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Tesis Doctorado Alida Mayne-Nicholls

Esta tesis analiza las representaciones de la infancia realizadas por Gabriela Mistral y María Flora Yáñez en sus obras. Se revisan específicamente las construcciones de niñas y los espacios ficcionales en que se las ubica en las rondas de Mistral y el libro autobiográfico de Yáñez. El análisis se basa en los nuevos estudios de la infancia y la geografía cultural para interpretar los imaginarios de infancia construidos por las autoras, considerando aspectos como la agencia, voz e inocencia de

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Tesis Doctorado Alida Mayne-Nicholls

Esta tesis analiza las representaciones de la infancia realizadas por Gabriela Mistral y María Flora Yáñez en sus obras. Se revisan específicamente las construcciones de niñas y los espacios ficcionales en que se las ubica en las rondas de Mistral y el libro autobiográfico de Yáñez. El análisis se basa en los nuevos estudios de la infancia y la geografía cultural para interpretar los imaginarios de infancia construidos por las autoras, considerando aspectos como la agencia, voz e inocencia de

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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

FACULTAD DE LETRAS

“Espacios tomados:

Representación de las niñas en Gabriela Mistral y María Flora Yáñez”

Tesis presentada como requisito parcial para obtener el grado de Doctora en Literatura

Alida Mayne-Nicholls Verdi

Profesora Guía: Magda Sepúlveda

Profesor Informante Interno: Pablo Chiuminatto

Profesora Informante Externa: Lorena Amaro

Diciembre de 2018
Mayne-Nicholls 2

Espacios tomados:

Representación de las niñas en Gabriela Mistral y María Flora Yáñez

Alida Mayne-Nicholls
Mayne-Nicholls 3

Resumen

Esta tesis analiza las representaciones de infancia que realizan dos escritoras de la primera

mitad del siglo XX en Chile: Gabriela Mistral y María Flora Yáñez. El centro de la investigación

es revisar específicamente las construcciones de niñas y de los espacios ficcionales en que se las

ubica en las rondas de Mistral —especialmente las publicadas en Ternura (1945)— y el libro

autobiográfico Visiones de infancia (1947) de Yáñez. Para profundizar en esta tarea, se plantearon

dos preguntas de investigación. La primera fue identificar las estrategias retóricas utilizadas por las

autoras. Una vez determinado este punto, la pregunta que guio la interpretación fue cuál es el

imaginario de infancia que Mistral y Yáñez construyen en sus obras. El análisis se inserta en el

paradigma de la literatura comparada, por cuanto la base teórica traspasa los límites de la teoría

literaria al incorporar las propuestas de lectura de los nuevos estudios de la infancia (childhood

studies) para el análisis de las representaciones de las niñas, y de la geografía cultural para la

revisión de los espacios configurados. Los resultados de la investigación se abordan en cuatro

capítulos. Los dos primeros abordan los aspectos más teóricos: primero se revisa el contexto de

producción de Mistral y Yáñez desde una perspectiva del estatus de las mujeres en las primeras

décadas del siglo XX; y luego se discute el concepto de infancia como una construcción cultural y

se exponen ciertos elementos a considerar en el análisis, como agencia, voz, inocencia y espacios.

Los dos capítulos siguientes abordan el análisis literario propiamente tal. En primer lugar, se

presenta la interpretación sobre las rondas de Mistral desde la idea de la niña agenciada en el espacio

exterior. Luego se aborda el texto de Yáñez, con la premisa de la niña encerrada en el espacio

íntimo. Finalmente se exponen las conclusiones de la investigación. Estas destacan, por un lado, el

carácter político y revolucionario de las rondas mistralianas, al punto de traspasar los límites del

modelo establecido y dar cuenta de una estética de la ronda; y, por otro, se releva la propuesta del

género de las estampas y el desarrollo de una estética de la fragilidad de la obra de Yáñez.


Mayne-Nicholls 4

A Antonio, Tony y Rosario, mi amada familia.

A mi propia ronda de mujeres que me apoyó en este proceso de investigación y escritura.


Mayne-Nicholls 5

Índice

Introducción: Mis primeras aproximaciones para leer un imaginario de infancia 7

Capítulo 1. Contexto y construcción de las mujeres en la primera mitad del siglo XX: Las

experiencias de Mistral y Yáñez 16

El ingreso de las mujeres al trabajo 17

El trabajo y las mujeres de la élite 21

Maternidad, un asunto de Estado 25

Mujer soltera e independencia 29

Posición política y construcción del discurso propio 35

Capítulo 2. Infancia, una construcción desde el lenguaje 46

La construcción de un relato 46

Childhood studies: una aproximación desde lo multidisciplinario 56

La voz de los que no pueden hablar 60

Una perspectiva desde la capacidad de actuar 68

La configuración de los espacios de infancia 74

Literatura para niños y literatura de infancia 89

Escrituras del yo 95

Una lectura desde las niñas 101

Capítulo 3. Gabriela Mistral: la niña agenciada en el espacio exterior 116

Mistral en el espacio de la crítica 116

Ternura: una reconstrucción desde 1924 a 1945 125

Una ronda que crece 135

De qué hablamos cuando hablamos de poesía infantil 139

En el terreno de las rondas 145

Gabriela Mistral y su concepción de la ronda 151


Mayne-Nicholls 6

Las niñas y la dueña: primeros aprontes a la ronda de Mistral 159

Hermoso delirio: agencia individual y colectiva en las rondas 164

Ganarse en la ronda: ganar la propia voz 181

Todo es ronda: apropiación del espacio exterior 190

Agentes de cambio: la ronda sale desde Montegrande 193

Capítulo 4. María Flora Yáñez: la niña encerrada en el espacio íntimo 201

El espacio de María Flora Yáñez 201

Recepción crítica de la escritura de María Flora Yáñez 208

La escritura autobiográfica puesta en cuestión 218

Estampas sobre el papel 226

La estética de la fragilidad 235

La casa como un espacio de encierro 254

Conclusiones: Los imaginarios de infancia de Mistral y Yáñez y la conformación de un

pensamiento mujeril 269

Obras citadas 280


Mayne-Nicholls 7

Introducción

Mis primeras aproximaciones para leer un imaginario de infancia

Mañana abriremos sus rocas,


La haremos viñedo y pomar;
Mañana alzaremos sus pueblos
¡hoy solo queremos danzar!
Gabriela Mistral, “Tierra chilena” (1945)

Cuando mi hijo Tony nació vivíamos en un departamento de un dormitorio, así que

mi esposo, Tony y yo compartimos esa misma habitación por un tiempo bastante largo, que

se extendió por la demora en la entrega del departamento que habíamos comprado. Cuando

nos mudamos, faltaban apenas dos meses para que Tony cumpliera tres años. Él solo había

tenido la experiencia del espacio común. Recuerdo, como si hubiera ocurrido ayer, la

primera vez que lo llevé a este nuevo hogar, con sus cuartos blancos y vacíos, y le mostré

su habitación. Su primera acción fue entrar y cerrar la puerta, dejándome a mí del otro lado;

todo un acto de apropiación del espacio.

Mientras Tony crecía, yo investigaba acerca de la escritura de mujeres, asimilándola

con la acción de amamantar, por considerarla una escritura que se inscribía en un dar y

recibir (Mayne-Nicholls, “Jorge Teillier”). Cuando me enfrenté a la conformación de mi

proyecto doctoral, mi foco estaba ya del lado de la infancia. Y ese fue uno de los motivos

por los cuales se desarrolló esta investigación sobre representaciones de infancia. El

recuerdo de mi hijo encerrándose en su habitación, entre otros hechos de apropiación del


Mayne-Nicholls 8

espacio, fijó mi interés en esta relación de la infancia con el escenario en que se

desenvuelve. Y como el estudio de género ha sido una constante en mi trabajo —eso y la

convicción de que se ha estudiado más las representaciones de niños que de niñas— marcó

mi decisión de estudiar la representación de las niñas.

En los últimos años, el estudio de la infancia en la literatura chilena se ha

profundizado. Se han realizado investigaciones académicas, encuentros y simposios; de la

misma manera se han publicado libros y estudios sobre el tema, y dossiers en revistas

académicas1. Se han buscado, de esa forma, pautas, patrones, características, de la presencia

de los niños en la literatura, ya sea centrándose en personajes niños que son narradores

(como sucede con el texto Hablan los hijos de Andrea Jeftanovic) o en la presencia de la

infancia en la poesía (como Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de la infancia

en la poesía chilena, de Claudio Guerrero).

Como base interpretativa de estas representaciones, se han convocado estudios

acerca de la condición de la infancia y de los niños, que han remitido, por ejemplo, a las

propuestas del francés Philippe Ariès con respecto a que el concepto de infancia que ha

llegado hasta nuestros días surge recién durante la Ilustración, lo que redundó en la

aseveración de que la infancia es un concepto construido culturalmente. También se ha

leído la propuesta del estadounidense Ala Alryyes, en que ha revisado la historia de las

1
En cuanto a las revistas menciono el especial “Infancia y literatura” de Revista Grifo (2011) y el dossier de
Revista Aisthesis (2013), preparado por Lorena Amaro y Francisca Lange. También se han organizado las
“Jornadas narrativas de infancia en el Cono Sur” (Instituto de Estética UC, octubre de 2013); el “Coloquio
Conversaciones con Jaime Quezada: infancia y poesía” (Departamento de Literatura Pontificia Universidad
Católica de Valparaíso, octubre de 2013); el simposio “Aesthetics, pedagogies and literatures. New
theoretical approaches to literary research” (UC, 7 de septiembre de 2018); y “Literatura, temas difíciles y
espacios educacionales” (Centro de Justicia Educacional, 12 de septiembre de 2018). En Argentina, además,
tienen lugar las Jornadas de Estudios sobre la Infancia, encuentro bienal de carácter multidisciplinario que se
realiza desde 2008.
Mayne-Nicholls 9

narrativas francesas e inglesas, lo que le ha permitido aseverar que la presencia del niño en

estas literaturas constituye una metáfora para hablar de la nación.

Yo recogeré tanto la idea de que la infancia es una construcción cultural, como

aquella de que la figura de los niños es usada en términos metafóricos en la configuración

de mi propio marco de investigación. Sin embargo, he buscado otras maneras de

aproximarme a las representaciones de la infancia, por cuanto, me parece que esta suele ser

estudiada no desde ella misma, es decir, no se piensa en las particularidades de ser niño o

niña, sino que suele constituir una estrategia para estudiar otros aspectos, como la nación o

la modernidad. Aunque mi investigación tiene que ver con la configuración de niños

ficcionales, creo que al estudiarlos es posible comprender también cómo observamos a los

niños de carne y hueso. En una sociedad en que no solemos ponernos en el lugar de los

niños y niñas, estudiar sus representaciones puede servir para exponer cuáles son las

creencias culturales e ideologías en torno a ellos.

Frente a eso, lo que a mí me interesa abordar son los imaginarios de infancia, y para

poner a la infancia en el centro de mi investigación, he optado por un estudio de literatura

comparada. Por eso mi espacio de residencia teórica está en los llamados childhood studies

—o nuevos estudios de la infancia—, en que se privilegia, por un lado, la situación presente

de los niños, es decir, se concentran en lo que el niño es y no en lo que será; y, por otro, su

agencia, es decir, la capacidad de actuar de forma independiente. Aunque dichos estudios

se iniciaron en el ámbito de la psicología, y es allí donde se han introducido en Chile, se

trata de un campo multidisciplinario, en que la literatura cobra relevancia, por cuanto, el

estudio de los niños ficcionales permite adentrarnos en los imaginarios y concepciones

acerca de la infancia que tienen tanto los autores como las culturas en las que estos se

insertan.
Mayne-Nicholls 10

Los nuevos estudios de la infancia, además, al recoger el postulado de que el

concepto de infancia no es universal, sino que se construye culturalmente (Honeyman

2005), se han preocupado de no generalizar las experiencias de ser niño y niña. Si bien es

cierto que podríamos hablar de una infancia colectiva, es decir, una creación de un

imaginario representativo de una generación, en que se compartirían ciertos hitos,

costumbres o referencias culturales 2; la infancia es una experiencia personal y particular

(Guerrero, “La infancia” 2011), por lo cual no es posible hablar de “el niño”, como si fuera

posible incluir en ese término tan definitivo la variedad de experiencias de la infancia:

hechos, olores, sabores, sonidos, particulares de cada niño o niña. La investigadora Susan

Honeyman, de hecho, advierte contra la tentación de estereotipar a niñas y niños bajo un

concepto supuestamente general como “the child”, pues esto limitaría el foco del crítico al

enfrentarse a las representaciones de infancia (2005).

Es con base en el hecho de que no existe una infancia única bajo el rasgo de ser

niño, que me he centrado específicamente en la representación de niñas, porque el género

también es un factor que incide en que las experiencias de infancia sean diferentes. Esto es,

incluso, más relevante cuando nos centramos en autoras de la primera mitad del siglo XX

en Chile, época en que las mujeres todavía se preguntaban cómo salir del espacio privado

al que se las había asignado de manera tradicional para tener una participación relevante en

la esfera pública y letrada.

2
Por ejemplo, para aquellos que fuimos niños y niñas en la época de la dictadura, algunas referencias comunes
podrían ser el comienzo de la semana escolar formados en los patios de los colegios, después de haber tomado
distancia, para cantar el himno nacional. Otras típicas referencias culturales son los juguetes o series de
televisión; pero estas son asignadas externamente, es decir, no significa que todos los niños y niñas de una
generación hayan visto las series ni jugado con los mismos juguetes, sino que sirven para definir un colectivo
y no para hablar de las particularidades de sus integrantes.
Mayne-Nicholls 11

La infancia no se construye en un limbo, menos en la literatura, y es por eso que me

pareció pertinente no estudiar las representaciones de infancia en sí mismas, sino en

relación con los espacios ficcionales en que se las ubica. Para abordar el tema del espacio

he tomado algunos postulados de la geografía cultural, un campo de naturaleza

interdisciplinaria que aborda las relaciones entre los espacios y los seres humanos,

estudiando los patrones que se establecen, las interacciones y cómo se organiza el espacio.

Y la razón de elegir este foco se encuentra en que la geografía cultural cree también que la

infancia es una construcción cultural, la cual puede y es dirigida a través de los espacios

que se les asignan a niños y niñas. Más específicamente, este campo se preocupa de estudiar

cómo los espacios destinados a la infancia —que son creados por adultos— influyen en la

forma de criar y educar y, en el fondo, establecen qué se busca de los niños y qué se espera

de ellos como futuros adultos (Gagen 2004).

La geografía cultural se ha hecho cargo, además de revisar las representaciones del

espacio en la literatura, el arte y los medios de comunicación, por cuanto también develan

las concepciones que existen acerca de la infancia y de los lugares que esta ocupa y cómo

lo hacen. En la presente investigación los espacios —tal como las niñas que los ocupan—

son creaciones de las autoras; y lo que busco aquí es establecer la relación entre estas niñas

ficcionales y los espacios representados que ellas ocupan.

Aunque la presente investigación no trata sobre niñas reales, sino sobre

representaciones, estas son, de todos modos, particulares y no generalizadoras. Las

representaciones de niñas que han plasmado en la poesía y la narrativa las autoras que

abordo en esta investigación —Gabriela Mistral y María Flora Yáñez— no hablan de una

sola manera de ser niña, no construyen un, por así llamarlo, ideal de niña. Tal como las

niñas de carne y hueso, estas niñas conformadas por palabras, ritmos, formas, volumen,
Mayne-Nicholls 12

gestos, y que encontraremos en las siguientes páginas, se constituyen de forma singular,

con características propias. Esto da cuenta de que los imaginarios de infancia, y más

específicamente, los imaginarios de infancia de Mistral y Yáñez son distintos, particulares,

personales; a pesar de que ambas autoras —aunque no pertenecen a la misma generación—

son contemporáneas. En esa línea, contrastar esos imaginarios con su contexto puede dar

luces acerca del espacio en que podríamos inscribir a estas autoras.

Mi interés en las obras de Mistral y Yáñez se sustenta en la convicción de que las

obras que aquí abordo —las rondas de Mistral y el libro Visiones de infancia de Yáñez—

han sido subestimadas. Por un lado, las poesías con tema de infancia de Mistral suelen ser

invisibilizadas dentro de su corpus poético, como si no estuvieran a la altura temática y

estilística del resto de la obra de Mistral. Esto refleja cómo los temas de infancia en la

literatura son vistos, en general, de forma superficial, por considerarse que su función no

es tanto estética como didáctica. Pero si la propia Mistral proponía la elevación estética de

las obras dirigidas a los niños, entonces creo que reposicionar sus rondas en el contexto de

su corpus es una tarea que quiero emprender. De la misma manera, creo que el libro de

Yáñez tiene una estética tan particular y tiene tanto que decir, potencialmente, respecto de

las niñas y de las mujeres, que es necesario reubicarlo —y de paso reposicionar a Yáñez—

en el campo literario chileno. El lugar de Mistral es indiscutible, pero considero necesario

ir anotando el aporte de otras escritoras cuyos trabajos, por diversos motivos, han

desaparecido de la esfera literaria. En este sentido, abrazo una perspectiva feminista de ir

redescubriendo estas mujeres que fueron abriéndonos paso en el campo intelectual a

quienes hoy trabajamos como críticas y académicas.

La investigación está divida en cuatro capítulos. El primero aborda los contextos en

que Gabriela Mistral y María Flora Yáñez crecieron y escribieron, como una manera de
Mayne-Nicholls 13

presentar las experiencias específicas y diferentes entre sí de estas dos autoras. Para esto

me referiré a algunos temas relevantes en la construcción del estatus de las mujeres en la

primera mitad del siglo XX en Chile: el ingreso de las mujeres al trabajo; el trabajo y las

mujeres de élite; la maternidad como un asunto de Estado desde el cual se proyecta a las

mujeres; la soltería y la independencia mujeril; y la posición política y la construcción del

discurso propio, especialmente pensando en los pensamientos de Mistral y Yáñez en torno

a la mujer.

El segundo capítulo aborda los principales conceptos que usaré en el análisis de las

representaciones, tanto de las niñas como de los espacios. Comenzaré delineando la idea

de que la infancia es una construcción que siempre está dentro del lenguaje y, como tal, las

representaciones de infancia tienen que ver con la construcción de un relato. Luego

explicaré qué son los nuevos estudios de la infancia, y desde qué perspectiva estudian a los

niños y niñas, de manera de ir componiendo algunos conceptos clave para este campo,

como las ideas de inocencia, voz y agencia. Luego abordaré la configuración del espacio,

cómo este también es una construcción cultural y cómo se puede vincular con las

representaciones de infancia. Posteriormente abordaré la diferencia entre literatura para

niños y literatura de infancia, en una propuesta cuyo enfoque son las representaciones

literarias antes que los posibles lectores y su recepción. También me referiré a las escrituras

del yo para dar algunas ideas con respecto a la autobiografía, centrándome en aquellas

escritas por mujeres. Finalmente dejaré establecido que mi enfoque no solo tiene que ver

con las niñas, sino que se inserta en la crítica feminista.

El tercer capítulo se centra en la obra de Gabriela Mistral y está destinado a mostrar

la configuración que hace la poeta de niñas agenciadas que ocupan espacios exteriores y

agrestes. Para esto, me referiré a cómo la crítica ha leído los textos sobre infancia de
Mayne-Nicholls 14

Mistral, centrándome al principio en el libro Ternura de 1924 y cómo este fue reelaborado

en su edición de 1945. Esto me llevará a una definición del corpus que abarca todas las

rondas escritas por Mistral, y no solo las publicadas en Ternura. Para esto, me explayaré

primero sobre qué se entiende por poesía infantil y cómo preferiré el término poesía de

infancia o con tema de infancia. Luego me explayaré en torno al modelo de ronda que

Mistral construye. El centro del análisis estará referido a cómo es la construcción de las

niñas en las rondas mistralianas, teniendo presente el concepto de agencia y también la

configuración de los espacios.

El último capítulo está dedicado a Visiones de infancia de María Flora Yáñez, y se

embarca en el análisis de la niña encerrada en el espacio íntimo del hogar familiar. Abordaré

aquí la recepción crítica de la obra de Yáñez y también el cuestionamiento que se puede

hacer al carácter autobiográfico de su libro, al analizar la evolución que este va

experimentando en las sucesivas ediciones realizadas por la autora. Me centraré en la

configuración de la niña que realiza desde lo que he llamado una estética de la fragilidad,

y cómo esta se inserta en el modelo de escritura de Yáñez que son las estampas. Abordaré

los conceptos de inocencia y de voz, caracterizando la infancia que Yáñez construye, para,

finalmente referirme a los espacios que la escritora constituye y cómo la niña ficcional

interactúa con esos espacios.

El último apartado presentará las conclusiones de esta investigación, buscando

entretejer las lecturas de infancia de ambas autoras. Asimismo, se propondrán algunas

líneas para seguir fortaleciendo el análisis de las representaciones de las niñas en la

literatura chilena.

Esta investigación ha representado un viaje tanto personal como intelectual, en el

que he ido analizando la obra de estas dos escritoras, Gabriela Mistral y María Flora Yáñez,
Mayne-Nicholls 15

y profundizando con cada nueva lectura, especialmente al darme la oportunidad de hacerlas

dialogar a través del espacio de la página escrita. Pero también ha sido la oportunidad de ir

construyendo un discurso propio acerca de las representaciones de infancia en la literatura,

de buscar nuevas bibliografías y nuevas formas de observar la infancia literaria, como una

manera de visibilizar el trabajo de estas dos escritoras y exponer el imaginario que ellas

construyeron acerca de la forma de ser niñas en Chile. Tal vez conocer ese imaginario nos

permita conocer más profundamente el pensamiento de estas escritoras, darle un lugar de

estudio a las literaturas de infancia y observar críticamente la forma en que construimos la

infancia real de las niñas en nuestro país. Los invito, entonces, a recorrer con su lectura este

camino que inicié hace cuatro años.


Mayne-Nicholls 16

Capítulo 1

Contexto y construcción de las mujeres en la primera mitad del siglo XX:

Las experiencias de Mistral y Yáñez

Gabriela Mistral y María Flora Yáñez viven el cambio de siglo. Mistral nace en

1889 en Vicuña, entonces una pequeña localidad al interior de La Serena en la IV Región;

Yáñez nace en 1898 en Santiago, la capital de Chile. Se ubican en distintos paisajes del

país, pero también en diferentes espacios sociales y económicos. Las distintas realidades

en las que se insertan dan cuenta de las diferencias que se pueden encontrar en Chile en la

época finisecular y, luego, en la primera mitad del siglo XX.

Siguiendo a Toril Moi, es relevante desde el punto de vista de la crítica feminista,

describir las particularidades de las experiencias de las dos autoras, porque puede que

ambas tengan como objetivo establecer sus figuras mujeriles en la esfera pública nacional,

pero sus necesidades son diferentes y, por lo tanto, la forma de hacerles frente también lo

es. En el presente capítulo me enfoco en la revisión del contexto general en que crecieron

y comenzaron a desarrollar su obra, teniendo presente algunas ideas principales como el

trabajo, la soltería y la maternidad, como una manera de configurar, además, cuál era la

construcción de mujer que existía en la época, contrastándola con las experiencias de las

dos escritoras. Es importante dejar explícita la diferencia de nueve años que existe entre

ambas autoras, lo que, claramente, nos muestra que no pertenecían a la misma generación.

Sin embargo, las expectativas y actitudes de la época frente a la mujer no muestran grandes

diferencias.
Mayne-Nicholls 17

El ingreso de las mujeres al trabajo

El nacimiento de Mistral y Yáñez coincide no solo con el fin de siglo, sino con una

situación económica frágil en el país, que dará paso a una crisis financiera entre los años

1890 y 1893 que “redujo los salarios durante más de diez años y obligó a más mujeres a

trabajar” (Lavrin 80). Como explica Asunción Lavrin no fue un imperativo personal, sino

la necesidad la que impulsó a las mujeres a trabajar —y también a los niños y niñas—

debido a que el salario del hombre no era suficiente para cubrir los gastos familiares. En

ese contexto no es de extrañar que la madre de Mistral trabajara como modista, y que la

poeta, entonces Lucila Godoy, tuviera que emplearse desde joven, iniciando así su carrera

como profesora3. Esto se ve exacerbado por el abandono del hogar del padre, Jerónimo

Godoy, cuando Mistral tenía tres años, por lo cual todas las mujeres de la casa debían

empezar a trabajar de forma temprana.

Empecé a enseñar, como maestra rural, a la edad de 15 años, y tres años más tarde

pasé a la enseñanza secundaria o de humanidades, donde, como profesora primaria

y como directora de liceo después, he trabajado otros 15 años, recorriendo peldaño

a peldaño todo el escalafón del magisterio (Vivir y escribir 23).

En 1904 Lucila ya trabajaba: era ayudante en la Escuela de la Compañía Baja en La

Serena. Según datos del Censo de 19074, el que además incluyó el primer estudio laboral

realizado en la historia de Chile, más de 108 mil mujeres trabajaban. Anotemos, sin

3
Como maestra trabajó en varias escuelas rurales y fue más tarde directora del Liceo de Niñas en Punta
Arenas (1918) y del Liceo de Niñas de Temuco (1920). Entre 1922 y 1925 estuvo fuera de Chile, los dos
primeros años en México. Cuando regresó a Chile en 1925, se jubiló después de una vida de trabajo como
mujer independiente. Esto no implica que haya dejado efectivamente de trabajar, no solo por su labor poética.
Además, se dedicó a hacer “periodismo intenso” (Vivir y escribir 134), el que, de hecho, fue una entrada
monetaria importante; hacia 1930 escribía seis artículos mensuales y era corresponsal de El Mercurio de
Chile y de otros importantes periódicos hispanoamericanos: La Nación de Buenos Aires, ABC de Madrid, El
Tiempo de Bogotá y El Universal de Caracas (Vivir y escribir 2013).
4
En 1907 la población femenina en Chile era de 1.625.058 (C. Sepúlveda 2008).
Mayne-Nicholls 18

embargo, que el censo solo contempló tres provincias: Santiago, Valparaíso y Concepción;

pero de esos datos podemos tomar que había 1.821 maestras y 1.335 maestros. Es la única

ocupación en que se da una situación de igualdad entre hombres y mujeres; en la mayor

parte de las ocupaciones (como las ligadas al comercio) las mujeres no constituían más del

20% de la fuerza laboral, si bien había oficios en que la presencia era absolutamente

mujeril, como sucedía con las matronas y las modistas, o con alta presencia de mujeres,

como ocurría con los sirvientes, en que representaban el 79% de la fuerza (Lavrin 2005).

Podemos complementar estas cifras con las de 1913, en que se precisa que las mujeres

representan el 22,1% de la fuerza laboral; sin embargo, casi la totalidad de dichas mujeres

(97%) eran obreras (Lavrin 2005).

De la masa de mujeres que habían entrado al mercado laboral en las primeras dos

décadas del siglo XX, las maestras —entre las que se encontraba Lucila Godoy—

constituían un porcentaje mínimo, pero su situación era bastante especial. No es casual que

hubiera más profesoras que profesores; eso respondió a un proyecto de Estado comenzado

en la década de 1870 (veinte años antes del nacimiento de Mistral) y destinado a la

“feminización de la docencia” (Rivera 158). Esto no es signo, sin embargo, de una

conquista feminista, sino, como explica Carla Rivera, de “la valoración positiva de las

condiciones ‘naturales’ de la mujer para el ejercicio de la docencia” 5 (159). La misma

Gabriela Mistral coincidía con una supuesta tendencia natural de las mujeres para ser

profesoras, como expondría años más tarde:

5
La misma Carla Rivera deja constancia, sin embargo, de que esta concepción sobre la naturaleza apropiada
de la mujer para ser maestra era fuertemente combatida por los sectores conservadores chilenos, que insistían
que la educación de niños y jóvenes debía quedar en manos de los hombres, por cuanto “dudaban de las
condiciones intelectuales y morales de las mujeres” (159).
Mayne-Nicholls 19

La mujer no tiene colocación natural —y cuando digo natural, digo estética— sino

cerca del niño o de la criatura sufriente … Sus profesiones naturales son las de

maestra, médico o enfermera, directora de beneficencia, defensora de menores,

creadora en la literatura de la fábula infantil, artesana de juguetes, etc. (“Una nueva

organización” 55).

Mistral reflexiona al respecto en 1927; su postura era la de una división genérica

del trabajo; es decir, que las mujeres tuvieran ocupaciones afines a sus condiciones

naturales, dejando a los hombres las tareas más pesadas físicamente 6. Hacia esa fecha la

cifra de mujeres dedicadas a la educación había aumentado, según consta en el censo de

1930 eran 12.568 mujeres (Lavrin 2005). Sin embargo, no se trataba solo de fomentar que

las mujeres se dedicaran a la enseñanza, sino que esto vino de la mano de una

profesionalización ya fuera a través de las escuelas normales o de los estudios

universitarios. Esta situación contrasta con la realidad que vivió Gabriela Mistral, quien

intentó ingresar a la Normal de La Serena en 1905 para formalizar una carrera que había

aprendido en la práctica y con mucho estudio personal; aprobó los exámenes, sin embargo,

su escritura pública la dejó fuera de las aulas normalistas. La misma Mistral relató cómo se

enteró de que no había sido admitida el mismo día en que debía comenzar sus clases; no le

dieron ninguna explicación, a pesar de los reclamos de su madre:

Solo años más tarde supe por qué yo había sido recibida primero y luego echada de

la Normal, de boca de la propia Teresa Figueroa 7. Resulta que por aquel tiempo yo

6
Podemos observar que Gabriela Mistral plantea una diferenciación genérica en base a supuestas cualidades
naturales e intereses, que serían distintos para hombres y mujeres. Una idea afín subyace a su libro Lecturas
para mujeres: “He observado en varios países que un mismo Libro de Lectura se destina a hombres y mujeres
en la enseñanza primaria y en la industrial. Es extraño: son muy diferentes los asuntos que interesan a niños
y niñas” (8).
7
Teresa Figueroa era la subdirectora de la Normal de La Serena y fue la encargada de informarle a Mistral
que no había sido admitida (Vivir y escribir 31).
Mayne-Nicholls 20

leía libros que me prestaba un curioso hombre que yo conocía, don Bernardo

Ossandón, un astrónomo que me había hecho leer a Flammarion, y yo había escrito

un artículo en que decía que “la naturaleza era Dios”. A causa de aquella frase

pagana, el capellán de la Normal dijo, en consejo de profesores, “Esta niña es

naturalista” y pidió que yo no fuera admitida. Yo ni siquiera conocía el significado

de aquella palabra (Vivir y escribir 31-32).

Aunque realizó y aprobó los exámenes necesarios para trabajar como maestra,

Mistral fue una autodidacta: “No hice nunca estudios regulares, sufriendo los exámenes

como profesora de Normal, sin haber estudiado en ninguna Normal. Y tengo el título de la

Universidad de Chile, en forma extraordinaria” (Vivir y escribir 23). La poeta comenzó a

trabajar por necesidad y muy joven. Las mujeres de clase popular eran el grueso de la fuerza

laboral femenina a finales del siglo XX, en general desempeñándose como obreras. Pero el

cambio de siglo movería también a las clases medias y acomodadas a la esfera laboral. En

el caso de Mistral, nacida en el seno de una familia de clase media de provincia, hija de

profesor, las dificultades económicas forzaron su introducción al trabajo; su hermana

Emelina también había trabajado como maestra desde joven. La situación de su familia no

era extraordinaria: la inestabilidad económica del país se mantuvo en términos de “inflación

ascendente y las diversas crisis económicas que ocurrieron entre 1915 y 1030 obligaron a

muchas mujeres de clase media a buscar empleo fuera de casa” (Lavrin 122). No se trataba

solamente de mujeres que debían apoyar a esposos que no podían sostener por sí solos a la

familia, sino que muchas de ellas eran o bien jefas de familia o bien mujeres independientes,

como en el caso de Gabriela Mistral.

Cuando yo llegué a Santiago y me hablaban con demasiado aparato del feminismo

como si estuvieran inventando en ese momento el trabajo de las mujeres, yo oí


Mayne-Nicholls 21

aquello sin ninguna novedad y me sonreía un poco respecto del problema femenino,

y me venía de que yo me había criado viendo hacer ese trabajo a las mujeres,

enseñándome a mí misma estas labores y me parecía el descubrimiento del trabajo

femenino el descubrimiento del agua caliente… (Caminando se siembra 55).

Era la experiencia de su hogar. Su madre, Petronila Alcayaga, era modista. Y tanto

Mistral como su hermana Emelina se habían dedicado a la docencia. Así, que las mujeres

trabajaran era tan común como levantarse cada mañana. Las palabras de Mistral no son

solo anecdóticas, además se trasluce una crítica con respecto a la desconexión que había

entre las feministas chilenas de clase alta —preocupadas de su propio desarrollo— y las

mujeres de clase popular, que llevaban décadas dedicadas al trabajo fuera del hogar para

poder ayudar en la manutención de sus familias.

El trabajo y las mujeres de la élite

Mientras Gabriela Mistral trabajaba desde la adolescencia, María Flora Yáñez vivía

otra situación. En su familia eran los hombres quienes trabajaban. Su padre, Eliodoro

Yáñez, tenía la oficina de abogado en casa, mientras que la madre, Rosalía Bianchi, cumplía

con el rol esperado de la época —ser madre y esposa—. Además, como otras esposas de la

élite, la madre de Yáñez se encargaba de dirigir la casa y recibir a las visitas. En cuanto a

las labores físicas que involucra una casa, estas no le correspondían a ella:

Mi madre, gran ama de casa, se levantaba tarde y después, secundada por varias

criadas, se ponía a la obra. Era preciso tener siempre un té suculento para recibir a

sus hermanos y cuñadas que acudían a diario. Y era preciso también aperarse para

los recibos nocturnos que estaban cada vez más concurridos y que atraían a un
Mayne-Nicholls 22

sinnúmero de importantes figuras políticas, sociales y literarias (Yáñez, Historia de

mi vida 89).

Las experiencias de las madres dan cuenta de cómo cambiaba el lugar de la mujer,

dependiendo de la posición socioeconómica de la familia. Mientras Petronila Alcayaga

trabaja cosiendo para ayudar a componer el sustento familiar; Rosalía Bianchi teje y borda

en compañía de sus hijas más tranquilas no porque tenga que hacerlo para sobrevivir, sino

porque era parte del paquete de ser una señora de sociedad. Sus hijas, en tanto, serían

testigos y protagonistas de los cambios culturales que vinieron con el cambio de siglo,

aunque también habrá diferencias provenientes de sus condiciones socioeconómicas y,

también, de los intereses particulares de Mistral y Yáñez, y sus formas diferentes de

alcanzarlos.

El cambio de la situación de la mujer con el advenimiento del nuevo siglo pasó de

ser una necesidad económica a convertirse en un objetivo en sí mismo: una mujer que

trabaja adquiere un nuevo valor y se convierte en una persona independiente. No todos los

grupos lo veían, sin embargo, desde esa perspectiva. Por ejemplo, los grupos anarquistas

denunciaban que la mujer trabajadora suponía una competencia desleal para los hombres,

ya que por ganar menos desplazaban a los hombres de ciertos trabajos; por el contrario,

“socialistas, feministas y reformadores sociales comprendieron muy pronto la importancia

política del trabajo femenino, y sostuvieron que la mujer que trabajaba y pagaba impuestos

tenía pleno derecho al voto” (Lavrin 78). La participación femenina en la fuerza laboral

removió varios aspectos de la sociedad chilena, como lo plantea el asunto de los derechos

políticos de las mujeres que menciona Lavrin, una lucha que se extendería durante décadas.

También planteó problemas directamente ligados al trabajo femenino, en particular lo

referido a las distintas condiciones que se les imponían a las mujeres, en especial los
Mayne-Nicholls 23

menores sueldos; y removió un aspecto en que se basaba la sociedad chilena: que el lugar

de la mujer era la casa.

El que se limitara la actividad de la mujer a la esfera privada —una imagen que

primaba en el siglo XIX en Chile— no solo indicaba qué podía hacer, sino —de manera

más relevante— qué le estaba prohibido, y esto era intervenir en los asuntos sociales y

políticos. Así, cumplir con las labores domésticas, cuidar de los hijos, del esposo o de los

padres ya mayores, involucraba no intervenir en las decisiones públicas del país. El trabajo

femenino removió esas estructuras, pero no les puso fin. Diamela Eltit plantea que, en

cambio, la mujer debió “batallar contra la paradoja de tener que cumplir con un modelo

que la perpetúa en la dependencia, a la vez que, en forma ascendente, se compromete en

actividades que la califican como responsable social” (46). Mujeres de clase media y de la

élite del país comenzaron a tener una participación pública, en que promovían, por ejemplo,

la educación de la mujer y el voto femenino, al mismo tiempo que declaraban que no

querían ocupar el lugar del hombre, sino convertirse en aliados. Es el caso de dos

contemporáneas de Mistral y Yáñez: Amanda Labarca e Inés Echeverría (Iris). Labarca

(1886-1975), ella misma de clase media, profesora y escritora se refiere a la condición de

la mujer durante la primera mitad del siglo XX como “entre dos órbitas: la del hogar y la

del mundo, la participación en cuyas múltiples actividades desconocieron nuestras abuelas”

(158). Esta situación, sostenía Labarca, ponía a las mujeres en una encrucijada, porque

debían seguir preocupadas del ámbito doméstico. De hecho, la preocupación por la

maternidad será un tema clave durante esas primeras décadas del 1900.

A diferencia de Mistral, Yáñez no tuvo la necesidad de trabajar desde joven para

ayudar en casa. La independencia tampoco parecía estar dentro de las expectativas reales,

a pesar de que lo escribía acerca de su época de soltería: “Nunca me resignaría a ser solo
Mayne-Nicholls 24

una buena dueña de casa. Era indispensable que se realizaran mis inquietudes artísticas”

(Historia de mi vida 117). La palabra clave de esa declaración es “solo”, ya que da cuenta

de que ser dueña de casa —como su madre— era parte de su futuro. De hecho, al poco

tiempo de esas palabras, conoció a José Echeverría, un ingeniero algunos años mayor que

ella; después de un breve cortejo, la pareja se casó cuando Yáñez tenía cerca de veinte años.

Recuerda al respecto:

Me propuso matrimonio diciendo: —“Tengo ya mi pasaje, necesito un descanso;

mi trabajo y mil problemas de otro orden me han agotado. Habría dos alternativas:

o me espera sólo un año o nos casamos dentro de tres meses”. Yo no titubeé: —“Me

voy con usted aunque esto sea muy precipitado. No creo que mis padres se opongan”

(Historia de mi vida 120).

Hacia 1922, Yáñez había tenido ya cuatro hijos: de ellos, dos niñas murieron cuando

tenían poco más de un año. Yáñez tenía veinticuatro años y su vida había estado ligada al

actuar de los hombres de la familia: primero su padre y luego su esposo. Fue debido a los

movimientos de los hombres, que Yáñez sale de Chile y vive, por ejemplo, en Francia. En

esa misma época Mistral estaba viajando a México, invitada por José Vasconcelos,

entonces ministro de Educación, para que ayudara en el proceso reformador del sistema

educativo mexicano. Desde 1911 que Mistral se había alejado de casa, gracias a su trabajo

como profesora primero, y luego como directora, desplazándose por distintas localidades

—grandes y pequeñas— de Chile. Es cierto que ambas escritoras tienen casi diez años de

diferencia, pero las distintas experiencias de vida que tienen responden a los diferentes

círculos de los cuales provenían. Mistral hace de la pedagogía su carrera, de la misma

manera que María Flora Yáñez pareciera encaminarse desde joven a ser un ama de casa

profesional. Además, se presenta un aspecto ineludible, el hecho de que en la época el


Mayne-Nicholls 25

estatus de la mujer parecía provenir de su condición de convertirse en madre. Esto llevará

a Yáñez a intentar ser madre desde su matrimonio, y llevará a las primeras lecturas sobre

la poesía de Mistral que intentaban ver en su escritura un sentimiento de maternidad

frustrada.

Maternidad, un asunto de Estado

Estudiando las contradicciones culturales que ha involucrado la maternidad en

Estados Unidos a partir del siglo XX, Sharon Hays sostiene que la crianza infantil se había

convertido en sinónimo de maternidad (1998). Esa misma concepción puede encontrarse

en el Chile de la época de Mistral y Yáñez. A pesar de que las mujeres habían ingresado al

campo laboral y exigían sus derechos a estudiar en la universidad y votar, al cambio de

siglo, ya fuera en el ámbito privado o en el público, “la mujer continuaba siendo madre,

virtuosa y formadora” (Sanhueza 334). En la práctica, la crianza de los hijos seguía

dependiendo de la madre, aunque esta hubiera ingresado al campo laboral. De hecho, las

mujeres que abogaron por los derechos de las mujeres hacia la década de 1920 incluían el

tema de la maternidad en sus posturas. Ana María Stuven llama a esto “feminismo de la

maternidad” (“El asocianismo femenino” 110) y citaba entre sus representantes a Amanda

Labarca, Gabriela Mistral, Elena Caffarena y Eloísa Díaz 8: “La díada madre-hijo fue un

tema predilecto del feminismo” (Stuven, “El asocianismo femenino” 111). Esta postura se

apoyaba en las altas tasas de mortalidad infantil de la época, lo que derivó en exigencias en

relación con la salud como una forma de combatir esta realidad.

8
Elena Caffarena (1903-2003), abogada y activista feminista, especialmente a través del Movimiento Pro-
Emancipación de la Mujer Chilena, Memch, fundado en 1935, del cual fue secretaria general. Eloísa Díaz
(1866-1950) fue la primera mujer en graduarse como médica en 1887.
Mayne-Nicholls 26

El problema de la mortalidad infantil es clave en la consideración de la maternidad

que se realiza en las primeras décadas del 1900. Las tasas no solo eran altas en Chile, sino

en los países del Cono Sur, Argentina y Uruguay. En el caso específico de Chile, donde los

mayores índices se registraban en Santiago, el asunto era gravísimo. En 1908 la tasa era de

trescientos veinticinco muertes por mil nacidos, cifra que bajó un poco entre 1915 y 1930,

a doscientos treinta y cuatro por mil, pero después de eso la cifra se mantuvo sin mejoras a

lo largo de los años. No solo se trataba de los recién nacidos: en 1905 los niños menores de

cinco años fallecidos representaban el 49,3% del total de muertes (Lavrin 2005).

La familia de María Flora Yáñez da cuenta de que la mortalidad infantil no era un

problema exclusivo de las clases más pobres, sino que atravesaba todos los estratos. La

escritora relata en sus libros las muertes de dos hermanos (Visiones de infancia) y de dos

hijas (Historia de mi vida). Yáñez se describe como devastada luego de haber perdido a sus

dos hijas, “un ser de tinieblas” (Historia de mi vida 130) se llama a sí misma; y, de todas

maneras, la maternidad se mantiene en el horizonte: “Ahora que no puedo ir a Europa, sólo

siento un anhelo: tener otro hijo” (Historia de mi vida 134). Es decir, la precariedad de la

salud infantil no representaba una merma en la identificación de las mujeres con el de ser

madres. Por el contrario, lo que se trató de hacer fue mejorar las condiciones de salud para

revertir la mortalidad infantil. Por eso, no es de extrañar que en un contexto así, presionado

además por la alta migración campo-ciudad que se daba en Chile, el país hiciera eco del

higienismo9, ciencia que estableció la higiene como la principal forma de mejor las

condiciones de salud. El desarrollo del higienismo en el país (a partir de 1870) se vincula

9
El higienismo se desarrolló en Europa a partir de 1790 e identificaba a la pobreza, la falta de higiene y las
condiciones de vida insalubres de los trabajadores como los principales focos de la propagación de las
enfermedades y la mortandad (“Ciencia de la higiene”).
Mayne-Nicholls 27

con esa construcción que identifica a los niños con el futuro de la nación, de tal modo que

proteger a los niños representaba, en última instancia, proteger a Chile.

La protección de la maternidad y de la infancia tocaba a quienes se autotitulaban

higienistas, un grupo de médicos y sociólogos que veían en los programas de salud

pública una forma de mejorar el perfil sanitario urbano y conseguir que sus países

se acercaran a los modelos europeos y estadounidenses de progreso social (Lavrin

132).

Esta premisa de mejorar la salubridad urbana redundó en la elaboración de políticas

de protección, las que estaban enfocadas en las mujeres, porque eran madres, y a sus hijos,

quienes se veían más afectados. Los higienistas buscaban enseñar a las mujeres “cómo

cumplir mejor su papel de madres” (Lavrin 138), es decir, las mujeres, en cuanto madres,

eran las responsables de la salud de los niños y niñas, debido a que a ellas se les había

encargado, culturalmente, la crianza de los hijos. Los higienistas también se preocuparon

de incorporar profesionalmente a las mujeres al ámbito de la salud. Esta promoción estaba

en concordancia con una creencia extendida de la época: las mujeres debían ejercer oficios

y profesiones ligadas a sus supuestas cualidades naturales que han vinculado a las mujeres

con la noción de cuidadoras 10. La propia Mistral se incluía entre quienes defendían una

división sexual de los oficios, según la cual era comprensible que las mujeres trabajaran

ligadas a la salud, por ejemplo, como enfermeras y médicas; aunque la cifra de estas últimas

todavía era baja: en 1907 solo había siete médicas11 (C. Sepúlveda 2008). De todas

10
En la actualidad, se sigue identificando a las mujeres en el papel de cuidadoras, especialmente en el ámbito
familiar, ya sea de los hijos, los enfermos o los ancianos. En este sentido se advierte una “inequidad de género
en el cuidado informal, donde es la mujer quien ejerce esta actividad invisible y exigente dentro del sistema
del cuidado de la salud” (Vaquiero Rodríguez y Stiepovich Bertoni 10).
11
A través del Decreto Amunátegui de 1887, se aseguró el acceso de las mujeres a la universidad. Sin
embargo, en la práctica no significó una presencia masiva de mujeres, por cuanto los planteles limitaban los
Mayne-Nicholls 28

maneras, el énfasis estaba puesto en que las madres tuvieran más conocimientos para cuidar

a sus hijos. Estas perspectivas destapan el imaginario de la época en que las mujeres más

que ser vistas como tales, eran vistas como madres: o ya eran madres o pronto se

convertirían en una. Por eso: “[l]a capacitación de la mujer en la entrega de mejores

cuidados salvaría las vidas de los hijos y entregaría a las madres un nuevo sentido de

responsabilidad y orgullo en torno a su función” (Lavrin 139). Es así que nacen conceptos

como el de la puericultura, esto es, el cuidado materno-infantil, clave en tanto que constituía

no solo una disciplina para ser enseñada, sino también por su enfoque preventivo, esto es,

impedir que el niño enfermara (Posada Díaz, Gómez Ramírez, y Ramírez Gómez 2005).

La puericultura fue abordada tanto desde la medicina como desde el Estado. Los

médicos realizaron en el Cono Sur congresos al respecto, en que fomentaban que el cuidado

que la madre hiciera de sus hijos debía tener un carácter científico; por su parte, el Estado

avaló dichas posturas estableciendo leyes y políticas que respaldaran dicho cuidado (Lavrin

2005). Esto implicó un verdadero culto a la maternidad, que ya era vista como la función

única de las mujeres adultas y, al mismo tiempo, significó refrendar una visión tradicional

acerca del papel de la mujer en la sociedad, esto es “que la identidad femenina se definía

casi exclusivamente en su rol formador de la familia” (Stuven, “La mujer ayer y hoy” 4).

Las mujeres no solo debían convertirse en madres, sino que se les encargaba políticamente

el cuidado de sus hijos, porque de ello dependía la salud de sus propios hijos y el destino

de la nación. Pero al momento de convertir a la madre en la responsable del desarrollo sano

de niños y niñas, se exime de tal responsabilidad a los padres, nuevamente reforzando la

división tradicional de géneros: la mujer en la vida doméstica y el hombre en el ámbito

cupos destinados a las mujeres. Por ejemplo, en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile solo el
10% de las plazas de cada promoción podía otorgarse a mujeres (C. Sepúlveda 2008).
Mayne-Nicholls 29

público, sustentando el hogar solo económicamente. Esto, además, supone una exigencia a

las mujeres, por cuanto si sus hijos enferman (o mueren) resuena en ellas que eran las

responsables. Las palabras de Yáñez con respecto al nacimiento de su primera hija

parecieran estar en esa sintonía:

Allí nació, el 23 de agosto, mi hijita Flora Luz, que era muy frágil y liviana de peso,

debido a mis prolongadas dolencias. Mi madre que había dicho: —“El día más feliz

de una mujer es aquel en que recibe a su primer hijo”. No sentí nada de eso (Historia

de mi vida 128).

Flora Luz murió cuando tenía un año y dos meses y, según dejan entrever la

descripción de Yáñez, nació prematura. La escritora asume la responsabilidad de esa

condición, por cuanto el papel de cuidadora es otorgado a la madre desde el momento de

la concepción; y luego da cuenta de cómo esto afecta la afecta psicológicamente. No es de

extrañar, teniendo presente que persiste la construcción de que se falló en el cuidado, pero

también porque un nacimiento prematuro va en contra de una visión idealizada del parto,

como si —por ser algo que ocurre de forma natural— no pudiera estar afecto a problemas.

Eso por parte de las mujeres que se convertían en madres, las que permanecían solteras

tenían que lidiar con sus propios estigmas.

Mujer soltera e independencia

En 1892 Jerónimo Godoy dejó el hogar que había formado con Petronila Alcayaga,

lo que transformó a la madre de Mistral en la jefa de hogar. No era una situación inusual:

“en las últimas décadas del siglo XIX, el porcentaje de hogares con jefatura femenina

(viudas incluidas) habría llegado al 40% en los alrededores de Santiago” (Salinas 170). Las

mujeres quedaban a la cabeza de sus familias por diversas razones: bien porque eran madres
Mayne-Nicholls 30

solteras, bien porque eran viudas, bien porque sus parejas —fueran estos maridos o

convivientes— habían abandonado el hogar, lo que se consideraba en la categoría de pareja

ausente. Ese fue el contexto de infancia de Gabriela Mistral. Su madre debió quedar en

teoría como la jefa de hogar, sin embargo, en la práctica fue la media hermana de la poeta,

Emelina Molina, quien se hizo cargo de la familia. Emelina era hija de un matrimonio

previo de Petronila Alcayaga 12 y tenía dieciséis años más que Gabriela. Como maestra en

Montegrande, Emelina sustentó económicamente a la familia, pero su influencia y

participación fue más allá, como recordaba Gabriela Mistral:

Mi hermana materna, Emelina Molina, me dio enteramente la educación recibida

en la infancia que en buenas cuentas es la única que tuve y que me fue transmitida,

puede decirse, en las rodillas fraternas. Reemplazó a mi padre en sus obligaciones

familiares, y yo le reconozco el bien definitivo de la asistencia material y moral

(Vivir y escribir 154).

Por algunas referencias documentales, se sabe que Emelina se casó y que

posteriormente enviudó: otra mujer sola. El caso de Gabriela Mistral es distinto, por cuando

vemos en ella una mujer que nunca se casó y que, luego de los primeros años al cuidado de

su hermana, no dependió económicamente de la familia. Era una mujer soltera y la visión

que había de ellas no era desprejuiciada, como lo indica ya de entrada el hecho de que la

tasa de soltería de las mujeres sea llamada “tasa de celibato femenino”. Se trata

específicamente de “la proporción de mujeres que murieron solteras a los cincuenta años o

más” (Salinas 159), proporción que, en Chile, era alta: “las elevadas tasas de celibato

12
Petronila Alcayaga era ya viuda de Rosendo Molina cuando conoció al padre de Mistral. Primero por viudez
y luego por el abandono de Godoy, Petronila volvía a convertirse en una mujer sola con hijos en Chile, con
todas las dificultades que aquello implicaba.
Mayne-Nicholls 31

femenino se mantuvieron o se acrecentaron en todo el país hasta comienzos del siglo XX,

ya que entre 1850 y 1900, aproximadamente el 30% de la población femenina no se casó”

(Salinas 160). Lo primero que noto aquí es la relación teórica que se plantea entre celibato

y soltería, basada principalmente en un discurso hegemónico que asociaba los conceptos

de matrimonio y maternidad: “la práctica disoció ambas condiciones, de modo que, por un

lado, no hubo correspondencia entre soltería y celibato y, por otro, fue bastante frecuente

entre las mujeres adultas la condición de madre soltera” (Salinas 160). Al respecto, me

parece que la construcción debería ser al revés: no es que celibato y soltería fueran

separados en la práctica, sino que eran unidos en la teoría. Esto no se observa solo en el

hecho de que la llamada tasa de celibato femenino incluyera a las madres solteras, sino en

la creencia de que la ausencia de celibato redunda necesariamente en maternidad.

Reconozco respecto de este tema una construcción basada en la imagen idealizada de las

mujeres en Occidente, lo que observo incluso en el apellido “femenino” utilizado, por

cuanto recoge la idea de que [parte de] lo femenino es ser célibe.

Más allá de lo que significa hablar de celibato femenino en vez de mujeres solteras,

la cifra nos muestra que, hacia 1900, casi un tercio de la población de mujeres adultas no

se casó. Gabriela Mistral se sumó a ese grupo. Aunque hay datos acerca de la proporción

de mujeres solteras en Chile, no hay información acerca de las razones de esta soltería:

No sabemos si su soltería [de las mujeres] era el resultado de una decisión

voluntaria, una elección de la familia o una necesidad impuesta por las

circunstancias, pero lo más probable es que esa condición le haya venido obligada

a la mujer como consecuencia de la necesidad de su grupo familiar de adaptarse a

situaciones variadas (Salinas 164).


Mayne-Nicholls 32

En el caso de Gabriela Mistral podríamos decir que detrás de su soltería hay una

decisión voluntaria, como también la hay detrás del hecho de no haberse convertido en

madre. Eso es lo que da a entender Mistral a través de sus actos y de sus palabras. Con

respecto al primer aspecto, considero cómo se independizó rápidamente —en vez de seguir

viviendo con su madre— y se enfocó en una carrera que la llevó a viajar y establecerse en

distintas partes del mundo. Esto se contrapone con lo sucedido con Yáñez, que vive también

fuera del país, pero porque seguía ya fuera a su padre o a su marido. En cuanto al segundo

aspecto, sobre los escritos de Mistral, ella escribió en 1919, cuando tenía treinta años:

Y he aquí que nunca tendré un hijo sobre las rodillas. Las espigas se sienten en

febrero, tiesas, duras del grano oscuro, que las hace grávidas y dichosas, y yo no

caminaré nunca curvada de fruto por los caminos. No me heriré la carne para

mostrar un hijo a la luz, como la fruta muestra su pulpa sonrosada (Vivir y escribir

60).

Decidir no ser madre no es lo mismo, ciertamente, que una maternidad frustrada.

De hecho, solo pensar en el concepto de maternidad frustrada introduce la visión de que el

estatus de las mujeres dependería de si se convierten o no en madres, por cuanto, esa

etiqueta no solo evidencia no haberse convertido en madre, sino que da cuenta de un

sentimiento de fracaso por no haberlo sido. Esto se basa en la visión patriarcal de que las

mujeres solo se sentirían plenas y realizadas siendo madres, o bien, que para ser una mujer

es necesario tener hijos. Esta perspectiva proponía, entonces, un estereotipo doble sobre

Mistral: estaría frustrada por no haber sido madre, por cuanto no podría ser totalmente

mujer. Esto niega además la agencia de Mistral de decidir por sí misma qué quería realizar

en su vida y qué no. Otro aspecto que surge de la lectura de la maternidad frustrada (que es

rechazada entre otros por Grínor Rojo, 1997), es la preponderancia que tiene la maternidad
Mayne-Nicholls 33

biológica por sobre la maternidad vía adopción; porque, aunque Mistral no fue madre

biológica, sí se hizo cargo de su sobrino Yin Yin 13, al que llamaba “mi niñito”. Este fue un

tema desarrollado teóricamente por Mistral en sus escritos. Lo aborda, por ejemplo, en la

introducción de Lecturas para mujeres, donde la poeta explicita su creencia en dos

maternidades: una a la que llama material (la biológica) y otra a la que llama espiritual, que

se daría “en las mujeres que no tenemos hijos” (8); ambas son valoradas desde la

perspectiva mistraliana.

El que se discutiera acerca de la no maternidad biológica de Mistral pone en relieve

el peso que tenía la creencia de que el fin primero y último de una mujer era el de ser madre.

Es más, la existencia de una mujer sin hijos suscitaba prejuicios y hacía necesario buscar

explicaciones, porque la idea de una mujer soltera encontraba resistencia, incluso desde el

punto de vista legal: “La soltería femenina, a diferencia de la viudez, no otorgaba el

privilegio de la independencia jurídica y social, ya que para la sociedad ese ‘estado’ no

existía como alternativa de realización de una mujer” (Salinas 163). Es decir, una mujer no

elegía permanecer soltera, sino que se convertía en soltera a pesar de ella y por su culpa,

esto es, por haber fracasado en el que era considerado objetivo primordial de las mujeres:

casarse y ser madre.

La percepción social sobre las solteras proyectaba una imagen de mujeres que

vivían en una condición de completa soledad, la cual era definida por dos factores:

la ausencia de un marido y la imposibilidad de identificarla como “mujer de” o “hija

de” (Salinas 163).

13
En 1926, Gabriela Mistral conoció a Carlos Godoy Vallejo, quien se presentó como su medio hermano por
el lado paterno. Godoy le pidió que se hiciera cargo de su hijo Juan Miguel (Yin Yin).
Mayne-Nicholls 34

En la primera mitad del siglo XX el estatuto legal de las mujeres dependía de sus

relaciones familiares: primero dependía del padre y dejaba su casa solo cuando se casaba y

comenzaba a depender del esposo. De hecho, durante las primeras décadas del siglo XX,

la ley contemplaba que una mujer necesitaba para trabajar el permiso escrito de su padre o

de su esposo, si bien en la práctica el permiso no se solicitaba efectivamente (Lavrin 2005).

Tiene sentido que en la práctica resultara inaplicable, porque representaba un impedimento

insalvable para mujeres como Mistral, que debía trabajar, pero había sido abandonada por

el padre y no tenía esposo. Sin embargo, el espíritu de la ley grafica la situación de las

mujeres en Chile, al exponer que no eran reconocidas como personas independientes.

Gabriela Mistral expuso algunas ideas sobre la soltería en un texto de 1953 titulado

“Un viejo tema: comentarios sobre el informe de Kinsey14”: “Dejando atrás la cuestión del

matrimonio y aludiendo a la vida de la mujer soltera, se observa en las muchachas de hoy

una tácita voluntad o una decisión de ser, ante todo, felices” (123-124). Es decir, Gabriela

Mistral observa la soltería de las mujeres como opción de independencia y no como fracaso,

por cuanto el matrimonio no era la única opción para las mujeres adultas. Un poco más dice

en el mismo artículo sobre la sexualidad mujeril, lo que resulta interesante al confrontar

estas palabras con la creencia de que soltería de la mujer equivalía a celibato:

El “amor libre” no tumba todavía la recia montaña de la moral sexual recibida del

cristianismo. La novedad más visible que los viejos observamos en la juventud y

que nos es grata, es la relación más frecuente, más sana y más espontánea que existe

hoy entre mozos y mozas …” (“Un viejo tema” 124).

14
El informe Kinsey fue el resultado de la investigación sobre comportamiento sexual humano realizada por
el doctor Alfred Kinsey en Estados Unidos y que dio lugar a dos libros publicados en 1948 y 1953. Gabriela
Mistral hace referencia al segundo libro, Sexual Behavior in the Human Female.
Mayne-Nicholls 35

Un cambio en la forma de relacionarse entre hombres y mujeres es el que percibe

Mistral en la década de 1950. Estas relaciones más sanas y espontáneas que la poeta

describe contrastan con la idea que se tenía a comienzos de siglo: “si el marido falla, la

mujer debe, a pesar de todo, tolerarlo, sufrir y callar con tal de mantener la vida conyugal

y en consideración a los hijos” (Mistral, “Un viejo tema” 122). La poeta escribía basándose

en su propia historia familiar: “siempre creí que mi madre debía haberse ahorrado los

sufrimientos que le dio mi padre y haber salvado algo de felicidad para su vida” (Mistral,

“Un viejo tema” 122). Cuando Jerónimo Godoy abandonó a su familia todavía no se

ingresaba al siglo XX y difícilmente la mujer podía tomar decisiones sobre sí misma. No

era un hecho que pudiera contrarrestarse fácilmente, después de todo, el sistema patriarcal

chileno estaba impuesto por ley; es decir, las mujeres solteras eran discriminadas y para ser

reconocidas necesitaban tener un hombre al lado. Esta situación fue cambiando

paulatinamente a medida que el siglo XX avanzaba.

Posición política y construcción del discurso propio

En una sociedad patriarcal como la chilena del 1900, la participación la ejercían los

hombres pertenecientes a la élite, lo cual redundaba en la existencia de varios grupos

marginados socialmente, dentro de los cuales la mujer era “la gran excluida, ella permanece

bajo la protección patriarcal, del padre o del esposo, limitada tanto en sus derechos civiles

como en su participación en la vida pública” (Stuven, “El asocianismo femenino” 107). El

ingreso de las mujeres de todas las clases sociales al ámbito público y, especialmente, al

mercado laboral, puso en jaque este estatus de dependencia de las mujeres y comenzaron a

realizarse modificaciones que eran necesarias para equiparar las condiciones de la mujer

en los distintos ámbitos públicos. En este sentido la década de 1920 fue clave en la
Mayne-Nicholls 36

participación de grupos de mujeres que buscaban la reivindicación del género en materias

civiles y también políticas, entre las que se incluían el derecho a voto y una ley de divorcio.

Sobre el primer asunto Gabriela Mistral decía: “El derecho femenino al voto me ha parecido

siempre cosa naturalísima” (“El voto femenino” 66). El texto previo fue escrito por Mistral

en 1928, recién seis años más tarde, en 193415, la mujer recibiría el derecho a sufragio.

Aunque al comienzo las mujeres solo pueden participar en las elecciones municipales, ese

hecho “marca el advenimiento de las mujeres en los partidos políticos” (Labarca

“Trayectoria del movimiento”16 75). En tanto el sufragio universal femenino se promulgó

recién en 1949 y la primera participación de las mujeres en una elección presidencial fue

en 1952 cuando fue elegido Carlos Ibáñez del Campo 17.

Fueron los movimientos feministas los que se interesaron, entre otros aspectos, en

la participación política de la mujer. En el caso de Gabriela Mistral su postura es compleja

de definir, por cuanto puede parecer que abrazaba posiciones contradictorias. Por ejemplo,

por un lado, era una mujer trabajadora e independiente, y, por otro, defendía una división

sexual de los trabajos. Tengo en cuenta, además, que dentro del feminismo se encuentran

distintas vertientes y distintas luchas. Yo la considero feminista, aunque no trabajara junto

15
El derecho a voto se ejerció por primera vez después de promulgado en las elecciones municipales de 1935,
en las que hubo 98 mujeres candidatas. Resultaron electas 25: dieciséis del Partido Liberal, dieciséis del
Partido Conservador, cinco del Partido Radical, dos del Partido Demócrata y una en calidad de independiente
(“Sufragio femenino universal” s/p).
16
El texto “Trayectoria del movimiento feminista chileno” de Amanda Labarca está fechado en 1944, cinco
años antes de la promulgación del sufragio universal.
17
Tanto Mistral como Yáñez identifican a Ibáñez del Campo como un enemigo. Mistral lo consideraba “el
eterno sargento de los golpecitos de Estado americanos” (Pensando a Chile 399), como se lo hace saber a
Eduardo Frei Montalva en una carta fechada en 1939. Además, durante la dictadura de Ibáñez (1927-1931),
a Mistral se le quitó la jubilación que recibía desde 1925, y que era su principal sustento. Yáñez también es
crítica de la dictadura de Ibáñez y con motivo de la caída de su caída escribe: “Imagínense cinco años de
pesadilla, de salvajismos, borrados súbitamente; la tiranía más horrible que haya visto nuestro país tirada al
suelo, un pueblo libre de nuevo para expresar sus sentimientos después de años de opresión” (Historia de mi
vida 74). Como Mistral, Yáñez tiene razones personales para odiar a Ibáñez, ya que una de sus primeras
acciones al llegar al poder en 1927 fue expropiar el diario La nación, propiedad de Eliodoro Yáñez.
Mayne-Nicholls 37

a los grupos feministas locales, por cuanto consideraba que las mujeres son oprimidas en

las sociedades patriarcales, lo cual ella aborda en sus textos y en su poesía. De la misma

manera, trataba de desarmar las construcciones hegemónicas sobre la mujer, de nuevo a

través de su trabajo y llevando esto a su propio cuerpo, como se puede ver en la forma en

que se vestía o se peinaba. En ese sentido, destaco una fotografía de enero de 1938 en que

Mistral aparece con Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou. “Las tres musas de América”,

como las llamó la prensa en la época (Fischer), se encontraban en Montevideo, Uruguay,

participando en un encuentro del Instituto Alfredo Vázquez Acevedo. Las tres poetas tenían

más de 40 años: Mistral, la mayor, tenía 49; Storni tenía 46 e Ibarbourou, 45. Mistral es

también la más alta, y destaca por su aspecto: viste un vestido negro u oscuro suelto con un

chaquetón colorido encima, y lleva su pelo tomado. Las otras dos poetas también tienen el

pelo tomado, pero ambas usan sombreros pequeños y vestidos y chaquetas a la moda; se

observa también una pequeña cartera en las manos de Storni, y el maquillaje de Ibarbourou.

Mistral sonríe, y Storni e Ibarbourou están muy serias. Mistral no se viste para ser una

señora de sociedad, según las costumbres de la época, sino para instalarse como una mujer

escritora.

Los conceptos que Mistral construye —desde su poesía y prosa— sobre el estatus

de las mujeres y la naturaleza, y la relación entre ambas, la emparentan con la corriente

ecofeminista que se gestó a partir de la década de 1970. “Voy a hablarles sobre las

relaciones de la mujer con la tierra y sobre la voluntad de conservación que une a ambas”

(Mistral, “Conversando” 71), dice la poeta en sintonía con D’Eaubonne y su planteamiento

de que las mujeres deberían liderar una revolución de carácter feminista y ecológica (Rey

Torrijos 137). De hecho, Mistral se plantea en contra de la explotación de la tierra, lo que

ella observaba como uno de los principales peligros que enfrentaba Latinoamérica en la
Mayne-Nicholls 38

década de 1930; se refería en concreto al “problema de la enajenación del suelo, de su

pérdida lenta y sorda” (“Conversando” 71), en que el ente dominador y arrebatador era

identificado con el capital estadounidense e inglés. El discurso de Mistral está dirigido a

proteger y conservar la tierra, por ser el sostén de la vida, algo que debería ser considerado

como obvio y lugar común, pero que es “olvidado por los hombres” (“Conversando” 72).

Ese uso de hombres no corresponde a un colectivo neutro que englobe a todas las personas,

sino que se está refiriendo al sexo masculino: son los hombres —los poderosos, los

“capitalistas criollos” (71)— los que deciden vender la tierra, por un lado, y los que deciden

comprarla —los “capitalistas extraños” (71), sin importarles “la masa de un pueblo” que

vive al margen de esas decisiones, pero que debe soportar las consecuencias. De la misma

forma que lo propone D’Eaubonne cuarenta años más tarde, Mistral considera que es labor

de las mujeres denunciar esta situación.

Es curioso darse cuenta de que la mujer de nuestra raza no observe la desgracia que

ocurre a lo largo de nuestro Continente en esta hora, y que no salte a defender el

suelo que es la posesión máxima. La que escribe estas líneas necesita ser campesina

de origen, campesina de costumbres y campesina voluntaria o deliberada, para que

el problema le golpee el corazón después de quemarle los ojos con los que ha mirado

la venta paulatina de la América nuestra (“Conversando” 76).

Este llamado a convertirse en campesina para defender la tierra de la enajenación

capitalista está dirigida directamente a las mujeres americanas (“nuestra raza”), da cuenta

de que no quiere distinguir entre mujeres de distintas proveniencias, sino que todas se

encuentren en esta labor. De esa forma se construye —a partir de un lamento por el hecho

de que no se esté haciendo ya— una idea de hermandad mujeril que logre conservar la tierra

para todos. Para apoyar esto, toma el discurso patriarcal de la Biblia de que “en el comienzo
Mayne-Nicholls 39

era el Verbo” y lo transforma para darle un sentido urgente: “En el comienzo era la tierra”

(“Conversando” 72). El pensamiento de Mistral se basa en la conservación de la tierra,

porque mientras esta se mantenga íntegra, habrá espacio y tiempo para cambiar y mejorar

lo demás, sea esto la situación de las mujeres, de la educación o de la salud, entre otros

temas.

