El perro del ciego
Rubén Darío
(CUENTO PARA NIÑOS)
El perro del ciego no muerde, no hace daño. Es triste y humilde; amable, niños. No le procuréis
nunca mal, y cuando pase por la puerta de vuestra casa, dadle algo de comer. Yo sé una historia
conmovedora que voy a contaros ahora.
Cuando yo era chico tuve un amiguito muy cruel. No le quería bien ninguno de los compañeros
porque con todos era áspero y malo. A los menores les pellizcaba y daba golpes; con los grandes
se las entendía a pedradas. Cuando el profesor le castigaba no lloraba nunca. A veces, iracundo,
se hacía sangre en los labios y se arrancaba el pelo a puños. Niño odioso.
Con los animales no era menos cruel que con los muchachos. ¿Os gustan a vosotros los
pajaritos? Pues él los que encontraba en los nidos los aprisionaba, les quitaba las plumas, les
rompía los huevos, y les sacaba los ojos: tal como hizo Casilda en unos versos de Campoamor,
un poeta de España que ha inventado unas composiciones muy sabias y muy lindas que se llaman
doloras.
En casa del niño malo había un gato. Un día al pobre animal le cortó la cola, como hizo con su
perro el griego Alcibíades, aquel de quien habéis oído hablar al señor profesor en la clase de
historia.
Paco –así se llamaba aquel pillín– se burlaba de los cojos, de los tuertos, de los jorobados, de los
limosneros que andaban pidiendo a veces en nombre de su negra miseria ridícula. Como sabéis,
es una acción indigna de todo niño de buen corazón, y vosotros, estoy seguro de que nunca
haréis igual cosa de la que él hacía.
Por aquellos días llegaba a la puerta del colegio un pobre ciego viejo, con su alforja, su escudilla
y su perro. Se le daba pan; en la cocina se le llenaba su escudilla, y nunca faltaba un hueso para
el buen lazarillo de cuatro patas que tenía por nombre León.
León era manso; todos le acariciábamos; y él, al sentir la mano de un niño que le tocaba el lomo
o le sobaba la cabeza, cerraba los ojos y devolvía halagos con la lengua. El ciego agradecía el
amor a su guía, y en pago de él contaba cuentos o cantaba canciones.
Paco llegó una tarde a la hora de recreo, riendo con todas ganas. Había hecho una cosa muy
divertida. Vosotros debéis saber lo que son los alacranes, unos animales feos, asquerosos, negros,
que tienen una especie de rabo que remata en un garfio. Este garfio les sirve para picar. Cuando
un alacrán pica, envenena la herida, y uno se enferma.
Paco había encontrado un alacrán vivo; lo puso entre dos rebanadas de pan y se lo llevó al ciego
para que comiese. El animal le picó en la boca al pobrecito, que estuvo casi a las puertas de la
muerte. Como veis, un niño de esta naturaleza no puede ser sino un miserable.
Cuando un niño hace una buena acción los ángeles de alas rosadas se alegran. Si la acción es
mala, hay también unas alas negras que se estremecen de gozo. Niños, amad las alas rosadas. En
medio de vuestro sueño ellas se os aparecerán siempre acariciantes, dulces, bellas. Ellas dan los
ensueños divinos, y ahuyentan los rostros amenazadores de gigantes horribles o de enanos
rechonchos que llegan cerca del lecho, en las pesadillas. Amad las alas rosadas.
Las negras estaban siempre, no hay duda, regocijadas con Paco, el de mi historia.
Imaginaos un sujeto que se portaba como sabéis con nosotros, que era descorazonado con los
animales de Dios, y que hacía llorar a su madre en ocasiones, con sus terriblezas.
El Padre Eterno mueve a veces sonriendo su buena barba blanca cuando los querubines que
aguaitan por las rendijas de oro del azul le dan cuenta de los pequeños que van bien aquí abajo,
que saben sus lecciones, que obedecen a papá y a mamá, que no rompen muchos zapatos, y
muestran buen corazón y manos limpias. Sí, niños míos; pero si vierais cómo se frunce aquel
ceño, con susto de los coros y de las potestades, si oyeseis cómo regaña en su divina lengua
misteriosa, y se enoja, y dice que no quiere más a los niñitos, cuando sabe que éstos hacen
picardías, o son mal educados, o lo que es peor ¡perversos!
