyvern a los labios e,
hinchando el fuerte pecho, tocó una
nota larga y potente.
CATORCE
***
Gromrund medio bajó, medio se
deslizó por el pozo. Volutas de humo se
desprendían de sus guanteletes
blindados debido a la intensa fricción
de su descenso. Tuvo un momento de
temor cuando pasó de la gruesa cadena
que colgaba del Salto de Dibna a la
cuerda del buscavetas, pero lo logró sin
caer y matarse. Una creciente sensación
de urgencia había comenzado a
abrumarlo, exacerbada por la llama de
las velas de Thalgrim, que iba
desapareciendo con rapidez por debajo
de él a medida que el buscavetas
progresaba con prontitud.
—Vas a matarte a ese ritmo —le
gritó Gromrund.
—Como podría pasarte a ti si no
aceleras el tuyo —fue la lejana y
resonante respuesta.
Gromrund intensificó sus esfuerzos
todo lo que se atrevió y, al volver a
mirar hacia abajo, habría jurado que
podía distinguir una tenue corona de
luz pálida.
«Lo lograremos», pensó el
martillador, a la vez que un enorme
estrépito resonaba por encima de ellos,
seguido de un rugido atronador. Se
había acabado el tiempo.
El agua cayó como lluvia al
principio, las gotitas cayeron sobre la
armadura de Gromrund sin causar
daño. Luego se convirtió en un torrente
que se fue volviendo más violento a
cada segundo que transcurría. El
martillador se deslizó entonces, casi en
caía libre, decidido a detener su
descenso cuando se acercara al fondo
del pozo. Ese plan se hizo trizas cuando
toda la furia del diluvio lo golpeó y se
vio obligado a aferrarse a la cuerda para
evitar que el agua lo lanzara como yesca
hacia la oscuridad.
Gromrund soltó un rugido de
desafío y trató de descender unos
centímetros. Lo logró pero tuvo que
agarrarse fuerte otra vez mientras la
gélida cascada azotaba al martillador sin
piedad. Gromrund mantenía la cabeza
gacha y la martilleante agua le golpeaba
el cuello con tanta fuerza que pensó
que podría partírsele. Thalgrim se
encontraba debajo de él, estaba seguro.
Apenas podía distinguir la figura
borrosa del buscavetas a través del
aguacero. El pozo se sacudió ante la
arremetida de la naturaleza y rocas
sueltas cayeron hacia el suelo
describiendo espirales. Una chocó
contra el yelmo de guerra de
Gromrund, ladeándoselo. Otro le
golpeó la hombrera con un ruido sordo
y al martillador casi se le escapa la
cuerda mientras soltaba un grito de
angustia.
Un calor espeluznante le subió por
el brazo y la espalda. Gromrund cerró
los ojos tratando de contener el dolor,
el martillador hizo uso de todas sus
fuerzas simplemente para no soltarse.
Cuando los abrió de nuevo, intentó
calcular la distancia hasta el suelo: diez
metros, tal vez quince. Si se soltaba
ahora podría sobrevivir. La decisión se
tomó sin que interviniera el martillador
cuando una gran losa de piedra se
desprendió de la pared del pozo. El
borde irregular apretó la cuerda contra
el lado opuesto cortándola. Gromrund
cayó y el trozo de roca descendió tras él.
***
Un dolor punzante le subió por la
pierna derecha y algo se partió cuando
Gromrund chocó contra el suelo
resoplando mientras el Agua Negra,
que caía a borbotones, lo envolvía. Bajo
el agua, con su pesada armadura
haciendo de ancla, el mundo del
martillador se volvió oscuro y tranquilo.
Sonido, luz y sensibilidad parecieron
perder todo significado a medida que la
gélida inundación lo privaba de
orientación. Un recuerdo llegó hasta
Gromrund procedente del pasado, del
día en el que había tomado el yelmo de
guerra de su clan para continuar el
legado de los Yelmoalto.
Padre…
Kromrund Yelmoalto yacía ante él
en un sarcófago dorado tallado en piedra
por los maestros canteros de Karak Hirn.
Lívido y en reposo, su señor y padre
había dejado de existir. Sobre su pecho
descansaba el poderoso yelmo de guerra
con cuernos del clan, un prestigioso
símbolo de su linaje y los juramentos
que habían hecho de servir al rey
Kurgaz, fundador de la Ciudadela del
Cuerno, como guardaespaldas.
Mientras Gromrund extendía las
manos para coger el yelmo de guerra,
sintió que tiraban de él y oyó el sonido
de voces lejanas que se acercaban a toda
prisa.
Escupiendo y maldiciendo,
Gromrund apareció por encima del
agua, que caía en cascada en la planta.
—¡Sacadlo! —oyó gritar a Thalgrim,
y volvieron a tirar de su cuerpo.
Gromrund parpadeó para
protegerse de los hilillos de agua que le
bajaban por la cara, retrocedió y cayó
con fuerza sobre el trasero mientras una
enorme roca y escombros se
derrumbaban en el cruce. Unos
momentos antes, él estaba luchando
por mantenerse a flote en ese mismo
punto. Gromrund miró a su alrededor y
comprobó que sus compañeros estaban
con él. Thalgrim y Hakem ayudaron al
martillador a ponerse en pie. Al
levantarse vio que el agua le llegaba a la
parte inferior del torso.
—No podemos quedarnos aquí —
exclamó Thalgrim por encima del
retumbante estruendo de la cascada
mientras avanzaba frenéticamente en la
única dirección que les quedaba, pues
el desprendimiento de rocas había
demolido y bloqueado las otras tres.
Ralkan fue trabajosamente y entre
jadeos detrás del buscavetas, luchando
con su túnica empapada y arrastrando
el libro de los recuerdos tras él como si
guiara a un poni.
—Más adelante —dijo jadeando—.
Estoy seguro de que hay un camino
hacia arriba.
Sin tiempo para hacer preguntas o
verificarlo, los enanos se pusieron en
marcha.
Hakem y Gromrund avanzaban
penosamente en la parte posterior: los
dos guerreros llevaban la armadura más
pesada y les estaba resultando difícil
seguir el ritmo.
—¿Puedes caminar? —le preguntó
Hakem al martillador mientras lo
sostenía por el hombro.
—Sí —contestó Gromrund, pero no
rechazó la ayuda del señor del clan
mercante.
—Estás cojeando mucho —le dijo
Hakem al notar el dificultoso andar del
martillador.
—Sí —fue la respuesta de
Gromruncl.
—Si sobrevivimos, puede que
necesites un bastón.
—Ni hablar. ¡Los martilladores del
clan Yelmoalto caminan con dos
piernas, no con tres! —protestó furioso
Gromrund, y los dos siguieron adelante
con gran esfuerzo.
***
Los enanos progresaban muy despacio
mientras vadeaban el agua, que subía
con rapidez. Apenas estaban a quince
metros del cruce y el agua les estaba
llegando a los hombros.
Thalgrim levantó la mirada hacia los
altísimos arcos del techo abovedado del
túnel y comprendió que no podrían
lograrlo así.
—Quitaos la armadura —les gritó a
los otros mientras una columna situada
detrás de ellos se resquebrajaba y caía
en el agua esparciendo escombros—.
Tendremos que salir nadando.
El buscavetas se desabrochó el
jubón de malla y dejó que se hundiera
en el río que los rodeaba.
Los otros enanos siguieron su
ejemplo: se quitaron las cotas de malla,
se desabrocharon los petos y las grebas,
y se despojaron de los jubones de cuero
y los brazales. Se sacaron la armadura
con torpeza pero con rapidez. Cada
pieza era una reliquia, cuya pérdida
sentían profundamente, y se desechaba
con un juramento a uno de los Dioses
Antepasados de que se exigirían
reparaciones por ello.
Cuando terminaron, el agua les
llegaba a la barbilla.
—El yelmo —dijo Thalgrim—,
tienes que dejarlo: te hundirá.
Gromrund cruzó los brazos.
—Ningún Yelmoalto se ha quitado
nunca el yelmo en cinco generaciones,
desde antes de que se fundara la
Ciudadela del Cuerno. No pienso
romper esa tradición ahora.
—Te ahogarás —razonó Hakem,
que sólo llevaba la túnica y las calzas—.
Déjalo y regresa para recuperar tu
honor.
—Cuando muera podréis
arrancármelo de la cabeza —gruñó el
martillador, que aún llevaba toda la
armadura.
El agua subió de nuevo, llegó hasta
los hombros de los enanos y se fue
volviendo más profunda a cada
momento que pasaba.
—Ayudadme —farfulló Hakem,
escupiendo tragos del Agua Negra
mientras intentaba levantar a
Gromrund.
Thalgrim y Ralkan se acercaron
nadando a él y alzaron al martillador
sujetándolo por debajo de las axilas.
—Dejadme —bramó mientras su
cabeza asomaba por encima de la
turbulenta línea de agua gracias a los
esfuerzos conjuntos de sus compañeros.
—¡Quítate el yelmo! —le rogó
Hakem, mirando al martillador a la
cara.
—¡Nunca! —respondió Gromrund
con un rugido antes de que su furioso
semblante se suavizara—. Id. Encontrad
vuestro sino y, si podéis, decidle a mi
rey que luché y morí con honor.
No podían seguir sosteniéndolo. El
martillador era como un ancla y los
arrastraba a todos con él.
Hakem sintió que se le resbalaban
los dedos y vio que Gromrund —el
martillador aún tenía los brazos
cruzados— se hundía en las sombrías
aguas mientras le brotaban burbujas de
debajo del yelmo de guerra. Nadando
con fuerza, el señor del clan mercante
salió a la superficie del río crecido e
introdujo grandes bocanadas de aire en
los pulmones.
