[go: up one dir, main page]

0% encontró este documento útil (0 votos)
246 vistas127 páginas

Análisis de Antígona por Aristófanes

Cargado por

Ignacio Petrelli
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
246 vistas127 páginas

Análisis de Antígona por Aristófanes

Cargado por

Ignacio Petrelli
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 127

1

ARGUMENTO DEL GRAMATICO ARISTÓFANES


SOBRE ANTIGONA

Antigona fue sorprendida enterrando a Polinices en


contra de la prohibición de la ciudad, y, colocándola en
una tum ba subterránea, fue condenada a m uerte por
orden de Creonte. En consecuencia, tam bién Hemón,
que sufría por su amor, se dio m uerte a sí mismo con
una espada. De resultas de la m uerte de éste, también
su m adre, Eurídice, se dio m uerte a sí misma.
El m ito está tam bién en la Antigona de Eurípides,
salvo que allí, siendo sorprendida con Hemón, es en­
tregada a él en m atrim onio y le da un hijo.
La escena de la obra transcurre en la Tebas beocia.
El Coro está compuesto de ancianos del lugar. El pró­
logo corre a cargo de Antigona y la acción transcurre
en el palacio de Creonte. El tem a principal es el ente­
rram iento de Polinices, la m uerte de Antigona, la m uer­
te de Hemón y el destino funesto de Eurídice, la m adre
de Hemón. Dicen que Sófocles fue considerado digno
de ostentar el m ando del ejército en Samos, al haber
sido prem iado en la representación de la Antigona. Esta
obra está catalogada con el núm ero treinta y dos.
246 TRAGEDIAS

II

ARGUMENTO DE SALUSTIO SOBRE ANTIGONA

La obra es de las más bellas de Sófocles. Es objeto


de controversia lo que se cuenta acerca de la heroína
y de su herm ana Ismene. En efecto, Ión en sus ditiram ­
bos dice que ambas fueron quemadas en el templo de
H era por Laodamante, hijo de Eteocles. Mimnerm o
[fr. 21] dice que Ismene, m anteniendo relaciones con
Teoclímeno, m urió a manos de Tideo por indicación de
Atenea. Así que esas cosas son las que se cuentan acer­
ca de las heroínas. No obstante, la opinión común ha
tenido a éstas por honradas y buenas herm anas por
encima de lo corriente, opinión que com parten los poe­
tas trágicos y según la cual exponen lo relativo a ellas.
La obra recibió el nom bre de Antigona, al ser ella la que
proporcionaba el argumento. El cuerpo de Polinices
yace insepulto, y Antigona, que intenta darle sepultura,
es impedida por Creonte y, al ser sorprendida m ientras
lo sepultaba ella misma, es destruida. Hemón, el hijo
de Creonte, enamorado de ella y siéndole insoportable
sem ejante desgracia, se m ata él mismo. Por lo cual,
tam bién su m adre, Eurídice, pone fin a su vida con el
lazo.

III

A Polinices, que había m uerto en lucha cuerpo a


cuerpo contra su hermano, Creonte, habiéndolo dejado
fuera de la ciudad, insepulto, ordena públicamente que
nadie lo entierre, bajo amenaza de pena de m uerte.
Antigona, su herm ana, intenta enterrarlo y levanta un
ANTÍGONA 247

túmulo, ocultándose de los guardias; a éstos Creonte


los amenaza con la m uerte si no encuentran al autor
de aquello. Ellos, tras quitar la tierra arrojada encima,
intensifican la guardia. Al llegar Antigona y encontrar el
cadáver descubierto, prorrum piendo en gemidos se des­
cubrió a sí misma. Y a ella, entregada por los guardias,
Creonte la condena y la encierra viva en una tumba.
Tras esto, Hemón, hijo de Creonte, que la pretendía,
enfurecido se m ata a sí mismo ju n to a la muchacha,
que se había quitado la vida con una soga, habiendo
Tiresias predicho estas cosas por anticipado. A conse­
cuencia de esto, dolorida, Eurídice, esposa de Creonte,
se m ata ella misma. Creonte, finalmente, entona un la­
m ento por la m uerte de su hijo y su esposa.
PERSONAJES

Antígona.
ISMENB.
Coro de ancianos tebanos.
Creonte.
G u a r d iá n .
H emón.
Tiresias .
M ensajero.
E urídice.
Otro M ensajero.
(La escena tiene lugar delante del palacio real de
Tebas. Primeras luces de madrugada. Salen de palacio
Antígona y su hermana Ism ene.)
Antígona. — ¡Oh Ismene, mi propia herm ana, de
mi m ism a sangre!, ¿acaso sabes cuál de las desdichas
que nos vienen de Edipo va a dejar de cum plir Zeus
en nosotras m ientras aún estemos vivas? Nada doloro­
so ni sin desgracia, vergonzoso ni deshonroso existe 5
que yo no haya visto entre tus males y los míos. Y aho­
ra, ¿qué edicto es éste que dicen que acaba de publi­
car el g en eral1 para la ciudad entera? ¿Has oído tú
algo y sabes de qué trata? ¿O es que no te das cuenta
de que contra nuestros seres queridos se acercan des - 10
gracias propias de enemigos?
Ismene. — A mí, Antígona, ninguna noticia de los
nuestros, ni agradable ni penosa, m e ha llegado desde
que ambas hemos sido privadas de nuestros dos her­
manos, m uertos los dos en un solo día por una acción
recíproca. Desde que se ha ido el ejército de los Argi- 15
vos, en la noche que ha pasado, nada nuevo sé que pue­
da hacerm e ni más afortunada ni m ás desgraciada.
A ntígona. — Bien lo sabía. Y, por ello, te he sacado
fuera de las puertas de palacio p ara que sólo tú me
oigas.

1 Se refiere a Creonte y señala una de las más importantes


actividades del jefe del estado, la de general del ejército. Por
otra parte, en poesía se utiliza, a veces, el término stratós signi­
ficando demos ( E squilo , Euménides 566).
250 TRAGEDIAS

20 Ismene. — ¿Qué ocurre? Es evidente que estás me­


ditando alguna resolución.
A ntígona. — Pues, ¿no ha considerado Creonte a
nuestros hermanos, al uno digno de enterram iento y
al otro indigno? A Eteocles, según dicen, por conside­
rarle m erecedor de ser tratado con justicia y según la
zs costum bre, lo sepultó bajo tierra a fin de que resultara
honrado por los m uertos de allí abajo. En cuanto al
cadáver de Polinices, m uerto miserablem ente, dicen
que, en un edicto a los ciudadanos, ha hecho publicar
que nadie le dé sepultura ni le llore, y que le dejen sin
lamentos, sin enterram iento, como grato tesoro para
30 las aves rapaces que avizoran por la satisfacción de
cebarse.
Dicen que con tales decretos nos obliga el buen
Creonte a ti y a mí —sí, tam bién a mí— y que viene
hacia aquí para anunciarlo claram ente a quienes no lo
35 sepan. Que el asunto no lo considera de poca impor­
tancia; antes bien, que está prescrito que quien haga
algo de esto reciba m uerte por lapidación pública en
la ciudad. Así están las cosas, y podrás m ostrar pronto
si eres por naturaleza bien nacida, o si, aunque de no­
ble linaje, eres cobarde.
Ismene. — ¿Qué ventaja podría sacar yo, oh desdi-
40 chada, haga lo que haga 2, si las cosas están así?
A ntígona. — Piensa si quieres colaborar y trabajar
conmigo.
Ismene. — ¿En qué arriesgada empresa? ¿Qué es­
tás tram ando?
A ntígona. — (Levantando su mano.) Si, junto con
esta mano, quieres levantar el cadáver.

2 En griego, literalmente se dice «atando o desatando». Es


una expresión hecha en la que se contienen los dos términos de
una oposición para indicar la imposibilidad de algo. Es un giro
frecuente.
ANTÍGONA 251

Ismene. — ¿Es que proyectas enterrarlo, siendo algo


prohibido para la ciudad?
A ntígona. — Pero es m i herm ano y el tuyo, aunque 45
tú no quieras. Y, ciertam ente, no voy a ser cogida en
delito de traición.
Ismene. — ¡Oh tem eraria! ¿A pesar de que lo ha
prohibido Creonte?
A ntígona. — No le es posible separarm e de los míos.
Ismene. — ¡Ay de mí! Acuérdate, hermana, cómo
se nos perdió nuestro padre, odiado y deshonrado, tras so
herirse él mismo por obra de su m ano en los dos ojos,
ante las faltas en las que se vio inmerso. Y, a continua­
ción, acuérdate de su m adre y esposa —las dos apela­
ciones le eran debidas—, que puso fin a su vida de
afrentoso modo, con el nudo de unas cuerdas. En ter- 55
cer lugar, de nuestros hermanos, que, habiéndose dado
m uerte los dos m utuam ente en un solo día, cumplieron
recíprocamente un destino común con sus propias
manos.
Y ahora piensa con cuánto mayor infortunio pere­
ceremos nosotras dos, solas como hemos quedado, si,
forzando la ley, transgredim os el decreto o el poder del 60
tirano. Es preciso que consideremos, prim ero, que so­
mos m ujeres, no hechas para luchar contra los hom­
bres, y, después, que nos m andan los que tienen más
poder, de suerte que tenemos que obedecer en esto y
en cosas aún más dolorosas que éstas.
Yo por mi parte, pidiendo a los de abajo que ten- 65
gan indulgencia, obedeceré porque me siento coaccio­
nada a ello. Pues el obrar por encima de nuestras posi­
bilidades no tiene ningún sentido.
A ntígona. — Ni te lo puedo ordenar ni, aunque qui­
sieras hacerlo, colaborarías ya conmigo dándome gus- 70
to. Sé tú como te parezca. Yo le enterraré. Hermoso
será m orir haciéndolo. Yaceré con él al que amo y me
252 TRAGEDIAS

ama, tras cometer un piadoso crim en 3, ya que es ma­


is yor el tiempo que debo agradar a los de abajo que a
los de aquí. Allí reposaré para siempre. Tú, si te parece
bien, desdeña los honores a los dioses.
I sm en e. — Y o n o le s d esh o n ro , p ero m e e s im p o s i­
b le o b r a r e n c o n tr a d e lo s c iu d a d a n o s ,
so A n t íg o n a . — T ú p u e d e s p o n e r p r e t e x t o s . Y o m e i r é
a le v a n ta r u n tú m u lo a l h e r m a n o m u y q u e r id o .
Ism en e. — ¡Ah, cómo temo por ti, desdichada!
— No padezcas por mí y endereza tu pro­
A n t íg o n a .
pio destino.
I s m e n e . — Pero no delates este propósito a nadie;
85 mantenlo a escondidas, que yo también lo haré.
A n t í g o n a . — ¡Ah, grítalo! Mucho más odiosa me se­
rás si callas, si no lo pregonas ante todos.
I s m e n e . — Tienes un corazón ardiente para fríos
asuntos 4.
A n t í g o n a . — Pero sé agradar a quienes más debo
complacer.
90 I s m e n e . — En el caso de que puedas, sí, pero deseas
cosas imposibles.
A n t í g o n a . — E n cuanto me fallen las fuerzas, desis­
tiré.
I s m e n e . — No es conveniente perseguir desde el prin­
cipio lo imposible.
A n t í g o n a . — Si así hablas, serás aborrecida por mí
y te harás odiosa con razón para el que está muerto.

3 Figura definida en retórica como un oxímoron. Es un re­


curso estilístico que resalta la idea por el fuerte contraste. Quie­
re expresar que irá en contra de las leyes humanas, pero agra­
dando con ello a los dioses. Doble plano patente en la proble­
mática de toda la obra.
4 Eufemismo que oculta la idea de la muerte, la amenaza
decretada para quien lleva a cabo esta acción. Esto permite al
autor un bello recurso estilístico para poner de relieve las dos
ideas calificadas con estos adjetivos.
ANTÍGONA 253

Así que deja que yo y la locura, que es sólo mía, co- 95


rramos este peligro. No sufriré nada tan grave que no
me permita morir con honor.
I s m e n e . — Bien, vete, si te parece, y sabe que tu con­
ducta al irte es insensata, pero grata con razón para
los seres queridos.
(Antígona sale. Ism ene entra en palacio. El Coro se
presenta llamado por Creonte.)

Coro.
Estrofa 1 .a
Rayo de sol, la más bella luz vista en Tebas, la de 100
las siete puertas, te has mostrado ya, ¡oh ojo del dora­
do día!, viniendo sobre la corriente del Dirce 5, tú, que 105
al guerrero de blanco escudo 6 que vino de Argos con
su equipo, has acosado como a un presuroso fugitivo
en rápida carrera, y al que Polinices condujo contra 110
nuestra tierra, excitado por equívocas discordias 7. Lan­
zando agudos gritos, voló sobre nuestra tierra como un
águila cubierta con plumas de blanca nieve, con a b u n - 115
dan te armamento, con yelm os guarnecidos con crines
de caballos.

5 Dirce es el río que discurre por el O. de Tebas, mientras


que el Ismeno lo hace por el E. (cf. Edipo Rey, nota 5). Aquí
debería haber sido nombrado el Ismeno, sobre cuya corriente
brilla primero el sol al salir, pero, sin embargo, se nombra el
Dhye, tal vez por ser el más representativo. También se llama
así un importante manantial (ver el v. 844 de esta obra).
6 El blanco escudo del ejército argivo es, en el terreno de
la metáfora, el plumaje, blanco como la nieve, del águila con la
que es comparado. Las imágenes se entremezclan en los dos
campos. El color blanco propio del ejército argivo podría haber
sido elegido por la asociación del nombre propio con argós, ad­
jetivo que significa blanco.
7 La lucha que mantenía con Eteocles por los derechos al
trono de Tebas.
254 TRAGEDIAS

Antístrofa 2 .a
Detenido sobre nuestros tejados, y habiendo abierto
sus fauces en torno a los accesos de las siete puertas
120 con lanzas ansiosas de muertes, se marchó antes de
saciar su garganta con nuestra sangre y de que el fue­
go 8 de las antorchas de pino se apoderara del circulo
que form an las torres. Tal fue el estrépito de Ares que
125 se extendió en torno a nuestras espaldas, difícil prueba
para el dragón adversario9.
Zeus odia sobremanera las jactancias pronunciadas
por boca arrogante y, viendo que ellos avanzan en gran
130 afluencia, orgullosos del dorado estrépito, rechaza con
su rayo a quien se disponía a gritar victoria desde las
altas alm enas10.

Estrofa 2 .a
135 Sobre la dura tierra cayó, com o un Tántalo11 por­
tador de fuego, el que, dominado por maníaco impulso,
resoplaba con los ím petus de odiosos vientos.
Pero las cosas salieron de otro modo, y el gran Ares
140 impetuoso fue distribuyendo a cada cual lo suyo sacu­
diendo fuertes golpes.
Pues siete capitanes, dispuestos ante las siete puer­
tas frente a igual número, dejaron a Zeus, el que aleja

8 En griego aparece el nombre propio Hefesto, dios del fue­


go. El mismo caso que cuando traducimos por «guerra» el nom­
bre de Ares (cf. nota 25 de Áyax).
9 El dragón simboliza a Tebas. Los tebanos, según el mito,
nacieron de los dientes del dragón sembrados por Cadmo, el
fundador. Por otra parte, la lucha entre el águila y la serpiente
es un viejo y conocido tema en la literatura griega (Iliada XII
200 y sigs.).
10 Se refiere a Capaneo, príncipe argivo, impetuoso y arro­
gante, que intenta escalar las torres de la ciudad de Tebas para
incendiarla. Un rayo enviado por Zeus le da muerte. A él se re­
fiere también la segunda estrofa.
11 Hijo de Zeus que sufrió un castigo por su arrogancia.
ANTÍGONA 255

los males, todo su armamento como tributo, excepto


los dos desgraciados que, nacidos de un solo padre y de
una sola madre, tras colocar en posición sus lanzas 145
—ambas poderosas—, obtuvieron los dos su lote de
m uerte común.

Antístrofa 2.a
Llegó la Victoria, de glorioso nombre, y se regocijó
con Tebas, la rica en carros. De los combates que aca- iso
ban de tener lugar, que se haga el olvido. Vayamos a
todos los templos de los dioses en coros 12 durante la
noche, y Baco, el que hace tem blar la tierra de Tebas,
sea nuestro guía.
Pero aquí se presenta el rey del país, Creonte, el 155
hijo de Meneceo, nuevo jefe a la vista de los recientes
sucesos enviados por los dioses. ¿A qué proyecto está
dándole vueltas, siendo así que ha convocado especial­
m ente esta asamblea de ancianos y nos ha hecho venir I60
por una orden pregonada a todos?
(Sale Creonte del palacio, rodeado de su escolta,
y se dirige solemne al Coro.)
C r e o n t e . — Ciudadanos, de nuevo los dioses han en­
derezado los asuntos de la ciudad que la habían sacudi­
do con fuerte conmoción. Por medio de mensajeros os
he hecho venir a vosotros, por separado de los demás,
porque bien sé que siempre tuvisteis respeto a la reale- 165
za del trono de Layo, y que, de nuevo, cuando Edipo
hizo próspera a la ciudad, y después de que él murió,
perm anecisteis con leales pensam ientos ju nto a los hi­
jos de aquél.
Puesto que aquéllos, a causa de un doble destino, 170
en un solo día perecieron, golpeando y golpeados en
crimen parricida, yo ahora poseo todos los poderes y

12 Con las danzas dedicadas al dios. Otra alusión a los co­


ros en honor de Dioniso la hemos visto en Áyax, verso 669.
256 TRAGEDIAS

dignidades por mi cercano parentesco con la familia de


los m uertos.
175 Pero es imposible conocer el alma, los sentimientos
y las intenciones de un hom bre hasta que se m uestre
experimentado en cargos y en leyes. Y el que al gober­
n ar una ciudad entera no obra de acuerdo con las me-
180 jores decisiones, sino que m antiene la boca cerrada
por el miedo, ése me parece —y desde siempre me ha
parecido— que es el peor. Y al que tiene en mayor
estim a a un amigo que a su propia patria no lo consi­
dero digno de nada. Pues yo — ¡sépalo Zeus que todo
185 lo ve siempre! — no podría silenciar la desgracia que
viera acercarse a los ciudadanos en vez del bienestar,
ni nunca m antendría como amigo mío a una persona
que fuera hostil al país, sabiendo que es éste el que
190 nos salva y que, navegando sobre él, es como felizmen­
te harem os los amigos 13. Con estas norm as pretendo
yo engrandecer la ciudad.
Y ahora, de acuerdo con ellas, he hecho proclam
un edicto a los ciudadanos acerca de los hijos de Edi-
195 po. A Eteocles, que m urió luchando por la ciudad tras
sobresalir en gran m anera con la lanza, que se le se­
pulte en su tum ba y que se le cumplan todos los ritos
sagrados que acompañan abajo a los cadáveres de los
héroes. Pero a su herm ano —m e refiero a Polinices—,
200 que en su vuelta como desterrado quiso incendiar com­
pletam ente su tierra patria y a las deidades de su raza,
además de alimentarse de la sangre de los suyos, y qui­
so llevárselos en cautiverio, respecto a éste ha sido or­
denado por un heraldo a esta ciudad que ninguno le
tribute los honores postreros con un enterram iento, ni
205 le llore. Que se le deje sin sepultura y que su cuerpo

13 Alusión, muy repetida, al símil de la nave del estado, que


encontramos desde Arquíloco (fr. 163), en los líricos, trágicos, en
la comedia, historia y oratoria.
ANTÍGONA 257

sea pasto de las aves de rapiña y de los perros, y ul­


traje para la vista. Tal es mi propósito, y nunca por
mi parte los malvados estarán por delante de los jus­
tos en lo que a honra se refiere. Antes bien, quien sea
benefactor para esta ciudad recibirá honores míos en 210
vida igual que muerto.
C o r i f e o . — Eso has decidido hacer, hijo de Mene-
ceo, con respecto al que fue hostil y al que fue favora­
ble a esta ciudad. A ti te es posible valerte de todo tipo
de leyes, tanto respecto a los m uertos como a cuantos
estamos vivos.
C r e o n t e . — Ahora, para que seáis vigilantes de lo 215
que se ha dicho...
C o r i f e o . — Ordena a otro más joven que sobrelleve
esto 14.
C r e o n t e . — Pero ya están dispuestos guardianes del
cadáver.
C o r i f e o . — Conque, ¿qué otra cosa nos encargas,
además de lo dicho?
C r e o n t e . — Que no os ablandéis ante los que des­
obedezcan esta orden.
C o r i f e o . — Nadie es tan necio que desee morir. 220
Creonte. ■ — Éste, en efecto, será el pago. Pero bajo
la esperanza de provecho m uchas veces se pierden los
hombres.
(Entra un guardián de los que vigilan el cadáver de
Polinices.)
G u a r d i á n . — Señor, no puedo decir que po r el apre­
suram iento en mover rápido el pie llego jadeante, pues 225
hice muchos altos a causa de mis cavilaciones, dándo­
me la vuelta en medio del camino. Mi ánimo me habla­
ba muchas veces de esta m anera: « ¡Desventurado! ¿Por
qué vas adonde recibirás un castigo cuando hayas lle-

14 El Coro no disimula la mala acogida que en él tienen las


órdenes de Creonte acerca de Polinices.
258 TRAGEDIAS

gado? ¡Infortunado! ¿Te detienes de nuevo? Y si Creon-


230 te se entera de esto por otro hombre, ¿cómo es posible
que no lo sientas?» Dándole vueltas a tales pensamien­
tos venía lenta y perezosamente, y así un camino corto
se hace largo. Por último, sin embargo, se impuso el
llegarme junto a ti, y, aunque no descubriré nada, ha-
235 blaré. Me presento, pues, aferrado a la esperanza de
no sufrir otra cosa que lo decretado por el azar.
C r e o n t e . — ¿Por q u é tienes este desánimo?
G u a r d i á n . — Quiero hablarte primeramente de lo
que a mí respecta. E l hecho ni lo hice yo, ni vi quién
240 lo hizo, y no sería justo que me viera abocado a alguna
desgracia.
C r e o n t e . — Bien calculas y ocultas el asunto con un
rodeo. Está claro que algo malo vas a anunciar.
G u a r d iA n . — Las palabras terribles producen gran
vacilación.
C r e o n t e . — ¿Y no hablarás de una vez y después te
irás lejos de aquí?
245 G u a r d i á n . — Te lo digo ya: alguien, después de dar
sepultura al cadáver, se ha ido, cuando hubo esparcido
seco polvo sobre el cuerpo y cumplido los ritos que
debía.
C r e o n t e . — ¿Qué dices? ¿Qué hombre es el que se
ha atrevido?
G u a r d i á n . — No lo sé, pues ni había golpe de pala
250 ni restos de tierra cavada por el azadón. La tierra está
dura y seca, sin hendir, y no atravesada por ruedas de
carro. No había señal de que alguien fuera el artífice.
Cuando el primer centinela nos lo mostró, un embara-
255 zoso asombro cundió entre todos, pues é l 15 había des­
aparecido, no enterrado, sino que le cubría un fino pol­
vo, como obra de alguien que quisiera evitar la impu-

15 El cadáver.
ANTÍGONA 259

reza. Aun sin haberlo arrastrado, no aparecían señales


de fiera ni de perro alguno que hubiese venido.
Resonaban los insultos de unos contra otros, acu- 260
sándonos entre nosotros mismos, y se habría produci­
do al final un enfrentamiento sin que estuviera presen­
te quien lo impidiera. Pues cada uno era el culpable,
pero nadie lo era manifiestamente, sino que negaban
saber nada. Estábamos dispuestos a levantar metales
al rojo vivo con las manos, a saltar a través del fuego 16 265
y a ju rar por los dioses no haberlo hecho, ni conocer al
que había tramado la acción ni al que la había llevado
a la práctica.
Finalmente, puesto que en la investigación no sa­
cábamos nada nuevo, habla uno que nos movió a todos
a inclinar la cabeza al suelo por el temor. Y no sabía- 270
mos replicarle, ni cómo actuaríamos para que nos sa­
liera bien. La propuesta era que había de serte comu­
nicado este hecho y que no lo ocultaríamos. Esto fue lo
que se impuso y la suerte me condenó a mí, desafor­
tunado, a cargar con esta «buena» misión. Estoy aquí 275
en contra de mi voluntad y de la tuya, bien lo sé. Pues
nadie quiere un mensajero de malas noticias.
C o r i f e o . — Señor, mis pensamientos están, desde
hace un rato, deliberando si esto es obra de los dioses.
C r e o n t e . — No sigas antes de llenarme de ira con 28O
tus palabras, no vayas a ser calificado de insensato a
la vez que de viejo. Dices algo intolerable cuando ma­
nifiestas que los dioses sienten preocupación por este
cuerpo. ¿Acaso dándole honores especiales como a un
bienhechor iban a enterrar al que vino a prender fuego 285
a los templos rodeados de columnas y a las ofrendas,
así como a devastar su tierra y las leyes? ¿E s que ves
que los dioses den honra a los malvados? No es posible.

16 Sin entrar en suposiciones hago constar que esto es lo


que en la Edad Media se llamaban ordalías o juicios de Dios.
260 TRAGEDIAS

290 Algunos hombres de la ciudad, por el contrario, vienen


soportando de mala gana el edicto y murmuraban con­
tra mí a escondidas, sacudiendo la cabeza, y no man­
tenían la cerviz bajo el yugo, como es debido, en señal
de acatamiento. Sé bien que ésos, inducidos por las
recompensas de aquéllos 17, son los que lo han hecho.
295 Ninguna institución ha surgido peor para los hom­
bres que el dinero. É l saquea las ciudades y hace salir
a los hombres de sus hogares. É l instruye y trastoca
los pensamientos nobles de los hombres para conver-
300 tirios en vergonzosas acciones. É l enseñó a los hombres
a cometer felonías y a conocer la impiedad de toda
acción. Pero cuantos por una recompensa llevaron a
cabo cosas tales concluyeron, tarde o temprano, pagan­
do un castigo.
Ahora bien, si Zeus aún tiene alguna veneración por
305 mi parte, sabed bien esto —y te hablo comprometido
por un juramento— : que, si no os presentáis ante mis
ojos habiendo descubierto al autor de este sepelio, no
os bastará sólo la muerte. Antes, colgados vivos, evi-
310 denciaréis esta insolencia, a fin de que, sabiendo de
dónde se debe adquirir ganancia, la obtengáis en el fu­
turo y aprendáis, de una vez para siempre, que no de­
béis desear el provecho en cualquier acción. Pues, a
causa de ingresos deshonrosos, se pueden ver más des­
carriados que salvados.
315 Guardián. — ¿Me permitirás decir algo, o me voy
así, dándome la vuelta?
C reonte. — ¿No te das cuenta de que también aho­
ra me resultas molesto con tus palabras?
G uardián. — ¿En tus oídos te hieren o en tu alma?
Creonte. — ¿Por qué precisas dónde se sitúa mi
aflicción?

17 De los que murmuran a escondidas.


ANTÍGONA 261

G u a r d iá n . — E l culpable te aflige el alma, yo los 320


oídos.
C r e o n t e . — ¡Ah, está claro que eres por naturaleza
un charlatán!
G u a r d i á n . — Pero esa acción no la he cometido
nunca.
C r e o n t e . — Sí, y e n c i m a t r a i c i o n a n d o t u a l m a p o r
d in e r o .
G u a r d iá n . — ¡A y ! Es te r r ib le , c ie r ta m e n te , p ara
q u ie n t ie n e u n a s o s p e c h a , q u e le r e s u lte fa ls a .
C r e o n t e . — Dátelas de gracioso ahora con mi sospe­
cha. Que, si no mostráis a los que han cometido estos 325
hechos, diréis abiertamente que las ganancias alevosas
producen penas.
(Entra Creonte en palacio.)
— ¡Que sea descubierto, sobre todo! Pero,
G u a r d iá n .
si es capturado como si no lo es —es el azar el que lo
resuelve—, de ningún modo me verás volver aquí.
Y ahora, sano y salvo en contra de mi esperanza y de 330
mi convicción, debo a los dioses una gran merced.

C oro.
Estrofa 1 .a
Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada
más asombroso que el hombre. Él se dirige al otro lado
del blanco 18 mar con la ayuda del tempestuoso viento
Sur, bajo las rugientes olas avanzando, y a la más po- 335
derosa de las diosas, a la imperecedera e infatigable
Tierra, trabaja sin descanso, haciendo girar los arados 340
año tras año, al ararla con mulos.
Antístrofa 1 .a
El hombre que es hábil da caza, envolviéndolos con
los lazos de sus redes, a ta especie de los aturdidos pá-

18 Epíteto que alude al color de la espuma de las olas del


mar al romper en la superficie.
262 TRAGEDIAS

345 jaros, y a los rebaños de agrestes fieras, y a la familia


de los seres marinos. Por sus mañas se apodera del
350 animal del campo que va a través de los montes la, y
unce al yugo que rodea la cerviz al caballo de espesas
crines, así como al incansable toro montaraz.

