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Jesús: Mesías y Su Impacto Histórico

1. El documento analiza la figura de Jesucristo según los evangelios y la iglesia primitiva. Jesús se situó en un contexto escatológico al inaugurar el reino de Dios a través de sus palabras y acciones. 2. Jesús enseñaba con autoridad y se comparaba a figuras importantes del Antiguo Testamento. Esto requería tomar una decisión sobre su identidad como el Hijo de Dios. 3. Jesús previó su muerte sacrificial según las profecías del siervo sufriente de Isaías, a

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Jesús: Mesías y Su Impacto Histórico

1. El documento analiza la figura de Jesucristo según los evangelios y la iglesia primitiva. Jesús se situó en un contexto escatológico al inaugurar el reino de Dios a través de sus palabras y acciones. 2. Jesús enseñaba con autoridad y se comparaba a figuras importantes del Antiguo Testamento. Esto requería tomar una decisión sobre su identidad como el Hijo de Dios. 3. Jesús previó su muerte sacrificial según las profecías del siervo sufriente de Isaías, a

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Jesucristo.

Al unir estas dos voces, un nombre de persona -Jesús- y un


nombre de función -Cristo-, la Iglesia primitiva (no sólo Pablo,
sino también Mt 1,1.18; 16,21; Mc 1,1; Jn 1,17; 17,3; Hech
passim) no se contenta con dar a Jesús el título de Mesías,
como lo hace con otras denominaciones: cordero de Dios,
David, Hijo de Dios. Hijo del hombre, Mediador, Palabra de
Dios, Profeta, Santo, Salvador, Señor, Siervo de Dios... Al
decir Jesucristo, la Iglesia asocia en una relación estrecha el
hecho proclamado por los creyentes y la persona histórica
que vivió en la tierra, la interpretación y el hecho original.
Toda presentación que absorba uno de los dos términos en el
otro, reducirá indebidamente el Evangelio. La crítica debe
descomponer en dos tiempos el movimiento que lleva a
conocer a Jesús; la contemplación orante es la que deberá
recomponerlo para encontrarse con un Viviente. Este artículo,
sin detallar “todo lo que hizo Jesús”, cuya relación no cabría
en el mundo entero (Jn 21,25), se concentra en la figura del
Maestro mismo. Alcanzar a Jesús de Nazaret con el rigor de
la crítica literaria es oír la pregunta hecha por Jesús: “Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (1), interrogación a la
que los autores del NT se esfuerzan por responder (II). Y esta
respuesta remite siempre a la persona histórica que suscitó la
pregunta.

1. JESÚS DE NAZARET.
Los Evangelios no son vidas de Jesús redactadas según los
principios de la historiografía moderna. Escritos por creyentes
para suscitar y fortalecer la fe. organizan recuerdos que,
desde luego, fueron iluminados y transfigurados por la fe
pascual, pero que criticados con perspicacia permiten
alcanzar seguramente a Jesús de Nazaret.
1. Situación escatológica de Jesús.
La buena nueva que anuncia Jesús es la de que el reino de
Dios se inaugura con su palabra misma: “Bienaventurados
vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos porque oyen. En
verdad os digo: Muchos profetas y muchos justos desearon
ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que
vosotros estáis oyendo y no lo oyeron” (Mt 13,16s p). ¿Qué
vieron, pues, y qué oyeron? Primero, exorcismos, que son
interpretados por Jesús mismo: “Si yo arrojo los demonios por
el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a
vosotros” (Lc 11,20 p); en efecto, el enemigo está vencido:
“Yo veía a Satán caer del cielo como un rayo” (10,18). Luego
milagros, que atestan que, según Jesús, se ha entrado en
una nueva era: “Los ciegos recobran la vista y los cojos
andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los
muertos resucitan.” Finalmente, oyeron la opción decisiva de
Jesús, todavía más importante: “A los pobres se anuncia la
buena nueva” (Mt 11,5 p). Jesús, hablando así, declara que
se ha realizado la profecía de Isaías (Is 29,18s; 35,5s; 61,1).
A sus ojos, el anuncio es escatológico, cumple el designio de
Dios, recapitulándolo. Así Jesús se sitúa con respecto al AT.
Admira a Juan como el último y el más grande de los
profetas: “En verdad os digo, entre los nacidos de mujer no
ha surgido ninguno más grande que Juan Bautista”; pero,
como el reino de Dios ha inaugurado una nueva era, Jesús
continúa: “Y sin embargo, el más pequeño en el reino de los
cielos es mayor que él” (Mt 11,11s).
La novedad radical del reino de Dios no se cifra sólo en el
hecho de hallarse presente, sino en su naturaleza. “Desde los
días de Juan Bautista hasta el presente, el reino de los cielos
es asaltado con violencia, y los violentos lo arrebatan [a los
que quieren entrar en él)” (Mt 11, 12). Así Jesús debe alzarse
contra losmantenedores del orden sabático y ritual que han
establecido los doctores de la ley con su casuística y su
sutileza (Mt 15,1-20; 23,1-33). Pero debe también purificar la
espera de sus contemporáneos, que confunden reino de Dios
y liberación nacional y terrena (Mt 16,22; 20,21; 21,9 p: Lc
19,11: 22,28; 24,21; Jn 6,15; Hech 1,6). Jesús se diferencia
incluso de Juan Bautista (Mt 11,3): como él, exige la plena
conversión, pero en lugar de anunciar la condenación
inminente por un Dios vengador (Mt 3,7-12), proclama un año
de gracia (Lc 4,19). Tal es la situación única. en la que Jesús
entiende hallarse. El gozo se promete a los que descubren el
tesoro (Mt 13,44s). ¡Bienaventurados los que viven esa hora!

