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LECCIÓN TERCERA - Cristologia

Este documento presenta un resumen de la apocalíptica judía y la predicación de Juan el Bautista. Jesús parece continuar la predicación de Juan sobre la inminente llegada del Reino de Dios. Algunos estudiosos ven a Jesús como un profeta apocalíptico que se equivocó, mientras que otros argumentan que Jesús tenía conciencia de ser el Hijo del Hombre y cumplir la llegada del Reino, no solo anunciarla.
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LECCIÓN TERCERA - Cristologia

Este documento presenta un resumen de la apocalíptica judía y la predicación de Juan el Bautista. Jesús parece continuar la predicación de Juan sobre la inminente llegada del Reino de Dios. Algunos estudiosos ven a Jesús como un profeta apocalíptico que se equivocó, mientras que otros argumentan que Jesús tenía conciencia de ser el Hijo del Hombre y cumplir la llegada del Reino, no solo anunciarla.
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LECCIÓN TERCERA

El Reino que llega con Él

1. La Apocalíptica judía.

El choque de la religión judía con el helenismo expansionista de Alejandro


Magno fue ocasión de sufrimientos y cambios en Israel —intentos de
adaptación frente a movimientos de resistencia, fractura nacional abierta para
siempre—, todo ello integrado en la Historia de Salvación. Un efecto muy
positivo de ese deseo de afirmar la identidad en medio de una cultura
diferente y poderosa fue la línea de diálogo enriquecedor que, en Alejandría,
dio lugar a la versión griega del Antiguo Testamento (Los Setenta); en ella
entraron nuevos libros sapienciales abiertos a la cultura griega y muy
influyentes en el futuro (en Qumrán, en el cristianismo): Tobías, Judit, 1
Macabeos, 2 Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico y Baruc. La osadía de dialogar
fue estimulante a largo plazo para la fe de Israel, aunque la crisis abierta por el
helenismo agresor le puso al borde de la desaparición como pueblo y provocó
la guerra civil y el martirio.

Sucedió esto último durante la persecución de Antioco Epífanes, monarca


seleúcida de Siria y Babilonia a partir del año 175 a.C., y profanador del
Templo en 168 a.C. La profanación del Templo, la prohibición de la
circuncisión y la imposición de ciertos alimentos y costumbres prohibidos por
la Ley producen la rebelión y abocan a la guerra y al martirio. Aparece
entonces la corriente apocalíptica, muy relacionada con los círculos asideos o
piadosos. Estos últimos habían colaborado con Judas Macabeo en la rebelión
contra el invasor, pero su religiosidad no cabía en los moldes políticos de la
lucha por el poder; el poder terminaba oprimiendo incluso cuando lo tomaban
los “buenos”. Gente profundamente religiosa, con mística y conducta
martirial; empiezan a intuir que la consumación de Israel iba más allá del
problemático triunfo de las armas o de la venida del hijo de David. Se atreven
a predicar la intervención directa de Yavé para instaurar su reinado de paz y
derrotar a los imperios mundanos; incluso hacen cálculos temporales precisos.
El Libro de Daniel fue, de algún modo, revelación y programa. Entre los
“colaboracionistas” que abogaban por la adaptación al helenismo renunciando
a la circuncisión y otras costumbres, y los “fundamentalistas” que defendían
cruentamente una identidad religioso-cultural, los círculos apocalípticos

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piadosos van creciendo en extensión e intensidad; crean un lenguaje cósmico
catastrofista (apocalíptico) y se dividen en tendencias más o menos fanáticas y
abocadas a la resistencia, más o menos pacíficas y orantes, siempre marginales.
En realidad, lo que acontece en estos grupos es un desplazamiento del tiempo
salvífico, anclado antes en el pasado de Israel (omnipresencia del memorial) y
abierto ahora a un futuro que rompe la historia humana por la entrada
personal de Dios (final, esjatón). Un cambio muy hondo que se hilvana con las
profecías de la nueva alianza de los antiguos profetas escritores pero las deja
atrás, prescinde de ellas.

