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La Nave y Las Tempestades. T. 1 - Alfredo Saenz

Este documento resume tres grandes tempestades que enfrentó la Iglesia a lo largo de la historia: 1) La persecución de la Iglesia primitiva por parte de la sinagoga y el Imperio Romano, 2) Las persecuciones del Imperio Romano pagano contra los cristianos en los primeros siglos, y 3) El arrianismo, una herejía cristológica que desafió a la Iglesia en el siglo IV.
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La Nave y Las Tempestades. T. 1 - Alfredo Saenz

Este documento resume tres grandes tempestades que enfrentó la Iglesia a lo largo de la historia: 1) La persecución de la Iglesia primitiva por parte de la sinagoga y el Imperio Romano, 2) Las persecuciones del Imperio Romano pagano contra los cristianos en los primeros siglos, y 3) El arrianismo, una herejía cristológica que desafió a la Iglesia en el siglo IV.
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LA NAVE Y LAS TEMPESTADES

La Sinagoga y la Iglesia primitiva Las persecuciones del


Imperio Romano El arrianismo

LA NAVE Y LAS TEMPESTADES


LA NAVE Y LAS TEMPESTADES
La Sinagoga y la Iglesia primitiva Las persecuciones del
Imperio Romano El arrianismo
EDICIONES GLADIUS 2002
Imagen de portada: La Tempestad, Pedro Bruegel “el Viejo” (c.
1525-1569)

Todos los derechos reservados


Prohibida su reproducción total o parcial
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 © 2002 by
Ediciones Gladius
Con las debidas licencias
I.S.B.N. Nº 950-9674-61-3

Índice
Introducción, por Federico Mihura Seeber ............... 7 Prólogo
................................................................. 21
PRIMERA TEMPESTAD
La Sinagoga y la Iglesia primitiva ................... 25

I. ¿Una rama de la religión judaica? ................... 29


II. Las persecuciones del Sanedrín ...................... 35
III. El caso del centurión Cornelio ........................ 39
IV. El incidente de Antioquía
y el Concilio de Jerusalén ............................ 42
V. Pablo, el apóstol de la gentilidad ..................... 45
VI. El martirio de Santiago
y la destrucción de Jerusalén ....................... 48

SEGUNDA TEMPESTAD
Las persecuciones del Imperio Romano ........ 55

I. El Imperium Romanum ................................... 57


II. La serie de persecuciones ............................... 63
1. El siglo primero ........................................... 64
2. El siglo segundo .......................................... 75
3. El siglo tercero ............................................ 81
4. La paz de Constantino ................................ 90
5. Visión retrospectiva ..................................... 93
III. La reacción condigna de la Iglesia ................... 96
1. Los apologistas ........................................... 97
2. El testimonio de la sangre ......................... 114
IV. El último remezón y el triunfo
de Teodosio ............................................... 134
V. La asunción de los grandes valores
del Imperio ................................................ 144

TERCERA TEMPESTAD

El Arrianismo ................................................... 153


I. Aparición del arrianismo ............................... 156

1. La herejía de Arrio .................................... 157


2. La actitud de Constantino
y el Concilio de Nicea ............................. 165
3. Las vacilaciones de Constantino ............... 173

II. Auge y apogeo del arrianismo ....................... 184


1. Avance de los arrianos .............................. 186
2. Repunte de la ortodoxia ............................ 190
3. Retoma triunfal del arrianismo .................. 195
a. La política religiosa de Constancio. Sínodos de Arlés y de Milán
................. 195
b. El destierro de Atanasio ......................... 198
c. Divisiones entre los arrianos ................... 204
d. El caso del papa Liberio ......................... 206
e. El doble sínodo de Seleucia-Rímini ........ 207
f. La actitud de Juliano el Apóstata ............ 212
g. El emperador Valente y la última
persecución arriana ............................. 218
III. El triunfo de la ortodoxia ................................ 223
IV. La resistencia católica, visión panorámica ...... 229
1.Los grandes obispos de la lucha
antiarriana ........................................... 229
2.El instinto sobrenatural del pueblo
cristiano ............................................... 248

Libros consultados .............................................. 255


Introducción

Un nuevo libro debido a la prolífica pluma del padre Sáenz, ad


maiorem Dei gloriam, para la difusión de la Verdad y la edificación
de los hermanos en la Fe. Con el último que me había tocado
prologarle creí completada esta su labor de esclarecimiento
histórico-teológico. El padre Sáenz había abarcado, en una síntesis
muy bien elegida, las etapas más significativas para una
interpretación de la historia que, para un cristiano, no puede ser otra
que la que resulta de la respuesta humana al designio divino de la
redención operada en Cristo. La serie histórica del padre Sáenz
abarcaba, desde aquella primera relación de la Humanidad
receptiva, acogedora del Mensaje, en La Cristiandad y su
cosmovisión, pasando por este que entendemos como culminación
del non serviam y la apostasía anti-crística en El Nuevo Orden
Mundial, hasta la sugerencia de un previsible destino en aquel
magnífico relevamiento de premoniciones postrimeras de autores
cristianos en El Fin de los Tiempos y seis autores modernos. Pero
había un “cabo”, sin embargo, en esta inteligente descripción de la
historia humana en relación a Cristo. Porque aquellas primeras
obras abarcaban a lo que conocemos como la “Cristiandad”: el
Mundo, y la historia humana influidos por Cristo y su Mensaje. El
apogeo de su recepción asimilativa en la Cristiandad verdadera, y el
apogeo de su perversión en este Mundo de la “preñez de los
tiempos” que, habiendo conocido a Cristo, no puede, sin embargo,
serle indiferente. Y el “cabo” al que me he referido y al que ahora ha
atacado el padre y tenemos entre manos es este: la misma historia
de Salvación y Rebeldía, pero vista ahora desde el foco de la misma
Iglesia de Cristo. De ésta, que es el alma y núcleo de la historia
humana después de Cristo, y que en tal carácter es lo que confería
sentido y orientaba, primero, a la “Cristiandad”, que es desafiada
luego de un modo especial en el “Nuevo Orden”, y a la que
específicamente se dirigen las prevenciones y admoniciones de la
Profecía. El primer enfoque histórico lo fue, pues, desde el “Mundo”
en relación con la Iglesia; ahora es la propia Iglesia la que es vista
en la sucesión de sus relaciones con el Mundo. Y ésta es la “barca”
aludida en el título, la barca que, navegando en el mar del Mundo,
ha tenido su tiempo de bonanza y de avance venturoso en aquella
“edad de la Fe”, pero que mucho más habitualmente se ha visto y se
verá enfrentada a la necesidad de capear para no ser abismada por
las tempestades en el mar del Mundo.

Porque lo descripto por el padre Sáenz en La Cristiandad y su


cosmovisión no es otra cosa que el Mundo conquistado por el
Mensaje evangélico, y la depositaria del Mensaje, y de Cristo
mismo, es la Iglesia. Esta Iglesia, que está en el Mundo pero no es
de él, venció en su momento al Mundo y el mundo fue de ella. Fue
un triunfo según el modelo de Cristo-Cabeza: el triunfo de la Cruz y
del martirio. Y así como el Mundo-vencido por la Iglesia de Cristo no
fue un Mundo sojuzgado sino un Mundo con-vencido (¡y qué
maravillosamente floreció todo lo humano en esta su sumisión a lo
divino!), su Vencedor no fue, tampoco, un violento asolador sino un
“cordero degollado”. Aquella a quien había sido prometido el cetro y
la “vara de hierro” los poseyó, sin duda, pero como efecto del
sacrificio cruento de sí misma. ¡Qué endeble, que diminuta y frágil
aparece la barca de Pedro en la inmensidad del mar tempestuoso
del Mundo! ¡Qué de tribulaciones debió sufrir del Mundo para
mantenerse fiel al mandato del Maestro, y así conquistar al Mundo
sin ser conquistada –vencida y abismada– por él! Porque este
mandato era la obligación del apostolado: el Mundo enemigo debía
ser conquistado y vencido: vencido por la Palabra y el Testimonio.
La Palabra, en efecto, implicaba el Testimonio de la sangre, porque
el Mundo no quería ser vencido: con-vencido. Esto resulta
clarísimamente cuando repasamos, a través de la lectura del padre,
cuál fue la señal y el desencadenante de la persecución por parte
del paganismo: fue la “pretensión”, por parte de la Iglesia de Cristo,
de poseer la única verdad salvadora. La Iglesia no podía, en efecto,
acogerse al “beneficio” que le ofrecía la tolerancia del politeísmo
pagano, no podía condescender con “otros dioses”. La fe de Cristo
en aquella primera (dichosa) Iglesia era algo serio, y la caridad la
urgía 1. Y así la Iglesia, como depositaria de la verdad redentora del
hombre, aparecía “condenada” a la ortodoxia, a decir la verdad: no
podría nunca “sacudirse al Señor de encima”, ni “echarlo por la
borda”.
1 Cf. 2 Cor 5, 14.

Pero la Iglesia, que está en el Mundo y no es del Mundo, está


hecha, no obstante, con “material humano” sacado del Mundo. El no
ser del mundo es en ella sólo una vocación ascética, una difícil
renuncia siempre renovada. Pero sin duda que es del Mundo en el
sentido consignado: no está hecha con materia astral o angélica
sino con lodo humano. No es en el Mundo un cuerpo enquistado o
una piedra invulnerable a la fusión en el magma del Mundo. Es
permeable, ella también, a las influencias del Mundo. Y de este
modo los marineros de la barca, llamados a achicar el agua que
haya penetrado en ella por el embate de las olas, son muchas veces
precisamente aquellos que inclinan aviesamente la borda para que
penetre más agua, o abren vías de agua por el casco. Y ocurre
entonces que la barca, aun en períodos de bonanza exterior y
aparente, comienza a hundirse sin que nadie sepa por qué y su
perfil se va haciendo cada vez más indistinguible de la superficie
marina.

Porque las olas que mueven estas tempestades son algunas


exteriores, pero las hay también interiores. Y esto es lo que resalta
sugestivamente en la obra del padre Sáenz, donde han sido
descriptos modélicamente los que a nuestro entender son los tres
obstáculos “esenciales” con los que se ha enfrentado la Iglesia en
su misión de apostolado y conquista del Mundo, y con los que se
enfrentará siempre. Tres obstáculos: tres olas.
***

De las tres turbulencias históricas que señala el padre, sólo una –


sintomáticamente– responde a lo que hemos calificado como
“exterior”, es decir, como un adversario a la redención cristiana que
atacó a la Iglesia “desde fuera” de la Iglesia: el paganismo. Fueron
efectivamente las persecuciones romanas, inspiradas por él, las que
más típicamente se conocen como “persecuciones”: persecuciones
del Mundo contra la Iglesia. Y ésta es también la “ola” más
manifiestamente “ola”: la montaña de agua que se le viene encima.
Las otras dos olas ya lo son menos manifiestamente, porque son
“interiores”, y por ello también menos manifiestamente
“persecuciones”. Pero son una cosa y la otra, olas y persecuciones:
el cristianismo judaizante y la herejía.

En primer lugar, el judaísmo. O más bien –por tratarse de una


perturbación “interna” de la Iglesia–: el cristianismo judaizante.
Como bien lo destaca el padre, éste de los cristianos que
“judaizaban” constituyó el primer gran sacudón que sufrió la Iglesia.
Y fue una perturbación “interna”, ya que se trató, precisamente, del
nacimiento del cristianismo en su individualidad distinta del
judaísmo: el desgarramiento del “cordón umbilical” de la Iglesia
respecto de la Sinagoga. Esta separación no fue, y no pudo ser, una
separación pacífica porque igual que frente al paganismo, la Iglesia
no podía dejar de ejercer aquí, frente a los “padres”, su deber de
apostolado. Y el deber de apostolado cristiano respecto al judaísmo
obligaba al primero a condenar lo que a sus ojos constituía una
desviación del judaísmo auténtico y una traición a la Alianza:
porque, precisamente, en Cristo se verificaban las promesas
dirigidas a la vieja Israel. Consecuentemente, la Iglesia debió
recabar para sí la condición de verdadera Israel 2. Y la oposición a
aquellos que “judaizaban” en el interior de la primitiva Iglesia era, en
realidad, el rechazo a una actitud por la que ellos se apartaban, al
“judaizar”, de la verdadera fe judía. Por eso advierte San Juan a la
Iglesia de Esmirna contra aquellos que “se llaman a sí mismos
judíos y no lo son” 3. Para la primitiva Iglesia, la Sinagoga había
caducado y la herencia de Abraham era recogida por ella. Ahora
bien, nada podía enardecer más la inquina de los judíos
recalcitrantes, que esta pretensión de la nueva “secta” de
representar la ortodoxia judía contra ellos. Y esto fue la señal para el
inicio de la primera “ola” o persecución en la que tan sugestivamente
se entrecruzan los embates contra la Iglesia procedentes de los
judíos y los del poder romano. Fue, sin embargo, y pese a esa
connivencia con las autoridades romanas en la persecución contra
la Iglesia, un conflicto “interno” o “desde dentro”: desde dentro de la
familia de la religión bíblica.

Y la otra “ola” es también una ola “interna” o “de dentro”, y es la que


más ha amenazado siempre a la Iglesia. Ella es la representada por
los enemigos que surgieron de ella: los herejes. Estos que, dice San
Juan, “de nosotros han salido, pero no eran de los nuestros” 4. Lo
que quiere decir: que eran cristianos “de nombre”, pero no
verdaderos: los “anti-cristos”. Ahora bien, éstos pertenecen a la
Iglesia, permanecen en ella en tanto que la misma Iglesia no los
expulsa de su seno. De entre todas las herejías primitivas destaca
acertadamente el padre Sáenz, a la que más extendidamente y
durante más tiempo permaneció en la Iglesia. La que la penetró con
mayor intensidad y fue aceptada hasta el punto de hacerse casi
indistinguible de la verdadera Iglesia. Fue el arrianismo. Esta
poderosa herejía puso a prueba la capacidad de reacción de la
Iglesia naciente para mantener su identidad en la verdadera Fe. Los
más grandes representantes de la jerarquía episcopal surgieron de
esta lucha, y la cristiandad entera pudo comprobar la portentosa
vitalidad y salud de la Iglesia que expulsaba, en el curso del
conflicto, el germen patógeno en el concilio de Nicea, primer gran
modelo de concilio dogmático. La asistencia del “espíritu de Verdad”
se hacía patente, y la misma terrible herejía se convirtió en ocasión
para la formulación del inequívoco “credo” católico. Sin embargo,
mientras la herejía permaneció difundida en el cuerpo de la
cristiandad, la barca pareció abismada en el mar del error mundano:
“gimió el orbe entero
–llegó a expresar San Jerónimo– y quedó sorprendido al verse
arriano”.
2 “porque la circuncisión somos nosotros, los que servimos en el Espíritu de Dios y nos
gloriamos en Cristo Jesús y no ponemos nuestra confianza en la carne” (Fil 3,3).

3 Ap 2, 9.
4 1 Jn 2,19.
***

Ahora bien, este repaso histórico que el padre Sáenz ha realizado


para nosotros, despierta en nuestra conciencia una inquietante
advertencia. A la luz de la coherencia interna de estos momentos
históricos y atentos a lo que nos está tocando vivir... ¿no
encontramos en aquellas tempestades que enfrentó la Iglesia
naciente algo así como la “figura” de nuestros problemas
contemporáneos? ¿No se diseña aquí el “typo”, en la Iglesia
primitiva, de lo que como “anti-typo” se está manifestando en la
actual? La Historia de la Salvación está atravesada por signos y
analogías. Hay “repetición” en la Historia: repetición de hechos y
situaciones que, aunque no sean los mismos, participan de un
mismo “espíritu” en situaciones epocales diversas: son análogos. Y
es la visión de esta analogía lo que hace comprensible a la historia a
quienes intentan entenderla sub specie aeternitatis. Porque estas
repeticiones, analogías y figuras, son el signo de la acción
providente de Dios en el curso de la historia contingente y libre del
hombre: la “firma” de Dios en ella. Si, como todos sabemos, las
figuras vetero-testamentarias fueron “mensajes” del Espíritu para
esclarecer la fe en Cristo en los fieles judíos, ¿no vale esto también
para la comparación de los distintos tiempos en la historia de la
Iglesia? ¿No vale también para ella el principio de interpretación
bíblica que tan bien expresara San Agustín: “lo nuevo en lo antiguo
latet (está latente), lo antiguo en lo nuevo patet (se manifiesta)”? Si
así fuera, deberíamos leer esta historia interpretando su sentido a la
luz del presente, sirviéndonos recíprocamente del registro pasado
como orientación en la interpretación del presente. Porque, leyendo
al padre Sáenz, columbramos que la Iglesia ya ha vivido lo que
ahora vuelve a vivir, o que lo que está viviendo es en cierto modo
repetición de lo ya vivido. Sólo que este “ya ha vivido” y este “volver
a vivir” debe ser interpretado en toda su fuerza reveladora. Porque
lo que ahora nos toca es un “volver a vivir” con una característica y
una intensidad distintas, con una diferencia epocal en verdad
decisiva: porque aquello era inicial y –si la analogía es válida en
todos sus términos– esta situación de la Iglesia actual parece
terminal.

En los tiempos en que la Iglesia daba sus primeros pasos en la


historia, en los tiempos apostólicos y ya entonces, alertaba el
discípulo amado a los fieles sobre el hecho de que los tiempos del
anti-cristo ya habían comenzado 5. Así pues, la obra del anti-cristo,
que para los creyentes representa un acontecimiento terminal y
postrero, debe ser visto también, sin embargo, como operante
desde los comienzos. El “misterio de iniquidad” ya está actuando,
dice el Apóstol a los Tesalonicenses 6; ya está actuando, pero su
manifestación se dará al fin de los tiempos con caracteres inéditos.
Repetidos, pues, pero a la vez “novedosos”.
5 Cf. 1 Jn 2, 18. 6 Cf. 2 Tes 2, 7.

Y, entonces, estas tempestades, estas “olas” que recorren la


descripción del padre, y por las que el Enemigo ha sacudido a la
barca en sus inicios, ¿no serán las mismas con las que la sacuda al
final? ¿las mismas, sólo que mucho más graves, porque hay
características epocales diferentes, porque “mucha agua ha corrido
bajo el puente”, y porque los tiempos no avanzan en vano?
Personalmente creo que es así, y que el valor fundamental que
resulta de la lectura de esta obra del padre es la convicción de que
en estas tres “olas” se resumen los tipos de perturbación esenciales
que puede sufrir la Iglesia, y que ellas son las que hoy soporta de un
modo acrecido y “terminal”.

Apuntemos, en primer lugar, a lo que podría ser en el presente, una


repetición de aquella “judaización” del cristianismo y de la Iglesia a
la que el padre apunta como al primer drama sufrido por ella. Sería,
en esencia, lo que ya fue, sólo que en una dimensión más grave.
Judaización en la Iglesia sería todo intento en su seno, por
desvirtuar la diferenciación esencial entre cristianismo y judaísmo, y
lo que es su consecuencia inmediata: la renuncia al deber esencial
de apostolado frente a los judíos. Porque apostolado es obra de
caridad, y la caridad impone decir la verdad. Cristianismo
“judaizante” sería, pues, hoy, aquel que en aras de una falsa caridad
callara hipócritamente esto que es convicción cristiana: que la fe en
el único Dios verdadero, el Yahvé del antiguo testamento, no es tal
si no reconoce a Cristo como su verdadera manifestación a los
hombres. Porque “nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a
quien el Hijo se lo da a conocer” 7. Cristianismo judaizante sería así,
hoy, el que propagara imprudentemente este equívoco: que judíos y
cristianos “adoramos al mismo Dios”.

Y ¿qué sería, hoy, para seguir el orden de las “olas” que menciona
el padre, el paganismo como perturbación actual para la Iglesia?
Una diferencia epocal salta a la vista inmediatamente cuando
comparamos la relación de la Iglesia con el paganismo romano y su
relación con el neo-paganismo actual. Aquélla resultó en una
persecución violenta: hoy, en cambio, nadie amenaza de ese modo
a la Iglesia. Nadie, o, por lo menos, ningún poder “neo-pagano”. Muy
por el contrario, lo que hoy se podría entender como “neo-
paganismo”, es decir, “mundanismo”, ofrece a la Iglesia una pacífica
convivencia. Pero sin embargo, la causa que en aquel entonces
movió a la persecución, vuelve a hacerse presente y de un modo
agravado. Y esta causa no es otra cosa, hoy nuevamente, que un
nuevo politeísmo y un nuevo “panteón de dioses”. Porque esto
mismo es lo que hoy llamamos “pluralismo”, y que aunque no asume
las formas míticas del pasado, le es esencialmente idéntico desde el
punto de vista de la actitud religiosa. Ahora, como entonces, el
centro de la religión pagana es, en realidad, una actitud “humanista”:
el “respeto a todas las opiniones religiosas” o, lo que es lo mismo, el
relativismo religioso. Fue el rechazo de este relativismo lo que
desató la persecución romana contra la primitiva Iglesia. El rechazo
del relativismo como suma impiedad, impiedad que, a la larga, debía
manifestarse como lo que en el fondo era: adoración del hombre. Y
eso es hoy, nuevamente, la terrible ola que se cierne sobre la Iglesia
fiel: y que si no se desata en persecución violenta es, quizás, porque
no se ha sido aún suficientemente explícito en condenar el credo del
“pluralismo” pagano.
7 Lc 10, 21.

Y por último, y relacionado inmediatamente con lo anterior, ¿no hay


herejía, hoy nuevamente, difundida en la Iglesia, como aconteció
con el arrianismo, hasta hacer decir a un santo doctor “gimió el orbe
cristiano al reconocerse hereje”? Esta expresión “herejía en la
Iglesia” parecería sospechosa, ella misma, de herejía. ¿Puede
haber herejía en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica? Puede,
puesto que ya se dio en la historia. Cierto que, a la larga, la Iglesia
terminó expulsando de sí a la herejía. Pero puede, durante períodos
más o menos largos, la herejía “morar” en la Iglesia y, en este
sentido, aquella gran herejía que fue el arrianismo, es un “typo”
frente a toda forma de herejía renuente a la separación. Y, ¿no hay
herejía así, hoy en la Iglesia? Fue Pío X, el único papa santo de
nuestro siglo, quien señaló al “modernismo” como la herejía más
grave de entre todas las sufridas por la Iglesia en la historia,
precisamente por su renuencia a la separación, por su astucia para
el disimulo y su capacidad mimética. Este “modernismo” se trocó
luego en “progresismo” que, al decir de Maritain –mucho más
cercano a nosotros y reacio a esta condena–, representó, en
comparación con aquél, lo que un cáncer en relación a un resfrío.
Sin duda, como el arrianismo, esta herejía “postrera” (Pío X la
consideró también resumen de todas las herejías) “mora”, y se
demora en la Iglesia. Hasta ahora no ha sido expelida. ¿Deja por
ello de ser herejía? Si el hereje es –al decir de San Juan– “el que ha
salido de nosotros pero no era de los nuestros” éste, sencillamente,
todavía no ha salido, pero es evidente que, desde ya, no es de los
nuestros.
Así pues: todo esto que estamos viviendo, ya ha sido vivido. Ha sido
vivido “distinto”, pero lo ha sido. Distinto: porque una cosa es el
nacimiento y la primera edad, y otra la ancianidad y vejez. Pero la
substancia es la misma: es el conflicto enorme, entre la inmensa
Caridad Redentora, y la humanidad que oscila entre la aceptación y
el rechazo. Y por esto debemos leer historia, historia de la Iglesia en
relación con el mundo. Porque esta lectura es aleccionadora, y
cuando la situación aprieta, como hoy, hasta el punto de hacernos
flaquear en nuestra esperanza, es enormemente consoladora.
Porque es consolador saber que algo análogo ya ha ocurrido: que la
Iglesia “estaba para morir” y no murió. Que la Iglesia es,
propiamente, un “milagro moral”: porque atento a las que pasó, ya
desde su nacimiento debería haber desaparecido.

Este libro del padre Sáenz es un libro de historia para eso. No es,
sin duda, historia “erudita”, con amontonamiento de citas y profuso
“andamiaje crítico”. Es un libro para ser leído con la intención
apuntada: para ser uno aleccionado por la historia. Para nutrirse de
ella, como querían los clásicos, como magistra vitae. Para sumar, al
alimento doctrinario por el que nutrimos la inteligencia de la fe, el
sabor que aporta la descripción de lo ya acaecido: esa experiencia,
recogida por la relación histórica y que nos sirve como preambulum
fidei. ¡Para cuántos, en efecto, no ha sido ese conocimiento de la
historia de la Iglesia, el testimonio de la asistencia del Espíritu Santo
sobre ella! Porque no hay duda que esta barca hubiera zozobrado
tiempo ha, si no llevara a Cristo a bordo. Y a quienes hoy nos
sentimos explicablemente angustiados por la nueva marejada que,
desde el exterior y desde el interior, amenaza a la Iglesia, valga la
enseñanza del episodio evangélico, sabiamente sugerida por el
padre Sáenz: “Se produjo en el mar una agitación grande, tal que
las olas cubrían la nave; pero Él entre tanto dormía, y acercándose
le despertaron, diciendo: Señor, sálvanos, que perecemos. Él les
dijo: ¿por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces se levantó,
increpó a los vientos y el mar, y sobrevino una gran calma. Los
hombres se maravillaban y decían: ¿quién es éste, que hasta los
vientos y el mar le obedecen? 8.
FEDERICO MIHURA S
EEBER
8 Mt 8, 24.
Prólogo

El presente libro transcribe el curso que estamos dictando a lo largo


de este año en la Corporación de Abogados Católicos. La elección
del tema se la debemos a una insinuación de nuestro querido
amigo, el P. Néstor Sato. Conversando un día con él sobre los
acuciantes problemas de nuestro tiempo, en especial las graves
dificultades por las que atraviesa la Iglesia, el padre nos decía que,
hace ya muchos años, alternando con el padre Julio Meinvielle
sobre temas análogos, éste le había recomendado la lectura de un
libro de Godefroid Kurt, llamado La Iglesia en las encrucijadas de la
historia. La idea del autor –y tal era el motivo por el cual el
recordado padre Meinvielle recomendaba dicha obra–, era mostrar
cómo en situaciones dramáticas para la Iglesia, donde al parecer lo
que estaba en juego era su misma supervivencia, a la postre salía
misteriosamente indemne. Todo hacía esperar que frente a tales
oleajes de la historia, la débil barca de Pedro hubiera debido
zozobrar.

En relación con ello viene a nuestro recuerdo una conversación que


años atrás mantuvimos en Roma con el padre Henri de Lubac,
futuro cardenal, donde abordamos temas semejantes. Refiriéndose
el padre a la actual crisis de la Iglesia nos dijo algo así como esto:
“Si la Iglesia fuese una sociedad puramente humana, jamás podría
sobrevivir a una coyuntura como la que estamos viviendo.” A lo que
le respondimos: “Entonces, padre, seremos testigos de un milagro?”
Él asintió.

Este librito será el primero de una serie bajo el mismo título La nave
y las tempestades. En los ciclos culturales que, Dios mediante,
seguiremos dictando los próximos años en la misma sede de
quienes con tanta cordialidad nos están invitando desde hace
tiempo, abordaremos nuevas “tempestades” que se han ido
sucediendo en el curso de la historia: las invasiones de los bárbaros,
el peligro del feudalismo, el islamismo, la rebelión luterana, la
Revolución francesa, el modernismo, la crisis de nuestra época.
Cada librito contendrá, como éste, tres o cuatro de esas
“tempestades” o encrucijadas de la historia.

En medio de cada una de ellas, Dios nunca dejó de suscitar


personalidades vigorosas que, no rindiéndose a las circunstancias,
supieron enfrentar con lucidez y coraje la adversidad de la situación.
Refiriéndose a esos hombres y mujeres providenciales escribía a
fines del siglo XIX, época azarosa de la historia, monseñor Charles
E. Freppel, obispo de Angers (Francia), fundador de la Universidad
Católica de dicha ciudad y estrecho colaborador del cardenal Louis
E. Pie, el gran obispo de Poitiers, tanto en el Concilio Vaticano I,
como en los combates de la época:

No conozco páginas más bellas en la historia que aquellas donde


veo una gran causa en apariencia vencida, y que encuentra a su
servicio hombres tan arrojados que no se entregan a la deses

PRÓLOGO 23

peranza. He ahí los grandes ejemplos que conviene proponer a la


generación de nuestro tiempo, para inclinarla a que pongan al
servicio de la religión y de la patria un coraje que no se deje quebrar
por las derrotas pasajeras del derecho y de la verdad. Hablo a
jóvenes que tendrán que luchar más tarde por la causa de Dios y de
la sociedad cristiana, en las filas del sacerdocio, de la magistratura,
de la administración, del ejército, o en cualquier otro puesto que
haya complacido a la Providencia asignarles. La virtud de la
fortaleza les será necesaria en toda circunstancia. Por qué no
decirlo, queridos hijos, el período de la historia en que se
desarrollará la vida de ustedes, no se anuncia como una era de
tranquilidad, en que el acuerdo de las inteligencias y de las
voluntades aleja el combate. Pero cualesquiera sean las alternativas
de reveses o de éxitos que el futuro les reserve, la recomendación
que yo querría darles es que jamás se entreguen al desaliento.
Porque Dios, de quien somos y para quien vivimos, no nos manda
vencer sino combatir. El honor de una vida, así como su verdadero
mérito, consiste en poder repetir hasta el fin aquellas palabras del
divino Maestro: «Lo que debimos hacer, lo hicimos» (Lc 17, 10). El
resto hay que dejarlo en manos de Dios, que da la victoria o que
permite la derrota, y que hace contribuir a una y otra al cumplimiento
de sus eternos e impenetrables designios.

Nadie puede ignorar que estamos pasando por circunstancias


dramáticas no sólo en la historia del mundo sino también en la vida
de la Iglesia. Recordemos la terrible frase del papa Pablo VI acerca
del humo de Satanás que ha penetrado hasta el interior de la
Iglesia, sumiéndola en “un momento de autodemolición”. Pues bien,
el curso que estamos dando y consiguientemente el presente libro,
así como los que lo sigan, tienen una intención principal, la de
consolar a sus oyentes primero, y a sus lectores después. Aunque
todo parezca naufragar, la Iglesia posee la promesa de la
indefectibilidad, un hecho realmente milagroso: “Yo estaré con
vosotros hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 20). Cristo está
siempre en la Iglesia. A veces parecerá que duerme, en medio de
las borrascas, pero está.

PRIMERA TEMPESTAD
LA SINAGOGA
Y LA IGLESIA PRIMITIVA
Y

A en los primeros decenios de su existencia, la Iglesia debió


abocarse a la resolución de un problema nada fácil de superar. Fue
la de su vínculo o nexo con el viejo judaísmo. ¿Sería la Iglesia una
colateral del judaísmo, su continuación o su superación?

Cuando Cristo ascendió a los cielos, la Iglesia contaba con unos


quinientos fieles en Galilea y unos ciento veinte en Jerusalén. Diez
días después de la Ascensión del Señor, se celebró en Jerusalén la
fiesta de Pentecostés. Ha de saberse que tres eran las principales
fiestas de los judíos: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos. En esos
tres días se congregaban grandes multitudes de judíos, no sólo del
territorio contiguo a Jerusalén, sino también de la diáspora, es decir,
de diversos puntos del mundo donde existían colectividades judías.

¿Por qué eran tantos los judíos que vivían en la dispersión? En un


principio todos habitaban dentro del territorio de Palestina, en la idea
de que habían sido escogidos y en cierta manera separados por
Dios del resto de los pueblos. Sin embargo, con ocasión del
cautiverio de Nínive, el año 722 a.C., y de Babilonia, los años 596 y
587 a.C., obligadamente entraron en contacto con otras naciones.
Así, aun después de obtenida la libertad, muchos se quedaron en
tierras extranjeras, formando nutridas colonias judías. Lo mismo
sucedió con los judíos que Alejandro atrajo a Alejandría, su nueva
capital. El hecho es que cuando Cristo apareció entre nosotros,
numerosos judíos moraban en todas las provincias del Imperio.
Flavio Josefo decía que “sería difícil hallar una sola ciudad en donde
no hubiera judíos”. Estos judíos de la diáspora, esparcidos por los
pueblos, no se mezclaban con los del lugar, si bien usaban sus
lenguas respectivas. La relación de esos judíos con Palestina se
mantenía en pie. Jerusalén seguía siendo su capital espiritual y el
Sanedrín su autoridad suprema.

Pues bien, como acabamos de decir, diez días después de la


Ascensión del Señor a los cielos, el día de Pentecostés, estaban los
apóstoles, junto con María, reunidos en el Cenáculo, donde Cristo
había celebrado la Última Cena, y en medio de un viento impetuoso,
descendió sobre ellos el Espíritu Santo en forma de lenguas de
fuego, según se les había anunciado. Los discípulos, hasta
entonces ignorantes y cobardes, quedaron transformados en su
inteligencia y en su voluntad, llenos de lucidez y pletóricos de coraje.
Rotos los candados de la cobardía, que los mantenía encerrados
allí, por miedo a los judíos, se abrieron las puertas del Cenáculo, y
comenzaron a predicar a la multitud congregada en ese lugar. El
discurso de Pedro fue decisivo: “Varones israelitas, escuchad estas
palabras: a Jesús, el Nazareno, varón acreditado de parte de Dios
ante vosotros con milagros, prodigios y señales, que Dios obró por
él en medio de vosotros, según que vosotros mismos sabéis, a éste,
vosotros, dentro del plan prefijado y de la previsión de Dios,
habiéndole entregado, clavándole en una cruz por manos de
hombres sin ley, le disteis la muerte...” (Act 2, 22-23). Movidos por
estas palabras conmovedoras, tres mil personas pidieron el
bautismo. Como en buena parte eran judíos de la diáspora, cada
grupo hablaba el idioma de sus lugares de proveniencia. Con todo,
según lo relata el texto sagrado, cada cual lo entendió en su propia
lengua, con lo que quedó simbolizada la universalidad de la
revelación cristiana, por sobre las fronteras de los distintos países
(cf. Act 2, 1-11).

I. ¿Una rama de la religión judaica?

Justamente éste sería el gran escollo que debió superar la Iglesia


primitiva. Porque después de nuevas predicaciones y de nuevos
milagros, entre los cuales resultó especialmente impactante la
curación del paralítico de nacimiento, justamente a las puertas del
Templo, el número de fieles subió pronto a cinco mil (cf. Act 4, 4).
Entre los que se iban convirtiendo, la mayor parte eran de raza
judía.

¿Sería el cristianismo una rama de la religión judaica, o se trataba


de algo nuevo? En otras palabras: ¿Cómo llegó el cristianismo a
independizarse de sus raíces locales y convertirse en una religión
universal? Nuestra religión se llama católica, es decir, universal. Ello
es para nosotros algo obvio y aceptado sin reservas. Cristo envió a
los suyos “a todas las naciones” (Mt 28, 19), diciéndoles: “Seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo
de la tierra” (Act 1, 8). Sin embargo dicho universalismo no fue
entendido de entrada por todos. Tal desinteligencia constituyó el
primer gran escollo con que se topó la Iglesia en los albores de su
existencia. ¿Cuál era la actitud que se debía tomar frente a la ley
antigua, frente a Israel? No olvidemos que los cristianos, al igual que
los judíos, estaban convencidos de que Israel era el pueblo de Dios;
judíos de nacimiento, como los doce apóstoles y los setenta y dos
discípulos, fieles a la ley de Moisés, sólo podían entender el
cristianismo como un complemento del judaísmo. La Iglesia no era
sino la flor que coronaba el viejo tronco de Jesé.

Resultaba lógico que así se pensara. Desde hacía siglos, Israel


esperaba al Mesías. Los profetas le habían enseñado que saldría de
sus filas, y que vendría a establecer el reino de Dios, implantando
en la tierra la justicia y la paz. Es cierto que la mayor parte de los
judíos, cuando pensaban en el futuro reino, lo concebían como un
reino prevalentemente material, no como un reino espiritual, según
lo entendieron los cristianos desde el principio. Pero siempre era
para todos, judíos y cristianos, “el reino de Israel”. Por algo Dios le
había prometido a Abraham que tendría una descendencia inmensa,
y a Moisés le anunció que entablaría una alianza con su gente,
merced a la cual Él sería su Dios e Israel la parte de su herencia, y a
David le aseguró que el Mesías provendría de su casa real. El
mismo Cristo afirmaría que Él no había venido a abrogar la Ley sino
a darle pleno cumplimiento (cf. Mt 5, 17). Más aún, les encargaría a
sus discípulos que cuando se lanzasen a la predicación de la buena
nueva empezaran por los judíos.

Parecía, pues, obvio que en el pensamiento de los primeros


cristianos, todos o casi todos de procedencia judía, la Iglesia no era
sino la prolongación de Israel, una nueva rama brotada del pueblo
elegido. La Iglesia era judía: judío su divino fundador, judía su
madre, judíos los apóstoles, judíos sus primeros miembros. Aquellos
tres mil hombres que se convirtieron a raíz de la predicación de
Pedro el día de Pentecostés eran también judíos. Cuando el apóstol
les decía: “Varones israelitas, escuchad estas palabras”, estaba
hablando exclusivamente a judíos. Y más tarde, cuando los
enviados de Jesús, apóstoles y discípulos, fueron recorriendo
Palestina, se detenían sólo en las ciudades donde existían
comunidades judías, iban a las sinagogas y allí anunciaban que el
Mesías por ellos esperado ya había llegado: no era otro que Jesús
de Nazaret, el hijo de María. Como se ve, la Iglesia hundía sus
raíces en la Sinagoga.

Antes de seguir adelante debemos hacer una aclaración. Entre los


judíos había dos corrientes espirituales respecto de los extranjeros,
o de los “gentiles”, como gustaban llamarlos, los integrantes de las
diversas “naciones”. Una era la del particularismo. Un escritor judío
del siglo II, el autor de la Carta de Aristeo, decía: “El Legislador nos
encerró en los férreos muros de la Ley, para que, puros de alma y
de cuerpo, no nos mezclásemos para nada con nación alguna.” Tal
era la posición común entre los judíos de Jerusalén y de Palestina,
que vivían aferrados al Templo y su entorno cultual. Pero había
también otra corriente, más universalista, en base a lo que Dios le
había prometido a Abraham: “En ti serán benditas todas las familias
de la tierra” (Gen 12, 3). Ellos hacían suyas las palabras de Tobías:
“Confesadle, hijos de Israel, ante las naciones, porque él os
dispersó entre ellas... Pregonad que él es nuestro Dios y Señor,
nuestro Padre por todos los siglos” (Tob 13, 3-4). El lugar
privilegiado de esta tendencia era Alejandría, donde vivía una
nutrida colonia judía en estrecho contacto con el mundo helénico.
Según una legendaria tradición, el faraón Ptolomeo II había hecho
traducir al griego los libros sagrados de Israel por una comisión de
setenta sabios. Fue la llamada versión de “los Setenta”, que se
difundiría por doquier. Allí floreció también el gran pensador Filón,
contemporáneo de Cristo, que sin perder la fidelidad a su pueblo, no
ocultaba su admiración por Platón, tratando conscientemente de
utilizar la cultura griega para ponerla al servicio de la fe judía. Los
seguidores de esta segunda corriente se esforzaban por conquistar
a la fe revelada a los hijos de otros pueblos, en un sincero
proselitismo. De ello da testimonio el mismo Evangelio, según se
colige por aquel reproche de Jesús: “¡Ay de vosotros, escribas y
fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un solo
prosélito, y luego de hecho, lo hacéis hijo de la gehena, dos veces
más que vosotros!” (Mt 23, 15). Más allá del aspecto recriminatorio
de las palabras del Señor, se advierte cómo los judíos trataban de
propagar su fe.
Había, pues, una multitud de “prosélitos”, es decir, de adherentes
gentiles que abrazaban el judaísmo. Unos eran los “prosélitos de la
puerta”, así llamados porque sólo podían franquear la puerta del
primer atrio del templo de Jerusalén. Debían reconocer al verdadero
Dios, observar el sábado, contribuir al sostenimiento del Templo y
frecuentar las sinagogas. Los otros, los “prosélitos de la justicia”,
eran los que aceptando el Pentateuco y la circuncisión, entraban en
la comunidad de la alianza y se hacían judíos de nación y de
religión. Los primeros, los de la puerta, por no haber accedido a la
plenitud, estaban excluidos de la participación del culto judío, no
pudiendo entrar en el Templo. Eran judíos, sí, pero de segunda
categoría.

Pues bien, para los primeros cristianos la Iglesia era algo así como
una rama de la Sinagoga, una rama peculiar, por cierto, diferente, ya
que no era incluible ni en las filas de los fariseos, con sus filacterias
en la frente, ni tampoco de los saduceos, porque no huían como
éstos del mundo. Era una rama a la que Dios había revelado el
sentido real de las profecías, por lo que podían anunciar con
certeza: Ha llegado el Mesías. A la Sinagoga no se podía entrar sin
ser miembro, por nacimiento o por adopción, del pueblo de Israel.
Hoy se nos hace difícil de entender esa manera de pensar: tener
que renunciar, casi, a la propia nacionalidad, para hacerse miembro
de ese pueblo pequeño, universalmente despreciado, objeto de odio
para todo el género humano, como decía Tácito, y luego el mismo
San Pablo. Renunciar a ser griego o romano para hacerse judío.
Con todo, así lo han de haber entendido inicialmente aquellos
cristianos. Ni hubieran podido entenderlo de otra manera, si no
recibían una nueva luz sobre dicho problema. Tal sería la primera
gran encrucijada en la historia de la Iglesia. ¿Sería el cristianismo,
asimilado a Israel, una religión nacional? ¿O sería católico, o sea,
universal?

Esta perplejidad se manifestaba asimismo en la liturgia de los


primeros cristianos. Había entre ellos un culto privado, que se
realizaba en las casas particulares, y consistía en la predicación de
los apóstoles y la celebración de la Eucaristía, pero también asistían
al culto público, que celebraban en el Templo, junto con los demás
judíos (cf. Act 2, 42.46). Por eso, como también lo había hecho
Jesús, acudieron a las sinagogas, donde les era posible hacer oír la
buena nueva al interpretar la ley y los profetas. Lo único que los
distinguía de los allí presentes era la fe en el Mesías ya venido. El
vínculo entre la Iglesia y la Sinagoga sólo se rompería por una señal
del cielo y en razón de una imposibilidad absoluta, cuando la
autoridad de la Sinagoga, hasta entonces respetada, rechazase de
manera formal la buena nueva, consumando teológicamente su
hostilidad.
II. Las persecuciones del Sanedrín

Si bien es cierto que al afirmar que Jesús era el Mesías, los


miembros de la nueva comunidad se ponían en rebeldía con la Ley,
ya que su jefe había sido condenado por el tribunal sagrado, al
principio ni el Sanedrín ni los fariseos y saduceos se alarmaron
demasiado por los progresos del cristianismo. Eliminado el jefe, sin
que sus discípulos lo defendieran, nada parecía de temer. Por lo
demás, la nueva secta, aun cuando había ganado el favor del
pueblo, resultaba insignificante frente al aparato judío y al antiguo
culto que persistía serenamente, por lo que no se veía prudente
perseguirla. Pero las cosas comenzaron a enrarecerse cuando
cierto día, a la hora de la oración vespertina, Pedro y Juan se
dirigieron al Templo para orar. A la entrada yacía un tullido de
nacimiento, que les pidió una limosna. Pedro le dijo que no tenía
dinero pero que le daba lo que estaba a su alcance, el poder de
curarlo. Y así fue. Todos los presentes quedaron estupefactos, y se
arremolinaron en torno a los dos apóstoles. Entonces Pedro habló al
pueblo enrostrándoles el haber entregado a Jesús cuando Pilato
deseaba liberarlo. “Vosotros negasteis al Santo y al Justo, y
pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida. Disteis muerte al
príncipe de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos...
Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros
pecados.” Prosiguió diciéndoles que Dios había preanunciado estas
cosas por los profetas, así como por Moisés. Ellos eran los hijos de
los profetas y de la alianza que Dios estableció con sus padres.
“Resucitando Dios a su Hijo, os lo envió a vosotros primero para que
os bendijese al convertirse cada uno de sus maldades” (Act 3, 14-
26). Era demasiado para los jefes de la Sinagoga. Mientras Pedro
hablaba, las autoridades lo mandaron prender, juntamente con Juan,
ordenando que fuesen conducidos al día siguiente a la presencia del
Consejo. Así se hizo, pero al comparecer ante el tribunal Pedro no
se amilanó, confesando tajantemente que no había salvación sino
en Jesucristo, piedra angular rechazada por la Sinagoga.

Comenzó entonces a desencadenarse la persecución. La Iglesia


tuvo su primer mártir en el diácono Esteban. Era éste un alma de
fuego, al tiempo que una persona de gran cultura, quizás de origen
alejandrino, que conocía muy bien las tradiciones del pueblo
elegido, pero tenía asimismo plena conciencia de la novedad del
Evangelio, convencido como estaba de que no había que echar vino
nuevo en odres viejos. Por eso los judíos, que discutían con él sin
lograr convencerlo, lo consideraban un enemigo peligroso. Llevado
ante el Sanedrín, presentaron testigos falsos que decían: “Este
hombre no cesa de hablar contra el lugar santo y contra la Ley; y
nosotros le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá
este lugar y mudará las costumbres que nos dio Moisés” (Act 6, 13-
14). El sumo sacerdote le preguntó si era cierto lo que de él se
decía. Esteban tomó la palabra y pronunció un enérgico discurso
que merece ser leído en su integridad (cf. Act 7). Tras recordar los
grandes jalones de la historia de salvación: la elección de Abraham,
el pacto de la circuncisión, la venta de José por parte de sus
hermanos y su ulterior elección como gobernador de Egipto, donde
acabó trasladándose el pueblo, la figura de Moisés, la salida de
Egipto, la entrega de la Ley en el Sinaí, la peregrinación por el
desierto con el arca de la alianza, la entrada de Josué en la tierra
prometida, el gobierno de los reyes David y Salomón, autor este
último del templo de Jerusalén, terminó: “¡Duros de cerviz e
incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros siempre habéis
resistido al Espíritu Santo; como vuestros padres, también vosotros.
¿Qué profeta hubo a quien no persiguieron vuestros padres? Dieron
muerte a los que de antemano anunciaron el advenimiento del
Justo, a quien vosotros ciaron el advenimiento del Justo, a quien
vosotros 52). Esteban fue lapidado y murió orando por sus
enemigos.

Este hecho fue realmente detonante. Los fariseos y saduceos se


reunieron en Jerusalén, decididos ya a extirpar la nueva doctrina. El
mismo día de la lapidación de Esteban “comenzó una gran
persecución contra la Iglesia de Jerusalén” (Act 8, 1). Muchos fieles
se dispersaron por Judea y Samaría, y hasta por Fenicia, Chipre y
Siria. Uno de ellos, el diácono Felipe, se dirigió a tierra de los
samaritanos, para anunciarles la buena nueva (cf. Act 8, 4), lo que
para los judíos ha de haber constituido una especie de escándalo,
ya que odiaban a los samaritanos, descendientes de un revoltijo
pagano, cuya sangre, al decir de los rabinos, “era más impura que la
sangre de los cerdos”. La multitud recibió con benevolencia las
palabras de Felipe. No en vano Jesús había dicho a la samaritana,
al pie del monte Garizim: “Se acerca la hora en que no será sobre
esa montaña ni en Jerusalén, donde se adorará al Padre..., sino en
espíritu y en verdad” (Jn 4, 21.23). El bautismo de los samaritanos
cumplía dicha profecía, al tiempo que implicaba un primer paso en la
superación del particularismo judío.