La corriente que recorría la planta
era fuerte y arrastraba a los tres enanos,
estrellándolos contra columnas y
sumergiéndolos bajo el agua sólo para
que volvieran a salir a la superficie
desesperadamente un momento
después. Hakem se perdió en medio de
todo ello, se perdió en una vorágine de
espuma burbujeante y agua revuelta.
—¡Aquí! —oyó gritar a Thalgrim.
Vio algo en el agua, estiró la mano y
lo agarró.
El buscavetas tiró de él junto a una
enorme columna contra la que la
presión de la inundación los tenía
apretados a Ralkan y a él. En la otra
mano tenía su piqueta, clavada en la
pared para agarrarse. Lucía un tajo de
aspecto brutal grabado en la frente,
donde lo había golpeado una roca
saliente.
—La roca es débil aquí —gritó
Thalgrim por encima del agitado oleaje
—. Puedo atravesarla.
—¿Adónde nos llevará? —preguntó
Hakem, mirando a Ralkan.
El Custodio del saber negó con la
cabeza.
Aunque el agua sólo los había
arrastrado durante unos cuantos
minutos, podían haber recorrido una
gran distancia. No había modo de saber
dónde se encontraban ahora.
—¿Acaso importa? —exclamó el
buscavetas—. Este camino terminará en
nuestra muerte.
El agua iba subiendo cada vez más.
Sólo quedaba aproximadamente un
metro antes de que cegara el túnel por
completo.
Hakem asintió con la cabeza.
—Aguantad —indicó Thalgrim y
luego arrancó la piqueta.
Apoyándose en la columna, estrelló
el arma, a dos manos, contra la roca
desnuda. La pared se desmoronó y
apareció una apertura lo bastante ancha
para que los enanos pasaran. Thalgrim
fue primero, zambulléndose en lo
desconocido, luego Ralkan y por último
Hakem.
Primero hubo oscuridad y después
la sensación de caer mientras el señor
del clan mercante chocaba contra el
suelo. Bajó rodando y deslizándose
sobre el trasero por un túnel largo y
estrecho, arrastrado por una corriente
de agua que fluía rápidamente por
debajo de él. Lo que lo rodeaba era tan
oscuro, y él estaba tan desorientado,
que lo único que Hakem podía percibir
era que estaba descendiendo,
descendiendo hacia las profundidades
más recónditas de la fortaleza.
***
—¿No hay otro modo? —gritó Uthor
por encima del ruido de la atronadora
máquina de bombeo skaven.
—Los rhunki crean los sellos rhun
usando magia rhun, al igual que las
llaves que los abren. Está más allá de mi
capacidad. Sin esa llave no podemos
soltar la barra y, mientras la barra esté
en su sitio, la Barduraz Varn no se
abrirá.
Como si quisiera mofarse de ellos, el
estruendoso sonido del cuerno de
wyvern resonó por la cámara.
—Tenemos que liberar el Agua
Negra ya —insistió furioso Uthor—.
Conseguiré cumplir al menos esta
misión.
—No podemos —repuso Rorek—.
Aparte de la llave rhun, no hay otro
modo.
—¡Por el trasero peludo de Grimnir!
—Uthor se dejó caer sentado con el
hacha de Ulfgan en el regazo—. El
custodio del saber no mencionó nada
de esto. Si sobrevivimos, me encargaré
personalmente de que le corten la
barba.
Apretó el mango del hacha mientras
pensaba en el castigo que le infligiría a
Ralkan. Al contemplar la hoja brillante,
cuyas runas resplandecían débilmente
mientras sostenía el arma en las manos,
cayó en la cuenta de algo.
—Esas llaves rhun —dijo Uthor de
pronto mientras se ponía en pie¿quién
llevaría una cosa así?
Rorek se lo quedó mirando, un
tanto atónito.
—¿Y eso qué importa?
—¿Quién la llevaría? ¡Respóndeme!
—El rhunki que la fabricó, por
supuesto —farfulló Rorek, que no
estaba seguro de cuál era el motivo del
repentino apremio de Uthor.
—¿Quién más?
El señor del clan de Kadrin estaba
rebuscando bajo su jubón de malla.
—El rey —concluyó Rorek—. El rey
de la fortaleza.
—¿Te acuerdas de la Cámara del
Rey? —le preguntó Uthor al ingeniero.
—Por supuesto, portas el hacha del
noble Lord Ulfgan desde ese día.
—Sí, así es. Pero el hacha no fue lo
único que rescatamos de sus aposentos
privados.
El rostro de Rorek reflejó que lo
había entendido.
Emelda observaba todo el
espectáculo desconcertada.
—El amuleto —dijo el ingeniero.
Uthor lo encontró bajo su
armadura, donde lo había puesto a
buen recaudo después de huir de la
fortaleza, y lo sostuvo en alto.
El talismán de Ulfgan llevaba las
marcas rúnicas del clan real grabadas
alrededor del borde y en el centro tenía
la insignia de su antepasado, Hraddi.
La parpadeante luz de las antorchas
brilló a través de dos agujeros
cuadrados en los ojos y un tercero en la
boca. Sin mirar, Uthor supo que
encajarían a la perfección en el
mecanismo. Tenían la llave.
Uthor colocó el arcano dispositivo
en el hueco de la pared situando los
tres agujeros en posición sobre los tacos
de hierro. Encajó en su lugar con un
sonido sordo y metálico.
—Gíralo —indicó Rorek, que estaba
justo detrás de él y miraba por encima
del hombro del señor de clan de
Kadrin.
Emelda aguardaba junto al
ingeniero, inquieta y en silencio.
Uthor hizo lo que Rorek le había
dicho y giró la llave rúnica una vez. Al
otro lado de la pared oyó la sonora
respuesta de un mecanismo oculto
trabajando. Un chirrido metálico llenó
la cámara, silenciando incluso los
resoplidos de la máquina, a medida que
la imponente barra de cierre se soltaba
escupiendo polvo y esquirlas de piedra.
La enorme barra, que tenía bisagras en
un extremo, se dividió en dos a partir
de una unión que antes había resultado
imperceptible y cayó con gran
estruendo en una gruesa abrazadera de
bronce a cada lado de la Barduraz
Varn.
Uthor se apartó de la hornacina y
ocupó su lugar junto a la enorme
manivela situada en el centro de la
plataforma de piedra. Sus compañeros
lo siguieron y juntos hicieron girar el
inmenso dispositivo, que puso en
movimiento aún más logros ocultos de
ingeniería.
Procedente de abajo se pudo oír un
repentino embate de agua mientras la
Barduraz Varn se alzaba
majestuosamente. Una serie de cadenas
de hierro la izaron y la gran puerta
ascendió en vertical dando lentas
sacudidas e introduciéndose poco a
poco en un hueco largo y profundo
abierto en el techo de la cámara, muy
por encima de donde permanecían los
enanos. Una vez superado el punto de
no retorno, la puerta seguiría
abriéndose —su impulso era tan
inexorable como las aguas que la
atravesaban con gran estrépito— hasta
que la entrada estuviera completamente
despejada.
Desde su posición estratégica en la
plataforma de piedra, Uthor recorrió
con la mirada el embalse que se iba
haciendo cada vez más profundo hasta
llegar a otro grupo de escalones de
piedra situados en el lado opuesto de la
enorme cámara. Conducían a una
gruesa puerta de madera. Con la
destrucción del yelmo de inmersión de
Rorek, el camino de regreso había
quedado bloqueado; ésa podría ser su
única vía de escape.
—Dirigíos a ese portal —exclamó
mientras comenzaba a descender los
peldaños de piedra—. Daos prisa, la
cámara estará pronto inundada —les
gritó.
Los enanos salvaron la escalera con
rapidez, aflojando ligeramente el ritmo
sólo al pasar con cuidado junto a la
rueda, que seguía girando. Cuando
llegaron al final, los rudimentarios
puntales de la máquina de bombeo
estaban empezando a combarse debido
a los continuos embates del Agua Negra
que entraba. Varias plataformas de
observación ya se habían desplomado y
se arremolinaban en el creciente
embalse, entre los restos putrefactos de
los cadáveres de los roedores.
Los enanos atravesaron
penosamente la laguna llena de
cuerpos, aprovechando al máximo las
pocas islas de roca que aún no habían
quedado sumergidas, y alcanzaron por
fin la segunda escalera, vadeando con el
agua hasta la cintura para llegar hasta
allí. Pisar los escalones de piedra supuso
un gran alivio y, en cuanto llegaron a la
plataforma superior y el umbral del
portal, miraron atrás.
La Barduraz Varn se había abierto
un tercio y, con una fuerza aplastante,
la inundación que se desencadenó a
través de ella destrozó la máquina de
bombeo. Los esclavos roedores
movieron los labios articulando gritos
silenciosos mientras se veían empujados
hacia las revueltas profundidades junto
con sus prisiones de ruedas, que se
desplomaron y se partieron contra la
crecida. Como si se tratara de un
estandarte que descendiera
reconociendo la derrota, las puntas de
metal situadas en la parte superior de la
máquina fueron lo último que se vino
abajo. Relámpagos en forma de arco
destellaron mientras una enorme ola
sepultaba la torre y la arrastraba hacia
las profundidades. Unos destellos,
simples y difusos, se desataron un
momento y luego desaparecieron, como
si la máquina infernal no hubiera
existido nunca.
Uthor, que ya había visto suficiente,
dio media vuelta y se dirigió hacia la
puerta de madera.
***
Hakem estaba tendido de espaldas con
la ropa empapada y desgarrada.
Aturdido, se puso en pie mientras se
tocaba distraído un grueso chichón que
tenía en la cabeza. El señor del clan
mercante estaba rodeado de oscuridad
y un hedor viejo y viciado flotaba hasta
él.