Lo que me interesa es este empoderamiento mujeril, al que opongo esa visión de

que la postura feminista de la poeta no era extrema, como lo ve, por ejemplo, Ana María

Stuven cuando la llama “una feminista de la maternidad” (“El asocianismo femenino” 110).

Lo que resaltaría en este aspecto, es la gran fuerza que Mistral le otorga a lo maternal, una

cualidad que considera extraordinaria, pero minimizada por la sociedad patriarcal. Al

revisar esta perspectiva, me parece que Mistral distingue entre lo maternal y el femenino

en el sentido en que lo hace Miriam Johnson:

The first is to distinguish between mother and wife social roles, or between the

‘maternal’ and male-dominant ‘heterosexual’ components of ‘femininity’, with

femininity itself being viewed as a cultural construct that emphasizes women’s

weakness as wives and ignores women’s strength as mothers 18 (Johnson 6).

Es decir, el sistema patriarcal ha construido lo femenino como lo débil y ha elegido

ignorar lo maternal justamente por la fuerza que involucra. Mistral ya ha notado eso cuando

escribe en 1940 que nadie se maravilla de que la mujer amamante, que pase las noches en

desvelo, o que sea capaz de amar a sus hijos, aunque sean locos, degenerados o buenos para

nada (“La madre” 105-108). La propuesta de Mistral, así como la de Johnson, quien escribe

18
“Lo primero es distinguir entre los roles sociales de madre y esposa, o entre ‘lo maternal’ y los componentes
hegemónicos masculinos heterosexuales de la ‘feminidad’, con la feminidad misma siendo vista como una
construcción cultural que enfatiza la debilidad de las mujeres en tanto esposas, e ignora la fuerza de las
mujeres como madres”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 40

en la década de 1980, es reivindicar esa fuerza como propia de las mujeres. Mistral diría,

además, que no es necesario ser madre biológica para tener esa fuerza maternal.

Sin embargo, quedarse solo con extractos de los escritos de Mistral, en vez de

comenzar a conformar un todo acerca de su pensamiento, lleva a las ideas tradicionales de

que Mistral no era feminista, como le sucedió en su tiempo. La misma poeta se refería al

conflicto que algunas de sus posturas habían generado en grupos feministas chilenos,

especialmente su propuesta de una división de trabajo por sexos, según la cual la mujer

debía realizar labores cercanas al concepto de maternidad. El hacer públicas estas ideas le

trajo ciertas polémicas y fue, según ella, el “fruto de mi leyenda anti-feminista” (“El voto

femenino” 66), leyenda que rechazaba tanto como la de ser feminista; su declaración de

principios, decía, era más compleja. Encontramos su posición reflejada en la siguiente cita:

La participación, cada día más intensa, de las mujeres en las profesiones liberales y

en las industriales trae una ventaja: su independencia económica, un bien

indiscutible; pero trae también cierto desasimiento del hogar, y, sobre todo, una

pérdida lenta del sentido de la maternidad (Lecturas para mujeres 9).

Con razón Stuven la llama feminista de la maternidad, pero no basta con quedarse

con la idea del sentido de la maternidad como simplemente que las mujeres sean madres,

después de todo, ella hubiera sido la primera en quedar fuera de sus propios postulados al

no convertirse en madre; sino recomponer la idea mistraliana del sentido de la maternidad.

Mistral estaba a favor de la instrucción de la mujer y de su incorporación activa a la

sociedad: lo ratificó con su ejemplo, pues ella misma fue una mujer independiente, que

trabajó desde los quince años, que se ganó su sustento e hizo públicos sus escritos, tanto

sus versos como sus opiniones. Pero, además, lo hizo abrazando esta idea de lo maternal
Mayne-Nicholls 41

como una fuerza mujeril que se preocupa por el presente y el futuro de la sociedad y de la

tierra.

El discurso político-feminista mistraliano hay que ir recomponiéndolo a partir de

las ideas expresadas en diversidad de escritos, pero que están ahí. En el caso de Yáñez, su

posición política ha quedado más bien elidida, por cuanto todavía hace falta un trabajo de

archivo que busque, reúna y sistematice sus escritos publicados en medios. Con lo que

contamos, además de su obra narrativa de ficción, son sus textos autobiográficos. Mientras

Visiones de infancia aborda sus recuerdos y sensaciones de infancia, en Historia de mi vida

Yáñez alude a su vida adulta, especialmente a la tensión que significó querer desarrollarse

en el ámbito público y ser escritora, además de llevar una vida privada en que era madre y

esposa. Natalia Cisterna llama la atención respecto de que Yáñez no hable de sus logros

profesionales en este texto: no se refiere a su labor en el Pen Club ni a sus participaciones

en congresos; tampoco habla de sus colaboraciones en El Diario Ilustrado o la Revista

Atenea (Cisterna 2014).

Sin embargo, a través del relato de experiencias cotidianas y de su percepción acerca

de sus padres, sus hermanos, el hogar y Santiago, es posible percibir cuál era el imaginario

que se sostenía en ese espacio, cuál era el estatus de las mujeres, y cómo Yáñez se

posicionaba al respecto. Efectivamente se puede observar que las mujeres de la élite

pertenecen al hogar y a las labores como tejer y bordar. La autora relata cómo cada tarde

que llegaba a casa del colegio, entraba gritando por su madre “[p]or miedo a que hubiera

salido” (Historia de mi vida 84), ante lo cual la madre siempre replicaba: “Sabe muy bien

que nunca salgo, no necesita gritar… Yo sabía, sí, que ella estaría en un rincón de esa

galería tan hogareña” (Historia de mi vida 84). Es la primera década del 1900, y lo esperable
Mayne-Nicholls 42

en una familia de situación socioeconómica privilegiada es que la madre esté siempre en

casa; establecida en un rincón desde el cual pueda cumplir con su imagen de madre.

Yáñez pintará un escenario hogareño tranquilo, en que las hermanas llegan hasta su

madre y permanecen con ella para realizar las mismas labores manuales y tranquilas de

bordado y tejido. En tanto, el yo autobiográfico que construye está en tensión con ese ideal.

Nos muestra, así, que el lugar de las niñas era el de la madre, en un sentido de preparación

para convertirse en madres y esposas también; y que las niñas que se salían de ese marco

eran o bien castigadas, o bien apuntadas negativamente por su diferencia. “Había cosas que

me disminuían en su concepto [el de la madre]: era insolente, leía a hurtadillas libros

prohibidos, escribía un diario de vida en vez de bordar o tejer…” (Yáñez, Historia de mi

vida 91). La construcción de infancia que había en una familia de élite chilena, entonces,

mantenía a las niñas alejadas de las labores intelectuales y de la expresión de sus ideas.

Salirse del “molde convencional” (Historia de mi vida 91), como le dice Yáñez, equivalía

a convertirse en “mala”, en coincidencia con el binarismo acerca de la inocencia que he

presentado.

Al respecto, Yáñez construye la idea de que el estatus de las mujeres durante la

primera mitad del siglo XX tenía que ver con una dualidad: lo que se esperaba de las

mujeres y lo que estas mujeres deseaban ser y que se alejaba del ideal de la época. “Aquella

dualidad me rompía por dentro” (Historia de mi vida 91), explica Yáñez, por cuanto se trata

de polos irreconciliables. Es decir, no se puede ser una mujer doméstica y querer sobresalir

en el ámbito público como escritora al mismo tiempo. Yáñez no ve la posibilidad de

renunciar a uno de estos polos, y eso resulta en una tensión. “Para pertenecer al ámbito

letrado había que legitimarse dentro de este marco cultural e histórico. Sin embargo,

autorizarse en este contexto conllevaba una serie de costos…” (Falabella, “Gabriela Mistral
Mayne-Nicholls 43

y Winétt de Rokha” 293). Los costos son variados, por cuanto las mujeres que hicieron

carrera en las letras en esas primeras décadas del siglo XX eran diferentes; sin embargo,

veo en las escrituras tanto de Yáñez como de Mistral una cierta inadecuación, una

conciencia de ir en contra de la norma, de estar traspasando vallas que estaban destinadas

a mantenerlas en silencio, y, por lo tanto, hay también un sentido de soledad.

En el caso de las mujeres de élite, los salones habían sido una bisagra para que las

mujeres tuvieran cierta participación pública, pero las posibilidades que proveían eran

limitadas: “el cultivo de conversaciones de carácter ilustrado entre hombres y mujeres”

(Vicuña 86). Yáñez muestra la oportunidad que significó para ella de niña poder tener

acceso a las reuniones que se realizaban en casa, y también grafica las diferencias

generacionales, porque su madre supuestamente encabezaba las tertulias, aunque en general

permanecía sentada en un lugar preferencial junto con su tejido (Visiones de infancia).

Yáñez no menciona otras mujeres intelectuales que hubieran ido a las tertulias en la

casa familiar, lo que parece diluir bastante la imagen de los salones como experiencias de

igualdad para las mujeres. Tal vez es consecuencia de eso la creación del Club de Señoras,

fundado en 1916 con la idea de “convertir [a las mujeres] en interlocutoras válidas de sus

maridos y sus hijos” (Vicuña 129). Es decir, estas instancias de intercambio intelectual

todavía giraban en torno al ideal de la mujer madre y esposa, pero permitieron ir

extendiendo cada vez más el campo de acción mujeril. “Comprenden ustedes ahora la

importancia del Club, ¡un lugar donde se piensa en voz alta!” (Echeverría, “¿Cómo se

formó?” 173), decía Iris al hablar del Club de Señoras, dando a entender que detrás de ese

nombre tan conservador y prudente, se había levantado una oportunidad única de decir lo

que se pensaba, en vez de callarlo. Una vez que las voces de las mujeres fueron haciéndose

escuchar cada vez más, las posibilidades de salir del hogar como encierro, y de desarrollarse
Mayne-Nicholls 44

intelectualmente en el campo cultural chileno fueron ampliándose también, aunque todavía

en la actualidad las mujeres están subrepresentadas y, muchas veces, sus discursos siguen

invisibilizándose.

Cuando a comienzos del siglo XX comenzaron a aparecer las primeras presiones

por establecer la igualdad de la mujer ante la ley en Chile, los portavoces de esto fueron

hombres, puesto que eran ellos quienes ejercían el poder político. No es de extrañar,

entonces, que muchas propuestas fueran más bien moderadas, por cuanto se preocupaba de

mantener la estabilidad de la concepción de familia patriarcal que existía en la época

(Lavrin 2005). Las mujeres fueron encargándose poco a poco de sus batallas; así

encontramos en la década de 1920 el Partido Cívico Femenino, “una de las primeras

agrupaciones feministas de mujeres del país” (Lavrin 270). Es relevante el apelativo de

“feministas de mujeres”, por cuanto no son las primeras asociaciones de mujeres, de hecho,

hay grupos vinculados a la Iglesia Católica y que estaban en contra de las medidas para

laicizar el Estado.

En cuanto a los grupos que reivindicaban los derechos de las mujeres, las primeras

décadas vieron más bien algunos resultados moderados en la reforma de 1925 al Código

Civil: “facultar a la mujer para actuar de tutora, albacea y testigo, y a la mujer casada para

desempeñar cualquier ocupación y administrar sus ingresos, salvo la oposición del marido”

(Lavrin 272); es decir, las ataduras patriarcales se mantuvieron. Recién en 1934 se hicieron

nuevos avances con respecto a la libertad de las mujeres, pero el hombre se mantuvo como

la autoridad familiar, de tal manera que la mujer podía realizar ciertas actividades, siempre

y cuando su esposo no se opusiera (Lavrin 2005). En la década de 1930 aparecen otras

agrupaciones de mujeres que “procuraban que las mujeres fueran visibles como grupo de

interés, y presionaban a favor de reformas sociales y económicas” (Lavrin 68), como la


Mayne-Nicholls 45

Asociación de Mujeres Universitarias (1931) y el Movimiento Pro-Emancipación de las

Mujeres de Chile, Memch (1935).

Las primeras décadas del 1900 muestran un Chile todavía rígido en cuanto a las

tradiciones patriarcales, pero sometidas a la presión ejercida, por una parte, por la

participación femenina efectiva en el campo laboral, y, por otro lado, por la presión que

ejercen los grupos feministas y de mujeres por llevar esa participación a los distintos

ámbitos sociales: la familia, la sociedad civil y la política. Gabriela Mistral y María Flora

Yáñez interactúan con esas necesidades mujeriles de dejar la esfera íntima y entrar de lleno

en la pública de distintas maneras, por cuanto sus historias y experiencias difieren desde

que eran niñas. De todas maneras, ambas personifican las dificultades y ventajas que la

época les proporciona. Mientras Mistral es una mujer profesional, independiente

económicamente, sustentadora de un pensamiento, que, al mismo tiempo, promueve la

diferenciación genérica del trabajo y los valores de lo que llama una maternidad espiritual;

Yáñez es una madre y esposa de la élite que presenta la inadecuación que conlleva tratar

de seguir el deseo de una carrera letrada al tiempo que mantiene un lugar en el seno familiar,

pero que logra convertirse en escritora.


Mayne-Nicholls 46

Capítulo 2

Infancia, una construcción desde el lenguaje

La construcción de un relato

Mi infancia no tuvo jardines ni juegos en la calle. Vivía en una gran casa de calle

Baquedano en Iquique, que ocupaba el segundo piso de una construcción. La planta baja

correspondía a otra casa, en la que vivían unos tíos muy mayores. En nuestro segundo piso

no había jardín, aunque sí un patio cerrado muy iluminado durante el día por los grandes

ventanales ubicados transversalmente, y muy oscuro en la noche, lo que motivaba que yo

pasara corriendo sin ver a mi alrededor o bien que no pasara en absoluto. No recuerdo la

sensación de pisar el pasto con los pies desnudos. Pero sí el contacto de la arena suave y de

las piedrecillas, y del agua fresca y salada, donde comíamos directamente los erizos que mi

mamá sacaba.

Este breve relato tiene un objetivo: explicar algunas ideas sobre infancia que son

recogidas y abordadas en esta investigación. La primera de estas ideas es que la infancia

tiene que ver con una experiencia más que con una edad. Es decir, no se habla de la infancia

simplemente indicando entre qué edades se encuentra. De hecho, eso parece algo difícil de

definir.

Entre los escritores antiguos y modernos, las concepciones de la “infancia” han

variado ampliamente, lo que plantea considerables problemas léxicos a los

investigadores. Incluso cambian las bases de distinción: a veces el concepto raíz

surge de límites cronológicos (hasta los veintiún años, hasta los siete, etc.), a veces
Mayne-Nicholls 47

de aspectos asociados, tales como la inocencia, la dependencia, la incapacidad

mental o la apariencia juvenil (Boswell 51-52; comillas en el original).

Cuáles son los criterios para hablar de infancia es una de las problemáticas que

plantea Boswell. ¿Puede establecerse cronológicamente de forma inapelable? ¿Pueden

establecerse características que deben tenerse para hablar de que alguien es niña o niño?

No se trata solo de un tema de escritores e investigadores, sino también de los discursos

cotidianos en torno de la infancia. Desde decir que alguien es todavía un niño, porque vive

sin responsabilidades, hasta decir que alguien ya no es un niño, debido a algo que le ocurrió

o que hizo. La infancia pareciera ser algo biológico entonces —los primeros años de la

vida—, pero también algo metafórico, asociado a ciertas maneras y costumbres. Lo que

deja en evidencia que la infancia es personal; tiene que ver con algo vivido y

experimentado, que es lo que la vuelve un concepto tan difícil de fijar. Y es lo que hace

que el relato que hice previamente acerca de mi infancia sea particular. Otros podrán

sentirse conectados, porque vivieron situaciones similares; pero no de la misma manera.

No será una infancia con sabor a sal, a erizo y a mango, con miedo a la oscuridad, y olor a

buganvilias y harina de pescado, como lo fue la mía. “…cada infancia es personal,

vinculada a tiempos, espacios y objetos concretos. La infancia es una experiencia

irreemplazable e insustituible” (“La infancia” 5), dice Guerrero al leer los escritos de

Walter Benjamin y de Elizabeth Wood. A tal punto que dos hermanos pueden tener distintas

experiencias de infancia, a pesar de haber crecido juntos; lo que habla acerca de que la

experiencia de infancia tiene que ver con qué niña o niño éramos.

Una segunda idea acerca de la infancia es que, como toda instancia temporal, es

irrecuperable como experiencia. Es siempre algo que ocurrió en el pasado. Cuando somos

niños la vivimos como presente, pero después si tratamos de acceder a algo que pasó, es
Mayne-Nicholls 48

solo un recuerdo: como recordar qué nos regalaron en nuestro quinto cumpleaños o el

pañuelo de gatitos que perdimos en el colegio. Aquellos son recuerdos fragmentarios y

emocionales, que están guardados en la memoria, y que a veces reflotan por alguna

similitud con nuevos sucesos. Estos recuerdos sueltos, esquivos, semitraslúcidos son parte

de la experiencia personal de infancia, que involucra tanto ciertos sucesos acontecidos

como las relaciones sensoriales que asociamos a la infancia, pero que no constituyen un

relato exacto de la infancia. Paralelamente, podemos agrupar los recuerdos en torno a una

idea de lo que fue nuestra infancia. Para Deleuze y Guattari esto es más que un recuerdo, y

lo llaman “bloque de infancia” (Kafka 13). Este bloque, explican, “levanta al deseo en vez

de hundirlo, lo desplaza en el tiempo, lo desterritorializa, hace que proliferen sus

conexiones, lo hace pasar a otras intensidades”19 (Deleuze y Guattari, Kafka 13). A partir

de Deleuze y Guattari, Guerrero (“La infancia”) define bloque de infancia como “una

representación con principio y fin, asociada a olores, imágenes, sensaciones y hechos que

conforman un todo, donde están las bases de las primeras configuraciones de un yo” (5).

Es decir, se construye una especie de imaginario según el cual se piensa la propia infancia

y desde ese punto de vista se leen e interpretan los recuerdos. Es algo que llevamos con

nosotros de adultos, y, por eso, para Deleuze y Guattari ese bloque está en el presente del

adulto, a diferencia del recuerdo que está en el pasado.

El establecimiento de un bloque de infancia implica entonces una construcción, una

recreación. Un mismo recuerdo puede compartirse entre dos hermanos, pero la

construcción que hacen a partir de ese (y otros) recuerdo será diferente. “Los bloques de

19
En esta cita Deleuze y Guattari están analizando El castillo de Franz Kafka, específicamente la escena en
que el portero evoca el campanario de infancia. Esa imagen no sería un recuerdo, sino un bloque de infancia,
porque no está desvinculado de la existencia actual del personaje. “[D]e esa manera la torre-campanario,
como bloque, pasa a otras dos escenas…” (Kafka 13).
Mayne-Nicholls 49

infancia, no solo como realidades sino como método y disciplina, no dejan de desplazarse

en el tiempo, inyectando niñez en el adulto o inyectando supuesta madurez en el verdadero

niño” (Deleuze y Guattari, Kafka 115). Se trata del levantamiento de un imaginario de la

propia infancia, que se convierte en la medida desde la cual se lleva adelante la adultez y

en el sustrato desde el cual se analiza el mundo y la infancia en términos abstractos. La

tercera idea sobre infancia es, entonces, la construcción de un imaginario. Es decir, lo que

uno hace con los recuerdos (los propios y los de otros), historias, sensaciones, objetos,

lugares y espacios de infancia es armar un relato —con inicio, desarrollo y fin—, en el que

se rellenan los vacíos, y se reinterpreta y modifica lo que es necesario. Ese imaginario, ese

bloque de infancia, no influye solo en la percepción de cómo fue nuestra infancia, sino en

cómo percibimos nuestra vida y el mundo.

Si existe una construcción personal de infancia, también existe una construcción

general o abstracta acerca de la infancia. La civilización occidental ha levantado, de hecho,

un imaginario acerca de la infancia ideal: “children are helpless; children should be

protected; and if children do wrong, it is because they do not know any better” 20 (Honeyman

2). Lo que dicha enumeración muestra es que los adultos en Occidente ven a los infantes

como personas en falta o incompletas: les falta la capacidad de valerse por sí mismos, de

decidir por sí mismos, les falta conocimiento. La perspectiva se dibuja desde los adultos,

que seríamos las personas completas: tendríamos el saber, el conocimiento y, llegando a un

extremo, la verdad y la bondad de nuestra parte; o al menos la manera correcta de hacer las

cosas. No es la única perspectiva que establece el pensamiento occidental. “The position of

20
“[L]os niños son indefensos; los niños deben ser protegidos; y si los niños hacen algo malo es porque no
conocen nada mejor” (la traducción es mía).
Mayne-Nicholls 50

childhood is typically constructed as prelapsarian, relatively preverbal, outside empowered

discourse, unsophisticated, unknowing, irrational —the very opposite of (though constantly

shifting to foil) ‘adulthood’”21 (Honeyman 4). Esta afirmación sitúa a la infancia como lo

opuesto a la adultez, la que, por ende, sería verbal, empoderada en el discurso, racional y

sofisticada. También deja en evidencia la creencia de que los niños y niñas existen en una

incompletitud: no solo son lo contrario de los adultos, sino que les falta aquello que sería

necesario para ser adultos.

Si coincidimos en que infancia es una construcción social y cultural, que varía con

el tiempo y el espacio, entonces más que de infancia deberíamos hablar de infancias y

reconocer la pluralidad de estas construcciones. Incluso llegando a ese consenso, habría

que incorporar otras variables como la raza, la posición socioeconómica, el género, y el

tiempo (Mills 9). Es decir, no es lo mismo enfocarse en la infancia de las niñas que en la

de los niños; no es lo mismo la infancia que se desarrolla en el campo con la que se

desarrolla en la ciudad; ni es lo mismo si se habla de niños y niñas del siglo XXI o del siglo

XX; y ciertamente no es lo mismo si hablamos de infancia en Inglaterra (donde se centra

el estudio de Mills) que si hablamos de Chile. A esto debe agregarse que este no es un

estudio acerca de las vidas de niños reales, sino literarios; por eso es necesario, afinar en

estos capítulos los términos y definiciones que estarán en la base del análisis de esta

investigación. No me interesa, entonces, tratar de capturar lo que Mills llama “the timeless

essence of childhood”22 (8), sino reconocer el tejido del imaginario de infancia que

21
“La posición de la infancia es típicamente construida como inocente, relativamente preverbal, fuera del
discurso empoderado, no sofisticada, ignorante, irracional —el opuesto total (aunque cambia constantemente
para su frustración) de la ‘adultez’”. La traducción es mía.
22
“La esencia atemporal de la infancia”. La traducción es mía. Mills diferencia entre esa construcción
atemporal de infancia que parecen haber construido autores como J. M. Barrie, Lewis Carroll, C. S. Lewis,
A. A. Milne y J. R. R. Tolkien, que ubican la infancia ya sea en pasados míticos o presentes mágicos; y
Mayne-Nicholls 51

construyen Mistral y Yáñez, ambas centradas en la infancia de las niñas y escribiendo en y

sobre las primeras décadas del siglo XX, pero también con sus diferencias. Por un lado,

Mistral que presenta niñas en rondas que se bailan en los montes, y, por el otro, Yáñez que

presenta niñas solitarias que tratan de moverse en el ambiente de la casa.

En la construcción de infancia la presencia de los adultos es clave. Los adultos han

venido definiendo qué es infancia y qué se espera de los niños y las niñas durante siglos.

“[Children] together temporarily occupy the social space that is created for them by

adults”23 (James y James 8). Para James y James es eso lo que, en términos generales, es

infancia, a tal punto que no podríamos imaginar al niño si no es en relación con los adultos,

quienes deciden cómo son los lugares que habitan, las ropas que visten, los juegos que

juegan, y los libros que leen. Cuando una se enfrenta, además, a representaciones de

infancia, los niños y niñas son construcciones adultas, ya que solo excepcionalmente

encontramos niños y niñas escritores. Esta presencia ineludible del adulto pareciera reforzar

las obviedades acerca de la infancia. Por un lado, pareciera confirmar el estatus marginal

de niños y niñas, en el sentido de que ocupa un lugar periférico en el tejido social: “El niño

es un ‘otro’ que … ha sufrido un proceso de homogeneización y ha sido ‘hablado’ desde

un centro de dominación. Su habla verdadera no es escuchada; su voz no es legítima como

acto de habla, porque no tiene la autoridad para que sus palabras adquieran un poder

performativo” (Jeftanovic 28). Esa es la construcción en torno a los niños y la infancia.

aquellas construcciones más contemporáneas y que buscan ser más reales, como Leila Berg, Roald Dahl y
Philippa Pearce. Esto no quiere decir que estos últimos autores no narren fantasías, sino que la representación
de los niños y niñas pretende ser más basada en experiencias reales que en ideales de infancia, como sucede
con los primeros autores mencionados.
23
“[Los niños] juntos ocupan, temporalmente, el espacio social que es creado para ellos por los adultos”. La
traducción es mía.
Mayne-Nicholls 52

Decir que no pueden hablar quiere decir que no se admite su voz, sus pensamientos, sus

opiniones.

Esta pasividad ha sido creada desde el orden patriarcal porque los niños son vistos

como seres potenciales antes que seres actuales. Es desde esa perspectiva que los niños

tienen cabida en las narrativas nacionales24 (Alryyes 2001). En dichas narrativas los niños

son lo que comúnmente referimos como el futuro de la nación. “[C]hildren represent both

the promise of and resistance to continuity”25 (Alryyes 15); es decir, son el espacio que

procurará que las naciones se mantengan y sigan en el tiempo, y también los que permitirán

la necesaria renovación de la nación. Entonces cualquier preocupación por el presente será

en relación con el futuro, con los adultos que los niños serán en el futuro, lo que nos regresa

a la importancia gravitacional que tienen los adultos en la configuración de las ideas de

infancia.

Construir a la infancia desde esa preocupación por su futuro descansa en la idea de

que las niñas y los niños son vulnerables, lo que pondría en peligro ese mismo futuro. Y en

cierto sentido son vulnerables. Entiendo por vulnerabilidad: “A state of weakness, of being

at risk from harm and therefore in need of protection” (James y James 132). Es decir, que

para ser vulnerable hay que estar en cierto peligro. ¿Cómo se relaciona esto con los niños,

entonces? Pensemos en los recién nacidos humanos y cómo necesitan de su madre o un/una

cuidadora que los ayude a sobrevivir. Mientras los animales se ponen en pie rápidamente,

a un niño o niña les tomará por lo menos un año. En algunas culturas el temor por el niño

o niña es extremo: como ayudar a ponerse en pie a un niño después de cada pequeña caída.

24
Alryyes define narrativas nacionales como “the constellation of symbolic manifestations of the nation —
its political prescriptions, myths of origin, rules of belonging and proper feelings, educational proclamations
and policies, and so on —in order to underscore this made (and not found) nature of the nation” (12).
25
“Los niños representan tanto la promesa de como la resistencia a la continuidad”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 53

Esto descansa en la idea de que los niños son inocentes y no tienen ni experiencia ni

conocimientos sobre el mundo; es decir, hay una falta de competencia que deriva en la

necesidad de protegerlos (James y James 2005). Pero la historia del mundo y la de la

literatura nos han mostrado que los niños y niñas son vulnerables ante las decisiones de los

adultos:

Los niños expósitos figuran por doquier en la literatura de ficción, de Moisés a Tom

Jones. De esto podría inferirse que el abandono era una realidad social familiar y

que, por tanto, se refleja en la escritura creadora: pero también es posible que los

autores introdujeran, como adecuado recurso de intriga, algo fascinante

precisamente por su improbabilidad (Boswell 25).

El abandono de los hijos parece un motivo literario por excelencia, pero ciertamente

no constituyen documentos históricos de que así sucediera en la realidad, al menos no de

manera tan extendida. Es lo que admite Boswell al plantear si no sería acaso un caso

extraordinario recogido por la literatura. Sin embargo, Boswell mismo se responderá luego

que, más que el abandono mismo, lo extraordinario de los textos literarios que tratan estos

temas “es la predilección por la anagnórisis dramática (el feliz redescubrimiento, tras

muchos peligros y tribulaciones, de padres, hijos o amantes perdidos mucho tiempo atrás)”

(Boswell 144). Coincido en que los ejemplos literarios no constituyen evidencia de la

masividad del abandono, pero sí habla de que la idea de abandonar a los hijos existe en el

imaginario occidental, y que esa sería la razón por la cual es abordado, ya sea de manera

trágica y edificadora como en los textos de Dickens, de manera romántica como en Anne

de Green Gables, como medida protectora como sucede en Las crónicas de Narnia, o,

incluso, en términos cómicos como en Papelucho perdido. Estos ejemplos dan cuenta de

que introducir el tema del abandono o, en términos más amplios, de la vulnerabilidad


Mayne-Nicholls 54

infantil, requiere centrarse en las obras, porque los motivos, las construcciones, las

representaciones y sus efectos difieren de acuerdo con el contexto, lo que muestra que lo

que gira en torno a la infancia es contextual.

Solemos ver el tema de la vulnerabilidad de los niños desde ese prisma terrible del

abandono, pero no siempre aparece de manera tan evidente a los ojos. Esta vulnerabilidad

más invisible tiene que ver con las influencias y presiones que reciben niños y niñas desde

el Estado, desde la familia, desde la educación normada, desde los medios de comunicación

masiva; todos apostrofan a los niños, todos esperan que se conviertan en algo, ya sea a

través de adquirir ciertos códigos de conducta o productos propiamente tales. Bustelo

(2007) llama la atención al respecto, categorizándolos como “biopolíticas de la infancia”

(23), destinadas a configurar cierto tipo de niños y niña. Me interesa al respecto rescatar la

figura del “niño sacer” que hace Bustelo (26), que plantea que la vida de los niños es una

condición excepcional y no la regla, destacando cómo la situación precaria de los niños y

niñas tiene que ver con la perpetuación del statu quo de las sociedades actuales.

Esta condición precaria incluye la fragilidad de los cuerpos infantiles en los

entornos de guerra o conflictos, las que han sido explotadas como imágenes desde los

medios de comunicación y las redes sociales que muestran los cuerpos sin vida de niños.

Uno de los casos más discutidos al respecto en los últimos años fue el de Alan Kurdi, un

niño sirio de tres años, quien fue encontrado boca abajo en una playa turca en 2015. Su

familia estaba escapando de Siria, tratando de llegar a Grecia en una embarcación que

naufragó. Otras once personas se ahogaron también, incluyendo a su madre y su hermano

de cinco años. La imagen del niño en la playa turca fue tomada por la fotógrafa Nilufer

Demir, la que se viralizó rápidamente, poniendo sobre la mesa, además, la situación de los

migrantes en el mundo.
Mayne-Nicholls 55

¿Para qué mostrar imágenes como las de Alan Kurdi? Cuando Bustelo habla de que

los niños son un campo de lucha de los poderes tiene razón, porque puede que una de las

razones de difundir las imágenes sea generar conciencia de lo que está pasando, pero

también puede tener otras motivaciones, desde vender más avisos hasta desincentivar las

migraciones. En ese sentido, la vulnerabilidad infantil puede ser también utilizada desde

distintas perspectivas.

Es tentador decir que los niños han sido vulnerables ante la pobreza, las guerras, la

falta de oportunidades. Debido a esto han tenido que trabajar en la infancia, ser llevados en

migraciones masivas de gente que escapa de situaciones de guerra, sufrir la falta de

alimentos y de salud. Claramente esas situaciones son reales, pero ¿acaso los adultos no

son también vulnerables a las enfermedades, las guerras, la opresión? Construir a los niños

y niñas desde la vulnerabilidad no es trivial. Y con esto no quiero decir que no haya que

protegerlos, sino reflexionar acerca de esto que parece tan naturalizado, pero que es también

una construcción cultural. De hecho, cómo se atiendan esas situaciones de vulnerabilidad

tiene que ver con el imaginario que se tenga con respecto a la infancia. Es así como pasamos

de siglos en que no se cuestionaba el abandono de los hijos, como muestra Boswell, a la

institución de los derechos del niño, en que se vela no solo por la integridad física, sino

también por el derecho a la identidad, a tener una voz propia, un nombre, una nacionalidad.

La construcción de los niños como seres vulnerables da cuenta de un imaginario,

que sustenta leyes y normas, pero también costumbres y usos, que pueden llevar la

necesidad de la protección a actitudes extremas de sobreprotección o abandono. Y muestran

también que la presencia de los adultos se mantiene clave para definir en qué sentido los

niños y niñas son o no vulnerables. Lo que además convive con ciertas ideas paradojales,

como clamar por la protección de los niños al tiempo que no se les da espacio a sus voces.
Mayne-Nicholls 56

El hecho de que la idea que tenemos de infancia y lo que esperamos que los niños sean,

hagan y digan, es algo que tengo presente, de la misma manera que me parece insoslayable

el hecho de que incluso lo que parece obvio y natural —como el proteger a los niños y

niñas— tiene un correlato que debería ponerse en duda, como hasta dónde se llega en el

afán protector, por ejemplo, y qué implica esto para el desarrollo de la infancia. Al tener

esto presente es que me interesé en abordar las representaciones de las niñas y niños desde

una perspectiva que tratara de ponerse en el lugar de la infancia, en vez de decidir desde la

distancia de la madurez qué es bueno o no para los niños. Es así como llegué al campo de

los childhood studies.

Childhood studies: una aproximación desde lo multidisciplinario

En el estudio de los niños y la infancia, me he aproximado a un campo

multidisciplinario relativamente nuevo llamado childhood studies. En español se lo traduce

como nuevos estudios de la infancia o simplemente estudios de la infancia. En Chile, por

su parte, es un campo poco explorado con algunas excepciones en el ámbito de la

psicología. De aquí en adelante me referiré a los childhood studies como estudios de la

infancia. Una definición acerca de este campo de estudios explica: “[it] is conceived of in

much broader terms; it is concerned with the social study of all childhoods and all children

of all ages, in their own right and not just as means to an end” 26 (James y James xi). Martin

Woodhead plantea que los estudios de la infancia reúnen a todos aquellos que encuentran

que los discursos tradicionales acerca de “el niño” son insuficientes (Woodhead x), por lo

26
“Es concebido en términos mucho más abstractos; se relaciona con el estudio social de todas las infancias
y todos los niños a lo largo de todas las épocas, en su propio derecho y no solo como medios para un fin”. La
traducción es mía.
Mayne-Nicholls 57

cual define esta disciplina como “a more integrated approach to research and teaching

around children’s lives and well-being, a more ‘joined-up’ view of ‘the child in context’” 27

(Woodhead x).

A partir de las palabras de James y James y Woodhead, podemos ver que los nuevos

estudios de la infancia tratan de alejarse de esencialismos. El foco no es el niño en singular,

sino los niños y niñas en su pluralidad. Tampoco se preocupan por lo que los niños serán

(aunque es parte de lo que se estudia en este campo), sino por lo que los niños y niñas son

ahora, por su presente. Asimismo, no consideran que los niños y niñas sean pasivos, sino

que son actores sociales relevantes. En el fondo, los estudios de la infancia proponen una

nueva forma de ver a los niños y de comprender la infancia, es decir, es un cambio de

perspectiva, que descansa sobre la premisa de que la infancia es una construcción cultural

y social. Lo expuesto puede parecer alejado de la literatura, por cuanto las definiciones que

he expuesto hablan más acerca de los niños reales. Sin embargo, la infancia es una

construcción que se hace en el lenguaje y el estudio de las representaciones de niños y

niñas, como también de la idea de infancia, es uno de los ámbitos relevantes dentro de este

gran campo. Algunos exponentes dentro del ámbito de las representaciones son Peter Hunt

(literatura para niños), Julie Koehler (cuentos de hada y tradicionales), Elizabeth Tucker

(folklore), Vanessa Joosen (imágenes de infancia en la literatura para niños), y Monica

Flegel (representaciones literarias de la infancia). Los trabajos de estos investigadores dan

cuenta de que uno de los principales énfasis de los estudios de la infancia es justamente la

revisión de las interpretaciones literarias acerca de la infancia, junto con los análisis

históricos y culturales, por cuanto el acento está puesto en aproximarse críticamente a la

27
“Un acercamiento más integrado a la investigación y la enseñanza en torno a las vidas y el bienestar de los
niños, una visión más conjunta del ‘niño en contexto’”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 58

forma en que los adultos han pensado a los niños y las niñas y el impacto que esto ha tenido

en la forma en que se los trata (“Childhood studies” 2018), y se considera que una de las

maneras de observar mejor estos imaginarios adultos son los textos literarios que han

plasmado esas visiones adultas.

Los estudios de la infancia abarcan varias disciplinas y utilizan conceptos

provenientes de varios campos, con el objetivo de saber más acerca de los niños y la

infancia: “The primary concern of childhood studies is to extend our knowledge and

understanding of childhood and its complexities, rather than to engage directly in social or

political intervention in children’s lives” 28 (James y James xi). Esta cita no implica que no

pueda haber un trabajo directo con los niños y niñas a partir de las investigaciones que se

hacen en esta disciplina, sino que postula la relevancia que tiene dedicarse a conocer acerca

de la infancia en sí, y no solo en términos de lo que la infancia puede necesitar. Participar

en este campo desde la literatura presupone, entonces, profundizar en el conocimiento

acerca de las representaciones de infancia.

Uno de los primeros problemas que surge al profundizar en torno al concepto de

infancia, tiene que ver con lo planteado por Boswell respecto a quiénes son los niños y las

niñas. Los estudios de la infancia han tratado de establecer algún punto de partida al

plantear una definición de la infancia desde la edad: “‘adulthood’, and accompanying

notions of personhood and citizenship, come not through achievement or competence but

through ageing”29 (James y James 8). Esta perspectiva permite abandonar ciertos prejuicios

28
“La principal preocupación de los estudios sobre la infancia es ampliar nuestro conocimiento y
comprensión de la infancia y sus complejidades, en lugar de involucrarnos directamente en la intervención
social o política en la vida de los niños”. La traducción es mía.
29
“‘Adultez’, y las nociones que acompañan a la persona y la ciudadanía, no llega a través de los logros o
competencias, sino a través del crecer”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 59

acerca de los distintos desarrollos de niños y niñas según sus antecedentes, historia y

proveniencia. En el discurso cotidiano es habitual decir, por ejemplo, que los niños que han

sufrido algún trauma o que son pobres ya no son niños o que sus infancias terminaron

demasiado pronto. El problema con esa perspectiva es que invisibiliza los problemas

sociales de los niños, al crear la ilusión de que solo existe un ideal de infancia, al que se le

ponen adjetivos como protegida e inocente. Ocultar la realidad de que hay distintos tipos

de infancia, y que muchas de ellas están lejos de ser felices o tranquilas, obstaculiza las

posibilidades de establecer formas efectivas de ayudar a esos niños y niñas, en vez de

simplemente establecer que ya se hicieron adultos. Establecer una edad no elimina que la

infancia sea una construcción cultural y que intervengan distintas variables, tampoco es un

impedimento para considerar la infancia como una experiencia y un relato que se efectúa.

Lo que el tema de la edad sí permite es establecer una superficie sobre la cual pesquisar

acerca de la infancia. También en el caso de la literatura, con el fin de establecer un corpus

basado en las edades de los personajes.

Los estudios de la infancia no tienen por objeto entender o saber más acerca solo de

la infancia real. Las representaciones acerca de la infancia son consideradas una entrada

clave para acceder a la forma en que las sociedades han visto y tratado a los niños y niñas.

En su estudio acerca de representaciones literarias de niños crueles, Monica Flegel y

Christopher Parkes explica: “We do not seek to identify whether or not children are

naturally cruel, or to provide a solution to child cruelty. Instead, we are interested in

understanding why the cruel child looms so large in the cultural imagination, and in
Mayne-Nicholls 60

identifying the contours and boundaries of that representation” 30 (Flegel y Parkes 1). Puedo

relacionarme con esas palabras, porque mi interés también está puesto en las

representaciones. La presencia de las niñas es ineludible en las rondas de Mistral y en

Visiones de infancia de Yáñez, y me interesa abordar esas representaciones, tratando de

distinguir las estrategias retóricas de las autoras y configurar un imaginario en torno al ser

niñas. Los estudios de la infancia me permiten hacer esa aproximación desde la

particularidad de esas creaciones, especificando, por ejemplo, que se trata de niñas y no de

niños (aunque los hay). Dentro de esta perspectiva se encuentran, además, algunos

conceptos que se consideran clave en el estudio de la infancia y los niños (ya sean reales o

sus representaciones), como agencia, voz, familia, diversidad, pérdida de la infancia,

amistad, género, inocencia, naturaleza y nutrición, participación, juegos, pobreza,

protección, paternidad, grupo de pares, resiliencia, responsabilidad, construcción social,

actores sociales, abuso sexual, sexualización, derechos, espacios para la infancia y lugares

de los niños, niños de la calle, y vulnerabilidad (James y James 2012). Muchos de estos

conceptos me interesan especialmente y son parte integral de esta investigación.

La voz de los que no pueden hablar

No puedo esquivar la relación entre infancia y lenguaje, y no solo porque esté

estudiando concepciones de infancia representadas en el lenguaje. Goodenough, Heberle y

Sokoloff plantean tener en cuenta la etimología de la palabra infancia para comprender la

idea que se tiene de infancia en Occidente. En latín infans hace referencia a lo mudo, sin

30
“No buscamos identificar si los niños son o no naturalmente crueles, o proveer una solución a la crueldad
infantil. En cambio, estamos interesados en comprender por qué el niño cruel asoma tanto en la imaginación
cultural, y en identificar los contornos y fronteras de esa representación”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 61

habla, sin palabras, inarticulado, incluso, aquello que no puede hablar. El término ha sido

recogido en el francés (enfant), inglés (infant) y el español (infante). Sobre el derivado

inglés Goodenough et al. sostienen: “‘infant’, defines one who cannot speak and whose

progressive attempts at articulation must be translated by adults into a world of discourse

not yet fully inhabited by the child”31 (3). Decir que el niño o niña es quien no puede hablar

no está desestimando sus capacidades comunicativas; se refiere más bien al hecho de que

los niños se mueven fuera del lenguaje de los adultos: la lógica de su habla no es la lógica

del mundo adulto. Es por esta razón, que la comunicación entre adultos y niños es

complicada, y puede derivar en mensajes malentendidos, lo que, de hecho, resulta ser un

motivo en la literatura con tema de infancia. Por ejemplo, en el cuento “A message from

the pig-man” (1960) de John Wain (1925-1994), el conflicto descansa en el hecho de que

Eric —el protagonista de cinco años— y su madre tienen distintas ideas acerca de qué es

un hombre-chancho, porque su madre utiliza un lenguaje metafórico y Eric, uno literal.

Considerar al infante como un ser que no puede hablar tiene relevancia en el aspecto

literario, por cuanto se refleja en la elección de las estrategias de narración en las novelas

que tienen a niños y niñas como protagonistas. Si bien, niños y niñas están presentes en los

relatos, no lo hacen con su propia voz, sino traducidos por una voz adulta. Así sucede en

algunos textos clásicos ingleses que tienen a niños como protagonistas, como Alicia en el

País de las Maravillas de Lewis Carroll (1832-1898), Peter Pan y Wendy de James

Matthew Barrie (1860-1937) y Los niños del agua de Charles Kingsley (1819-1875). No

son Alicia, Peter, Wendy y Tom quienes narran, sino que hay un discurso indirecto, en que

31
“‘infante’, define a quien no puede hablar y cuyos intentos progresivos de articulación deben ser traducidos
por los adultos a un mundo del discurso que todavía no es habitado totalmente por el niño”. La traducción es
mía.
Mayne-Nicholls 62

los narradores adultos traducen a estos niños ficcionales. Es especial el caso de Charles

Dickens, quien utiliza dos registros: la enunciación adulta y la enunciación infantil. Por

ejemplo, en Oliver Twist32, la historia del niño huérfano que huye a Londres, el relato es en

tercera persona, aunque el narrador puede acceder —y nos da a conocer— los pensamientos

de Oliver33. Aquí, entonces, no hay enunciación infantil. Por el contrario, en David

Copperfield34, Dickens opta por un relato en primera persona, en el cual el propio David

narra la historia desde su infancia. En el caso de la narrativa chilena, Lorena Amaro sostiene

que, hasta mediados del siglo XX, la representación que se hace de los niños es objetivada,

esto es, en ellas no hay presente “una voz o una perspectiva infantil” (“Huérfanos y héroes”

12); se refiere a los cuentos de Sub-Terra (1904) de Baldomero Lillo, y novelas como El

niño que enloqueció de amor (1915) de Eduardo Barrios y El roto (1920) de Joaquín

Edwards Bello. Sobre este corpus, Lorena Amaro agrega que “se encuentra […] ausente la

subjetividad del niño” (12). Esta opción por no representar la enunciación infantil descansa

en la imposibilidad de acceder a la conciencia infantil. ¿Cómo piensan los niños, cómo

articulan sus ideas, cómo funciona su lógica? La dificultad de plasmar esto con

verosimilitud suele derivar, entonces, en el discurso indirecto de la narración.

Sin embargo, poder representar la subjetividad de las representaciones de niños y

niñas se mantiene como una necesidad literaria. En este sentido, me interesa la propuesta

de Agamben en el texto Infancia e Historia. Allí, el autor se introduce en los estudios de

Benveniste, según quien “el hombre se constituye como sujeto en el lenguaje y a través del

32
Oliver Twist es la segunda novela de Charles Dickens y fue publicada como serie mensual entre febrero de
1837 y abril de 1839.
33
En cambio, el narrador mantiene una distancia casi periodística en el caso de otros personajes, de los cuales
solo tenemos un relato externo.
34
David Copperfield también fue publicada como una serie mensual entre mayo de 1849 y noviembre de
1850. Es la octava novela de Charles Dickens.
Mayne-Nicholls 63

lenguaje”35 (Agamben 61). Está hablando de adultos, quienes ya tendrían pleno manejo del

lenguaje; como dice Goodenough et al.: “… full acquisition of language marks the

dissolution of childhood”36 (4). Al tomar en cuenta la etimología de infancia, se apela a una

suerte de sujeto prelingüístico, lo que se condice con la etiqueta que se pone a niños y niñas

de ser sujetos preverbales: “Infancia y lenguaje parecen así remitirse mutuamente en un

círculo donde la infancia es el origen del lenguaje y el lenguaje, el origen de la infancia”

(Agamben 66). Entiendo entonces que el niño y la niña están antes o fuera del lenguaje, lo

que presenta una contradicción en el ámbito literario, porque los niños son representados

en y por medio del lenguaje. Si la voz de los niños y niñas se mueve con otros códigos,

representar la voz de infancia en el discurso adulto se vuelve complicado.

To recognize the child’s exclusion from adult language and discourse does not mean

that children’s voices are condemned to being disabled in literary representations.

On the contrary, many texts written from a child’s viewpoint are brilliantly creative,

subversive, or compensatory precisely because children speak from a realm as yet

unappropriated, or only partially appropriated, by social or cultural intentionality37

(Goodenough et al. 4).

El tema de la representación de la voz de infancia me lleva a preguntarme por las

estrategias retóricas que los autores utilizan para representar la voz infantil. Por ejemplo,

Barrie (Peter Pan y Wendy) imaginaba el pensamiento de niños y niñas en términos de un

35
Giorgio Agamben está refiriéndose a lo planteado por Benveniste en sus textos “La naturaleza de los
pronombres” y “La subjetividad en el lenguaje”.
36
“La plena adquisición del lenguaje marca la disolución de la infancia”. La traducción es mía.
37
“Reconocer la exclusión del niño del lenguaje y discurso de los adultos, no significa que las voces de los
niños estén condenadas a ser inhabilitadas en las representaciones literarias. Por el contrario, muchos textos
escritos desde una perspectiva infantil son genialmente creativos, subversivos, o compensadores precisamente
porque los niños hablan desde una esfera todavía no apropiada, o solo parcialmente apropiada, por la
intencionalidad social o cultural”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 64

mapa confuso, en que coexisten múltiples caminos e imágenes que nunca llegan a estar

quietas, es un mapa que está continuamente reconstruyéndose; mientras que Henry James

utilizaba el discurso indirecto para dar cuenta de la inaccesibilidad del habla infantil, como

ocurre en What Maisie Knew (1897), novela narrada en tercera persona y que se centra en

el personaje de Maisie, una pequeña niña, testigo de cómo su familia se desmorona a su

alrededor (Honeyman 2005). En los casos anteriores se elude la ficcionalización de la voz

propiamente tal, y se decide representar a niños y niñas de manera mediada para no tener

que impostar una voz que aparece tan esquiva. Por ejemplo, Barrie no introduce a los

lectores dentro de la mente/mapa confuso de Peter Pan o Wendy, pero da indicios de aquello

a través de las acciones de los personajes.

No todos los escritores eluden representar la voz de infancia y, de hecho, hay varios

ejemplos de textos narrados en primera persona por una voz infantil 38. Jeftanovic (2011)

aborda esta narración, destacando su condición “desde abajo”, lo que daría cuenta de una

escritura “mirando al mundo a la altura de las rodillas de los adultos” (29), y en que estas

voces son en sí misma una herramienta retórica al levantarse como “cuestionadoras de los

discursos tradicionales de control y autoridad ejercidos y materializados por la familia y

los aparatos institucionales de la escuela y el Estado” (Jeftanovic 29). La estrategia

principal para escribir la voz infantil tendría que ver con configurar una narración deficiente

que dé cuenta de cómo los niños y niñas están fuera del lenguaje de los adultos. Jeftanovic

plantea en este sentido que haya una “comprensión parcial de los hechos”; un “manejo

limitado del lenguaje” y la configuración de una “precaria abstracción y racionalización”

38
Solo para efectos ilustrativos, algunos textos recientes con niños narradores son El curioso incidente del
perro a medianoche (2003) de Mark Haddon y Tan fuerte, tan cerca (2005) de Jonathan Safran Foer. La
literatura infantil utiliza muchas veces los narradores niños y en Chile un caso emblemático es el de la serie
Papelucho (1947-1974) de Marcela Paz.
Mayne-Nicholls 65

(Jeftanovic 30). Puedo encontrar estos aspectos, por ejemplo, en los libros de Papelucho,

en que el protagonista y narrador utiliza mal las palabras, no comprende la situación o sigue

una lógica que es concreta y, más bien, irracional. Estas estrategias que Jeftanovic identifica

en textos narrados desde la voz infantil39 descansan, sin embargo, en aquellas

preconcepciones que existen acerca de la infancia: los niños y niñas son preverbales, no

saben ni conocen, son concretos e irracionales. Es decir, al tiempo que los autores tratan de

usar una voz marginal para criticar (la sociedad, la política, la economía, la familia), se

basan en los estereotipos que los adultos han otorgado a los niños y niñas.

Por un lado, esta paradoja de representar la voz de los niños de acuerdo con los

estereotipos que se han creado para ellos descansa en el hecho de que esas características

—a las que Honeyman se refiere como “linguistic ‘truths’ in adult discourse” 40 (2)— son

aceptadas como realidades naturales (Honeyman 2); es decir, se piensa que los niños son

naturalmente así. Por otro lado, la explicación de esto radica en que hablar de voz implica

una metáfora (Cadden 2011), que abarca tanto el punto de vista de la narración o del poema,

es decir, el quién se expresa, como las características de esa voz, esto es, el cómo se expresa

(Cadden 2011). Con esto quiero recalcar que las voces representadas siguen siendo las

voces de los adultos, vestidas con una máscara de la infancia, cuyo objetivo, más que

representar la infancia puede ser utilizarla como una herramienta crítica.

Y voy más allá, porque la narración deficiente de la que habla Jeftanovic descansa

en el punto de vista del adulto, de esa concepción de que los niños no habitan el lenguaje

de los adultos. Pero eso no es suficiente, ya que nuevamente, toma conciencia solo del

39
Algunos de los textos analizados en el libro de Jeftanovic son Hasta ya no ir de Beatriz García Huidobro,
La casa de los conejos de Laura Alcoba, Óxido de Carmen de Ana María del Río, La noche de los asesinos
de José Triana, Hamelin de Juan Mayorga y Cerca del corazón salvaje de Clarice Lispector.
40
“‘verdades’ lingüísticas en el discurso adulto”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 66

punto de vista adulto, ya que, al analizar la voz de infancia, puedo observar que “los chicos

no se someten mansamente a la colonización [de los adultos a través del lenguaje]. A su

vez se adueñan del lenguaje. Lo agarran por donde mejor les parece y lo hacen ingresar a

su mundo” (Montes 53). Es decir, la voz de infancia que se configura en los textos tiene

una apariencia de incompletitud (en el sentido de ser deficiente) sin ser realmente

incompleta. Esto es, las estrategias de representación que se utilizan podrán identificarse

con este mal uso del lenguaje, pero la voz representada no tiene por qué considerarse

incompleta o deficiente por aquel mal uso. De hecho, los que aprecian ese mal uso del

lenguaje son los adultos, para los niños y niñas eso carece de importancia.

Abordar las voces de los niños tiene que ver con dos aspectos: hablar y ser

escuchados. “[C]alls for children’s voices to be heard refers to the process of allowing

children to articulate their views on matters that concern them” 41 (James y James 24). Esto

se relaciona con la perspectiva de los niños como infantes, es decir, aquellos que no hablan,

por cuanto el silenciamiento de los niños se debería a que estos no son escuchados. Este

silencio implica no solo que niños y niñas no puedan expresarse, sino que no se los

considere actores sociales, lo que enfatiza la condición de marginalidad de los niños y niñas

en la sociedad y las preconcepciones acerca de la infancia. Es decir, si no se deja que los

niños y niñas expresen su voz es porque no saben, no conocen, son inocentes y les falta

experiencia. Al respecto, James y James mencionan el trabajo de Myra Bluebond-Langner

con niños enfermos de cáncer, quienes conocían sus prognosis a pesar de que tanto sus

padres como sus doctores se los ocultaban para protegerlos. A su vez, los niños protegían

a sus padres al no contarles que ellos ya sabían cuáles eran sus pronósticos (James y James

41
“El llamado de que las voces de los niños sean escuchadas refiere al proceso de permitir a los niños articular
sus puntos de vista en las materias que les conciernen”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 67

(2012). Con este ejemplo, James y James ponen al descubierto que los niños saben más que

lo que los adultos creen, pero también expone el hecho de que su voz es silenciada,

cualquiera sea la razón para eso.

Aunque esta concepción de la voz en los estudios de la infancia parece enfocarse

más que nada en las ciencias sociales, presenta un motivo que puede encontrarse en la

literatura y en el cine. En la versión cinematográfica de What Maisie Knew42 (2012), Maisie

tiene seis años y sus padres se divorcian y arman nuevas parejas sin decirle nunca a la hija

lo que está sucediendo, sino que dejan que las cosas sigan su curso como si ella viviera en

un estado tal de abstracción que lo que la rodeara no tuviera efectos sobre ella. En una

escena en que Maisie lleva a su padrastro para presentarlo en clases, podemos finalmente

oír su voz con la cual expone claramente lo que ha sucedido con su familia y las razones

de por qué tiene un nuevo papá. La narrativa de la película permite observar varios aspectos

de los cuales destaco dos. El primero es que Maisie sabe perfectamente lo que está

sucediendo en su familia, aunque nadie se haya dado el trabajo de explicárselo. Segundo,

que la voz de Maisie solo se expresa y es escuchada cuando está con sus pares, quienes la

toman en serio y empatizan con ella porque tienen historias o preocupaciones similares.

Así al tiempo de representar lo que sucede con las voces de los niños, los directores Scott

McGehee y David Siegel niegan la preconcepción de que los niños no saben o no

comprenden.

42
La película está basada en la novela del mismo nombre de Henry James, publicada en 1898. La novela
sigue a Maisie desde su infancia hasta su adolescencia y está ambientada en Londres. La adaptación
cinematográfica traslada la historia de Maisie al Nueva York actual.
Mayne-Nicholls 68

Una perspectiva desde la capacidad de actuar

En español, el término agencia está más relacionado con el oficio de prestar alguna

clase de servicio. Si se busca el término en la RAE apenas la séptima y última acepción se

relaciona más con el concepto que abordo en esta investigación: agencia es “[d]iligencia,

solicitud” (RAE), lo que, de todas formas, no se acerca a la idea que manejaré en este

trabajo. El diccionario de Oxford entrega más luces al respecto: agencia es “[a] thing or

person that acts to produce a particular result”43 (Oxford Dictionary). El vocablo agency se

incorporó al inglés en el siglo XVII y deriva del latín agentia, que significa “llevar a cabo”.

Entonces tiene que ver con el actuar. De hecho, en literatura el término agencia se relaciona

con los personajes y la narración, de tal forma que los personajes tendrán agencia cuando

sus acciones son capaces de modificar el curso de la historia narrada. “A character’s agency

pushes, creates and changes the plot”44 (Leger 2014), es decir, no habría trama ni cambios

en ella sin personajes agentes que actúen en ese sentido. Por supuesto, es el autor o autora

quien decide qué personajes tienen agencia.

El concepto de agencia que utilizaré se vincula a las ideas previamente expuestas,

pero no totalmente. Lo tomo de los estudios de la infancia, campo en que la agencia ocupa

un puesto de relevancia por cuanto ven a niños y niñas como actores sociales, antes que

como seres receptores de las acciones de los demás. Asimismo, da cuenta de que en este

campo se ve a los niños desde una perspectiva diferente, en que lo relevante es la

consideración del niño y la niña como sujetos. Una definición estricta de agencia es “[t]he

capacity of individuals to act independently” 45 (James y James 3), pero no se trata solo de

43
“[una] cosa o persona que actúa o produce un re4sultado particular”. La traducción es mía.
44
“La agencia de un personaje empuja, crea y cambia la trama”. La traducción es mía.
45
“La capacidad de los individuos de actuar de forma independiente”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 69

que los niños puedan hacer cosas de forma independiente, sino también de la capacidad de

formarse y expresar sus propias ideas:

It underscores children’s and young people’s capacities to make choices about the

things they do and to express their own ideas. Through this, it emphasises children’s

ability not only to have some control over the direction their own lives take but also,

importantly, to play some part in the changes that take place in society more

widely46 (James y James 4).

Formarse su opinión, expresar sus ideas, tomar decisiones acerca de su vida y actuar

socialmente son algunos de los aspectos que se engloban en el concepto de agencia, pero

siempre considerando el que lo hagan de manera independiente. Esta concepción acerca del

actuar libre implica considerar, asimismo, las estructuras sociales y la relación entre el

actuar de los sujetos y la sociedad en que se insertan. En este sentido Anthony Giddens

propone que agencia y estructura se encuentran entretejidas y no separadas, de tal manera

que “social structures provide the means through which people act, but the form these

structures take is a result of their actions”47 (Giddens cit. en James y James 4). La misma

relación hacen Deleuze y Guattari al hablar de agenciamiento personal (agence en francés)

y estructura, distinguiéndolas como dos grados distintos de agenciamiento entre los que se

sitúa el devenir (Mil mesetas 2002), en el caso de esta investigación, del devenir-niño. Dice

Zourabichvili acerca de la propuesta de Deleuze y Guattari: “Cada individuo tiene que

habérselas con esos grandes agenciamientos sociales definidos por códigos específicos, y

46
“Subraya las capacidades de los niños y los jóvenes de tomar decisiones sobre las cosas que ellos hacen y
expresar sus propias ideas. A través de esto, enfatiza la habilidad de los niños no solo de tener algún control
sobre la dirección que toman sus propias vidas, sino también, de manera importante, de jugar algún papel
más relevante en los cambios que tienen lugar en la sociedad”. La traducción es mía.
47
“las estructuras sociales proveen los medios a través de los cuales las personas actúan, pero la forma que
estas estructuras toman es un resultado de sus acciones”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 70

que se caracterizan por una forma relativamente estable y un funcionamiento reproductor”

(17); de lo cual colijo que, al referirnos al tema de la agencia de los niños, no podemos

sustraernos de las estructuras a las cuales están ligados; esos grandes agenciamientos

sociales de los que hablan Deleuze y Guattari se refieren entre otros a la familia, que es el

hábitat íntimo de la infancia, desde la cual se imponen tareas, cualidades y expectativas,

frente a los cuales los estudios de la infancia observan cómo se manifiesta la agencia de

niños y niñas. Pero como esas estructuras no son solamente estables o fijas, pueden ser

transformadas, y niños y niñas pueden hacerlo.

La educación actual fomenta la autonomía de los niños, pero esta parece limitarse a

una cierta autonomía vigilada, en que se espera que niños y niñas sepan vestirse solos, hacer

sus tareas y participar en clase. Es decir, se favorece esta autonomía como una forma de

reforzar el sistema ya existente y no como una manera de lograr que los niños y niñas actúen

con agencia. Para explicar esto, considero pertinente las elaboraciones que hacen Hardt y

Negri, a partir de Foucault, en especial cuando se refieren a las instituciones disciplinarias.

Este tipo de instituciones influye directa e indirectamente sobre la forma en que los niños

y niñas se comportan, pero su influencia también tiene que ver con lo que los niños y niñas

piensan. “[E]l poder disciplinario gobierna estructurando los parámetros y los límites del

pensamiento y la práctica, sancionando y prescribiendo las conductas normales y/o

desviadas” (Hardt y Negri 44). En el caso de la escuela48 —que es una de las instituciones

disciplinarias que plantea Foucault— los parámetros y límites tienen que ver con las

situaciones en que los niños pueden actuar con autonomía, y definen cuándo la autonomía

ya no es deseable, porque sus resultados pueden poner en jaque la estructura. Por su parte,

48
Bustelo, por su parte, indica que las principales instituciones que influyen en el desarrollo tanto de niños
como de adolescentes son “la familia, la escuela y los medios de comunicación” (23).
Mayne-Nicholls 71

la concepción de agencia plantea el poder transformador que pueden tener los niños, esto

es, la potencia de llegar a modificar en algún sentido las estructuras, de tal forma en que

los niños y niñas no solo pueden ser actores sociales, sino agentes de cambio.

La agencia no involucra solo que niños y niñas tengan la capacidad de actuar de

forma independiente, sino que tiene consecuencias en otros aspectos de la vida y la

formación de los niños, por ejemplo, la formación de sus identidades, la realización de

actividades, la conformación de relaciones con los demás, y la capacidad de desarrollar un

pensamiento crítico (Moje y Lewis 2007). En tal sentido, la agencia constituye una facultad

relevante para que los niños sean niños. Mathis profundiza en ese aspecto y plantea:

“agency that can help them make sense of the vast amount of information available and

take action in making decisions that create a better community, both local and global, for

themselves and others”49 (206). Es decir, que los niños actúen con agencia no quiere decir

que actúen de forma impetuosa y hagan cualquier cosa que les dé la gana (aunque podrían

hacerlo), sino que les permite formar sus propias ideas a partir de lo que van conociendo y

experimentando, con independencia, en vez de asumir simplemente las posturas de los

demás. Esto me permite establecer una relación entre agencia y voz, en que formar la voz

propia es un proceso en que se van tomando decisiones independientes acerca del mundo;

independientes, pero no desconectadas, ya que pueden afectar ese mismo mundo que se

está tratando de entender. En este sentido, planteo que actuar con agencia no significa

necesariamente hacer el bien o tomar decisiones correctas. De hecho, implica deshacerse

49
“agencia que puede ayudarlos a darle sentido a la vasta cantidad de información disponible y tomar acciones
en formar opiniones que creen una mejor comunidad, tanto local como global, para ellos y los otros”. La
traducción es mía.
Mayne-Nicholls 72

de preconcepciones como el binomio inocencia/maldad y reconocer los matices que pueden

darse en una actuación con independencia.

La agencia se refleja entonces es en la libertad individual, el libre albedrío, la

capacidad de tomar decisiones personales, en actuar de acuerdo con los objetivos propios,

y en hacerse responsable de las acciones (Mathis, “Demonstrations of Agency” 207). Esto

nos permite ver que al actuar con agencia se tiene un impacto sobre la comunidad en que

una se desenvuelve. Para Giddens se trata de los siguiente: “people both produce and are

products of their social environments”50 (cit. en Mathis, “Demonstrations of Agency” 207);

es decir, así como la sociedad influye en los niños y niñas, ellos logran modificar con sus

actuaciones la sociedad en la que se desenvuelven. Esto nos permite diferenciar entre dos

tipos de agencia: individual y social. Hasta el momento me he referido a la de carácter

individual, en la cual hay “a strong sense of self and the potential of one’s own voice and

actions”51 (Mathis, “Demonstrations of Agency” 209). Esta definición de Mathis me

interesa por cuanto, al hablar de potencial, reconoce la situación de que los niños y niñas

están en un proceso de formarse a sí mismos, lo que hacen a través de sus acciones y de ir

descubriendo sus voces.

En general, se pone el acento en la agencia individual, pero me interesa la social por

dos razones. Primero, porque no nos encontramos solos en la sociedad; y lo mismo puede

decirse de los personajes en la literatura: sus acciones repercuten en el mundo ficticio de la

narración y en los otros personajes. Segundo, porque en mi corpus de investigación, las

niñas no se encuentran solas, o bien están acompañadas por otras niñas o bien están

50
“las personas tanto producen como son productos de sus ambientes sociales”. La traducción es mía.
51
“un fuerte sentido del ser y el potencial de una voz y acciones propias”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 73

rodeadas por su familia. La agencia social, entonces, es definida como “taking a stand for

friends and community members”52 (Mathis, “Demonstrations of Agency” 209). Esta

definición va más allá del efecto que pueda tener una persona sobre su comunidad, sino

que tiene que ver con la manera de conducirse en comunidad; y así como la agencia

personal implica aprender a hacerse responsable de los propios actos, la agencia social

implica que hay un vínculo entre los integrantes de la comunidad, y que cada uno está ahí

para los demás o en relación con los demás.

Al aplicar el concepto de agencia social al estudio de la literatura infantil, Mathis

propone algunas preguntas para hacerle al texto: analizar si los personajes niños y niñas

son construidos como seres marginales o no; cómo aquellos se definen y posicionan en

relación con los grupos sociales; cómo interactúan en su círculo familiar y de amistad;

cómo son los conflictos que se desarrollan entre los personajes niños y el ambiente en que

se desenvuelven; y cómo el ambiente social configura la agencia de los personajes

(“Demonstrations of Agency” 209). Este conjunto de preguntas constituye entradas al texto,

que permiten analizar a los personajes niños no solo desde la perspectiva de la agencia, sino

también desde el punto de vista de los estudios de infancia. Pero no son las únicas

interrogantes que plantea la representación de niños y niñas en la literatura. Particularmente

me interesa: cómo se configura la voz de los personajes según los grupos sociales en que

se insertan, cómo son o qué conflictos se presentan (tal vez derivados del ejercicio de la

agencia o de la falta de esta) y cómo es el espacio y el ambiente social en que se mueven

estos personajes, es decir, y en términos muy sencillos, ¿los espacios están construidos para

graficar el fomento de la agencia (individual o social) o su restricción?

52
“… tomar una posición por los amigos y los miembros de la comunidad”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 74

La configuración de los espacios de infancia

Al considerar el concepto de la agencia, he levantado los aspectos de las estructuras

y comunidades, por cuanto hay interacciones y efectos mutuos, aunque en distintos grados.

Los modos de ejercer la agencia pueden ser motivados por el ambiente en que los niños se

desarrollan y, además, los ambientes pueden ser modificados por el ejercicio de esa misma

agencia. Me interesa abordar como tema central los espacios, por cuanto todos los niños y

niñas tienen que vérselas con espacios que no fueron creados por ellos, sino por los adultos.

Se trata de espacios físicos, pero que tienen cargas culturales que pueden ser leídas y

estudiadas, y que influyen en la formación de sus individualidades y de sus voces. En este

sentido, el concepto del espacio se convierte en otro aspecto a tener en cuenta, porque, así

como la configuración de espacios en la sociedad puede hablarnos acerca de los niños (y

adultos) que la sociedad espera formar, la configuración poética o narrativa de esos

espacios puede hablarnos del imaginario de infancia que tienen las autoras.

Para analizar los espacios de infancia en la literatura, me basaré en las propuestas

sobre espacio de Henri Lefebvre y Michel de Certeau y sobre geografías de infancia de

Elizabeth Gagen, Paul Cloke y Owain Jones. Incluir el aspecto del espacio involucra dar

cuenta de cómo este término ha pasado desde una concepción más bien estática a una con

múltiples posibilidades. “In the past, geographers defined place as a set of coordinates on

a map that fixed and defined a person’s spatial location” 53 (Bettis y Adams 4). En la

actualidad, en cambio, el espacio de las personas no está fijado. En este sentido los

geógrafos definen los espacios como “contested, fluid and uncertain. It is socio-spatial

53
“En el pasado, los geógrafos definían el lugar como un conjunto de coordenadas en un mapa que fijaba y
definía la ubicación espacial de una persona”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 75

practices that define places and these practices result in overlapping and intersecting places

with multiple and changing boundaries, constituted and maintained by social relations of

power and exclusion”54 (McDowell cit. en Bettis y Adams 4). Los conceptos presentados

anteriormente —como prácticas, intersección, cambio, fronteras, multiplicidad, poder y

exclusión— son relevantes al tratar de describir los espacios que ocupa la infancia, los que

son asignados a niños y niñas, y las formas en que estos los ocupan (o los practican).