Pero Felipe pronto dio un segundo paso. Por indicación especial del
cielo, salió de Samaría, y se dirigió hacia el sur, de Jerusalén a
Gaza. Mientras iba caminando, se detuvo junto a él una carroza
donde viajaba un oficial de Etiopía, ministro de la reina Candace.
Era uno de esos gentiles simpatizantes del judaísmo, que sin duda
había ido a adorar a Dios en el templo de Jerusalén, con motivo de
alguna de las fiestas. Estaba leyendo, precisamente, la Sagrada
Escritura, más concretamente, un texto de Isaías, donde se
profetizaba la venida de un Mesías doloroso (cf. Is 53, 7s). Felipe se
ofreció a interpretárselo. Resultó tan convincente su explicación del
cumplimiento en Cristo de dicha profecía, que el viajero se convirtió
en el acto, pidió ser bautizado, y recibió allí mismo el agua
salvadora, en un arroyo cercano a la carretera (cf. Act 8, 26-38).
Mientras tanto, la persecución arreciaba. Uno de los perseguidores
se llamaba Saulo, y había asistido a la lapidación de Esteban. Este
hombre fogoso, que “respiraba todavía amenaza y matanza contra
los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote pidiéndole
cartas de recomendación para Damasco, dirigidas a las sinagogas,
a fin de que, si allí había algunos que siguiesen este camino, así
hombres como mujeres, los llevase atados a Jerusalén” (Act 9, 1-2).
Como sabemos, mientras hacía este viaje, fue milagrosamente
convertido por Dios, quien lo arrojó del caballo de su soberbia. De
allí pasó a Arabia, donde se recogió en la soledad y se fue
disponiendo para mejor cumplir la alta vocación que le había sido
revelada por el mismo Señor. Vuelto a Damasco, y amenazado de
muerte por los judíos, enfurecidos ahora contra él, se escapó de
noche, ayudado por los fieles. Dirigióse entonces a Jerusalén, para
conversar con el jefe de los apóstoles. Allí permaneció quince días.
Después se encaminó hacia Tarso, su ciudad natal, y luego a
Antioquía, desde donde Bernabé lo había llamado (cf. Act 9, 1-30).
Nos hemos detenido un tanto en su figura, ya que el papel de Pablo
en este gran tema de la “catolicidad” de la Iglesia resulta inobviable.

III. El caso del centurión Cornelio

En estos momentos sucedió un hecho trascendental para el tema


que nos ocupa. Había en la ciudad de Cesarea, en Palestina, un
centurión del ejército romano llamado Cornelio. Era un hombre justo
y temeroso de Dios, uno de aquellos “prosélitos de la puerta”, a que
anteriormente nos hemos referido. Cierto día se le apareció un
ángel, quien le dijo que sus oraciones y limosnas era agradables al
Señor, y que debía hacer venir a un tal Simón Pedro, que vivía en
Jope, en la casa de un curtidor, llamado también Simón. Cornelio
obedeció, y envió tres hombres de su cohorte para ir en busca del
apóstol:

“Al día siguiente, mientras ellos hacían su camino, y cuando se


aproximaban ya a la ciudad, subió Pedro a la azotea, hacia la hora
sexta, para orar. Le entró apetito y pidió de comer. Mientras le
preparaban la comida, le sobrevino un éxtasis. Vio el cielo abierto y
que bajaba hacia la tierra algo así como un gran lienzo, atado por
las cuatro puntas. Dentro de él había toda clase de animales
cuadrúpedos, reptiles de la tierra y aves del cielo. Al mismo tiempo
oyó una voz que le decía: Pedro, levántate, mata y come. Pedro
dijo: No haré tal cosa, Señor, pues jamás he comido nada profano e
impuro. La voz le dijo de nuevo: Lo que Dios purificó, no lo llames
impuro. Esto se repitió tres veces, y en seguida la cosa aquella fue
elevada hacia el cielo. Mientras Pedro se afanaba por entender la
visión que había tenido, los hombres que habían sido enviados por
Cornelio, tras haber andado preguntando por la casa de Simón, se
presentaron en la puerta. Y habiendo llamado a voces, preguntaban
si se alojaba allí Simón, por sobrenombre Pedro. Como Pedro
estaba embebido en el pensamiento de la visión, el Espíritu le dijo:
Allí hay tres hombres que te buscan. Levántate, desciende, y vete
con ellos sin vacilar, pues yo los he enviado” (Act 10, 9-20). Pedro,
obediente a las indicaciones de lo alto, acompañó a los enviados
hasta Cesarea. Cornelio le explicó la visión que había tenido y le
señaló su disposición a escuchar lo que el Señor le había ordenado
al apóstol. Entonces Pedro dijo: “Ahora comprendo que Dios no
hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le
personas, sino que en cualquier nación el que le 35). Entonces
ordenó que Cornelio y los suyos fueran bautizados. Los fieles de la
circuncisión quedaron altamente extrañados al ver que en la Iglesia
entraba un gentil que no había pasado por la Sinagoga.

La visión de Pedro resulta decisiva para la solución del punzante


problema. Bajo una expresiva forma simbólica, deja en claro que la
ley antigua, concretada aquí en las disposiciones
veterotestamentarias que se incluyen en el libro del Levítico (cf. cap.
11), no es ya obligatoria para los cristianos y que, en consecuencia,
se puede ser cristiano sin ser judío. La Iglesia no será un grupo
dentro de la nación israelita, sino una comunidad universal, donde
se encontrarán fraternalmente, sin distinción de razas, tanto los
judíos como los gentiles que acepten la buena nueva. La misión de
Israel como pueblo de Dios ha terminado, ya que ha sido relevado
por la Iglesia, Israel espiritual, compuesta por todos los fieles, judíos
o gentiles.

Se comprende la conmoción que han de haber experimentado los


cristianos de Jerusalén ante la noticia del bautismo de Cesarea.
Pedro fue interpelado y debió explicar que lo que había hecho era
por orden expresa del Señor. Sus contradictores callaron. Los fieles,
tranquilizados, se decían entre sí: “También a los gentiles otorgó
Dios la penitencia para alcanzar la vida” (Act 11, 18).
Después de esto, pudo parecer que las dificultades terminarían, ya
que la vacilación había sido zanjada por el mismo Dios. Pero ello
sería desconocer la fuerza de las pasiones humanas. Aquellos
cristianos judíos que ponían la adhesión a su raza por encima de la
fe no renunciaron tan fácilmente a su idea de la supremacía de
Israel; dicha idea, por así decirlo, se les había hecho piel. Al parecer,
dejaron pasar el bautismo de Cesarea como algo excepcional, que
no hacía regla. Quizás algunos hasta pusieron en duda la visión
misma de Pedro, cual si éste fuese un soñador o iluminado. En todo
caso, siguieron pensando como antes, en la seguridad de que no se
podía ser cristiano sin haberse antes hecho judío.

IV. El incidente de Antioquía y el Concilio de Jerusalén

Así estaban las cosas, cuando llegó a Jerusalén una noticia mucho
más grave que la del bautismo de una familia de gentiles. Se decía
que en Antioquía, capital de Siria, que era por aquel entonces una
de las ciudades más importantes de Oriente, se predicaba el
Evangelio a los gentiles y sólo se les exigía el bautismo para entrar
en la comunidad cristiana. Transformando en regla la excepción de
Cesarea, los nuevos convertidos no pasaban por el ritual judío ni se
les enseñaba la distinción entre alimentos puros e impuros.

El año 48 había vuelto Pablo a Antioquía, juntamente con Bernabé.


“Una vez que llegaron, reunieron la Iglesia, y refirieron cuanto Dios
había hecho con ellos, y cómo habían abierto a los gentiles la puerta
de la fe” (Act 14, 27). Los gentiles de Asia, recientemente
convertidos, no habían sido obligados al cumplimiento de las
observancias judías, en particular, a la circuncisión. Tal era,
concretamente, el caso de Tito, a quien Pablo trajo consigo.
Entonces llegaron algunos de Jerusalén y comenzaron a decir que
sin la circuncisión, conforme al uso de Moisés, nadie se podía
salvar. El hecho de que los cristianos, que todavía eran
considerados como parte de la comunidad judía, admitiesen en la
Iglesia a personas aún no circuncidadas parecía ser una traición al
judaísmo. Pablo y Bernabé se opusieron a dicha pretensión, con lo
que se produjo un grave altercado. Mientras tanto, los nuevos fieles
de la Iglesia, para independizarse más de Israel, destacando a la
vez que entendían inaugurar una nueva tradición, comenzaron a
emplear un nombre que no había estado jamás en uso hasta
entonces. Empezaron a llamarse “cristianos”. Ello sucedió
precisamente en Antioquía.

El escándalo se iba haciendo mayúsculo. Los privilegios de Israel


parecían quedar destrozados. Pero ahora sus defensores se
topaban con Pablo, una personalidad que aún no habían conocido,
el mayor genio del cristianismo naciente, un hombre recio, a veces
colérico, pero lleno de caridad y de ternura. “Al cabo se decidió que
Pablo y Bernabé y algunos otros de entre ellos subieran a
Jerusalén, donde los apóstoles y presbíteros, para tratar esta
cuestión. Ellos, pues, despedidos por la Iglesia, atravesaron la
Fenicia y la Samaría refiriendo la conversión de los gentiles, y
causando grande gozo a todos los hermanos” (Act 15, 2-3).

Entonces tuvo lugar una trascendental asamblea de los Apóstoles y


discípulos, que los historiadores han denominado Concilio de
Jerusalén. Se planteó la cuestión, que parecía de vida o muerte.
Algunos cristianos provenientes de las filas de los fariseos
defendieron la tesis de la necesidad de la circuncisión para los
gentiles. Después de oír las razones de una y otra parte, se levantó
Pedro y de manera categórica anunció la solución a que todos
debían atenerse. No era otra que la que había sostenido Pablo y la
que él mismo había resuelto a raíz de su visión de Jope. “Hermanos,
vosotros sabéis que desde hace mucho Dios me escogió en medio
de vosotros para que por mi boca oyesen los gentiles las palabras
del Evangelio y creyesen. Y Dios, conocedor de los corazones...,
ninguna diferencia hizo entre ellos y nosotros, pues purificó sus
corazones con la fe” (Act 15, 7-9). Por tanto, no hay que imponer
una obligación que Dios no impone. Únicamente la gracia de Cristo
trae la salvación a los hombres.

Ante palabras tan contundentes del que sabían cabeza visible de la


Iglesia, se cerró la discusión, máxime que a continuación Pablo y
Bernabé relataron una vez más las estupendas maravillas obradas
por Dios entre los gentiles. No fue menos decisivo ver a Santiago,
obispo de Jerusalén, el más ortodoxo y piadoso de los judíos, hablar
en el mismo sentido de Pedro, y aportar la autoridad de su prestigio
a aquella innovación. Como consecuencia de este debate, el primer
Concilio abrió de par en par las puertas de la Iglesia a los gentiles
con esta perentoria declaración: “Ha parecido justo al Espíritu Santo
y a nosotros el no imponer a los fieles otra carga que la necesaria”
(Act 15, 28). Pablo y Bernabé recibieron el encargo de transmitir la
decisión a Antioquía. Esta trascendente resolución señala la ruptura
de la Iglesia con la comunidad judía, ruptura que se iría acentuando
en los años siguientes.

El Concilio de Jerusalén había salvado al cristianismo en la primera


gran tormenta de su historia. Decidiendo que la Iglesia sería
católica, es decir, universal, quedó demolida la pretensión
chauvinista del grupo judaizante de la primitiva Iglesia. Ya no sería
lícito pensar en un Israel carnal, que a través del Mesías dominase
la tierra. Lo que habían anunciado los profetas era una Iglesia
espiritual, la Iglesia católica, formada por judíos y gentiles. Los
extranjeros ocuparían en el banquete de bodas del hijo del rey el
lugar de los miembros de familia, que se negaron a acudir. Dios
haría de las piedras hijos de Abraham.

V. Pablo, el apóstol de la gentilidad


El Concilio de Jerusalén había zanjado doctrinalmente la cuestión
del acceso de los gentiles a la Iglesia. Pero el nerviosismo de los
medios judeocristianos no se aquietó tan fácilmente. Tras el
Concilio, Pedro se dirigió a una nueva misión, recalando primero en
Antioquía. Al principio compartió sucesivamente con las dos partes
de la comunidad, la judeo-cristiana y la gentil-cristiana. Pero luego,
para no escandalizar a los círculos aún judaizantes, se abstuvo de
comer con los cristianos provenientes de la gentilidad. Al saberlo
Pablo, se lo reprochó vivamente, según lo relata en su carta a los
gálatas: “Cuando Cefas fue a Antioquía, me enfrenté con él cara a
cara, porque era digno de reprensión. Pues antes de que viniesen
algunos del grupo de Santiago, comía con los gentiles; pero una vez
que aquéllos llegaron, se retraía y apartaba de ellos, por miedo a los
de la circuncisión. Y los demás judíos le imitaron en la misma
simulación, tanto que hasta Bernabé se dejó arrastrar por esta
simulación. Pero en cuanto vi que no procedían rectamente, según
la verdad del Evangelio, dije a Cefas delante de todos: Si tú, siendo
judío, vives como gentil y no como judío, ¿por qué obligas a los
gentiles a judaizar?” (Gal 2, 11-14). ¿Obró así Pedro por simple
cobardía? No parece. Lo que pasa es que las preocupaciones de
Pedro y de Pablo eran diversas. Para Pablo, que pensaba
principalmente en los cristianos que venían de la gentilidad, lo
esencial era librar al cristianismo de sus ataduras judías. Pedro, en
cambio, que temía la defección de los judeo-cristianos, muy
dependientes todavía del chauvinismo judío, y su posible retorno al
judaísmo, trataba de conservarlos mostrándoles que era posible ser
a la vez fiel a la fe cristiana y a la Ley judía.

Desde este momento Pablo se resigna a prescindir del judeo-


cristianismo. Sólo piensa en el porvenir de la Iglesia en los
ambientes griegos. Si bien tanto su formación como su origen
hacían de él un perfecto judío, y por eso se declaraba orgulloso de
pertenecer al pueblo elegido, “celador de las tradiciones de mis
padres” (Gal 1, 14), su vocación lo inclinaría más a los gentiles. Lo
preparaban para ello su nacimiento en Tarso, su cultura helénica, su
ciudadanía romana, sus aptitudes filosóficas, su larga experiencia
de la vida, su repentina y elocuente conversión, y sobre todo las
extraordinarias gracias que le fueron comunicadas. Tal sería su
vocación específica en la Iglesia primitiva: “Me ha sido confiado el
evangelio de la incircuncisión, como a Pedro el de la circuncisión,
pues el que infundió fuerza a Pedro para el apostolado de la
circuncisión, me la infundió también a mí para el de los gentiles”
(Gal 2, 7-8). Sin embargo, a fin de dejar sentado el derecho de los
judíos, que eran los llamados en primer lugar, los más cercanos,
comenzó siempre su ministerio predicando en las sinagogas, a las
que, por lo demás, acudían muchos prosélitos de la puerta, que
podían transmitir mejor a los gentiles la buena nueva. Pablo fue
infatigable en el cumplimiento de su vocación de apóstol de las
naciones, recorriendo Chipre, Neápolis, Macedonia, Tesalónica,
Atenas, Corinto, Éfeso, Roma, España...

En el año 58 volvió a Jerusalén, sabiendo a lo que se exponía (cf.


Act 20, 22). Luego de hacerle una visita a Santiago, se dirigió al
Templo con cuatro conversos. Algunos judíos de Asia lo
reconocieron, y acusándolo injustamente de hablar contra la Ley y
de haber profanado el lugar sagrado, introduciendo en él a un grupo
de gentiles, levantaron contra él una sedición. Pablo fue detenido
por los romanos. Cuando supo que lo iban a azotar, hizo valer su
título de ciudadano romano. Como un grupo de judíos concibió el
propósito de asesinarlo, el tribuno lo envió a Cesarea, al procurador
Félix. Éste, a pesar de reconocer su inocencia, lo retuvo dos años
en prisión. En el 59, Félix fue reemplazado por Festo. Los judíos
reclamaron que Pablo fuese llevado de nuevo a Jerusalén. Pero
como éste apeló al César, Festo decidió mandarlo a Roma, donde
permaneció en libertad vigilada del 61 al 63. Desde allí envió cartas
a los colosenses, efesios y filipenses. Liberado en el 63, prosiguió
su actividad misionera, mal visto todavía por los judeo-cristianos. En
el 64, Roma fue incendiada. Nerón echó la culpa a los cristianos. La
muerte de Pablo puede situarse en el 67, muy probablemente a raíz
de haber sido denunciado a las autoridades romanas como
sedicioso por algunos judeocristianos. Como se ve, Pablo fue fiel
hasta el fin a su convicción “católica”.
VI. El martirio de Santiago y la destrucción de Jerusalén

Durante este tiempo, las cosas se habían agravado también en


Palestina. El apóstol Santiago vivía siempre en Jerusalén, como
obispo de esa ciudad, haciendo todo lo posible por ablandar los
corazones de los judíos endurecidos y ganarlos para el Evangelio.
Su admirable espíritu de sacrificio, que no podía ser criticado ni aun
desde el punto de vista de las prácticas más rigoristas del judaísmo,
así como su gran santidad, infundían respeto hasta en los judíos
más enconados contra él. Lo llamaban “el Justo”, y era realmente
ejemplar para los judeo-cristianos. Escribió una espléndida epístola
a “las doce tribus de la dispersión”, según se expresa en el
comienzo de la misma, es decir, a los judeo-cristianos que vivían
fuera de Palestina. El delito tremendo con que su pueblo se había
manchado rechazando al Mesías esperado, lo llevaba a pedir por él
sin descanso. Aunque cristiano hasta la médula, era un verdadero
israelita, que hundía las raíces de su piedad en las formas cultuales
del Antiguo Testamento, asumiendo la herencia de la antigua alianza
hasta el límite de lo posible.

Por desgracia, la protervia de los jefes del pueblo judío iba a


revelarse en toda su profundidad cuando Santiago fuese condenado
a muerte en la misma Jerusalén que tanto amaba. Ello sucedió el
año 62. Anás, sumo sacerdote, hijo de aquel bajo el que había sido
crucificado Jesús, ordenó detenerlo, y haciéndolo comparecer ante
el Sanedrín, le ordenó que renegase de Cristo. “Jesús está sentado
a la diestra de Dios Padre, y vendrá entre las nubes del cielo”, dijo
por toda respuesta, lo que exasperó los ánimos de sus jueces.
Conducido entonces al pináculo del Templo, fue desde allí
precipitado. Al ver que no había muerto, lo lapidaron en el lugar
donde cayó. Como conservase todavía un resto de vida y rogase
por sus verdugos, uno de los presentes lo ultimó, dándole un
mazazo en la cabeza.
Cuatro años después, cayó sobre Israel un terrible castigo.
Exasperados por la avidez y crueldad de dos Procuradores romanos
sucesivos, Albino (62-64) y Floro (64-66), y fanatizados por los
zelotes, los judíos se sublevaron. Ardió la Torre Antonia, residencia
de los jefes romanos, así como el palacio de Herodes, y varias
guarniciones romanas fueron atacadas en diversos lugares de
Palestina. A las represalias romanas sucedieron nuevos ataques de
los judíos. Por su parte, la situación de los cristianos de Jerusalén,
después del martirio de su obispo Santiago, se tornaba cada vez
más grave. Los judíos estrictos seguían creyendo que el mosaísmo
debía durar para siempre, e incluso muchos judeo-cristianos no
acababan de aceptar el carácter transitorio de la Ley. Fue precisa
toda la fuerza de los acontecimientos para producir la total
separación entre cristianos y judíos.

El año 66, el combate de los judíos contra los romanos se


enardeció. Para sofocar la sedición, el legado de Siria llegó por la
costa con doce legiones, y penetró hasta los muros de Jerusalén,
siendo finalmente repelido. La comunidad cristiana optó entonces
por retirarse a Pella, en Transjordania, lo cual equivalía a acabar de
desolidarizarse del destino nacional de Israel. En el 67, Nerón envió
al general Vespasiano con sesenta mil hombres. Pero tampoco logró
doblegar a los rebeldes. El gesto de los cristianos de abandonar
Jerusalén, al que acabamos de aludir, señaló más que ningún otro,
la ruptura definitiva de la Iglesia con el judaísmo. La comunidad de
Jerusalén había intentado hasta el final mantener contacto con los
judíos y trabajar por su conversión a Cristo, obteniendo como único
resultado la persecución. El año 70, Tito, hijo del emperador
Vespasiano, se apoderó de Jerusalén y a pesar de las buenas
disposiciones que lo caracterizaban, sus soldados masacraron a la
población judía y destruyeron el Templo a ras de tierra.

La ruina del Templo, preanunciada ya por Cristo, fue también para


los cristianos un acontecimiento preñado de significación. En
adelante la observancia de los ritos judíos en su lugar sagrado por
excelencia, se había vuelto imposible. No solamente el sacrificio
sino también el sacerdocio de Aarón quedaban abolidos. La Iglesia
se sintió entonces más libre que nunca de los vínculos que la ligaron
a la Sinagoga, lo que resultó decididamente favorecido por el
número creciente de los gentiles que se convertían al cristianismo.

Algunos hechos posteriores acabaron por sellar este divorcio.


Cuando a comienzos del siglo II, el emperador Adriano, que era un
gran constructor, decidió reedificar Jerusalén, hasta entonces simple
guarnición, bajo el nombre de Aelia Capitolina, levantó allí una
ciudad romana. Los lugares santos no sólo para los judíos sino
también para los cristianos, fueron deshonrados con las estatuas de
Júpiter, y según parece, de Venus, esta última sobre el Calvario. Los
restos del pueblo judío, no pudiendo soportar tamaño ultraje, se
rebelaron a las órdenes de un pseudo-Mesías llamado Bar-Cochba.
Durante tres años reinó el terror, no sólo contra Roma, sino también
contra los cristianos que, según afirma Justino, “padecían el último
suplicio si se negaban a renegar de Cristo y a insultarlo”. Por fin las
legiones restablecieron el orden. No se permitió en adelante a los
judíos, bajo pena de muerte, aproximarse a Jerusalén, salvo una
vez cada cuatro años, en el aniversario de la ruina del Templo,
donde se les dio permiso para que viniesen a llorar, como todavía
los vemos hacer hoy, junto al célebre “muro de los lamentos”, única
parte supérstite de la vieja construcción.

***

Tal fue la primera encrucijada de la historia que la Iglesia tuvo que


afrontar. Hoy estamos acostumbrados, según lo señalamos al
comienzo, a pensar que el catolicismo no es la religión de una raza
determinada o de un estamento de la sociedad, sino la religión del
género humano. Pero el reconocimiento de dicha verdad no resultó
nada fácil. Por un momento, el naciente cristianismo corrió el peligro
de enquistarse en el ámbito judío. Fue un peligro real, una
verdadera tormenta que sacudió a la Iglesia primitiva. Sin la ayuda
de Dios, si hubiera sido una sociedad meramente humana, su
significación se hubiese visto sustancialmente tergiversada. El
hecho es que Dios suscitó algunas figuras claves, especialmente la
de San Pablo, para ensanchar la visión restringida de no pocos
cristianos a la magnífica cosmovisión de la catolicidad. La Iglesia
brotó, sí, históricamente de Israel. Tanto los personajes del Antiguo
Testamento, como los hechos de la historia salvífica y las
instituciones que Dios estableció, tenían por fin ir preparando al
pueblo para la llegada del Mesías y de la Iglesia por Él fundada. En
este sentido se debe entender aquello que Cristo le dijo a la
samaritana: “La salvación viene de los judíos” (Jn 4, 22). Pero el
cristianismo no es la religión de una Iglesia nacional ni racial. Es la
religión de la Iglesia universal, la católica. Bien escribiría luego San
Ignacio de Antioquía: “Resulta absurdo anunciar a Cristo y judaizar,
porque el cristianismo no creyó en el judaísmo, sino el judaísmo en
el cristianismo.” Con esta separación, que no dejó de ser traumática,
la nave de Pedro cortó las amarras que la tenían adherida al puerto
y se hizo a la mar. Allí le esperaban nuevas tormentas, pero también
pescas milagrosas.

SEGUNDA TEMPESTAD
LAS PERSECUCIONES DEL IMPERIO ROMANO
T

ERMINAMOS la conferencia anterior refiriéndonos a la estadía de


Pedro y de Pablo en Roma, y su ulterior martirio. El presente tema
nos cambia de escenario. El centro principal de interés no es ya la
tierra donde nació Jesús, sino la gran ciudad de los “gentiles”, la
capital del Imperio Romano. No Jerusalén sino Roma.

I. El Imperium Romanum

Durante los primeros siglos de nuestra era, el mundo civilizado


giraba en torno al mar Mediterráneo, sobre la base de una realidad
política omnipresente, el Imperio Romano. Era el único gran Imperio
de Occidente, inmenso e invencible, Imperio indestructible, que
jamás sería relevado, según entonces se pensaba. Se extendía
ampliamente hacia el Oriente. El Asia Menor le servía de bastión
frente a la amenaza de los partos, pueblo iránico que habitaba el sur
del mar Caspio, con dos flechas en esa dirección, el protectorado de
Armenia y la actual Crimea. Siria y Palestina unían ese bloque al
Egipto y todas las provincias del norte de África. Por el Occidente
llegaba hasta Hispania, Galia y Britania. Cuando triunfó sobre
Cartago, su último enemigo digno de respeto, pudo considerar el
Mediterráneo como mare nostrum. Los pueblos vencidos ya no
soñaron más con su autodeterminación. Ahora veían al Imperio
como único marco político y única norma de civilización. La misma
expresión Imperium Romanum evocaba una imagen de señorío y
estabilidad.

Los dos primeros siglos de nuestra era fueron para Roma su edad
de oro. Los esfuerzos y sacrificios de numerosas generaciones
llevaron a la sociedad a un punto de perfección humanamente
insuperable, donde encontraron su realización las mejores
posibilidades de la raza. Quien encarnó el ápice de dicho proyecto
fue un hombre genial, Octavio, hijo adoptivo de César, quien
dejando las antiguas formas de la República, instauraría el Imperio,
bajo el nombre de Augusto. Un historiador que le fue
contemporáneo dijo de él: “No hay nada de lo que los hombres
pueden pedir a los dioses, que Augusto no haya procurado al pueblo
romano y al universo.”

El régimen de gobierno así establecido duró desde el año 31 a. C.


hasta el 192. Tres dinastías se sucedieron en el poder durante
aquellos años. La primera fue la de los Claudios, parientes de
Augusto, que provenían de la alta aristocracia romana. Si bien no
contó con hombres demasiado notables –incluso hubo entre ellos
dos locos, Calígula y Nerón–, el mecanismo montado por Augusto
era tan sólido, que funcionó perfectamente hasta el año 69. Luego
asumió el gobierno la pequeña burguesía italiana. Eran los llamados
Flavios, con Vespasiano, Tito y Domiciano, que aportaron sus
innatas cualidades de orden y una admirable capacidad para
realizar grandes obras públicas. Por fin, del 96 al 192, la dinastía de
los Antoninos, brotada del elemento italiano provincializado, con
personalidades notables como Trajano, Adriano, Antonino y Marco
Aurelio, que gozaron de manifiesta autoridad en el pueblo.
Por cierto que en estos dos primeros siglos hubo también
convulsiones, pero que no superaron el marco de los tumultos
palaciegos. El resto del pueblo apenas si se enteraba de ello.
Entonces no había, como ahora, medios masivos de comunicación.
Por lo demás, las administraciones locales gozaban de gran
autonomía. El gobierno imperial no interfería en esas esferas de
gobierno, con tal de que se respetase el orden general.

Reinaba por doquier la Pax romana. Grandes ciudades, como


Alejandría, Esmirna y Éfeso, en Oriente; Tesalónica y Corinto, en
Grecia; Marsella, Arlès, Tarragona y Cádiz, en el Occidente,
gozaban de pujante prosperidad. Una magnífica red de caminos,
planeada desde el poder central, unía los puntos principales del
Imperio, Roma, Tarragona, Narbona, Bizancio, Cartago... No hubo
Emperador que dejase de perfeccionar ese gran emprendimiento.
Admirables rutas, elegantes, enlosadas, atravesaban llanuras y
montañas. También el mar era surcado por las naves del Imperio.
Primero los romanos acabaron con la piratería y luego navegaron el
Mediterráneo en todas direcciones. Las compañías de navegación
tenían oficinas en las grandes ciudades, y sobre todo en los
principales puertos, como todavía hoy se puede observar en los
restos romanos de Ostia, el antiguo desembarcadero de Roma.

El fin del Imperio al establecer esa red de comunicaciones fue


primariamente político y económico, ya que por su medio llegaban a
todas partes las órdenes del Emperador y a Roma los informes de
los administradores locales, así como los diversos productos del
Imperio, el trigo de Sicilia y Egipto, los metales de España, las
maderas de Fenicia, las pieles de Galia, los perfumes de los países
árabes. Pero el intercambio que las rutas hacían posible fue también
cultural, desde Roma hacia afuera, y desde afuera hacia Roma.
Hasta el siglo III, la lengua que se hablaba en el Imperio era la
griega. Después se introdujo el latín. Si bien las lenguas regionales
no desaparecieron, el idioma de la cultura era común al conjunto del
Imperio. La consolidación cultural se logró cuando el pensamiento
helénico fecundó el genio latino, produciéndose esa síntesis
grecorromana de la que salió nuestra civilización.

Destaquemos el protagonismo de la ciudad de Roma. En tiempos de


Cristo llevaba ya ochocientos años de existencia, y había sido, tanto
en la época de los primeros reyes, como en los años de la
República, desde el 530 al 31 a. C., y finalmente en los días del
Imperio, la capital indiscutida del Estado romano. No sólo fue la
ciudad que dio nombre a la civilización por ella creada, sino también
su corazón y su cerebro. En los primeros siglos del Imperio tenía
cerca de un millón de habitantes. La antigua ciudad de
construcciones de ladrillo se había convertido en una metrópoli que
suscitaba la admiración de todos. El piso de sus casas nobiliarias
estaba ornado de artísticos mosaicos, y las paredes, recubiertas de
espejos. Pero el lujo de las moradas particulares no era nada en
comparación con la suntuosidad y magnificencia de los palacios
imperiales. Roma era más que esa ciudad que se asienta sobre el
Tíber. Roma era el espíritu romano.

Fue principalmente el emperador Augusto quien impulsó una


profunda restauración religiosa, con la que quiso completar su gran
obra de reconstrucción política. Cuando reedificaba los templos,
cuando volvía a erigir altares, cuando reanudaba, con extraordinaria
fastuosidad, la celebración de los llamados “juegos seculares”,
mediante los cuales se quería conmemorar la fundación divina de la
ciudad, lo que buscaba era que las bases de su poder se asentasen
en tradiciones venerables. Varios de sus sucesores trabajaron en el
mismo sentido.

Sin embargo también había sombras en el Imperio, que si a lo mejor


no las percibían los contemporáneos, resultan bien claras para el
historiador. No se trataba aún de decadencia, pero ya desde fines
del siglo II el Imperio empezó a agrietarse. Señalemos algunos de
esos síntomas negativos, que se fueron agravando con el paso de
los años. Las incesantes conquistas de nuevos territorios, por
ejemplo, acrecentaron considerablemente las riquezas, por lo que
muchos de los nuevos ricos comenzaron a vivir en el boato y la
vacuidad. Los esclavos se multiplicaron, sobre todo en Roma, al
punto de que numerosos ciudadanos por ellos suplidos, dejasen de
trabajar, y se volcasen a diversiones superficiales, como los juegos
de circo y las bacanales. Por otro lado, la familia estaba herida. El
divorcio se tornó corriente, y la natalidad disminuía de manera
alarmante. Finalmente se abandonó a los niños, mientras
aumentaba el número de abortos. Se comía y bebía hasta el
hartazgo, recurriéndose a ese medio repugnante de vaciar
artificialmente el estómago, para poder seguir comiendo sin límites.
“Hemos llegado –decía Tito Livio– a un punto en que ya no
podemos soportar nuestros vicios ni los remedios que los podrían
curar.”

La causa más profunda de dicha decadencia residía en la


indiferencia o frialdad religiosa, que a pesar de los esfuerzos del
gobierno imperial se iba apoderando de los romanos. Su creencia
en Dios no traía consigo ningún compromiso personal. Las prácticas
religiosas, que se reducían al cumplimiento externo de los ritos
públicos, tenían cada vez menos influencia en su vida. El culto
oficial era demasiado frío, demasiado formal. Por eso los mejores
romanos, que aspiraban a cierta vida interior, recurrían a otros
cultos, especialmente orientales, que hablaban de salvación, de
progreso espiritual y hasta de algo semejante a la mística. El
número de los dioses que en Roma eran adorados iba en aumento
con la aceptación de las divinidades de los países conquistados y
las supersticiones anejas. Pronto la diosa Isis, que buscaba el
cuerpo de Osiris, contó con millares de seguidores. Asimismo Mitra,
que se veneraba en Persia, donde lo descubrieron los ejércitos
destacados en Oriente, fue muy venerado en todo el Imperio, al
punto de que numerosos romanos ponían su esperanza en la
sangre del toro que sacrificó aquel dios. Las religiones orientales
ofrecían lo que llamaban “misterios de salvación”, en los cuales
había que iniciarse. Estaban los misterios de Eleusis, de Dyonisos,
de Baco, y varios más. De los primeros había dicho Cicerón, su
adepto, que “procuraban una vida feliz y permitían morir con una
bella esperanza”. Eso era lo que la mayoría de los romanos
buscaban en las religiones orientales.

Durante el siglo III se extendió mucho el sincretismo religioso.


Prueba de ello fue la erección del Panteón, aquel edificio que Roma
destinó al culto de todos los dioses. Todos ellos tenían su lugar en el
Imperio. Roma los aceptaba sin reticencias. Sólo con el cristianismo
no le sería posible obrar así, ya que éste siempre se negó a ser
confundido con los demás cultos o agregado a ellos, como si fuera
una religión más y no la única verdadera.

II. La serie de persecuciones

Así era el mundo de los “gentiles”, entre los que se insertó la Iglesia,
cumpliendo su vocación de “ir a todas las naciones, predicando y
bautizando”. Un bloque histórico, lleno de majestad y de poder, con
grietas preocupantes, por cierto, pero que no alcanzaban a empañar
la impresión señorial de un Imperio indiscutido e indiscutible. Si se
piensa en la pequeñez de la naciente Iglesia, un granito de mostaza,
frente a este coloso formidable, parece absurdo imaginar que un
conflicto entre ambos pudiera haber tenido otro final que el
aniquilamiento del cristianismo. En el combate entre David y Goliat
todas las probabilidades parecían estar del lado del gigante.

Recorramos brevemente, sin ánimo exhaustivo, según las


circunstancias lo exigen, los datos más relevantes de las famosas
persecuciones romanas que jalonaron los tres primeros siglos.

1. El siglo primero

Durante las primeras décadas de nuestra era, la Iglesia no constituía


una realidad sociológica de suficiente entidad como para plantear
problemas al Imperio Romano. La primera vez que sus funcionarios
tuvieron que ocuparse de los cristianos fue con motivo de la
cuestión judía. Ya hemos aludido en la conferencia anterior a esos
primeros contactos. El título de “cristianos” que hacia el año 42 se
les dio a los discípulos de Cristo, parece un apelativo de
procedencia romana. En el 45, Pablo se entrevista en Chipre con el
procurador Sergio Paulo. El historiador romano Cayo Suetonio
menciona la presencia de cristianos en la comunidad judía de
Roma, el año 49, considerándolos quizás como una secta del
judaísmo. En el 59, cuando el procurador Festo quiso enviar a Pablo
a Jerusalén para que se defendiera ante el Sanedrín, el Apóstol le
dijo: “Estoy ante el tribunal del César, que es donde debo ser
juzgado”, a lo que Festo respondió: donde debo ser juzgado”, a lo
que Festo respondió: 12). En todo esto no aparece ninguna
hostilidad frente a los cristianos por parte de los funcionarios
romanos.

Pero, según lo hemos señalado antes, la naturaleza misma del


cristianismo trajo consigo un cambio radical de actitudes. Si los
cristianos se hubiesen contentado, como los cultores de las demás
religiones, con vivir tranquilamente practicando en privado la
doctrina de Cristo, como una opción más en la sociedad, una opción
entre otras, seguramente no hubiera sucedido nada. Pero era otra
cosa lo que buscaban, en el convencimiento de ser la única religión
verdadera, y de que los dioses paganos eran falsos, al igual que el
culto que sostenía el Estado romano. Más aún, se dedicaban a un
apostolado activo, de modo que las enseñanzas de Cristo iban
llegando a conocimiento de muchos, y penetrando poco a poco en la
sociedad. A raíz de ello se fue formando un ambiente poco propicio
respecto de los cristianos, un estado de rechazo y abierta antipatía,
constantemente en aumento. Pronto se los llegó a presentar como
ateos, es decir, personas que no adoraban a los dioses del Estado y
hasta les negaban el derecho de existir. De ahí se derivaban otras
acusaciones y hasta calumnias, como la de ser hombres sin
conciencia, capaces de los más horrendos crímenes, precisamente
porque no tenían el freno del culto de los dioses.

Las muestras de este clima anticristiano son abundantes. Cornelio


Tácito, conocido historiador romano del siglo I y comienzos del II, no
sólo designa al cristianismo como una “superstición funesta, que iba
cundiendo en Roma, adonde confluye todo lo perverso y
vergonzoso”, sino que caracteriza a los cristianos como si fuesen el
desecho de la humanidad. Tertuliano, el más fogoso de los
defensores del cristianismo, en un pasaje de su Apología se ve
forzado a probar que los cristianos tienen la misma naturaleza que
los demás hombres. Hasta ese punto habían llegado los prejuicios.
Tal sería el ambiente que preludió las persecuciones.

A la animadversión de los paganos se sumó en estos primeros


tiempos la inquina de los judíos contra el cristianismo. Fueron ellos
los elementos más activos en fomentar el clima de odio contra los
que consideraban como suplantadores de la ley mosaica. Además,
al darse cuenta de que muchos los confundían con los cristianos,
mostraron especial interés en tomar la debida distancia, para lo cual
no vacilaron en azuzar al pueblo romano contra ellos. ¿Acaso no
habían hecho así cuando presionaron para que Pilato procediera
contra Cristo?

Por lo demás, los cristianos eran generalmente considerados como


personas extrañas, marginales, no integrados en la sociedad
romana. Jamás los encontraban en ningún sacrificio idolátrico, ni se
hacían presentes cuantas veces había que rendir honores divinos al
Emperador; sistemáticamente rehuían todo cargo u ocupación que
tuviese algo que ver con el culto de las divinidades o del Emperador.
También se advertía su ausencia en las fiestas licenciosas. Poco a
poco corrieron rumores de que esas personas tan singulares tenían
reuniones nocturnas, donde celebraban un sacrificio esotérico.
Hablaban confusamente de sangre, de alguien que había muerto
clavado en una cruz, del que recibían su nombre ellos mismos. En
un principio se creyó, según lo acabamos de señalar, que se trataba
de una nueva secta de judíos. Pero en cuanto éstos tuvieron noticia
de semejante rumor, protestaron airadamente, afirmando que nada
tenían que ver con aquella gente.

Los paganos percibían cada vez más claramente el abismo que los
separaba de los cristianos. La doctrina de éstos era incompatible
con algunas costumbres de los romanos. Enseñaban, por ejemplo,
que había que perdonar al enemigo, tratar a los esclavos como a
personas dignas de respeto, y tantas otras cosas. Verdaderamente,
pensaban, eso era trastocar el orden existente, hacer añicos la
organización estatal y destruir la unidad del Imperio.

El punto más irritante lo constituía la irreductible oposición de los


cristianos al culto imperial. Dicho culto se había hecho piel en el
pueblo romano, como lo demuestran algunas inscripciones que de
esa época se conservan, por ejemplo las siguientes: “La Providencia
nos ha enviado a Augusto como Salvador, para detener la guerra y
ordenarlo todo; el día de su nacimiento fue para el mundo el
principio de la Buena Nueva”; y también: “La naturaleza eterna ha
colmado sus beneficios para con los hombres al concederles, bien
supremo, a César Augusto, padre de su propia patria, a la diosa
Roma, y a Zeus paternal, Salvador del género humano.” El Imperio
Romano era el fruto de un designio divino, de un poder supremo que
decide el destino de los hombres, y estaba dentro de la psicología
pagana el divinizarlo.

Justamente cuando el Imperio entraba en su edad de oro, se impuso


la religión imperial, el culto a Roma y Augusto. Es cierto que la
expresión “diosa Roma” se usaba ya desde hacía mucho tiempo,
pero los primeros hombres del Imperio la entendían en un sentido
bastante teórico. Fue del Oriente, conquistado por las legiones
romanas, de donde llegó la idea que llevó a los altares el poder
providencial de Roma, encarnado en el que la regía. Así entendían
el señorío los Faraones de Egipto. De este modo, el culto del
Emperador se fue imponiendo en todos los rincones del mundo
sometido. Ya a César se le habían rendido en vida honores casi
divinos, bajo el nombre de Júpiter Julio, de donde proviene el
nombre de nuestro mes de julio. Lo mismo sucedió con Augusto,
quien permitió que le fuesen consagrados templos y altares en
varias provincias; y después de su muerte, el Senado lo reconoció
como dios, lo que recuerda nuestro mes de agosto. El culto imperial
se desarrolló así ampliamente durante los dos primeros siglos,
alentado por todos los Emperadores, algunos con recato y casi a
pesar suyo, otros de manera desembozada y complaciente.
Recordemos que para los hombres de la ciudad antigua, se era
ciudadano en la misma medida en que se participaba en el culto
cívico. Dicha tesitura no fue, pues, el fruto de una astuta maniobra
política, sino algo plenamente aceptado, hasta con gratitud, por
todos los pueblos sometidos a Roma. En este sentido, la “lealtad”
que los súbditos debían al Emperador no era un gesto meramente
político sino propiamente religioso. Por eso a nadie le molestaba
que para acentuar tal idea la Urbs se volviese cada vez más lujosa,
y el Palatino, lugar donde moraban los Emperadores, se cubriese de
palacios más ricos que los mismos templos. Aquel hombre
providencial que allí mismo vivía encarnaba el máximo ideal de la
romanidad bajo una forma verdaderamente mística. El alma del
mundo romano se exaltaba en la fiesta de la Apoteosis, como se
llamaba la ceremonia en que se decía que el genio del Emperador
que acababa de morir era transportado por un águila al cielo de los
dioses.

Esta concepción político-religiosa encierra no poco de nobleza,


máxime si se la compara con la del liberalismo actualmente en vigor.
También la Edad Media vería en el monarca al vicario de Dios en el
orden temporal, un ser sagrado, pontifical. Pero tal como se dio en
el mundo romano constituyó el motivo profundo, la causa teológica
de la trágica lucha por la que el Imperio se enfrentaría con la Cruz
durante los primeros siglos. Una religión identificada con el orden
inmanentista y con la felicidad material no era la que Cristo vino a
traer al mundo. Esa ciudad no era la ciudad de Dios. El culto de
Roma y Augusto erigía la idolatría en ley del Estado. Era dar al
César lo que es de Dios. De este modo, a pesar de todo lo bueno
que Roma ofreció al Evangelio, según luego lo señalaremos, la
Iglesia sólo podría cumplir su destino a través de un choque violento
con el Imperio.

Las primeras medidas contra los cristianos se tomaron durante el


reinado de Nerón. Tácito nos ofrece una puntual relación de los
sucesos. El 19 de julio del 64, nos relata, se declaró en Roma un
incendio espantoso. Los incendios eran frecuentes en Roma, ya que
muchas casas de esa ciudad superpoblada, sobre todo en los
suburbios, eran de madera. En esta ocasión, estalló en el barrio del
Circo Máximo, en que había numerosos comercios, especialmente
de productos comestibles, desde donde se extendió pronto a toda la
región que rodeaba al Palatino y el Celio. Las llamas avanzaban por
las calles, mientras la gente huía despavorida. El drama duró no
menos de seis días y seis noches. ¿Cuál fue la causa de tan voraz
incendio? Según algunos, un mero accidente. Se habló también de
una posible operación de urbanismo, en orden a barrer con la parte
pobre de la capital, de modo que luego pudiese ser
convenientemente reedificada. Sea lo que fuere, la gente buscó un
responsable.

Nerón ya había dado pruebas de ser un gobernante brutal y


sangriento. En cierta ocasión obligó a su mismo preceptor, que era
nada menos que Séneca, a cortarse las venas; otra vez hizo
envenenar en el comedor familiar a su hermano Británico; llegó
incluso a matar a puntapiés a su mujer, Sabina Popea, e hizo
asesinar a su misma madre, Agripina. A raíz de tantos crímenes,
pronto empezaron a difundirse rumores de que el incendio era un
misterioso castigo atraído sobre Roma por los delitos de Nerón.
Otros llegaron a asegurar que habían visto a los sirvientes del
Emperador recorriendo los barrios bajos de la ciudad, con antorchas
en las manos. Recordaron entonces que, en cierta ocasión, oyendo
a Eurípides citar un verso griego donde se decía: “Una vez muerto
yo, ¡que arda la tierra!”, Nerón había comentado en la misma
lengua: “¡Que sea en vida mía!” Al saber que corrían aquellas
versiones, el Emperador se alarmó y buscó un chivo emisario: los
cristianos. El relato de Tácito es el siguiente: “Para acallar los
rumores sobre el incendio de Roma, Nerón señaló como culpables a
unos individuos odiosos por sus abominaciones, a los que el vulgo
llama cristianos. Este nombre les venía de Chrestos, el cual, durante
el reinado de Tiberio, fue condenado al suplicio por el procurador
Poncio Pilato. Reprimida, de momento, aquella execrable
superstición desbordaba de nuevo, no sólo en Judea, cuna de tal
calamidad, sino en Roma, adonde afluye de todas partes toda
atrocidad o infamia conocida. Fueron detenidos primero los que
confesaban su fe; luego, por indicación suya, otros muchos,
acusados no tanto de haber incendiado la ciudad cuanto de odio
contra el género humano.”

Destaquemos la alusión a Pilato, que no deja de ser interesante


desde el punto de vista de las relaciones del Imperio con los
cristianos. Pero lo más importante es el motivo de la imputación: “el
odio contra el género humano”. Ya hemos señalado cómo se
acusaba a los cristianos de costumbres depravadas. Se ha dicho
que muy verosímilmente tuvo su parte en esta inculpación el odio de
los judíos. De hecho, cuando los cristianos fueron detenidos, se los
diferenció perfectamente de ellos. Se ha hablado también de las
simpatías judaizantes de Popea, la segunda esposa de Nerón.

Comenzaron entonces las redadas. A la Iglesia esta situación la


tomó enteramente de sorpresa, no habiendo podido preparar a los
suyos para tales circunstancias. El hecho es que se llenaron de
cristianos las prisiones. Los detenidos fueron torturados, y no pocos
de ellos decapitados o crucificados en el circo de Nerón, que se
encontraba entonces en el actual emplazamiento de la basílica de
San Pedro. Tácito nos refiere que muchos fueron envueltos en
pieles de animales, para ser luego utilizados como presas de caza o
acabasen despedazados por las fieras. A otros los convirtieron en
teas vivas y los pusieron como antorchas para iluminar por la noche
las calles de Roma. Se cuenta que Nerón, disfrazado de auriga,
recorría en su coche esas avenidas, gozándose con el espectáculo.
Fue un horror inolvidable.