—Thalgrim —llamó entre dientes
mientras se agachaba y buscaba a
tientas su hacha.
No la encontraba por ninguna
parte. Al palparse el cuerpo se dio
cuenta de que aún llevaba sus pinzas
para la barba. Hakem se las quedó
mirando largo rato, luego desenganchó
las pinzas del cinto y las dejó caer al
suelo.
—Aquí —contestó el buscavetas en
un susurro, cerca de allí.
—Custodio del saber —llamó
Hakem de nuevo en voz baja a la vez
que detectaba el contorno borroso de
Thalgrim justo delante.
—¿Ya he muerto? —fue la respuesta
de Ralkan.
Mientras sus ojos se adaptaban a la
penumbra, Hakem distinguió la forma
tendida del custodio del saber, tirado
boca arriba y languideciendo bajo unos
hilillos de agua que se vertían en un
arroyo descendente. Parecía que las
rápidas aguas se habían desviado en
algún punto durante su descenso.
Hakem no iba a hacer preguntas.
—No estás muerto —dijo,
situándose junto al agotado custodio
del saber—. Vamos, levanta —añadió
mientras ayudaba a Ralkan a ponerse
en pie.
Thalgrim se reunió con ellos.
Aunque pareciera increíble aún llevaba
su piqueta pero, por más que trataba,
no podía encender el puñado de velas
que aferraba en el puño.
—Empapadas —explicó el
buscavetas innecesariamente.
Hakem no le hizo caso. Estaban en
la planta más baja, de eso estaba seguro,
y como señor del clan y poseedor de la
barba más larga era su deber guiarlos a
través de ella y sacarlos de Karak Varn.
—¿Qué lugar es éste? —le preguntó
a Ralkan.
El custodio del saber se restregó el
agua de los ojos y se escurrió la barba
antes de escudriñar la oscuridad que los
rodeaba.
—Estamos en la parte más baja —
murmuró, distinguiendo runas y sigiles
desgastados por las eras tallados en
dovelas.
El túnel era ancho pero bajo. Los
tres enanos estaban reunidos donde se
allanaba. Justo al otro lado, el túnel
descendía en una pendiente poco
pronunciada. Aparte de eso, el otro
único camino era de nuevo hacia arriba,
sobre el borde de piedra por el que
habían salido despedidos los enanos y
una larga y dura ascensión a través de
los rápidos.
—¿Hay un modo de salir de aquí?
Ralkan se rascó la cabeza y guardó
silencio. No era una buena señal.
—No recuerdo este lugar —admitió
—. Creo que no he estado nunca
aquí… Y sin embargo…
—¿Y sin embargo?
—Hay algo que me resulta familiar
Por aquí —decidió por fin el custodio
del saber mientras emprendía el
descenso por la pendiente.
***
Parecía que llevaran vagando por los
túneles una hora, aunque Ralkan no
podía estar seguro: su capacidad para
calcular el paso del tiempo había
quedado irrevocablemente dañada
durante su periodo de aislamiento en la
fortaleza. Con cada paso que lo
adentraba más en la parte inferior, lo
atormentaba una extraña inquietud. El
custodio del saber la contuvo en el
fondo de su mente por el momento y
los condujo hacia delante hasta que
llegaron a otro cruce.
El enano de Barak Varr dijo algo,
Ralkan no lo oyó. Le dolía la cabeza.
Nada parecía estar bien.
«Al este —pensó de pronto—. Al
este… eso suena bien». Y tomó el
desvío de la izquierda.
Aproximadamente a medio túnel, al
custodio del saber le pareció oír algo:
tenue, pero no cabía duda de que
estaba ahí. Unos chillidos llegaron hasta
Ralkan con una débil brisa. Cincuenta
años en la oscuridad. Chillando y
arañando. Chillando y arañando.
No… no iba bien. Algo brotó en el
interior del custodio del saber, algo que
había enterrado. Se le deslizó
pesadamente en la tripa y le subió
gélido por la espalda hasta que le secó
la lengua, convirtiéndosela en arena.
Ralkan dio media vuelta y huyó.
***
—Skavens —dijo Ralkan entre dientes
mientras pasaba corriendo junto a
Hakem.
El enano de Barak Varr miró hacia
delante. Sintió el corazón en la boca al
ver las sombras que se deslizaban
pegadas a la pared. Entonces oyó el
sonido agudo y gorjeante de los
roedores a medida que la horda se
acercaba cada vez más. A juzgar por la
terrible algarabía, debía de haber
cientos. El primer pensamiento de
Hakem fue que tal vez las aguas no
llegaran hasta aquí; el segundo, que no
podría enfrentarse a ellos y sobrevivir.
Fue tras el custodio del saber a toda
prisa instando a Thalgrim, que se había
entretenido, a que hiciera lo mismo. El
buscavetas lo seguía de cerca cuando
Hakem salió corriendo del cruce y,
como Ralkan, entró directamente en el
desvío occidental.
—Custodio del saber —gritó el
señor del clan mercante—. Custodio del
saber, más despacio.
En su frenética huida detrás de
Ralkan, Hakem atravesó una miríada
de túneles. Al cabo de un rato, quedó
claro que se habían deshecho de los
skavens o que éstos habían abandonado
la persecución. Mientras aminoraba la
marcha, y una sensación de creciente y
antiguo terror lo invadía, Hakem pudo
comprender el motivo.
Por delante de él Ralkan aún seguía
corriendo, aunque era evidente que el
custodio del saber estaba agotado y
había aflojado el paso de manera
considerable. Hakem aceleró el ritmo
intentando acortar distancias. Vio que
Ralkan miraba hacia atrás, aunque el
custodio del saber no dio ningún
indicio de haber visto al señor del clan
mercante. Entonces resbaló y cayó de
rodillas. Ralkan se levantó con rapidez y
se perdió de vista tras una esquina.
Hakem se apresuró. El sudor le
perló la frente y notó que el aire se
estaba calentando: su ropa empapada se
iba secando poco a poco.
«Este túnel es antiguo», pensó el
señor del clan mercante mientras
llegaba a la esquina y un hedor sulfúreo
le provocaba picor en las fosas nasales
mezclado con un viejo miedo. Hakem
alcanzó por fin a Ralkan. El custodio del
saber tenía el jubón de cuero, el que
llevaba bajo la túnica, desgarrado y
avanzaba a tientas despacio.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hakem,
que se dio cuenta de que Thalgrim
acababa de alcanzarlos.
Ralkan pasó los dedos sobre un
símbolo cubierto de polvo.
—Uzkul —murmuró.
El custodio del saber se volvió hacia
el señor del clan mercante con el rostro
convertido en una máscara cenicienta.
—¿Uzkul? —preguntó Thalgrim.
Ralkan asintió despacio.
Algo iba mal, el custodio del saber
se estaba comportando de un modo
más raro de lo normal. Con cierto
nerviosismo, Hakem dirigió la mirada
más allá de él, hacia el túnel. Vio un
tenue resplandor más adelante.
—Quizás sea un antiguo salón
chimenea —sugirió Ralkan, siguiendo la
mirada del señor del clan mercante.
La voz del custodio del saber sonó
ausente cuando lo dijo mientras bajaba
con calma por el túnel y se dirigía hacia
la luz.
—¿Estás seguro de que es por aquí?
—preguntó Hakem, siguiéndolo a la vez
que intercambiaba una mirada de
preocupación con Thalgrim.
El hedor a azufre se volvía más
intenso a cada paso.
Ralkan no respondió.
—Préstame atención, custodio del
saber… —comenzó el señor del clan
mercante cuando alcanzó a Ralkan, que
se encontraba en la entrada de una
enorme caverna.
Hakem no consiguió articular más
palabras, pues se había quedado
boquiabierto mientras lo envolvía un
aura dorada.
***
—Debemos volver atrás —insistió
Rorek.
—No hay vuelta atrás —repuso
Uthor, enfadado.
Ante ellos había un estrecho puente
de piedra que se extendía sobre una
profunda garganta. Un potente chorro
de agua lo atravesaba, perdiéndose en
los oscuros recovecos de la grieta.
Después de salir de la cámara de la
Barduraz Varn, los enanos habían
bloqueado la puerta tras ellos. Dándose
prisa, pues sabían que el agua los
alcanzaría muy pronto, habían llegado
al puente. Uthor había intentado
cruzar, atado a Rorek y Emelda, pero la
fuerza del aluvión lo había tumbado y
casi había arrojado al señor del clan por
el borde. Había regresado a gatas,
empapado y derrotado, con el fuerte
chorro de agua azotándolo a cada
trabajoso centímetro.
—Entonces esto es el final —
comentó Emelda con resignación—. No
podemos cruzar y no podemos
retroceder. Envidio a Azgar y a los otros
—añadió, notando que Uthor apretaba
la mandíbula al oír el nombre del
matador—, ellos al menos morirán
luchando.
—Veo algo —anunció Rorek de
pronto, mirando con los ojos
entrecerrados más allá de la
martilleante agua. El ingeniero señaló
hacia el otro lado del puente y la
entrada de otro pequeño portal—. No
es posible —dijo con voz entrecortada.
Desde más allá del puente, envuelta
en oscuridad, una figura de bordes
imprecisos los llamaba. Cualquier
palabra se perdió, engullida por el
rugido de las agitadas aguas, mientras la
figura les hacía señas con un brazo
extendido. Aunque en su mayor parte
sólo se recortaba su silueta, la forma y el
tamaño del yelmo de guerra de la figura
eran inconfundibles.
—¿Gromrund? —musitó Uthor y
reprimió un escalofrío sin estar seguro
de qué estaba viendo en realidad.
La silueta de Gromrund les hizo
señas otra vez y apuntó hacia el puente.
Uthor siguió el gesto pero no pudo
ver nada más allá del torrente de agua.