2. La decisión con respecto a Jesús.


Es inútil preguntarse cuándo ha de dar esa hora: “El reino de
Dios no ha de venir aparatosamente. No se dirá: Míralo aquí,
o allí. Porque, mirad: El reino de Dios está ya en medio de
vosotros” (Lc 17,20s). El reino de Dios no está sencillamente
por venir, sino que está al alcance de todos: basta con
reconocer los tiempos mesiánicos y dirigir la mirada a Jesús.
¿Quién es, pues, él?
Este Jesús no es un rabino ordinario que explica las
Escrituras, sino que enseña con autoridad (Mc 1,22). A
diferencia de los profetas, no se limita a enunciar el oráculo
de Dios, sino que proclama: “Pero yo os digo...” (Mt 5,
22.28.34.39.44), haciendo preceder a sus declaraciones una
atestación solemne: “En verdad os digo”, como respondiendo
a una palabra oída en secreto. Osa incluso compararse con
los personajes ilustres del AT: “Aquí hay uno que es más que
Jonás... Aquí hay uno que es más que Salomón” (Mt 12,41s;
Lc 11,31s).
Así pues, convertirse a Dios es seguir a Jesús, es necesario
decidirse por él o contra él. “Quien no está conmigo está
contra mí, y quien no recoge conmigo desparrama” (Mt
12,30). Escuchar a Jesús es escuchar a Dios mismo, porque
es “construir la casa sobre la roca” (7,24). Pero, frente a
Jesús, cuyo comportamiento desconcierta, ¿cómo tomar tal
decisión? Jesús lo sabe muy bien: “Bienaventurado aquel que
en mí no encuentre ocasión de tropiezo” (11, 6 p).
Jesús debe, pues, justificar su pretensión. No declinando su
identidad, sino manifestando que tiene una relación única con
su Padre. Todo le es posible porque cree (Mc 9,23), con una
fe que será llamada prototipo de todo fe (cf. Heb 12,2). Más
todavía: habla a Dios como a su “Papá” (Mc 14,36), y
vinculándose a la tradición apocalíptica de Daniel (Dan 2,23-
30), osa decir que los misterios le son revelados porque él es
“el Hijo” en relación única con “el Padre” (Mt 11,25ss p). Pero
no por ello se atribuye el conocimiento de todas las cosas (Mc
13,32), y somete su voluntad a la del Padre (14, 36; cf. Mt
20,23). Sin embargo, poniéndose aparte en la serie de los
enviados de Dios (Mc 12,6), identifica el reino de Dios y su
propia persona; esto es lo que sugiere, por ejemplo, la
parábola del sembrador (Mt 13,3-9 p) y lo que demuestra su
comportamiento con los pobres y los pecadores, símbolo de
la actitud misma de Dios (Lc 15).