He establecido la idea de que los niños y niñas son sujetos marginales, no solo

porque no habitan el lenguaje codificado de los adultos, sino porque sus voces y opiniones

no son escuchadas. Analizar los espacios que se les configura a los niños, en que se los

ubica —ya sea en la realidad o en la ficción poética o narrativa—, nos vuelve a hablar

acerca de la marginalidad, ya sea porque se está refrendando esa condición, porque se está

criticando esa situación o porque se está haciendo una nueva propuesta al respecto. En este

sentido, me parece pertinente la propuesta que hace Lefebvre (1974) en relación con la

producción del espacio social, sobre lo cual reconoce que se produce “un movimiento

dialéctico muy nuevo: el espacio dominante y el espacio dominado” (221). El que haya

ambos tipos de espacio es calificado como un uso estratégico del espacio por parte de

Lefebvre, en cuyo seno se constituirían además las relaciones de producción. Se pregunta

entonces si los espacios tratan de configurarse en términos igualitarios o jerárquicos (221).

Lefebvre está estudiando los espacios generados en las sociedades capitalistas y cómo estos

van definiendo las relaciones que se insertan en ese proceso y que, además, repiten el patrón

de dominados y dominantes. Pero esto influye no solo en los mercados propiamente tales,

54
“Disputado, fluido e incierto. Son las prácticas socioespaciales las que definen los lugares y estas prácticas
dan como resultado la superposición y la intersección de lugares con límites múltiples y cambiantes,
constituidos y mantenidos por relaciones sociales de poder y exclusión”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 76

sino que cada rincón de nuestras existencias está regido, impuesto o presionado por estas

dinámicas. Hay espacios que ejercen el dominio, porque representan también discursos

hegemónicos y dominantes, que indican cómo se debe vivir y, que quisieran implicar

también, qué se debe pensar.

Que los espacios dominantes den cuenta de cómo se debería pensar, se relaciona

con lo que sucede en los espacios de infancia, en los que se busca generar ciertas actitudes

en los niños y niñas e, incluso, indicar cómo deben vivir. Bustelo (2007) plantea al respecto

que se busca establecer las condiciones para que los niños se transformen en cierta clase de

adultos y ciudadanos que permitan que se mantenga el statu quo de las sociedades en que

viven. Relaciono esto, además, con el afán de construir espacios, que los adultos hemos

considerado como seguros y protegidos, para que los niños y niñas se desenvuelvan. Pero

esa protección tiene dos caras. Por un lado, el que los niños estén seguros, sin daños (que

pueden ser tanto físicos como psicológicos). Y, por otro, que la protección impida que los

niños actúen por sí mismos o que puedan conducirse más allá de las normas establecidas

por quienes dominan los espacios. El problema con esta postura es que castiga a los niños

y niñas que no siguen el ordenamiento establecido. Por ejemplo, en ambientes más

protegidos, como el colegio, a los niños y niñas más inquietos se les prediagnostica con

desórdenes como el déficit atencional y son apartados de ese espacio, porque no cumplen

con ciertos estándares. Esto es, la ordenación de los espacios persigue mediar las

actuaciones y conductas de los niños. Los espacios que se producen socialmente, entonces,

no son homogéneos. Lefebvre distingue tres tipos: percibidos, concebidos y vividos:

[Los espacios percibidos] delimitan los aspectos materiales de la vida en sociedad

(por ejemplo, las fronteras físicas estatales); [los concebidos son] las

representaciones espaciales que los discursos sociales realizan a partir de los


Mayne-Nicholls 77

espacios percibidos (por ejemplo, los criterios de inclusión-exclusión del Estado-

nación) y [los vividos pueden] asegurar la reproducción del espacio en donde rige

el orden estatal dominante, o ser el germen de un contra-espacio o de un espacio de

resistencia a dicho orden … (Maurich y Rossa 82).

El enfoque de Lefebvre (1974) es ciertamente desde el punto de vista de cómo la

dominación de los espacios reproduce estructuras de espacio, ideas sobre el espacio y cómo

ambos aspectos pueden ser ya sea refrendados o combatidos. Lo que me llama la atención

de este último aspecto es que implica cómo se viven los espacios: siguiendo el camino

trazado o yendo a contrapelo. Coincide en ciertos aspectos con lo que plantea Michel de

Certeau (2000) al diferenciar los lugares de los espacios, de tal manera que los lugares son

los espacios practicados. Aunque el discurso oficial pretenda que los niños y niñas sean de

cierta manera, lo cierto es que ellos tienen la capacidad de pensar, de tomar sus propias

decisiones y tienen un sentido de conciencia de sí mismos, motivo por el cual no ocupan

simplemente los lugares que los adultos han organizado para ellos, sino que practican los

espacios, es decir, se apropian de ellos.

Pienso en pequeños ejemplos para esto, como dormitorios, cuartos de juego o salas

para niños en que los interruptores de la luz están puestos fuera de su alcance, porque están

pensados para que los utilicen los adultos —es decir, los adultos controlan dichos

espacios—. Ante esto, los niños bien pueden no encender la luz, pedir ayuda o ir en busca

de una silla, subirse en ella y encender la luz. Podríamos considerar dicha apropiación —

ese tomarse los espacios— en consonancia con el concepto de espacios vividos de

Lefebvre. Tomarse los espacios implica no la reproducción del espacio dominante, sino lo

contrario, la configuración de un espacio de resistencia.


Mayne-Nicholls 78

La práctica de los espacios es posible porque estos no constituyen lugares

herméticos ni completamente cerrados. De Certeau (2000) diferencia entre zonas abiertas

y zonas prohibidas que son generadas por el orden espacial. Los niños y niñas pueden entrar

sin problemas a las zonas abiertas. Podemos considerar, de hecho, que los lugares

establecidos para los niños específicamente son zonas abiertas que se espera que sean

ocupadas por ellos. Las zonas prohibidas son las zonas de exclusión (en términos de

Lefebvre), pero que tampoco son totalmente cerradas, porque, como los espacios son

practicados y apropiados, se pueden establecer ciertas tácticas para esquivar la ordenación

establecida desde arriba. De Certeau dirá al respecto que “un orden espacial organiza un

conjunto de posibilidades (por ejemplo, mediante un sitio donde se puede circular) y de

prohibiciones (por ejemplo, a consecuencia del muro que impide avanzar)” (110). Las

prohibiciones, sin embargo, abren otras posibilidades de cómo eludir ese muro o cómo

eludir el interruptor de la luz ubicado fuera del alcance infantil.

Esas formas de subvertir las prohibiciones son consideradas por De Certeau (2000)

como actualizaciones del espacio a través de, por ejemplo, el establecimiento de atajos.

Esto también sucede con los niños, que pueden convertir una zona yerma en un campo de

juegos fantástico; transformar ciertas zonas en pasadizos que les permiten acceder a esos

lugares de los cuales están vetados; reconocer espacios dentro de esos lugares en los que

pueden esconderse —por ejemplo, debajo de las mesas o dentro de una alacena, en las

zonas adultas—. Incluso con el acto de renombrar un lugar, los niños se lo están apropiando.

Y esto ocurre así, porque es posible subvertir esos espacios y las jerarquizaciones allí

establecidas, y redefinirlos. Siguiendo a De Certeau, con respecto a los espacios podremos

reconocer tácticas que llevan a cabo los débiles —los dominados en términos de

Lefebvre— para subvertir las estrategias de los poderosos —o dominantes—. Esas tácticas
Mayne-Nicholls 79

les permitirán apropiarse y recrear los espacios. En este sentido, es interesante el paralelo

que plantea de Certeau con la teoría de la enunciación: apropiarse de un espacio es ponerle

el yo, es decir, establecer una posición de enunciación desde la cual se habla.

Estos juegos de relaciones e interacciones entre los espacios y de los niños con los

espacios se refieren al ámbito extratextual, por supuesto, la realidad. Pero son conceptos

que pueden o bien funcionar como herramientas para analizar los espacios que se recrean

en la poesía y la narrativa, o bien como estrategias que los autores usan para conformar el

espacio de los niños en la ficción. Por ejemplo, la protagonista de Anne de Green Gables

de Lucy Maud Montgomery es una niña huérfana de once años que es adoptada por una

pareja de hermanos ya mayores. Cuando llega a vivir a la Isla Príncipe Eduardo, va

renombrando cada lugar. Los nombres que usa son románticos, y dan cuenta de que la niña

ha sido una gran lectora de poesía romántica, como se explica a través de la narración. En

cuanto a las razones para hacerlo, son variadas, pero nombraré dos. Anne ha pasado toda

su vida de hogar en hogar, el abandono ha sido una constante y nunca ha poseído nada, de

hecho, viste un vestido que le aprieta y que le pasaron en el orfanato para llegar ligeramente

presentable a conocer a sus padres adoptivos. Al nombrar los caminos y paisajes por los

que pasa, está estableciendo una relación de pertenencia: ella pertenece a esos lugares y

esos lugares le pertenecen a ella.

Los espacios no son estáticos, entonces, pueden ser vividos, practicados,

actualizados. Tal como he considerado que el concepto de infancia es una construcción

contextual, asumo la misma perspectiva con respecto a los espacios. Hasta el momento me

había referido a estas concepciones más bien generales acerca del espacio, es decir, válidas

para adultos y niños, aunque a cada momento he buscado hacer un vínculo hacia la infancia

y las representaciones literarias de la infancia. La geografía cultural se ha preocupado de


Mayne-Nicholls 80

observar estos fenómenos directamente en los niños y niñas. Esta disciplina estudia en

términos bastante amplios y con una mirada crítica las relaciones entre los seres humanos

y los espacios —naturales y organizados por los humanos— en que se desenvuelven.

Puesto en términos simples, la geografía cultural tiene un foco específico: “to think

spatially about the world”55 (Anderson, Domosh, Pile y Thrift 2); lo que responde al giro

cultural que se dio en la década de 1990 56 y que influyó también en esta disciplina,

abriéndola hacia la transdisciplinariedad (Duncan, Johnson y Schein 2004). Así es como la

geografía cultural se ha preguntado acerca de los discursos que construyen los espacios, los

cuerpos que los habitan, y la performatividad de esos mismos espacios. De esta forma los

espacios pueden ser construidos para generar ciertas conductas, lo que parece

especialmente evidente en los espacios destinados a los niños.

La distinción entre niños y adultos implica una distinción entre los espacios

destinados a niños y adultos; los dedicados a los niños tendrían por sentido cubrir las

necesidades de la infancia (Gagen 2004). Así, los espacios en que los niños se

desenvuelven, ya sea la casa, el colegio o el parque, no son iguales en todos lados ni

representan las mismas creencias e ideologías. De hecho, como postula Claudio Guerrero

(“La infancia” 2011), ni siquiera el dormitorio de un niño es suyo en el sentido de que fue

elegido, decorado y amueblado por adultos. Pareciera que los espacios que diseñamos para

ellos no solo son impuestos, sino ásperos, en el sentido de que, a pesar de las intenciones

que puedan tener los espacios especializados en los infantes, estos están pensados desde la

55
“Pensar espacialmente acerca del mundo”. La traducción es mía.
56
El giro hace referencia a cómo la geografía se volcó a un análisis cultural, en que el estudio de la agencia
cobró gran relevancia (Oxford reference). Es justamente en la década de 1990 cuando surge la necesidad de
estudiar la geografía desde el punto de vista de la infancia, ante la percepción de que: “… they have unique
characteristics, a distinctive geography, and are demographically significant” (Gagen 406).
Mayne-Nicholls 81

lógica adulta y no la infantil. Entonces, los niños y niñas hacen lo mejor que pueden para

vivir y sobrevivir en dichos espacios (Cloke y Jones 2005). Estas espacializaciones

impuestas por los adultos tienen sentido en cuanto esperan que los niños se transformen en

cierto tipo de adultos. Es el mismo trasfondo que existe en el establecimiento de biopolíticas

con relación a la infancia, que Bustelo (2007) identifica como una manera de mantener el

statu quo en las sociedades: “la biopolítica establece las condiciones de ingreso en la fuerza

laboral, determina las relaciones de filialidad en la familia, condiciona la individuación y

la heteronomía en el proceso educativo, sistematiza la inserción en el mercado de consumo

y regula el comportamiento a través de la ley” (Bustelo 25). Las mismas consideraciones

presentadas por Bustelo con respecto a la biopolítica se pueden entender con respecto a la

organización de los espacios para los niños. Por ejemplo, la disposición de los bancos en

las salas de clases de los niños se relaciona con los imaginarios de cómo deben ser las

relaciones entre los niños y con los profesores57. De la misma manera, parques de juego

protegidos al extremo —cercados, con pisos blandos, etc.— implican una forma de

resguardar a niños y niñas de sus actuaciones. Es lo que advierte Graciela Montes acerca

de construir un corral para la infancia: ¿para qué clase de infancia?, ¿para restringirla o

porque nos preocupamos por su desarrollo?

Me interesé en incorporar en mi investigación sobre Mistral y Yáñez la perspectiva

de la geografía cultural sobre los paisajes de la infancia, porque esta se preocupa de estudiar

a los niños como actores sociales, es decir, seres en su propio derecho en vez de adultos en

57
Por ejemplo, los bancos ubicados en círculo dan cuenta de una organización más horizontal, en la que se
espera colaboración, y en la que todos los niños y niñas tienen los mismos accesos. En cambio, una
organización en filas implica un ordenamiento muy jerarquizado, en que la atención es dirigida hacia adelante
(hacia la autoridad, ya sea del profesor o del pizarrón), y en la que se establecen diferencias entre los niños
que se sientan más adelante o más atrás en esta jerarquía.
Mayne-Nicholls 82

potencia: “This involves reimagining children as competent decision-makers, self-aware

individuals, and creative participants in social life”58 (Gagen 406). Esto presupone tres

maneras de abordar los espacios destinados a la infancia. El primero es analizar los espacios

ya constituidos, tratar de entender cuál es el tejido que allí se forma, cómo se relacionan

con los niños, y cómo se configuran las interacciones de los niños, entre ellos y con los

adultos en esos espacios. En segundo lugar, se puede utilizar para construir espacios de

infancia, lo que implica pensar en la configuración de los espacios desde una cierta mirada

desde abajo, es decir, tratando de ver el espacio desde la perspectiva de los niños. En tercer

lugar, está lo que Gagen (2004) identifica como “examining the anxieties produced by

children who exceed these limits”59 (407), que se relaciona con el primer aspecto que

mencioné, pero enfocado de manera específica en aquellos niños que sobrepasan los límites

fijados por los adultos. Traspasar dichos límites tiene que ver con lo que, desde un punto

de vista tradicional, podríamos llamar uso inapropiado de los espacios, pero que la

geografía cultural trata de enfocar desde otra perspectiva:

Children’s blindness to adult mappings of space, their necessary ignorance of

property boundaries, symbolic divisions, street patterns and pavements, and

public/private allocations, results in an entirely different set of possibilities for

spatial behavior. Children are more likely to contrive short cuts, to redefine spatial

boundaries, or ignore them altogether, to rename places according to their own

58
“Esto involucra reimaginar a los niños como competentes en la toma de decisiones, individuos
autoconscientes, y participantes creativos en la vida social”. La traducción es mía.
59
“Examinar las ansiedades producidas por los niños que exceden estos límites”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 83

creative imaginaries, or reverse commonplace assumptions about fear and safety60

(Gagen 411).

Por un lado, la perspectiva presentada por Gagen implica una mirada empática con

respecto a la infancia, no demonizando a los niños y niñas que no actúan según lo esperado

en ciertos espacios. Demonizar a los niños que subvierten las normas espaciales descansa

en el binarismo de inocencia/maldad con que se categoriza a los niños desde el punto de

vista patriarcal. “Childhood innocence is celebrated and protected, while individual

children who transgress are vilified”61 (Kehily 15-16). Lo que sucede con la inocencia, que

suele atribuírsele tan fácilmente a niños y niñas, es que también es una construcción social.

La conexión que se hace entre infancia e inocencia surge en Occidente en el siglo

XVIII, y la premisa era: “[children should] be cherished for their primal innocence and

authenticity”62 (Gubar 122). La inocencia infantil no se construye de manera neutra, sino

como una díada que excluye los matices para dar cuenta de lo inocente frente a lo malvado.

Así, se margina y estigmatiza a los niños, incluso por los espacios en los que transitan, por

ejemplo, la calle: los niños de la calle o de barrios pobres ya estigmatizados son vistos como

malas semillas o niños problemáticos. La inocencia tampoco es un concepto unívoco y

podemos relacionarlo con las ideas de estar libre de pecado, ser puro, ser ignorante de las

cosas del mundo, ser asexual. Sin embargo, este manto de inocencia con que se cubre a los

60
“La ceguera de los niños a los mapeos adultos del espacio, su necesaria ignorancia de las fronteras de la
propiedad, las divisiones simbólicas, los patrones de calles y pavimentos, las asignaciones público/privadas,
resulta en un set de diferentes posibilidades de comportamiento espacial. Los niños son más propensos a idear
atajos, redefinir las fronteras espaciales, o ignorarlas por completo, renombrar lugares de acuerdo con sus
propios imaginarios creativos, o revertir los supuestos comunes sobre el miedo y la seguridad”. La traducción
es mía.
61
“La inocencia de la infancia es celebrada y protegida, mientras que los individuos niños que transgreden
son vilipendiados”. La traducción es mía.
62
“[Los niños] deben ser apreciados por su inocencia primigenia y su autenticidad.”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 84

niños tiene su contraparte en el deseo de los adultos, es decir, la inocencia de los niños es

atractiva para los adultos. Y la transgresión de esa inocencia por parte de los niños es

rechazada. La inocencia, entonces, no es algo que los niños y niñas posean, sino “something

which adults would like children to be”63 (7). Esto refrenda la idea de depositar en los niños

y niñas ciertos deseos de los adultos, lo que es válido para otras construcciones

convencionales en torno a la infancia.

Por otro lado, Gagen nos introduce en algunos ejemplos de cómo niños y niñas

ocupan los espacios, presentando esto no como un intento por ir en contra de las reglas

necesariamente, sino como una muestra de que la infancia tiene una percepción distinta

acerca del mundo y de cómo vivir y practicar los espacios en que se desenvuelven: ya sea

dándoles otros usos a los pensados originalmente o dándoles otros nombres. Estas maneras

de ocupar el espacio tienen que ver con la enunciación de niños y niñas, ya que sus voces

se van constituyendo de acuerdo con la forma en que viven y practican los espacios. Esto

me lleva a preguntarme por qué niños y niñas ocupan los espacios de distintas maneras,

ante lo cual una posible respuesta tiene que ver con la forma en que esos espacios fueron

configurados. Cloke y Jones (2005) dirían que se trata de aquellos lugares “where the fabric

of the adult world has become scrambled or torn, and the flows of adult order are disrupted

or even abated”64 (312). Lo que hacen los niños con esos espacios en que el tejido no es

tupido es desordenarlos: “in losing themselves in disordered spaces, children actually find

their selves —become ‘true’ children— without the ordered surveillance of adulthood with

63
“algo que los adultos desearían que los niños fueran”. La traducción es mía.
64
“Donde el tejido del mundo adulto se ha revuelto o se ha roto, y los flujos de orden adulto se interrumpen
o incluso se reducen”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 85

its restrictions and imposition of overaching codes of how children should be” 65 (Cloke y

Jones 312), de donde propongo que son necesarios esos lugares en que el mapeo adulto es

poroso y desigual, para que los niños y niñas puedan hacer su propio mapeo, es decir,

puedan actuar con agencia y desarrollar sus propias voces.

Aquello de ser niños verdaderos (“true children”) no tiene que ver con convertirse

en el ideal occidental de ser niño o niña; simplemente se trata de llegar a ser ellos mismos.

Es por esto que Cloke y Jones llaman a estos lugares “becoming spaces” (319): lugares para

llegar a ser. Cloke y Jones oponen esta visión a la clásica perspectiva romántica de que los

lugares fuera de control paterno involucran la pérdida de la inocencia de los niños y niñas.

Se basan, en cambio, en la diferenciación que hacen Deleuze y Guattari entre espacios

suaves66 (smooth) y estriados (striated). Los primeros representan conceptos como

“nomadic, folded, nonhierarchical, incapable of orientation, nonmetric, free-action

spaces”67; y los segundos son: “sedentary, over-determined, hierarchical and orientated” 68

(Cloke y Jones 313). En los espacios suaves los niños podrían alejarse de lo que se espera

de ellos, y constituirse en términos distintos a la idea de adultos en crecimiento, o que los

niños son todo lo contrario a lo que los adultos son. Los espacios de infancia parecieran

indicar una tensión entre acatar las normas y el uso de los lugares, y desordenar los espacios.

Es una tensión semejante a la que se da en relación con el tiempo de la infancia. “Children

65
“Al perderse en espacios desordenados, los niños en realidad se encuentran a sí mismos —se convierten en
‘verdaderos’ niños— sin la vigilancia ordenada de la adultez con sus restricciones y la imposición de códigos
exagerados sobre cómo deben ser los niños”. La traducción es mía.
66
La traducción canónica de smooth es “liso”, sin embargo, en este trabajo utilizo suave porque considero
que representa mejor esa cualidad de resbalosos y moldeables que adquieren los espacios poco normados, en
vez de lisos, que solo pareciera apelar a la falta de estrías.
67
“Espacios nómadas, plegados, no jerárquicos, incapaces de orientación, no métricos, de acción libre”. La
traducción es mía.
68
“sedentarios, sobredeterminados, jerárquicos y orientados”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 86

… represent the ‘material’ of the future, a protection against the exhaustion of the

population”69 (Alryyes 68). Se ve a los niños y niñas con el sello del futuro, de lo que serán

—en este contexto no es de extrañar la tradicional pregunta sobre qué harán cuando sean

grandes—, pero su existencia y su experiencia se vive en el presente, sin consideraciones

de que el tiempo pasará, sin preocuparse de hacer anotaciones mentales para guardarlas

para la posteridad. Por eso, cuando se quieren rememorar los hechos del pasado es tan

difícil: “Jamás podremos rescatar del todo lo que olvidamos. Quizás esté bien así”

(Benjamin 76). Benjamin pareciera estar en paz con la idea de que no podemos rescatar

nuestro pasado, y en ese sentido, le quita presión a la necesidad que se impone a los niños

de pensar en el futuro, y de cómo los espacios se configuran para asegurar ese futuro.

El futuro de los niños y niñas es una preocupación adulta que insiste no en ver las

necesidades de los niños hoy, sino las necesidades para que se conviertan en los adultos de

mañana. Es en ese sentido que la geografía cultural busca entender la práctica infantil de

los espacios en el tiempo presente. “Against these contexts of striated, ordered space,

disorder will often be understood as both a disobedient response whether by negligence,

weakness or deliberate action, and as a context in which further training and/or discipline

is necessary”70 (Cloke y Jones 316). El pensar que es necesario reforzar el tejido adulto

para que los niños y niñas utilicen los espacios como corresponden, se sustenta en esa idea

de fijarse en el futuro, en ese sentido se entiende que la transgresión de los espacios se vea

como algo que hay que detener. Al contrario, la posibilidad de que los niños y niñas

69
“Los niños … representan el ‘material’ del futuro, una protección contra el agotamiento de la población”.
La traducción es mía.
70
“Contra estos contextos de espacio estriado y ordenado, el desorden a menudo se entenderá tanto como una
respuesta desobediente, ya sea por negligencia, debilidad o acción deliberada, y como un contexto en el que
una mayor capacitación y/o disciplina es necesaria”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 87

suavicen dichos espacios es visto por la geografía cultural como la liberación del potencial

que tienen los infantes para transformarse en lo que ellos quieren ser en el presente.

Con respecto a esa liberación, me interesa centrarme en dos de los espacios que se

encuentran en el corpus de Mistral y Yáñez: el cuarto de juegos y los espacios rurales o

naturales. Sobre el primero, el “rumpus room” (Cloke y Jones 317), que podemos traducir

como sala de juegos o cuarto de los niños, se trata de un espacio reservado para los niños

en el contexto doméstico, y que se caracteriza por la inestabilidad de su permanencia y por

la flexibilidad de las normas que allí rigen. La inestabilidad del espacio tiene que ver con

la fugacidad de la infancia, de tal manera que el cuarto de juegos se irá diluyendo junto con

el paso de los años. La flexibilidad tiene que ver con que es un espacio donde “anything

goes (within reason)”71 (Cloke y Jones 317), es decir, está habitado más por la imaginación

que por la realidad; lo que se ve apoyado también por el hecho de que allí no rigen las

mismas reglas que en los demás espacios domésticos estriados y organizados por los

adultos. Cloke y Jones dirán, en cambio, que, en esta sala de juegos, los ordenamientos

adultos más bien se han suspendido.

En segunda instancia, están los lugares rurales, pero no aquellos estriados, sino

aquellos en que el orden adulto es débil. En general, se asume que los lugares ligados a la

naturaleza son más suaves en contraposición de los urbanos, pero no todos los espacios de

la ruralidad carecen de jerarquías y reglas. Estos lugares de ordenamientos débiles son

descritos por Cloke y Jones (2005) de la siguiente manera: “derelict, abandoned, untidy

corners and spaces in the countryside”72 (319). Es decir, no se trata de los espacios

ordenados que hay más allá del ambiente urbano, sino de aquellos lugares que quedan fuera

71
“todo vale (dentro de lo razonable)”. La traducción es mía.
72
“Rincones y espacios descuidados, abandonados y desordenados en el campo”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 88

de la atención adulta, esos espacios descuidados que niños y niñas pueden aprovechar para

jugar. Tanto la sala de juegos como los espacios naturales fuera del orden adulto son

becoming-spaces o lugares para llegar a ser, lo que se aprecia en algunas de sus

características: hay libertad con respecto a los poderes, es decir, son espacios que no

estarían marcados por la dialéctica dominantes-dominados; son refugios, en los cuales los

niños pueden esconderse o protegerse, no necesariamente en términos físicos; son

apropiados e imaginados por los niños y niñas (Cloke y Jones 2005).

Con respecto a estos dos tipos de paisajes (sala de juegos y paisajes naturales sin

control adulto), tengo cuidado de no caer en la tentación de analizarlos desde un punto de

vista romántico, como espacios inocentes, en oposición a espacios urbanos, los que suelen

ser considerados más polémicos, por ejemplo, espacios urbanos abandonados que pueden

ser catalogados por los adultos como sitios proclives a la delincuencia y al consumo de

drogas, lo que, en definitiva, estereotipa negativamente a los niños y niñas que habitan

dichos lugares. Por su parte, los espacios naturales serían equiparados a lo inocente y puro,

debido a que, tal como sucede con las mujeres, también se ve a los niños y niñas como más

cercanos a la naturaleza. De la misma forma, entonces, los niños que ocupan los lugares

rurales serían inocentes, y los que habitan los espacios urbanos, no. La propuesta de Cloke

y Jones sería, entonces, no ver a los niños y niñas ni como pequeños ángeles ni como

pequeños demonios según los espacios que habitan, practican y desordenan. “So the trouble

with notions of innocence is that they tend to restrict both the types of spaces that childhood

can access, and the ways children can use space for performance of other identities” 73

73
“Entonces, el problema con las nociones de inocencia es que tienden a restringir tanto los tipos de espacios
a los que puede acceder la infancia como las formas en que los niños pueden usar el espacio para el desempeño
de otras identidades”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 89

(Cloke y Jones 329-330), es decir, las voces que los niños están desarrollando no se agotan

en la díada inocencia/maldad, sino que son variadas y diferentes. En este sentido, antes que

hablar de la inocencia romántica de los espacios o de la pérdida de inocencia, y extrapolarla

a los niños y niñas que los ocupan, me inclino por una aproximación que tenga en cuenta

la experiencia individual de los niños y que sus actuaciones no son delictivas, sino de

adquirir conocimiento, como la que plantea distinguir entre espacios suaves y fuera de

control adulto, y espacios estriados o altamente ordenados.

Estas aproximaciones al espacio no son exclusivas de los espacios reales habitados

por niños reales; sino que también operan como categorías y herramientas que pueden

utilizarse tanto para configurar un espacio ficcional como para analizar un espacio

construido en la poesía o la narrativa. En este sentido, me interesa reconocer qué tan

estriados o suaves son los espacios construidos por Mistral y Yáñez. Esto puede observarse

desde dos perspectivas. Primero, centrarse en qué espacios son, cómo son descritos, qué

palabras se utilizan para nombrarlos, y qué adjetivos se les asignan. Además, de establecer

si son suaves o estriados. Y, segundo, analizar cómo se representa a las niñas en esos

espacios, cuál es la forma de interactuar con esos espacios y con las otras niñas y niños que

los ocupan. ¿Los desordenan, los suavizan o mantienen el orden establecido?

Literatura para niños y literatura de infancia

Los estudios de la infancia en literatura se han vinculado especialmente a la llamada

literatura para niños, una categoría que resulta complicada por cuanto no representa a

quienes escriben, es decir, no es escrita por niños como sucede con la literatura

latinoamericana, por ejemplo, que significa que fue escrita por latinoamericanos, sino que

se basa en el público lector ideal. Sin embargo, el término y sus asociaciones plantean
Mayne-Nicholls 90

algunos aspectos de interés para discutir en esta investigación, además del hecho de que las

poesías de Mistral estudiadas implican un público infantil. “The very concept of a separate

literature for children is itself a construction of childhood. It asserts that children are

different from adults”74 (Sampson 62). Esta consideración de que al existir un corpus de

libros dirigidos específicamente a los niños y niñas plantea, efectivamente, la creencia de

que los niños necesitan textos diferentes porque son diferentes.

Tratar de explicar qué es la literatura para niños, sin embargo, es difícil, por cuanto

es un término variable, que depende de la idea de infancia que se tiene en determinadas

épocas y culturas. De esa manera, cuentos de hadas que hoy se consideran como literatura

infantil (desde “Caperucita Roja” a “Hansel y Gretel”) antes estaban dirigidos a los lectores

en general, sin distinción de edad. O, al revés, como plantea Peter Hunt (2011) esa

definición varía a lo largo del tiempo y del espacio, por cuanto libros que en siglos

anteriores eran considerados para niños podrían no serlo ya ahora. Esto descansa en la idea

de que la infancia es una construcción, por lo cual, los productos y objetos dirigidos a los

niños también varían a través del tiempo y del espacio. Hunt propondrá que “the broadest

definition of ‘children’s literature’ [is] any text read by any child” 75 (“Children’s literature”

42), algo que Aidan Chambers compone de la siguiente manera: “algunas personas

argumentan que no existen libros para niños, sino solo libros que los niños sí leen” 63). Esa

propuesta puede ser poco práctica (en términos de Hunt) o insuficiente (en términos de

Chambers), pero que nos puede ilustrar acerca de que el concepto es elástico, y depende no

74
“El concepto mismo de una literatura separada para niños es en sí mismo una construcción de la infancia.
Afirma que los niños son diferentes a los adultos”. La traducción es mía.
75
“La definición más amplia de ‘literatura para niños’ es cualquier texto leído por cualquier niño”. La
traducción es mía.
Mayne-Nicholls 91

solo de que los libros sean dirigidos a los niños, sino que estos los lean (aunque no se los

hayan dirigido en un primer lugar76). Lo que me interesa en este aspecto es la conclusión

que hace Hunt: “The body of texts, however constituted, can be seen as a symbiotic

moveable feast: the books define its audience (children), and that in turn affects how

children are generally defined, as well as how they actually are in the future”77 (“Children’s

literature” 43). Esto no es solo válido para la literatura infantil. Los libros con

representaciones de niños y niñas están definiendo la forma en que se observa a los niños

y las niñas reales. Sin ir más lejos, el concepto de inocencia angelical con el que se asocia

la primera infancia es una construcción que viene desde el arte y la literatura, y que se les

ha otorgado a los niños. Agregaría, además, que los libros con representaciones de niños y

niñas nos permiten analizar cuáles son los imaginarios de autores, grupos sociales y épocas

ligados a los niños, y también cuáles son sus aspiraciones con respecto a la infancia; lo que

son aspectos que revisaremos en esta investigación.

[T]he term conjures images of baby books, predictable plots, and basic illustrations.

Or, perhaps, you might equate children’s literature with artless, pointless stories in

classroom basal readers … Yes, it’s true. Some examples of children’s literature

can be inane. But the same can be said about books for adults; the quality varies 78

(Jasinski Schneider 9).

76
Por ejemplo, los libros de Game of thrones, escritos por George R. R. Martin, fueron dirigidos a un público
adulto, pero se hizo popular entre el público adolescente (Jasinski Schneider 10). Por su parte, Peter Hunt
menciona El señor de las moscas, que no fue escrito para niños, pero es habitualmente vinculado a la literatura
infantil (Hunt, “Children’s literature” 43).
77
“El corpus, sin importar cómo se haya constituido, puede ser visto como un festín simbiótico móvil: el libro
define su audiencia (niños), y eso a su vez afecta cómo los niños son generalmente definidos, así como
también cómo ellos realmente son en el futuro”. La traducción es mía.
78
“El término conjura imágenes de libros de bebé, tramas predecibles e ilustraciones básicas. O, quizás,
podrías equiparar literatura infantil con historias sin arte y sin sentido en lectores basales de aula… Sí, es
verdad. Algunos ejemplos de literatura infantil pueden ser estúpidos. Pero lo mismo se puede decir sobre los
libros para adultos; la calidad varía”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 92

Uno de los problemas al trabajar con literatura infantil es la carga negativa que esta

tiene, en particular que es simplista o que no acepta más de una lectura, lo que incluso sería

más delicado en el ámbito de la poesía. Lo que sucede con la literatura para niños es que

abarca muchos tipos de libros por estar enfocada precisamente en el público lector y no en

los autores. Al respecto Jasinski Schneider revisa distintos ejemplos literarios para tratar de

llegar a una conclusión de qué es literatura para niños. Después de exponer la evidencia y

analizarla, la investigadora concluye: “Children’s literature is an assortment of books (and

not books) written for children (and adults), read by children (and adults), and written about

children (but not necessarily) (Jasinski Schneider 18). Es decir: “La literatura infantil es

una variedad de libros (y no libros79) escritos para niños (y adultos), leídos por niños (y

adultos) y escritos sobre niños (pero no necesariamente)” (la traducción es mía). La

literatura infantil es, entonces, un espacio difícil de abarcar, que suele llamar a lugares

comunes y estereotipos. Ya que este término es controversial e implica aspectos

extraliterarios —por ejemplo, aparecer en colecciones infantiles o ser apropiado por

públicos jóvenes—, propongo en esta investigación el apelativo de literaturas sobre

infancia o con tema de infancia. El objetivo de esto es recoger tanto escritos dirigidos a un

público infantil (como en Mistral, aunque esto no excluye que, además, se dirigieran a un

público general) como escritos no dirigidos a un público específico (como en Yáñez).

A pesar de las complicaciones de la categoría de los libros para niños o con tema de

infancia, me interesa abordarlo por ciertas temáticas que ha desarrollado la crítica sobre

esta literatura. De hecho, las concepciones que tienen acerca de la infancia, pueden ser

útiles al momento de analizar un texto con tema de infancia. Uno de estos aspectos tiene

79
Jasinski Schneider toma nota de que no todos los textos están publicados en un formato libro tradicional,
sino que pueden ser producidos específicamente para ser compartidos digitalmente.
Mayne-Nicholls 93

que ver con el estilo desarrollado por estas escrituras. En este sentido, C. S. Lewis decía

que había tres maneras de escribir para niños: “writing for the assumed tastes of children,

perceived as different from those of adults; telling the story to a particular child, and

adapting it to their responses; writing a universal story in a style appropriate for children” 80

(cit. en Sampson 62). Decidir cuáles son los gustos de los niños, las maneras en que

responderían a una historia y cuál es el estilo de escritura que les sería apropiado implica

tener primero un concepto acerca de qué es la infancia. Esto puede verificarse en libros que

no son escritos específicamente para niños, pero que tienen a niños y niñas entre sus

personajes. Los escritores —adultos, por supuesto— describen cómo creen ellos que son

los niños y niñas, desde sus gustos hasta la forma en que actúan y se comunican.

Agrego una cuarta forma de escribir para niños que me parece especialmente

pertinente para analizar textos con tema de infancia: “writing for the child-self within the

author”81 (Sampson 62). Escribir no solo para el niño interior del autor, sino sobre el niño

o niña interior, agregaría yo, lo que me parece un acercamiento útil en el caso de las

escrituras de la intimidad, en que los autores y autoras rememoran y recrean sus años de

infancia. También es un aspecto a trabajar en el caso de cualquier texto protagonizado por

niños, pero que no ha sido específicamente etiquetado como literatura para niños.

Lo mismo que en la representación de la voz, estas formas de aproximarse a la

imagen del niño o niña implican un imaginario previo acerca de qué es el niño. Esto también

se aprecia en ciertas técnicas de representación de la infancia, entre las que se encuentran:

80
“Escribir para los que se asumen son los gustos de los niños, percibidos como diferentes de los de los
adultos; contar la historia a un niño en particular, y adaptarla a sus respuestas; escribir una historia universal
en un estilo apropiado para niños”. La traducción es mía.
81
“Escribir para el niño dentro del autor”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 94

externally focalizing narratives (decreasing the otherwise necessary illusions of

agency and presence), depicting childhood as a mappable but uninhabitable space

(reflecting that childhood is a socially determined and culturally isolated position),

reversing the fundamental narrative on which modern constructions of childhood

depend (namely, that of development), and attacking the authority of discourse itself

(in this sense defining childhood as that which lies outside of it) 82 (Honeyman 6).

Estas técnicas puede que aporten a la construcción de representaciones de infancia,

pero no representan a los niños y niñas necesariamente. Peter Hunt dice, de hecho, que los

libros para niños son “highly unreliable guides to what childhood was or is” 83 (“Children’s

literature and childhood” 40). Ciertamente las poesías y las novelas no son documentos

históricos. No es con esa perspectiva que estudio los textos de esta investigación, sino

porque nos hablan acerca de la visión que ha tenido y tiene el mundo adulto acerca de los

niños y niñas. Hunt dirá que estos textos muestran las actitudes hacia los niños (“Children’s

literature and childhood” 40), mientras que Honeyman propone que “these reconstructions

reflect adult desires for resistance to our rationalist upbringings and longings for an

impossible escape from discursive power in all its dependence and insistence upon linear,

analytical, and paradigmatic thought”84 (6), una posición que coincide con aquella de

escribir sobre el niño interior del autor. Esto no quiere decir que los escritores hablen sobre

82
“Narraciones focalizadas externamente (que disminuyen las necesarias ilusiones de agencia y presencia),
representaciones de la infancia como un espacio mapeable pero inhabitable (que refleja que la infancia es una
posición socialmente determinada y culturalmente aislada), invertir la narrativa fundamental de la que
dependen las construcciones modernas de la infancia (es decir, la del desarrollo), y atacar la autoridad del
discurso en sí (en este sentido, definir la infancia como aquello que se encuentra fuera de ella)”. La traducción
es mía.
83
“Guías altamente poco confiables acerca de lo que la infancia fue o es”. La traducción es mía.
84
“Estas reconstrucciones reflejan los deseos adultos de resistencia a nuestras crianzas racionalistas y anhelos
de un escape imposible del poder discursivo en toda su dependencia e insistencia en el pensamiento lineal,
analítico y paradigmático”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 95

el niño o niña que efectivamente fueron, lo que es imposible de acceder, sino sobre el

imaginario y el discurso que han construido respecto de la infancia que tuvieron.

El hecho de que las representaciones de infancia reflejen los deseos del autor —por

ejemplo, lo que quisieron haber vivido o lo que les gustaría que fuera su vida al momento

de la escritura— nos puede llevar de forma equívoca a buscar las intenciones detrás de sus

textos. Sin embargo, “[e]l sentido de un texto supera a su autor no ocasionalmente, sino

siempre” (Gadamer 185); es decir, el imaginario y el discurso que como crítica iré

detallando en esta investigación no busca reconocer deseos en tanto intenciones. Por el

contrario, es ver cómo dichos imaginarios se plasman en la escritura, en las estrategias

retóricas y en las representaciones construidas.

Escrituras del yo

María Flora Yáñez inscribe su libro Visiones de infancia en el género referencial.

Se trata de recuerdos, imágenes, sensaciones de su infancia, como ella misma lo indica al

comienzo de la primera edición del texto. Esto lo sitúa en una categoría marcada por la

existencia de un yo textual que tiene un referente en el mundo real. Se configura lo que

Lejeune (1991) llama un pacto autobiográfico, que es un pacto de lectura, en que los

lectores nos comprometemos a creer en la veracidad de lo expuesto por el autobiógrafo.

Pero cuando analizamos un texto autobiográfico o de memorias, debemos poner ese pacto

en pausa y darnos cuenta de que “el yo de la autobiografía [no es] una esencia dada a priori,

una presencia espontánea y por tanto ‘verdadera’, sino una ‘ficción’ cultural y lingüística

constituida a través de procesos narrativos y de ideologías históricas de identidad” (Smith,

“Hacia una poética” 96). En efecto, la narración, aunque sea la de un yo, implica la

configuración de una caracterización de ese yo y la construcción de un relato, en que se


Mayne-Nicholls 96

elige lo que va a narrarse y lo que no, en que se elige cómo va a narrarse y con qué motivo.

Puede que como crítica y lectora no sea capaz de acceder a la intención de la autobiógrafa,

pero sí puedo leer el imaginario en que se sustenta lo que va exponiendo y el estilo y las

estrategias que utiliza para ello.

La autobiógrafa combina aspectos —descriptivos, impresionistas, dramáticos,

analíticos— de la experiencia recordada, a medida que construye una narración que

promete, a la vez, capturar los detalles de la experiencia personal y fundir su

interpretación para la posteridad dentro de un molde intemporal e idealizado (Smith,

“Hacia una poética” 96).

Aunque las intenciones quedan fuera de alcance, cuando se escribe una

autobiografía hay una motivación detrás. Es lo que ha sustentado siglos de autobiografías

escritas por hombres, en que “[c]ada uno de nosotros tiende a pensar que ocupa el centro

de un espacio vital: cuento para algo, mi existencia tiene significado para el mundo, y mi

muerte lo dejará incompleto” (Gusdorf cit. en Heilbrun 107). Gusdorf se preocupa por la

autobiografía masculina, de allí el nosotros, que implica solo al conjunto de hombres que

tiene conciencia de haber dejado una marca en el mundo y que, por lo tanto, quiere dejar el

relato de esa marca para siempre a través de la escritura. Hispanoamérica está llena de ese

tipo de construcciones, en que los hombres buscaban registrar sus existencias (o ciertos

episodios relevantes de sus vidas) por su aporte al nacimiento y consolidación de las

naciones americanas (Molloy 1996). Es por este motivo que el relato de las infancias no

suele aparecer en estas narraciones autobiográficas, a no ser que cumplan una función

simbólica, en que la infancia es sinónimo de la formación de una identidad nacional, o para

enfatizar las características de políticos y caudillos, al decir que ya en sus primeros años se

adivinaba que serían relevantes para la sociedad. Por algo el estudio de las autobiografías
Mayne-Nicholls 97

tiene el sello masculino, por cuanto la teoría se ha concentrado en el estudio de los textos

escritos por hombres, en que “[e]l mundo doméstico se relega, en favor de las aventuras de

la vida pública y la autoridad del logos” (Smith, “Hacia una poética” 94). Es decir, el mundo

doméstico, identificado con las mujeres, con la pasividad, con lo pequeño, queda fuera de

los grandes relatos, como si la vida cotidiana y familiar, como si la influencia materna, no

tuvieran ninguna incidencia —ninguna relevancia— en el actuar público.

La pregunta es qué sucede con las mujeres en el seno del género referencial, y

podemos ver que en los textos autobiográficos que ellas han escrito se pueden identificar

objetivos distintos de los que podrían motivar a los hombres autobiógrafos, al menos a

aquellos que sostienen una posición hegemónica. Las escrituras del yo de las mujeres nos

muestran a sujetos que están siempre en debate, no se trata de subjetividades en paz con su

posición, sino en tensión constante; es por esto que, aunque las mujeres —especialmente

en el siglo XIX y primera mitad del XX— escriban sobre sus existencias cotidianas,

aparentemente menores, no están dando a lugar a una escritura frívola ni superficial (Smith,

“El sujeto [femenino]” 1994). Por el contrario, las autobiógrafas están conquistado su voz

(Stanton 1994): lo hacen al escribir sobre eso, y a través del mismo proceso escritural. El

objetivo de esta escritura no es, entonces, el establecimiento de un sujeto mujeril de carácter

hegemónico ni universal, por el contrario, se rechaza la aproximación generalizadora,

tratando de apelar a lo diferente y único. Pero el hecho de que las mujeres estén insertas en

una sociedad patriarcal —y que la escritura haya sido un campo de hegemonía masculina—

lleva a que en el discurso autobiográfico mujeril se dé una doble alteridad, en que a la vez

que las autobiógrafas buscan una voz propia, mantienen un cierto registro de la

caracterización que el patriarcado ha hecho de la mujer (Arriaga 2001). De hecho, esta


Mayne-Nicholls 98

doble alteridad puede ser subvertida por la escritura autobiográfica, al reconocer ese estatus

ambiguo y tenso entre la necesidad de expresarse y la imposición de permanecer callada.

Este doble registro o doble alteridad se puede observar en el modelo de escritura

referencial en que han escrito las mujeres a partir del siglo XIX, muchas de las cuales no

han escrito autobiografías en el sentido estricto, sino “cartas de amateur, diarios y

anotaciones, escribiendo sus propias historias, pero de una forma más decorosa, al confinar

su expresión al dominio doméstico” (Smith, “Hacia una poética” 95; la cursiva es del

original). La construcción escritural en un registro hegemónico y otro marginal parece

inevitable, por cuanto la escritura de mujeres se inserta en un discurso masculino

dominante, que es el que usamos para comunicarnos, aunque seamos mujeres. Las

autobiógrafas usan las herramientas del lenguaje, pero, al mismo tiempo, “queda un margen

para la experiencia diferente o marginal de las mujeres en el que los dos mundos, el

femenino y el masculino, no coinciden” (Lagos 22). A pesar de la “represión textual”

(Smith, “Hacia una poética” 95), estas mujeres están escribiendo acerca de sus vidas, o

están utilizando los recuerdos de sus vidas cotidianas como estrategias discursivas para

hablar acerca de sus experiencias constitutivas de una voz personal y propia.

Lo que hacen las autobiógrafas es “una interpretación de la vida que reviste de una

coherencia y significado, tal vez no evidentes antes del propio acto de la escritura, al propio

yo y al pasado” (Smith, “Hacia una poética” 96). Esto redunda tanto en la historia que se

elige contar como en el modo en que se elige contar esa historia. Esto es válido en general

para las autobiografías, por cuanto lo que hacen las y los autobiógrafos es “volver a contar,

ya que la vida a la que supuestamente se refiere es de por sí, una suerte de construcción

narrativa” (Molloy 16). No son, entonces, los hechos de la vida los que definen la

autobiografía, sino “la articulación de esos sucesos, almacenados en la memoria y


Mayne-Nicholls 99

reproducidos mediante el recuerdo y su verbalización” (Molloy 16). Yendo más allá de ese

piso en común para las escrituras autobiográficas de mujeres y hombres, algunas teóricas

se han preocupado de estudiar las autobiografías escritas por mujeres. Domna Stanton

(1994) las ha llamado autoginografías para marcar que se trata de la narración de sujetos

que no son hombres. En esa línea se ha presentado que, en general, la escritura de mujeres

es “discontinua, digresiva, fragmentada”, en contraposición de la de los hombres, que es

“lineal, cronológica, coherente” (Stanton 86). No es una regla exacta, pero el discurso

fragmentario se presenta como una estrategia discursiva acorde a la narración de voces en

tensión, que se mueven en más de un registro, que son múltiples antes que unívocas. Es el

formato que se ajusta al “sujeto escindido” (Stanton 87), que describe a las mujeres

autobiógrafas.

Otra diferencia es que, en general, los hombres hablan acerca de sus triunfos

públicos, mientras que las mujeres se mantienen en un relato íntimo y privado, aunque se

trate de mujeres con activas vidas profesionales. Es lo que observaba Spacks al analizar

cinco autobiografías, incluyendo las de Eleanor Roosevelt y Golda Meier: “a pesar de que

todas estas autoras están acreditadas por logros significativos, a veces increíbles, el tema

de los logros rara vez domina sus narrativas” (cit. en Heilbrun 109). Muestra cómo las

tradicionales divisiones sexuales (los hombres en el campo público y las mujeres en el

doméstico) permean en la narración autobiográfica. De la misma manera se puede entender

que sean más las autobiografías de mujeres que las de hombres las que se centren o incluyan

los episodios de infancia, la cual también está ligada al ámbito privado y doméstico. Pero

la razón no sería tan sencilla como lo plantea Spacks: “Para las mujeres la madurez —el

matrimonio o la soltería— implicaba una relativa pérdida de identidad. A diferencia de los

hombres, por lo tanto, las mujeres volvían sus ojos con cariño hacia la libertad relativa y el
Mayne-Nicholls 100

poder de que gozaron durante su infancia y juventud” (cit. en Heilbrun 110). Lo que plantea

Spacks es que las niñas —en comparación con las adultas— gozan de más libertad en dos

sentidos: porque pueden jugar con los niños y porque todavía no las afectan las ansiedades

de tratar de encajar en sociedades que han impuesto la manera en que las mujeres deben

comportarse (Heilbrun 1991). En el caso de las autobiografías escritas por hombres, se

eludiría hablar de infancia debido a que la sociedad patriarcal obliga a los niños a rechazar

a la madre y el espacio que ocupa, con lo cual, además, “reprime lo que la cultura patriarcal

define como femenino: la ausencia, el silencio, la vulnerabilidad, la inmanencia, la

interpenetración, lo no-logocéntrico, lo impredecible, lo infantil” (Smith, “Hacia una

poética” 94).

Insertas en un contexto en que el estatus de la mujer sigue ligado a la construcción

patriarcal, las autobiógrafas deben buscar caminos propios de escritura, que Arfuch llama

“escribir como mujer”, es decir, “tomar conciencia de las normas adquiridas que imponen

la repetición acrítica de estructuras formales y temáticas, para poder cambiarlas o

infringirlas” (Arfuch 132). Ya sea que las autobiografías escritas por mujeres traten acerca

de sus vidas familiares o sean reconstrucciones de las memorias de infancia, el acto

escritural implica tener presente el registro patriarcal en cuyo seno surgen las autobiografías

para poder posicionar y resignificar los ámbitos a los que se ha vinculado tradicionalmente

a las mujeres y, con ello, dar cuenta de los procesos de conformación de una voz propia a

contrapelo del registro de autoridad impuesto desde el patriarcado. Esto no solo redunda en

la conformación de un corpus de textos escritos como mujer, sino en la conformación de

espacios textuales de posicionamiento de las mujeres y sus trabajos intelectuales.


Mayne-Nicholls 101

Una lectura desde las niñas

Una de las premisas de esta investigación es que la infancia es una construcción:

depende del contexto y de las creencias sociales y culturales. En este sentido se me hace

necesario tener presente las diferencias genéricas que se han construido en nuestras

sociedades a partir de la díada mujer/hombre. Pienso en las palabras de John Boswell en

La misericordia ajena, cuando aborda el descenso en las cifras de abandono de niños en

Europa, pero no ciertamente el de niñas:

[M]uchas fuentes literarias y filosóficas sugieren que era más común abandonar

niñas. El axioma “Todo el mundo cría a un hijo varón, hasta un hombre pobre, pero

incluso un hombre rico abandona a una hija” ya tenía ocho siglos cuando, en el siglo

V, lo citó Estobeo en su recopilación de sabiduría filosófica (Boswell 147-148).

La concepción de hijo e hija es diferente. Valía la pena criar un hijo porque a la

larga representaría otro par de brazos dedicados a trabajar, mientras que criar una hija

significaba agregar otra boca más que alimentar. La investigación de Boswell nos muestra

que, a lo largo de la historia occidental, las mujeres han sido consideradas personajes

secundarios, a veces meros vientres destinados a preservar la herencia masculina. “El rol

primario de la maternidad continúa … siendo la celda que previene a la mujer de una

verdadera participación en el devenir histórico” (Guerra 71). En efecto, vincular a las

mujeres al ámbito de la casa, y la consiguiente naturalización de ese hecho, constituye una

forma de mantenerlas alejadas del quehacer público. Preocuparnos por ese aspecto de

nuestras sociedades implica volver la vista hacia las niñas, por cuanto no solo es que a las

mujeres se les haya relegado al espacio doméstico, sino que también se las ha preparado

desde niñas para esa relegación.


Mayne-Nicholls 102

En términos de educación formal, las niñas han sido marginadas desde la educación

primaria en Chile. Cuando se establecían las primeras escuelas en el país, estas eran

destinadas a los niños, mientras que solo las niñas de clase alta podrían pensar en educarse,

aunque en recintos dirigidos por religiosas. La educación era vista como indispensable para

los hombres, porque tendrían que hacerse cargo de la conducción del país, pero no para las

mujeres, que tendrían que encargarse de la administración del hogar. Con respecto a la

educación de las niñas “[r]ecién hubo algunos cambios en los años iniciales de la República,

cuando se decretó la apertura de escuelas gratuitas para mujeres en los conventos. Pero, en

la práctica, el cambio no parece haber sido muy significativo” (J. Rojas 65), por cuanto el

universo de niñas que se veían beneficiadas era escaso. A medida que las niñas iban

creciendo el acceso a la educación secundaria era todavía más difícil, y para la educación

universitaria, recién hacia el término del siglo XIX encontramos a las primeras estudiantes

chilenas, las que, por supuesto, constituían excepciones85. Las limitantes para las mujeres

se mantendrían en otros ámbitos también; recordemos que solo en 1949 la mujer chilena

ganó el derecho a voto en elecciones presidenciales y parlamentarias 86. Una de las razones

por las cuales se le negaba el derecho a sufragio era porque se pensaba que votaría según

las indicaciones de su marido; es decir, la mujer vista como una extensión del poder

masculino, paterno primero, conyugal después.

Si a las niñas se las educaba en casa —si es que se las educaba— o al alero de las

monjas, tenía que ver con los espacios que las niñas podían ocupar y cómo podían

ocuparlos. Es cierto que niños y niñas han compartido ciertos lugares, pero también han

85
Las primeras mujeres que recibieron títulos universitarios fueron Eloísa Díaz, Ernestina Pérez y Eva
Quezada Acharán en 1887.
86
Las mujeres habían recibido el derecho a voto en las elecciones de carácter municipal en 1935. En cuanto
a las presidenciales, pudieron ejercerlo por primera vez en 1952.
Mayne-Nicholls 103

sido separados. Las creencias con respecto a la primera infancia plantean que tanto las niñas

como los niños corresponden en la casa, esto porque están compartiendo el espacio

destinado a las mujeres, cuya función materna ha requerido su presencia constante.

Entonces, si el canon occidental ha decidido que el hogar es el lugar por excelencia de la

madre, entonces también lo debe ser de los niños y niñas. El hogar constituiría así un

espacio seguro, resguardado. Es lo que se observaba en la Atenas de la Grecia Antigua:

niños y niñas permanecían en el gineceo —el espacio destinado a las mujeres— durante los

primeros siete a ocho años de vida. Las niñas permanecerían ahí, pero los niños serían

educados para poder ocupar su lugar junto a los hombres.

En una sociedad tradicional como la chilena de primera mitad del siglo XX, las

niñas en casa no solo están protegidas, sino que ayudan en las tareas domésticas; los niños

no lo hacen. A pesar de la mayor libertad que tienen las niñas con respecto a las mujeres,

de todas formas “boys traditionally enjoyed greater public freedom than girls” 87

(McNamee cit. por Gagen 409). Esta dinámica es apreciada por Rojas en su Historia de la

infancia en el Chile Republicano al plantear que la niña desde temprana edad era

considerada apta para recibir de la madre ciertas tareas propias del cuidado de la casa,

como, por ejemplo, encargarse del lavado (2010); lo que redunda en una concepción

diferente del futuro esperado para niñas y niños, el horizonte de las primeras era, entonces,

la casa, mientras que los niños podrían aspirar a desenvolverse públicamente.

Esta diferencia de estatus entre los niños y niñas se puede observar hasta la

actualidad. Por ejemplo, el tomo sobre “Niñez y juventud” de Salazar y Pinto (2002) más

que una historia acerca de la infancia a secas y general, es una historia de los niños, con

87
“Los niños tradicionalmente disfrutaron de mayor libertad pública que las niñas”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 104

marcado signo masculino. Su estudio se basa en las diferencias entre los “caballeritos” que

eran preparados para hacerse cargo del país como ministros, parlamentarios, detentores del

poder, y de los “huachos”, cuyo destino era incierto debido al abandono y la precariedad

de sus vidas. Dentro de ese relato acerca de elegidos y marginados, apenas unos cuantos

párrafos están dedicados a las niñas, y solo para aquellas de clase privilegiada, a quienes se

las describe bordando, dibujando y aprendiendo música en la sala destinada para ello: “En

las haciendas, durante el verano, las familias llevaban también una vida relajada, en el salón

de las casas patronales las mujeres cosen, bordan tapicería, tocan el piano, leen, hacen

bromas” (Salazar y Pinto 24). De las otras, las pobres que seguramente terminarían

trabajando, como sus progenitoras, en las casas de los más ricos o como lavanderas, no hay

constancia. Al dibujarse de esa manera a una parte de las niñas, se muestra cómo el espacio

doméstico es subestimado, ignorado, incluso, y mostrado apenas dando a entender que la

vida de estas niñas eran puras risas y labores de bordado.

Las niñas han quedado sistemáticamente fuera de los registros históricos. Lo propio

ha ocurrido con su inclusión en la educación formal, la que ha sido gradual, y, aun hoy,

persisten espacios con menor participación femenina. A esto le agrego los diferentes

imaginarios con los cuales se construye la imagen de niñas y niños, en que las prendas de

vestir aparecen como uno de los ejemplos más claros, al comercializarse poleras para niñas

con mensajes de amor y felicidad, mientras que las poleras de los niños tienen mensajes de

habilidades y capacidades. La docente y poeta uruguaya Mercedes Calvo (2015) critica el

sesgo de género aplicado a los textos escolares:

Las ilustraciones de portada y contraportada de algunos libros de texto tienden a

reproducir también estos prejuicios. Por dar un ejemplo, en un libro de español de

sexto de primaria se enfrentan dos imágenes: un niño que escribe y una niña que
Mayne-Nicholls 105

lee. Junto al niño hay una bicicleta y en el texto que escribe va enhebrada la palabra

Aventura. La niña, en cambio, tiene alas rosadas y está inmóvil frente a un libro del

que brota la palabra Poesía. Es fácil ver allí a quiénes se les incita a vivir y tomar

la palabra, creando su propio existir, y quiénes deben conformarse con soñar y

consumir la palabra de los demás (Calvo 21).

La descripción de Calvo expone una naturalización de las divisiones genéricas. Las

ilustraciones que detalla nos muestran esa concepción binaria que el patriarcado ha

construido y mantenido por siglos, según el cual “‘lo masculino’ se define como aquello

que corresponde a la fuerza física, la inteligencia y el uso eficaz de la razón mientras ‘lo

femenino’ es sinónimo de debilidad, intuición y sentimiento” (Guerra 23), de donde se

deduce, además, que la intuición y los sentimientos son negativos y deberían ser limitados

en vez de motivados. Esos estereotipos están visibles y son utilizados desde el mismo

nacimiento de los niños y niñas, cuando se diferencia a los bebés entre campeones (cuando

son niños) y princesas (cuando son niñas). Por eso Toril Moi (2004) —apoyándose en

Simone de Beauvoir88— escribe: “to encounter the world in a female body is simply not

the same thing as to encounter it in a male body” 89 (845). Esta investigación toma en cuenta

esta posición, que es relevante desde el momento en que defino las autoras que estudiaré,

el corpus elegido dentro de sus obras, y la representación específica de las niñas. Me

propongo hacerlo no solo en cuanto lograr una caracterización de las construcciones de

niñas que se realizan, sino que inscribo mi investigación desde la teoría feminista.

88
Simone de Beauvoir dice por su parte: “On ne naît pas femme: on le devient” (1), dando a entender que la
diferenciación genérica es una construcción.
89
“Encontrar el mundo en un cuerpo de mujer simplemente no es lo mismo que encontrarlo en el cuerpo de
un hombre”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 106

La teoría feminista ha buscado destacar la pluralidad de experiencias de ser mujer,

y visibilizar, al mismo tiempo, cómo se trata de imponer una misma manera de ser

femenina, de cómo las mujeres deberían ser según este patrón. Para poder romper ese ciclo,

plantea Toril Moi (2004), se necesita registrar y definir con más acuciosidad tanto las

experiencias de las mujeres como sus subjetividades, teniendo presente para hacerlo

perspectivas más históricas y situadas, que permitan alejarnos de las generalizaciones y

universalidades. “To reject femininity theory, then is not to reject the fact of sexual

difference. It is to reject theories that equate femininity and sexual difference, as if women

were the only bearers of sex”90 (Moi 845). Lo que plantea Moi es reconocer el concepto de

feminidad como una construcción cultural, que impone sobre las mujeres ciertas formas de

ser y actuar, y rechazarlo, para reconocer, en cambio, las experiencias diferentes de las

mujeres. En este sentido, trabajar con los textos de dos escritoras chilenas contemporáneas,

pero de distintas procedencias, clases sociales, con distinta formación, y con distintas

experiencias de vida, se conecta con los imaginarios diferentes que sostienen en relación

con la infancia, especialmente de las niñas, que es el tema de esta investigación.

Hablar de feminidad, entonces, se relaciona con asignarle a las mujeres ciertas

características y naturalizarlas, es decir, internalizarlas como si fueran innatas al hecho de

nacer mujer. “Adscribir significados a lo femenino es, en esencia, una modalidad de la

territorialización, un acto de posesión a través del lenguaje realizado por un Sujeto

masculino que intenta perpetuar la subyugación de un Otro” (Guerra 14). Dentro del

cúmulo de significados asignados, lo femenino implica, por un lado, un estado de pasividad,

90
“Rechazar la teoría femenina, entonces, no es rechazar el hecho de la diferencia sexual. Es rechazar las
teorías que equiparan feminidad y diferencia sexual, como si las mujeres fueran las únicas portadoras de
sexo”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 107

de ser receptora, de debilidad, frente al significado que se le otorga a lo masculino ser

activo, agente y fuerte. Y, por otro lado, implica ciertas vinculaciones, de tal manera que la

mujer es identificada con la naturaleza y con el ámbito de lo doméstico. En el caso de la

naturaleza, se trata de una proyección ambigua, en que a veces es la madre, que “representa

las fuerzas benéficas de la Naturaleza, la pureza y la vida”, y otras veces es “la “Devoradora

de Hombres, sinónimo de la Naturaleza que produce la muerte con sus huracanes,

terremotos e inundaciones” (Guerra 23). Se trata entonces de una percepción binaria de las

mujeres en su vinculación con lo natural. En el segundo caso, se trata de la asignación a las

mujeres de un espacio cultural, el doméstico, en que se la ubica como cuidadora al tiempo

que se la mantiene encerrada y en silencio, es decir, se impregna a las voces de las mujeres

de un carácter de inocuidad, en que no hay ideas ni posiciones, solo trivialidades.

En relación con la casa o el hogar, tiene que ver con el espacio de criar y nutrir en

términos emocionales, es por eso que este ha sido un espacio habitual en la literatura

dedicada a la infancia. En este sentido, se destacan la cocina y los dormitorios, puesto que

serían aprovechados “metonymically to convey the core emotional qualities ideally

associated with home”91 (Reimer 106). Reimer destaca el carácter metafórico de la casa en

las narraciones de infancia, ya sea para enfatizar el vínculo materno o para enfatizar la falta

de este. La casa no es, entonces, un concepto unívoco, lo que también se puede observar en

otro contrapunto: así como la casa puede ser vista como refugio y apego, también puede

significar encierro y represión. En alguno de esos tipos de casa (o en ambos) se encuentran

mujeres y niños en una relación en que, tradicionalmente, las mujeres (por ser madres) se

91
“Metonímicamente transmitir las cualidades emocionales centrales idealmente asociadas con el hogar”. La
traducción es mía.
Mayne-Nicholls 108

han hecho cargo de la crianza cotidiana. Hablar de la crianza y el hogar implica la

contraparte: la naturaleza, un término que parece difícil de abarcar:

For children, nature comes in many forms. A newborn calf; a pet that lives and dies;

a worn path through the woods; a fort nested in stinging nettles; a damp, mysterious

edge of a vacant lot —whatever shape nature takes, it offers each child an older,

larger world separate from parents 92 (Louv 7).

A pesar de que se ha impuesto la díada naturaleza-cultura, la naturaleza implica

mucho más que la imagen de “outdoors” o “al aire libre” (Louv 2005) que se suele tener

presente cuando se quiere que los niños y niñas tengan más contacto con lo natural. Pero,

como dice Richard Louv (2005), no resulta muy útil ni la definición que considera que todo

es natural —aunque sea hecho por las personas— ni solo las selvas vírgenes son naturales

(8). En ese sentido, comparto la definición que Louv utiliza: “when I use the word ‘nature’

in a general way I mean natural wildness: biodiversity, abundance —related loose parts in

a backyard or a rugged mountain ridge. Most of all, nature is relected in our capacity for

wonder”93 (8-9). Hablando de la relación de Estados Unidos con la naturaleza, Louv (2005)

reconoce tres fases. La utilitarista es aquella en que se aprovecha la naturaleza. La fase de

apego romántico es la que trajo las políticas de conservación y se observa en los sueños y

deseos de pasar más tiempo en la naturaleza. La fase actual será la de desapego electrónico,

habitada por los niños de hoy en día, en que “that familial and cultural linkage to farming

92
“Para los niños, la naturaleza viene en muchas formas. Un ternero recién nacido; una mascota que vive y
muere; un camino desgastado por el bosque; un fuerte anidado entre ortigas; un borde húmedo y misterioso
de un lote vacío: cualquiera que sea la forma que tome la naturaleza, le ofrece a cada niño un mundo más
grande y antiguo, separado de los padres”. La traducción es mía.
93
“Cuando uso la palabra ‘naturaleza’ de manera general, me refiero a lo agreste natural: biodiversidad,
abundancia, partes sueltas relacionadas en un patio o una cordillera montañosa escarpada. Más que nada, la
naturaleza se refleja en nuestra capacidad de maravillarnos”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 109

is disappearing”94 (19). La segunda fase o frontera (como las llama Louv) es la que interesa

en esta investigación, por cuanto todavía la naturaleza es vista como parte integral de la

existencia de las personas. Aunque estas definiciones y categorías que presenta Louv son

útiles para saber de qué hablo cuando hablo de naturaleza en esta investigación, de todas

formas, Louv se desentiende del contenido patriarcal del concepto de naturaleza.

La construcción binaria detrás de la vinculación de las mujeres con la naturaleza es

análoga a la construcción de los niños y niñas como inocentes/malvados: las mujeres o son

esos seres benéficos dadores de vida o son viudas negras, sin matices. De la misma manera,

o son femeninas (lo que desde el punto de vista patriarcal es lo deseado) o son masculinas

(es decir, ahombradas), que es, de hecho, el concepto que se le ha endilgado a Mistral para

describir su voz por la razón de que sus versos no se ajustarían a las formas patriarcales de

feminidad. Esto muestra que el adjetivo femenino tiene connotaciones que superan la

diferenciación sexual. Si no fuera así, no habría problema en referirse a la poesía de Mistral

como femenina, por cuanto es escrita por una mujer. Pero cuando se califica a una mujer

como femenina, esto encierra una serie de ideas e imágenes sobre lo femenino. En ese

contexto, es interesante el uso que hace Mistral del adjetivo mujeril, que no está asociado

a una forma de hacer las cosas, no deriva de una consideración genérica acerca de lo que

es o no es femenino, sino que da cuenta de lo perteneciente a las mujeres, implicando, al

mismo tiempo, que lo mujeril es diverso y múltiple en sus formas, a diferencia de lo

femenino, que es generalizador. Teniendo presente este razonamiento, en la presente

investigación se opta por el uso del adjetivo mujeril.

94
“Ese vínculo familiar y cultural con el cultivo está desapareciendo”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 110

El registro de lo mujeril es una acción feminista por cuanto es la búsqueda y

propuesta concreta de cómo describir el ámbito de las mujeres sin pasar por la esfera

patriarcal. En la historia del feminismo, se ha optado por distintos caminos para esto. Así

se han abordado los derechos civiles de las mujeres y el acceso igualitario al trabajo;

también le conciernen el reparto desigual de labores dentro del hogar y la brecha salarial

entre hombres y mujeres; y la violencia contra las mujeres. La base de esto ha sido

cuestionar el vínculo supuestamente biológico entre las mujeres y la naturaleza, que parte

de la concepción de que ambas dan vida.