—Pensaba que estaba en la rejilla de
desagüe, en el lado opuesto de la
fortaleza —susurró Emelda, aferrando
el talismán de Valaya que llevaba
alrededor del cuello.
—Así es —contestó Uthor con tono
sombrío mientras buscaba entre el
retumbante río algún indicio de qué era
lo que Gromrund quería que
encontraran.
Entonces vio los bordes
deshilachados de una cuerda. Se
encontraba a aproximadamente un
metro de distancia, Uthor podría
alcanzarla estirándose.
—Agarradme los tobillos —indicó el
señor del clan de Kadrin mientras se
tendía boca abajo.
—¿Qué? —preguntó Rorek, que
aún tenía la mirada clavada en la
sombra del otro lado del puente.
—¡Tú haz lo que te pido! —le
espetó Uthor.
Rorek se agachó con Emelda a su
lado y los dos agarraron los tobillos de
Uthor mientras él volvía a cruzar el
puente, arrastrándose, con el río
azotándolo sin tregua.
Con los dedos entumeciéndosele
por el frío, Uthor estiró la mano y
agarró la cuerda.
—Tirad —gritó.
Uthor mantuvo un extremo de la
cuerda aferrado mientras lo sacaban de
la cascada. Al otro lado del puente,
Gromrund les mostró el extremo
opuesto y les hizo señas para que
cruzaran.
—¿Estás seguro de esto? —inquirió
Rorek entre dientes con la voz un poco
trémula a la vez que observaba el
oscuro portal y la sombra que
aguardaba dentro.
—Es nuestra única oportunidad.
Uthor tiró de la cuerda hasta que
estuvo tensa. Vio que Gromrund
tensaba el otro extremo. Con una
plegaria a Valaya, pisó el puente. Al
principio la fuerza del agua lo hizo caer
de rodillas, pero volvió a ponerse en pie
usando la cuerda para sostenerse y
cruzó, palmo a palmo, centímetro tras
doloroso centímetro. Rorek y Emelda lo
siguieron.
Parecieron horas pero llegaron al
otro lado y se desplomaron exhaustos
sobre una pequeña plataforma de
piedra.
—Gracias, martillador… —comenzó
Uthor pero, cuando miró hacia donde
había estado Gromrund, la cuerda se
aflojó.
El enano de Karak Hirn había
desaparecido.
***
Azgar saltó del yunque del maestro
forjador, pasando por encima de las
últimas líneas de defensores enanos, y
cayó entre un puñado de guerreros
roedores que se desperdigaron ante él.
Antes de que las viles criaturas
pudieran volver a acercarse, el matador
balanceó el hacha trazando un potente
círculo y cortando carne y hueso.
Mientras se adentraba más en la lucha,
en medio de una lluvia de
extremidades amputadas y torsos
destrozados, Azgar encontró a su presa.
El caudillo roedor soltó un chillido
de desafío y avanzó sin temor,
esquivando el primer golpe de la
cadena del hacha y desviando el
segundo giro de la mortífera arma con
la parte plana de su alabarda. Empujó el
arma hacia abajo y efectuó una potente
arremetida que a Azgar le costó mucho
esquivar. El matador se retorció,
apartándose de la trayectoria de la
alabarda, aunque le cortó la piel del
costado izquierdo.
Entonces el caudillo lamió las
gotitas carmesí que adornaban su arma
mientras soltaba un gruñido de júbilo y
se lanzó de nuevo contra Azgar. El
matador pasó rodando por debajo de
un furioso golpe recogiendo su hacha y
aferrando el mango para blandirla. A
continuación se produjo un ataque
vertical de la alabarda y el matador se
lanzó hacia delante para evitarlo,
destripando a un skaven de pelaje
negro que se acercó demasiado, antes
de darse media vuelta rápidamente y
alcanzar al caudillo, que se había
estirado demasiado. El golpe se hundió
en la espalda del roedor arrancando
chapas de armadura. El caudillo gritó
de dolor mientras bloqueaba un
segundo hachazo con el asta de la
alabarda. Azgar también rugió y golpeó
una y otra vez hasta que partió el asta
de la alabarda por la mitad.
El caudillo roedor retrocedió
tambaleándose y le lanzó el extremo
con la hoja al matador, que lo apartó
con la parte plana de su hacha. Esto
retrasó a Azgar el tiempo suficiente para
que el caudillo desenvainara su espada.
Lentamente, los demás concedieron
espacio para pelear a los guerreros que
se batían en duelo, pues ningún skaven
ni enano estaba dispuesto a
interponerse.
Azgar blandió su arma de nuevo
soltando un poco de cadena para lograr
más alcance y sorpresa. El caudillo
roedor la vio venir y se apartó del
mortífero arco del arma. La criatura se
lanzó hacia delante, con el veloz acero
pasando junto a su oreja, y cortó al
matador en el torso usando el impulso
del golpe para situarse más allá del
alcance del enano.
Azgar sintió la sangre húmeda entre
los dedos cuando se aferró la herida
mientras casi cae sobre una rodilla.
Unos chillidos, agudos y esporádicos,
surgieron de la boca del caudillo; el
matador sólo pudo suponer que era una
carcajada. El enano se puso en pie y se
volvió —la sangre que le manaba del
torso ya se estaba coagulando—
sonriendo con desdén.
—Vamos —gruñó haciéndole señas
al skaven para que se acercara—,
todavía no hemos terminado.
***
Halgar vio al matador saltar del yunque
pero lo perdió rápidamente en medio
del tumulto. Ya no había tácticas ni
plan en la batalla. Se trataba de morir y
sobrevivir, lisa y llanamente. Los enanos
que quedaban, aunque eran pocos y
estaban rodeados de enemigos,
luchaban como si el mismísimo espíritu
de Grimnir estuviera con ellos. A
Halgar se le hinchió el corazón de
orgullo mientras entonaba a gritos su
canto fúnebre con cada golpe y
arremetida del hacha. Había perdido el
escudo durante la carnicería y blandía
el arma a dos manos.
El barbalarga mató a un esclavo
roedor y apretó los ojos de nuevo: tenía
la visión cada vez más borrosa y unas
manchas oscuras persistían de modo
amenazador en los márgenes de su
campo visual. Cuando Halgar los abrió
vio algo que avanzaba hacia él. No
sabría decir si se debía a su vista
deteriorada o a algún tipo de vil
brujería, pero parecía como si se tratara
de un harapiento manto de flotante
negrura. Las sombras se congregaron en
él, como si se vieran atraídas como las
polillas a un farol, hasta que la sustancia
apareció delante del barbalarga. Un
destello de metal surgió de la masa de
oscuridad. Actuando por instinto,
Halgar paró el golpe de daga y dio un
paso atrás mientras un segundo y veloz
ataque hendía el aire delante de él.
El barbalarga bramó con actitud
desafiante a la vez que avanzaba con
paso firme hacia su atacante y blandía
el hacha. Halgar tenía ahora la vista
muy borrosa y falló por unos treinta
centímetros.
El asesino retrocedió —el anciano
enano sabía que sólo podía tratarse de
tal criatura— esquivando el arma con
gracia natural. El skaven recuperó la
posición con rapidez y arremetió de
nuevo, cortándole los tendones de la
muñeca al barbalarga. El hacha repicó
contra el suelo al escapar de los dedos
laxos de Halgar. La segunda daga se le
hundió en el pecho y el barbalarga
descubrió de pronto que apenas podía
respirar.
Halgar cayó de rodillas mientras
trataba de contener en vano la sangre
que le manaba abundantemente del
pecho.
El asesino skaven se acercó, seguro
de haber acabado con su presa,
silbando con una malicia manifiesta y
llena de júbilo. Irónicamente, la
criatura estaba ciega y, al abrir la boca
para regodearse, dejó ver que tampoco
tenía lengua. No obstante, algo más
llamó la atención del barbalarga, tan
cerca que incluso él pudo verlo: lo
último que vería nunca mientras la vista
se le oscurecía por completo. Se trataba
de una oreja, cortada de la cabeza de
alguna desventurada víctima. Llevaba
clavado en el lóbulo un pendiente
dorado con la runa del clan real de
Karak Izor. En otro tiempo le había
pertenecido a Lokki.
Halgar soltó un rugido y estiró las
manos a ciegas para estrangular a la
criatura que había matado a su señor.
Sólo aferró aire y sintió que dos dagas
se le clavaban en el torso. El barbalarga
se dobló en dos, sosteniendo su peso
con una mano para no desplomarse, y
notó el sabor del cobre en la boca
mientras escupía sangre. Podía oler al
asesino de Lokki cerca. Halgar dejó caer
la cabeza en actitud sumisa, pues sabía
que la criatura se acercaría para
rematarlo. El hedor del skaven se volvió
tan acre que ya debía tenerlo encima.
Halgar se llevó la media mano al
cuerpo, la otra no le resultaba más útil
que un puntal con los tendones
cortados, y agarró la flecha grobi que
tenía clavada en el pecho. El aire y el
olor se movieron a su alrededor. Ahí
estaba.
Halgar se arrancó la flecha, mientras
bloqueaba con la otra mano el golpe por
encima de la cabeza del asesino skaven,
y se la hundió al roedor en la garganta.
Lo sintió sacudirse, golpearle
débilmente los hombros. Halgar lo
mantuvo allí, empujando la punta de la
flecha cada vez más mientras le fallaban
las fuerzas. Los espasmos se detuvieron
y el asesino skaven se desplomó. Halgar
cayó de espaldas mientras su sangre
vital se derramaba por el suelo de la
fundición. Aunque no podía ver, el
barbalarga sonrió al oír el torrente de
agua entrando de golpe en la cámara y
los chillidos de terror de los roedores al
ahogarse.
