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1953 Re 03

Este resumen describe una escena en la que Silvia regresa a casa después de un día de trabajo. Se siente frustrada viviendo con su amiga Estela y su esposo Henry, quienes la tratan como una niña y constantemente le dicen qué hacer. Estela intenta convencer a Silvia de que debería casarse para liberarse del estrés de trabajar y vivir sola. Silvia se siente atrapada en su situación actual y desea más independencia.

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1953 Re 03

Este resumen describe una escena en la que Silvia regresa a casa después de un día de trabajo. Se siente frustrada viviendo con su amiga Estela y su esposo Henry, quienes la tratan como una niña y constantemente le dicen qué hacer. Estela intenta convencer a Silvia de que debería casarse para liberarse del estrés de trabajar y vivir sola. Silvia se siente atrapada en su situación actual y desea más independencia.

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REVISTA

ESPAÑOLA
LITERATURA - ENSAYOS - ARTE - MÚSICA - TEATRO - CINE

3
SE P U B L I C A C A D A D O S M E S E S
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M A D R I D 19 5 3 SEPTIEMBRE-OCTUBRE
www.numerossueltos.com
REVISTA ESPAÑOLA
PUBLICACIÓN BIMESTRAL DE CREACIÓN Y CRITICA

F U N D A D O R :

ANTONIO RODRIGUEZ-MOÑINO
REDACCIÓN: Ignacio ALDKCOA, Rafael SÁNCHEZ FERLOSIO, Alfonso SASTRE.

CRITICA: Arte, J. A. GAYA ÑUÑO; Música, Dolores PALA BKRDEJO; Teatro,


A. SASTRE; Cine, M. PÉREZ FERRERO; Discos, Luis MEANA.

EDITOR:
EDITORIAL CASTALIA

S U M A R I O
N A R RA CI O NE S :
Maese Minerías, por Traman Capote 237
Midas, por Felipe Maldonado 256
Hombres, por Jesús Fernández Sanios 263
Muv de mañana, por Ignacio Aldecoa 270
Atardecer sin tabernas, por José María de Quinto 274
TEATRO:
Habitación 32, por K. Solis y R. Rodríguez Buded 283
E NSAYOS:
Supersticiones de la critica, por Osear Ernesto Tecca 299
CRITICA:
La pintura abstracta, por Juan Antonio Gaya Ñuño 307
Osear Esplá, un músico, un paisaje, por Dolores Pala Berdejo 325
A propósito de 'La Salvaje*, por A. S 333
Azorín descubre el cine, por Dorrell 335
El mundo de Ana María Matute, por J, M.a, Q 337

Asesor técnico: José Altabella


CORRESPONDENCIA - ORIGINALES: Ignacio Aldecoa, Paseo de la Florida, 63, Madrid.
ADMINISTRATIVA: Editorial Castalia, Avellanas, 9, Falencia.
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ENVÍO DE LIBROS: A. Rodríguez-Moüino, Núñez de Arce, 11, Madrid.


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Suscripción a un arlo: SETENTA PESETAS


REVISTA ESPAÑOLA
ANO I Septiembre - Octubre, 1953 NÜM. 3

MAESE MISERIAS

por Truman Capote


(versión de Josefina Rodríguez)

S us altos tacones, repiqueteantes al cruzar el salón, le hicieron pen-


sar en el granizo tamborileando en un cristal y pensó que las ñores,
aquellos crisantemos de otoño en la urna de la entrada, se quebrarían si
los tocaba, estaba segura : se desmenuzarían en un polvo helado. La
casa estaba caliente, hasta demasiado caliente, y, sin embargo, fría, y
Silvia tiritaba. La casa estaba fría como la nevada e hinchada ruina de
la cara de la secretaria, miss Mozart, que vestía toda de blanco, como
si fuera una enfermera. Puede que lo fuera. Esta podía ser la verdadera
explicación : «Mr. Revercomb, usted está loco y ésta es su enfermera.»
Pensó acerca de esto durante un momento. Luego se dijo : «Bueno, no».
Y ahora el mayordomo traía su chai. Su belleza le conmovió : delgado,
esbelto, un negro de piel pecosa, ojos enrojecidos y opacos. Cuando le
abrió la puerta, miss Mozart apareció, con su almidonado uniforme cru-
jiendo fríamente., en el hall. «Esperamos que vuelva», dijo, y tendió a
Silvia un sobre cerrado. «Mr. Revercomb está particularmente satisfecho».
Fuera iba cayendo la tarde como una bandera azul y Silvia paseó a
través de la ciudad, por las calles de Noviembre, hasta que alcanzó los
solitarios parajes de lo alto de la Quinta Avenida. Pensó entonces que
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podía ir paseando hasta casa, cruzando el parque : casi un acto de rebeldía