En la historia del pensamiento occidental la persistencia en la identificación entre

la mujer y las distintas manifestaciones del medio natural ha trascendido a diferentes

periodos y alternancias histórico-culturales, convirtiéndose en denominador común

en el desarrollo de las culturas y las sociedades occidentales desde la prehistoria

hasta nuestros días. Históricamente mujer y naturaleza han compartido un mismo

destino y las condiciones de opresión a las que ambas han estado sometidas se han

convertido en fuente de inspiración tanto para los seguidores de las teorías

feministas como para los defensores del medio ambiente (Rey Torrijos 135).

La vinculación de la mujer con la naturaleza ha sido uno de los aspectos que han

preocupado al feminismo. Y aunque se ha discutido el carácter esencialista de esta

vinculación —lo que, de hecho, debe discutirse—, no deja de ser cierto que tanto las

mujeres como la naturaleza han sido reprimidas y dominadas. De hecho, no es la relación

en sí lo que es criticado, sino que esta es utilizada para validar que las mujeres ocupen una

posición subordinada en las familias y la sociedad, en general. No es de extrañar, entonces,

que haya surgido, vinculado a las corrientes ecológicas, la noción de ecofeminismo que se

hiciera cargo de este binomio. Este fue acuñado en 1974 por la feminista francesa Françoise
Mayne-Nicholls 111

D’Eaubonne en Le feminisme ou la morte, quien estableció un paralelo entre mujer y

naturaleza, “asociando en clave de discurso feminista las características propias del

universo femenino con las atribuciones más destacables del medio natural” (Rey Torrijos

136). Lo que planteaba D’Eaubonne era que las mujeres lideraran una revolución que fuera

feminista y ecológica a la vez, de manera de cambiar no solo la relación de dominadores-

dominadas entre hombres y mujeres, sino también la de los hombres y la naturaleza (Rey

Torrijos 137). Es decir, se toma la vinculación entre mujeres y naturaleza no como una

carga, sino como una oportunidad de transformar el mundo, de modificar las relaciones por

otras que no estuvieran basadas en la represión y la explotación. “In contrast to those

feminists who seek to denaturalize traditional images of masculinity and femininity,

ecofeminists reappropriate and celebrate the idea of woman’s closeness to the rhythms of

mother earth”95 (Bate 107). Esta primera ola de ecofeminismo no busca, entonces, desechar

la relación entre las mujeres y la naturaleza, sino celebrarla. Sin embargo, es justamente

esta decisión de resignificar la relación entre mujeres y naturaleza la que es rechazada por

las corrientes feministas:

Las razones de este escepticismo [frente al ecofeminismo] se apoyan en su escasa

efectividad liberadora para la mujer, que deriva de la insistencia de relacionarla con

todo lo natural, corpóreo e instintivo. La consecuencia más inmediata ha sido la

desvinculación femenina de las estructuras sociales de control, su reclusión en el

ámbito de lo doméstico y el consiguiente reforzamiento de los mecanismos

estructurales del poder patriarcal (Rey Torrijos 139).

95
“En contraste con esas feministas que buscan desnaturalizar las imágenes tradicionales de masculinidad y
feminidad, las ecofeministas reapropian y celebran la idea de la cercanía de la mujer con los ritmos de la
madre tierra”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 112

Lo que sucede con esa crítica es que solo toma en cuenta el estereotipo que se ha

armado en torno al discurso ecofeminista. Porque es cierto que busca reapropiarse de la

vinculación entre mujeres y naturaleza, y despojarla del carácter negativo que se le imprime

desde el patriarcado, lo que implica resignificar algunas de las características asignadas a

las mujeres como parte de esa relación; esto es, la consideración de que las mujeres son

instintivas y en que las emociones juegan un papel relevante. Pero también persigue

“desbloquear una reduccionista concepción de lo específico y de lo no-específico de los

hombres y de las mujeres” (Bel Bravo 2016). Esto da cuenta de dos aspectos. El primero

es que, si bien resignifica la relación con la naturaleza y características ligadas a dicha

vinculación, no se trata de que las mujeres solo cuenten con dichas características

consideradas femeninas (en el contexto patriarcal) y que el ecofeminismo se limite a darles

un sello positivo, sino que la razón, la inteligencia, la lógica —por nombrar algunas

características que el patriarcado ha nombrado masculinas— también se encuentran en las

mujeres.

El segundo aspecto es que todos cuentan con esas características supuestamente

femeninas. Esto implica desechar la crítica de que el ecofeminismo es esencialista, porque

mantendría que “las mujeres tienen una cercanía biológica a la tierra de la que los hombres

carecen” (Gates 174). El ecofeminismo no plantea ese carácter biológico, sino que cree

“en la interconexión de todos los seres vivos” y que “puesto que toda la vida es naturaleza,

ninguna parte de ella puede estar más cercana que otra a la ‘naturaleza’” (Gates 174). Es

decir, no es que solo las mujeres tengan una relación con la naturaleza, sino que todas las

personas —niñas y niños, mujeres y hombres— están vinculados con la naturaleza, por

cuanto somos parte de ella. Esto permite dos acciones. Por un lado, revalorar la maternidad,

el apego, la emoción, la intuición, lo que es relevante no porque sean específicas de las


Mayne-Nicholls 113

mujeres por naturaleza, sino porque constituyen características de las personas en general

y se las rechaza (en el caso de los hombres) por no ser consideradas masculinas, y se las

menosprecia (en el caso de las mujeres) por no ser consideradas importantes para la vida

en sociedad. Por otro lado, se reconoce que las mujeres pueden ser activas, racionales y

lógicas (entre otras); es decir, los rasgos tildados de masculinos por el patriarcado les

pertenecen a todos, mujeres y hombres.

Lo anterior no se opone al feminismo, que no busca el surgimiento de un liderazgo

de las mujeres por sobre los hombres, sino la igualdad entre los sexos (no la diferencia

sexual, como apunta Moi), y la consideración de que se deben “eliminar los prejuicios

dependientes del género de los hombres en donde y cuando se den y con desarrollar

prácticas, políticas y teorías que no tengan prejuicios de género” (Warren 63). Asimismo,

el ecofeminismo se preocupa de las llamadas “dominaciones paralelas de las mujeres y la

naturaleza” (Warren 63), entre las cuales se encuentran las niñas. Hacer esta diferencia se

me hace necesaria, y recojo los planteamientos de Bettis y Adams de que no basta con

tomar las temáticas feministas acerca de las mujeres y “trasplantarlas” a las niñas (2). “For

some feminist researchers, all identity discussions must be located in the global economy

of shifting gender regimes and must be grounded in concern for racial, ethnic, and social-

class inequities”96 (Bettis y Adams 3); esto no quiere decir que haya que desconocer el

macrocontexto en el cual se insertan las vidas de las niñas, pero no apunta a sus

especificidades, que es lo que también propone Moi cuando dice que, como feministas,

debemos reconocer las experiencias propias, diferentes, de las mujeres. Esto es válido

96
“Para algunas investigadoras feministas, todas las discusiones sobre identidad deben ubicarse en la
economía global de los cambiantes regímenes de género y deben basarse en la preocupación por las
desigualdades raciales, étnicas y de clase social”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 114

entonces también para las niñas. Bettis y Adams discuten acerca de cómo se ha separado a

las investigadoras feministas que estudian a las mujeres y aquellas que estudian a las niñas

y adolescentes, a tal punto de construirse el estereotipo de que las primeras se preocupan

de los temas serios y las segundas de los temas livianos. Lo que proponen Bettis y Adams

es que dedicarse a los temas de cultura popular y masiva con los cuales se suele abordar a

las niñas, no es menos serio, sino igual de relevante. Esta postura es la que ha redundado

en un nuevo campo de estudios llamado Girls’ Studies (Bettis y Adams), centrado en el

estudio de las vidas cotidianas de las niñas, incluyendo lo que leen, ven, escuchan y

consumen en general. Tienen que ver con entender dónde se ubican las niñas (los paisajes

y espacios que ocupan), quiénes son, y en quién pueden llegar a ser (Bettis y Adams).

La primera vez que se usó el término girlhood fue en la novela Clarissa97 (1748) de

Samuel Richardson (1689-1761). En español resulta un término largo de traducir, por

cuanto equivale a la infancia y adolescencia de las niñas —así como boyhood corresponde

al de los niños—; pero tampoco ha sido unívoco en inglés: “The state of being a girl; the

time of life during which one is a girl. Also: girls collectively” 98 (Reid-Walsh 92). Es decir,

tiene que ver con la edad, pero también con una construcción. Aunque el término girlhood

parezca relativamente nuevo, sus primeros usos corresponden al siglo XVIII. Reid-Walsh

llama la atención acerca de las diferencias en torno a cuándo se acaba la infancia de las

niñas, las geografías que las niñas ocupan, y las diferencias culturales y raciales. Para esto

levanta como ejemplo el caso de una niña huérfana en el África subsahariana, que debe

97
El título completo es Clarissa, or the History of a Young Lady. Es una novela epistolar que sigue la trágica
vida de Clarissa, una joven que intenta mantener sus principios a pesar de lo que la rodea, desde su familia
hasta las personas que va encontrando en el camino.
98
“El estado de ser una niña; el tiempo de la vida durante el cual una es una niña. También: las niñas como
colectivo”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 115

encargarse de cuidar a sus hermanos. “Her girlhood is not the same as other girlhoods at

all, especially in the West, so whether she is experiencing what we understand ‘girlhood’

to be becomes a question”99 (Reid-Walsh 93). El tener presente en esta investigación la

perspectiva feminista, de los estudios de la infancia y de la geografía cultural se relacionan

con lo que plantea Reid-Walsh: las niñas no viven las mismas clases de infancia, y ni

siquiera es cosa de ir a África para darnos cuenta de que las niñas en distintas ubicaciones

geográficas dentro de un mismo país pueden tener girlhoods totalmente diferentes.

Por lo tanto, en esta investigación me estoy planteando una pregunta en vez de partir

por una afirmación. Es decir, no es uno de mis objetivos contrastar las representaciones de

infancia que analizaré con un ideal de infancia de niñas, sino preguntarme cómo es la

representación de la infancia de las niñas que Mistral y Yáñez configuran. “If we move

from a discussion of girlhood as lived experience to its representation in fiction, a more

ideologically loaded set of meaning appear, codifying and reinscribing a specific vision of

girlhood”100 (Reid-Walsh 94). Y aquí una segunda consideración: no basta con la

representación que se está haciendo, sino de qué nos hablan esas representaciones, cuál es

el imaginario que las sustenta, cómo es la visión de la infancia de las niñas que tienen las

autoras e, incluso, cómo puede esto contrastar entre ellas y con respecto a la época en la

que publicaron.

99
“Su infancia no es como la de otras niñas, especialmente en Occidente, por lo que si ella está
experimentando lo que entendemos por infancia de una niña se convierte en una pregunta”. La traducción es
mía.
100
“Si pasamos de una discusión sobre la infancia como experiencia vivida a su representación en la ficción,
aparece un conjunto de significados más cargados ideológicamente, que codifican y reinscriben una visión
específica de la infancia de las niñas”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 116

Capítulo 3

Gabriela Mistral: la niña agenciada en el espacio exterior

Mistral en el espacio de la crítica

El lugar de Gabriela Mistral en el canon es indiscutible. Esto se puede observar en

que ostenta el Premio Nobel (1945) y el Premio Nacional de Literatura (1951); que aparece

en antologías poéticas; y en que su posición es refrendada por la crítica 101, que la ha

estudiado y sigue analizando su obra. Naín Nómez rescata, de hecho, cómo en las décadas

recientes las lecturas sobre la obra de Gabriela Mistral se han hecho más ricas y profundas,

alejándose de lo que él llama la “cantera de interpretaciones mitológicas, que se han

debatido entre lo cursi y lo romántico” (22). Es el mismo reclamo que ejerce Grínor Rojo,

quien aparta todas aquellas lecturas que han querido ver en la obra mistraliana el resultado

de una maternidad frustrada. Estos nuevos estudios se han hecho cargo de leer textos como

Desolación o Poema de Chile102. Sin embargo, los poemas con tema de infancia siguen

manteniéndose en un margen de la lectura crítica sobre la poesía de Gabriela Mistral.

El que la crítica, en general, haya obviado los poemas de infancia contrasta con el

interés que concitaron para la propia Mistral, quien se dedicó a esos versos desde los

comienzos de su carrera literaria. Antes de que aparecieran publicados veintiún textos con

101
La crítica ha elogiado la obra de Gabriela Mistral. Sin embargo, es posible encontrar algunos detractores,
como Raúl Silva Castro, Omer Emeth y Pedro Nolasco Cruz. Silva Castro opinaba que, más allá de
Desolación, sus obras no concitaban interés literario. Emeth derechamente dice que Mistral escribe mal; y
Nolasco que no tiene buen dominio del idioma (Nómez 2000).
102
Ver por ejemplo Münnich, Susana. Gabriela Mistral. Soberbiamente transgresora. Santiago: LOM
Ediciones, 2005; y Sepúlveda, Magda. Somos los andinos que fuimos. Santiago: Editorial Cuarto Propio,
2018.
Mayne-Nicholls 117

el rótulo de “Infantiles” en Desolación, se habían editado algunos de sus versos en textos

escolares103; es decir, ya en la década de 1910 Gabriela Mistral estaba escribiendo este tipo

de poesías —llámense o no poesía infantil—. Ella estaba empeñada en estas escrituras con

el objetivo de producir una poesía para niños y niñas que no dejara de lado la calidad

literaria. Más allá del campo especializado en educación, pareciera que estos poemas no

interesaron a la crítica en su tiempo. Hay una preocupación desde lo pedagógico, por cierto,

lo que explica que Mistral, por ejemplo, escribiera sobre folclor y poesía infantil en la

Revista de Pedagogía (1935), una publicación académica española. Pero la crítica literaria

parece encontrar una pérdida de tiempo incluso comentar al respecto; por ejemplo, el crítico

Armando Donoso, contemporáneo a Mistral, se manifestaba contrario a que ella dedicara

parte de su oficio a la escritura para niños. Recién en los años 1950, el escritor ecuatoriano

Benjamín Carrión menciona la obra de Mistral en un texto periodístico relacionado con la

literatura infantil (Rubio 1995). Este hecho me permite hacer una primera aclaración: que

estas poesías han sido abordadas, en general, desde la perspectiva de la llamada literatura

infantil, como si se tratara de un corpus separado del resto de la obra poética de Mistral. Es

lo que hace, ya concluyendo la década de 1980, Benjamín Rojas, quien interpreta algunas

de las rondas de Mistral en su calidad de poesía infantil.

El solo hecho de ligar los poemas con tema de infancia a la literatura infantil o para

niños pone estas creaciones de Mistral en un terreno pantanoso, puesto que durante décadas

este campo (que abarca tanto la escritura para niños como la crítica de dicha escritura)

descansa en un término devaluado: infantil. Peter Hunt se refiere a los conceptos que se

vinculan con la palabra infantil: inmadurez, simpleza, inexperiencia (2011). Esto muestra

103
Como Libros de Lectura de Manuel Guzmán Maturana (1876-1941). La primera edición del texto de
lecturas escolares es de 1905.
Mayne-Nicholls 118

una manera particular de ver primero la infancia como un estado al que le falta algo o

muchas cosas: madurez, conocimiento, independencia, complejidad; de tal manera que la

propia niñez es vista con desdén. Esa visión se ha traspasado a la literatura para niños, como

si el acto de agrupar textos que no son para adultos (Hunt 2011) concentrara piezas simples,

inmaduras, que no vale la pena leer (o que solo los niños podrían leer, lo que además es

condescendiente en relación con la capacidad lectora de los niños y niñas) ni menos

estudiar. Mickenberg y Vallone concuerdan al mencionar que este campo se enfrenta al

prejuicio de que estaría conformado por textos que no son complejos ni tienen valor

literario (2011). Y Ternura no solo complicaría su estatus de obra a la par del resto del

corpus mistraliano por ser considerada como literatura infantil, sino por ser poesía infantil.

“Children’s literature may be marginalized by scholars outside our discipline, but the study

of children’s poetry is marginalized by scholars within our discipline104” (93) plantea

Joseph Thomas, queriendo destacar que los versos para niños se ven incluso ante un

prejuicio mayor que la narrativa para niños. Tal vez sea esa una de las razones de por qué

no solo las rondas, sino todo Ternura ha sido escasamente analizado. El poemario, de

hecho, rara vez ha sido abordado como un todo o poniendo atención a algunas de las

secciones que lo componen. Muchas de las aproximaciones corresponden a la lectura de

ciertos poemas específicos105.

Ante este panorama, destaco el vuelco suscitado desde finales de la década de 1980

en que se profundizan las aproximaciones a Ternura y las composiciones de infancia. Uno

104
“La literatura para niños puede haber sido marginada por los especialistas fuera de nuestra disciplina, pero
el estudio de la poesía para niños es marginado por especialistas dentro de nuestra disciplina” (la traducción
es mía).
105
Por ejemplo, Jorge Guzmán analiza “Caperucita Roja” y “Sueño grande” (1989); Consuelo Mafud analiza
“Fruta” (1987); y Erik Mesterton analiza “Meciendo” (1985) (Rubio 1995).
Mayne-Nicholls 119

de los primeros en reconocer el valor intrínseco de la poesía con tema de infancia fue Jaime

Quezada, quien publica “Gabriela Mistral: algunas referencias a Ternura” (1989),

declarando que “Se ha creído, equivocadamente, que Ternura sea un libro menor o de

intenciones meramente pueriles en la obra toda de Gabriela Mistral” (109). En ese texto, el

crítico propone que la edición de 1945 de Ternura es una versión más completa, debido al

reordenamiento que hace la propia Mistral del poemario. Para Quezada Ternura parece ser

un trabajo en progreso, que puede seguir perfeccionándose, es decir, al que pueden seguir

integrándose otros textos con tema de infancia que aparecieron posteriormente 106; por eso

considera que la edición de 1945 no sería tampoco una versión definitiva.

De la misma época son los artículos de Benjamín Rojas107 (1989), quien presenta

las rondas como un subgénero. El estudio de Rojas se enfoca en la “Ronda de la paz”, a la

que considera un “texto-síntesis” de los corros mistralianos, porque presentaría una

“sensibilización del tiempo … en otras palabras, alcanzando la plenitud simbolizadora”

(133). Rojas llega a esta conclusión al comparar la versión original de “Ronda de la paz”,

que fue publicada en Desolación con el título de “Ronda de niños”. El poema es una clara

alusión a la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y en él Mistral habla de dos rondas (una

que parte de Francia y otra de Alemania) destinadas a convertirse en una sola, celebrando

las semejanzas y dejando atrás los aspectos culturales que podrían dividir a los países. Para

Rojas, la reescritura del poema implica que Mistral pasa de un tiempo muy concreto (en la

versión de Desolación muy cercana a la Primera Guerra Mundial) a uno más bien universal,

106
Después de 1945, Mistral siguió publicando poemas con tema de infancia, en especial, canciones de cuna
y rondas, que aparecieron en Tala y Poema de Chile. Asimismo, deberíamos contar todos los poemas inéditos
que han seguido encontrándose, por ejemplo, los que fueron recopilados por Luis Vargas Saavedra en Baila
y sueña (2011).
107
Benjamín Rojas se concentra en las rondas, comparando los poemas en Desolación y Ternura. También
analiza la llamada “prosa escolar” de Desolación (Rojas, “Literatura infantil”, “La significación relevante”).
Mayne-Nicholls 120

apelando así a la paz en general y no solo en lo específico. Sin embargo, la edición argentina

de Ternura coincide con el término de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), en que la

oposición Francia-Alemania se ha hecho más evidente y concreta. Aunque el análisis es

detallado e incluye un paralelo entre ambas versiones, no queda claro por qué sintetizaría

al resto de las rondas, cuyo tema central no es la paz.

En la década de 1990 encontraremos más investigaciones sobre estos poemas de

infancia, en particular dos de mayor alcance: Gabriela Mistral: an artist and her people

(1994) de Elizabeth Horan y Dirán que está en la gloria (1997) de Grínor Rojo. Estos libros

no se enfocan en forma exclusiva en el tema de la infancia, sino que buscan rescatar y

posicionar estos poemas en el ámbito crítico. Tanto Horan como Rojo denuncian que las

llamadas poesías infantiles de Gabriela Mistral han sido o bien ignoradas por la crítica, o

bien pobremente leídas. Horan ve en las canciones y rondas de Gabriela Mistral un

imperativo por mostrar el mundo doméstico de la mujer que la autoridad masculina prefiere

callar: “Mistral pointed out that men had been silent about this world and that women had

an ‘almost religious’ obligation to write about it” 108 (82-83). Pero esa obligación, agrega

Horan, requiere además otra perspectiva: darle un nuevo significado a este llamado mundo

doméstico, en vez de verlo desde la perspectiva patriarcal que ha preferido rebajarlo 109.

Mistral escribió entonces sobre este mundo en las poesías que Horan distingue

temáticamente como para niños y para madres.

108
“Mistral señaló que los hombres han guardado silencio acerca de este mundo y que las mujeres tenían una
obligación ‘casi religiosa’ de escribir sobre aquel”. La traducción es mía.
109
Mistral postula esto con sus poemas mientras en Francia las feministas rechazan la maternidad al
considerar que representa la opresión que sufre la mujer en las sociedades patriarcales (ver De Beauvoir,
Simone. Le Deuxième sexe, 1949). Recién en la década de 1970 las feministas anglosajonas revalorarán la
maternidad, como hacen Adrienne Rich y Alice Walker (Giorgio 2002).
Mayne-Nicholls 121

Por su parte, Rojo sostiene que las canciones y rondas de Gabriela Mistral no son

“compensaciones por la ‘maternidad frustrada’ de la autora” 110 ni tampoco “poesía

infantil”, sino “la escritura favorita de y tesoneramente cultivada por uno de los buenos

poetas que han hecho uso de la lengua española” (118). El crítico quiere terminar con la

creencia de que estos poemas de Mistral son versos de nivel inferior; y, al mismo tiempo,

parece asumir que la etiqueta de “poesías infantiles” supone creaciones menores en

términos estéticos. Aunque no explica por qué sería así, me parece que es posible colegir

que para el crítico los textos catalogados como infantiles no presentarían lecturas

complejas, mientras que en las canciones de cuna de Mistral es posible encontrar un doble

discurso. Según Rojo, hay un primer nivel de lectura en que la madre o la nodriza le canta

al niño para hacerlo dormir, y que encubre un segundo nivel, en que la emisora de la canción

se convierte también en receptora: “lo cierto es que en parte o totalmente la canción de cuna

ella [la madre/emisora] la dice (o la canta) para sí misma” (115-116). Rojo aborda este

hecho desde la teoría feminista, proponiendo que el discurso segundo (o profundo) —que

es dirigido a las otras mujeres— está oculto para poder eludir el influjo masculino:

Para hablarse a sí misma, o para hablarle a quienes pertenecen a su mismo sexo, sin

que en su acto de comunicación se atraviese el obstáculo distorsionador de la

presencia masculina, la madre necesita hablarle al niño primero, camuflando

consciente o inconscientemente dentro de las frases de ese primer discurso dicho al

niño el segundo discurso merced al cual ella se conecta con su ‘alma’ o con la ‘Gea’

o con la ‘Noche’ (117).

110
Grínor Rojo critica las primeras lecturas realizadas a la obra de Gabriela Mistral que verían sus versos
como el resultado de no haber tenido hijos.
Mayne-Nicholls 122

El tema del género llama la atención de Rojo en otro aspecto, que tiene que ver con

los receptores niños y niñas de los poemas. Destaca el hecho de que el receptor del primer

discurso en las canciones de cuna sea casi siempre un niño. De un número superior a las

treinta canciones conocidas hasta ese momento, Rojo encuentra que solo tres están dirigidas

a una niña (“Arrorró elquino”, “Canción de pescadoras” y “Estrellita”). En el caso de las

rondas, en tanto, mostraría la tendencia contraria, lo que lleva a Rojo a sostener: “Para

decirlo pronto y claro: las rondas son en su poesía el género de las niñas; las canciones de

cuna, el de los niños” (117). A pesar del análisis de género que propone Rojo en este

apartado, de todas maneras, concluye que el discurso femenino de las canciones no logra

evadir el masculino. Plantea que, aunque el espacio de las canciones de cuna es uno

propiamente de la mujer, esta tiene al “hombre/padre en su pensamiento constantemente”

(119).

Para graficar que las canciones de cuna tienen la sombra del hombre en su poética,

Rojo se centra en la canción “Meciendo”. Allí el crítico reconoce el mecer como una

actividad propia de la madre, pero estima que el poema de Mistral está apelando a un mecer

masculino, propio del mar, del viento y de Dios. Es decir, para el crítico el mar, el viento y

Dios son todos signos masculinos que actúan (allí estaría lo netamente masculino), que se

contraponen con un mecer más pasivo que operaría en la mujer. Sin embargo, el acento de

este poema no está en los signos —el mar, el viento, Dios—, sino en la actividad de mecer.

La sujeto poética que canta se encuentra meciendo a su hijo. Durante ese mecer, ella

identifica cómo la naturaleza es también capaz de mecer. Así encontramos: “El mar sus

millares de olas / mece, divino”; “El viento errabundo en la noche / mece los trigos”, “Dios

Padre sus miles de mundos / mece sin ruido” (Ternura 9). Al contrario de lo que propone

Rojo, es el mecer maternal el que lo impregna todo, a tal punto que me hace pensar en esa
Mayne-Nicholls 123

nueva perspectiva de ver las cosas que Mistral está proponiendo. El prisma, entonces, no

es patriarcal, sino mujeril: el mundo se mueve según el vaivén de las mujeres; lo que se

observa en la insistencia de cada estrofa en que el último verso es siempre “mezo a mi niño”

(9). El mecer se convierte, de esa manera, en un movimiento sin fin, que es más fuerte y

constante que las fuerzas naturales:

[A] nadie deslumbra la pasión de la mujer por el hijo, aunque sea la pasión que más

dure. Veinte, sesenta años está en pie, y esto no lo produce la mera naturaleza: el

frenesí del viento no dura mucho y el fervor de la cascada a ratos se relaja. … La

madre rebasa lindamente la naturaleza, la quiebra y ella misma no sabe su prodigio

(Mistral, “La madre” 107).

Mistral expone en el texto anterior cómo la maternidad ha sido naturalizada como

instinto, mientras a ella le parece que el amor maternal es capaz de hacer cosas que superan

la imaginación. A través de “Meciendo” expone esas mismas ideas, enfocándose en esta

fuerza del mecer maternal, que es la que transforma al mundo, y no al revés. Esta

perspectiva también será observada por Mauricio Ostria (“Releyendo Ternura”, 2010). El

crítico considera que las creaciones de Gabriela Mistral ligadas a la infancia van más allá

del poemario Ternura. Ostria visualiza estos poemas como un proyecto continuo que

Mistral escribe y reescribe a lo largo de su vida. Coincide con Rojo en que el espacio de las

canciones de cuna es femenino, aunque no es exclusivo de ella: madre y bebé

comparten/construyen un espacio solo para los dos; pero es un espacio siempre amenazado,

frágil. El crítico explica que hay una tensión constante producto de la presencia de lo

ominoso, que es caracterizado por “la ruptura de la armonía por la conciencia dolorida de

la escisión” (655). ¿Qué amenaza el espacio de madre e hijo o hija? “[E]l mundo externo y

el tiempo de la adultez y las consecuentes experiencias de pérdida” (655). Las fuerzas


Mayne-Nicholls 124

masculinas ajenas a ese espacio son amenazadoras, pero, a diferencia de Rojo que piensa

que las fuerzas masculinas transgreden el espacio (como en el ejemplo del poema

“Meciendo”), Ostria plantea que “el universo materno y por tanto femenino de Ternura

atrae hacia sí y materniza las fuerzas masculinas” (656). Ostria utiliza el mismo poema

“Meciendo” para dar cuenta de que las fuerzas de la mujer logran hacer que las fuerzas

masculinas se dejen cautivar por el mecer.

El trabajo de Magda Sepúlveda (2018), que se posiciona desde los estudios

culturales trasandinos, hace una lectura de todas las obras de Mistral, lo que permite tener

una visión conjunta del corpus mistraliano. El estudio incluye el libro Ternura, lo que

representa un cambio en la manera en que se había estudiado el texto con anterioridad. En

vez de excluirlo, es refrendado como parte de la obra de Mistral. Sepúlveda aborda Ternura

(1945) desde la problematización de la infancia en el Chile de la primera mitad del siglo

XX, en que se abordan temas de educación y salud, por ejemplo. Al respecto, propone que

en este libro “Mistral poetiza a las madres abandonadas, pero no las idealiza, sino que las

muestra en todos sus problemas cotidianos, desde que son expulsadas de la casa natal,

sufren el abandono del padre del hijo, hasta cómo requieren trabajar mientras cuidan a sus

hijos” (96). Es decir, Sepúlveda enfoca Ternura desde la perspectiva de las madres.

Los análisis de Horan y Rojo se han centrado en la figura del niño en las poesías

abiertamente infantiles o ligadas a los niños y niñas, como las canciones de cuna y las

rondas. Las referencias a la representación de niños y niñas en otros poemarios no son

abordadas mayormente. La principal excepción es la figura del niño-ciervo que Mistral

construye en Poema de Chile (1967). Se trata de la figura del niño indígena que acompaña

a la figura fantasmal que se identifica con Mistral en su viaje por Chile. Esta perspectiva es

abordada por Soledad Falabella en su artículo “Infancia y autobiografía en Gabriela


Mayne-Nicholls 125

Mistral: problematización de clase, género y etnia en el ‘Poema de Chile’” (1999), donde,

además de proponer una relación entre la biografía de Gabriela Mistral y su poética,

Falabella se centra en la figura del huemulillo, “un sujeto constituido a partir de su cuerpo

de niño indio y animal, indefenso” (“Infancia y autobiografía”). El diálogo entre el niño y

la sujeto poética —“ente sin cuerpo, un fantasma de una mujer vieja”— es visto por

Falabella como una estrategia de la poeta para plantear sus preocupaciones en torno a temas

como la ética, la ecología y la religión, y problemáticas de clase, género y raza. Hacia la

misma época, Carrasco (2000) también se detiene en la figura del niño indígena que

acompaña a la figura fantasmal en su recorrido, destacando el carácter pedagógico del

encuentro. Carrasco enfatiza una enseñanza en la que “por amor y oficio la maestra le

propone al niño durante el viaje, por medio de una metodología renovada y democrática (el

diálogo) … El trato que da la mujer fantasma al niño indígena es clara señal del afecto y

del respecto que le tiene por su condición de ser humano: lo llama mi niño, mi loquillo,

chiquito, novedosillo, etc.” (122). Sepúlveda también ha estudiado la figura del niño-

ciervo, destacando que esta apunta a una “condición de subalternidad: huemul y no cóndor,

niño y no adulto, siervo y no amo, indígena y no blanco. Esas son las identidades no

hegemónicas que Mistral busca reinstalar para reparar el despojo territorial” (161).

Ternura: una reconstrucción desde 1924 a 1945

La primera edición de Ternura, el texto que se ha vinculado tradicionalmente a la

llamada poesía infantil de Gabriela Mistral (1889-1957), se publicó en 1924, en Madrid

(España). Fue editada por la editorial Saturnino Calleja, especializada en literatura para

niños, con el título completo de Ternura: canciones de niños, lo que da cuenta de la

preponderancia de las canciones en la escritura de Mistral. Hablar de literatura infantil o de


Mayne-Nicholls 126

canciones de niños plantea algunos inconvenientes, sin embargo. En el presente trabajo, en

vez de usar el término poesía infantil, hablaré de poemas con tema de infancia, por cuanto

el apelativo de poesía infantil se presenta con un sesgo negativo en los ámbitos académico

y crítico, por considerarse que el adjetivo infantil vendría a calificar textos de menor calidad

literaria. Ese sesgo ha acompañado, desafortunadamente, también la lectura de Ternura.

En palabras de Mauricio Ostria, fue el subtítulo “canciones de niños” el que

“favoreció la lectura desaprensiva y poco atenta e impidió que el poemario fuera tomado

en serio” (650). Si bien muchos de los textos de Ternura son conocidos popularmente,

como ocurre, por ejemplo, con los versos de “Dame la mano” que, además, fueron

musicalizados; la crítica ha eludido su estudio y no ha incorporado el análisis de canciones

y rondas al estudio del resto del corpus mistraliano. Una respuesta para esta actitud puede

estar en el hecho de que la misma Mistral catalogara sus poemas como “canciones de

niños”. Sin embargo, al atender el contenido del libro, el tema de infancia es ineludible, y

aun sin el subtítulo —el cual, de hecho, fue retirado de la edición de 1945— es factible que

estos poemas fueran ignorados críticamente, como ha sucedido con la poesía para niños en

otras partes del mundo. Por ejemplo, la investigadora Elizabeth Ludlow (2013) destaca

cómo la crítica anglosajona ha dedicado pocos análisis a las rondas 111 del poeta inglés

Algernon Charles Swinburne (1837-1909). “… the tendency to dismiss them as

‘charming’”112 (Ludlow 91) que para Ludlow equivale a un silencio crítico: no reconocer

la obra de Swinburne, por un lado, y, por el otro, desconocer cómo influyó en poetas

111
Swinburne desarrolló las rondas (roundels en inglés) a partir de la rondeau practicada en Francia durante
el medioevo. Swinburne es autor de A Century of Roundels (1883). Otras exponentes de las roundels en
Inglaterra fueron Christina Rossetti (1830-1894) y Amy Levy (1861-1889).
112
“… la tendencia de descartarlas por ‘encantadoras’”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 127

posteriores. Swinburne estaba escribiendo desde antes de que Gabriela Mistral naciera y

aun así sus rondas han debido conformarse con escasa atención crítica.

Algo similar ha sucedido con los poemas de Mistral sobre la infancia; de hecho,

podríamos decir que había ya una predisposición, como relata la propia Mistral en 1924:

“Allá en mi país algunos me censuran que yo escriba para los niños y dicen que yo gasto

mi tiempo inútilmente. Armando Donoso 113 me lo reprochó una vez …” (García Huidobro

86). La recepción crítica de este corpus de infancia, en tanto, es más reciente: la lectura

ecocrítica de Ostria (2010); la profundización en las canciones de cuna que realiza Grínor

Rojo (1997); el posicionamiento de Mistral como poeta mujer que realiza Elizabeth Horan

(1994) —y con ello esboza una lectura sobre las rondas—; la inicial búsqueda de Quezada

de sacar de la periferia los poemas infantiles de Mistral (1989); el análisis de Guerrero (Qué

será) sobre los “poemas para niños” de Mistral como constructores de un nuevo estatus del

niño y la niña, al darles “una dignidad y una visibilidad más resonantes” (101); y la lectura

andina que presenta Magda Sepúlveda (2018).

Sin embargo, teniendo en cuenta que la poeta se dedicó de manera consciente y

constante a escribir versos, ya sea destinados a un público infantil o con la infancia como

motivo central, como ocurre en sus rondas y canciones de cuna, el interés en su estudio ha

sido escaso. Al decidir ubicar a Ternura (y otros textos mistralianos) como poesía con tema

de infancia, además hago eco de la postura de la poeta con respecto a este asunto. “El libro

es mejor sobre niños que para niños; aunque su lectura va derechita a ellos, que la gozarán

entendiéndola. Este sobre preferido al para está muy bien. Cuando hacemos cosas para

113
Armando Donoso (1886-1946), crítico literario chileno. Fue parte del jurado de los Juegos Florales de
Santiago en que Gabriela Mistral ganó con sus “Sonetos de la Muerte”.
Mayne-Nicholls 128

ellos (y yo soy reo de este pecado) con voluntad deliberada, los resultados son malísimos”

(Mistral, “Carmen Conde…”114 245; las itálicas son del original). Mistral expone lo

complicado que resulta el ámbito de la literatura para niños, que tiene como foco presentar

productos pensados en que los receptores son niños, por lo cual se suele caer en la

publicación de textos facilistas y con énfasis en el carácter didáctico de la lectura.

“Children´s books are not texts for children by children —they are book written by adults,

chosen by other adults to be published and recommended/given/assigned to children by

adults”115 (Honeyman 9; las itálicas son del original) dice Susan Honeyman cuando

cuestiona el nombre de la categoría de libros para niños, en que el fin no sería escribir

literatura, sino que la literatura se convierte en el instrumento para enseñar a los niños. Por

eso, al hablar de textos con temática de infancia —lo que no implica, como dice Mistral,

que los niños y niñas no vayan a leer y disfrutarlos— el énfasis se pone en la escritura, lo

que, además, a mí me interesa como una forma de reivindicar la pertenencia de esta poesía

en el corpus mistraliano.

Dos años antes de la edición de Ternura, Gabriela Mistral había publicado su primer

poemario, Desolación, en Nueva York (editado por el Instituto de las Españas en los

Estados Unidos116). En este volumen encontramos las primeras canciones de cuna y rondas

publicadas por Mistral117; las que conformarán parte importante —tanto numéricamente

114
El texto, escrito en 1934, es un artículo sobre el poemario Brocal de Carmen Conde, en que Mistral
aprovecha de exponer su pensamiento acerca de la literatura con tema de infancia.
115
“Los libros de niños no son textos para niños por niños, sino que son libros escritos por adultos, elegidos
por otros adultos para ser publicados, y recomendados/dados/asignados a los niños por adultos”. La
traducción es mía.
116
La primera edición chilena de Desolación fue realizada en 1923 por Nascimento.
117
Los poemas sobre infancia (canciones y cunas, entre otros) aparecieron en la primera edición de
Desolación (1922) y se conservaron en la segunda edición prologada por Pedro Prado (1923). Estos se
eliminaron en la tercera edición publicada en Santiago en 1926 (Horan y Meyer 2007).
Mayne-Nicholls 129

como en términos de valor estético— de Ternura. De los 46 poemas que se incluyeron en

esta primera edición de Ternura, 38 ya habían aparecido en Desolación (1922). La mayor

parte estaba al alero de un apartado titulado “Infantiles”. En el índice de esta edición, las

rondas no aparecen individualizadas, sino agrupadas como “Rondas de niños” 118

(Desolación, 352), que es el título del primer poema. Las canciones de cuna, en tanto, en

Desolación formaban parte de la sección “Prosa”. Aunque escritos en versos, la disposición

de estas canciones en la página es continua hacia el lado, aunque cada verso está separado

por un guion largo. Dicha presentación da la impresión de que las canciones son textos en

prosa. Al igual que las rondas, en el índice no se especifica cada canción, sino que son

agrupadas bajo el título “Canciones de cuna” (354).

“[N]o es necesario dedicar muchas páginas a Ternura, ya que se trata en gran

medida de un desprendimiento —rezago diría tal vez su autora— de la anterior Desolación”

(Concha cit. en Quezada, “Gabriela Mistral: algunas referencias” 110), escribía Jaime

Concha sobre esa primera edición de Ternura. Es cierto que se repiten muchos poemas; y

en el caso de las rondas, la sección es trasladada sin mayores cambios a Ternura. Se trata

de los poemas “Rondas de niños” (que, en Ternura, 1924, pasará a llamarse “La guerra”),

“¿En dónde tejemos la ronda?”, “La margarita”, “Invitación”, “Dame la mano”, “Los que

no danzan”, “La tierra”, “Jesús” y “Todo es ronda”. En el caso de las canciones de cuna,

que en 1924 corresponden al apartado final del libro, se ven mayores cambios. Por ejemplo,

“Mi canción” no fue incorporada a la primera edición de Ternura, se agregan tres nuevas

118
En Ternura de 1924 este poema pasará a llamarse “La guerra”; sigue siendo el primer poema de la sección
“Rondas”. En la edición de 1945, el poema es reescrito por Mistral con el título de “Ronda de la paz”, y se
convierte en el poema número nueve de la sección.
Mayne-Nicholls 130

canciones, y se modifica el orden en que aparecían en Desolación119. Sin embargo, el

formato del libro que agrupa estos textos sobre infancia muestra una intencionalidad por

parte de Gabriela Mistral. Primero, está el reconocimiento de que se trata de versos

cruzados por la temática de la infancia, y que pueden concentrarse en un libro

independiente. Segundo, que Mistral ya estaba, a comienzos de la década de 1920,

vislumbrando un corpus con dicha temática en que seguiría trabajando a lo largo de las

décadas. En Desolación, aparece también la ronda “El corro luminoso”, aunque no

agrupada junto a las demás rondas, sino como parte del acápite “La escuela”, donde se

vislumbra la conexión entre educación y ronda que revisaré más adelante. “El corro

luminoso” no fue reeditado en 1924, pero sí forma parte de la edición de 1945.

Ternura, canciones de niños (1924) está formado por los siguientes apartados:

“Rondas” (nueve poemas), “Canciones de la tierra” (nueve poemas), “Estaciones” (dos

poemas), “Religiosas” (cinco poemas), “Otras canciones”120 (cinco poemas), y “Canciones

de cuna” (dieciséis poemas). Cada apartado está encabezado por un grabado en blanco y

negro que es ilustrativo de la temática que se abordará; además, se incluyen grabados dentro

de los apartados a lo largo de todo el libro. Los grabados que introducen cada temática

logran establecer un diálogo con los poemas, a veces ilustrando ideas que son esbozadas,

pero no explicitadas en los mismos textos. Probablemente la inclusión de grabados tiene

que ver con el hecho de que la editorial, Saturnino Calleja, está especializada en literatura

119
El poema que encabeza las canciones de cuna en Desolación (1922) es “Apegado a mí”, que se convierte
en el octavo poema en Ternura (1924). En este libro, la primera canción de cuna es “Estrellita”, que no era
parte de Desolación.
120
En este apartado se incluye “Piececitos…” (71-72). En la edición de 1945, Mistral le quita los puntos
suspensivos al título, y el poema se incorpora a la sección “Casi escolares” (125).
Mayne-Nicholls 131

para niños, y esta, desde un comienzo, ha incorporado la imagen como una forma de

acompañar la lectura121.

El grabado que encabeza la sección de rondas muestra a dos mujeres con túnicas

blancas y largas recogidas en la cintura que bailan en la noche. Llevan el cabello largo y

liso, adornado por coronas de flores. No se les ven los rostros: una está de espaldas, y la

otra está de costado, pero tiene un brazo alzado, lo que tapa su cara. La imagen inspirada

en la iconografía de la Grecia clásica recuerda a las bacantes, nombre que recibían las

mujeres que participaban de los rituales en honor a Baco o Dionisio. “… religious

observance was the only public activity where women could participate in Greek society…

Some of these cults had ceremonies designed to encourage women to be uninhibited” 122

(Sawyer 62). Dentro de esos cultos se encuentra el de las bacantes, que quedó configurado

especialmente en la obra homónima de Eurípides, en la que vincula a estas mujeres con la

danza: “Id, bacantes, / id bacantes … al monte, al monte. Y con placer, / como un potro que

pace junto a su madre, / bacante, mueve tu pierna con rápido pie en las danzas” (Eurípides

5). Sepúlveda vincula las rondas de Mistral con las bacantes de Eurípides en que “las

mujeres seguidoras de Baco subían, sin hombres, a las montañas, donde bebían y danzaban

desnudas hasta alcanzar el éxtasis” (92). El grabado en el libro de Mistral se inclina por una

imagen más bien conservadora. Claramente los vestidos son necesarios para relacionar a

estas danzantes con aquellas de la Grecia clásica, pero el movimiento representado es más

121
El primer objetivo de las ilustraciones en los textos infantiles se relaciona con graficar o acompañar las
palabras. Ya en el siglo XVI, el Kunst und Lehrbüchlein (Alemania, 1580) estaba ilustrado y el objetivo de
incluir dibujos era que estos fueran alegres y agradables para los lectores, según especificaba el mismo texto
(Salisbury 2004). Es lo que se conoce como libros ilustrados. La más reciente noción de libro álbum, en
cambio, reconoce la importancia narrativa de la imagen (Salisbury y Styles 2012).
122
“la observancia religiosa era la única actividad pública en que las mujeres podían participar en la sociedad
griega… Algunos de estos cultos tenían ceremonias diseñadas para alentar a las mujeres a ser desinhibidas”.
La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 132

bien tranquilo y moderado, en vez de extático. Sin embargo, el vínculo implica esa noción,

después de todo Baco es el dios del vino. Además, como agrega Sawyer (2002), a las

bacantes se las suele llamar también ménades, término que viene del verbo mainomai, que

quiere decir ser llevado a la locura123. También quiero destacar el grabado que encabeza la

sección “Canciones de cuna”, en que se observa a cuatro madres (tres de pie y una sentada),

arrullando a sus hijos, a los que mecen en sus brazos. Esto va en concordancia con la idea

que Mistral expresará dos décadas más tarde, que las canciones de cuna son “un coloquio

diurno y nocturno de la madre con su alma, con su hijo, y con la Gea visible de día y audible

de noche” (“Colofón”, 157). Pero no solo con los hijos, sino que la madre que entona sus

arrullos sola en ese espacio íntimo configurado por ella y su bebé, se conecta con cada una

de las otras madres que están en la misma situación; sería la hermandad o ronda de las

madres en vela, que con su canto se acompañan y se apoyan unas a otras.

Esta edición ha sido considerada más bien conservadora en su visión de la

maternidad y la infancia (Benavente 2018), aspecto que justamente cuestionaré en este

capítulo, porque ya el hecho de que las canciones de cuna se centren en el discurso maternal

del miedo ante la pérdida de los hijos, da cuenta de una lectura que se aleja de la imagen

romántica del amor maternal como instintivo y edulcorado. Antes que llamar conservador

al texto de 1924, diría que su formato se asemeja a otros textos para niños de la época, con

las ilustraciones intercaladas, muchas de las cuales simplemente parecieran adornar las

páginas en vez de hablar acerca de los poemas que se están leyendo. Benavente (2018)

plantea que ese carácter conservador se diluiría con la publicación de la edición de 1945,

123
Sawyer destaca el sesgo despectivo que tiene ménades, lo que se relaciona con la idea patriarcal tradicional
de que las mujeres deben comportarse de cierta manera, y que salirse de la norma es tildado de locura como
una forma de disminuir la agencia mujeril.
Mayne-Nicholls 133

por cuanto se mostrarían imágenes más oscuras y desacralizadas. Al respecto,

efectivamente en la nueva edición crece la cantidad de poemas, pero la base principal —

con sus imágenes y tópicos— sigue siendo la edición de 1924, aunque muchos de estos

poemas sean reformulados. Una segunda lectura sobre esta edición es verla como

precursora de Tala: “the innocence before the fall from grace”124 (Benavente 123). Es decir,

habría por parte de Mistral una toma de conciencia de una pérdida de la inocencia, que se

reflejaría en el poemario de 1938. Sin embargo, no queda claro en qué sentido sería inocente

Ternura, y discrepo en que la versión original del poemario sea inocente, por cuanto no

representa una falta de algo, ya sea conocimiento o experiencia.

Al comparar las dos versiones de Ternura resulta evidente que hay un nuevo

enfoque, pero a partir del mismo corpus que es actualizado, abultado y reformulado. No se

puede saber cuál era la intención de Mistral al emprender esta tarea, pero el resultado da

cuenta de un corte no con el contenido del primer texto, sino con la recepción de este. Esto

se puede observar en cuatro aspectos principales. Primero, el cambio de título, en que se

deja solo la palabra ternura y se elimina el subtítulo “Canciones de niños” que conspiró a

tener una lectura sesgada y a ver a los poemas como inocentes y conservadores. Con esta

eliminación el poemario gana en visión, al no estar limitado a un público ni a los prejuicios

en contra de los textos dirigidos a los niños. En segundo lugar, se eliminan las ilustraciones,

lo que es otra forma de decir que Ternura no es poesía infantil. Y, en tercer lugar, Mistral

incluyó —al final del libro— un artículo explicativo titulado “Colofón con cara de excusa”,

en el que profundiza acerca de las canciones de cuna (origen y tipo de escritura, además de

los destinatarios de dichos poemas), y del folklore, y realiza unas (muy) breves

124
“La inocencia antes de la caída de la gracia”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 134

apreciaciones en relación con las rondas. Es decir, explicita el hecho de que se puede hacer

análisis de estos poemas. En cuarto lugar, el libro ya no es publicado por una editorial

especializada en literatura infantil, sino por Espasa-Calpe, que tenía gran influencia en la

época en Iberoamérica y representaba una oportunidad relevante de difusión y distribución.

Con estos cuatro elementos ya es posible decir que Ternura deja de ser un libro de poesía

infantil, para transformarse, simplemente, en un libro de poesía.

Pero eso en lo formal, porque esta edición de 1945, que es la versión que ha seguido

difundiéndose de ahí en adelante, no es una simple reedición del texto de 1924: Gabriela

Mistral incluyó nuevos poemas y modificó la organización del libro. Esta edición está

formada por 96 poemas, es decir, cincuenta poemas más que el libro de 1924, y provienen

de Desolación (1922), Ternura (1924) y Tala (1938). Mistral modifica títulos, reescribe

versos y cambia poemas de sección. Uno de los cambios que destaco es el de la ronda “La

tierra” (Ternura, 1924, 20-21), que pasa a llamarse “Tierra chilena”, con lo cual arraiga el

poema a un paisaje y un espacio más específico desde el mismo título, frente al espacio de

carácter más universal con el cual se titulaba en la edición de 1924. Además, realiza

cambios en la primera y en la cuarta estrofa. La primera estrofa decía “Danzamos en tierra

chilena, / más suave que rosas y miel” (1924, 20), lo que fue modificado por “Danzamos

en tierra chilena, / más bella que Lía y Raquel” (1945, 59), que es una referencia bíblica, a

través de la cual Mistral poetiza en torno al estatus de las mujeres, al tiempo que habla de

la tierra. La primera versión tenía un tono más romántico; al caracterizar la tierra como

suave, pareciera estar hablando de un lugar fértil y amable. En la Biblia, Lía y Raquel son

dos hermanas que se casaron con Jacob: Lía es la primogénita, la que Jacob no desea, pero

que es la que procrea; y Raquel es la menor, la deseada, pero estéril (Génesis 29). En la

segunda versión del poema, esa misma tierra chilena ya no es mirada de manera tan
Mayne-Nicholls 135

unívoca, sino que da cuenta de que no siempre da lo que se necesita o se quiere, y que no

toda la tierra es igual de deseada. Pareciera introducir, en este sentido, una idea acerca de

la jerarquización de espacios, y de las distintas relaciones que se constituyen entre las

personas y la tierra nacional.

En cuanto a cambios de sección, el poema “Miedo” era considerado una canción de

cuna tanto en Desolación como Ternura (1924), mientras que en 1945 Mistral lo incluye

en un nuevo apartado al que titula “La desvariadora”, al que ubica en tercer lugar, después

de las canciones de cuna y las rondas, y que se levanta como un antecedente de las locas

mujeres que aparecerán en Lagar (1954). Este apartado se enfoca en las madres, como en

las canciones, pero deja entrever que se trata de las madres que se salen de la norma, que

están en un estado de desvarío, ya sea por el temor extremo a la pérdida del hijo(a), o porque

se trata de madres solteras que son apartadas junto a sus hijos por la sociedad en la que se

insertan.

Una ronda que crece

La continua presencia de las creaciones sobre infancia en la carrera de Gabriela

Mistral y el afán de perfeccionar Ternura muestran que este tipo de poemas no constituyen

solamente un trabajo fuera de su línea principal de poesía, sino que son parte del corpus

poético de Mistral. Un corpus que ha sido leído tangencialmente, centrándose en las

canciones de cuna, y al que me propongo acceder específicamente a través de las rondas.

Esa convicción de que los poemas con tema de infancia son un interés constante es el que

lleva a la ampliación del corpus literario que analizaré en este capítulo y que consiste en

todas las rondas de Gabriela Mistral. Las rondas más conocidas aparecieron en Ternura

(1924, 1945), como “Dame la mano” y “Tierra chilena”, por lo cual mi primera
Mayne-Nicholls 136

aproximación, de hecho, fue el apartado sobre rondas de Ternura (1945). Sin embargo, leer

estos poemas en conjunto con las demás rondas, aquellas que han ido apareciendo al

hacerse público el Legado Mistral, me ha permitido constatar la coherencia en la

representación de los niños y niñas que hace Mistral, como también en la construcción del

espacio de infancia que aparece en esos textos. De esta manera, mi corpus de investigación

está constituido por las quince rondas publicadas en la versión de 1945 de Ternura; cuatro

rondas publicadas en Lagar (1954); ocho rondas y un desvarío con tema de danza en Lagar

II (1991); las dieciocho rondas recopiladas por Vargas Saavedra (Baila y sueña 2011); y la

“Ronda de Montegrande” (Poema de Chile 2013).

Las rondas de Lagar (1954) y Lagar II (1991) se pueden ver de una manera bastante

unificada, a pesar de los años de distancia entre ambos textos, lo que se entiende

principalmente por la muerte de Mistral. Lagar II fue publicado de manera póstuma, pero

parte de su corpus ya había sido prefigurado por Mistral, quien, de hecho, había corregido

los poemas. Dichas correcciones son explicitadas en el libro con el fin de darles un sustrato

y validez autoral a las versiones finales que se publicaron en 1991, con la edición de Pedro

Pablo Zegers. Revisando los documentos de la poeta, es posible ver que Lagar pretendía

ser un libro mayor, lo que se observa en algunos índices que Mistral escribió a mano

mientras configuraba el poemario. Me baso específicamente en un índice escrito al dorso

de un sobre de papel kraft tamaño oficio, que habría contenido una copia mecanografiada

de ese primer Lagar125. Específicamente en relación con las rondas, el índice manuscrito

muestra que Mistral estaba pensando incorporar nueve rondas en Lagar, aunque finalmente

125
Zegers explica que los editores de Lagar (1954) le recomendaron a Mistral “dividir este libro en dos partes
por su gran volumen” (Lagar II, 15). Se basa en lo indicado por Gastón von dem Bussche, “investigador y
profesor de literatura que fue comisionado, junto con Doris Dana, por la OEA, para la clasificación y
ordenamiento del material de la poetisa chilena…” (Lagar II, 15).
Mayne-Nicholls 137

fueron publicadas cuatro: “Ronda argentina”, “Ronda de los aromas” (que originalmente

tenía por título “Ronda de los olores”), “Ronda cubana” y “Ronda del fuego” (1954).

Algunos de los poemas que no se incluyeron en la edición final de Lagar, se incorporaron

más tarde a Lagar II, como ocurre con “Ronda de la zafra” y “Ronda del azúcar” (1991).

Este libro que edita Zegers estaba “completamente dactilografiado, con correcciones

manuscritas efectuadas por Gabriela Mistral y Doris Dana” (Lagar II 15), lo que da cuenta

de que el libro fue preparado por Mistral, y que lo que se hizo después fue, básicamente,

transcribir de acuerdo con lo mecanografiado y las indicaciones a lápiz de la poeta.

Al revisar los títulos y textos de los poemas de Lagar y Lagar II es posible

vincularlos al trabajo recopilatorio que realizó Luis Vargas Saavedra y que se transformó

en un texto muy breve titulado Baila y sueña (2011). Este no constituye un trabajo que

hubiera preparado Mistral, sino que recoge parte de los textos inéditos que dejó al

descubierto el Legado Mistral, que también es el origen de Almácigo (2015), también

editado por Vargas Saavedra, y Poema de Chile (2010), editado por Diego del Pozo. Este

Poema de Chile del siglo XXI es más que una reedición. Se trata más bien de una

reinterpretación del texto de 1967, por cuanto propone un nuevo ordenamiento del libro e

incluye más de cincuenta nuevos poemas, algunos de los cuales también pueden rastrearse

hasta esos primeros índices escritos a mano por Mistral. Es el caso de “Canción del sueño

brusco”, del cual existen varias versiones que permiten hacer un seguimiento de las

modificaciones que Mistral fue haciendo, desde un original escrito a mano sobre dos hojas

de cuaderno cuadriculadas fechado en 1949, hasta las mecanografiadas. Los documentos

incluyen correcciones con lápiz carbón realizados por Mistral. Dichas anotaciones permiten

ver que, eventualmente, Mistral modificó el título del poema: “Canción del buen sueño”,

del cual también hay una versión mecanografiada. Esta versión permite ver que las
Mayne-Nicholls 138

correcciones a mano que aparecen en “Canción del sueño brusco” fueron incorporadas.

Sobre esta nueva versión, Mistral vuelve a realizar anotaciones a lápiz, lo que además da

muestra del rigor de la poeta al revisar y corregir sus escritos, las que dan lugar a un nuevo

manuscrito mecanografiado. Con el título de “Canción del buen sueño” encontramos el

poema en el Poema de Chile editado por Del Pozo; sin embargo, el texto no es exactamente

igual al que puede identificarse como la última versión de Mistral. Lamentablemente tanto

en Baila y sueña como en Poema de Chile no hay un registro de cuáles fueron las versiones

que finalmente se publicaron ni el motivo de ciertos cambios efectuados y de otros que

fueron ignorados.

Baila y sueña (2011) es una edición pensada en un público infantil desde una

perspectiva más bien conservadora, que descansa en la idea de una infancia idealizada. Las

imágenes asociadas y las ilustraciones son ingenuas, imitando el trazo sencillo de los niños

y niñas que están iniciándose en el dibujo (Mayne-Nicholls, “Y ha molido las carnes”).

Asimismo, se opta por tonalidades pasteles y la tipografía de portada juega con la idea de

lo manuscrito. El libro está dividido en dos partes: “Baila”, dedicado a las rondas, y

“Sueña”, dedicado a las canciones de cuna. La lectura de las dieciocho rondas y su

comparación con el resto del corpus, permite establecer lazos con poemas publicados por

Mistral, como sucede con “Elquina” (23) que conversa con “Arrorró elquino” (Ternura,

1945, 24-25) o la “Ronda de los olores” (33), que dialoga con “Ronda de los aromas”

(Lagar). Al revisar los textos y compararlos con los manuscritos de Mistral, podemos ver

que estos poemas inéditos constituyen, en general, primeras versiones de poemas sobre los

que Mistral trabajó. La versión publicada en Baila y sueña parece privilegiar el hológrafo

a lápiz carbón de Mistral. Pero existen también ocho versiones mecanografiadas, algunas

con anotaciones, en que el poema a veces es titulado “Convite” y otras “Convite a la danza”.
Mayne-Nicholls 139

En un cuaderno de Mistral, configurado como la continuación de Lagar (y para el cual el

crítico Alone proponía como título Electra en la niebla), el índice propone el título

“Convite a la danza” (“Cuaderno” 7). Los poemas mecanografiados en este cuaderno no

contienen correcciones, por lo cual podría considerarse una maqueta o versión final (aunque

finalmente no fue editada). El texto de “Convite a la danza” (“Cuaderno” 46) es similar al

publicado con ese título en Lagar II, aunque el orden de las estrofas no es el mismo, por lo

cual se podría estimar su calidad de versión definitiva. Vargas Saavedra toma entonces

algunas de las versiones previas, en que el poema solo es llamado “Convite”. Al respecto

pareciera que se han juntado distintas versiones en una sola estructura de doce estrofas

(Baila y sueña 20-21).

La presente investigación no contempla analizar los textos desde la perspectiva de

la crítica genética. Para el análisis me basaré en los poemas publicados, pero sí tendré en

cuenta los textos manuscritos de Mistral en lo referente a aquellas creaciones inéditas.

De qué hablamos cuando hablamos de poesía infantil

En las décadas de 1910 y 1920, la poesía dedicada a los niños era más bien de

carácter instructivo; tanto en España como en Latinoamérica la poesía estaba marcada por

los aspectos didáctico y moralizante con que se había abordado la literatura dedicada a los

niños durante el siglo XIX (García Padrino 2010; Rodríguez 2010). Se asociaba la literatura

para niños con textos para la escuela, es decir, para enseñar; y, por ende, el aspecto estético

de dichas creaciones no era considerado. Cambiar ese panorama sería precisamente uno de

los intereses de Gabriela Mistral. “Diré solamente que por aquellos años estaba en pañales

el género infantil en toda la América nuestra: tanteos y más tanteos” (Ternura 162), escribió

Mistral en el “Colofón con cara de excusa”. Mistral calificaba esa poesía como “balbuceo
Mayne-Nicholls 140

de docentes: lo primario en vez de lo elemental, el chiste en lugar de la gracia, lo ñoño dado

como lo simple” (“El folklore para los niños” 145). Mistral se oponía a la literatura

instructiva, que buscaba criar niños obedientes y que olvidaba que, además de aprender, los

niños deberían disfrutar de la lectura (Quezada, “Gabriela Mistral”). El que la poesía y la

literatura destinada a público infantil se confunda con textos para instruir a los niños y niñas

en vez de proporcionarles placer estético es un asunto que prevalece hasta la actualidad.

Por ejemplo, en el campo anglosajón Janice M. Bogstad se pregunta, al analizar distintos

poemarios dirigidos a los niños: “Is there poetry in children’s poetry126?” (1980-1981). Al

respecto, parecería producirse un quiebre entre lo didáctico y lo estético; Mistral apostaba

a que no se abandonara la poesía en la poesía infantil, es decir, que no se descuidara el

aspecto estético. Mistral no estaba sola en esta tarea en Latinoamérica. Otros autores

estaban desarrollando también una poesía infantil, como el colombiano Rafael Pombo con

obras de corte humorístico; el cubano José Martí a través de su revista La Edad de Oro127;

el nicaragüense Rubén Darío que hizo cuentos en verso; el mexicano Amado Nervo 128 con

sus Cantos escolares; y los argentinos José Sebastián Tallon y Germán Berdiales, quienes

publicaron a finales de la década de 1920 (Rodríguez 2010).

Amado Nervo utiliza una fórmula similar a la de Gabriela Mistral al hablar de sus

poesías para niños cuando las titula como cantos escolares; sin embargo, la poeta chilena

marca una línea aclaratoria cuando incluye la palabra casi, y propone textos “casi

escolares”, haciendo explícito que su propósito no es pedagógico (lecciones para la

126
“¿Hay poesía en la poesía infantil?”. La traducción es mía.
127
La Edad de Oro tuvo cuatro números en 1889. Incluía traducciones y nuevas versiones de poemas y
cuentos, además de textos originales escritos por el propio Martí (Rodríguez 2010).
128
Gabriela Mistral destaca, de hecho, la poesía de Nervo: “Yo pensaba, mientras iba escribiendo estas
canciones [de cuna], en que ellas piden ser entregadas por un artista sumo, un Amado Nervo o un Paul Fort,
los de frase transparente y de flexible suavidad” (Vivir y escribir 62).
Mayne-Nicholls 141

enseñanza escolar), sino estético (textos dirigidos a lectores niños y niñas). Mistral explica:

“He querido hacer una poesía escolar nueva porque la que hay en boga no me satisface;

una poesía escolar que no por ser escolar deje de ser poesía …” (Vivir y escribir 49). La

cita es de 1915, antes de la publicación de la primera edición de Ternura y antes de que

agregara el término “casi” antes de escolar. Mistral apoya, entonces, una poesía infantil, a

la que defiende de la etiqueta de ser un género inferior:

¿Quiere usted condenar a las mujeres chilenas a ese “género inferior” que es la

poesía infantil?, me han dicho algunas. Y con toda la honradez de mi alma les he

contestado: No infantil, tan superior que nunca me siento tan torpe que cultivándola.

Tan superior que el poeta que ha hecho los versos más perfectos para los niños de

América es Rubén Darío, el primer poeta de habla castellana …

No se trata, pues, de un género literario inferior 129 (Magisterio y niño 273).

Gabriela Mistral opinaba que la poesía infantil “más válida, o la única válida, sería

la popular y propiamente el folklore” (“El folklore para los niños” 145). Esto no apelaba a

la transmisión única de versos de la tradición oral, sino a la incorporación de ciertos

elementos que Mistral identificaba con dicha tradición poética: la utilización de imágenes

familiares y palabras conocidas; y la construcción de un verso que parezca espontáneo, que

goce de musicalidad y ritmo. El utilizar formas rebuscadas, imágenes extemporáneas o

palabras desusadas constituía para Mistral “puro snobismo” (“El folklore para los niños”

146). Tiene que ver también con que cada pueblo mire su propia cultura e idiosincrasia.

Así Mistral, por ejemplo, critica fábulas como la de la cigarra y la hormiga, que “me dio

siempre alguna repugnancia” (“El folklore para los niños” 145), preguntándose por qué

129
Roque Esteban Scarpa fecha este texto como “Probablemente de 1917” (Magisterio y Niño 276).
Mayne-Nicholls 142

querríamos enseñarle sobre astucia a los niños en Latinoamérica. A esto replica ella, que

en el folklore podemos encontrar un “abrumador … stock de cantos del pueblo aplicable a

todas las cosas y a cualquier momento de la vida. Hay canciones del trabajo, de la amistad,

de la filialidad, de la fe, de la chanza, de la naturaleza, hasta de la holgazanería” (“El

folklore para los niños” 146). Para construir esta nueva poesía dedicada a la infancia,

entonces, no quiere mirar hacia fuera, sino hacia adentro, reconocer temáticas, usos

verbales, coloquialismos y ritmos presentes en nuestra tierra. Y cuando decía que debe ser

espontánea se refiere a que no sean versos tiesos ni pretenciosos. No se tratará de poesías

que los niños y niñas deban, entonces, “aprender por la fuerza” (“El folklore para los niños”

147), sino de versos que fluyan, y que los niños y niñas casi sin querer los sigan hasta con

el cuerpo. Por lo mismo opina que estos poemas no pueden ser muy largos. En el caso de

las rondas de Ternura, por ejemplo, los poemas no exceden las cinco o seis estrofas (p. e.,

“El corro luminoso”, Los que no danzan” y “Ronda del arco-iris”); los hay de dos estrofas

(“Invitación” y “Todo es ronda”); y solo uno es de diez estrofas más estribillo (“Ronda de

los metales”). Además, las estrofas están compuestas, mayoritariamente, por cuatro

versos130.

En el “Colofón con cara de excusa”, la poeta se explaya principalmente sobre las

canciones de cuna, su origen e inspiración y cómo estas son, primero, textos dirigidos a las

madres, y luego a los niños. Después de siete páginas de profundizar en torno a los arrullos,

Mistral escribe: “Sobre las Rondas debería decir alguna cosa, y muchas más sobre las

poesías infantiles escritas hace veinticinco años, a fin de ser perdonada de maestros y niños;

pero voy cansando a quien lee en páginas finales…” (162). Después de esas palabras

130
Dos poemas constituyen la excepción: “El corro luminoso” tiene estrofas de cinco versos; “Ronda de la
ceiba ecuatoriana” combina estrofas de cuatro y ocho versos, además de un estribillo de un verso.
Mayne-Nicholls 143

pareciera que todo cuanto le urgía comunicar tenía que ver con una manera de guiar la

lectura de las canciones; sin embargo, algo alcanza a esbozar, estableciendo que, con el fin

de escribir sus rondas, primero investigó al respecto. Dicha investigación la llevó hasta la

poesía popular española, la provenzal y la medieval italiana, donde “creo haber encontrado

el material más genuinamente infantil de Rondas que yo conozca” (Ternura 163). Lo que

le interesaba, básicamente, era el folklore de esas zonas. Ella llama a ese estudio hurgar

para lograr producir “una docena de ‘arrullos’ y de ‘Rondas’ castizos, léase criollos”

(“Colofón” 163). Cuando Mistral apela al folklore como fuente, está hablando de las

manifestaciones culturales propias de las regiones que ella estudió; lo que desecha no es

toda la poesía infantil, sino aquella producida de espalda al folklore, la que no considera

los ritmos y usos propios del lenguaje popular, una poesía cultista enfocada solo en la

función pedagógica y que no tiene presente ni el valor estético ni lúdico de las rondas

tradicionales.

En las primeras décadas del siglo XX, conviviendo con esa poesía de carácter

instructivo, se estaban realizando en España algunos trabajos de recopilación de poesía

tradicional, que buscaba rescatar las creaciones que habían surgido del folklore local.

