[go: up one dir, main page]

0% encontró este documento útil (0 votos)
480 vistas10 páginas

Relfexion San Antonio de Padua y Homilia

San Antonio de Padua murió el 13 de junio de 1231 cerca de Padua, Italia. Fue un fraile franciscano portugués que se dedicó a predicar el Evangelio en el norte de Italia y sur de Francia para animar la fe del pueblo cristiano. Su labor pastoral se centró en iluminar la existencia de los demás a través de la Palabra de Dios.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
480 vistas10 páginas

Relfexion San Antonio de Padua y Homilia

San Antonio de Padua murió el 13 de junio de 1231 cerca de Padua, Italia. Fue un fraile franciscano portugués que se dedicó a predicar el Evangelio en el norte de Italia y sur de Francia para animar la fe del pueblo cristiano. Su labor pastoral se centró en iluminar la existencia de los demás a través de la Palabra de Dios.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 10

SAN ANTONIO DE PADUA

El 13 de junio de 1231, a la edad de 36 años, cerca de la ciudad de Padua (Italia)


y, con el rostro radiante de alegría, murmurando las palabras "Veo a mi Señor",
san Antonio terminaba la peregrinación por este mundo y entraba a morar
para siempre en la casa del Padre Dios, Aquel a quien tanto buscó en la tierra,
a quien tanto amó con todo su corazón y a quien tantas veces predicó en sus
Sermones y a través de su testimonio de caridad evangélica.

Las figuras de santidad en la Iglesia son como esos vitrales de las grandes
catedrales a través de los cuales traspasa la luz del día e iluminan el lugar
donde éstos han sido puestos.

De esa misma forma, los santos a lo largo de la historia, en los lugares donde
Dios los ha suscitado, han iluminado, no con luz propia sino con la Luz de la
divinidad, la realidad que el mundo y la Iglesia han tenido que afrontar en el
devenir histórico de la humanidad. San Antonio de Padua (1191-1231) nació
en Lisboa (Portugal). Desde muy temprana edad entró en el monasterio de San
Vicente, de los canónigos regulares de san Agustín, para adherirse más al
proyecto de consagración a Dios que había ido madurando. Allí impulsado por
su fuerte deseo del conocimiento de Dios, se preparó asiduamente en el
estudio de la Sagrada Teología y en la formación concerniente al ministerio
sacerdotal.

Antonio de Padua, abierto y dócil al “Espíritu del Señor y su santa operación”


como solía expresarlo su maestro y padre en el seguimiento de Cristo,
Francisco de Asís, descubre que Dios le llama a emprender la misión de ser
portador y paladín del Evangelio, para llevar la Verdad a tantos hombres y
mujeres confundidos por la herejía y ser instrumento de caridad para con
aquellos que la sociedad misma, mantenía bajo sus yugos y esclavitudes. Es así
como en el año 1220 ingresa a la Orden Franciscana y, desde ese momento,
recorre con pasión y celo apostólico los caminos del norte de Italia y del sur de
Francia, para animar con su predicación del Evangelio a todo el pueblo
cristiano sediento de la presencia de una Iglesia cercana, acogedora y
comprometida con el pobre.

Todo el acontecer pastoral de san Antonio de Padua tuvo como finalidad,


iluminar la existencia de todos los que se encontrara en el camino de su vida
itinerante. Como buen hijo y discípulo de san Francisco de Asís sabía que antes
de socorrer cualquier necesidad material, es importante sembrar primero en
el corazón del cristiano, la Palabra de Dios, que todo esclarece y todo hace
nuevo. En uno de sus sermones dominicales afirma:

“Como el hombre exterior vive del pan material, así el hombre interior vive del
pan celestial, que es la Palabra de Dios”. Es allí donde toda acción y toda
situación de la vida, encuentra fortaleza y seguridad para avanzar con
esperanza por el camino de nuestra existencia humana.

San Antonio de Padua en su ardua labor apostólica salió al encuentro de todos


aquellos, que por estructuras de poder y de esclavitud, sentían que habían
perdido todo motivo para seguir creyendo y esperando en Dios. Desde la
dignidad misma del ser humano, ultrajada por los avaros usureros de la ciudad
de Padua, hasta la propia experiencia de fe cristiana, deformada por el
incremento de la herejía albigense, encontraron en el “doctor evangélico”
(como lo llamó el papa Pío XII en 1946), una esperanza y un consuelo, donde
la presencia de Cristo Salvador se hizo notar con fuerza y contundencia.
EL PAN DE SAN ANTONIO

Es costumbre en la fiesta de San Antonio de Padua bendecir dos sacramentales


en particular: el pan (sacramental más conocido) y los lirios, símbolo de la
virginidad del Santo Taumaturgo.