Al día siguiente de esta tragedia, Pedro escribió una carta a las


comunidades de Asia, en nombre de la Iglesia “que está en
Babilonia” (1 Pe 5, 13), es decir, en Roma, vuelta Babel. Él mismo
moriría poco después crucificado, y unos meses más tarde, su
compañero Pablo.
Tal fue la primera persecución, el año 64. Podríase decir que desde
entonces hasta el año 314 no hubo en adelante un solo día donde la
Iglesia no se sintiese amenazada por el poder romano, si bien con
alternancias, ya que tantos fueron los períodos sangrientos como los
de bonanza, más o menos espaciados.

Los sucesores de Nerón, los emperadores Galba, Vespasiano y Tito,


no molestaron a los cristianos. Pero al subir al poder Domiciano,
quien gobernaría del 81 al 96, estalló la segunda persecución. Este
Emperador, que poseía notables cualidades, inteligencia,
laboriosidad, sentido de la realidad, era soberbio y pretencioso,
haciéndose llamar “señor y dios Domiciano”. Habiendo oído que aún
vivían en Palestina algunos parientes de la madre de Cristo, ordenó
que los trajesen a Roma. El escritor Hegesipo, del siglo II, nos
cuenta cómo fue el interrogatorio. “Domiciano les preguntó si
descendían de David. Contestaron que sí. Preguntóles luego por la
extensión de sus posesiones y la magnitud de sus riquezas.” Ellos le
respondieron que tenían algún dinero, pero puesto en un pequeño
campo que trabajaban con sus manos. Luego se interesó por saber
quién era Cristo y dónde aspiraba a reinar. Quizás tenía temor de un
posible rival. Le contestaron que su reino no era de este mundo,
sino más bien espiritual; que sólo al fin de los tiempos aparecería en
gloria y majestad, para juzgar a vivos y muertos, y dar a cada uno
según sus méritos. Tales informaciones no podían preocuparle, de
modo que despreciándolos como gente vulgar, los hizo dejar en
libertad.

En Roma, la persecución arreció, al punto de alcanzar a algunos


parientes del Emperador, condenados a muerte por “ateísmo”. A su
propia mujer, Flavia Domitila, el Emperador ordenó que la
desterrasen a la isla Poncia. La persecución fue muy violenta, con
procedimientos parecidos a los de Nerón, y se extendió a otros
lugares del Imperio, especialmente al Asia Menor. Fue en esa
ocasión cuando el apóstol Juan fue desterrado de Éfeso a la isla de
Patmos, donde escribió el Apocalipsis. A raíz de estos
acontecimientos, se comenzó a notar un cambio de actitud en los
cristianos. Anteriormente Pablo les había recomendado que no se
dejasen arrastrar por los judíos en su oposición a Roma. De ahí sus
repetidas exhortaciones a someterse al poder imperial. Pero ahora
la situación era distinta. A partir de Nerón, el Imperio comenzó a ser
considerado como perseguidor de la Iglesia. En el Apocalipsis, Juan
lo describe bajo el símbolo de la bestia que sube del mar, con
explícitas alusiones al culto imperial. Al emperador Domiciano, que
exigía ser llamado Señor, Dominus, le responde que hay un solo
Señor, tu solus Dominus, Jesucristo. El autor del cuarto evangelio,
que según la tradición fue sumergido en una vasija de aceite
hirviendo, escribió el Apocalipsis bajo la emoción que el espectáculo
de los mártires estaba suscitando en él.

El número de los cristianos se había ido acrecentando


considerablemente, y en consecuencia también la hostilidad popular
había crecido, fogoneada por muchas acusaciones falsas y
calumnias de todo tipo. A los paganos les resultaba chocante la
austeridad en el modo de vivir de los fieles; su condena, al menos
implícita, de las inmoralidades de la sociedad romana; sus
misteriosas reuniones clandestinas; su menosprecio de las riquezas;
sus extrañas comidas “canibalescas”... Se decía que adoraban a un
dios con cabeza de asno. No hace mucho se descubrió en
dependencias del Palatino un precioso grafito, grabado con estilete
en el yeso de un cuarto, que representa justamente a un hombre
saludando a un asno crucificado, acompañado de esta leyenda:
“Alexamenos adora a su dios”. Por lo demás, los cristianos tenían la
culpa de todos los males. Como escribiría Tertuliano, si el Tíber se
desborda o el Nilo no riega los campos, si el cielo está nublado, si la
tierra tiembla, si hay hambre, guerra, o peste, enseguida gritaban los
paganos: “¡A los leones los cristianos! ¡Mueran los cristianos!”

2. El siglo segundo

Durante el siglo II se sucedieron las persecuciones, algunas muy


sangrientas, otras más apacibles, con mayor o menor número de
víctimas. Ello se debió a que el poder romano no contaba con
normas fijas sobre las que fundamentarlas y justificarlas legalmente.
Como acabamos de insinuar, con frecuencia influían en su
desenvolvimiento las multitudes, echando fácilmente la culpa de los
males a los cristianos. En esta época ocupó el poder la dinastía de
los Antoninos. Con el primero de ellos, el emperador Nerva, Juan
pudo regresar de Patmos y volver a establecerse en Éfeso. A Nerva
lo sucedió Trajano, quien gobernaría desde el 98 hasta el 117. El
nuevo Emperador, nacido en la provincia romana de Hispania, fue
un verdadero estadista, una de las personalidades más notables
que hayan ocupado el trono imperial. Todo conspiraba para ello: la
armonía de sus rasgos, la nobleza de su actitud, su clara
inteligencia, su concentración al trabajo, la sencillez de sus
costumbres. Tanto que en tiempos ulteriores se saludaría a los
Emperadores con la siguiente fórmula: “Que seas más dichoso que
Augusto y mejor que Trajano.” Tal fue su prestigio que hasta en la
Edad Media se inventó una leyenda sobre su persona, contándose
que el papa Gregorio había obtenido de Dios que acogiera en el
cielo el alma del gran Emperador.

De los tiempos de Trajano nos ha llegado un relato de gran


importancia para nuestro tema. He aquí que en una región del Asia
Menor llamada Bitinia fue designado un nuevo gobernador romano.
Se llamaba Plinio. Era un verdadero aristócrata, nacido en Italia,
junto al lago de Como. Trajano le había dado la orden de prohibir en
el territorio de su jurisdicción toda asociación que no estuviese
reconocida oficialmente. Cuando se abocó a cumplimentar el
mandato, el gobernador comprobó que en su provincia, tanto en las
ciudades como en el campo, había grupos numerosos de personas,
de toda condición y estado, que se llamaban cristianos, y que,
haciendo caso omiso del mandato imperial, seguían celebrando sus
reuniones. Al ser delatados, se vio Plinio en la obligación de imponer
sanciones. Como no tenía experiencia en este tipo de procesos, al
principio citaba a los acusados, les preguntaba si efectivamente
eran cristianos, y cuando, interrogados dos o tres veces, y aun
amenazados de muerte, no renunciaban al cristianismo, los
mandaba ejecutar.
Pero tenía sus dudas. ¿Obraba bien comportándose así con esa
gente tan extraña? Entonces dirigió al Emperador un informe sobre
el modo como se conducía, al tiempo que pedía instrucciones
concretas para el caso. Por lo demás, trataba de predisponer al
Emperador a la clemencia, asegurándole que en general se iba
incrementando de nuevo el culto a los dioses, y que si se aceptaba
la posibilidad del arrepentimiento, podría contarse con el retorno de
muchos cristianos. He aquí la respuesta del Emperador: “Has
seguido el procedimiento que debías en el despacho de las causas
de los cristianos que te han sido delatados. Efectivamente, no puede
establecerse una norma general que haya de tenerse como fija. No
se los debe buscar. Si son delatados y quedan convictos, deben ser
castigados; de modo, sin embargo, que quien negare ser cristiano y
lo ponga de manifiesto en obra, es decir, rindiendo culto a nuestros
dioses, por más que ofrezca sospechas por lo pasado, debe
alcanzar perdón, en gracia a su arrepentimiento. Pero las delaciones
que se presenten sin firma no se admitirán en ningún caso, pues es
cosa de pésimo ejemplo e impropia de nuestro tiempo.”

Tal fue la jurisprudencia que perduraría durante todo el siglo. Como


se ve, no hay ninguna proscripción oficial de los cristianos emanada
del poder central, ni, por tanto, ninguna persecución de conjunto.
Pero sí persecuciones locales, dependientes del magistrado romano
de la zona. Además, el motivo de la acusación no radica en
crímenes concretos, sino sólo en el hecho de ser cristiano, en la
pertenencia de los fieles a una secta a la que se atribuyen
costumbres contrarias a la moral. Sobre tales presupuestos resulta
claramente advertible la precariedad en que se encontraron los
cristianos durante todo este período, siempre bajo la amenaza de
una posible denuncia. Por lo general, la iniciativa no fue tanto de los
Emperadores cuanto de las poblaciones locales, paganas o judías.

Carecemos de apreciaciones dignas de crédito sobre el número de


las víctimas de esta persecución. Al parecer no fue pequeño. Entre
ellas nombremos a Simeón, segundo obispo de Jerusalén, de ciento
veinte años de edad, que murió crucificado, después de haber
sufrido terribles martirios. Pero el mártir más célebre de este período
fue Ignacio, obispo de Antioquía, sacrificado en Roma.

Luego subió al poder el emperador Adriano, también español, o al


menos educado en España, quien gobernó del 117 al 138. Durante
su mandato, la sangre de los cristianos corrió en abundancia. Bajo
su sucesor, Antonino Pío, que como su nombre lo indica, no era un
hombre cruel, la persecución amainó considerablemente, si bien
hubo algunos casos de martirios aislados. Uno de los más notables
fue el de San Policarpo, obispo de Esmirna. De este período nos
queda un relato fidedigno, gráfico y sustancioso. San Justino, por
aquel entonces profesor en Roma, se dirigió al Emperador en favor
de una mujer injustamente acusada, y le sometió el caso en los
siguientes términos:

Érase una mujer que vivía con su marido, hombre disoluto. También
ella, antes de su conversión, había vivido entregada a la vida
licenciosa. Mas una vez que hubo conocido la doctrina de Cristo, se
moderó e hizo casta, y trataba de ganar a su mismo marido hacia
una vida pura, instruyéndolo en las mismas doctrinas y hablándole
del fuego eterno aparejado para los que no viven castamente
conforme a la recta razón. Mas él perseveró en su vida disoluta y se
alejó de su mujer, porque teniendo ésta por cosa impía seguir
compartiendo el lecho con un hombre que trataba de procurarse los
placeres contra toda ley natural y justicia, decidió separarse. Mas
como los suyos no viesen bien esto, y la aconsejaran que tuviera
paciencia, diciéndole que tal vez así el hombre cambiaría de modo
de ser, se contuvo a sí misma y esperó.

Tuvo el marido que hacer un viaje a Alejandría, y pronto llegó al


conocimiento de la mujer que allí cometía aún mayores excesos.
Entonces, para no hacerse cómplice de tales perversidades y
pecados permaneciendo en el matrimonio y compartiendo mesa y
lecho con tal hombre, presentó lo que corrientemente se llama un
libelo de repudio, y se separó. Entonces, aquel tan excelente
marido, que debiera felicitarse de que su mujer, dada antes a la vida
frívola con esclavos y jornaleros entre borracheras y otros excesos,
había ahora dado de mano a todo eso, y sólo quería que también él,
dado a tales orgías, la imitara en su ejemplo, despechado por
haberse separado contra su voluntad, la acusa ante los tribunales
de cristiana.

La mujer, por su parte, te presentó a ti, Emperador, un memorial o


instancia, rogándote se la autorizara a disponer antes de su
hacienda, dando palabra de responder ante los tribunales, una vez
arreglados los asuntos de sus bienes, de la acusación que se le
hacía. Y tú se lo concediste. El antes marido, no pudiendo hacer ya
nada contra la mujer, se volvió contra un cierto Ptolomeo, a quien
Urbico [el prefecto de la ciudad] emplazara en otra ocasión ante su
tribunal y había sido maestro de ella en las enseñanzas de Cristo. Y
he aquí la traza de que se valió. Era amigo suyo el centurión que
había de meter en la cárcel a Ptolomeo, y así le fue fácil persuadirle
de que le prendiera, con sólo que le preguntara si era cristiano.
Ptolomeo, que era por carácter amante de la verdad, incapaz de
engañar ni de decir una cosa por otra, confesó que, en efecto, era
cristiano. Esto bastó al centurión para cargarle de cadenas y
atormentarle largo tiempo en la cárcel. Cuando, finalmente,
Ptolomeo fue conducido ante el tribunal de Urbico, la única pregunta
que se le hizo fue, igualmente, si era cristiano. Y nuevamente,
consciente de los bienes que debía a la doctrina de Cristo, se
confesó seguidor de la divina religión. Y es que quien niega algo,
sea lo que fuere, o lo niega porque lo condena, o rehuye confesar la
cosa por saber que es indigno o ajeno a ella. Nada de esto dice con
el verdadero cristiano.

Urbico sentenció que fuera conducido al suplicio; mas un tal Lucio,


que era también cristiano, al ver esa sentencia dada contra toda
razón, increpó a Urbico con estas palabras: «¿Por qué motivo has
hecho condenar a muerte a un hombre, a quien no se le ha probado
ser ni adúltero, ni fornicario, ni asesino, ni ladrón, ni salteador, ni reo,
en fin, de ningún crimen, sino que ha confesado sólo llamarse
cristiano? Tu sentencia, oh Urbico, no hace honor alguno, ni al
emperador Pío ni al hijo del César, el filósofo, ni al sacro Senado.»
Pero Urbico, sin responder palabra, se dirigió a Lucio, diciéndole:
«Me parece que también tú eres uno de ellos.» «A grande honra»,
respondió Lucio. Y sin más, dio orden el prefecto de que le
condujeran al suplicio. Lucio le dijo que le daba las gracias por ello,
pues sabía que iba a verse libre de tan perversos déspotas para ir al
Padre y Rey de los cielos.

3. El siglo tercero

Según se ha visto hasta aquí, desde el 62 al 192 la persecución fue


más o menos espontánea, a veces contenida y otras apremiada por
los gobernantes romanos, pero en todo caso siempre esporádica y
nunca con carácter sistemático. A partir del siglo III comienza una
nueva forma, ya que va a ser consecuencia de edictos especiales
provenientes del mismo Gobierno imperial y aplicables a la totalidad
del Imperio. Los resultados de este segundo procedimiento, que
caracterizó a cuatro o cinco nuevas persecuciones, fueron
indiscutiblemente mucho más sangrientos que los del primero.

El año 193 subió al poder el emperador Septimio Severo, dando


origen a la dinastía de los Severos. Su persecución, en los albores
del siglo III, se inauguró no con un decreto sistemático sino a través
de un simple rescripto, por el que se prohibía, bajo pena grave,
hacerse cristiano. Los poderes imperiales estaban preocupados por
el crecimiento continuo, en cantidad y calidad, de los cristianos. El
Estado había tolerado la veneración de dioses populares, pero sólo
para los individuos de las naciones vencidas, y siempre que ese
culto no tuviera la pretensión de extenderse por todas las ciudades
del Imperio. El cristianismo no podía ser incluido entre esas
religiones. Sin embargo no se apuntó contra la misma Iglesia, como
institución, según habría de hacerse más tarde, sino sólo contra los
cristianos individuales. El edicto de Septimio Severo se aplicó con
todo rigor en el Oriente, y uno de sus efectos más nocivos fue la
supresión de la famosa escuela catequética de Alejandría. Clemente
tuvo que escapar, y Orígenes, cuyo padre, Leónidas, acababa de
ser martirizado, fue perseguido. En el África murieron fieles ilustres
como las Santas Perpetua y Felícitas. Pero el mártir más destacado
de esta persecución fue el anciano obispo de Lyon, San Ireneo,
muerto posiblemente el año 203.

El rescripto inauguraba un nuevo modo de proceder. Hasta entonces


los cristianos sólo podían ser llevados ante los tribunales en el caso
de que fuesen denunciados, pues Trajano había ordenado
formalmente que “no se los debe buscar”. Pero ahora los
funcionarios recibieron orden de tomar la iniciativa, actuando
positivamente contra quienes convertían y contra quienes se
convertían. Si bien Septimio Severo no llevó al extremo la
persecución, siendo las tormentas más bien locales, en cierto modo
dio inicio, probablemente sin pretenderlo, al segundo período en la
historia de las persecuciones, ya no libradas a los caprichos de las
turbas, sino ordenadas metódicamente. El rigor oficial vendría, en
cierto modo, a relevar el odio popular contra los cristianos, dando
pábulo a las persecuciones postreras, en que los anfiteatros se
llenarían de mártires provenientes de todas las provincias del mundo
romano. Esta lucha anhelante, entrecortada, en que a las temibles
amenazas los cristianos sólo podían oponer el heroísmo y la
resignación, se iría exasperando más y más hasta el día en que el
poder imperial, confesando su fracaso, debiese doblar su rodilla
ante la cruz.

Una nueva tempestad comenzó a fraguarse el año 248, con motivo


de la solemne conmemoración del milenio de la ciudad de Roma.
Las fiestas entonces organizadas despertaron los recuerdos de los
triunfos gloriosos del pasado, a la vez que el anhelo de ver brillar
una vez más el sol que declinaba. El Imperio estaba sacudido por
una aguda crisis, y es una ley histórica que la decadencia general
de una sociedad suscita el anhelo de retornar a las tradiciones
fundacionales. Es lo que hizo el gobierno: trató de llevar a cabo una
restauración de la religión imperial, reponiendo en sus altares los
dioses ancestrales de la romanidad.
El año 240, gracias a un golpe militar, sube al poder el emperador
Decio. Su propósito era acabar con las fuerzas mortíferas que
corroían el Imperio y devolver a Roma su prístino vigor y su
prestigio. Como lo acabamos de recordar, la religión oficial formaba
parte del entramado político y social del viejo Imperio. Decio se
empeñó en hacerla revivir, convencido de que la fidelidad al culto de
Roma y de Augusto constituía el fundamento mismo del espíritu
imperial. Para lograrlo, publicó un edicto el año 250 contra el
cristianismo, que aparecía como enemigo jurado de dicha religión
oficial, lo que entrañó la persecución general y sistemática. Dicho
edicto fue terriblemente peligroso por dos razones: por la forma tan
categórica con que imponía la apostasía de la fe cristiana
juntamente con la adhesión a los dioses paganos, y luego por la
terribilidad de los castigos con que amenazaba.

Se fijó un plazo durante el cual todos debían comparecer ante la


autoridad para sacrificar a los dioses. Los que no se presentasen
voluntariamente serían llevados por la fuerza. Quien tratase de
eludir dicho mandato escapándose, sería castigado con la
confiscación de sus bienes, y con la muerte si volvía al territorio
romano. Si alguien se negaba a sacrificar a los ídolos, había que
tratar de convencerlo mediante la persuasión, las amenazas, y por
último, el tormento. Los funcionarios que se mostrasen indulgentes,
se veían amenazados con los más severos castigos.

Lo peor del decreto de Decio era la facilitación del gesto de


apostasía: bastaba con arrojar un granito de incienso al fuego en
honor de los dioses, para dar suficiente prueba de adhesión a la
religión pagana oficial. Parece que en caso de duda se le pedía al
sospechoso que pronunciase una fórmula blasfema en repudio de
Cristo. Luego se le obligaba a participar en un banquete, donde
debía comer carne de víctimas inmoladas y beber vino consagrado
a los ídolos. Una especie de remedo de la comunión cristiana.
Luego se le entregaba un certificado, fechado y firmado. Esta
persecución se caracterizó por la lentitud de sus procedimientos,
con un calculado recurso a la seducción y a las torturas. A veces se
dejaba que el acusado permaneciese durante varios meses en un
calabozo, de modo que pudiera reflexionar. Los católicos bien
formados entendieron claramente que lo que se les exigía –el grano
de incienso y la comida ritual– constituía una negación de su fe.
Pero el período de relativa paz precedente había ablandado a
muchos de ellos. Ser cristiano en tiempos de paz no costaba
demasiado, pero ahora resultaba heroico. De ahí que en esta
persecución, que llegó a todas las regiones del Imperio, aunque no
en todas con el mismo rigor, si bien no pocos se comportaron de
manera heroica, como Orígenes, que torturado a pesar de su vejez,
resistió a todos los tormentos, fueron numerosos los que
defeccionaron, tanto obispos como fieles cristianos. Algunos, a la
vista de los suplicios, renegaron de su fe (lapsi), y consintieron en
sacrificar (thurificati, sacrificati); otros se hicieron dar por las
autoridades, a un elevado precio, certificados falsos de haber
cumplido los edictos imperiales (libellatici).

Gracias a Dios, el gobierno de Decio fue breve, ya que permaneció


sólo tres años en el poder. Después de él, subió el emperador
ValerianoValeriano 260). Tras un breve remanso, en el año 257 se
desencadenó una nueva persecución. El primer golpe fue contra el
clero, exigiéndose a los obispos, sacerdotes y diáconos que
sacrificasen a los dioses del Estado, so pena de destierro. Al año
siguiente se agravaron las sanciones. Los clérigos que no habían
obedecido fueron ejecutados inmediatamente; los senadores y altos
funcionarios que no renegasen de su fe, serían depuestos o
degradados, confiscándoseles los bienes. Como en la misma corte
imperial había numerosos cristianos, éstos fueron encadenados
como esclavos. Donde la Iglesia más sufrió fue en África. Allí murió
mártir San Cipriano, su jefe indiscutido. Pero también en España, y
en la misma Roma, donde cayeron el papa San Sixto II y su diácono
San Lorenzo, así como el heroico niño acólito San Tarsicio.

Luego de la muerte de Valeriano, hubo más de dos décadas de


sosiego. En el año 284 subió al poder el emperador Diocleciano,
quien gobernaría hasta el 305. Su esposa Prisca y su hija Valeria
estaban bautizadas, o por lo menos eran catecúmenas. Hubo
cristianos que ocupaban el cargo de gobernadores en las provincias,
y eran numerosos los que vivían en la Corte, a veces ejerciendo
altas funciones. En diversos lugares del Imperio los fieles habían
podido levantar espléndidos templos. Sin embargo la situación no
parecía segura para la Iglesia. El número de los fieles y su
penetración en el ejército y en las clases altas constituía una
especie de provocación para los elementos más cerriles del
paganismo. Se volvió a alegar que el cristianismo representaba un
obstáculo para la grandeza del Imperio romano, que la religión
pagana era el alma del Imperio y la religión del Estado romano; en
consecuencia quien se negaba a venerar a los dioses de Roma se
oponía frontalmente al Estado. Por lo demás, el largo tiempo de paz
que antecedió a esta persecución había contribuido, como en otras
ocasiones, a acrecentar las deficiencias de muchos cristianos:
molicie y somnolencia, discordias, envidias, obispos contra obispos,
etc. Dios se encargaría de castigar estas cosas con la persecución
desencadenada por Diocleciano, la más terrible que se había
producido hasta entonces, y que sería como el último esfuerzo que
haría el paganismo para derribar a su atlético rival.

El desarrollo de los acontecimientos está en estrecha conexión con


el nuevo plan de reorganización del Imperio, excogitado por
Diocleciano. Era éste un hombre de pueblo, nacido en Dalmacia,
que al subir al poder reveló grandes dotes de gobernante. A su
juicio, los territorios que de él dependían eran demasiado extensos
para un solo hombre. Si se quería mantener el orden y defender
debidamente las fronteras se necesitaban varios jefes. Así que,
poco después de tomar el mando, se asoció, como colega, a
Maximiano, un soldado de pocos alcances, que tomó el título de
Hércules, mientras que Diocleciano se reservaba el de Júpiter, de
modo que quedase bien en claro la distancia que los separaba. De
este modo el Imperio se fraccionó en dos partes, el Oriente para
Diocleciano y el Occidente para Maximiano. Era la diarquía. En el
293 se completó el sistema, agregándose dos nuevos jefes de
sendas regiones, pero subordinados a los otros dos. Diocleciano
puso junto a sí a Galerio, quien gobernaría el sudeste de Europa, es
decir, la Iliria, y Maximiano a Constancio Cloro, quien debía
gobernar en Hispania, Galia y Britania. Como Diocleciano y
Maximiano llevaban el título de Augustos, los nuevos fueron sólo
Césares. Era la tetrarquía. Conforme al pacto establecido, el
inmenso Imperio quedó dividido en cuatro zonas. Tréveris, Milán,
Sirmium y Nicomedia fueron las cuatro nuevas capitales, próximas a
las fronteras amenazadas. El sistema parecía sólido. Los dos
Césares serían automáticamente los herederos de los dos
Augustos, cuando éstos se retirasen. Diocleciano puso su residencia
en Nicomedia.

Al parecer fue Galerio quien desencadenó la persecución. Lo


primero que hizo fue exigir que los militares cristianos sacrificasen a
los dioses, si querían conservar sus grados; en caso contrario,
serían ignominiosamente degradados y expulsados del ejército. Su
deseo era verse acompañado por Diocleciano en su intento
depuratorio, pero el Emperador vacilaba. Por fin lograron
convencerlo de que los cristianos constituían un obstáculo para que
las divinidades paganas pudiesen obrar en favor del Imperio. En el
303 apareció en Nicomedia un primer edicto según el cual había que
destruir todas las iglesias cristianas, quemar los libros sagrados,
deponer de sus cargos a los que se obstinasen en su religión, etc.
La situación empeoró cuando, pocos días después, estalló un
incendio en las cercanías del palacio imperial de Nicomedia. Al
parecer, lo ocasionó el mismo Galerio, para atribuirlo luego a los
cristianos, como había sucedido quizás en la época de Nerón, con la
intención de empujar a Diocleciano para que se lanzase a una
persecución sangrienta. El Emperador se creyó rodeado de
traidores. Publicó entonces un segundo edicto, por el que ordenaba
detener a todo el clero, desde los obispos hasta los presbíteros,
como para dejar privados de dirección a los cristianos. Luego un
tercero, donde se mandaba poner en libertad a los encarcelados
que sacrificaran a los dioses y atormentar hasta la muerte a los que
perseveraran en la fe. Había que elegir entre la apostasía y la
muerte. A los resistentes les rompían las piernas, los suspendían
por los pies sobre fuego lento, les cortaban los miembros uno a uno.
El Occidente fue menos castigado. Gracias a Constancio Cloro, la
represión quedó reducida al mínimo en Hispania, Galia y Britania.

Si bien esta persecución resultó la más violenta de todas las que


había padecido la Iglesia desde hacía dos siglos y medio, fue
también una de las más abundantes en ejemplos de fortaleza.
Quizás los cristianos de este tiempo olfateaban ya la proximidad de
la victoria final, en la idea de que ellos integraban el último grupo de
resistencia, cuya firmeza acabaría por hacer tambalear al coloso
pagano. Citemos, entre tantos, cinco nombres de mártires, que
figuran en el canon romano de la misa, Cosme y Damián, médicos
de origen árabe, martirizados en Palestina; Crisógono, que pereció
en Aquilea; Lucía, condenada en Siracusa a morir en medio de las
llamas; Inés, encerrada en un lupanar, por no haber querido
desposarse con un pagano, y por fin decapitada. Asimismo San
Jorge, de quien se dice que rasgó el edicto de Nicomedia y que por
su intrepidez fue proclamado patrono de los soldados; San Blas,
obispo de Armenia; Santa Catalina, joven estudiante de Alejandría;
San Sebastián, tribuno de una cohorte pretoriana en Italia. En Frigia
y en Palestina enteros pueblos cristianos fueron exterminados.
Destaquemos también el martirio de San Mauricio y sus soldados de
la Legión Tebea. Dicha legión, acantonada en Suiza, había recibido
la orden de ejecutar a un grupo de cristianos de las Galias. Como
ella misma estaba compuesta, en su mayoría, de cristianos,
exhortados por sus jefes, se negaron a obedecer. Diezmados por
dos veces, permanecieron en su rebeldía, de modo que por fin
fueron enteramente aniquilados.

Llegaba al máximo la persecución cuando acaeció en el Imperio un


acontecimiento inesperado, que produjo verdadera estupefacción.
En noviembre del 304, cuando Diocleciano estaba festejando en
Roma sus veinte años de reinado, dio la noticia de que en el 305 los
dos Emperadores dimitirían, elevándose así al rango de Augusto los
dos Césares respectivos, Galerio y Constancio Cloro. Diocleciano se
retiró a su palacio dálmata, en la actual Split (Spalato), y allí
permaneció hasta el fin de sus días. Se cuenta que cuando, años
después, la anarquía reapareció en el Imperio y un emisario de
Roma le pidió que volviese a tomar las riendas, el viejo Emperador,
sin responderle, lo llevó a su huerta, y le dijo, con una pizca de
ironía: “¡Fíjate qué hermosos están mis repollos!” El retiro de
Diocleciano entrañó para la Iglesia una buena consecuencia, al
menos en el Occidente, ya que Constancio Cloro detuvo la
persecución en los lugares donde se había producido. No así
Galerio en el Oriente, quien siguió ensañándose contra los cristianos
hasta su muerte, el año 311.

4. La paz de Constantino

Emerge ahora una gran figura, un joven príncipe llamado


Constantino, hijo de Constancio Cloro y de Elena, educado en
Nicomedia, a la sombra de Diocleciano. En el 306 murió su padre en
York, durante una campaña en Bretaña. Entonces las legiones lo
proclamaron Augusto, sin que Galerio hubiese sido consultado. Al
cabo, éste aceptó la designación, pero no como Augusto sino como
César. Al año siguiente, Majencio, hijo de Maximiano, recurriendo a
la fuerza, se proclamó Augusto en Roma, lo que provocó la guerra
con Constantino. En el 312 se enfrentaron ambos ejércitos en el
Puente Milvio, cerca de aquella ciudad. Eusebio, autor de la primera
historia eclesiástica y amigo personal de Constantino, relata que en
ese combate el joven príncipe “invocó a Cristo y le debió su victoria”.
Lactancio, otro escritor contemporáneo, aludiendo a los mismos
sucesos, refiere que una noche, poco antes de la batalla,
Constantino tuvo un éxtasis, durante el cual Cristo le ordenó que
pusiera en el escudo de sus tropas un signo formado por dos letras
griegas entrelazadas, la ji y la ro, iniciales del nombre de Cristo en
griego: Jristós, y así entabló la contienda, de la que salió victorioso.
Según Eusebio, Constantino le contó, al fin de su vida, más detalles
del episodio: En el momento de emprender la lucha contra Majencio,
le dijo, invocó al Dios de los cristianos, y en pleno día, por el lado del
poniente, vio en el cielo una cruz luminosa, acompañada por estas
palabras en griego: “¡Con este signo vencerás!” La noche siguiente,
se le apareció Cristo, le mostró la cruz, y le invitó a que mandase
hacer una insignia que la representase. Esta insignia fue el
Labarum, estandarte que los ejércitos de Constantino llevarían
enhiesto desde entonces. En recuerdo de la victoria, el Senado
mandó erigir un arco de triunfo, y Roma elevó una estatua en honor
de Constantino, donde se le representaba con una larga cruz en la
mano, y esta inscripción: “Por este signo saludable, emblema del
verdadero valor, he librado a vuestra ciudad del yugo de la tiranía, y
he restablecido el Senado, el pueblo y su antiguo resplandor.”
Desde entonces Constantino fue el único Emperador en Occidente.
Pronto se dirigió a Milán para casar a su hermana Constancia con
Licinio, que era Augusto en la parte oriental del Imperio. De acuerdo
con él, otorgó a los cristianos el libro ejercicio de su religión. Fue el
llamado edicto de Milán, promulgado en esa ciudad por ambos
Emperadores en febrero del 313. De ahí data lo que con justicia se
ha llamado la “paz constantiniana”. Los Emperadores declaran:
“Queremos que cualquiera que desee seguir la religión cristiana
pueda hacerlo sin el temor de ser perseguido. Los cristianos tienen
plena libertad de seguir su religión.” Y agregan: “Pero lo que
otorgamos a los cristianos lo concedemos también a todos los
demás. Cada cual tiene el derecho de escoger y de seguir el culto
que prefiera, sin ser menoscabado en su honor o en sus
convicciones. Va en ello la tranquilidad de nuestro tiempo.”

Como se ve, no era todavía la proclamación del cristianismo como


única religión verdadera. Tampoco sería correcto ver allí la
expresión de lo que el mundo moderno ha llamado “libertad de
cultos”, noción totalmente carente de asidero en la cosmovisión de
los antiguos. Lo que en realidad se quiso dejar establecido es la
igualdad jurídica entre el cristianismo y el paganismo. La religión de
Cristo pasó a ser una “religión lícita”. Pero el resultado fue mucho
mayor, ya que de algún modo dicha declaración implicaba el
reconocimiento oficial, por decisión de los mismos Emperadores, de
que se habían equivocado al intentar destruir el cristianismo, de que
no era éste el responsable de todas las calamidades de la época,
como se había afirmado con tanta frecuencia como ligereza, sino
quizás al revés: el persistente rechazo de Roma a la nueva fe
constituía la prueba más categórica de la infidelidad del Imperio
Romano a su vocación providencial.

5. Visión retrospectiva

Como se ha podido ver, no sería acertado hablar de tres siglos de


persecuciones romanas. Hubo entre ellas largos momentos de paz,
prolongados oasis en medio de terribles tormentas. Durante uno de
ellos, a comienzos del siglo III, escribía Orígenes:

Como los cristianos han observado el precepto apacible y humano


que han recibido, de no vengarse de sus enemigos, han obtenido de
Dios, que siempre combate por ellos e impone el reposo en tiempo
oportuno a los que les atacan y quieren extirparlos, lo que no
hubiesen podido obtener si les hubiera sido lícito hacer la guerra y
disponer para ello de toda la fuerza necesaria. Para que se
acordasen de que debían ser más valientes y despreciar la muerte
en vista del pequeño número de mártires de la religión, hubo
momentos en que un puñado de hombres, fáciles de contar,
murieron por la religión cristiana: es que Dios no quería que el
pueblo cristiano fuese enteramente extirpado, sino más bien que se
conservase para llenar la tierra con su santa y saludable doctrina.

Es verosímil que la paz y tranquilidad exterior concedidas a los fieles


concluirán pronto, porque los que calumnian de mil maneras nuestra
doctrina, pretenden que los trastornos y guerras actuales provienen
de la multitud de los fieles, y de que no son como en otro tiempo
perseguidos por los gobernantes. La palabra de Dios nos enseña,
en efecto, a no adormecernos en la paz, y no desconcertarnos en la
persecución, así como a no permitir que nada nos separe del amor
de Dios Creador de todas las cosas. Cuando Él nos permite y da
fuerzas al tentador para perseguirnos, somos perseguidos; cuando
no lo permite, ocurre, por un efecto maravilloso, que hallemos la paz
en medio de un mundo que nos detesta, y vivimos llenos de
confianza en aquel que ha dicho: «Estad tranquilos, yo he vencido al
mundo» (Jn 16, 33). Él ha vencido, en efecto, a este mundo, el cual
no tiene más poder que el que le deja aquel que ha vencido y ha
recibido del Padre el poder vencerle. Nosotros confiamos en su
victoria. ¿Quiere, por el contrario, que luchemos y combatamos de
nuevo por la religión? Los contradictores no tienen más que
levantarse, y nosotros les diremos: «Todo lo puedo en aquel que me
fortifica, Jesucristo nuestro Señor» (Fil 4, 13). Vendrá el día en que
la religión cristiana será la única dominante, porque la verdad divina
gana cada día mayor número de almas.

Tales son las palabras de un testigo presencial de los hechos, él


mismo víctima de las torturas de los perseguidores, escritas
justamente en un tiempo de oasis, en medio de dos huracanes. La
situación fue, pues, siempre oscilante. Bastaba que cambiase el
Emperador, lo que era frecuente, para que también la política oficial
mudase de orientación. Los cristianos de aquellos tiempos formaban
una especie de organización semiclandestina que se movía en
territorio enemigo. Cuando el rigor del adversario se adormecía,
podían beneficiarse de algún tiempo de serenidad. Pero les hubiese
sido mortal fiarse de las apariencias, durmiéndose en los laureles,
ya que en el telón de fondo se vislumbraba siempre la pertinaz
silueta de las autoridades políticas del Imperio, prestas a la
persecución y a la venganza.

Generalmente se hace subir a diez el número de las persecuciones.


San Agustín, por ejemplo, señala las que llevaron adelante los
siguientes Emperadores: Nerón, Domiciano, Trajano, Septimio
Severo, Marco Aurelio, Cómodo, Maximino, Decio, Valeriano y
Diocleciano. En dicha cifra se ha visto una analogía de las plagas de
Egipto (cf. Ex 7-10), o de los diez cuernos de la Bestia del
Apocalipsis (Ap 17, 3), que combatieron contra el Cordero y por él
fueron vencidos. Cuando llegó Constantino, y luego, al ver los
cristianos la larga paz de que gozaban, algunos se preguntaron si la
Iglesia conocería alguna vez nuevas persecuciones, inclinándose a
pensar que ya no las habría más hasta la llegada del Anticristo. San
Agustín combatió esta opinión, que estaba también muy en boga en
su tiempo, apoyándose en las palabras de Cristo y en la naturaleza
misma de la Iglesia. Ésta, decía el Santo Doctor, sigue su
peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los
consuelos de Dios. Desde Cristo y los Apóstoles, y por consiguiente
antes de que apareciese Nerón, ya ella debió sufrir y combatir;
después de las diez persecuciones, han estallado otras nuevas, y la
Iglesia, ya en un lugar, ya en otro, tendrá siempre que soportar
contrariedades hasta el fin de los tiempos. La historia le ha dado la
razón.

Intentemos ahora un balance de lo ocurrido. El Imperio pagano


infligió a la Iglesia daños considerables: incautación de bienes,
destrucción de templos, pérdida de vidas humanas, en número
ingente. Pero también la persecución trajo a la Iglesia grandes
provechos, como por ejemplo el robustecimiento de la comunión
entre los cristianos, que ante el acoso del enemigo estrecharon filas.
Asimismo purificó a la Iglesia, haciendo que ingresasen en ella
elementos de primera calidad y de mucha valía. Mas el principal
provecho fue en el plano sobrenatural, ya que la época de los
mártires constituyó para la Iglesia una especie de reservorio
espiritual para todos los siglos. También nosotros vivimos de ello.

III. La reacción condigna de la Iglesia

Frente a la gran tormenta de las persecuciones de un Imperio


todopoderoso, que sin la ayuda de Dios hubiera hecho zozobrar la
pequeña nave de la Iglesia, ésta supo sacar de sus propios
principios la respuesta adecuada. Tengamos en cuenta que en
aquellos tiempos el cristianismo no fue atacado solamente con la
espada material sino también con las armas de la inteligencia. La
Iglesia tendría muy en cuenta este doble frente de combate.

1. Los apologistas

En el campo de las ideas debió la Iglesia enfrentar a diversos


enemigos. Los paganos, ante todo, que con tanta facilidad creían
todas las calumnias que se decían de los cristianos; sobre todo los
intelectuales paganos, que utilizaban la filosofía para consolidar el
paganismo, idealizarlo y espiritualizarlo, purgándolo de sus
elementos más impresentables. Los segundos adversarios fueron
los judíos, que miraban con tanto recelo a los cristianos, de los que
querían diferenciarse a toda costa para que el poder romano no los
confundiese con ellos. En tercer lugar la Iglesia hubo de tener en
cuenta el creciente influjo de las religiones mistéricas del Oriente,
que tanto atractivo ejercían sobre los romanos más exigentes.
Finalmente la enfrentaron los heterodoxos, los primeros herejes que
brotaron de las entrañas mismas de la Iglesia.

Ante esta múltiple ofensiva, la Iglesia recurrió al mejor tipo de


defensa que es el ataque. Con esclarecida lucidez enfrentó a los
dos grandes adversarios externos del mundo cristiano, el paganismo
y el judaísmo. Mostró, en primer lugar, cuán vano y necio era el culto
a los ídolos y qué nefandos vicios se habían extendido en el
paganismo, como era lógico sucediese, con tales supersticiones y
con tales dioses. Luego señaló la ceguera y pertinacia de los judíos,
que a través de sus profetas habrían podido fácilmente reconocer a
Cristo. Más difícil le fue enfrentar al último enemigo, que a partir del
siglo II la atacaría desde dentro, es decir, los herejes, no siempre
quizás tan burdos y cerriles como los paganos y los judíos, ni
tampoco tan fácilmente identificables de entrada como adversarios,
pero no por ello menos peligrosos, sino al revés, quizá por eso
mismo.

Hubo, ante todo, una resistencia fáctica, por así decirlo, silenciosa
pero muy elocuente. A la fuerza y los argumentos de los
Emperadores la Iglesia contrapuso la constancia y el heroísmo de
sus mártires. También en este testimonio se incluía cierta dosis de
apologética, aunque implícita. Mas no sólo implícita, porque muchas
veces los mismos mártires no se callaban ante los jueces, sino que
con toda decisión defendían la doctrina cristiana contra las más
groseras calumnias que se propagaban por doquier. Sin embargo,
además de la apologética del ejemplo y de la defensa hablada, se
hacía también necesario echar mano de la pluma para deshacer
tantas argucias.

Hacia el año 120 apareció esta nueva forma de la literatura cristiana.


Decimos nueva porque los primeros escritores cristianos y los
Padres Apostólicos se limitaron a edificar espiritualmente a los
fieles. En cambio, con los apologistas la literatura de la Iglesia se
dirigió por primera vez al mundo exterior. Ya no bastaba la
catequesis ad intra. Había que desarrollar el testimonio apologético
ad extra. Se han conservado unos quince nombres de autores bajo
el apelativo de “Padres apologistas”. Los hubo más, y de muchos
sólo nos quedan sólo fragmentos. La misma idea de escribir
Apologías del cristianismo, frente a un mundo cruel y burlón, parece
extraña. Es que pensaban que todavía se estaba a tiempo de
reconciliar el Imperio con la Iglesia.

Consideremos, en primer lugar, la apologética que los Padres


llevaron al cabo contra el paganismo. En este campo se propusieron
objetivos bien concretos.

Ante todo refutar los infundios que se habían esparcido


ampliamente, en particular los de quienes veían en la Iglesia un
peligro para el Estado. Se les respondía que la negativa de los
cristianos a sacrificar ante la estatua del Emperador no era señal de
que atentasen contra la seguridad del Estado, ni de que se
mostrasen en rebeldía. En todas las cosas lícitas, decían, están
sometidos a las autoridades; pagan religiosamente los impuestos,
ruegan con fervor por la prosperidad del Imperio y de sus jefes, se
interesan por el sosiego de los Emperadores, y los defienden, sobre
todo cuando son soldados, hasta poner en peligro la propia vida, a
diferencia de no pocos de sus acusadores, que con frecuencia
traman sigilosamente planes de rebelión contra los mismos
Emperadores, a quienes antes fatigaban con sus adulaciones. Se
acusaba asimismo a los cristianos de ser la causa de las desgracias
del Imperio. Tales desgracias, respondían los Padres apologetas, no
coinciden con la propagación del cristianismo; ya las hubo
anteriormente, y en cuanto a los infortunios presentes, ellos no
prueban sino la impotencia de los dioses para proteger a sus
ministros y sus templos. Por lo demás, el número de estas
calamidades ha disminuido notablemente desde que hubo cristianos
en el Imperio, sea porque se cometen menos delitos, sea porque la
fe es una fuerza de cohesión social, sea porque hay mayor número
de intercesores cerca de Dios.

En segundo lugar los apologistas se esmeraron en deshacer una


por una las acusaciones y calumnias propagadas por los paganos
contra la moral de los cristianos, antropofagia, incesto, malas
costumbres, ateísmo, magia, sacrilegio, reuniones clandestinas,
oposición sistemática al bien público... Sin embargo no se
contentaron con mantenerse a la defensiva sino que pasaron luego
a la contraofensiva, exponiendo lo absurdo del paganismo y de sus
mitos, la vaciedad y locura de la religión pagana, la inmoralidad de
sus ritos, la divinización de los vicios más repugnantes. Todo ello en
contraposición con la vida virtuosa de los buenos cristianos, y sobre
todo con los principios sublimes de la doctrina católica. Ofrecieron al
mismo tiempo pruebas positivas en favor del origen sobrenatural del
cristianismo y de la necesidad de abrazarlo, así como del carácter
divino de su Fundador, quien probó con sus milagros que era el
Señor de la creación. Insistieron también en la extraordinaria
transformación que Cristo logró en sus Apóstoles, el esplendor de
las enseñanzas e instituciones de la Iglesia, que aventajan
infinitamente a las del antiguo mundo, los efectos del cristianismo,
que transforman, regeneran y ennoblecen.

Estos escritos, compuestos en griego hasta el siglo II, y desde el


tercero, en latín, iban dirigidos a los hombres honestos, así como a
los pensadores paganos que no estuviesen fanatizados. Varias de
las Apologías fueron dedicadas a los mismos Emperadores, en lo
que no debemos ver una fórmula meramente protocolar, ni la
pretensión de convertirlos personalmente. Lo que se buscaba era
que dichos Emperadores, a veces hombres de talento, comprensión
y buena voluntad, acabasen por entender cómo el cristianismo era
muy distinto de lo que se pretendía. La dedicatoria, pues, era
sincera, y se aspiraba a que leyeran de hecho las apologías, al
menos a título de información o curiosidad.

Al llevar a cabo esta demostración de la fe, los Apologistas pusieron


los cimientos de la ciencia de Dios. Fueron, por lo tanto, los
primeros teólogos de la Iglesia, lo que señala su importancia
fundacional.

Desde la intelectualidad pagana, la obra más notable que se dirigió


contra los cristianos fue el Discurso de la verdad, escrito en el siglo
II por el filósofo Celso. El original se ha perdido, mas con los
fragmentos reproducidos por Orígenes en la excelente refutación
que de dicha obra hiciera en el 247, bajo el nombre de Contra
Celso, casi se lo puede reconstruir. Según el pensador pagano, la
religión romana es indispensable para el Imperio, de modo que el
negarse a profesarla significa declararse contrario a él. Lo malo de
los cristianos, afirma Celso, no es tener una religión propia, distinta
de la oficial, sino el exclusivismo con que la profesan, creyéndola la
única verdadera, con el consiguiente rechazo de la religión imperial.
Celso conoce perfectamente la doctrina cristiana en sus elementos
esenciales y trata de refutarla desde el punto de vista pagano,
dejándola en ridículo.

Más allá de su lenguaje amargo y apasionado, muestra mucha


sagacidad y un gran talento de exposición. El cristianismo es, a sus
ojos, un revoltijo de extravagancias judaicas, de errores
recientemente inventados, y de algunos preceptos morales, útiles
sin duda, pero tomados de la filosofía griega. No menos peligroso a
la ciencia que al Estado, tiene por voceros hombres llenos de
ceguera, cuyas extravagancias no pueden seducir sino a espíritus
ignorantes y viciosos, esclavos, mujeres y niños. Celso hace hablar
a un judío contra los cristianos. Ese hebreo no ve en Cristo sino un
mago judío, nacido de un adulterio, que pretendió constituirse en
juez entre cristianos y judíos.
Otra importante apología del cristianismo es la Epístola a Diogneto,
de la segunda mitad del siglo II, compuesta en forma de carta
dirigida a un tal Diogneto, eminente personalidad pagana, quizás un
preceptor de Marco Aurelio. Dicho personaje le había pedido a un
amigo cristiano, que le informara acerca de su religión. El autor,
cuyo nombre desconocemos, trata de demostrar la superioridad del
cristianismo sobre el paganismo idólatra y sobre el judaísmo
formulista. La epístola contiene una notable descripción de la vida
de los cristianos, y lo que significa su presencia en ese mundo que
los quiere desterrar:

Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su


tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque no habitan
ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan
un género de vida aparte de los demás. A la verdad, esta doctrina
no ha sido por ellos inventada gracias al talento y especulación de
hombres curiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza humana;
sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte
que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás
género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras
de un tenor de peculiar conducta admirable y, por confesión de
todos, sorprendente... Se casan como todos; como todos,
engendran hijos, pero no exponen los que nacen. Ponen mesa
común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la
carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el
cielo. Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida
sobrepasan las leyes. A todos aman y de todos son perseguidos. Se
los desconoce y se los condena. Se los mata y en ello se les da la
vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y
abundan en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son
glorificados. Se los maldice y se los declara justos. Los vituperan y
ellos bendicen. Se les injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se los
castiga como malhechores; castigados de muerte, se alegran como
si se les diera la vida. Por los judíos se los combate como a
extranjeros; por los griegos son perseguidos y, sin embargo, los
mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio.
Mas, para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso
son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los
miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del
mundo. Habita el alma en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; así
los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo. El alma
invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; así los
cristianos son conocidos como quienes viven en el mundo, pero su
religión sigue siendo invisible. La carne aborrece y combate al alma,
sin haber recibido agravio alguno de ella, porque no le deja gozar de
los placeres; a los cristianos les aborrece el mundo, sin haber
recibido agravio de ellos, porque renuncian a los placeres. El alma
ama a la carne y a los miembros que la aborrecen, y los cristianos
aman también a los que los odian. El alma está encerrada en el
cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al cuerpo; así los
cristianos están detenidos en el mundo como en una cárcel, pero
ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal
habita en una tienda mortal; así los cristianos viven de paso en
moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción en los cielos.
El alma, maltratada en comidas y bebidas, se mejora; lo mismo los
cristianos, castigados de muerte cada día, se multiplican más y más.
Tal es el puesto que Dios les señaló y no les es lícito desertar de él.