Algunos de estos textos recopilatorios fueron: Lolita. Cantares y juegos de las niñas (1910)

de Augusto C. de Santiago y Gadea; Lo que cantan los niños (1915) de Fernando Llorca; y

Acertijos, enigmas, adivinas y adivinanzas (1922) de Enrique Sánchez Rueda (García

Padrino 2010). Al revisar dichas antologías, podemos observar que algunos de los textos

recopilados llegaron hasta Latinoamérica, y Chile en particular. Por ejemplo en la

recopilación de Santiago y Gadea aparecen las siguientes canciones y juegos: “Mambrú”;

“Elisa (A Atocha va una niña)” (que conocemos como “Alicia va en el coche”); “Las tres

ovejas” (que es la versión original de “Caballito blanco”); “La viudita del conde” (también
Mayne-Nicholls 144

conocida como “La viudita del conde Laurel”); “La muñeca” (versión original de “Tengo

una muñeca vestida de azul”); “Aserrín, aserrán”; y “Yo tenía diez perritos”. Esta última

presenta el mismo formato que se conserva hasta hoy, esa especie de cuenta regresiva, en

que se van perdiendo los perritos por distintos motivos hasta que no queda ninguno; la letra,

sin embargo, es completamente diferente: “Yo tenía diez perritos, / uno ni come ni bebe, /

ya no quedan más que nueve” (Santiago y Gadea 131-141).

Mistral tuvo acceso a las recopilaciones de cantos folclóricos españoles: “En mis

dos años de Madrid yo me dediqué a recoger los libros en que hay folklore poético. Yo me

hice un volumen de selección de seiscientas y tantas páginas” (Vivir y escribir 175).

Lamentablemente no especifica los títulos que estudió ni ejemplifica con algunos de los

versos leídos. Para el crítico español García Padrino los trabajos antologadores de

comienzos del siglo XX, que buscaron las “manifestaciones versificadas [del folklore],

presentes en la vida cotidiana y en los juegos de la infancia” (48), constituyeron una

“primera bocanada de aire fresco” (48) para darle un vuelco a la poesía de salón y

normativa. Ese gran giro, agrega García Padrino (2010), fue justamente de la mano de

Gabriela Mistral en la década de 1930 y del impacto que había tenido su artículo “El

folklore para los niños” (1935), publicado precisamente en Madrid. El texto había tenido

su génesis en una conferencia que Mistral dio en la Universidad de Barcelona, en un

seminario sobre pedagogía, el cual es revisado y corregido —como se puede observar en

el texto mecanografiado que leyó en la conferencia—. La teoría y análisis entregados por

Mistral en dicho artículo son reforzados con su trabajo creativo, por cuanto Ternura (1924)

fue un texto de amplia difusión e influencia en Iberoamérica.


Mayne-Nicholls 145

En el terreno de las rondas

Ternura (1945) está dividido en siete partes: “Canciones de cuna”, “Rondas”, “La

Desvariadora”, “Jugarretas”, “Cuenta-mundo”, “Casi escolares” y “Cuentos”. Esta edición

ya no cuenta con el subtítulo de “canciones de niño”. Las dos primeras secciones sobresalen

numéricamente, pero también estéticamente. Se trata de los apartados más unificados, en

los que aparecen motivos e imágenes que van construyendo una particular representación

de la infancia, de niñas y niños. Destacan también “La Desvariadora” —en que está ya

hablándonos de las “locas mujeres” de Lagar— y un texto emblemático, “Piececitos”, que

se incluye en la sección “Casi escolares”. Entre los “Cuentos”, encontramos su versión de

“Caperucita roja”. Es un libro en que la temática es la infancia y en el que, efectivamente,

encontramos poemas destinados a niñas y niños, como las jugarretas, en que el uso de

cadenillas da lugar a versos muy rítmicos, sonoros, juguetones, para usar una palabra que

hace eco del término jugarreta escogido por Mistral.

Quiero detenerme en la elección de la palabra jugarreta, porque da cuenta de la

mirada renovadora que plantea Mistral en su aproximación a la infancia. Los poemas que

forman esta sección no son nuevos; habían aparecido publicados ya en Tala (1938), pero

bajo el subtítulo de “Albricias”, esto es, regalos que acompañan las buenas nuevas y la

expresión de júbilo (RAE). Es un término positivo. En cambio, cuando Mistral las incluye

en Ternura, las agrupa bajo el nombre de jugarreta, el que, por un lado, es un término

coloquial, y por otro, tiene connotaciones negativas: “jugada mal hecha y sin conocimiento

del juego”, en el caso más inocuo; y “mala pasada”, en el más negativo (RAE). Hacer una

jugarreta, entonces, equivale a no saber jugar según las reglas o, bien, significa jugarle una

mala pasada a alguien. Pero nada de eso se observa en las jugarretas de Mistral. Estas, más

bien, se conectan con los versos sinsentido (nonsense verse) de la tradición anglófona, que
Mayne-Nicholls 146

tienen a Edward Lear (1812-1888) y Lewis Carroll (1832-1898) como dos de sus mayores

exponentes. Edmund Strachey propuso una definición131 de nonsense a partir de su análisis

del trabajo de Lear; allí postula que el sinsentido poético es “bringing confusion into order

by setting things upside down, bringing them into all sorts of unnatural, impossible, and

absurd, but not painful or dangerous, combinations”132 (cit. en Tigges 8). Esa idea es la que

propongo que subyace a las jugarretas de Mistral: un nuevo orden, en que las cosas

parecieran estar al revés, combinarse de nuevas maneras, que pueden resultar imposibles o

absurdas, pero que reflejan una nueva manera de ver el mundo, distinta a la tradicional y

normalizada.

Aplicaré la definición de nonsense al poema que abre el apartado de las jugarretas:

“La Pajita”. La misma Mistral reconocía este poema como una de sus composiciones

preferidas: “Les parecerá extraño, pero entre todos mis trabajos, el que prefiero es una

pequeña canción de cuna que escribí con el título de ‘La pajita’. Debe ser porque yo siento

un profundo afecto por esta clase de poesía” (Mistral cit. en Quezada, “Gabriela Mistral:

algunas referencias” 111). Estas palabras refuerzan además el hecho de que para la poeta

las poesías con tema de infancia tuvieran la misma relevancia en su corpus que las demás

creaciones. “La pajita”133 es un poema de dos estrofas: la primera de nueve versos, y la

segunda, de dos versos; en que destaca el uso de cadenillas, un procedimiento tomado del

folklore en que los versos se van encadenando a través de una repetición anafórica (Goic

2012):

131
Definiciones más actuales de nonsense son más bien sencillas, como la que se propone en el Oxford concise
dictionary of literary terms: “a kind of humorous poetry that amuses by deliberately using strange non-
existent words and illogical ideas” (Baldick 172).
132
“Convertir la confusión en el orden al establecer las cosas cabeza abajo, combinándolas de todas las
maneras posibles, antinaturales, imposibles y absurdas, pero no doloras ni peligrosas”. La traducción es mía.
133
Publicada originalmente en Tala (1938), en la sección “Albricia” (227). La versión de 1945 contiene una
sola modificación en el verso final, en que Mistral cambió la palabra “Pascua” (con mayúscula) por “fiesta”.
Mayne-Nicholls 147

Esta que era una niña de cera;

pero no era una niña de cera,

era una gavilla parada en la era.

Pero no era una gavilla

sino la flor tiesa de la maravilla …” (Ternura 96)

El poema es una especie de búsqueda o de lograr comprender. Los versos impares

de la primera estrofa dicen lo que algo es: “una niña de cera”, “una gavilla parada en la

era”, “la flor tiesa de la maravilla”, “un rayito de sol pegado a la vidriera”, “una pajita

dentro de mis ojitos” (Ternura 96). Los versos pares lo niegan: no era una niña ni una

gavilla, tampoco la flor ni el rayo de sol. La pajita, en tanto, no es negada, de ahí la

importancia de que la estrofa tenga un número impar de versos: el noveno verso “una pajita

dentro de mis ojitos era” (96) no es negado. La búsqueda parece haber llegado a su fin.

Entonces tenemos la estrofa final, en que los dos versos hablan del descubrimiento que eso

supone: “¡Alléguense a mirar cómo he perdido entera / en este lagrimón, mi fiesta

verdadera!” (96). Como plantea la definición de nonsense, “La pajita” hace que la

confusión sea el nuevo orden, las ideas se combinan no de una manera ilógica, como suele

verse el sinsentido, sino desde una nueva perspectiva, de tal manera, que la sujeto poética

hacia el final del texto se lamenta de la lágrima que ha limpiado el ojo de la paja que lo

molestaba, y se lamenta porque esa pajita en vez de cegarla le había permitido ver las cosas

de una manera nueva. Asimismo, el poema conversa con la cita bíblica: “¿O cómo puedes

decir a tu hermano: Hermano, déjame sacar la paja que está en tu ojo, no mirando tú la viga

que está en el ojo tuyo?” (Lc. 6, 42). Las palabras de Jesús se insertan en un discurso en

contra de juzgar a los demás; pero, además, su planteamiento general es dar vuelta las cosas:

olvidar el ojo por ojo, y cambiarlo en un ama a tu prójimo.


Mayne-Nicholls 148

De la misma manera, Mistral propone un cambio paradigmático. La poeta habla de

ver las cosas con una mirada de infancia, lo que sería el equivalente a hablar de una

perspectiva desprejuiciada. Por supuesto, en el poema esto queda en entredicho, porque hay

conciencia de que al crecer (al alejarse de la niña de la primera estrofa) la paja en el ojo

eventualmente cae. Esta paja no es un defecto como en el texto bíblico, o más bien, no es

considerado un defecto por la sujeto poética, que tiene conciencia de la pajita en su propio

ojo (el mensaje bíblico aparece como un sustrato ya incorporado), pero desearía

mantenerla. Relaciono esto con una propuesta de un nuevo orden, que tiene que ver con la

idea de comodidad: tener algo en el ojo es incómodo, molesto, pero ese es el estado que es

anhelado en el poema. Se vincula a la idea de ir contra la corriente, pensar distinto: quien

ve las cosas de otra manera (la loca, por ejemplo) está en un estado de incomodidad frente

al mundo.

En cambio, quien acepta las cosas como la sociedad las impone, logra un estado de

comodidad, de tranquilidad, incluso de no ser notado. La sujeto añora esa incomodidad,

quiere esa incomodidad, mirar las cosas con la pajita en el ojo, ahí está el júbilo. La locura,

en definitiva, no es un defecto. La jugarreta no es, entonces, una mala pasada; no es no

saber jugar: es proponer un nuevo juego. Wim Tigges dice con respecto al nonsense

literario que no es algo a lo que le falte sentido, no es “meaningless” (256). Lo mismo

sucede con Mistral, sus jugarretas no son simples versos juguetones, sino que propone otro

orden de las cosas, plantea que poner al mundo de cabeza no es trivial, sino que está

resignificándolo, de la misma forma que le da un nuevo valor al término jugarreta. Esto se

puede apreciar también en el poema “La rata”, en que trastoca el ciclo de la vida: “Una rata

corrió a un venado / y los venados al jaguar, / y los jaguares a los búfalos, / y los búfalos a
Mayne-Nicholls 149

la mar…” (98). El pequeño, el frágil, el débil, se levanta contra su depredador, contra el

más fuerte físicamente. La fuerza radica en otro lugar.

Esta aparente digresión acerca de las jugarretas me permite mostrar que los poemas

de infancia de Mistral no son textos simples, sino que el pensamiento de Mistral está

también allí; estos poemas, incluidos las rondas, son partes de su corpus y no un recreo. Mi

primera aproximación a las rondas ha sido la lectura: leerlas una y otra vez, en silencio y

en voz alta, con el fin de atrapar su ritmo y su forma. En segundo término, revisar su

contenido. Al seleccionar como corpus estas obras poéticas específicas, he comenzado este

análisis con un modelo establecido: el de las rondas o corros, que son las dos formas en que

Mistral se refiere a este tipo de textos. El término corro corresponde al vocablo español

para referirse a un espacio circular y también al juego en “que los participantes forman un

círculo cogiéndose las manos y cantan dando vueltas en derredor” (RAE). Mistral, quien

busca en el folklore español —entre otros— la fuente de la poesía para niños, toma la

palabra corro y la usa en algunos de sus poemas, como “El corro luminoso” (Desolación,

1922; Ternura, 1945). En tanto, ronda corresponde a la voz utilizada en Chile, Argentina,

Bolivia, Ecuador y Honduras para referirse al corro (RAE), y proviene del francés rondeau.

Mistral usará ambos términos como sinónimos, aunque ronda tiene mayor presencia, tanto

en los títulos de los poemas, como en el contenido de sus versos.

En la tradición francesa encontramos varias clases de rondas, algunas de las cuales

fueron recogidas por los poetas ingleses. Los franceses desarrollaron en el Medioevo el

rondeau y el rondel; ambas composiciones son poemas más bien cortos, pero de formato

estricto (métrica, número de versos y estrofas, tipo de rimas) (Baldick 2008). Tienen en

general trece versos (agrupados en estrofas de cinco, tres y cinco versos), lo que coincide

con la postura de Mistral de que la poesía infantil debe ser más bien corta; y muchas formas
Mayne-Nicholls 150

presentan estribillos, que solo encontramos en algunos textos mistralianos. Por su parte, los

ingleses desarrollaron el roundel en el siglo XIX a partir de las rondeau y rondel francesas;

estas eran incluso más breves: once versos (Baldick 2008). Asimismo, los ingleses

reconocen el roundelay como “[a] short dancing song with a refrain 134” (Baldick 293), una

forma de cubrir los distintos tipos de rondas, haciendo hincapié al mismo tiempo en la

musicalidad de los textos.

Mientras en Francia e Inglaterra nos encontramos con esos modelos de rondas, en

la tradición iberoamericana no existe una sistematización similar. De hecho, se ha

practicado su recopilación sin análisis135 o bien su estudio se ha centrado, principalmente,

en términos de ejecución de la ronda, es decir, como juego más que como construcción

poética. En Chile, Benjamín Rojas propuso una estructura de la ronda, compuesta por “la

voz o canto, el ritmo o refrán, el movimiento expresivo corporal o danza, y la

comunicación” (“Literatura infantil” 126). Dicho formato coincide, de hecho, con el

rondeau francés y su modificación inglesa, en que el refrán se entiende como el coro. En

el caso de las rondas de Gabriela Mistral la mayor parte no tiene coro 136.

Otro ámbito de estudio de la ronda es el de la pedagogía, en que esta cobra

relevancia por constituir “una situación clave en tanto cumple funciones sociales,

emocionales, lingüísticas y cognitivas” (Rosemberg y Manrique 53) en la infancia, es decir,

porque contribuyen “al desarrollo de las habilidades de participación de los niños”

134
“[una] breve canción bailable con un coro” (la traducción es mía).
135
Los textos recopilatorios de comienzos del siglo XX, como el de Santiago y Gadea (1901), se limitaron a
recoger los cantos de la época, sin realizar un estudio al respecto. Más recientes son Lima, limita, limón (1998)
y Juguemos al hilo de oro (1999), recopilaciones de folclor infantil iberoamericano y chileno,
respectivamente, que fueron editadas por Manuel Peña Muñoz. Estos libros cuentan con una breve
introducción, pero no hay un estudio ni sistematización de los cantos seleccionados.
136
Las rondas que tienen coro son: “Ronda de los colores”, “Ronda de la ceiba ecuatoriana” y “Ronda de los
metales”.
Mayne-Nicholls 151

(Rosemberg y Manrique 53). La ronda implica al grupo, no es algo que se haga en privado

o en solitario, sino que se trata de una experiencia colectiva y compartida. Por esa razón

ayudaría a la configuración de una “identidad grupal” (Rosemberg y Manrique 53). La

pluralidad de la ronda, sin embargo, coexiste con una individualidad. La perspectiva

pedagógica rescata, además, la figura de la profesora o profesor, quien “organiza y coordina

el evento” (Rosemberg y Manrique 54). En este sentido, surge la pregunta de cuál será el

modelo que subyace en las rondas de Mistral: ¿la ronda como momento de aprendizaje o

como recreación? Es una de las preguntas que buscaré responder en este capítulo. Sobre el

aspecto lúdico, Ana Pelegrin ha estudiado la conjunción entre juego y poesía tradicional

infantil, proponiendo el concepto de juego-rima 137, que “no consiste solo en su aspecto

verbal, sino que se presenta como condensación de actos expresivos diversos (del lenguaje

verbal, gestual, sonoro)” (Pelegrin 44). Es decir, el contenido textual no puede desligarse

del juego y la gestualidad (Pérez y Ruiz 2012), tampoco del ritmo y de la melodía.

Gabriela Mistral y su concepción de la ronda

El siguiente relato pertenece a un texto titulado “Rondas”138 en que Mistral cuenta

cómo se distraía, mientras trabajaba en casa en la Población Huemul de Santiago,

escuchando los corros que se jugaban en la plaza contigua:

137
Además de las rondas, se pueden contar dentro de estos juegos-rimas los juegos de palmas y de saltar a la
cuerda (Pérez y Ruiz 2012).
138
Se trata de un texto mecanografiado y corregido por la poeta con lápiz grafito, destinado a ser leído en
público. No tiene indicaciones de fecha, pero es un texto temprano, de hecho, me parece que es un antecedente
de la crónica “La raza triste” que Mistral publicó en El Mercurio en 1922, por cuanto el comienzo de ese
texto se asemeja al de “Rondas”: “Todas las tardes oigo a los niños de mi barrio cantar en la plazuela próxima
la vieja e ingenua ronda, la que canté yo, la que cantaron tal vez nuestros abuelos: ‘Arroz con leche’” ( “La
raza triste” 99). La crónica luego se encamina por otros aspectos acerca de la infancia y de la sociedad chilena.
Mayne-Nicholls 152

Laceada de ella, cogida de la trampa musical, no me era posible trabajar; ya que ella

[la ronda] no me dejaba ni bien leer ni bien escribir, mejor era irme a la Plaza y

gozarla allá en pleno, en vez de pelearme con los duendes musicales que entraban

por la ventana (“Rondas” 1).

A partir de ese recuerdo, Mistral construye un texto en que se entretejen definiciones

y conceptos, con imágenes y ejemplos, los que van dando cuenta del imaginario que se

encuentra en el sustrato de la ronda mistraliana. A partir del recuerdo de la población

Huemul, Mistral distingue tres elementos en la ronda: el círculo que forma, el giro en que

se expresa, y el vacío que se genera en el centro del corro.

El círculo de la ronda. Explicitar la forma de la ronda no es trivial para Mistral,

quien acentúa la presencia del círculo en distintos tiempos y contextos. Esto se apoya en la

noción de que la ronda comparte una condición doble y que sintetiza en el siguiente

enunciado: “Es cosa bien vulgar, y, sin embargo, es magia pura, la ronda infantil”

(“Rondas” 1). Es decir, formar un círculo es algo natural, pero implica algo que es

especial139. Por eso es posible encontrar esta forma en distintas instancias, que ella misma

va anotando y que compara con la ronda que hacen los niños. La primera analogía es con

“[e]l círculo de los teólogos; la vuelta que hace el torno del alfarero” (“Rondas” 1), lo que

plantea que la ronda se comunica con distintos mundos: con el de la mente y con el de las

manos; con el saber o el pensar, por un lado, y el hacer, por el otro. La ronda es algo

cotidiano que se encuentra al lado del oficio de la alfarería; pero también implica algo más,

139
Mistral hace un planteamiento semejante cuando escribe sobre el amor maternal, algo que considera
cotidiano y fuera de lo ordinario al mismo tiempo. “A nadie le parece maravilloso que la mujer amamante”
(“La madre” 105), “Nadie se asombra tampoco de que la madre tenga desvelo y goce sólo de la mitad de la
noche” (“La madre” 105), “a nadie deslumbra la pasión de la mujer por el hijo, aunque sea la pasión que más
dure” (“La madre” 107), escribe dando cuenta de lo naturalizado que se encuentra ser madre, a pesar de que
se trata de algo extraordinario.
Mayne-Nicholls 153

como se ve con la analogía con los teólogos. Nuevamente está la idea de lo cotidiano y

tangible, unido a eso inefable que Mistral identifica con la magia, y que llama también

hechizo y encantamiento.

Mistral utiliza otro binomio para referirse al círculo de la ronda, enfatizando el

carácter dialéctico que tiene esta. La pareja de ejemplos está compuesta por “el baile de los

salvajes en torno de la hoguera, ya desaparecida y que fue maravillosa para ellos por

librarles del frío140” (“Rondas” 2) y por “nuestro Padre el Dante, la persona menos primitiva

del mundo, [quien] también llevó la Ronda a su paraíso y la clavó a medio firmamento,

sabiendo, como los niños, que la figura del círculo es la más hermosa con que acertaron los

inventores de juegos humanos y divinos” (“Rondas” 2). El conocimiento vernacular con el

conocimiento intelectual se encuentran en el círculo; o Mistral hace que se encuentren en

el círculo: lo cotidiano y lo extraordinario; lo natural y lo divino; lo instintivo y lo razonado.

En la mención de Dante, Mistral, de hecho, hace patente la comparación: él sabía lo mismo

que los niños saben, que el círculo es perfecto.

El giro en que la ronda se expresa. Mistral presenta la siguiente imagen sobre el

giro: “Los niños, que por su inocencia son la anti-brujería, parece que al igual de las brujas,

danzasen en torno de un fuego: así es de fogoso el color que se ve en los semblantes y así

de fogoso el nudo que hacen y deshacen burlando a no sé qué fuerza invisible” (“Rondas”

2). En este extracto, Mistral plantea primero que los niños son lo contrario a la brujería,

pero la analogía que utiliza para lograr ver la ronda como ella lo hace es la de las brujas

danzando alrededor del fuego. Puede que no lo diga con todas sus letras, pero está hablando

de una junta de brujas, de un aquelarre. Mistral compara el color de las mejillas de los niños

140
Ese fragmento fue corregido por Mistral. El original decía: “el baile de los salvajes en torno del fuego,
maravilloso para ellos por librarles del frío”.
Mayne-Nicholls 154

al bailar con el de las brujas, proponiendo que ese color no es cándido, sino ardiente,

apasionado, ya que a esas características apunta la palabra “fogoso” que Mistral elige. Los

niños terminan con las mejillas muy rojas, porque han bailado con intensidad, se han dejado

llevar por un baile que es rápido y descontrolado.

Me parece que Mistral está resignificando el término de brujas, al vincularlo en una

analogía al de niños. La palabra aquelarre, que viene del vasco akelarre (que quiere decir

“prado del macho cabrío” [RAE]), se comenzó a usar en el siglo XVII para referirse a las

juntas que realizaban mujeres a las que se identificaba popularmente como brujas en el

contexto de la Inquisición (Paul Arzak 2008). Fue en el contexto inquisitorial en que se

designa a una junta de mujeres con un nombre que no es tomado del habla popular, según

precisa Paul Arzak (2008) en su investigación acerca del concepto de aquelarre. Al revisar

las anotaciones de los procesos de 1609 (año en que aparecerían las primeras menciones a

la palabra aquelarre), Paul Arzak concluye que “[e]l inquisidor ha interiorizado el concepto

aquelarre como equivalente a la junta de brujas” (20); es decir, es el inquisidor, y no los

testigos, quienes usan la palabra aquelarre. No solo eso, también de ahí viene la vinculación

con el demonio. De hecho, al revisar la definición de la RAE, esta dice que los aquelarres

son juntas de brujas y brujos “con la supuesta intervención del demonio ordinariamente en

figura de macho cabrío”. Estas nociones que vinculaban a las mujeres con una brujería

ligada al demonio seguían presentes en la época de Mistral. El mismo Paul Arzak se refiere

a algunos intentos que hubo en la década de 1930 de descalificar el término aquelarre, esto

es, quitarle esa vinculación con las supuestas fiestas de brujas y el demonio. Sin embargo,

Mistral utiliza el término de brujas. Es cierto que también dice que los niños son “anti-

brujería”, pero relaciona a los niños y su ronda con la magia: “crean un verdadero hechizo,

un encantamiento que no cansa nunca” (“Rondas” 1). Lo que parece hacer Mistral entonces
Mayne-Nicholls 155

es distanciarse de la noción demoníaca de la brujería, la que existe en la doxa instalada

desde el siglo XVII, y tomar la de la magia, el hechizo y el encantamiento, dejándonos con

la idea de que el baile intenso, fogoso, de la ronda está en los niños y también en las mujeres;

como antes indicó que el círculo estaba presente en distintas instancias de los hombres (los

teólogos, Dante, los danzantes primitivos) como en el juego de los niños.

En esta correspondencia que Mistral hace entre niños y brujas aparece otro tema

más, que es el de la resignificación del término bruja. La primera ola del ecofeminismo se

preocupó de abordar una de las principales relaciones establecidas por el patriarcado: la

vinculación de la mujer con la naturaleza. El problema de esta creencia no es tanto la

relación que se establece, sino que es utilizada para validar a las mujeres en una posición

subordinada. Así, conceptos con que se describe a la naturaleza se trasladan a las mujeres,

en particular la emoción, la que se instala en oposición a la razón, de la cual gozarían los

hombres. Esto está asentado en las bases socioeconómicas occidentales (Rey Torrijos

2010), y tienen que ver con un espectro de situaciones: desde ubicar a las mujeres en la

esfera privada hasta la brecha salarial que afecta negativamente a las mujeres en el mundo

laboral (Mistral, “Recado para un congreso”). Al analizar el imaginario que Mistral

construye en sus rondas y la forma en que toma ciertos conceptos pareciera conversar con

ese primer ecofeminismo, que, al tomar conciencia de la situación de opresión de las

mujeres, resignifica la relación entre mujeres y naturaleza. “In contrast to those feminists

who seek to denaturalize traditional images of masculinity and femininity, ecofeminists


Mayne-Nicholls 156

reappropriate and celebrate the idea of woman’s closeness to the rhythms of mother

earth”141 (Bate 107).

El reapropiarse de la relación de cercanía de las mujeres con la naturaleza implica

también reapropiarse y resignificar aquellas características que se han vertido sobre las

mujeres con signo negativo. Por un lado, Mistral reafirma esa relación con la tierra, como

mostraré en los siguientes apartados sobre la ronda. Esta noción subyace en el pensamiento

feminista de Mistral, quien, por ejemplo, proponía una división de trabajos según los

géneros. De esta manera, impulsaba que las mujeres realizaran labores vinculadas a su

naturaleza mujeril, ya sea oficios (confeccionar ropa para niños, hacer juguetes) o

profesiones (ser profesora o enfermera, por ejemplo). Detrás de esto no está la creencia en

esa supuesta incapacidad de las mujeres de realizar trabajos que requieran más esfuerzo

físico o que sean más intelectuales142, sino en enfatizar aquellas labores en que se

necesitaran de esas características tradicionalmente asociadas con las mujeres, como el

cuidado por los demás, la preocupación por los niños, etc.

Por otro lado, me interesa cómo Mistral toma ciertas palabras que se han utilizado

para denostar a las mujeres y sus acciones, y no solo las utiliza, sino que reclama su uso.

Mistral se reapropia, entonces, de ciertos términos desligándolos del discurso del

patriarcado, e insertándolos en un discurso propio. Aquí encontramos el sentido del ejemplo

141
“En contraste con esas feministas que buscan desnaturalizar las imágenes tradicionales de masculinidad y
feminidad, las ecofeministas reapropian y celebran la idea de la cercanía de la mujer con los ritmos de la
madre tierra”. La traducción es mía.
142
Mistral se refería específicamente a las labores físicas, como ser obrera, que coincide con una creencia
patriarcal que ha catalogado a las mujeres como débiles, algo con lo que Mistral no está de acuerdo. Incluyo
el tema intelectual, porque hoy en día persiste la creencia de que las mujeres no se desarrollan en ámbitos
científicos porque su cerebro no está hecho para eso. Ambas posturas implican que las mujeres no son aptas
naturalmente para desarrollar esos trabajos, físicos o intelectuales. Sin embargo, Mistral no decía que las
mujeres no fueran capaces de realizar trabajos físicos arduos, sino que, básicamente, era un desperdicio de
sus cualidades el que lo hicieran.
Mayne-Nicholls 157

de la junta de brujas. Se trata de mujeres que están yendo en contra del aislamiento al

conformar una hermandad. Para ello no se esconden, sino que reclaman espacios abiertos

y naturales, de la misma manera que veremos sucede en las rondas de Mistral. En estas

rondas el fuego ya no es solo ese calor de participar en el corro, sino que toma presencia

como imagen. Otro ejemplo es el de la loca y la desvariadora. Si la loca ha estado siempre

destinada a pasar sus días en el desván, silenciada y alejada del contacto social, Mistral

toma a la loca y la ubica en el espacio público, en el afuera. Mistral no le teme a los

términos. No la vemos utilizando eufemismos ni proponiendo nuevos vocablos, sino que

toma estas palabras usuales y las vacía de contenido patriarcal, resignificándolas. La bruja

queda exenta de la brujería al ser comparada con los niños, pero no de magia.

El vacío como centro de la ronda. Mistral se fija, por último, en el centro de la

ronda, al que se refiere como un “vacío que inquieta” (“Rondas”). Cuando se forma una

ronda, el centro, por supuesto, está vacío; es decir, los niños forman el círculo mismo,

separando un adentro en que no hay nada, y un afuera, en el que queda la vida: las personas,

las calles, las cosas, todo lo que no participa del corro. Pero la poeta lo llama un vacío que

inquieta. Tiene sentido si consideramos el poder centrífugo de la ronda, que arroja todo

hacia afuera, hay una fuerza que actúa desde el centro hacia afuera. Por eso los poemas de

Mistral remarcan el que los niños y niñas entrelacen sus manos, porque se necesita

contrarrestar la fuerza centrífuga, que rompe la ronda, y separa a los niños. Mistral agrega

que el vacío del interior busca y provoca a la ronda: “Más se siente cuando la ronda no se

limita a girar sino que por turnos avanza y retrocede. Persigue el centro, que le falta y como

en una operación mágica, quiere crearlo” (“Rondas”). Entonces, el centro de la ronda no

está realmente vacío, sino que ejerce un juego de fuerzas con los niños que la bailan. Ella

misma aborda esto en su texto “Rondas”, en que menciona, por un lado, haber puesto la
Mayne-Nicholls 158

figura del “fantasma de Jesús” (2) en el centro de una de sus rondas. Posiblemente se refiere

al poema “Jesús”, en que el mencionado fantasma ha entrado sin ser visto, aunque es luego

sentido: “Y giramos alrededor / y sin romper el resplandor” (Ternura 67), según cantan los

niños en los versos finales. Por otro lado, Mistral identifica el centro con una niña

imaginaria: “yo he pensado en que no existía ese vacío, que lo llenaba invisible la última

niña muerta del grupo, la que estaba allí una semana antes, la bailarina de pies rotos”

(“Rondas” 2). Mistral volverá sobre esta idea en su poema “Los que no danzan” (Ternura

64), al referirse a todas aquellas niñas que no pueden bailar físicamente la ronda: la inválida,

la quebrada, el cardo muerto143. Mistral sigue desarrollando este tema en su crónica “La

raza triste”, en que plantea que la chilena es una sociedad triste que no sabe bailar ni cantar,

por lo cual llama a dirigir una ronda infantil en parques y plazas, para fomentar que niños

y niñas bailen. Mistral concluye el texto diciendo: “El sitio central de la ronda pide una

figura de mujer…” (“La raza triste”144 102). Esa postura se relaciona con la visión

pedagógica de que la profesora ayude a conformar la ronda, pero también con los mismos

poemas de Mistral, en que no es Jesús realmente el centro del corro, sino una sujeto poética

que invita a bailar, por un lado, y que ha construido un discurso que no puede acallarse,

como en “El corro luminoso”.

Las características de la ronda como círculo, su giro fervoroso y el centro centrífugo

refieren a la ronda como juego, como acción, pero no toman en consideración —al menos

no directamente— el texto del corro. Y el contenido de dichos versos es relevante, por

cuanto Mistral no está creando solo divertimentos ni juegos de palabras encantadores;

143
En dicho poema el último que no puede bailar es, de hecho, Dios, lo que establece un vínculo entre este
poema y “Jesús”. En ambos identifica ya sea a Dios o a Jesús con el sujeto que no danza, pero ocupa un lugar
en la ronda.
144
“La raza triste” fue publicado originalmente el 22 de enero de 1922 en el diario El Mercurio.
Mayne-Nicholls 159

entonces la palabra, lo textual es ineludible. Al escuchar la ronda “Arroz con leche”, Mistral

cuenta: “Me daba todo gusto la música; pero la letra me parecía un zaquizamí, un zurcido

gracioso de disparates” (“Rondas” 1). Me interesa el uso de la palabra zaquizamí, voz árabe

que significa ya sea un techo frágil o un cuarto o desván desordenado, una habitación que

sobra. Mistral compara la construcción textual con una construcción arquitectónica, ese

cuarto en el que se dejan los sobrantes, las cosas que no sirven, pero que por alguna razón

se guardan. No excusa la [falta de] calidad literaria de la ronda escuchada. Recordemos que

en su crítica de la poesía infantil de la época desechaba la “dureza del verso, presunción

conceptual, pedagogía catequista, empalagosa parlería” (Ternura 163-164). Ese sinsentido

que ve en el “Arroz con leche” no la satisface, por lo cual no podemos descuidar el análisis

textual de estas rondas y las estrategias retóricas que la poeta utiliza, que son la herramienta

a través de la cual traspasará aquellos aspectos de la ronda-juego a la ronda-texto.

Las niñas y la dueña: primeros aprontes a la ronda de Mistral

La primera propuesta de lectura de las rondas que aparecen en Ternura es

analizarlas como si se tratara de un solo gran texto, conformado por los quince poemas que

completan la sección. Las rondas se van entretejiendo en una sola trenza (de la misma

manera que las niñas forman una sola ronda), no solo porque sea posible establecer

isotopías, observar figuras y estrategias retóricas similares (tanto en la representación de

las niñas como de los espacios que ellas habitan), sino al detenerse en la organización del

apartado. De tal manera, se puede establecer un inicio que corresponde al llamado o

invitación. Se inicia con el primer poema “Invitación” y va mostrando la marcha de los

niños y niñas hasta la cima del monte, que es donde la danza se realiza. Muchas veces estos

se combinan con una segunda instancia en que se nos muestran distintas rondas,
Mayne-Nicholls 160

conformadas por distintos sujetos y elementos. El cierre se da con dos poemas. El primero

es “Todo es ronda”, en que se manifiesta la extensión de la ronda; de hecho, esta no tiene

límites, sino que todo puede constituirse en ronda. Y, por último, “El corro luminoso”, que

nos habla de la expresión total de la ronda.

El primer y el último poema de la sección presentan, además, otra particularidad: la

presencia de una voz poética distinta de la del corro que forman las niñas: es quien invita,

abriendo la sección de las rondas; y también quien cierra la sección cuando la ronda se ha

completado. Pareciera tratarse de la voz de una sujeto que se instala en un rol que recuerda

a la maestra que organiza la ronda. La perspectiva pedagógica rescata, de hecho, la figura

de la profesora o profesor, como organizador y coordinador del círculo (Rosemberg y

Manrique 54). Esta idea se apoya al tener en cuenta la versión original de “El corro

luminoso” publicada en Desolación (1922), por cuanto el poema tiene la dedicatoria “A mi

hermana” (75), Emelina era profesora y posteriormente se convierte en directora. Además,

el poema se inserta en un apartado con poemas sobre la escuela, lo que reafirma ese carácter

pedagógico de la ronda mistraliana, en que esta es una instancia de aprendizaje con una

figura mujeril que convoca, y de la cual Mistral hablaba en “La raza triste” (2005). Sin

embargo, el corro se une al apartado de rondas y pierde la referencia a Emelina en la edición

de 1945, lo que desvincula la ronda mistraliana del ambiente exclusivamente pedagógico-

escolar, ampliando sus alcances y lo que significa aprender y gozar con la ronda. En este

sentido la ronda mistraliana es aprendizaje, pero no escolar, sino vital, y como tal es

también una instancia de disfrute.

La voz individual y convocante aparece en el primer poema de la sección:

“Invitación”, un texto conformado por dos estrofas de versos eneasílabos. El poema

construye un diálogo, en que la primera estrofa es la voz individual, la de la sujeto que


Mayne-Nicholls 161

invita a la ronda, lo que es reforzado por el uso de un guion de diálogo al comienzo. La

primera estrofa dice:

—¿Qué niño no quiere a la ronda

que está en las colinas venir?

Aquellos que se rezagaron

se ven por la cuesta subir (Ternura 54).

La voz poética individual ya se encuentra arriba del monte, esperando u observando

la marcha de los niños y niñas camino arriba. La pregunta que propone la voz poética

singular no solo guía la lectura de esta primera ronda, sino que estará presente a lo largo de

toda la sección: las niñas, los niños, la sujeto poética, van dando forma a la respuesta. A lo

largo de la sección nos encontramos con distintas aproximaciones a esta invitación, que he

agrupado en tres áreas: dónde se hace la ronda (“En dónde tejemos la ronda?”, “Tierra

chilena”); cómo es la ronda (“Dame la mano”, “Ronda de los colores”); y quiénes forman

la ronda (“Ronda del arco-iris”, “Los que no danzan”, “Ronda de la ceiba ecuatoriana”).

En la segunda estrofa se incorpora la voz poética plural o colectiva al diálogo: son

las niñas y niños que responden a la invitación:

Vinimos buscando y buscando

por viñas, majadas, pinar,

y todos se unieron cantando

y el corro hace al valle blanquear… (Ternura 55).

Una subjetividad individual no forma ronda. Por el contrario, esta implica al grupo,

no es algo que se haga en privado o en solitario, sino que se trata de una experiencia

colectiva y compartida. Es eso lo que ayudaría a la configuración de una “identidad grupal”

(Rosemberg y Manrique 53). La mayor parte de las veces, las rondas de Ternura apelan a
Mayne-Nicholls 162

un colectivo de niñas, pero también de niños, como se ve en el poema “Invitación”, en

donde la marca genérica del “todos” incluye tanto a niñas como a niños. Desde este

momento, el colectivo se convertirá en una constante en todas las rondas; la voz poética

plural será la que prime por sobre la voz poética singular, que es esporádica. Mauricio

Ostria destaca la presencia de la voz plural como característica: “las rondas configuran una

voz plural (un coro infantil) y un movimiento solidario” (“Releyendo Ternura” 657). El

“[v]inimos buscando y buscando” con que comienza la segunda estrofa de “Invitación”

implica esa voz plural: un conjunto de niños y niñas que van juntos; han emprendido una

marcha que los ha unido en un solo coro (“y todos se unieron cantando”, [55]).

La travesía no se agota en el caminar de la misma manera que la ronda no agota en

el movimiento, sino que tiene un objetivo al que podríamos equiparar con el “movimiento

solidario” del que habla Ostria: que el corro ilumine todo, que permita ver las cosas con

una nueva luz. Es a lo que apela el verbo blanquear, que, de hecho, abre una isotopía junto

a conceptos como brillar e iluminar. Para graficar la presencia de esta isotopía, utilizo como

hipograma145 el disco de Newton. Se trata de un artefacto circular pintado con los colores

del espectro, que Newton identificó en su momento como rojo, anaranjado, amarillo, verde,

cian, azul y violeta. Cuando el disco gira a gran velocidad los colores se funden en el blanco.

Este experimento de la rueda que gira nos habla de la refracción de la luz. El blanco es la

luz, formada por diversos colores. De la misma forma, la ronda está formada por distintos

niños, es decir, cada uno con su propia voz y particularidad, lo que coincide con la visión

de los nuevos estudios de la infancia, que rescatan el hecho de que la infancia no es un

concepto universal, sino esta construcción que depende del tiempo y el espacio; pero no

145
Hipograma es un texto, ya sea literario o de carácter cultural, desde el cual el lector puede analizar un
poema y darle sentido (Riffaterre 1984).
Mayne-Nicholls 163

solo eso, sino de la creencia de que cada experiencia de infancia es única y particular para

cada niño y niña. Veremos en los próximos apartados cómo, aunque la voz poética sea

plural, se van distinguiendo distintas particularidades cuando se aborda la pregunta

específica de quiénes forman la ronda. Luego la ronda gira, el movimiento solidario del

que habla Ostria es necesario para que surja el colectivo, para que el giro sea cada vez más

rápido, para que se haga “al valle blanquear…” (Ternura 55); es decir, para, desde lo alto

del cerro, se ilumine el valle. Bailar es solo el comienzo, como lo muestra el hecho de que

el poema no cierre con un punto final, sino con puntos suspensivos, los que dan cuenta de

que la invitación es solo el comienzo. De hecho, en este primer poema todavía no se ha

formado la ronda, sino que es el comienzo de la marcha de los niños hacia el monte; la

ronda es lo que está por venir.

La invitación concluye con la ronda que ilumina todo: “El corro luminoso”. Aquí

vuelve a aparecer la sujeto poética que se preguntaba por la ronda en “Invitación”. La sujeto

vuelve a reflexionar sobre cómo es la ronda, dónde se realiza y quiénes participan, pero ya

no como pregunta, sino aseverando: “¡el corro era un solo / divino temblor!” (Ternura 77).

Para llegar a esa respuesta es que se han ido entretejiendo y trenzando los distintos poemas

que conforman la sección. A diferencia del primer poema en que se efectúa un diálogo, en

“El corro luminoso” hay una voz única que describe la ronda, tal vez significando que el

colectivo ha sido capaz de conformar una sola voz. De todas formas, la figura de la sujeto

que habla sobre la ronda es claramente perceptible:

Corro de las niñas,

corro de mil niñas

a mi alrededor:

¡oh, Dios, yo soy dueña


Mayne-Nicholls 164

de este resplandor” (Ternura 77).

La sujeto se identifica como la dueña. En otros versos se referirá a “mi corro de

niñas” (Ternura 77); lo que plantea una pregunta acerca del sentido de propiedad que

parecería configurarse. Pero los poemas que han precedido a esta ronda no parecen apoyar

una expresión de propiedad sobre las niñas, por lo cual descarto que se esté revelando una

concepción mercantilista de las relaciones humanas en los usos del sustantivo “dueña” y

del adjetivo “mi”. Entonces, aunque la sujeto se declare dueña del resplandor que produce

el corro —el mismo resplandor que blanquea el valle en “Invitación”—, tal vez en el sentido

de que su papel como maestra es relevante en la organización de la ronda, la construcción

“mi corro de niñas” apela más bien a un uso coloquial del idioma. De tal forma, más que

hablar de una relación basada en la propiedad, plantearía una en el amor: ella las considera

sus niñas porque las ama. Por otro lado, el hecho de que esta “dueña” aparezca en el último

poema nos ha permitido ya observar cómo son las niñas y niños que bailan la ronda; y han

demostrado que no son propiedad de nadie.

Hermoso delirio: agencia individual y colectiva en las rondas

Luis Vargas Saavedra plantea que en las rondas146 de Gabriela Mistral se produce

una “genuina epifanía del baile a la manera de los sufíes que giran y giran hasta llegar al

trance” (Baila y sueña 6). Efectivamente en estos poemas se produce una manifestación de

la danza que involucra el cuerpo por completo: “¡Haremos la ronda infinita!” (56),

exclaman los niños en el poema “En dónde tejemos la ronda?”. Se plantea no solo la idea

146
Vargas Saavedra se refiere específicamente a las rondas “Convite” y “Ronda grande”, que recopiló en el
libro Baila y sueña y que recoge textos inéditos de Gabriela Mistral. Sin embargo, la idea de la epifanía puede
extenderse también a los corros publicados en Ternura.
Mayne-Nicholls 165

de un movimiento infinito, además este tiene la forma de un giro. La imagen a la que apela

Vargas Saavedra es, sin duda, elocuente. La samâ o danza sufí, realizada por los

practicantes del sufismo, una creencia mística islámica, en que los practicantes creen que

la verdad y el conocimiento se consiguen a través de la experiencia directa de Dios. Lo que

persiguen, entonces, es alcanzar un éxtasis religioso a través del giro de los cuerpos sobre

su propio eje; en conjunto con la música el bailarín va girando con el fin de alcanzar un

trance de carácter místico. En ambos casos, los sufíes y las rondas, hay una cierta pérdida

de sí mismo al ingresar en un movimiento fervoroso. Hay, sin embargo, ciertas diferencias

con respecto a la imagen propuesta por Mistral, en particular debido a que en la danza sufí

el giro es individual, por cuanto la experiencia mística sería personal y directa, y lo que se

busca es una epifanía relacionada con alcanzar la verdad. En cambio, en las rondas

encontramos que, uno, el giro es de carácter grupal, es decir, tenemos a distintos sujetos

tomados de la mano formando un círculo que da vueltas; y, dos, no se busca una experiencia

mística, sino una transformación social y espacial, la que implica la realización de un gesto

político que no es meramente intelectual, sino también físico.

Para avanzar en esta lectura introduzco los conceptos de agencia individual y

colectiva. Agencia es la capacidad de una persona de actuar de manera independiente

(James y James, 2012), un concepto que no suele vincularse con los niños y niñas. Pero lo

cierto es que la participación escolar puede tanto ponerle límites a la agencia como

fomentarla (Moje y Lewis, 2007). Por un lado, los niños son educados para controlar sus

actuaciones: que permanezcan sentados, que no hablen, que no manifiesten su parecer, que

no desobedezcan. Por el otro, alcanzar la independencia de los niños pasa por la realización

de actos cotidianos como lavarse solos los dientes o abrocharse el delantal o la cotona sin

ayuda. La agencia no se limita a esos actos básicos, sino, como plantean James y James,
Mayne-Nicholls 166

“that children can be seen as independent social actors” (3), esto es, ver a los niños y niñas

como actores sociales capaces de actuar con independencia, por sí mismos. La agencia se

levanta como una facultad esencial en orden a que los niños sean niños; y esto representa

un rasgo de las rondas: las niñas y niños que bailan se constituyen en la experiencia del

presente, en el ahora, en el ser niños, y no en el ser futuros adultos.

Esta preocupación de las rondas mistralianas sobre el presente de niños y niñas

establece una diferencia con respecto a sus canciones de cuna, en que el futuro y su

incertidumbre aparecen como sombras que nublan el presente de la madre que canta: se

sabe —y se teme— que esos niños crecerán. Por ejemplo, en “Canción de Taurus”, la madre

canta: “Dormido irás creciendo; / creciendo harás la Ley…” (29); y en “Niño chiquito”: “A

cada hora que duermes, / más ligerito. / Pasada medianoche, / ya apenas niño” (39). El

temor por el futuro ineludible, por la pérdida del hijo que en muchas canciones se ilustra

en que la madre no logra sostenerlo (“No resbales de mi brazo: / ¡duérmete apegado a mí!”

(18); “Resbaló de mi brazo; / rodó, lo perdí” (26, cursivas en el original), no está presente

en las rondas.

Cuando el futuro aparece en las rondas de Mistral, tiene sentido en términos de

esperanza, de lo que se logrará hacer, y no de pérdida; pero, en general, en las rondas

interesa el ahora, porque la danza se hace en el ahora, es una experiencia del ahora, lo que

se conecta con la idea de infancia, de que los niños viven el presente, sin tener idea ni

preocuparse por abstracciones como el pasado o el futuro. Por el contrario, se mueven en

lo concreto, y qué más concreto que lo que se hace en el ahora, y que en las rondas de

Mistral corresponde a un hacer de manera independiente, con agencia. Dicha agencia no se

refiere solo a la capacidad de actuar, sino que tiene consecuencias en la formación de una

identidad propia y en la capacidad de desarrollar pensamiento crítico (Moje y Lewis, 2007).


Mayne-Nicholls 167

Esto es precisamente lo que observamos en las rondas de Mistral: la capacidad de las niñas

de actuar de manera independiente las lleva a formar una voz propia. La primera agencia

que se constata en las rondas, entonces, es la personal, y, por ejemplo, las sujetos

individuales se aprecian claramente en la ronda “Los que no danzan”, en que se identifica

a la niña inválida y a la niña quebrada, que también son invitadas a sumarse a la ronda: “Le

dijimos que pusiera / a danzar su corazón…” (64); no pueden bailar físicamente, pero sí

participar simbólicamente de la hermandad. Otras veces la individualización se hace al

darle nombre a las danzantes, como sucede con Rosa y Esperanza (“Dame la mano”). O

bien Mistral crea subjetividades ligadas a la naturaleza.

En la “Ronda de los metales”, estos metales, que suben desde las profundidades de

la tierra, presentan subjetividades muy claras: “El cobre es arrebato, / la plata es maternal,

/los hierros son Pelayos, / el oro, Abderrahmán” (71). Primero establece dos características:

el arrebato y lo maternal. Cobre es un sustantivo masculino, mientras que plata es femenino.

Pero no establece de manera explícita una diferenciación por sexo: ¿es que hombres y

mujeres pueden ser arrebatados y/o maternales? Me parece que sí apunta a eso, y no a una

estereotipación de hombres o mujeres. De hecho, ambas características se hacen necesarias

para la ronda, lo que parece hablar de que el corro tiene que ver además con

complementarse. Luego está la elección de los nombres Pelayo y Abderrahmán, ambos

reyes en la península Ibérica durante el siglo VIII. Pelayo era rey de Asturias, y su

procedencia es hispanorromana. Abderrahmán fue rey en Córdoba, y su procedencia es

árabe y bereber; se le conocía, además, por su calidad de inmigrante, ya que era nacido en

Damasco. El hierro parece significar la espada, la fuerza de las armas; mientras que el oro

nos habla de otra fuerza, la del dinero; pero ninguna es rechazada.


Mayne-Nicholls 168

Hay agencia personal en cada uno de estos casos, porque puede percibirse la

identidad propia de cada sujeto o elemento que metaforiza las subjetividades individuales.

Recordemos que la invitación está abierta desde el primer verso del primer poema: “—

¿Qué niño no quiere a la ronda / que está en las colinas venir?” (Ternura 55). Niños y niñas

de distintos lugares, culturas, con distintos caracteres. A medida que avanza la sección, las

rondas comienzan a enfatizar el género mujeril; así en la resolución del apartado la ronda

ha quedado conformada por niñas: es el corro de mil niñas. A lo largo de toda la sección,

se aprecia que son las niñas quienes se unen a la ronda; no son obligadas a participar, sino

que hay implícita una decisión: se acepta la invitación de unirse al corro. En “Dame la

mano” la ronda está formada apenas por dos niñas: Rosa y Esperanza; en “Ronda de la

ceiba ecuatoriana” el corro es multitudinario: “… bailan todas las doncellas, / y sus madres

muertas / bajan a bailar con ellas” (Ternura 70). Y en “Corro luminoso” se habla de las

“mil niñas”, una construcción poética que indica que el corro es incontable.

Las niñas, las mujeres, sus madres no bailan solas; ni cuando se trata de Rosa y

Esperanza ni cuando son tan numerosas que no pueden ser nombradas. Por lo tanto, la

agencia que se observa en las rondas mistralianas, más que de carácter individual, la analizo

en términos colectivos. Lo que propongo al respecto es que en la ronda se da una agencia

de carácter colectivo. Janelle Mathis define la agencia social como “taking a stand for

friends and community members”147 (209), y eso es reflejado en lo que sucede con las

rondas mistralianas: las que bailan no lo hacen solo por sí mismas, por un objetivo

estrictamente personal, sino por la comunidad de las niñas, la comunidad de las que bailan.

En eso consiste, de hecho, un giro que se construye con base en la solidaridad, en que cada

147
“… tomar una posición por los amigos y la comunidad” (la traducción es mía).
Mayne-Nicholls 169

una cuenta con la otra. Esto lo podemos encontrar expresamente en algunas de las rondas,

pero también en las imágenes que la poeta configura.

En primer lugar, se encuentra que la ronda es posible a través de las manos

entrelazadas de las bailarinas. Las manos se entrelazan una vez que se incorporan a la ronda.

La isotopía que apunta a la imagen de manos entrelazadas, es decir, en que las niñas no se

toman simplemente de las manos, sino que esa unión es con los dedos intercalados. Así lo

observo en el poema “En dónde tejemos la ronda?”, que desde su título nos muestra que la

ronda se teje, que forma “una trenza de azahar” (56), y en que las voces que cantan la ronda

se trenzan también en un solo coro, lo que se aprecia en citas como “La voz y la voz va a

trenzar” (56). Es decir, no solo las manos se toman, formando una sola figura (el círculo

del corro), sino que las voces individuales también se unen para haya una sola voz colectiva

que es la que puede terminar diciendo “¡Haremos la ronda infinita!” (56). La isotopía del

tejido nos conecta con una labor que ha sido tradicionalmente realizada por las mujeres. Al

pensar en esta actividad, que yo misma he practicado, visualizo cómo el tejido surge de un

número acotado de puntos iniciales, pero que se va extendiendo. Lo imagino en la ejecución

de una bufanda, en que el tejido puede seguir extendiéndose, alargándose, haciéndose más

grande148, es decir, ni el tejido ni la ronda son fijas.

De la misma manera, la ronda cada vez abarca a más y más niñas, incluso a las que

no pueden bailar, representadas en la inválida y la quebrada: “Por al viento / a volar tu

corazón…” es la respuesta en el poema. Que la ronda es infinita queda graficado también

en “El corro luminoso” con el “corro de mil niñas” (77), es decir, con esta ronda tan

148
Un primer apronte a esta idea del tejido como algo que se extiende se dio en mi clase de “Representaciones
de infancia”, dictada en la facultad de Artes Literales de la Universidad Adolfo Ibáñez. Agradezco
especialmente a mi alumno Diego Camacho por ese comentario que motivó en mí el desarrollo de esta idea.
Mayne-Nicholls 170

numerosa que no puede contarse y que sigue puede seguir creciendo, ya que nuevas niñas

pueden seguir sumándose a la comunidad.

En consonancia con lo anterior, Mistral usa la imagen de la espiga y el trigo. Estos

cumplen dos funciones: por un lado, la espiga parece una trenza y apunta a la imagen de la

ronda entretejida; por otro lado, la espiga y el trigo se mueven (danzan) con el viento;

ondular será el verbo que utilice la poeta: “Como una espiga ondularemos, / como una

espiga y nada más” (Ternura 57); “Los trigos son talles de niñas / jugando a ondular…, a

ondular” (Ternura 76). La espiga, la trenza, el tejido me hacen pensar en los dedos

intercalados al tomarse de las manos; pero qué hay más allá de esa imagen. Creo que Mistral

está haciendo referencia a que las niñas tomadas de las manos son capaces de formar una

unión firme y fuerte; porque las manos se pueden separar, como apunta, de hecho, en la

“Ronda del arco-iris”, en que el corro fue cortado a la mitad: una mitad permanece en el

suelo y la otra echó a volar. El que la ronda se parta es un hecho trágico:

Mirando hacia lo alto

todas ahora están,

una mitad llorando,

riendo otra mitad.

¡Ay, mitad de la rueda,

ay, bajad y bajad!

O nos lleváis a todas

Si acaso no bajáis (Ternura 62-63).

Pienso que en el caso anterior algunas manos pueden no haber estado entrelazadas,

solo tomadas: la unión no era firme ni fuerte y, por lo tanto, no todas pudieron emprender
Mayne-Nicholls 171

el vuelo. Las niñas que permanecen en el suelo se lamentan y las que están volando

(siempre de manos entrelazadas) ríen, pero los últimos dos versos nos indican que esa

situación no es la deseada: “O nos lleváis a todas / si acaso no bajáis” (63). Primero destaco

el hecho de que las niñas en el suelo no están exigiendo que las otras bajen, lo que exigen

es que todas suban, que nadie se quede abajo, es decir, atrás, que no haya rezagadas. Esto

vuelve a estar en consonancia con la idea de la agencia social: actuar por las demás

integrantes de la hermandad. Dejar a la mitad en el suelo es lo mismo que no esperar a los

rezagados o dejar fuera del corro a los que no pueden bailar. Si la comunidad no los

considera, si no baja a buscarlos, la ronda no pueda iluminar el valle; es decir, no es capaz

de cambiar el mundo.

La ronda, entonces, no apela solamente a un colectivo, a una voz plural, sino a una

hermandad; para que exista, nadie puede quedar atrás. Al ser parte de la hermandad “[e]l

mismo verso cantaremos, / al mismo paso bailarás” (Ternura 57), escribe Mistral en “Dame

la mano”, dando cuenta de cómo se forma un grupo de hermanas, en este caso, Rosa y

Esperanza: “pero tu nombre olvidarás, / porque seremos una danza / en la colina y nada

más…” (Ternura 57). Para reafirmar la idea de que nadie sobra, no basta con nombrar a las

niñas que se unirán al corro, sino a las que no saben cómo unirse, a la quebrada y a la

inválida, que —al igual que las que sí pueden bailar— son representadas por un elemento

de la naturaleza. Si las niñas que bailan son espigas y trigos, las que no bailan son como el

cardo muerto: “Dijo el pobre cardo muerto: / ‘¿Cómo danzaría yo?’” (“Los que no danzan”,

64). Pero el cardo no es menos flor porque haya perdido su color, de la misma manera que

las niñas quebradas (como son referidas por Mistral), no son menos niñas.

¿Cómo es la ronda capaz de subir al cielo? Pienso en la imagen de los sufíes que

danzan para alcanzar un éxtasis metafísico y en el cuadro “La Danza” (1909) de Henri
Mayne-Nicholls 172

Matisse en que las cinco mujeres representadas desnudas se despegan del suelo. Las

mujeres están pintadas en colores muy suaves, sobre un fondo azul y un suelo que es verde.

Dos mujeres dan la espalda, una de las cuales ya no está sobre sus piernas, sino que parece

inclinada, siguiendo el vaivén de la ronda. Tanto el uso de colores como las formas son

simples y leves, y ayudan a formar la impresión de que las bailantes se están elevando.

Llama la atención en la pintura de Matisse que precisamente esa mujer que está inclinada

se ha soltado de la mujer que está a su izquierda; pero sus manos se estiran para tratar de

tomarse nuevamente. Tal como en el poema de Mistral, no se puede partir la hermandad ni

dejar al resto abajo.

Inspirada en la pintura de Matisse, la poeta Natalie Safir (1935) escribió el poema

“Matisse’s dance”149, una aproximación en cuatro estrofas desde la écfrasis, en la que

describe, pero también interpreta la pintura, desde una perspectiva feminista. En el texto,

Safir destaca el ritmo acelerado de la danza, el que describe como “rhythms rise to a

gallop”150 (44); pero lo que llama mi atención es el uso de la palabra “stitch” en dos

oportunidades, en la primera y la última estrofa. Stitch es puntada y la usa para describir la

forma en que las mujeres se toman de las manos, como unidas por puntadas, o queriendo

expresar que los dedos de las mujeres son las puntadas unidas en un tejido firme 151. El uso

de puntada se asemeja al uso de trenza y de tejido que se encuentra en las rondas

mistralianas. Es interesante cómo en ambos casos se utilizan elementos ligados al

imaginario tradicional ligado a las mujeres: el coser, el tejer, el bordar, el trenzar el cabello.

149
El poema es originalmente de 1990. En esta tesis usaré la versión publicada en la revista Ojo del lago en
2012.
150
“los ritmos se elevan hasta galopar”. La traducción es mía.
151
“… dropped stitch between the hands” (44) escribe Safir, por ejemplo, en el segundo verso, dando a
entender que las manos de las mujeres danzantes están unidas por puntadas y que las manos se separan cuando
esa puntada se deshace.
Mayne-Nicholls 173

Nuevamente podemos vincular las rondas mistralianas al ecofeminismo y a la

reivindicación de aquello vinculado a las mujeres. Las actividades antes mencionadas

plantean, además, un aspecto destacable, porque, a pesar de que pueden ser consideradas

labores individuales, conectan a las mujeres entre sí. Por ejemplo, el telar practicado en

compañía de otras mujeres y enseñado de madre a hija, como vemos en las culturas

originarias de nuestro país152. Pero estas imágenes no se usan para reforzar labores que se

hagan en cuartos cerrados, sino en el exterior; no son literales, sino metáforas de la fuerza

que debe unir la hermandad de mujeres. Además, el que estén entrelazadas implica un

vínculo más profundo entre las danzantes, no se trata de un gesto casual ni un tomarse de

manos accidental; el entrelazar (tejer, coser con puntadas) implica un compromiso, dejar

de ser uno solo y ser una hermandad, en que la historia de cada una se une con las historias

de las demás de tal manera de construir (de tejer, de coser, de trenzar) una historia conjunta.

Aquí cobra nuevamente sentido un poema como “Dame la mano”, en que Rosa y Esperanza

se atreven a dejarse llevar por la ronda y volverse una sola. En este poema se reconoce el

hecho de que hay una individualidad primero, pero que para seguir adelante se necesita de

las demás, y que cada una debe comprometerse con las demás. Es decir, la agencia social

no se refiere a que una crezca gracias al colectivo, sino que una actúe por el bienestar de la

comunidad.

Matisse, Safir y, por supuesto, Mistral proponen un baile que se convierte en trance.

Pienso en mi propia experiencia de la ronda cuando niña, tomadas de la mano y girando

152
Que las mujeres practiquen estas labores en conjunto se encuentra en distintas culturas. Pienso, por
ejemplo, en la práctica del quilting que las mujeres afroamericanas realizan en Estados Unidos, y que recoge
la idea de unión de mujeres y traspaso de la habilidad de madres a hijas. Esto puede apreciarse en el cuento
“Everyday use” (1973) de Alice Walker. Y también pienso en la práctica colectiva de las arpilleras en Chile,
en que las mujeres se reúnen para confeccionar tapices que muestran escenas cotidianas, y que adquirió una
carga política relevante durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), al incluir representaciones de
las distintas formas de represión.
Mayne-Nicholls 174

cada vez más rápido, tan rápido que los pies se resbalaban y siempre había algunas niñas

que terminaban siendo arrastradas por otras (tal como pareciera suceder en la pintura de

Matisse). Por supuesto, una terminaba despeinada, con la ropa desordenada y riéndose a

carcajadas. ¿Será la imagen de la loca? En el texto “Rondas”, Mistral se refiere al ritmo de

las rondas como uno “cuya oleada que [los niños] no pueden resistir” (“Rondas”). Al giro

que se va haciendo cada vez más rápido, la poeta lo llama en ese texto “delirio” y recuerda

su experiencia bailando la sardana de los catalanes. Mistral cuenta que al comenzar a bailar

“[a]prendía y me acordaba conjuntamente; miraba por saber y en seguida ya no necesitaba

imitar para proseguir la danza. La experiencia era maravillosa. Mi cuerpo se hacía hábil a

cada vuelta; yo dejaba de manejarlo; me llevaba a su antojo, aquello que unos llaman el

demonio, y otros el genio de la danza” (3-4).

Cuando Mistral habla de eso de bailar con el demonio dentro quiere decir que las

danzantes están envueltas en un delirio, en una locura; pero el uso de la palabra demonio

me hace pensar en un texto del periódico El Huasquino que describe los ruedos que se

forman para bailar una danza folklórica de la zona, el vidalai. La ocasión es un carnaval en

la plaza de Huasco en 1857 y el texto critica esa manifestación a la que califica como una

“danza endemoniada” (Diaguitas chilenos 30). La ley del padre consideraría que una mujer

que baile de manera delirante —o que se exprese públicamente— es más bien

endemoniada, la loca del desván. En el texto, Mistral resignifica ese adjetivo al vincularlo

al de genio: el sentido de la danza es el dejarse llevar; y las niñas quieren dejarse llevar:

olvidar su nombre, despegarse del suelo, de lo terrenal, de lo que impide el actuar

independiente (es decir, lo que impide actuar con agencia).

Encontramos, entonces, otra isotopía que se relaciona con la idea de la locura en

términos de vehemencia; y encontramos también palabras como delirio, ardor, fervor, loca,
Mayne-Nicholls 175

reventón, temblor. La ronda es desenfrenada antes que mesurada. Es así como a veces se la

compara con las olas del mar que rompen en la orilla de la playa o con el viento que sopla;

así como esas fuerzas de la naturaleza, el corro es capaz de movilizar la tierra. Cuando

Grínor Rojo analiza la canción de cuna “Meciendo” plantea que habla de un mecer

masculino, porque toma su movimiento de las asociaciones con fuerzas de la naturaleza.

Pero esta lectura se enraíza en la visión de que el ritmo de las mujeres es calmo, y que por

lo tanto el mecer mujeril del hijo debiera ser prácticamente imperceptible. Pero el

movimiento de las mujeres está envuelto en el desvarío, en la locura; si Mistral vincula el

mecer con las fuerzas de la naturaleza, es porque esas fuerzas son ya maternales (y uso la

palabra maternales, porque la sujeto de las canciones de cuna es la madre). No es que la

madre y las mujeres sean contagiadas por el ritmo masculino, lo que en el fondo descansa

en las díadas tradicionales de que los hombres son fuertes y activos, y las mujeres son

débiles y pasivas; una idea que la propia Mistral rechaza al decir: “Porque las mujeres no

podemos quedar mucho tiempo pasivas, aunque se hable de nuestro sedentarismo, y menos

callarnos por años” (“Colofón” 157). O bien Mistral está maternizando las fuerzas de la

naturaleza o simplemente está constatando la conexión entre ambos movimientos.

La idea de que Mistral materniza las fuerzas de la naturaleza es profundizada en las

rondas, por cuanto el movimiento de las mujeres que bailan contagia a la naturaleza: mueve

el mar y el viento; hace bailar a las flores y las espigas; hace cantar a las piedras. Y lo logra

porque ese movimiento no es calmo ni pasivo ni sedentario; ni siquiera es enérgico: es

desenfrenado. Y debe serlo para que la ronda logre sus objetivos de volar y blanquear el

valle. En la “Ronda de los colores” se puede apreciar cómo lo personal y lo social se

conjugan, la poeta usa distintos colores para referirse a los diferentes tipos de niñas que

participan de la ronda:
Mayne-Nicholls 176

Bailan uno tras otro,

no se sabe cuál mejor,

y los rojos bailan tanto

que se queman en su ardor.

¡Vaya locura!

¡Vaya el Color! (Ternura 60, con itálicas en el original).

Por un lado, los diferentes colores hablan de las subjetividades individuales que

forman la ronda. Y, por otro lado, esas voces particulares se unen en un ardor que quema.

El coro es el que exclama “¡Vaya locura!” (60), es decir, el grupo tienen conciencia de lo

que está haciendo, las danzantes se dejan llevar por el baile loco porque así lo quieren. Este

poema permite acercarse a la idea de resplandor que plantea Mistral a lo largo de la sección

de las rondas, considerando tanto la agencia individual como la social. Desde el primer

poema ha utilizado el motivo de la ronda que hace brillar (blanquear) la colina.

Retomo la idea de que la ronda es como un disco de Newton. Cada color representa

las individualidades, las subjetividades particulares que forman parte de la ronda, es decir,

cada color representa a una niña. Vemos aquí una construcción similar a la de la “Ronda

de los metales”; así como cada metal tiene características propias, cada color también,

incluso se observan diferencias en un mismo color: “Rojo manso y rojo bravo” (60).

Leyendo esto desde la perspectiva de la agencia, el identificar los colores permite distinguir

las identidades diferentes: las niñas no son todas iguales, de hecho, no podemos hablar de

“la niña”, como si se tratara de un estereotipo o de la normalización de una sola forma de

ser niña. No solo eso, al poner el acento en que todas son diferentes, nos muestra que no
Mayne-Nicholls 177

hay maneras bien y mal de ser, como se ve en el ejemplo del color rojo: tanto la niña

tranquila (mansa) como la atrevida (brava) tienen algo que aportar al colectivo. Y ese aporte

es clave: la presencia de agencia individual es la que permite que haya agencia social: la

capacidad de actuar por sí mismas, de haber generado una voz propia, es la que posibilita

que sean capaces de tomar una posición por el grupo, por la hermandad.

Podemos asociar a esto el arcoíris (también presente en una ronda), formado por los

siete colores del espectro que identificara Isaac Newton: “¡Qué colores divinos / se vienen

y se van!” (62). En este caso aprecio la importancia del colectivo, por cuanto en esta ronda

la luz blanca no logra formarse, ya que la ronda se ha dividido en dos: una parte se ha

elevado y la otra se ha quedado en tierra: “La mitad de la ronda / estaba y no está. / La

ronda fue cortada / mitad a mitad” (62). Al constatarse que solo la mitad emprende el vuelo,

la voz poética transmite que esta situación no es deseable: la parte que se fue volando no

puede olvidar a la parte que ha quedado atrás: “¡Ay, mitad de la rueda, /ay, bajad y bajad!

/ O nos lleváis a todas / si acaso no bajáis” (63). La agencia social está presente: el tomar

una posición por la hermandad implica que ninguna puede quedar atrás. Además, si el corro

no está completo, la luz blanca no puede formarse: “Y giramos alrededor / y sin romper el

resplandor…” (67). Para que la ronda cumpla con su objetivo de posicionarse por el

colectivo, de que todas participen, de que todas alcen el vuelo, las manos tienen que

permanecer entrelazadas y el giro debe mantenerse hasta el infinito.