Estrofa 2.a
Se enseñó a sí m ism o el lenguaje y el alado pensa-
355 miento, así como las civilizadas nianeras de comportar­
se, y también, fecundo en recursos, aprendió a esquivar
bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los
360 de las lluvias inclem entes20. Nada de lo por venir le
encuentra falto de recursos. Sólo del Hades no tendrá
escapatoria. De enfermedades que no tenían remedio ya
ha discurrido posibles evasiones.

Antístrofa 2.a
Poseyendo una habilidad superior a lo que se puede
365 uno imaginar, la destreza para ingeniar recursos, la en­
camina unas veçes al mat, otras veces al bien. Será un
alto cargo en la ciudad, respetando las leyes de la tie­
rra y la justicia de los dioses que obliga por juramento.
370 Desterrado sea aquel que, debido a su osadía, se da
a lo que no está bien. ¡Que no llegue a sentarse junto
375 a m i hogar ni participe de m is pensamientos el que
haga esto!
(Entra el Guardián arrastrando a Antígona.)
C orifeo. — Atónito quedo ante un prodigio que pro­
cede de los dioses. ¿Cómo, si yo la conozco, podré ne­
gar que ésta es la joven Antígona? ¡Ay desventurada,
380 hija de tu desdichado padre Edipo! ¿Qué pasa? ¿No

19 Debe tratarse de la cabra, nombrada por H ombro (Odisea


IX 155; H esíodo, Escudo 407; Filoctetes 955).
20 P. Mazon expone, aquí, la teoría de que estas palabras
aluden a la construcción de sus cuevas y moradas para resguar­
darse de las inclemencias del tiempo.
ANTÍGONA 263

será que te llevan porque has desobedecido las normas


del rey y ellos te han sorprendido en un momento de
locura?
G u a r d i á n . — Ésta es la que ha cometido el hecho.
La cogimos cuando estaba dándole sepultura. Pero, 385
¿dónde está Creonte?
C o r i f e o . — Oportunamente sale de nuevo del pa­
lacio.
C r e o n t e . — ¿Qué pasa? ¿Por qué motivo llego a
tiempo?
G u a r d i á n . — Señor, nada existe para los mortales
que pueda ser negado con juramento. Pues la reflexión
posterior desmiente los propósitos. Y o estaba comple- 390
tamente creído de que difícilmente me llegaría aquí,
después de las amenazas de las que antes fui objeto.
Pero la alegría que viene de fuera y en contra de toda
esperanza a ningún otro goce en intensidad se asemeja.
He venido, aunque había jurado que no lo haría, tra- 395
yendo a esta muchacha, que fue apresada cuando pre­
paraba al m uerto21. Y en este caso no se echó a suer­
tes, sino que fue mío el hallazgo y de ningún otro. Y aho­
ra, rey, tomando tú mismo a la muchacha, júzgala y
hazla confesar como deseas. Que justo es que yo me 400
vea libre de esta carga.
C r e o n t e . — A ésta que traes, ¿de qué manera y dón­
de la has cogido?
G u a r d i á n . — E lla en persona daba sepultura al cuer­
po. De todo quedas enterado.
C r e o n t e . — ¿En verdad piensas lo que dices y no me
mientes?
G u a r d i á n . — La he visto enterrar al cadáver que tú
habían prohibido enterrar. ¿E s que no hablo clara y 405
manifiestamente?

21 Para los ritos del sepelio: esto es, cubrirle de tierra y


derramar libaciones.
264 TRAGEDIAS

Cr e o n t e . — ¿ Y c ó m o f u e v i s t a y s o r p r e n d i d a ?

— La cosa fue de esta manera: cuando


G u a r d iá n .
hubimos llegado, amenazados de aquel terrible modo
410 por ti, después de barrer toda la tierra que cubría el
cadáver y de dejar bien descubierto el cuerpo, que ya
se estaba pudriendo, nos sentamos en lo alto de la coli­
na, protegidos del viento, para evitar que nos alcanzara
el olor que aquél desprendía, incitándonos el uno al
otro vivamente con denuestos, por si alguno descuidaba
415 su tarea. Durante un tiempo estuvimos así, hasta que
en medio del cielo se situó el brillante círculo del sol.
E l calor ardiente abrasaba. Entonces, repentinamente,
un torbellino de aire levantó del suelo un huracán —ca­
lamidad celeste— que llenó la meseta, destrozando todo
420 el follaje de los árboles del llano, y el vasto cielo se
cubrió. Con los ojos cerrados sufríamos el azote divino.
Cuando cesó, un largo rato después, se pudo ver a
la muchacha. Lanzaba gritos penetrantes como un pá-
425 jaro desconsolado cuando distingue el lecho vacío del
nido huérfano de sus crías. Así ésta, cuando divisó el
cadáver descubierto, prorrumpió en sollozos y tremen­
das maldiciones para los que habían sido autores de
esta acción. En seguida transporta en sus manos seco
430 polvo y, de un vaso de bronce bien forjado, desde arri-
‘ ba cubre el cadáver con triple libación 22.
Nosotros, al verlo, nos lanzamos, y al punto le di­
mos caza, sin que en nada se inmutara. La interrogá­
bamos sobre los hechos de antes y los de entonces,
435 y nada negaba. Para mí es, en parte, grato y , en parte,

doloroso. Porque es agradable librarse uno mismo de


desgracias, pero es triste conducir hacia ellas a los deu­

22 La triple libación era ritual. La primera era con leche y


miel, la segunda con vino dulce y la tercera con agua.
ANTÍGONA 265

d o s23. Ahora bien, obtener todas las demás cosas es 440


para mí menos importante que ponerme a mí mismo
a salvo.
C reonte. — (Dirigiéndose a Antígona.) Eh, tú, la que
inclina la cabeza hacia el suelo, ¿confirmas o niegas
haberlo hecho?
A ntígona. — Digo que lo he hecho y no lo niego.
C reonte. — (Al guardián.) Tú puedes marcharte
adonde quieras, libre, fuera de la gravosa culpa. (A An- 445
tígona de nuevo.) Y tú dime sin extenderte, sino breve­
mente, ¿sabías que había sido decretado por un edicto
que no se podía hacer esto?
A ntígona. — Lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo? Era
manifiesto.
Creonte. — ¿Y, a pesar de ello, te atreviste a trans­
gredir estos decretos?
A ntígona. — No fue Zeus el que los ha mandado
publicar, ni la Justicia que vive con los dioses de abajo 450
la que fijó tales leyes para los hombres. No pensaba
que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que
un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e in­
quebrantables de los dioses. Éstas no son de hoy ni de 455
ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron.
No iba yo a obtener castigo por ellas 24 de parte de los
dioses por miedo a la intención de hombre alguno.
f Sabía que iba a morir, ¿cómo no?, aun cuando tú 460
j no lo hubieras hecho pregonar. Y si muero antes de
¡ tiempo, yo lo llamo ganancia. Porque quien, como yo,
I viva entre desgracias sin cuento, ¿cómo no va a obte-
¡ ner provecho al morir? Así, a mí no me supone pesar 465
alcanzar este destino. Por el contrario, si hubiera con­
sentido que el cadáver del que ha nacido de mi madre

23 También podría traducirse por «amigo». El guarda for­


maba parte como esclavo de la familia real.
24 Por transgredirlas, se entiende.
266 TRAGEDIAS

estuviera insepulto, entonces sí sentiría pesar. Ahora,


en cambio, no me aflijo. Y si te parezco estar haciendo
470 locuras, puede ser que ante un loco me vea culpable
de una locura.
C orifeo. — Se muestra la voluntad fiera de la mu­
chacha que tiene su origen en su fiero padre. No sabe
ceder ante las desgracias.
Creonte. — Sí, pero sábete que las voluntades en
exceso obstinadas son las que primero caen, y que es
475 el más fuerte hierro, templado al fuego y muy duro, el
que más veces podrás ver que se rompe y se hace añi­
cos. Sé que los caballos indómitos se vuelven dóciles
con un pequeño freno. No es lícito tener orgullosos
pensamientos a quien es esclavo de los que le rodean.
480 É sta conocía perfectamente que entonces estaba obran­
do con insolencia, al transgredir las leyes establecidas,
y aquí, después de haberlo hecho, da muestras de una
segunda insolencia: ufanarse de ello y burlarse, una vez
que ya lo ha llevado a efecto.
Pero verdaderamente en esta situación no sería yo
485 el hombre —ella lo sería—, si este triunfo hubiera de
quedar impune. Así, sea hija de mi hermana, sea más
de mi propia sangre que todos los que están conmigo
bajo la protección de Zeus del H o gar25, ella y su her­
mana no se librarán del destino supremo. Inculpo a
490 aquélla de haber tenido parte igual en este enterra­
miento. Llamadla. Acabo de verla adentro fuera de sí
y no dueña de su mente. Suele ser sorprendido antes
el espíritu traidor de los que han maquinado en la os-
495 curidad algo que no está bien. Sin embargo, yo, al me-

25 Creonte conoce que incurre en una falta contra los dio­


ses en la persona de Zeus protector del hogar —al que se tenía
consagrado un altar en el patio del palacio—, juzgando y casti­
gando a un miembro de ese hogar, pero cree estar obligado a
ello en su condición de guardián de las leyes de la ciudad.
ANTÍGONA 267

nos, detesto que, cuando uno es cogido en fechorías,


quiera después hermosearlas.
A n t í g o n a . — ¿Pretendes algo m ás que darm e m uer­
te, una vez que me has apresado?
C r e o n t e . — Yo nada. Con esto lo tengo todo.
A n t í g o n a . — ¿Qué te hace vacilar en ese caso? Por­
que a mí de tus palabras nada me es grato — ¡que nun- 500
ca me lo sea!—, del mismo modo que a ti te desagra­
dan las mías. Sin embargo, ¿dónde hubiera podido
obtener yo más gloriosa fam a que depositando a mi
propio herm ano en una sepultura? Se podría decir que
esto complace a todos los presentes, si el tem or no les 505
tuviera paralizada la lengua. En efecto, a la tiranía le
va bien en otras muchas cosas, y sobre todo le es
posible obrar y decir lo que q u ie re 26.
C r e o n t e . — Tú eres la única de los Cadmeos que
piensa tal cosa.
A n t í g o n a . — Éstos tam bién lo ven, pero cierran la
boca ante ti.
C r e o n t e . — ¿Y tú no te avergüenzas de pensar de 510
distinta m anera que ellos?
A n t í g o n a . — No considero nada vergonzoso honrar
a los hermanos.
C r e o n t e . — ¿No era tam bién herm ano el que murió
del otro lado?
A n t í g o n a . — Hermano de la m ism a m adre y del m is­
mo padre.
C r e o n t e . — ¿Y cómo es que honras a éste con im­
pío agradecimiento para aquél?27.
A n t í g o n a . — No confirmará eso el que ha muerto. sis
C r e o n t e . — Sí, si le das honra po r igual que al impío.

26 Frase solemne de aguda crítica al aborrecido régimen de


la tiranía. No es una referencia aislada en la época clásica ( E u r í ­
pides, Ió n 621-632).
27 Eteocles.
268 TRAGEDIAS

A n t íg o n a . — No era un siervo, sino su hermano, el


que murió.
C r e o n t e . — Por querer asolar esta tierra. E l otro,
enfrente, la defendía.
A n t í g o n a . — Hades, sin embargo, desea leyes iguales.
520 C r e o n t e . — Pero no que el bueno obtenga lo mis­
mo que el malvado.
A n t í g o n a . — ¿Quién sabe si allá abajo estas cosas
son las piadosas?
C r e o n t e . — E l enemigo nunca es amigo, ni cuando
muera.
A n t í g o n a . — Mi persona no está hecha para compar­
tir el odio, sino el amor.
C r e o n t e . — Vete, pues, allá abajo para amarlos, si
525 tienes que amar, que, mientras yo viva, no mandará
una mujer.
(Sale Ism ene entre dos esclavos.)
— He aquí a Ismene, ante la puerta, derra­
C o r ife o .
mando fraternas lágrimas. Una nube sobre sus cejas
530 afea su enrojecido rostro, empapando sus hermosas
mejillas.
C r e o n t e . — Tú, la que te deslizaste en mi casa como
una víbora, y me bebías la sangre sin yo advertirlo. No
sabía que alimentaba dos plagas que iban a derrumbar
mi trono. Ea, dime, ¿vas a afirmar haber participado
535 también tú en este enterramiento, o negarás con un
juramento que lo sabes?
I s m e n e . — He cometido la acción, si ésta consiente;
tomo parte en la acusación y la afronto.
A n t í g o n a . — Pero no te lo perm itirá la justicia, ya
que ni tú quisiste ni yo me asocié contigo.
540 I s m e n e . — En estas desgracias tuyas, no me aver­
güenzo de hacer yo misma contigo la travesía de esta
prueba.
A n t í g o n a . — De quién es la acción, Hades y los dio-
ANTÍGONA 269

ses de abajo son testigos. Yo no amo a uno de los míos,


si sólo de palabra ama.
Ismene. — ¡Hermana, no me prives del derecho a 545
m orir contigo y de honrar debidamente al muerto!
A ntígona. — No quieras m orir conmigo, ni hagas
cosa tuya aquello en lo que no has participado. Será
suficiente con que yo muera.
Ismene. — ¿Y qué vida me va a ser grata, si me veo
privada de ti?
A ntígona. — Pregunta a Creonte, ya que te eriges
en defensora suya.
Ismene. — ¿Por qué me mortificas así, cuando en 550
nada te aprovecha?
A ntígona. — Con dolor me río de ti, si es que lo
hago.
Ismene. — Pero, ¿en qué puedo aún serte útil ahora?
A ntígona. — Sálvate tú. No veo con malos ojos que
te libres.
Ismene. — ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Y no alcanzaré
tu destino?
A ntígona. — Tú has elegido vivir y yo morir. 555
Ismene. — Pero no sin que yo te diera mis consejos.
A ntígona. — A unos les pareces tú sensata, yo a
otros 2S.
Ismbne. — Las dos, en verdad, tenemos igual falta.
A ntígona. — Tranquilízate: tú vives, mientras que
mi alma hace rato que ha muerto por prestar ayuda 560
a los muertos.
Creonte. — Afirmo que estas dos muchachas han
perdido el juicio, la una acaba de manifestarlo, la otra
desde que nació.
Ismene. — Nunca, señor, perdura la sensatez en los

28· Ismené se lo parçcia a Creonte, Antígona a Polinices y a


los que ya estaban en el Hades.
270 TRAGEDIAS

que son desgraciados, ni siquiera la que nace con ellos,


sino que se retira.
565 C r e o n t e . — En ti por lo menos, cuando has preferi­
do obrar iniquidades junto a malvados.
I s m e n e . — ¿Y qué vida es soportable para mí sola,
separada de ella?
C r e o n t e . — No digas «ella»: no existe ya.
I s m e n e . — ¿Y vas a dar muerte a la prometida de
tu propio hijo?
C r e o n t e . — También los campos de otras se pueden
a r a r 29.
570 I s m e n e . — No con la armonía que reinaba entre ellos
dos.
C r e o n t e . — Odio a las m ujeres perversas para mis
hijos.
A n t í g o n a . — ¡Oh queridísimo Hemón! ¡Cómo te des­
honra tu padre!
C r e o n t e . — Demasiadas molestias me producís tú y
tu matrimonio.
C o r i f e o . — ¿Vas a privar, en verdad, a tu hijo de
ésta?
575 C r e o n t e . — Hades será quien haga cesar estas bo­
das por mí.
C o r i f e o . — Está decidido, a lo que parece, que
muera.
C r e o n t e . — Tanto en tu opinión como en la mía. No
más dilaciones. Ea, esclavas, llevadlas dentro. Preciso
es que estas mujeres estén encerradas y no sueltas.
580 Pues incluso los más animosos intentan huir cuando
ven a Hades cerca ya de su vida.
(Entran en palacio todos.)

29 Ésta es una imagen usual que encontramos repetida en


el mismo autor {Traquinias 33; Edipo Rey 1211, 1497) y en otros
(E urípides , Ión 49; M enandro, Díscolo 842).
ANTÍGONA 271

C oro.
Estrofa 1.a
¡Felices aquellos cuya vida no ha probado las desgra­
cias! Porque, para quienes su casa ha sido estremecida
por los dioses, ningún infortunio deja de venir sobre
toda la raza, del mismo modo que las olas marinas, 585
cuando se lanzan sobre el abismo submarino impulsa­
das por los desfavorables vientos tracios, arrastran jan- 590
go desde el fondo del negro mar, y resuenan los acan­
tilados azotados por el viento con el ruido que produ­
cen al ser golpeados.
Antístrofa 1.a
Veo que desde antiguo las desgracias de la casa de
tos Labdácidas se precipitan sobre las desgracias de los 595
que han m u e rto 30, y ninguna generación libera a la
raza, sino que alguna deidad las aniquila y no les deja
tregua. Ahora se había difundido una luz en el palacio
de Edipo sobre las últimas ramificaciones. Pero de nue- « jo
vo el polvo sangriento de los dioses infernales lo siega,
la necedad de las palabras y la Venganza de una reso­
lución 31.
Estrofa 2.a
¿Qué conducta de los hombres podría reprimir tu 60S
poder, Zeus? Ni el sueño, el que amansa todas las co­
sas, lo domina nunca, ni los meses incansables de los
dioses, y tú, que no envejeces con el tiempo, dominas
poderoso el centelleante resplandor del Olimpo. Para 610
lo que sucede ahora y lo que suceda en el futuro, lo
m ism o que para lo que sucedió anteriormente, esta ley

30 Layo, Edipo, Eteocles y Polinices.


31 Pasaje lleno de simbología difícil. Parece que la «luz» era
la esperanza en el proyectado matrimonio de Antígona con He­
món. Antígona forma parte de las «últimas ramificaciones». La
«necedad de las palabras» de Creonte y la «Venganza» o Erinis
que surgirá de las «resoluciones» de Antígona.
272 TRAGEDIAS

prevalecerá: nada extraordinario llega a la vida de los


mortales separado de la desgracia.

Antístrofa 2.a
615 La esperanza errante trae dicha a numerosos hom ­
bres, mientras que a otros trae la añagaza de sus tor­
nadizos deseos. Se desliza en quien nada sabe hasta que
620 se quema el pie con ardiente fuego. Sabiamente fue
dada a conocer por alguien la famosa sentencia: lo malo
llega a parecer bueno a aquel cuya m ente conduce una
625 divinidad hacia el infortunio, y durante m uy poco tiem ­
po actúa fuera de la desgracia.
Pero he aquí a Hemón, el más joven vástago de tus
hijos. ¿Acaso llega disgustado por el destino de su pro­
eza metida Antígona, afligiéndose en exceso por la frustra­
ción de sus bodas?
(Hemón entra en escena.)
C r e o n t e . — Pronto lo sabremos m ejor que lo saben
los adivinos. (Dirigiéndose a Hemón.) ¡Oh hijo! ¿No te
presentarás irritado contra tu padre, al oír el decreto
irrevocable que se refiere a la que va a ser tu esposa?
¿O sigo siéndote querido de todas m aneras, haga lo
que haga?
635 H e m ó n . — Padre, tuyo soy y tú me guías rectam en­
te con excelentes consejos que yo seguiré. Ningunas
bodas son para mí más im portantes de obtener que tu
recta dirección.
C r e o n t e . — Así, hijo mío, debes razonar en tu inte-
640 rior: posponer todo a las resoluciones paternas. Por
este motivo piden los hom bres tener en sus hogares
hijos sumisos tras haberlos engendrado, para que ven­
guen al enemigo con males y honren al amigo igual que
645 a su padre. En cambio, el que trae a la vida hijos que
no sirven para nada, ¿qué otra cosa podrías decir de
él sino que ha hecho nacer una fuente de sufrimientos
para sí mismo y un motivo de burla para sus enemi-
ANTÍGONA 273

gos? Por tanto, hijo, tú nunca eches a perder tu sensa­


tez por causa del placer motivado por una mujer, sa­
biendo que una mala esposa en la casa como compa- 650
ñera se convierte en eso, en un frío ab razo32. ¿Qué
mayor desgracia podría haber que un pariente malva­
do? Así que, despreciándola como a un enemigo, deja
que esta muchacha despose a quien quiera en el Hades,
puesto que sólo a ella de toda la ciudad he sorprendí- 655
do abiertamente en actitud de desobediencia. Y no voy
a presentarme a mí mismo ante la ciudad como un
embustero, sino que le haré dar muerte.
¡Que invoque por ello a Zeus protector de la fam i­
lia! Pues si voy a tolerar que los que por su nacimien­
to son mis parientes alteren el orden, ¡cuánto más lo 660
haré con los que no son de mi familia! Quien con los
asuntos de la casa es persona intachable también se
m ostrará justo en la ciudad. Y quien 33, habiendo trans­
gredido las leyes, las rechaza o piensa dar órdenes a
los que tienen el poder, no es posible que alcance mi 665
aprobación.
Al que la ciudad designa se le debe obedecer en lo
pequeño, en lo justo y en lo contrario 34. Yo tendría
confianza en que este hombre gobernara rectamente
en tanto en cuanto quisiera ser justamente gobernado
y permanecer en el fragor de la batalla en su puesto, 670
como un leal y valiente soldado. No existe un mal ma-

32 Es frecuente el juicio negativo acerca de la mujer en la


literatura griega. Podemos comparar los consejos de H esíodo
acerca de la elección de mujer (Trabajos 373). El mismo tono
encontramos en los líricos (S imónides , 8; E squilo, Siete contra
Tebas 187-188; E urípides , Hipólito 616 y sigs.).
33 Sigo el orden de los manuscritos y no el que sigue la
edición de P earson.
34 Eufemismo, por no citar la palabra «injusto», pudor ex­
plicable en boca de un tirano en un parlamento ante sus súb­
ditos.
274 TRAGEDIAS

yor que la anarquía. E lla destruye las ciudades, deja


los hogares desolados. E lla es la que rompe las líneas
675 y provoca la fuga de la lanza aliada. La obediencia, en
cambio, salva gran número de vidas entre los que
triunfan.
Y , así, hay que ayudar a los que dan las órdenes
y en modo alguno dejarse vencer por una m ujer. Mejor
680 sería, si fuera necesario, caer ante un hombre, y no se­
ríamos considerados inferiores a una mujer.
C o r i f e o . — A nosotros, si no estamos engañados a
causa de nuestra edad, nos parece que hablas con sen­
satez en lo que estás diciendo.
H e m ó n . — Padre, los dioses han hecho engendrar la
razón en los hombres como el m ayor de todos los bie-
685 nes que existen. Que no hablas tú estas palabras con
razón ni sería yo capaz de decirlo ni sabría. Sin embar­
go, podría suceder que también en otro aspecto tuviera
yo razón. A ti no te corresponde cuidar de todo cuanto
690 alguien dice, hace o puede cen su rar3S. Tu rostro resul­
ta terrible al hombre de la calle, y ello en conversacio­
nes tales que no te complacerías en escucharlas. Pero
a mí, en la sombra, me es posible oír cómo la ciudad
se lamenta por esta joven, diciendo que, siendo la que
695 menos lo merece de todas las mujeres, va a m orir de
indigna manera por unos actos que son los más dignos
de alabanza: por no perm itir que su propio hermano,
caído en sangrienta refriega, fuera exterminado, inse­
pulto, por carniceros perros o por algún ave rapaz.
«¿E s que no es digna de obtener una estimable recom-
700 pensa?» Tal oscuro rumor se difunde con sigilo.
Para mí, sin embargo, no existe ningún bien más
preciado que tu felicidad. Pues, ¿qué honor es para los

35 La versión que acepta P. Mazon: soû d’oún péphyka, nos


daría otra interpretación: «Yo he nacido de ti para cuidar por
ti en todo cuanto alguien dice. etc,».
ANTÍGONA 275

hijos mayor que la buena fam a de un padre cuando


está en plenitud de bienestar, o qué es más importante
para un padre que lo que viene de los hijos? No man­
tengas en ti mismo sólo un punto de vista: el de que
lo que tú dices y nada más es lo que está bien. Pues
los que creen que únicamente ellos son sensatos o que
poseen una lengua o una inteligencia cual ningún otro,
éstos, cuando quedan al descubierto, se muestran vacíos.
Pero nada tiene de vergonzoso que un hombre, aun­
que sea sabio, aprenda mucho y no se obstine en dema­
sía. Puedes ver a lo largo del lecho de las torrenteras
que, cuantos árboles ceden, conservan sus ramas, mien­
tras que los que ofrecen resistencia son destrozados
desde las raíces. De la misma manera el que tensa fuer­
temente las escotas de una nave sin aflojar nada, des­
pués de hacerla volcar, navega el resto del tiempo con
la cubierta invertida.
Así que haz ceder tu cólera y consiente en cambiar.
Y si tengo algo de razón —aunque sea más joven—,
afirmo que es preferible con mucho que el hombre esté
por naturaleza completamente lleno de sabiduría. Pero,
si no lo está —pues no suele inclinarse la balanza a este
lado— , es bueno también que aprenda de los que ha­
blan con moderación.
Corifeo. — Señor, es natural que tú aprendas lo
que diga de conveniente, y tú, por tu parte, lo hagas de
él. Razonablemente se ha hablado por ambas partes.
Creonte. — ¿E s que entonces los que somos de mi
edad vamos a aprender a ser razonables de jóvenes de
la edad de éste?
Hemón. — Nada hay que no sea justo en ello. Y, si
yo soy joven, no se debe atender tanto a la edad como
a los hechos.
Creonte. — ¿Te refieres al hecho de dar honra a los
que han actuado en contra de la ley?
276 TRAGEDIAS

H e m ó n . — No sería yo quien te exhortara a tener


consideraciones con los malvados 36.
C reo n te. ■ — ¿Y es que ella no está afectada por se­
mejante mal?
H e m ó n . — Todo el pueblo de Tebas afirma que no.
C r e o n t e . — ¿Y la ciudad va a decirme lo que debo
hacer?
H em ón. — ¿ T e d a s c u e n ta d e q u e h a s h a b la d o c o m o
s i fu e r a s u n jo v en ?
C r e o n t e . — ¿Según el criterio de otro, o según el
mío, debo yo regir esta tierra?
H e m ó n . — No existe ciudad que sea de un solo hom­
bre.
C r e o n t e . — ¿No se considera que la ciudad es de
quien gobierna?
H emón. — T ú g o b e r n a r ía s b ie n , e n s o litá r io , u n p a ís
d e s ie r to .
C r e o n te . — Éste, a lo que parece, se ha aliado con
la mujer.
H e m ó n . — Sí, si es que tú eres una m ujer. Pues me
estoy interesando por ti.
C r e o n t e . — ¡Oh m a l v a d o ! ¿A t u p a d r e v a s c o n
p le ito s ?
H em ón. — E s que veo que estás equivocando lo que
es justo.
C reo n te. — ¿Yerro cuando hago respetar mi auto­
ridad?
H e m ó n . — No la haces respetar, al menos despre­
ciando honras debidas a los dioses.
C r e o n t e . — ¡Oh t e m p e r a m e n t o i n f a m e s o m e t i d o a
u n a m u je r !
H e m ó n . — No podrías sorprenderme dominado por
acciones vergonzosas.

36 En veladas palabras notamos la diferente consideración


que merece Antígona a Creonte y a Hemón.
ANTÍGONA 277

C r e o n t e . — Todo lo que estás diciendo, en verdad,


es en favor de aquélla.
H e m ó n . — Y de ti, y de mí, y de los dioses de abajo.
C r e o n t e . — A ésa no es posible que, aun viva, la 750
desposes.
H e m ó n . — Va a morir, ciertamente, y en su muerte
arrastrará a alguien.
C r e o n t e . — ¿E s que con amenazas me haces frente,
osad o?37.
H e m ó n . — ¿Qué amenaza es hablar contra razones
sin fundamento?
C r e o n t e . — Llorando vas a seguir dándome leccio­
nes de sensatez, cuando a ti mismo te falta.
H e m ó n . — Si no fueras mi padre, diría que no estás 755
en tu sano juicio.
C r e o n t e . — No me canses con tu charla, tú, el escla­
vo de una mujer.
H e m ó n . — ¿Pretendes decir algo y , diciéndolo, no
escuchar nada?
C r e o n t e . — ¿De veras? Pero, ¡por el Olimpo!, enté­
rate bien, no me ofenderás impunemente con tus repro­
ches. (Dirigiéndose a tos servidores.) Traed a ese odio- 760
so ser para que, a su vista, cerca de su prometido, al
punto muera.
H e m ó n . — No, por cierto, no lo esperes. E lla no mo­
rirá cerca de mí, y tú jam ás verás mi rostro con tus
ojos. ¡Muestra tu locura relacionándote con los amigos 765
que lo consientan!
(Sale precipitadamente.)
— Se ha marchado, rey, presuroso a causa
C o r ife o .
de la cólera. Un corazón que a esa edad sufre es te­
rrible.