Así viven los cristianos, dispersos en medio de la sociedad. Están


en el mundo, aunque no son del mundo. Casi contemporáneamente
escribía Tertuliano en su Apología: “Somos de ayer y ya llenamos
vuestras ciudades, vuestras colonias, el ejército, el palacio, el
Senado, el foro. Sólo os dejamos vuestros templos.”

En lo que toca a la polémica contra los judíos, nos queda un escrito


apologético de primer nivel, el Diálogo con Trifón, de San Justino.
Explayémonos un tanto sobre la personalidad de este Santo Padre,
de relieve tan excepcional. Nació Justino en Samaría, de familia
griega y pagana. Desde joven buscó la sabiduría en diversas
escuelas filosóficas. Primero frecuentó la de los estoicos, luego la de
los peripatéticos y, finalmente, la de los pitagóricos. Ninguna de ellas
logró satisfacerlo. El platonismo le atrajo por un tiempo, hasta que
cierto día en que estaba paseando por las orillas del mar, se le
acercó un sabio anciano quien logró convencerle de que el
cristianismo era la verdadera filosofía, la plenitud de las verdades
parciales entrevistas por los antiguos, y especialmente por Platón.
Bien señala Daniel-Rops que fue en ese instante cuando se realizó
el encuentro, tan grato a Péguy, entre el alma platónica y el alma
cristiana, justificando de antemano aquella célebre frase de Pascal:
“Platón, para disponer al Cristianismo.” Luego el anciano le habló de
los “profetas, los únicos que anuncian la verdad”. “Esto dicho –relata
Justino– y muchas otras cosas que no hay por qué referir ahora,
marchóse el viejo, después de exhortarme a seguir sus consejos, y
no le volví a ver más. Mas inmediatamente sentí que se encendía un
fuego en mi alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a
aquellos hombres que son amigos de Cristo, y, reflexionando
conmigo mismo sobre los razonamientos del anciano, hallé que esta
sola es la filosofía segura y provechosa. De este modo, pues, y por
estos motivos yo soy filósofo, y quisiera que todos los hombres,
poniendo el mismo fervor que yo, siguieran las doctrinas de
salvación.” Sabemos igualmente por él mismo que el heroico
desprecio de los cristianos por la muerte tuvo una parte no pequeña
en su conversión: “Cuando seguí las doctrinas de Platón, oía las
calumnias contra los cristianos; pero, al ver cómo iban
intrépidamente a la muerte y a todo lo que se tiene por espantoso,
me puse a reflexionar que era imposible que tales hombres vivieran
en la maldad y en el amor a los placeres.” Finalmente abrazó la fe
de Cristo. Luego de su conversión, que probablemente tuvo lugar en
Éfeso, lo encontramos en esa misma ciudad, poco después de
concluir la guerra judía contra los romanos, discutiendo con el judío
Trifón. Al poco tiempo se puso a viajar como predicador ambulante,
vistiendo el pallium, manto que usaban los filósofos griegos. Hacia el
año 150 se dirigió a Roma, donde fundó una escuela a la manera de
los filósofos paganos. En 163, bajo Marco Aurelio, fue denunciado
por un filósofo llamado Crescente, a quien Justino había refutado de
manera irrebatible. Lo detuvieron entonces, con seis de sus
alumnos, e interrogado por el prefecto Rústico, expuso su fe, una
vez más, con intrépido fervor. Lo amenazaron con torturas, pero él
mantuvo su adhesión a Cristo, hasta que finalmente fue decapitado.

Como se ha podido ir viendo, Justino representa un nuevo tipo de


cristiano, el que proviene del mundo cultural griego, que una vez
convertido, conserva sus hábitos de pensamiento y su estilo de vida.
Además de su obra contra el judío Trifón, donde refuta los errores
del judaísmo y a la que enseguida nos referiremos, escribió dos
Apologías, la primera dirigida al emperador Antonino, y la segunda
probablemente al emperador Marco Aurelio, donde presenta a los
cristianos como los auténticos herederos de la civilización greco-
romana. En esto Justino es original, si se lo compara con los otros
apologistas de la fe contra el paganismo. Él trata de buscar la
continuidad que existe entre el cristianismo y el helenismo. El
cristianismo era, a su juicio, la única filosofía completa. ¿Entonces
de nada sirvió el ingente esfuerzo realizado por el pensamiento
humano desde hacía tantos siglos? De ningún modo. Todo hombre
que encuentra la verdad, aunque sea parcial, participa del “Verbo
seminal”; la verdad que llegó a conocer proviene, en última
instancia, del Verbo divino, del Logos. Por eso todo lo bueno que
tiene la filosofía griega, las diversas verdades enseñadas por
Sócrates, Platón y Aristóteles, derivan del Logos. En otras palabras,
“todos los principios justos descubiertos y expresados por los
filósofos los alcanzaron éstos merced a una participación en el
Verbo”. Este Verbo, este Logos que ha ido encendiendo así
progresivamente la inteligencia humana no es otro que Cristo,
donde la verdad se manifestó de manera plenaria. Hasta entonces
los hombres no habían tenido de ella sino un conocimiento
incompleto. Gran idea ésta, marcada con el sello del genio. Es cierto
que también los griegos, por influjo del demonio, deformaron a
veces la verdad que habían alcanzado, convirtiéndola en las fábulas
de la mitología. Esto es lo negativo de la cultura griega, que en este
sentido debe ser exorcizada.

También fue Justino quien asumió otra gran herencia de la


antigüedad, la que ofrecía el pensador judío Filón, de formación
helénica, sobre todo en lo que toca a su método interpretativo de las
Escrituras. Este pensador, que fue contemporáneo de Cristo y vivió
en Alejandría, orientó la exégesis de los textos veterotestamentarios
hacia una explicación alegórica, en la idea de que junto al sentido
histórico y literal, los autores de la Biblia buscaban expresar un
sentido simbólico superpuesto. En los personajes y en los
acontecimientos bíblicos, Filón creía descubrir signos de realidades
superiores, morales o espirituales. Haciendo suyo dicho legado,
Justino fue más allá, aplicando aquellas prefiguraciones a Cristo.
“Todas las prescripciones de Moisés
–escribe–, fueron tipos, símbolos, anuncios de lo que debía suceder
a Cristo.”

Nos hemos detenido en estas reflexiones de Justino ya que nos


parecen de gran utilidad para entender el sentido de la historia, la
teología de la historia, particularmente en lo que toca al papel
providencial de la cultura griega como prolegómeno del
pensamiento cristiano. Pero acá las traíamos a colación con motivo
de su obra apologética. El Diálogo con Trifón, al que nos referíamos
más arriba, es la más antigua apología cristiana contra los hebreos
que se conserva. Se trata de una disputa de dos días con un sabio
judío, quien entre otras cosas así le argüía: “Sabemos que las
Escrituras anuncian un Mesías doloroso que volverá con gloria para
recibir el reino eterno del universo. Pero que haya de ser crucificado
y morir en semejante grado de vergüenza y de infamia con una
muerte maldita por la Ley, ¡eso pruébanoslo, pues nosotros ni
siquiera logramos concebirlo!”

En la primera parte de la obra, el apologista explica el concepto que


tienen los cristianos del Antiguo Testamento, en la inteligencia de
que la ley mosaica tuvo validez sólo para un tiempo concreto y para
un pueblo determinado, mientras que la Ley nueva del cristianismo
es eterna y para toda la humanidad. La segunda parte justifica la
adoración de Cristo como Dios. En la tercera muestra que las
naciones que creen en Cristo y siguen su Ley representan al nuevo
Israel y al verdadero pueblo escogido de Dios. Como este diálogo, a
diferencia de las apologías que se dirigen al paganismo, tiene por
interlocutores a un tipo totalmente diferente de lectores, Justino da
mucho importancia al Antiguo Testamento y cita a los profetas para
demostrar que la verdad cristiana existía aun antes de Cristo, y que
el pueblo que había sido elegido ha clausurado sus oídos a la buena
nueva con la consiguiente elección de los gentiles. Si bien el Diálogo
no es la reproducción taquigráfica de una discusión real,
seguramente hubo conversaciones y disputas verdaderas que
precedieron a la composición de la obra, mantenidas probablemente
en Éfeso durante la guerra de Bar-Kochba, de la que se habla en
dos capítulos del libro.

Otro foco de disputas, que requirió la respuesta de los apologistas,


fue la de las religiones del Oriente, las religiones mistéricas, como
se las llamaba, que comenzaron a pulular en el Imperio, al abrigo de
la legislación estatal. Ya hemos hablado de ellas, y de cómo
ofrecían al mundo romano, cuya religión oficial se limitaba a un ritual
frío y burocrático, ciertas aperturas espirituales y esperanzas
aparentemente fundadas de salvación. En el ambiente flotaba la
idea de que del Oriente vendría la luz, si bien se lo esperaba de un
modo confuso. De hecho así sería. Por eso en los libros de
apologética se reiteró la idea de que del Oriente había venido
efectivamente la luz, “la luz verdadera, que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo” (Jn 1, 9). Los anhelos de salvación que se
buscaban vanamente en los cultos orientales, encontrarían sosiego
en la manifestación del Sol oriens ex alto (Lc 1, 78).

En el siglo III cobró auge la escuela neoplatónica. Se considera a


Ammonio Saccas el fundador de dicha escuela en Alejandría.
Saccas había sido cristiano, alejándose luego de la fe. En esta
escuela se destacó su discípulo Plotino, nacido en Egipto hacia el
205, el cual trazó en sus Enéadas los principios esenciales del
sistema, opuestos directamente al materialismo, el escepticismo y el
gnosticismo, pero desde el idealismo de la filosofía platónica. Fue en
estos grupos donde la antigua filosofía reunió todas sus fuerzas
para reanimar al paganismo expirante. Se esforzaban por demostrar
que a pesar de la divergencia de formas, había unidad esencial
entre los diversos sistemas de la filosofía anterior; que la verdad
estaba en todos; que se completaban unos a otros, y no encerraban
las contradicciones que sus adversarios creían encontrar; que los
diferentes cultos del paganismo no eran sino manifestaciones
diversas de la misma divinidad. Tratábase, por tanto, de reducir
todos los sistemas religiosos a las verdades fundamentales que les
eran comunes, ligando dichos sistemas con la filosofía, e incluso
con algunas doctrinas sacadas del ideario cristiano. También con
ellos disputaron los apologistas, como era de esperar.

Hemos dicho que los últimos enemigos contra los cuales había que
apologizar eran los herejes. En los tres primeros siglos habían
aparecido ya varias herejías. La más sutil y peligrosa de todas ellas
fue el gnosticismo, que surgió en el siglo II. Dicho error, donde se
advierte un evidente abuso de la especulación aplicada a los
misterios de Dios, es sumamente complejo y no nos sería posible
exponerlo aquí en su totalidad. ¿Qué era la gnosis? La palabra, en
griego, quiere decir conocimiento. Aquí se quería significar el
esfuerzo del hombre por aprehender lo divino, lo que en sí no
parece algo malo. Una gnosis cristiana perfectamente ortodoxa era
del todo concebible, y de hecho existía desde los orígenes del
cristianismo. Ya Pablo había dicho que había una gnosis según
Dios, una sabiduría escondida (cf. 1 Cor 2, 7). Pero el movimiento
gnóstico era una “sabiduría según el mundo”, que absorbía
elementos ideológicos provenientes de todas partes, de la herejía
doceta, del platonismo, del dualismo iránico, e incluso quizás del
mismo budismo, en orden a reelaborar los dogmas del cristianismo.

El punto de partida del gnosticismo parecía elevado. Dos ideas


estaban en su origen: la sublime trascendencia de Dios, tal como la
entendían los judíos de los últimos tiempos, para quienes Yahvé
había llegado a ser infinitamente lejano y misterioso, el Gran
Silencio, el Abismo; y la miseria inenarrable del hombre, pura
abyección. Entre el Dios sublime y el hombre abyecto se
desplegaba una serie de intermediarios, los “eones”, que emanaban
de Aquél por vía de degradación; los primeros se le parecían como
engendrados por Él, pero ellos, a su vez, habían engendrado otros
eones menos puros, éstos a los siguientes, y así sucesivamente,
hasta llegar a 365. El conjunto constituía el pléroma, la plenitud.

En medio de la serie, uno de los eones cometió un pecado,


intentando sobrepasar sus límites ontológicos e igualar a Dios,
siendo por ello arrojado del mundo espiritual. En su rebelión, creó el
mundo material, que es malo, signado por el pecado. Algunos
gnósticos llamaron a este eón prevaricador, el Demiurgo, y otros lo
identificaron con el Dios creador de la Biblia. ¿Cómo quedaba el
hombre en tales perspectivas? No esencialmente corrupto, porque
al provenir últimamente de Dios, cobijaba en su interior una chispa
divina, un elemento espiritual, cautivo de la materia, que aspiraba a
ser liberado. Su pecado era existir, su mal era la existencia misma.
Los que se contentaban con vivir, los llamados “materiales”, estaban
rigurosamente perdidos; los denominados “psíquicos”, podían
progresar; los que renunciaban a todo lo de la vida, los
“espirituales”, los hombres superiores, eran los únicos que se
salvaban.

Se ve hasta qué punto esta ideología, hecha de oscuras


especulaciones, resultaba incompatible con el cristianismo.
Desaparecía Jesús como personaje histórico. Cristo no era más que
un miembro en la jerarquía de los eones, y su carne humana, una
especie de ilusoria envoltura de la chispa divina. La moral cristiana,
tan equilibrada, cedía su lugar a otra moral que a veces se mostraba
brutalmente hostil al cuerpo, llegando así a una ascética excesiva,
otras se tornaba exageradamente complaciente, por desprecio de la
carne, dejando libre curso a los instintos.

Fue Ireneo el gran adversario del gnosticismo. Nació en Esmirna,


hacia el 135, de padres ya cristianos, cosa poco frecuente en
aquellos tiempos. Su juventud fue fervorosa. Él mismo nos cuenta
que a los quince años se sentaba con sus compañeros en torno al
santo obispo Policarpo, y no se cansaba de oírle referir lo que el
apóstol Juan le había enseñado de Jesús. Testigo directo de la
tradición apostólica, era, además, un griego culto, conocedor de la
filosofía, habiendo estudiado quizás en la misma Roma. En todo
caso se sabe que trató mucho a San Justino.

Elegido obispo de Lyon, dio comienzo a un episcopado glorioso, en


la línea de los grandes obispos mártires, Ignacio y Policarpo. Para
sus fieles galo-romanos redactó un libro llamado Demostración de la
Iglesia apostólica, breve exposición de la doctrina cristiana, el
primero de los catecismos que conoció la Iglesia. Pero como vio que
la grey a él confiada estaba amenazada del peligro gnóstico, sobre
el que había oído hablar en Roma, pero que ahora llegaba a su
tierra, creyó necesario salirle al paso. Y así escribió una obra bajo el
título de Exposición y refutación de la falsa gnosis, más conocida
como Adversus haereses, una de las cumbres del pensamiento
católico. La componen cinco libros. En los dos primeros presenta las
herejías de su tiempo. Él bien sabía, como escribe, que “exponer
sus sistemas es vencerlas, como arrancar una fiera a la maleza y
sacarla a plena luz es hacerla inofensiva”. En los tres libros
restantes expone la doctrina ortodoxa, de tal modo que las herejías
queden refutadas.

En esta obra Ireneo insiste en el valor de la Tradición, única capaz


de impedir los extravíos de los herejes. Los gnósticos habían
reivindicado el derecho de conocer a Dios y sus misterios por la sola
vía de la inteligencia humana, y ya hemos visto a qué desvaríos
habían llegado. La inteligencia necesita una guía, que es
precisamente la Tradición. Uno de los aspectos del gnosticismo que
más atacó fue el aborrecimiento de esos herejes a la carne. ¿Acaso
los hombres, hechos de carne, no habían sido consagrados y
redimidos por Cristo, también Él de carne en cuanto hombre, que
como nuevo Adán recapitula en sí a toda la humanidad? “Si la carne
no se ha salvado, es que el Señor no nos ha redimido”, afirmaba.
Asimismo explicó admirablemente, en la misma línea de Justino, la
concordancia entre ambas partes de la Sagrada Escritura. Dios
había educado progresivamente al hombre por medio de Israel, y los
dos Testamentos eran dos momentos de esa educación, dos etapas
complementarias en la marcha del hombre hacia la verdad plenaria.

2. El testimonio de la sangre

Hasta acá hemos hablado de la obra de los apologistas. Pasemos


ahora a tratar de la gesta de los mártires. Junto al testimonio de la
palabra, el testimonio de la sangre. En su tratado sobre la Iglesia se
pregunta el teólogo Möhler qué hubiese sucedido si los fieles
hubieran cedido a los tormentos y persecuciones, renegando de
Cristo. Los paganos habrían concebido el más profundo desprecio
por el cristianismo. Que éste podía bastar para las horas serenas
pero que no resistía a la prueba del fuego. Los mismos cristianos
habrían llegado a despreciarse mutuamente. El cristianismo sin el
martirio se habría aniquilado a sí mismo. Tal fue el peligro que corrió
la Iglesia en los tres primeros siglos de las persecuciones romanas.
Las sectas de ese tiempo no mostraron tal valor. Al menos nada se
nos dice de sectarios que hubieran llegado hasta la sangre en la
adhesión a sus falsas ideas. Justino afirma que los romanos no
perseguían sino a los miembros de la Iglesia católica. En cambio, si
sabían que algunos de los detenidos pertenecían a una secta
cualquiera, enseguida los dejaban en libertad. Las actas de los
mártires confirman este aserto. En muchos casos vemos al
procónsul preguntar al reo: “¿De qué Iglesia eres tú?”, y cada vez
que le respondían: “De la Iglesia católica”, se daba la señal del
castigo. Por eso fueron los miembros de la Iglesia los únicos en
afrontar valerosamente la persecución. Los paganos se cansaron de
matar antes que los cristianos de morir. Así quedó sofocado el
Paganismo perseguidor, y el Cristianismo heroico se elevó ya
triunfante de sus enemigos a fines del siglo III o principios del IV.

No fue la muerte la única expresión del testimonio de aquellos


cristianos. Hubo también en estos siglos una variante del martirio,
aunque no se llegara a la sangre. Fue sobre todo en el siglo III,
especialmente durante la persecución de Decio, cuando una buena
parte de los cristianos interrogados no fueron condenados a muerte
inmediata, sino, con frecuencia, a largas temporadas de presidio, lo
que no era mucho mejor. Los trabajos forzados se hacían entonces
en las minas de metales o de sal. Esta pena era tan terrible, que en
el Derecho Romano se la consideraba como “castigo capital”. Ad
metalla!, se les decía, a las minas. Las posibilidades de sobrevivir
en esos lugares no llegaban a un diez por ciento. Por eso muchos
cristianos preferían ser destrozados por los leones en los anfiteatros
a ese lento engullimiento subterráneo. Los condenados, marcados
con hierro candente y encadenados de a dos, eran conducidos a pie
hasta las minas en largas caravanas, como si fuesen ganado. Al
llegar, los empujaban hacia la abertura de la bocamina que, en la
base de la montaña, absorbía sin pausa toda esa multitud. Una vez
que la entrada se había cerrado sobre ellos, la vida era ya sólo
subterránea y el trabajo ininterrumpido, sin ningún tipo de
expectativas. Durante años, esos “mineros de Cristo”, mezclados
con un montón de condenados, esclavos, rebeldes, criminales,
ladrones y prisioneros políticos, donde todos los sexos y todas las
edades estaban confundidos, padecían un calvario de todas las
horas, con la certeza de no salir nunca vivos de ese infierno.

No debemos pensar que ante las persecuciones todos mostraron la


misma fortaleza. Fueron muchos los que vacilaron y desertaron. Ni
fue sólo el miedo la causa de tales defecciones. Hubo obispos que
pensaron poder preservar, junto con la propia vida, el porvenir de su
comunidad, a costa de una traición que juzgaban sólo aparente. Ya
lo hemos señalado, pero reiterémoslo ahora, que entre los
renegados, a los que llamaban lapsi, caídos, los hubo de tres
clases: los sacrificati, que habían consentido en ofrecer un sacrificio
a los dioses; los thurificati, que sólo habían aceptado quemar
incienso ante imágenes divinas, en especial ante la del Emperador,
con lo cual algunos magistrados se daban por satisfechos; y, por fin,
aquellos, más astutos, que a fuerza de dinero o por sus relaciones
lograban que borrasen sus nombres de los registros de los
sospechosos o se les extendiese certificados –libelli– falsos de
sacrificio, de donde el nombre de libellatici que se les daba.
Pero quedémonos con los héroes, con los que no cedieron.
Tomemos el primer ejemplo del relato de una persecución en Egipto:

Un número incontable entre hombres, mujeres y niños soportaron


aquí diversos géneros de muertes, despreciando la vida perecedera
por mantener la doctrina de nuestro Salvador...

Los tormentos y dolores que soportaron los mártires de la Tebaida


sobrepasan todo discurso. Hubo a quienes les desgarraron todo su
cuerpo hasta que expiraran, empleando conchas en lugar de uñas
de hierro. Hubo mujeres a las que, atadas de un pie, las levantaron
en el aire por medio de unas máquinas, cabeza abajo,
completamente desnudas, ofreciendo a cuantos las miraban el
espectáculo más vergonzoso, más cruel y más inhumano que cabe
imaginar. Otros morían atados a ramas de árboles, para lo cual
inventaron nuestros enemigos este suplicio: por medio de no sé qué
máquinas, aproximaban unas a otras las ramas más robustas,
sujetaban a cada una una pierna del mártir y, soltándolas luego para
que recobrasen su posición natural, producían el instantáneo
descuartizamiento de las víctimas, contra las que se ensayaba tan
cruel suplicio. Y todos estos suplicios ejecutaban, no por unos días
ni por breve espacio de tiempo, sino durante años enteros, muriendo
a veces más de diez, a veces más de veinte, y no faltaron ocasiones
en que, condenados a varios y sucesivos castigos, perdieron la vida
en un solo día unas veces no menos de treinta, otros cerca de
sesenta, y en ocasiones hasta cien hombres, acompañados de sus
niños y de sus mujeres.

Nosotros mismos, presentes en los lugares de ejecución, fuimos


testigos de muertes en masa en un solo día, muriendo, unos,
decapitados, otros, por el suplicio del fuego, hasta llegar a
embotarse de tanto matar el filo de las espadas y hacerse pedazos
de puro romas, teniéndose que relevar de puro cansancio los
verdugos. Y pudimos entonces contemplar el ímpetu sobre toda
ponderación maravilloso y la fuerza en verdad divina de los
creyentes en el Cristo de Dios. En efecto, apenas acabada de
pronunciar la sentencia contra los primeros, otros saltaban de otra
parte ante el tribunal del juez, confesándose cristianos, sin
preocuparse para nada de los suplicios y mil géneros de tormentos
que les esperaban. Al contrario, proclamando con intrépida libertad
la religión del Dios del universo, recibían con alegría, con risa y
júbilo la última sentencia, hasta el punto de romper en cánticos,
entonar himnos y dar gracias a Dios hasta exhalar su último aliento.

Así leemos en la Historia Eclesiástica de Eusebio. Como se sabe,


los antiguos cristianos conservaron muchas actas de mártires.
Creemos que será no sólo aleccionador sino también conmovedor
escuchar algunas de ellas.

Recordemos ante todo la de San Ignacio, cuyo solo nombre hacía


pensar, por su etimología –ignis–, en el fuego, tan cerca de la
generación de los Apóstoles. Condenado en Antioquía, bajo el
gobierno de Trajano, fue enviado a Roma para ser pasto de los
leones, quizás en el Coliseo, aquel anfiteatro que entonces estaba a
punto de ser inaugurado, destinado a combates de fieras y de
gladiadores, con capacidad para 50.000 espectadores. Sabedor del
destino que le esperaba, escribió mientras era llevado de Antioquía
a Roma varias cartas donde manifestaba su anhelo de martirio. Así
a los cristianos de Esmirna: “Bajo la segur o entre las fieras, siempre
estaré cerca de Dios.” A su paso por Esmirna, entró en contacto con
el obispo Policarpo, que lo seguiría en el martirio. El único temor que
experimentaba Ignacio era el de ser perdonado. Por eso, antes de
llegar a Roma, escribió a la comunidad de esa ciudad suplicando
que no hicieran nada para liberarlo, ni tratasen de obtener su
indulto. “Ya que el altar está preparado, dejadme sacrificar. Dejadme
ser presa de las fieras. He de alcanzar a Dios por ellas. Ahora soy
trigo de Dios; pero para convertirme en pan blanco de Cristo hace
falta que me trituren los dientes de las fieras.” Murió heroicamente
hacia el 107.

Medio siglo después, bajo el reinado del emperador Antonino, le


tocó el turno a Policarpo, ya casi nonagenario, que, como dijimos,
había sido discípulo directo de San Juan. En Esmirna, donde era
obispo, había comenzado una redada de cristianos. En ocasión de
que llevasen al martirio a uno de ellos, algunos de entre los paganos
empezaron a gritar: “¡Vamos ahora por Policarpo, por Policarpo!” Al
oír el griterío, a pesar de que le instaban a huir, tomó serenamente
la decisión de esperar. Diciendo “Hágase tu voluntad”, salió al
encuentro de los perseguidores, con gesto afable y amistoso. Lo
pusieron sobre un asno y lo llevaron al jefe de policía de Esmirna.

El procónsul le dijo: “Piensa en tu edad tan avanzada. Jura por el


César, arrepiéntete y cambia de conducta. Di: ¡Mueran los impíos!
Jura y te dejaré en libertad. ¡Blasfema de tu Cristo!” A lo que
Policarpo replicó: “Ochenta años hace que sirvo a Cristo y jamás
recibí mal alguno de él. ¿Cómo puedo blasfemar de mi Rey, mi
Salvador? Escucha mi terminante y pública confesión: soy cristiano.”

Intercambiadas algunas palabras más, declaró el procónsul: “Tengo


fieras salvajes a mi disposición: mandaré que te arrojen a ellas, si no
cedes.” “Que vengan”, replicó Policarpo. “Si no temes las fieras y
permaneces obstinado, te haré quemar en una hoguera.” A lo que
respondió Policarpo: “Me amenazas con un fuego que arde unos
momentos y luego se apaga. Y es que no conoces el fuego del juicio
venidero y del castigo eterno que les espera a los impíos. Mas ¿en
qué te detienes? Haz conmigo lo que ya tienes pensado.” Al decir
esto, un resplandor celestial iluminó su rostro, dicen las Actas.

Inmediatamente mandó el procónsul a un pregonero anunciar por


tres veces en la arena: “Policarpo ha confesado ser cristiano.” Y
comenzó la multitud a gritar, pidiendo al director de los juegos
públicos que arrojara a Policarpo a las garras de un león. El director
respondió que no podía porque no era el tiempo de los juegos.
Entonces, dicen las Actas, todos gritaron pidiendo que fuese
quemado vivo. La multitud salió corriendo en busca de leña, en lo
que los ayudaron especialmente los judíos allí presentes. Cuando la
pira estuvo preparada, el mismo Policarpo se quitó el manto,
desatando luego el cinturón y las sandalias.
Le colocaron en medio de la leña preparada. Cuando quisieron
atarlo dijo: “Dejadlo así, porque el que dio el querer me dará también
el poder para que, sin necesidad de que me atéis y sujetéis, tenga
valor para resistir el fuego.” Le sujetaron entonces sólo las manos
en la espalda. Así, en esa postura, cual cordero victimal, nos dicen
las Actas que pronunció esta oración: “Oh Padre de tu amado y
bendito Hijo, Jesucristo, que nos has hecho la gracia de conocerte,
oh Dios de los ángeles y de las dominaciones, y de toda la creación
y de toda la familia de los justos que viven en tu presencia, yo te
bendigo por haberme tenido por digno de participar en el coro de los
mártires del cáliz de tu Hijo, para resucitar en cuerpo y alma en la
incorruptibilidad del espíritu a nueva y eterna vida. Ojalá pueda yo
ser hoy recibido ante su divino acatamiento como preciosa y grata
hostia en el número de tus mártires. Porque tú, infalible y fiel Dios, tú
primero anunciaste y consumaste este sacrificio. Por todo te doy
alabanzas y acciones de gracias y te bendigo por medio de
Jesucristo, el Pontífice eterno, tu amado Hijo, por el cual a ti, junto
con él mismo y el Espíritu Santo, sea la gloria ahora y en lo futuro,
por los siglos de los siglos. Amén.”

Pronunciado el Amén por Policarpo, continúa el texto de las Actas,


encendieron la hoguera. “Al levantarse las llamas hasta el cielo, se
vio formaban como un arco, imitando las velas de una nave,
rodeando el cuerpo del mártir, como de un muro de protección.” Su
cuerpo brillaba como el oro y la plata pasados por el crisol. Además,
un olor como de incienso y mirra o de algún otro perfume precioso
alejaba todo mal olor a quemado. Al ver que el fuego no hacía
efecto en aquel cuerpo, mandaron al que habitualmente se
encargaba en los juegos de dar el golpe de gracia a los hombres y
bestias heridos, que se acercara a Policarpo y le clavara un puñal
en el pecho. Así lo hizo, y salió de la herida tal cantidad de sangre,
que apagó la hoguera.

Los judíos le solicitaron al procónsul que no entregara el cuerpo de


Policarpo a los cristianos. Si lo entregaba, le dijeron, los cristianos
abandonarían al Crucificado, para comenzar a dar culto a Policarpo.
“Ignoraban –dicen las Actas–, que los cristianos jamás podemos
abandonar a Cristo, que por nuestros pecados se dignó padecer
tanto, ni dirigir a ningún otro nuestras oraciones. Porque a éste le
adoramos y le damos culto como a Hijo de Dios, y honramos a sus
mártires en cuanto que son discípulos fieles y abnegados soldados
de su Rey y Maestro.”

Tal es la historia del martirio de San Policarpo, escrita fielmente el


año 156.

En los años 177-178 estalló una terrible persecución en Lyon. No


pocos cristianos apostataron por temor a los tormentos y la muerte.
Pero fueron también muchos los que perseveraron en la fidelidad a
Cristo. Entre ellos, el obispo del lugar, Fotino, y también una
admirable esclava llamada Blandina. Las Actas relatan lo siguiente
de Fotino:

Entretanto fue preso el bienaventurado Fotino, que regía la Iglesia


de Lyon. Estaba a la sazón enfermo y contaba más de noventa
años. Como apenas podía sostenerse y respirar, a causa de sus
dolencias, aunque el deseo de martirio le inspirase nuevo ardor, fue
preciso llevarlo al tribunal. Su edad caduca y la virulencia de su
enfermedad habían ciertamente aniquilado ya su cuerpo; pero su
alma permanecía aún ligada a él para servir de triunfo a Jesucristo.
Mientras los soldados lo conducían, era seguido de los magistrados
de la ciudad y de todo el pueblo, que gritaban contra él, como si
hubiese sido el Cristo mismo. Entonces el venerable anciano dio
glorioso testimonio de la verdad. Habiéndole preguntado el
presidente cuál era el Dios de los cristianos, respondió: «Si eres
digno de él, ya le conocerás.» Inmediatamente fue agobiado de
golpes, sin respeto alguno a su avanzada edad. Los que estaban
cerca, le herían con puñadas y puntapiés; los más lejanos le
arrojaban cuanto encontraban a mano. Todos se hubieran creído
culpables de gran crimen si no se hubieran esforzado por insultarle,
por vengar el honor de los dioses. El santo obispo fue arrojado
medio muerto en la prisión, y expiró dos días después, como un
buen pastor que era en vida, combatiendo a la cabeza de su rebaño.

A propósito de Blandina, joven esclava de Lyon, las Actas narran lo


siguiente:

La bienaventurada Blandina, la última de todos [sus compañeros de


martirio], cual generosa madre que ha animado a sus hijos y los ha
enviado por delante victoriosamente al rey, recorrió por sí misma
todos los combates de sus hijos y se apresuraba a seguirlos,
jubilosa y exultante ante su próxima partida, como si estuviera
convidada a un banquete de bodas y no condenada a las fieras.
Después de los azotes, tras las dentelladas de las fieras, tras el
fuego, fue, finalmente, encerrada en una red y arrojada ante un toro
bravo, que la lanzó varias veces a lo alto. Mas ella no se daba ya
cuenta de nada de lo que ocurría, por su esperanza y aun anticipo
de los bienes de la fe, absorta en íntima conversación con Cristo.
También ésta fue al fin degollada. Los mismos paganos reconocían
que jamás habían conocido una mujer que hubiera soportado tantos
y tan grandes suplicios.

Se nos conserva asimismo el relato del martirio de un grupo de


mártires de Cartago, en el norte de África. Fue el año 180. Parece
casi un informe oficial, lo que valora su autenticidad.

En Cartago, bajo el segundo consulado de Presente y el primero de


Claudiano, el 16 de las calendas de agosto comparecieron en la
sala de audiencias Sperato, Natzalo, Cittino, Donata, Secunda y
Vestia.

El procónsul Saturnino empezó el interrogatorio: Saturnino. –Podéis


obtener el perdón del Emperador, nuestro señor, si volvéis a mejores
sentimientos.
Sperato. –No hemos hecho nada malo ni cometido injusticia. No
hemos deseado mal a nadie. E incluso hemos respondido con
bendiciones cuando se nos maltrataba. Somos, pues, fieles súbditos
de nuestro Emperador.

Saturnino . –Estamos conformes. Pero tenemos una religión y


debéis observarla. Juramos por la divinidad imperial y rezamos por
la salvación del Emperador. Como veis, es una religión muy sencilla.

Sperato . –Os ruego que me escuchéis y os revelaré un misterio de


sencillez.
Saturnino. –Y nos explicarás una religión que insulta a la nuestra.
No quiero oírte. Jura antes por la divinidad del Emperador.
Sperato. –No conozco al Emperador divinizado de este mundo, y
prefiero servir a Dios, al que nadie ha visto ni puede ver con sus
ojos de carne. Y si no soy ladrón, y si pago la tasa de mis compras,
es porque conozco a mi Señor, Rey de Reyes y Emperador de todos
los pueblos.
Saturnino (a los demás). –¡Abandonad esas creencias!
Sperato. –Las creencias son malas cuando llevan al crimen y al
perjurio.
Saturnino (a los demás). –No compartáis su locura.
Cittino. –No tememos a nadie, si no es al Señor nuestro Dios que
está en el cielo.
Donata. –Respetamos al César como lo merece. Pero no tememos
más que a Dios.
Vestia. –Soy cristiana.
Secunda. –También yo soy cristiana y quiero seguir siéndolo.
Saturnino (a Sperato). –¿Persistes en seguir llamándote cristiano?
Sperato. –Soy cristiano.
Y todos hicieron la misma declaración. Saturnino. –¿Queréis tiempo
para reflexionar? Sperato. –Decisión tan prudente no se discute.
Saturnino. –¿Qué hay en ese cofrecillo? Sperato. –Los libros santos
y las cartas de Pablo, un justo.
Saturnino. –Tomaos un plazo de treinta días. Reflexionad.
Sperato. –Soy cristiano.
Y todos repitieron lo mismo.
Entonces el procónsul Saturnino leyó su sentencia sobre la tablilla:
–Sperato, Cittino, Natzalo, Donata, Vestia, Secunda y todos los
demás confesaron que vivían conforme a las prácticas cristianas.
Les ofrecimos que volvieran a la religión romana y se obstinaron en
rehusar. Les condenamos, pues, a perecer por la espada.
Sperato. –Damos gracias a Dios.
Natzalo. –Hoy, mártires, estaremos en el Cielo. Gracias a Dios.
El procónsul Saturnino hizo proclamar allí mismo al heraldo:
–Ordeno que se conduzca al suplicio a Sperato, Natzalo, Cittino,
Veturio, Félix, Aquilino, Lactancio, Januaria, Generosa, Vestia,
Donata y Secunda.
Todos dijeron. –Gracias a Dios.

Estos martirios no podían dejar de impresionar a los espectadores.


Los cristianos se sentían fortalecidos. Los paganos, incluidos los
mismos magistrados, se conmovían al contemplar tan terribles
sufrimientos. Con frecuencia las Actas nos hablan de verdugos
convertidos, lo que reafirma el dogma de la comunión de los santos
y el poder redentor de la sangre.

En la misma Cartago, el año 202 sufrieron el martirio dos chicas de


22 años, Perpetua, de noble nacimiento, y su esclava Felícitas, que
estaba encinta cuando la arrestaron, dando a luz antes de morir en
la arena. Citemos tan sólo una parte de estas Actas, cuando la
misma Perpetua relata las tentativas de su padre por librarla de la
muerte:

De allí a unos días se corrió el rumor de que íbamos a ser


interrogados. Vino también de la ciudad mi padre, consumido de
pena, y se acercó a mí con intención de convencerme, y me dijo:
«Compadécete, hija mía, de mis canas; compadécete de tu padre, si
es que merezco ser llamado por ti con el nombre de padre. Si con
estas manos te he llevado hasta esa flor de tu edad, si te he
preferido a todos tus hermanos, no me entregues al oprobio de los
hombres. Mira a tus hermanos; mira a tu madre y a tu tía materna;
mira a tu hijito, que no ha de poder sobrevivirte. Depón tus ánimos,
no nos aniquiles a todos, pues ninguno de nosotros podrá hablar
libremente si a ti te pasa algo.» Así hablaba como padre, llevado de
su piedad, al tiempo que me besaba las manos y se arrojaba a mis
pies y me llamaba, entre lágrimas, no ya su hija, sino su señora. Y
yo estaba transida de dolor por el caso de mi padre, pues era el
único en toda mi familia que no había de alegrarse de mi martirio. Y
traté de animarlo diciéndole: «Allá en el estrado sucederá lo que
Dios quisiere; pues has de saber que no estamos puestos en
nuestro poder, sino en el de Dios.» Y se retiró de mi lado sumido de
tristeza.

Otro día, mientras estábamos comiendo, se nos arrebató


súbitamente para ser interrogados, y llegamos al foro o plaza
pública. Inmediatamente se corrió la voz por los alrededores de la
plaza, y se congregó una muchedumbre inmensa. Subimos al
estrado. Interrogados todos los demás, confesaron su fe. Por fin me
llegó a mí también el turno. Y de pronto apareció mi padre con mi
hijito en los brazos y me arrancó del estrado, suplicándome:
«Compadécete del niño chiquito.» El procurador Hilariano, que
había recibido a la sazón el ius gladii, o poder de vida y muerte, en
lugar del procónsul difunto Minucio Timiniano, dijo: «Ten
consideración a las canas de tu padre; ten consideración a la tierna
edad del niño. Sacrifica por la salud de los emperadores.» Yo
respondí: «No sacrifico.» Hilariano dijo: «¿Luego eres cristiana?» Yo
respondí: «Sí, soy cristiana.» Y como mi padre se mantenía firme en
su intento de convencerme, Hilariano dio orden de que se le echara
de allí, y aun le dieron de palos. Yo sentí los golpes de mi padre
como si a mí misma me hubieran apaleado. Así me dolí también por
su infortunada vejez. Entonces Hilariano pronunció sentencia contra
todos nosotros, condenándonos a las fieras. Y bajamos jubilosos a
la cárcel.

Relatemos ahora el martirio del gran San Cipriano, el jefe del África
cristiana, durante el gobierno del emperador Valeriano. “Tú sabes –
le dijo el magistrado– que los santísimos emperadores han
ordenado que sacrifiques.” “Sí –respondió el obispo–, pero no lo
haré.” “Ten cuidado, reflexiona.” Quizás el procónsul hubiera
continuado en ese tono semiamenazador, semiconciliatorio, más
contrariado que feroz, pero el mártir le quitó la palabra: “Haz, pues,
lo que se te ha ordenado, pues en un asunto tan sencillo,
verdaderamente que no hay necesidad de deliberación.” El pagano,
a regañadientes, escribió: “Ordenamos que Tascio Cipriano sea
degollado.” “¡Gracias a Dios!, respondió simplemente. La ejecución
fue en el 258. Los mismos paganos, impresionados por la actitud del
obispo, que, sereno y radiante, murmuraba sus plegarias, no
profirieron ni un grito de hostilidad contra él. Cuando llegó al lugar
señalado, se despojó de su manto rojo, se arrodilló y prosternó en
tierra. Luego se levantó, se quitó la dalmática, entregándosela a sus
diáconos, y, en túnica, esperó de pie al verdugo. Cuando éste llegó,
después de saludarlo ordenó a quienes le acompañaban que le
entregasen veinticinco monedas de oro por su tarea, luego se
arrodilló, se vendó él mismo los ojos, le pidió a su diácono y a su
subdiácono que le atasen las manos, y tendió el cuello a la espada
del verdugo. Delante de él los fieles habían extendido toallas y
sábanas para que no se perdiese en la arena una gota de sangre
tan preciosa. Por la noche vinieron a recoger el cuerpo y le dieron
digna sepultura.

Entre las víctimas de la misma persecución de Valeriano, pero en


las Galias, hacia el año 260, encontramos a Patroclo, hombre de la
aristocracia. Citado ante las autoridades e interrogado sobre el Dios
que adoraba, respondió: “Yo adoro al Dios vivo que habita en las
alturas del cielo, y que dirige sus miradas sobre cuanto existe en la
tierra.” Aureliano, que así se llamaba el que lo interrogaba, le dijo:
“Renuncia a esa locura, y adora a nuestros dioses, que pueden
colmarte de honores y riquezas.” Patroclo respondió: “No conozco
otro Dios que aquel que ha hecho la tierra, el cielo, el mar y todo lo
que en ellos se encierra.” Aureliano le replicó: “Prueba lo que dices.”
“Lo que yo digo es verdad, pero la mentira odia la verdad.” Aureliano
lo amenazó: “Te entregaré el fuego hasta que inmoles a los dioses.”
A lo que respondió Patroclo: “Yo me inmolo como una hostia viva a
aquel que por la gloria de su nombre se ha dignado llamarme al
martirio.” Aureliano le hizo cargar de cadenas enrojecidas al fuego, y
le envió a la prisión. Tres días después le hizo sacar. Los
sufrimientos habían comunicado nuevo valor al santo mártir. Habló
con más firmeza todavía, y amenazó con penas eternas a su juez,
que no habiendo podido obligarle a adorar a Apolo, Júpiter y Diana,
le condenó a ser decapitado. El santo fue conducido al suplicio a las
orillas del Sena. Le cortaron la cabeza.

Durante la terrible persecución de Decio, Esmirna, que conservaba


el recuerdo de su santo pastor Policarpo, fue duramente castigada.
Uno de los elegidos fue el sacerdote Pionio, detenido con un grupo
de amigos. Lo llevaron ante el cuidador del templo, encargado de
verificar las creencias religiosas de los sospechosos. Aquí pareció
como si fuera él, el cristiano, quien dirigiera el asunto. Tomó la
palabra, mirando hacia la multitud. A los griegos les citó a Homero,
que declaraba sacrílego el burlarse de los que iban a morir, y a los
judíos les opuso textos de Salomón y de Moisés, señalándoles a
todos la iniquidad que cometían al perseguir al cristianismo, lo que
les merecería próximos castigos. Estuvo tan humano, tan categórico
y conmovedor a la vez, que algunos de los presentes exclamaron:
“¡Eres un valiente, Pionio! ¡Eres honrado y bueno! ¡Eres digno de
vivir! ¡Sacrifica! ¡No te obstines, Pionio! ¡Mira que la vida es dulce y
la luz es bella!” A lo cual respondió el héroe con estas magníficas
palabras: “¡Sí, ya sé que la vida es dulce, pero nosotros esperamos
otra vida! ¡Sí, la luz es bella, pero nosotros soñamos con tener la
verdadera luz!” Nada pudo hacer desviar al sencillo sacerdote de su
conducta intrépida. Y como el pagano que lo interrogaba, pareciera
vacilar, trastabillando en sus argumentos, Pionio zanjó: “Tu consigna
es convencer o castigar. No me puedes convencer, ¡castíganos
entonces!” Él mismo fue así quien se condenó a muerte, pidiendo
que, antes de morir, fuese arrojado en el peor de los calabozos para
poder rezar sin que lo molestasen. Cuando le llegó el momento de
los suplicios, sin ayuda de nadie se tendió sobre el caballete, donde
lo desgarraron con garfios de hierro. Nada le hizo claudicar, ni
siquiera el mensaje que le envió su propio obispo, demasiado débil
o demasiado astuto, para incitarlo a que sacrificase a los ídolos. Por
fin lo condenaron a ser quemado vivo. Se dirigió entonces al centro
del estadio, se quitó sus vestidos, se apoyó contra el poste y ordenó
a los verdugos que lo clavasen en él. Cuando las llamas lo estaban
envolviendo, gritó, con lo que le quedaba de fuerza: “¡Tengo apuro
de morir para despertarme cuanto antes en la resurrección!”

Hemos relatado diversos martirios. Fue, sin duda, la respuesta más


adecuada a las persecuciones. La Iglesia, en sus mejores
miembros, perdió su vida para salvarla. Bien ha señalado
DanielRops que el martirio no fue solamente un hecho político,
consecuencia lógica del conflicto entre una doctrina
trascendentalista y el orden establecido. Fue el elemento
fundamental de la primitiva Iglesia, un acto sacramental. Los
mártires se sabían imitadores de Cristo, los que completaban lo que
falta a la pasión de Cristo. Tal fue la idea-fuerza en aquellas horas
en que la posibilidad del martirio se había generalizado. Recuérdese
aquella frase de San Ignacio, cuando anhelaba ser trigo molido para
convertirse en pan blanco de Dios. Para la primitiva Iglesia el mártir
era el santo por antonomasia. Por eso, cuando se cerró la época de
las persecuciones, San Juan Crisóstomo exclamaría con no
disimulada nostalgia: “Oí decir a nuestros padres que era antaño, en
los tiempos de las persecuciones, cuando había verdaderos
cristianos.” De ahí que fuesen tan venerados en su tiempo. Y en los
casos en que habían escapado a la muerte, pero podían mostrar en
sus cuerpos la huella de las heridas recibidas, se les reservaba un
puesto en la jerarquía y en la administración de las comunidades.