porque Henry y Estela, siempre tan pesados con su sabiduría ciudadana,
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le habían dicho una y otra vez : «Silvia, no .tienes idea de lo peligroso


238 Truman Capote

que es anclar por el parque después que oscurece ; mira lo que le suce-
dió a Mirtle Calisher. Esto no es Easton, cariño» ; ésta era otra cosa que
solían decir. Lo decían y lo decían. Dios, estaba harta de oírlos. Sin
embargo, aparte de unas pocas mecanógrafas que trabajaban con ella en
Snug Fare, un almacén de ropa interior, ¿a quién más conocía en Nueva
York? i Oh !, sería tan estupendo que por lo menos no tuviera que vivir
con ellos, si pudiera conseguir en alguna parte una pequeña habitación
para ella sola. Pero allí, en aquel apretado y agobiante apartamento,
algunas veces sentía que le gustaría ahogarles a los dos. Y, ¿por qué
había venido ella a Nueva York ? Fuera por la causa que fuese, y que ya
estaba volviéndose bastante vaga, una de las principales razones para
abandonar Easton había sido liberarse de Henry y Estela o, más bien,
de la gente que era como ellos, aunque la misma Estela era de Easton,
una ciudad al norte de Cincinnati. Ella y Silvia habían crecido juntas.
Lo que de verdad molestaba de Henry y Estela era que fuesen un matri-
monio tan torturadoramente empalagoso. «Nambypamby», «Bootsytootsy»
y todas las cosas tenían su nombre : el teléfono, «TinklingTilli» ; el sofá,
«nuestro Nelle» ; la cama, «el Oso Grande». Sí. Y, ¿qué decir de aquellas
toallas, aquellas almohadas, «Tú y yo» ? Era más que suficiente para
volver a uno loco. «Loco», dijo en voz alta, y el calmo parque elevó su
voz. El parque estaba maravilloso a esta hora, y había hecho bien en
venir paseando hasta aquí; con el viento moviéndose a través de las
hojas y los globos de las lámparas, recién encendidas, iluminando los
dibujos de los niños, hechos con tiza : pájaros rosados, flechas azules,
corazones verdes. Pero, de pronto, como un par de palabras obscenas,
aparecieron en el camino dos muchachos : la cara llena de espinillas,
gesticulantes, brillaron en el crepúsculo como dos llamas amenazantes,
y Silvia, al pasar a su lado, sintió un ardor atravesándola, igual que si
hubiera rozado el fuego. Los muchachos se dieron la vuelta y comenzaron
a seguirla. Pasaron un campo de juego desierto. Uno de ellos iba gol-
peando con un palo a lo largo de la valla de hierro, el otro silbaba : los
dos sonidos se acumularon a su alrededor como el condensado rugir de
una máquina que se aproximase, y cuando uno de los muchachos gritó,
riéndose : ¡ Eh, no tengas tanta prisa» !, su boca se torció para respirar.
«No», se dijo, cuando pensaba arrojarles su bolso y echar a correr. En ese
momento, un hombre con un perro salió de un paseo transversal y ella
le siguió, pegada a sus talones, hasta la salida. ¡ No se sentirían poco
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satisfechos Henry y Estela si se lo contara. Empezarían con su «ya-te-lo-


dijimos» y, lo que es peor, Estela escribiría a casa, y todo Easton sabría
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que la habían asaltado en Central Park. El resto del camino, hasta casa,
fue despreciando a Nueva York : el anonimato y su virtuoso terror, el
Maese Miserias 239