3. Jesús y el futuro.
Jesús vivió como buen judío. Pero domina las tradiciones
judías, cuyo valor estima según la voluntad de Dios, con el
que mantiene una relación única que ya hemos indicado.
Viene para cumplir la ley y los profetas (Mt 5,17). El ideal de
amor absoluto que propone trastorna las sutilezas de la
casuística y resulta impracticable a quien no sigue a Jesús;
no puede ser bien percibido y alcanzado sino en estrecha
dependencia de él: “Venid a mí... porque mi yugo es suave y
mi carga ligera” (Mt 11,28s). Jesús cumple todavía la tradición
profética cuando anuncia, pese a sus compatriotas, que
también los paganos recibirán la salvación (Lc 13, 28s p).
¿Pensó Jesús que la Iglesia le sucedería para la realización
de esta obra? Sería ingenuo creer que Jesús constituyó la
Iglesia tal como la conocemos; pero es falso decir que Jesús
pensó que después de su muerte no habría ya lugar para un
tiempo intermedio antes de la parusía (cf. día del Señor).
Jesús, agrupando en torno a sí al círculo de los discípulos (Lc
10.1s ) como lo dicen los anuncios que no mencionan la
resurrección (Lc 13,31ss; cf. 17.25: Mc .9.12). Vio a un rico
reconocido, aunque sea difícil fecharlo con precisión-, quiso,
sin duda, no ya inaugurar una Iglesia concebida conforme a la
comunidad separatista de Qumrán, sino prefigurar el pueblo
de Dios definitivo (Mt 19,28 p). Por otro lado, seguramente
pensó, contrariamente a Juan Bautista, que el
establecimiento del reino de Dios se llevaría a cabo
progresivamente (Mc 4,29; Mt 13,24-30), que Simón debería
fortalecer en la fe a sus compañeros (Lc 22,31) y que sus
discípulos tendrían que sufrir después de su muerte (Mt 9,15
p; Mc 8, 34 p; Lc 6,22 p). Por eso la palabra ekklesia,
equivalente del término arameo sjd o `edah, utilizado en
Qumrán para designar la comunidad escatológica de los
elegidos de Dios, pudo muy bien venir a los labios a Jesús,
aun cuando sólo se halla dos veces en los Evangelios (Mt
16,18; 18,17). Sería simplificar los datos neotestamentarios
querer negar a Jesús la perspectiva de un tiempo después de
su muerte; lo cual no excluye en modo alguno la convicción
personal de que, después de su muerte, tendría lugar el fin
(cf. Mc 9,1).
Para apreciar el sentido de esta última afirmación, hay que
pesar otras palabras de Jesús. Jesús previó que iba a una
muerte próxima, como lo dicen los anuncios que no
mencionan la resurrección (Lc 13, 3lss; cf. 17,25; Mc 8,31;
9,12). Vio tal muerte en el designio de Dios como un servicio,
como un rescate sacrificial (Mc 10,45); y en la hora en que va
a morir lega a los suyos su testamento de servicio mutuo (Lc
22,25ss).
Estas indicaciones impiden hacer de Jesús un hombre que
habría sufrido involuntariamente una muerte infligida por
enemigos más fuertes que él. Numerosos exegetas van más
lejos y piensan que Jesús identificó su existencia con la del
siervo de Dios. En efecto, Jesús presenta su suerte, la del
Hijo del hombre, a través de las expresiones mismas de los
cantós del Siervo en Isaías (52,13-53,12): su obediencia se
expresa por “es preciso que...” (Lc 17,25), el sacrificio de su
vida es ofrecido por la multitud (Mt 20, 28 p; 26,28 p; Lc
22,16.18.30 b), establece la alianza (Lc 22,20).
Si Jesús comprendió así su muerte, ¿por qué no habría
presentido su resurrección? Las puntualizaciones que ofrecen
los tres grandes anuncios de la pasión y de la resurrección de
Jesús (Mt 16,21 p; 17.22s p: 20, 18s p; cf. Lc 24, 25s.45)
dejan sin duda sentir el influjo de la comunidad primitiva; pero
la fe de Jesús en su resurrección a breve plazo resalta
también de sus palabras. Como todo creyente judío, sabe que
ha de resucitar al final de los tiempos (cf. Mt 22,23-32 p):
además, él se sitúa aparte, e incluso al final de los tiempos,
como ya lo hemos señalado. Porotra parte, convencido de la
relación única que tiene con Dios y con los hombres, ¿cómo
habría Jesús dudado del éxito final de su misión y de una
intervención particular de su Padre en su favor? La certeza de
la resurrección no lo sustrae ciertamente a la condición
humana; penetrado de angustia, tiembla en Getsemaní (Mc
14,36) y se considera como abandonado por Dios mismo
(15,34); pero sabe que es “el Hijo”.
Una última cuestión se plantea. Jesús, para revelar quién era,
¿se valió de un medio breve, utilizando fórmulas corrientes en
el judaísmo, tales como Mesías, Hijo de Dios, Hijo del
hombre? En los Evangelios, estos títulos se hallan
equivalentemente en sus labios. Sin embargo, si se
exceptúan las designaciones “el Hijo” e “Hijo del hombre”, que
no se pueden negar categóricamente a Jesús, los críticos
estiman que la Iglesia naciente, no ya deformó, pero sí
explicitó el pensamiento de Jesús, haciéndole decir que era
“el Hijo de Dios” o “el Mesías”. Jesús no tomó la iniciativa de
proclamarse Mesías, denominación cuya ambigüedad sólo
podía ser eliminada por la muerte en la cruz; pero pone a sus
contemporáneos sobre el camino del reconocimiento cuando
prohibe a sus discípulos descubrir su verdadera identidad (Mc
8,27-30 p), cuando se deja aclamar Hijo de David a su
entrada en Jerusalén (Mt 21,1-9 p) y cuando el sumo
sacerdote que lo interroga: “¿Eres tú el Hijo del Bendito'?”,
responde de una manera involucrada según la fórmula más
antigua del Evangelio de Mateo: “Tú lo dices” (Mt 26,64). En
su comportamiento revelador, Jesús no dio importancia a
estos “títulos”, que sin duda habrían falseado la relación
auténtica que quería establecer con los hombres.
Presentándose como el hombre que tiene una relación única
con Dios y única con todos los hombres, Jesús planteó la
cuestión definitiva: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?” (Mt
16, 15 p).

