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El Mejor Gol de Mi Vida

El documento narra un partido de fútbol callejero entre dos amigos que están en desacuerdo por una chica. El partido se define por penales y el narrador logra convertir el penal decisivo de manera sutil, sorprendiendo a su amigo.

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El documento narra un partido de fútbol callejero entre dos amigos que están en desacuerdo por una chica. El partido se define por penales y el narrador logra convertir el penal decisivo de manera sutil, sorprendiendo a su amigo.

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EL MEJOR GOL DE MI VIDA

C reo que el mejor gol de mi vida lo convertí de penal, mientras anochecía, un sábado de invierno,
en el asfalto de la calle de mi casa, a los doce años, para definir un partido de morondanga. Es
verdad que quien lea estas páginas tiene todo el derecho de matarse de la risa frente a la pequeñez
de mi epopeya. Puede que se pregunte: ¿Eso es todo? ¿Ese es su mejor gol? ¿Este señor no tiene
nada mejor para mandarse la parte? Les ruego, sin embargo, que me permitan explayarme y, al final
de mi relato, vuelvan a pensarlo. Tal vez sigan sosteniendo que mis horizontes son
imperdonablemente pequeños. O tal vez no. Veremos. Porque una de las grandes cualidades que
tiene el fútbol es su capacidad de construir un mundo aparte dentro del mundo. Y mientras la pelota
rueda los límites del universo son los laterales y la línea de fondo, y no hay otra frontera que las de
las áreas y el mediocampo. Y la vida no tiene más extensión que la cancha. Y el género humano es la
suma exacta de tus compañeros y tus adversarios. Y entonces puede cambiar la escala de las cosas.
Pero vayamos a los hechos: un partido de cuatro jugadores contra cuatro, con quince o veinte
metros de pavimento para todo el largo de la cancha y los cordones de la vereda como laterales. Dos
cascotes para cada arco. Somos ocho y somos los de siempre. En el barrio hay más pibes aparte de
nosotros. Pero a esa hora, y con ese frío, estos ocho somos los únicos dispuestos a jugar a la pelota
hasta que estalle el planeta o el oxígeno se extinga. Y no nos acobarda ni la oscuridad ni el invierno.
El partido está parejo. Claro que no es un partido de cero a cero. No existe —no puede existir— un
partido que vaya cero a cero a los trece años y en la calle. Un partido parejo es, para nosotros, diez a
diez o quince a quince. No hemos desarrollado aún la sospechosa virtud de la prudencia, y nos
manejamos con la convicción de que para ganar hay que llenar de goles el arco de enfrente. Y el
partido es parejo porque hemos armado los equipos para que lo sean. Somos chicos, y tal vez por
eso somos mucho más justos de lo que seremos cuando crezcamos. Y no se nos ocurre armar un
equipo que “tenga afano” para golear a los más chicos o los menos capaces. Por eso, por ese afán de
hacerlo parejo, Esteban juega de un lado y yo del otro. Porque Esteban es nuestra estrella, nuestro
delantero, nuestro goleador, nuestro amuleto. Y yo estoy del otro lado porque soy el arquero. Les
pido que me permitan considerarme un buen arquero. Volador. Con reflejos. Y con huevos, si me
perdonan la mala palabra. Que de eso también tienen que estar hechos los arqueros. ¿O alguien
puede decirme que para llegar a una pelota bien esquinada, contra un palo, sobre el pavimento,
dejando en el intento la piel del codo y la rodilla, no se requiere una buena porción de hombría? Así
que el más goleador está de un lado y el más arquero del otro, y eso empareja. Pero no solo para
emparejar es que jugamos Esteban de un ebookelo.com - Página 66 lado y yo del otro. Otro asunto
nos enfrenta. Nos enfrenta una mujer. Una mujer de la que yo estoy enamorado, y que quiso mi
mala estrella que naciese hermana de él. Se llama Camila, tiene once años y unos ojos morenos que
te hacen naufragar el alma. Y Esteban, no sé si por celos o por orden de su madre o porque sí, ha
decidido prohibírmela. Es doloroso que una cosa así se interponga en una amistad como la nuestra.
Hemos hecho grandes cosas juntos. Hemos ganado desafíos memorables, gracias a sus goles y a mis
revolcones postreros. Somos los dos únicos hinchas de Independiente de toda la barra. Hemos
compartido lejanas y prohibidas travesías en bicicleta. Hemos cazado ratas junto a las vías del tren.
Pero todo eso es parte del pasado. Porque él hace todo lo posible por impedirme llegar a Camila. Lo
hemos discutido. Nos hemos gritado. Y si no hemos terminado a las trompadas es porque él me
quiere y yo lo quiero. Y nos unen todos esos partidos ganados y perdidos. Pero él sigue emperrado
en oponerse a mis deseos y yo sigo dispuesto a escalar el Himalaya para salir con Camila. Sueño con
que ella me acompañe al centro de Castelar a una confitería a tomar una Coca Cola en vaso alto. Y
con que a la vuelta caminemos, vergonzosos, turbados, tomados de la mano. Y con que, justo antes
de doblar la última esquina hacia su casa, me deje besarla en la boca. Que en todo eso consiste para
mí, a los trece, salir con una mujer. Es por eso que en este partido del que hablo, y que lleva un
tanteador de diez a diez o quince a quince, se ventila también todo el recíproco rencor que venimos
incubando. Pero es tan parejo que no logramos definirlo porque ninguno logra sacar la necesaria luz