túnel sonoro, la luz toda la noche, los tropezones constantes, los pasillos
del Metro, la puerta numerada : 3C.
—Sch, cariño —dijo Estela, deslizándose desde la cocina—, Bootsy
está haciendo sus trabajos.
Henry, estudiante de Derecho en Columbia, estaría seguramente de
codos sobre los libros en el cuarto de estar y Silvia, a petición de Estela,
se quitó los zapatos y anduvo de puntillas. Una vez en su habitación
se echó en la cama y se tapó los ojos con las manos. ¿Era verdad que
aquello había sucedido hoy? Miss Mozart y Mr. Revercomb, ¿estaban
realmente allí, en aquella casa alta de la calle Setenta y Ocho?
—Así que, dime querida, ¿qué ha pasado hoy? —Estela había entra-
do sin llamar a la puerta.
Silvia se sentó apoyándose sobre un codo.
—Nada. Excepto que he escrito noventa y siete cartas.
—¿Cartas de qué, cariño? —preguntó Estela, mientras usaba el cepillo
del pelo de Silvia.
—¿Qué diablos te imaginas? SnugFare, los calzoncillos que prefieren
los líders de la Ciencia y de la Industria.
—Vaya, cariño, no te enfades. Yo no se qué te pasa algunas veces.
Parece que estás tan enfadada. ¡ OOOh ! ¿Por qué no te compras un
cepillo nuevo? Aquí sólo quedan nudos de pelo...
—Más estropeado está el tviyo.
—¿ Qué has dicho ?
—Déjalo, no importa.
—¡ Ah !, creí que decías algo. L,o que te estaba diciendo es que me
gustaría que no tuvieses que salir a la oficina y volver a casa todos los
días de mal humor. Ya se lo dije a Bootsy el otro día y él estaba comple-
tamente de acuerdo conmigo. L,e dije : «Bootsy, yo creo que Silvia
necesita casarse : una chica de temperamento como ella, necesita libe-
rarse de sus tensiones. No hay razón para que no lo haga.» Quiero decir
que aunque no seas lo que se entiende por guapa, tienes unos ojos bonitos
y un aspecto inteligente y sincero. Tú eres la clase de chica que un
hombre de cualquier profesión se consideraría dichoso de tener. Y yo
había pensado que tú querrías... Fíjate que diferente persona soy yo
desde que me he casado con Henry. ¿No te sientes muy sola al ver lo
felices que somos ? Te digo, cariño, que no hay nada como acostarse
cada noche en la cama, con los brazos de un hombre rodeándote y...
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—i Estela !, ¡ por amor de Dios ! —Silvia se irguió de un salto en la


cama, rojas de cólera sus mejillas. Pero después de un momento se mordió
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los labios y bajó los párpados—. Iyo siento —dijo—. No quise gritar.
Pero no quiero que hables de ese modo.
—Está bien —dijo Estela, sonriendo, torpe y sorprendida.
240 Truman Capote

Luego se inclinó y dio un beso a Silvia..