San Antonio de Padua siempre tuvo una estrecha relación con los pobres. Se
cuenta que siendo niño acompañaba ya a su madre a socorrer a los pobres y
que nunca abandonó esta preocupación, entre el socorro más habitual que se
daba a los pobres que acudían pidiendo de puerta en puerta se hallaba el pan.
Varios sucesos relacionan a san Antonio con el pan.

Encontrándose en el convento y ante la petición de limosna de un nutrido


grupo de pobres, les repartió todo el pan que había en el convento sin
conocimiento del fraile panadero. Llegado el momento de distribuir el pan a
los frailes, el panadero se dio cuenta y acudió a san Antonio para
comentárselo. Este le dice que regrese y verifique si es cierto que no hay pan.
Así lo hace el fraile panadero observando que las cestas de pan se hallaban
llenas. Se había verificado el milagro.

La bendición del pan está ligada al milagro de la resurrección del pequeño


Tomasito en 1231:
Dejado incautamente por la madre junto a un recipiente lleno de agua, el niño
se ahoga. Cuando la mujer se acuerda y regresa a casa, la cabeza de su hijo
está ahora sobre el fondo del recipiente; y ella llama por ayuda, acudiendo los
vecinos y algunos frailes.

No había nada que hacer: el pequeño de solo 20 meses es sacado de la cubeta


rígido y muerto. La madre, sin resignarse a la situación, hace voto de distribuir
a los pobres la cantidad de trigo correspondiente al peso del niño, si Antonio
lo resucita, la gracia es recibida.
Los padres prometían a San Antonio tanto pan como el peso de sus chiquillos,
para que los protegiera de las epidemias y de otros males. La práctica,
disminuyó en la edad media y después desapareció.

Sólo hacia finales del siglo XIX renació, por mérito principalmente del padre
Antonio Locatelli (1839-1902), difundiéndose en todo el mundo, hasta el
punto de que, en muchas iglesias, junto a la imagen o estatua de San Antonio,
se encuentra la cajita con el letrero: «Pan de San Antonio».

El pan había de ser uno de los atributos con los que la pintura plasmara la
caridad del santo. En la iglesia del convento franciscano de Aracoeli en Roma
encontramos una pintura de Pinturicchio (1454-1513) –seudónimo de
Bernardino di Betto di Biagio- que representa a san Antonio con un libro en la
mano derecha y encima un pan. Es muy posible que la inspiración le viniera de
la leyenda antoniana. Esto demostraría que dicho atributo era ya normal en
fecha tan temprana y que la devoción del pan de san Antonio se practicaría ya
siguiendo la leyenda conocida como el milagro de El peso del niño. No
obstante, esta devoción antoniana, tal como hoy la conocemos y que se halla
extendida por todo el mundo, tiene su origen en el siglo XIX.

En algunas iglesias, especialmente franciscanas, el día de su fiesta (13 de junio)


se acostumbra a bendecir pequeños panecitos, que después son distribuidos
a los fieles y consumidos por devoción.

Ciertamente, tal devoción deriva de la iniciativa del "pan de los pobres" que
en el pasado era muy viva y difundida en las iglesias. Aun hoy, en las
inmediaciones de la Basílica, trabajan la “Caritas antoniana” y la "Obra del Pan
de los Pobres", dos organizaciones que expresan en forma más actual y
diversificada la ayuda material a los necesitados.
BENDICIÓN DEL PAN

V/. El Dios providente que todo lo creó para nuestro bien, esté con todos
ustedes.
R/. Y con tu espíritu.

Oremos: Señor Jesucristo, verdadero Pan de Vida,


dígnate bendecir + este pan
como bendijiste los cinco panes en el desierto;
haznos solidarios con el hambre de los pobres para que,
a ejemplo de san Antonio,
compartamos nuestro pan con los necesitados
imitando así tu generosidad.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

Que el ejemplo de santidad de este fraile franciscano santo siga iluminando la


vida de tantos cristianos en la actualidad que han perdido su fe en el Señor y
sus motivaciones para tener una vida gozosa aquí en la tierra. El santo de las
multitudes y de la predicación incansable del Evangelio, nos enseñe con su
testimonio que, sin el cultivo de la vida interior, sin la pasión por Jesucristo y
su Palabra, no tiene eficacia ningún esfuerzo humano y ningún apostolado.
Pues como él mismo nos enseña en sus sermones: “Si el predicador no expresa
lo que cultiva en su corazón no convence a nadie, se trasmitirá a sí mismo y no
a Dios”.
REFLEXIÓN DEL EVANGELIO DE HOY

Los de Corinto dieron muchos quebraderos de cabeza a San Pablo, sobre todo
porque había unos grupos de cristianos enfrentados entre sí por cuestiones
graves. Muchas veces tuvo Pablo que intervenir, bien por carta bien
visitándolos personalmente.