II. JESÚS, SEÑOR, CRISTO E HIJO DE


DIOS.
A la cuestión planteada no podían responder correctamente
los discípulos antes de que Jesús, muerto en la cruz, se les
manifestara a ellos vivo, mediante apariciones. Los
discípulos, respondiendo con su fe a la iniciativa de Jesús,
descubren el sentido de la vida y el misterio de la persona de
Jesús de Nazaret. Para decir este sentido, aplican a Jesús
títulos tomados del lenguaje tradicional, cargándolos de un
sentido nuevo. Las formulaciones son diversas y proceden a
tientas según las dotes de cada uno y según los medios de
vida. Esta cristología tiene sin duda una historia, pero
nosotros no podemos describirla con seguridad, dado que las
fuentes presentan mezclados el fondo palestino y las
interpretaciones helenísticas. Sin embargo, nos es posible
distinguir las primeras captaciones del misterio de Jesús y
luego las perspectivas propias de los evangelistas.

1. Primeras aproximaciones al misterio.


Es posible enlazar, en las formulación de la experiencia
pascual, cuatro perspectivas que podrían reflejar una cierta
evolución histórica. Bajo el signo de la parusía, se afirma la
exaltación celestial de Jesús, el Cristo. La cruz redentora
concentra la búsqueda en el Siervo. Finalmente, la atención
se dirige al hombre Jesús, primero en el misterio de su
persona, luego en su relación con el universo. Esta
exposición utilizará sobre todo las confesiones de fe y los
himnos, materiales anteriores a la teología paulina o a las
presentaciones evangélicas; sin embargo, las prolongaciones
teológicas neotestamentarias serán indicadas como
referencias (cf.).

a) Jesús elevado al cielo, Señor y Cristo.