—Te comprendo, cariño. Estás muy cansada y apostaría algo a que
no has comido. Ven a la cocina y te haré unos huevos revueltos.
Cuando Estela colocó los huevos delante de ella, Silvia se sintió
totalmente avergonzada. Después de todo, Estela trataba de ser agradable
y Silvia, de pronto, como para dar por terminado todo lo anterior, dijo :
—Hoy ha sucedido una cosa.
Estela se sentó frente a ella, en la otra esquina, con una taza de café,
y Silvia siguió :
—No sé como decírtelo. Es muy extraño. Pero, bueno : Hoy fui a
almorzar al Automático y tuve que compartir la mesa con aquellos tres
hombres. Parecía como si yo hubiese sido invisible, porque hablaron de
las cosas más personales. Uno de los hombres dijo que su novia iba a
tener un niño y que él no sabía qué hacer ni de donde iba a sacar dinero.
Entonces, otro de los hombres le dijo que por qué no vendía algo. El
contestó que no tenía nada que vender. Fue entonces cuando el tercer
hombre intervino (un hombre de aspecto delicado, que no parecía de la
misma clase que los otros) y dijo : sí, hay una cosa que puedes vender,
sueños. Hasta yo reí, pero el hombre sacudió la cabeza y dijo muy seria-
mente que sí, que era verdad, que la tía de su mujer, miss Mozart, tra-
bajaba para un hombre rico que compraba sueños, sueños corrientes de
los que cualquiera puede soñar una noche. Y escribió el nombre y la
dirección de ese señor y se la dio al amigo, pero el amigo la dejó sobre
la mesa. Dijo que le parecía una locura.
—También a mí —apuntó Estela en un tono de convencimiento total.
—No sé —dijo Silvia encendiendo un cigarrillo—. Pero yo no pude
quitarme aquello de la cabeza. El nombre que estaba escrito en el papel
era : A. F. Revercomb, y la dirección : calle Setenta y Ocho, Este. Sólo
la miré un momento, pero fue..., no sé, no hubiera podido olvidarlo.
Empecé a sentir dolor de cabeza y salí temprano de la oficina...
Lentamente, y con énfasis, Estela dejó sobre la mesa su taza de café.
—Escucha, cariño ¿no querrás decirme que fuiste a verle, a ese loco
de Revercomb ?
—No he querido decir nada —dijo Silvia, repentinamente azorada.
Se dio cuenta, de pronto, que había sido una equivocación tratar de
hablar de este asunto. Estela no tenía imaginación. No comprendería
nunca. Por eso sus ojos se estrecharon, como siempre que iba a decir
una mentira :
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—No lo hice, en realidad —dijo monótonamente—. Iba a hacerlo,


pero en seguida me di cuenta de que era una tontería y en vez de eso
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me fui a dar un paseo.


—Ha sido lamentable —dijo Estela, recogiendo los platos en la pila—.
241
Macse Miserias

Imagínate lo que podía haber sucedido, i Comprar sueños! ¿Cuándo se


ha visto? Ay, ay, cariño, estáte segura de que esto no es Easton.
Antes de acostarse, Silvia tomó un Luminal, cosa que rara vez hacía,
pero sabía que si no, no podría descansar teniendo la mente tan viva e
inquieta. Después sintió cierta tristeza, una sensación de pérdida, como
si hubiera sido víctima de un robo físico o moral, como si, en efecto, los
muchachos que encontró en el parque le hubiesen arrebatado (violenta-
mente encendió la luz) su bolso. El sobre que miss Mozart le había dado
estaba en el bolso y no había vuelto a acordarse de él. Lo rasgó y lo
abrió. Dentro había una nota azul doblada alrededor de un billete. En
la nota estaba escrito : «Pagado por un sueño : cinco dólares». Entonces
pudo creerlo; era verdad, había vendido un sueño a Mr. Revercomb.
¿Cómo podía ser tan sencillo? Rió un poco mientras apagaba la luz. Si
vendiera un sueño dos veces por semana, cuántas cosas podría hacer :
buscar una habitación para ella sola, en cualquier sitio, pensó, mientras
se hundía en el sueño. Fugaz como un relámpago, el sueño ondeó sobre
ella y luego llegó el momento de la media luz transparente, deslizándose
honda, cada vez más honda. Los labios y los brazos de él, empequeñe-
cidos, descendientes.. Dio una patada a la manta con disgusto. ¿Eran esos
brazos fríos de hombre los brazos de que Estela había hablado ? Los
labios de Mr. Revercomb rozaban su oído, mientras él se inclinaba hacia
su sueño. «Dime», susurraba.
Pasó una semana antes de que le visitara de nuevo, una tarde de
domingo en los comienzos de diciembre. Había salido de casa con inten-
ción de ir al cine pero, sin saber cómo, se encontró en Madison Avenue,
a dos manzanas de la casa de Mr. Revercomb. Era un día frío, de cielo
plateado, con vientos aguzados y aprisionantes como espinos. En los
escaparates de las tiendas, las estalactitas de chatarra navideña brillaban
entre barricadas de boro : todo para disgusto de Silvia, porque ella odiaba
las fiestas, esos días en que uno está más solo. En un escaparate vio
un espectáculo que le hizo detenerse. Era un Santa Claus mecánico, de
tamaño natural, que se palmeaba el estómago mientras se balanceaba
atrás y adelante en una especie de júbilo eléctrico. Podía oirse a través
del cristal su risa estridente, gritona. Mientras más lo miraba, más le
parecía el espíritu del mal, hasta que, finalmente, con un estremeci-
miento, se dio media vuelta y siguió andando hasta la calle en que
estaba la casa de Mr. Revercomb. La casa, exteriormente, era una casa
vulgar de ciudad, quizá un poco menos cuidada, menos imponente que
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algunas otras, pero aproximadamente del mismo tamaño. La hiedra del