La luz blanca que se produce al girar es resplandeciente, capaz de iluminar todo el

espacio, tan fuerte que arde, que quema. Ese delirio, propone Mistral en sus rondas, es

hermoso, por cuanto es una luz transformadora, que llega a lugares desolados como el

desierto y la estepa yerta, como expone en “El corro luminoso”. En este mismo poema la

sujeto que se proclama dueña del resplandor, dirá: “¡mi corro de niñas / ardiendo de amor!”,
Mayne-Nicholls 178

lo que nos habla más acerca de esa función transformadora de la ronda, que es capaz de

hacer danzar el mar y hacer cantar las piedras (“En dónde tejemos la ronda?”); y que llega

a asustar (“Ronda de los metales”). El delirio no se trata solo de un divertimento, de

perderse sin norte: el movimiento delirante de todas las niñas con sus manos entrelazadas

está destinado a iluminar, a hacer ver el mundo de otra manera.

Entonces, ¿está la imagen de la loca? Sí, pero no se trata de una loca sola. Pienso

en la época en que Mistral estaba escribiendo estos textos. Mistral no dependió

económicamente de un hombre —ni de su padre ni de un esposo—: era una mujer soltera

e independiente; y en la primera mitad del siglo XX en Chile las mujeres solteras no eran

vistas de forma desprejuiciada. Veamos los índices primero, según los datos recogidos por

René Salinas de la llamada “tasa de celibato femenino”, la que, en realidad, se refiere a la

tasa de soltería de las mujeres 153. Para la época eran altas: “las elevadas tasas de celibato

femenino se mantuvieron o se acrecentaron en todo el país hasta comienzos del siglo XX,

ya que entre 1850 y 1900, aproximadamente el 30% de la población femenina no se casó”

(Salinas 160). Lo primero que notamos aquí es la relación que se plantea entre celibato y

soltería, basada principalmente en un discurso hegemónico que asociaba los conceptos de

matrimonio y maternidad. Al respecto, agrega Salinas “la práctica disoció ambas

condiciones, de modo que, por un lado, no hubo correspondencia entre soltería y celibato

y, por otro, fue bastante frecuente entre las mujeres adultas la condición de madre soltera”

(160). Ante lo cual, por supuesto, habría que agregar que la ausencia de celibato no redunda

necesariamente en maternidad. Si bien Salinas realiza su estudio particularmente en el Chile

tradicional (siglos XVIII y XIX), sí indica las tendencias que había a comienzos del siglo

153
Esta tasa mide “la proporción de mujeres que murieron solteras a los cincuenta años o más” (Salinas
159).
Mayne-Nicholls 179

XX y que se extenderían o aumentarían durante las primeras décadas del 1900, esto es el

30% de mujeres que nunca se casó, entre las cuales contamos a Gabriela Mistral. En la

época se creía —y se exigía de las mujeres— que su fin era el de ser madres.

Algo de este pensamiento recoge la misma Mistral en sus “Poemas de las madres”

en que la sujeto poética, que corresponde a una mujer embarazada, dice: “Ahora sé para

qué he recibido veinte veranos la luz sobre mí y me ha sido dado cortar las flores por los

campos” (44). La existencia de la mujer supeditada a ser madre. Una mujer sin hijos

suscitaba prejuicios y una mujer soltera, ciertamente encontraba resistencia, incluso desde

el punto de vista legal: “La soltería femenina, a diferencia de la viudez, no otorgaba el

privilegio de la independencia jurídica y social, ya que para la sociedad ese ‘estado’ no

existía como alternativa de realización de una mujer” (Salinas 163). Desde esa perspectiva,

una mujer no elegía permanecer soltera, sino que se convertía en soltera a pesar de ella por

haber fracasado en su objetivo primordial: casarse y ser madre. No es de extrañar que las

primeras lecturas quisieran ver en Mistral una vida frustrada. Pero las tasas de soltería no

dicen nada con respecto a las razones de no estar casada: “No sabemos si su soltería era el

resultado de una decisión voluntaria, una elección de la familia o una necesidad impuesta

por las circunstancias, pero lo más probable es que esa condición le haya venido obligada

a la mujer como consecuencia de la necesidad de su grupo familiar de adaptarse a

situaciones variadas” (Salinas 164).

En el caso de Gabriela Mistral diría que hay detrás de su soltería una decisión

voluntaria, como también la habría detrás del hecho de no haberse convertido en madre. En

1919, cuando tenía treinta años escribió: “Y he aquí que nunca tendré un hijo sobre las

rodillas. Las espigas se sienten en febrero, tiesas, duras del grano oscuro, que las hace

grávidas y dichosas, y yo no caminaré nunca curvada de fruto por los caminos. No me


Mayne-Nicholls 180

heriré la carne para mostrar un hijo a la luz, como la fruta muestra su pulpa sonrosada”

(Vivir y escribir 60). Decidir no ser madre no es lo mismo, ciertamente, que maternidad

frustrada. Pero la decisión de ser soltera choca con la percepción social, que es la de que

estas mujeres se encuentran completamente solas, debido a que no se las puede identificar

ni como esposa de alguien ni como hija de alguien (Salinas). En la primera mitad del siglo

XX el estatuto legal de las mujeres pendía de sus relaciones familiares: primero dependía

del padre y dejaba su casa solo cuando se casaba y comenzaba a depender del esposo. En

este sentido, consideremos como ejemplo el hecho de que durante las primeras décadas del

siglo XX una mujer necesitaba para trabajar el permiso escrito de su padre o de su esposo,

si bien en la práctica el permiso no se solicitaba efectivamente (Lavrin 2005), de todas

maneras, grafica la situación de la mujer que no era reconocida como persona

independiente. Frente a este panorama, Mistral está proponiendo otra visión. Las niñas y

las mujeres que bailan sus rondas no le pertenecen a nadie y no están solas. Ante una

sociedad que trata de esconder a sus mujeres independientes e inventarles leyendas en los

casos en que se hacen públicas (como Mistral y la leyenda de su maternidad frustrada, por

ejemplo); Mistral opone la hermandad, que no se escondan entre cuatro paredes, sino que

salgan al exterior, se encuentren, se inviten unas a otras y entrelacen sus vidas. Estas

mujeres son las que bailan con locura.

El ir a la ronda no puede ser pasivo; requiere voluntad: salir del espacio cerrado y

privado, reunirse con otras niñas, bailar hasta el delirio. Mistral se oponía a la idea de que

las mujeres no eran sedentarias no solo a nivel de discurso, sino que lo probó con su vida.

En este sentido su errancia no es casual, por el contrario, responde a las decisiones que va

tomando la poeta. Ese continuo moverse también está en las rondas: desde que salen de sus

casas para subir la cuesta, los montes, hasta llegar a la cima de la colina y ponerse a bailar;
Mayne-Nicholls 181

la danza, de hecho, no termina, la ronda es infinita, por lo tanto, el movimiento también. Y

cuando Mistral habla de la actividad de las mujeres no se trata de un movimiento sin

sentido: es bailar hasta iluminarlo todo.

Ganarse en la ronda: ganar la propia voz

Críticos como Elizabeth Horan, Mauricio Ostria y Grínor Rojo han coincidido en

que las canciones de cuna hablan en su mayoría de un niño, un bebé de género masculino.

Frente a esos textos, distingo “Arrorró Elquino”, por cuanto la sujeto madre le canta a una

niña que todavía no nace y en su canto habla de la responsabilidad de criarla: “Me la tengo

todavía / siete años de encañar. ¡Madre mía, me la tengo / de tornearla y rematar!” (Ternura

25). Este arrullo también fue escrito como ronda bajo el nombre de “Elquina” (Baila y

sueña). La voz poética también es mujeril y nos habla de la niña que espera: “En mi falda

yo me tengo / una cosa de llevar, / una niña que no puede / responder ni preguntar” (Baila

y sueña 23). ¿Quién es la elquina? ¿La madre que carga a la hija o la hija que se encuentra

en el vientre? Si en el arrullo se habla de un espacio elquino, del valle de Elqui, en el corro

se nos habla de la elquina, posiblemente las dos, la madre y la hija. En ambos poemas, la

sujeto poética es la madre; ella habla de los siete primeros años de vida de su hija como

una etapa clave de formación.

Para referirse a la educación de su hija, usa la metáfora de un torno que ayuda a dar

forma a la greda. Para que el torno funcione, debe girar. Son varios los sistemas

pedagógicos que sitúan como relevante en la formación del niño sus primeros siete años;

así sucede, por ejemplo, en la antroposofía de Rudolf Steiner o el método de María

Montessori con el cual Mistral estaba familiarizada. El girar del torno remite al girar de la

ronda, de la misma manera que la madre hace girar el torno remite a la maestra que invita
Mayne-Nicholls 182

a la danza. En ese sentido, se entiende que “Elquina” sea una ronda, por cuanto el modelo

poético concuerda con las imágenes de formación personal en el giro que la sujeto

menciona y que es también la constante en “Arrorró elquino”: “¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!, / ¡viejo

torno de girar! / ¡Siete años todavía / gira, gira y girarás!” (Ternura 25). En el caso de

“Elquina” y de “Arrorró elquino” la figura de la madre es clave, puesto que el torno no

puede girar sin ella; mientras que las niñas que llegan a la ronda, giran por sus propios

medios.

Tanto en la canción de cuna como la ronda elquina tienen el mismo motivo: la

formación de la niña. Relaciono esta idea con el folklore de las canciones de cuna y de las

rondas de la zona. Ambas están dirigidas a los niños y son expresiones musicales folklóricas

presentes en toda la zona norte de Chile, incluyendo el área de presencia diaguita 154 en que

se inserta el valle de Elqui (Danemann 1975). No se trata de bailes de claro origen indígena,

sino posteriores a la llegada de los españoles a la zona. En cuanto a los bailes del Norte

Grande, la presencia de rondas es evidente; así se bailaba antiguamente el huayno que sí

tiene un origen precolombino. El huayno o trote es de origen quechua-aymara y constituía

—como muchas otras danzas en la zona norte— un baile de carácter colectivo y festivo

(“Música y danza en el norte de Chile”). En cuanto a la zona de influencia diaguita, Carlos

Lavín (1952) identifica el vidalai, de origen diaguita, que se bailaba en forma de ruedo o

ronda155.

El formar un ruedo tomados de las manos para bailar, y también las rondas en

términos de canciones de juego y baile para niños están presentes en el valle de Elqui, que

154
La zona que Danemann llama diaguita-picunche-hispana se extiende desde Copiapó hasta la provincia
de Aconcagua y Valparaíso (1975).
155
El escritor Jotabeche describe las danzas de carnaval en Copiapó en 1914: “[…] tomándose de las manos
las consabidas parejas forman una gran rueda para danzar el vidalai” (cit. en Lavín 69-70).
Mayne-Nicholls 183

Mistral identifica como su hogar, donde ella misma vivió su niñez. El mismo vocablo

“elqui” nos remite a la idea de infancia. La palabra viene del quechua y es un adjetivo que

significa “esmirriado”. Lo que me interesa aquí es su aplicación, ya que el término se

relaciona con niños pequeños; en particular en referencia al niño o niña que está

comenzando a caminar, el que todavía no tiene discreción (Carvajal); es decir, la niña o

niño que está en plena etapa de formación. Esta aproximación me lleva de nuevo a la niña

de “Arrorró elquino” y “Elquina”: es la niña que todavía tiene que dar sus primeros pasos,

que está en plena formación, ya sea en el torno o en la ronda. En la ronda la niña aún “no

puede / responder ni preguntar” (Baila y sueña 23), luego la madre es más enfática:

Y no tiene todavía

ni embeleco de jugar

ni bracitos que saluden

ni una risa que soltar (Baila y sueña 23).

El foco de Gabriela Mistral en la infancia en estos poemas es concordante con la

experiencia cultural de la primera mitad del siglo XX, en que hay un énfasis en la crianza

infantil, a la que se ha convertido en sinónimo de maternidad 156. En la práctica, aunque las

mujeres estuvieran accediendo al ámbito laboral, seguían a cargo de la crianza de los hijos.

El interés, sin embargo, no es solo privado, sino un asunto de Estado, debido,

especialmente, a la mortalidad infantil, que mostraba alta tasas en Chile 157 y el resto de los

156
Las mujeres que abogaron por los derechos del género hacia la década de 1920 incluían el tema de
maternidad en sus posturas. Ana María Stuven llama a esto “feminismo de la maternidad” (“El asocianismo
femenino” 110) y cita entre sus representantes a Amanda Labarca, Elena Caffarena, Eloísa Díaz y la misma
Gabriela Mistral. Al respecto, Stuven agrega que “[l]a díada madre-hijo fue un tema predilecto del
feminismo” (111), motivado por las exigencias de la salud y las altas tasas de mortalidad infantil.
157
Los mayores índices de mortalidad infantil se registraban en Santiago. En 1908 la tasa era de trescientos
veinticinco muertes por mil nacidos, cifra que bajó un poco entre 1915 y 1930 a doscientos treinta y cuatro
por mil, aunque manteniéndose sin mejoras a lo largo de los años (Lavrin 2005).
Mayne-Nicholls 184

países del Cono Sur. Esta situación llevó a que el país incorporara el concepto del

higienismo, que aborda el problema de las enfermedades como un asunto de interés social,

porque para proteger a la nación, había que preocuparse primero de los niños que formarían

esa nación del futuro. De acuerdo con este objetivo, se elaboraron políticas de protección a

las mujeres —por ser madres— y a los hijos e hijas. Es así que se incorpora en el país, por

ejemplo, la puericultura, esto es, el cuidado materno-infantil, que fue abordada desde el

campo de la medicina y desde el Estado también.

De la misma manera que hay una preocupación en relación con la salud de niños y

niñas, esto incide en ciertos aspectos cualitativos, incluyendo la educación. En el prólogo

de sus Lecturas para mujeres, Mistral hace explícita su creencia en dos maternidades, una

a la que llama material (la biológica) y otra a la que llama espiritual, que se daría “en las

mujeres que no tenemos hijos” (8). A través de ese pasaje, la poeta comparte el pensamiento

de una época: que la mujer es fundamental en la crianza de los niños y niñas, ya sea como

madre real o como maestra, en su caso. Al respecto, Gabriela Mistral cree en una división

del trabajo por sexos, según la cual las mujeres debían realizar labores cercanas al concepto

de maternidad o cuidado del niño. El hacer públicas estas ideas le trajo ciertas polémicas y

fue, según ella, el origen de “mi leyenda anti-feminista” (“El voto femenino” 66). La poeta

no se consideraba ni feminista ni antifeminista, consideraba que su posición era compleja.

De hecho, al mismo tiempo ella estaba a favor de la instrucción de la mujer, de su

incorporación activa a la sociedad y en contra de la brecha salarial entre sexos. Mistral

ratificó esta posición con su ejemplo: fue ella misma una mujer independiente, que trabajó

desde los quince años, hizo públicos sus escritos y ganó su propio sustento. Esta

preocupación es manifestada por Mistral no solo en su trabajo cotidiano, sino también en

sus escritos sobre infancia y educación, como, por ejemplo, su propuesta de derechos del
Mayne-Nicholls 185

niño que dio a conocer en la Primera Convención Internacional de Maestros, realizada en

Buenos Aires en 1928, décadas antes de que las Naciones Unidas refrendaran la

“Convención sobre los derechos del niño” (1989).

Ante este contexto proinfancia, Mistral está escribiendo estas rondas en que se

incluye la imagen del tornear y rematar: la formación inicial de niños y niñas, podríamos

pensar. En la ronda “La Margarita” Mistral incluye la presencia de las madres que desde el

valle observan el corro que se forma en lo alto, al que comparan con una “loca margarita /

que se levanta y que se inclina, / que se desata y que se anuda […]” (Ternura 58), una ronda

que está aprendiendo a ser, lo mismo que la ronda que se separaba en dos, la hermandad

todavía se está formando, está aprendiendo a ser una sola ronda fuerte, pero al mismo

tiempo delirante, ardorosa. La ronda, sin embargo, no es un trabajo: el tomarse de las manos

y bailar fervorosamente es un placer, como dice en “Tierra chilena”: “Mañana abriremos

sus rocas, /la haremos viñedo y pomar; /mañana alzaremos sus pueblos / ¡hoy solo

queremos danzar!” (Ternura 59). Respecto de estos últimos versos, tengo en cuenta el uso

de los tiempos que encontramos en las rondas, desde la primera, “Invitación”, en que la

sujeto que invita lo hace en presente: “¿Qué niño no quiere a la ronda que está en las colinas

venir?” (Ternura 55). Lo encontramos también cuando el coro se pregunte “¿En dónde

tejemos la ronda?”.

La ronda se produce en el ahora, en el presente. Ciertamente hay un componente

lúdico en las niñas de Gabriela Mistral, que se pierden en la danza ahora. Esto coincide con

la concepción de que la infancia es un asunto que se vive, que se experimenta en el presente;

como adultos apenas podemos tratar de acceder a la memoria de la infancia, tratar de

reconstruirla, pero lo que se trae de vuelta no es otra cosa que una representación. Esa

calidad elusiva de la infancia (Honeyman 2005) o fantasmal (Guerrero, “La infancia” 2011)
Mayne-Nicholls 186

es lo que subyace, por ejemplo, en la poesía de Teillier: “el ansia de recuperar la vida de la

infancia” (Mayne-Nicholls, “Jorge Teillier”, 69), la que, por supuesto, se ve insatisfecha.

Mistral no trata de recuperar la infancia en estos textos con temas de niñez, sino configurar

una infancia cuya enunciación es siempre un presente: la formación de las niñas a través de

la ronda.

La participación en la ronda no se agota en la idea del juego. En la educación

parvularia, por ejemplo, la ronda es utilizada como herramienta pedagógica, debido a que

ayudaría a desarrollar ciertas habilidades en los niños.158. Esto quiere decir, y parafraseando

los poemas de Gabriela Mistral, que el formar parte de la ronda ayuda a las niñas y niños a

aprender a responder y a preguntar; también a saludar y a reír: participar de la ronda es una

instancia de formación. Cuando las niñas salen del valle hacia el monte (o la colina) tienen

como objetivo fundirse en la ronda. Ya en el segundo poema, las niñas se preguntan dónde

tejerán la ronda y responden: “¡La iremos a bosque a trenzar, / la haremos al pie de los

montes / y en todas las playas del mar”. Gabriela Mistral utiliza a lo largo de toda la sección

“Rondas” la isotopía de la trenza y del tejido para enfatizar el hecho de que las niñas no

solo están tomadas de las manos, sino que sus dedos están entrelazados: el círculo que

forman es sólido. Pero también menciona algunas ocasiones en que el ruedo se corta o es

interrumpido, aunque sea solo momentáneo. En “Ronda del arco-iris” se explicita el temor

a que la ronda se rompa: “La mitad de la ronda / estaba y no está. / La ronda fue cortada /

mitad a mitad” (Ternura 62), y lo que me parece relevante es que la voz poética diga que

la ronda “fue cortada”; no se trata de una separación casual, sino producto de una acción

158
Entre las habilidades más claras están las de socialización, esto es, aprender a convivir con los demás. Pero
la ronda también ayudaría a trabajar las funciones emocionales, lingüísticas y cognitivas (Rosemberg y
Manrique).
Mayne-Nicholls 187

externa, alguien / algo corta la ronda. Encuentro la misma idea en la estrofa final de “El

corro luminoso”:

En vano quisieron

quebrarme la estrofa

con tribulación:

¡el corro la canta

debajo de Dios! (Ternura 78)

Nuevamente estamos ante una acción externa: alguien o algo ha intentado cortar la

ronda; alguien (o algunos) también han intentado cortar la estrofa, es decir, quitarle su voz,

impedir que la voz salga y, de paso, que forme la ronda. Callar a la figura que llama a las

niñas a formar el corro redundaría en que no haya corro alguno, que las niñas no suban al

monte, que no entrelacen sus manos, que no comiencen el giro infinito. La importancia de

esto radica en la función de la ronda como instancia de conquistarse a una misma. Es lo

que Gabriela Mistral plantea en la ronda “Convite” (Baila y sueña): “Bailando el cuerpo y

el alma / echando al ruedo lo que tenéis, / y perdéos, baila que baila, / que bailando os

ganaréis” (Baila y sueña 21). Por un lado, el que la voz sostenga que se baila de cuerpo y

alma, implica que la ronda no es un evento superficial, no es una instancia de diversión

pasajera, sino que implica a las niñas de cuerpo entero. Esto tiene su correlato en la visión

de Cixous con respecto a la escritura de mujeres. Para la crítica francesa escribir es un acto

transgresor que permite a la mujer recuperar su cuerpo, que ha sido apropiado por la

autoridad masculina (el padre, el esposo); ese primer paso de reapropiación el cuerpo

permitirá o dará lugar a que la mujer hable (Cixous 1976). “Woman must put herself into
Mayne-Nicholls 188

the text —as into the world and into the history— by her own movement” 159 (Cixous 875);

esto es concordante con lo que vemos en las rondas: niñas que por su propio movimiento

salen del valle hacia el monte, se unen a la ronda, y bailan con locura.

Eso con respecto a este entregarse a la ronda en cuerpo y alma, que más que una

vinculación metafísica parece dar cuenta de un compromiso de vida: unirse a la ronda es

un gesto político. Unido a eso, Mistral utiliza en “Convite” una aparente contradicción

cuando describe la acción de las niñas en la ronda: ellas deben perderse para ganarse. El

oxímoron se entiende cuando recordamos que la agencia personal da paso a una de carácter

social, en que el posicionamiento de las niñas no es solo de carácter individual, sino por

cada una de las niñas que forma parte del ruedo. Las niñas no son individuos que bailan

juntas, sino que se pone el acento en la conformación de una hermandad de niñas que sea

fuerte, porque es en la hermandad, en el círculo, que las niñas se harán mujeres; es decir,

la formación debe considerar el colectivo. “Dame la mano” se construye bajo esa misma

premisa; los versos “Como una sola flor seremos”, “El mismo verso cantaremos”, “al

mismo paso bailarás” (Ternura 57) conducen a la estrofa final que contiene implícito el

binomio de perder-ganar:

Te llamas Rosa y yo Esperanza;

pero tu nombre olvidarás,

porque seremos una danza

en la colina, y nada más… (Ternura 57)

El nombre se pierde, pero se gana la ronda. La crítica feminista destaca que la falta

de una historia de las mujeres radica, en parte, en que las mujeres han estado separadas las

159
“La mujer debe ponerse a sí misma en el texto —como en el mundo y en la historia— por su propio
movimiento” (la traducción es mía).
Mayne-Nicholls 189

unas de las otras durante siglos (Tyson 2006), confinadas no solo a estereotipos de género

en términos abstractos, sino a las cuatro paredes de la casa en términos físicos. Es una forma

también de acallar la voz, de silenciar a la mujer. La que rompe el silencio es catalogada de

loca y encerrada. La voz poética de “El corro luminoso” hace explícito ese temor, cuando

dice que intentaron quebrar su estrofa, está diciendo que trataron de silenciarla. El motivo

del desvarío y la locura está presente en la poética de Mistral, basta recordar a sus mujeres

locas o el hecho de que la sección que viene después de las rondas en Ternura es justamente

“La desvariadora”. Las rondas se oponen a ese silenciamiento y al hecho de que las niñas

permanezcan encerradas en el hogar y las invita no solo a bailar, sino a bailar con fervor,

con ardor: esa es la manera de perderse a una misma y, al mismo tiempo, ganarse a través

de un corro, de una hermandad. ¿Y qué significa ganarse en la ronda? Bailar juntas, con las

manos entrelazadas, constituye un gesto político, están reconstruyendo la historia de la

mujer al tejer una historia en común. El posicionamiento es personal y comunitario a la

vez, por tanto, al bailar lo que están ganando es el derecho a expresarse con una voz propia,

a pesar de los impedimentos. Tempranamente en la sección se manifiesta el deseo de cantar

y cubrir todo el valle con ese canto (“Tierra chilena”). Esta meta se ve conquistada al final

de la sección de las rondas. Como la voz poética sostiene en “El corro luminoso”, su voz

no fue acallada: la estrofa está completa, íntegra, y “el corro la canta” (76). Así la ronda se

constituye no solo en un modelo de recreación, sino en uno de formación, de aprendizaje:

las niñas bailan ahora, pero están preparándose para salir al mundo con su voz.

Todo es ronda: apropiación del espacio exterior

La geografía cultural al centrarse en el estudio de la infancia, ha profundizado en

cómo los niños y niñas ocupan los espacios que les son asignados. En el caso de las rondas
Mayne-Nicholls 190

de Mistral hay una clara asignación de espacios; por supuesto, estoy hablando tanto de

representaciones de niños como de representaciones de espacios, pero el hecho de que estos

estén tan concretamente establecidos en los poemas plantea una estrategia retórica por parte

de Mistral. A lo largo de las rondas, encontramos un énfasis en la ubicación de las niñas y

niños en espacios definidos y explicitados, como lo muestran las viñas, majadas y pinares

de “Invitación”. Propongo al respecto que la inclusión de los espacios y la configuración

de cierta relación de los niños con los espacios, están destinados a describir una suerte de

proceso a través del cual los infantes —y especialmente las niñas— terminan no solo

sumándose a la ronda, sino fundiéndose en ella.

Un primer punto para considerar acerca de los espacios, es que son los adultos

quienes construyen los espacios en que los niños y niñas se mueven: “Children have to fit

in as best as they can while they are growing up. This is not easy for them. … This question

of how children fit into a world which is ordered and scaled by and for adults is very

important in regards to the status of childhood, children’s geographies and children

rights”160 (Cloke y Jones 315). Los niños y las niñas, entonces, tienen que arreglárselas para

poder interactuar en los espacios diseñados por adultos para sí mismos; aunque no solo se

trata de interactuar, como los autores destacan con el uso de itálicas, sino que deben crecer;

es decir, el uso que los niños y niñas hacen de los espacios no es pasivo, sino que implica

un movimiento constante, implica crecimiento. La cita de Cloke y Jones se relaciona con

espacios físicos reales: ascensores, calles con alto tráfico, autobuses, salas de cine; pero

ellos mismos también llevan el estudio a representaciones ficcionales, como las que

160
“Los niños y niñas tienen que encajar lo mejor que puedan mientras están creciendo. esto no es fácil para
ellos. […] esta pregunta sobre cómo los niños y niñas encajan en un mundo que fue ordenado y escalado por
y para adultos es muy importante en relación con el estatus de infancia, las geografías de niños y los derechos
de los niños”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 191

construye Mistral. En este caso, se conserva el principio: los espacios de las rondas han

sido construidos por una adulta, la poeta; pero también en términos de la enunciación. La

ronda está formada por niños y niñas, pero implica también la figura de una profesora o

profesor que la organiza (Rosemberg y Manrique); esa figura está presente en los poemas

de Mistral: es quien invita a bailar la ronda en la colina; de tal manera, que también tenemos

una adulta que define el espacio final del corro.

En la cita de Cloke y Jones, los autores hacen alusión a lugares diseñados por y para

los adultos; pero así los espacios ficcionales que construye Mistral están pensados para ser

ocupados no por adultos, sino por niñas y niños. Esta idea también es abordada por la

geografía cultural, interesada en cuáles son las ideologías detrás de los espacios que se les

asignan a los infantes como salas de clase, parques de juego o dormitorios. En este sentido

Elizabeth Gagen (2004) propone que el nacimiento del concepto moderno de infancia 161

coincide con otorgar a los niños espacios propios de acuerdo a las necesidades de estos;

dichas necesidades eran decididas, claro está, por los adultos. Mistral no ubica a las niñas

y niños ficcionales de sus rondas en espacios cerrados (como las salas de clases) ni bien

delimitados (como los parques de juegos). A la casa paterna —en la que se ha ubicado el

espacio de la mujer y restringido su actividad en nuestra sociedad tradicional—, Mistral

opone en las rondas los espacios abiertos: el campo, el valle, el mar, la colina. Al

profundizar en torno a estos lugares y cómo se conectan con la idea de formar la ronda y

crecer, podremos ir leyendo el imaginario de Gabriela Mistral: la idea de infancia que se

sustenta en sus rondas.

161
Tanto Gagen como otros autores de diversas disciplinas han planteado que el concepto moderno de
infancia surge con la Ilustración. Ver también: Philippe Ariès, John Boswell, Susan Honeyman.
Mayne-Nicholls 192

El fútbol que los niños juegan en las calles traspone la idea de los límites que impone

una cancha al establecer el principio de que “todo es cancha”. Esto quiere decir que a donde

sea que vaya la pelota, el juego sigue; en términos simbólicos, la cancha se extiende al

infinito. Cuando Gabriela Mistral titula a uno de sus poemas “Todo es ronda”, observo una

idea semejante: la extensión de la idea de corro, la superación de los límites. En este texto

no solo las niñas y los niños pueden bailar la ronda, sino que todo lo hace: los astros que

titilan en el cielo, las olas que se mueven en el mar, los trigos ondulantes con el viento, los

ríos que recorren la tierra.

Hay una idea semejante en la canción de cuna “Meciendo”, en la que se establece

una analogía entre el mecer de la madre a su niño y el mar que mece las olas, el viento que

mece el trigo y Dios que mece al mundo. La construcción de ambos textos no solo es

semejante, sino que se repiten dos imágenes: la del mar y la del viento. En “Todo es ronda”

las olas y los trigos forman rondas, es decir, se centra en el resultado del movimiento. En

“Meciendo”, en tanto, se centra en el movimiento mismo, que es un mecer, una acción que

en las canciones de cuna de Gabriela Mistral constituye una acción mujeril. Se trata de una

canción entonada por la madre que habla de su propio mecer: “mezo a mi niño” es el verso

con que cierra cada una de las tres estrofas. La madre enfatiza que estas “fuerzas

masculinas” (el mar, el viento, Dios: todos sustantivos masculinos) son cautivados con la

acción de mecer. La acción del mar puede ser violenta y destructiva, como lo muestran los

maremotos; lo mismo sucede con la acción del viento y la de Dios, específicamente en el

Antiguo Testamento, en que es una figura castigadora y destructiva. El mecer, en cambio,

implica un movimiento compasado, es decir, moderado. Traigo a la memoria el vaivén que

yo misma generaba al mecer a mi hijo cuando era un bebé pequeño como aquellos que
Mayne-Nicholls 193

Mistral configura en las canciones de cuna: un movimiento constante, que va y viene,

calmo: el objetivo es que el niño (y la niña) duerma, no que se despierte.

La canción de cuna tiene como objetivo que el bebé duerma. Pero esa no es la meta

de la ronda. Más bien es lo contrario: que despierte, que se mueva. La isotopía que

construye Mistral al respecto tiene que ver con la locura y la vehemencia, de tal manera

que la voz poética asocia la ronda con palabras como: delirio, ardor, fervor, reventón y

temblor. En “Todo es ronda” el movimiento no es ya de un mecer tranquilo, sino de un

movimiento lúdico: los astros, los trigos, los ríos, las olas están jugando, están bailando.

No se trata, sin embargo, de un contrario absoluto a la calma de “Meciendo”, es decir, el

movimiento en “Todo es ronda” no es destructivo, no es el del estereotipo de la fuerza

masculina. Aunque el movimiento de las rondas de Ternura es vehemente, su propósito es

iluminar. El todo es ronda hace una referencia también al espacio, en un motivo que se va

configurando a lo largo de todas las rondas: si bien el destino es el monte, los niños y niñas

vienen de todas partes. Provienen de la costa (las olas) y de los valles (los trigos y los ríos

que atraviesan el paisaje), vienen de otras montañas (los ríos que descienden y los astros

del cielo). La topografía implícita se conecta con la explícita de la ronda “Tierra chilena”:

los niños y niñas vienen de todas partes de Chile; la ronda se va formando con niñas y niños

chilenos.

Agentes de cambio: la ronda sale desde Montegrande

En la primera ronda de Ternura, “Invitación”, los niños van subiendo la cuesta que

los llevará a lo alto de la colina. Allí ya hay niños esperando y ven a los otros, los rezagados,

subir. Este es el espacio que más se repite en las rondas de Mistral. Se refiere a un espacio

en las alturas, pero lo llama de distintas maneras: colina, monte, cerro, montaña. Los
Mayne-Nicholls 194

distintos nombres están referidos a elevaciones de tierra, pero las magnitudes de estas son

distintas: montes y montañas son más altos que colinas y cerros; lo relevante es que todas

implican un esfuerzo, un elevarse, un subir. En Ternura no hay mención de un sitio

geográfico específico162. Sin embargo, en las rondas recopiladas por Saavedra,

encontramos “Elquina”, que nos habla de una mujer o niña natural de Elqui, la provincia y

el valle en la que Gabriela Mistral nació y vivió sus años de infancia:

Me acuerdo yo de la manera de vida nuestra en un valle, el Valle de Elqui. El Valle

de Elqui es una cosa insignificante, que ustedes buscarán en vano en el mapa. Solo

dentro de mí es muy importante porque allí se desarrolló mi infancia, y me parece

que la patria verdadera es donde transcurre la infancia, rico repertorio de imágenes

que subsisten en nosotros y de la cual no quedan sino saudades del alma, hasta que

recuperamos esta infancia en la vejez, cuando vuelve una especie de marca de

recuerdos de toda nuestra vida (Caminando se siembra 41).

En la cita anterior Mistral rememora el valle de Elqui durante una conferencia en

Argentina, en la que habla sobre los distintos paisajes de Chile. Para la poeta no se trata

solo del lugar de nacimiento, sino de una suerte de depósito de la infancia: las imágenes,

historias, recuerdos de infancia han quedado archivados bajo el rótulo de Elqui. En

“Elquina” menciona específicamente Paihuano, la comuna en que está ubicado

Montegrande, el pueblo en las alturas donde Mistral vivió sus primeros años. La poeta nació

en Vicuña, pero es la cercana Montegrande a la que escogió como hogar y como recuerdo

del hogar163, y en la que se explicita esa condición de elevación de tierra en altura que

162
En las rondas aparecen menciones a Chile, Argentina, Europa. Así, aunque están presentes los nombres
propios, estos son de carácter general, dan cuenta de países o continentes.
163
Mistral incluso estipuló que se la enterrara allí: “Es mi voluntad que mi cuerpo sea enterrado en mi amado
pueblo de Montegrande”.
Mayne-Nicholls 195

aparece constantemente en los textos de Ternura. Pero, ¿es Montegrande el monte de las

rondas mistralianas? Me aproximaré primero a cómo es este monte como paisaje poético.

En ninguna de las rondas se hace mención a lugares cerrados o pequeños; las niñas siempre

están al aire libre e incluso se despegan del suelo y llegan a volar: elevarse va más allá de

subir a la cima del monte. En la “Ronda de los metales”, Mistral crea la figura del “Lázaro

metal”, la imagen es una metáfora de lo que ella llama la “gente mineral”, aquellos que

trabajan en las profundidades de las minas; pero también es una forma de criticar la

opresión, el silenciamiento. Para esto ella propone este “Lázaro metal”, tomando el nombre

del resucitado por Jesús; pero es la voz poética mujeril la que llama a este nuevo Lázaro a

levantarse, dejar la mina y “subir a los cielos” (Ternura 73): “Vengan los otros Lázaros /

hacia su libertad; / salten las boca-minas / y lleguen a danzar” (Ternura 72). Girando en la

ronda, entonces, no solo se forman, sino que se liberan: ganarse a una misma implica

liberarse a una misma.

“Ronda de Montegrande” es parte del numeroso legado de Gabriela Mistral que se

encuentra en la actualidad en la Biblioteca Nacional. Se mantuvo inédito hasta que apareció

en la edición de 2010 de Poema de Chile (La Pollera). En este poema se repiten algunas de

las isotopías y motivos que se observan en el resto de los corros mistralianos: la

feminización de la ronda, es decir, está formada solo por niñas; el desvarío del giro; y el

emprendimiento del vuelo (Mayne-Nicholls, “Gabriela Mistral”). La feminización no solo

se observa en el uso del pronombre personal “ellas”, sino en la elección de ciertas palabras,

como “peonzas”. Las niñas “bailamos como peonzas” (Poema de Chile, 2013, 95) en el

poema; se ha optado por usar un sustantivo femenino, en vez del más común trompo, que

es masculino. Ese mismo verso nos lleva al desvarío de la ronda: un giro que es desatado,

acelerado. La intensidad de la ronda se observa en la imagen de la peonza y también en el


Mayne-Nicholls 196

apelativo que usa la voz poética, que las llama “locas voladoras”. Asimismo “el viento

alborota / pelo, gorra, delantal” (Poema de Chile, 2013, 95). Se vuelve a reafirmar la

condición feminizada de la ronda. Además, llama mi atención la mención del delantal, que

se puede conectar por un lado con la realización de labores, esto es, el uso de un delantal

para no ensuciarse; pero también con la imagen de las escolares que tradicionalmente llevan

un delantal. Las niñas de “Ronda de Montegrande” se dejan llevar, no pueden (ni quieren)

sustraerse del baile que es “casi un arrebatar”: “Nos llevan si no queremos / y si queremos,

más” (Poema de Chile, 2013, 95). Este verso muestra que el movimiento de la ronda es tan

fuerte y contagioso que vence la voluntad; pero que el giro es incluso más intenso cuando

la voluntad de las danzantes quiere dejarse ir.

Un aspecto que destaco en “Ronda de Montegrande” es el uso de los términos

nosotras y ellas. A lo largo de las rondas se puede observar que la enunciación varía: a

veces corresponde a la primera persona plural (nosotros/as) y otras veces a la tercera

persona plural (ellos/as) (Poema de Chile, 2013). En el poema “Invitación” también hay

una doble enunciación, que construye un diálogo entre la voz que invita a la ronda y la voz

que acepta la invitación (Ternura, 1945, 55). Esto se enfatiza con el uso del guion como

una marca clara de la estructura del diálogo. En “Ronda de Montegrande” encontramos

estas dos enunciaciones también, pero ya no de manera tan estructurada como en

“Invitación”, sino que la enunciación fluye desde el ellas al nosotras, como si ambas voces

se estuvieran fundiendo en una; así en vez de un diálogo pareciera conformarse una voz

colectiva. El vaivén entre el nosotras y el ellas, por cuanto dichas enunciaciones aparecen

de manera intercalada, se conectan con el ritmo de la ronda, como si formaran un compás.

Se reafirma de esta manera el hecho de que la ronda es para todas; o, más bien, que el
Mayne-Nicholls 197

objetivo es que todas se unan a la ronda, que todas las diferentes ellas se transformen en un

nosotras.

Montegrande es nombrado también en otra de las poesías que Mistral no alcanzó a

publicar: “La ronda de las manzanillas”164 (Lagar II 138-139). Este texto se emparenta con

la “Ronda de Montegrande” en la mención de la naturaleza, pero esta vez no a través de la

enumeración de plantas (“la rosa, el junco, la dalia, / el tomillo y el pomar” (95), porque la

manzanilla se yergue como una planta única en los versos. A través de la personificación,

la manzanilla se transforma en la convocante, la que está “llamando a las chiquillas” (138),

y las chiquillas no son solo humanas, sino que varios “pájaros y bestecillas” se suman al

llamado. El tono de la ronda es juguetón y da cuentas de la naturaleza agreste del lugar,

tanto por la proliferación de manzanillas como por la llegada de vicuñas, alpacas, huemules,

ardillas y chinchillas. Ese carácter juguetón está dado en gran medida por la rima que

Mistral construye con base en la palabra “manzanillas”. Las villas, maravillas, trillas,

ardillas, chinchillas resuenan en la lectura del poema, pero el término que más destaca es

“chiquillas”. Preferir chiquillas en vez de niñas dota a los versos de un sabor cotidiano y

coloquial, que hace sentir en casa, no por nada es “[l]a ronda que más nos gusta” (138).

Este verso inicial del poema pone de manifiesto que la voz poética representa al conjunto

de niñas, lo que es refrendado en que las manzanillas del título también indican pluralidad,

hablan del colectivo; es una hermandad tan bien compenetrada que se concentra en gozar

la ronda.

Juega desde todo tiempo

y llamando a las chiquillas,

164
Aunque el poema se publica después de la muerte de Mistral, este era una versión final que había sido
previamente aprobada por la poeta. (Lagar II 138).
Mayne-Nicholls 198

a más que baila más crece

de loca y ambiciosilla

y la bailan con nosotros

pájaros y bestecillas (138).

“La ronda de las manzanillas” hace coincidir dos ideas que me interesan. Por un

lado, está presenta la isotopía de la locura, y esta cualidad es importante, porque hace crecer

la ronda. Es decir, sin el desvarío no hay danza ni hermandad. Pero plantea un elemento

nuevo: la ambición de que la ronda siga creciendo. A pesar de que la idea de que la ronda

crezca está a lo largo de todo el apartado de las rondas, no había sido puesto en términos

de ambición, lo que representa una agencia muy clara de la hermandad: no solo actúan (la

danza en el monte), sino que saben lo que quieren. La mención de Montegrande viene más

adelante y es muy particular, porque introduce una voz poética individual: “danzando en

mi Montegrande / como una loca perdida” (139). Ese Montegrande es agreste y verde, y no

solo las niñas están bailando, también lo hacen “ancianos, mozos y niños” (138), con lo

que expresa que la ronda está abierta a todos.

Es en la “Ronda de Montegrande” y “La ronda de las manzanillas” cuando

finalmente podemos otorgarle un nombre a ese lugar geográfico en que se realiza la ronda;

un nombre que parece sugerido por la poeta por cuanto vincula infancia y Elqui en su

recuerdo. Pero no pareciera estar promoviendo el concentrarse en Montegrande, sino el que

ese sea el punto de partida, de despegue, desde donde el corro alce el vuelo.

Optar por paisajes abiertos y que podríamos llamar naturales en oposición a los

culturales, a los hechos por el ser humano, también puede leerse desde otra perspectiva que

resulta complementaria. Cuando los adultos crean un espacio para los niños hay un objetivo

de generar cierta clase de niños; pero qué sucede con esos espacios que encontramos en la
Mayne-Nicholls 199

naturaleza. Cloke y Jones se interesan en sus investigaciones en ciertos espacios del campo

(countryside) en que hay una menor intervención de los adultos, por considerar que en esos

espacios el orden adulto es débil y, por tanto, destacan lo que ellos llaman “becoming-

spaces” (319), es decir, espacios en los que niños y niñas llegan a ser ellos y ellas mismas.

Obviamente los paisajes naturales y abiertos de las rondas son representaciones ficcionales,

construcciones poéticas, por lo cual, fueron configuradas por una mujer adulta; pero hay en

ellos una cierta indefinición, puesto que la poeta no nos dice en detalle cómo son esos

lugares a los que nombra, no están rígidamente ordenados. Además, podemos interpretar

su opción por estos lugares justamente porque son espacios que representan una

independencia con respecto al orden cultural, en que las niñas pueden decidir cómo llegan

hasta la ronda, en vez de seguir un camino preestablecido, pavimentado. De hecho, las niñas

ni siquiera llevan el mismo ritmo: unas llegan primero, otras van más rezagadas

(“Invitación”); unas ya emprendieron el vuelo (“Ronda del arco-iris”). Basta con llegar y

unirse a la ronda.

El monte, la colina, se convierten entonces en lugares para llegar a ser. Este llegar

a ser es activo, una niña no se convierte en sí misma si está aislada y estática, sino en

movimiento. Y no se trata solo del movimiento vehemente de la ronda, sino también del

movimiento implicado en el dejar el lugar de origen para subir el monte, en una suerte de

escalada mística. Ascender no es menor, requiere esfuerzo y fuerza, ánimo y decisión. En

ese sentido, podemos entender a la escalada y la ronda (que, de hecho, sigue ascendiendo

al cielo) como un proceso continuo, que requiere acción, entrar en actividad, a diferencia

de lo que sucede con la canción de cuna, en que el niño y la niña se mecen gracias a la

acción materna.
Mayne-Nicholls 200

La conformación de los espacios en las rondas está entretejida con la representación

de las niñas como sujetos activos. Reitero la postura de Mistral que rechaza el supuesto

sedentarismo de la mujer —estereotipo otorgado desde la visión hegemónica masculina—

para oponer como propio de la mujer su puesta en acción. La poeta conecta la actividad

física con la intelectual al proponer que la actividad implica, al mismo tiempo, no quedarse

en silencio y con esto subvierte una creencia hegemónica: las mujeres deben permanecer

en casa y calladas. Recordemos el contexto de enunciación de Ternura, originalmente

escrito en las dos primeras décadas del siglo XX, en que todavía se pensaba que la mujer

debía permanecer en el hogar, primero el paterno, y luego en conyugal. La misma Mistral

rompe con esa tradición al no casarse, al convertirse en una mujer independiente, que pasó

su vida viajando por el mundo; viajando y escribiendo. Como dice en “El corro luminoso”,

intentarían callarla, pero no podrían quebrar su estrofa. Fundirse con la ronda lleva a

ganarse a una misma, físicamente, pero también intelectualmente; las niñas no solo serán

dueñas de sus cuerpos, también de sus voces.

A la luz de este ganarse a sí misma a través del baile de las manos entrelazadas, el

modelo de la ronda que toma Mistral traspasa los límites del juego en que este tipo de

poesías se practicaba. Lo que hace Mistral es tomar este modelo y transformarlo, darle una

densidad al convertir la danza en un posicionamiento político, que involucra a las niñas y

las mujeres —pero a todos los que se quieran unir al corro— al punto de convertirlas en

agentes de cambio. En ese sentido, la ronda es una manera de plantearse frente a la

sociedad, y lo que Mistral construye es una estética de la ronda.


Mayne-Nicholls 201

Capítulo 4

María Flora Yáñez: la niña encerrada en el espacio íntimo

El espacio de María Flora Yáñez

A pesar de algunos esfuerzos específicos165 destinados a reposicionar la figura

literaria de María Flora Yáñez (1898-1982), esta escritora chilena se mantiene como una

autora relativamente desconocida para el público lector chileno. En cerca de cincuenta años

de carrera literaria, Yáñez publicó ocho novelas, dos libros de cuentos y dos textos de

carácter autobiográfico. Pero ya van varias décadas sin que alguno de sus libros se haya

vuelto a publicar, por lo cual difícilmente el público podría acceder a su obra. El corpus de

Yáñez se aborda desde tres perspectivas estilísticas. Sus primeras obras son de corte

criollista166: El abrazo de la tierra (1933), Mundo en sombra (1935) y Espejo sin imagen

(1936). A estas novelas les sigue una segunda etapa estilística, en que Yáñez se volcó a una

narrativa psicológica, por cuanto la autora profundiza en la naturaleza de sus personajes.

Allí se encuentran: Las cenizas (1942), El estanque (cuentos, 1947), La piedra (1952), Juan

Estrella (cuentos, 1954), El trigo y el vino (1962), El último faro (1968) y El peldaño

(1974). Al referirse a su incursión en un nuevo género, Yáñez explicaba que no había

165
María Jesús Orozco (1994), Eliana Ortega (1999), Lorena Amaro (2010, 2012), Ana Traverso (2012),
Natalia Cisterna (2014).
166
El criollismo fue un movimiento que surgió a fines del siglo XIX en Hispanoamérica. En Chile, uno de
sus principales exponentes fue Mariano Latorre. Las obras criollistas se enfocan en el mundo rural y en el
campesinado, poniendo énfasis en la situación de los sujetos en un entorno natural hostil. Marta Brunet
también ha sido considerada una representante del criollismo, al menos con su primera obra, Montaña
adentro (1923). Otras lecturas han buscado ahondar en la poética de Brunet desde una mayor especificidad,
debido a que la etiqueta del criollismo pareciera muy general (Amaro, “En un país”). Estos estudios
representan nuevas perspectivas para volver sobre las obras de otros autores y autoras considerados
criollistas.
Mayne-Nicholls 202

dejado de interesarse por la ambientación —como en sus obras criollistas— sino que

“apareció como tema principal el ser humano actuando en aquellos escenarios, mostrando

ocultos pensamientos y reacciones de su alma. Fue tan espontáneo y natural este cambio en

mis producciones como la vertiente que corre…” (Historia de mi vida, 247).

En tercer lugar, reúno sus textos autobiográficos, que, si bien están separados por 33

años y varios escritos, representan el interés de la autora por recuperar recuerdos de su vida

anterior: Visiones de infancia (1947) e Historia de mi vida (1980). Visiones de infancia fue

publicado cuando María Flora Yáñez llevaba más de diez años de carrera literaria y marcó

un hito en su escritura, que siempre había estado ligada a la ficción, y en su carrera, por

cuanto el libro recibió el Premio Atenea167, con el cual la Revista Atenea destacaba la mejor

obra del año. Además, fue el de mejor recepción del público, puesto que tuvo seis ediciones,

la última de ellas en 1971168.

Yáñez ya había abandonado el interés por la literatura criollista cuando se embarca

en la escritura de Visiones de infancia, el que aparece ligado a la corriente más psicologista

tanto por fecha como por temática. Sin embargo, ya no está introduciéndose en la psiquis

de personajes completamente ficticios, sino de uno anclado en ella misma, ya que se trata

de un texto escrito en primera persona, en que la autora revive algunos episodios ocurridos

durante su infancia. El libro fue editado apenas dos años después de que apareciera la

versión de Ternura que he revisado en el capítulo sobre las rondas de Gabriela Mistral.

167
Algunos escritores que ya había recibido el Premio Atenea para cuando lo ganó Yáñez, fueron: Manuel
Rojas (1929), Augusto d’Halmar (1934), Mariano Latorre (1937) y Marta Brunet (1943). Posteriormente
también lo recibieron Luis Oyarzún (1953), Efraín Barquero (1957) Enrique Lihn (1963) y Gonzalo Rojas
(1964). El premio dejó de entregarse entre 1967 y 1993.
168
Otros de sus libros destacados fueron El estanque que tuvo cuatro ediciones, y Las cenizas y Juan
Estrella, ambos con dos ediciones.
Mayne-Nicholls 203

A diferencia de la poeta, María Flora Yáñez demoró su ingreso al ámbito público

de las letras, en particular disuadida por la figura de su padre, el político y fundador del

diario La Nación, Eliodoro Yáñez. La escritora Inés Echeverría (Iris), cuñada de María

Flora Yáñez, se refería a las dificultades de desenvolverse en un ámbito que estaba siempre

regido y controlado por alguna autoridad masculina, a la que identificaba ya fuera como el

padre, el sacerdote confesor o el marido: “¿Cuáles han sido los peores enemigos de la

evolución de la mujer? Naturalmente, los que creían ser despojados de su dominio secular,

es decir, los hombres, en su calidad de clérigos, de padres y de maridos” (“Pasado y

presente”169, 222). En Visiones de infancia podemos observar la ascendencia que tenía

Eliodoro Yáñez: se lo construye como un personaje que es admirado por su hija, pero que

es difícil de alcanzar, lo que es expresado en términos espaciales, presentando el espacio

de su despacho y biblioteca como delimitado: es un sitio al que no se puede ingresar. En su

segundo texto autobiográfico, Historia de mi vida (1980), libro que Yáñez publica dos años

antes de su muerte, la escritora se referirá al peso de haber crecido a la sombra de una figura

paterna fuerte e influyente, tanto en el ambiente familiar como en el ámbito social y político

de la época.

En Historia de mi vida, María Flora Yáñez aborda su demorada incursión en la

literatura a través de dos estrategias. Y digo demorada, porque ella misma enfatiza que le

habría gustado comenzar a escribir con constancia y publicar desde más joven. De hecho,

en Visiones de infancia, Yáñez relata una conversación en la que declara “Soy escritora”

(Visiones 117). En la primera estrategia, ella es el centro del conflicto y se enfoca en la

frustración de no poder dedicarse a lo que le interesaba: “¡Cuánto daría por realizarme, por

169
Conferencia dada en el marco de las “Conversaciones de arte” de la editorial Zig-Zag, el 18 de noviembre
de 1916.
Mayne-Nicholls 204

publicar, por sentir ese contacto necesario con el público! Escribir es mi vicio, mi pasión,

y no sé por qué mi inteligencia se consume en la aridez” (Historia de mi vida 222). En la

segunda, el padre es identificado como el centro del conflicto y el principal obstáculo para

que ella emprendiera un camino autoral: “en esto de que yo no siguiera mi vocación [mi

padre] se equivocó. Cometía muchos errores y los pagó demasiado caro” (Historia de mi

vida 242). La relación entre María Flora Yáñez y su padre se manifiesta en tensión en este

relato autobiográfico. Por un lado, lo critica y llega a decir, por ejemplo: “a través de los

años, no puedo menos de juzgarlo algo egoísta: deseaba que sus hijos fueran sus satélites”

(Historia de mi vida 298). Y, por otro lado, lo defiende. Es ineludible el hecho de que el

primer capítulo de Historia de mi vida es un capítulo sobre su padre y destinado a

reivindicarlo políticamente. De esta forma, María Flora Yáñez demuestra admiración y

reproche en relación con su padre (Mayne-Nicholls, “María Flora Yáñez”). Sobre los

errores que el padre habría de pagar, probablemente se refería al ámbito político en el cual

Eliodoro Yáñez había ido perdiendo influencia; pero también están los errores cometidos

en la relación entre padre e hijos: “Su personalidad, muy fuerte, absorbía la nuestra, y así

se explica que mi hermano [Álvaro Yáñez] y yo sólo hayamos publicado después de su

muerte” (Yáñez cit. en Silva Castro 284). Esto es efectivo en el caso de María Flora, pero

no tan preciso con respecto a su hermano Álvaro, quien se hizo conocido con el seudónimo

de Juan Emar, pues él se desempeñaba como crítico de arte en La Nación, el diario del

padre.

Mientras Álvaro Yáñez instalaba su taller de pintura en la hacienda Lo Herrera,

propiedad de Eliodoro Yáñez, y publicaba sus escritos de arte, María Flora debió

contentarse con el matrimonio. Para eso se la había educado, de hecho, como ella misma

plantea en Historia de mi vida: “…llegué al matrimonio con desarrollo espiritual pero


Mayne-Nicholls 205

bastante incapacitada para la vida práctica, a excepción de dirigir bien los quehaceres

domésticos” (132). Yáñez separa lo doméstico de lo que llama “la vida práctica”, es decir,

aprender a lidiar con las presiones y responsabilidades de la vida adulta. Inés Echeverría se

refiere a la preparación que recibían las niñas de élite para el futuro, que siempre se limitaba

a convertirse en esposa y madre: bastaba con leer la Biblia y saber lo suficiente de aritmética

para sacar las cuentas, ya que las mujeres no eran más que “la hembra reproductora de la

raza, la esclava fiel” (“Pasado y presente” 223). De hecho, la primera mitad del siglo XX

chileno es controlada por la autoridad masculina, ya sea del padre o del marido, que

certifica que las mujeres se circunscriban a los ámbitos privados y familiares. Esto es más

marcado en el caso de las clases privilegiadas económicamente, por cuanto las mujeres no

tenían la necesidad pecuniaria de aportar otro salario al hogar; así nada justificaba que

realizaran labores remuneradas o de carácter público, como sucede con María Flora Yáñez.

Pero la escritora vive en una época bisagra, en que mujeres de la clase media y alta

chilena acceden al espacio público como mujeres con derecho propio, y no como hijas o

cónyuges. En Historia de mi vida es posible seguir el desacomodo en que la autora se

encontraba en esa época de puertas hacia adentro, en que escribía para sí, casi como si se

tratara de un pasatiempo; de hecho, ella misma describe que lo hace sin disciplina alguna:

a veces escribe todo el día; otras, pasa meses sin escribir palabra. Tampoco se la motivaba

a escribir. Su padre se oponía a su deseo de ser escritora, pero pareciera que ni el resto de

su familia ni su esposo apoyaban esta decisión. Por ejemplo, en un relato que la autora

realiza sobre su período de duelo por la muerte de sus hijas manifiesta: “Me han prohibido

leer, escribir, hasta pensar. Haré lo que aconseja Pepe [su esposo]: trabajar más con los

brazos y menos con la cabeza” (Historia de mi vida 132). Se vislumbra la escritura,

entonces, como algo ajeno a sus labores e, incluso, como algo peligroso. Esta situación
Mayne-Nicholls 206

también es mencionada por Inés Echeverría: “Durante la juventud en nuestros hogares no

se nos consultó nunca nada, no se nos confió la responsabilidad de cosa alguna. Se nos

mantuvo en tan perfecta ignorancia de la vida, que nuestro cerebro —por la peligrosa

facultad de discurrir— llegó a ser, más bien amenaza de desquiciamiento moral, que

conductor de nuestra vida…” (“Pasado y presente” 217).

Las mujeres de la élite deben ceñirse a un modelo bastante claro, como es el

reconstruido por Inés Echeverría, quien señala: “… tenía sed de libros en mi niñez, pero a

mis manos solo venían juguetes y bombones. Llegué a odiar las muñecas y los dulces. No

leí a Pascal porque estaba prohibido, ni a Shakespeare porque pintaba la vida como Dios la

hizo y no como debía presentarse a la forzada inocencia de una niña santiaguina” (“Pasado

y presente” 218). Cuando Echeverría dice “niña santiaguina”, no se refiere a cualquier niña

ni a todas. Está hablando desde su experiencia y de la experiencia de las mujeres de su clase

con quienes convivió. Veremos que, en el caso de María Flora Yáñez, algunos de los

aspectos de su infancia se alejan de estas circunstancias tan claras que recuerda

Echeverría170. Llaman la atención, por ejemplo, los episodios que Yáñez dedica a las

tertulias que se realizaban en su casa varios días a la semana, y a las cuales los niños podían

asistir, aunque permaneciendo en un espacio delimitado para ellos, al cual podían ingresar

los adultos, pero del cual los niños no podían salir sin permiso (Visiones de infancia 1947).

El horario, sin embargo, no era un problema, ya que tanto los adultos de la casa como los

niños se acostaban tarde: no antes de las once de la noche, hora a la que se tomaba un té

(Visiones de infancia 1947). Yáñez tampoco estudió en un colegio de monjas, como

170
Aunque la escritora Inés Echeverría (1868-1949) era cuñada de M. F. Yáñez, era bastante mayor: tenían
treinta años de diferencia. Esto puede ser pertinente cuando Echeverría se refiere al estatus de las mujeres,
por la distancia epocal; sin embargo, la construcción de niñas protegidas y preparadas para el matrimonio
seguía vigente cuando M. F. Yáñez crecía.
Mayne-Nicholls 207

Echeverría y otras mujeres de la élite, sino en el Liceo de Niñas N° 2, lo que posibilitaría

la convivencia con niñas de distintas realidades socioeconómicas. En cuanto a las lecturas,

era motivada a leer, aunque había un sector de libros prohibidos en la parte alta de la

biblioteca del padre. Estos no quedaban realmente inalcanzables y, además, ella no

aceptaba que la prohibición la alejara del libro que buscaba: “Por cierto que, antes de

cumplir diecisiete años, yo trepé a escondidas a la escalerilla portátil de la biblioteca de mi

padre y me sumergí, como en un océano sin fondo, en aquel mundo que trazó la pluma

genial de Maupassant” (Visiones de infancia 39). Esos libros que encontraba en los

anaqueles más altos “[h]abía que leerlos a escondidas pese a toda prohibición” (Historia de

mi vida 88).

A pesar de ciertas libertades en su infancia (de participación y de lectura), María

Flora Yáñez adulta se mantiene cercana al modelo de ser mujer que se resistía a morir en

esas primeras décadas del siglo XX. El cambio se efectúa cuando su primer libro es

publicado, cuando ella tenía 35 años (Eliodoro Yáñez había muerto un año antes, en 1932),

y comienza una carrera literaria que se extendió por cerca de cincuenta años. Durante ese

tiempo, María Flora Yáñez se dedicó a escribir (cuentos, novelas, textos periodísticos 171 y

una antología del cuento) y a llevar una vida pública. Es decir, por un lado, logra establecer

este cuarto propio del que habla Virginia Woolf172, y dedicarse a la escritura no como un

171
Publicó en El Mercurio, El Diario Ilustrado y la Revista Atenea.
172
“But for women … these difficulties were infinitely more formidable. In the first place, to have a room
of her own, let alone a quiet room or a soundproof room, was out of the question …” (Woolf 44). La
escritora inglesa se refiere a las necesidades materiales para escribir: contar con un lugar propio, privado, en
el que las mujeres se puedan dedicar a escribir, en vez de ser distraídas por las todas las tareas y prejuicios
que la sociedad patriarcal les otorga. Toril Moi aborda ese mismo dilema cuando dice: “… beware of the
fantasy of a clear day, let alone the clear week or month. And don’t go overboard with the dream of the
clear desk, either. In short, don’t put off writing until you have a clear day. Don’t clean the house before
writing. Don’t let an appointment at noon prevent you from writing at ten a. m. Write first, clear off the
busy work later. Surely you can go one more day without cleaning the refrigerator” (“Writing is thinking”).
Mayne-Nicholls 208

pasatiempo ni a hurtadillas, sino con el claro propósito de ir publicando. Por otro, está la

realización en el ámbito público, por cuanto no se contenta con escribir y publicar, sino que

sale del espacio íntimo de la casa. En este contexto realiza charlas, participa en congresos

y reuniones173, funda en 1935 la versión local del Pen Club174, que también dirige, y

participa en la Sociedad de Escritores, de la cual fue su vicepresidenta.

Recepción crítica de la escritura de María Flora Yáñez

Hacia 2018, persiste un relativo desconocimiento en torno de la obra de María Flora

Yáñez, porque sus libros no han vuelto a estar disponibles. Esto contrasta con el

reposicionamiento que se ha hecho de su hermano Álvaro (Juan Emar) 175, cuyas obras han

ido reeditándose en forma paulatina en los últimos años. En su tiempo, los textos de M. F.

Yáñez tuvieron una buena recepción crítica y de lectores. Los críticos le dedicaron líneas

desde sus primeras obras. Entre ellos, Alone (1891-1984) emitió juicios mezclados sobre

los libros de María Flora Yáñez; fue particularmente duro con los primeros textos ligados

a la tradición criollista. Por ejemplo, en su crítica sobre Mundo en sombra (1935), Alone

alaba la primera parte de la novela y desecha la segunda: “Todo el resto … se lee, porque

hay que leerlo, no por gusto” (El Mercurio 1935). Luego sostiene sobre la autora: “Mari

173
Por ejemplo, participó en los congresos internacionales de escritores realizados en Buenos Aires (1936) y
Zúrich (1947), en el Centenario de la Societé des Gens de Lettres en París (1947), y en las jornadas literarias
de Santiago de Compostela (1954).
174
Asociación creada en Londres en 1921 para fomentar la cooperación entre los escritores y promover la
literatura y la libertad de expresión.
175
María Flora Yáñez no se detiene en su hermano en términos de figura literaria, aunque sí lo menciona en
sus dos textos autobiográficos. En Visiones de infancia le dedica el capítulo “El hermano”, en que se centra
en las peculiaridades de su personalidad. Por ejemplo, sostiene: “Mi hermano tenía reacciones curiosas ante
los acontecimientos más triviales y se sentía en él una tremenda soledad que ninguna presencia podía romper”
(Comarca 83). En tanto, en Historia de mi vida siempre se refiere a él como Pilo o Pilito, que era el apodo
familiar.
Mayne-Nicholls 209

Yan176 posee un talento demasiado vigoroso para no reaccionar. Sabe muchas cosas, acaso

no le falta un conocimiento más, el de sí misma, el de su camino propio” (El Mercurio

1935).

La escritora no se tomó bien las críticas de Alone. En una carta que dirigió a

Gabriela Mistral, a quien le ha enviado una copia de su libro Las cenizas, le solicitaba a la

poeta “su juicio sobre esta novela que pinta la vida de una mujer y su soledad rural que es,

acaso, la de toda alma femenina en nuestras tierras de Sud-América” (“Carta a Gabriela

Mistral” 1). A continuación, M. F. Yáñez le exponía que “Díaz Arrieta ha lanzado muy

gruesos juicios no solo sobre mi obra, sino sobre mi persona. Y no es extraño en él que

sistemáticamente se convierta en el enemigo de toda mujer que triunfa o empieza a triunfar”

(“Carta a Gabriela Mistral” 2).

Las palabras de Yáñez no concuerdan con el apoyo que Alone dio a varias mujeres

escritoras, incluyendo a la propia Mistral, Marta Brunet y María Luisa Bombal177. Alone

no cuestionaba el talento escritural de Yáñez, sino que escribiera sobre ambientes que, en

su opinión, no conocía bien, como el campo. Veinte años después de esas primeras críticas

aparecidas en su “Crónica literaria”, Alone alababa el cuento “Juan Estrella” (1954) de

María Flora Yáñez: “Representa un aspecto nada común en las letras chilenas, por lo

general pesadas: la ligereza elegante, una sonrisa rápida sobre el drama, un soberano

sentido de la medida, del equilibrio y el saber cambiar oportunamente, que da las

176
Los primeros textos de María Flora Yáñez fueron publicados con el seudónimo de Mari Yan, el que dejaría
pronto de lado para firmar las obras con su verdadero nombre.
177
Mistral y Brunet comenzaron a publicar en la misma época. La primera publicó Desolación en 1922 y
Ternura en 1924, mientras que Brunet publicó Montaña adentro en 1923. Por su parte, Yáñez editó su
primea novela, El abrazo de la tierra, en 1933, y Bombal, La última niebla en 1934. Aunque hay un desfase
en relación con cuándo comenzaron a ser editadas, las cuatro estuvieron activas al mismo tiempo durante la
década de 1930.
Mayne-Nicholls 210

proporciones justas” (El Mercurio 1955). Más tarde, Yáñez pareciera darle la razón a Alone

cuando escribe:

Debo advertir que hoy día reniego de mis tres primeras novelas que, aunque me

lanzaron al cumplimiento de mi vocación y obtuvieron espléndida crítica, sobre

todo la primera “El Abrazo de la Tierra”, no reflejan en absoluto lo que llegué a ser

en el terreno literario. Me equivoqué de camino, lanzándome al criollismo. No era

mi veta (Historia de mi vida 247).

En consecuencia, con sus primeras valoraciones sobre la escritura de Yáñez, Alone

recibe con elogios Visiones de infancia, destacando precisamente que la escritora esta vez

haya preferido describir la sociedad santiaguina, remarcando la posición socioeconómica

que Yáñez había detentado siempre:

Su posición social colocó a la autora en un sitio privilegiado; sus dotes de

observadora cogieron gestos, actitudes, figuras y siluetas, captando a veces, con una

especie de cándida malicia, las líneas más inesperadas, y acertando otras, sin

proponérselo, en el punto neurálgico que hace saltar la chispa o que abre la vena

escondida de los sentimientos hondos (Alone cit. en Visiones, 1960, 4).

Aunque Alone está describiendo las características que él valoraba de la escritura

de Yáñez, además se preocupaba de la intención de la autora, por cuanto estimaba que

algunos de los resultados de la narración de Yáñez fueron azarosos y no realmente

trabajados por la autora. Esto contrasta con el trabajo de reescritura que Yáñez fue

realizando a lo largo de los años en torno a Visiones de infancia.

El crítico Raúl Silva Castro (1903-1970) le dedicó comentarios elogiosos a Yáñez,

incorporándola en algunos de sus textos, como Historia crítica de la novela chilena (1960).

Silva Castro planteaba en este último texto que recién en el siglo XX aparecieron en la
Mayne-Nicholls 211

narrativa nacional lo que él llamaba “estilistas en la novela …, y … quien descuella en esta

difícil especialidad es Eduardo Barrios (por lo menos en El Hermano Asno), seguido de

cerca por Edgardo Garrido Merino, María Flora Yáñez y unos cuantos más” (411). El

crítico no separó la obra de María Flora Yáñez por ser escritura de mujer 178, sino que la

incorporó en la historia que estaba armando, destacando especialmente las novelas

psicológicas de Yáñez, debido a la “compenetración de la naturaleza y del espíritu de los

seres humanos que sobre ella discurren” (285). Además, sostenía que la autora “sabía

organizar el diálogo, hacer entrar y salir a los seres de la fantasía, de modo que se diseñen

en su luz exacta y en la proporción justa” (285). Por su parte, Luis Merino Reyes, al escribir

sobre El trigo y el vino (1962), destacaba la “caudalosa aptitud narrativa” de la autora y su

destreza retórica en la construcción de atmósferas. Merino Reyes concluía que El trigo y el

vino es un libro que “puede situarse entre las expresiones más decantadas de nuestra prosa”

(El Mercurio 1963). Años más tarde, Merino Reyes escribía una crónica en que recuerda

cuando María Flora Yáñez fue detenida durante la dictadura militar. Allí el crítico se refería

a ella como “notable prosista, candidata postergada al Premio Nacional de Literatura”

(Merino Reyes 11)179.