Los discípulos, habiendo tenido contacto con Jesús vivo,
proclaman: “Dios [lo] ha resucitado de entre los muertos”
(1Tes 1,10; Rom 10,9; cf. 8,11; Gál 1,1; 1Pe 1,21; Hech 4,10).
Esta afirmación no se obtuvo a partir de una reflexión sobre
algún texto escriturario (cf. 1Cor 15,4). sino que expresa
inmediatamente, con la ayuda del lenguaje teológico judío de
la resurrección, que la experiencia pascual requiere la
exaltación y la entronización de Jesús, como lo explicitan la
experiencia de Esteban (Hech 7,56) y la de Pablo (7,3; 22,6;
26,13).
A este dato primitivo de la fe cristiana corresponde la muy
antigua aclamación aramea “Marana tha” (1Cor 16,22; Ap
22,20; cf. como eco 1Cor 11,26), es decir, según la
interpretación más probable: “¡Señor nuestro, ven!” Esta
aclamación puntualiza que Jesús, exaltado y entronizado en
el cielo es el “Juez” escatológico; además, dice el verdadero
sentido de la venida de Jesús glorificado (Hech 1,11), venida
que no es un mero “retorno” al final de los tiempos, sino una
manifestación continuada a lo largo de la historia de los
hombres: Jesús es el Señor de la historia (cf. Mt 28,20).
Otra expresión antigua, elaborada sin duda en las iglesias
helenísticas, es la confesión de fe: “Jesús [es] Señor” (1Cor
12,3; Rom 10,9; Flp 2, 11), también “proclamada” en medio
litúrgico. No se trata de una fórmula de fe, sino- de un acto de
reconocimiento y de sumisión al Señor que Jesús ha venido a
ser.
El acontecimiento, así enunciado, verá puntualizarse su
naturaleza, gracias a las Escrituras. Las profecías mesiánicas
(2Sa 7,14; Sal 2,7; 110, 1) ayudan así a comprender que
Jesús ha sido “hecho Señor y Cristo” (Hech 2.36). que “ha
sido constituido Hijo de Dios” (Rom 1.4: Hech 13,33); está a
la derecha de Dios (Hech 7,56; quizá, 2.33s: 5,31: Mc 14,62
p; Rom 8,34.), comparte, en fin, la omnipotencia divina (cf. Mt
28,18).
En la perspectiva de la exaltación. los títulos Mesías, Hijo de
Dios y Señor tienen en su origen un sentido análogo: no se
refieren inmediatamente a la muerte o la vida terrestre de
Jesús, sino que afirman simplemente que Jesús ha realizado
las esperanzas de Israel y viene a ser el Señor de todos los
tiempos.
Los desarrollos teológicos de los autores del NT vienen a
insertarse aquí. Así Pablo no sólo retiene la transposición a
Jesús de la apelación Kyrios que designa a Dios en la LXX
(Rom 10,2s; [Flp 2,11]; 1Cor 2,8: cf. 15,25; Ef 1,20), sino que
además contrapone a Jesús a los “Se-. ñores” de los paganos
(1Cor 8,5s; 10. 21): de ahí vendría la apelación “Nuestro
Señor Jesucristo”. Así los evangelistas hacen llamar a Jesús
no ya simplemente “Rabbi”, sino “Señor” (cf. Mt 8.25 p. Lc
7.1`) p).

b) La muerte salvadora de Jesús.


Frente al escándalo de la muerte ignominiosa de Jesús, la fe
pascual busca en las Sagradas Escrituras el sentido que
pueda tener. Jesús, durante su vida terrestre había
interpretado, en forma velada, su suerte, valiéndose de la
profecía del siervo doliente y exaltado. La Iglesia primitiva da
a su Señor el título de Siervo (Hech 3,26; 4,25-30) y expresa
el sentido de los acontecimientos pasados con palabras de
Isaías (52, 13-53,12). Jesús ha sido exaltado (Hech 2,33;
5,31), “glorificado” (3,13); la pasión es evocada en un texto
anterior a la carta de Pedro (1Pe 2, 21-25) y en la catequesis
de Felipe (Hech 8,30-35). Finalmente, una de las fórmulas de
fe más antiguas declara que Jesús “murió por nuestros
pecados según las Escrituras” (1Cor 15.3). La preposición
hyper, aquí como en otras partes (Gál 1,4; 2Cor 5,14s.21;
Rom 4,25; 8,32: 1Pe 3,18; Un 2,2) y en particular en la
terminología eucarística (Lc 22,20; 1Cor 11.24), sirve para
decir el valor salvífico de la muerte de Jesús.
Otras apelaciones, de sentido análogo al que asumió el título
de Siervo, expresan la misma realidad. Jesús es el “Justo”
(Hech 3,14), el que conduce a la vida (3,15; cf. 5, 31), el
cordero de Dios sin tacha (1Pe 1,19s; cf. Jn 1,29.36). Es el -
sumo sacerdote inmaculado. mediador de la nueva alianza
(Heb 2,14-18; 4,14).
A partir de aquí, bajo el influjo conjugado de las religiones
helenísticas, la apelación del “Salvador” se lee en las. últimas
cartas paulinas (Tit 1,4; 2,13; 3,6; 2Tim 1,10). También a
partir de aquí se desarrolla la mística paulina del bautizado
unido a la muerte y a la resurrección de Cristo (Gál 2,19; Rom
6,3-11, donde se profundiza la doctrina de la propiciación, etc.
(Rom 3,23s...).