37 Creonte interpreta que Hemón se refiere a él al utilizar


el indefinido «alguien», cuando, en realidad, tras el pronombre
se encuentra el propio Hemón, como el espectador sabe.
278 TRAGEDIAS

C r e o n t e . — ¡Que actúe! ¡Que se vaya haciendo pro­


yectos por encima de lo que es humano! Pero a estas
dos muchachas no las liberará de su destino.
770 C o r i f e o . — ¿Piensas, pues, dar muerte a las dos?
C r e o n t e . — No a la que no ha intervenido. En eso
hablas con razón.
C o r i f e o . — ¿ Y con qué clase de muerte has decidi­
do matarla?
C r e o n t e . — La llevaré allí donde la huella de los
hombres esté ausente y la ocultaré viva en una pétrea
775 cavern a38, ofreciéndole el alimento justo, para que sir­
va de expiación sin que la ciudad entera quede conta­
m inada39. Así, si suplica a Hades —único de los dioses
a quien venera—, alcanzará el no morir, o se dará cuen-
780 ta, por lo menos en ese momento, que es trabajo inútil
ser respetuoso con los asuntos del Hades. (Entra en
palacio.)

C oro.
Estrofa.
Eros, invencible en batallas, Eros que te abalanzas
sobre nuestros anim ales40, que estás apostado en las

38 El tipo de cámara sepulcral, supuesto por Sófocles al


hacerle decir a Creonte estas palabras, es el de imas tumbas
artificiales excavadas en las rocas que bordean la llanura tebana.
Este tipo está, tal vez, mejor representado en las tumbas de
piedra descubiertas en Nauplia y en alguna zona del Ática, que
consistían en cámaras dispuestas horizontalmente en la roca a
las que se llegaba por un corredor que puede responder al que
Creonte y sus hombres tienen que atravesar antes de acceder
a la abertura de la tumba (cf. v. 1216).
39 Creonte había anunciado que el que transgrediera la ley
sería lapidado (v. 36). Ahora vemos que ha cambiado la decisión
por la de dejarla morir de inanición, para evitar la violencia
física y hacer que la muerte tuviera el aspecto de algo natural
y no obra de un hombre.
40 He traducido «animales» y no «posesiones», como sería
más común, para dar crédito al comentario de P. Mazon a este
ANTÍGONA 279

delicadas mejillas de las doncellas. Frecuentas los ca- 785


minos del mar y habitas en las agrestes moradas, y na­
die, ni entre los inmortales ni entre los perecederos
hombres, es capaz de rehuirte, y el que te posee está 790
fuera de sí.
Antístrofa.
Tú arrastras las m entes de los justos al camino de
la injusticia para su ruina. Tú has levantado en los
hombres esta disputa entre los de la m ism a sangre.
Es clara la victoria del deseo que emana de los ojos de 795
ta joven desposada 41, del deseo que tiene su puesto en
los fundam entos de tas grandes instituciones. Pues la
divina Afrodita de todo se burla invencible. 800
(Entra Antígona conducida por esclavos.)
También yo ahora me veo impelido a alejarme ya
de las leyes 42 al ver esto, y ya no puedo retener los
torrentes de lágrimas cuando veo que aquí llega Antí­
gona para dirigirse al lecho, que debía ser nupcial, don- sos
de todos duermen.

Estrofa 1 .a
— Vedme, ¡oh ciudadanos de la tierra pa­
A n t íg o n a .
tria!, recorrer el postrer camino y dirigir la última m i­
rada a la claridad del sol. Nunca habrá otra vez. Pues 810

pasaje. Afirma que la palabra ktémata puede designar también


«rebaño», según el lenguaje popular, y que este uso aún se con­
serva en algunas regiones campesinas de la actual Grecia. De ahí
pudo haberlo tomado Sófocles. Así se favorece la antítesis del
comportamiento del amor en las bestias y del amor delicado que
brota entre los humanos ante la belleza del rostro de las don­
cellas.
41 P latón, en Fedro 251 b, describe el amor como el deseo
infundido en el alma por una emanación de la belleza que pro­
cede del ser querido y que se recibe a través de los ojos del
amante. También está recogido en S ófocles, frs. 161, 733 y 430,
y en E squilo, Agamenón 742, y Suplicantes 1004.
42 Las leyes que ha dictado Creonte.
280 TRAGEDIAS

Hades, el que a todos acoge, m e lleva viva a la orilla


• 815 del Aqueronte 43 sin participar del himeneo y sin que
ningún him no m e haya sido cantado delante de la cá­
mara nupcial, sino que con Aqueronte celebraré mis
nupcias.
C orifeo. — Famosa, en verdad, y con alabanza te di­
riges hacia el antro de los muertos, no por estar afee-
no tada de mortal enfermedad, ni por haber obtenido el
salario de las espadas, sino que tú, sola entre los mor­
tales, desciendes al Hades viva y por tu propia voluntad.
Antístrofa 1 .a
A ntígona. — Oí que de la manera más lamentable
825 pereció la extranjera frigia, hija de Tántalo 44, junto a
la cima del Sípilo: la mató un crecimiento de las rocas
a modo de tenaz hiedra. Y a ella, a medida que se va
consumiendo, ni las lluvias ni la nieve la abandonan,
830 según cuentan tos hombres. Y se empapan las mejillas
bajo sus ojos que no dejan de llorar4·5. E l destino m e
adormece de modo m uy sem ejante a ella.
C orifeo. — Pero era una diosa y del linaje de tos
835 dioses, mientras que nosotros somos mortales y de li­
naje mortal. Sin embargo, aun m uriendo es glorioso
oír decir que has alcanzado un destino compartido con
los dioses en vida y, después, en la muerte.
43 Río que han de atravesar las almas de los muertos en el
mundo subterráneo antes de llegar al Hades.
44 Antígona trae a su recuerdo la historia de Niobe (cf. Elec­
tra, nota 10), con la que quiere identificarse: la roca en la que
Níobe fue convertida la compara a su propia tumba en la roca;
las dos están en el esplendor de su vitalidad cuando van al en­
cuentro de su trágico destino. En ello encuentra el Coro un
argumento de consolación, haciéndole concebir la esperanza de
alcanzar fama después de la muerte.
45 Una roca de formas semejantes a las humanas hace que
se utilicen términos de la anatomía del rostro, favorecido por­
que la palabra deirádas significa tanto «laderas», como «me­
jillas».
ANTÍGONA 281

Estrofa 2 .a
A ntígona. — ¡Ay de mí! Me tomas a risa. ¿Por qué,
por los dioses paternos, no m e ultrajas cuando me haya 840
marchado, sino que lo haces en m i presencia? ¡Oh ciu­
dad! ¡Oh varones opulentos de la ciudad! ¡Ah fuentes
Dirceas y bosque sagrado de Tebas, la de los bellos 845
carros! A vosotros os tomo por testigos de cómo, sin
lamentos de los m íos y por qué clase de leyes, me dirijo
hacia un encierro que es un túm ulo excavado de una
imprevista tumba. ¡Ay de mí, desdichada, que no per- eso
tenezco a los mortales ni soy una m ás entre los difun­
tos, que ni estoy con los vivos ni con los muertos!
Coro. — Llegando a las últimas consecuencias de tu
arrojo, has chocado con fuerza contra el elevado altar
de la Justicia, oh hija. Estás vengando alguna prueba 855
paterna.

Antístrofa 2 .a
A ntígona. — Has nombrado las preocupaciones que
me son más dolorosas, el lamento tres veces renovado
por m i padre y por todo nuestro destino de ilustres m
Labdácidas. ¡Ah, infortunios que vienen del lecho ma­
terno y unión incestuosa de m i desventurada madre 865
con m i padre, de la cual, desgraciada de .mi, un día nací
yo! Junto a ellos voy a habitar, maldita, sin casar. ¡Ah,
hermano, qué deágraciadas bodas 46 encontraste, ya que, 870
muerto, m e matas a mí, aún con vida!
Coro. — Ser piadoso es una cierta form a de respeto,
pero de ninguna manera se puede transgredir la auto­
ridad de quien regenta él poder. Y, en tu caso, una pa- 875
sión impulsiva te ha perdido.

46 El matrimonio de Polinices con Argla, hija de Adrasto,


rey de Argos, supuso la alianza con los argivos y, por tanto, la
invasión de Tebas.
282 TRAGEDIAS

Epodo.
— Sin lamentos, sin amigos, sin cantos de
A n t íg o n a .
himeneo soy conducida, desventurada, por la senda dis­
puesta. Ya no m e será permitido, desdichada, contem-
880 piar la visión del sagrado resplandor, y ninguno de los
míos deplora m i destino, un destino no llorado.
(Creonte sale del palacio.)
C r e o n t e . — ¿E s que no sabéis que, si fuera menes­
ter, nadie cesaría de cantar o de gemir ante la muerte?
885 Llevadla cuanto antes y, tras encerrarla en el aboveda­
do túmulo —como yo tengo ordenado—, dejadla sola,
bien para que muera, bien para que quede enterrada
viva en semejante morada. Nosotros estamos sin man-
890 cilla en lo que a esta muchacha se refiere. En verdad
que será privada de residencia a la luz del sol.
A n t í g o n a . — ¡Oh tumba, oh cámara nupcial, oh ha­
bitáculo bajo tierra que me guardará para siempre,
adonde me dirijo al encuentro con los míos, a un gran
número de los cuales, muertos, ha recibido ya Persé-
895 fone! 47. De ellos yo desciendo la última y de la peor
manera con mucho, sin que se haya cumplido mi des­
tino en la vida.
Sin embargo, al irme, alimento grandes esperanzas
de llegar querida para mi padre y querida también para
900 ti, madre, y para ti, hermano, porque, cuando vosotros
estabais muertos, yo con mis manos os lavé y os dis­
puse todo y os ofrecí las libaciones sobre la tumba.
Y ahora, Polinices, por ocultar tu cuerpo, consigo se­
m ejante trato. Pero yo te honré debidamente en opi-
905 nión de los sensatos. Pues nunca, ni aunque hubiera
sido madre de hijos, ni aunque mi esposo muerto se
estuviera corrompiendo, hubiera tomado sobre mí esta
tarea en contra de la voluntad de los ciudadanos.
¿En virtud de qué principio hablo así? Si un esposo

47 Mujer de Hades y, por tanto, diosa de los muertos.


ANTÍGONA 283

se muere, otro podría tener, y un hijo de otro hombre m


si hubiera perdido uno, pero cuando el padre y la ma­
dre están ocultos en el Hades no podría jam ás nacer un
hermano. Y así, según este principio, te he distinguido
yo entre todos con mis honras, que parecieron a Creon­
te una falta y un terrible atrevimiento, oh hermano. 915
/ Y ahora me lleva, tras cogerme en sus manos, sin
/lecho nupcial, sin canto de bodas, sin haber tomado
parte en el matrimonio ni en la crianza de hijos, sino
que, de este modo, abandonada por los amigos, infeliz,
me dirijo viva hacia los sepulcros de los muertos. ¿Qué 920
derecho de los dioses he transgredido? ¿Por qué tengo
yo, desventurada, que dirigir mi mirada ya hacia los
dioses? ¿A quién de los aliados me es posible apelar?
Porque con mi piedad he adquirido fama de impía.
Pues bien, si esto es lo que está bien entre los dioses, 925
después de sufrir, reconoceré que estoy equivocada.
Pero si son éstos los que están errados, ¡que no padez­
can sufrimientos peores que los que ellos me infligen
injustamente a mí!
C orifeo. — Aún dominan su alma las mismas ráfa- 930
gas de idénticos vientos.
C reonte. — Precisamente por eso habrá llanto para
tos que la conducen, a causa de su lentitud.
Corifeo. — ¡Ay! Estas palabras llegan m uy cerca­
nas a la muerte.
C reonte. — No te puedo animar a que confíes en 935
que esto no se va a cumplir para ella.
A ntígona. — ¡Oh ciudad paterna del país de Tebas!
¡Oh dioses creadores de nuestro linaje! Soy arrastrada
y ya no puedo aplazarlo. Mirad vosotros, príncipes de 940
Tebas, a la única que queda de las hijas de los reyes 48,
cómo sufro y a manos de quiénes por guardar el debi­
do respeto a la piedad.

48 Evita hablar de Ismene.


284 TRAGEDIAS

(Sale Antígona de la escena conducida po r los guar­


das. Creonte entra en el palacio.)

Coro 49.
Estrofa 1.a
También Dánae 60 soportó renunciar a la luz del cie-
945 lo a cambio de broncínea prisión y, oculta en la sepul­
cral morada, se vio uncida al yugo. Y, sin embargo, era
también noble por su nacimiento —¡oh hija, hija !—
950 y conservaba el fruto de Zeus nacido de la lluvia. Pero
lo dispuesto por el destino es una terrible fuerza. N i la
felicidad, ni Ares, ni las fortalezas, ni las negras naves
azotadas por el mar podrían rehuirla.
Antístrofa 1.*
955 Fue subyugado también el irascible hijo de Drian-
t e S1, rey de los Edones, por los injuriosos arrebatos de

49 Aporto aquí la interpretación que de este estásimo hace


I. E rrandonea, Sófocles. Investigaciones sobre la estructura dra­
mática de sus siete tragedias y sobre la personalidad de sus
coros, Madrid, 1958, cap. III. Cree que aquí el Coro predice, ve-
ladamente a causa de la presencia de Creonte, lo que va a su­
ceder a toda la familia. A Antígona alude bajo la figura de Dá­
nae, a Creonte y Hemón bajo la de Licurgo y su hijo, y a la
reina Eurídice bajo la de Cleopatra.
50 Dánae es hija de Acrisio, rey de Argos a quien el dios le
había profetizado que el hijo que tuviera Dánae le causarla la
muerte. Asustado ante esta amenaza, mandó construir una cá­
mara subterránea de bronce donde recluyó a su hija. Pese a ello,
Zeus la fecundó descendiendo en forma de lluvia de oro, y ella
dio a luz un hijo, Perseo. Este tema había sido tratado por Só­
focles en dos tragedias tituladas Dánae y Acrisio, y por Eurí­
pides, en su Dánae.
51 Licurgo, rey de los edonios de Tracia, se oponía al culto
de Dioniso en su tierra y fue enloquecido por el dios. En este
estado cometió violentos hechos, entre ellos dar muerte a su
propio hijo confundiéndolo con una vid. Por último, los edonios
lo encerraron prisionero en una gruta en el monte Pangeo por
mandato de un oráculo (A polodoro, III 5, 1). Hay otras versiones
de los hechos. Esquilo trató el tema en su trilogía Licurgia.
ANTÍGONA 285

cólera, por orden de Dioniso encerrado en una pétrea


prisión. Y así se va extinguiendo el furor desatado y te­
rrible de su locura. Y se dio cuenta de que atacaba al 960
dios en su locura con mordaces palabras. Pues preten­
día detener a las m ujeres poseídas por el dios y el fue­
go del evohé 52, y provocaba a las Musas amigas de las 965
flautas.

E strofa 2.a
Junto a las rocas Cianeas, en el doble m a r 53, están
tas costas del Bosforo y el litoral tracio, y Salmideso, m
donde Ares, cercano a la ciudad, vio inferir una abomi­
nable herida que dejó ciegos a los dos hijos de Fineo
a manos de su violenta esposa, herida que quitó la vista
de los ojos, golpeados en las cuencas — que ahora cla­
man venganza — por ensangrentadas manos y con agu- m
jas de lanzadera 5i.

Antístrofa 2.a
Se consumían, infortunados, en infortunada prueba,
y se lamentaban por tener su origen en un desgraciado
casamiento de su madre. Ella por su linaje se remon- 980
taba a los prim itivos E rectidas 55, y fue criada en leja­
nas grutas, en medio de vendavales paternos, la hija 985
de Bóreas, rápida como un corcel al correr por encima

52 Las antorchas que llevaban las bacantes cuando en pro­


cesión proferían los gritos rituales.
53 Las «Rocas sombrías» estaban situadas, según la leyen­
da, a la entrada del Helesponto, marcando la división entre el
mar Negro y el mar de Mármara o Propóntide.
54 Fineo, rey de Salmideso, casó en primeras nupcias con
Cleopatra, hija de Bóreas, de la que tuvo dos hijos. Tras repu­
diarla, Fineo volvió a casarse con Idea o Idótea. Ésta, con sus
intrigas, logró que les fueran arrancados los ojos a los niños.
Este tema lo había tratado ya Sófocles en sus dos Fineos.
56 La madre de Cleopatra, Oritía, era hija de Erecteo, míti­
co fundador de la ciudad de Atenas.
286 TRAGEDIAS

de escarpadas rocas; pero también a ella la atacaron las


Moiras inmortales, oh hija.
(Entra Tiresias, el adivino ciego, guiado por un
niño.)
T i r e s i a s . — Príncipes de Tebas, por un camino co­
mún hemos venido dos que ven por uno solo 56. Pues
990 para los ciegos el camino es posible gracias al guía.
(Sale Creonte.)
C reo n te. — ¿Qué nuevas hay, oh anciano Tiresias?
T ir e s ia s . — Yo te las revelaré y tú obedece al adi­
vino.
C r e o n t e . — Hasta ahora, en verdad, no me he apar­
tado de tu buen juicio.
T i r e s i a s . — Y así has dirigido el timón de esta ciu­
dad por la recta senda.
995 C r e o n t e . — Puedo atestiguar que he experimentado
provecho.
T i r e s i a s . — Sé consciente de que estás yendo en esta
ocasión sobre el filo del destino.
C r e o n t e . — ¿Qué ocurre? ¡Cómo tiemblo ante tus
palabras!
T i r e s i a s . — Lo sabrás si escuchas los indicios de
mi arte. Cuando estaba sentado en el antiguo asiento
íooo destinado a los augures, donde se me ofrece el lugar
de reunión de toda clase de pájaros, escuché un sonido
indescifrable de aves que piaban con una excitación
ininteligible y de mal agüero. Me di cuenta de que unas
a otras se estaban despedazando sangrientamente con
sus garras, pues el alboroto de sus alas era claro,
loos Temeroso, me dispuse al punto a probar con los
sacrificios de fuego sobre altares totalmente ardien­
tes 57. Pero de las ofrendas no salía el resplandor de
56 Alusión al lazarillo, que también encontramos en Edipo
en Colono 33 y 867.
57 El aceite se extendía por todo el altar en torno a las
ofrendas y se prendía en varios puntos. Las ofrendas consistían
ANTÍGONA ,287

Hefesto, sino que la grasa de los muslos, después de


gotear sobre la ceniza, se consumía, se llenaba de humo
y salpicaba. Las bolsas de hiel se esparcían por los 1010
aires, y los muslos se desprendían y quedaban libres
de la grasa que les cubría. De este muchacho aprendí
tales cosas: que no se obtenían presagios de ritos con­
fusos, pues él es para mí guía como yo soy para los
demás.
La ciudad sufre estas cosas a causa de tu decisión. 1015
En efecto, nuestros altares públicos y privados, todos
ellos, están infectados por el pasto obtenido por aves
y perros del desgraciado hijo de Edipo que yace muer­
to. Y, por ello, los dioses no aceptan ya de nosotros
súplicas en los sacrificios, ni fuego consumiendo muslos 1020
de víctimas; y los pájaros no hacen resonar ya sus
cantos favorables por haber devorado grasa de sangre
de un cadáver.
Recapacita, pues, hijo, ya que el equivocarse es co­
mún para todos los hombres, pero, después que ha su- 1025
cedido, no es hombre irreflexivo ni desdichado aquel
que, caído en el mal, pone remedio y no se muestra
inflexible. La obstinación, ciertamente, incurre en in­
sensatez. Así que haz una concesión al muerto y no fus­
tigues a quien nada es ya. ¿Qué prueba de fuerza es 1030
m atar de nuevo al que está muerto? Por tenerte consi­
deración te doy buenos consejos. Muy grato es apren­
der de quien habla con razón, si ha de reportar pro­
vecho.
C r e o n t e . — ¡Oh anciano! Todos, cual arqueros, dis­
paráis vuestras flechas contra mí como contra un blan­
co, y no estoy libre de intrigas para vosotros ni por
parte de la mántica. Desde hace tiempo soy vendido 1035

en los huesos de las reses, especialmente los muslos, con algo


de came adherida a ellos y recubiertos de grasa.
288 TRAGEDIAS

y tratado como una m ercancía po r la casta de éstos ss.


Lucraos, comprad el ám bar de Sardes, si queréis, y el
oro de India, que no pondréis en la sepultura a aquél,
ni aunque, apoderándose de él, quisieran llevárselo
como pasto las águilas de Zeus junto al trono del dios.
1040 Ni en ese caso, por tem or a esta impureza, yo perm itiré
que enterréis a aquél. Sé muy bien que ningún m ortal
1045 tiene fuerza para contam inar a los dioses. Pero, ¡oh
anciano Tiresias!, los hom bres m ás hábiles caen en ver­
gonzosas caídas, cuando por una ganancia intentan em­
bellecer, con sus palabras, vergonzosas razones.
T i r e s i a s . — ¡Ay! ¿Acaso sabe alguien, ha conside­
rado. .. ?
C r e o n t e . — ¿Qué cosa? ¿A qué te refieres tan co­
m ún para todos?
loso T i r e s i a s . — ...q u e la m ejor de las posesiones es la
prudencia?
C r e o n t e . — Tanto como, en mi opinión, el no razo­
n ar es el mayor perjuicio.
T iresia s. — Tú, no obstante, estás lleno de este mal.
C r e o n t e . — No quiero contestar con m alas palabras
al adivino.
T i r e s i a s . — Pues lo estás haciendo, si dices que yo
vaticino en falso.
1055 C r e o n t e . — Toda la raza de los adivinos está ape­
gada al dinero.
T i r e s i a s . — Y la de los tiranos lo está a la codicia.
C r e o n t e . — ¿Es que no sabes que te estás refirien­
do a los que son tus jefes?
T i r e s i a s . — Lo sé. Por m í has salvado a esta ciudad.
C r e o n t e . — Tú eres un sabio adivino, pero amas la
injusticia.

58 Por la casta de los adivinos, a los que Creonte supone


que han sobornado los tebanos para asustarle.
ANTÍGONA 289

T iresia s. — Me impulsarás a decir lo que no debe 1060


salir de m i pecho.
Creonte. — Sácalo, sólo en el caso de que no hables
por dinero.
T iresia s. — ¿Ésa es la impresión que te doy, cuan­
do sólo procuro por ti?
C reonte. — Entérate de que no com praréis mi vo­
luntad.
T iresia s. — Y tú, por tu parte, entérate también de
que no se llevarán ya a térm ino muchos rápidos giros ioós
solares antes de que tú mismo seas quien haya ofreci­
do, en compensación por los m uertos 59, a uno nacido
de tus entrañas a cambio de haber lanzado a los infier­
nos a uno de los vivos, habiendo albergado indecorosa­
m ente a un alma viva en la tum ba, y de retener aquí,
privado de los honores, insepulto y sacrilego, a un muer- 1070
to que pertenece a los dioses infernales. Estos actos
ni a ti te conciernen ni a los dioses de arriba, a los que
estás forzando con ello.
Por ello, las destructoras y vengadoras Erinias del 1075
Hades y de los dioses te acecharán para prenderte en
estos mismos infortunios. Considera si hablo soborna­
do. Pues se harán manifiestos, sin que pase m ucho tiem- loso
po, lamentos de hom bres y m ujeres en tu casa. Están
unidas contra ti en una alianza de enem istad todas las
ciudades cuyos cadáveres despedazados encontraron
enterram iento en perros o fieras, o en cualquier alado
pajarraco que transporte el hedor im puro por los alta­
res de la ciudad.
Tales son las certeras flechas que —pues me ofen­
des— he disparado contra ti como un arquero airado, loss
y tú no podrás escapar a su ardor (Al esclavo.) Mucha­
cho, condúceme hacia casa, para que éste descargue su

59 De Antígona y de Polinices.
290 TRAGEDIAS

c ó le r a c o n tr a lo s m á s j ó v e n e s y a d v ie r ta q u e h a y q u e
1090 m a n t e n e r l a l e n g u a m á s c a l l a d a y , e n s u p e c h o , u n p e n ­
s a m ie n to m e jo r q u e lo s q u e a h o r a a r r a str a .
C o r i f e o . — El adivino se va, rey, tras predecirnos
terribles cosas. Y sabemos, desde que yo tengo cubier­
tos éstos mis cabellos, antes negros, de blanco, que él
nunca anunció una falsedad a la ciudad.
1095 C r e o n t e . — También yo lo sé y estoy turbado en mi
ánimo. Es terrible ceder, pero herir mi alma con una
desgracia por oponerme es terrible también.
C o r i f e o . — Necesario es ser prudente, hijo de Me-
neceo.
C r e o n t e . — ¿Qué debo hacer? Dime. Yo te obede­
ceré.
uoo C o r i f e o . — Ve y saca a la m uchacha de la m orada
subterránea. Y eleva un túm ulo para el que yace
m uerto.
C r e o n t e . — ¿Me aconsejas así y crees que debo con­
cederlo?
C o r i f e o . — Y cuanto antes, señor. Pues los daños
que m andan los dioses alcanzan pronto a los insensatos,
nos C r e o n t e . — ¡Ay de mí! ¡Con trabajo desisto de mi
orden, pero no se debe luchar en vano contra el des­
tino!
C o r i f e o . — Ve ahora a hacerlo y no lo encomiendes
a otros.
C r e o n t e . — Así, tal como estoy, m e m archaré. Ea, ea,
servidores, los que estáis y los ausentes, coged en las
mo manos hachas y lanzaos hacia aquel lugar que está a la
v is ta eo. Mientras que yo, ya que he cambiado mi deci­
sión a ese respecto, igual que la encarcelé, del mismo
modo estaré presente para liberarla. Temo que lo me-

6o Creonte señala, al hablar, hacia la parte donde yacía el


cuerpo de Polinices, no lejos de la cueva donde ha sido recluida
Antígona.
ANTÍGONA 291

jor sea cum plir las leyes establecidas por los dioses
m ientras dure la vida.
C oro.
E strofa 1.a
¡Oh dios, el de las numerosas advocaciones, gloria 1115
de la joven desposada cadmea 61 e hijo de Zeus el que
emite sordos truenos, tú que proteges la ilustre Italia 62
y reinas en los valles frecuentados de la eleusina Deo 63, 1120
¡oh Baco!, que habitas Tebas, ciudad madre 64 de las
Bacantes situada al borde de las fluidas aguas del Is­
meno y sobre la semilla del fiero dragón 65. 1125
Antístrofa 2.a
La llama humeante que brilla cual relámpago te ha
visto sobre la doble cima de la roca ee, donde se dirigen
las ninfas Coricias, tus Bacantes. Te han visto también 1130
las aguas de Castalia 67. A ti, los ribazos cubiertos de
hiedra de los m ontes Niseos 68 y la verde costa de abun­
dantes viñedos te envían, mientras resuenan divinos
cantos con el grito del evohé, a inspeccionar las calles 1135
tebanas.