Conectan con esta corriente en época de Jesús numerosas comunidades


asentadas al otro lado del Jordán: bautistas, esenios, mandeos, etc. Del anciano
Simeón dice Lucas (2,25), laudatoriamente, que era de los que aguardaban la
consolación de Israel, o sea, el día del Señor. Son contrarios a esta mentalidad,
sin embargo, los grupos más representativos y poderosos: fariseos, saduceos.
Jesús parece continuar la predicación del profeta escatológico del momento, el
Bautista, pero con rasgos singulares y exclusivos. No hay duda que fue
recibido y entendido como un predicador del final de la historia y del triunfo
definitivo de Dios.

2. ¿Discípulo de Juan el Bautista?

Una calidad que, en principio, parece amenazar esa singularidad personal que
hemos visto, puesto que su pregón inicial, literalmente y a primera vista, es
una mera continuación de la predicación del Bautista. «Convertíos, porque el Reino
de los Cielos está cerca»… (Mc 1,14 con relación a Mt 3,2). ¿Dónde quedaría esa
originalidad a que venimos aludiendo si el mensaje central es prácticamente
heredado o imitado? El Bautista aparece como profeta apocalíptico, pero
profetizando para un presente inmediato: está llegando ese momento tan
esperado. Anuncia la inmediata llegada del Día de Yavé, del Reinado de Dios,
e invita a los israelitas a regresar a Jerusalén —tras purificarse en el Jordán—
para allí esperar, protegidos por la santidad de la Ciudad, el juicio divino.
Subyace el programa de la ciudad santa, purificada de toda inmundicia, como
lugar de la Gloria (Ezequiel). Añade a los antiguos profetas la inmediatez con
que ve el Día, y toma de Daniel el tono apocalíptico. Jesús es bautizado por
Juan y continúa literalmente su mensaje cuando aquel es encerrado en
Maqueronte. Algunos especialistas, incluso, le presentan como discípulo del
Bautista basándose en interpretaciones más o menos forzadas de algunas
21
frases: Fueron a buscar a Juan y le dijeron: «Maestro, el que estaba contigo al otro
lado del Jordán y del que tú has dado testimonio, también bautiza y todos acuden a él» (Jn
3,26). No es verosímil un discipulado formal ni una formación en el desierto;
caben contactos con algunos de estos grupos, como tantos judíos piadosos.
Jesús no es un hombre del desierto como Juan, sino un vecino de Nazaret
conocido por su oficio (“el carpintero”). Nazaret forma parte de su nombre,
cosa poco probable si hubiera roto con el mundo para irse con el Bautista al
desierto. La convivencia con todos y la asistencia a banquetes —tan criticada y
contrapuesta a la conducta de Juan— así lo confirman.

Ciertos estudiosos de renombre (Schweitzer sobre todo) presentaron a Jesús


como un profeta apocalíptico que se equivocó al anunciar la llegada inminente
del Reino, y cuyos discípulos, sobre todo Pablo, tuvieron que reinterpretar el
mensaje para poder seguir esperando. De Lucas se dice que inventó el
“tiempo de la Iglesia” ante la no llegada de la Parusía, un tiempo intermedio entre
el Reino oculto y el Reino manifestado (“ya” pero “todavía no”), pero un
tiempo —afirman— con el que no contó Jesús. A principios del siglo XX, el
modernista Loisy escribió: Se esperaba el Reino y llegó la Iglesia. Esta es la lectura
de quienes ven en Jesús un mero profeta apocalíptico que erró en sus cálculos:
la Iglesia renunció al Reino, y el anunciante del Reino (Jesús) pasó a ser el
objeto y contenido del anuncio. De Jesús predicador a Jesús predicado,
adorado, esperado. Así nació, supuestamente, el cristianismo; algo con lo que,
según estos investigadores, Jesús no contaba. Jesús, el judío —aseguran—, no
fue cristiano, pues el cristianismo fue un invento de Pablo y del
“protocatolicismo” de Lucas y de las epístolas llamadas “pastorales” (Tito,
Timoteo).