c) El hombre Jesús.
La Iglesia apostólica, atendiendo más a los orígenes de aquel
que sabe que vive hoy después de su muerte, no tardó en
dirigir la mirada a la existencia terrestre de Jesús.
Así, la tradición evangélica toma forma como respuesta a la
doble necesidad de dar a conocer la vida de aquel al que se
cree resucitado (Hech 10,37s) y de citarlo como ejemplo del
comportamiento de los creyentes. Así, poco a poco, los
recuerdos se van perfilando y se van recogiendo, polarizados
todos en la fe en el Señor Jesús. A esta luz que la aureola y
la transfigura aparece la figura del hombre Jesús.
Pablo se interesa menos por su existencia terrestre que por
su enseñanza y su muerte redentora. La carta a los Hebreos,
por su parte, explicita el sentido de los sufrimientos del Cristo.
Jesús asumió voluntariamente su muerte (Heb 10,7), “fue
hecho perfecto por los sufrimientos” (2,10): soportó la cruz en
lugar del gozo (12,2), y de lo que padeció aprendió la
obediencia (5, 7s): es el “pionero y consumador de la fe”
(12,2).
Esta marcha hacia atrás continúa hasta los orígenes mismos
de Jesús, apoyada probablemente por el recurso a profecías
como la de Natán (2Sa 7,12ss) o el Sal 16,10s. La existencia
de Jesús comporta dos modos de ser: uno terrestre en la
carne, otro celestial en el Espíritu (Rom 1,3s; 1Pe 3,18; 1Tim
3,16s). Jesús, transformado interiormente por el Espíritu,
recibió una unción, concebida primero como real al momento
de su entronización (Heb 1,9), luego profética en el momento
de su bautismo con vistas al ministerio (Hech 10,38; cf. 4,27;
Lc 4,18). La resurrección, comprendida como cumplimiento
de la promesa hecha a David (Hech 2,34s; 2Tim 2,8), lleva a
ver en Jesús al hijo de David (Rom 1,3s; 2Tim 2,8; Hech
13,22s; 15,16 y quizá Mc 12,35ss). Por un proceso análogo
se elaboran las genealogías de Cristo (Mt 1,1-17; Lc 3,23-37).
A la misma intención (cristología más explícita, cumplimiento
de las Escrituras) responden los prólogos de los Evangelios
que son las tradiciones sobre la infancia de Jesús (Mt 1-2; Lc
1-2); la historia anecdótica que cuentan manifiesta una
profunda teología, cuyo empeño mayor es el de responder a
la cuestión siguiente: ¿Cuál fue el origen del que nosotros
adoramos como el Señor?

d) El primogénito de toda criatura.


Remontarse todavía más arriba es descubrir la preexistencia
de Jesús, según un procedimiento que debió inspirarse, no en
el mito gnóstico del Dios-Salvador, sino en las tradiciones
apocalípticas judías, solícitas de mostrar la unidad de la
creación y del fin de los tiempos. Así, en el Libro de Henoc se
afirma la preexistencia del Hijo del hombre (Henoc 39,6s;
40,5; 48,2s; 49,2; 62, 6s); ciertos medios judíos contemplaban
la Sabiduría en el origen de la creación (Job 28,20-28; Bar 3,
32,8; Prov 8,22-31; Eclo 24,3-22; Sab 7,25s). Con el himno
muy antiguo que subyace a Flp 2,6-11, se describen los tres
estados sucesivos de Jesús, que existía en “forma de Dios”
antes de anonadarse a lo largo de su vida terrestre y de ser
luego exaltado al cielo. Este texto no afirma que una
naturaleza humana es “asumida” por una persona divina; se
esfuerza por mostrar que la presencia de Jesús se extiende a
la entera duración del tiempo. Jesús es “aquel por quien todo
existe y por quien nosotros [vamos a Dios]” (1Cor 8, 6), es la
roca que acompañaba al pueblo en el desierto (10,4).
Finalmente, quizás antes de que se elaborara la teología de
Pablo, Jesús es llamado “imagen del Dios invisible,
primogénito de toda criatura” (Col 1,15), aquel “en quien
reside la plenitud de la divinidad” (2,9).
El NT, después de haber afirmado la perfecta justicia y
santidad de Jesús (Hech 3,14), se encamina hacia la
proclamación de su divinidad. Es el “Hijo de Dios” en un
sentido que explicita las alusiones hechas por Jesús de
Nazaret y que desborda el sentido mesiánico, pues se apoya
en la preexistencia del Hijo que Dios reveló a Pablo (Gál 1,12)
y cuyo Evangelio proclama éste (Rom. 1,9). Jesús es “el Hijo
de Dios”: tal es la fe del cristiano (1Jn 4,15; 5,5) proclamada
sin cesar en los Evangelios (Mc 1,11;; 9,7; 14,61; Lc 1,35;
22,70; Mt 2,15; 14,33; 16,16; 27,40.43), haciendo eco a la
palabra de Jesús sobre “el Hijo” (Mt 11,27 p; 31,37ss p; 24,
36 p). El movimiento de la revelación remata en la
proclamación (quizá ya en Rom 9,5. según toda probabilidad
en Heb 1,8; Tit 2, 13, y ciertamente en In 1,1.18; 20, 28) de
que Jesús es Dios con Dios.
A su vez se manifiesta la dimensión eclesial y cósmica de
Jesús, corolario de la preexistencia. Jesús es la cabeza de la
Iglesia, que es su cuerpo (Col 1,18); su señorío se extiende al
mundo entero, cuyos tres espacios él recorrió: tierra,
infiernos, cielos (Flp 2,10). ¿No es él el “Señor de la Iglesia”
(1Cor 2,8), puesto que es el “primogénito de entre los
muertos” (Col 1,18)?
A esta perspectiva se vinculan títulos variados. Jesús es el
nuevo 'Adán (1Cor 15,15-45; Rom 5,12-21), aquel en quien
Dios reúne (anakephalaió) tódas las cosas (Ef 1,10), aquel en
quien Dios fundó la paz, haciendo un solo hombre (2,13-16);
es el mediador de la nueva alianza (1Tim 2,5; Heb 9,15;
12,24)...