Pronto los cuerpos de los mártires se convirtieron en objeto de un


culto especial. Fue la primera forma del culto de los santos. Al
término del relato de la pasión de San Policarpo se lee: “Recogimos
sus huesos, de mayor valor que las piedras preciosas, más
estimados que el oro, y los depositamos en un lugar que fuera digno
de ellos. Allí es, en la medida de lo posible, donde, con la ayuda del
Señor, nos reuniremos para celebrar alborozados el aniversario de
este día en que, por el martirio, Policarpo nació a Dios.” Se
estableció entonces el uso de celebrar el Santo Sacrificio de la Misa
sobre los cuerpos de los mártires. La costumbre ulterior de colocar
reliquias en los altares fue la consecuencia exacta de aquella
venerable costumbre. En la antigua oración sobre las ofrendas del
jueves de la tercera semana de cuaresma se reza: “En memoria de
la muerte preciosa de los justos, te ofrecemos, Señor, este sacrificio
que fue principio de todo martirio.”

Los verdaderos vencedores en este conflicto de tres siglos fueron


los mártires. Fueron ellos quienes derramaron el precio de la sangre
para lograr el triunfo del Evangelio. Tertuliano llegó a dirigir a los
perseguidores, que calificaban de “secta” al cristianismo, estas
desafiantes palabras: “¡No destruiréis nuestra secta! ¡Sabedlo bien:
cuando creeis que la herís, la fortificáis! El público se inquieta al ver
tanto valor. Y cuando un hombre ha reconocido la verdad, ya es de
los nuestros.” Por eso la Iglesia gustó llamar a los mártires: victorum
genus optimum, raza preclara de vencedores. El mismo Tertuliano
dejó grabada para siempre aquella su tan conocida expresión: “La
sangre de los mártires es semilla de cristianos.”

Las Actas que relataban el modo y las circunstancias del martirio de


estos héroes de la fe, se leyeron desde antiguo en las iglesias,
durante los actos litúrgicos que conmemoraban el aniversario de su
heroica muerte. Generaciones enteras de cristianos se han sentido
enardecidos al recuerdo de las “gestas de los mártires”, gestas que
en la Edad Media los constructores de catedrales dejaron esculpidas
en los relieves y recordadas en los vitraux que todavía hoy podemos
admirar. Por desgracia, los fieles de nuestro tiempo conocen
demasiado poco esas joyas de la corona cristiana.

En esta aterradora tempestad de la historia que duró más de tres


siglos y sacudió a la nave de Pedro casi hasta sumergirla, la Iglesia
supo responder con una doble apologética, la de los Padres
defensores de la fe, a través del testimonio de la palabra, y la de los
mártires, mediante el testimonio de su sangre. La inteligencia y la
voluntad de la Iglesia se tensaron. La lucidez de los apologistas y el
coraje de los mártires superaron la terrible encrucijada.
IV. El último remezón y el triunfo de Teodosio

Sin embargo, con Constantino no terminó del todo la historia de las


persecuciones romanas. ¿Quién hubiera sospechado que uno de
sus parientes habría de caer en la herejía y hacer tanto daño a la
Iglesia? Pero vayamos por orden. Constantino se había mudado a
Constantinopla, la ciudad por él fundada, la nueva Roma, como se
la llamaba. Al morir, sus tres hijos se dividieron el Imperio, hasta que
quedó sólo Constancio, principal sostén del arrianismo, herejía a
que nos referiremos en la próxima conferencia. Muerto sin hijos, fue
proclamado Emperador su pariente Juliano, sobrino de Constantino,
el año 361. Con Juliano rebrotaría una vez más –la última– el viejo
paganismo del Imperio Romano, para derrumbarse tras él de
manera definitiva. Juliano fue llamado “el apóstata”, el renegado,
porque después de haber sido educado cristianamente en
Constantinopla, su ciudad natal, si bien hay que advertir que el
cristianismo lo conoció a través de la herejía arriana, cayó después
bajo la influencia de los paganos, que supieron explotar su vanidad,
usando con él de toda clase de adulaciones, mientras le hacían
creer el viejo cuento de que la espantosa disgregación del mundo
antiguo era culpa del cristianismo. En su corazón ya no era cristiano.
Incluso se había hecho iniciar en los misterios de Mitra, como
después lo haría en los de Eleusis. Durante casi diez años mantuvo
oculto su cambio de religión, hasta que un día decidió
desembarazarse públicamente de lo que había sido la fe de su
infancia: “Leí, comprendí, rechacé”, dijo.

Su llegada al trono se señaló por un regreso ofensivo del


paganismo. Juliano se sentía el hombre providencialmente llamado
a procurar la restauración de la antigua religión romana. Tiempo
hacía que los paganos habían depositado en él sus esperanzas, que
quedaron colmadas cuando Juliano, que antes había sido César en
las Galias, hizo su entrada en Constantinopla, el año 361, y allí fue
proclamado Emperador. Celebró entonces con ostentación un
taurobolio, conforme al rito iniciático de algunas religiones
orientales, consistente en recibir sobre su cuerpo la sangre de un
toro sacrificado para ese efecto. Con ello quería purificarse de los
restos que le quedaban de la religión cristiana. A la manera de
Voltaire se convertiría en un adepto confeso de la fe en los dioses
helénicos, animado por un fervor caso místico. Desde entonces toda
su actividad se dirigió a un doble objetivo: la restauración del
paganismo y la destrucción del cristianismo.

El lábaro, que Constantino había ornado con los símbolos cristianos,


fue reemplazado por las viejas insignias paganas; en las monedas
volvieron a figurar efigies de los antiguos dioses; se reabrieron los
templos paganos todavía existentes y se reconstruyeron los que
habían sido derribados; el Estado se hizo oficialmente pagano. Pero
Juliano era demasiado inteligente para limitarse a estas medidas,
más bien exteriores. No se le ocultaba que el cristianismo tenía una
enorme ventaja sobre el paganismo, por su espiritualidad y su
organización. Abocóse así a la restauración del sacerdocio pagano,
sobre lo que se expresó más circunstanciadamente en dos cartas
que envió a los sumos sacerdotes de Galacia y de Asia. Asimismo
reflotó la figura del Pontifex maximus, y resolvió que dicho título, que
entre los paganos era meramente honorífico, adquiriese verdadera
jurisdicción religiosa y doctrinal, resolviendo ejercerlo él mismo en
persona. A cada provincia del Imperio se le asignaría un sumo
sacerdote local y una suma sacerdotisa para el culto de las
divinidades femeninas, a los cuales estarían subordinados los
sacerdotes y sacerdotisas de las ciudades y santuarios; las más de
las veces éstos fueron neoplatónicos o sofistas, sin que faltase
tampoco entre ellos algún obispo católico renegado. En los templos
tendrían que predicar la doctrina de la fe pagana y practicar
cuidadosamente los ritos cultuales, dotándolos de un nuevo
esplendor. Durante su estancia en Constantinopla, Juliano ofrecería
el sacrificio diario en el santuario de Mitra por él edificado; en las
ciudades que visitaba acudía a los templos y se ofrecía prontamente
a oficiar como sacerdote. Ni desdeñó tomar algunas prácticas del
cristianismo, por ejemplo la costumbre de cantar himnos en honor
de los dioses por coros de niños, la enseñanza religiosa en los
templos, la introducción de una especie de confesión, y hasta
algunas formas de vida monástica. También dotó a su paganismo
con instituciones de caridad, erigiendo hospicios y albergues de
ancianos. Quería que el paganismo no fuera en nada inferior al
cristianismo.

Por una ley en el campo educativo dispuso que en adelante todos


los nombramientos de maestros y profesores de los institutos de
enseñanza debían ser aprobados por el Emperador. Es inadmisible,
se decía, que un maestro explique a Homero, Hesíodo, Herodoto,
Demóstenes, etc., sin venerar a los dioses en que éstos creían;
quien pensara que ellos erraban, se añadía con sarcasmo, podía
irse a la iglesia de los “galileos”, y escuchar allí explicaciones sobre
Mateo y Lucas. Con ello quedaba prácticamente vedado a los
cristianos el acceso a la formación clásica, que seguía gozando de
gran predicamento, al tiempo que se los excluía de las cátedras y de
cualquier posibilidad de ejercer la docencia. Su religión debía
convertirse poco a poco en la religión de los incultos. Asimismo se
impidió a los cristianos el acceso a los cargos superiores de la
función pública, así como a la guardia imperial y a las filas del
ejército, ya que la moral cristiana, según se decía irónicamente, es
pacifista y prohíbe llevar la espada.

Para mejor dejar en claro sus intenciones, el Emperador se propuso


expresar por escrito las razones de su odio al cristianismo. En su
obra Los Césares, o el banquete se burla tanto del bautismo y de la
penitencia como de la figura misma de Cristo, con mucha mayor
virulencia que los anteriores polemistas paganos. En otro trabajo,
llamado Contra los galileos, reunió todas las objeciones posibles a la
execrada religión. Si bien su persecución no fue sangrienta, sino
más bien cultural, lo que no obsta a que cayeran varios cristianos a
quienes la Iglesia consideró mártires, quedando impunes los autores
de dichos crímenes, hacia el fin de su gobierno, según parece con
gran probabilidad, estaba meditando la conveniencia de emprender
una persecución cruenta contra el cristianismo.
Como puede verse, Juliano se propuso retornar a las condiciones
que imperaban en tiempos de Diocleciano. Asimismo, para
evidenciar mejor su inquina a los cristianos, se mostró complaciente
con los judíos; en orden a demostrar que la profecía de Cristo sobre
la destrucción de Jerusalén no se cumplía, mandó reconstruir el
templo de esa ciudad, lo que de hecho no tuvo tiempo de llevar a
cabo. Luego de casi tres años de gobierno se vio envuelto en una
guerra desastrosa con los persas, que estaban penetrando
decididamente en el territorio de Imperio. Derrotado por el rey Sapor,
y cuando se batía en retirada, fue alcanzado por una flecha, que le
causó la muerte. Era el año 363, y tenía 32 años de edad. No tardó
la leyenda en pintar de dos modos esta muerte. Según la primera,
se habría dirigido al dios Sol, muy venerado por él: “Helios, ¡me has
abandonado!”, le dijo. La otra versión pone en boca del Emperador
moribundo estas palabras: “¡Venciste, Galileo!” Sea lo que fuere,
esta persecución, la postrera, fue por su brevedad una tormenta de
verano, y casi no dejó rastros. Conforme a su deseo, Juliano fue
sepultado en Tarso, ciudad natal de San Pablo.

No sería correcto pensar que con las restricciones que puso


Constantino el paganismo, desapareció éste rápidamente del
Imperio. Si queremos calibrar lo que representaba todavía en la
sociedad romana nos será útil evocar un episodio bien sintomático.
En la sala del Senado, sita en el Foro Romano, una imagen presidía
las reuniones de la ilustre asamblea desde tiempos inmemoriales.
Era la estatua de la Victoria, que constituía algo así como el símbolo
del paganismo, el emblema de su supervivencia. El emperador
Constancio la había hecho retirar en el 357. Poco después, por
decisión de Juliano, la volvieron a colocar en su sitio. Pasados unos
veinte años, el emperador Graciano, con motivo de su acceso al
trono, la hizo quitar nuevamente. Pero como poco después murió
asesinado, los paganos aseguraron que aquello había sido
venganza de los dioses, y dado que varios de ellos ocupaban altos
puestos, aprovechándose de la juventud del nuevo emperador
Valentiniano II, hicieron abrogar las medidas contra la dea Victoria,
que pareció estar a punto de recuperar su antiguo lugar en la curia
senatorial. Estalló entonces un debate entre Símaco, prefecto de la
ciudad de Roma, y San Ambrosio, obispo de Milán. Símaco escribió
un elocuente memorial en defensa de la “dea Victoria”, pidiendo que
respetasen la avanzada edad de Roma, sus tradiciones más
sagradas, y esa religión “que había sometido al mundo a sus leyes y
rechazado a Aníbal de sus puertas”. Ambrosio, por su parte,
pronunció un célebre discurso y luego escribió un tratado donde
respondía al memorial de Símaco. Allí se decía que los senadores
cristianos tenían derecho a que sus miradas no se ensuciasen con
la visión de un ídolo, ni sus oídos con los cánticos en su honor. La
protesta fue tan vehemente, que el Emperador le dio curso. La
estatua acabó por desaparecer. Hoy se la puede encontrar en un
museo de Roma.

Llegamos así al término de esta secular aventura que corrió la


Iglesia primitiva. Quien tuvo la gloria de haber zanjado
definitivamente el tema de las relaciones del cristianismo con el
Imperio Romano fue el emperador Teodosio, que gobernaba ya
desde el 379 como Emperador en la parte oriental del Imperio, y en
el 394 entró triunfalmente en Roma, donde fue proclamado único
Emperador, estableciendo su sede en Milán. Teodosio era español,
nacido en Galicia, de una familia aristocrática. Los dos consejeros
que más escuchaba fueron San Ambrosio, con quien mantuvo
relaciones de verdadera amistad, y San Dámaso, español también
él, el más notable Papa de este siglo. Teodosio llevó hasta sus
últimas consecuencias las medidas de Constantino, declarando el
cristianismo como religión oficial del Imperio Romano. Fue en
Tesalónica, el año 380, donde promulgó su edicto: “Todos nuestros
pueblos deben adherirse a la fe transmitida a los romanos por el
apóstol Pedro y profesada por el pontífice Dámaso y el obispo Pedro
de Alejandría, es decir, reconocer la Santa Trinidad del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo.” Una sola fe, un solo Imperio. Los
adversarios del cristianismo pasaban a ser enemigos del Estado. Un
cúmulo de textos jurídicos se sucedieron: prohibición de sacrificios a
los ídolos, clausura de sus templos... Símaco, que se trasladó a
Milán para protestar, fue expulsado de la presencia de Teodosio,
como si fuera un servidor infiel. El Emperador introdujo asimismo en
el derecho no pocos principios evangélicos: leyes contra la usura,
contra el tráfico de niños abandonados, contra el adulterio y los
vicios contranatura. El conjunto constituyó un código, el llamado
Código teodosiano.

Quisiéramos cerrar este apartado enalteciendo una figura eminente


de la época de Teodosio, a quien ya hemos nombrado de paso, la
figura de San Ambrosio, ya que fue él quien mejor encarnó el
cristianismo del siglo IV en todos sus aspectos. Nació en Tréveris,
donde su padre ejercía la prefectura de las Galias. Tras la muerte de
éste se trasladó a Roma para estudiar retórica y ejercer la abogacía.
Si bien a los treinta años todavía no había recibido el bautismo, su
carrera civil y política parecía auspiciosa. Pronto fue nombrado
“cónsul” de Liguria y Emilia, con residencia en Milán. Sin duda que
el joven funcionario, que en estos momentos era catecúmeno, debió
mostrar excelentes cualidades. Dios se valdría de su prestigio para
fines superiores. Vacante la sede de Milán por la muerte de un
obispo arriano, la pugna entre católicos y herejes se había
enardecido. Ante el cariz tumultuoso que iban tomando los
acontecimientos, Ambrosio, en su calidad de alto magistrado, se
dirigió al lugar de sesiones para serenar los espíritus. Apenas llegó,
se oyó de entre la multitud el grito de un niño: “¡Elegid obispo a
Ambrosio!” Si bien, como dijimos, aún era catecúmeno, debió
someterse al clamor del pueblo. Tenía cuarenta años y gobernaría
durante veinticuatro, hasta su muerte. Pocos hombres han juntado
tantas cualidades. Orador lleno de facundia y de ardor, incansable
escritor sobre temas tan variados como la Escritura, la virginidad, los
sacramentos, los salmos, promotor del canto sagrado y autor de
numerosos himnos que aún hoy se rezan en el Oficio divino... Pero
no queremos dejar de destacar un elemento fundamental de su
personalidad, el que mejor lo relaciona con el tema que nos ocupa.
Tanto por sus orígenes, como por su formación y por la carrera
administrativa que había recorrido antes de su elección como
obispo, Ambrosio es un típico romano tradicional, el heredero
perfecto de lo mejor que habían dejado por herencia las
generaciones que forjaron la grandeza del espíritu latino. Él era
perfectamente consciente de dicha filiación y pertenencia.
Impregnado de cultura clásica, ferviente admirador de Virgilio,
discípulo aventajado de Cicerón, nunca pensó en renegar de sus
ancestros una vez que se hubo convertido y les siguió siendo leal a
lo largo de toda su vida. La extraordinaria importancia de Ambrosio
reside en su peculiaridad de ser un hombre de transición, bien
arraigado al pasado, por una parte, pero cuya acción se proyectó
decididamente hacia el futuro. Fue fiel a Roma, sí, pero no a la
Roma pagana, no a la Roma de los ídolos. A ella se opuso con
indisimulado rigor, según lo demostró en aquel incidente de la
estatua de la Victoria. La verdadera Roma era la Roma
cristianizada, transformada por el Evangelio. Véanse si no estas
típicas palabras que dirigió a Graciano, en una ocasión en que el
Emperador marchaba a la batalla: “¡Ve, bajo la protección de la fe!
¡Ve, ceñido de la espada del Espíritu Santo! ¡Ya no son las águilas
militares ni el vuelo de los pájaros quienes guían tus tropas, sino el
nombre de tu Señor, Jesús, y tu fidelidad!” El cristianismo no era a
sus ojos un ingrediente más del Imperio. Era su alma.

Fue San Ambrosio el guía religioso en este difícil período de la


historia. Su amistad en el emperador Teodosio le permitió ejercer
sobre él una benéfica influencia, sin abdicar jamás de su autoridad
espiritual. “Si los reyes pecan –decía–, los obispos no deben dejar
de corregirlos con justas reprensiones.” Y también: “En materia de
fe, corresponde a los obispos juzgar a los emperadores cristianos, y
no a los emperadores juzgar a los obispos.” Tal fue la doctrina que
aplicó en el episodio que había de perdurar como el más conocido
de su vida y que tiene carácter de símbolo. En agosto del 390
estalló en Tesalónica un motín por motivos banales, en que resultó
muerto el comandante militar que representaba al Imperio. Teodosio,
indignado, se propuso hacer un grave y generalizado escarmiento.
Enterado Ambrosio de ello, logró calmar al Emperador. Pero luego
éste, influido por algunos consejeros que temían nuevas
insurrecciones si el Emperador daba muestras de debilidad, dio
órdenes severísimas de represión. No se sabe exactamente cómo
fue. El historiador Rufino asegura que se hizo reunir al pueblo en el
circo y allí se pasó por la espada una gran multitud, entre los cuales,
sin duda, muchos inocentes. Esta crueldad de un príncipe cristiano
causó escándalo. Ambrosio se irritó sobremanera y excomulgó al
Emperador, un gesto realmente atrevido. Pero enseguida, en carta
privada, llena de paternal afecto, le pidió que reconociera su falta,
asegurándole que si se arrepentía, sería absuelto y readmitido a la
comunión. Teodosio, apoyado por algunos cortesanos, resistió
durante un mes. Mas al fin cedió. Y así, en la noche de Navidad del
390 pudo verse cómo el Emperador más poderoso del mundo,
despojándose de sus vestiduras imperiales y revistiendo la humilde
túnica de los penitentes públicos, mostró su arrepentimiento en la
plaza de Milán. A través del gran obispo, era el triunfo de la Iglesia.

V. La asunción de los grandes valores del Imperio

Vayamos dando término a esta conferencia. Hemos visto en la


anterior cómo, según el designio de Dios, el pueblo judío había sido
elegido para que desde sus entrañas brotase el Mesías, de modo
que luego lo reconociesen como tal, y desde allí su conocimiento
llegase a todas las naciones. Cuando efectivamente el Verbo se hizo
carne, dicho pueblo se negó a aceptarlo, estallando así la primera
gran tormenta en la historia de la Iglesia. También en el caso que
ahora nos ocupa, es muy probable que Dios, desde toda la
eternidad, haya querido suscitar el Imperio Romano para que, desde
el campo de los gentiles, aceptase la buena nueva y se convirtiese
en el pueblo que llevase la fe a todos los habitantes del Imperio. Sin
embargo, en vez de hacer suyo tan noble cometido, prefirió ver en la
Iglesia un contrincante, y la combatió durante tres siglos. Tal fue la
segunda encrucijada o borrasca por la que tuvo que pasar la nave
de Pedro.

Pero así como de la revelación veterotestamentaria, a pesar de la


obcecación del pueblo elegido la Iglesia extrajo tanto para su
doctrina, de manera semejante también ahora, una vez
desaparecida la animosidad del Imperio, supo asumir los grandes
valores que a través de él Dios le ofrecía.

La Roma equivocada era la Roma pagana, la que había perseguido


a los cristianos, pero podía concebirse otra Roma, una Roma
rescatada, también ella, por la sangre de Cristo. De hecho Roma le
brindó a la Iglesia muchos de sus logros. Uno de los más
importantes se realizó en el campo de la cultura. El uso común de
una sola lengua, el griego al comienzo, y luego el latín, le permitió a
la Iglesia expresar mejor su catolicidad, pudiendo llegar hasta los
confines del Imperio. Pero por sobre todo lo que se produjo fue un
auténtico trasvasamiento cultural, que ya comenzó a realizarse
incluso en el tiempo de las persecuciones, puesto que la Iglesia
debió servirse de la cultura antigua para refutar las objeciones de
sus adversarios. Roma estaba impregnada de la cultura griega. No
en vano había escrito Horacio: “La Grecia conquistada conquistó a
su fiero vencedor.” Ya en el siglo III, los grandes Padres de la
escuela alejandrina afirmaron que la cultura antigua podía servir a la
gloria de Dios. Para Clemente había tres Testamentos: el judío, de la
Antigua Alianza, el nuevo, del Evangelio, y la filosofía griega.
“¿Quién es Platón
–decía atrevidamente– sino Moisés que habla en griego?” San
Gregorio Taumaturgo, por su parte, también del siglo III, afirmaba:
“Debemos escuchar con todas nuestras fuerzas todos los textos de
los antiguos filósofos o poetas, para extraer de ellos los medios de
profundizar, de reforzar y de propagar el conocimiento de la verdad.”
Cuando terminó el combate entre el cristianismo y el mundo antiguo,
todos los pensadores cristianos mostraron el deseo, consciente o
no, de que la entera cultura antigua desembocase en el océano de
Cristo.

El desarrollo de la cultura cristiana en modo alguno implicó, así, una


ruptura con la cultura antigua. ¿Cómo Prudencio no iba a sentir
cariño por sus antecesores, los líricos latinos, a los que tanto debía?
¿Cómo Ambrosio no iba a considerarse descendiente de aquel
Virgilio cuyos poemas sabía de memoria, o de aquel Cicerón al que
imitaba? ¿Acaso la arquitectura de los nuevos templos no utilizó la
forma de los edificios paganos?

Fuera del ámbito de la cultura, el Imperio puso al servicio del


Evangelio varios de sus logros políticos. Las circunscripciones de la
administración pública, por ejemplo, constituyeron el ámbito de las
diócesis creadas por la Iglesia. También el derecho romano sería
asumido y transfigurado por el cristianismo. Roma le legó asimismo
a la Iglesia su magnífica red de caminos, que cubría Galia, España,
Dalmacia, Grecia, Egipto, África, Asia Menor, uniendo en un haz
todas las regiones del Imperio. Sin duda que al multiplicar sus
caminos, lo que el Imperio perseguía eran finalidades políticas y
económicas, pero de hecho ello facilitó no poco la transmisión del
mensaje evangélico. De este modo muchas tareas seculares de los
romanos colaboraron, sin saberlo, a la propagación de la Buena
Nueva.

Por eso los cristianos, a pesar de tantas persecuciones, nunca


dejaron de venerar la grandeza del Imperio. Numerosos son los
testimonios de ello. Ya en el año 220 pudo escribir Orígenes:
“Queriendo Dios que todas las naciones estuviesen dispuestas para
recibir la doctrina de Cristo, su Providencia las sometió todas al
Emperador de Roma”. Pero fue sobre todo Prudencio quien cantó
este carácter propedéutico de la romanidad. De ahí su indignación
cuando veía que algunos atacaban sin tapujos la grandeza de
Roma: “Yo no admito que se denigre el nombre romano y las
guerras que costaron tanto sudor y los honores adquiridos a costa
de tanta sangre. ¡Yo no tolero que se ultraje la gloria de Roma!”. San
Jerónimo, por su parte, cuando se enteró que la capital del Imperio
había sido ocupada y saqueada por los bárbaros, señaló que “había
llegado el tiempo de llorar”. Fue para consolar de este dolor que San
Agustín escribió una de sus obras cumbres, De Civitate Dei.

Hubo, pues, una conmovedora fidelidad, especialmente perceptible


en los cristianos del siglo IV. Una fidelidad creadora, por cierto, que
miró al pasado pero con los ojos puestos en el porvenir. “¡Oh Cristo
–había implorado Prudencio–, concede a los romanos la conversión
de su ciudad. ¡Haz que Rómulo llegue a ser fiel y que Numa abrace
la fe!... ¡Oh noble ciudad, tiéndete conmigo en el Santo Sepulcro!
¡Mañana seguirás en todo a los resucitados!” Su plegaria se vería
atendida, como él mismo lo confiesa: “¡Las luces del Senado besan
los pies de los Apóstoles; el pontifex, ceñido antaño con banda,
hace la señal de la Cruz, y Claudia, la vestal, ha entrado en la
Iglesia!” En otro lugar así nos explica su teoría: “¿Cuál es el secreto
del destino histórico de Roma? Es que Dios quiere la unidad del
género humano, puesto que la religión de Cristo pide un fundamento
social de paz y de amistad internacionales. Toda la tierra, del
Oriente y del Occidente, ha sido desgarrada hasta aquí por una
continua lucha. Para domeñar esa locura, Dios ha enseñado a todas
las naciones a obedecer a las mismas leyes y las ha hecho a todas
romanas. Y ahora vemos vivir a los hombres como ciudadanos de
una sola ciudad y como miembros de una misma familia. A través de
los mares y desde los países lejanos vienen a un forum que les es
común: las naciones se hallan unidas por el comercio, la civilización
y los matrimonios; y de la mezcla de los pueblos ha nacido una sola
raza. He aquí el sentido de las victorias y de los triunfos del Imperio:
la pax romana ha preparado el camino de la venida de Cristo.”

San León Magno, que desde el siglo V vio las cosas con mayor
distancia, nos ha dejado un texto que no tiene desperdicio, y que
resume magistralmente lo dicho hasta acá. Este Papa, de un
espíritu aristocráticamente romano, hubiera podido exclamar con
orgullo, como lo hizo San Pablo: “civis romanus sum”, soy
ciudadano romano. Por eso se gozaba en destacar ante sus fieles el
papel providencial que le tocó cumplir a Roma. Estaba en los planes
de Dios la existencia de un gran Imperio, el de la Roma pagana, que
asociase en su seno a todos los pueblos del orbe, y que fuese luego
convertido por Pedro. El texto es de particular interés:

Para extender por todo el mundo todos los efectos de gracia tan
inefable, preparó la divina Providencia el Imperio Romano, que de
tal modo extendió sus fronteras, que asoció a sí las gentes de todo
el orbe. De este modo halló la predicación general fácil acceso a
todos los pueblos unidos por el régimen de una misma ciudad. Pero
esta ciudad, desconociendo al autor de su encumbramiento,
mientras dominaba en casi todas las naciones, servía a los errores
de todas, y creía haber alcanzado un gran nivel religioso al no
rechazar ninguna falsedad. Así, cuanto con más fuerza la tenía
aherrojada el diablo, tanto más admirablemente la libertó Cristo.

Cuando los doce apóstoles se distribuyeron las partes del mundo


para predicar el Evangelio, el santísimo Pedro, príncipe del orden
apostólico, fue destinado a la capital del Imperio Romano, para que
la luz de la verdad, revelada para la salvación de todas las naciones,
se derramase más eficazmente desde la misma cabeza por todo el
cuerpo del mundo. Pues ¿de qué raza no había entonces hombres
en esta ciudad? ¿O qué pueblos podían ignorar lo que Roma
aprendiese? Aquí había que refutar las teorías de la falsa filosofía,
aquí deshacer las necedades de la sabiduría terrena, aquí destruir la
impiedad de todos los sacrificios, aquí, donde con diligentísima
superstición se había ido reuniendo todo cuanto habían inventado
los diferentes errores.

A esta ciudad, tú, beatísimo apóstol Pedro, no temes venir con tu


compañero de gloria, el apóstol Pablo, ocupado aún en organizar las
otras iglesias; te metes en esta selva de bestias rugientes y caminas
por este océano de turbulentos abismos con más tranquilidad que
sobre el mar sosegado (cf. Mt 14, 30), a ti, que en la casa de Caifás
temblaste ante la criada del sacerdote, ya no te arredra Roma, la
señora del mundo. ¿Y por qué habías de temer a los que has
recibido el encargo de amar?

Si Roma es grande, prosigue diciendo el gran Papa, más que a


Rómulo y Remo se lo debe a estos segundos fundadores, los que la
convirtieron en ciudad santa, los que le dieron un nuevo imperio
espiritual sobre todas las naciones:
Porque ellos son, oh Roma, los dos héroes que hicieron
resplandecer a tus ojos el Evangelio de Cristo, y por ellos, tú, que
eras maestra del error, te convertiste en discípula de la verdad (quae
eras magistra erroris, facta es discipula veritatis). He ahí tus padres
y tus verdaderos pastores, los cuales, para introducirte en el reino
espiritual, supieron fundarte mucho mejor y más felizmente que los
que se tomaron el trabajo de echar los primeros fundamentos de tus
murallas, uno de los cuales, aquel de quien procede el nombre que
llevas, te manchó con la muerte de su hermano. He ahí a esos dos
apóstoles que te elevaron a tal grado de gloria, que te has
convertido en la nación santa, en el pueblo escogido, en la ciudad
sacerdotal y real y, por la cátedra sagrada del bienaventurado
Pedro, en la capital del mundo; de modo que la supremacía que te
viene de la religión divina, se extiende más allá de lo que jamás
alcanzaste con tu dominación terrenal. Sin duda que con tus
innumerables victorias robusteciste y extendiste tu imperio tanto
sobre la tierra como por el mar. Sin embargo, debes menos
conquistas al arte de la guerra que súbditos te ha procurado la paz
cristiana.

Roma había cambiado. Como escribe DanielRops: “Un nuevo


personal empuñaba las riendas abandonadas por el antiguo
[Imperio], ya caduco, y este personal era cristiano. Todo lo que
sobrevivía del mundo antiguo había sido transustanciado,
transfigurado por la concepción del mundo según el Evangelio.”

***

Tal fue la terrible tormenta que tuvo que sortear la nave de Pedro, la
de las persecuciones romanas. Y lo supo hacer con hidalguía. Hasta
nosotros ha llegado un texto admirable, que fue compuesto
justamente al término de esta encrucijada de la historia. Es el Te
Deum, canto de triunfo de la Iglesia, atribuido a San Ambrosio:

A ti, Dios, alabamos,


a ti, Señor, confesamos.
A ti, eterno Padre,
venera toda la tierra.
A ti todos los ángeles,
a ti los cielos y todas las potestades...

A ti el coro glorioso de los apóstoles, a ti la multitud admirable de los


profetas, a ti el blanco ejército de los mártires, cantan tu gloria.

A ti la santa Iglesia
exultante en todo el orbe te confiesa.
TERCERA TEMPESTAD
EL ARRIANISMO
E

N la anterior conferencia nos hemos referido a la gran tempestad


que sacudió la barca de Pedro cuando el Imperio Romano

creyó ver en ella un adversario mortal y se aprestó a erradicarla de


su tejido social. La presente disertación estará dedicada a la
consideración de una tragedia que afectó seriamente a la Iglesia en
el siglo IV, es decir, después que Constantino hiciese las paces con
ella mediante el llamado “edicto de tolerancia”.

El mundo romano se dividía por aquel entonces en dos grandes


partes. La mitad oriental, que tenía por lengua oficial el griego y se
gobernaba desde Constantinopla, comprendía Egipto, África del
norte hasta Cirene, la costa oriental del Mediterráneo y del Adriático,
los Balcanes, Grecia, Asia Menor y Siria hasta el Éufrates. La parte
occidental abarcaba España, Galia, el sur de Inglaterra, Italia,
Panonia y buena parte del norte de África. I. Aparición del
arrianismo

Durante todo el siglo III, la Iglesia había tenido que luchar contra una
herejía llamada “monarquianismo”, o también “sabelianismo”, por su
fundador Sabelio. Sus cultores sostenían que Dios era una unidad
absoluta, que se manifiesta de diversas maneras, como Padre en la
creación, como Hijo en la encarnación, y como Espíritu Santo en la
obra de la santificación del hombre. Al insistir tanto en la unidad de
Dios, quedaba cuestionada si no destruida la distinción de personas.
El Verbo no era una persona distinta sino el mismo Padre en una de
sus formas. Al enfrentar este error, algunos se fueron al otro
extremo, distinguiendo tanto el Verbo del Padre, que aquél quedaba
como inferior a éste. El Hijo, decían, está subordinado al Padre, por
lo que esta doctrina se llamó “subordinacionismo”.

Hemos de señalar que en aquellos tiempos se destacaban dos


grandes escuelas teológicas. La primera, que era la escuela de
Antioquía, insistía en la humanidad de Cristo más que en su
divinidad; la segunda, la escuela de Alejandría, resaltaba la
divinidad de Cristo más que su humanidad. Ambas escuelas
hubieran podido ser plenamente aceptables si sólo se hubiesen
limitado a una enfatización dentro del misterio del Verbo encarnado,
viendo en Él más al hombre o más a Dios, pero sin negar que fuese
a la vez Dios verdadero y hombre verdadero. Desgraciadamente
hubo en las dos escuelas quienes exageraron el énfasis, acabando
en herejía.

1. La herejía de Arrio

Pues bien, Arrio, que procedía de la escuela de Antioquía, fue uno


de esos últimos. Este personaje nació en Libia, el año 256, y se
educó teológicamente en la escuela de Antioquía, considerándose
discípulo del fundador de dicha escuela, que había creado entre sus
alumnos lazos de verdadera amistad. De allí pasó a Alejandría, que
era por aquel entonces una de las ciudades más importantes y
cultas del Imperio, donde el obispo Alejandro lo ordenó de
sacerdote, encargándole la atención pastoral de una parroquia de la
ciudad. A partir del año 318 empezó a predicar y enseñar una
doctrina peculiar sobre el Logos o Verbo y su relación con el Padre.
Cuando el obispo se enteró de ello, no consideró que se tratase de
algo preocupante; sin embargo lo invitó a un diálogo con un grupo
de teólogos. Allí Arrio expuso, delante del obispo, que en su opinión
“el Hijo de Dios había sido creado del no-ser, que había habido un
tiempo en que no existía, que en su voluntad tenían cabida tanto el
mal como la virtud, y que era una creatura, algo hecho”. Los
teólogos allí presentes se opusieron frontalmente a dicha opinión,
afirmando que el Hijo no había sido creado sino que era eterno
como el Padre, verdadero Dios, de su misma sustancia.

Explicitemos mejor el pensamiento de Arrio, ya que es el


protagonista negativo de toda esta cuestión. Si Sabelio había
tendido a una fusión indebida entre el Padre y el Hijo, Arrio los
separaba, también de manera indebida. Influido por el platonismo,
trataba de explicar el misterio de la generación del Verbo
recurriendo a la teoría de la subordinación, con lo que el elemento
divino de Cristo quedaba disminuido, y Cristo mismo rebajado al
nivel de las creaturas. Quizás también sufrió el influjo de las teorías
gnósticas, que impregnaban el clima intelectual de Alejandría, donde
se hablaba de una jerarquía y gradación de eones o seres divinos,
según lo explicamos en la conferencia anterior. No en vano Atanasio
le echaría en cara su dependencia del sistema gnóstico.

Pues bien, para salvaguardar los privilegios del Padre, único no


engendrado, único sin principio, único eterno, Arrio afirmaba que Él
era el comienzo de todos los seres, incluido su propio Hijo, que “no
es eterno, ni coeterno al Padre, ni increado como Él, porque del
Padre ha recibido la vida y el ser”. Es cierto que fue engendrado
antes de todos los tiempos, prosigue Arrio, pero no por ello es
menos creado. Y traía a colación un texto de la Escritura, al cual
volvería una y otra vez: “El Señor me creó, primicia de su camino,
antes que sus obras más antiguas” (Prov 8, 22), el versículo
“arriano” por excelencia. No es, en consecuencia, Dios, sino una
creatura divina, y por ende inferior al Padre, si bien de ningún modo
comparable con el resto de los seres creados. Según el cardenal
Newman, en su excelente libro sobre nuestro tema, al que llamó Los
arrianos del siglo IV, tuvieron especial influjo en la aparición de la
nueva herejía algunos sectores del judaísmo, o mejor, del judeo-
cristianismo, con su visión temporalista del Mesías, razón por la cual
luego no restarían su apoyo a las posiciones arrianas.
Resumiendo la doctrina arriana: 1) El Verbo comenzó a existir; de
otra manera no habría en Dios monarquía, sino diarquía (dos
principios). 2) El Verbo no es engendrado de la sustancia del Padre;
ha sido sacado de la nada, por la voluntad del Padre, en orden a
que le sirviera de instrumento para crear el mundo. 3) Por tanto, el
Verbo no es de la misma naturaleza que el Padre, es diverso de la
divina esencia. 4) Habiendo sido creado, su voluntad es capaz tanto
del mal como del bien, no es inmutable ni impecable.

No obstante estos principios, que rebajaban el Verbo al nivel de las


criaturas, ponderaba Arrio, según hacen los herejes de todos los
tiempos, las excelencias de Cristo, como para cubrirse de las obvias
críticas que su afirmación suscitaría. No es Dios, es un hombre,
decía, pero un gran hombre, un hombre eximio. Su dignidad es la
más alta después de Dios. Como primogénito de las creaturas, está
por encima de todo lo creado. En el curso de su vida llegó a un
grado de virtud tal que mereció el título de Dios. Es “divino”, aunque
no sea Dios. Pera ilustrar esto recurría a diversos textos de la
Escritura, no sólo a aquél de Prov 8, 22, sino también a citas del
Evangelio donde pareciera mostrarse cierta inferioridad del Hijo
respecto al Padre.

Cuando el obispo Alejandro conoció bien lo que se escondía tras


esta doctrina, entendió que trastornaba por completo el dogma
cristiano, renovando aquella opinión gnóstica del demiurgo, es decir,
de un ser intermedio entre Dios y la creación, él también creado. Por
lo demás, tanto el Evangelio como el mismo cristianismo quedaban
destruidos, pues si el Verbo no era Dios, Cristo no hubiera podido
redimir al mundo. Si el Verbo no es el Hijo de Dios, ¿cómo al
encarnarse hubiera podido realizar la redención de la humanidad?
Si todo el cristianismo se puede resumir en aquella frase que nos ha
dejado Atanasio, quien sería el gran adversario del arrianismo: “Dios
se hace hombre para que el hombre se haga Dios por la gracia”,
¿cómo un hombre, por eximio que fuese, hubiera podido elevar a los
hombres a la participación de la vida divina? Toda la piedad del
pueblo alejandrino se amamantaba en aquella doctrina mística del
descenso de Dios y del ascenso del hombre, inspirada en San Juan
y San Ignacio de Antioquía.

El error de Arrio no sólo era gravísimo sino que, para colmo,


resultaba atrayente. El mismo Arrio era cautivante. Su inteligencia y
su capacidad para convencer atraían a la gente, sobre todo en los
círculos intelectuales. Ello hacía el error más peligroso. Porque en
verdad el arrianismo no era sino una racionalización del misterio
fundamental de nuestra fe: el misterio de la Encarnación, al tiempo
que una rebelión contra ese dogma, y, de paso, contra todo el orden
sobrenatural. La doctrina de la Iglesia se mostró clara desde el
principio. Cristo fue, sin duda, un hombre como nosotros, semejante
en todo menos en el pecado, tal cual lo reconocieron sus mismos
contemporáneos. Pero también era Dios, no meramente un hombre
divinizado. Era plenamente Dios y plenamente hombre. Como ello
resulta incomprensible a la razón, fácilmente se tiende a
racionalizarlo. El arrianismo no podía concebir la unión de lo Infinito
con lo finito, del Dios omnipotente y del ser humano limitado.
Entonces sólo quedaba reconocer que Cristo había sido un gran
hombre, merecedor de honor y de gloria, pero que no tenía la plena
naturaleza de la divinidad. Se le concedían atributos divinos, pero no
la divinidad. El arrianismo, repitámoslo, es un error típicamente
racionalista, brotado de la pretensión de querer ver clara y
sencillamente algo que está más allá del alcance de la comprensión
humana.

Por eso decíamos que era un error fácilmente aceptable por el


elemento “pensante” de la sociedad, que siempre tiende a
racionalizar el misterio, acabando por destruirlo. También los errores
de Arrio fueron bien vistos por no pocas mujeres piadosas, ya que
Arrio no les disgustaba, mostrándose como un hombre austero, un
asceta. En lo que toca al pueblo sencillo, por lo general más
refractario al racionalismo, Arrio llegó hasta él, según nos lo refiere
un contemporáneo suyo, recurriendo a una estratagema consistente
en vulgarizar su ideario teológico en versos populares y cantos
sencillos, que entonaban marineros, molineros y caminantes, según
la profesión de cada uno, en orden a ganar a los ignorantes por el
atractivo de la melodía. Atanasio diría que este hombre quiso hacer
un coro contra el Salvador. No deja de ser curioso para nosotros que
la gente sencilla cante ortodoxias o herejías. Ahora suele preferirse
otro tipo de cantos. Pero en aquellos tiempos, más interesados que
nosotros por los grandes problemas, la gente común se sentía
atraída por las discusiones teológicas. San Gregorio de Nyssa
cuenta que los cambistas del mercado, si se les preguntaba por el
valor de una moneda, respondían con una disertación sobre el
engendrado y el no-engendrado; entras en casa de un panadero: el
Padre, te dice, es mayor que el Hijo; en las termas preguntas si el
baño está preparado: te responden que el Hijo ha nacido de la nada.

Estamos, así, en presencia de una herejía que buscaba llegar al


mayor número de personas posible. Ya en la conferencia anterior
hemos hablado varias veces de herejías. Antes de seguir adelante
quizás convenga precisar mejor lo que es realmente una “herejía”.
Esta palabra tiene hoy un sentido muy general y vaporoso, porque
como dice Belloc, “el espíritu moderno es tan enemigo de la
precisión en las ideas como enamorado de la precisión en las
medidas”. Herejía es la dislocación de una construcción mental bien
estructurada, mediante un recorte de alguna de sus partes
esenciales. Belloc pone el ejemplo del sistema de Newton, cuyas
diversas afirmaciones sobre la función de la materia, y en particular
la ley de gravedad, no son asertos aislados, de los cuales puede
negarse alguno sin que ello afecte a los demás; si se modifica
alguna de esas partes, la construcción entera queda desarticulada.
Algo así sucede con la herejía. La palabra, que proviene del verbo
griego haireo, primero significó “tomo” o “me apodero de”, y luego
significó “quito”. Eso es la herejía: apoderarse de algo del sistema
cristiano, quitarle algo, negarle algo, llenándose después el hueco
con alguna afirmación nueva. La negación de un sistema en su
totalidad no sería propiamente herejía, ni tendría la fuerza de una
herejía. Es de la esencia de la herejía dejar en pie gran parte de la
estructura que ataca, lo que hace que siga siendo atrayente. En
nuestro caso, Arrio “elige” una parte de nuestra fe: Cristo es
verdadero hombre, y “quita” otra: Cristo es verdadero Dios,
supliendo esta segunda parte por una afirmación menguada: Cristo
es divino, sin que por ello sea Dios, con lo que la fe queda destruida.

Hemos dicho que Alejandro, el obispo de Alejandría, trató primero


de atraer a Arrio por las buenas. Al ver que éste se obstinaba, lo
depuso de su cargo de párroco y lo excomulgó, juntamente con
todos sus partidarios, entre los cuales se contaban varios diáconos
de Alejandría así como dos obispos de Egipto. Si Alejandro creyó
que con esas medidas el arrianismo pasaría a diluirse,
convirtiéndose en una secta más, se equivocaba de medio a medio.
Arrio no estaba dispuesto a reconocer su exclusión de la Iglesia.
Quería permanecer en ella y hacer triunfar su idea desde las
entrañas mismas de la Iglesia. Siguió, pues, ejerciendo su
ministerio, mientras buscaba apoyo en obispos de Siria y Asia
Menor, algunos de los cuales habían sido condiscípulos suyos,
como el influyente Eusebio, pariente lejano del Emperador, y obispo
de la capital del Imperio, que era por aquel entonces la ciudad de
Nicomedia. Cuando Alejandro se enteró de estos contactos con
miembros del episcopado, se resolvió a proceder con más energía,
convocando un sínodo de obispos egipcios, al que asistieron unos
cien, donde se resolvió que Arrio y sus adeptos quedasen excluidos
de la Iglesia por causa de su “herejía que ataca a Cristo”. Alejandro
se dirigió luego a todos los obispos de la Iglesia, en un documento
donde les comunicaba las decisiones tomadas por el sínodo. Tras
una breve exposición de las tesis arrianas, se procedía a su
refutación. La circular contenía una alusión personal a Eusebio de
Nicomedia, lo que revela que Alejandro no ignoraba quién sería el
adversario principal en esta contienda teológica, ya inevitable. No se
equivocaba el obispo de Alejandría. Pronto Eusebio se mostrará
ardiente propagandista de las tesis del hereje.

Expulsado de Alejandría, Arrio se dirigió a Palestina y después a


Nicomedia, para encontrarse con su alto protector. Desde allí
escribió una carta a Alejandro, donde aparentaba ponerse de
acuerdo con él. Fue entonces cuando compuso su principal obra
literaria, parte en prosa y parte en verso, bajo el título de Thalia, “El
Festín”, así como aquellos cantos para viajeros y artesanos, a que
aludimos más arriba. Supo también ganarse el apoyo de sus
antiguos condiscípulos de la escuela de Antioquía, y, lo que fue
decisivo, de otro importante obispo, Eusebio de Cesarea, el autor de
la primera historia eclesiástica, quien le escribió en los siguientes
términos: “Tú piensas bien. Ruega para que todos piensen como tú,
porque es evidente que lo que ha sido hecho [se refiere al Verbo] no
era antes de existir”. Este segundo Eusebio lo apoyaría luego
ampliamente.

Desde entonces todo el Oriente entró en erupción. De Nicomedia y


de Alejandría partían cartas, con expresiones contradictorias,
destinadas a que los obispos estuviesen informados y tomasen
posición. Alejandro escribió no menos de setenta. Nicomedia, donde
se había alojado el sacerdote alejandrino, se convirtió en el foco de
la propaganda arriana. Su obispo Eusebio, hábil y ambicioso
diplomático, dirigía la operación. En carta circular a todos los
obispos les pedía que readmitiesen en la Iglesia a los expulsados de
su comunión porque, decía, no eran herejes sino ortodoxos.
Especialmente presionaba sobre Alejandro, para que obrase de la
misma manera, pero éste se mantuvo en su posición y pasó a la
contraofensiva, asegurando, también él en cartas a los obispos, que
Arrio y los suyos eran agitadores, que despreciando la tradición
apostólica, a ejemplo de los judíos, llevaban adelante la lucha contra
Cristo y negaban su divinidad. De manera más detallada informó de
todo al papa Silvestre, que estaba en Roma. Ante un espectáculo
semejante, tanto los paganos como los judíos se mostraban felices
al contemplar la división de los cristianos. Arrio, por fin, pudo volver
a Alejandría, sin temor a su prelado.