Eliminando estas exageraciones que deforman la realidad, sí es cierto que la


doctrina y los planteamientos de Jesús son fruto de la convicción de una
inmediata intervención divina de alcance mundial. Llega a decir, cuando os
persigan en una ciudad, huid a otra. En verdad os digo que no terminaréis con las ciudades
de Israel antes de que vuelva el Hijo del hombre (Mt 10,23); o aún más, en verdad os
digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. 35 El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán (Mt 24,30). En esa misma línea de inmediatez del Reino,
plasma en las bienaventuranzas (Mt 5,1s) la estética del Reino, el estilo de
quienes ya están en él aunque lo ignoren. No es una moral para vivir en el
mundo, ni siquiera para esperar; es la descripción de aquellos en los que ya
está presente y ha triunfado el Reino. Hasta tal punto tiene conciencia de su
misión única que se nombra a sí mismo como el Hijo del Hombre. Esta

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designación que de sí mismo hace, revela su convicción de ser el último, el
“esjatón”; no el que anuncia sino el que realiza.

3. El Hijo del Hombre


Si Jesús usó realmente esta frase como título apocalíptico, no habría duda de
su conciencia de ser mucho más que un profeta anunciador del mismo. No se
discute que él mismo se autodesignara con este término (88 veces en el Nuevo
Testamento: 29 en Mt; 13 en Mc; 26 en Lc; 12 en Jn; 1 en Hch y 2 en Ap). La
continuidad reiterada del título en los evangelios y, por el contrario, su total
desaparición en escritos posteriores del Nuevo Testamento así lo indica (sólo
Hch 7,56, Ap 1,13 y 14,14 lo usan fuera de los cuatro evangelios). Se conserva
porque es palabra histórica de Jesús en contexto judío, o sea, durante su vida;
una designación que, tenga el sentido que tenga, solamente aparece usada por
él, y con énfasis. Se deja atrás porque su traducción no diría nada al griego, o
en todo caso, se entendería, simplemente, como humano. Y no era este su
sentido caso de usarse como título escatológico.

Es una expresión propia y exclusiva del lenguaje judío. Recordemos que en el


original hebreo o arameo (ben-'adam, bar nasha), puede tener diversos sentidos.
Que lo usó, pues, es indiscutible; ahora bien, ¿lo usó como título mesiánico y
trascendente? ¿Cabe otro modo de usarlo?

Un uso en el lenguaje contemporáneo de Jesús es equivalente al abstracto


“humano”, “hombre” (ejemplo, Sal 144,3: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes
de él, el hijo del hombre —“el ser humano”, traducen— para que te ocupes de él?).
Tengamos presente que la abstracción es un proceso mental relativamente
moderno. Cuando, con este significado, se aplica a sí mismo es equivalente al
pronombre personal de primera persona, yo, “este hombre que habla”. Un
equivalente “humilde” al pronombre personal de primera persona. Y es que
decir “yo” es una forma muy moderna y occidental de hablar; fruto de la
ruptura del clan por la emergencia progresiva del individuo, y fruto también
de un descenso en el pudor personal. Hasta no hace muchos años, nuestros
inmediatos antepasados evitaban señalarse con el “yo” y decían “servidor” o
utilizaban curiosos eufemismos para señalarse (“aquí”). Y, en efecto, hay
ocasiones en el Evangelio en que esta locución podría tener este sentido
(podría interpretarse así Mt 8,20: el hijo del hombre —yo— no tiene dónde reclinar la
cabeza; o, 16,13: ¿quién dice la gente que es el hijo del hombreo —que soy yo—?).