invierno trepaba por los cristales ajustados de las ventanas, dibujando
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arabescos sobre la puerta. A los lados de la puerta había dos leones


pequeños de piedra, con ojos ciegos y triturados. Silvia contuvo el
242 Truman Capote

aliento, luego llamó al timbre. El negro de Mr. Revercomb, pálido y en-


cantador, la reconoció con una sonrisa cortés.
En la visita anterior, la sala en la que había esperado el momento de
ser recibida por Mr. Revercomb, estaba vacía, de no tenerse en cuenta
a ella misma. Esta vez había otras personas, mujeres de diversa apa-
riencia y un hombre joven, excesivamente nervioso, de ojos diminutos.
Si este grupo hubiera sido lo que parecía, es decir, pacientes en la
antesala de un doctor, el joven hubiera parecido o un padre expectante
o una víctima del baile de San Vito.
Silvia estaba sentada a su lado y sus inquietos ojos la desabotonaron
rápidamente : viera lo que viese, poco debió intrigarle aparentemente y
Silvia agradeció que volviese a sus tortuosas preocupaciones.
Después, poco a poco, empezó a darse cuenta de cómo la atención
de la asamblea se concentraba en ella. En la luz opaca y dudosa de la
habitación llena de plantas, sus miradas eran más rígidas que las sillas
en que se sentaban ; una mujer estaba especialmente inquieta. De ordi-
nario su cara puede que tuviese una dulzura vulgar y suave, pero en
este momento, al observar a Silvia, la cara se volvía fea de disgusto y
celos. Como si se preparase a domar a una criatura salvaje que fuera
a saltar de un momento a otro con los colmillos afilados, la mujer se
sentó, latigueante su «boa» barato, su mirada al asalto, hasta que se
oyeron los pasos de miss Mozart como un temblor de tierra. Inmediata-
mente, como estudiantes aterrados, el grupo, separado en sus compo-
nentes individuales, puso atención.
—Usted, Mr. Pocker —acusó miss Mozart—, usted es el siguiente.
Y Mr. Pocker, retorciéndose las manos, parpadeante, la siguió. En
la penumbra de la habitación, la reunión volvió a sentarse, a posarse
como el polvillo de un rayo de sol.
Empezó a llover ; en la pared temblaron los reflejos que se derretían
en la ventana. El joven mayordomo de Mr. Revercomb, entró callada-
mente en la habitación, avivó el fuego del hogar, preparó en una mesa
el servicio del té. Silvia, al lado del fuego, se sintió adormilada con el
calor y el ruido de la lluvia; le latían las sienes.. Cerró los ojos, ni
dormida ni despierta. Durante un rato, sólo el penduleo cristalino de un
reloj desgarró el barnizado silencio de la casa de Mr. Revercomb.
Y luego, repentinamente, hubo una tremenda conmoción en el hall,
inundándose la habitación de un frenesí de sonidos : una voz profunda
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como la de un toro, vulgar como el color rojo, rugió :


—¿Detener a Oreilly? ¿Un mayordomo de ballet? ¿Y quién más?
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El propietario de la voz apareció en el umbral de la sala, un hombre


pequeño, de color de ladrillo, forma de tubo, balanceándose de embria-
guez, apoyándose en uno y otro pie.
Maese Miserias 24íí