2. Presentación evangélica del misterio.


Las primeras captaciones del misterio de Jesús las hemos
agrupado aquí de manera artificial; en efecto, sólo los
Evangelios son auténticas cristologías. Antes de que se
pusieran por escrito los cuatro Evangelios, la tradición
evangélica intervino para interpretar el misterio de Jesús; esto
se reconoce en el matiz cristológico de cada perícope
evangélica, así como por las diferentes estructuraciones
presinópticas. El interés por la vida terrestre de Jesús es,
pues, significativo por sí mismo, independientemente de toda
cristologia de Jesús. Más exactamente, revela una doble
preocupación. Primero, contra toda tentativa de evaporación
gnóstica en algún mito, quiere mantener enraizada en la
historia la revelación de Jesús; luego, contra toda tentativa
arqueologizante que se contente con resucitar el pasado, se
expresa a partir de una convicción: el que vivió vive todavía y
habla a los cristianos del tiempo presente. Los Evangelios
son todos “actualizaciones” del acontecimiento Jesús de
Nazaret.
Si hay una cristología en el NT, es sin duda el Evangelio
antes de los Evangelios. Esta cristología no está elaborada
en forma sistemática ni en una coyuntura epistolar, sino con
la única intención de presentar el misterio de Jesús venido a
ser Señor. Los Evangelios, por su parte, ofrecen aspectos
variados de esta presentación, remitiendo siempre al único
Evangelio proclamado en el Espíritu Santo. Añadamos
algunas breves indicaciones a este propósito para redondear
este esbozo.
a) San Marcos invita a su lector a reconocer en Jesús de
Nazaret al Hijo de Dios, al que nos salvó triunfando de Satán.
Insiste en el acontecimiento puntual del encuentro personal
con Dios en Jesús al final de los tiempos. Notemos la reserva
de Mc con respecto a Mt y a Lc en el empleo de la expresión
“Hijo de Dios”. Fuera de la confesión proferida por los
demonios en un relato (Mc 5,7) y en un sumario de
exorcismos (3,11), el título no se halla sino en tres cumbres
de la revelación: por la voz de Dios en el bautismo (1,11) y en
la transfiguración (9,7), y luego en boca del centurión. El velo
del templo acaba de desgarrarse, el tiempo del judaísmo ha
terminado; entonces es cuando se proclama, en nombre de
los paganos, la eficacia de la muerte de Jesús:
“Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios” (15,39).
b) San Mateo hace culminar el Evangelio en el “manifiesto”
del Cristo resucitado: “Se me ha dado lodo poder... Estoy con
vosotros hasta el fin de los siglos” (Mt 28, 18ss). Jesús se
presenta como el Hijo del hombre anunciado por el profeta
Daniel (Dan 7,13s), que ha recibido la soberanía universal; el
Evangelio debe mostrar cómo Jesús, después de haberse
negado a tener la soberanía de Satán (Mt 4,8ss) porque el
Padre le ha entragado todo (11,27), triunfó de sus enemigos:
el reinado de Dios es el reinado de Cristo. Para mostrar esto
pone Mateo de relieve el argumento escriturario de la Iglesia
primitiva, puesto que Jesús viene a coronar el pasado de
Israel. Mateo escribió el Evangelio eclesiástico por
excelencia, actualizando para su tiempo los acontecimientos
pasados (p.e., 14,33)
c) San Lucas, que en su libro sobre los Hechos de los
Apóstoles muestra el interés que tiene por la Iglesia, da
consistencia al tiempo de Jesús que transcurre entre el del
anuncio profético y el de la Iglesia (cf. Lc 16,16; 22,35-38;
Hech 2,1). La vida de Jesús adquiere valor para el tiempo
eclesial; fue el primer acto del designio de Dios en la Iglesia,
acto que tiene un valor típico. El porvenir que le sucede se
apoya constantemente en ella: acontecimiento pasado que se
mantiene presente para siempre. Por otra parte, el retrato de
Cristo es más bien el del Salvador misericordioso (Lc 3,6; 9,
38.42; Hech 10,38) que se dirige a los pobres (Lc 4,18), a los
pecadores (15), a los desheredados de la tierra. Finalmente,
la apelación “Hijo de Dios” adquiere en él un sentido fuerte,
netamente distinguido del de Cristo (1,35; 22,70).
d) San Juan toma el punto de partida de su presentación en
la afirmación tradicional de la preexistencia y muestra en
Jesús la gloria del Padre, la gloria de la resurrección ya
presente a través de los signos que él opera a su paso porla
tierra. El Hijo del hombre, que está en el cielo, está presente
aquí mismo y regresa al cielo (Jn 3, 13.31; 6,62; cf. 13,1;
14,28; 16,28; 17,5). Él es la palabra de' Dios manifestada en
la carne mortal de Jesús (1,14). Él es por tanto el Revelador
absoluto y definitivo, aquel al que dar su fe es vivir (3,16s.36;
11,25s...), aquel de quien se oyen las proclamaciones de
eternidad (8,58; 10,38) o de inmanencia en el Padre (10,38;
14,9s.20; 17,21).
Todavía más particularmente, el libro de Juan es el Evangelio
por excelencia, en la medida en que reconduce sin cesar al
creyente a la persona y a la actividad terrestre de Jesús de
Nazaret, sin la cual ninguna existencia eclesial puede
conservar su sentido: así por lo que hace a la vida
sacramental, bautismo (3,22-30) y eucaristía (6).