61 La joven desposada es Sémele, hija de Cadmo y madre


de Baco, que murió fulminada por el rayo de Zeus cuando éste,
a petición de la joven, se le presentó dotado de sus atributos.
Éste fue el resultado de la estratagema de Hera, que quería ven­
garse de Sémele.
62 La Magna Grecia.
63 Deo es otro nombre de Deméter.
64 Se la llama así por ser la ciudad de Sémele y la primera
ciudad donde se estableció el culto a Dioniso, que venía de Tra-
cia. Desde Tebas pasó a Delfos, donde se asoció al culto de
Apolo.
65 Véase nota 9.
66 El Parnaso. En las laderas del Helicón moraban las Mu­
sas, y en las mismas laderas, cerca de la gruta Coricia y la
fuente Castalia, danzaban las Bacantes.
67 Fuente sagrada en Delfos.
68 Véase Áyax, nota 70.
292 TRAGEDIAS

Estrofa 2 .a
Tebas, a la que honras por encima de todas las ciu­
dades, junto con tu madre, la destruida por el rayo.
1140 Y ahora, cuando la ciudad entera está sum ida en vio­
lento mal, ven con paso expiatorio por encima de la
1145 pendiente del Parnaso o del resonante estrechoe9.
Antístrofa 2 .a
¡Ah, tú que organizas los coros de los astros que
exhalan fuego, guardián de las voces nocturnas, hijo
liso retoño de Zeus, hazte visible, oh señor, a la vez que tus
servidoras las Tiíades70, que, transportadas, te festejan
con danzas toda la noche, a ti, Yaco 71, el administra­
dor de bienes!
(Llega un mensajero.)
U55 M e n s a j e r o . — Vecinos del palacio de Cadmo y de
Anfión72, no existe vida humana que, por estable, yo
pudiera aprobar ni censurar. Pues la fortuna, sin cesar,
tanto levanta al que es infortunado como precipita al
U 60 afortunado, y ningún adivino existe de las cosas que
están dispuestas para los mortales. Creonte, en efecto,
fue envidiable en un momento, según mi criterio, por­
que había liberado de sus enemigos a esta tierra cad­
mea y había adquirido la absoluta soberanía del país.
Lo gobernaba mostrándose feliz con la noble descen­
dencia de sus hijos.
1165 Ahora todo ha desaparecido. Pues, cuando los hom­
bres renuncian a sus satisfacciones, no tengo esto por

69 Estrecho de Euripo, al E., entre Eubea y Beocia.


70 Las Ménades o «mujeres posesas» son las bacantes que
siguen a Dioniso. Personifican los espíritus orgiásticos de la na­
turaleza.
71 Yaco, dios que preside la procesión de los misterios de
Eleusis, compañero de Deméter y Core. Aquí el nombre de Yaco
parece referirse al propio Baco como un epíteto.
72 Anfión, junto con su hermano Zeto, reyes de Tebas, cons­
truyeron las murallas de la ciudad.
ANTÍGONA 293

vida: antes bien lo considero un cadáver que alienta.


Hazte muy rico en tu casa, si quieres, y vive con el
boato de un rey, que, si de ello está ausente el gozo, U70
no le com praría yo a este hom bre todo lo demás por
la som bra del humo, en lugar de la alegría.
C orifeo. — ¿Con qué nueva desgracia de los reyes
nos llegas?
M ensajero. — Han m uerto, y los que están vivos son
culpables de la m uerte.
Corifeo. — Y, ¿quién es el que ha m atado? ¿Quién
el que está m uerto? Habla.
M ensajero. — Hemón ha m uerto. Su propia sangre 1175
le ha matado.
C orifeo. — ¿Acaso a manos de su padre o de las su­
yas propias?
M ensajero. — Él en persona, por sí mismo, como
reproche a su padre por el asesinato.
Corifeo. — ¡Oh adivino! ¡Cuán exactamente has
acertado en tu profecía!
M ensajero. — Ya que están así las cosas, queda to­
m ar una decisión sobre lo demás.
Corifeo. — Veo a Eurídice, la infortunada esposa uso
de Creonte. Sale de palacio, porque ha oído hablar de
su hijo o bien por azar.
Eurídice. — ¡Oh ciudadanos todos! He oído vues­
tras palabras cuando me dirigía hacia la puerta para lies
llegarme a invocar a la diosa Palas con plegarias. En el
momento en que estaba soltando los cerrojos de la
puerta, al tiempo que la abría hacia mí, me llega a los
oídos el rum or de una desgracia que me afecta. Presa
de tem or, me caigo de espaldas en brazos de las criadas
y me desvanezco. Pero, sea cual sea la noticia, decidla 1190
de nuevo. Pues la escucharé como quien está avezado
a las desgracias.
M ensajero. — Yo, querida dueña, por estar presente
294 TRAGEDIAS

hablaré y no omitiré nada que sea verdad. Pues, ¿por


qué iba yo a mitigarte cosas por las que más adelante
1195 quedaríamos como mentirosos? La verdad prevalece
siempre. Yo acompañé en calidad de guía a tu esposo
hasta lo alto de la llanura, donde yacía aún destrozado
por los perros, sin obtener compasión, el cuerpo de
Polinices.
Después de suplicar a la diosa protectora del cami-
1200 no 73 y a Plutón que contuvieran su cólera y resultaran
benévolos, y tras lavarle con agua purificada, entre
todos quemamos con ramas recién cortadas lo que ha­
bía quedado de él y levantamos un elevado túmulo de
tierra materna. A continuación nos introducimos en la
1205 pétrea gruta, cámara nupcial de Hades para la mucha­
cha. Alguien oye desde lejos un sonido de agudos pla­
ñidos en tomo al tálamo privado de ritos funerarios, y,
acercándose, lo hace notar al rey Creonte. Éste, al apro­
xim arse más aún, escucha también confusos gemidos de
1210 un funesto clamor y, entre lamentos, lanza estas desga­
rradoras palabras: «¡Ay, infortunado de mí! ¿Soy aca­
so un adivino? ¿Estoy recorriendo tal vez el más desdi­
chado camino de los que he recorrido? La voz de mi
1215 hijo me recibe. Ea, criados, llegaos más cerca rápida­
mente y, una vez que os coloquéis junto a la tumba,
mirad, introduciéndoos en el mismo orificio por la aber­
tura producida al apartar la piedra del túmulo, si estoy
escuchando la voz de Hemón o si estoy engañado por
los dioses».
Miramos, según nos lo ordenaba nuestro abatido
1220 dueño, y vimos a la joven en el extremo de la tumba
colgada por el cuello, suspendida con un lazo hecho del
hilo de su velo, y a él, adherido a ella, rodeándola por

73 Hécate, diosa de los caminos que preside la magia y los


hechizos. Recibe culto en las encrucijadas, y tenía muchas es­
tatuas dedicadas a ella en los campos.
ANTÍGONA 295

la cintura en un abrazo, lamentándose por la pérdida 1225


de su prometida muerta por las decisiones de su padre,
y sus amargas bodas.
Creonte, cuando le vio, lanzando un espantoso ge­
mido, avanza al interior a su lado y le llama prorrum ­
piendo en sollozos: «Oh desdichado, ¿qué has hecho?
¿Qué resolución has tomado? ¿En qué clase de desas­
tre has sucumbido? Sal, hijo, te lo pido en actitud su- 1230
plicante». Pero el hijo, m irándole con fieros ojos, le
escupió en el rostro y, sin contestarle, tira de su espada
de doble filo. No alcanzó a su padre, que había dado un
salto hacia delante para esquivarlo. Seguidamente, el
infortunado, enfurecido consigo mismo como estaba, 1235
echó los brazos hacia adelante y hundió en su costado
la m itad de su espada. Aún con conocimiento, estrecha
a la m uchacha en un lánguido abrazo y, respirando con
esfuerzo, derram a un brusco reguero de gotas de san­
gre sobre su pálida faz. Yacen así, un cadáver sobre 1240
otro, después de haber obtenido sus ritos nupciales en
la casa de Hades y después de m ostrar que entre los
hom bres la irreflexión es, con mucho, el mayor de los
males humanos.
(Eurídice entra en palacio sin pronunciar palabra.)
Corifeo. — ¿Qué podrías conjeturar ante esto? La
reina se ha ido de nuevo sin decir una palabra buena 1245
o m a la 74.
M ensajero. — Yo tam bién estoy atónito. Pero ali­
m ento esperanzas de que, enterada de las penas del
hijo, no considere apropiados los lamentos ante la ciu­
dad, sino que, bajo el techo, dentro de la casa, impon­
drá a sus criadas un duelo íntimo para llorarle. Pues 1250
no está privada de juicio como para com eter una falta.

74 El Coro hace notar el misterioso silencio con que se re­


tira la reina, lo que no presagia nada bueno. La misma aprecia­
ción hace en Edipo Rey 1075, y en Traquinias 813.
296 TRAGEDIAS

C orifeo. — No lo sé. A m í me parece que son funes­


tos, tanto el demasiado silencio como el exceso de vano
griterío.
M ensajero. — Vamos a saberlo entrando en palacio,
no sea que esté ocultando algo reprim ido en secreto
1255 en su corazón irritado. Tienes razón, tam bién existe
motivo de pesadum bre en el mucho silencio.
(Entra en palacio y se cierra la puerta.)
C orifeo. — Aquí llega Creonte en persona, llevando
en sus brazos la señal clara, si es lícito decirlo, de la
1260 desgracia, no por mano ajena, sino por su propia falta.

Estrofa 1.a
C reonte. — ¡Ah, porfiados yerros causantes de muer­
te, de razones que son sinrazones! ¡Ah, vosotros que
veis a quienes han matado y a los m uertos del mismo
1265 linaje! ¡Ay de m is malhadadas resoluciones! ¡Ah hijo,
joven, m uerto en la juventud! ¡Ay, ay, has muerto, te
has marchado por m is extravíos, no por los tuyos!
1270 C orifeo. — ¡Ay, demasiado tarde pareces haber co­
nocido el castigo!
Creonte. — ¡Ay de mí! Ya lo he aprendido, ¡infortu­
nado! Un dios entonces, sí, entonces, me golpeó en la
cabeza con gran fuerza y me m etió por caminos de
1275 crueldad, ¡ay!, destruyendo m i pisoteada alegría. ¡Ay,
ay, ah, penosas penas de los mortales!
(Sale un mensajero de palacio.)
M ensajero. — ¡Oh amo, cuántas desgracias posees y
estás adquiriendo, unas llevándolas ahí en tus manos,
1280 las otras parece que, tras llegar, pronto las verás en
palacio!
Creonte. — ¿Qué? ¿Existe, pues, aún algo peor que
m is desgracias?
M ensajero. — Tu m ujer ha m uerto, la abnegada ma-
ANTÍGONA 297

dre 75 de este cadáver, ¡infeliz!, por golpes recién infli­


gidos.
Antístrofa 1.a
Creonte. — ¡Ah, puerto del Hades nunca purificado!
¿Por qué a m í precisamente, por qué me aniquilas? 1285
¡Oh tú que me causas dolores con estas malas noticias!
¿Qué palabras dices? ¡Ah, ah! Nueva m uerte has dado
a un hombre que ya estaba muerto. ¿Qué dices, oh hijo?
¿Qué novedad me cuentas? ¡Ay, ay! ¿La m uerte a cu- 1290
chillo de m i m ujer m e acecha para m i ruina?
(Se abre la puerta de palacio y se muestra el cuerpo
de Eurídice.)
Corifeo. — Te es posible verlo, pues no está ya
oculto.
Creonte. — ¡Ay, ésa es la segunda desgracia que con- 1295
templo, desdichado! ¿Cuál es, cuál es el destino que a
partir de ahora me aguarda? Acabo de sostener en mis
manos, desventurado, a m i hijo, y ya contemplo ante
m í otro cadáver. ¡Ay, infortunada madre! ¡Ay, hijo! 1300
M ensajero. — Ella, herida por afilado instrum ento
al pie del altar, relaja sus párpados en la oscuridad,
no sin lam entar antes el vacío lecho de Megareo 7β, que
m urió primero, y, después, el de éste, y, por último,
deseándote desgracias a ti, asesino de sus hijos. 1305

75 El griego aplica a Eurídice el epíteto pammétor, literal­


mente: «plenamente madre», destacándolo sobre el de gyné, «es­
posa», que le ha asignado primero.
76 Megareo, nombre que parece referirse al que Eurípides
llama Meneceo, el otro hijo de Creonte y Eurídice, sacrificado
antes del combate para obtener la victoria de Tebas ante el ase­
dio de los argivos. Véase E u r í p i d e s , Fenicias 930-1018. En la ver­
sión de E s q u i l o (Siete contra Tebas 474), Megareo es un guerrero
tebano, hijo de Creonte, que guarda una de las puertas. Según
P. Mazon, no hay razón para identificar a Megareo, aunque ig­
noremos los hechos gloriosos que le dieron fama, con Meneceo.
298 TRAGEDIAS

Estrofa 2.a
C reonte. — ¡Ay, ay, estoy fuera de m í por el terror!
¿Por qué no me hiere alguien de frente con espada de
1310 doble filo? ¡Infortunado de mí, ah! Estoy sum ido en
una desgraciada aflicción.
M ensajero. — Como si tuvieras la culpa de esta
m uerte y de la de aquél eras acusado po r la que está
m uerta.
Creonte. — Y, ¿de qué m anera se dio sangriento fin?
1315 M ensajero. — Hiriéndose bajo el hígado a sí misma
por propia mano, cuando se enteró del padecimiento
digno de agudos lamentos de su hijo.

Estrofa 3.a
C reonte. — ¡Ay de mí! Esto, que de m i falta procede,
1320 nunca recaerá sobre otro mortal. ¡Yo solo, desgraciado,
yo te he matado, yo, cierto es lo que digo! Ea, esclavos,
1325 sacadme cuanto antes, llevadme lejos, a m í que no soy
nadie.
Corifeo. — Provechosos son tus consejos, si es que
algún provecho hay en las desgracias. Los males que se
tienen delante son m ejores cuanto más breves.

Antístrofa 2.a
C reonte. — ¡Que llegue, que llegue, que se haga vi­
sible la que sea la más grata para m í de las muertes,
1330 trayendo el día final, el postrero! ¡Que llegue, que lle­
gue, y yo no vea ya otra luz del día!
Corifeo. — Eso pertenece al futuro. Es preciso ocu-
1335 paraos de lo que nos queda por hacer. De eso se ocu­
parán aquellos de quienes sea m enester.
Creonte. — Pero lo que yo deseo lo he suplicado con
esas palabras.
Corifeo. — No supliques ahora nada. Cuando la des­
gracia está m arcada por el destino, no existe liberación
posible para los mortales.
ANTÍGONA 299

Antístrofa 3.a
Creonte. — Quitad de en medio a este hombre equi­
vocado que, ¡oh hijo!, a ti, sin que fuera ésa m i v o lu n - 1340
tad, dio muerte, y a ti, a la que está aquí. ¡Ah, desdi­
chado! No sé a cuál de los dos puedo mirar, a qué lado
inclinarme. Se ha perdido todo lo que en m is manos 1345
tenía, y, de otro lado, sobre m i cabeza se ha echado un
sino difícil de soportar.
C orifeo. — La cordura es con m ucho el prim er paso
\de la felicidad. No hay que cometer impiedades en las 1350
relaciones con los dioses. Las palabras arrogantes de
los que se jactan en exceso, tras devolverles en pago
grandes golpes, les enseñan en la vejez la cordura.
EDIPO REY
INTRODUCCIÓN

ESTRUCTURA DEL DRAMA

P rólogo (1-150). Edipo aparece, en toda su majestad —conside­


rado como el primero de los hombres—, ante el pueblo
tebano azotado por la peste. Creonte trae la solución de
Delfos: buscar al asesino de Layo y expulsarlo. Edipo pro­
mete hacerlo.
PArodo (151-215). C o n sta d e tr e s p a re s d e e s tro fa s . E l C oro, e n
su s la m e n to s , d e sc rib e la p e s te q u e le a n g u s tia e in v o c a
a los d io ses e n s u ay u d a.
E p is o d io 1.° (216-462). Edipo lanza públicamente una maldición
contra el desconocido asesino de Layo. Por indicación de
Creonte envía a buscar al adivino Tiresias que rehúye
hablar, para, finalmente, aguijoneado por las amenazas
de Edipo, acusar al propio rey de ser el asesino que es­
tán buscando y anunciarle terribles hechos acerca de su
propia persona. Edipo le acusa de estar sobornado por
Creonte.
E s t á s im o 1° (463-512). Abarca dos pares de estrofas. El Coro
vaticina que el asesino desconocido está ya condenado a
muerte. En las dos últimas estrofas se niega a aceptar
la acusación no probada que sobre su rey ha lanzado el
adivino.
E p i s o d i o 2," (513-862). Creonte se presenta para defenderse de la

grave acusación de querer conspirar contra Edipo; pero


éste no acepta sus razones y discuten fuertemente por la
304 TRAGEDIAS

obstinada actitud de Edipo. Yocasta interviene para apa­


ciguarlos. Creonte sale (v. 645). Edipo cuenta a la reina
que le han acusado a él de ser el asesino de Layo. Ella lo
tranquiliza respecto a los vaticinios de los adivinos con­
tándole que, según éstos. Layo debia ser matado por su
propio hijo y que, sin embargo, la criatura pereció y Layo
fue asesinado, al cabo del tiempo, por unos ladrones en el
cruce de caminos. La mención del lugar despierta una pri­
mera señal de alarma en Edipo, que le hace preguntas a
Yocasta sobre el hecho.
Todo parece confirmar que el autor fue en verdad él.
Edipo cuenta su propia historia hasta llegar al punto del
cruce de caminos. La única esperanza que le queda es que
el servidor de Layo que escapó a la muerte habló de va­
rios bandidos y Edipo iba solo. Manda llamar al anciano
protagonista para interrogarle.
E s t á s i m o 2.° (863-910). Comprende dos estrofas y sus correspon­

dientes antístrofas. En ellas, el Coro expresa su repulsa


contra la arrogancia que ha mostrado Edipo en sus pala­
bras a Creonte. En la segunda estrofa, lo hace contra la
impiedad de Yocasta, que desconfía de los oráculos.
E p is o d io 3.° (911-1085). Un mensajero de Corinto anuncia que
Pólibo ha muerto y que, por tanto, Edipo va a ser procla­
mado rey de esa ciudad. Yocasta y Edipo se alegran de
la noticia que parece confirmar la inefectividad de los
oráculos. Edipo expresa en alta voz su temor por la otra
predicción del oráculo, la que anunciaba su unión con su
madre. El mensajero cree tranquilizarle, diciéndole que
Mérope no es su madre y que él mismo lo recibió a él
de un pastor en el monte Citerón con los tobillos atra­
vesados. Yocasta implora que no siga adelante; pero Edi­
po, que cree que no quiere verse rebajada por el humilde
origen que puede descubrirse para él, no le hace caso.
Con una exclamación de desesperación abandona Yocasta
la escena.
E stásimo 3.° (1086-1109). E n u n b re v ís im o c o ro q u e c o n s ta só lo
d e u n a e s tro fa y u n a a n tís tr o f a , e l C oro v a tic in a , e n to n o
EDIPO REY 305

festivo, el origen tebano de Edipo y su probable linaje


divino.
E p i s o d i o 4.° (1110-1185). El pastor tebano es reconocido por el
Coro y por el mensajero corintio. Muy poco a poco va
diciendo toda la verdad: de quién lo recibió y de quién
era hijo. Edipo, con un grito de angustia, se precipita
dentro.
E s t á s im o 4.“ (1186-1222). Está compuesto de dos pares de estro­
fas y, en él, el Coro lamenta el actual destino de Edipo,
caído desde lo más encumbrado.
É x o d o (1223-1530). Un mensajero proveniente del palacio anuncia
que Yocasta se ha quitado la vida y que Edipo, ante este
espectáculo, se ha sacado los ojos. Aparece el infortunado
Edipo que inicia un diálogo lírico con el Corifeo. Con apa­
sionado tono, suplica al Coro que le destierren del país o
le maten. Aparece Creonte para llevarle a palacio. Edipo
obtiene de él la promesa de que cuidará de sus hijas.
Éstas son traídas ante su padre, que se despide de ellas
como si fuera la última vez que las ve.

NOTA BIBLIOGRAFICA

R. C. J ebb, Oedipus Tyrannus, Cambridge, 1885.


— The tragedies of Sophocles, Cambridge, 1904.
A. C. P e a r s o n , Sophoclis Fabulae, Oxford, 1924.
A. D a i n y P. M a z o n , Sophocle, II: Ajax, Oedipe Roi, Elèctre,
París, 1958.
F. R o d r í g u e z A d r a d o s , Sófocles. Edipo Rey, Madrid, 1959.
J . C. K a m e r b e e k , Oedipus Tyrannus, Leiden, 1967.

L. G i l , Sófocles. Antígona, Edipo Rey, Electra, Madrid, 1969.


M. B e n a v e n t e , Sófocles. Tragedias, Madrid, 1970.
J. P a l i í , Sófocles. Teatro Completo, Barcelona, 1973.
J . M . L u c a s , Sófocles. Áyax, Las Traquinias, Antígona, Edipo
Rey, M a d r i d , 1977.
306 TRAGEDIAS

NOTA SOBRE LA EDICIÓN

Señalamos los pasajes en los que no se ha seguido el


texto de A. C. Pearson.

PASAJE TEXTO DE PEARSON TEXTO ADOPTADO

107 tivoc τινάς


161 Εϋκλεα εΰκλέα
198 τέλει τελεΐν
276 είλες έλαβες
293 δέ δρω ντ’ δ ’ ίδόντ’
378 του σοΟ
425 δ σ ’ έξ ιώσεις & σ ’ έξιώσει
478 πετραΐος ό ταύρος πέτρας ώς ταύρος
493 βασάνφ (-πείραν εχων) βασανίζων
685 προνοουμένφ προπονουμένας
696 εί γένοιο εί δόναι γενοΟ
741 εΐρπε είχε
808 δχοος όχ ου
876 άκρότατα γείσ’ άναβάσ’ άκροτάταν είσα να βδσ’ (&-
κρον)
894 ερξεται . . . άμύνων εΰξεται . .. άμύνειν
971 προδόντα παρόντα
1280 ές Suoîv . . . κάρα έκ δοοίν . . . κάτα
1526 δστις δν τΙς
I

ARGUMENTO DE ARISTÓFANES EL GRAMÁTICO


SOBRE EDIPO R E Y

Habiendo Edipo abandonado Corinto al ser insultado


por todos como hijo bastardo y extranjero, acudió a
conocer los oráculos píticos, buscando su propio origen
y el de su familia. Tras encontrarse en una estrecha en­
crucijada a Layo, el infortunado mató involuntariamente
a su padre. Y habiendo resuelto el mortífero canto de
la terrible Esfinge, mancilló el lecho de su desconocida
madre. La peste y una larga epidemia se apoderaron de
Tebas. Enviado Creonte al santuario délfico para infor­
marse de un remedio del mal, escuchó, de la divina voz
profética, que había que vengar el crimen de Layo. Por
ello, dándose cuenta el desdichado Edipo de que había
sido él mismo, con sus manos destruyó las niñas de sus
ojos, y Yocasta, su madre, murió estrangulada.

II

POR QUÉ ADEMAS SE TITULA TIRANO *

Está escrito Edipo tirano a alguna distancia del otro.


Acertadamente todos lo titulan tirano como sobresalien­

* Tfrannos, es decir, «rey».


308 TRAGEDIAS

te entre toda la obra de Sófocles, aunque fue derrotada


por Filocleón, según nos cuenta Dicearco, Hay quienes
la titulan Primero, no tirano, debido a las fechas de los
catálogos y a los hechos. En efecto, vagabundo y ciego
llega a Atenas Edipo el de en Colono. Alguna connota­
ción especial advirtieron los poetas, de después de Ho­
mero, cuando llaman «tiranos» a los reyes anteriores a
la Guerra de Troya después que fue dado este nombre
a los griegos en tiempos de Arquíloco, como dice Hipias
el sofista (fr. 9 D). Homero, por lo menos (Od. X V III 85)
llama rey y no tirano a Equeto, el más inicuo de todos:
«Hacia el rey Equeto, funesto para los mortales.»
Y dicen que empezó a utilizarse el nombre de tirano des­
de los Tirrenos, pues éstos fueron molestos por su pira­
tería. Es evidente que el nombre de tirano es bastante
reciente, porque ni Homero ni Hesíodo ni ningún otro
de los antiguos utilizan el nombre de tirano en sus poe­
mas. Y Aristóteles, en la Constitución de los Cimeos
(fr. 524), dice que los tiranos anteriormente se llamaban
príncipes, pues aquel nombre es más respetable.

III

DE OTRA MANERA

El Edipo Rey se titula así para diferenciarlo del en


Colono. El punto principal de la obra es el conocimiento
de las desgracias particulares de Edipo, la mutilación de
sus ojos y la muerte por estrangulamiento de Yocasta.

ORÁCULO DADO a LAYO EL TEBANO

«Layo, hijo de Lábdaco, suplicas una próspera des­


cendencia de hijos. Te daré el hijo que deseas. Pero está
EDIPO REY 309

decretado que dejes la vida a manos de tu hijo. Así lo


consintió Zeus Crónida, accediendo a las funestas maldi­
ciones de Pélope cuyo hijo querido raptaste. Él imprecó
contra ti todas estas cosas.»

EL ENIGMA DE LA ESFINGE

«Existe sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo,


que tiene sólo una voz, y es también trípode. Es el único
que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por
tierra, por el aire o en el mar. Pero, cuando anda apoya­
do en más pies, entonces la movilidad en sus miembros
es mucho más débil.»

SOLUCIÓN DEL ENIGMA

«Escucha, aun cuando no quieras, musa de mal agüe­


ro de los muertos, mi voz, que es el fin de tu locura. Te
has referido al hombre, que, cuando se arrastra por tie­
rra, al principio, nace dél vientre de la madre como in­
defenso cuadrúpedo y, al ser viejo, apoya su bastón
como un tercer pie, cargando el cuello doblado por la
vejez.»
PERSONAJES

E d ip o .
S acerdote.
Creonte.
Coro de ancianos tebanos.
T ir e s ia s .
Y o c a sta .

M ensajero.
S e r v id o r de Layo.
Otro M e n s a j e r o .
(Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de
ancianos y de jóvenes están sentados en las gradas del
altar, en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El
sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el palacio. Edi­
po sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo
en silencio. Después les dirige la palabra.)
E d i p o . — ¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo
Cadmo M ¿Por qué estáis en actitud sedente ante mí,
coronados con ramos de suplicantes2? La ciudad está
llena de incienso, a la vez que de cantos de súplica y de 5
gemidos, y yo, porque considero justo no enterarme por
otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado
Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que
eres por tu condición a quien corresponde hablar, dime 10

1 F u n d a dor m ítico de la ciu d a d de T ebas. Es h ijo de A gen or


y h erm an o de E u ropa. V in o de T iro en com pa ñ ía de sus her­
m an os en b u sca de E u ropa, em p resa q u e p ro n to abandon aron .
El o rá cu lo de D elfos le ord en ó fu n d a r u na ciu d a d en el lugar
d on d e una vaca a la que deb ía seguir cayera exhausta, resul­
ta n d o de ahí la lo ca liza ción de Tebas. C adm o d io m uerte a un
d ra g ón q u e cu idaba de la Fuente de Ares, p róx im a a Tebas,
y p o r co n s e jo de Atenea sem b ró los dien tes de la bestia. E n se­
guida b ro ta ro n del suelo h om b res a rm a d os, de lo s que sob rev i­
v ieron s ó lo cin co , p rim itivos habitantes de Tebas.
2 L os q u e acu dían en a ctitu d de sú p lica llevaban en la m an o,
c o m o señal, u nos ra m os de o liv o o la u rel atados co n h ilos de
lana. L os deja b an so b re el altar, de d o n d e los retiraban cu an ­
d o la p e tició n era satisfecha. T rad u zco literalm en te «coron a d os»
a clarando q u e este térm in o es s ó lo m eta fórico, según se ded uce
de lo dich o.
312 TRAGEDIAS

en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estéis así


ante mí? ¿El temor, o el ruego? Piensa que yo querría
ayudaros en todo. Sería insensible, si no me compade­
ciera ante semejante actitud.
15 S a c e r d o t e . — ¡O h Edipo, que reinas en mi país! Ves
de qué edad somos los que nos sentamos cerca de tus
altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros,
torpes por la vejez, somos sacerdotes — yo lo soy de
Zeus— , y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El res-
20 to del pueblo con sus ramos permanece sentado en las
plazas3 en actitud de súplica, junto a los dos templos
de Palas4 y junto a lá ceniza profética de Ism eno5.
La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya de­
masiado agitada y no es capaz todavía de levantar la
cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida.
25 Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los
rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos
de las mujeres. Además, la divinidad que produce la pes­
te, precipitándose, aflije la ciudad. ¡Odiosa epidemia6,
bajo cuyos efectos está desploblada lá morada Cadmea,
30 mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y
lamentos! Ni yo ni estos jóvenes estamos sentados como

3 E ra corrien te q u e las ciu dades tesalias tu vieran dos pla­


zas, a una d e las cuales n o se a dm itían sin o ciu dadan os libres.
Tebas estaba dividida en d os partes, la ciu d a d alta al O. y la
ciu d a d b a ja , en cada u na d e las cuales h ab ía una plaza.
4 Uno de los tem plos estaba d ed ica d o a Palas Onca, y es .
cita d o p o r Pausanias. E l o tr o , a Atenea C adm ea o Atenea Ism e­
nia, n o cita d os p o r él, p ero sí p o r los escoliastas.
5 Ism en o n o es el dios fluvial del m ism o n om b re, sin o el
sem id iós teban o, h ijo de A p olo, q u e tenía d ed ica d o en la ciu d a d
u n altar en el q u e se p ractica b a la pirom a n cia .
6 Es p o s ib le q u e S ó fo cle s tuviera p resen te la p este q u e a soló
a Atenas al p rin cip io de la Guerra del P elop on eso. E l a d jetivo
a p licad o a la divinidad y tra d u cid o p o r : «q u e p r o d u c e la peste»,
sign ifica, literalm ente: «q u e lleva fu e g o a b ra sad or», h aciendo,
tal vez, a lusión a la fieb re, u n o de los sín tom as d e la peste.
EDIPO REY 313

suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí el


primero de los hombres en los sucesos de la vida y en
las intervenciones de los dioses. Tú que, al llegar, libe- 35
raste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos
a la cruel cantora7 y, además, sin haber visto nada más
ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda
de un dios, se dice y se cree que enderezaste nuestra
vida.
Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te 40
imploramos todos los que estamos aquí como suplican­
tes que nos consigas alguná ayuda, bien sea tras oír el
mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal.
Pues veo que son efectivos, sobre todo, los hechos lle­
vados a cabo por los consejos de los que tienen expe- 45
rienda. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza la
ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora
te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que
de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivi- so
mos, primero, en la prosperidad, pero caímos después;
antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable
augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Sénos tam­
bién igual en esta ocasión. Pues, si vas a gobernar esta
tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en 55
ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave
privadas de hombres que las pueblen.
E d ip o . — ¡Oh hijos dignos de lástima! Venís a hablar­
me porque anheláis algo conocido y no ignorado por mí.
Sé bien que todos estáis sufriendo y, al sufrir, no hay 60
ninguno de vosotros que padezca tanto como yo. En
efecto, vuestro dolor llega sólo a cada uno en sí mismo

7 La E sfin ge enviada p o r H era con tra Tebas para castigar


el crim en de Layo de am ar al h ijo de Pélope. E l m on stru o se
co b ra b a m uchas víctim as. C uando E d ip o su p o resp on d er al enig­
m a q u e p rop on ía , el m on stru o, d esp ech a do, se m a tó a rrojá n ­
dose desd e la roca . Se la llam a «ca n tora », p orq u e sus enigm as
estaban en verso.
314 TRAGEDIAS

y a ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al


65 tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De modo que
no me despertáis de un sueño en el que estuviera sumi­
do, sino que estad seguros de que muchas lágrimas he
derramado yo y muchos caminos he recorrido en el cur­
so de mis pensamientos. El único remedio que he encon­
trado, después de reflexionar a fondo, es el que he to-
70 mado: envié a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio
cuñado, a la morada Pítica de Febo8, a fin de que se en­
terara de lo que tengo que hacer o decir para proteger
esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en compara­
ción con el tiempo pasado, me inquieta qué estará ha-
75 ciendo, pues, contra lo que es razonable, lleva ausente
más tiempo del fijado. Sería yo malvado si, cuando lle­
gue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste.
S a c e r d o t e . — Con oportunidad has hablado. Precisa­
mente éstos me están indicando por señas que Creonte
se acerca.
so E d i p o . — ¡Oh soberano Apolo! ¡Ojalá viniera con
suerte liberadora, del mismo modo que viene con rostro
radiante!
S a c e r d o t e . — Por lo que se puede adivinar, viene
complacido. En otro caso no vendría así, con la cabeza
coronada de frondosas ramas de laurel9.
85 E d i p o . — Pronto lo sabremos, pues ya está lo sufien-
temente cerca para que nos escuche. ¡Oh príncipe, mi
pariente, hijo de Meneceo! ¿Con qué respuesta del orácu­
lo nos llegas?
(Entra Creonte en escena.)
C r e o n t e . — Con una buena. Afirmo que incluso las
aflicciones, si llegan felizmente a término, todas pueden
resultar bien.

