Samanta Schweblin
“La furia de las pestes”
Gismondi se extrañó de que los chicos y los perros no corrieran hacia él para recibirlo.
Intranquilo, miró hacia el llano donde, ya mínimo, se alejaba el coche que regresaría
por él al otro día. Llevaba años visitando sitios de frontera, comunidades pobres que
sumaba al registro poblacional y a las que retribuía con alimentos. Pero por primera
vez, frente a ese pequeño pueblo que se hundía en el valle, Gismondi percibió una
quietud absoluta. Vio las casas, pocas. Tres o cuatro figuras inmóviles y algunos
perros echados en la tierra. Avanzó bajo el sol de mediodía. Cargaba en sus hombros
dos grandes bolsos que, al resbalarse, le lastimaban los brazos y lo obligaban a
detenerse. Un perro levantó la cabeza para verlo llegar, sin levantarse del piso. Las
construcciones, una mezcla de barro, piedra y chapa, se sucedían sin orden dejando
hacia el centro una calle vacía. Parecía deshabitada, pero podía adivinar a los
pobladores tras las ventanas y las puertas. No se movían, no lo espiaban, pero
estaban ahí y Gismondi vio, junto a una puerta, a un hombre sentado; apoyada en
una columna, la espalda de un niño; la cola de un perro sobresaliendo del interior de
una casa. Mareado por el calor dejó caer los bolsos y se limpió con la mano el sudor
de la frente. Contempló las construcciones. No había nadie con quien hablar así que
eligió una casa sin puerta y pidió permiso antes de asomarse. Aunque lo hizo en un
tono bajo sintió su voz fuerte volver desde el valle y algunas sombras se movieron
entre las casas. Pero nadie contestó. Probó asomarse. Adentro, un hombre viejo
miraba el cielo a través de un agujero del techo de chapa.
  -Disculpe -dijo Gismondi.
  Al otro lado de la habitación, dos mujeres sentadas junto a una mesa, y más atrás,
sobre un catre viejo, dos chicos y un perro dormitaban apoyados unos en otros.
  -Disculpen... -repitió.
  El hombre no se movió. Cuando Gismondi se acostumbró a la oscuridad, descubrió
que una de las mujeres, la más joven, lo miraba.
  -Buenos días -dijo recuperando el ánimo– trabajo para el gobierno y... ¿Con quién
tengo que hablar? -Gismondi se inclinó levemente hacia delante.
  La mujer no contestó, su expresión era indiferente. Gismondi se sujetó a la pared
que enmarcaba la puerta, se sentía mareado.
  -Debe conocer a alguien. Un referente… ¿Sabe con quién tengo que hablar?
  -¿Hablar? -dijo la mujer con voz cansada.
  Gismondi no contestó, temía descubrir que ella no había hablado y que el calor del
mediodía lo afectaba. La mujer pareció perder el interés y dejó de mirarlo. Gismondi
pensó que podía estimar la población y completar el registro a su criterio, ningún
agente se tomaría la molestia de corroborar los datos en un sitio como ese; pero, de
cualquier manera, el coche que pasaría por él no iba a regresar hasta el día siguiente.
Se acercó a los chicos, quizá al menos podría hacerlos hablar a ellos. El perro, que
descansaba el morro sobre la pierna de uno de ellos, ni siquiera se movió. Gismondi
saludó. Solo uno de los chicos, lento, lo miró a los ojos e hizo un gesto mínimo con los
labios, casi una sonrisa. Sus pies colgaban del catre, descalzos pero limpios, como si
nunca hubiesen tocado el suelo. Gismondi se agachó y rozó con su mano uno de los
pies. No supo que lo llevó a hacer eso, quizá solo necesitaba saber que esa gente era
capaz de moverse, que estaban vivos. El chico lo miró asustado. Gismondi se
incorporó. También él, de pie en medio de la habitación, miró al chico con miedo.
Pero no era ese rostro lo que temía, ni el silencio, ni la quietud. Recorrió con la
mirada el polvo de las repisas y las mesadas vacías hasta detenerse en el único
recipiente que había a la vista. Lo tomó y vació el contenido sobre la mesa.
Permaneció absorto unos segundos. Después acarició el polvo desparramado sin
entender lo que estaba viendo. Revisó los cajones y los estantes. Abrió latas, cajas,
botellas. No había nada. Nada para comer ni para beber. Ni mantas, ni herramientas,
ni ropa. Solo algún utensilio inútil. Vestigios de jarros que alguna vez habrían
contenido algo. Sin mirar a los chicos, como si hablara solo para él, preguntó si tenían
hambre. Nadie contestó.
  -¿Sed? -un escalofrío le hizo temblar la voz.
  Lo miraban extrañados, como si no alcanzaran a entender el significado de esas
palabras.
  Gismondi dejó la habitación, salió a la calle, corrió hasta los bolsos y cargó con ellos
de regreso. Se detuvo frente a los chicos, agitado. Vació la carga sobre la mesa. Tomó
una bolsa al azar, la abrió con los dientes y dejó caer un puñado de azúcar sobre su
palma. Los chicos miraron cómo se agachaba junto a ellos y les ofrecía algo de su
mano. Pero ninguno pareció entender. Fue entonces que Gismondi sintió una
presencia, percibió, quizá por primera vez en el valle, la brisa de un movimiento. Se
incorporó y miró hacia los lados. Algo de azúcar cayó al piso. La mujer estaba de pie y
lo observaba desde el umbral de la puerta. No era la mirada que había mantenido
hasta entonces, no miraba una escena ni un paisaje, lo miraba a él.
  -¿Qué quiere? -dijo.
  Era, como todas las otras, una voz somnolienta, pero cargada de una autoridad que
lo sorprendió.
  Uno de los chicos había abandonado la cama y ahora contemplaba la mano repleta
de azúcar. La mujer miró los paquetes desparramados y se volvió con furia hacia él. El
perro se incorporó y rodeó intranquilo la mesa. Por las puertas y por las ventanas
comenzaban a asomarse hombres y mujeres, cabezas que se asomaban tras cabezas,
un tumulto que crecía. Otros perros se acercaron. Gismondi miró el azúcar en su
mano. Esta vez, al fin, todos concentraban su atención en él. Apenas vio al chico, su
mano pequeña, los dedos húmedos acariciar el azúcar, los ojos fascinados, cierto
movimiento de los labios que parecían recordar el sabor dulce. Cuando el chico se
llevó los dedos a la boca, todos se paralizaron. Gismondi retrajo la mano. Vio en los
que lo miraban una expresión que, al principio, no alcanzó a entender. Entonces
sintió, en el estómago, una herida tajante. Cayó de rodillas. Había dejado que se
desparramara el azúcar, y el recuerdo del hambre crecía sobre el valle con la furia de
las pestes.