2. La actitud de Constantino y el Concilio de Nicea

Mientras tanto el emperador Constantino, dueño ahora también del


Oriente, se dirigió a Nicomedia, donde se enteró por el obispo
Eusebio de las controversias que agitaban a Egipto. Lo que más él
anhelaba era la unión de todos sus súbditos en una misma religión,
así como había logrado la unidad política del Imperio. Por eso no
dejó de preocuparle esta división doctrinal que se manifestaba cada
vez con mayor virulencia en el Oriente, y así se decidió a intervenir
en el asunto, a la manera de un mediador, en orden a lograr la
reconciliación de los dos bandos. En la mentalidad simplista de
Constantino, se trataba de discusiones de escuela, por lo que creyó
fácil una pacificación. Lo primero que hizo fue mandar una carta a
Alejandro, el patriarca de Alejandría, exhortándole a que hiciese
todo lo posible para superar aquellas divisiones. Luego envió a Osio,
obispo español de Córdoba y consejero suyo en los asuntos
religiosos, hombre de entera confianza, con varias cartas para
Alejandro y para Arrio, encareciéndoles la necesidad perentoria de
ponerse prontamente de acuerdo. En una de esas misivas, común a
Alejandro y a Arrio, se mostraba igualmente severo para con ambos
por haber levantado una polémica sobre la base de aquel texto de
Proverbios a que antes aludimos. “No se trata entre vosotros –
decía– de un mandato esencial de la Ley, ni se introduce un dogma
nuevo sobre el culto de Dios. Vosotros tenéis un solo y mismo
sentimiento, entonces podéis fácilmente entrar en comunión. Ved
cómo todos los filósofos de una misma secta, a pesar de sus
diferencias sobre puntos particulares, se unen en un solo dogma.
Volved, pues, a vuestra mutua amistad”.

La comparación de la Iglesia con una escuela filosófica y la


apreciación del punto crucial de la discusión como un simple
desentendimiento o pérdida de amistad, revelan la superficialidad de
su percepción de la verdadera esencia de la Iglesia y, más aún, del
significado de la figura de Cristo, así como su desconocimiento de la
verdadera situación, en la idea de que ella se podía remediar con un
mero llamado a la reconciliación de los dos contrincantes. El
arrianismo no era para él sino una vana disputa de palabras. Y la
paz del Imperio valía mil veces más que esas sutilezas. No se daba
cuenta que detrás de las palabras lo que estaba en juego era,
simplemente, la supervivencia misma del cristianismo.
Al llegar el obispo Osio a Alejandría y entablar las primeras
conversaciones, entendió rápidamente que el camino previsto por el
Emperador para la solución del litigio, que incluía la reconciliación
de Arrio con su obispo y la suspensión de toda polémica pública
sobre el punto en cuestión, era totalmente inviable. De hecho, no
bien llegó Osio, Arrio abandonó Alejandría. Alejandro, por su parte,
le pudo demostrar fácilmente al consejero religioso del Emperador
que el asunto era de índole teológica y debía ser dilucidado en el
campo de la doctrina. Osio debió volver a Nicomedia para informar
al Emperador del fracaso de su misión. Conversando sobre ello,
pronto llegaron ambos a la conclusión de que sólo había una
manera de restablecer la paz de la Iglesia, y era convocar a la
totalidad del episcopado a un gran Concilio que, tras serias
deliberaciones, pronunciara un fallo obligatorio en la materia
disputada. Es muy probable que fuese el Emperador quien tuvo la
iniciativa de dicha solución.

Dirigióse entonces Constantino a todos los obispos del Imperio,


convocándolos a un Concilio. Éste se realizó, efectivamente, el año
325, en la pequeña población de Nicea, en Bitinia, no lejos de
Nicomedia. Fue el primer Concilio ecuménico, que congregó a más
de trescientos obispos de todo el mundo, si bien en su mayoría eran
orientales. Para que asistiese el mayor número posible, Constantino
había tomado todas las medidas conducentes. No sólo puso a su
disposición las postas imperiales, sino que también se encargó de
los gastos de viaje y de estancia en el lugar de reunión. Antes que
llegase el Emperador y se abrieran las sesiones, Arrio comenzó a
exponer en grupos sus ideas, que sonaron como blasfemias. El
partido de los arrianos, que eran unos veintidós, tenían por jefe a
Eusebio de Nicomedia, de donde les vino el nombre de
“eusebianos”. Los obispos católicos entendieron que si querían
defender eficazmente la doctrina de la Iglesia deberían refutar los
sofismas de los arrianos con un lenguaje preciso y contundente. Los
arrianos decían: “El Hijo proviene de la nada”, a lo que les
respondían: “No, señores, el Hijo procede del Padre.” “Sin duda que
sí –replicaban los eusebianos–, puesto que todo viene del Padre.”
Como se ve, esquivaban el asunto recurriendo a expresiones
ambiguas. Tampoco faltó en estos prolegómenos, así como luego en
el transcurso del Concilio, el triste espectáculo de intrigas y
calumnias, e incluso de panfletos anónimos. Cuando Constantino se
enteró de ello, tras hacerlos conocer a los interesados, los hizo
quemar delante de ellos, al tiempo que exhortó a los obispos a
mantener la armonía, dedicándose de lleno a la misión que los
había llevado a Nicea.

La sesión de apertura se realizó en mayo del 325, con extraordinaria


solemnidad. Como la iglesia del pueblo de Nicea era demasiado
pequeña para los actos del Concilio, el Emperador puso su propio
palacio de la ciudad a disposición de los obispos durante todo el
tiempo que durasen las sesiones. La inauguración fue en la gran
sala del palacio imperial. Los prelados ocuparon sus puestos a
ambos lados del recinto, aguardando con expectación la llegada del
Emperador, para quien se había reservado un sillón dorado. Gran
impresión causó el ingreso de Constantino, entonces en el apogeo
de su juventud y de su poder, vestido de púrpura y radiante de júbilo
por el éxito de la asamblea, que él consideraba como el símbolo de
la unidad religiosa del Imperio. Uno de los obispos pronunció una
breve salutación, y luego el Emperador tomó la palabra para
dirigirles una alocución en latín, exhortándolos a que tomasen las
medidas necesarias para asegurar la unión doctrinal. De esta
manera, como entonces se dijo, cumplía el principio de ser “el
obispo de las cosas de fuera”, mientras dejaba a los Padres del
Concilio que ejercieran su cargo de “obispos de adentro”.

La asamblea era verdaderamente venerable por la calidad de sus


miembros. Hallábanse entre ellos algunos confesores de las últimas
persecuciones, que podían exhibir las cicatrices recibidas o los
miembros mutilados. Otros eran célebres en razón de su santidad,
su sabiduría o su erudición, como el venerable patriarca de
Alejandría, San Alejandro, a quien escoltaba su infatigable diácono
Atanasio, joven todavía, pero que sería, ya desde entonces, el alma
del movimiento antiarriano. Es cierto que, siendo diácono, no podía
éste participar directamente en las sesiones del Concilio, pero por
su intensa actuación como perito de su obispo y de muchos que lo
escuchaban, se iba convirtiendo en el blanco del odio de los
arrianos. También Arrio estaba presente, pero tampoco él, por no ser
obispo, tomó parte en las sesiones; sin embargo se lo encontraba
con frecuencia “en los corredores”, orientando a sus partidarios,
entre los cuales los dos Eusebios, el de Nicomedia y el de Cesarea.
Este último logró granjearse el favor de Constantino, lo que luego
sabría explotar con notable habilidad. El Occidente latino tuvo
escasa representación; más de un obispo de zonas remotas, como
África, las Galias, Italia o Inglaterra, se han de haber abstenido por
las distancias, a pesar del sostén imperial. El principal de ellos era
Osio de Córdoba, hombre de confianza del Emperador, aunque
también probablemente representante del Papa, que encabezaba
siempre la lista de los obispos.

Ya desde las primeras sesiones se comenzaron a mostrar las


diversas tendencias relativas al punto crucial: la doctrina sobre el
Verbo. Unos insistían en los puntos básicos de la doctrina católica,
la unidad de la esencia divina, la divinidad del Verbo y su distinción
del Padre. Otros, en cambio, sin dejar de confesar la divinidad de
Cristo, lo hacían con términos que favorecían las opiniones
subordinacionistas, como si en alguna manera el Hijo fuese inferior
al Padre. Finalmente, los seguidores de Arrio, unos veintidós
obispos, expresaban claramente su opinión de que el Verbo era una
creatura del Padre, y distinto de él en la esencia. La inmensa
mayoría estaba decidida a proceder enérgicamente contra tales
novedades.

Eusebio de Cesarea propuso un Credo donde se decía que el Hijo


era Dios de Dios, luz de luz, primogénito entre todas las creaturas.
Como se trataba de una fórmula suficientemente ambigua, Arrio la
encontró apta para emplearla en favor de sus opiniones. Pero la
mayoría de los Padres quiso cerrar el paso a cualquier tipo de
anfibología, recurriendo a un vocablo que mejor expresara la
doctrina católica sobre el Verbo. Fue la célebre palabra homousion,
consustancial, probablemente propuesta por Osio de Córdoba, con
lo que quedaba a salvo tanto la distinción personal del Hijo y del
Padre, como su identidad de sustancia. Esta fórmula, tan lejana de
todo equívoco, sería en adelante algo así como el santo y seña en
todas las discusiones con los herejes y la piedra de toque de la
ortodoxia católica.

En base a la palabra homousion, se compuso un Credo, el símbolo


de Nicea, donde se resume la doctrina católica sobre el Verbo:
“genitum, non factum, consubstantialem Patri”, engendrado, no
creado, consustancial al Padre. La cláusula final contenía un claro
repudio de la teología arriana, según se proclamó allí mismo de
manera taxativa: “A aquellos que dicen «Hubo un tiempo en que no
fue» y «Antes de ser, no era», y «fue hecho de la nada», o a los que
afirman que el Hijo de Dios es de otra sustancia o de otra esencia, o
que ha sido creado, o está sujeto a cambio o mutación, a éstos los
anatematiza la Iglesia católica y apostólica.” Esta exclusión de la
Iglesia afectó en un principio sólo a Arrio y a dos obispos amigos
suyos, ya que fuera de ellos, todos los demás, aunque en su
corazón fuesen arrianos, suscribieron el símbolo. No en vano el
Emperador, que hizo suyo el texto, había comunicado que quienes
lo rechazasen serían desterrados. A ello, sin duda, se debe el que la
mayoría de los amigos de Arrio, incluido el mismo Eusebio de
Nicomedia, lo firmaran sin chistar. Ya llegaría el momento de la
revancha.

Sin duda fue para Arrio un trago amargo verse así abandonado por
sus mismos amigos. Es cierto que él sabía que obispos como
Eusebio de Nicomedia estaban totalmente de su lado, pero no
podían expresarlo exteriormente, por temor al Emperador. En
adelante realizarían un trabajo de zapa tendiente a ir desacreditando
ante Constantino a los defensores del Concilio niceno. Pero dicha
maniobra sería a largo plazo. Mientras tanto, Arrio fue desterrado, al
tiempo que prohibieron sus escritos y los de sus adeptos.
El Emperador clausuró el Concilio con toda la pompa posible. Dicho
acto coincidió con la celebración de los veinte años de su gobierno,
por lo que ofreció a los padres conciliares un espléndido banquete
en su palacio de Nicomedia, donde les hizo entrega de ricos
presentes. Antes de que los obispos se retirasen, los reunió una vez
más, y los exhortó a “seguir conservando la paz entre sí y a evitar
querellas de competencias”. Poco después dirigió un pormenorizado
informe del Concilio a la Iglesia, asegurando a los fieles que se
habían analizado con seriedad todas las grandes cuestiones,
lográndose por fin la homogeneidad en la fe. En un escrito especial
a la comunidad de Alejandría volvía a expresar su satisfacción por el
restablecimiento de la unidad de la fe y reprobaba una vez más los
errores de Arrio. Las decisiones del Concilio eran desde ahora leyes
del Imperio.

Tal fue el resultado del Concilio de Nicea, con el triunfo más rotundo
de la doctrina católica. Fue el primer acto realmente ecuménico, ya
que a él habían sido invitados todos los obispos de la Iglesia,
aunque éstos hubiesen acudido en variada proporción. Fue
asimismo un concilio eminentemente dogmático, porque logró zanjar
las divergencias con afirmaciones definitivas e irreformables. Nada
quita a su legitimidad el hecho de que fuese el Emperador quien lo
convocó, dado que el obispo de Roma había otorgado el
asentimiento papal mediante la designación de sus delegados en la
asamblea.

3. Las vacilaciones de Constantino

Al parecer, todo quedaba consumado. Pero no fue así. El concilio de


Nicea no fue el fin, sino el principio de un largo debate siempre en
torno a los temas suscitados por el arrianismo. Durante los diez
años que siguieron a Nicea, el Emperador continuó interviniendo en
las cuestiones religiosas, lo que tenía sus pro y sus contras, como
se podrá ver por los sucesos ulteriores. Al comienzo, los partidarios
de Arrio se llamaron por un tiempo a cuarteles de invierno, máxime
al ver que Constantino no quería tolerar a nadie que se opusiera a
las decisiones de Nicea, considerando a los arrianos como
perturbadores del orden público. Era, simplemente, una cuestión de
Estado. Pero pronto iniciaron una serie de campañas con el objeto
de apartar al Emperador del lado de Nicea.

Pocos meses después de terminado el Concilio, dos de los


principales obispos del partido arriano, Eusebio de Nicomedia y
Teognis de Nicea, justamente el obispo de la capital del Imperio y el
lugar donde se realizó el Concilio, comunicaron a Constantino que
retiraban su asentimiento a la fórmula de fe de Nicea. El Emperador,
que no estaba acostumbrado a desplantes de este tipo, desterró a
los dos obispos a las Galias, supliéndolos por pastores fieles al
Concilio.

En el año 328 murió Alejandro, obispo de Alejandría, quien sería


ulteriormente canonizado. “Todo el pueblo –relatan los obispos
egipcios en una carta colectiva–, toda la Iglesia católica, como a una
voz y como un solo hombre, rogaba y clamaba pidiendo a Atanasio
por obispo. Lo pedían a Cristo en oraciones públicas, nos insistían
día y noche que lo consagrásemos, sin abandonar los templos y sin
permitirnos salir de ellos. Alababan sus virtudes, su celo, su piedad,
lo llamaban un verdadero cristiano, un asceta, un verdadero obispo.”
Quizás los prelados no experimentaban el mismo entusiasmo que
su pueblo, porque dadas las dotes de paladín que caracterizaban a
Atanasio temían que al elegirle se diesen un autócrata. Asimismo
una parte del clero, influida por el pensamiento de Arrio, no lo
miraba con buenos ojos. Sea lo que fuere, resultó designado, dando
comienzo a un episcopado realmente glorioso. Año tras año visitaría
hasta los últimos rincones de su gran diócesis, una de las cuatro
principales del mundo, lo que contribuyó a que toda la gente
ortodoxa se agrupase en torno al que desde ya comenzaron a
llamar “el papa de Alejandría”. Era asimismo muy apreciado por los
monjes, como San Pacomio y San Antonio, a quienes desde su
juventud había frecuentado. Por eso la gente lo consideraba un
asceta.
Pero fue también en el mismo año 328 cuando comenzó a percibirse
un cambio en la actitud de Emperador frente a los arrianos. Si bien
su postura esencial con respecto a Nicea permanecía firme, empezó
a mirar con mejores ojos a algunos representantes aislados de
aquella corriente, como a los obispos Eusebio y Teognis, a quienes
no sólo autorizó a volver del exilio sino que además les permitió
ocupar nuevamente sus sedes de Nicomedia y Nicea. Sobre todo el
primero de ellos, que tres años antes había sido condenado por el
Emperador de la manera más severa, se fue granjeando de tal
modo la audiencia y el favor de Constantino, que llegó a ocupar el
puesto de Osio de Córdoba, el asesor teológico del Emperador,
quien de Nicea retornó a su diócesis española.

No resulta fácil detectar las razones ocultas de dicho cambio. Se ha


hablado del influjo de Constancia, la hermana del Emperador, que
vivía en Nicomedia, ejerciendo notable influencia en la corte. No
sólo era amiga de varios obispos arrianos sino que también tenía
por director espiritual a un sacerdote de esa secta, a quien
recomendó vivamente al Emperador en el momento de morir, al
tiempo que imploró gracia para Arrio y los suyos. Con todo fueron
principalmente los dos Eusebios quienes más influyeron en el ánimo
de Constantino. El primero de ellos, Eusebio de Nicomedia, era uno
de esos típicos prelados ambiciosos e intrigantes, a quien
Constantino había trasladado a la sede de la residencia imperial. El
segundo Eusebio, el de Cesarea de Palestina, contribuiría también
al cambio de actitud del Emperador. Su cultura y su capacidad
oratoria impresionaban vivamente a Constantino, lo mismo que su
espíritu palaciego y acomodaticio, que huía como de la peste de
todo lo que fuese enfrentamiento. Eusebio simpatizaba también con
Arrio, no agradándole, por consiguiente, la tajante posición de
Atanasio. Según un relato, no del todo fidedigno, ya a los comienzos
del concilio de Nicea, un obispo egipcio, que había perdido un ojo en
la persecución de Maximino, al ver los equilibrismos de Eusebio le
dijo: “¡Tú ocupas un lugar, y juzgas al inocente Atanasio! Dime, ¿no
estábamos los dos en prisión en tiempo de los tiranos? Yo perdí un
ojo por la verdad, pero tú en cambio, no sufriendo ninguna
mutilación no diste ningún testimonio de fe. ¿Cómo has escapado
sino haciendo alguna culpable promesa, o quizás por un acto más
culpable todavía?”

El hecho es que, por decisión de Constantino, había vuelto el primer


Eusebio a su sede de Nicomedia, precisamente el mismo año en
que Atanasio fue consagrado obispo. Como era el alma del partido
arriano, desde allí se dedicó a reorganizar sus huestes y reanudar la
campaña en favor de sus ideas. Es claro que aún no podía
emprender una lucha abierta contra el símbolo de Nicea, ya que ello
lo habría malquistado con el Emperador. Lo que estaba realmente a
su alcance era la tarea de ir desacreditando a las personalidades
más destacadas de las filas ortodoxas. El primero contra quien
arremetió fue el obispo Eustacio de Antioquía, uno de los jefes del
grupo niceno, haciéndole creer al Emperador que era un obispo
conflictivo, de dudosa moral, y que a veces se había permitido
hablar mal de la madre del Emperador. Constantino, sumamente
molesto, convocó un sínodo en Antioquía, sede del pastor
cuestionado, donde los obispos amigos de Arrio depusieron a
Eustacio, tras lo cual el Emperador lo desterró a Tracia. Con él
fueron expulsados ocho obispos de la misma línea.

Viendo Eusebio a su partido considerablemente fortificado, trató de


lograr que Arrio regresase a Alejandría. Lo primero que hizo fue
escribirle a Atanasio para que lo llamase de nuevo, a lo que el santo
obispo se negó de manera terminante. Luego, juntamente con
Constancia, logró que el Emperador lo considerara a Arrio como si
fuese víctima de odios personales, solicitándole que le diera una
audiencia. Aceptó Constantino el pedido. Arrio se presentó en la
nueva capital, y durante el primer encuentro entregó al Emperador
una profesión de fe redactada en términos vagos y generales,
cubierta con un barniz de ortodoxia. Sin entrar en el asunto capital
de la controversia, o sea, la consustancialidad del Hijo con el Padre,
rogaba al Emperador que llevase a cabo lo que él más anhelaba: el
establecimiento de la unión, dejando de lado las cuestiones ociosas,
a fin de que todos pudiesen juntamente dirigir a Dios las oraciones
de la Iglesia por la prosperidad de Constantino y de su familia.
Satisfecho con estas explicaciones, zalameras y untuosas, el
Emperador le devolvió su favor. Luego se dirigió por carta a
Atanasio, exigiéndole de manera conminatoria que recibiese a todos
los que desearan volver a la Iglesia. “Mi voluntad –le decía– es que
dejes el acceso libre a todos los que quieren entrar. Si me entero de
que impides a alguien unirse a la asamblea y le cierras las puertas,
te haré deponer y trasladar lejos de tu sede.”

Constantino no iba por buen camino. Metiéndose en cuestiones de


fe, dejándose llevar por sus aduladores, y no consultando con la
legítima autoridad eclesiástica, que era el Papa, parecía ponerse
cada vez más en manos de los enemigos de Nicea.

El próximo paso fue ordenarle a Atanasio algo más puntual: el


reintegro de Arrio a su diócesis de origen. Atanasio se negó, así
como poco antes se había rehusado a admitir a sus partidarios en la
comunión católica. Su visión de las cosas era completamente
diferente a la del Emperador. Constantino no tenía sino un solo
deseo, el de la paz a todo trance, de donde su alergia frente a todos
los que se mostrasen belicosos, cualquiera fuese al bando a que
pertenecieran. Arrio había sabido tocarle su punto flaco. La negativa
de Atanasio era un acto atrevido e incluso peligroso, ya que el
Emperador tenía poder de vida y muerte, y la rebelión era
considerada como el delito más nefando. En opinión del mundo
oficial, Atanasio se iba mostrando como un hombre desaforado y
extravagante, ya que el ambiente general se inclinaba a que de una
vez por todas aceptara la transacción. También en este caso
recurrieron los arrianos al método del desprestigio. Si hasta ahora
no se ha instaurado la paz religiosa, decían, ello se debe al
temperamento despótico del obispo de Alejandría, quien no vacila
en apelar a medios violentos para hacer triunfar sus intereses.
Incluso se llegó a decir que había hecho asesinar a un obispo
cismático por no haber querido sometérsele. Cuando el Emperador
ordenó examinar el asunto, apareció el supuesto difunto. Se afirmó
también que había mandado azotar a otros obispos por motivos
semejantes y que había profanado un cáliz. Incluso se susurró a los
oídos del Emperador que tenía trato con algunos rebeldes del
Imperio.

Constantino no hizo demasiado caso de estas calumnias. Lo que a


él más le preocupaba era la división dentro de la Iglesia, lo que más
deseaba era que no hubiesen conflictos. Se equivocaba el
Emperador, ya que si es cierto que la paz es un bien, nunca será tal
cuando se la alcanza a costa de la verdad. En la práctica, la política
estatal fue haciendo que poco a poco disminuyese el número de
hombres enérgicos, dispuestos a combatir por la ortodoxia. Los que
conservaban sus puestos y obtenían los favores del Emperador eran
los “moderados” y los “políticos”, hombres honestos, a veces, como
Eusebio de Cesarea, pero en los que un amor mal entendido de la
paz o una ambición insaciable del poder hacían acallar con
demasiada frecuencia la voz de la conciencia. Éstos, de hecho,
siempre se inclinaban a favorecer el arrianismo, sobre todo si era
mitigado.

Tantas fueron, sin embargo, las inculpaciones, siempre reiteradas,


contra Atanasio que al fin lograron impresionar a Constantino, quien
se decidió a tomar cartas en el asunto. Hacía poco había enviado
una invitación a todos los obispos para que asistiesen a la
ceremonia de consagración del Santo Sepulcro, en la ciudad de
Jerusalén. Con ese motivo les pidió que se reunieran en la vecina
Tiro, en orden a que de una vez por todas resolviesen “el caso
Atanasio”. Dicho sínodo, que se celebró el año 335, estaba tan
dominado por el bando de los arrianos, que sólo admitió la
presencia de adversarios del obispo de Alejandría. En lo que toca a
Arrio, sobre la base de una entrevista que éste había mantenido con
el Emperador el año anterior, donde el hereje le entregó una
confesión de fe que escamoteaba el tema, quedando Constantino
con la impresión de que al condenarlo no lo habían entendido bien,
el sínodo lo declaró ortodoxo y le levantó la excomunión que había
recibido en Nicea, rogando al Emperador que se le reconociera de
nuevo sus derechos sacerdotales en un acto solemne. En lo que se
refiere a Atanasio, como lo que buscaban era arrancar del
Emperador un decreto de destierro, dejaron de momento otras
acusaciones y lanzaron una nueva calumnia, que pudiese
impresionar a Constantino de manera decisiva. En aquellos
momentos el Imperio estaba atravesando por una grave crisis de
abastecimiento. Entonces le hicieron creer que Atanasio había
sobornado a un grupo de marineros egipcios, que le eran
afectuosamente solidarios, para impedir que el trigo fuera
transportado a Constantinopla. El Emperador, indignado, pronunció
contra Atanasio la sentencia de destierro. Sería el primero que
tendría que sobrellevar en su larga carrera de atleta de la causa
católica. El lugar señalado para el exilio fue la ciudad de Tréveris.

No contentos con este resonante logro, los obispos arrianos se


trasladaron de Tiro a Jerusalén, donde Constantino había querido
celebrar con extraordinaria pompa los treinta años de su ascensión
al trono imperial, y lo colmaron de halagos. Llegando entonces al
límite del atrevimiento, y Constantino al colmo de su debilidad,
consiguieron que el Emperador enviara una carta a la ciudad de
Alejandría, en la cual se anunciaba que, en prenda de
reconciliación, retornaría a ella el mismo Arrio. Fue tal la conmoción
del pueblo ante la noticia de la apoteosis del heresiarca, que se tuvo
que postergar la ejecución de la orden, resolviéndose finalmente
que la solemne readmisión en la Iglesia tuviera lugar en
Constantinopla. Cuando Arrio se disponía a saborear su triunfo,
murió de manera trágica.

Mientras tanto, Atanasio se preparaba para cumplir la orden de


destierro. Las protestas se multiplicaron en Alejandría. Durante los
siete años de su laborioso episcopado, había logrado aglutinar
sólidamente en torno a sí todas las fuerzas ortodoxas. No solamente
los obispos de la zona de Egipto se le mostraban más adictos que
nunca, sino que en la misma Alejandría tanto el clero como el
pueblo, y especialmente los marinos de la flota, lo veneraban como
a un santo y lo respetaban como a un caudillo, sabiéndolo presto a
todo para la defensa de la fe. Llegó el día y Atanasio se embarcó
para Constantinopla. De allí se dirigió a Tréveris, lugar señalado
para su exilio, desde donde seguiría en estrecho contacto con sus
fieles, enviándoles puntualmente las cartas que solía mandar
siempre con motivo de la pascua. En sus misivas a los sacerdotes
les recomendaba a ellos, y por su intermedio, a todos los fieles, no
temer a sus enemigos, y conservar siempre la franca parresía que
había mostrado el apóstol Pablo cuando declaraba que nada podía
separarlo de la caridad de Cristo. Sin ambages identificaba su causa
con la de la ortodoxia y de la Iglesia. Sus adversarios eran los
enemigos de Cristo. Si había sufrido, no era sino por la verdadera
fe. Una y otra vez les decía a sus diocesanos que se guardasen de
hacer causa común con sus perseguidores, fuesen cismáticos o
arrianos. Como se ve, también aquí se cumplió aquello que decía
San Pablo de que su destierro “había contribuido a la propagación
del evangelio” (Fil 1, 12), ya que la presencia de Atanasio en
Occidente fue altamente positiva.

Los últimos años del reinado de Constantino nos lo muestran


siempre favorable a las tendencias arrianas. No que hubiese hecho
suyo el ideario herético, pero los jefes de la secta lo habían
convencido de que esa era la única manera de mantener la unidad y
la paz en el Imperio. Como lo hemos señalado reiteradamente, tal
era su aspiración suprema: la paz. Para alcanzarla, había defendido
durante mucho tiempo el credo de Nicea, pero en los últimos años
de su vida cambió prácticamente de trinchera, poniéndose de parte
de los enemigos de Nicea, y ayudándolos en su propósito de
eliminar a los principales adversarios del arrianismo. Así como antes
los arrianos eran los que rompían la unidad, ahora resulta que
quienes intentaban hacerlo eran los antiarrianos. Con ello no obtuvo,
por cierto, la paz religiosa que tanto deseaba, sino que ahondó más
los motivos de disensión.

La desviación del Emperador en las cuestiones atinentes a la


doctrina católica, no disminuyó en nada al favor que siguió
prestando al cristianismo, y su repudio al paganismo. Precisamente
en los últimos años de su reinado, a impulsos de su madre, la
emperatriz Elena, se llevaron a cabo grandes excavaciones en
Jerusalén, que entonces se llamaba Aelia Capitolina. Después de
ímprobos trabajos, encontraron bajo el templo que los romanos
habían levantado en honor a Venus, el sepulcro de Cristo y el sitio
de la crucifixión, en cuyas cercanías se halló la santa cruz. Entonces
ordenó Constantino la erección de una magnífica basílica, la del
Santo Sepulcro. No menos emocionantes y fructuosos fueron los
trabajos emprendidos en Belén, también bajo la inspiración de Santa
Elena, donde se hizo construir un templo sobre el lugar de la
Navidad, la basílica del Nacimiento. No contento con esto,
Constantino ordenó erigir una tercera basílica en el Huerto de los
Olivos. Con ello se puso el fundamento de la veneración de los
Santos Lugares, iniciándose así el oleaje de las grandes
peregrinaciones a los parajes santificados por la presencia de Cristo
y de su Madre.

A fines del 335 dividió Constantino la administración del vasto


Imperio Romano entre sus tres hijos y dos sobrinos, como antaño lo
había hecho Diocleciano. El año 337 celebró todavía la Pascua con
gran solemnidad en Constantinopla. Pero sus fuerzas decaían.
Entonces se retiró a una villa imperial, en las cercanías de
Nicomedia. Allí, notando que se acercaba la muerte, hizo llamar al
obispo más próximo, que no era sino el ya tan conocido Eusebio de
Nicomedia, de cuyas manos recibió el bautismo en el lecho de
agonía. Poco después expiró.

El juicio que debemos formarnos de Constantino es, en conjunto,


favorable. Políticamente fue un gran estadista, que supo consolidar
el Imperio y darle una prosperidad comparable con los mejores
tiempos. En lo que toca a su actuación en el campo religioso, si
prescindimos de los últimos años de su vida, fue el hombre
providencial que puso término a las luchas seculares del Imperio
contra la Iglesia, favoreciéndola como creyó que debía hacerlo, con
espíritu magnánimo. Que Dios lo tenga en su gloria.

II. Auge y apogeo del arrianismo


El arrianismo prosperaba, acrecentándose día a día el número de
sus adeptos. Antiguas familias romanas todavía paganas veían en
dicha herejía una especie de revancha contra el triunfo de la Iglesia.
Muchos intelectuales se sentían más cerca de un arriano que de un
católico, porque aquél les hacía recordar con nostalgia el antiguo
prestigio de los filósofos paganos. Asimismo el arrianismo tenía algo
del encanto de la moda, constituyendo un polo de atracción para los
figurones, los que querían estar al día. Otro aliado de esa herejía fue
el ejército, que si bien no contaba con numerosos efectivos, en la
práctica era un elemento que vertebraba el Imperio Romano. Por
aquel entonces se alistaban en sus filas muchos galos, españoles,
etc., es decir, guerreros pertenecientes a los grupos llamados
“bárbaros”, término que usaban los romanos no para calificar a los
pueblos primitivos, sino a los que vivían fuera de los límites estrictos
del Imperio. Muchos de ellos eran germanos, pero había también
eslavos, moros, árabes. Pues bien, el ejército estuvo casi en su
totalidad de parte de los arrianos, en la creencia de que arrianismo
era un distintivo que los hacía superiores a los civiles, así como
pasaba con los intelectuales que, al profesarlo, se sentían en un
nivel más elevado que el de las multitudes. Por lo demás, la mayoría
de la gente prefería seguir la tendencia de la corte, plegándose
abiertamente a la nueva religión “oficial”. La corte a su vez, veía en
la Iglesia dependiente del Papa una especie de émulo, capaz de
tomar decisiones trascendentes e imponerlas con la ayuda de
organizaciones propias, no pertenecientes a las oficiales. De ahí la
simpatía, al menos afectiva, que varios de los emperadores
mostraron por el arrianismo, más fácil de controlar.

Por lo demás, cada vez serían más las sedes ocupadas por obispos
arrianos, como Constantinopla, Heraclea, Éfeso, Ancira, ambas
Cesareas, Antioquía, Laodicea, Alejandría... El hecho es que esta
poderosa secta, organizada como Iglesia, con sus diócesis y sus
obispos propios, se desarrolló poderosamente en el siglo IV,
pasando a ser un poder real, y extendiéndose ampliamente en todos
los estamentos de la comunidad eclesial hasta constituir casi su
mayoría. El problema se arrastraría a lo largo de dos generaciones,
constituyendo el gran tema de las cinco décadas tan trágicas que
siguieron a Nicea.

1. Avance de los arrianos

Como acabamos de señalarlo, dos años antes de su muerte,


Constantino repartió el Imperio entre sus tres hijos. El mayor,
Constantino II, asumiría la zona occidental y la prefectura de las
Galias, a Constancio II le tocó en suerte el Oriente, mientras que al
más joven, Constante, se le reservó el centro del Imperio, o sea,
África, Italia y Panonia. En el 337 asumieron los tres hijos el título de
Augusto. A raíz de un levantamiento militar, se introdujeron algunas
modificaciones: a Constantino le cupo el Occidente, con la corte en
Tréveris; Constancio conservó el Oriente; y Constante, el gobierno
de los Balcanes, con capital en Sirmio. Pronto Constantino II murió
en combate y Constante lo reemplazó, extendiéndose su soberanía
sobre los Balcanes y la totalidad del Occidente.

Todos estaban pendientes de la actitud que los nuevos Augustos


tomarían en el conflicto del arrianismo con la ortodoxia. Los
primeros pasos fueron esperanzadores. Desde Tréveris,
Constantino II comunicó a los cristianos de Alejandría que quedaba
levantado el destierro de su obispo. Por disposición conjunta de los
tres gobernantes, también los otros obispos fieles a Nicea que
habían sido exiliados, podían retornar a sus diócesis respectivas. No
siempre fue fácil, ya que dichas sedes habían sido ocupadas por
obispos de filiación arriana, poco dispuestos a retirarse sin más, por
lo que hubo turbulencias.

Atanasio, desterrado durante dos años y cuatro meses, volvió a


Alejandría el 337. La alegría de los católicos fieles fue inmensa al
tener de nuevo con ellos a su intrépido pastor. Los sacerdotes
decían que había sido el día más bello de su vida. Atanasio se
ocupó de agrupar en torno a sí a las dos fuerzas religiosas más
relevantes que existían entonces en Egipto: los obispos y los
monjes. En el 338 estos últimos lo fueron a visitar, con San Antonio
a la cabeza, ofreciéndole todo su respaldo. En adelante, cuando el
obispo de Alejandría fuese perseguido, el desierto lo acogería,
brindándole no sólo amistad sino también una protección y un abrigo
que la policía imperial no se animaría a violar.

Sin embargo los arrianos advirtieron que Constancio se inclinaba


hacia ellos. Era el Emperador un hombre mediocre, tímido,
presumido, por lo que aquéllos recobraron ánimo, renovando su
campaña contra los partidarios de Nicea. Se propusieron entonces
dos objetivos inmediatos. Ante todo, consolidar el apoyo imperial, de
lo cual se encargó Eusebio de Nicomedia, empleando en ello todos
los recursos de su astuta diplomacia. En segundo lugar, apoderarse
de las dos sedes más importantes del Oriente: Constantinopla y
Alejandría. De la primera pudieron disponer bien pronto, valiéndose
de un sínodo que los amigos de Eusebio hicieron reunir en
Constantinopla, el año 338, donde depusieron ignominiosamente a
su obispo Pablo, que acababa de volver del destierro. El mismo
Constancio lo hizo deportar a la Mesopotamia, cargado de cadenas.
Ocupó su puesto el mismo Eusebio de Nicomedia, quien de esta
manera llegaba a la meta de sus afanes e intrigas.

Inmediatamente iniciaron la batalla por Alejandría. Los eusebianos,


como eran llamados los partidarios del nuevo patriarca de
Constantinopla, estaban desconcertados por el retorno de su más
temible enemigo. ¿Qué podían hacer ahora? Apelar a un recurso
canónico. La reasunción de la sede por parte de Atanasio no era
admisible, dijeron, ya que había sido depuesto por un sínodo
legítimo, el de Tiro, y aquel acto no podía ser invalidado por el
Emperador. Al mismo tiempo trataron de introducir como obispo de
Alejandría a un tal Pistos, que había sido consagrado por un amigo
de Arrio. Como era de esperar, Atanasio reaccionó enseguida,
convocando un sínodo de todos los obispos de Egipto. Éstos, que
eran unos cien, tras renovar los anatemas contra los defensores de
Arrio, le ofrecieron su respaldo más absoluto, al tiempo que
escribieron a todos los obispos de la Iglesia demostrando que
Atanasio había sido elegido obispo en forma irreprochable y que su
deposición por el sínodo de Tiro había constituido un acto de
violencia.

Esta carta, que fue enviada también a Roma y a los emperadores,


movió a los eusebianos a dar otro paso. Le pidieron al Papa que
convocase un sínodo para zanjar el asunto. Mientras tanto,
consagraron como obispo de Alejandría a un forastero, llamado
Gregorio de Capadocia. Un acto tan arbitrario provocó la ira del
pueblo, de modo que el intruso sólo pudo entrar con la ayuda de la
fuerza armada, teniendo que apoderarse de los templos de la
ciudad, uno tras otro. Atanasio, expulsado del palacio episcopal, se
vio obligado a abandonar por segunda vez la ciudad, con gran
alegría de arrianos, paganos y judíos, no sin antes dirigir una
ardorosa protesta a todos los obispos, señalándoles dónde iría a
parar la Iglesia si permaneciera impasible y en silencio ante tanto
atropello. “¡Tal es la comedia que representa Eusebio! Tal la intriga
que tramaba desde hace tiempo, y que ahora ha llevado a su
término, gracias a las calumnias con que acosa al Emperador. Pero
ello no le basta: necesita mi cabeza; busca atemorizar a mis amigos
mediante amenazas de exilio y de muerte. No es una razón para
plegarse ante la iniquidad; al contrario, es preciso que me defendáis
y protejáis contra la monstruosidad de que soy víctima... No dejéis
que la ilustre Iglesia de Alejandría sea pisoteada por los herejes.”

Mientras tanto el papa Julio, con el apoyo del emperador Constante,


señor de Occidente, convocó al sínodo solicitado, pero en Roma.
Los eusebianos, molestos por la elección del lugar, se negaron a
asistir, aduciendo que ya no era necesario porque el caso se había
arreglado; más aún, agregaban, un sínodo occidental no podía
zanjar ningún caso que fuera de la competencia de la Iglesia de
Oriente. El Papa celebró igualmente el sínodo, el año 341, con la
presencia del mismo Atanasio y otros obispos expulsados,
llegándose a la conclusión de que Atanasio era el obispo legítimo de
Alejandría, lo que fue comunicado mediante un escrito a los obispos
orientales. Desde este momento sabían todos a qué atenerse.
Roma y Atanasio se encontraba unidos en defensa de Nicea, y los
arrianos quedaban al descubierto. Sin embargo, en la práctica, la
decisión del sínodo no se pudo cumplir, de modo que Atanasio debió
permanecer en Occidente.

2. Repunte de la ortodoxia

A partir de este momento se advierte un cambio en la situación, con


varios triunfos de la ortodoxia, que duraron hasta la muerte del
emperador Constante, en el año 350. Desde que este Emperador
entró en posesión de todo Occidente, los defensores de la verdad
católica se sintieron ampliamente respaldados, porque él no
ocultaba su voluntad decidida de defender el concilio de Nicea.
Contando con este apoyo, el papa Julio se había puesto
abiertamente de parte de Atanasio, haciéndose factible la
celebración del sínodo de Roma al que acabamos de referirnos. Por
lo demás, la actitud categórica del Papa logró disipar muchas dudas,
de modo que ahora se podía ver claramente quién era Atanasio y
cuáles los verdaderos defensores de la fe.

El primer triunfo de la ortodoxia fue el Concilio de Sárdica, del año


343. Un año antes había muerto Eusebio de Nicomedia, obispo
usurpador de Constantinopla, que era el alma de la facción arriana,
así como el interlocutor válido de Constancio, lo que constituyó un
duro revés para la secta. Por lo demás, el apoyo sin reservas de
Constante a los partidarios de Atanasio y de Nicea, apoyados por el
papa Julio, no dejaba de influir en el ánimo de su hermano
Constancio. Aprovechando el Papa la coyuntura favorable en que se
encontraba para afianzar mejor a la Iglesia, no le costó demasiado
convencer al emperador Constante, y éste a su hermano
Constancio, de la conveniencia de celebrar un concilio general. Para
su realización eligieron la pequeña población de Sárdica, la actual
Sofía, que se hallaba en la zona de Constante, aunque
inmediatamente junto a la frontera de Oriente.

Allí confluyeron los dos grupos, decididos a batirse por sus


respectivas posiciones. Los católicos, unos noventa, conscientes del
apoyo del Papa, del emperador Constante, pero sobre todo de la
verdad de su causa, estaban dispuestos a no ceder un palmo de
terreno. Los orientales, unos ochenta, partidarios de los arrianos,
acompañados por dos representantes imperiales de Constancio, ya
desde el principio manifestaron su malestar por tener que ir a
Sárdica, lejos del influjo oriental. Estaban encabezados por Esteban
de Antioquía y Acacio de Cesarea (Palestina), sucesor arriano de
Eusebio de Cesarea. Ellos también se habían propuesto hacer
triunfar sus puntos de vista. Era, pues, de temer más bien una
radicalización mayor de la división existente.

Bajo la presidencia de Osio, venerado en todo el Imperio como la


columna más firme de la ortodoxia, y de los representantes del
Papa, se dio principio al concilio. Bien pronto se hizo patente la
voluntad aviesa de los arrianos, a tal punto que no se pudo realizar
ninguna sesión común de ambos grupos. El bando oriental ponía
como condición que los obispos depuestos en Oriente, como
Atanasio, Marcelo de Ancira y otros, no debían participar en el
sínodo, pues por el hecho de estar acusados carecían de voz y voto.
No hubo manera de llegar a un acuerdo. El Papa exigía que el
concilio volviese a examinar la causa de Atanasio y revisara las
actas de los sínodos orientales. Los arrianos no se avenían a ello y
exigían a su vez se admitiera de antemano la condenación de
Atanasio, decidida en aquellos sínodos. Osio llegó a prometer que,
si aceptaban someter toda la cuestión al concilio, aunque Atanasio
fuera declarado inocente, en bien de la paz no volvería a Alejandría,
sino que se retiraría a España. Más no se podía ceder. Pero todo
fue inútil. Los obispos arrianos resolvieron retirarse. Abandonando
Sárdica de noche, se juntaron en Filipópolis de Tracia, donde
hicieron público un manifiesto contra Atanasio y Marcelo. Más aún,
en el colmo del atrevimiento, declararon solemnemente depuesto al
papa Julio, a Osio de Córdoba y a todos los defensores de la
ortodoxia, porque por culpa de ellos “habían sido recibidos de nuevo
en la comunión de la Iglesia, Marcelo, Atanasio y los otros
delincuentes”.
Al retirarse los arrianos, un aire fresco invadió la sala de sesiones, el
aire del verdadero catolicismo. Tras examinar los documentos de los
obispos de Oriente que habían sido acusados, se comprobó
fehacientemente la inconsistencia de las acusaciones arrojadas
contra Atanasio y sus amigos, al tiempo que se excluyó de la
comunión de la Iglesia a los usurpadores que los habían
reemplazado en sus sedes respectivas. Algunos obispos querían
también que se redactase una nueva fórmula de fe, proponiendo
algunos posibles esquemas, pero a ello se opuso Atanasio, y con
razón, haciendo notar que el símbolo de Nicea era más que
suficiente, no debiendo ser desvalorizado con nuevos credos, como
solían hacer los orientales.

Aun cuando el sínodo de Sárdica tuvo la virtud de poner las cosas y


las personas en su lugar, con todo manifiestó la brecha que se iba
abriendo entre la cristiandad oriental y la occidental, si bien varios
de los obispos que los arrianos cuestionaban eran del Oriente. El
emperador Constancio tomó abiertamente partido contra todos los
obispos de su jurisdicción que de una u otra forma habían mostrado
simpatía por los acuerdos de los obispos occidentales, y ordenó
montar guardia para impedir el retorno en secreto de los pastores
que habían sido rehabilitados en dicho sínodo.

En esos momentos llegó del Occidente una ayuda invalorable.


Constante, seis años menor que su hermano, no satisfecho con
mantener la paz eclesiástica en el ámbito de su soberanía, trató de
influir sobre su hermano mayor para que a los defensores de
Atanasio se les respetase sus derechos también en la parte oriental
del Imperio. Contra todo lo previsible, Constancio dio curso a dicha
sugerencia, con lo que quedó suspendida la persecución de los
atanasianos en la zona de Egipto. Sin embargo Constante no se
contentó con ello sino que dio un paso más, solicitando el retorno de
Atanasio, para lo cual unió a su ruego el del papa Julio. Nuevamente
Constancio consintió al ruego de su hermano. Atanasio se sintió feliz
con la noticia, si bien le costaba no poco abandonar la hospitalidad
del Occidente, donde había sido acogido por varios años con tanta
benevolencia, para retornar a una zona tan conflictiva. Desde
Aquileia se dirigió a Roma, donde fue recibido con alegría por el
papa Julio, quien le dio una consoladora carta para el clero de
Alejandría. Se despidió asimismo del emperador Constante,
dirigiéndose luego a Antioquía, donde mantuvo una larga entrevista
con Constancio. A partir de allí su viaje se pareció a los viejos
“triunfos” que celebraban los generales romanos cuando retornaban
victoriosos. En Palestina fue solemnemente recibido por el obispo
de Jerusalén. Cuando llegó a Egipto, estalló el entusiasmo popular.
Incluso los funcionarios salían a su encuentro desde hasta ciento
cincuenta kilómetros de distancia. La recepción en Alejandría de su
obispo tan largo tiempo desterrado resultó una especie de
apoteosis. Atanasio entró a caballo en la ciudad que tanto amaba. A
su paso la gente, con ramos en las manos, extendía tapices de mil
colores profusamente perfumados, mientras lanzaban
aclamaciones, encendían antorchas y formaban rondas de danza.
Para emplear las palabras de Gregorio de Nacianzo, lo recibió un río
de pueblo, como si el Nilo se hubiese desbordado en olas de oro
durante todo un día. Su ausencia había durado noventa meses y
tres días.

Atanasio hace notar con satisfacción que entonces estaban


espiritualmente con él más de cuatrocientos obispos de Oriente y
Occidente. Por lo demás, la fama del obispo de Alejandría había
trascendido los límites de Egipto, e incluso del Imperio, llegando
hasta Abisinia, donde logró que Frumencio fuese nombrado primer
obispo de aquella zona. Si bien algunos prelados del Oriente no
dejaban de estar preocupados por el sesgo que iban tomando las
cosas, parecía sin embargo que se había entrado ya por el camino
de la pacificación definitiva.

3. Retoma triunfal del arrianismo

Mas no fue así. El año 350 sucedió un acontecimiento imprevisible.


Constante fue asesinado por un usurpador. Al conocer la nueva,
Constancio se dirigió contra el magnicida y lo derrotó en batalla.
Magnencio, que así se llamaba el rebelde, acabó por suicidarse. De
este modo Constancio quedó como único emperador del Oriente y
del Occidente, manteniendo esta posición hasta el año 361, en que
moriría.

a. La política religiosa de Constancio. Sínodos de Arlés y de Milán

Este acontecimiento tuvo gravísimas consecuencias en el campo


religioso. Ya lo conocemos a Constancio, siempre propenso a
inmiscuirse, e inmiscuirse mal, en los asuntos de la Iglesia. Pues
bien, ahora aspirará a un dominio total, tanto en el campo político
como en el eclesiástico.