8 A D elfos, el santuario m ás fa m o s o d e G recia.


9 E l laurel era el á rb ol sagrado de A p o lo y c o n sus ram as
se co ro n a b a a los m en sa jeros p orta d ores de gratas nuevas.
EDIPO REY 315

E d i p o . — ¿Cuál es la respuesta? Por lo que acabas de


decir, no estoy ni tranquilo ni tampoco preocupado. %
C r e o n t e . — Si deseas oírlo estando éstos aquí cerca,
estoy dispuesto a hablar y también, si lo deseas, a ir
dentro.
E d i p o . — Habla ante todos, ya que por ellos sufro
una aflicción mayor, incluso, que por mi propia vida.
C r e o n t e . — Diré las palabras que escuché de parte 95
del dios. El soberano Febo nos ordenó, claramente, arro­
jar de la región una mancilla que existe en esta tierra y
no mantenerla para que llegue a ser irremediable.
E d i p o . — ¿Con qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza
de la desgracia?
C r e o n t e . — Con el destierro o liberando un antiguo 100
asesinato con otro, puesto que esta sangre es la que está
sacudiendo la ciudad.
E d i p o . — ¿De qué hombre denuncia9bis tal desdicha?
C r e o n t e . — Teníamos nosotros, señor, en otro tiempo
a Layo como soberano de esta tierra, antes de que tú
rigieras rectamente esta ciudad.
E d i p o . — Lo sé por haberlo oído, pero nunca lo vi. 105
C r e o n t e . — Él murió y ahora nos prescribe clara­
mente que tomemos venganza de los culpables con vio­
lencia.
E d i p o . — ¿ E n q u é p a ís p u e d e n e s t a r ? ¿ D ó n d e p o d r á
e n c o n tr a r s e la h u e lla d e u n a a n tig u a c u lp a , d ifíc il d e in ­
v e s tig a r ?
C r e o n t e . — Afirmó que en esta tierra. Lo que es bus- 110
cado puede ser cogido, pero se escapa lo que pasamos
por alto.
E d ip o . — ¿Se encontró Layo con esta muerte en casa,
o en él campo, o en algún otro país?
C r e o n t e . — Tras haber marchado, según dijo, a con-

9 bis F ebo. Es la tercera p erson a qu e aparece en tod o este


con texto.
316 TRAGEDIAS

lis s u lta r al o r á c u lo , y u n a v e z fu e r a , y a n o v o lv ió m á s a
c a sa .
E d i p o . — ¿ Y ningún mensajero ni compañero de viaje
lo vio, de quien, informándose, pudiera sacarse alguna
ventaja?
C r e o n t e . — Murieron, excepto uno, que huyó despa­
vorido y sólo una cosa pudo decir con seguridad de lo
que vio.
120 E d ip o . — ¿Cuál? Porque una sola podría proporcio­
narnos el conocimiento de muchas, si consiguiéramos
un pequeño principio de esperanza.
C r e o n t e . — Decía que unos ladrones con los que se
tropezaron le dieron muerte, no con el rigor de una sola
mano, sino de muchas.
E d i p o . — ¿Cómo habría llegado el ladrón a semejante
125 audacia, si no se hubiera proyectado desde aquí con di­
nero?
C r e o n t e . — Eso era lo que se creía. Pero, después que
murió Layo, nadie surgía como su vengador en medio
de las desgracias.
E d i p o . — ¿ Q u é tip o d e d e sg r a c ia s e p r e s e n tó q u e im ­
p e d ía , c a íd a así la s o b e ra n ía , a v e r ig u a r lo ? '
130 C r e o n t e . — La Esfinge, de enigmáticos cantos, nos
determinaba a atender a lo que nos estaba saliendo al
paso, dejando de lado lo que no teníamos a la vista.
E d i p o . — Y o lo v o lv e r é a sa c a r a la lu z d e s d e el p r in ­
c ip io , y a q u e F e b o , m e r e c id a m e n te , y tú , d e m a n e r a dig-
135 n a , p u s is te is ta l s o lic itu d en fa v o r d e l m u e r t o ; d e m a n e r a
q u e v e r é is ta m b ié n e n m í, c o n r a z ó n , a u n a lia d o p a r a
v e n g a r a e s ta tie r r a al m i s m o t ie m p o q u e a l d io s. P u es
n o p a r a d e fe n s a d e le ja n o s a m ig o s sin o d e m í m is m o
a le ja r é y o e n p e r s o n a e sta m a n c h a . E l q u e fu e r a el a se­
s in o d e a q u é l ta l v ez t a m b ié n d e m í p o d r ía q u e r e r v en -
140 g a r s e c o n v io le n c ia se m e ja n te . A s í, p u e s , a u x ilia n d o a
a q u é l m e a y u d o a m í m is m o .
EDIPO REY 317

Vosotros, hijos, levantaos de las gradas lo más pron­


to que podáis y recoged estos ramos de suplicantes. Que
otro congregue aquí ai pueblo de Cadmo sabiendo que yo 145
voy a disponerlo todo. Y con la ayuda de la divinidad
apareceré triunfante o fracasado.
(Entran Edipo y Creonte en el palacio.)
S a c e r d o t e . — Hijos, levantémonos. Pues con vistas a
lo que él nos promete hemos venido aquí. ¡Ojalá que
Febo, el que ha enviado estos oráculos, llegue como sal- iso
vador y ponga fin a la epidemia! (Salen de la escena y,
seguidamente, entra en ella el Coro de ancianos tebanos.)

Coro.
Estrofa 1 *
¡Oh dulce oráculo de Zeus w! ¿Con qué espíritu has
llegado desde Pito, la rica en oro a la ilustre Tebas? Mi
ánimo está tenso por el miedo, temblando de espanto,
¡oh dios, a quien se le dirigen agudos gritos, Delios, sana­
dor ll! Por ti estoy lleno de temor. ¿Qué obligación de 155
nuevo me vas a imponer, bien inmediatamente o des­
pués del transcurrir de los años13? Dintelo, ¡oh hija de la
áurea Esperanza, palabra inmortal!

Antístrofa 1 “
Te invoco la primera, hija de Zeus, inmortal Atenea, y

10 Zeus habla p o r b o ca de su h ijo A p olo.


11 Alusión a lo s in m en sos tesoros d ep osita d os en D elfos
co m o ofren d a s al dios. D esde H om ero se co n o ce a D elfos c o m o
Pito ( = P $ th o ), don d e A p o lo v en ció al d ragón indígena Pitón.
12 A p o lo es design ado c o n m u ch os epítetos en la tragedia.
E l de D elio viene del lugar de su n acim ien to, la isla de D élos.
P erson ifica n d o el a d je tiv o se le in voca c o m o Peán, aunque ta m ­
b ién m ás adelante (v. 186) se llam a p eá n al ca n to dirigido al
dios pa ra im p lo ra r la salud. O tros ep ítetos son F eb o, L oxias,
F lechador, etc.
13 Se pregunta el C oro si la actual epid em ia es el castigo de
una recien te im p ied a d o , c o m o efectivam en te lo será, de una
antigua.
318 TRAGEDIAS

160 a tu hermana, Ártemis, protectora del país, que se asien­


ta en glorioso trono en el centro del ágora u, y a Apolo
el que flecha a distancia. ¡Ay! Haceos visibles para mí,
los tres, como preservadores de la muerte.
165 Si ya anteriormente, en socorro de una desgracia su­
frida por la ciudad, conseguisteis arrojar del lugar el
ardor de la plaga, presentaos también ahora.

Estrofa 2.a
¡Ay de mí! Soporto dolores sin cuento. Todo mi pue-
170 blo está enfermo y no existe el arma de la reflexión con
la que uno se pueda defender. Ni crecen los frutos de la
noble tierra ni las mujeres tienen que soportar quejum-
175 brosos esfuerzos en sus partos. Y uno tras otro, cüal rá­
pido pájaro, puedes ver que se precipitan, con más
fuerza que el fuego irresistible, hacia la costa del dios de
las som bras15.

Antístrofa 2 .“
180 La población perece en número incontable. Sus hijos,
abandonados, yacen en el suelo, portadores de muerte,
sin obtener ninguna compasión. Entretanto, esposas y,
también, canosas madres gimen por doquier en las gra­
ns das de los templos, en actitud de suplicantes, a causa de
sus tristes desgracias. Resuena el peán y se oye, al mis­
mo tiempo, un sonido de lamentos. En auxilio de estos
males, ¡oh áurea hija de Zeus!, envía tu ayuda, de agra­
ciado rostro.

14 L iteralm ente «circu la r»; n o p o r q u erer sign ificar q u e el


á gora era d e esta fo rm a , sino p o r q u e la estatua d e la diosa o c u ­
p a b a el p u esto cen tral de la m ism a s o b re u n ped estal d e fo rm a
circu la r o bien (se pu ed e pen sa r c o n P. M azon) p o r q u e h ubiera
un thólos d ed ica d o a Á rtem is.
15 H ades es el d ios del rein o d e las som bras,- situ ado al
O ccidente, según una antigua tra d ición m ítica.
EDIPO REY 319

Estrofa 3.“
Concede que el terrible Ares, que ahora sin la pro- 190
tección de los escudos16 me abrasa saliéndome al en­
cuentro a grandes gritos, se dé la vuelta en su carrera,
lejos de los confines de la patria, bien hacia el inmenso
lecho de Anfitrita17, bien hacia la inhóspita agitación de 195
los puertos tracios. Pues si la noche deja algo pendiente,
a terminarlo después llega el día. A ése, ¡oh tú, que re- 200
partes las fuerzas de los abrasadores relámpagos, oh
Zeus padre!, destrúyelo bajo tu rayo.

Antístrofa 3.a
Soberano Liceo 1S, quisiera que tus flechas invencibles
que parten de cuerdas trenzadas en oro se distribuyeran, 205
colocadas delante, como protectoras y, también, las an­
torchas llameantes de Ártemis con las que corre por los
montes de Licia. Invoco al de la mitra de oro, el que da 210
nombre a esta región19, a Baco, el de rojizo color, al del
evohé, compañero de las ménades, ¡que se acerque res­
plandeciente con refulgente antorcha contra el dios odio- 215
so entre los dioses!
(Sale Edipo y se dirige al Coro.)
— Suplicas. Y de lo que suplicas podrías ob­
E d ip o .
tener remedio y alivio en tus desgracias, si quisieras

1* Ares, divinidad guerrera od ia d a p o r los m orta les y p o r los


m ism os dioses, suele rep resen tar la m u erte violen ta en el c o m ­
bate. A quí n o es el ca so —y lo destaca el poeta— , sino que
represen ta la epidem ia que ta m b ién trae la m uerte.
17 E l m ar. A n fitrita es una nereida de la q u e se en am oró
P oséid on y a la que h izo su esposa.
18 E píteto frecuen tem ente a plicad o a A p olo y de d ifícil in­
terpretación etim ológica. Las tres palabras griegas c o n las que
p od ría relacion arse son : tykos « lo b o », Lykía «L icia» y lykë «luz».
19 Tebas es co n o cid a c o m o la «tierra de B a co» (cf. Traqui-
nias 510) p o r ser éste h ijo de S ém ele y ésta, a su vez, de C adm o.
El « r o jiz o co lo r » es el del v in o, del q u e era dios. S ob re las
m énades, véase n ota 70 d e Antigona.
320 TRAGEDIAS

acoger mis palabras cuando las oigas y prestar servicio


220 en esta enfermedad. Y yo diré lo que sigue, como quien
no tiene nada que ver con este relato ni con este hecho.
Porque yo mismo no podría seguir por mucho tiempo la
pista sin tener ni un rastro. Pero, como ahora he venido
a ser un ciudadano entre ciudadanos, os diré a todos vos-
225 otros, cadmeos, lo siguiente: aquel de vosotros que sepa
por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le
ordeno que me lo revele todo y, si siente temor, que
aleje la acusación que pesa contra sí mismo, ya que nin­
guna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país.
230 Si alguien, a su vez, conoce que el autor es otro de otra
tierra, que no calle. Yo le concederé la recompensa a la
que se añadirá mi gratitud. Si, por el contrario, calláis
y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata
235 de rechazar esta orden, lo que haré con ellos debéis es­
cucharme. Prohíbo que en este país, del que yo poseo el
poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este
hombre, quienquiera que sea, y que se haga partícipe
240 con él en súplicas o sacrificios a los dioses y que le per­
mita las abluciones. Mando que todos le expulsen, sa­
biendo que es una impureza para nosotros, según me lo
acaba de revelar el oráculo pítico del dios. Ésta es la
245 clase de alianza que yo tengo para con la divinidad y
para el muerto. Y pido solemnemente que, el que a es­
condidas lo ha hecho, sea en solitario, sea en compañía
de otros, desventurado, consuma su miserable vida de
250 mala manera. E impreco para que, si llega a estar en mi
propio palacio y yo tengo conocimiento de ello, padezca
yo lo que acabo de desear para éstos20.
Y a vosotros os encargo que cumpláis todas estas
cosas por mí mismo, por el dios y por este país tan con­
sumido en medio de esterilidad y desamparo de los dio-

20 L os asesinos, o el crim in a l y sus p osib les cóm p lices.


EDIPO REY 321

ses. Pues, aunque la acción que llevamos a cabo no hu- 255


biese sido promovida por un dios, no sería natural que
vosotros la dejarais sin expiación, sino que debíais hacer
averiguaciones por haber perecido un hombre excelente
y, a la vez, rey.
Ahora, cuando yo soy e'1 que me encuentro con el
poder que antes tuvo aquél, en posesión del lecho y de la 260
mujer fecundada, igualmente, por los dos, y hubiéramos
tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su
descendencia no se hubiera malogrado — pero la adver­
sidad se lanzo contra su cabeza— 20bis, por todo esto yo,
como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos 265
los medios tratando de capturar al autor del asesinato
para provecho del hijo de Lábdaco, descendiente de Poli-
doro y de su antepasado Cadmo, y del antiguo Agenor21.
Y pido, para los que no hagan esto, que los dioses no les 270
hagan brotar ni cosecha alguna de la tierra ni hijos de
las mujeres, sino que perezcan a causa de la desgracia
en que se encuentran y aún peor que ésta. Y a vosotros,
los demás Cadmeos, a quienes esto os parezca bien, que
la Justicia como aliada y todos los demás dioses os 275
asistan con buenos consejos.
C o r i f e o . — Tal como me has cogido inmerso en tu
maldición, te hablaré, oh rey. Yo ni le maté ni puedo
señalar a quien lo hizo. En esta búsqueda, era propio del
que nos la ha enviado, de Febo, decir quién lo ha hecho.
E d i p o . — Con razón hablas. Pero ningún hombre po- 280
dría obligar a los dioses a algo que no quieran.
C o r i f e o . — En segundo lugar, después de eso, te
podría decir lo que yo creo.

20 bis E n este p a sa je se p r o d u c e u n a n a colu to q u e refleja el


texto griego utilizado c o n la presen cia d e l signo m enos.
21 E num era la genealogía d e la fam ilia real de Tebas. A gen or
es el fu n d a d o r de la dinastía, rey de S id ó n y T iro, y padre d e
E u ropa y C adm o. (V éase n ota 1.)
322 TRAGEDIAS

E d ip o . — También, si hay un tercer lugar, no dejes


de decirlo.
C o r o . — Sé que, más que ningún otro, el noble Ti-
285 resias ve lo mismo que el soberano Febo, y de él se po­
dría tener un conocimiento muy exacto, si se le inqui­
riera, señor.
E d ip o . — No lo he echado en descuido sin llevarlo a
la práctica; pues, ál decírmelo Creonte, he enviado dos
mensajeros. Me extraña que no esté presente desde hace
rato.
290 C o r i f e o . — Entonces los demás rumores son inefica­
ces y pasados.
E d ip o . — ¿Cuáles son? Pues atiendo a toda clase de
rumor.
C o r ife o . — Se dijo que murió a manos de unos ca­
minantes.
E d ip o . — También yo lo oí. Pero nadie conoce al que
lo vio.
— Si tiene un poco de miedo, no aguardará
C o r ife o .
295 después de oír tus maldiciones.
E d i p o . — E l q u e n o tie n e t e m o r a n te lo s h e c h o s ta m ­
p o c o tie n e m ie d o a la p a la b r a .
(Entra Tiresias con los enviados por Edipo. Un niño
le acompaña.)
C o r i f e o . — Pero ahí está el que lo dejará al descu­
bierto. Éstos traen ya aquí ál sagrado adivino, al único
de los mortales en quien la verdad es innata.
300 E d ip o . — ¡Oh Tiresias, que todo lo manejas, lo que
debe ser enseñado y lo que es secreto, los asuntos del
cielo y los terrenales! Aunque no ves, comprendes, sin
embargo, de qué mal es víctima nuestra ciudad. A ti te
reconocemos como único defensor y salvador de ella,
305 señor. Porque Febo, si es que no lo has oído a los men­
sajeros, contestó a nuestros embajadores que la única
liberación de esta plaga nos llegaría si, después de ave-
EDIPO REY 323

riguarlo correctamente, dábamos muerte a los asesinos


de Layo o les hacíamos salir desterrados del país. Tú, sin 310
rehusar ni el sonido de las aves ni ningún otro medio de
adivinación n, sálvate a ti mismo y a la ciudad y sálvame
a mí, y líbranos de toda impureza originada por el muer­
to. Estamos en tus manos. Que un hombre preste servi­
cio con los medios de que dispone y es capaz, es la más 3is
bella de las tareas.
T i r e s i a s . — ¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividen­
cia cuando no aprovecha al que la tiene! Yo lo sabía
bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera
venido aquí.
E d i p o . — ¿Qué pasa? ¡Qué abatido te has presen­
tado!
T i r e s i a s . — Déjame ir a casa. Más fácilmente sopor- 320
taremos tú lo tuyo y yo lo mío si me haces caso.
E d i p o . — No hablas con justicia ni con benevolencia
para la ciudad que te alimentó, si le privas de tu augu­
rio.
T i r e s i a s . — Porque veo que tus palabras no son opor­
tunas para ti. ¡No vaya a ser que a mí me pase lo m is - 325
mo... !
(Hace ademán de retirarse.)
E d i p o . — No te des la vuelta, ¡por los dioses!, si sa­
bes algo, ya que te lo pedimos todos los que estamos
aquí como suplicantes.
T i r e s i a s . — Todos han perdido el juicio. Yo nunca
revelaré mis desgracias, por no decir las tuyas.
E d i p o . — ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, sino 330
que piensas traicionamos y destruir a la ciudad?
T i r e s i a s . — Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a
ti. ¿Por qué me interrogas inútilmente? No te enterarás
por mí.

22 O tro m ed io de a divinación n os lo en con tra m os en An­


tigona 1005, don d e el m ism o Tiresias exp lica el del fuego.
324 TRAGEDIAS

E d ip o . — ¡Oh el más malvado de los malvados, pues


335 t ú llegarías a irritar, incluso, a una roca! ¿No hablarás
de una vez, sino que te vas a mostrar así de duro e in­
flexible?
T i r e s i a s . — Me has reprochado mi obstinación, y no
ves la que igualmente hay en tí, y me censuras.
E d ip o . — ¿Quién no se irritaría al oír razones de esta
3i40 clase con las que tú estás perjudicando a nuestra ciu­
dad?
T i r e s i a s . — Llegarán por sí mismas, aunque yo las
proteja con el silencio.
E d ip o . — Pues bien, debes manifestarme incluso lo
que está por llegar.
T i r e s i a s . — No puedo hablar más. Ante esto, si quie­
res irrítate de la manera más violenta.
345 E d ip o . — Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de
decir, según estoy de encolerizado. Has de saber que me
parece que tú has ayudado a maquinar el crimen y lo has
llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con
tus manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este
acto hubiera sido obra de ti solo.
350 T i r e s i a s . — ¿De verdad? Y yo te insto a que perma­
nezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que
no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día
355 de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta
tierra.
E d ip o . — ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseve­
ración? ¿De qué manera crees poderte escapar a ella?
T i r e s i a s . — Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad
como fuerza.
E d ip o . — ¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde
luego, de tu arte no procede.
T i r e s i a s . — Por ti, porque me impulsaste a hablar en
contra de mi voluntad.
EDIPO REY 325

E d ip o . — ¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que lo


aprenda mejor. 360
T i r e s i a s . — ¿No has escuchado antes? ¿O es que tra­
tas de que hable?
E d ip o . — No como para decir que me es comprensi­
ble. Dilo de nuevo.
T i r e s i a s . — Afirmo que tú eres el asesino del hombre
acerca del cual están investigando.
E d ip o . — No dirás impunemente dos veces estos in­
sultos.
T i r e s i a s . — En ese caso, ¿digo también otras cosas
para que te irrites aún más?
E d ip o . — Di cuanto gustes, que en vano será dicho. 365
T i r e s i a s . — Afirmo que tú has estado conviviendo
muy vergonzosamente, sin advertirlo, con los que te son
más queridos y que no te das cuenta en qué punto de
desgracia estás.
E d ip o . — ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir di­
ciendo alegremente esto?
T i r e s i a s . — Sí, si es que existe alguna fuerza en la
verdad.
E d ip o . — E x is te , sa lv o p a r a ti. Tú n o la tie n e s, y a q u e 370
está s c ieg o d e lo s o íd o s , d e la m e n t e y d e la v ista.
T i r e s i a s . — Eres digno de lástima por echarme en
cara cosas que a ti no habrá nadie que no te reproche
pronto.
E d i p o . — Vives en una noche continua, de manera
que ni a mí, ni a ninguno que vea la luz, podrías perju- 375
dicar nunca.
T i r e s i a s . — No quiere el destino que tú caigas por mi
causa, pues para ello se basta Apolo, a quien importa
llevarlo a cabo.
E d ip o . — ¿Esta invención es de Creonte o tuya?
T ir e s ia s . — Creonte no es ningún dolor para ti, sino
tú mismo.
326 TRAGEDIAS

380 E d i p o . — ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a


cualquier otro saber en una vida llena de encontrados
intereses! ¡Cuánta envidia acecha en vosotros, si, a causa
de este mando que la ciudad me confió como un don
385 — sin que yo lo pidiera— , Creonte, el que era leal, el ami­
go desde el principio, desea expulsarme deslizándose a
escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, ma-
quinador y charlatán engañoso, que sólo ve en las ganan-
390 cias y es ciego en su arte! Porque, ¡ea!, dime, ¿en qué
fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste
alguna palabra que liberara a estos ciudadanos cuando
estaba aquí la perra cantora23? Y, ciertamente, el enig­
ma no era propio de que lo discurriera cualquier per­
sona que se presentara, sino que requería arte adivina-
395 toria que tú no mostraste tener, ni procedente de las
aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo,
Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consi­
guiéndolo por mi habilidad, y no por haberlo aprendido
de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar, creyen­
do do que estarás más cerca del trono de Creonte. Me pa­
rece que tú y el que ha urdido esto tendréis que lograr
la purificación entre lamentos. Y si no te hubieses hecho
valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufri­
mientos qué tipo de sabiduría tienes.
C o r i f e o . — Nos parece adivinar que las palabras de
405 éste y las tuyas, Edipo, han sido dichas a impulsos de
la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas,
sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la
mejor manera.
T i r e s i a s . — Aunque seas el rey, se me debe dar la
misma oportunidad de replicarte, al menos con palabras
410 semejantes. También yo tengo derecho a ello, ya que no

23 Se refiere a la E sfin ge n o p o r q u e tuviera fo rm a d e perra,


sino p o r su m isión de «guardiana» d el cu m p lim ien to de los
design ios de H era.
EDIPO REY 327

vivo sometido a ti sino a Loxias24, de modo que no podré


ser inscrito como seguidor de Creonte, jefe de un parti­
do. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego,
te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de
desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes
transcurre tu vida. ¿Acaso conoces de quiénes descien- 415
des? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto
para los de allí abajo como para los que están en la tie­
rra, y la maldición que por dos lados te golpea, de tu ma­
dre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún
día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente, en­
tonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refu- 420
gio de tus gritos!, ¡qué Citerón25 no los recogerá cuando
te des perfecta cuenta del infausto matrimonio en el que
tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir
una feliz navegación26! Y no adviertes la cantidad de 425
otros males que te igualarán a tus hijos. Después de esto,
ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal
será aniquilado nunca de peor forma que tú.
E d i p o . — ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése?
¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de 430
esta casa, volviendo por donde has venido?
T ir e s ia s . — No hubiera venido yo, si tú no me hubie­
ras llamado.
E d ip o . — No sabía que ibas a decir necedades. En tal
caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio.