23
En segundo lugar: en alguna otra ocasión, si nos atenemos a un texto aislado y
con el mero análisis gramatical, la expresión podría referirse en boca de Jesús
a otra persona; o sea, podría estar anunciando a otro personaje posterior a él:
“cuando venga (¿después de mí?) el Hijo del Hombre” (Mt 24,27.30.37 son
textos que podrían leerse así). El contexto, sin embargo, apunta en otra
dirección excluyendo esa posibilidad. No hay duda que Jesús se señala a sí
mismo. La cuestión es: ¿además de señalarse (pronombre) se autodefine
(título)?
Hay textos donde, indudablemente, Cristo habla de sí mismo con esta
calificación y la usa, no como abstracto ni como pronombre personal, sino
como título mesiánico propio y exclusivo: Mt 9,6; 12,8; 26,64, etc. Las
opiniones de que son textos tardíos que hay que atribuir a la comunidad no
parecen tener consistencia, pues, de ser tardíos, lo lógico hubiera sido
sustituirlos por “el Hijo de Dios” y dejar la ambigüedad. Jesús vincula el título
de “Hijo del Hombre” con el poder escatológico de perdonar los pecados o
de relativizar el sábado, y no hay duda de que se señala a sí mismo y no a otro
personaje por venir. También son seguros los textos en que Jesús se confiesa
mesías celeste ante Caifás de modo solemne y aludiendo claramente a la
venida escatológica: Mt 26,64. Estos pasajes nos darían algo tan importante
como la designación que el mismo Jesús hacía de sí mismo y de su misión. El
título aparece con esa fuerza, sobre todo a partir de la confesión de Pedro y
Transfiguración; quizá el mismo acontecimiento del Tabor pueda ser leído
como la revelación de su identidad de Hijo del Hombre antes de emprender el
camino a Jerusalén. El debate ideológico es duro y transparenta muchas veces
la postura del estudioso hacia Jesús.

Recordemos también que el término, ya antes de Jesús, se había convertido en


título mesiánico, al menos entre algunos grupos de corte apocalíptico. El lugar
preciso de esta conversión es el Libro de Daniel en el capítulo séptimo (Dn
7,9-14). Este libro es una especie de panfleto inspirado que anima a la
resistencia contra Antioco Epífanes (quien profanó el Templo en el 168 a.C.)
apelando a los piadosos cumplidores de la Ley. Daniel es el representante de
aquella juventud que, lejos de adaptarse a las nuevas costumbres, se mantiene
fiel al Señor y es presentada como modelo del nuevo Israel (leones, horno
ardiendo, lucha contra la corrupción de los jueces-ancianos). Los viejos se han
corrompido, los jóvenes son los asideos o piadosos: la fidelidad se desplaza del
pasado al futuro, del anciano decadente al muchacho naciente. En el capítulo
séptimo se presentan los imperios de la tierra como animales monstruosos