Entonces ¡ah! le dice a Gabriel que desate las pestes, y vienen las mortandades, y los chicos se
mueren y son llevados al cementerio, a que se queden estos con los otros muertos, de día y de
noche.
Por eso hay que ser buenos, para que el buen Dios sonría, y lluevan los dulces, y se inventen los
velocípedos y vengan muchos míster Ross y condes Patrizio.
Un día no llegó el ciego a las puertas del colegio, y en el recreo no tuvimos cuentos ni canciones.
Ya estábamos pensando que estuviese enfermo el viejecito, cuando, apoyado en su bordón,
tropezando y cayendo, le vimos aparecer. León no venía con él.
–¿Y León?
–¡Ay! Mi León, mi hijo, mi compañero, mi perro ¡ha muerto!
Y el ciego lloraba a lágrima viva, con su dolor inmenso, crudo, hondo.
¿Quién le guiaría ahora? Perros había muchos, pero iguales al suyo, imposible. Podría encontrar
otro; pero habría que enseñarle a servir de lazarillo, y de todas maneras no sería lo mismo. Y
entre sollozos:
–¡Ah! Mi León, mi querido León...
Era una crueldad, un crimen. Mejor lo hubieran muerto a él. Él era un desgraciado y se le quería
hacer sufrir más.
–¡ Oh Dios mío!
Ya veis, niños, que esto era de partir el alma.
No quiso comer.
–No; ¿cómo voy a comer solo?
Y triste, triste, sentado en una grada, se puso a derramar las lágrimas de sus ojos ciegos, con un
parpadeo doloroso, la frente contraída, y en los labios esa tirantez de las comisuras que producen
ciertas angustias y sufrimientos.
El niño que siente las penas de sus semejantes es un niño excelente que el Señor bendice. Yo he
visto algunos que son así, y todos les quieren mucho y dicen de ellos: ¡Qué niños tan buenos! Y
les hacen cariños y les regalan cosas bonitas y libros como Las mil y una noches. Yo creo que
vosotros debéis ser así, y por eso para vosotros tengo de escribir cuentos, y os deseo que seáis
felices. Pero vamos adelante.
Mientras el ciego lloraba y todos los niños le rodeaban compadeciéndole, llegó Paco
cascabeleando sus carcajadas. ¿Se reía? Alguna maldad debía haber hecho. Era una señal. Su risa
sólo indicaba eso. ¡Picaro!
¿Habráse visto niño canalla? Se llegó donde estaba el pobre viejo.
–Eh, tío, ¿y León?– Más carcajadas.
Debía habérsele dicho, corno debéis pensar: –Paco, eso es mal hecho y es infame. Te estás
burlando de un anciano desgraciado–. Pero todos le tenían miedo a aquel diablillo.
Después, cínicamente, con su vocecita chillona y su aire descarado, se puso a narrar delante del
ciego el cómo había dado muerte al perro.
–Muy sencillamente: cogí vidrio y lo molí, y en un pedazo de carne puse el vidrio molido, todo
se lo comió el perro. Al rato se puso como a bailar, y luego no pudo arrastrar al tío –y señalaba
con risa al infeliz– y por último, estiró las patas y se quedó tan tieso.
Y el tío llora que llora.
Ya veis niños que Paco era un corazón de fiera, y lleno de intenciones dañinas.
Sonó la campana. Todos corrimos a la clase. Al salir del colegio todavía estaba allí el viejo
gimiendo por su lazarillo muerto. ¡Mal haya el muchacho bribón!
Pero mirad, niños, que el buen Dios se irrita con santa cólera.
Paco ese mismo día agarró unas viruelas que dieron con él en la sepultura después que sufrió
dolorosamente y se puso muy feo.
¿Preguntáis por el ciego? Desde aquel día se le vio pedir su limosna solo, sufriendo contusiones
y caídas, arriesgando atropellamientos, con su bastón torcido que sonaba sobre las piedras. Pero
no quiso otro guía que su León, su animal querido, su compañero a quien siempre lloró.
Niños, sed buenos. El perro del ciego –ese melancólico desterrado del día, nostálgico del país de
la luz– es manso, es triste, es humilde; amadle, niños. No le procuréis nunca mal, y cuando pase
por la puerta de vuestra casa, dadle algo de comer.
Y así ¡oh niños! seréis bendecidos por Dios, que sonreirá por vosotros, moviendo, como un
amable emperador abuelo, su buena barba blanca.