24 E l epíteto de A p o lo «L oxia s» está con ecta d o c o n el a d je ­


tivo loxós «o b licu o », y h ace a lusión a las am biguas respuestas
del orá cu lo .
25 C iterón es el n o m b re d el m on te e n que fu e abandon ado
E dipo. A quí, en una clara figu ra estilística, está em pleado c o m o
el n o m b re gen érico de «m on te».
26 L os térm in os griegos em p lea dos e n esta fra se están to ­
m a d os, una vez m ás, del voca b u la rio d e la m arina, tan co n o cid o
y u sa d o p o r el p u e b lo ateniense.
328 TRAGEDIAS

435 T i r e s i a s . — Yo soy tal cual te parezco, necio, pero


para los padres que te engendraron era juicioso.
E d i p o . — ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio
el ser?
T ir e s ia s .— Este día te engendrará y te destruirá.
E d ip o . — ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices
todo!
440 T i r e s i a s . — ¿Acaso no eres tú el más hábil por na­
turaleza para interpretarlo?27.
E d i p o . — Échame en cara, precisamente, aquello en
lo que me encuentras grande.
T ir e s ia s . — Esa fortuna, sin embargo, te hizo pere­
cer.
E d ip o . — Pero si salvo a esta ciudad, no me pre­
ocupa.
T ir e s ia s . — En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme.
445 E d ip o . — Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres
un molesto obstáculo; y, una vez fuera, puede ser que
no atormentes más.
T i r e s i a s . — Me voy, porque ya he dicho aquello para
lo que vine, no porque tema tu rostro. Nunca me podrás
450 perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, bus­
cas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato
de Layo está aquí. Se dice que es extranjero establecido
aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su
linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando
455 antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará
a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será
manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de
sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que
460 nació y de la misma raza, así como asesino de su padre.

27 A lu de a la a ctu a ción d e E d ip o d escifra n d o el en igm a de


la E sfinge.
EDIPO REY 329

Entra y reflexiona sobre esto. Y si me coges en mentira,


di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio.
(Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio.)

C oro.
Estrofa 1 .*
¿Quién es aquel al que la prof ética roca délfica nom­
bró como el que ha llevado a cabo, con sangrientas ma­
nos, acciones indecibles entre las indecibles? Es el mo­
mento para que él, en la huida, fuerce un paso más
poderoso que el de caballos rápidos como el viento, pues
contra él se precipita, armado con fuego y relámpagos,
el hijo de Zeus. Y, junto a él, siguen terribles las infali­
bles diosas de la Muerte M.

Antístrofa 1 “
N o hace mucho resonó claramente, desde el nevado
Parnaso29, la voz que anuncia que, por doquier, se siga
el rastro al hombre desconocido. Va de un lado a o tr o 30
bajo el agreste bosque y por cuevas y grutas, cual un
toro que vive solitario, desgraciado, de desgraciado an­
dar, rehuyendo los oráculos procedentes del centro de la
tierra31. Pero éstos, siempre vivos, revolotean alrededor.

Estrofa 2 .a
De terrible manera, ciertamente, de terrible manera
me perturba el sabio adivino, ya lo crea, ya lo niegue.
¿Qué diré? Lo ignoro. Estoy traído y llevado por las es­

28 Perífrasis c o n la qu e h e tra d u cid o el n o m b re griego Ké-


res, espíritus vengadores, de h o rrib le a sp ecto, qu e ejecutan el
destino de m uerte. E n E sq u ilo se con fu n d en c o n las M oiras o
tam bién co n las Erinias.
29 E l santuario de D elfos está en la ladera de u n m on te que
perten ece a la m ism a caden a m on ta ñ osa d on d e se eleva el m on te
Parnaso.
30 E l C oro d escribe al asesino tal c o m o él lo im agina, exi­
lia d o y fugitivo.
31 D elfos era con sid e ra d o el ómphalos u o m b lig o del m u n do.
330 TRAGEDIAS

peranzas, sin ver ni el presente ni lo que hay detrás. Yo


nunca he sabido, ni antes ni ahora, qué motivo de dispu-
490 ta había entre los Labdácidas y el hijo de Pólibo32, que,
495 por haberlo probado, me haga ir contra la pública fama
de Edipo, como vengador para los Labdácidas de muer­
tes no claras.

Antístrofa 2 .a
Por una parte, cierto es que Zeus y Apolo son saga­
ces y conocedores de los asuntos de los mortales, pero
500 que un adivino entre los hombres obtenga mayor éxito
que yo, no es un juicio verdadero. Un hombre podría
505 contraponer sabiduría a sabiduría. Y yo nunca, hasta ver
que la profecía se cumpliera, haría patentes los repro­
ches. Porque, un día, llegó contra él, visible, la alada
510 doncella33 y quedó claro, en la prueba, que era sabio y
amigo para la ciudad. Por ello, en mi corazón nunca será
culpable de maldadM.
(Entra Creonte.)
C r e o n t e . — Ciudadanos, habiéndome enterado de que
515 el rey Edipo me acusa con terribles palabras, me presen­
to sin poder soportarlo. Pues si en los males presentes
cree haber sufrido de mi parte con palabras o con obras
algo que le lleve a un perjuicio, no tengo deseo de una
vida que dure mucho tiempo con esta fama. El daño que
520 me reporta esta acusación no es sin importancia, sino

32 P ólib o , rey de C orin to, re cib ió al p eq u eñ o E d ip o y lo crió


c o m o a u n h ijo . Para el C oro, es el p a d re v erd a d ero de E d ip o.
33 N ueva alusión a la E sfinge, esta vez c o m o un m on stru o
fem en in o co n ro s tro de m u jer, p ech o, patas y co la d e león , y
alas c o m o las de u n ave de rapiña. E vitan llam arla p o r su n om ­
b re y recu rren a to d o s lo s atribu tos.
34 E l p red o m in io del v a lor de la ra zón en la Atenas de S ó­
fo cle s se m anifiesta en las dudas que expresa el C oro entre la
con fia n za en su p r o p io ju ic io a cerca de la person a de E d ip o y
la creen cia religiosa en el augurio del adivino.
EDIPO REY 331

gravísimo, si es que voy a ser llamado malvado en la


ciudad, y malvado ante ti y ante los amigos.
C o r i f e o . — Tal vez haya llegado a este ultraje forza­
do por la cólera, más que intencionadamente.
C r e o n t e . — ¿Fue declarado por éste abiertamente 525
que, persuadido por mis consejeros, el adivino decía pa­
labras falaces?
C o r i f e o . — Eso dijo, pero no sé con qué intención.
C r e o n t e . — ¿ Y , c o n la m ir a d a y la m e n te re c ta s , la n ­
z ó e s ta a c u s a c ió n c o n tr a m í?
C o r i f e o . — No sé, pues no conozco lo que hacen los 530
que tienen el poder. Pero él, en persona, sale ya del pa­
lacio.
(Entra Edipo en escena.)
E d ip o . — ¡Tú, ése! ¿Cómo has venido aquí? ¿Eres,
acaso, persona de tanta osadía que has llegado a mi casa,
a pesar de que es evidente que tú eres el asesino de este
hombre y un usurpador manifiesto de mi soberanía? 535
¡Ea, dime, por los dioses! ¿Te decidiste a actuar así por
haber visto en mí alguna cobardía o locura? ¿O pensa­
bas que no descubriría que tu acción se deslizaba con
engaño, o que no me defendería al averiguarlo? ¿No es 540
tu intento una locura: buscar con ahínco la soberanía
sin el apoyo del pueblo y de los amigos, cuando se ob­
tiene con la ayuda de aquél y de las riquezas?
C r e o n t e . — ¿Sabes lo que vas a hacer? Opuestas
a tus palabras, escúchame palabras semejantes y, des­
pués de conocerlas, juzga tú mismo.
E d i p o . — Tú eres diestro en el hablar y yo soy torpe 545
para comprenderte, porque he descubierto que eres hos­
til y molesto para mí.
C r e o n t e . — En lo que a esto se refiere, óyeme pri­
mero cómo lo voy a contar.
E d i p o . — En lo que a esto se refiere, no me digas que
no eres un malvado.
332 TRAGEDIAS

550 C r e o n t e . — Si crees que la presunción separada de la


inteligencia es un bien, no razonas bien.
E d i p o . — Si crees que perjudicando a un pariente no
sufrirás la pena, no razonas correctamente.
C r e o n t e . — De acuerdo contigo en que has dicho esto
con toda razón. Pero infórmame qué perjuicio dices que
has recibido.
555 E d i p o . — ¿Intentabas persuadirme, o no, de que era
necesario que enviara a alguien a buscar al venerable
adivino?
C r e o n t e . — Y soy aún el mismo en lo que a ese con­
sejo se refiere.
E d i p o . — ¿Cuánto tiempo hace ya desde que Layo...
C r e o n t e . — ¿Qué fue lo que hizo? No entiendo.
560 E d i p o . — ... sin que fuera visible, pereciera en un ase­
sinato?
Creonte. — Podrían contarse largos y antiguos años.
E d i p o . — ¿Ejercería entonces su arte ese adivino?
C r e o n t e . — Sí, tan sabiamente como antes y honrado
por igual.
E d i p o . — ¿Hizo mención de mí para algo en aquel
tiempo?
565 C r e o n t e . — No, ciertamente, al menos cuando yo es­
taba presente.
E d i p o . — Pero, ¿no hicisteis investigaciones acerca
del muerto?
C r e o n t e . — Las hicimos, ¿cómo no? Y no consegui­
mos nada.
E d i p o . — ¿Y cómo, pues, ese sabio no dijo entonces
estas cosas?
C r e o n t e . — No lo sé. De lo que no comprendo, prefie­
ro guardar silencio.
570 E d i p o . — Sólo lo que sabes podrías decirlo con total
conocimiento.
C r e o n t e . — ¿Qué es ello? S i lo sé, no lo negaré.
EDIPO REY 333

E d i p o . — Que, si no hubiera estado concertado con­


tigo, no hubiera hablado de la muerte de Layo a mis
manos.
C r e o n t e . — Si esto dice, tú lo sabes. Yo considero
justo informarme de ti, lo mismo que ahora tú lo has 575
hecho de mí.
E d i p o . — Haz averiguaciones. No seré hallado cul­
pable de asesinato.
Cr e o n t e . — ¿Y qué? ¿Estás casado con mi hermana?
E d ip o . — No es posible negar la pregunta que me
haces.
C r e o n t e . — ¿Gobiernas el país administrándolo con
igual poder que ella?
E d i p o . — L o q u e d e sea , t o d o lo o b t ie n e d e m í. seo
C r e o n t e . — ¿ Y n o es c ie r to q u e , e n te r c e r lu g a r , yo
m e ig u a lo a v o s o tr o s d o s ?
E d ip o . — Por eso, precisamente, resultas ser un mal
amigo.
C r e o n t e . — No si me das la palabra como yo a ti
mismo. Considera primeramente esto: si crees que al­
guien preferiría gobernar entre temores a dormir tran- 585
quilo, teniendo el mismo poder. Por lo que a mí respec­
ta, no tengo más deseo de ser rey que de actuar como si
lo fuera, ni ninguna otra persona que sepa razonar. En 590
efecto, ahora lo obtengo de ti todo sin temor, pero, si
fuera yo mismo el que gobernara, haría muchas cosas
también contra mi voluntad. ¿Cómo, pues, iba a ser para
mí más grato el poder absoluto, que un mando y un do­
minio exentos de sufrimientos? Aún no estoy tan mal
aconsejado como para desear otras cosas que no sean los 595
honores acompañados de provecho. Actualmente, todos
me saludan y me acogen con cariño. Los que ahora tie­
nen necesidad de ti me halagan, pues en esto está, para
ellos, el obtener todo. ¿Cómo iba yo, pues, a pretender
aquello desprendiéndome de esto? Una mente que razona 600
334 TRAGEDIAS

bien no puede volverse torpe. No soy, por tanto, amigo


de esta idea ni soportaría nunca la compañía de quien lo
hiciera. Y, como prueba de esto, ve a Delfos y entérate
605 si te he anunciado fielmente la respuesta del oráculo. Y
otra cosa: si me sorprendes habiendo tramado algo en
común con el adivino, tras hacerlo, no me condenes a
muerte por un solo voto, sino por dos, por el tuyo y el
mío; pero no me inculpes por tu cuenta a causa de una
suposición no probada. No es justo considerar, sin fuñ­
ólo damento, a los malvados honrados ni a los honrados
malvados. Afirmo que es igual rechazar a un buen amigo
que la propia vida, a la que se estima sobre todas las co­
sas. Con el tiempo, podrás conocer que esto es cierto, ya
que sólo el tiempo muestra al hombre justo, mientras
615 que podrías conocer al perverso en un solo día.
C o r if e o . — Bien habló él, señor, para quien sea cau­
to en errar. Pues los que se precipitan no son seguros
para dar una opinión.
E d ip o . — Cuando el que conspira a escondidas avanza
con rapidez, preciso es que también yo mismo planee
620 con la misma rapidez. Si espero sin moverme, los pro­
yectos de éste se convertirán en hechos y los míos, en
frustraciones.
Cr e o n te . — ¿Qué pretendes, entonces? ¿Acaso arro­
jarme fuera del país?
E d ip o . — En modo alguno. Que mueras quiero, no
que huyas.
Cr eo n te . — Cuando expliques cuál es la clase de abo­
rrecimiento...
625 E d ip o . — ¿Quieres decir que no me obedecerás ni
me darás crédito?
Cr eo n te . — ...p u e s veo que tú n o razonas con cor­
dura.
E d ip o . — Sí, al m enos, en lo que m e afecta.
EDIPO REY 335

Creonte. — Pero es preciso que lo hagas también en


lo mío.
E d i p o . — T ú e r e s u n m a lv a d o .
Creonte. — ¿Y si es que tú no comprendes nada?
E d ip o . — H a y q u e o b e d e c e r , a p e s a r d e e llo .
Cr eo n te. — No al que ejerce mal el poder.
E d i p o . — ¡O h c iu d a d , c iu d a d !
Cr eo nte. — También a mí me interesa la ciudad, no 630
sólo a ti.
C o r i f e o . — Cesad, príncipes. Veo que, a tiempo para
vosotros, sale de palacio Yocasta, con la que debéis diri­
mir la disputa que estáis sosteniendo.
(Yocasta sale de palacio.)
Y o c a s t a . — ¿Por qué, oh desdichados, originasteis
esta irreflexiva discusión? ¿No os da vergüenza ventilar 635
cuestiones particulares estando como está sufriendo la
ciudad? ¿No irás tú a palacio y tú, Creonte, a tu casa
sin transformar un disgusto que no es nada en algo im­
portante?
C r e o n t e . — Hermana, Edipo, tu esposo, pretende lle­
var a cabo decisiones terribles respecto a mí, habiendo 640
elegido entre dos calamidades: o desterrarme de la pa­
tria o, tras hacerme prisionero, matarme.
E d i p o . — Asiento. Pues le he sorprendido, mujer, tra­
mando contra mi persona con mañas ruines.
C r e o n t e . — ¡Que no sea feliz, sino que perezca maldi­
to, si he realizado contra ti algo de lo que me imputas! 645
Y o c a s t a . — ¡Por los dioses!, Edipo, da crédito a esto,
sobre todo si sientes respeto ante un juramento en nom­
bre de los dioses y, después, también por respeto a mí y
a los que están ante ti.

Estrofa 1 *
C oro. — Obedece de grado y por prudencia, señor, 650
te lo suplico.
E d ip o . — ¿En qué quieres que ceda?
336 TRAGEDIAS

C o r o . — En respetar al que nunca antes fue necio y


ahora es fuerte en virtud del juramento.
655 E d i p o . — ¿Sabes lo que pides?
C o r i f e o . — Lo sé.
E d i p o . — Explícame qué dices.
C o r o . — Que, por un rumor poco probado, nunca
lances una acusación de deshonor a un pariente obligado
por su propio juramento.
E d i p o . — Entérate bien ahora: cuando esto preten­
des, me estás buscando la ruina o mi destierro de este
país.

Estrofa 2*
660 C o r o . — No, ¡por el dios primero entre todos los dio­
ses, el Sol! ¡Qué muera sin dios, sin amigos, de la peor
665 manera, si tengo semejante pensamiento! Pero esta tierra
que se consume aflige mi ánimo, desventurado, si los
males que os atañen a vosotros dos se unen a los que
ya había.
E d i p o . — ¡Que se vaya éste, aun cuando deba yo mo-
' 670 rir irremediablemente o ser expulsado por la fuerza,
deshonrado, de esta tierra! Ante tus palabras dignas de
lástima me apiado, que no ante las de éste. Él, en don­
de se encuentre, será objeto de mi aborrecimiento.
C r e o n t e . — Es evidente que lleno de odio cedes, y
estarás molesto cuando termines de estar airado. Las
675 naturalezas como la tuya son, con motivo, las que más
se duelen de soportarse a sí mismas.
E d i p o . — ¿No me dejarás tranquilo y te irás fuera?
C r e o n t e . — Me voy sin que me hayas entendido, pero
para éstos soy el mismo. (Se aleja.)

Antístrofa 1.“
C o r o . — Mujer, ¿qué estás esperando para llevarlo
a palacio?
680 Y o c a s t a . — Conocer qué es lo que ocurre.
EDIPO REY 337

C o r o . — Una oscura sospecha surgió de unas pala­


bras, pero también me desgarra lo que puede ser injus­
t o 35.
Y ocasta. — ¿D e l u n o y d el o tro ?
C o r ife o . — Sí.
Y ocasta. — ¿ Y c u á l fu e e l m o t iv o ?
C o r o . — Basta, me parece que es suficiente, están- éss
do atormentado el país. Que se quede el asunto allí
donde cesó.
E d ip o . — Date cuenta dónde has llegado, aun siendo
hombre honesto en tu intención, haciendo caso omiso
y embotando mi corazón.

Antístrofa 2 .a
C o r o . — ¡Oh señor!, no te lo he dicho sólo una vez: 690
sabe que habría de mostrarme insensato, falto de razo­
nable juicio, si te abandonara. Tú, que dirigiste con justi­
cia el rum bo36 de mi querido país, cuando estaba sacu- 695
dido entre desgracias, llegarás a ser también ahora un
buen guia, si puedes.
Y o c a s t a . — ¡En nombre de los dioses! Dime también
a mí, señor, por qué asunto has concebido semejante
enojo.
E d ip o . — Hablaré. Pues a ti, mujer, te venero más 700
que a éstos. Es a causa de Creonte y de la clase de cons­
piración que ha tramado contra mí.
Y o c a s t a . — Habla, si es que lo vas a hacer para de­
nunciar claramente el motivo de la querella.
E d ip o . — Dice que yo soy el asesino de Layo.

35 Es decir, q u e la sospech a reca y ó en E d ip o a partir d e las


palabras del adivino y, tam bién, a p a rtir de ellas E d ip o ofen d e
a C reon te a cu sán dole sin razón.
" E l tem a de la nave del estad o d e la que el gobernante
dirige el ru m b o aparece p o r p rim era vez en A rquíloco (fr. 163)
y, desde en ton ces, lo e n con tra m os rep etid o en líricos, trágicos,
h istoriadores, etc.
338 TRAGEDIAS

Yo c a sta . — ¿Lo conoce por sí mismo o por haberlo


oído decir a otro?
705 E d i p o . — Ha hecho venir a un desvergonzado adi­
vino, ya que su boca, por lo que a él en persona con­
cierne, está completamente libre.
Y o c a s t a . — Tú, ahora, liberándote a ti mismo de lo
que dices, escúchame y aprende que nadie que sea mor-
710 tal tiene parte en el arte adivinatoria37. La prueba de
esto te la mostraré en pocas palabras.
Una vez le llegó a Layo un oráculo — no diré que del
propio Febo, sino de sus servidores— que decía que ten­
dría el destino de morir a manos del hijo que naciera de
715 mí y de él. Sin embargo, a él, al menos según el rumor,
unos bandoleros extranjeros le mataron en una encruci­
jada de tres caminos38. Por otra parte, no habían pasado
tres días desde el nacimiento del niño cuando Layo, des­
pués de atarle juntas las articulaciones de los pies39, le
arrojó, por la acción de otros, a un monte infranqueable.
720 Por tanto, Apolo ni cumplió el que éste llegara a ser
asesino de su padre ni que Layo sufriera a manos de su
hijo la desgracia que él temía. Afirmo que los oráculos
habían declarado tales cosas. Por ello, tú para nada te
preocupes, pues aquello en lo que el dios descubre alguna
725 utilidad, él en persona lo da a conocer sin rodeos.
E d i p o . — Al acabar de escucharte, mujer, ¡qué deli­
rio se ha apoderado de mi alma y qué agitación de mis
sentidos!

Otra in terp reta ción sería trad u cir: «n in gu n o de los asun­


tos de lo s m ortales está a fecta d o p o r el arte adivinatoria».
38 N o es exactam ente u n cru ce de ca m in os, p orq u e en ton ces
n o quedarían cu a tro ca m in os, sino la b ifu rca ció n de un cam ino.
E n algunos escolios queda acla ra do p o r la in serción del signo
de la Ypsilón: Y .
39 L os tob illo s. De ahí el n o m b re de E d ip o, q u e sign ifica
«pie h inch ado».
EDIPO REY 339

C r e o n t e . — ¿A qué preocupación te refieres que te ha


hecho volverte sobre tus pasos?
E d i p o . — Me pareció oírte que Layo había sido muer­
to en una encrucijada de tres caminos.
Y o c a s t a . — Se dijo así y aún no se ha dejado de de­
cir.
E d i p o . — ¿ Y dónde se encuentra el lugar ese en don­
de ocurrió la desgracia?
Y ocasta. — Fócide es llamada la región, y la encruci­
jada hace confluir los caminos de Delfos y de Daulia.
E d i p o . — ¿Qué tiempo ha transcurrido desde estos
acontecimientos ?
Y o c a s t a . — Poco antes de que tú aparecieras con
el gobierno de este país, se anunció eso a la ciudad.
E d i p o . — ¡Oh Zeus! ¿Cuáles son tus planes para con­
migo?
Y o c a s t a . — ¿Qué es lo que te desazona, Edipo?
E d i p o . — Todavía no me interrogues. Y dime, ¿qué
aspecto tenía Layo y de qué edad era?
Y o c a s t a . — Era fuerte, con los cabellos desde hacía
poco encanecidos, y su figura no era muy diferente de
la tuya.
E d i p o . — ¡Ay de mí, infortunado! Paréceme que aca­
bo de precipitarme a mí mismo, sin saberlo, en terribles
maldiciones.
Y ocasta. — ¿Cómo dices? No me atrevo a dirigirte la
mirada, señor.
E d i p o . — Me pregunto, con tremenda angustia, si el
adivino no estaba en lo cierto, y me lo demostrarás me­
jor, si aún me revelas una cosa.
Y o c a s t a . — En verdad que siento temor, pero a lo
que me preguntes, si lo sé, contestaré.
E d i p o . — ¿Iba de incógnito, o con una escolta nume­
rosa cual corresponde a un rey?
340 TRAGEDIAS

Yo c a s t a . — Eran cinco en total. Entre ellos había un


heraldo. Sólo un carro conducía a Layo.
755 E d ip o . — ¡Ay, ay! Esto ya está claro. ¿Quién fue el
que entonces os anunció las nuevas, mujer?
Y o c a s t a . — Un servidor que llegó tras haberse sal­
vado sólo él.
E d i p o . — ¿Por casualidad se encuentra ahora en pa­
lacio?
Y OCASTA. — No, por cierto. Cuando llegó de allí y vio
que tú regentabas el poder y que Layo estaba muerto m,
760 me suplicó, encarecidamente, cogiéndome la mano41, que
le enviara a los campos y al pastoreo de rebaños para es­
tar lo más alejado posible de la ciudad. Yo lo envié,
porque, en su calidad de esclavo, era digno de obtener
este reconocimiento y aún mayor.
765 E d i p o . — ¿Cómo podría llegar junto a nosotros con
rapidez?
Y o c a s t a . — Es posible. Pero ¿por q u é lo deseas?
E d i p o . — Temo por mí mismo, oh mujer, haber dicho
demasiadas cosas: Por ello, quiero verle.
770 Y o c a s t a . — Está bien, vendrá, pero también yo me­
rezco saber lo que te causa desasosiego, señor.
E d i p o . — Y no serás privada, después de haber lle­
gado yo a tal punto de zozobra. Pues, ¿a quién mejor
que a ti podría yo hablar, cuando paso por semejante
trance?

D escu b rim os una co n tra d icció n en q u e h a ca íd o S ófocles,


si b ien es verd ad que en u n a sp ecto q u e n o a fecta a la tram a
prin cip a l de la o b ra y que, p o r ta n to, n o m en osca b a la p erfecta
técnica dram ática del autor. En e fe cto , el s erv id or es el que
llegó a Tebas pa ra anunciar la m u erte de L ayo. Ahora, Y oca sta
deja en trever que este servid or se a som b ra al descu b rir a E d ip o
en el tro n o « p o r la m u erte del a n terior rey, L ayo».
T od a súplica fo rm a l ib a a com p a ñ a d a d e gestos rituales,
u n o era co g e r la m a n o a aquel a q u ien se h acía la súplica o,
tam bién, abrazarse a sus rod illas.
EDIPO REY 341

Mi padre era Pólijbo, corintio, y mi madre Mérope, 775


doria. Era considerado yo como el más importante de
los ciudadanos de allí hasta que me sobrevino el si­
guiente suceso, digno de admirar, pero, sin embargo,
no proporcionado al ardor que puse en ello. He aquí que
en un banquete, un hombre saturado de bebida, refirién­
dose a mí, dice, en plena embriaguez, que yo era un falso 780
hijo de mi padre. Yo, disgustado, a duras penas me pude
contener a lo largo del día, pero, al siguiente, fui junto
a mi padre y mi madre y les pregunté. Ellos llevaron a
mal la injuria de aquel que había dejado escapar estas
palabras. Yo me alegré con su reacción; no obstante, eso 785
me atormentaba sin cesar, pues me había calado hondo.
Sin que mis padres lo supieran, me dirigí a Delfo, y
Febo me despidió sin atenderme en aquello por lo que
llegué, sino que se manifestó anunciándome, infortuna- 790
do de mí, terribles y desgraciadas calamidades: que es­
taba fijado que yo tendría que unirme a mi madre y que
traería al mundo una descendencia insoportable de ver
para los hombres y que yo sería asesino del padre que
me había engendrado.
Después de oír esto, calculando a partir de allí la po- 795
sición de la región corintia por las estrellas, iba, huyendo
de ella, adonde nunca viera cumplirse las atrocidades
de mis funestos oráculos.
En mi caminar llego a ese lugar en donde tú afirmas
que murió el rey. Y a ti, mujer, te revelaré la verdad. 800
Cuando en mi viaje estaba cerca de ese triple camino, un
heraldo y un hombre, cual tú describes, montado sobre
un carro tirado por potros, me salieron al encuentro. El
conductor42 y el mismo anciano me arrojaron violenta- sos

42 N om bra de tres form a s a l qu e p a re c e ser la m ism a p e r­


sona: el h eraldo, el co n d u cto r y el guía. Jebb, en cam b io, cree
que el h era ldo deb e ser id en tifica d o c o n el guía, p ero q u e es
distinto del co n d u cto r.
342 TRAGEDIAS

mente fuera del camino. Yo, al que me había apartado,


al conductor del carro, le golpeé movido por la cólera.
Cuando el anciano ve desde el carro que me aproximo,
apuntándome en medio de la cabeza, me golpea con la
810 pica de doble punta. Y él no pagó por igual, sino que, in­
mediatamente, fue golpeado con el bastón por esta mano
y, al punto, cae redondo de espaldas desde el carro. Maté
a todos.
Si alguna conexión hay entre Layo y este extranjero,
815 ¿quién hay en este momento más infortunado que yo?
¿Qué hombre podría llegar a ser más odiado por los dio­
ses, cuando no le es posible a ningún extranjero ni ciu­
dadano recibirle en su casa ni dirigirle la palabra y hay
820 que arrojarle de los hogares? Y nadie, sino yo, es quien
ha lanzado sobre mí mismo tales maldiciones. Mancillo
el lecho del muerto con mis manos, precisamente con las
que le maté. ¿No soy yo, en verdad, un canalla? ¿No soy
un completo impuro? Si debo salir desterrado, no me
825 es posible en mi destierro ver á los míos ni pisar mi pa­
tria, a no ser que me vea forzado a unirme en matrimo­
nio con mi madre y a matar a Pólibo43, que me crió y
engendró. ¿Acaso no sería cierto el razonamiento de
quien lo juzgue como venido sobre mí de una cruel
830 divinidad? ¡No, por cierto, oh sagrada majestad de los
dioses, que no vea yo este día, sino que desaparezca de
entre los mortales antes que ver que semejante deshonor
impregnado de desgracia llega sobre mí!
C o r i f e o . — A n o s o t r o s , o h r e y , n o s p a r e c e e s to m o -
835 tiv o d e t e m o r , p e r o m ie n tr a s n o lo c o n o z c a s d e l to d o
p o r b o c a d e l q u e e s ta b a p r e s e n te , te n esp e r a n za .