24
que parecen invencibles. Frente a estos poderes, Dios en el cielo, en lo Alto,
es adorado por la corte incontable de ángeles y de ancianos. De Dios baja —
desciende del entorno divino— “como un hijo de hombre”, o sea, como un
humano que vence a esos poderes y restablece la paz de Dios. Ese “como”
matiza de algún modo la condición de “hijo de hombre” o sea, de humano.
Quién es en el relato ese “como hijo de hombre” no resulta fácil determinarlo:
a veces parece que es todo el pueblo de Israel in solidum, a veces una persona
concreta. Lo cierto es que, teológicamente, este texto abre la esperanza a una
intervención directa y personal de Dios en la historia no ya para salvar a su
pueblo sino para instaurar una paz universal, su Reinado. Se puede pensar en
ese “como un hijo de hombre” como alguien con presencia humana pero con
naturaleza suprahumana: baja del cielo, de la presencia del Anciano. Al menos
la literalidad abre el probable desarrollo de esta sugerencia. ¿Empieza aquí la
elevación de la naturaleza del Mesías israelita al plano celeste (ángel...) que
luego se observa en escritos de Qumrán, sobre todo en el pésher de
Melquisedec? Esta línea es explícita en el Libro de Enoch (46,1-5), un apócrifo
judío, que, sin embargo, se suele fechar tardíamente.
Hay, además, otro aspecto, soslayado normalmente, que me parece
importante. Este título procede de la juventud asidea (Daniel), de aquella
generación que rompió con un Israel adaptado y corrupto para introducir el
fin de la historia. La bajada de ese Hijo del Hombre de lo Alto, expresa la
ruptura de la historia concebida como temporalidad cerrada. Si Dios eligió y
envió a Moisés y a los profetas, ahora no elige a un humano y le da una
misión; ese humano desciende, baja… si es que es humano; o sea, en es una
intervención divina en la historia humana muy distinta a las anteriores. Si Jesús
predica fundamentalmente la llegada actual del Reinado de Dios, es lógico
pensar que cuando anuncia la venida en gloria, el triunfo del Hijo del hombre,
está haciendo referencia al personaje de Daniel. Es un título con dos
caracteres: por un lado, va mucho más allá del mesianismo davídico o de la
realeza humana; por otro lado es el título escatológico por excelencia, unido
íntimamente a la última intervención de Dios en la humanidad. En ese caso,
este título, que siglos más tarde se interpretó más bien como afirmación de su
humanidad, hacía referencia directa a un origen celeste, a una bajada. Son
curiosos los deslizamientos semánticos: para cualquier Santo Padre posterior,
“Hijo del hombre” sería la afirmación de la humanidad de Jesús; para sus
oyentes, usado como título, sonaría a persona celestial si no divina. Eso es,
además, lo que se dice literalmente: entre nubes, en la gloria. Y solamente
desde esta lectura se comprende la pretensión de Jesús, su singular relación
25
con Dios. Son los últimos días los que explicitan esta pretensión. Los debates
que suceden en la explanada del Templo culminan con la única pregunta que
Jesús plantea a quienes le interpelan: "¿Cómo pueden decir los escribas que el Mesías
es hijo de David? (...) Si el mismo David lo llama "Señor", ¿cómo puede ser hijo
suyo?".(Mc 12, 35.37). Ellos le han preguntado por su “qué” (naturaleza), por
cuestiones (a favor o en contra de Roma, ley concentrada en un mandamiento,
resurrección); él les pregunta por el quién del Mesías: ¿es un simple sucesor de
David, se define por su relación con esta dinastía? ¿O es alguien a quien David
llama “Señor”? El pasaje, con claro sabor a dicho de Jesús, abre el horizonte a
una señoría que no es meramente real, humana, sin determinar nada más.
En coherencia con este título, Jesús concibe su misión como un “venir” o un
“bajar” (Mt 18,11; 1Jn 5,20). Ni siquiera en los pasajes del envío (Jordán,
Tabor) se habla de elección; la palabra divina reconoce y señala; nada más. En
el lenguaje de Jesús se repite ese “he venido” referido clarísimamente a sí
mismo (Mt 5,17; 10,34; Mc 1,38; Jn 5,43; 9,39; 12,46.47; 16,28; 18,37), que
Juan transforma en un aun más claro “he bajado”: Y decían: «¿Acaso este no es
Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir
ahora: “Yo he bajado del cielo”?» (Jn 6,42). La afirmación de procedencia rebasa
los términos del envío profético y revela una identidad que se pierde en el
misterio... al menos de momento. Pero lo que sí está claro es la distancia entre
la misión profética del Bautista respecto al Reino y la que se atribuye Jesús.

3. El Reino de Dios... Padre

El Reino anunciado por Jesús difiere fundamentalmente del que esperaban los
clásicos apocalípticos, incluido el Bautista; llega a desconcertar, incluso, a
quienes se situaban en la misma espera. Y es que se identifica con él mismo: él
es el Rey del Reino, no el último anunciador; Juan está “fuera” del Reino: En
verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el
más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él (Mt 11,11). Esta es la visión
de los evangelios, en línea con la pretensión de autoridad que venimos
ofreciendo como la impronta que dejó.