—Bueno, bueno, bueno —dijo con su áspera voz de ginebra, descen-


diendo en una escala de tonos—. Y todas estas señoras están delante de
mí. Pero Oreilly es un caballero, Oreilly esperará su turno.
—No será aquí —dijo miss Mozart, deslizándose a sus espaldas y
cogiéndole firmemente por el cuello.
L,a cara del hombre se puso más roja y sus ojos se desorbitaron
como dos burbujas.
—i Me está ahogando ! —gritó angustiado.
Pero miss Mozart, con sus manos verde pálido, tan fuertes como
raíces de roble, sujetó su corbata atirantándola y le empujó hacia la
puerta, que fue golpeada con destructores resultados : una taza de té
tintineó y las hojas secas de las dalias cayeron de sus alturas. L,a dama
del «boa» introdujo en su boca una aspirina.
—Inaguantable —dijo.
Y las otras, todas excepto Silvia, rieron delicada, admirativamente,
cuando miss Mozart pasó, dando zancadas, sacudiéndose las manos.
Cuando Silvia dejó la casa de Mr. Revercomb, la lluvia caía fuerte
y sombría. Miró a su alrededor, en la desolada calle, buscando un taxi.
No había nada ni nadie: sí, había alguien, el borracho que había
causado el disturbio. Como un solitario niño ciudadano, se inclinaba
contra un coche aparcado y botaba" una pelota de goma arriba y abajo.
—Mira, niña —dijo a Silvia—, mira, he encontrado esta pelota, ¿ crees
que significará buena suerte ?
Silvia le sonrió, porque toda su bravuconería le había parecido desam-
paro, y había algo en su cara, cierta mueca de tristeza que le había
hecho pensar en un clown. Botando la pelota, el hombre caminó a su
lado, a saltitos, hacia Madison Avenue.
—Apostaría algo a que he hecho el loco ahí dentro —dijo-—. Cuando
hago cosas así, solo me dan ganas de sentarme a llorar.
El rato que había estado bajo la lluvia, parecía haberle serenado
considerablemente.
—Pero ésa no tenía por qué haberme ahogado de aquella manera;
diablo y qué fuerte es. Yo he conocido muchas mujeres brutas. Mi
hermana Berenice podía vencer a un toro salvaje, pero esta otra es la más
bruta de todas. Palabra de Mark Oreilly, ésa va a acabar en la silla
eléctrica —dijo, y chasqueó los labios—. No tienen por qué tratarme
así. La culpa es de él, de todos modos. Yo, no es que tuviera un buen
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surtido, pero luego, él me lo fue cogiendo a pedazos y ahora no tengo


niente, pequeña, niente.
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—Eso está muy mal —dijo Silvia, aunque no sabía de qué se tra-
taba—. ¿Es usted un clown, Mr. Oreilly?
—Era —dijo él.
244 ' Truman Capote