Al parecer, era ahora el turno de los arrianos, quienes habiendo ya


tenido amplia experiencia del favor que siempre les había
dispensado Constancio, se acercaron más y más al Emperador.
Para colmo de males, en el año 352, murió el papa Julio, columna
de la ortodoxia y sostén principal de Atanasio. El nuevo papa se
llamó Liberio. ¿Apoyaría a Atanasio el recién elegido, como lo había
hecho su antecesor? Resurgieron entonces todos los viejos
rencores contra el obispo de Alejandría, las más vehementes ansias
de revancha. Con lo que comenzó una serie de triunfos resonantes
para el arrianismo, hasta la muerte misma de Constancio.

La obsesión era el obispo de Alejandría. Esperanzados en el nuevo


Papa, los arrianos se dirigieron a él cubriendo a Atanasio de
acusaciones, tanto que ochenta obispos de Egipto se creyeron en la
obligación de apoyarlo enviando en su favor una carta colectiva a
Liberio. Entre otras cosas lo acusaban al celoso obispo de difamar al
Emperador como hereje y excomulgado. La inquina que Constancio
había experimentado siempre por Atanasio se acrecentó
sobremanera. Dadas estas circunstancias, el Papa sugirió de nuevo
la posible celebración de un concilio en orden a zanjar
definitivamente tan devastadoras desaveniencias. Constancio
aceptó la idea, y propuso la ciudad de Arlés, en Galia. Así, en el 353
tuvo lugar el sínodo de Arlés. El Papa envió allí a sus legados. Ese
sínodo fue un tejido de intrigas, tramadas especialmente por Ursacio
y Valente, ambos obispos de Panonia, convertidos ahora en
asesores teológicos del Emperador, el cual se había volcado en tal
forma al servicio de los arrianos que llegó a poner a los obispos
reunidos en la alternativa de firmar la condenación de Atanasio o ir
al destierro. El papa Liberio protestó con una carta respetuosa, pero
enérgica, lo que en modo alguno influyó sobre Constancio.

No sabía Liberio qué hacer, hasta que se le ocurrió proponer la


celebración de otro sínodo que contara con más garantías de
libertad e independencia. El Emperador aceptó y designó Milán.
Celebróse así, en el 355, el sínodo de Milán, con asistencia de más
de trescientos obispos occidentales. Nuevamente los jefes arrianos
pidieron la condenación de Atanasio, solicitud que el Emperador
apoyó. A todos los obispos se les prohibió mantener la comunión
con Atanasio, bajo pena de perder sus sedes. A los refractarios se
les amenazó con la muerte o el destierro. La inmensa mayoría cedió
a la violencia, salvo tres obispos, cuyos nombres debemos rescatar:
Lucífero de Cagliari, Eusebio de Vercelli y Dionisio de Milán. Los tres
fueron desterrados.

Tras la clausura del sínodo se dio a varios delegados imperiales el


encargo de visitar a los obispos que habían estado ausentes y de
obligarles a firmar el decreto. El triunfo de los arrianos parecía
arrasador. A los católicos de Milán les fue impuesto como obispo el
arriano Auxencio, a quien tuvieron que traer de Capadocia; ni
siquiera sabía hablar la lengua de sus fieles. En las Galias la política
imperial tropezó con cierta resistencia. Su animador fue el obispo
Hilario de Poitiers, que en los años siguientes contribuiría
decisivamente a que el Occidente latino no sucumbiera al
arrianismo. Por el momento lo obligaron a participar, junto con los
obispos del sur de las Galias, en un sínodo convocado en Béziers,
el año 356. También aquí se logró arteramente que los obispos
sinodales dieran su asentimiento a la condenación de Atanasio. Sólo
Hilario de Poitiers y Rodanio de Toulouse se negaron a hacerlo, por
lo que fueron desterrados a Frigia.
b. El destierro de Atanasio

Con tales precedentes, es ya previsible imaginar dónde dirigirían


sus esfuerzos los jefes arrianos. Su enemigo mortal, Atanasio, debía
abandonar la sede de Alejandría, completándose así los triunfos de
Arlés y Milán. Acá se procedió con más cautela, dado el prestigio del
obispo. Durante más de treinta días, un delegado del Emperador se
esforzó por persuadir a Atanasio de que marchase voluntariamente
al destierro. Ante su tajante negativa, el 9 de febrero del 356 se
presentó en Alejandría un verdadero ejército, dispuesto a
apoderarse violentamente del indefenso obispo. Atanasio se refugió
en una iglesia, pero los soldados entraron en ella por la fuerza.
Dejemos que el mismo Atanasio nos lo cuente: “Era de noche, y
había gente que vigilaba en la iglesia, esperando la fiesta del día
siguiente. El duque sirio apareció de golpe con soldados en número
de más de cinco mil, con armas y espadas desenvainadas, arcos,
flechas, lanzas...; los dispuso ordenadamente en torno a la iglesia,
para que ninguno de los que salieran pudiese escapar. Yo, que no
creía justo, en un desorden tan grande, abandonar al pueblo, y
prefería exponerme el primero al peligro, habiéndome sentado en la
sede, ordené al diácono leer el salmo: «La misericordia del Señor es
grande en los siglos.» Le dije al pueblo que respondiera y se retirase
enseguida cada cual a su casa. El duque entonces entró
impetuosamente en el templo; los soldados rodean por todas partes
el presbiterio para apoderarse de mí. El pueblo y los sacerdotes se
apiñan en torno mío, pidiéndome que huyese. Les dije que no lo
haría antes de que todos ellos estuviesen seguros. Me levanto y
ruego al Señor. Luego los conjuro a que se retiren. Prefiero, les dije,
estar en peligro que ver maltratar a alguno de vosotros. Varios
llegan, en efecto, a salir; otros se preparan para seguirlos, cuando
algunos monjes y algunos sacerdotes suben donde yo estoy, con
ánimo de sacarme de allí. Doy testimonio de que esto es totalmente
verdad: a pesar de tantos soldados que cercaban el presbiterio, a
pesar de los que rodeaban la iglesia, salí bajo la conducción del
Señor y escapé sin ser visto, glorificando sobre todo al Señor
porque yo no había traicionado a mi pueblo, y porque habiéndolo
puesto primero en seguridad, había podido salvarme y sustraerme a
las manos de los que querían apoderarse de mí. Así fui
milagrosamente salvado por la Providencia.” Pero al fin, Constancio
logró su propósito. Una vez más Atanasio debió retirarse de
Alejandría, dejando vacía su sede episcopal.
La persecución se extendió más allá de Alejandría y alcanzó a todo
el Egipto. Hasta en Libia y en la Tebaida se encarnizaron contra la
ortodoxia. Pulularon entonces los confesores de la fe, como en los
peores tiempos de Diocleciano. Cerca de noventa obispos fueron
proscriptos, sus iglesias entregadas a los arrianos; dieciséis de
ellos, al menos, fueron exiliados. Luego trataron de suplir a dichos
obispos. Como afirma Atanasio: “El que daba más oro era nombrado
obispo; poco les importaba que fuese pagano, con tal que diese
oro.” Para suplir a Atanasio se nombró a un tal Jorge, originario de
Capadocia, alma venal, que rápidamente se apoderó de la sede
episcopal, con aplauso de los arrianos, paganos y judíos.
Constancio le pidió que hablara con Frumencio, aquel obispo que
había nombrado Atanasio en Abisinia. “Si Frumencio se apresura a
obedecer, dándose cuenta de la situación, será claro para todos que
no está en desacuerdo con la ley de la Iglesia y la fe dominante... Si
difiere y rehuye el juicio, es evidente que, seducido por los discursos
del perverso Atanasio, es impío para con Dios, con la misma
premeditación de la que ha sido convicto ese malvado.”

Este destierro de Atanasio, el tercero, duraría seis años. La mayor


parte del tiempo la pasó entre los monjes del desierto, escribiendo
allí algunas de sus obras más importantes. En una de ellas, la
Apología al emperador Constancio, refuta las calumnias que se
habían puesto en circulación contra él. En la Apología por su fuga,
uno de sus escritos más leídos, se dirige a la Iglesia universal para
explicar las razones de su “huida”. Lo que había hecho no era sino
seguir la recomendación del Señor: “Cuando os persigan en una
ciudad huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a
otra” (Mt 10, 23). El tono es aquí más fogoso: “Los arrianos me
tratan de cobarde porque no los dejé que me asesinaran...Quieren
librarse de un hombre que, eterno enemigo de su impiedad, declara
y confunde su herejía.” En la Historia de los arrianos dirigida a los
monjes describe con estilo ardoroso las intrigas de sus enemigos, y
luego de llamar a Constancio precursor del Anticristo, ataca
duramente a los obispos traidores: “¿No se diría una comedia
representada en el escenario? Estos sedicentes obispos son
comediantes. Constancio, el autor de la pieza, les renueva la
promesa de Herodes a Herodías, y ellos retoman la danza de sus
calumnias para lograr el exilio y la muerte de los que son piadosos
con el Señor.” Los monjes, que lo amaban entrañablemente, no
permanecieron ajenos a su combate. El abad San Antonio, por
ejemplo, dejó varias veces la soledad del desierto para ir a
Alejandría y decir a sus habitantes que los arrianos se oponían a la
verdad y que la doctrina del Evangelio era predicada solamente por
Atanasio. Mas durante su estadía entre ellos, el santo pastor no se
contentó con defenderse de sus enemigos. Bien sabía que el primer
deber del obispo –y no por estar en el exilio dejaba de serlo–, es
enseñar la verdad, y que a las herejías de Arrio había que oponer un
resumen claro y fiel de la doctrina ortodoxa, algo que aún no se
había hecho. Escribió entonces un libro bajo el nombre de Discurso
contra los arrianos, una verdadera obra maestra. Si Cristo no es
Dios, repite allí una y otra vez, ¿cómo el hombre hubiera podido ser
rescatado? Justamente por aquellos años aparecieron nuevos
herejes que cuestionaban, esta vez, la divinidad del Espíritu Santo.
Para salirles al paso escribió diversos opúsculos en defensa de la
Tercera Persona de la Santísima Trinidad, con la misma firmeza con
que antes había defendido la divinidad del Verbo. Como se ve, los
años del tercer exilio se cuentan entre los más fecundos de su vida.
Desde el fondo del desierto, el fugitivo se dirige al mundo, para
proclamar la verdad de la fe católica. Sus tratados fueron obras de
combate. Atanasio no había sido hecho para el descanso. Es difícil
imaginarlo fuera de la lucha.

Dejémoslo por ahora en el desierto y volvamos al mundo religioso y


político. Se podría pensar que con los triunfos obtenidos, tanto
Constancio como los arrianos se hubieran podido dar por
satisfechos. Mas no fue así. Quedaban todavía en pie dos columnas
fundamentales de la Iglesia, el papa Liberio y Osio, el obispo de
Córdoba. Era preciso ponerlos fuera de combate.

Volcáronse ante todo a ganarse para sus ideas al papa Liberio. En


orden a ello, el Emperador le envió un legado especial, con el
encargo de arrancarle, sea con regalos, sea con amenazas, la
condenación de Atanasio y la readmisión de los arrianos en la
comunión católica. Como el Papa desdeñó las dádivas y se mantuvo
en su posición, el Emperador, ofendido, ordenó apresarlo y
conducirlo a Milán, donde él se encontraba en esos momentos.
Liberio le dijo que estaba dispuesto a sufrirlo todo antes que aliarse
a los arrianos. “Como eres cristiano –le replicó Constancio– y obispo
de Roma, te he hecho traer para prevenirte que debes excluir de tu
comunión a ese Atanasio cuya impiedad llega a la locura. El
universo entero piensa lo mismo que yo, y un concilio ha privado a
ese hombre de la comunión eclesiástica.” A lo que Liberio
respondió: “Los juicios eclesiásticos deben ser llevados adelante
con perfecta justicia. No toca sino a vuestra piedad someter la causa
de Atanasio a un juicio. Si los debates concluyen en una sentencia
de condenación, ella será pronunciada con toda justicia, según las
reglas del derecho eclesiástico. Sin juicio no podemos condenar a
un hombre.” El Emperador le dio tres días para que reflexionen. “Yo
no cambiaré, enviadme donde os plazca.” Cansado Constancio de
sus vanos esfuerzos, lo mandó al destierro, en Berea de Tracia. Allí
Liberio permaneció por un tiempo, quizás dos años, siendo
constantemente incitado, y de manera acosante, sobre todo por
Demófilo, el obispo del lugar, para que condenase a Atanasio.
Finalmente pudo volver a Roma, el año 358. Los historiadores se
han preguntado qué hizo para que se le permitiera volver. La
respuesta a este interrogante integra la célebre “cuestión del papa
Liberio”, de que luego algo diremos.

No fue Constancio menos despiadado con Osio, a pesar de su


edad. También a él lo hizo comparecer en Milán y lo presionó de mil
maneras. Al ver que permanecía inflexible, lo envió a su lejana
diócesis de Córdoba, si bien no permaneció allí por mucho tiempo,
acabando en Sirmio, donde residía entonces el Emperador.
c. Divisiones entre los arrianos

Estamos en el momento del máximo apogeo de los arrianos. Como


si la Iglesia católica se hubiese derrumbado. Pero a partir de ahora
comienzan los herejes a dividirse. En el año 356, un hombre muy
talentoso, llamado Aecio, que había sido consagrado diácono por
Leoncio, obispo de Antioquía, volvió a poner sobre el tapete el tema
central de Arrio, la relación entre el Padre y el Hijo, y propuso la
solución más radical de todas: el Hijo no es de la misma esencia
que el Padre, ni de una esencia parecida, ni tiene la menor
semejanza con él, de modo que es “no semejante”, razón por la cual
se llamaron anhomeos; en un sínodo local, celebrado en Sirmio,
llegaron a imponer lo que se llamó la “fórmula de Sirmio”. Pero esta
ala tan extremosamente arriana así como su fórmula de fe no
hallaron el eco esperado, por su ataque abierto a la divinidad, con lo
que apareció una corriente más moderada, cuyo jefe era Acacio de
Cesarea, discípulo y sucesor de Eusebio de Cesarea. Eran los
llamados homoianos u homeos, que admitían alguna semejanza
entre el Padre y el Hijo, no en la esencia, por cierto, pero sí en la
voluntad, actividad y otras propiedades. Finalmente se formó una
tercera corriente, dirigida por Basilio de Ancira, que fue prosperando
cada día más; ellos proponían un nuevo término, homoiousios, con
el que querían afirmar la semejanza de esencia del Hijo con el
Padre. Este grupo fue considerado como “semiarriano”.

El año 357 se hizo pública la “segunda fórmula de Sirmio”, resultado


de un nuevo sínodo celebrado en Sirmio por los más estrictos
arrianos, cuyo contenido seguía siendo rígidamente arriano. Pero
hubo aquí una división interna entre ellos, por lo cual en un sínodo
semiarriano celebrado en Ancira el año 358 se dio a conocer la
“tercera fórmula de Sirmio”, que lleva hasta el máximo la semejanza
del Verbo con el Padre, aunque se rechazó la palabra
“consustancial”, proclamada en Nicea, por el hecho de que no
estaba en la Biblia, y el pueblo era incapaz de comprenderla.
Constancio apoyó esta nueva fórmula y los obispos fueron invitados
a unirse sobre las bases de la doctrina semiarriana. Estos Credos
incluían contradicciones en los términos: el Hijo era nacido antes de
todos los tiempos, y sin embargo no era eterno; no era una creatura,
pero tampoco Dios; era perfecta semejanza del Padre en todas las
cosas –“semejante en todo”, se decía–, pero no verdadero Dios.

Felizmente Atanasio velaba. La experiencia de estos años


turbulentos le había permitido comprender perfectamente los
inconvenientes de esas fórmulas múltiples, de esas anfibologías, a
la sombra de las cuales se insinuaban doctrinas deletéreas. Ya
Nicea había sido terminante. ¿Por qué creerse obligado cada año a
revisar y completar la exposición de la fe? Así pensaban no sólo
Atanasio, sino Hilario y varios más, en plena concordancia con el
pueblo fiel. Porque el pueblo seguía pensando de manera católica,
por más que los pastores les predicasen ideas arrianas o
semiarrianas. d. El caso del papa Liberio

En medio de tantas confusiones, vino la gota que hizo rebalsar el


vaso, y fue el cambio de postura del papa Liberio. Lo hemos dejado
volviendo del destierro, donde Constancio lo había presionado para
que se acercara a los arrianos. Pues bien, al parecer, abatido por el
exilio y bajo la presión de obispos arrianos, acabó por ceder a
dichos apremios. Quedan de él cuatro cartas donde muestra haber
abandonado su actitud anterior. En ellas condena a Atanasio, acepta
la comunión con los adversarios de éste, e incluso suscribe una
fórmula de fe semiarriana, la de Sirmio, fórmula ambigua, por cierto.
Así logró que el Emperador le permitiera regresar a Roma.

Los adversarios de la Iglesia se complacen en destacar esta


claudicación del papa Liberio, abandonando a Atanasio y la fe de
Nicea, y adhiriéndose a las doctrinas arrianas. Cuando en el
Concilio Vaticano I se trató de la infalibilidad pontificia, tal fue uno de
los argumentos a que recurrió la oposición. En siglos anteriores a la
definición dogmática del Concilio algunos autores muy católicos,
como Baronio o Bossuet, aceptaron que Liberio cayó en la herejía al
firmar la fórmula que le presentaron. Sin embargo, estos autores
sostienen que se trató de una caída meramente personal, no de un
error enseñado ex cathedra.

La mayor parte de los críticos actuales dan otra solución, que


parece la más probable. Justamente cuando Liberio obtiene su
libertad, acababa de salir la “tercera fórmula de Sirmio”, la que
defendían los semiarrianos y el emperador Constancio, y que si bien
no incluye el “consustancial”, no es claramente heterodoxa. Pues
bien, esta fórmula es la que se le habría presentado a Liberio,
exigiéndosele su acuerdo para obtener la libertad. Por eso San
Atanasio, San Jerónimo y San Hilario convienen en afirmar que el
Papa, después de dos años de resistencia, vencido por las congojas
del destierro, acabó por ceder a sus adversarios, admitiendo la
fórmula que ellos le proponían. Es verdad que la fórmula era
ambigua, ignorando Nicea, lo que implicaba en cierta forma
abandonar la causa con tanto ardor defendida, pero no se puede
decir que implicase claudicar en la fe. Sea lo que fuere, Liberio
expiaría amargamente aquella condescendencia, que más que un
error en teología manifestaba falta de carácter y debilidad humana,
quedando tan desacreditado que ya no volvió a desempeñar ningún
papel relevante en las controversias de los años siguientes.

e. El doble sínodo de Seleucia-Rímini

Como se ve, el arrianismo, sobre todo en la forma moderada de los


“homiousianos”, estaba en su apogeo el año 358, con el decidido
apoyo del emperador Constancio. Ello no obstante, el Emperador
quiso afianzar más todavía este triunfo, por lo que aceptó con
agrado la sugerencia que le hicieron algunos obispos de convocar
dos sínodos, que debían celebrarse simultáneamente, en Occidente
para el episcopado latino, y en Oriente para los obispos de las
Iglesias orientales. El sínodo oriental podía contar, no obstante las
discrepancias, con un segura mayoría “arriana”. En cuanto a los
obispos de Occidente podía suponerse, en base a las experiencias
de los últimos años, que a la postre acabarían por suscribir un
símbolo de fe del mismo tenor. Como lugar de encuentro para los
obispos de Oriente se eligió la ciudad de Seleucia, en la provincia de
Isauria, en Asia Menor, mientras que los obispos latinos se reunirían
en la ciudad de Rímini. Este doble sínodo representa el último acto
del agobiante drama que implicó la política religiosa de Constancio.

Primero se convocó una comisión preparatoria en Sirmio, con el


encargo de elaborar el esquema de una fórmula de fe que sería
propuesta a los dos sínodos. La palabra clave de la nueva fórmula
no era el homoiousios, de esencia semejante, sino el homoios to
patri, semejante al Padre, que sólo expresaba la analogía del Hijo
con el Padre. Los propulsores de esta formulación habían
convencido al Emperador de su conveniencia, precisamente por ser
un término tan amplio, que al dejar de lado la cuestión de la esencia,
podría concitar la adhesión de los participantes de las más variadas
tendencias. Fue la llamada “cuarta fórmula de Sirmio”.

En Rímini los acontecimientos se desarrollaron de manera fluida.


Participaron más de cuatrocientos obispos de la parte occidental del
Imperio. No había ningún representante de Roma. Era evidente que
Constancio no lo había querido invitar al Papa, lo que muestra que
las agachadas de Liberio ante el Emperador, ni siquiera en el
concepto de éste había mejorado su prestigio. Frente a una minoría
arriana, del veinte por ciento, la mayoría, que era ortodoxa, desechó
la última fórmula de Sirmio, declarándose en favor de Nicea. El
choque fue violento, al punto que ambos grupos resolvieron enviar
sendas delegaciones para encontrarse con el Emperador, que
estaba a la sazón en las cercanías de Constantinopla. Mientras que
el grupo arriano fue recibido inmediatamente en audiencia, se indicó
a los del otro grupo que esperaran en Adrianópolis, y luego en Nike
de Tracia. Mientras esperaban, volvieron los del bando arriano, y
trataron de convencer a los ortodoxos de las bondades de la fórmula
de Sirmio, con tal éxito que al fin la firmaron. La fórmula se llamó de
Nike, semejante a la cuarta de Sirmio.

En el entretanto los cuatrocientos obispos que esperaban en Rímini


ya llevaban tres meses aguardando, sin poder retornar a sus
diócesis. El funcionario imperial que los atendía les dijo claramente
que hasta tanto no firmasen la fórmula propuesta no obtendrían el
permiso para partir. Poco a poco se fue desmoronando la resistencia
de la mayoría, a tal punto que no sólo muchos acabaron por firmar,
sino que incluso consintieron en dirigir al Emperador un escrito,
donde le agradecían su solicitud por la conservación de la pureza de
la fe. Sólo unos quince obispos tenían todavía reparos, pero al fin se
dejaron persuadir con la promesa de que después de firmar podrían
añadir todavía ciertas aclaraciones suplementarias.

El Emperador no tuvo para nada en cuenta dichos agregados. Ya


había logrado lo que le interesaba: tener en sus manos el símbolo
de Sirmio, firmado por todos los obispos de Occidente, salvo los que
estaban desterrados. El papa Liberio que, como dijimos, no había
tomado parte en el desarrollo de este sínodo, rechazó
expresamente la fórmula de Nike, que era de doble sentido.
Precisamente por ello, por ser ambigua, muchos ortodoxos se
creyeron autorizados a firmarla, pensando que podía entenderse en
sentido católico.

Mucho mayor fue la confusión de Seleucia. Los ciento cincuenta


obispos allí reunidos se dividían en tres corrientes, todas arrianas.
La más fuerte era la homoiousiana, de Basilio de Ancira, luego venía
la homoiana, encabezada por Acacio de Cesarea, de donde su
nombre de “acacianos”, y la más débil era la del arrianismo radical,
dirigida por Jorge de Alejandría. También a Seleucia fue invitado
Hilario de Poitiers, que a pesar de ser del Occidente se hallaba a la
sazón desterrado en Frigia. Fiel a su catolicidad, adjuraba a los
obispos en términos elocuentes: “Un esclavo, no digo un buen
esclavo, sino un esclavo pasable, no puede soportar que se injurie a
su señor; si puede hacerlo, lo venga. Un soldado defiende a su rey,
aun con peligro de su vida, aun haciendo una muralla de su cuerpo.
Un perro guardián ladra al menor olor, se lanza a la primera
sospecha. ¡Vosotros, vosotros oís decir que Cristo, el verdadero Hijo
de Dios, no es Dios; vuestro silencio es una adhesión a esta
blasfemia, y os calláis! ¿Qué digo? Protestáis contra los que
reclaman, juntáis vuestras voces a los que quieren ahogar las
suyas.” Después de interminables luchas, no llegaron a ninguna
conclusión. También aquí enviaron sus delegados al Emperador,
saliendo finalmente triunfantes los acacianos, ya que su fórmula
coincidía con la fórmula de Nike, que se acababa de suscribir en
Rímini. Constancio la declaró de vigor permanente y universal, y
desde entonces se la consideró santo y seña de la unidad religiosa
del Imperio. En realidad, parecía llegado el dominio universal del
arrianismo moderado.

Inmediatamente se ordenó a los obispos alinearse tras esta fórmula.


Los que se negaron a hacerlo perdieron su sede y fueron
desterrados. En esos momentos, Atanasio se encontraba en el
desierto, cumpliendo el destierro anteriormente decretado. La policía
ignoraba su lugar de residencia. Todo lo que de él se pudo averiguar
es que había dirigido una carta circular a los obispos de Egipto y de
Libia donde los exhortaba a mantenerse adheridos a la doctrina de
Nicea, negándose a firmar lo que se les requería. De hecho, Egipto,
en conjunto, permaneció fiel a la fe. También en otras provincias de
Oriente hubo obispos aislados que prefirieron el destierro. Pero las
sedes episcopales de las ciudades más importantes, como
Alejandría, Antioquía, Constantinopla, Cesarea de Palestina, Sirmio,
Milán, tenían ya como pastores a arrianos convencidos. De ahí que
el “arrianismo” pareció haberse convertido en la única versión
cristiana permitida. Ante esta situación se explica aquella conocida
afirmación de San Jerónimo: Ingemuit totus orbis, et Arianum se
esse miratus est (“Gimió el orbe entero y quedó sorprendido al verse
arriano”).
f. La actitud de Juliano el Apóstata

A primera vista parecía que la victoria del arrianismo estaba


definitivamente asegurada. En realidad no era del todo así. Como
dicha victoria se basaba fundamentalmente en el apoyo imperial,
necesariamente dependía de los favores de lo alto. Mas he aquí que
aconteció un vuelco en la política.
El año 360, Constancio, viéndose apremiado por la presión militar
de los persas en el frente oriental, requirió a su primo Juliano, que
se hallaba en Lutecia (actual París) como César al frente de las
legiones, que le enviase urgentemente sus mejores tropas. Juliano,
en vez de ayudar a su primo, se hizo proclamar Augusto por los
soldados, y se lanzó hacia el este contra el Emperador, cosechando
victorias a su paso. Constancio se aprestó al combate, pero cayó
gravemente enfermo en la ciudad de Tarso, donde había nacido San
Pablo. Al igual que su padre Constantino, se hizo bautizar en el
lecho de muerte por un obispo arriano, muriendo luego, a los 45
años de edad. La situación no podía ser más dramática, comenta
Newman. La causa de la verdad estaba en su nivel más bajo. Los
latinos habían acabado por someterse a un credo no católico, el
Papa había cedido, Atanasio se encontraba en el destierro, los
arrianos ocupaban las principales sedes episcopales. Fue en un
momento semejante cuando Juliano se proclamó Emperador en su
ciudad natal de Constantinopla. No nos explayaremos en los
acontecimientos acaecidos durante su reinado, ya que de ellos
tratamos en la conferencia anterior. Recordemos que fue el gran
propulsor de la resurrección del paganismo. El tema arrianismo-
antiarrianismo estaba fuera del contexto de sus preocupaciones.

Inesperadamente señor de todo el Imperio, Juliano permitió volver


del destierro a los obispos que habían sido expulsados, incluido San
Atanasio. Muchos que se habían separado de la ortodoxia, sobre
todo semiarrianos, se fueron reconciliando con la Iglesia. Tanto en
Oriente como en Occidente, comenzó un proceso de rehabilitación
católica. En la que toca al Occidente, fueron las Galias el punto focal
de la ortodoxia, merced sobre todo a la obra de Hilario de Poitiers.
Lo habíamos dejado exiliado en el Oriente, pero allí con su poderosa
irradiación suscitaba tantos problemas al arrianismo que ya
Constancio le había ordenado retornar a su sede. Por iniciativa de
este gran pastor, en el año 360 se reunieron en Lutecia los obispos
galos para celebrar un sínodo, donde en un escrito que dirigieron a
los obispos orientales, luego de retractarse de la cobarde actitud
que habían tenido en Rímini, mostraban su voluntad de separarse
tanto de los semiarrianos como de los arrianos, y de adherirse sin
vueltas a la fe de Nicea. Es en buena parte gracias a Hilario que el
Occidente quedó en adelante inmune del peligro arriano.

En cuanto al Oriente, fue obviamente Alejandría el centro de


rehabilitación de la Iglesia, sobre todo a partir del retorno de
Atanasio. Ni bien Juliano le permitió volver, el gran obispo abandonó
su escondrijo entre los monjes de Egipto, y retomando las riendas
de la diócesis se abocó a restablecer la unidad de la fe, en unión
con los obispos egipcios, con quienes se reunió en sínodo el año
362. El problema más espinoso fue la cuestión de las sedes
episcopales ocupadas hasta entonces por arrianos, y su reemplazo
por obispos de segura doctrina. Se resolvió que los que en el
pasado se habían declarado en favor de la fe arriana, si bien serían
nuevamente recibidos en la comunión de la Iglesia una vez reparado
su delito, quedarían reducidos al estado laical; si habían sido
seducidos con violencia o engaño, conservarían el cargo, pero con
la condición de dar por escrito su asentimiento al símbolo de fe de
Nicea.

Pronto Juliano se dio cuenta de que no podía limitarse tan sólo a su


lucha en favor del paganismo, desentendiéndose de los conflictos
intercristianos. Incluso se ha dicho que la razón por la que permitió
el retorno de los obispos desterrados por Constancio, fue para que
se reavivaran las disensiones entre arrianos y católicos, con la
consiguiente escisión en la Iglesia. Como dijimos, también Atanasio
pudo regresar de su destierro, pero cuando Juliano se dio cuenta de
que su retorno, en vez de provocar nuevas contiendas, impulsaba al
contrario la unidad de la Iglesia con la vuelta al redil de los arrianos,
por un edicto del 362 volvió a ordenar su exilio. Por lo demás,
Juliano recordó a los obispos que el decreto que había posibilitado
su regreso no les daba derecho de reasumir sus funciones
episcopales. Y Atanasio no sólo las había reasumido en plenitud
sino que su influjo se irradiaba en todo el Imperio. Cuando los
cristianos de Alejandría conocieron el nuevo decreto de destierro,
dirigieron una solicitud al Emperador, con la súplica de que les fuese
devuelto su obispo. Entonces, más allá de toda maniobra, quedó en
claro el odio que Juliano experimentaba por Atanasio, según lo
revela un desaforado escrito que dirigiera al prefecto de Egipto para
conocimiento de los habitantes de Alejandría. “Ninguna cosa que tú
hicieres me sería más agradable que la expulsión fuera de todos los
puntos de Egipto de este Atanasio, de este miserable que ha osado,
bajo mi reino, bautizar mujeres griegas de distinción.” En otra carta,
dirigida a los mismos alejandrinos, les decía: “Hace poco hemos
permitido a los Galileos volver, no a sus iglesias, sino a sus patrias.
Sin embargo he sabido que Atanasio, ese audaz, impelido por su
fogosidad característica, ha vuelto a retomar lo que ellos llaman el
trono episcopal, con gran descontento del religioso pueblo de
Alejandría. Le significamos, pues, la orden de salir de la ciudad, a
partir del día mismo en que haya recibido estas cartas de nuestra
clemencia, y al instante. Si permanece en el interior de la ciudad,
pronunciaremos contra él penas más fuertes y más rigurosas.”
Atanasio no obedeció la decisión imperial. El prefecto no se
animaba a ejecutar la orden superior, porque temía al pueblo, que
tanto amaba a su pastor. Los alejandrinos, por su parte, dirigieron
entonces una segunda súplica a Juliano en favor de Atanasio. En su
respuesta, entre otras cosas les decía el Emperador: “Pluguiere al
cielo que la peligrosa influencia de la escuela impía de Atanasio se
limitase a él solo. Pero de hecho se ejerce sobre un gran número de
hombres distinguidos entre vosotros... Si es por sus talentos que
vosotros lamentáis [la partida] de Atanasio –porque yo sé que es un
hombre hábil–, y me insistís sobre ello, sabed que es por eso mismo
que ha sido desterrado de vuestra ciudad.”

Al fin, el santo pastor debió marcharse de Alejandría. Sería su


cuarto destierro. Huyó en una pequeña barca, eludiendo con astucia
la persecución de los navíos del Emperador, ya que no quería que
las autoridades conociesen el lugar de su residencia en el exilio. Un
día, remontaba el Nilo en una pequeña embarcación, cuando detrás
de él oyó un ruido de remos. Eran los esbirros de Juliano que lo
estaban buscando. Sus compañeros de viaje comenzaron a
asustarse. “Déjenlos hacer”, les dijo, y tranquilamente hizo que
viraran a bordo, dirigiéndose la nave al encuentro de la galera
oficial. “¿Ha visto usted a Atanasio?”, le preguntaron. “Así lo creo”,
respondió, disimulando su voz. “¿Está lejos?” “No, está muy cerca.
Remen con fuerza.” Y así logró eludirlos. Al principio permaneció
oculto en Alejandría o sus alrededores. Luego se dirigió a la
Tebaida, donde lo esperaban sus queridos amigos del desierto. Al
verlo llegar, lo aclamaron y lo hicieron subir en un burro cuyas
riendas tomó el abad Teodoro, mientras los monjes lo escoltaban
con antorchas encendidas y entonando cánticos. El año 363 murió
el emperador Juliano, en combate contra los persas. De este modo
Atanasio pudo retornar a su sede.

Cuando reapareció en Alejandría, todavía el arrianismo de Rímini y


de Seleucia triunfaba por doquier, con excepción de la Galia,
acaudillada por Hilario, el invicto. El primer paso de Atanasio para
restablecer la ortodoxia fue reunir un pequeño y selecto sínodo en
Alejandría. Este sínodo congregó sólo a veinte obispos, casi todos
antiguos exiliados, que habían sufrido en su propio cuerpo por la fe
de Nicea. Por eso se lo llamó “el concilio de los confesores”. Allí se
trataron, en continuidad con el sínodo anterior, convocado en vida
de Juliano, diversos temas de índole práctica, por ejemplo, la actitud
que se había de tomar con los caídos en el arrianismo, de qué
manera debían ser perdonados si reconocían sus errores, qué se
podía hacer para solucionar la situación de tantas sedes todavía
plenamente arrianas o semiarrianas. Este concilio tuvo enorme
resonancia en el universo cristiano, ya que sus conclusiones
llegaron al conocimiento de los fieles de Grecia, España, Galia,
Italia, y de la misma Roma. La figura de Atanasio se agigantaba a
los ojos de todos. No que tomase el lugar del papa Liberio, pero
tenía conciencia de estar afrontando con responsabilidad los
grandes problemas del momento, y también era consciente de la
enorme autoridad de que gozaba. Había sido testigo del nacimiento
del arrianismo, había colaborado con el obispo Alejandro en el
concilio de Nicea, había tomado parte en todos los combates
doctrinarios ulteriores, y como muchos de los que habían participado
en esas luchas ya no vivían, se sentía con derecho a hablar en
nombre de todos los ortodoxos que habían sufrido por la justicia y la
verdad. Era, en verdad, “el papa de Alejandría”, según se lo llamaba
comúnmente en todo Egipto.

Por desgracia surgió en estos momentos una nueva herejía, el


llamado apolinarismo, por su fundador Apolinar, obispo de Laodicea.
Fue una reacción equivocada contra el arrianismo. Si bien el
aspecto divino de Cristo quedaba entre ellos afirmado de manera
contundente, su aspecto humano resultaba aminorado de manera
inaceptable. Cristo es realmente Dios, decían, pero la naturaleza
humana que había asumido era incompleta, carecía de alma; era un
cuerpo sin alma humana, haciendo el Verbo las veces de alma.
Como esta doctrina se extendió rápidamente, debió ser tratada en el
sínodo de Alejandría que acababa de reunir Atanasio, donde se la
anatematizó. Lamentablemente Apolinar era un gran amigo de
Atanasio, habiéndose distinguido por su actitud enérgica frente a los
arrianos, razón por la cual sus ideas encontraron fácil acogida en
muchos ortodoxos. No deja de resultar sintomática la diferencia de
trato que le dio Atanasio. Los arrianos eran para él sus enemigos
personales. Mientras que los nuevos herejes eran amigos,
hermanos, antiguos compañeros de combate. Sin embargo ello no
obstó a que Atanasio condenara sin tapujos esta nueva herejía.

g. El emperador Valente
y la última persecución arriana

En estos momentos, la política imperial conocía nuevos avatares.


Muerto Juliano sin descendencia, el ejército proclamó emperador al
general Joviano, que al punto entró en tratos con Atanasio,
levantándole la orden de destierro. Su reinado fue brevísimo ya que,
tras una batalla victoriosa sobre los persas, le alcanzó
inesperadamente la muerte. Enseguida el ejército proclamó a
Valentiniano I. Éste, a instancias de las tropas, designó nuevamente
un segundo Augusto en la persona de su hermano Valente, al que
confió la parte oriental del Imperio, mientras él se reservaba los
Balcanes y el occidente de Europa, juntamente con el norte de
África.

El problema de años anteriores se reeditó una vez más a raíz de


esta división de Imperio. Así como Constante había sido proniceno
en el Occidente, y Constancio, su hermano, antiniceno en el Oriente,
así ahora, en Occidente, Valentiniano estaba a favor de Nicea,
mientras que en el Oriente, su hermano Valente favoreció la
confesión arriana, y ello de una manera enérgica, ya que trató de
imponer el arrianismo en su versión más extrema. Tan dura fue su
actitud, que a los semiarrianos, que constituían el núcleo central del
viejo partido, no les quedó otro remedio que acercarse a los
católicos. Como este período coincidió con la intensa campaña de
atracción de los antiguos herejes emprendida por Atanasio y otros
obispos católicos, de hecho aumentó el número de conversiones, a
tal punto que en el año 366, cincuenta y nueve obispos semiarrianos
se acercaron al papa Liberio y fueron recibidos en el seno de la
Iglesia, lo que no pudo sino irritar a Valente en tal grado que
nuevamente hizo desterrar a numerosos obispos católicos, entre los
cuales Pelagio de Laodicea y Eusebio de Samosata, supliéndolos
por obispos arrianos. Eusebio de Samosata debió andar errante a
campo traviesa por Siria y Palestina, teniendo a veces que
disfrazarse de soldado, mientras sus ovejas gemían bajo el obispo
usurpador. También Atanasio cayó en esta redada, siendo
desterrado una vez más. Sería su quinto y último destierro. Esta vez
se quedó en Alejandría, escondiéndose en el monumento fúnebre
de su familia. Pero a los cuatro meses, por presión de los fieles de
Alejandría, pudo volver a asumir la conducción de su sede, donde
gobernó tranquilamente la diócesis, permaneciendo allí hasta su
muerte, el 2 de mayo del 373.

El Emperador estaba airado. Había fracasado en Alejandría.


¿Sucedería otro tanto con la misma sede imperial? Justamente la
diócesis de Constantinopla estaba vacante. Los católicos se
inclinaron por el nombramiento de un tal Evagrio, que
inmediatamente fue consagrado como obispo. Valente, indignado, lo
envió al destierro, juntamente con su consagrante, tratando de
suplirlo por el candidato de los arrianos. Como los católicos se
opusieron, el Emperador procedió enérgicamente contra ellos y
extendió enseguida la persecución a las provincias del Imperio.
Todos los obispos debían suscribir la fórmula de fe de Rímini-
Seleucia, so pena de perder sus sedes. Clérigos y monjes fueron
arrestados, luego desterrados y condenados a trabajos forzados en
la minas. Once obispos resultaron deportados.

Hubo una zona en la que el Emperador prefirió llevar adelante otra


política, restringiendo allí llamativamente la persecución. Era
Capadocia, provincia del Asia Menor. Desde el año 370 regía
Basilio, en calidad de metropolita, los destinos de esa importante
provincia eclesiástica, con sede en Cesarea. Procedía de una
prestigiosa familia cristiana y era un hombre de notable cultura,
adquirida en las escuelas de Constantinopla y Atenas. En el campo
religioso se había mostrado siempre como acérrimo defensor de la
fe de sus mayores. Uníanse asimismo en él, y de manera admirable,
las dotes de gobierno con la habilidad diplomática. Su entereza y
coherencia de carácter impresionaban a cualquiera que lo conociese
de cerca. Frente a un hombre así, el gobierno imperial prefirió seguir
una táctica de seducción, mostrando especial interés en ganárselo
para sus fines, en orden a lo cual encargó al prefecto Modesto que
lo fuera a entrevistar. El encuentro de ambos nos lo describe su
amigo, Gregorio de Nacianzo, en la oración fúnebre que pronunciara
con motivo de la muerte del gran obispo. Basilio, allí nos dice,
rechazó con actitud señorial tanto las tentativas de halagos y
obsequios para convencerle, como las amenazas cada vez más
airadas del ministro. Cuando el prefecto, asombrado, le confesó que
nunca había conocido a nadie que se hubiese atrevido a hablarle
con tanta franqueza y libertad, recibió esta cortante y gallarda
respuesta: “Quizás no has tenido todavía que habértelas con un
obispo.” El Emperador conoció el resultado de esta entrevista por un
informe de su ministro. Poco más adelante, en viaje por las
provincias del Asia Menor, asistió Valente el día de Epifanía a la
celebración de la Santa Misa en la catedral de Basilio, y quedó tan
impresionado por la majestad con que celebraba el obispo, que
renunciando a todos los intentos de ganarlo para la confesión
arriana, lo dejó en su puesto y hasta lo ayudó en sus obras de
caridad.
De esta suerte, el obispo de Cesarea se fue convirtiendo cada vez
más en el punto de referencia de todos los católicos perseguidos del
Oriente. Basilio, por su parte, no defraudó tales expectativas,
trabajando sin descanso para fortalecer a los católicos y reunir todos
los grupos que profesaban la fe de Nicea. Proveyó, asimismo, las
sedes episcopales, cuando quedaban vacantes, con hombres fieles
a Nicea, o erigía nuevas diócesis a fin de aumentar el número de
sus sufragáneos.

¿Qué pasaba en el entretanto con Valente? A Atanasio se le había


ocurrido una estrategia apostólica: aprovechar que el Occidente
gozaba de paz bajo la dirección de Valentiniano, que como dijimos
era un príncipe católico, para que éste intercediera ante su hermano
en favor de la Iglesia oriental. El intermediario ideal para que se
diese dicho paso no podía ser otro que el mismo Atanasio, quien
desde hacía tanto tiempo no sólo mantenía relaciones cordiales con
el Occidente, sino que también conocía mejor que nadie las
dificultades en que se debatía la Iglesia oriental. También Basilio,
desde que recibió la consagración episcopal, participaba del mismo
proyecto y había conversado largamente sobre él con Atanasio,
quien apreciaba particularmente al joven obispo, hasta el punto de
haber agradecido públicamente a Dios el haber dado a Capadocia
un pastor tan ejemplar. Ambos parecían hechos para entenderse.
Sin embargo, el proyecto de Atanasio no se pudo concretar.

Por lo demás, otra vez los acontecimientos de la política tuvieron


efectos significativos para el asunto que nos interesa. Valentiniano
había muerto. Una insurrección que estalló en los Balcanes forzó al
emperador Valente a solicitar la ayuda del que en ese momento era
Emperador de Occidente, su sobrino Graciano. Quizás para
bienquistarse con él, antes de dirigirse a la zona del conflicto, revocó
los mandatos de exilio contra los obispos católicos. Pero como los
sublevados presionaban, debió adelantar su partida, sin aguardar
que llegaran las tropas de refuerzo de Graciano. Lanzóse a la
batalla en Adrianópolis y allí perdió el trono y la vida. Era el año 378.
En enero del 379 designó Graciano como co-augusto al general
español Teodosio, y le confió el gobierno del Oriente. Ahora ambos
emperadores profesaban la fe de Nicea.

III. El triunfo de la ortodoxia

Teodosio no tardó en dar claras señales de sus convicciones


religiosas, emprendiendo desde el principio una enérgica lucha
contra los últimos vestigios de paganismo y en defensa de la
ortodoxia. Las medidas que tomó en este sentido para el Oriente,
las fue extendiendo luego a la regiones occidentales, gracias al
influjo que en ellas tenía, y de un modo definitivo al ser proclamado
único emperador. Especial énfasis puso en arremeter contra el
arrianismo, muy pujante todavía en el Oriente, sobre todo por el
apoyo que le había dado su predecesor Valente.

Como primera medida hizo pública una escueta pero tajante


“declaración” en materia de política religiosa, dirigida a la población
de Constantinopla, pero indirectamente a todo el Imperio. Allí decía
que “era su voluntad que todos los pueblos sometidos a su cetro
abrazasen la fe que la Iglesia romana había recibido de San Pedro,
y que enseñaban entonces al papa Dámaso y Pedro de Alejandría”.
Sólo los que profesasen esta fe podrían llevar el nombre de
cristianos católicos, mientras que los demás, manchados por la
infamia de la herejía, no podían llamar iglesias a sus propios
conventículos y debían esperar las sanciones divinas no menos que
las imperiales.

No se trató, por cierto, de un acto personal de fe ortodoxa, como se


ve por el hecho de que esta ley fue incluida en la colección
legislativa oficial de los códigos de Teodosio y luego de Justiniano.
Es indudable que la intención del Emperador era promover no una
de las confesiones cristianas, cual si se tratara de una opción libre,
sino la confesión católica, la nicena, en que él había sido educado, y
que profesaban tanto el Papa como los buenos obispos. El edicto
imperial suena como intolerante para los oídos modernos, pero la
cuestión de la tolerancia, tal cual se la entiende hoy, no se le
planteaba a Teodosio, como tampoco a los demás emperadores del
siglo IV. Ni fue, por lo demás, una decisión césaro-papista, ya que
señaló claramente su voluntad de llevarla a cabo en unión con los
representantes eclesiásticos de la fe de Nicea, en concordancia con
el papa Dámaso y el obispo Pedro de Alejandría.

Destaquemos la figura del papa Dámaso, oriundo de una familia


cristiana de España. Dámaso acompañó muy de cerca a los
gobernantes que favorecieron la ortodoxia, con posterioridad a
Juliano el Apóstata, es decir, Valentiniano I, Graciano y, sobre todo,
Teodosio. Principalmente con este último colaboraría de manera
estrecha en su lucha contra la herejía arriana y también en los
combates siguientes, como el que se llevó contra el apolinarismo.

Teodosio puso manos a la obra. No bien hizo su entrada triunfal en


Constantinopla, al advertir que la mayor parte de las iglesias
estaban en manos de los arrianos, que dominaban esa ciudad
desde hacía cuarenta años, ordenó a su jefe, el obispo arriano
Demófilo, que las entregara todas, como se hizo inmediatamente.
Luego exhortó al mismo obispo a que se pasase a la ortodoxia. Ante
su negativa, puso en ese puesto a Gregorio de Nacianzo, que hasta
entonces había sido jefe de una pequeña comunidad ortodoxa, que
vivía poco menos que arrinconada en la capital. La toma de
posesión del nuevo obispo fue acompañada por el Emperador en
persona, lo que señala la importancia que se le quiso dar a ese
hecho.

Tras ello, dispuso Teodosio una medida trascendental, la


convocatoria de un concilio ecuménico, que se realizaría el año 381
en la ciudad de Constantinopla. Ya el año anterior, había dado a
entender dicho proyecto al obispo Acolio de Tesalónica, quien
inmediatamente lo comunicó al papa Dámaso. El Papa se mostró
plenamente de acuerdo.

Acudieron al Concilio numerosas personalidades religiosas, entre


los cuales San Gregorio de Nacianzo, San Gregorio de Nyssa, su
hermano San Pedro de Sebaste, San Cirilo de Jerusalén, Diodoro
de Tarso, y más tarde una nutrida representación del Egipto,
encabezada por Timoteo de Alejandría. Recordemos que Atanasio
había muerto ocho años atrás. Antes de iniciarse las actividades, los
participantes fueron recibidos por el Emperador. Las sesiones, que
comenzaron enseguida, no tuvieron lugar en su palacio, negándose
Teodosio a participar personalmente en ellas, para que la libertad de
discusión quedase plenamente garantizada.

