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El Bote del Difunto Pedro

La vieja le niega al narrador el uso de un bote que se encuentra amarrado cerca de su rancho. Ella explica que el bote pertenecía a su difunto esposo Pedro, quien construyó el rancho y tuvo hijos con ella. Pedro enfermó y murió, dejando en claro antes de morir que el bote era suyo y no quería que nadie más lo usara. Por este motivo, la vieja se niega a dejar que el narrador tome prestado el bote.

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El Bote del Difunto Pedro

La vieja le niega al narrador el uso de un bote que se encuentra amarrado cerca de su rancho. Ella explica que el bote pertenecía a su difunto esposo Pedro, quien construyó el rancho y tuvo hijos con ella. Pedro enfermó y murió, dejando en claro antes de morir que el bote era suyo y no quería que nadie más lo usara. Por este motivo, la vieja se niega a dejar que el narrador tome prestado el bote.

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El bote

Fernando Silva

—¿Y ése es suyo?

—Sí; también aquella otra— me dijo señalando a la muchachita.

—Vení, vos, dé los buenos días, malcriada.

La muchachita era toda dundita, se parecía a una palomita de barro.

—Aquellos otros son también míos, nos dijo la vieja señalándonos a otros negritos que estaban jalando
agua.

Con nosotros andaba el Sultán, el perro de la finca. A la vieja le gustó el animal, le pasó la mano por el
lomo y me dijo.

—¿Y éste qué corre?

—Pues todo, le contesté.

—Es bueno, me dijo y le sobó la cabeza.

—¿Y aquí vive sola?, le pregunto yo.


—Unas veces, me dijo.

El rancho de Los Robles mejor parecía una jaula. Había adentro un cocinero, un jicarero con unos tarros
y un guacal en un banco tapado con un trapo sobre el que estaban pegados un montón de chayules.

Nosotros nos habíamos venido por el camino para entrar al río por la loma de Los Robles, porque el
llano estaba lleno.

—¿Señora, —le dije yo a la vieja— me puede facilitar un bote? Le voy a pagar el alquiler.

—Si no hay bote, me contestó.

—¿Y ése no es de aquí?, le dije señalando uno que estaba amarrado en la orilla.

—Ese bote no.

—¿Y por qué?

No me contestó la vieja; a mí me pareció raro.

—¿Vea —le volví a decir— y por qué no me lo alquila?

—No —me dijo— no se puede, ese bote no se alquila.

Entonces ya no le dije ni media palabra de bote. Pero al rato y sin volver a verme, como si no fue
conmigo; cogiendo de un lado para otro, apartando un taburete, arreando una gallina, pepenando un
palo me fue diciendo:
—“Ése era el bote del dijunto Pedro. Yo vine aquí de la Azucena, hace años; de aquí era él. Él hizo este
rancho y yo le tuve estos hijos. Pero él se me enfermó del bazo, se me fue poniendo mayate, mayate; no
hubo remedio que le llegara, arrojó la bilis después sólo los huesos era, hasta que quedó en ánima. Este
bote era del”.

La vieja se levantó a arrear un chancho que estaba rascando en la pata del cocinero, después volvió y
siguió:

—“Y no le gustaba que se lo tocara nadie”.

—¡Panchó! —le gritó al muchacho— ¡Ve a ver si no anda la yegua en los siembros!

—“Él dijo que ese bote era del” — me volvió a repetir la vieja—.

—¡Julián!, le gritó al otro muchacho, que andaba con un mecatito. Andá traeme unos palos pal fuego.

Luego la vieja se levantó de donde estaba.

—Ni yo lo ocupo, me dijo y se volvió a sentar.

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