Ángel Custodio González (1947) reseñaba Visiones de infancia, vinculándola, al

menos temáticamente, con Elegías de Rainer María Rilke, que “nos ha enseñado a no creer

que el destino sea ‘algo más que lo denso de la infancia’” (70). Respecto a Yáñez,

178
Respecto del ingreso de las mujeres a la actividad literaria en el siglo XX, Ana Traverso sostiene que los
críticos en vez de apartarlas las leyeron y criticaron, aunque de manera dura: “Expuestas de pronto sobre la
malla del colador serán homogeneizadas al resto de los autores del canon y recibirán los mismos atributos
considerados masculinos …” (70).
179
Merino Reyes relata que a Yáñez la sacaron de su departamento. “No la maltrataron, acaso compadecidos
de su fragilidad, pero la amenazaron y la humillaron cruelmente. Después de un estúpido interrogatorio, fue
abandonada en la vecindad del matadero Lo Valledor. … ¿Por qué lo hicieron? Al parecer porque era la
abuela de Carmen Castillo Echeverría, hija del ex rector de la Universidad Católica, Fernando Castillo
Velasco, vinculada a Miguel Henríquez (sic)” (Merino Reyes 11).
Mayne-Nicholls 212

planteaba: “Con mano experta va trazando figuras, tenues y finas, ‘veladas por el manto de

niebla’, va precisando visiones, anotando impresiones y recuerdos con palabra emocionada

que, naturalmente, suena a veces más literaria que sentida” (70). González reconocía

entonces que, aunque autobiográfica, la obra de Yáñez es una reconstrucción textual. Luego

estimaba que “[e]s lástima, sí, que a veces, se estropee un tanto la visión por exceso de

adorno, de literatura fácil, de artificio formal” (70). El crítico concluía que este nuevo libro

“será bien acogido por quienes sepan gustar la fina modalidad expresiva, poetizante, de su

proza (sic)” (70) y postulaba una última idea acerca del trabajo de Yáñez, al considerar que

el texto construye “el cuadro de una etapa de la vida santiaguina” (González 70). El escritor

catalán Joan Estelrich destacaba que Visiones de infancia estuviera escrito por una mujer,

y hacía su lectura desde esa perspectiva: “Con razón puede hablarse de sobriedad y

equilibro, de armonía y elegancia. Es ese modo clásico francés que fijó el buen gusto de la

literatura femenina; es una destreza técnica que no se improvisa y que patentiza selectos

estudios y largas condensaciones internas” (Estelrich cit. en Visiones, 1960, 4). Estelrich

tenía una visión acerca de lo que debía ser la escritura femenina, en que queda marcado el

rasgo genérico, por considerar que las mujeres debieran escribir femeninamente, y a esa

feminidad de la escritura la considera equilibrada y armónica, es decir, sin excesos.

“[L]as autobiógrafas saben que se las lee como mujeres” (Nancy K. Miller cit. en

Smith 132). Esas cursivas del original destacan la carga genérica que se le daría a la

escritura de mujeres, es decir, no solo implica que la interpretación que el lector hace de la

obra depende del saber que fue escrita por una mujer, sino que se espera que escriba de

manera femenina. En tal sentido, la sociedad patriarcal además de otorgarle características

femeninas a las mujeres, se las asigna también a los textos que ellas escriben. Es lo que se

lee también en el texto de Carlos Droguett sobre Visiones de infancia, puesto que está
Mayne-Nicholls 213

continuamente destacando la pequeñez de la obra, lo frágil y efímero de los recuerdos que

Yáñez vierte allí; lo que contrasta con la primera aseveración de que Manuel Rojas y él

habían sido conquistados por este pequeño libro. “Pareciera … que uno de los signos de su

dolorosa capacidad de recordar es no insistir sobre nada, como si las palabras se le

introdujeran cruelmente en su carne más que en la carne de sus libros…” (Droguett 326).

A diferencia de Estelrich, Droguett ve esas características y reclama que María Flora Yáñez

no profundice, que no siga más allá, que no haya escrito el libro que él consideraba que

debería haber escrito. Lo ejemplifica con el capítulo “La sombra de Doña Bárbara”: “Este

corto e intenso capítulo debió dibujar una novela de la trágica historia de la tierra chilena,

pero la autora, urgida por sus fantasmas, aterrorizada ante el abismo, solo atinó a acumular

sombras empapadas en lágrimas y en sangre” (Droguett 329).

“La sombra de Doña Bárbara” es, de hecho, uno de los capítulos más extensos del

libro. En sus nueve páginas la autora desliza recuerdos sobre su madre, sobre las actividades

cotidianas de los niños, sobre los terrores nocturnos, sobre adultos que conoció,

entrelazándolos con recuerdos más recientes en que vuelve al fundo familiar (ya

completamente abandonado) a buscar unos papeles de su padre (Visiones 1947). En una

carta a Droguett, María Flora explica: “Mis visiones las escribí espontáneamente, como

brotaron. No profundicé más a causa de mi eterna precipitación. En aquel entonces me

parecieron hondas, porque en ellas entregaba mucho de mí misma. Hoy, creo, como tú, que

debí llegar más adentro” (Yáñez cit. en Droguett 315). La carta está fechada en noviembre

de 1976, lo que me hace pensar en que, tal vez, estaba diciéndole a Droguett lo que él

esperaba escuchar, debido a que, aunque fueran espontáneas, ella continuó trabajando en

Visiones de infancia, reescribiéndolo, mejorándolo, pero sin abandonar el formato de

estampas. El capítulo citado por Droguett es, de hecho, uno de los más trabajados en las
Mayne-Nicholls 214

ediciones posteriores. En la edición de 1960 le cambia el título por “La hacienda”, y lo

edita, sacando párrafos, incluyendo unos nuevos, y modificando los que permanecieron.

Droguett es insistente cuando habla del estilo narrativo de Visiones de infancia:

“…repitamos que es de lamentar sinceramente que María Flora Yáñez haya sido tan parca,

tan avara, tan temerosa al balbucear estas visiones de su infancia, sin engrandecerlas como

el tema lo requería” (Droguett 331). El escritor esperaba no simplemente los recuerdos

pequeños, personales, cotidianos de la infancia de Yáñez, sino la excusa para dar cuenta de

un tiempo que él consideraba crucial en la historia de Chile que fue “magistral en sus alturas

y profundidades, en sus bajezas innobles y en los comentarios marginales que a ellas hace

la insobornable vida” (Droguett 332). El escritor al centrarse en esa historia de las grandes

estructuras del país “no es capaz de descubrir la profundidad que logra el texto, tanto en la

conformación de una identidad femenina, como en el rechazo a esa tradición dominante

que encierra a la mujer en una idealización” (Mayne-Nicholls, “María Flora Yáñez”, 65).

De esa manera, empequeñece el discurso íntimo de la petite histoire de Yáñez.

Disminuir el trabajo literario de las mujeres no ha sido una rareza en el ámbito de

la crítica literaria que, durante la mayor parte del siglo XX en Chile, estuvo principalmente

en manos de los hombres. Es en ese contexto que en la década final del siglo XX y

comienzos del XXI las críticas literarias se hayan preocupado de resituar a las escritoras en

el campo literario nacional. Así ocurre con María Flora Yáñez. Lina Vera Lamperein

escribía sobre la autora: “volcó en sus creaciones su gran espíritu de observación y su

perspicacia para comprender los problemas humanos a través de los diversos personajes y

de los diferentes medios sociales que retrataba en sus escritos” (99). Destacaba asimismo

que la obra de Yáñez se inserte en un período de consolidación de la escritura de mujeres

(Vera Lamperein 2008). Eliana Ortega se refería a la “persistencia del carácter


Mayne-Nicholls 215

referencial/memorial” (124) que para ella prima en la obra de Yáñez, tanto en la

autobiográfica como en la de ficción propiamente tal. Dicha veta de tipo memorial se

manifiesta, de acuerdo con Ortega, “a veces en un movimiento nostálgico de un tiempo

pasado, tiempo aristócrata y democrático que veía desaparecer; otras, su obra se llena de

añoranza por un paraíso perdido” (124). Ortega mencionaba algunas de las estrategias

retóricas específicas que destacan en la escritura de Yáñez: “técnica de intercalar, de

entretejer secuencias de tiempo vastamente separadas; reflexiones sobre el tiempo, tales

como la continuidad y la discontinuidad del ser” (125).

Al pensar es esa consolidación de la escritura de mujeres, aparecen otros nombres:

Marta Brunet, María Luisa Bombal y María Carolina Geel, por ejemplo, quienes en su

escritura “adscribe[n] a la forma autobiográfica y personal” (Orozco 297). Orozco se basa

en que algunas de las creaciones de estas autoras son definitivamente de carácter

autobiográfico180, es decir, que construyen un relato sobre sus propias experiencias; y en

que otras las autoras presentan novelas en primera persona, a las que llama autobiografías

noveladas o ficticias181. Sobre Visiones de infancia, Orozco destacaba el tema de la niñez

y el estilo, al que considera una “crónica fragmentaria de la existencia” (311). Sobre esto

último coincidía Lorena Amaro, quien se centró en el estudio de las obras autobiográficas

de Yáñez: textos “cercanos al apunte, fragmentarios, sin voluntad unitaria” (“María Flora

Yáñez”, 93). Amaro estaba interesada en profundizar en los libros de Yáñez en tanto

autobiografía: cómo la autora se apropia del género; la complicada construcción de un

180
Orozco (1994) incluye aquí Visiones de infancia (1947) e Historia de mi vida (1980) de María Flora
Yáñez; Cárcel de mujeres (1956) de María Carolina Geel; y “La maja y el ruiseñor” (1960) de María Luisa
Bombal.
181
Entre las autobiografías noveladas o ficticias, Orozco (1994) agrupa libros como Espejo sin imagen (1936)
de María Flora Yáñez; El mundo dormido de Yenia (1946) y Soñaba y amaba el adolescente Perces (1949)
de María Carolina Geel; María Nadie (1957) de Marta Brunet; y La última niebla (1934) de María Luisa
Bombal.
Mayne-Nicholls 216

nombre propio; y la proyección de la sujeto en la esfera pública (Amaro, “María Flora

Yáñez”). Eso que Droguett desdeñaba como falta de voluntad en profundizar, críticas como

Orozco y Amaro, en cambio, lo reconocían como una característica de la escritura de

Yáñez, llámese fragmentaria, apuntes, estampas.

Natalia Cisterna (2014) estudia la inserción de María Flora Yáñez en el campo

cultural chileno, lo cual analiza desde el punto de vista del habitus182, es decir, “de los

principios culturales y valóricos de cada autor” (106). Al respecto, sostiene que Yáñez

decide no asumir de forma íntegra su labor pública: “Esta opción de no romper con su

habitus tendrá consecuencias en su inserción en las esferas literarias. María Flora Yáñez se

situará como una eterna visitante en el campo cultural, una turista que recorre espacios

exóticos para luego regresar a su nido familiar” (Cisterna 112). Esta conclusión descansa

en el análisis de Historia de mi vida de Yáñez, en la que la autora elude el relato de su vida

pública literaria.

Efectivamente, en Historia de mi vida la autora no describe su labor en el Pen Club

ni las presentaciones de sus libros, de hecho, ni siquiera se refiere a cómo sus obras fueron

recibidas por el público o la crítica; tampoco se habla de su labor en la Sociedad de

Escritores o su participación en congresos y reuniones internacionales. Pero sí hace un

reconocimiento de su propia obra y de su lugar en la historia literaria chilena a través de la

edición de Antología del Cuento Chileno Moderno (1958). De la misma forma que Mistral

182
Habitus es un concepto propuesto por Pierre Bourdieu, quien lo define como “a structuring structure,
which organizes practices and the perception of practices” (170) (“una estructura estructurante que organiza
las prácticas y la percepción de las prácticas”; la traducción es mía) y como “a structured structure: the
principle of division into logical classes which organizes the perception of the social world is itself the product
of internalization of the division into social classes” (170) (“una estructura estructurada: el principio de
división en clases lógicas que organiza la percepción del mundo social es en sí misma el producto de la
internalización de la división en clases sociales”; la traducción es mía).
Mayne-Nicholls 217

se posicionaba en el ámbito internacional al incluirse, por ejemplo, en el corpus de textos

que recopiló para Lecturas para mujeres (1924)183, Yáñez incluyó su propio trabajo184 en

la antología, puesto que se consideraba parte del canon nacional. En el prólogo de ese libro,

Yáñez sostenía:

En esta Antología he deseado, ante todo, presentar a autores cuyo acento y

expresiones dejaron atrás la era criollista185, trasmutando con su creación la realidad

que es siempre más compleja y misteriosa de lo que aparece… Dentro de la

limitación que impone esta clase de trabajo, he elegido a quienes, a mi juicio, están

más de acuerdo con la época que vivimos y la representan en su forma caótica y

atormentada (Antología, 8-9).

Es decir, Yáñez consideraba que su obra se insertaba dentro de aquellas que eran

capaces de mostrar las complejidades del mundo moderno, traspasando las apariencias

materiales. La autora también incluyó en esta antología el trabajo de Juan Emar (el

seudónimo con el que escribió su hermano Álvaro, 1893-1964) y el de su hijo Alfonso

Echeverría186 (1922-1969); a Salvador Reyes (1899-1970) y Claudio Giaconi (1927-2007).

183
Lecturas para mujeres es un libro de lecturas escolares que Mistral compiló en México para la Escuela-
Hogar Gabriela Mistral. En más de 400 páginas, Mistral incluye textos y prosas que considera mínimas para
la formación de las estudiantes. Mistral incluye algunos de sus propios trabajos en este listado, como: “Dos
elogios de la madre”, “Poema de la madre”, “Silueta de la india mexicana”, “Silueta de sor Juana Inés de la
Cruz”, “Croquis mexicanos”; junto con obras de Pedro Prado, Walt Whitman, John Ruskin, Juana de
Ibarbourou, Alfonso Reyes y José Vasconcelos.
184
Incluyó el cuento “Gertrudis”, publicado originalmente en el libro Juan Estrella. Madrid: Editorial
Samarán, 1954.
185
De todas maneras, incluyó en la antología algunos referentes del criollismo (lo que ella misma reconoce
en el prólogo), como Óscar Castro y Nicomedes Guzmán.
186
Alfonso Echeverría se suicidó poco antes de cumplir 47 años, dejando la mayor parte de sus obras
inéditas. María Flora Yáñez asumió la tarea de revisar, ordenar y publicar sus trabajos. En el prólogo que
escribió para la novela El Cocodrilo Anselmo, Yáñez relata: “Después de su ausencia definitiva, sentí, con
la fuerza de un mandato, que la única manera de conmemorar su memoria y de rendirle homenaje, era algo
bien difícil: sumergirme en el océano de páginas inéditas escritas a máquina que quedaron abandonadas y
tratar de compaginar esos kilos y kilos de desorden para extraer en parte su pensamiento” (“El Cocodrilo
Anselmo”, 5).
Mayne-Nicholls 218

Entre las mujeres, eligió trabajos de María Luisa Bombal (1910-1980), Teresa Hamel

(1918-2005), Margarita Aguirre (1925-2003), Elisa Serrana (1930-2012) y Silvia

Balmaceda (1913-2005)187.

La escritura autobiográfica puesta en cuestión

Visiones de infancia es un texto en proceso. Publicado por primera vez en 1947, fue

reescrito, modificado y reorganizado en 1960 y en 1971, en un camino que pareciera ir

desprendiéndose cada vez más del carácter autobiográfico, a la vez que consolida la

escritura. Aunque hay modificaciones, el relato mantiene tanto el estilo como su historia.

Ambientado en las dos primeras décadas del siglo XX, la figura central de la narración es

la niña María Flora, hija de una familia de la élite santiaguina de la época. Más que el relato

acerca de la vida de la niña, sobre lo que le pasó, Visiones de infancia es un texto sobre

aquello de lo que fue testigo, lo que vio, lo que sintió, lo que escuchó. No hay aventuras,

sino un compendio de breves estampas o postales de su vida cotidiana. A veces estas

abordan episodios específicos que ella vivió, pero se trata más bien de encuentros con la

alteridad, del descubrimiento de los otros. Y más que sucesos puntuales, las páginas están

colmadas de percepciones atrapadas por los distintos sentidos: son sensaciones del tacto,

de la vista, del oído, del olfato. Por eso, una de las estrategias de María Flora Yáñez es

187
Todas las autoras publicaron cuentos en revistas y antologías. En cuanto a sus novelas, Bombal es la más
conocida de las autoras abordadas por Yáñez, con sus obras La última niebla (1934), La amortajada (1938)
y House of mist (1947). Teresa Hamel publicó volúmenes de cuentos y novelas: El contramaestre (1951),
Raquel devastada (1959), La noche del rebelde (1969), Verano austral (1979), Las causas ocultas (1980),
Dadme el derecho a existir (1984), Leticia de Combarbalá (1988) y Las cien ventanas (1992). Margarita
Aguirre escribió Cuadernos de una muchacha muda (1951), El huésped (1958), La culpa (1964), El residente
(1967) y La oveja roja (1974). Elisa Serrana es autora de Las tres caras de un sello (1960), Chilena, casada,
sin profesión (1962), Una (1966), En blanco y negro (1968) y A cuál de ellas quiere usted,
mandandirumdirundá (1985). Silvia Balmaceda, la hija menor de Teresa Wilms Montt, no tiene obras
publicadas; en la antología Yáñez incluyó el cuento “Alina”.
Mayne-Nicholls 219

abordar descripciones sensoriales que tratan de comunicar cómo se sintió esa infancia que

está recordando. Son parte del corpus de mi investigación tanto ese primer libro de 1947,

como las reediciones de 1960 y 1971, a través de las cuales busco establecer cómo se

configura la representación de la niña María Flora y de otras niñas y niños que aparecen en

sus páginas, como también de los espacios de infancia que la autora configura.

Aunque se trata de un texto narrativo, Visiones de infancia (1947) se inserta en un

género con mayor especificidad, ya que se trata de un libro autobiográfico. Esto está

explícito en la primera edición del texto, por cuanto la autora ha incluido una breve

introducción. Estas breves líneas están impresas en itálicas, lo que reafirma el carácter

personal de estas, indicando que son palabras de la propia autora y no parte del relato de la

narradora que construye en las páginas siguientes. Esto marca una diferenciación entre el

texto introductorio y las estampas que constituyen el relato. La introducción dice:

Reflejos que suavemente y a intervalos colorean el camino. Pálidas vetas que

emergen y tiemblan un segundo antes de ir a reintegrarse de nuevo a ese gran

cementerio de episodios e impresiones, de seres y rumores que cruzaron

fugazmente, sin dejar otro rastro que un reflejo impreciso. Son muchos.

Demasiados. Solo he vertido en este libro los menos frágiles, aquellos cuya luz

puede impresionar el papel sin quebrarse (Visiones, 1947, 9).

La mayor parte de la introducción está constituida por una reflexión acerca de la

memoria y de la cualidad inefable de los recuerdos. Estos son vistos como fantasmas o

apariciones, apenas un remedo de lo que la experiencia vivida realmente fue. Y, a pesar de

que la memoria apenas puede recuperar una sombra de lo ocurrido en el pasado, algunos

recuerdos son demasiado poderosos como para traerlos y, en el fondo, exponerse. Así como
Mayne-Nicholls 220

en Mistral la palabra atorada y que quiere salir puede quemar la garganta (“Una palabra” 188,

En verso y prosa 412), ciertos recuerdos de María Flora Yáñez son capaces de rasgar el

papel. Solo en la última oración sabemos que hay un yo implícito: “he vertido en este libro”

(9); lo que se convierte en el indicador de que es la autora quien ha tomados sus recuerdos

(algunos de ellos) y los ha convertido en relato. Esto se conecta además con la primera

parte de la dedicatoria: “A mis padres y a todas las personas —ya desaparecidas— que

dejaron un pedazo de su alma en las páginas de este libro” (8). Estas palabras adelantan un

libro centrado en los personajes, más que en las acciones. Si bien hay recuerdos de eventos

y hechos que ocurrieron, el énfasis, efectivamente, está en los personajes, cómo reaccionan,

cómo sufren y cómo se alegran, cómo enfrentan la vida. Todo esto, además, en relación

con el pasado: quienes inspiraron su escritura, quienes aparecen construidos con palabras,

ya no existen. La segunda parte de la dedicatoria —“A mis hijos, fuerza y estímulo en mi

vida”— nos lleva al presente de la enunciación de María Flora Yáñez y nos recuerda que

la niña de las páginas es también un personaje y que no encontramos su enunciación.

La presencia de los niños en la literatura suele ser un recurso retórico, que permite

mostrar los sucesos de las narraciones desde perspectivas distintas al discurso hegemónico

o bien para establecer críticas a ciertas estructuras sociales. Amaro y Arecheta reconocen

en la narrativa chilena con tema de infancia un grupo de textos en que los niños aparecen

como “portavoces de la imaginación, cercanos a veces al mundo onírico del romanticismo”

(55). En ese conjunto de libros incluyen Visiones de infancia, y también Daniel, niño de

lluvia (Benjamín Subercaseaux, 1938) y La infancia (Luis Oyarzún, 1940).

Específicamente sobre estos textos plantean que “dejan entrever duras críticas al mundo

188
El poema pertenece a Lagar (1954).
Mayne-Nicholls 221

adulto, sobre todo en lo relativo a la institución y a los roles de género asignados dentro de

ella” (Amaro y Arecheta 56). El texto de Yáñez toca aspectos sociales de su época, de

hecho, hay un cierto énfasis en la modernización de la ciudad: el paso de los carruajes a los

autos, el uso del teléfono, la aparición de edificios, además del surgimiento de una clase

media ilustrada y la despedida de una clase aristocrática a la que Yáñez llama “rancia”

(Visiones, 1947, 52). Sin embargo, todo esto es abordado soslayadamente desde la visión

de infancia. La mirada de infancia permite regocijarse y criticar, y hacerlo desde el relato

de la vida cotidiana: las tardes de juego, las visitas que se hacen y que llegan a casa, las

vacaciones, el trayecto diario al liceo en tranvía. Los eventos extraordinarios se ubican, de

todas formas, en una perspectiva íntima y familiar: las muertes, los funerales, los temblores.

Tiene sentido que Yáñez hable desde la intimidad del hogar y de los sucesos cotidianos,

por cuanto ese es el mundo en que vivió su infancia. Su padre, Eliodoro, puede haber sido

un actor relevante en la escena política y social de la época, pero eso ella lo capta desde la

intimidad: porque la oficina de papá está en casa, porque viene gente importante a visitarlo;

pero María Flora no participa de esa vida política pública, solo observa una pequeña

fracción de ese mundo desde su propio espacio.

Este foco en el acontecer cotidiano, mínimo, no es extraño. La escritura de mujeres

se ha caracterizado por centrarse en el relato de “lo personal y [de las] preocupaciones

íntimas” (Stanton 87), mientras que las autobiografías escritas por hombres se suelen

caracterizar por abordar sus “logros profesionales” (Stanton 87). Este binarismo

simplemente da cuenta de la división sexual entre público y privado asociada a las

sociedades hegemónicas masculinas, donde se ha asociado a las mujeres a lo privado, y a

los hombres a lo público. El que Yáñez se centre en el aspecto íntimo no hace que su obra

sea menos relevante, sino que da cuenta de una situación. Es interesante considerar este
Mayne-Nicholls 222

tipo de relatos a la luz del concepto de literatura menor de Deleuze y Guattari (1990), esto

es de la literatura que “una minoría hace dentro de una lengua mayor” (28). La minoría es

la escritura de las mujeres. Recordemos que se trata de la primera mitad del siglo XX en

Chile, en que todavía se espera que la mujer esté limitada al ámbito privado. Es lo que

Eliodoro Yáñez le ha dicho constantemente a su hija: que no publique para que no se

exponga, para que no quede “en la línea del fuego, te harán añicos” (Droguett 297).

Proteger a su hija de la exposición implica justamente una relación de orden

patriarcal, en que es preferible que la mujer guarde silencio para que no quede catalogada

como una loca. Lo femenino es identificado desde el punto de vista patriarcal con “la

ausencia, el silencio, la vulnerabilidad, la inmanencia, la interpenetración, lo no

logocéntrico, lo impredecible, lo infantil” (Smith 94). Y una manera de romper con ese

silencio es escribir; de hecho, no dejar que la mujer sea escrita por los hombres —como

hace Droguett al escribir a María Flora Yáñez—, sino que la mujer se escriba a sí misma.

Yáñez se escribe a sí misma y a los demás desde su perspectiva una y otra vez cuando

vuelve a tomar su libro Visiones de infancia y lo modifica.

La versión de 1960 de Visiones de infancia es más que una reedición. Se trata de

una reescritura del texto de 1947, en que Yáñez fusiona algunos capítulos, reescribe otros,

edita largos pasajes de lo ya publicado y presenta algunos nuevos capítulos. Además,

elimina el texto introductorio, aunque conserva la dedicatoria. La introducción era relevante

en la primera edición por cuanto nos situaba en el terreno autobiográfico. A pesar de esa

ausencia, el libro de 1960 incluye la etiqueta “Memorias” (5). Por una parte, se elimina la

declaración de la autora acerca de que son sus propios recuerdos los que aparecen en las

páginas y, por otra, se incluye el mensaje editorial de que lo que se leerán son memorias,

es decir, se insertan en el campo de las escrituras del yo y la intimidad.


Mayne-Nicholls 223

En cuanto a la nueva organización del texto, el cambio está presente desde el primer

capítulo. En vez de “El primer miedo”, el relato sobre un fuerte temblor que encabezaba la

versión de 1947, la de 1960 inicia con “La calle de mi infancia”, lo que permite configurar

mejor el espacio en que se dibujan las distintas estampas. Por un lado, está la calle San

Antonio en que estaba ubicada la casona de los Yáñez Bianchi, y que Yáñez sitúa “en pleno

corazón [de] Santiago” (9), lo que habla de la conciencia que tiene de su posición en la

sociedad. Y, por otro, está el espacio de la infancia, como un territorio que nos disponemos

a explorar, y que, a diferencia de la establecida calle San Antonio, se dibuja como un

espacio difuso, en que la posición de la niña representada ya no es central, sino marginal.

Lo que viene, entonces, es introducirse tanto en la casa —en el espacio físico, pero íntimo

y privado, de la familia— como en la infancia —el espacio íntimo y privado de la niña

María Flora en torno a la cual se construyen las historias. Destaca también la estampa

“Personajes”, en que Yáñez reúne los pasajes de varios capítulos dedicados a gente que se

cruzó por su camino, en general, artistas o escritores. No se trata, simplemente, de unir

párrafos bajo un solo título, sino que hay un trabajo de edición que permite fijarse en la

forma en que los distintos personajes son observados, más que en las particularidades de

cada uno. Ese trabajo de reelaboración se extiende a todo el conjunto de capítulos, pero

todavía se ubica en el campo de la autobiografía.

La edición de 1971 es la que nos permite cuestionar el estatus autobiográfico de la

obra. El texto es asumido por la autora de una manera diferente, por cuanto ya no lleva por

título Visiones de infancia, sino Comarca perdida. Básicamente se trata del mismo texto

de 1960, ya que los cambios son mínimos. Por ejemplo, el capítulo “Chin” —sobre el primo

más querido de la autora, que murió cuando era adolescente— pasa de ser el séptimo

apartado a ser el octavo, después del relato sobre la hacienda que Eliodoro Yáñez comprara
Mayne-Nicholls 224

cuando eran niños. Los otros cambios corresponden a trabajos de edición ortográfica, en

donde se eliminan tildes y se corrigen minúsculas. Los elementos que más resaltan,

entonces, tienen que ver con los paratextos. Primero el título, en que el acento ya no está

puesto en el cómo son los recuerdos —apenas unas visiones difíciles de concretar en el

papel—, sino en la infancia, que es identificada en términos espaciales. Se reconoce a la

infancia como una comarca, lo que no constituye cualquier tipo de territorio, sino uno que

“se identifica por determinadas características físicas o culturales” (RAE). Esta comarca es

reconocible por ser el territorio de infancia, y algunas de las características que lo definen

son la vulnerabilidad, la fragilidad, lo efímero, lo sensorial. Esa infancia tan frágil y ya

desvanecida es recreada en los relatos.

La identificación de la comarca perdida con la infancia es una constante,

especialmente, en la poesía. En la poesía lárica 189, encontramos presente la idea de un

“tiempo perdido, mientras la memoria se hunde en un pasado irrecuperable” (Nómez 217).

La narrativa de Yáñez tiene estas características, sin embargo, el larismo nos lleva a la

provincia y al mundo rural. En el caso de Yáñez el campo y la provincia están presentes y

son parte esencial de su experiencia de infancia, pero siempre como visita; son lugares

conectados con las vacaciones. El larismo se constituye en contra de la modernidad, pero

Yáñez no la rechaza, porque su experiencia de infancia tiene que ver con la ciudad y la vida

de una sociedad capitalina que está inserta en un proceso de modernización.

En la edición de 1971 no hay ningún texto introductorio, como en el primer libro,

que guíe la lectura hacia lo autobiográfico. Tampoco está la etiqueta de la segunda edición

que introducía a los lectores en el campo de las memorias. Solo conserva la dedicatoria,

189
Algunos representantes del larismo son Jorge Teillier (1935-1996), Rolando Cárdenas (1933-1990) y Delia
Domínguez (1931) y Efraín Barquero (1931).
Mayne-Nicholls 225

pero a medias: “A mis padres y a todas las personas —ya desaparecidas— que dejaron un

pedazo de su alma en las páginas de este libro” (7), que no alcanza a prefigurar una lectura

desde el yo autobiográfico. Han pasado veinticuatro años desde la primera edición y cada

vez se amplía más la distancia entre el presente de la enunciación y esa infancia del “reflejo

impreciso” (Visiones, 1947, 9). Esa separación temporal ineludible pareciera establecer otra

distancia: la de la narradora con la niña que ocupa las páginas del libro. El cambio de título,

el eliminar los rastros que indicaban que esto era una autobiografía, refrendan, de cierta

manera, esa distancia: tomar los recuerdos propios y trocarlos definitivamente en una

creación, al menos, para los lectores. Es esa acción la que implica el cuestionamiento del

carácter autobiográfico de la obra, y pone en evidencia la pregunta de si ese carácter es

siquiera necesario para la apreciación del libro.

La edición de Comarca perdida privilegia el texto en vez de poner el énfasis en que

lo narrado le ocurrió a la autora. En ese sentido, transparenta lo que sucede con cualquier

narración en que el yo está involucrado, y es que se trata de una recreación de lo sucedido,

y en ese sentido, se hace una ficción de los recuerdos propios. “[L]a autobiografía no

depende de los sucesos sino de la articulación de esos sucesos, almacenados en la memoria

y reproducidos mediante el recuerdo y su verbalización” (Molloy 16). Efectivamente,

aunque los textos autobiográficos estén anclados de alguna manera en el mundo

extratextual, al ser actualizados y narrados por los autores son ficcionalizados. Es por esto

que Pozuelo Yvancos sostiene que “toda narración de un yo es una forma de ficcionalidad”

(24). Esto es, puede que en Visiones de infancia y Comarca perdida haya recuerdos y

testimonios, incluso, de María Flora Yáñez, pero lo que leemos no son los hechos en sí,

sino una reconstrucción textual.


Mayne-Nicholls 226

Estampas sobre el papel

La enunciación de Visiones de infancia es la de una narradora adulta que rememora

su infancia, pero no para hacer un recuento detallado de los hechos y anécdotas del pasado.

Más bien, esta narradora está tratando de recuperar las emociones, las sensaciones y ciertas

impresiones acerca de lo vivido, como en una forma de volver a sentir, ahora que es adulta,

con la intensidad con la que sentía cuando era una niña. Para dar cuenta de este registro de

emociones, Yáñez construye un personaje niña que habita el espacio de la casa familiar,

que es la sostenedora de las sensaciones e impresiones del pasado, las que son mediadas,

elaboradas y transmitidas por la narradora adulta. Esta configuración queda asentada desde

el comienzo de la narración, cuando la narradora nos anuncia el viaje temporal —y virtual

a la vez— en que se está embarcando: “Retrocedo hacia la más lejana infancia, hacia esa

zona de recuerdos que ha quedado detenida en un rincón de la mente, diáfana e imprecisa

como aquellos paisajes envueltos en un velo de niebla” (Visiones 11). A través de esa

presentación, quiero quedarme con dos aspectos. El primero es que queda claro el esfuerzo

que la narradora se propone: ir a la niñez más lejana, sabiendo que la tarea será infructuosa

porque los recuerdos de esa época son imprecisos. La narradora quiere rememorar un

tiempo en que no se hacían anotaciones para el futuro, en que la experiencia tenía que ver

solo con el presente, lo cual hace que el tratar de rememorar devuelva solo resultados

fantasmales. Estos recuerdos diáfanos, al tratar de verlos con claridad, simplemente dejan

pasar la luz, dejando sensaciones abstractas antes que relatos concretos.

El segundo aspecto que me interesa es la metáfora que usa para describir esos

recuerdos de la infancia: “paisajes envueltos en un velo de niebla” (11). La imagen que

construye nuevamente conecta con lo fantasmal, diáfano, esquivo, lo que es imposible de

precisar a tal punto en que se cuestiona, incluso, si es real o es algo que estamos
Mayne-Nicholls 227

imaginando, como si se tratara de visiones —como en el título del libro—. Esto me lleva a

cuestionar el sentido autobiográfico del texto, en el sentido que lo importante no sería lo

que realmente ocurrió, sino las sensaciones de lo que ocurrió. Pero, además, la narradora

está equiparando los recuerdos y la infancia con paisajes, la metáfora es de carácter

espacial; y esta es enfatizada en la reedición de 1971, en que el título de Comarca perdida

nos introduce en la idea del territorio desde un comienzo. No es inusual esa relación que

Yáñez establece, de hecho, la literatura de infancia de carácter fantástico descansa sobre la

idea de que la niñez es un territorio. Esa espacialización de la infancia tiene que ver con los

intentos de los autores de imaginar una infancia a las que es imposible acceder. En la

literatura fantástica eso redunda en la construcción de mundos en que se evade la

temporalidad y la linealidad. Es lo que ocurre, por ejemplo, con Peter Pan y Wendy y Las

crónicas de Narnia, en que solo los niños que viven el presente sin proyecciones hacia el

futuro, son capaces de habitar estos espacios en mundos paralelos a los de la seguridad de

la casa.

Fictional children … often have a magical place to visit, inhabit, explore, or even

rule. All of these friendly spaces, of course, were dreampt up by adult authors—the

tradition of creating such spaces is so pervasive as to be untraceable. The most

popular landscapes are the garden and remote island, but all of these childhood

spaces share one quality—they are clearly bound and inaccessible to adults. …

Adults imagine such inaccessible spaces in order to be the exception to the rule—

the adult who has access (Honeyman 51)190.

190
“Los niños ficcionales … a menudo tienen un lugar mágico para visitar, habitar, explorar, o incluso
regir. Todos estos espacios amigables, por supuesto, fueron soñados por autores adultos —la tradición de
crear tales espacios es tan penetrante como imposible de rastrear. Los paisajes más populares son los
Mayne-Nicholls 228

En el caso de Visiones de infancia es el mismo espacio de la casa el que es elegido

para situar la infancia, a la que ni siquiera la narradora adulta puede acceder realmente, a

diferencia de lo que ocurre con esos adultos espaciales de los que hablan como Honeyman,

y que logran entrar a estas zonas prohibidas para los mayores porque todavía tienen la forma

de mirar de los niños, en que todo es nuevo y maravilloso. La narradora de Visiones de

infancia no puede acceder, pero quisiera acercarse a esa mirada de infancia que tenía, y en

ese sentido el esfuerzo de ir atrás la lleva a tratar de recuperar impresiones antes que hechos.

El viaje hacia la infancia a rescatar las sensaciones de la niñez, que se sabe que son

inasibles, se traduce en dos aspectos que aparecen entretejidos en el libro: la elección del

modelo narrativo y la forma de narrar. Al primero lo llamo escritura de estampas y al

segundo, estética de la fragilidad. Las estampas literarias no han sido ajenas a la historia de

la literatura, pero se trataba de la estampa real, esto es, grabados que acompañaban los

textos, y que cumplían funciones relevantes en tiempos en que la alfabetización no estaba

extendida. En el caso de Visiones de infancia las estampas son estas narraciones breves a

través de las cuales se construye el relato, en que cada episodio habla sobre algo en

particular: el primer miedo sentido que es identificado con un terremoto; los terrores

nocturnos; la pieza abandonada que se destina a espacio de juegos para los niños, etc. Son

veintidós estampas en Visiones de infancia, la edición original de 1947, y veintiséis en

Comarca perdida de 1971. En el ámbito anglosajón también aparecen las estampas con el

nombre de “literary sketches”, esto es, relatos narrativos breves, en general anécdotas o

retratos, escritos en un tono coloquial (Encyclopaedia Britannica 1998). Los podemos

jardines e islas remotas, pero todos estos espacios de infancia comparten una cualidad —están claramente
prohibidos e inaccesibles para los adultos. … Los adultos imaginan tales espacios inaccesibles con el objeto
de ser la excepción a la regla: el adulto que tiene acceso”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 229

vincular a las crónicas y recados que escribía Gabriela Mistral, en los que proveía de su

perspectiva particular acerca de temas o personajes. En este sentido, el género presenta un

cruce entre literatura y periodismo.

La idea de estampa que propongo en esta investigación no se limita a ver la

narración en términos episódicos ni se emparenta con el periodismo. Para entenderla hay

que verla en términos metafóricos, y en ese sentido, tomo dos de las acepciones que la RAE

da para estampa: “Reproducción de un dibujo, pintura, fotografía, etc., trasladada al papel

o a otra materia, por medio del tórculo o prensa desde la lámina en metal o madera en que

está grabada” y “huella: señal del pie en la tierra”. Pienso, entonces, en los recuerdos que

se guardan en la memoria como dibujos —aquellos que estarían en la lámina de madera—

que son estampados en la hoja de papel, es decir, en la narración. Pero tal como sucede

cuando se trabaja con grabados, todo depende de cómo era el original y de la cantidad de

pintura usada para su reproducción. De tal manera, un original en que el dibujo está tallado

de forma leve e imprecisa dejará una marca todavía más imprecisa en el papel. Una estampa

nunca es el original, es una copia que a medida que se va estampando en el papel, va

perdiendo pintura y, por lo tanto, nitidez. Lo mismo sucede con la huella en la arena: no se

trata del pie, sino de una marca, una señal, más difusa y que se va desgastando.

El género literario que reconozco en Yáñez tiene que ver con la imagen de estampar

descrita. En ese sentido, este tipo de escritura que desarrolla la autora en Visiones de

infancia tiene una serie de características que la distancian de la idea del retrato o de la

crónica. En primer lugar, las estampas que construye Yáñez son fragmentarias, por cuanto

los temas que abordan se interrumpen y no se vuelven a tocar; no hay un sentido de una

idea acabada o cerrada, sino de algo inconcluso, sobre lo cual no hay un parecer

concluyente. Una escritura fragmentaria implica una construcción a través de relatos breves
Mayne-Nicholls 230

y separados, que, aunque entregan una idea general, no están diseñados para ofrecer una

narración coherente en términos lineales y progresivos. “The fragment … involves an

essential incompletion” (Jean-Luc Nancy y Francois Lacoue-Labarthe cit. en Bruns). Esa

incompletitud es la forma en que se organizan las estampas de Yáñez. Es con esa lógica

fragmentaria que el libro pasa de hablar de las sensaciones del primer miedo de infancia al

goce de ver pasar los cortejos fúnebres desde la ventana enrejada de la casa familiar. O de

pasar de hablar de la sala de juegos a los terrores nocturnos. Por supuesto, sigue habiendo

un eje: las sensaciones de infancia. pero al tratarse justamente de sensaciones, estas no son

abordadas como en un discurso cerrado y seguro, sino abierto y tentativo.

Mi madre guardó silencio, pensando quizás que por primera vez yo, tan verídica,

decía una mentira. Me miró a los ojos con asombro y yo sentí que una neblina de

lágrimas empezaba a empañar mis pupilas, pero no habría podido explicarle —ni a

ella ni a nadie— qué clase de cosa era la que, cada mañana, me arrebataba sin querer

la rubia niñita de mirada incolora (Visiones 49).

En el extracto anterior aparece esa idea de incompletitud. La narradora enuncia que

la niña María Flora (el personaje en las páginas del libro) no es capaz de explicarle a su

madre cuál es el problema que tiene con la niña que usa el tranvía a la misma hora que ella.

Pero no puede explicarle “ni a ella ni a nadie”. Es decir, incluso con el paso del tiempo, con

el hecho de que hay una narradora adulta que podría reflexionar al respecto, todavía no es

capaz de arrojar alguna luz acerca de esos sentimientos que surgían cada vez que la niña se

subía al tranvía como si se tratara de una intrusa, que la afectaba a tal extremo que ya no

podía seguir adelante con sus ensoñaciones, sino que “[t]oda mi atención, toda mi

imaginación, estaba ahora concentrada en la figura desteñida de la niñita intrusa” (Visiones

48). La narradora comparte lo que significaba para ella, pero no entrega razones: ¿por qué
Mayne-Nicholls 231

la niña es una intrusa?, ¿por qué es/está desteñida? Las respuestas obvias de que la niña

está ocupando un espacio en el tranvía o que su cabello es rubio son insuficientes, porque

la construcción del relato implica esa imprecisión, el transmitir esas sensaciones que

parecen no tener lógica y que muchas veces no se sabe de dónde vienen.

La no linealidad del relato es una segunda característica que se desprende de la

fragmentariedad de las estampas. Implica que la organización del texto no es cronológica.

La narradora de Visiones de infancia trata de no entregar pistas acerca de la edad de la niña

María Flora. De hecho, no se la sitúa en tiempos específicos, sino que se opta por

construcciones ambiguas. Eso es lo que sucede cuando dice “la más lejana infancia” (11),

para entregar un relato en que la niña ya camina, como se desprende de “Mi madre… nos

coge de la mano y nos arrastra hacia la calle” (11); es decir, ese tiempo lejano tal vez se

refiere a lo que la narradora identifica como sus primeros recuerdos. Una de las pocas

estampas en que conocemos la edad de la niña es “La carta que no llega”, en que María

Flora tiene ya catorce años. El episodio está hacia el final del libro, lo que podría hacer

pensar en que la niña ha ido creciendo a medida que las páginas avanzan. Sin embargo, la

última estampa, “Visiones en la oscuridad”, vuelve a presentar a una María Flora más

pequeña, que tiene miedo de entrar a la casa que está vacía y a oscuras. Las citas “Los niños

estamos embriagados de júbilo” y “¿No ha olvidado algo, niñita?” (Visiones 131) tienen

las marcas textuales que nos hablan acerca de que estamos nuevamente frente a una niña

pequeña.

Este vaivén que se configura tiene sentido por cuanto Visiones de infancia es un

texto sobre los recuerdos, y cuando pienso en la forma en que funciona la memoria, veo la

relación entre lo no lineal y el recordar. La organización de la memoria no es lineal, sino

que se va y viene entre los recuerdos, yendo más lejos o más cerca sin ninguna progresión
Mayne-Nicholls 232

temporal lógica. Las asociaciones que se hacen para pasar de un recuerdo a otro no se

apoyan necesariamente en una ordenación basada en el tiempo, sino que puede descansar

en analogías, olores y sonidos, entre otros, que unen memorias que pueden estar alejadas

en el tiempo. Esta perspectiva no lineal tiene sentido en este caso, ya que Visiones de

infancia no es el relato de una historia. No es que haya principio, desarrollo y desenlace en,

pero desordenados —lo que más bien representa una estrategia para generar suspenso; estas

categorías no tienen sentido en el contexto de las estampas de Yáñez y el carácter

fragmentario de estas. Por el contrario, lo que puedo apreciar es que la narración utiliza las

estrategias retóricas que necesita para abordar el tema de los recuerdos difusos. Este tipo

de narración no lineal permite que, como lectores, podamos mantenernos en la fantasía del

recuerdo, en vez de exigir hechos y datos.

Esa evasión de lo lineal implica, por cierto, apartarse de las relaciones de causalidad,

de tal manera que la narración no se introduce en los por qué ni tampoco en los desenlaces.

Por ejemplo, las muertes de los hermanos (Lolito e Inés) no aparecen juntas en el relato ni

tampoco son relacionadas por la narradora. Especialmente en relación con la muerte de

Inés, no se sabe cómo afectó la vida familiar después ni si se tuvieron más resguardos con

respecto a la salud y bienestar de los otros hijos, sino que la narración se enfoca en

transmitir los sentimientos que despertó la pérdida de Inés en ese momento, y no cómo esa

pérdida pudo seguir afectando a la niña María Flora en el resto de su infancia. Desde esta

misma perspectiva, se entiende que la última estampa no sea un cierre del relato, sino que

mantiene la idea de que podrían sumarse más estampas con más recuerdos.

Una tercera característica del género de estampas desarrollado por Yáñez en este

libro es que los recuerdos son configurados de una manera difusa. La narración no busca

establecer un recuerdo fijo e inmutable, no se trata de establecer una verdad con respecto a
Mayne-Nicholls 233

lo que sucedió en el pasado de la infancia. Es en ese sentido que la narradora se preocupa

más de las impresiones de la niña que de conformar los contornos de los recuerdos. Esto

queda en evidencia en las estampas de algunos personajes que conoció en su infancia, en

que la narradora no se preocupa de decir claramente quiénes eran ni cómo se relacionaban

con la familia. Sucede con la estampa dedicada a Misabel, la que es narrada en segunda

persona, apostrofando a la mujer ya desaparecida. Como la narradora está configurando un

relato íntimo dirigido a Misabel —casi olvidando que hay lectores afuera del texto, de lo

que sí hay conciencia en otras estampas— tiene sentido que no le explique quién era. A

través de la narración se sabe que Misabel tuvo una vida difícil, que no obtuvo de la vida

lo que habría querido, pero no se sabe por qué. Más que apelar a la compasión diciendo

claramente qué le había sucedido a Misabel, lo que la narradora hace es estampar cómo se

sentía a través de ciertos objetos que arrancan recuerdos y que llevan a saltar en el tiempo,

siguiendo el relato de esas conexiones. Los bordados, las tazas de porcelana, las cartas que

escribía, el papel de seda, las zapatillas de baile, todo apunta a mostrar una mujer que fue

minimizada por no cumplir con los requerimientos de la sociedad en la que se movía.

“Ansiaste trabajar, ganar con tus manos de hadas unas migajas de independencia,

pero se te condenó a la inacción. No estabas colocada en ningún plano, Misabel, tú que

aprendiste desde siempre a hundirte en la sombra” (Visiones 101). Este fragmento muestra

la cuarta característica de estas estampas: la construcción de un relato desde una visión

mujeril. Esta perspectiva atraviesa el libro de Yáñez. La estampa “Carolina” tiene una

construcción similar a la de “Misabel”: son cinco páginas escritas en segunda persona y

dirigidas, casi como una conversación sin respuesta, a su mejor amiga de la infancia, quien

no es mencionada en la edición de 1947. La mitad del capítulo son recuerdos acerca de

cómo las niñas María Flora y Carolina intercambiaban mensajes en clase. La segunda parte,
Mayne-Nicholls 234

en cambio, aborda cómo sus caminos se separaron después de salir del liceo, debido a las

distintas vidas que llevaron. Mientras María Flora pasa sus días en un medio privilegiado

social y económicamente, Carolina ha terminado viviendo en una casa pobre con cinco

hijos que mantener. “Hace tiempo que no pertenezco a tu medio y seguiré bajando, bajando,

sabe Dios hasta dónde” (Comarca 70), le dice Carolina a María Flora cuando se

reencuentran. La situación de su amiga hace posible que la narradora aborde el tema del

frágil estatus de la mujer de la época.

La narradora de Visiones de infancia no se contenta con acumular recuerdos y

sensaciones. El relato de estos sentimientos inasibles y de los aspectos cotidianos de la vida

son parte de la petite histoire que construye la narradora, no con un afán trivial. De hecho,

veo el texto como un ejemplo de literatura menor en el sentido de Deleuze y Guattari

(1978), en que los problemas representados no son un mero escenario, sino que tienen una

perspectiva política: “El problema se vuelve entonces tanto más necesario, indispensable,

agrandado en el microscopio, cuanto que es un problema muy distinto en el que se remueve

en su interior” (Deleuze y Guattari, Kafka 29). Sin construir un texto detallado en torno a

Misabel o Carolina —puesto que son más los aspectos que se intuyen que los que se

especifican—, la narradora logra cuestionar el estatus de las mujeres en las primeras

décadas del siglo XX en Chile, en que eran subordinadas, silenciadas y duramente afectadas

por los prejuicios sociales. El espacio reducido de la familia de la niña María Flora logra

magnificar los problemas individuales y hablar, además de la condición de las mujeres, de

la condición de los niños y niñas. “¿Será una conciencia feminista?” (133), se pregunta

Eliana Ortega, sin poder dar con una respuesta unívoca. Mi respuesta es sí, hay una

conciencia feminista, que no se manifiesta de forma directa, sino que como estampa: difusa

y fragmentariamente.
Mayne-Nicholls 235

La estética de la fragilidad

Las estampas son el modelo narrativo que Yáñez usa para relatar sus sensaciones y

recuerdos de infancia. Las estampas con su carácter fragmentario, difuso, no lineal, pero

con una perspectiva política, están en una estrecha relación con la forma de narrar y con

aquello que se relata a lo largo del libro. He llamado a ese cómo se narra y qué se narra en

Yáñez, estética de la fragilidad, porque el estilo de escritura de los textos se construye desde

una noción de la fragilidad, por cuanto al relato se le escapan los detalles precisos (fechas,

nombres, ubicaciones), pero persisten las impresiones y sensaciones. La segunda es que los

mismos hechos de infancia que se relatan se instalan desde la noción de lo frágil, es decir,

la vida es vista como inestable. De tal forma, Yáñez construye una estética de la fragilidad

que da cuenta de un imaginario —el bloque de infancia que la autora lleva consigo— de la

fragilidad.

La primera característica de esta estética es que Visiones de infancia es un relato

sensorial, antes que un relato de hechos. Si la escritura sobre la propia infancia implica una

nostalgia del pasado, en Yáñez esa nostalgia no es por los sucesos y anécdotas que tuvieron

lugar durante su niñez, sino sobre las sensaciones, las emociones, las impresiones que esos

sucesos significaron. Esto está en concordancia con esta especie de advertencia que la

autora ha incluido en la primera edición del libro: si abrimos las páginas, no encontraremos

historias detalladas. Lo que encontramos son estampas en que se usó poca tinta, por cuanto

la recuperación de las sensaciones es tal vez más ilusoria que la recuperación de los hechos.

Esta narradora adulta está tratando de comunicar lo que sintió de niña, y eso resulta

prácticamente inefable. La estrategia con que se logra este propósito es centrar la narración

en lo sensorial. Es así que en “En el primer miedo” el terremoto como tal no tiene

relevancia: qué tan fuerte fue, cuándo ocurrió, qué consecuencias tuvo en la ciudad. Esas
Mayne-Nicholls 236

preguntas que van tras la información y los datos, no aportan nada al relato personal, el que

se traduce no en el qué, sino en el cómo: cómo hizo sentir a la niña ese terremoto, que debe

haber dejado una marca por cuanto constituye el hito de creación del miedo en la vida de

la niña. Antes de eso no existía el temor, después de eso será una constante, y es por ese

motivo que es necesario precisar que se trata del primer miedo experimentado.

Por una parte, el miedo es representado como aquello que pone fin a la novela

familiar tradicional y romántica: “Solo turba el silencio la suave presencia de mi madre

mientras ejecuta gestos insignificantes y habituales … Sus manos corren presurosas sobre

el claro tejido. Madejas de lana… Ovillar. Ovillar y después tejer” (Visiones 11). Hasta ese

momento la vida no fluye, sino que “transcurre inmóvil” (Visiones 11). Yáñez utiliza esa

imagen del transcurrir detenido para graficar cómo es percibido el paso del tiempo en la

niñez o, más bien, cómo no es percibido. La sacudida de la tierra y de los muebles, la

inseguridad, la actuación brusca de los adultos, modifica ese letargo. Por otra parte, el

miedo se narra a través de la personificación, recurso que se utiliza a lo largo del libro en

distintos momentos: “… mis ojos de niño ven una especie de fantasma gigante, de color

gris oscuro, con grandes alas abiertas, que entra a las casas de súbito sacudiéndolo todo, y

que desaparece luego, no se sabe por dónde” (Visiones 12). Al representar al miedo como

un espectro o un monstruo, Yáñez trata de transmitir la sensación de terror intenso que

implica que una niña se enfrente con un suceso desconocido. El hecho de que es una

emoción intensa está dada por el uso de adjetivos que se centran en el tamaño de la bestia

(gigante, grandes), y también porque se trata de algo arcano, por cuanto es difícil de precisar

(lo que se expresa en la elección del espectro como encarnación del terremoto), porque es

repentino (no se anuncia ni se despide), y porque es misterioso (por cuanto no se conocen

sus causas ni sus motivos). “No tuve tiempo de precisar si su rostro era de hombre o de
Mayne-Nicholls 237

pájaro” (Visiones 12), agrega después la narradora, expresando de esa manera la fugacidad

y también el carácter difuso de los recuerdos.

El miedo es un motivo recurrente en Visiones de infancia y, en general, se trata de

temores sin causa ni explicación. Como tales, el relato sensorial es utilizado en la narración

como una forma de transmitir cómo se sentía y qué se experimentaba cuando había miedo:

“siento la fragancia que llegaba por ráfagas en matices cambiantes e infinitos hasta

entremezclarse al color gris de la sala poblada de fantasmas” (Visiones 33). La narradora

no reconoce límites al hablar de sensaciones, sino que los presenta de formas novedosas

como una manera de comunicar la indecibilidad de lo sentido. Es así como en esta estampa,

que, de hecho, se llama “Sensaciones”, la narradora involucra y funde olor y color. No es

solo el color gris el que resulta fantasmal, sino el gris junto con esos aromas que se van

modificando a medida que se acercan hasta la niña María Flora. La fragancia tampoco es

aterradora en sí misma, sino por su mutabilidad, por la forma de acercarse como en olas

que imprimen nuevos olores, y porque pareciera que nunca van a desaparecer, sino que se

proyectan hasta el infinito, como una manera de transmitir que el principal temor que el

miedo involucra es que nunca vaya a desaparecer, sino que nos acompañe por siempre. Eso

concuerda con el hecho de que esta estampa está narrada en presente, como si ese miedo

representado por la fragancia mutable y sempiterna, y el color gris, no se haya limitado a

la infancia, sino que sigue estando en el presente de la enunciación de la narradora.

El poner todos los sentidos alertas y vertirlos en las páginas de las estampas es una

manera que encuentra la narradora para transmitir lo inefable, pero también busca transmitir

una mirada de infancia, en el sentido de que lo que la infancia ve se va renovando cada vez,

a diferencia de la mirada adulta que ha traducido el mundo a códigos ya conocidos y

aprendidos. Es así como “la vieja carreta hortelana”, algo que parece común y corriente, y
Mayne-Nicholls 238

que ha estado usándose durante años siempre para el mismo propósito, en la narración es

descrita como “olorosa y crujiente” (Visiones 67). El sentido del olfato es resaltado en gran

parte de las estampas, muchos hechos y lugares son aprehendidos a través de los olores que

emanan de ellos. Encontrar que la carreta es olorosa no reviste un tratamiento diferente,

pero decir que, además, es crujiente, sí invita a ver la vieja carreta con una mirada nueva, a

fijarnos no en cómo luce, sino en cómo suena la madera cuando la carreta se mueve. En el

mismo sentido las experiencias siempre nuevas y diferentes que tienen lugar en los jardines

de la infancia —experiencias que la narradora no explica a los lectores— también se sienten

a través del olfato, y su aroma es el del “verdor virginal de ilusiones” (Visiones 95). Esa

descripción permite reflexionar acerca de sobre qué está realmente hablando: sobre los

jardines o sobre la infancia. Si se refiere a la infancia, entonces la ve como un espacio (la

comarca, podría ser) nuevo, fértil, lleno de posibilidades.

El carácter fantasmal de los recuerdos de Visiones de infancia se traduce en una

segunda característica de esta estética de la fragilidad: el uso de una retórica que, en vez de

fijar y concretar, construye su relato a través de lo impreciso y lo sugerido, y también lo

que prefiere no ser pronunciado o que no se sabe cómo llevarlo a la página. El paratexto

introductorio de Yáñez ya hablaba de eso, al puntualizar que los recuerdos son apenas unos

reflejos difíciles de establecer. Una de las marcas textuales más claras en este respecto es

el uso de los puntos suspensivos que se presenta cada vez que la narradora necesita una

forma de continuar el relato sin exponer detalles o enunciados demasiado pesados. “Tantos

rostros…” (Visiones 80) se limita a exponer la narradora cuando quiere hablar de todos

aquellos que los antecedieron en la casa de Lo Herrera y que dejaron su marca en cada

rincón. En esa misma estampa enuncia “Don Esmeraldo pegándose un tiro…” (Visiones
Mayne-Nicholls 239

80), pero, en realidad, no quiere profundizar acerca del drama ocurrido, menos llamarlo

suicidio, porque eso lo hace todavía más real.

Los puntos suspensivos no solo representan el temor de fijar lo indecible, sino el

deseo de sugerir en vez de conformar, proponer en vez de poner término. “En verdad, para

qué vuelvo…” (Visiones 81) anota hacia el final del libro, en lo que en una primera lectura

puede entenderse como que el regreso a la hacienda es el regreso a un espacio demasiado

cargado de tristezas. Pero no son necesarios los puntos suspensivos para enfatizar ese punto,

porque la estampa ha girado, en gran medida, en torno a las tristezas vividas, por ella y por

otros, en esas tierras. Cuando se asume esa condición, estos puntos no son el temor a

pronunciar algo —después de todo, eso ya ha sido expuesto—, sino a dejar posibilidades

abiertas. Lo que hace la narradora es abrirse a la posibilidad de encontrar nuevas razones

para volver. En este caso, los puntos se constituyen como marcas sugerentes que indican

oportunidad. De todas maneras, hay temor en esa situación, porque el miedo es un motivo

que atraviesa el libro, pero aquí hay posibilidades de ser y hacer, a pesar del temor.

Este relato a través de los sentidos o que privilegia los sentidos que observo en

Visiones de infancia, a la vez que evade el concretar el relato, optando por sugerir antes

que precisar, da cuenta de un imaginario de una infancia que es leída principalmente desde

su vulnerabilidad. Este texto nos muestra una sociedad que está cambiando, en que la

modernización está extendiéndose en aspectos de la vida cotidiana, al mismo tiempo que

todavía se mantienen los ritmos de los comienzos de la república. “Cierto día, mi padre

obsequió para su cumpleaños a mi madre un flamante coupé con dos briosos caballos
Mayne-Nicholls 240

alazanes” (Visiones, 1947, 51191), relata Yáñez en el comienzo del capítulo “La parentela”.

En ese carruaje tirado por caballos, la niña María Flora se sube con su madre para realizar

la gira de visitas familiares que llevan a cabo una vez al mes. El extracto nos permite

reconocer el ambiente social y económico en que vive y crece María Flora Yáñez. Es un

mundo de abundancia. Gracias a eso pueden asistir a los cambios que el país está

experimentando, lo que queda de manifiesto en otro relato dedicado a la hacienda Lo

Herrera que Eliodoro Yáñez comprara cuando sus hijos eran pequeños. “El fundo se

transformaba. La luz eléctrica llegó triunfante y las lámparas de parafina se escondieron

humilladas” (Visiones 78). Los cambios implican reemplazos: algo es desechado para que

los elementos del nuevo orden tengan espacio. También en Lo Herrera: “Un flamante break

tirado por briosos alazanes y después un automóvil reemplazaron al coche de trompa que

fue a dormir entre los trastos viejos” (Comarca 35). Esos hitos de la modernización en

Chile son mirados con asombro por la narradora de Visiones de infancia, pero solo

constituyen parte del contexto en que se insertan las estampas. Además, permiten establecer

una especie de contrapunto o dejar en evidencia que ese mundo de luz eléctrica está lleno

de contradicciones.

Hacia fines del siglo XIX, la modernización adquirió tal grado de desarrollo que el

país experimentó complejos fenómenos de expansión económica, movilidad social,

cultura de masas y desintegración social que afectaron a todos los estratos sociales

y grupos de edad. La sensación de crisis que dominó a la clase dirigente hizo visible

nuevas realidades …, transformadas por primera vez en un problema (J. Rojas 209).

191
De ahora en adelante, todas las referencias marcadas como Visiones provienen de la edición original de
1947. Las citas provenientes del texto reformulado se tomarán de Comarca perdida y estarán referenciadas
simplemente como Comarca.
Mayne-Nicholls 241

La familia Yáñez Bianchi está en medio de eso. El padre, Eliodoro, es ejemplo de

esa movilidad social. Recuerda su hija: “De adolescente era muy pobre y partía a pie desde

La Chimba hasta el Instituto Nacional. Sus compañeros se reían a causa del sobretodo

demasiado grande” (Historia de mi vida 297). Por el lado materno, en tanto, provenían de

la alta sociedad, pero la familia se había empobrecido. Probablemente esta situación es la

que lleva a María Flora Yáñez a considerarse de clase media; pero ya sea por la exitosa

carrera del padre como por los contactos de la familia de la madre, María Flora está

viviendo en el centro de la sociedad santiaguina, con un padre influyente y en un hogar que

día tras día recibe a intelectuales y políticos en las tertulias nocturnas. Este éxito se palpa

justamente en esos avances de los que la familia goza, como la luz eléctrica y el automóvil.

Pero el ambiente que construye Yáñez en su libro no es el de la prosperidad ni la seguridad.

La estampa “La calle de mi infancia” ubica a María Flora Yáñez y a su familia en

el centro del mundo capitalino, ya que viven en la calle San Antonio en “pleno corazón” de

Santiago (Comarca 9). En esa calle hay grandes casonas (como aquella en que vive Yáñez),

un parque a pocas cuadras, pero todavía se mantiene en una etapa premodernizadora. Como

relata Yáñez: “Es escaso el tránsito y no hay aún en ella ni tiendas ni restaurantes de lujo.

… No hay rascacielos que detengan la vista” (Comarca 9). Lo que define el escenario en

que viven es la presencia de la muerte en términos grandilocuentes: “San Antonio es la

calle de los funerales, los hay humildes y grandiosos, tristes y alegres” (Comarca 10). A

los niños del relato les encantan los entierros, porque disfrutan de la oportunidad de

asomarse a la ventana e interactuar con los dolientes, lo que habla acerca del encierro que

viven María Flora niña y sus hermanos y lo separados que se encuentran del resto de la

sociedad. De hecho, para que los niños del libro interactúen necesitan que los demás vayan

a su casa. Así veremos que gran parte de los encuentros que Yáñez rememora en el texto
Mayne-Nicholls 242

ocurren dentro del hogar familiar, en general, en el contexto de las tertulias vespertinas.

Aunque los niños disfruten de la multitud —mientras pegan “nuestras caras al enrejado de

las ventanas” (Comarca 10)—, los funerales tienen que ver con la muerte, con la pérdida,

con los que desaparecen. De esta manera, el relato sobre los entierros y los

acompañamientos se establece como una prefiguración, es decir, anticipa lo que va a venir:

un continuo relato sobre aquellos que van muriendo, la mayor parte de ellos, siendo muy

jóvenes.

Esta estampa sobre los funerales expone el tema de la fragilidad: del tiempo, de la

vida, de las relaciones y los afectos. Tarde o temprano todo esto desaparece. Esto se observa

especialmente en el caso de los niños y niñas. Hacia el cambio de siglo “[u]no de los

principales objetos de atención sobre los que se volcó la atención pública fueron los niños…

La mortalidad dejó de ser considerada algo inevitable y la ciencia médica se trenzó en una

lucha frontal por disminuir los mortales indicadores” (J. Rojas 209). Efectivamente, las

primeras décadas de 1900 destacan por la fragilidad del cuerpo infantil y las tasas de

mortalidad infantil eran muy altas en todo el Cono Sur. Esta realidad será abordada por

Yáñez, no de una manera detallada, sino siempre en términos de la estampa y la fragilidad:

es decir, lo que cuenta es un recuerdo esquivo, expresado más en términos de sensaciones

vividas que de datos provistos.

Aunque la muerte de los niños aparece en varias estampas, las principales están

enfocadas en la muerte del hermano mayor y de una hermana menor. La primera estampa

está constituida por el relato lejano, es el recuerdo de la narradora basado en el recuerdo de

otros. En “El niño del retrato”, la narradora recuerda el cuadro que colgaba sobre la cama

de su padre: “un niño de tres años, vestido de terciopelo azul… Era nuestro hermano mayor,

Lolito, muerto poco antes de cumplir los tres años” (Visiones 19). El primogénito, quien
Mayne-Nicholls 243

también llevaba por nombre Eliodoro, se ha convertido en una entidad inalcanzable. María

Flora y sus hermanos no lo conocieron y nadie les habla acerca de Lolito. La narradora

expresa sus deseos de “indagar con mis padres detalles de esa etapa sonriente y ya lejana

[de Lolito]. Pero nunca tuve el coraje de hacer ni el gesto ni la pregunta necesarios, porque

el solo nombre, la sola evocación del niño del retrato, aún después de tantos años, removía

en la atmósfera demasiado dolor” (Visiones 19-20). La narradora aborda el tema de la

pérdida del hijo, pero estableciendo una distancia. Para ella el hermano muerto no es más

que un vívido, aunque polvoriento, retrato en el dormitorio de su padre. El acento que pone

en la idea de un “altar polvoriento” nos lleva en dos direcciones. Por un lado, el vínculo

entre el padre y el primogénito muerto, que lleva a dejarlo suspendido en un presente eterno

como podría serlo la representación pictórica del niño. La palabra altar implica, además,

que se le rinde una suerte de adoración o, por lo menos, de recuerdo. Entonces, y he aquí

la segunda dirección, por qué está polvoriento. ¿Es que nadie puede entrar al cuarto de

Eliodoro Yáñez o se ha superado de cierta manera la pérdida? Esto no es abordado, apenas

se esboza, porque es allí donde concluye el breve relato.

Algo sabe la narradora, sin embargo, de la muerte del hermano, frases que ha

escuchado, pero que no estaban dirigidas a ella: “el regocijado viaje a Quilpué en busca de

felices vacaciones y sin asomos de presentimiento… la escarlatina… el médico rural que

desconoce el mal y mata al niño lentamente con fuertes dosis de antipirina… el retorno a

Santiago, trayendo al único hijo dentro de un ataúd…” (Visiones 20). El relato armado a

través de retazos de conversaciones, indicados por el uso de puntos suspensivos, muestra

que hablar de la muerte de los hijos es un tema difícil, de tal manera que no es posible dar

cuenta de un relato hilado y configurado. Yáñez abordará este tema desde su propia

perspectiva en Historia de mi vida, con el relato de la muerte de dos de sus hijas pequeñas,
Mayne-Nicholls 244

el que también es expuesto con dificultad, casi tangencialmente. Así, más que transmitir

los hechos acerca de esas pérdidas, lo que hace es transmitir el dolor de la pérdida. En ese

sentido es que propongo esta estética de la fragilidad. No es solo que el imaginario de Yáñez

esté construido con base en lo frágil, esto es que su visión de mundo es que los seres y los

afectos son vulnerables; sino que la retórica de Yáñez se construye desde ese mismo

planteamiento, abordando los episodios a veces desde la periferia, sin decir claramente qué

pasó, y centrándose más bien en las sensaciones que la pérdida deja. Se entienden de esa

manera los puntos suspensivos, las insinuaciones, cómo trata de construir las estampas con

cuidado, como si los recuerdos fueran a resquebrajarse si se fuera más directo o más

explícito.

La fragilidad y la vulnerabilidad de los cuerpos infantiles es un tema de la época.

Lo muestran también las poesías de Gabriela Mistral. Por ejemplo, “Piececitos” (71-72),

que es una de las canciones de Ternura (1924)192. Un texto en que la voz poética protesta

por la precariedad y la desprotección a la que están afectos los niños, y también contra la

completa desidia de los adultos que permiten que los niños mueran de frío. Mistral también

lo aborda desde la perspectiva del temor ante la pérdida del hijo en las canciones de cuna:

“Y por eso temo, / al quedar dormida, / se evapore como / la helada en las viñas…”

(“Hallazgo”, Ternura 12). Mistral expone aquí el temor a la pérdida inesperada, de la

misma forma que Yáñez enfatiza que nada hacía prever que las vacaciones en la playa

terminaran con el hijo de regreso en un ataúd. Además de tratarse de un problema epocal,

podemos ver que el bloque de infancia que Yáñez ha construido de su propia experiencia

192
“Piececitos” inicia la sección “Otras canciones” en esa primera versión de Ternura. En la edición de
1945, pasará a encabezar el apartado “Casi escolares”. Mistral arma un diálogo entre ese poema y el
siguiente, “Manitas” (126), en que también aborda la indiferencia de los adultos.
Mayne-Nicholls 245

tiene que ver con esa sensación de fragilidad, del tiempo y de los cuerpos. El bloque de

infancia de Yáñez toma la realidad de lo frágil que ha experimentado, y lo convierte en

método de escritura.