Antes de abocarse a los temas doctrinales se trató, según parece,


del reconocimiento de Gregorio Nacianceno como legítimo pastor de
la comunidad de Constantinopla. A los pocos días, murió de
improviso el obispo que había sido elegido como presidente del
Concilio, y entonces confirieron dicho cargo al que ahora era su
anfitrión, el nuevo obispo de Constantinopla.

No han llegado hasta nosotros las actas de sesiones del Concilio,


pero es muy probable que en las primeras semanas se haya tratado
acerca de la recta doctrina sobre el Espíritu Santo, que en esos
momentos era apasionadamente discutida en la parte oriental del
Imperio. En el símbolo del Concilio de Nicea, abocado como
estaban al gran tema del Verbo, la fe de la Iglesia en el Espíritu
Santo se había expresado en fórmulas aún elementales. Pero luego
surgieron diversas dudas sobre su divinidad, sosteniendo algunos
que el Espíritu no era sino una creatura, como los arrianos habían
afirmado del Verbo. Nuevamente se negaba la “consustancialidad”,
pero esta vez en relación con el Espíritu Santo. Teodosio tenía
especial interés en que se arreglase esta situación con los
“pneumatómacos”, como llamaban a los que negaban la divinidad
del Espíritu Santo. Pero ello no fue posible. A pesar de todos los
esfuerzos, especialmente de parte de Gregorio Nacianceno, no
hubo forma de que el grupo reconociese su error, por lo que
abandonaron inmediatamente el Concilio, poniendo en guardia a sus
seguidores, mediante una carta circular.

Continuaron las sesiones. Siguiendo el ejemplo dado en Nicea, y


atendiendo a la situación de la Iglesia en este nuevo momento, se
quiso renovar la doctrina sobre el Verbo encarnado mediante una
fórmula de fe, que fuera a la vez un credo, o confesión de fe, donde
estuviese incluido el credo de Nicea, pero con un agregado especial
donde quedase zanjada la cuestión pneumatológica. Así se llegó a
un acuerdo dogmático, bajo el título de “Símbolo de los cientos
cincuenta padres de Constantinopla”, que desde fines del siglo VI
sería introducido en la liturgia de la misa latina y hoy es conocido
con el nombre de “credo nicenoconstantinopolitano”.

De este modo quedó completado el símbolo de Nicea, incluyéndose


el tema del Espíritu Santo. La importancia teológica de este símbolo
no radica en la reiteración de las declaraciones nicenas sino más
bien en los nuevos enunciados sobre el Espíritu Santo. Mientras que
cuando se refería a la tercera persona de la Trinidad, el Niceno
decía sencillamente: “Creemos en el Espíritu Santo”, aquí aparecen
varias ampliaciones: “Señor y dador de vida, que procede del Padre,
que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria y que
habló por los profetas”. Al decirse “Señor y dador de vida” se
reivindica el carácter señorial y divino también para el Espíritu
Santo, lo mismo que para el Padre y para el Hijo. Las palabras
“dador de vida” quieren significar que el así calificado es Dios,
porque tiene la capacidad de comunicar la vida sobrenatural. Con la
fórmula “que procede del Padre” se quiso rechazar la tesis de unos
herejes llamados “macedonianos”, según los cuales el Espíritu era
un ser creado por el Hijo; el hecho de proceder del Padre es prueba
de su divinidad. Pero la afirmación más decisiva de la divinidad de la
tercera persona se contiene en la frase: “que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria”. Precisamente por la inclusión
del Espíritu Santo en la doxología o glorificación de Dios –“recibe
una misma gloria”–, que luego pasaría a la liturgia, había luchado la
teología ortodoxa ya desde Cirilo de Jerusalén. Estos diversos
enunciados equivalen, pues, a una confesión de la homousía,
consustancialidad, del Espíritu Santo.

El Concilio agregó un canon sobre esta materia, lanzado el anatema


“especialmente contra la herejía de los pneumatómacos”. Un edicto
subsiguiente del Emperador sacó las consecuencias prácticas de
dicha sentencia al ordenar que esos herejes, si tenían templos a su
cargo, debían entregarlos inmediatamente a los obispos “que
confiesen que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen la misma
majestad y poder, el mismo honor y gloria”.

IV. La resistencia católica, visión panorámica

Tal fue el periplo que recorrió la crisis arriana, luego de cerrado el


período de las persecuciones del Imperio Romano. Este nuevo
período de la edad antigua en la historia de la Iglesia es bien distinto
del primero. En aquél la Iglesia debió sobrevivir al ataque abrumador
del Imperio aún pagano; en éste, en cambio, el problema ya no se
plantea con el paganismo del Estado, del que recibe la libertad, al
comienzo, y luego la preferencia, sino con los peligros de la
protección que el Estado comenzó a otorgar a la Iglesia, que en la
práctica trajo consigo indebidas intromisiones del mismo en los
asuntos eclesiásticos. Dicha protección tuvo, por cierto, efectos
beneficiosos para la Iglesia, ya que gracias a ella pudo penetrar en
las diversas capas de la sociedad así como construir basílicas para
el culto a todo lo largo y ancho del Imperio. Pero implicó también
efectos negativos cuantas veces los emperadores favorecieron y
apoyaron la herejía.

1. Los grandes obispos de la lucha antiarriana

Al tratar de estos azarosos años, que van desde el Concilio de


Nicea, el año 325, al de Constantinopla, el año 381, uno de los
períodos más lúgubres en la historia de la Iglesia, nos hemos
encontrado con personajes bien diversos, los mismos que aparecen
siempre en las épocas de crisis de la Iglesia: los herejes, los
traidores, los componenderos, los pastores mercenarios, pero
también los héroes y los santos. Concentrémonos ahora en estos
últimos, cuyo modo de encarar los acontecimientos nos muestra
cómo la Iglesia se las ingenió para superar los gravísimos peligros
de aquellos tiempos, acabando por triunfar cuando todo hacía
presumir lo contrario.

Señalemos en primer lugar a Osio, obispo de Córdoba, gloria de


nuestra estirpe, ya que era oriundo de España. Los arrianos lo
odiaban, porque fue consejero de emperadores, presidente de
concilios, gran amigo y defensor acérrimo de Atanasio, una de las
columnas de la fe ortodoxa. Por eso usaron toda clase de recursos
para hacerlo flaquear, como habían hecho con el papa Liberio. En
cierta ocasión fue llevado a Milán, donde el mismo Constancio, en
complicidad con los arrianos, se empeñó en doblegar su resistencia.
A todo trance buscaban que abandonase la causa de Atanasio y se
uniera a ellos. Pero Osio se mantuvo entero. Incluso tuvo el coraje
de escribirle una carta al Emperador, que es el testimonio más
espléndido de la integridad de su fe y de la dignidad del episcopado
frente a la indebida intromisión de los príncipes seculares:
“Acuérdate que eres mortal. Teme el día del juicio y consérvate puro
para él. No te entrometas en los asuntos eclesiásticos ni nos
mandes sobre puntos en que debes ser instruido por nosotros. A ti
te dio Dios el Imperio; a nosotros nos confió la Iglesia. Y así como el
que te robase el Imperio se opondría a la ordenación divina, del
mismo modo guárdate tú de incurrir en el horrendo crimen de
adjudicarte lo que toca a la Iglesia...”. Por lo que se refiere a lo que
los herejes y el mismo Constancio esperaban de él, termina con
estas palabras: “Yo no sólo no me adhiero a los arrianos, sino que
anatematizo su herejía; ni suscribo contra Atanasio, a quien tanto yo
como la Iglesia romana y todo el sínodo [de Sárdica] declaró
inocente”.

En vez de agradecer tan atinadas advertencias, Constancio se


obstinó en seguir adelante con su política religiosa, y no trepidó en
tomar medidas contra su admonitor, hasta llegar a desterrarlo. Por
desgracia, durante el exilio, el ya nonagenario obispo de Córdoba
tuvo un momento de debilidad. Como dice de él su gran amigo
Atanasio: “Cedió a los arrianos un instante, no porque nos creyera a
nosotros reos, sino por no haber podido soportar los golpes a causa
de la debilidad de la vejez”. Parece que los innúmeros sufrimientos
lo dejaron extenuado. Algo parecido a lo que, en nuestros tiempos,
le pasaría al cardenal Mindszenty. Pero inmediatamente se retomó,
arrepintiéndose de su momentáneo desfallecimiento.

La fe de Nicea encontró también excelentes defensores en los tres


grandes doctores de Capadocia, Basilio de Cesarea, su hermano
Gregorio de Nyssa, y su amigo Gregorio de Nacianzo. Destaquemos
ante todo la figura de San Basilio, de quien algo dijimos
anteriormente. Nació en Cesarea de Capadocia, hacia el año 330,
en una familia notablemente virtuosa: su abuela paterna, Macrina,
fue santa, y su abuelo materno, mártir; entre sus diez hermanos, dos
de ellos alcanzaron la santidad, Gregorio de Nyssa y Pedro de
Sebaste. Cursó estudios de retórica en Cesarea, Constantinopla y
Atenas. Junto con Gregorio de Nacianzo compuso la “Filocalia” así
como dos “Reglas” para los monjes, lo que permite ver en él al
fundador del monacato griego. Hemos observado con cuánta
valentía se opuso a las presiones imperiales que sobre él se
hicieron para lograr que se adhiriera a los arrianos. En cierta
ocasión, se dirigió así al prefecto imperial: “En todas las otras cosas,
oh prefecto, somos mansos y de trato agradable; personalmente nos
dejamos tratar como los últimos y los más abyectos; sufrimos lo que
los menores ciudadanos no querrían sufrir, prescribiéndonoslo así la
ley divina; y entonces no levantamos la cabeza, no digo solamente
contra un tan gran Emperador, sino contra el más oscuro y el más
vulgar de nuestros semejantes. Pero desde el momento en que nos
parece que Dios es cuestionado, desde que está en peligro,
entonces sólo vemos a Dios, y ninguna consideración puede ya
detenernos”.
Plenamente consciente de la extre-ma gravedad de la tempestad
arriana, le escribía así a Atanasio, su gran amigo, en el 371: “La
Iglesia entera está en disolución”. Murió en el 379, poco antes del
Concilio de Constantinopla.

Distingamos, asimismo, la figura de San Gregorio de Nacianzo.


Nació en el 330 y se formó en lo mejor de la cultura clásica,
pasando por las escuelas de Cesarea, Alejandría y Atenas.
Consagrado obispo, el pequeño grupo niceno de Constantinopla le
rogó que les ayudara a reconstruir la Iglesia en aquella diócesis,
entonces dominada por los arrianos, poco antes de que Teodosio
entrara en esa ciudad y lo hiciera obispo de la misma. Tras
renunciar a esa gloriosa sede, se hizo cargo de la de Nacianzo, en
Capadocia, falleciendo en el 390.

Fue Gregorio testigo de todas las polémicas que jalonaron las


disputas contra los arrianos, así como de las tan múltiples como
inútiles reuniones de obispos, sínodos y concilios de todo género.
Respecto de ello así escribía en una de sus cartas:

Me siento inclinado a evitar todas las conferencias de obispos, pues


no he visto nunca una que llevase a un resultado feliz, ni que
remediase los males existentes, sino más bien los agravase.

Y refiriéndose más en general a los obispos, en otro de sus escritos


leemos:

Ciertamente los pastores actuaron como unos insensatos, porque


salvo un número muy reducido, que fue despreciado por su
insignificancia o que resistió por su virtud, y que había de quedar
como una semilla o una raíz de donde renacería de nuevo Israel
bajo el influjo del Espíritu Santo, todos cedieron a las circunstancias,
con la única diferencia de que unos sucumbieron más pronto y otros
más tarde; unos estuvieron en la primera línea de los campeones y
jefes de la impiedad, otros se unieron a las filas de los soldados en
batalla, vencidos por el miedo, por el interés, por el halago o, lo que
es más inexcusable, por su propia ignorancia.

Encontramos también su firma en una carta colectiva que 32


obispos orientales, Basilio entre ellos, dirigieron a los obispos de
Italia y las Galias. El cuadro que pintan no deja de ser trágico:

Se trastornan los dogmas de la religión; se confunden las leyes de la


Iglesia. La ambición de los que no temen al Señor salta a las
dignidades, y se propone el episcopado como premio de la más
descarada impiedad, de suerte que a quien más graves blasfemias
profiere, se le tiene por más apto para regir al pueblo como obispo.
Desapareció la gravedad episcopal. Faltan pastores que apacienten
con ciencia el rebaño del Señor... La libertad de pecar es mucha. Y
es que quienes han subido al gobierno de la Iglesia por empeño
humano, lo pagan luego consintiéndolo todo a los que pecan... La
maldad no tiene límite; los pueblos no son corregidos; los prelados
no tienen libertad para hablar. Porque quienes adquirieron para sí el
poder o dignidad episcopal por medio de los hombres, son esclavos
de quienes les hicieron esa gracia...

Sobre todo eso ríen los incrédulos, vacilan los débiles en la fe, la fe
misma es dudosa, la ignorancia se derrama sobre las almas, pues
imitan la verdad los que amancillan la palabra divina en su malicia. Y
es que las bocas de los piadosos guardan silencio, y anda suelta
toda lengua blasfema. Lo santo está profanado; la parte sana de la
gente huyen de los lugares de oración como de escuelas de
impiedad y marchan a los desiertos, para levantar allí, entre
gemidos y lágrimas, las manos al Señor del cielo. Porque sin duda
ha llegado hasta vosotros lo que sucede en la mayor parte de las
ciudades: la gente, con sus hijos y mujeres y hasta con los
ancianos, se derraman delante de las murallas y hacen sus
oraciones al aire libre, sufriendo con gran paciencia todas las
inclemencias del tiempo, esperando la protección del Señor.
A los que cuestionaban a Atanasio y la falange atanasiana por sus
“extremismos”, San Gregorio les decía:

Por suaves y tratables que fuesen en otras cosas, había un punto en


que no sufrían ser acomodaticios y fáciles, a saber, cuando por
causa del silencio o del descanso, la causa de Dios era traicionada;
entonces de golpe se tornaban belicosos, ardientes y encarnizados
en los combates, porque su celo era una llama; y se exponían con
más facilidad a hacer lo que no era conveniente que a dejar de obrar
donde el deber así lo exigía.

Entre los santos clarividentes y heroicos citemos a San Hilario.


Nacido a comienzos del siglo IV en una familia pagana, se convirtió
al cristianismo siendo ya adulto. Hacia el 350 ocupó la sede de
Poitiers. Desde que fue consagrado obispo, toda su actividad
eclesiástica y literaria giró en torno a la defensa de la ortodoxia
frente a los arrianos y el emperador Constancio. El año 356 asistió a
un concilio en la Galia, donde se decretó su deposición y destierro a
Frigia, en razón de la postura francamente antiarriana que había
asumido. Hilario aprovechó el exilio para familiarizarse con el
espíritu de los griegos y con los Padres orientales, así como para
conocer a fondo el monacato de Oriente. Fue también allí donde
captó en toda su gravedad la complejidad teológica de la teología
arriana. Vuelto a su sede, el año 359, luchó como pocos contra la
herejía dominante. De Hilario ha dicho el cardenal Pie, su sucesor
en la diócesis de Poitiers durante la segunda mitad del siglo XIX,
que sin él las Galias habrían zozobrado en el abismo de la herejía,
quedando reducido el cristianismo a un Cristo meramente terreno. A
combatir dicha herejía dedicó toda su vida. Sus escritos, sus viajes,
sus exilios, sus oraciones no tuvieron sino ese objeto: afirmar la
divinidad del Verbo, la divinidad de Cristo y, por consiguiente, del
cristianismo. “Todas las facultades de Hilario –afirma Pie–, todas las
parcelas de su ser no tenían sino una voz y no emitían sino un
sonido: Mi Señor y mi Dios, Verbo eterno, Verbo hecho carne”. Se
mostró, una vez más, agrega el ilustre cardenal, la conveniencia de
que haya herejías, según la atrevida expresión de San Pablo, ya
que por causa del arrianismo, la Iglesia engendró un defensor del
Verbo, un esclarecedor del misterio del Verbo, un vindicador de la
doctrina del Verbo.

La lucha que debió entablar Hilario fue realmente terrible. A veces


decía que hubiera preferido ser obispo en tiempos de Nerón o de
Decio, ya que en ese caso el combate habría sido contra enemigos
declarados, y hubiese podido levantar su voz en medio de los
tormentos, de modo que el pueblo, testigo de una persecución
manifiesta, lo habría acompañado en la confesión de la fe. En
cambio el asunto era ahora más complejo. La lucha se entablaba
contra un perseguidor que engaña, contra Constancio, que finge ser
cristiano, que no hace mártires, que torna imposible la palma de la
victoria. Hilario no teme desenmascararlo: “Yo te lo digo,
Constancio, tú combates contra Dios”. Para colmo, dentro de la
Iglesia eran muchísimos los obispos que consentían con el
arrianismo, lo que hacía inmensamente ardua la resistencia. Hilario
entendió que no podía quedar convertido en un simple espectador:
“Es tiempo de hablar, porque el tiempo de callar ha pasado (tempus
est loquendi, quia jam praeterit tempus tacendi)”. Le preguntaban, a
veces, si no tenía miedo. A lo que respondía: “Sí, verdaderamente
tengo miedo; tengo miedo de los peligros que corre el mundo; tengo
miedo de la terrible responsabilidad que pesaría sobre mí por la
connivencia, por la complicidad de mi silencio; tengo por fin miedo
del juicio de Dios; tengo miedo por mis hermanos que se apartaron
del camino de la verdad; tengo miedo por mí, porque es deber mío
conducirlos allí”.

Hilario fue considerado la columna de la fe en Occidente, por lo que


lo llamaron “el Atanasio de Occidente”. En cuanto a su producción
literaria, además de un tratado, Sobre la Trinidad, el primero en el
mundo latino sobre dicho tema, publicó diversas obras acerca de los
sínodos, así como comentarios a la Escritura, varios memoriales al
emperador Constancio y escritos de carácter histórico contra los
arrianos. Murió en el 366.
Tanto admiraba el cardenal Pie a su glorioso antecesor que le pidió
al papa Pío IX lo declarase Doctor de la Iglesia. Cuando el Papa
accedió a su pedido, el obispo de Poitiers pronunció una espléndida
homilía donde señalaba la actualidad del pensamiento de San
Hilario: “Que salga de su tumba, que vuelva en medio de nosotros el
gran defensor de la consustancialidad del Verbo, el campeón de la
inmutabilidad de la verdad revelada. Estamos en pleno arrianismo,
porque estamos en pleno racionalismo. Arrio no arrebató al Verbo
de Dios su divinidad sino para poner la creatura a su nivel; y la
filosofía contemporánea no proyecta rebajar al Verbo divino sino
para igualarse a él, digo mal, para elevarse por encima de él.
¡Huesos de Hilario, temblad de nuevo en vuestro sepulcro y clamad
una vez más: «Señor, ¿quién es semejante a ti?»”.

Tras la muerte de Hilario, la Iglesia halló un valeroso campeón de la


fe en San Ambrosio, obispo de Milán. Nació en Tréveris hacia el
357, de una familia aristocrática, siendo su padre prefecto de las
Galias. Después de la muerte de éste, se trasladó a Roma, donde
estudió retórica y derecho. Pronto fue nombrado cónsul de Liguria y
Emilia, con residencia en Milán, donde resolvió hacerse cristiano.
Mientras se estaba preparando para el bautismo, fue llamado a
intervenir como funcionario, en una disputa entre arrianos y
católicos, ocasionada por la muerte del obispo arriano Auxencio. En
el curso de su intervención, el pueblo lo aclamó como obispo, a lo
que se opuso enérgicamente el clero arriano. Ambrosio, que no
podía ocultar su extrañeza por tan extraño e inesperado
ofrecimiento, acabó por aceptar, y entonces, luego de ser bautizado,
recibió las órdenes mayores, incluido el episcopado. En el 378 se
entrevistó con el emperador Graciano, quien le pidió que le
instruyera en la fe contra el arrianismo. Cuando en el año 386 la
emperatriz Justina exigió que una de las basílicas de Milán fuese
entregada para el culto arriano, Ambrosio hizo que el pueblo fiel
ocupase día y noche el edificio en cuestión. Según cuenta San
Agustín, entonces presente en Milán y en vísperas de su
conversión, fue en esa ocasión que Ambrosio introdujo en la Iglesia
latina el uso oriental de los himnos y salmos cantados por la
multitud. Cuando Teodosio suba al poder, Ambrosio será su principal
consejero, si bien ello no obstó a que en ocasiones le echara en
cara sus desaciertos, según lo declaramos en la conferencia
anterior. Murió el santo en el año 397.

A San Ambrosio siguieron más tarde San Agustín y San Jerónimo.


Pero por razones de tiempo nos detendremos con más prolijidad en
la figura paradigmática que ha estado siempre presente a lo largo de
esta conferencia: San Atanasio. Nació hacia el 295, probablemente
en Alejandría, de una familia cristiana, de origen griego. Alejandría
era por aquel entonces un punto de encuentro de razas y religiones.
Había allí numerosos judíos, por lo general acaudalados, que vivían
juntos en barrios a ellos reservados; había paganos, adoradores de
las antiguas divinidades nacionales, sobre todo de Serapis, cuyo
culto había acabado por suplantar a los demás; había también
cristianos, algunos católicos, otros pertenecientes a conventículos
heterodoxos, maniqueos, gnósticos, etc. La persecución ordenada
por Diocleciano se hizo sentir cruelmente en Egipto y de modo
particular en Alejandría. Pulularon allí los confesores de la fe, que
fueron torturados, golpeados, colgados del techo sin poder apoyar
sus pies. Pero, como refiere un contemporáneo, la tortura no
espantaba a aquellos egipcios duros: “Ellos fijaban el ojo de su alma
en el Dios del universo, y aceptando en su pensamiento la muerte
por su religión, se mantenían firmemente en su vocación”. Se
comprende que un espectáculo semejante era ideal para suscitar
almas esforzadas, católicos heroicos. Poco más de cien años antes,
el joven Orígenes había encontrado ya en las persecuciones el
alimento de su fe vibrante y comunicativa; habiendo animado al
martirio a su propio padre y a sus amigos, había aprendido la
belleza que se esconde en el hecho de dar la vida por Cristo. Ahora
el joven Atanasio hacía como él, se ejercitaba por anticipado, al ver
sufrir a sus hermanos, o al enterarse de lo que habían sufrido, en lo
que sería su larga vida de combate ininterrumpido. ¡Cómo
aprovecharía esas lecciones de su infancia! Al fin y al cabo toda su
existencia no será otra cosa que una lucha ardiente por la verdad
católica.
De su persona física poco sabemos. Gregorio de Nacianzo alaba su
apostura y su simpatía. Juliano el Apóstata, en cambio, dice que era
de pequeña talla, pero la afirmación proviene de un enemigo. Lo que
más nos interesa es su personalidad. La educación que recibió fue
la clásica en aquellos tiempos. Frecuentó a Homero, a Platón, y
aprendió a admirar a los grandes pensadores y literatos de Atenas.
Se inició también desde su adolescencia en el conocimiento de las
Sagradas Escrituras. Asimismo resultó decisivo en su espiritualidad
la relación familiar que mantuvo con el monje San Antonio, el
patriarca del monacato en Egipto. Luego, como ya lo hemos
señalado, los monjes serían sus mejores amigos.
Ya hemos relatado cómo, siendo todavía diácono, el obispo
Alejandro lo eligió para que fuese su secretario. De ese tiempo es su
magnifico tratado Sobre la encarnación del Verbo. El tema del
Verbo, tanto eterno como encarnado, será su gran preocupación,
desde la juventud hasta la muerte. Por eso es fácil imaginar el gusto
con que habrá recitado por primera vez el símbolo de Nicea. Tal fue
su bandera de combate, el santo y seña de la ortodoxia. Por
defender dicho símbolo tendría que sufrir cinco destierros, el primero
bajo Constantino, desde 335 a 337, en la ciudad de Tréveris; el
segundo bajo Constancio, en Roma, desde 339 a 346; el tercero,
nuevamente bajo Constancio, en el desierto de Egipto, desde 356 a
362; el cuarto bajo Juliano, en el mismo lugar, de 362 a 363; y el
quinto bajo Valente, quien lo envió al desierto, si bien pudo eludir
dicha proscripción, escondiéndose en la misma Alejandría del 365 al
366. Es decir que de sus cuarenta y cinco años de episcopado pasó
diecisiete en el destierro. Todo por su defensa apasionada del
misterio del Verbo.

Atanasio fue literariamente muy prolífico, desde sus juveniles


apologías del cristianismo contra los paganos hasta sus últimos y
maduros trabajos de edificación y de exégesis. En las largas
temporadas de destierro, el libro fue para él una preciosa suplencia
de su apostolado interrumpido. Cuando le impedían hablar, cuando
su voz era demasiado débil para dominar el alboroto de los herejes,
se ponía a escribir. Entonces relataba al detalle las maniobras
desleales de los arrianos, sus mentiras, sus violencias, los
procedimientos indignos que habían usado contra él para reducirlo
al silencio y expulsarlo de su sede. Fuera de las dos apologías que
escribió durante su juventud, las demás obras, sean históricas,
exegéticas o teológicas, siempre se encaminaron a defender la fe de
Nicea. Nombremos la Apología contra los arrianos, donde se pinta
muy al vivo la agitación de aquellos tiempos, en los años 340-350; la
Apología al emperador Constancio, la Apología de su fuga y la
Historia de los arrianos para los monjes. Señalemos también su
encantador libro De virginitate, una de las joyas de la literatura
ascética.

Pero lo que más resalta en su personalidad episcopal es su


capacidad combativa. Siempre en vigilia, siempre presto a entablar
la batalla de las ideas, nunca sacando el cuerpo a las dificultades.
Bien señala su biógrafo Gustave Bardy que si es cierto que los
santos del siglo IV son gigantes, el de Alejandría es quizás el más
grande de ellos. Un obispo realmente indomable, impertérrimamente
fiel a la vocación que Dios le señaló en la Iglesia, la de ser defensor
del Verbo encarnado, el vengador de su gloria. En ningún instante,
dice Bardy al terminar su libro, hemos podido captar una señal de
desfallecimiento o de desánimo en esta alma tan magnánima,
siempre en la brecha, siempre ocupada en batallar o en preparar
sus armas. En medio de tantas defecciones y cobardías, a veces
bajo el disfraz de la prudencia, Atanasio fue siempre “columna de la
Iglesia”, como lo calificó Gregorio de Nacianzo, sin solución de
continuidad. Hubo en su vida un momento, después del doble
concilio de Rímini y de Seleucia, en que la ortodoxia de Nicea
pareció verse definitivamente arrastrada por la tempestad del
arrianismo. Entonces Atanasio fue casi el único que permaneció fiel
a la fe de su juventud.

Cultor tajante de la verdad. Recordemos aquellos intentos del bueno


de Constantino para sedar los ánimos con soluciones de
compromiso. Los dos puntos de vista eran diametralmente
diferentes. De un lado el Emperador, cuidando mantener la balanza
en equilibrio, con el deseo de reestablecer la concordia, aunque
fuera en detrimento de la ortodoxia; del otro, el obispo empedernido,
únicamente interesado en la defensa de la verdad y de los derechos
de la Iglesia.

Lo que más le ha de haber costado es su coexistencia con tantos


obispos felones y componenderos, quizás la inmensa mayoría del
episcopado de su tiempo. Políticos hábiles, hombres de terceras
posiciones, prestos a todos los arreglos y transacciones, hostiles por
lo mismo a todos los “extremismos”, como decían, su
encarnizamiento contra Atanasio tuvo por causa principal la firmeza
del obispo de Alejandría, campeón incólume de una causa tan noble
como la de la fe de Nicea y la divinidad del Salvador. Él tuvo ese
honor.

No nos gustaría pasar por alto un aspecto de su inteligente acción


pastoral. Siempre nos ha parecido que las grandes crisis de la
Iglesia sólo comienzan a remontarse con el nombramiento de un
pléyade de obispos lúcidos y valientes. No obró de otra manera
nuestro santo. Sobre todo en el ámbito de Egipto, que era el de su
jurisdicción, se preocupó por propiciar a los mejores para que
ocuparan las sedes episcopales. Aprovechando la experiencia que
le brindó su contacto con los monjes del desierto, además de recibir
sus consejos, promovió a varios de ellos al episcopado, sobre todo
cuando los veía no sólo personas espirituales sino también hombres
de temple y celo apostólico. A uno de ellos le dijo en la ceremonia
de consagración: “Tienes que saber y no dudes de ello: antes de tu
elección, vivías para ti; después, para tus ovejas. Antes de recibir la
gracia del episcopado, nadie te conocía; ahora el pueblo espera que
tú le aportes el alimento y la enseñanza de la Escritura”.

Durante uno de sus exilios, así exhortaba Atanasio a sus hermanos


en el episcopado: “No es hoy la primera vez que la Iglesia sostiene
el orden y el dogma. Ambos le fueron seguramente confiados por
los Padres. Tampoco comienza hoy la fe, sino que nos viene del
Señor a través de sus discípulos. Ojalá que no sea abandonado en
nuestros días lo que la Iglesia custodió desde el principio, ojalá no
traicionemos lo que nos ha sido confiado. Hermanos, como
ministros de los misterios divinos no permanezcáis inertes pues veis
cómo todos estos tesoros son saqueados por el enemigo”.

Si de todas las Iglesias orientales, tan prontas a acoger las


novedades, sólo la de Alejandría, que era por cierto la segunda
ciudad en importancia del Imperio en el Oriente, conservó intacta su
adhesión a la fe de Nicea, se lo debe, después de a Dios, a su
obispo, no sólo por la sólida organización con que la dotó mientras
pudo ejercer directamente su ministerio, sino también por la solicitud
con que veló por ella durante sus años de exilio, mediante cartas
festales, emisarios y quizás visitas furtivas.

Largos fueron los años de su episcopado, no menos de cuarenta y


cinco. Ya su salud se deterioraba y la vejez se iba apoderando de él.
Pero su alma permanecía siempre joven, soportando con entereza
el peso de los años y la heridas sufridas por Cristo, siempre tan
ardiente, tan tenaz, tan inquebrantable en su adhesión a la verdad
católica. Así permanecería hasta el fin. Los siete últimos años de su
vida no fueron un tiempo de reposo a no ser que se los compare con
los precedentes. Porque, cada vez más, Alejandría se iba
convirtiendo en el corazón del Oriente católico, y Atanasio en el
consejero de todos los ortodoxos. De las más diversas partes del
mundo se dirigían al gran obispo, que llevaba sobre sus espaldas el
peso de la Iglesia universal. El anciano Atanasio, desde su ciudad
episcopal, respondía a todas las consultas, aclaraba, animaba,
fortificaba. Es cierto que sus últimos escritos no son ya, como los de
los tiempos heroicos, obras de combate, incitaciones ardorosas a la
carga de bayoneta contra la herejía, sino libros serenos, reposados,
obras ascéticas, comentarios de la Escritura, sobre todo del libro de
los salmos, y su magnífica Vida de San Antonio, que data quizás de
este último período.

Después de haber sufrido y combatido tanto, “murió en su lecho”,


como se dice en la lectura sexta del segundo nocturno de maitines
del Oficio Divino correspondiente al santo, que se rezaba hasta la
última reforma conciliar de la liturgia. Hay en esta observación un
dejo de tristeza mal disimulada. Hubiera parecido más apropiado
para esta alma intrépida, la corona del martirio. Pero a la verdad
toda su vida fue un martirio, no por incruento menos doloroso.

Señalemos con Bardy, su mejor biógrafo, que pocos hombres han


sido, en vida, objeto de tanto odio y de tanto amor como él. Para sus
fieles de Egipto, no era solamente la encarnación más perfecta del
temperamento y del carácter nacional, sino que aparecía también
encomiado por la enorme autoridad de que gozaba, ya que le
bastaba con hacer un gesto o pronunciar una palabra para ser
inmediatamente seguido por todos, obispos, monjes, vírgenes, e
incluso aquellos robustos marineros de la flota encargados del
abastecimiento de cereales, que en Alejandría le formaban una
especie de guardia personal. Pero por encima de todo, para los
suyos era el obispo, el asceta, el santo; y estos títulos de alabanza,
por los que los fieles habían acogido con tanta complacencia el
anuncio de su elección episcopal, no dejaron de caracterizarlo cada
vez con mayor propiedad hasta el último día. Desde fuera de la zona
de su jurisdicción episcopal, era mirado como el representante de
una idea y de una convicción. Todos eran conscientes de que
cuando lo defendían, estaban defendiendo la fe de Nicea, e
instintivamente los ortodoxos de toda la Iglesia se agrupaban bajo
su bandera. Cada una de sus victorias era una victoria de la verdad;
cada uno de sus exilios parecía una derrota de la fe. Sus amigos le
fueron fidelísimos, en las buenas y en las malas. Del venerable Osio
de Córdoba se cuenta que cuando, en el año 357, Constancio y los
obispos arrianos, aprovechándose de su ancianidad, a fuerza de
promesas y de violencias lograron hacerle firmar una profesión de fe
ambigua, al pedirle luego que condenase a Atanasio, el anciano se
negó de manera terminante. Su cabeza debilitada se embrollaba en
la cuestiones teológicas, pero Atanasio seguía siendo para él una
persona concreta, un amigo, un compañero de lucha y el
abanderado de la ortodoxia. Fue imposible hacerlo consentir.
En cuanto a sus adversarios, se mostraron tan implacables con él
como sus amigos le fueron adictos. Desde el primer día de su
episcopado debió experimentar esta inquina: ninguna de sus
palabras, ninguno de sus actos fue pasado por alto. Todo debía
atravesar el tamiz de la crítica. Cuando se lo encontraba en falta,
con qué alegría se lo denunciaba al Emperador; si los motivos de
acusación no eran lo bastante convincentes, pronto se inventaban
nuevas causas, convirtiéndolo por ejemplo de adversario religioso
en enemigo político: está enviando oro a un pretendiente al trono,
impide el transporte de trigo, pacta con los rebeldes. Eran excusas.
Lo que más les dolía era su integridad doctrinal. Nada pinta mejor el
odio de aquellos hombres que este ruego que en uno de sus
escritos pone Atanasio en boca de sus rivales: “Te hemos suplicado
–les hace decir, dirigiéndose a Constancio–, y no hemos sido
creídos. Te decíamos que trayendo de nuevo a Atanasio,
expulsabas nuestra herejía, y he aquí que en adelante ha llenado
todo con sus escritos contra nosotros, poniendo en comunión suya a
la mayoría de las iglesias.Vuelve a perseguirlo de nuevo, y patrocina
la herejía, porque tú eres su rey”. Él mismo había escrito
textualmente, hablando de sus enemigos, en carta a los obispos de
Egipto y Libia: “Tienen sed de mi muerte; no dejan de querer
derramar mi sangre”. Fue, en verdad, un signo de contradicción.

A través del combate, la contemplación y el ardor apostólico,


Atanasio alcanzó la santidad. Enseguida de su muerte, se comenzó
a honrarlo como santo. Parece que fue uno de los primeros obispos
no mártires que hayan recibido en la Iglesia culto público. En la
extensa y solemne oración fúnebre que pronunció San Gregorio de
Nacianzo, con motivo de la muerte de su amigo, asoció en un
común elogio a Atanasio con los patriarcas, los profetas, los
apóstoles y los mártires que combatieron por la verdad.

2. El instinto sobrenatural del pueblo cristiano

No sólo fueron algunos obispos. Tras ellos hubo un pueblo cristiano


que resistió firmemente los dislates de sus malos pastores. San
Hilario tuvo la experiencia de encontrar no pocas veces más fe en el
pueblo cristiano que en sus propios pastores: Sanctiores sunt aures
plebis –decía– quam corda sacerdotum (los oídos de los fieles son
más santos que los corazones de los sacerdotes). Newman, tras
haber estudiado concienzudamente la época que nos ocupa, lo dice
de manera no menos tajante: “El pueblo católico, a lo largo y a lo
ancho de la Cristiandad, fue el obstinado campeón de la verdad
católica; los obispos no lo fueron”. Ello, por cierto, excluyendo las
gloriosas excepciones a que nos hemos referido, y a los que hubiera
que agregar varios más. El mismo Hilario escribía desde su
destierro en el Oriente: “No estoy hablando de cosas extrañas a mi
conocimiento; no estoy escribiendo de cosas que no conozco; yo he
oído y visto los defectos de las personas que están a mi alrededor,
no laicos, sino obispos. Pues bien, exceptuando el obispo Eleusis y
unos pocos más, la mayor parte de [los obispos de] las diez
provincias de Asia, dentro de cuyos límites estoy viviendo, son
verdaderamente ignorantes de Dios”.

La situación parecía generalizada, según lo atestigua el santo


obispo de Poitiers: “Casi todas las iglesias en el mundo entero, bajo
la excusa de la paz y del emperador, están mancilladas por la
comunión con los arrianos”. Y refiriéndose a un reciente concilio que
introducía nuevas mutaciones, escribe: “Los católicos de la
Cristiandad estaban extrañamente sorprendidos de encontrarse que
el cambio los había vuelto arrianos”. A su juicio, los cambios
continuos no podían sino conturbar a los fieles. “Desde el Concilio
de Nicea no hemos hecho otra cosa que redactar Credos... Toma,
por ejemplo, el último Credo del año, ¿qué alteración no habrá
sufrido? Primero, tenemos el Credo que nos prohíbe usar el
«consustancial» niceno; luego viene otro, que lo decreta y lo
predica; después, el tercero, que excusa la palabra «sustancia»,
como si hubiese sido adoptada por los Padres en razón de su
simplicidad; finalmente, el cuarto, que en lugar de excusar, condena.
Establecemos credos por un año y hasta por un mes, cambiamos
nuestras propias decisiones, prohibimos nuestros cambios,
anatematizamos nuestras prohibiciones. De esta manera, o
condenamos a los demás en nuestras propias personas, o a
nosotros mismos en los demás, y mientras nos mordemos y
devoramos entre nosotros, es como si fuéramos consumidos el uno
por el otro”.

El desconcierto era inenarrable, y la orfandad consiguiente,


desgarradora. Cuando los buenos cristianos tenían la desgracia de
caer en manos de un mal pastor, lo aislaban completamente,
dejándolo en total soledad. Leamos lo que nos cuenta un historiador
de la época. En cierta ocasión, los jefes arrianos lograron expulsar
al obispo católico de la diócesis de Samosata, supliéndolo por un
obispo arriano. Nadie, ni pobre ni rico, ni hombre ni mujer, entró en
tratos con él. Un día que fue a los baños públicos, tras su ingreso,
los encargados cerraron las puertas del local. Él les pidió que las
abriesen para que ingresara la gente que se encontraba afuera. Al
ver que nadie entraba, pensó que era por deferencia hacia él.
Entonces se retiró. Aun así la gente se resistía a entrar, pensando
que el agua había quedado contaminada por su herejía. Sólo
aceptaron hacerlo cuando los encargados cambiaron toda el agua.
Más allá de su cuota de superstición, la anécdota muestra
fehacientemente la tirria que suscitaba en la gente sencilla la secta
arriana. Al darse cuenta de la animadversión general del pueblo, el
mal pastor debió abandonar su sede.
San Hilario se hacía eco de esta situación cuando así escribía al
emperador Constancio: “No sólo con palabras sino con lágrimas, os
pedimos que salvéis las Iglesias Católicas de que se sigan
prolongando, ya de manera demasiado larga, las más penosas
afrentas, así como las actuales persecuciones e insultos
intolerables, monstruoso como es ello, de parte de nuestros propios
hermanos. Seguramente vuestra clemencia oirá la voz de los que
claman tan fuertemente: «¡Soy católico, no deseo ser hereje!».
Debería parecer equitativo a vuestra santidad, muy glorioso
Augusto, que los que temen al Señor Dios y su juicio no sean
manchados y contaminados con execrables blasfemias, sino que
tengan libertad de seguir a aquellos obispos y prelados que
observan invioladas las leyes de la caridad, y que desean una
perpetua y sincera paz. Es imposible, es irrazonable, mezclar lo
verdadero y lo falso, confundir la luz y la tiniebla, y unir, de cualquier
modo, la noche y el día. Dad permiso a los pueblos para que oigan
la enseñanza de los pastores que ellos han deseado, que ellos han
elegido...”.

Como se ve, la fe del pueblo cristiano era profunda, se le había


hecho piel. Es claro que en respaldo de esa fe se encontraban
aquellos grandes obispos, santos y doctores de la Iglesia, que los
acompañaron con su integridad y su espíritu de resistencia. Sin
embargo, no deja de llamar la atención el contraste entre las
multitudes de cristianos que permanecían fieles a la doctrina de
Nicea y los pocos obispos que la defendían a rajatabla. Newman no
ha temido considerar este tema nada sencillo, en un largo apéndice
al término de su libro sobre el arrianismo. Allí deja bien en claro que
dicho contraste no permite ninguna consideración errónea sobre la
legítima autoridad doctrinaria de la Iglesia docente, del magisterio
auténtico de la Iglesia. Sólo se trata de una cuestión histórica, no
doctrinal. Así fueron los hechos: a lo largo del siglo IV hubo un Papa
débil en doctrina así como un gran número de obispos que
claudicaron, si bien ninguna de sus decisiones fueron ex cathedra.
“Lo que yo quiero decir es que en este tiempo de inmensa
confusión, el divino dogma de la divinidad de Nuestro Señor fue
proclamado, inculcado, mantenido, y, humanamente hablando,
preservado, mucho más por la «Ecclesia docta» [la Iglesia
enseñada] que por la «Ecclesia docens» [la Iglesia que enseña]; que
el conjunto del Episcopado fue infiel a su misión, mientras que el
conjunto del laicado fue fiel a su bautismo; que a veces el Papa, a
veces el patriarca, un obispo metropolitano o de otra gran sede, y
otras veces los concilios, dijeron lo que no había que decir, u
oscurecieron y comprometieron la verdad revelada; mientras que,
del otro lado, fue el pueblo cristiano quien, bajo la Providencia,
constituyó la expresión del vigor eclesiástico de Atanasio, Hilario,
Eusebio de Vercelli, y otros grandes solitarios confesores, que
habrían fracasado sin ellos... Así fueron las cosas. El conjunto de los
obispos falló en la confesión de la fe. Hablaron de manera diversa,
uno contra otro; después de Nicea, no propusieron nada firme,
invariable, ningún testimonio consistente, y ello por cerca de sesenta
años”. Frases audaces, sin duda, pero que de ningún modo ponen
en cuestión que la verdad, a pesar de las apariencias, permaneció
en los mejores hijos de la Iglesia, siempre fiel en su esencia a la
tradición apostólica.

Volvamos, una vez más, al gran santo del siglo IV, San Atanasio.
Hoy, después de haber transcurrido tantos siglos, su recuerdo
permanece en pie. Es cierto que la Iglesia de Alejandría, a la que
dirigió durante casi medio siglo, protegiéndola con tanto cuidado de
todos los peligros, ya no es ni la sombra de lo que fue. La herejía y
el cisma la invadieron menos de un siglo después de la muerte del
gran obispo. Luego vendría el Islam, barriendo con todo. Apenas si
quedan ahora algunos fieles en esa Iglesia tan amada del patriarca.

A pesar de todo, persiste lo principal: la doctrina de Atanasio. Cada


vez que en el Santo Sacrificio de la Misa se confiesa el credo de
Nicea, cada vez que afirmamos nuestra fe en Jesucristo, Hijo único
de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios,
luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no
creado, consustancial al Padre, por quien todo fue hecho, no
podremos menos de recordar a ese gran pastor, su estampa, sus
esfuerzos, sus luchas, sus exilios, que hicieron posible la fórmula de
fe que hoy pronunciamos con entereza. Para que pudiésemos decir
eso vivió Atanasio.

***

He aquí cómo viró la nave de Pedro frente a esta terrible encrucijada


de la historia. La época que va del Concilio de Nicea al Concilio de
Constantinopla, seis largos decenios, fue una tormenta
ininterrumpida, casi peor que las persecuciones romanas, ya que
éstas no sólo fueron esporádicas sino que también provenían del
exterior de la Iglesia. El arrianismo, en cambio, pareció corroer a la
Iglesia desde sus propias entrañas. Su triunfo completo hubiera
implicado, simple y llanamente, la destrucción de la Iglesia Católica.

Vencido en el campo doctrinal, tanto en Oriente como en Occidente,


despojado de sus apoyos políticos, el arrianismo buscaría un último
refugio entre los bárbaros que se asomaban a la historia. Las tribus
germánicas, quizás influidas por las guarniciones militares romanas
que se encontraban en las cercanías, defendiendo las fronteras del
Imperio, y que nunca habían ocultado su inclinación por el ideario de
los arrianos, al abrazar el cristianismo, siguiendo a sus respectivos
caudillos, habían ya adoptado la confesión arriana. Sólo ellos
conservaron una organización eclesiástica de tipo arriano, que
perduraría hasta muy entrado el siglo VII. Pronto se arrojarían sobre
lo que quedaba del Imperio, poniendo una vez más en peligro a la
Iglesia Católica. Tal será la cuarta tempestad de la historia, que
sacudió la nave de Pedro. De ella trataremos en nuestra próxima
conferencia.

Libros consultados
Godefroid Kurth, La Iglesia en las encrucijadas de la historia,
Difusión chilena, Santiago 1942. Hubert Jedin, Manual de historia de
la Iglesia I y II, Herder, Barcelona 1990.

B. Llorca-R. García Villoslada, etc., Historia de la Iglesia Católica,


tomo I, La Edad Antigua, BAC, Madrid 1950.

Hilaire Belloc, Las grandes herejías, Tierra Media, Buenos Aires


2000.
Juan Schuck, Historia de la Iglesia de Cristo, Dinor, San Sebastián
1957.
Card. Hergenröether, Historia de la Iglesia, Bibl. de la “Ciencia
Cristiana”, Madrid 1884. J. Daniélou-H. I. Marrou, Nueva historia de
la Iglesia, tomo I, Cristiandad, Madrid 1964. John Henry Newman,
The arians of the fourth century, Longmans, Greens and Co.,
London 1919.
Impreso en EDICIONES DEL OESTE
Luis María Campos 1592, Morón, Buenos Aires, República
Argentina
Agosto del 2002

N los tiempos en que la Iglesia daba sus primeros pasos en la


historia, en los tiempos apostólicos y ya entonces, alertaba el

discípulo amado a los fieles sobre el hecho de que los tiempos del
anti-cristo ya habían comenzado. Así pues, la obra del anti-cristo,
que para los creyentes representa un acontecimiento terminal y
postrero, debe ser visto también, sin embargo, como operante
desde los comienzos. El “misterio de iniquidad” ya está actuando,
dice el Apóstol a los Tesalonicenses; ya está actuando, pero su
manifestación se dará al fin de los tiempos con caracteres inéditos.
Repetidos, pues, pero a la vez “novedosos”.

Y, entonces, estas tempestades, estas “olas” que recorren la


descripción del padre, y por las que el Enemigo ha sacudido a la
barca en sus inicios, ¿no serán las mismas con las que la sacuda al
final?, ¿las mismas, sólo que mucho más graves, porque hay
características epocales diferentes, porque “mucha agua ha corrido
bajo el puente”, y porque los tiempos no avanzan en vano?
Personalmente creo que es así, y que el valor fundamental que
resulta de la lectura de esta obra del padre es la convicción de que
en estas tres “olas” se resumen los tipos de perturbación esenciales
que puede sufrir la Iglesia, y que ellas son las que hoy soporta de un
modo acrecido y “terminal”.

FEDERICO MIHURA SEEBER de la Introducción


ISBN 950-9674-61-3

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