***
—Por el tesoro escondido de Grungni
—dijo Hakem con voz entrecortada—.
Que sus relucientes cumbres lleguen a
la cima del mundo.
Oro: un brillante mar dorado se
extendía delante de los enanos que
permanecían ansiosos en el umbral de
la inmensa cámara. Iluminadas por la
luz natural que entraba por un estrecho
y alto hueco abierto arriba en lo alto,
pilas del resplandeciente metal se
alzaban hacia el techo abovedado como
si fueran montañas rozando los
extremos de chorreantes estalactitas.
Gemas y alhajas centelleaban como
estrellas en la reluciente maraña junto
con arcones ribeteados de cobre que
sobresalían como islas de madera entre
refulgentes estrechos. Elaboradas armas
—espadas, hachas, martillos y otras más
complicadas— asomaban de enormes
montones de riquezas. El tesoro oculto
era tan inmenso que resultaba
imposible abarcarlo todo de una sola
vez. La cámara propiamente dicha era
grande y tenebrosa, y parecía reducirse
formando una antesala en la parte
posterior, que no podían ver.
Hakem podía notar el sabor del oro
en la lengua; su aroma fuerte y metálico
le llenaba las fosas nasales. Tuvo que
combatir el impulso de entrar corriendo
desaforadamente en la estancia y
sumergirse en él. Pero entonces se fijó
en algo más en medio del reluciente
espejismo del tesoro: esqueletos de
huesos limpios, armaduras
ennegrecidas por el fuego y espadas
partidas. Grandes charcos de azufre
caliente confirmaron las repentinas
sospechas de Hakem y el creciente
terror que había sentido antes regresó.
La cámara estaba habitada.
Thalgrim masculló algo junto a él.
Hakem se volvió y encontró al
buscavetas boquiabierto y con la mirada
vidriosa. Un fino hilo de baba le caía
del labio inferior y se extendía hasta el
suelo.
—Gorl —farfulló, arrastrando las
palabras.
—No —gritó el señor del clan
mercante mientras alargaba las manos
para agarrarlo.
Pero era demasiado tarde. Thalgrim
entró a trompicones y como un loco en
la cámara exclamando a su paso:
—¡Gorl, gorl, gorl!
Hakem fue tras él, a pesar de que
cada fibra de su ser le instaba a no
hacerlo. Ralkan lo siguió, absorto en un
delirio completamente diferente.
—Thalgrim —lo llamó Hakem,
deteniéndose a cerca de un metro de la
entrada de la caverna y sin atreverse a
alzar la voz mucho más arriba de un
susurro—. ¡Espera!
El buscavetas permanecía
totalmente ajeno a sus palabras y, tras
zambullirse en una gigantesca pila de
oro, siguió adelante a toda velocidad.
Un infierno de rugientes llamas
rojizas envolvió a Thalgrim desde una
fuente oculta. La ola de calor que
emanó de él fue increíble e hizo caer a
Hakem de rodillas. Ralkan cayó
desplomado al verlo, haciéndose un
ovillo y gimoteando. Hakem perdió de
vista a Thalgrim en medio de la
aterradora llamarada mientras se
protegía los ojos del terrible resplandor.
Cuando volvió a mirar, no quedaba
nada del buscavetas salvo cenizas. Ni
siquiera había gritado.
El instinto de supervivencia hizo
que Hakem se pusiera en pie. Se acercó
corriendo a Ralkan y lo levantó
tirándole del pescuezo.
—Levántate —gruñó el señor del
clan mercante.
Ralkan obedeció a la vez que fuera
cual fuese el temor que se había
apoderado de él lo privaba de voluntad.
Unos temblores sacudieron el suelo
haciendo que monedas y piedras
preciosas cayeran en cascada de sus
altas cimas. Fueron tan violentos que a
Hakem le costó mantenerse en pie.
Del otro lado de los montones de
oro que se estaban derrumbando,
apareció una bestia tan antigua y
malvada que muchos de los vivos no
habían visto nunca nada igual.
—Drakk —susurró Hakem.
Ralkan farfullaba a su lado y se
aferraba desesperadamente a la túnica
del señor del clan mercante. Hakem
sintió que su coraje, su resolución y su
razón lo abandonaban mientras
contemplaba al descomunal y
resoplante monstruo.
El dragón era tan enorme que su
mole hizo a un lado las gigantescas
cumbres de riquezas, llenando casi todo
el ancho de la inmensa cámara. Unas
escamas rojas que brillaban como
sangre cubrían un cuerpo musculoso
lleno de cicatrices. Tenía un pecho
ancho y un horrible tono amarillo.
Profundos y negros lagos de odio le
servían de ojos y observaban a los
enanos con avidez. Unas garras tres
veces más largas que una espada y la
mitad de gruesas arañaron el suelo
cuando la criatura se las afiló con gran
estruendo. El dragón alzó su cuello,
largo y casi elegante, a la vez que
extendía sus poderosas alas, hechas
jirones, y soltaba un rugido.
Un terror embrutecedor se apoderó
de los enanos mientras se enfrentaban a
las secuelas del aliento del dragón, que
olía a rancio debido al hedor del azufre
y la carne en descomposición. La bestia
no hizo ningún intento para avanzar.
Simplemente resopló y silbó mientras
sacaba la lengua para saborear el miedo
de sus presas.
Hakem apretó los dientes y obligó a
su brazo a moverse, soltando los dedos
de Ralkan de su túnica uno a uno.
Libre de las manos del custodio del
saber, el señor del clan mercante tuvo
una repentina revelación, una certeza
que le permitió enterrar su temor bajo
algo puro y primitivo.
—Vete —pidió Hakem con calma.
Ralkan respondió con un murmullo,
paralizado de miedo.
—Vete —repitió, con más fiereza
esta vez.
El custodio del saber retrocedió
medio paso con los ojos clavados en la
bestia.
—He perdido mi honor —dijo
Hakem con absoluta certeza, y se quitó
la túnica—. No queda nada —continuó
mientras tiraba su cinturón—. Quizás, si
muero aquí, haya cierto honor en ello.
Se arrancó el garfio que llevaba
sujeto al brazo y desenrolló el vendaje:
la herida aún sangraba y la sangre se
había filtrado.
—Vete, custodio del saber —ordenó
Hakem mientras se agachaba y cogía un
martillo de entre las riquezas
desparramadas—. Narra mis hazañas
para que al menos mi nombre pueda
seguir vivo.
Ralkan dio otro temeroso paso.
—Huye, idiota… ¡Ya! —ordenó
furioso Hakem.
Ralkan halló al fin su voluntad y
salió corriendo.
—Ahora estamos solos, tú y yo —
dijo el señor del clan de Barak Varr.
Las frenéticas pisadas del custodio
del saber se fueron apagando a su
espalda mientras dejaba que la venda
empapada en sangre cayera al suelo. Se
mordió el muñón de la muñeca, para
volver a abrir la herida. Se embadurnó
el pecho desnudo con ella de modo
ritual, formando los sigiles arcanos
mientras le murmuraba una plegaria a
Grimnir.
El dragón se inclinó hacia delante
mostrando sus dientes largos y
mortíferos: sus enormes fauces podrían
partir a un ogro en dos.
Hakem agarró el martillo.
—Vamos —dijo de modo adusto y
tajante—. Enfréntate a mí y forja mi
leyenda.
El dragón se empinó sobre las ancas
y soltó un gruñido. Un ligerísimo
asomo de diversión apareció en sus ojos
mientras se lanzaba hacia Hakem con
una fuerza aplastante.
QUINCE
***
Hakem había muerto. Ralkan lo sabía
en su fuero interno, incluso aunque no
lo hubiera visto caer. Galdrakk el Rojo
era una leyenda, un sombrío relato para
asustar a los barbilampiños con el fin de
que se fueran a dormir o para burlarse
de un wazzock. El custodio del saber no
había creído ni por un momento que tal
bestia aún existiera. Y, sin embargo, la
había visto con sus propios ojos, incluso
había visualizado su sino entre sus
garras. Hakem había cambiado ese sino
y lo había convertido en el suyo propio.
Ralkan maldijo en voz alta cuando
dio un traspié y se golpeó la rodilla
mientras buscaba a tientas en los
corredores en sombras, tropezando a
ciegas, sin saber dónde estaba pero
desesperado por encontrar una salida.
El honor tenía poca importancia para el
custodio del saber en ese momento.
Tenía que intentar sobrevivir o el noble
sacrificio de Hakem, su gran hazaña,
habría sido en vano. Ese pensamiento lo
impulsaba y la certeza de que, en
cuanto terminara con Hakem, el apetito
de Galdrakk no se habría saciado y la
bestia vendría a por más…
***
A Thratch le daba vueltas la cabeza.
Olió a pelaje húmedo y se dio cuenta
de que estaba mojado. La piedra fría le
resultó dura y afilada contra la espalda.
La mente se le llenó de recuerdos
borrosos mientras se esforzaba por
despertar del todo, de la batalla con los
enanos, del terrible estruendo…
El enano pintado era rápido, quizás
más rápido que Thratch. No, eso no era
posible. Ningún guerrero —enano, piel
verde ni skaven— lo había vencido
nunca: incluso los asesinos del clan
Eshin habían fracasado en todos sus
torpes intentos de acabar con su vida.
No, Thratch era el rey de sus dominios y
ningún enano semidesnudo y sin pelo
iba a cambiar eso.
Thratch se agachó por instinto y se
vio obligado a concentrarse en la tarea
que tenía entre manos. Más por un
instinto de supervivencia que por su
habilidad con la espada, el caudillo
apartó la reluciente arma, y le soltó un
gruñido de indiferencia a su enemigo.