El evangelio de Mateo testimonia con sentencias que pertenecen a la


antiquísima fuente “Q”, la decepción de Juan ante la actuación sosegada,
pacífica, comprensiva con los pecadores, de Jesús: ¿Eres tú el que ha de venir o
tenemos que esperar a otro? Lo que late en esta sentencia es que Juan, que ha

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anunciado la inmediata llegada del Reino, identifica esa llegada con la llegada
de Jesús, y por eso se duele de la posibilidad de que aún haya que seguir
esperando a que otro llegue. Jesús califica esta duda de escándalo (Mt 11,2-6);
Juan está decepcionado de su conducta. Esa decepción de Juan se reproduce
hoy en quienes han secularizado la mentalidad apocalíptica suplantando la
venida por la revolución, si bien estos últimos tienen un “chivo expiatorio”
contra quién dirigir sus iras... de momento: la Iglesia. ¿Dónde está la diferencia
radical de Jesús con la línea apocalíptica que, por otro lado, parece asumir en
su predicación?

El Reino anunciado por los apocalípticos, en continuidad con los antiguos


profetas, era el Día de Yavé, un día fundamentalmente de venganza y castigo: el
hacha está puesta en la raíz. En Jesús de Nazaret, el término “Reino” está
precedido, asentado, sustentado, por otro mucho más radical en su vida y en
su lenguaje: Abbá. Esta palabra altera el significado de las demás y modifica su
mensaje con relación a los apocalípticos. El Reino que Jesús anuncia es la
manifestación de Dios como padre entrañable que se alegra más por un
pecador arrepentido que por noventa y nueve justos que no lo necesitan (Lc
15,7.10). Padre de buenos y malos, de justos e injustos, de judíos y gentiles
(Mt 5,45). El Reino será la manifestación de la paternidad divina con toda la
extensión e intensidad que es posible; lo es ya mediante la presencia del Hijo.
Lo cual no impide la advertencia de la seriedad del momento, que exige la fe
en la misericordia y la entrega de la voluntad.

Jesús es el Evangelista del Reino que anuncia el Deuteroisaías (Is 40,9-11s).


Los evangelios aplican al Bautista los versos primeros de este pasaje que le
definen como quien prepara el camino, pero no los siguientes que anuncian la
llegada en presente. A Juan Bautista le falta la alegría y el consuelo ante la
llegada. Eso corresponde a Jesús; Jesús es Evangelio, gozosa noticia. Juan está
fuera (antes) del Reino, mientras Jesús está dentro, es el Reino; con él los
pequeños que le siguen y le creen: en verdad os digo que no ha nacido de mujer uno
más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más
grande que él (Mt 11,11).

El Reino que anuncia Jesús es fuente de alegría que inunda como una oleada
procedente de él la vida de la comunidad primitiva. Desde el ocho veces
repetido “dichosos” que introduce cada bienaventuranza, hasta el repetidísimo
“alegraos” de Filipenses, pasando por la alegría que empapa los capítulos de los
Hechos de los Apóstoles de Lucas como reflejo de la alegría que el mismo

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evangelista describe en el cielo ante la conversión del pecador. Reino de Dios
en Jesús es anuncio alegre, gozoso, euangelion.

Esto se muestra, especialmente, en la actitud de Jesús con los pecadores,


clave, para interpretar correctamente su idea del Reino. Fue lo que más
escandalizó y no sólo a los fariseos sino también al Bautista como hemos
visto. Era una gran amnistía, el Año de Gracia que anunciara en presente en la
sinagoga de Nazaret (Lc 4,1s). No sólo no son excluidos los pecadores sino
que son invitados en primer lugar. El perdón —no la destrucción ni la
condena— termina siendo el signo de la llegada del Reino, la medida del
poder de quien lo trae: Pero para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene autoridad en
la tierra para perdonar pecados -dijo al paralítico-: Yo te lo mando, levántate, toma tu
camilla y vete a tu casa (Mc 2,10 y par.). Es el año sabático o de reconciliación; el
saludo del Señor es la paz, no la amenaza; solo amenaza a quienes rechacen el
perdón y la misericordia. Por eso, insisto una vez más, escandaliza a los
fariseos, pero escandaliza tanto o más al Bautista, y, seguramente, a las
corrientes apocalípticas del momento. Si el Reino de Dios es la intervención
misericordiosa del Padre, se traduce necesariamente en una fraternidad in fieri
a la que todos están llamados a participar y a construir.