43 Éste es el n u d o g ord ia n o d e la tram a y el m om en to de


m a y or iron ía trágica en esta ob ra , en la qu e constantem ente
aparecen situaciones irón ica s. E d ip o se con v en ce de ser ase­
s in o de Layo, p e r o aún n o im agina qu e éste era tam bién su
padre.
EDIPO REY 343

E d i p o . — E n v e r d a d , é s ta es la ú n ic a e sp e r a n za q u e
te n g o : a g u a rd a r a l p a s to r .
Y o c a s t a . — Y cuando él haya aparecido, ¿qué esperas
que suceda?
E d ip o . — Yo te lo diré. Si descubrimos que dice lo 840
mismo que tú, yo podría ponerme a salvo de esta cala­
midad.
Y ocasta. — ¿ Q u é p a la b r a s e sp e c ia le s m e h a s o íd o ?
E d ip o . — Decías que él afirmó que unos ladrones le
habían matado. Si aún confirma el mismo número, yo
no fui el asesino, pues no podría ser uno solo igual a 845
muchos. Pero si dice que fue un hombre que viajaba en
solitario, está claro: el delito me es imputable.
Y o c a s t a . — Ten por seguro que así se propagó la
noticia, y no le es posible desmentirla de nuevo, puesto 850
que la ciudad, no yo sola, lo oyó. Y si en algo se apar­
tara del anterior relato, ni aun entonces mostrará que la
muerte de Layo se cumplió debidamente, porque Loxias
dijo expresamente que se llevaría a cabo por obra de un
hijo mío. Sin embargo, aquél, infeliz, nunca le pudo ma- 855
tar, sino que él mismo sucumbió antes. De modo que en
materia de adivinación yo no podría dirigir la mirada ni
a un lado ni a otro.
E d ip o . — Haces un sensato juicio. Pero, no obstante,
envía a alguien para que haga venir al labriego y no lo 860
descuides.
(Entran en palacio.)

Coro.
Estrofa 1 .*
¡Ojalá el destino me asistiera para cuidar de la vene­
rable pureza de todas las palabras y acciones cuyas leyes 865
son sublimes, nacidas en el celeste firmamento, de las
que Olimpo 44 es el único padre y ninguna naturaleza

44 N o se refiere al m on te, sin o a la m ora d a lu m in osa de los


344 TRAGEDIAS

870 mortal de los hombres engendró ni nunca el olvido las


hará reposar! Poderosa es la divinidad que en ellas hay
y no envejece.

Antístrofa 1.°
La insolencia produce al tirano. La insolencia, si se
875 harta en vano de muchas cosas que no son oportunas ni
convenientes subiéndose a to más alto, se precipita ha­
cia un abismo de fatalidad donde no dispone de pie
880 firme. Pido que la divinidad nunca haga cesar la emu­
lación que es favorable para la ciudad. Al dios no cesaré
de tener como protector.

Estrofa 2.a
Si alguien se comporta orgúllosamente en acciones o
885 de palabra, sin sentir temor de la Justicia ni respeto
ante las moradas de los dioses, ¡ojalá le alcance un fu­
nesto destino por causa de su infortunada arrogancia!
890 Y si no saca con justicia provecho y no se aleja de los
actos impíos, o toca cosas que son intocables en una in­
sensata acción, ¿qué hombre, en tales circunstancias, se
jactará aún de rechazar de su alma las flechas de los
895 dioses? Si las acciones de este tipo son dignas de ho­
rrores, ¿por qué debo yo participar en los coros45?

Antístrofa 2.a
Ya no iré honrando a la divinidad al sagrado centro
900 de la tierra, ni al templo de Abas46, ni a Olimpia, si
estos oráculos no se cumplen com o para que sean seña­
lados por todos los hombres. Pero, ¡oh Zeus poderoso!,

dioses, al cie lo m ism o. C on esta a cep ción , lo en con tra m os ya


en Odisea V I 42 .
45 C oros celeb ra dos para fe ste ja r el cu lto a D ion iso, a A p olo
y a o tro s dioses, L os griegos daban a esta fra se un sign ificad o
m ás am p lio: «¿ p o r qué m an ten er los ritos solem n es?».
46 C iudad fó ce n se , d o n d e había un san tu a rio d ed ica d o al
d ios A p o lo con su ltad o p o r C reso. ( H e r ó d o t o , I 4 6, 8 .)
EDIPO REY 345

si con razón eres asi llamado, que riges todo, no te pase


esto inadvertido ni tampoco a tu poder siempre inmor- 905
tal. Se diluyen los antiguos oráculos acerca de Layo,
extinguiéndose, y Apolo no se manifiesta, en modo al­
guno, con honores, y los asuntos divinos se pierden. 910
(Yocasta sale de palacio acompañada de servidoras.)
Y o c a s t a . — Señores de la región, se me ha ocurrido
la idea de acercarme a los templos de los dioses con
estas coronas y ofrendas de incienso en las manos. Por­
que Edipo tiene demasiado en vilo su corazón con aflic- 915
ciones de todo tipo y no conjetura, cual un hombre
razonable, lo nuevo por lo de antaño47, sino que está
pendiente del que habla si anuncia motivos de temor.
Y ya que no consigo nada con mis consejos, me llego
ante ti, oh Apolo Liceo — pues eres el más cercano— ,
cual suplicante, con estos signos de rogativas48 para 920
que nos proporciones alguna liberación purificadora,
puesto que ahora todos sentimos ansiedad, al ver asus­
tado a aquel que es como el piloto de la nave.
(Entra en escena un mensajero.)
M e n s a je r o . — ¿Podríais informarme, oh extranjeros,
dónde se halla el palacio del rey Edipo? 925
C o r i f e o . — Ésta es su morada y él mismo está den­
tro, extranjero. Esta mujer es la madre49 de sus hijos.
M e n s a j e r o . — ¡Que llegues a ser siempre feliz, ro-

47 Una vez m ás, el p rob lem a latente en la Atenas de S ó f o ­


cles c o n resp ecto a las creen cias religiosas en m ateria de a div i­
n ación. Es el m o m e n to de la n ueva sofística , al in flu jo de la cual
n o pu ed e sustraerse e l poeta. «T antear lo n u evo» sería h acer
con jetu ra s valién dose d e la razón.
48 Las coron a s y el in cienso.
49 La pérd id a de lo s recu rsos orales es sensible en esta fra ­
se. S u p on em os q u e el a cto r h aría u na pausa, coin ciden te c o n la
pausa m étrica, tras la palabra «m a d re», a cen tu an do así la trá­
gica ironía.
346 TRAGEDIAS

930 d e a d a d e g e n te d ic h o sa , tú q u e e r e s e s p o s a le g ítim a d e
a q u é l!
Y o c a s t a . — De igual modo lo seas tú, oh extranjero,
pues lo mereces por tus favorables palabras. Pero dime
con qué intención has llegado y qué quieres anunciar.
M e n s a j e r o . — Buenas nuevas para tu casa y para tu
esposo,,mujer.
935 Y o c a s t a . — ¿Cuáles son? ¿De parte de quién vienes?
M e n s a j e r o . — De Corinto. Ojalá te complazca — ¿có­
mo no?— la noticia que te daré a continuación, aun­
que tal vez te duelas.
Y o c a s t a . — ¿Qué es? ¿Cómo puede tener ese doble
efecto?
M ensajero. — Los habitantes de la región del Istmo
940 le v a n a d e sig n a r rey , se g ú n s e h a d ic h o a llí.
Y ocasta. — ¿Por qué? ¿No está ya el anciano Pó­
libo en el poder?
M e n s a j e r o . — No, ya que la muerte lo tiene en su
tumba.
Y ocasta. — ¿Cómo dices? ¿Ha muerto el padre de
Edipo?
M e n s a j e r o . — Que sea merecedor de muerte, si no
digo la verdad.
945 Y o c a s t a . — Sirvienta, ¿no irás rápidamente a decir­
le esto al amo? ¡Oh oráculos de los dioses! ¿Dónde
estáis? Edipo huyó hace tiempo por el temor de matar
a este hombre y, ahora, él ha muerto por el azar y no a
manos de aquél.
(Sale Edipo de palacio.)
950 — ¡Oh Yocasta, muy querida mujer! ¿Por qué
E d ip o .
me has mandado venir aquí desde palacio?
Y ocasta. — E s c u c h a a e s te h o m b r e y o b se r v a , a l o ír­
le , e n qué han q u e d a d o lo s r e s p e ta b le s o r á c u lo s del
d io s.
EDIPO REY 347

E d ip o . — ¿Quién es éste y qué me tiene que comu­


nicar?
Y o c a s t a . — Viene de Corinto para anunciar que tu 955
padre, Pólibo, no está ya vivo, sino que ha muerto.
E d i p o . — ¿Qué dices, extranjero? Anúnciamelo tú
mismo.
M e n s a j e r o . — Si es preciso que yo te lo anuncie cla­
ramente en primer lugar, entérate bien de que aquél
ha muerto.
E d i p o . — ¿Acaso por una emboscada, o como resul- 960
tado de una enfermedad?
M e n s a j e r o . — Un pequeño quebranto rinde los cuer­
pos ancianos.
E d i p o . — A causa de enfermedad murió el desdicha­
do, a lo que parece.
M e n s a j e r o . — Y por haber vivido largos años.
E d i p o . — ¡Ah, ah! ¿Por qué, oh mujer, habría uno de
tener en cuenta el altar vaticinador de Pitón o los pá- 965
jaros que claman en el cielo, según cuyos indicios tenía
yo que dar muerte a mi propio padre? Pero él, habiendo
muerto, está oculto bajo tierra y yo estoy aquí, sin ha­
berle tocado con arma alguna, a no ser que se haya
consumido por nostalgia de mí. De esta manera habría 970
muerto por mi intervención. E n cualquier caso, Pólibo
yace en el Hades y se ha llevado consigo los oráculos
presentes, que no tienen ya ningún valor.
Y o c a s t a . — ¿No te lo decía yo desde antes?
E d i p o . — Lo decías, pero yo me dejaba guiar por el
miedo.
Y o c a s t a . — Ahora no tomes en consideración ya nin- 975
guno de ellos.
E d i p o . — ¿Y cómo no voy a temer al lecho de mi
madre?
Y o c a s t a . — Y ¿qué podría temer un hombre para
quien los imperativos de la fortuna son los que le pue-
348 TRAGEDIAS

í den dominar, y no existe previsión clara de nada? Lo


980¡más seguro es vivir al azar, según cada uno pueda. T ú
no sientas temor ante el matrimonio con tu madre, pues
muchos son los mortales que antes se unieron también
a su madre en sueños Aquel para quien esto nada su­
pone más fácilmente lleva su vida.
985 E d i p o . — Con razón hubieras dicho todo eso, si no
estuviera viva mi madre. Pero como lo está, no tengo
más remedio que temer, aunque tengas razón.
Y o c a s t a . — Gran ayuda suponen los funerales de tu
padre.
E d i p o . — Grande, lo reconozco. Pero siento temor
por la que vive.
M e n s a j e r o . — ¿Cuál es la mujer por la que teméis?
990 E d i p o . — Por Mérope, anciano, con la que vivía Pó-
líbo.
M e n s a j e r o . — ¿Qué hay en ella que os induzca al
temor?
E d i p o . — Un oráculo terrible de origen divino, ex­
tranjero.
M e n s a j e r o . — ¿Lo puedes aclarar, o no es lícito que
otro lo sepa?
E d i p o . — Sí, por cierto. Loxias afirmó, hace tiempo,
995 que yo había de unirme con mi propia madre y coger
en mis manos la sangre de mi padre. Por este motivo
habito desde hace años muy lejos de Corinto, feliz, pero,
sin embargo, es muy grato ver el semblante de los pa­
dres.
íooo M e n s a j e r o . — ¿Acaso por temor a estas cosas esta­
bas desterrado de allí?
E d i p o . — Por el deseo de no ser asesino de mi pa­
dre, anciano.

so Pasaje de sum a im p ortan cia p a ra Freud, p u n to d e partida


en sus in vestigacion es so b re el tem a. C f. P l a t ó n , República I X
571c.
EDIPO REY 349

M e n s a j e r o . — ¿Por qué, pues, no te he liberado yo


de este recelo, señor, ya que bien dispuesto llegué?
E d i p o . — En ese caso recibirías de mí digno agra­
decimiento.
M e n s a je r o . — Por esto he venido sobre todo, para 1005

que en algo obtenga un beneficio cuando tú regreses


a palacio.
E d ip o . — Pero jamás iré con los que me engendra­
ron.
M e n s a j e r o . — ¡Oh hijo, es bien evidente que no sa­
bes lo que haces...
E d i p o . — ¿Cómo, oh anciano? Acláramelo, por los
dioses.
M e n s a je r o . — ...si por esta causa rehúyes volver a 1010

casa!
E d i p o . — Temeroso de que Febo me resulte veraz.
M e n s a j e r o . — ¿Es que temes cometer una infamia
para con tus progenitores?
E d i p o . — E s o m is m o , a n c ia n o . E l lo m e a su sta c o n s ­
ta n te m e n te .
M ensajero. — ¿No sabes que, con razón, nada debes
temer?
E d ip o . — ¿Cómo no, si soy hijo de esos padres? 1015

M ensajero. — Porque Pólibo nada tenía que ver con


tu linaje.
E d ip o . — ¿Cómo dices? ¿Que no me engendró Pó­
libo?
M e n s a j e r o . — No más que el hombre aquí presente,
sino igual.
E d i p o . — Y ¿cómo el que me engendró está en rela­
ción contigo que no me eres nada?
M e n s a j e r o . — No te engendramos ni aquél ni yo. 1020
E d ip o . — Entonces, ¿en virtud de qué me llamaba
hijo?
350 TRAGEDIAS

M e n s a j e r o . — Por haberte recibido como un regalo


— entérate— de mis manos.
E d i p o . — Y ¿a pesar de haberme recibido así de
otras manos, logró amarme tanto?
M e n s a j e r o . — La falta hasta entonces de hijos le
persuadió del todo.
1025 E d i p o . — Y tú, ¿me habías comprado o encontrado
cuando me entregaste a él?
M e n s a j e r o . — Te encontré en los desfiladeros selvo­
sos del Citerón.
E d i p o . — ¿Por qué recorrías esos lugares?
M e n s a j e r o . — Allí estaba al cuidado de pequeños re­
baños montaraces.
E d i p o . — ¿ E r a s p a s to r y n ó m a d a a s u e ld o ?
1030 M ensajero. — Y así fu i tu s a lv a d o r e n a q u e l m o ­
m e n to .
E d i p o . — ¿Y de qué mal estaba aquejado cuando me
tomaste en tus manos?
M e n s a j e r o . — Las articulaciones de tus pies te lo
pueden testimoniar.
E d ip o . — ¡Ay de m í! ¿A q u é a n tig u a d e sg r a c ia t e re­
fie r e s c o n e s t o ?
M e n s a j e r o . — Yo te desaté, pues tenías perforados
los tobillos.
1035 E d i p o . — ¡Bello ultraje recibí de mis pañales!
M e n s a j e r o . — Hasta el punto de recibir el nombre
que llevas por este suceso.
E d i p o . — ¡Oh, por los dioses! ¿De parte de mi madre
o de mi padre la recibí? Dímelo.
M e n s a j e r o . — No lo sé. El que te entregó a mí co­
noce esto mejor que yo.
E d i p o . — E n to n c e s , ¿ m e r e c ib is te d e o tr o y n o m e
e n c o n tr a s te p o r ti m i s m o ?
1040 M ensajero. — No, sino que otro pastor me hizo
entrega de ti.
EDIPO REY 351

E d ip o . — ¿Quién es? ¿Sabes darme su nombre?


M e n s a j e r o . — Por lo visto era conocido como uno
de los servidores de Layo.
E d ip o . — ¿Del rey que hubo, en otro tiempo, en esta
tierra?
M ensajero. — Sí, de ese hombre era él pastor.
E d ip o . — ¿ E s t á a ú n v iv o e se t a l com o p a ra p o d e r 1045
verm e?
M e n s a j e r o . — (Dirigiéndose al Coro.) Vosotros, los
habitantes de aquí, podríais saberlo mejor.
E d ip o . — ¿Hay entre vosotros, los que me rodeáis,
alguno que conozca al pastor a que se refiere, por ha­
berle visto, bien en los campos, bien aquí? Indicádmelo, 1050

pues es el momento de descubrirlo de una vez por


todas.
C o r i f e o . — Creo que a ningún otro se refiere, sino
al que tratabas de ver antes haciéndole venir desde el
campo. Pero aquí está Yocasta que podría decirlo mejor.
E d i p o . — Mujer, ¿conoces a aquel que hace poco de­
seábamos que se presentara? ¿Es a él a quien éste se 1055

refiere?
Y o c a s t a . — ¿ Y qué nos va lo que dijo acerca de un
cualquiera? No hagas ningún caso, no quieras recordar
inútilmente lo que ha dicho.
E d i p o . — Sería imposible que con tales indicios no
descubriera yo mi origen.
Y o c a s t a . — ¡No, por los dioses! Si en algo te preocu­
pa tu propia vida, no lo investigues. Es bastante que yo 1060

esté angustiada.
E d i p o . — Tranquilízate, pues aunque yo resulte es­
clavo, hijo de madre esclava por tres generaciones, tú
no aparecerás innoble.
Y o c a st a . — No obstante, obedéceme, te lo suplico.
No lo hagas.
352 TRAGEDIAS

1065 E d ip o . — No podría obedecerte en dejar de averi­


guarlo con claridad.
Y o c a s t a . — Sabiendo bien que es lo mejor para ti,
hablo.
E d i p o . — Pues bien, lo mejor para mí me está im­
portunando desde hace rato.
Y o c a s t a . — ¡Oh desventurado! ¡Que nunca llegues a
saber quién eres!
1070 E d i p o . — ¿Alguien me traerá aquí al pastor? Dejad
a ésta que se complazca en su poderoso linaje.
Y o c a s t a . — ¡Ah, ah, desdichado, pues sólo eso te
puedo llamar y ninguna otra cosa ya nunca en ade­
lante!
(Yocasta, visiblemente alterada, entra al palacio.)
C o r i f e o . — ¿Por qué se ha ido tu esposa, Edipo, tan
precipitadamente bajo el peso de una profunda aflic-
1075 ción? Tengo miedo de que de este silencio51 estallen
desgracias.
E d ip o . — Que estalle lo que quiera ella. Yo sigo que­
riendo conocer mi origen, aunque sea humilde. Esa, tal
vez, se avergüence de mi linaje oscuro, pues tiene or-
1080 gullosos pensamientos como mujer que es. Pero yo, que

me tengo a mí mismo por hijo de la Fortuna, la que da


con generosidad, no seré deshonrado, pues de una ma­
dre tal he nacido. Y los meses, mis hermanos, me hicie­
ron insignificante y poderoso. Y si tengo este origen,
1085 no podría volverme luego otro, como para no llegar a
conocer mi estirpe.

Coro.
Estrofa.
Si yo soy adivino y conocedor de entendimiento, ¡por

si C om párese esta salida co n la d e D eyanira (Traquinias


814) y la de E u rídice (Antigona 1245). E n todas, el C oro subraya
el fu n esto presagio qu e su p on e el silen cio. (C f. n ota 74 d e An­
tigona.)
EDIPO REY 353

el Olimpo!, no quedarás, ¡oh Citerón!, sin saber que


desde el plenilunio de mañana yo te ensalzaré como re- 1090
gión de Edipo, al tiempo que nodriza y madre, y serás
celebrado con coros por nosotros como quien se hace
protector de mis reyes. ¡Oh Febo, que esto te sirva de 1095
satisfacción!

Antístrofa.
¿Cuál a ti, hijo, cuál de las ninfas inmortales te en­
gendró, acercándose al padre Pan que vaga por los 1100
montes? ¿O fue una amante de Loxias, pues a él le son
queridas todas las agrestes planicies? O él soberano de
Cilene52, o el dios báquico que habita en lo más alto 1105
de los montes te recibió como un hallazgo de alguna de
las ninfas del Helicón con las que juguetea la mayor
parte del tiempo.
(Entra el anciano pastor acompañado de dos escla­
vos.)
E d i p o . — Si he de hacer yo conjeturas, ancianos, 1110
creo estar viendo al pastor que desde hace rato busca­
mos, aunque nunca he tenido relación con él. Pues en
su acusada edad coincide por completo con este hom­
bre y, además, reconozco a los que lo conducen como
servidores míos. Pero tú, tal vez, podrías superarme en 1115
conocimientos por haber visto antes al pastor.
C o r i f e o . — Lo conozco, ten la certeza. Era un pastor
de Layo, fiel cual ninguno.
E d i p o . — A ti te pregunto en primer lugar, al extran­
jero corintio: ¿es de ése de quien hablabas? 1120
M e n s a j e r o . — De éste que contemplas.
E d i p o . — E h , tú, anciano, acércate y, mirándome, con­
testa a cuanto te pregunte. ¿Perteneciste, en otro tiempo,
al servicio de Layo?

52 H erm es, del q u e se cree qu e n ació en el m on te Cilene.


354 TRAGEDIAS

S e r v i d o r . — S í, como esclavo no comprado, sino


criado en la casa.
E d i p o . — ¿En qué clase de trabajo te ocupabas o en
qué tipo de vida?
1125 S e r v i d o r . — La mayor parte de mi vida conduje re­
baños.
E d i p o . — ¿ E n qué lugares habitabas sobre todo?
S e r v i d o r . — Unas veces, en el Citerón; otras, en lu­
gares colindantes.
E d i p o . — ¿Eres consciente de haber conocido allí a
este hombre en alguna parte?
S e r v i d o r . — ¿En qué se ocupaba? ¿A qué hombre te
refieres?
1130 E d i p o . — Al que está aquí presente. ¿Tuviste relación
con él alguna vez?
S e r v i d o r . — No como para poder responder rápida­
mente de memoria.
M e n s a j e r o . — No es nada extraño, señor. Pero yo re­
frescaré claramente la memoria del que no me recono­
ce. Estoy bien seguro de que se acuerda cuando, en el
1135 monte Citerón, él con doble rebaño y yo con uno, convi­
vimos durante tres períodos enteros de seis meses, des­
de la primavera hasta Arturo53. Ya en el invierno yo
llevaba mis rebaños a los establos, y él, a los apriscos
1140 de Layo. ¿Cuento lo que ha sucedido o no?
S e r v i d o r . — Dices la verdad, pero ha pasado un lar­
go tiempo.
M e n s a j e r o . — ¡Ea! Dime, ahora, ¿recuerdas que en­
tonces me diste un niño para que yo lo criara como un
retoño mío?
S e r v i d o r . — ¿Qué ocurre? ¿Por qué te informas de
esta cuestión?
1145 M e n s a j e r o . — Éste es, querido amigo, el que enton­
ces era un niño.

53 H asta m ed ia d os de septiem bre.


EDIPO REY 355

S e r v id o r . — ¡Así te pierdas! ¿No callarás?


E d ip o . — ¡Ah! No le reprendas, anciano, ya que son
tus palabras, más que las de éste, las que requieren un
reprensor.
S e r v i d o r . — ¿En qué he fallado, oh el mejor de los
amos?
E d ip o . — No hablando del niño por el que éste pide liso
información.
S e r v i d o r . — Habla, y no sabe nada, sino que se es­
fuerza en vano.
E d i p o . — Tú no hablarás por tu gusto, y tendrás que
hacerlo llorando.
S e r v id o r . — ¡Por los dioses, no maltrates a un an­
ciano como yo!
E d i p o . — ¿No le atará alguien las manos a la espalda
cuanto antes?
S e r v i d o r . — ¡Desdichado! ¿Por q u é ? ¿De q u é más 1155

deseas enterarte?
E d i p o . — ¿Le entregaste al niño por el que pregunta?
S e r v id o r . — Lo hice y ¡ojalá hubiera muerto ese día!
E d ip o . — Pero a esto llegarás, si no dices lo que co­
rresponde.
— Me pierdo mucho más aún si hablo.
S e r v id o r .
— Este hombre, según parece, se dispone a
E d ip o . 116O

dar rodeos.
S e r v id o r . — No, yo no, pues ya he dicho que se lo
entregué.
E d i p o . — ¿De dónde lo habías tomado? ¿Era de tu
familia o de algún otro?
S e r v i d o r . — Mío no. Lo recibí de uno.
E d ip o . — ¿De cuál de estos ciudadanos y de qué
casa?
S e r v i d o r . — ¡No, por los dioses, no me preguntes ii65
más, mi señor!
356 TRAGEDIAS

E d ip o . — Estás muerto, si te lo tengo que preguntar


de nuevo.
S e r v id o r . — Pues bien, era uno de los vástagos de la
casa de Layo.
E d i p o . — ¿Un esclavo, o uno que pertenecía a su li­
naje?
S e r v i d o r . — ¡Ay de mí! Estoy ante lo verdaderamen­
te terrible de decir.
U70 E d i p o . — Y yo de escuchar, pero, sin embargo, hay
que oírlo.
S e r v i d o r . — Era tenido por hijo de aquél. Pero la
que está dentro, tu mujer, es la que mejor podría decir
cómo fue.
E d i p o . — ¿ E l la te lo e n tr e g ó ?
S e r v i d o r . — S í, en efecto, señor.
E d ip o . — ¿Con qué fin?
S e r v i d o r . — Para que lo matara.
U75 E d ip o . — ¿Habiéndolo engendrado ella, desdichada?
S e r v id o r . — Por temor a funestos oráculos.
E d i p o . — ¿ A c u á le s ?
S e r v id o r . — Se decía que él mataría a sus padres.
— Y ¿cómo, en ese caso, tú lo entregaste a
E d ip o .
este anciano?
S e r v i d o r . — Por compasión, oh señor, pensando que
liso se lo llevaría a otra tierra de donde él era. Y éste lo
salvó para los peores males. Pues si eres tú, en verdad,
quien él asegura, sábete que has nacido con funesto
destino.
E d i p o . — ¡Ay, ay! Todo se cumple con certeza. ¡Oh
luz del día, que te vea ahora por última vez! ¡Yo que he
1185 resultado nacido de los que no debía, teniendo relacio­
nes con los que no podía y habiendo dado muerte a
quienes no tenía que hacerlo!
(Entra en palacio.)
EDIPO REY 357

C oro.
Estrofa 1.a
¡Ah, descendencia de mortales! ¡Cómo considero que
vivís una vida igual a nadaZ54. Pues, ¿qué hombre, qué
hombre logra más felicidad que la que necesita para pa- 1190
recerlo y, una vez que ha dado esa impresión, para de­
clinar? Teniendo este destino tuyo, el tuyo como ejem­
plo, ¡oh infortunado Edipo!, nada de los mortales tengo 1195
por dichoso.

Antístrofa 2.a
Tú, que, tras disparar el arco55 con incomparable
destreza, conseguiste una dicha por completo afortuna­
da, ¡oh Zeus!, después de hacer perecer a la doncella
de corvas garras cantora de enigmas, y te alzaste como 1200
un baluarte contra la muerte en mi tierra. Y, por ello,
fuiste aclamado como mi rey y honrado con los mayo­
res honores, mientras reinabas en la próspera Tebas.

Estrofa 2.a'
Y ahora, ¿de quién se puede oír decir que es más
desgraciado? ¿Quién es el que vive entre violentas pe- 1205
ñas, quién entre padecimientos con su vida cambiada?
¡Ah noble Edipo, a quien le bastó el mismo espacioso
puerto para arrojarse como hijo, padre y esposo!
¿Cómo, cómo pudieron los surcos paternos56 tolerarte 1210
en silencio, infortunado, durante tanto tiempo?