de dos goles de ventaja para darlo por concluido. Y la noche ya ha caído. Y la poca luz que hay es la
de los focos de alumbrado público, que se cuela por entre el ramaje desnudo de los árboles enormes
que crecen a ambos lados de la calle. Ya son varias las madres que han salido a la puerta a
ordenarles a sus hijos que entren a bañarse y a cenar. Pero ninguno de los ocho se ha movido. Por
empezar, ni Esteban ni yo tenemos la menor intención de dejar ese partido inconcluso. Pero los
otros seis tampoco. Ellos saben lo que se está jugando, y participar del desenlace bien vale pagar el
alto precio del reto materno por ser un mocoso desobediente. De repente Esteban propone definirlo
por penales. Es una buena idea la suya. En esa oscuridad, es muchísimo más difícil atajarlos que
meterlos, y mis virtudes de arquero volador van a servirme de muy poco. Pero acepto, para no dejar
resquicio a que me acuse de miedoso. Nos encaminamos todos, los ocho, hacia el arco más
iluminado, que es lo mismo que decir el que está un poco menos a oscuras. Alguien cuenta doce
pasos y raspa con una piedra una cruz en el pavimento para indicar el punto penal. Alguna madre
sale a insistir con lo del baño y la cena. Nadie la escucha. Nuestros seis compañeros patean por
turno. Hacen su parte. Saben que no son protagonistas sino testigos. Embocan y yerran, que así es el
fútbol. Y al final ebookelo.com - Página 67 llegamos empatados en dos, y con un penal pendiente
para cada equipo. El de Esteban y el mío. Cuando acomoda la bola en su sitio, Esteban es una
sombra. No distingo sus rasgos, aunque puedo palpar su severidad, su fría determinación de
derrotarme. La pelota es un dibujo borroso. Y si ahí, a los pies de Esteban, consigo a duras penas
distinguirla, sé que en cuanto la patee dejaré de verla. Y en una fracción de segundo deberé adivinar,
a intuición pura, el negro vacío de su trayectoria a través del pozo frío del aire de la noche. Cuando
entreveo que Esteban patea la pelota, me lanzo hacia la izquierda. Al principio —suponiendo que el
lapso de un segundo pueda tener principio— no siento nada. O sí: siento el pavimento en el codo, en
la axila, en las costillas, en la cadera, en la oreja izquierda, en la mandíbula. Pero después —
suponiendo que en el lapso de un segundo quepa, además de un principio, un después— siento en
la palma de la mano la caricia rugosa de los gajos gastados. Porque acerté, o porque sí, consigo
detener la bola junto al cascote que sirve de palo izquierdo. Esteban murmura un “carajo”
perfectamente comprensible. Yo sonrío en la oscuridad pero no festejo a los gritos. No corresponde.
Todavía no he ganado nada. Esteban dice “Este lo atajo yo”, por el penal que me toca patearle.
Nuestros andares se cruzan a la mitad del camino. Es mi turno de colocar el balón en su sitio.
Levanto la vista. Desde allí, los cascotes del arco y la figura agazapada de Esteban son siluetas.
Siluetas negras porque mucho más atrás la luz de la avenida les crea un aura de contraste. No sé qué
puede suceder si convierto el penal definitivo. Tampoco quiero distraerme con eso. Porque tal vez
no cambie nada, y porque necesito toda mi concentración para decidir el dónde y para decidir el
cómo. El dónde es abajo. Un tiro al rastrón que no se levante por nada del mundo. Y el cómo…
Todavía me falta el cómo. Retrocedo tres pasos para tomar carrera y pienso. Pienso que lo lógico
sería pegarle un chumbazo colosal que, si se cruza con la humanidad de Esteban, la meta en el arco
con pelota y todo. Pienso que no soy habilidoso con la pelota en los pies. Pienso que lo mío es el
sacrificio y los dientes apretados. Pienso que no puedo andar improvisando en trance semejante.
Pero también pienso que Esteban debe estar pensando lo mismo. Y que tal vez sea el momento
exacto para cambiar. ¿O acaso el amor de una mujer no merece que cambiemos? Me decido y
emprendo los tres pasos de mi corta carrera. Abro el pie derecho y le doy al balón un toque sutil con
cara interna. Al escuchar el sonido de mi pie pateando, Esteban se abre de brazos y de piernas. No se
juega ni a derecha ni a izquierda. Espera, nomás, toparse con un proyectil dotado de la furiosa
velocidad de un meteorito. No cuenta —es natural, porque si no fuese por Camila yo tampoco
hubiese contado— con ese roce de artista, con esa bola que corre mansa y silenciosa, a pocos
centímetros del piso, con esa pose en la que me quedo, ese ademán de ebookelo.com - Página 68
goleador nato, de tipo que sabe, de cirujano del área, de manos en la cintura esperando confirmar
una certeza de gol. Es el final, o casi. Falta que sepa —y no lo sabré esa noche— si, desde la mañana
siguiente a su derrota, Esteban se cierra en el rencor o se brinda en la hidalguía. Falta que la pelota,
la pelota más suave de toda mi vida, se detenga veinte metros más allá, justo debajo de una de las
luces de la calle. Falta que muchos años después, cuando me ponga a escribir estas historias de mi
niñez, me acuerde de esa noche, ese invierno y esa calle. Falta que al narrar este recuerdo me
encuentre otra vez con Esteban y con los pibes, y con los arcos de cascote en el asfalto, y con la luz
que se cuela en manchones entre las ramas altas de los tilos desnudos, y con los ojos negros de
Camila.

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