4. El Reino de la Palabra

Seguimos intentando comprender la impronta de Jesús en sus discípulos


como El Evangelista del Reino y damos con algo fundamental y no
suficientemente subrayado: el medio para implantar el Reino es la palabra y
nada más. El Reino que predica Jesús es el Reino de la Palabra: la palabra es
medio único porque la Palabra es raíz y meta. Si la Palabra creó el mundo, esa
misma Palabra, con palabras humanas, creará el Reino. Ya en las tentaciones
del desierto —pasaje clave para entender su idea de mesías y de reino— ha
rechazado cualquier tipo de pacto de poder y el uso de mediaciones
manipuladoras: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca
de Dios (Mt 4,5). Mantuvo esta actitud cuando, tras multiplicar el pan quisieron
hacerle rey para asegurar el bienestar: se marchó a orar solo. Su independencia
es total respecto a los partidos. Es seguido porque su palabra da vida, hasta el
punto que Pedro le dirá: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna
(Jn 6, 68). ¡Palabras que contienen y otorgan vida eterna! Frente al poder
militar de los romanos o al caciquismo de Herodes, frente al peso institucional
de los saduceos o al influjo jurídico de los fariseos, Jesús está solo con su
28
palabra. Él mismo es confesado luego como la Palabra divina que sostiene la
humilde y pacífica palabra humana: las ondas concéntricas que venimos
observando. El Reino que anuncia resulta ser la Conversación entre Dios y el
Hombre: por eso la oración de Jesús es ya presencia del Reino. En
consecuencia, Jesús propone pero nunca impone; respeta la libertad del
oyente, como aparece en la frase repetida en diversas ocasiones: El que tenga
oídos para oír… (Mc 4,9.23; 7,16; Mt 11,15; Lc 14,35). El que quiera escuchar, el
que se abra a su enseñanza.

Las parábolas del capítulo trece de Mateo vinculan íntimamente la presencia


del reino con la palabra que lo anuncia: el Reino es la humilde palabra
sembrada en una tierra no siempre preparada y a veces contaminada con
simientes asfixiantes. De nuevo observamos la coherencia: el Mesías no
aparece como poder imponente sino como Siervo paciente; el Reino no
irrumpe como fuego destructor sino como conversación definitiva entre Dios
y el hombre. Conversación pacífica y pacificadora: Jesús silencia a aquellos
posesos que le aclaman histéricamente; es parte de lo que se ha llamado
“secreto mesiánico” de Marcos. En realidad es la negativa absoluta a
manipular las emociones irracionales para su provecho. Rechaza la tentación
demoníaca de utilizar el poder del malo, ofrece la misericordia y la paz.
Autoridad sin poder, decíamos; autoridad de la palabra, decimos ahora. El
Reino es la conversación con Jesús, la Palabra de Dios, el Verbo que se
expresa con palabras humanas para ser entendido por el hombre.