En esta ocasión Pablo tiene que defenderse de unas acusaciones hechas


contra su persona. Y lo hace poniendo a Dios por testigo y avalado por la
dignidad que Él le confiere.

Al hilo de su defensa nos deja una enseñanza de plena actualidad, nos advierte
de la hipocresía con la que muchas veces adornamos nuestro discurso para no
comprometernos mucho, para que realmente no sepan lo que pensamos,
especialmente en el campo de la religión y la moral. Pareciera que caminamos
sobre una cuerda floja y según nos convenga bajamos por un lado o por otro.

En este tiempo que nos ha tocado vivir es complicado dar testimonio de


nuestra fe, vivir en coherencia con lo que creemos. Nos cuesta no ser
“políticamente correctos”, nos acobarda el qué dirán. Sin embargo, hoy más
que nunca el mundo necesita testigos de que otra forma de vida es posible; de
que la verdad triunfa sobre la mentira; de que, frente a la moda de lo etéreo,
difuso o poco definido, Cristo es siempre sí y en él se cumplen todas las
promesas, Él es la roca firme.

¿Nos vamos a quedar callados? ¿No vamos a ayudar a los que nos rodean a
que lo descubran?

Sois la sal de la tierra… sois la luz del mundo


Ser sal y ser luz son dos tareas que Jesús encomendó a sus discípulos y que nos
encomienda hoy a nosotros, sus seguidores.
Para ser sal que sale y luz que ilumine, es muy importante la mesura, un
comportamiento sin estridencias, que nos permita estar en el mundo de un
modo diferente pero que nadie se sienta invadido en su intimidad, sino
invitado a vivir una nueva vida.

Nos ayudará en esta tarea no dejarnos arrastrar por la tibieza, enfermedad del
alma que nos atrofia el entendimiento y la voluntad. La tibieza desvirtúa la
vida del creyente, porque apaga el amor y oscurece la fe; pudiendo convertirse
en un estorbo en la tarea de la evangelización. Qué triste que estando
llamados a ser sal y luz, seamos un estorbo

Jesucristo nos invita a pesar en la balanza de nuestra vida nuestra pertenencia


a su Reino. Somos sal de la tierra, luz que ilumina. Y nos invita a dar sabor y
brillar, sí, a ser ese fermento en la sociedad que marque una diferencia
positiva, que deje un buen sabor de Cristo donde sea.

¿Quiénes son ustedes? Leyendo el pasaje así, fuera de su contexto, cualquier


persona, yo mismo, diría que el Señor se dirige a sus discípulos, a sus
apóstoles, a sus predilectos o sin más, a los suyos. Claro está, siendo una
misión especial como la de dar luz, dar sentido al mundo, a la historia, a la vida
misma, con mayor razón recurrimos a los que él llamó. Pero, vamos unas
páginas atrás en las Escrituras. ¿Quiénes son ustedes? Encontramos a Cristo
hablando a una inmensa muchedumbre. Ese ustedes son todos los que
escuchaban a Jesús en el que hoy llamamos el monte de las bienaventuranzas.
Les hablaba a todos, a todos sin excepción. Ustedes son: así continuó Jesús su
discurso evangélico después de las bienaventuranzas. Y en ese ustedes, entre
niños, hombres rudos, mujeres piadosas, entre un Pedro y un Judas, entre el
enfermo y el pescador; ahí, ahí estabas tú. Ahí estábamos todos
representados, porque todos los que hemos escuchado y creído en Cristo, por
el bautismo hemos sido constituidos apóstoles suyos, mensajeros del
evangelio. Buscamos otros ustedes, pero en realidad somos nosotros los
interpelados por Cristo para ser sal de la tierra y luz del mundo.
La sal es un elemento muy común y barato. Su uso, sin embargo, es
fundamental para nuestra vida. Nuestro organismo necesita sal en
proporciones adecuadas. En la cocina la sal es indispensable, y lo era mucho
más en la antigüedad cuando no existían los sistemas de refrigeración con los
que hoy contamos. La sal entonces era utilizada como un eficaz medio de
conservación de alimentos. Junto a éstos, seguramente habrá otros muchos
usos y aplicaciones que los seres humanos le hemos dado y le damos a la sal.