54 E ste c o r o desarrolla el tem a de lo van o de la vida hu­


m ana, tem a tó p ico qu e en con tra m os a lo largo d e tod a la lite­
ratura griega.
55 Es decir, tras acertar las respuestas de la Esfinge.
56 Im agen que n os parece m ás desgarrada de lo que parecía
a los griegos y m u y repetida. E n esta m ism a tragedia, la en­
con tra m os en lo s vv. 1257, 1485, 1497, y en Antigona., en el v. 569.
En E s q u il o , en Siete contra Tebas 753.
358 TRAGEDIAS

Antístrofa 2.a
Te sorprendió, a despecho tuyo, el tiempo que todo
lo ve y condena una antigua boda que no es boda en
1215 donde se engendra y resulta engendrado: ¡Ah, hijo de
Layo, ojalá, ojalá nunca te hubiera visto! Yo gimo
1220 derramando lúgubres lamentos de mi boca; pero, a decir
verdad, yo tomé aliento gracias a t i 57 y pude adormecer
mis ojos.
(Sale un mensajero del palacio.)
M e n s a j e r o . — ¡Oh vosotros, honrados siempre, en
grado sumo, en esta tierra! ¡Qué sucesos vais a escu­
char, qué cosas contemplaréis y en cuánto aumentaréis
1225 vuestra aflicción, si es que aún, con fidelidad, os preocu­
páis de la casa de los Labdácidas! Creo que ni el Istro
ni el Fasis58 podrían lavar, para su purificación, cuanto
oculta este techo y los infortunios que, enseguida, se
1230 mostrarán a la luz, queridos y no involuntarios. Y, de
las amarguras, son especialmente penosas las que se
demuestran buscadas voluntariamente. -
C o r i f e o . — Los hechos que conocíamos son ya muy
lamentables. Además de aquéllos, ¿qué anuncias?
1235 M e n s a j e r o . — Las palabras más rápidas de decir y
de entender: ha muerto la divina Yocasta.
C o r i f e o . — ¡Oh desventurada! ¿Por qué causa?
M e n s a j e r o . — Ella, por sí misma. De lo ocurrido fal­
ta lo más doloroso, al no ser posible su contempla­
ción. Pero, sin embargo, en tanto yo pueda recordarlo
1240 te enterarás de los padecimientos de aquella infortu­
nada. Cuando, dejándose llevar por la pasión atravesó
el vestíbulo, se lanzó derechamente hacia la cámara nup-

57 E l C oro, tal vez, alud e al re s p ir o que h a supuesto para


el p u e b lo d e Tebas el p e r io d o entre la d estru cción d e la Es­
fin ge y el presente.
58 S o n lo s río s D anubio y R ión , q u e d esem b oca n en el m a r
N egro. Están ya cita d os p o r H e s ío d o (Teogonia 339).
EDIPO REY 359

cial mesándose los cabellos con ambas manos. Una vez


que entró, echando por dentro los cerrojos de las puer­
tas, llama a Layo, muerto ya desde hace tiempo, y le 1245
recuerda su antigua simiente, por cuyas manos él mis­
mo iba a morir y a dejar a su madre como funesto
medio de procreación para sus hijos. Deploraba el lecho
donde, desdichada, había engendrado una doble descen­
dencia: un esposo de un esposo y unos hijos de hijos. 1250
Y , después de esto, ya no sé cómo murió; pues Edi­
po, dando gritos, se precipitó y, por él, no nos fue po­
sible contemplar hasta el final el infortunio de aquélla;
más bien dirigíamos la mirada hacia él mientras daba
vueltas.
En efecto, iba y venía hasta nosotros pidiéndonos 1255
que le proporcionásemos una espada y que dónde se
encontraba la esposa que no era esposa, seno materno
en dos ocasiones, para él y para sus hijos.
Algún dios se lo mostró, a él que estaba fuera de sí,
pues no fue ninguno de los hombres que estábamos
cerca. Y gritando de horrible modo, como si alguien le 126O
guiara, se lanzó contra las puertas dobles y, combán­
dolas, abate desde los puntos de apoyo los cerrojos y se
precipita en la habitación en la que contemplamos a la
mujer colgada, suspendida del cuello por retorcidos
lazos. Cuando él la ve, el infeliz, lanzando un espantoso 1265
alarido, afloja el nudo corredizo que la sostenía. Una vez
que estuvo tendida, la infortunada, en tierra, fue terrible
de ver lo que siguió: arrancó los dorados broches de su
vestido con los que se adornaba y, alzándolos, se golpeó 1270
con ellos las cuencas de los ojos, al tiempo que decía
cosas como éstas: que no le verían a él, ni los males que
había padecido, ni los horrores que había cometido,
sino que estarían en la oscuridad el resto del tiempo
para no ver a los que no debía y no conocer a los que
deseaba.
360 TRAGEDIAS

1275 Haciendo tales imprecaciones una y otra vez — que


no una sola— , se iba golpeando los ojos con los broches.
Las pupilas ensangrentadas teñían las mejillas y no des­
tilaban gotas chorreantes de sangre, sino que todo se
mojaba con una negra lluvia y granizada de sangre.
1280 Esto estalló por culpa de los dos, no de uno sólo,
pero las desgracias están mezcladas para el hombre y
la mujer. Su legendaria felicidad anterior era entonces
una felicidad en el verdadero sentido; pero ahora, en el
momento presente, es llanto, infortunio, muerte, igno-
1285 minia y, de todos los pesares que tienen nombre, nin­
guno falta.
C o r i f e o . — ¿Y ahora se encuentra el desdichado en
alguna tregua de su mal?
M e n s a j e r o . — Está gritando que se descorran los ce­
rrojos y que miiestren a todos los Cadmeos al homicida,
al que de su madre..., profiriendo expresiones impías,
1290 impronunciables para mí, como si se fuera a desterrar
él mismo de esta tierra y a no permanecer más en el
palacio, estando como está sujeto a la maldición que
lanzó. Lo cierto es que requiere un soporte y un guía,
pues la desgracia es mayor de lo que se puede tolerar.
1295 Te lo mostrará también a ti, pues se abren los cerrojos
de las puertas. Pronto podrás ver un espectáculo tal,
como para mover a compasión, incluso, al que le odiara.
(Se abren las puertas del palacio y aparece Edipo
con la cara ensangrentada, andando a tientas.)

Coro.
¡Oh sufrimiento terrible de contemplar para los hom­
bres! ¡Oh el más espantoso de todos cuantos yo me he
encontrado! 59. ¿Qué locura te ha acometido, oh infeliz?
1300 ¿Qué deidad es la que ha saltado, con salto mayor que

59 E l escoliasta señala q u e el C o ro volvía la cabeza a la


vista d e E dipo.
EDIPO REY 361

los más largos, sobre su desgraciado destino? m. ¡Ay, ay,


desdichado! Pero ni contemplarte puedo, a pesar de que
quisiera hacerte muchas preguntas, enterarme de mu- 1305
chas cosas y observarte mucho tiempo. ¡Tal horror me
inspiras!
E d i p o . — ¡Ah, ah, desgraciado de mí! ¿A qué tierra
seré arrastrado, infeliz? ¿Adónde se me irá volando, en i3 io
un arrebato, mi voz? ¡Ay, destino! ¡Adonde te has mar­
chado?
C o r i f e o . — A un desastre terrible que ni puede es­
cucharse ni contemplarse.

Estrofa 1 .a
E d ip o . — ¡Oh nube de mi oscuridad, que me aíslas,
sobrevenida de indecible manera, inflexible e irreme- 1315
diable! ¡Ay, ay de mí de nuevo! ¡Cómo me penetran, al
mismo tiempo, los pinchazos de estos aguijones y el
recuerdo de mis males!
C o r i f e o . — No tiene nada de extraño que en estos
sufrimientos te lamentes y soportes males dobles61. 1320

Antrístrofa 1 .a
E d i p o . — ¡Oh amigo!, tú eres aún mi fiel servidor,
pues todavía te encargas de cuidarme en mi ceguera.
¡Uy, uy!, no me pasas inadvertido, sino que, aunque estoy 1325
en tinieblas, reconozco, sin embargo, tu voz.
C o r i f e o . — ¡Ah, tú que has cometido acciones horri­
bles! ¿Cómo te atreviste a extinguir así tu vista?, ¿qué
dios te impulsó?

60 Otra idea rep etida en la tragedia: q u e la divinidad m anda


su frim ientos m ayores que lo q u e se cre e pu ed e sop orta r el
h om bre,
61 L os d olo re s físico s, d e u n la d o, y los q u e soporta inte­
riorm ente.
362 TRAGEDIAS

Estrofa 2 .a
E d i p o . — Apolo era, Apolo, amigos, quien cumplió en
1330 mí estos tremendos, sí, tremendos, infortunios míos.
Pero nadie los hirió con su mano sino yo, desventurado.
1335 Pues ¿qué me quedaba por ver a mí, a quien, aunque
viera, nada me sería agradable de contemplar?
C o r o . — Eso es exactamente como dices.
E d i p o . — ¿Qué es, pues, para mí digno de ver o de
amar, o qué saludo es posible ya oír con agrado, ami-
1340 gos? Sacadme fuera del país cuanto antes, sacad, oh
amigos, al que es funesto en gran medida, al maldito so-
1345 bre todas las cosas, al más odiado de los mortales in­
cluso para los dioses.
C o r i f e o . — ¡Desdichado por tu clarividencia, así
como por tus sufrimientos! ¡Cómo hubiera deseado no
haberte conocido nunca!

Antístrofa 2 .a
E d i p o . — ¡Así perezca aquel, sea el que sea, que me
tomó en los pastos, desatando los crueles grilletes de mis
1350 pies, me liberó de la muerte y me salvó, porque no hizo
nada de agradecer! Si hubiera muerto entonces, no ha-
1355 bría dado lugar a semejante penalidad para mí y los
míos.
C o r o . — Incluso para mí hubiera sido mejor.
E d i p o . — No hubiera llegado a ser asesino de mi pa­
dre, ni me habrían llamado los mortales esposo de la que
1360 nací. Ahora, en cambio, estoy desasistido de los dioses,
soy hijo de impuros, tengo hijos comunes con aquella de
1365 la que yo mismo — ¡desdichado!— nací. Y si hay un mal
aún mayor que el mal, ése le alcanzó a Edipo.
C o r i f e o . — No veo el modo de decir que hayas to­
mado una buena decisión. Sería preferible que ya no
existieras a vivir ciego.
E d ip o . — No in te n te s d e c ir m e q u e e s to n o e stá así
1370 h e c h o d e la m e jo r m a n e r a , n i m e h a g a s y a r e c o m e n d a c io -
EDIPO REY 363

nes. No sé con qué ojos, si tuviera vista, hubiera podido


mirar a mi padre al llegar al Hades, ni tampoco a mi
desventurada madre, porque para con ambos he come­
tido acciones que merecen algo peor que la horca. Pero, 1375
además, ¿acaso hubiera sido deseable para mí contem­
plar el espectáculo que me ofrecen mis hijos, nacidos
como nacieron? No por cierto, al menos con mis ojos.
Ni la ciudad, ni el recinto amurallado, ni las sagra­
das imágenes de los dioses, de las que yo, desdichado
— que fui quien vivió con más gloria en Tebas— , me pri- 1380
vé a mí mismo cuando, en persona, proclamé que
todos rechazaran al impío, al que por obra de los dioses
resultó impuro y del linaje de Layo. Habiéndose mostra­
do que yo era semejante mancilla, ¿iba yo a mirar a 1385
éstos con ojos francos? De ningún modo. Por el contra­
rio, si hubiera un medio de cerrar la fuente de audición
de mis oídos, no hubiera vacilado en obstruir mi infor­
tunado cuerpo para estar ciego y sordo. Que el pensa- 1390
miento quede apartado de las desgracias es grato.
¡Ah, Citerón! ¿Por qué me acogiste? ¿Por qué no
me diste muerte tan pronto como me recibiste, para que
nunca hubiera mostrado a los hombres de dónde había
nacido? ¡Oh Pólibo y Corinto y antigua casa paterna
— sólo de nombre— , cómo me criasteis con apariencia de 1395
belleza, pero corrompido de males por dentro! Ahora soy
considerado un infame y nacido de infames.
¡Oh tres caminos y oculta cañada, encinar y desfila­
dero en la encrucijada, que bebisteis, por obra de mis
manos, la sangre de mi padre que es la mía! ¿Os acor- 1400
dáis aún de mí? ¡Qué clase de acciones cometí ante vues­
tra presencia y, después, viniendo aquí, cuálés cometí de
nuevo! ¡Oh matrimonio, matrimonio, me engendraste y,
habiendo engendrado otra vez, hiciste brotar la misma m os
simiente y diste a conocer a padres, hermanos, hijos,
sangre de la misma familia, esposas, mujeres y madres
364 TRAGEDIAS

y todos los hechos más abominables que suceden entre


los hombres! Pero no se puede hablar de lo que no es
1410 noble hacer. Ocultadme sin tardanza, ¡por los dioses!,
en algún lugar fuera del país o matadme o arrojadme al
m ar62, donde nunca más me podáis ver. Venid, dignaos
tocar a este hombre desgraciado. Obedecedme, no ten-
1415 gáis miedo, ya que mis males ningún mortal, sino yo,
puede arrostrarlos.
C o r i f e o . — A propósito de lo que pides, aquí se pre­
senta Creonte para tomar iniciativas o decisiones, ya que
se ha quedado como único custodio del país en tu lugar.
E d i p o . — ¡Ay de mí! ¿Qué palabras le voy a dirigir?
1420 ¿Qué garantía justa de confianza podrá aparecer en mí?
Pues de mi enfrentamiento anterior con él, en todo me
descubro culpable.
(Entra Creonte.)
C r e o n t e . — No he venido a burlarme, Edipo, ni a
echarte en cara ninguno de los ultrajes de antes. (Diri­
giéndose al Coro.) Pero si no sentís respeto ya por la
1425 descendencia de los mortales, sentidlo, al menos, por el
resplandor del soberano Helios que todo lo nutre y no
mostréis así descubierta una mancilla tal, que ni la tie­
rra ni la sagrada lluvia ni la luz acogerán. Antes bien,
1430 tan pronto como sea posible, metedle en casa; porque lo
más piadoso es que las deshonras familiares sólo las
vean y escuchen los que forman la familia.
E d i p o . — ¡Por los dioses!, ya que me has liberado de
mi presentimiento al haber llegado con el mejor ánimo
junto a mí, que soy el peor de los hombres, óyeme, pues
a ti te interesa, que no a mí, lo que voy a decir.
1435 Cr eo nte. — ¿Y qué necesitas obtener para suplicár­
melo así?

62 E ra co stu m b re a rroja r al m a r las in m u ndicias y, a veces,


tam bién a los p ro p io s con d en ad os a m uerte.
EDIPO REY 365

E d i p o . — Arrójame enseguida de esta tierra, donde


no pueda ser abordado por ninguno de los mortales.
C r e o n t e . — Hubiera hecho esto, sábelo bien, si no
deseara, lo primero de todo, aprender del dios qué hay
que hacer.
E d ip o . — Pero la respuesta de aquél quedó bien evi- 1440

dente: que yo perezca, el parricida, el impío.


C r e o n t e . — De este modo fue dicho; pero, sin em­
bargo, en la necesidad en que nos encontramos es más
conveniente saber qué debemos hacer.
E d i p o . — ¿ E s q u e v a is a p e d ir in fo r m a c ió n so b r e u n
h o m b r e ta n m is e r a b le ?
C reo n te. — Sí, y tú ahora sí que puedes creer en la 1445

divinidad.
E d ip o . — En ti también confío y te hago una peti­
ción: dispon tú, personalmente, el enterramiento que
gustes de la que está en casa63. Pues, con rectitud, cum­
plirás con los tuyos. En cuanto a mí, que esta ciudad 1450
paterna no consienta en tenerme como habitante mien­
tras esté con vida, antes bien, dejadme morar en los
montes, en ese Citerón que es llamado mío, el que mi
padre y mi madre, en vida, dispusieron que fuera legí­
tima sepultura para mí, para que muera por obra de
aquellos que tenían que haberme matado.
No obstante, sé tan sólo una cosa, que ni la enfer- 1455
medad ni ninguna otra causa me destruirán. Porque no
me hubiera salvado entonces de morir, a no ser para
esta horrible desgracia. Pero que mi destino siga su cur­
so, vaya donde vaya. Por mis hijos varones no te pre- 1460
ocupes, Creonte, pues hombres son, de modo que, donde
fuera que estén, no tendrán nunca falta de recursos.
Pero a mis pobres y desgraciadas hijas, para las que
nunca fue dispuesta mi mesa aparte de mí, sino que de
cuanto yo gustaba, de todo ello participaban siempre, a 1465

63 Y ocasta, cu y o n o m b re n o osa pronu nciar.


366 TRAGEDIAS

éstas cuídamelas. Y, sobre todo, permíteme tocarlas con


mis manos y deplorar mis desgracias. ¡Ea, oh Señor!
¡Ea, oh noble en tu linaje! Si las tocara con las manos,
1470 me parecería tenerlas a ellas como cuando veía. ¿Qué
digo? (Hace ademán de escuchar.) ¿No estoy oyendo llo­
rar a mis dos queridas hijas? ¿No será que Creonte por
compasión ha hecho venir lo que me es más querido, mis
1475 dos hijas? ¿Tengo razón?
(Entran Antigona e Ismene conducidas por un
siervo.)
C r e o n t e . — La tienes. Yo soy quien lo ha ordenado,
porque imaginé la satisfacción que ahora sientes, que
desde hace rato te obsesionaba.
E d i p o . — ¡Ojalá seas feliz y que, por esta acción, con-
1480 sigas una divinidad que te proteja mejor que a mí! ¡Oh
hijas! ¿Dónde estáis? Venid aquí, acercaos a estas fra­
ternas manos mías que os han proporcionado ver de esta
manera los ojos, antes luminosos, del padre que os en­
gendró. Este padre, que se mostró como tal para vos-
1485 otras sin conocer ni saber dónde había sido engendrado
él mismo.
Lloro por vosotras dos — pues no puedo miraros— ,
cuando pienso qué amarga vida os queda y cómo será
preciso que paséis vuestra vida ante los hombres. ¿A qué
1490 reuniones de ciudadanos llegaréis, a qué fiestas M, de
donde no volváis a casa bañadas en lágrimas, en lugar de
gozar del festejo? Y cuando lleguéis a la edad de las
bodas, ¿quién será, quién, oh hijas, el que se expondrá
a aceptar semejante oprobio, que resultará una ruina
1495 para vosotras dos como, igualmente, lo fue para mis pa-

M E l p o e ta anacrónicam ente está pen sa n do en las costu m ­


b res de la Atenas de su tiem po. Las homilías eran las oca sion es
en q u e las m u jeres de Atenas p od ía n a pa recer en p ú b lico, y las
heortás sugieren festivales c o m o las T esm oforia s, Panateneas o
las grandes D ionisíacas, en qu e las m u jeres acu dían al teatro.
EDIPO REY 367

dre?65. ¿Cuál de los crímenes está ausente? Vuestro pa­


dre mató a su padre, fecundó a la madre en la que él
mismo había sido engendrado y os tuvo a vosotras de la
misma de la que él había nacido. Tales reproches sopor- isoo
taréis. Según eso, ¿quién querrá desposaros? No habrá
nadie, oh hijas, sino que seguramente será preciso que
os consumáis estériles y sin bodas.
¡Oh hijo de Meneceo!, ya que sólo tú has quedado
como padre para éstas — pues nosotros, que las engen­
dramos, hemos sucumbido los dos— , no dejes que las isos
que son de tu familia vaguen mendicantes sin esposos,
no las iguales con mis desgracias. Antes bien, apiádate
de ellas viéndolas a su edad así, privadas de todo excepto
en lo que a ti se refiere. Prométemelo, ¡oh noble amigo!, ísio
tocándome con tu mano. Y a vosotras, ¡oh hijas!, si ya
tuvierais capacidad de reflexión, os daría muchos conse­
jos. Ahora, suplicad conmigo para que, donde os toque
en suerte vivir, tengáis una vida más feliz que la del pa­
dre que os dio el ser.
C r e o n t e . — Basta ya de gemir. Entra en palacio. 1515
E d i p o . — Te obedeceré, aunque no me es agradable.
C r e o n t e . — Todo está bien en su momento oportuno.
E d i p o . — ¿Sabes bajo qué condiciones me iré?
C r e o n t e . — Me lo dirás y, al oírlas, me enteraré.
E d i p o . — Que me envíes desterrado del país.
Creonte. — Me pides un don que incumbe a la divi­
nidad.
E d ip o . — Pero yo he llegado a ser muy odiado por los
dioses.
Cr eo n te. — Pronto, en tal caso, lo alcanzarás.
E d ip o . — ¿Lo a s e g u r a s? 1520

*5 O tra in terp retación es la dad a p o r G. K e n n e d y , al c o n ­


jetu ra r tais emaîs gonaîsi y evitar, así, este inusual em pleo del
dativo goneüsin. La tra d u cción sería en ton ces: «q u e resultará
fu n esto para ella c o m o para sus descendientes».
368 TRAGEDIAS

Creonte. — Lo que no pienso, no suelo decirlo en


vano.
E d ip o . — Sácame ahora ya de aquí.
Cr eo n te. — Márchate y suelta a tus hijas.
E d i p o . — E n modo alguno me las arrebates.
C r e o n t e . — No quieras vencer en todo, cuando, inclu­
so aquello en lo que triunfaste, no te ha aprovechado en
la vida.
(Entran todos en palacio.)
C o r i f e o . — ¡Oh habitantes de mi patria, Tebas, mi-
1525 rad: he aquí a Edipo, el que solucionó los famosos enig­
mas y fue hombre poderosísimo; aquel al que los ciuda­
danos miraban con envidia por su destino! ¡En qué
cúmulo de terribles desgracias ha venido a parar! De
modo que ningún mortal puede considerar a nadie feliz
1530 con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al
término de su vida sin haber sufrido nada doloroso.
ELECTRA
INTRODUCCIÓN

ESTRU CTU R A D E L DRAM A

P rólogo (1-120). O restes explica su p la n d e a cció n a Pílades,


p e ro , en p rim er lugar, van a m b os a derram ar lib a cion es y
presen tar ofren d a s so b re la tu m ba d e A gam enón. D esde el
v. 86, ocu p a n el p r ó lo g o lo s lam en tos d e E lectra.
PA r o d o (121-250). E l C o ro entra du rante los lam en tos de E lectra,
e in icia u n largu ísim o d iá log o líric o com p u esto p o r tres
pares de estrofa s y el e p o d o final. Cada u na d e ellas está
rep artida entre las palabras del C o ro y las d e E lectra.
E n ellas queda clara la resuelta a ctitu d de E lectra d e fi­
d elida d a su p a d re y la esperanza en la venganza d e
O restes. E l C oro, aunque sim patiza c o n ella, le recom ien ­
da calm a, con fia n za en los dioses y esperanza en la vuelta
de O restes, adem ás d e p a cien cia c o n su m a d re y c o n
E gisto. E lla se resiste, d icien d o qu e e llo su p on d ría desleal­
ta d p a ra su padre.
E p is o d io 1.° (251471). C om p ren d e d o s partes. La p rim era (hasta
el v. 327) es u n d iá log o en tre E lectra y el co rife o . Ella
ju s tifica su co n d u cta y se r e co n fo r ta co n la idea de q u e
O restes volverá. E n la segunda p a rte hay u n a discu sión
en to n o airado en la que, p o r o p o s ic ió n a Crisótem is, se
p on en d e m an ifiesto los ra sgos d el ca rá cter de E lectra,
a quien n o a fecta n las am enazas q u e sob re ella se ciern en
y q u e ord en a a su herm ana d esob ed ecer a su m adre.
E s t á s im o 1.» (472-515). B reve ca n to cora l co m p u e sto de estrofa ,
an tístrofa y e p o d o . E l C oro está esperan zado desde q u e
h a sa b id o que Clitem estra h a ten ido una v isión noctu rna,
372 TRAGEDIAS

y p re d ice q u e p r o n to será ven ga do el espíritu de Agam e­


n ó n c o n el castigo a los autores de su m uerte.
Episodio 2.° (516-1057). A barca cu a tro escenas. E n la prim era
(hasta el v. 659) Clitem estra dia loga c o n E lectra y am bas
se recrim in an agriam ente. T erm in a c o n u na plegaria de la
p rim era a A p olo. E n la segunda p a rte (hasta el 803) el
P ed a gogo entra disfra za do y cu enta en u na larga narra­
ció n la supuesta m u erte de O restes, C litem estra se siente
liberada y E lectra perdida. E n tra el fa lso m en sa jero en
p a la cio pa ra ser agasajado. La tercera escena (hasta el
870) es u n d iá log o líric o en tre E lectra y el C oro, en el
q u e la jo v e n gim e ante su soleda d . E n la cuarta escena
(hasta el v. 1057) entra a lb oroza d a C risótem is p o r h aber
d escu b ierto so b re la tu m b a d e su p a d re pruebas de la
presen cia de Orestes. E lectra le tran sm ite las n oticias
recien tes del p ed a gogo y le p id e co la b o ra ció n para llevar
a ca b o sus p ro p ó s ito s d e venganza. C risótem is n o acepta,
y la d iscu sió n llega a su clím a x en la esticom itia final.
E s t á s i m o 2.° (1058-1097). De d os corta s estrofa s c o n sus antístro-
fas corresp on d ien tes. E n ellas h ay un e c o d e la actitu d
d e las d os herm anas. C om paran la con d u cta de las aves
del cielo y rep roch a n qu e C risótem is no se co m p o rte
c o m o ellas. P ero la im p ied a d n o escapará al castigo. De­
sea q u e A gam enón se entere d e c ó m o están las cosa s y
d e la d isp o sició n d e E lectra, com p letam en te sola ante un
destino que h a a cepta do, pa ra la que im p lora el triu n fo.
E p i s o d i o 3.° (1098-1383). O restes y Pílades se presen tan a sí m is­
m o s c o m o focen ses q u e vien en a com p a ñ a d os de d os cria­
dos, u n o de ellos co n u na urna. O restes se da a co n o ce r
a E lectra, q u e da rien da suelta a su alegría. H ablan de
sus planes. E l P e d a d ogo entra en escena (1326) pa ra ur-
girles a n o p e rd e r tie m p o en palabras. S e da a con ocer.
E ntran los tres en p a la cio y E lectra, tras una b reve p le­
garia a A p olo, les sigue.
E s t As i m o 3.° (1384-1397). B revísim o en extensión , a barca s ó lo una
e stro fa y su a ntístrofa. E n ellas el C oro im agina lo que
están h acien d o los ven gadores co n d u cid o s a su m eta p o r
lo s d ivinos pod eres.
ELECTRA 373

É xodo (1398-1510). Se in icia c o n u n d iá log o lírico . E lectra sale


de p a la cio para d escribirn os la situ a ción aden tro. La m u er­
te d e C litem estra (hasta el 1421) o cu rre p rim ero. L u ego se
a proxim a E gisto, al q u e la jo v e n recib e c o n am biguas
palabras. L os extra n jeros descu b ren el ca dá ver de Clite­
m estra, y E gisto, p o r su p ie, entra en p a la cio, don d e va
a co rre r la m ism a suerte q u e aquélla.

NO TA B IB L IO G R A FIC A

R . G. K a ib e l, Electra, Leipzig, 1896.


R. C. J ebb , The tragedies of Sophocles, C am bridge, 1904.
— Electra, C am bridge, 1908.
A. C. P e a r s o n , Sophoclis Fabulae, O x ford , 1924.
A. D a i n y P, M a z o n , Sophocle, I I : Ajax, Oedipe Roi, Elèctre,
París, 1958.
L. G il, Sófocles. Antigona, Edipo Rey, 'Electra, M adrid, 1969.
M. B en a v en te, Sófocles. Tragedias, M adrid, 1970.
J. Pallí, Sófocles. Teatro Completo, Barcelona, 1973.

N O TA SO B R E L A E D IC IÓ N

Señalamos los pasajes en los que no hemos seguido


el texto de A. C. Pearson.

PASAJE TEXTO DE PEARSON TEXTO ADOPTADO

33 πατρός πατρί
45 Φωκέως Φωκεύς
81 κάικΧκσΰσωμεν κ ά ν α κ ο ύ σ ω μ εν
84-85 φίρειν/νίκην τέ φημι φέρει / νίκην τ ’ έφ’ ήμίν
102 αίκως άδίκως
163 βήμοαι λήματι
187 τεκέων τοκέων
215-216 τά παρόντ’ ; ... αίκως. τά παρόντ’ αίκώς;
374 TRAGEDIAS

PASAJE TEXTO DE PEARSON TEXTO ADOPTADO

221 δείν ’ έν δειν οίς ήναγ- Δ ε ιν ο ίς ήναγκάσθην


κ ά σθ η ν ν οίς'
257 εί τ ι ς η τ ις
364 λ αχεΐν τυχειν
483 φόσας {σ ’ ) 'Ε λ λ ή ν ω ν ψ ύσας Έ λλάνων
581 τ ίθ η ς τιθ η ς
676 τ ε κ α ί τ ό τ ’ έννέπω τε καί π άλαι λ έγ ω
686 δρόμον δρόμ οι»
783 άπηλλάγην ά ιιή λ λ α γ μ α ι
898 έγ χ ρ ίμ ιιτει έν χ ρ tnTT|
914 έλάνθανεν έλάνθαν’ &ν
1015 π είθ οο π ιθοΰ
1070 νοσοΰντ’ ν ο σ εί
1075 τ ό γ ’ άεΐ π ά ρ ο ς τόν άεί π α τρ ό ς
1260 oCv ά ν τ ά ξ ι ’ &ν ουν ά ξ ί α ν
1283 όργάν όρμ άν
1457 τογχάνει τυγχάνοι

También podría gustarte