5. Misión de informar y testimoniar

Precisamente esa vinculación Reino-palabra explica el hecho de que Jesús


asocia a los Doce como misioneros del Reino (Mc 3,13-19; Mt 28,18), abre
una Misión dirigida a todos los pueblos empezando por Israel. Si el envío
fuera absolutamente posterior y totalmente independiente de la historia de
Jesús, la elección de los Doce no hubiera tenido sentido, ni el término apóstol
(enviado) hubiera servido para designarlos. Tiene sentido si se supone que la
conversación entre Dios y el hombre requiere la ayuda y la colaboración de
compañeros de misión. La Misión cristiana supone que el Reino es decisión
divina incondicionada pero, al mismo tiempo, propuesta a la libertad humana;
y en ese sentido (y de hecho, históricamente) la misión es anterior a
cualquier posible decepción sobre la llegada o a cualquier posible
reinterpretación paulina-lucana.
29
En consecuencia, el ministerio de la palabra es el contenido más fuerte del
oficio apostólico, derivado de la oración, o sea, de estar en conversación con él.
Cuando las obligaciones administrativas de aquella primera comunidad en
crecimiento amenazan la prioridad absoluta de esta tarea de predicar, los
apóstoles tienen la osadía de inventar un nuevo ministerio, que, a diferencia de
lo ocurrido con los Doce y con los Setenta y dos, Lucas no atribuyen a Jesús
(Hch 6,1s). Pablo concibe así su apostolado, como ministerio de la
predicación: Pero, ¿cómo lo invocarán si no han creído en él? ¿Cómo creerán si no han
oído hablar de él? ¿Cómo oirán si nadie les anuncia? ¿Cómo anunciarán si no los envían?
Como está escrito: ¡Qué bellos los pies de los heraldos de buenas noticias! Sólo que no todos
responden a la Buena Noticia. Isaías dice: Señor, ¿quién creyó nuestro anuncio? La fe entra
por el oído, escuchando el mensaje del Mesías… (Rm 10,14 s.). Pablo es un
informador: usará del entonces recién inventado “libro” o cuadernillo de
páginas cosidas en lugar del caro e incómodo rollo de pergamino; pedirá a sus
colaboradores y luego sucesores una vigilancia estricta sobre el “depósito”, o
sea, sobre el contenido de la predicación. Recibir-transmitir es el binomio que
precede a un artículo fundamental de la fe (1 Co 10; 15). Los credos son
confesiones de fe regladas lingüísticamente desde el principio, y se continúan
sin ninguna violencia en las enseñanzas de los grandes concilios.

La Iglesia resultante fue y es una Misión de información con los


instrumentos y presencias necesarias para purificar el corazón y el lenguaje de
los actores, para certificar la verdad de lo transmitido, para convertir en vida
esa información. Pero esto añade algo a la pretendida naturaleza apocalíptica
de Jesús: un proceso informativo a todo el mundo, además de exigir tiempo,
es muestra del respeto del Reino a la libertad liberada del hombre, a su
colaboración. Con razón la Segunda Carta de Pedro (3,12) hablará de esperar y
acelerar la llegada del Reino. Nada de violencia, nada de ruptura sin proceso. El
lenguaje apocalíptico que a veces emplea el evangelio ha de ser entendido
desde esta perspectiva: oferta de conversión, destrucción de la “figura” de este
mundo, no del mundo como tal.

Jesús no fue un profeta apocalíptico sin más. Se entendió a sí mismo como el


“esjatón”, el gozne entre la historia actual y el Reinado de Dios. Su lenguaje
tiene la definitividad, la urgencia, la seguridad de esa ultimidad, pero es un
lenguaje que propone, que abre un proceso, que integra, que invita, que se
prolonga mediante elegidos por él y para él. Quien abre una conversación
puede que espere un pronto final de la misma, pero ciertamente deja un
espacio para la respuesta y en ese sentido pierde el control del tiempo.

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6. El Reino es Jesús mismo

Es lo que, en el fondo, venimos sospechando; el término “reino” en boca de


Jesús es revelación de su autoridad única: … Si yo expulso a los demonios con el
poder de Belzebú, ¿con qué poder los expulsan sus discípulos? … Pero si expulso a los
demonios con el poder del Espíritu de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a
vosotros... Este pasaje, de caracteres muy arcaicos (Mt 12,27ss), expresa algo que
desborda todo lo anterior y que casa perfectamente con la tesis de que el
Acontecimiento es Jesús mismo más allá de sus acciones. Lo esencial es ese
presente del Reino: ya ha llegado. La tensión entre el “ya” y el “todavía no”, no
proviene de Lucas ni de la segunda generación cristiana, sino de la autoridad
de Jesús, de la plusvalía de su persona: el Reino como algo palpable y
plenamente realizado no ha llegado, pero ya está aquí en la autoridad de Jesús.
Dios está interviniendo definitivamente, últimamente, en él y por él.

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