Como en el caso de cualquier otro elemento, los usos de la sal están


íntimamente vinculados a su composición, características y propiedades. Si
por medio de algún mecanismo lográsemos “quitarle” a la sal su capacidad de
salar la comida o de detener el proceso de corrupción de la carne, ese
elemento, en lo que a nosotros respecta y al uso que le damos, dejaría de ser
sal. Esto que es algo evidente en relación a un elemento como la sal nos
permite reflexionar en torno a las palabras que Jesús nos dice en el Evangelio.

¿Qué significa que los discípulos de Jesús seamos «sal de la tierra»? Al igual
que la sal —y que la luz con la también nos compara el Señor—, los cristianos
estamos llamados a tener un impacto en la realidad en la que vivimos. Cuando
uno echa sal en un guiso espera que al probarlo el sabor haya cambiado.
Cuando uno enciende una luz espera que la oscuridad retroceda.
Análogamente, los discípulos de Jesús somos enviados al mundo para algo y
nuestra presencia en medio del mundo no puede pasar desapercibida pues
somos, por gracia de Dios, portadores de un don inmenso: la Buena Nueva de
Jesucristo.

Jesús nos compara con la sal y al respecto San Hilario nos dice que «debemos
ver aquí cuán apropiado es lo que se dice cuando se compara el oficio de los
apóstoles con la naturaleza de la sal. Ésta se aplica a todos los usos de los
hombres, puesto que cuando se esparce sobre los cuerpos les introduce la
incorrupción y los hace aptos para percibir el buen sabor en los sentidos. Los
apóstoles son predicadores de las cosas celestiales y son como los saladores
de la eternidad». Para ser “saladores de la eternidad” debemos, como
cristianos, conservar nuestra virtud, nuestras “propiedades” —nuestra
identidad—, así como la sal para poder salar y preservar los cuerpos a los que
se agrega.

En esa línea va la advertencia del Señor Jesús: si la sal se vuelve insípida, ¿quién
la salará? Si la sal pierde su fuerza, sus propiedades ya no sirve para nada y se
le echa fuera. De igual manera si la lámpara se oculta ya no ilumina y pierde
su sentido. Nuestro Maestro nos está diciendo que para poder ser sal de la
tierra y para poder ser luz del mundo, debemos ser fieles a lo que somos y vivir
coherentemente con ello. Somos discípulos suyos, hombres y mujeres que han
renacido en las aguas del Bautismo y han sido enviados al mundo para
transformarlo desde el Evangelio. Así como la sal sala y la luz ilumina, el
cristiano está llamado a ser en medio del mundo testimonio vivo del Evangelio
de Cristo y a llevarlo hasta la raíz de la cultura y la sociedad.

Al ponernos el ejemplo de la sal que se vuelve insípida o la lámpara que se


mete debajo de un cajón, ¿no nos está mostrando el Señor el absurdo al que
podemos llegar si es que, enviados al mundo para anunciar la Buena Nueva,
para ser fermento en la masa, somos más bien nosotros “mundanizados”? El
mensaje de Jesús es fuerte si lo queremos escuchar. Vivir un cristianismo a
medias, a la medida, que se adecua para no incomodar, que rebaja la varilla
en nombre de una falsa tolerancia y apertura al mundo, ¿no es volvernos
insípidos como cristianos? ¿No es meter bajo el cajón la luz de Cristo que
recibimos en el Bautismo? Para ser lo tenemos que ser —sal de la tierra y luz
del mundo— debemos ser «misioneros con los gestos y las palabras y,
dondequiera que trabajemos y vivamos seremos signos del amor de Dios,
testigos creíbles de la presencia amorosa de Cristo (…). Así como la sal da sabor
a la comida y la luz ilumina las tinieblas, así también la santidad da pleno
sentido a la vida, haciéndola un reflejo de la gloria de Dios» (San Juan Pablo
II).

Este camino, sin duda, despertará muchas veces incomprensiones, nos


acarreará dolor e incomodidad, pondrá a prueba nuestra fortaleza pues
ciertamente es más fácil diluirse en el montón y no ser firmes en nuestra
identidad de cristianos. Recordemos siempre, como nos dice San Pablo, que
nuestra fe no se apoya en la sabiduría de los hombres sino en el poder de Dios
y que nuestro apostolado no es fruto de discursos sabios y elocuentes o de
grandes talentos, sino que es manifestación del Espíritu (ver 1Cor 2,1-5). No
tenemos, pues, nada que temer si confiamos en Dios y cooperamos para que
sea Él quien se manifieste en medio de nuestra debilidad.

El llamado es claro: vivir nuestra fe con fortaleza y ser en nuestra vida de cada
día coherentes con nuestra identidad de cristianos de manera que podamos
ser lo que Jesús nos llama a ser: sal de la tierra y luz del mundo.

Hoy, por la intercesión de San Antonio, pidamos la gracia de ser sal y luz.

También podría gustarte