CONCLUSIÓN.
Antes de concluir evocaremos el Apocalipsis. En la
confluencia de numerosas corrientes y más en particular de la
vida litúrgica, presenta al Cristo viviente, al Señor que
conduce y rige a la Iglesia (Ap 1-3). Sobre todo domina la
figura del Cordero: éste lleva las huellas de la pasión que
sufrió (5). Garantiza el triunfo sobre los enemigos de la Iglesia
(6,15ss; 17,14) y establece sus nupcias con ella (19,7s: 21,9).
Señor de la historia de los hombres, es el primero y el último
(1,17), el comienzo y el fin (22,13), el alfa y omega (1,8; 21,6),
el amén (3,14), el Ungido de Dios. finalmente el Rey de reyes
y el Señor de los Señores, al que se tributa todo honor y toda
gloria (19,19; 17,14).
Las presentaciones del misterio de Jesús de Nazaret venido a
ser Señor y Cristo, no pueden reducirse a un sistema único;
sin embargo, manifiestan un movimiento único: la voluntad de
actualizar para un medio dado la presencia (le aquel Jesús
que vivió y murió por nosotros. La ortodoxia se estima según
la solidez del vínculo que une la interpretación cristiana con el
hecho de Jesús: “Todo espíritu que confiese a Jesucristo
venido en carne es de “Dios” (1Jn 4,2). La fe naciente, para
expresarse y comunicarse, se mostró tributaria de las culturas
variadas de su época: así, del judaísmo palestinés, de la
diáspora o del helenismo ambiental. La Iglesia, adaptándose
a las diferentes civilizaciones, esboza y prefigura toda
interpretación venidera. Después del NT, la hermenéutica
prosigue su movimiento; llega, por ejemplo, a hablar de
“conciencia” de Jesús, de “naturaleza” y de persona, sin
pretender fijar para siempre la interpretación; todavía hoy
debe ser practicada en las diferentes culturas en que se
expresa la fe en Jesucristo.
XAVIER LÉON-DUFOUR

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