El episodio sobre Lolito da cuenta del nivel que alcanzaba la mortalidad infantil en

la época, por cuanto no es la exposición del niño en situación vulnerable, como en los

“Piececitos” de Mistral, sino del hijo único de una familia de la élite santiaguina. La

mención del doctor muestra que no se manejan bien las enfermedades que afectan a los

niños y las formas particulares en que estas se manifiestan. Recién en esta época empieza

a considerarse que la mortalidad infantil no tiene por qué simplemente aceptarse, y hay una

organización a nivel estatal para disminuir las cifras. En este contexto se entiende, por

ejemplo, el desarrollo de la puericultura —el cuidado materno-infantil para prevenir las

enfermedades— en Chile. Eso es parte del proyecto modernizador, pero no se ve reflejado

realmente en el texto de Yáñez, que se centra en la vulnerabilidad. En la narración de

Visiones de infancia hay una crítica y una posición política frente a la condición vulnerable

de los niños, en especial desde el punto de vista de la negligencia médica y las diferencias

notorias entre la capital (donde están los recursos) y la provincia (donde los recursos y la

preparación escasean). Yáñez no se refiere directamente a cómo el poder político afecta la

vida de los niños y niñas, sino que el centro de la narrativa es construir una representación

de precariedad de la infancia.

En ese mismo contexto se inserta la estampa “Se llamaba Inés”, en el cual la

narradora habla de una hermana que murió a los siete años. A diferencia del relato sobre

Lolito, este está lleno de emociones y recuerdos personales, porque la narradora conoció a

Inés. En la narración se presentan breves momentos en que la niña María Flora se fijaba en

Inés, por lo cual logra transmitirnos su imagen de la niña, en vez de la imagen mediada por
Mayne-Nicholls 246

el retrato y el silencio de los padres en el caso de Lolito. El que la narradora haya sido

testigo de la vida y la muerte de Inés, no implica que haya más detalles. Por el contrario, la

narradora se detiene en algunos aspectos, tejiendo impresiones sin mayores precisiones,

por ejemplo, a Inés la define como “una llama pálida y temblorosa” (Visiones 41). El relato

da a entender que los niños no han tenido acceso a Inés durante los dos primeros años de

vida de la niña, lo que habla acerca de que los adultos tienen conciencia del carácter frágil

de los niños. A los dos años, Inés se les es presentada en términos de advertencia: “Traten

a su hermana con cuidado, con gestos suaves. Es distinta de los demás” (Visiones 41). Ni

la madre ni la narradora explican cuál era el problema de Inés, sino que todo lo que dice —

a insistencia de la niña María Flora— es medido: Inés “siente más, mucho más que Uds.”,

“Es demasiado fina… Cualquier cosa la puede romper” (Visiones 41). ¿Está enferma Inés?

¿Hubo problemas durante la gestación o el parto? La niña no lo sabe y la narradora no lo

transmite, reforzando la idea de que no existe una comunicación abierta entre padres e hijos.

La narradora construye a una Inés que parece casi translúcida, que habita un mundo

propio y que los demás no ven. Pero María Flora ha sido capaz de verla en algunas

ocasiones. “Cualquier rumor la amedrentaba y entonces abría inmensos los ojos verdes …

y miraba ansiosamente a su alrededor. Quería mezclarse a la ronda triunfal de los otros

niños, pero permanecía inmovilizada al borde del bullicio, llena de timidez y de pudor…”

(Visiones 41-42). Inés me recuerda a las que no danzan de la ronda mistraliana; es como la

niña inválida, la quebrada y el pobre cardo (“Los que no danzan” 64), solo que en este caso

o no ha preguntado cómo puede unirse a la ronda o nadie le ha contestado, demasiado

acostumbrados a considerarla invisible. Inés se transforma entonces en la eterna rezagada

que se queda a los pies del monte y nunca sube a la ronda. En los episodios que se relatan

nunca los niños interactúan con Inés. La narradora siempre la mira de lejos y no se atreve
Mayne-Nicholls 247

a hablarle, pero tampoco pareciera haber sido motivada a dirigirle la palabra. Inés solo tiene

cercanía con su madre: “Iba siempre cogida de los flecos de seda de un chal de cachemira

que usaba en la casa mi madre. Al soltarlos, perdía bruscamente el equilibrio y oscilaba,

próxima a caer al suelo” (Visiones 42). Como Lolito, Inés muere lejos del hogar, en una

finca arrendada durante otras vacaciones familiares:

¡Estaba ella tan fría, tan inmóvil, y sin embargo, tan igual a sí misma! Había

permanecido a nuestro lado aislada y llena de misterio, y ahora, a pesar de los

párpados bajos parecía mirarnos desde su soledad. Pensé que en el rostro de cera

había un reproche para mí, para todos los niños. ¡Qué poco la entendieron y qué

lejos vivió de la gente de su edad! (Visiones 44).

Inés ha muerto, pero parece la misma de siempre, porque la inmovilidad ha sido su

característica, cuidada incluso de vivir su propia infancia. La estética de la fragilidad que

construye Yáñez, entonces, se apoya en ese no nombrar, sino en mostrar fragmentos,

retazos, algunas vetas de lo que sucedió. Para ello se apoya en un uso del lenguaje más bien

poético: antes que describir situaciones, configura imágenes y evoca sensaciones. Todo el

episodio de la muerte de Inés, por ejemplo, está relacionado con flores y lo que estas

evocan. Primero están los nardos blancos que enmarcan el cuerpo, y que en la versión de

1960 se convertirán en lirios. Los nardos, cuyo tallo es espigado, acogen muchas pequeñas

flores, mientras que los lirios son más grandes y abiertos. Luego menciona los rosales que

en algún momento significaron para ella la posibilidad de nuevas sensaciones. Y por último

están los cardenales rojos y las enredaderas que cubren la casa de la que se alejan sin Inés:

“la fragante casa de madera que nos ha traicionado” (Visiones 46). De esa manera olores y

colores son usados para transmitir la idea de la pérdida, en vez de explicitarla en el discurso

de la estampa.
Mayne-Nicholls 248

La construcción de una mirada marginal es la tercera característica de la estética de

la fragilidad que construye Yáñez. Aunque la enunciación es la de una adulta, esta trata de

empatizar o recuperar la mirada de la infancia, la que está representada en la niña María

Flora. Es a través de ese personaje y su perspectiva, que la narradora se atreve a decir que

la familia aristocrática era rancia (“La parentela” 52) o que “[l]a hipocrecía (sic) social, las

adustas costumbres de la época, te cortaron el paso para encerrarte dentro de la

mediocridad” (“Misabel” 101). Porque, a pesar de que se resta de explicitar los hechos, eso

no le impide reflexionar y emitir un juicio, en especial cuando está observando de forma

crítica al medio en que ella se desenvolvía.

Hacia el final del libro la narradora dice: “A veces se obtiene más sabiduría en mirar

cómo tiemblan las hojas que en leer textos complicados. Así pienso, ahora, a menudo”

(Visiones 123), con lo cual cristaliza o da respuesta al por qué tratar de recuperar la mirada

de la infancia, la que sería la capaz de detenerse en ver las hojas sacudirse en el árbol. Hay

en este caso un cierto rechazo al introducirse en la lógica adulta, en la que todo está mediado

por el lenguaje, mientras que los niños están fuera de ese lenguaje, y en vez de introducirse

en devaneos acerca de cómo son las cosas, van a las cosas directamente. Pero esta mirada

que le parece a la narradora tan cristalina, que puede ser crítica o compasiva, incluyendo

los matices que hay entre uno y otro extremo, es construida como marginal. La infancia de

las Visiones no ocupa un lugar protagónico dentro del ambiente familiar, sino uno que se

vale de los intersticios y de los pliegues para dar cuenta de su posición.

El lugar que ocupa la sujeto niña se relaciona con el contravenir el ideal de inocencia

pensada para las niñas de clase alta de la época, introduciéndose en la narración un

cuestionamiento de la noción de inocencia. Las estampas de Visiones de infancia muestran

que las niñas y niños no son abordados como sujetos iguales a los adultos. Hay una
Mayne-Nicholls 249

jerarquización en que la autoridad del hogar es el padre. En el episodio sobre Lolito me

llama la atención el hecho de que se centre en el vínculo entre padre e hijo, pero sin dibujar

jamás una imagen de nostalgia o dolor del padre. Es la niña María Flora la que busca el

retrato y lo mira, es ella quien reflexiona al respecto, pero no tenemos ninguna imagen del

padre mirándolo; el hecho de que el retrato esté polvoriento hace pensar que ni siquiera lo

toca. “Mi padre era para nosotros una divinidad algo lejana. Lo sentíamos distante y

temible” (Comarca 60). La presencia de Eliodoro Yáñez es representada, generalmente,

desde la distancia: él en su oficina, él leyendo un libro, él sermoneando a María Flora. Esto

contrasta con la visión de la madre, que es apego, como se la construye en el capítulo “Se

llamaba Inés”: “Mi madre, con su sola presencia, creaba un ambiente cálido y acogedor.

Presidía con extraordinaria sencillez, sin abandonar el bastidor de malla o los palillos de

tejer, vestida siempre de oscuro y, sobre los hombros, un chal ligero o una clara echarpe”

(Comarca 60). La narradora describe una perfecta diferenciación genérica de los sexos. El

padre, la autoridad, lejano, proveedor. La madre, cercana, preocupada de lo doméstico.

No es de extrañar, entonces, que esa familia comparta el imaginario occidental

acerca de la infancia, es decir, que compartan la creencia de que los niños necesitan ser

protegidos, porque no saben ni conocen acerca del mundo. Esa protección es extensa en

sus alcances, porque implica desde la seguridad física hasta el que no se entere de ciertos

temas que son considerados no apropiados 193 para los infantes. Es lo que pasa con Inés, por

ejemplo, siempre protegida, es decir, separada de sus hermanos y de los juegos infantiles.

En realidad, todos los niños Yáñez de Visiones de infancia viven en un mundo protegido:

el de la intimidad del hogar. Protegerlos implica, en general, proteger esta supuesta

193
Qué temas no serían apropiados para los niños depende del grupo familiar y de la sociedad, pero muchas
veces abarca el saber sobre el sexo y la muerte.
Mayne-Nicholls 250

característica natural de los niños y niñas: su inocencia. Sin embargo, parece que el ideal

de una infancia inocente tiene que ver más con la formación de un ideal de niñas que uno

de niños. Se observa en una primera diferenciación que hacen los padres de Yáñez y que la

narradora relata de forma evasiva, como es característica de la narración. Eliodoro Yáñez

está convencido de que sus hijos e hijas deben aprender inglés. Los niños ya cuentan con

un tutor, y para que María Flora pueda seguirles el paso, se contrata a una institutriz inglesa.

La niña, sin embargo, se niega a dejarse enseñar por la joven Miss Hutchinson, a quien le

hace un vacío durante meses hasta que su padre decide que vuelva a Inglaterra. La niña,

finalmente, se educará junto con sus hermanos y primos con el tutor inglés Mr. Bingles.

Esta separación entre sexos implica que las niñas aprendan una cosa y los niños, otra. Inés

Echeverría explicaba que se contentaban tan solo con que supiera cómo llevar una casa

adelante, es decir, las niñas eran preparadas para casarse. Pero, si bien los padres, Eliodoro

y Rosalía, son dibujados como perfectos representantes de los modelos binarios de hombre

y mujer de la época, la construcción de la niña María Flora se hace a contrapelo de la

idealización de la niña.

El problema que plantea establecer patrones ideales de cómo debe ser una niña es

que aquellas que se alejan de ese ideal son discriminadas o apartadas, porque se desconocen

las experiencias individuales de cada una. En este sentido, se entiende el recurso que utiliza

Yáñez de construir un personaje niña que permite utilizar el constructo de inocencia como

una forma de camuflarse y alzar una crítica. Esto posibilita a Yáñez regresar más que por

un afán de rememorar, o además de ese tono nostálgico, para ejercer una crítica, en

consonancia con lo que postula Jeftanovic sobre las voces de infancia en la narrativa. La

construcción que realiza Yáñez gira en torno a aceptar y rechazar el concepto de inocencia,

que ya es una noción complicada, usada popularmente en distintos sentidos: para decir que
Mayne-Nicholls 251

los niños tienen un aspecto angelical, como de fuera de este mundo; para decir que son

puros, intocados; para decir que no saben nada acerca de la vida, lo que se vincula con otro

término: ignorancia. “Innocence is all about what you lack (guilt, guile, knowledge,

experience) or what you cannot do”194 (Gubar 121). Nuevamente nos encontramos frente a

la expresión del niño y la niña como aquello que no es, lo que le falta, en el fondo, para ser

un adulto, como si los niños y las niñas fueran siempre una entidad en vías de ser en el

futuro; mientras crecen, entonces, en vez de ser algo serían la falta de algo. Y, sin embargo,

encontramos una niña configurada no en términos de su futuro, sino del presente de la

niñez. De hecho, parece que es la narradora adulta la que siente la falta de algo que trata de

recuperar desde la infancia que ha quedado en el pasado: la forma de sentir y de mirar de

la infancia.

El discurso de la inocencia termina volcándose en contra de los mismos niños y

niñas: “actual children might encounter pressure and even anger from adults if they fail to

live up to this static, angelic ideal”195 (Gubar 124). La niña María Flora, ciertamente, no es

un “actual child”, sino una construcción literaria, pero está configurada como una niña que

no logra cumplir con el modelo impuesto por los padres. Es lo que sucede, por ejemplo, en

el episodio “La inglesa” y la rebelión de la niña en contra de la institutriz inglesa, que solo

acepta decirle “yes” a Miss Hutchinson. El padre primero trata de convencerla: “¿No ve el

beneficio que trato de hacerle? ¿No siente que es necesario, indispensable, saber inglés?

Una lengua más es como un alma más” (Visiones 30). Ante esa apelación, la niña ideal

debería haber contestado, pero María Flora ni siquiera lo mira a los ojos, lo que redunda en

194
“Inocencia es todo aquello que te falta (culpa, astucia, conocimiento, experiencia) o lo que no puedes
hacer”. La traducción es mía.
195
“Los niños reales podrían encontrar presión e incluso ira por parte de los adultos si ellos no logran vivir
según las expectativas de este ideal estático y angelical”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 252

la rabia del padre: “¡Hay niños que son asnos! ¡Asnos!” (Visiones 30). Es decir, cuando la

niña no actúa como se espera, que ceda, que sea obediente y gentil, es castigada, pasando

de ser apostrofada con respeto a ser llamada asno. Lo que lleva a la niña a triunfar en su

objetivo de no tener clases con la institutriz inglesa es su tenacidad: mantiene su contacto

monosilábico durante todo un año que hace que el padre ceda.

La niña María Flora pone en aprietos también a la madre, tratando de averiguar más

acerca de su hermana Inés, pero sin obtener una respuesta directa. En este caso, el relato se

centra en la inocencia como ignorancia, en ocultar ciertas cosas que, supuestamente, los

niños no sabrían manejar. Se plantea, entonces, una paradoja, si los niñas y niños no saben

cómo actuar es porque no tienen experiencia, que es precisamente lo que se está evitando

al mantenerlos en casa junto al regazo de la madre. Para salir de la ignorancia y ganar

experiencia, se deberán buscar otros caminos, ya que, en Santiago, la vida ocurre puertas

adentro. Puertas afuera, la niña siempre será representada en compañía de un adulto que la

controle, sea esta la madre o la niñera.

Esta mirada marginal de la niña que no respeta el ideal, hace que el personaje de

María Flora se mantenga alejada de sus hermanas, las que ni siquiera son individualizadas,

con excepción de Inés. No hay episodios de juegos en común ni de compartir historias. Ni

siquiera el recuento de alguna charla trivial. Las hermanas no comparten con María Flora,

y la narradora tampoco las considera en las estampas. El único momento en que la narración

se detiene para observar es a Inés:

… al otro lado de la mesa, ella vio algo que relucía sobre la mesa y que atrajo

violentamente su atención. Esta vez se atrevió a actuar y estiró los deditos finos para

coger el objeto deslumbrante. Pero una mirada severa —de no sé qué rostro— la

detuvo. Entonces, sacudida de uno de sus terribles miedos, retiró un poco la mano
Mayne-Nicholls 253

y permaneció en suspenso, muda, desamparada, contemplando el objeto con ojos

ansiosos, como se contemplan las cosas que se verán por última vez (Visiones 43).

La narradora se detiene en eso que define a Inés con una niña con carácter propio

y no como un apéndice de mamá, aunque se cuelgue de ella la mayor parte del tiempo. A

pesar de todo, Inés tiene una experiencia propia de infancia, una subjetividad que la lleva a

intentar salirse del molde. Las breves demostraciones de agencia de Inés son suficientes.

“…esa pequeña mano —esa mano que nunca más se atrevería— detenida en el aire un

instante, apareció ante mis ojos de niño como algo infinitamente vulnerable y precioso”

(Visiones 43). Que la niña actúe por voluntad propia, con independencia, resulta, en este

ambiente, algo frágil y maravilloso al mismo tiempo. Inés tiene todo en contra: es una niña

con algún problema de salud, presumiblemente, lo que la hace estar protegida doblemente.

En ese contexto, encontrar el momento para actuar con agencia parece complicado. Y es

que la protección de la infancia conlleva una problemática: un niño o niña protegido no

actúa y, por lo tanto, no acumula experiencias. “El corral protege del lobo, ya se sabe; pero

también encierra” (Montes 24) es algo que pareciera cumplirse también aquí. El encierro

que se configura en Visiones de infancia no conduce al establecimiento de una hermandad,

como la que propone Mistral en las rondas. Frente a la participación colectiva y orgánica

del corro mistraliano, la niña representada por Yáñez está sola, intentando actuar, pero solo

en términos personales. En el episodio de Inés hay un reconocimiento de la alteridad de la

niña, de su esfuerzo por actuar fuera del molde y del temor de hacerlo. Las niñas María

Flora e Inés están, a fin de cuentas, en el mismo corral.


Mayne-Nicholls 254

La casa como un espacio de encierro

La estética de la fragilidad que Yáñez construye tiene un cuarto aspecto en la forma

en que el personaje niña es ubicada al interior de la casa, dando cuenta también del carácter

solitario con que la niña es representada en Visiones de infancia. En ese contexto, el espacio

de la noche representa algunas de las estampas más inasibles, por cuanto no se centran en

un suceso particular expuesto de manera evasiva, como otros episodios. En estos casos, la

configuración es de las cascadas emocionales que la niña María Flora experimenta en la

oscuridad. En el capítulo “Sensaciones”, la narradora se deja llevar por imágenes casi como

en una corriente de pensamiento. El reconocimiento de la sensación de angustia de la

infancia hace que esas impresiones se actualicen, y como tal la narración se hace en tiempo

presente. Estos episodios se relacionan con la idea de los terrores nocturnos: durante la

noche la narradora le teme a lo que no conoce y que parece surgir de lo que está más allá

de su dormitorio.

Desde afuera acuden en tropel sensaciones desconocidas y se instalan en la

oscuridad. Entran al cuarto árboles y lámparas, rostros solitarios y estrellas… Se

sienten chasquidos de alas en los rincones y al final es una inmensa algarabía

melancólica alrededor de la cama. Queremos gritar, pedir auxilio, pero el grito se

extingue en la garganta y solo conseguimos suspirar muy quedo (Visiones 25).

El uso de la forma verbal en pasado es casi constante a lo largo del libro. Sin

embargo, en estas escenas de miedos nocturnos, la narración es claramente presente. Llama

la atención, además, en este caso, el uso de la primera persona plural, en especial porque la

narradora se enfoca en el yo cuando se trata de describir sentimientos o sensaciones del

pasado. ¿Quién es ese nosotros? Por supuesto, podría tratarse de sus hermanos, puesto que

compartir el dormitorio resulta una práctica común. Pero no menciona a sus hermanos y,
Mayne-Nicholls 255

de todas, maneras, resalta que se sientan exactamente de la misma manera. Me parece que,

en episodios como este, se fusionan el yo de la narradora con la voz del personaje niña,

configurando un nosotros que une su presente y su pasado. Los miedos nocturnos se

presentan entonces como un túnel que conecta con el pasado.

Un segundo episodio sobre terrores nocturnos es “En la sombra de doña Bárbara” 196,

el que, a diferencia de la estampa anterior, está relatado en pasado, tal vez porque no se

trata solo de sensaciones. En este relato se construyen dos visiones contradictorias. Por un

lado, se trata de un viaje lleno de expectativas e ilusiones, lo que se expresa a través de

asociaciones con flores y árboles, específicamente girasoles —que habla de expectativas

luminosas—y largas alamedas —que hablan de posibilidades nuevas. La llegada a la

hacienda derrumba toda ilusión y la narración presenta esto a través de la descripción de la

casa patronal: “envuelta en sombras, chata, desnuda” (Visiones 73). El espacio interior lleva

esto al extremo: “A medida que recorríamos aquella interminable hilera de cuartos

deshabitados y oscuros, aquel largo corredor de ladrillos rojizos, amparados por un sombrío

alero, aumentaba la impresión desastrosa” (Visiones 73). Antes de que aparezcan los

terrores nocturnos, ya se ha configurado una narración dirigida por lo que da pavor:

…yo empecé a sufrir de terrores nocturnos cuando las ruinas se aquietaban y la

casona entera dormía… Acurrucada en la cama, bajo el mosquitero de tul,

permanecía inmóvil y hecha un ovillo casi hasta el alba, mirando dormir a la prima

de mi edad que compartía el cuarto y sin atreverme a apagar la vacilante luz de la

vela de esperma de miedo al revoloteo de vinchucas y murciélagos, y a aquel rumor

de pisadas que empezaba a sentirse a medianoche (Visiones 74).

196
En las ediciones de 1960 y 1971, esta estampa se titula “La hacienda”.
Mayne-Nicholls 256

En este caso, la narradora no revive las sensaciones del miedo nocturno, sino que

hace una descripción en que explica cómo era el ambiente nocturno, cómo se acurrucaba

en su cama y por qué no apagaba la vela. De hecho, ha partido nombrando el problema:

“empecé a sufrir de terrores”; lo que no es explicitado en otras estampas sobre el miedo a

la oscuridad. En la primera edición la historia se limita a un solo párrafo. En las siguientes

ediciones, el relato se alarga, pero lo que representa el rasgo más novedoso es la exclusión

del otro personaje, ya que la prima con la que compartía el dormitorio ha desaparecido de

la narración, lo que refuerza la idea de soledad: “Mi puerta permanecía abierta al cuarto

próximo en que dormían mis hermanas y este a su vez comunicaba con el gran dormitorio

de mi madre, velado por el suave resplandor de una lamparilla de noche” (Comarca 32).

Está rodeada de otras niñas y otras mujeres, sin embargo, está sola. La niña en Visiones de

infancia es representada como una sujeto solitaria. Es por eso que logra reconocer a Inés,

porque comparten esa condición. Esto se conecta con ese imaginario de la fragilidad de la

infancia, en que la soledad y la oscuridad acechante son componentes de la vulnerabilidad

que caracteriza los episodios de infancia que narra.

Me interesa en el contexto de esa soledad espacial, la voz narrativa que se configura

en Visiones de infancia. Podemos entender por voz: “the set of signs characterizing the

narrator and, more generally, the narrating instance, and governing the relations between

narrating and narrative text as well as between narrating and narrated” 197 (Prince cit. en

Cadden 225). El uso de la palabra voz es, entonces, una metáfora. ¿Está la narradora de

Visiones de infancia representando un registro de infancia? La narradora no tiene una voz

197
“el conjunto de signos que caracterizan al narrador y, más generalmente, la instancia narrativa, y
gobierna las relaciones entre narración y texto narrativo, así como entre la narración y lo narrado”. La
traducción es mía.
Mayne-Nicholls 257

de infancia, es indudablemente una voz adulta, lo que se nota en el uso del vocabulario y

en las reflexiones que hace desde la madurez. Este registro adulto lo que hace es tratar de

recuperar no una voz, sino una mirada de infancia tal vez para poder expresar su experiencia

presente: ¿es la narradora tan solitaria como la niña de la que está hablando? La enunciación

corresponde a la adultez, pero la actualización del pasado no supone solo un trabajo de

memoria acerca de lo que sucedió durante la infancia, sino actualizar la perspectiva que se

tenía en la infancia. No es una infancia común. Sabemos que se trata de una posición

privilegiada en términos socioeconómicos, pero la figura de la niña se mantiene elidida. Se

observa en algunas marcas textuales: “… mis ojos de niño ven una especie de fantasma

gigante” (Visiones 12); “…esa pequeña mano … apareció ante mis ojos de niño como algo

infinitamente vulnerable y precioso” (Visiones 43). Aquí surgen dos cuestionamientos. El

primero tiene que ver con el reconocimiento que hace la narradora de la distancia insalvable

que existe entre su enunciación (de la adultez) y la mirada de infancia. La narradora sabe

que son los ojos infantiles los que ven al gigante y los que captan la vulnerabilidad de la

hermana. Por lo tanto, esa búsqueda de la mirada de infancia se traduce en una estética

imposible de llevar a cabo, de manera que la mirada solo se puede simular (representar).

Es decir, la recuperación de la mirada de infancia solo se puede lograr a través de la

narración ficcionalizada de ese hecho.

El segundo cuestionamiento es que nunca son sus ojos de niña, sino los ojos de niño.

Visiones de infancia se involucra en el tema del estatus de las mujeres, y lo inestable y

subordinado que este era en las primeras décadas del siglo XX. Las niñas, en tanto, están

en un estado separado, como si el tema del género y la diferenciación sexual todavía no

fuera un asunto que abordar. Falta en este caso una apropiación del lenguaje para reconocer

la particularidad de la niña como una subjetividad independiente, en vez de sumirla en la


Mayne-Nicholls 258

supuesta neutralidad del masculino niño. La pregunta que me hago al respecto es si este

uso de la palabra niño es una muestra de que la niña no existía como un concepto en sí

mismo.

El espacio de la infancia en Visiones de infancia se mantiene como un territorio a

explorar, y parte de esa exploración involucra el aspecto genérico. En ese sentido, la opción

por los espacios cerrados, casi claustrofóbicos del hogar y llenos de terrores, se yergue

como una metáfora de la opresión vivida por las mujeres. De esa manera, lo que necesita

ser descubierto en el territorio del hogar es la propia niña, la misma que ha estado limitada

a ser parte del escenario de los salones, con su bordado en las manos, y sin posibilidad de

ocupar el lugar protagónico, aquel destinado a los hombres que, de pie, deciden las cosas.

Pienso en una escena de la película Orgullo y Prejuicio (2005), basada en la obra de la

escritora Jane Austen (1813). El joven Bingley ha acudido a casa de la familia Bennet a

pedirle matrimonio a la mayor de las hermanas, Jane. Las mujeres, es decir, las hermanas

y la madre, están descansando en el salón familiar, casi literalmente tiradas sobre los

sillones. La atmósfera de la película da a entender que ha sido una tarde calurosa y aburrida.

Ellas han visto a Bingley por la ventana y saben que eventualmente entrará a la sala. Cuando

lo hace, todas las mujeres están ocupadas con las típicas labores que mantienen a las

mujeres ocupadas, pero sin ejercer una agencia real: el bordado, la lectura 198 y los moños.

Esta escena muestra el salón como lugar por excelencia de las mujeres —de las que

no se ven en la necesidad de trabajar, al menos— y las labores manuales constituyen la

forma de mantener las manos ocupadas y, posiblemente, la cabeza desocupada, es decir, no

198
La inclusión de la lectura en esta escena me recuerda el relato de Mercedes Calvo acerca de la ilustración
de un texto escolar en que la niña está sentada (inmóvil), leyendo poesía, y que enfatiza el estereotipo de las
niñas y mujeres que, en vez de actuar, se dejarían llevar por ensoñaciones literarias.
Mayne-Nicholls 259

ocupada en pensar. El salón se convierte entonces en una suerte de centro de instrucción o

adoctrinamiento de cómo deben ser las mujeres. Este imaginario me remite a ciertas

estampas que María Flora Yáñez construye en Visiones de infancia, como, por ejemplo, la

madre sentada al piano para amenizar una velada: “Ella tocaba la Rapsodia Húngara N° 2

de Liszt, que era su fuerte …” (35). Sin embargo, la niña María Flora se inserta de una

manera diferente en ese salón en que las mujeres desarrollan esas actividades

supuestamente femeninas. La escritora explicita este tema en Historia de mi vida, al

graficar la tensa relación que lleva con su madre:

Había cosas que me disminuían en su concepto: era insolente, leía a hurtadillas

libros prohibidos, escribía un diario de mi vida en vez de bordar o tejer, iba hacia

las ventanas para ver pasar a esos admiradores que venían desde la Alameda

siguiendo mis pasos. Total: en vez de representar en el hogar a la triunfadora que

yo soñaba ser, fui calificada de ‘mala’ en la casa, o sea, desconcertante para los

padres que habrían deseado colocarme en un molde convencional (Historia de mi

vida 91).

La narración marca una distancia entre María Flora y sus hermanas, aparentemente

favorecidas por la madre debido a que sí se apegaban al molde y eran “muy suaves”

(Historia de mi vida 84), como se esperaría de una niña en esta época. Esta madre que

encabeza veladas sentada e inmóvil, sin participar, que aparece en Visiones de infancia,

contrasta con la figura de autoridad paterna: “Mi padre era para nosotros una divinidad algo

lejana. Lo sentíamos distante y temible. Ese temor duró en mí más allá de la adolescencia

y creo que en mis hermanas no se extinguió jamás” (Comarca 60). Eliodoro Yáñez era la

autoridad indiscutida; lo que redunda además en una jerarquización de los espacios de los

espacios dentro de la casa, en que el patio, el salón, la biblioteca y la sala de juegos de los
Mayne-Nicholls 260

niños están asociados con distintas características, pero también con diversas formas de

actuar. María Flora Yáñez acentúa esto a través del uso de adjetivos, que es fuerte y

constante a la hora de calificar espacios y atmósferas. Otra estrategia que utiliza es la de

asociar los espacios con sensaciones, tratando de conformar un espacio no solo físico, sino

psicológico. En la siguiente cita podemos observar la distinta apreciación de los espacios y

de las conductas de los niños asociadas a estas:

Aquellas reuniones nocturnas eran el corolario de mis días bulliciosos, en la

magnífica y salvaje libertad de los juegos sin fin, con las compañeras de colegio,

con los niños de las casas vecinas, dentro de los patios y jardines perfumados a

naranjos en flor que nos parecían demasiado pequeños para cobijar nuestra

exuberancia. Al caer las primeras sombras del crepúsculo, la comparsa de niños se

recogía. Una hora para hacer las tareas, otra para comer y después, seria,

posesionada de mi papel, yo penetraba a la recepción cuotidiana de mis padres como

a un templo (Visiones 34).

El salón es representado como un lugar normativo, en que las niñas deben aprender

a ser como la madre. La narradora de Visiones de infancia cuestiona esta construcción

patriarcal al describir a la niña María Flora como dividida en dos: por un lado, está la niña

que vive una “salvaje libertad” cuando está con sus pares —otros niños y niñas—, y, por

otro, la niña seria cuando está no solo con los adultos en general, sino bajo la autoridad de

su padre. A pesar de que ella insiste en su imagen de insolente —al menos en comparación

con sus hermanas—, ciertos pasajes de Visiones de infancia muestran que ella está

preparándose para ser una mujer de salón: así como su madre interpretaba a Liszt, María

Flora toca el piano, aunque prefiere a Beethoven: “Durante las veladas abría el piano para

recrear a la familia, y un viejo amigo de la casa —Alejandro Gacitúa—, fanático de música,


Mayne-Nicholls 261

corregía las notas falsas, dirigía la cadencia, frenaba el exceso de sensibilidad de mi

concierto beethoviano” (Comarca 103). El salón aparece como un espacio estriado en

términos de Deleuze y Guattari, muy organizado, en el que la niña María Flora no es

excluida, siempre y cuando se comporte según lo esperado por los padres.

Los espacios que María Flora Yáñez recrea en su escritura no son lugares neutros,

sino que tienen una carga cultural, incluso los espacios destinados exclusivamente para los

niños y niñas; todo su imaginario está volcado en la conformación de dichos espacios. Esa

carga es impuesta desde los adultos, según lo que los adultos quieran lograr de esos niños

y niñas. Como dice Elizabeth Gagen: “Discourses of childhood are invariably located in

particular spaces: the home, school, playground, street, countryside, city, nation” 199 (407).

E incluso en un mismo espacio pueden encontrarse otros más específicos. Así en el hogar,

no todos los espacios son homogéneos, por el contrario, establecen reglas distintas para los

niños. Esto se observa en dos pasajes en que la narradora rememora la “pieza de jugar”,

hablando del origen azaroso de la habitación: “No hubo bastantes muebles para vestir todos

los cuartos de la casa, adquirida en la alborada del matrimonio y el que quedó vacío se

convirtió en ‘la pieza de jugar’” (Visiones 21). La sala de juegos es un equivalente de la

“mesa del pellejo”. Así como la mesa a la que se destina a todos los niños en una reunión

no fue pensada para ellos, sino designada en virtud de que los niños deberían tener un

espacio distinto que los adultos —para que los adultos puedan comer tranquilos—, la pieza

de jugar fue elegida por descarte, era la única habitación que quedaba disponible, sin uso.

Y como se trataba de una habitación que solo ocuparían niñas y niños, no había necesidad

de preocuparse en amueblarla de manera particular. La narradora construye esta habitación,

199
“Los discursos de infancia están invariablemente localizados en espacios particulares: el hogar, la
escuela, la plaza de juegos, la calle, el campo, la ciudad, la nación”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 262

entonces, como un lugar suave, en que la niña María Flora puede actuar sin imposiciones

adultas externas.

Por otro lado, jugar implica actividad. Y esto nos permite diferenciar entre lo que

podríamos llamar espacios pasivos y espacios dinámicos. Los lugares se convierten en

espacios en tanto son ocupados, vividos, usados. Y qué más dinámico que una pieza que

los niños y niñas utilizarán como zona de juegos. Elizabeth Gagen sostiene: “In the process

of constituting the nature of childhood spaces and children’s identities, spatial discourses

have significant effects on the way space is experienced” 200 (408). Así la pieza de jugar,

ubicada al fondo de la casa, entiendo además que lejos de la órbita de los adultos, es

experimentada por los niños de la casa —María Flora y sus hermanos— de una manera

especial.

El segundo pasaje que destaco sobre esta habitación es el siguiente: “En la pieza de

jugar se estaba como al margen del mundo y se vivía una existencia irreal” (Visiones 22).

Nuevamente la narradora aborda el carácter marginal de la niña, expresada en la forma de

experimentar esa habitación como un espacio-límite, de tal manera que la niña María Flora

se siente en el borde de adentro de la frontera: “Era el último aposento de la casa y

deslindaba con una antigua cochera de la que todos los días y a la misma hora, salía un

carruaje de lujo con briosos caballos y flamantes arneses” (Visiones 22). Estaba en la

seguridad de la casa (como María Flora reafirma: siempre juegan en los patios interiores

de las casas) y, al mismo tiempo, puede vislumbrar el mundo que se extiende más allá de

las ventanas.

200
“En el proceso de constituir la naturaleza de los espacios de infancia y las identidades de los niños, los
discursos especiales tienen efectos significativos en la manera en que el espacio es experimentado”. La
traducción es mía.
Mayne-Nicholls 263

El problema de la pieza de jugar que al principio parece ser un espacio suave, es

que más que un espacio de libertad, parece uno restrictivo, destinado a mantener protegidos

a los niños, lo que es un eufemismo de mantenerlos encerrados. En ese contexto, la niña

María Flora tiene que encajar tan bien como pueda, parafraseando a Cloke y Jones. La

manera que encuentra la narradora de eludir el encierro es dejar de hablar de la pieza de

juegos, dejar de visualizarla, y concentrarse en lo que hay más allá de su alcance: la cochera

de la casa contigua.

En el fondo de la cochera habitaban unos niños: los hijos del cochero. Había una

niñita de mi edad, desgreñada y morena, que generalmente jugaba en la vereda y

que se entretenía a ratos en mirar a través de la ventana lo que ocurría en la pieza

de jugar, aplastando su nariz contra los vidrios. Nunca cruzamos una sola palabra,

pero nos entendíamos con los ojos. Los de ella decían, entre maliciosos y

nostálgicos: “Soy más feliz que tú porque toda la calle es mía. Tú eres un poco

prisionera…” Y me sacaba la lengua (Visiones 22-23).

Lo que nos presenta esta parte del relato es un contraste de espacios y la distinta

valoración que la narradora hace de ellos. La sala de juegos es configurada como un espacio

cerrado y la contención es vista como falta de libertad. En la vereda opuesta, la hija del

cochero es dueña de toda la calle, su espacio se amplía; lo mismo sucede con su campo de

acción. Al respecto la narradora expresa: “… en el fondo, yo envidiaba su vida misteriosa

y sus andanzas callejeras. … Yo pensaba en la niñita de la calle, en su rostro malicioso y

en su mansión oscura. ¡Allí sí que, de verdad, debían existir cuevas pobladas de duendes!”

(Visiones 23). Los espacios abiertos, extensos, de alguna forma infinitos, abren la mente a

la imaginación, a ampliar las expectativas; fuera de los muros de la casa, más allá de la

ventana cerrada, todo es posible, incluso que haya cuevas pobladas por duendes. Lo
Mayne-Nicholls 264

relevante aquí no es tanto lo que en realidad existe afuera, sino el hecho de que María Flora

se lo está perdiendo.

El secreto se convierte, entonces, en otro motivo que se aborda desde dos

perspectivas. Por un lado, corresponde a lo que se oculta, a lo que la niña no puede saber y

que la narradora se resiste a contar, a pesar de que los años han pasado. ese es un secreto

opresivo, que busca dejar a la niña, primero, y a la narradora después, en la ignorancia.

Pero la narradora se aferra a la condición de fragilidad para oponer una suerte de resistencia

a los requerimientos externos, y es así como la soledad, la noche y el secreto se convierten

en estrategias para actuar. La niña María Flora puede tomarse los espacios cuando está sola,

de noche, cuando los demás han salido; es a hurtadillas, en secreto, pero le permite al

personaje traspasar los espacios y realizar acciones más concretas. Al respecto presentaré

dos pasajes. En el primero, la forma de traspasar los límites es la lectura de libros

prohibidos:

Por cierto que, antes de cumplir diecisiete años, yo trepé escondidas a la escalerilla

portátil de la biblioteca de mi padre y me sumerjí (sic), como en un océano sin

fondo, en aquel mundo que trazó la pluma genial de Maupassant, en aquella Francia

seductora de fines del siglo XIX, con sus pasiones, sus dramas, su vieja alegría.

¡Oh, lecturas prematuras y extáticas! (Visiones 39).

Pareciera que la biblioteca del padre es el lugar que la niña más desea tomarse,

después de todo es el centro del poder de la autoridad paterna, ese es su espacio personal,

al que los niños, y ella especialmente, no están invitados. Este espacio es todo lo contrario

a la escena de inmovilidad frente al bordado, y además establece la lectura no como un

espacio de ensoñación segura para mantener a las niñas desinteresadas de los asuntos del
Mayne-Nicholls 265

mundo, sino que la lectura es la oportunidad de salir de la ignorancia, es decir, de terminar

con el secreto.

La biblioteca era una pieza fascinante. Cuando mi padre se iba a los tribunales o a

las reuniones políticas, yo penetraba a ella como a una región inexplorada y recién

descubierta. Me placía ir tocando uno a uno los cálidos lomos de los libros,

alineados hasta el techo en sus pastas de lujo. Y me placía mover el terciopelo rojo

oscuro de la cortina que caía en pesados pliegues ante el umbral del saloncito. Se

me antojaba una cortina de teatro (Visiones 108).

La narradora expresa el placer de la niña de dejar su impronta en la habitación:

tocarlo todo, realizar pequeñas intervenciones y leer ese cuarto desde su propia perspectiva;

en definitiva, lo está desordenando. Pero ¿qué significa eso? Vuelvo a Cloke y Jones,

quienes plantean que “the seemingly disordered spaces of children are not to be defined or

understood as mere disruption to the ordered striations of adult spaces. Instead, these spaces

can be regarded as territories for becoming other…”201 (313). Para estos autores, que los

niños cambien, modifiquen, renombren los espacios, es su intento de convertirse en sujetos

otros, que ellos mismos se definan, en vez de ser definidos desde afuera. El capítulo final

del libro, “Visiones en la oscuridad”, presenta otra lectura al respecto, en que nuevamente

parece haber una conjunción entre la niña representada y la narradora, puesto que la

enunciación es claramente en presente. En esta estampa la familia va a ir al circo y la niña

María Flora ha olvidado el sombrero de paja sobre la mesa de la sala. Debe ir sola a buscarlo

a pesar de que es de noche y la casa está prácticamente a oscuras:

201
“los espacios aparentemente desordenados de los niños no son para ser definidos o entendidos como una
mera interrupción de las estrías ordenadas de los espacios adultos. En vez de eso, los espacios pueden ser
observados como territorios para llegar a ser otro”. La traducción es mía.
Mayne-Nicholls 266

Avanzo y me parece que penetro a un pozo embrujado. Lo peor es tener que

atravesar el patio, negro bajo un cielo sin estrellas. Mis pies van marcando en golpes

secos los latidos del corazón. Entro a la sala y me siento perdida entre objetos

hostiles. Felpas rojas caen pesadamente como cuerpos dormidos. Ojos adustos me

observan desde el misterio de la pared. No me atrevo a estirar el brazo porque mi

mano, en el trayecto, puede encontrar la blandura de otra mano (Visiones 132).

El miedo vuelve a ser la emoción que la narración resalta. Para hacerlo, la narradora

convierte el sencillo ingreso a la casa de la niña en un relato gótico protagonizado por la

niña María Flora. Para esto, la personificación y la hipérbole se levantan como las

estrategias elegidas para configurar la narración de horror. Así, cuando la niña entra a la

sala donde está su sombrero, esta se ha transmutado en un espacio siniestro en que lo

inanimado ha cobrado vida y la acecha. Son las mismas cosas a las que ella está

acostumbrada, pero en la oscuridad se transforman en algo tenebroso. Me interesa que esta

sea la estampa final del relato, por cuanto constituye la representación más clara de la

agencia de la niña, en que al ser expuesta a sus temores más profundos —es decir, a los que

la misma niña crea en su mente—, decide actuar en vez de dejarse llevar por esa

inmovilidad que ha atravesado el libro como una isotopía. Cuando la niña finalmente agarra

el sombrero, no sin antes eludir “a las arañas presurosas dejándose caer desde el techo a lo

largo de sus frágiles hebras” (Visiones 133) en vez de paralizarse, correrá.

La narración se convierte, además en una reflexión acerca del paso del tiempo,

porque cuando la niña llega hasta su familia, los otros niños destacan que “¡No tardó ni un

segundo!”, ante lo cual ella piensa sorprendida: “Sé que he estado muchas horas en la casa

vacía” (Visiones 133). El doble uso de hipérbole muestra cómo las experiencias de infancia

son particulares y personales. Los niños que la esperan consideran que lo ha hecho muy
Mayne-Nicholls 267

rápido, mientras que para la niña ha durado una eternidad, porque es ella quien ha debido

enfrentarse a su temor a la oscuridad, que no es más que el miedo a aquello que no tiene

contornos definidos y es difícil decidir cómo enfrentarlo. La descripción del tiempo

funciona además para enfatizar aquello que se nos ha dicho de forma constante en el libro:

que las niñas deben quedarse quietas en su lugar, lo que es rechazado tanto por el enunciado

de los niños como por el de la niña. Ya sea que demorara un segundo o muchas horas,

ambas opciones implican salir de la quietud y moverse.

En estas estampas que muestran a la niña en la biblioteca y en el salón, vemos cómo

la narración va describiendo pequeños desórdenes que buscan dejar atrás la imagen de la

niña que pasa el rato en el salón con las otras mujeres, y la representan como una niña que

tiene agencia, pero que está buscando las formas de ejercerla. Visiones de infancia es un

texto en que la narradora está buscando su voz, su voz está en formación y mientras la

autoridad paterna, aquella que mencionaban Pinto y Salazar esté presente, la forma de

tomarse los espacios, traspasar los límites establecidos, será todavía dubitativa. El peso de

la autoridad de su padre es fuerte, de hecho, no solo mientras es niña, sino también durante

su adultez, como se puede observar en Historia de mi vida. La forma en que la narración

marca la territorialización de la niña, nos permite observar que no se hace de manera frontal.

O escala la biblioteca a hurtadillas, o cruza corriendo los pasillos, o simula un mundo de

fantasía en la pieza de jugar sabiendo —o deseando— que la hija del cochero la observa.

La niña construida en estas páginas no solo está sola, está separada del resto: de la

hija del cochero, de las hermanas, de la intrusa. Las marcas del espacio lo confirman: en

general, la niña está mirando a través de la ventana. El uso de las ventanas podría indicar

una entrada a otros lados, como es el uso metafórico que Norah Lange les da a sus ventanas

en Cuadernos de infancia, en que estas le permiten a la narradora poder acceder a los


Mayne-Nicholls 268

recuerdos lejanos, los que cambian, porque hay distintos tipos de ventanas. Las ventanas

de Visiones de infancia cierran el camino, pero le permiten a la niña María Flora asomarse

de manera sigilosa, en secreto, sin todavía participar. Más aún, las ventanas permiten a esa

niña que se mueve solitaria por el espacio íntimo de la casa, observar cuál es el momento

en que puede asomarse, en forma breve, para dejar su marca en los espacios que quisiera

ocupar de forma definitiva.


Mayne-Nicholls 269

Conclusiones

Los imaginarios de infancia de Mistral y Yáñez y la conformación

de un pensamiento mujeril

¡Haremos la ronda infinita!


Gabriela Mistral, “En dónde tejemos la ronda?” (1945)

La primera mitad del siglo XX es una etapa crucial para el desarrollo intelectual de

las mujeres en Chile. Este hecho está marcado no por su ingreso al campo laboral, en el

cual la presencia de las mujeres tenía larga data, motivada por las difíciles condiciones

económicas que la modernidad trajo a las familias de clase trabajadora y clase media. Sin

embargo, el solo hecho de convertirse en sostenedoras económicas del hogar (ya fuera solas

o junto con sus maridos) seguía manteniendo a las mujeres en el silenciamiento. Es decir,

no bastaba con que ellas trabajaran si su aporte era menospreciado (ya que hasta el día de

hoy encontramos una brecha salarial importante entre mujeres y hombres), y si sus ideas

no eran consideradas valiosas para el desarrollo del país. En este contexto la presencia de

Gabriela Mistral es sencillamente asombrosa, ya que no se conformó con hacerle frente a

las necesidades económicas, y, siendo autodidacta, se convirtió en un referente del

pensamiento y estéticas latinoamericanas.

Sin embargo, considerar solo a Gabriela Mistral no es suficiente, puesto que esto

plantea la creencia de que la poeta es una excepción en el mar de mujeres de su tiempo. Y,

aunque ella es excepcional, son muchas las escritoras, intelectuales, artistas, que han

quedado borradas de la historia de nuestro país, como si sus obras, reflexiones y propuestas

no estuvieran a la altura que las de los conocidos hombres de los que se suele hablar. María
Mayne-Nicholls 270

Flora Yáñez es solo una de esas otras mujeres que se desenvolvieron en el ámbito público

para dejar una marca. Mistral y Yáñez parecen encarnar distintos lados de la moneda social,

ya que, a diferencia de la poeta, Yáñez nació en un ambiente social y económicamente

privilegiado, con un padre que era influyente en términos políticos. Estos privilegios

llevaron a que Yáñez tuviera tutores, y estudiara en el Liceo no. 2 de niñas y luego en la

Sorbonne, aunque no concluyera esos últimos estudios.

La diferencia de clase es ineludible al momento de hacer dialogar las obras de

Mistral y Yáñez, por cuanto transparentan lo que implica la posición social en la historia

personal, al marcar los caminos, las posibilidades que se abren y las puertas que se cierran.

Asimismo, releva cómo en un mismo país conviven distintas concepciones e ideologías

asentadas en la diferencia social, y cómo esto ha influido en el estatus de las mujeres y de

las niñas. Esta situación desigual entre Mistral y Yáñez da cuenta, también, de que las

mujeres fueron capaces de desarrollarse desde distintos orígenes, pero, más relevante que

eso, que sus imaginarios con respecto a las mujeres y a la infancia son distintos, porque

están anclados en sus propias experiencias diferentes, experiencias que se relacionan con

la realidad socioeconómica en que ambas nacieron y se desarrollaron.

A partir de sus años como niñas, de los distintos espacios en los que ambas

crecieron, y las distintas realidades sociales, Mistral y Yáñez configuraron relatos de

infancia —bloque de infancia en la terminología de Deleuze y Guattari— divergentes. Lo

que distingo al tomar el concepto de Deleuze y Guattari es que la lectura de las obras de

Mistral y Yáñez permite reconstruir algo más que un imaginario. La RAE nos dice que un

imaginario es el “[r]epertorio de elementos simbólicos y conceptuales de un autor”, sin

hacer alusión a de dónde viene ese imaginario o cómo se construye. Por su parte, el bloque

de infancia es la construcción de un registro de símbolos, conceptos, pero también


Mayne-Nicholls 271

recuerdos, sensaciones, anécdotas, imágenes, olores, sonidos, provenientes de la infancia y

que son configurados en un todo orgánico. Este bloque, o relato de infancia, es la

construcción de sentido de la infancia, y que nos llevamos a la adultez, convirtiéndolo en

una perspectiva para comprender y relacionarnos con el mundo, y para posicionarnos en él.

Lo que Mistral y Yáñez llevan a cabo se constituye en evidencia de que la infancia es una

construcción cultural a tal punto, que, siendo contemporáneas (apenas tienen nueve años

de diferencia), ambas escritoras configuran en sus obras representaciones de infancia

diferentes, a través de distintas estrategias retóricas y dando cuenta de imaginarios diversos.

La principal diferencia entre ambos imaginarios está referida a la consideración del

estatus de las niñas, a pesar de que en ambos casos la presencia de las niñas es ineludible y

protagónica. En Mistral las niñas representadas son fuertes y empoderadas, no le responden

a nadie más que a ellas mismas y a la hermandad de la ronda que están formando. Desde

que salen desde sus distintas proveniencias —los campos, los montes, las costas, los

bosques, los viñedos, las zonas mineras, es decir, vienen de todas partes de Chile—, se

conducen con agencia, es decir, deciden de manera independiente y actúan de manera

independiente. Esta visión está en concordancia con el discurso mistraliano acerca de los

niños y niñas: ella cree en sus capacidades actuales y no considera que sean personas a las

que les falta algo. Es decir, la construcción que realiza Mistral está a contrapelo del

pensamiento tradicional occidental que define la infancia con puros negativos al oponerla

a la adultez. Ser niño o niña es distinto que ser adulto o adulta, de eso no cabe duda, pero

en la poesía mistraliana estas niñas no están en falta.

La diferenciación que hace Mistral entre niños y niñas apoya también esta

consideración que tiene la poeta sobre el estatus de las niñas. Al trazar específicamente

niñas en sus rondas, Mistral está reflexionando acerca de la importancia de considerar a las
Mayne-Nicholls 272

niñas en sí mismas. Esto resalta todavía más cuando se empiezan a revisar las isotopías y

las imágenes que usa para describir a estas niñas ficcionales, ya que no busca construir una

imagen idealizada de las niñas de la época. El contexto es ineludible, por cuanto Mistral

comienza a escribir sus rondas hacia el 1920, cuando aún se consideraba a las niñas

exclusivamente como futuras madres que no necesitaban más instrucción que saber criar a

sus hijos y llevar sus futuras casas con oficio. Frente a eso, Mistral configura a las niñas

desde la imagen del desvarío. La locura es hermosa en Mistral, porque valora que las

mujeres no sean a lo que el patriarcado las ha limitado: ser subordinadas que guardan

silencio. Al utilizar la misma imagen de la locura que estará luego en sus “locas mujeres”,

observo que Mistral ya considera el estatus y la particularidad de estas niñas. Es así como

las niñas poetizadas danzan llenas de un fervor tan intenso que remueven la tierra.

Si bien Mistral se centra en el presente de la ronda, es decir, en lo que las niñas son

capaces de lograr en ese momento a través del baile —ejercer agencia, ganar sus voces—,

hay un futuro en ciernes. Ese futuro que ve Mistral es de carácter político y revolucionario,

porque esa imagen de remover la tierra o de hacer cantar a las piedras que utiliza, por

ejemplo, tiene que ver con la capacidad transformadora de estas niñas. Es decir, no

representa a estas niñas solo actuando con agencia, lo que ya me parece audaz, sino que sus

niñas son agentes de cambio, y esos cambios de los que son capaces pueden darle una nueva

luz al mundo. En ese sentido, destaco el que estas niñas que crea Mistral vengan de todas

partes del país, porque eso implica que volverán (después de la ronda) a todas partes a

remover las estructuras patriarcales y conformar un nuevo mundo, en que primen otro tipo

de relaciones. El modelo de esa nueva forma de relacionarse está en la ronda: la hermandad,

la confianza, el contar unas con otras, el desarrollo de una agencia social en que las niñas

se hacen responsables no solo de su futuro, sino del de todas. Esta estética de la ronda que
Mayne-Nicholls 273

propone Mistral es una nueva forma de entender las relaciones entre las niñas (y las

mujeres) y su poder transformador —tanto personal como social—, y me demuestra que

estas rondas no son textos menores, sino que son parte del corpus mistraliano junto con el

resto de su obra.

Las rondas mistralianas han sido leídas por la crítica especializada con sello

femenino. Efectivamente hay una preponderancia, pero no es femenina (lo que apela a una

forma de ser mujer, desde la perspectiva patriarcal), sino mujeril. Mistral no apunta a la

separación de las mujeres, sabe que la fuerza de ellas está en el colectivo, una idea que en

sí es revolucionaria, por cuanto, como el feminismo bien señala, si las mujeres han estado

fuera de la historia, es porque solo se destacan los esfuerzos individuales, las excepciones

(como sucede con la misma Mistral). La propuesta mistraliana reconoce los distintos

aportes mujeriles y es un llamado a reconocer dichas contribuciones más allá de los versos.

La mayor presencia de las niñas en las rondas, no deja afuera a los niños. La ronda

mistraliana es para todos, de lo cual se desprende que la transformación del mundo es tarea

de todos, pero que para que sea posible, se deben cambiar las formas femeninas y

masculinas, por esta nueva relación que implica la ronda, y que es expresada, entre otros

aspectos, en los dedos entrelazados de los danzantes. Pero eso en cuanto a las relaciones

humanas, porque el espacio que Mistral configura en las rondas es tan importante como las

representaciones de infancia que construye. Mistral saca a niñas y niños de sus casas y los

aparta del encierro, pero no los lleva a las ciudades, de hecho, no hay ninguna mención de

la ciudad en estos poemas. Mistral configura los espacios de infancia —a partir de su bloque

de infancia, en que el Valle de Elqui ocupa un lugar icónico— como zonas naturales y

agrestes, suaves (smooth) y desordenadas, en que el orden patriarcal no tiene influencia,


Mayne-Nicholls 274

para que los niños y niñas decidan por sí mismos cómo experimentarlo. Mistral mira,

entonces, a las niñas y les dice que el ámbito exterior y público les pertenece.

Se ha criticado a Mistral por la forma en que vincula a las mujeres con la tierra y la

naturaleza, por considerar que esta visión está inserta dentro del orden hegemónico. Pero

el error de este planteamiento es considerar la postura de Mistral como esencialista, y no lo

es. Porque en el discurso mistraliano no son solo las niñas y las mujeres las que tienen esta

relación especial con la naturaleza y sus ritmos; los niños y los hombres también la tienen.

En este sentido, he bosquejado el paralelo que existe entre el pensamiento mistraliano con

la corriente ecofeminista, ya que ambas vertientes se refieren a la resignificación de lo que

es mujeril, ambas hablan de una revolución que es tanto mujeril como ecológica, y ambas

consideran que esta necesidad de reformular las formas de interactuar entre los hombres y

con la naturaleza involucra a mujeres y hombres. Mistral planteaba estas ideas cuarenta

años antes que las primeras trazas del ecofeminismo, lo que da cuenta, otra vez, de la

perspectiva renovadora y adelantada de Mistral.

Esta lectura que hago de las rondas mistralianas, y de su carácter político y

revolucionario, me parece que es relevante a la hora de reivindicar la parte del corpus

mistraliano con tema de infancia. Este no solo fue leído con condescendencia en los tiempos

de publicación de las dos ediciones de Ternura, a pesar de toda la estructuración que hace

Mistral en 1945 para que los lectores dejaran de minimizar sus canciones de cuna y rondas.

Hasta el día de hoy, estos poemas son rebajados, como cuando se dice que Mistral es mucho

más que sus “Piececitos” o como se demuestra con cada reedición de sus obras en las que

los poemas con tema de infancia han sido eliminados, como si no dialogaran con el resto

de sus versos. Esta perspectiva de la ronda como transformadora reposiciona estos poemas

y los reivindica como parte del corpus mistraliano. En este sentido, queda una tarea al
Mayne-Nicholls 275

respecto, porque las rondas son solo una parte de este corpus, y me parece necesario hacer

lo mismo con las canciones de cuna y con todos los otros textos que leo hoy desde la

perspectiva de poesía con tema de infancia, en vez de poesía infantil, un paso esencial para

dejar de subestimar estas creaciones de Mistral. En ese contexto, es necesario volver a leer

Ternura como un todo y revisarlo críticamente.

El feminismo no es un movimiento homogéneo. Y no está dentro del espíritu

feminista el establecer jerarquías de quiénes son más o menos feministas. Esa visión, de

hecho, es más bien patriarcal, como cuando separara a aquellas mujeres que no son lo

suficientemente femeninas. Esa postura, que esconde una organización vertical establecida

entre dominados y dominadores, no puede ser la misma que guíe al feminismo. En ese

sentido, la visión que construye María Flora Yáñez también merece ser revisada, por cuanto

constituye otra experiencia mujeril, y necesitamos ir conociendo y reconociendo el trabajo

escritural de otras mujeres en el campo cultural chileno.

La representación de las niñas que construye Yáñez da cuenta de cómo el

patriarcado ha encerrado a las mujeres. En ese sentido, la casa familiar es representada

como un espacio muchas veces atemorizante, eso es lo que demuestra el uso de imágenes

espectrales y monstruosas que atormentan el reposo de la niña protagonista de Visiones de

infancia. Justamente el objetivo del monstruo es provocar temor y evitar que los niños y

niñas actúen. En este sentido llama la atención la constante presencia de una isotopía con

respecto a la inmovilidad en la obra de Yáñez. Eso es lo que el discurso hegemónico espera

de las niñas buenas, que se queden en su lugar, que tengan tal miedo de salir que,

finalmente, no quieran hacerlo. Es como la advertencia que Eliodoro Yáñez le hacía a su

hija para que desistiera de publicar: si seguía una carrera literaria iban a destrozarla. Ante

semejante predicamento, sería mejor quedarse en casa y no exponerse, conformarse, a fin


Mayne-Nicholls 276

de cuentas. Mistral reflexiona al respecto en sus rondas, cuando expresa en “El corro

luminoso” que cantó y bailó a pesar de los impedimentos externos. En esa línea, el

feminismo no es un llamado a triunfar en el mundo, lo que, nuevamente, representa una

visión patriarcal, sino a salir y expresarse en el ámbito público, a pesar del miedo, a pesar

de las posibilidades de críticas negativas y fracasos.

María Flora Yáñez tuvo sus críticas negativas y siguió escribiendo y publicando.

Esa imagen se construye de manera elusiva en Visiones de infancia, porque, a pesar del

miedo a la bestia de la casa, la niña representada por Yáñez es narrada como una niña que

se atreve a ir en contra de la inmovilidad que le han impuesto. De esta manera, la petite

histoire que va conformando la autora a partir de sus recuerdos cotidianos de infancia no

es un relato trivial, sino que expone y se opone al mandato patriarcal de que lo que le

corresponde a una mujer es la supuesta seguridad del quedarse quieta. Dicho eso, y a

diferencia de las niñas mistralianas que toman los espacios que les corresponden por

derecho propio, y que en reconocer eso como un derecho mujeril hay un gesto político

inconfundible; la niña en Visiones de infancia no está empoderada para actuar con tanta

agencia y tan libremente. Esto está dispuesto así, porque el texto se construye a partir de la

condición subordinada de las niñas y las mujeres, y eso se explicita, aunque sea para

desestimarlo. En cambio, Mistral elimina de sus versos los rastros de subordinación y se

enfoca en un imaginario en que las mujeres simplemente son sus propias dueñas.

Esta insistencia en representar el encierro, aunque sea para criticarlo, redunda en

que el personaje de la niña María Flora actúa y deja su marca sin que los demás la vean. En

ese sentido, la narración resignifica los terrores nocturnos y la soledad, como momentos en

que la niña aprovecha para dejar volar la imaginación, leer los libros prohibidos y tocar

cada mueble en el despacho del padre como huellas de que ella también pasó por allí. De
Mayne-Nicholls 277

esta manera, se representa una niña que necesita del secreto para expresarse. A diferencia

de las niñas mistralianas, la niña de Yáñez no está lista para dejarse llevar por el desvarío,

que es lo que hace que las niñas dejen de ser invisibles. Sin embargo, las niñas de las rondas

como de las Visiones son representadas experimentando sus espacios; unas lo harán de

frente y otras a hurtadillas, pero todas ellas están tomando sus espacios por el solo hecho

de atreverse a actuar, es decir, ir en contra de la inmovilidad que se les ha asignado a las

niñas como imaginario idealizado. La deconstrucción de esa inacción es diferente en

Mistral y Yáñez, ya que la primera opta por la locura del dejarse llevar en la representación

de sus niñas danzantes, mientras que la otra niña es representada, más que a través de sus

acciones, de las intensidades de las sensaciones que se le otorgan en las estampas.

Visiones de infancia no es, entonces, un texto revolucionario, pero sí es político, por

cuanto critica y denuncia el estatus de las mujeres y de las niñas en la sociedad privilegiada

en la que su autora se desenvolvió. Para hacer esta crítica, Yáñez decide usar como sustrato

literario sus recuerdos de infancia. Un aporte que hace al respecto es la conformación de

un modelo basado en la estampa que se graba en la hoja de papel, y que narra a través de

lo fragmentario, lo impreciso, lo difuso y lo no lineal. De esta manera, la autora se revela

contra las estructuras rígidas del relato, proponiendo una estética que se opone a la idea de

la inmovilidad.

He llamado a esta construcción de Yáñez una estética de la fragilidad, en que la

cualidad frágil de los relatos opera como metáfora de lectura. Esta estética se opone a lo

pesado y concreto a través de la configuración de un relato basado en los sentidos y las

emociones. La escritora construye, así, una forma distinta de narrar el mundo, en que

presenta formas novedosas de registrar las impresiones, mediante la conjunción de distintas

sensaciones. De esta manera, los hechos y los recuerdos son olidos, escuchados, vistos y
Mayne-Nicholls 278

palpados en la generación de sensaciones que no son unívocas, sino entremezcladas. En

este contexto, los lugares y las anécdotas producen fragancias que se mezclan con los

colores, y sonidos que son envueltos por el aroma de cosas y de otras sensaciones también.

Este relato sensorial que huye de la concreción, busca en los puntos suspensivos la forma

de oponerse al afán de fijarlo todo. En vez de dar respuestas cerradas, entonces, la narración

sugiere. Otras veces los puntos suspensivos no sugieren, sino que ocultan palabras que

prefieren no mencionarse porque representan formas cerradas de ver el mundo.

Esta estética de la fragilidad transmite, asimismo, un imaginario de fragilidad que

proviene del relato de infancia que Yáñez se ha formado, especialmente dirigido a una

infancia que es vulnerable en un sentido amplio de la palabra, porque es vulnerabilidad se

aprecia tanto en la fragilidad de los cuerpos infantiles como de sus acciones y de sus

pensamientos, que siempre tratan de ser dirigidos por los adultos que constituyen una

autoridad que impone. Frente a esa jerarquización familiar, las niñas también son

subordinadas. Encuentro interesante esa aparente contradicción que se observa en Visiones

de infancia entre lo inmóvil y lo frágil, porque bien se podría estimar que contra lo inmóvil

habría que oponer la fuerza. Sin embargo, Yáñez decide no componer su forma de narración

según los parámetros hegemónicos patriarcales en que el uso de la fuerza es patente, sino

que propone otra respuesta. Para esto, la autora resignifica la condición de fragilidad, la

que no debe ser considerada como una forma de indefensión. Es decir, la niña que

representa no está desvalida, aunque en vez de salir a campo abierto aproveche los

intersticios dejados por el orden adulto para actuar. En este sentido, la fragilidad en cuanto

estética no es un impedimento, sino una forma distinta de pensar la sociedad.

Mientras Mistral representa la fuerza que ella ve en las niñas, Yáñez representa la

infancia en términos nostálgicos. Sin embargo, ambas parecen coincidir en que la mirada
Mayne-Nicholls 279

de la infancia es una manera fresca de enfrentar el mundo. En ese sentido se anhela la pajita

en el ojo mistraliana y el velo neblinoso de Yáñez, en tanto imágenes de que, en realidad,

es a los adultos a los que le faltaría algo: esa mirada divergente —metaforizada en la mirada

infantil—, que apunta a que se necesitan nuevas formas de relacionarse. Pero el hecho de

que en esas primeras décadas del siglo XX estas dos escritoras fueran capaces de mirar la

infancia, exponerla en sus textos, reflexionar al respecto, y —lo más relevante— establecer

una posición clara sobre lo que pensaban de la infancia, da cuenta de la riqueza de estos

textos no solo en términos literarios, sino en términos políticos. Mirar a la infancia es un

acto político en sí mismo. Reflexionando en torno a la relación entre cine e infancia, Jorge

Larrosa dice: “El cine mira a la infancia. Y nos enseña a mirarla” (115). La literatura

también lo hace, los textos de Mistral y Yáñez ciertamente lo hacen.

Tal vez la mirada de Yáñez con respecto a la infancia en este texto se manifiesta

todavía en ciernes. Ese hecho da cuenta de que el corpus total de Yáñez falta de ser leído,

incluyendo esas primeras obras que la escritora parece haberse visto obligada a rechazar

por la etiqueta del criollismo. En la actualidad, en que las obras de este movimiento tan

general comienzan a ser releídas desde otras perspectivas, es una oportunidad para retomar

los textos de Yáñez para ver cómo dialogan con el cuestionamiento del estatus de la infancia

y de las mujeres que se construye en Visiones de infancia.

Asimismo, me parece que es necesario ir a los textos ensayísticos de Mistral y

Yáñez para indagar también en ellos. Esta tarea está más adelantada en el caso de la poeta,

por cuanto existen recopilaciones de sus crónicas y recados, pero faltan los estudios críticos

que revisen más detenidamente esos textos, con el fin de determinar las ideas y propuestas

que Mistral tenía en términos políticos, sociales, educativos, por nombrar algunos. En el

caso de Yáñez, el trabajo implica iniciar recién la recopilación de estos trabajos, que fueron
Mayne-Nicholls 280

principalmente publicados en diarios. ¿Sobre qué escribía? ¿Qué estrategias narrativas

usaba? Son solo algunas de las primeras preguntas para hacerse en ese ámbito.

Este interés por centrarse en las crónicas y ensayos de Mistral y Yáñez va dirigido

en la preocupación por conocer qué pensaban las escritoras e intelectuales chilenas y no

solo en términos de acumular sus obras. Pero no basta con ir levantando excepciones, sino

ir sumando las experiencias escriturales de otras mujeres de la época. Las representaciones

de niñas que hacen Mistral y Yáñez son solo dos ejemplos de los imaginarios mujeriles de

la época. En ese sentido, sería interesante ir armando una cartografía de las representaciones

de niñas que se configuraron en la primera mitad del siglo XX en nuestro país, y las que se

han seguido configurando. Esto es lo que permitirá visibilizar los ideales, las formas, los

contornos, las exigencias, las cualidades, los defectos, las fuerzas —solo por nombrar

algunas categorías— con que las mujeres han visto a las niñas en nuestro país.

Al explicitar estos elementos podremos avanzar en el entendimiento que existe

culturalmente acerca de las niñas en nuestra sociedad, cómo se las ha identificado, qué

límites se les han impuesto; porque me parece que visibilizar la representación de las niñas

que se ha hecho permitirá cuestionarnos las creencias que hay en torno a las niñas y también

las mujeres. En relación con esto, me parece que el enfoque de Gabriela Mistral es clave:

dejar de fijarnos en las características femeninas de las mujeres, y empezar a fijarnos en

sus capacidades y experiencias mujeriles. Es de esta forma que podremos abandonar el

corral. Si hay algo que me ha enseñado Mistral con estas rondas es a inscribir mi propio

trabajo crítico como una forma de ir descubriendo los imaginarios sobre las niñas y, así, ir

formando un cuerpo escritural mujeril en el que me siento orgullosa de estar participando.


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