Thratch atacó intentando destripar
al gordo enano como si fuera un cerdo
ensartado. La criatura pintada era
rápida, pero no lo bastante, y el caudillo
chilló con placer cuando le hizo un corte
y luego lamió la sangre del enano de su
arma. Su mente se llenó de frenesí al
saborearla, la inminente muerte de su
presa resultaba embriagadora. Thratch
llevaría la cabeza del enano a modo de
sombrero cuando lo matase.
El caudillo hizo descender un
malintencionado golpe para rematarlo,
pero el enano pintado desapareció en el
momento de la victoria. Un dolor agudo
estalló en la espalda de Thratch
disipando su frenética sed de sangre. Su
agudo oído de skaven oyó como las
secciones partidas de chapa chocaban
contra el suelo. Hubo un destello
plateado cuando el enano pintado
avanzó.
Thratch bloqueó frenéticamente la
lluvia de golpes: ¡qué furia! El asta de la
alabarda se partió bajo el ataque.
Thratch le arrojó el extremo con la hoja
a su atacante desesperadamente
mientras combatía el impulso de soltar
un chorro de almizcle del miedo y echar
a correr. El skaven retrocedió un paso y
estuvo a punto de huir. No, él era el
señor de este reino. Thratch no había
huido nunca; su fuerza era lo que lo
señalaba para la grandeza, era justo lo
que haría que el Consejo de los Trece se
fijase en él y le consolidaría una
respetada posición en los niveles más
altos de Skavenblight.
Thratch desenvainó su espada.
Avanzó corriendo e hirió al enano en el
estómago. El skaven se relamió el hocico:
qué suculentas debían saber sus
entrañas Otro ataque, salvaje e
implacable. El enano se estaba
cansando, y Thratch podía sentirlo. Se
estaba preparando para otra pasada, el
golpe final, cuando el suelo comenzó a
temblar. Thratch se mantuvo en pie
utilizando la cola a modo de tercera
pata.
Algo olía mal. Estaba empezando a
tronar, podía oír los truenos acercándose
con claridad. ¿Truenos? ¿Bajo tierra?
Thratch se volvió. Una ola inmensa se
alzó ante él, bordeada de burbujeante
espuma blanca y plagada de cuerpos de
skavens y enanos atrapados en sus
fauces acuosas. A Thratch se le erizó el
pelaje y abrió mucho los ojos con una vil
sensación de terror al verse frente a la
atronadora inundación. Expulsó el
almizcle del miedo en el aire a la vez que
la implacable ola se desplomaba…
Un dolor agudo estalló en la
espalda de Thratch donde el enano
pintado lo había alcanzado. El caudillo
skaven hizo una mueca de dolor
mientras se ponía en pie, tembloroso, y
se limpiaba la sangre del hocico
intentando recordar qué había ocurrido
después de que la ola lo golpease. Los
recuerdos eran escasos, como
fragmentos de significado en el fondo
de la mente. Al principio se hizo la
oscuridad y luego todo sonido había
desaparecido mientras se veía
arrastrado hacia la penumbra.
Mientras intentaba reconstruir lo
que había transcurrido entre entonces y
ahora, Thratch deambulaba como un
loco por las plantas de los enanos,
demasiado aturdido e incoherente para
hacer nada más. Un olor, débil pero
claro, flotó hacia él en una brisa
caliente. Thratch movió la nariz, el
fétido olor a hollín e hierro le resultaba
familiar. Era como bilis acre en la
garganta: el odiado hedor de los
enanos.
Thratch se enfureció mientras
seguía la fetidez. Su guarida estaba
inundada y lo más probable era que su
máquina estuviera destruida y su
ejército diezmado. Aún tenía su espada
y, aunque estaba mellada y un poco
torcida, eso era bueno. La necesitaría
para vengarse.
***
—Por aquí —bramó Uthor, pisando con
cuidado por un sendero de roca que
caía en declive hacia una profunda y
ondulante charca de fuego líquido.
Emelda lo seguía agotada. La noble
se había desprendido de su armadura:
pesaba demasiado y hacía mucho calor
para seguir llevándola. Alrededor de su
cintura, reflejando el brillo de la lava,
resplandecía su cinturón, la única
protección que le quedaba. Rorek iba
detrás de la hija del clan, a cierta
distancia, mientras el trío atravesaba el
sendero cada vez más estrecho y se
encontraba con un ancho túnel que
ascendía pero que estaba plagado de
sombras y pozos de llamas.
—¿Hueles eso? —preguntó el señor
del clan de Kadrin, permitiendo que
Emelda lo alcanzara.
—Yo sólo huelo fuego y cenizas —
contestó la hija del clan con expresión
demacrada.
—Respira hondo —le indicó.
Emelda cerró los ojos y realizó una
inspiración larga y profunda. Más allá
del olor del aire cargado de ceniza y
chamuscado por el fuego había otro
aroma: algo mucho más despejado y
fresco.
—El mundo exterior —exclamó
Emelda, abriendo los ojos, que se le
estaban llenando de lágrimas.
—Y allí —añadió Uthor, señalando
a lo lejos, hacia una tenue corona de luz
— la salida.
—Hemos escapado… —dijo
Emelda.
Su rostro se iluminó de júbilo y
luego se crispó de una forma terrible
por el dolor. El extremo de una hoja
oxidada le atravesó salvajemente el
pecho mientras la hija del clan escupía
un espeso coágulo de sangre sobre la
barba manchada de hollín de Uthor.
Emelda se inclinó hacia delante a la vez
que el lustre del cinturón rúnico se
atenuaba levemente y le arrancaban la
hoja del cuerpo. El señor del clan de
Kadrin se acercó corriendo para coger a
la noble y, detrás de su cuerpo que se
desplomaba, vio el semblante de un
fornido skaven que empuñaba una
espada torcida y rota. La criatura sonrió
abiertamente con malicia y le gruñó al
enano.
Uthor, que sostenía a Emelda en sus
brazos, estaba indefenso. Vio la espada
brillante por la sangre preparada para
asestar un segundo ataque, un ataque
que acabaría con los dos. Uthor soltó a
Emelda e intentó desenganchar su
hacha, aunque ya sabía que sería
demasiado tarde, que incluso tan cerca
de la libertad su muerte estaba
asegurada.
Rorek bramó un grito de guerra y se
lanzó contra el roedor hacha en mano.
La criatura se volvió, plenamente
consciente de la presencia del
ingeniero. Le lanzó una nube de ceniza
ardiendo y rescoldos a Rorek en el ojo
bueno. La carga del enano falló
mientras se aferraba el rostro y gritaba.
El ingeniero tropezó y se desplomó en
el suelo.
Uthor se había puesto en pie,
aunque le pesaban los brazos, listo para
luchar. Se situó de manera protectora
delante de Emelda, que yacía en el
suelo. Rorek se encontraba lejos, a su
izquierda, gimiendo de dolor y rodando
hacia delante y hacia detrás. Delante de
él estaba el caudillo roedor,
ensangrentado y jadeando, y con los
diminutos ojos llenos de sed de
venganza.
El skaven debía haberlos seguido,
los había adelantado de algún modo y
había esperado en uno de los huecos en
sombras para golpear. Había tantos
escondites, tantos modos en los que los
merodeadores ocultos podían atacar, y
allí, en la meseta allanada del túnel, la
criatura había decidido entrar en
acción.
Las rocas caían con rapidez y
abundantes chorros de agua brotaban
del techo en varios lugares en los que la
inundación había logrado abrirse paso.
Uthor le hizo frente al caudillo
roedor, apartándose a un lado,
despacio, y sin atreverse a limpiarse el
reguero de sudor que le goteaba en los
ojos.
—Venga, vamos —dijo de forma
poco convincente, jadeando, y
blandiendo el hacha de Ulfgan.
El caudillo skaven gorjeó con
regocijo y estaba a punto de abalanzarse
sobre el enano cuando otra figura salió
de las sombras y se interpuso en su
camino.
—Vete —ordenó Azgar, que tenía la
espalda, tremendamente musculosa,
cubierta de cortes—. Saca a los otros
dos —añadió.
Él también debía haber sobrevivido
a la inundación y seguido al caudillo
roedor hasta llegar hasta ellos.
—Este ser y yo tenemos asuntos
pendientes.
Con eso, Azgar cargó contra el
roedor y lo hizo retroceder con una
lluvia de feroces golpes.
El acero retumbó en los oídos de
Uthor; el desprendimiento de rocas
creaba un coro profundo y resonante
mientras se acercaba a Emelda.
La hija del clan estaba pálida
cuando la sostuvo en sus brazos, la luz
se iba apagando en sus ojos.
—Déjame —le rogó con los labios
manchados de sangre, su voz poco más
que un murmullo áspero.
—Estamos cerca —susurró Uthor,
protegiéndola instintivamente cuando
un trozo de roca cayó y se hizo añicos
cerca, salpicándolo con fragmentos
cortantes—. Apóyate en mí —suplicó a
la vez que intentaba situarse debajo de
ella y usar su hombro a modo de
muleta.
Emelda tosió y escupió sangre por la
boca.
—No —logró decir—. No, no
puedo.
Uthor la dejó en el suelo con
cuidado.
—Voy al encuentro de mi padre —
añadió con voz áspera, aferrando la
mano de Uthor—. Dile al Gran Rey que
morí con honor y que lleve a Dunrik a
su lugar de descanso.
—Emelda…
La mano de la hija del clan cayó.
Uthor apretó los ojos, sentía un dolor
inconsolable. La ira lo empujó a la boca
del estómago y abrió los ojos. Le quitó
el cinturón a Emelda de la cintura con
actitud reverente y lo aseguró alrededor
de la suya. Cogió el hacha de Dunrik y
se la ató a la espalda. Uthor se puso en
pie mientras les murmuraba una
plegaria a Valaya y a Gazul, y estaba
punto de ir a por el roedor cuando oyó
a Rorek sollozando cerca.
La furia del señor del clan de
Kadrin se marchitó cuando posó la
mirada en el ingeniero herido. Durante
un momento sus ojos saltaron de allí a
la forma batiéndose en duelo de Azgar,
su hermano, que luchaba contra el
caudillo skaven con fiereza. El hacha
con cadena del matador se había hecho
añicos y éste empuñaba el extremo roto
como si fuera una tralla para contener
al veloz roedor. Mientras Uthor miraba,
una ardiente columna se abrió paso por
el suelo, arrojando rocas y magma al
aire. Otro chorro atravesó la superficie,
luego otro y otro más. Azgar
prácticamente se perdió al otro lado de
la barrera de llamas.
***
—Te dije que todavía no habíamos
terminado —le gruñó Azgar al caudillo
skaven, y atacó.
El roedor paró el aluvión de golpes
tambaleándose y luego contraatacó con
furia. Por fin, la frenética arremetida de
Azgar flaqueó y, cuando el matador
asestó un golpe segador con su hacha,
el caudillo se hizo a un lado y pisó la
cadena. Una vez atrapada el arma, y sin
pausa, el skaven hizo descender su
espada a dos manos y cortó la cadena
por la mitad.
Azgar retrocedió, desarmado,
mientras llegaba el turno del skaven de
atacar, y usó el trozo de cadena que le
quedaba a modo de látigo para
mantener a raya a la criatura. Gruesas
gotas de sudor corrían por el cuerpo del
matador, abriéndose paso por su
marcada musculatura, mientras ellos
luchaban sobre un estrecho precipicio.
La lava bullía por debajo de los
guerreros que se batían en duelo,
escupiendo humo gaseoso e irradiando
un intenso calor.
Detrás de él, Azgar oyó una
rugiente erupción de llamas y magma a
la vez que la cámara comenzaba a
desintegrarse lentamente. Si se veía
obligado a retroceder mucho más, el
matador acabaría consumido en ella. En
cambio, arremetió con la cadena una
última vez, apartando de un golpe el
arma del skaven sólo un momento, y se
abalanzó contra el caudillo. El roedor lo
mordió y lo arañó con fiereza,
apuñalándolo con el pincho que tenía
en la mano izquierda cuando se le cayó
la espada, a medida que el matador
aplastaba despacio el cuerpo de la
criatura. El arma cayó en el charco de
lava y se derritió. Haciendo caso omiso
de las gravísimas heridas que le
infligían, Azgar empujó hacia delante,
levantando al caudillo skaven en un
feroz y fuerte abrazo. El roedor clavó las
garras en el suelo, intentando frenar el
decidido empuje del matador, pero
Azgar no iba a permitir que lo
detuvieran. Estiró los brazos hacia el
cuello de la criatura y, con las manos
desnudas, arrancó un grupo de burdos
puntos. El skaven chilló cuando lo hizo
y la antigua herida se abrió con rapidez
a la vez que Azgar alzaba a su presa más
alto y la levantaba del suelo.
El borde del precipicio lo llamaba.
Azgar soltó un rugido y se lanzó,
junto con el caudillo roedor, por el
borde…
***
Una lucha poco precisa, pues los
detalles se perdían, se desarrollaba a
través de la reluciente calina mientras
skaven y enano forcejeaban. Entonces
cayeron por el borde del precipicio y la
charca de lava los engulló.
—Hermano… —murmuró Uthor,
que sintió que su pesar se multiplicaba
por dos.
Sin tiempo para lamentarse, el señor
del clan se acercó rápidamente a Rorek,
lo levantó y se echó al ingeniero a la
espalda con un gruñido.
—No puedo ver —dijo Rorek entre
sollozos, mientras se restregaba el ojo
recién destruido.
—Te pondrás bien, amigo mío —le
aseguró Uthor, colocando un pie
delante del otro, simplemente
intentando no caerse.
—¿Nos vamos? —preguntó Rorek, y
perdió el conocimiento.
—Sí —contestó Uthor—. Sí, nos
vamos.
La cámara se sacudió con toda la
furia natural de un terremoto cuando
una bestia, tan antigua y sobrecogedora
que Uthor sintió que la fuerza de sus
piernas lo abandonaba, apareció en el
amplio túnel detrás de las columnas de
fuego. Incluso a través de las llamas
Uthor advirtió que la criatura era un
dragón: el dragón al que llamaban
Galdrakk el Rojo y que era enemigo de
sus antepasados. Con un potente batir
de alas que hizo retroceder a Uthor
tambaleándose, Galdrakk redujo el
fuego y lo atravesó rápidamente. La
lava silbó contra su piel escamosa, pero
no hizo nada, salvo chamuscarla
mientras la bestia caía pesadamente al
otro lado.
Uthor encontró la fuerza para
retroceder mientras el dragón lo
contemplaba con avidez. La vil criatura
tenía el hocico destrozado y el ojo
derecho aplastado, como si hubiera
luchado recientemente. Las heridas sólo
servían para hacer que su aspecto
resultara aún más aterrador. Un
pensamiento llenó la mente de Uthor a
medida que la bestia se aproximaba.
«No lo lograremos…»
Una potente avalancha de rocas se
derrumbó encima de Galdrakk. La
bestia era tan enorme que no pudo
evitarlas. Una piedra afilada le atravesó
la suave membrana del ala, y la bestia
soltó un rugido de dolor, seguida de
una pesada roca que le aporreó el
hocico mientras otras le rebotaban en el
lomo, el cuello y las patas delanteras.
Uthor echó a correr, con la cabeza
gacha, mientras el techo se desplomaba
y el atronador grito de Galdrakk
resonaba tras él. Siguió corriendo sin
atreverse a mirar atrás por temor a que
la bestia pudiera seguir viva, que
pudiera haber escapado y les estuviera
pisando los talones. Uthor huyó hasta
que salió, parpadeando, al
resplandeciente día, donde en un cielo
despejado lucía un sol parecido a un
orbe sobre su cabeza. Incluso entonces
siguió corriendo, abriéndose paso entre
riscos, dejando atrás a toda prisa cuevas
y salvando zonas de maleza y
pedregales hasta que, jadeando tanto
que pensó que le iban a estallar los
pulmones, se desplomó en un claro
rodeado de menhires grabados con
runas. Reconoció el sigil de Grungni
mientras se le empañaba la vista y cayó
inconsciente.
***
Se trataba de un altar a los dioses
antepasados. Se podían ver runas para
Grungni, Valaya, Grimnir y sus hijos
menores sobre los amenazadores
menhires, que parecían las paredes de
alguna ciudadela impenetrable.
Uthor estaba sentado delante de
una pequeña hoguera mientras las leía
todas y cada una. No sabía cuánto
tiempo había estado inconsciente, pero
ninguna bestia los había molestado ni a
Rorek ni a él mientras yacían en la
tierra desnuda.
Por lo que Uthor podía deducir,
habían salido muy al sur de Karak
Varn, junto a un afluente del río de la
Calavera, que fluía tranquilamente por
debajo de ellos en un estrecho
desfiladero. Las muertes de sus
compañeros suponían un gran peso
para él, pero ninguna tanto como la de
Emelda. Por eso y por no cumplir su
juramento, habría un ajuste de cuentas.
Rorek estaba despertando y eso
apartó al señor del clan de Kadrin de
sus melancólicos pensamientos.
—¿Dónde estoy? —preguntó el
ingeniero, parpadeando con el ojo
marcado por el fuego, que tenía en
carne viva y ennegrecido debido a la
ceniza ardiente—. Estoy… Estoy ciego
—dijo, tratando de ponerse en pie
mientras empezaba a entrarle el pánico.
Uthor le apoyó una mano en el
hombro.
—Tranquilo, estás entre amigos.
—¿Uthor…?
—Sí, soy yo.
—Uthor, no puedo ver.
La voz del ingeniero dejaba traslucir
cierta histeria, pero se volvió a recostar.
—Ya lo sé —contestó el señor del
clan de Kadrin, afligido, mientras
contemplaba la esfera blanca y lechosa
del que en otro tiempo había sido el ojo
bueno de Rorek.
El señor del clan de Kadrin había
esperado que quizás la pérdida de
visión no fuera permanente, pero a la
fuerte luz del día la herida tenía un
aspecto muy grave. Él le había
ocasionado eso a Rorek.
—Huelo aire libre, hierba y agua
dulce, y siento el viento en la cara.
¿Dónde estamos? —quiso saber el
ingeniero.
—Cerca del río de la Calavera, al
sureste de Karak Varn y, según mis
cálculos, a un día de marcha a través de
las montañas hasta el Pico Eterno —le
explicó Uthor.
—¿Vamos a acompañar a lady
Emelda de regreso a Karaz-a-Karak? —
preguntó el ingeniero.
—No, Rorek. Emelda cayó.
Uthor no pudo evitar que su voz
reflejara un tono sombrío.
—Entonces, ¿somos los únicos
supervivientes?
—Sí, así es.
Un sonido más allá del círculo del
altar rompió el silencio. Uthor se puso
en pie, hacha en mano.
—¿Qué pasa? —Rorek se estaba
dejando llevar por el pánico de nuevo.
—Quédate aquí —susurró Uthor.
El señor del clan de Kadrin salió del
círculo sigilosamente y se agachó
pegado al suelo, usando las largas
gramíneas y las rocas desperdigadas
para cubrir su avance.
Algo se movía hacia él bajo la
protección de un saliente de tierra.
Uthor se agachó para coger un
puñado de piedrecillas y lo lanzó por
delante de él. Luego aferró su arma y,
ocultándose en las sombras, aguardó a
que su presa se acercara.
—Por Grimnir —susurró entre
dientes—, voy a hacerte pedazos.
La piedra crujió cuando lo que
fuera que se acercaba pisó unas piedras
haciendo mucho ruido.
Uthor salió de un salto de su
escondite rugiendo y con el hacha en
alto, listo para matar.
Ralkan se apartó del repentino
ataque y retrocedió. El arma de Uthor
hendió el aire tras él.
—¡Custodio del saber! —exclamó
Uthor a la vez que bajaba el arma y
corría en ayuda de Ralkan mientras éste
se dejaba caer sentado sobre el trasero.
—¿Estoy libre? —preguntó Ralkan
con temor—. ¿Estoy vivo?
—Sí. Sí, estás libre y vivo.
Uthor estiró la mano para ayudar a
Ralkan a ponerse en pie.
—¡Uthor! —Era Rorek.
El señor del clan de Kadrin se
volvió, a la vez que levantaba a Ralkan,
y vio al ingeniero acercándose a él
tambaleándose, hacha en mano.
—¿Son grobis? ¿Roedores?
Indícame dónde están —gruñó—. Aún
puedo derramar sangre de piel verde.
—Espera —repuso Uthor con voz
exultante—. Es Ralkan. ¡El custodio del
saber está vivo!
»Dime, Ralkan, ¿sabes algo de
alguno de nuestros otros hermanos?
El rostro del custodio del saber se
ensombreció.
—Sí —contestó simplemente.
***
El camino de regreso al Pico Eterno fue
lento y laborioso, pues la ceguera de
Rorek imposibilitaba cualquier escalada
de cierta importancia, y se llevó a cabo
en silenciosa remembranza. De todas
formas, Uthor quería evitar la mayor
parte de los riscos montañosos. Eran
lugares malignos, plagados de
monstruos, y los tres enanos no estaban
en condiciones de luchar. En lugar de
eso, se dirigieron hacia el sur, siguiendo
la lánguida corriente del río de la
Calavera, manteniéndose en los bajíos,
y descendieron hacia un tupido bosque.
Los lobos los acosaron bajo la falsa
oscuridad del enramado de los árboles
y en más de una ocasión Uthor se vio
obligado a sacarlos del sendero y
ocultarlos en el amplio tronco de algún
roble enorme al oír el parloteo de los
goblins. Lo sacaba de quicio tener que
esconderse en las sombras, pero el
peligro acechaba a cada paso y si
llamaban la atención de aunque fuera
el depredador más inofensivo, su
muerte sería segura.
Karaz-a-Karak era una sombra
inmensa e impresionante en un
horizonte desteñido por el sol cuando al
fin llegaron hasta allí; la ardiente esfera
aparecía roja y sangrante en un cielo
cada vez más oscuro que amenazaba
con la llegada de la noche, cuando se
manifestarían los auténticos peligros de
la naturaleza.
Con un gran peso en el corazón y
en los pies, los tres enanos recorrieron
el sendero de terracota dorada y piedra
gris que conducía a la imponente puerta
de la capital enana. Habían transcurrido
muchos meses desde que habían
partido del Pico Eterno. No sería un
reencuentro feliz.
***
Uthor mantenía la cabeza gacha. Se
encontraba solo en la Corte del Gran
Rey, ya que tanto Rorek como Ralkan
estaban siendo atendidos por las
sacerdotisas de Valaya en unas
antecámaras.
—Uthor, hijo de Algrim —tronó
lawoz de Skorri Morgrimson, Gran Rey
de Karaz-a-Karak—. Has regresado con
nosotros.
—Sí, mi rey —respondió Uthor con
la debida deferencia.
El señor del clan de Kadrin se apoyó
en una rodilla. Mantuvo la vista clavada
en el suelo, pues no se atrevía a mirar al
Gran Rey a la cara.
—¿Y qué ha sido de Karak Varn? —
preguntó el Gran Rey.
Uthor se armó de valor mientras
trataba de encontrar las palabras para
relatar su fracaso.
—Habla rápido —dijo irritado el
Gran Rey—. ¡Partimos para Ungor esta
misma noche!
Uthor levantó la mirada.
El Gran Rey estaba sentado en el
gran Trono del Poder y vestía toda su
panoplia de guerra. Ataviado con una
reluciente armadura rúnica como las
que forjaba el venerable Skaldour en la
antigüedad, con la corona del dragón
descansando con orgullo sobre la frente
prominente y el hacha de Grimnir
aferrada en la mano, Skorri
Morgrimson resultaba aterrador. En la
otra mano sostenía una pluma, cuyo
extremo estaba manchado de lo que
parecía ser tinta carmesí. Delante del
Gran Rey, sobre un elaborado atril
dorado, se hallaba el Dammaz Kron. El
Gran Libro de Agravios estaba abierto
en una página en blanco.
El hijo del rey, Furgil, permanecía
detrás de él, también listo para la
guerra. El Consejo de Mayores había
recibido permiso para retirarse; sólo
estaban presentes el maestro del saber
del Gran Rey, su guardaespaldas
martillador y Bromgar, el guardián de
la puerta al que Uthor había conocido
muchos meses atrás.
—Karak Varn ha caído. Nuestra
expedición fracasó.
Las palabras fueron como espadas
calientes en el corazón de Uthor
mientras permanecía genuflexo ante su
rey.
—¿Supervivientes? —inquirió el
Gran Rey, observando que el señor de
clan de Kadrin era el único presente en
su fortaleza.
—Sólo los tres que hemos llegado al
Pico Eterno.
El rostro de Skorri Morgrimson se
ensombreció ante tal admisión.
—Mi señor —añadió Uthor, al que
empezó a ahogársele la voz mientras le
tendía el cinto rúnico—. Hay algo que
no sabes.
El Gran Rey abrió mucho los ojos al
reconocer el cinturón.
—No… —musitó mientras se le
llenaban los ojos de lágrimas.
—Mi señor —repitió Uthor,
haciendo acopio de resolución—.
Emelda Skorrisdottir, hija del clan de la
casa real de Karaz-a-Karak nos
acompañó en nuestra misión pero cayó
ante las hordas de roedores. Murió con
honor.
—Dreng tromm —masculló el rey
mientras se mesaba la barba y las
lagrimas le corrían por el rostro—.
Dreng tromm.
Bromgar se acercó a Uthor y cogió
el cinturón de sus manos para
presentárselo solemnemente a su rey.
Skorri Morgrimson trazó con los dedos
las runas salpicadas de sangre grabadas
en la superficie como si acariciara el
rostro de la misma Emelda.
—Llévatelo —susurró, apartando la
mirada del objeto ensangrentado.
Cuando volvió a clavar los ojos en
Uthor, todo asomo de pesar y angustia
desapareció del rostro del Gran Rey,
que se volvió duro como la piedra.
—Al menos puedes mirarme a la
cara y decirlo —comentó el Gran Rey
con frialdad.
»Quedas desterrado —añadió
simplemente, adoptando un tono más
fuerte y vengativo—, expulsado. Tu
nombre y el de tus compañeros se
grabarán con sangre en el Dammaz
Kron y no se tacharán nunca… ¡Nunca!
—sentenció furioso mientras se
levantaba de su trono y partía la pluma
en dos.
Uthor tembló ante la ira del Gran
Rey, pero se mantuvo firme.
—Abandona este lugar, unbaraki.
¡Desde este momento quedas
expulsado!
Unos martilladores se acercaron
desde los blancos de la estancia y se
llevaron a Uthor, al que tuvieron que
ayudar a ponerse en pie: tal era la
magnitud de su vergüenza.
***
A la mañana siguiente, mientras las
grandes puertas del Pico Eterno se
cerraban con gran estruendo tras ellos,
Uthor dirigió la mirada hacia el cielo.
Ráfagas de nieve se iban acumulando
en medio de nubes cada vez más
oscuras y un toque de gélida escarcha
salpicaba las gramíneas silvestres. El
otoño estaba llegando a su fin y en unas
semanas, comenzaría el invierno. Uthor
pensó en Skorri Morgrimson mientras
el Gran Rey conducía a su ejército hacia
Karak Ungor: grandes columnas de
dawis marchando resueltos a vengarse
bajo el tenue brillo del sol, y en los
estandartes, y entre el redoble de los
tambores y el estruendo de los cuernos.
Hubo un tiempo en el que al señor del
clan de Kadrin le habría entusiasmado
formar parte de tal asamblea: ahora no
veía el momento de encontrarse lo más
lejos posible.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —
preguntó Rorek.
Ralkan lo guiaba con expresión
ausente. El ingeniero llevaba una venda
sobre los ojos y había renunciado al
parche.
Ralkan ya no portaba el libro de los
recuerdos. Se lo habían quedado los
maestros del saber del Pico Eterno
como registro de lo que había
acontecido. Ralkan se había esforzado
por escribir en él todas las hazañas de
los enanos en el tiempo que habían
tardado en llegar a Karaz-a-Karak, con
la esperanza de que, por lo menos, los
nombres de los caídos fueran
recordados.
Les habían devuelto sus armas y
otras pertenencias, e incluso les habían
dado provisiones y ropa limpia, antes de
expulsarlos sumariamente de la
fortaleza. El hacha de Dunrik fue lo
único que dejaron atrás para que los
sacerdotes de Gazul la sepultasen y así
al menos su espíritu pudiera descansar
en los Salones de los Antepasados.
Uthor no perdió de vista el
horizonte mientras contestaba:
—Vamos hacia el norte, a Karak
Kadrin y el Santuario de Grimnir. Hay
una promesa más que debemos
cumplir, y me gustaría hacerla allí, ante
mi padre, si sigue con vida.
Así, los enanos se alejaron del Pico
Eterno, sumidos en sus pensamientos.
El viento arreciaba por el norte. Se
avecinaba una tormenta.
EPÍLOGO