E n ese momento llegaban a la Avenida, pero Silvia ni siquiera miró


para ver si había un t a x i ; quería seguir andando en la lluvia, con el
hombre que había sido clown.
—Cuando yo era pequeña, sólo me gustaban las muñecas vestidas
de payaso —le dijo—. Mi habitación era como un circo.
—Yo he sido otras cosas además de clown. He sido también agente
de seguros.
—¡ Oh ! —dijo Silvia disgustada—. ¿ Y qué hace usted ahora ?
Oreilly rió largamente y arrojó la pelota muy alta; después de
cogerla siguió todavía mirando hacia arriba.
—Ahora contendió el cielo. Por allá voy con mi maleta, viajando en
el azul. Es donde se viaja cuando no se tiene otro lugar donde ir. ¿Qué
hago yo en este planeta? He robado, he mendigado y he vendido mis
sueños, todo por el whiskey. Un hombre no puede viajar en el azul sin
una botella. Y a propósito de esto, ¿qué te parecería, pequeña, si te
pidiera un dólar prestado ?
—Me parecería bien —replicó Silvia, y calló, sin saber qué decir
después.
Siguieron adelante, vagabundeando lentamente, envueltos, encerrados
en la tensa lluvia, en la aisladora presión de la lluvia. Era como estar
paseando con una muñeca de la infancia, milagrosamente crecida y viva,
podía coger su mano : querido clown, viajando en el azul.
—Pero no tengo un dólar. Todo lo que tengo son setenta y cinco
centavos.
—No te preocupes —dijo Oreilly—. Pero, ahora en serio, ¿ es eso
lo que paga ahora ?
Silvia sabía de quién estaba hablando.
—No, no. ho que ocurre es que hoy no le he vendido ningún sueño.
No intentó explicarlo, no lo comprendía ella misma. Al enfrentarse
con la gris invisibilidad de Mr. Revercomb (impecable, exacto como una
escala, flotando en una colonia de olores clínicos; los ojos grises y
aplastados, plantados como semillas en el rostro anónimo y sellados den-
tro de la opacidad acerada de los lentes), Silvia no pudo recordar ningún
sueño y empezó a hablarle de dos ladrones que la habían perseguido por el
parque, entrando y saliendo, por entre los columpios del campo de juego.
—No continúe —me dijo—, no continúe. Hay sueños y sueños, pero
esto no es un sueño verdadero, sino algo que usted está inventando.
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¿ Cómo cree usted que se dio cuenta ? Luego le conté otro sueño, sobre
él mismo, que él me cogía en la noche mientras se elevaban balones y
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caían lunas a mi alrededor. Me dijo que no le interesaban los sueños


que tratasen de él mismo. Miss Mozart que tomaba los sueños en taqui-
grafía, llamó a la persona siguiente.
Maese Miserias 245

—Creo que nunca volveré allí —dijo Silvia.


—Volverás —dijo Oreilly—. Fíjate en mí, hasta yo vuelvo, y eso que
hace tiempo que ése ha terminado conmigo, Maese Miserias.
—¿ Maese Miserias.? ¿ Por qué le llama así ?
Habían llegado a la esquina donde el Santa Claus maníaco se colum-
piaba y bramaba. Su risa hacía eco en la calle lluviosa y sonora, y su
sombra osciló un momento sobre las luces de arco iris del pavimento.
Oreilly, volviendo su espalda a Santa Claus, sonrió y dijo :
—Yo le llamo Maese Miserias, porque lo es : Maese Miserias. A lo
mejor tú le llamas de otra manera, pero no importa, es el mismo tipo y
tú le tienes que conocer. Todas las madres hablan a sus niños de él :
vive en los troncos de los árboles, baja por las chimeneas en la noche
avanzada, duerme en los cementerios, y se pueden oir sus pasos en el
desván. El hijo de perra es un ladrón y un embaucador : te quitará todo
lo que tengas para terminar dejándote sin nada, ni siquiera un sueño.
¡ Bah ! —gritó y rió más alto que Santa Claus—. Ahora, ¿ya sabes
quién es ?
Silvia asintió con la cabeza.
—Ya sé quien es. Mi familia le llamaba de otra manera. Pero no puedo
recordarlo. Fue hace mucho tiempo.
—Pero tú le recuerdas.
—Sí, le recuerdo.
—Entonces llámale Maese Miserias —dijo, y golpeando su vientre,
caminó delante de ella—, Maese Miserias —su voz se debilitó hasta
llegar a ser un leve polvo de sonido—, Ma-e-se Mi-se-ri-as...

Era difícil mirar a Estela, porque estaba delante de la ventana y la


ventana inundada con la luz de un sol de ventisca, hería los ojos de
Silvia y el cristal vibrante, hería su cabeza. Estela, además, la discur-
seaba. Su voz nasal sonaba como si su garganta fuera un depósito de
hojas de afeitar oxidadas :
—Me gustaría que pudieras verte —decía—, ¿o lo había dicho hace
un rato? No importa. «No sé lo que te ha sucedido, seguro que no pesas
más de cien libras, se te notan todos los huesos y las venas. ¡ Y qué
pelo !, pareces un perro ratonero.»
Silvia se pasó una mano por la frente.
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—¿Qué hora es, Estela?


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—I,as cuatro —dijo Estela, interrumpiéndose el tiempo necesario para


mirar su reloj—. Pero-, ¿ dónde está tu reloj ?
—Lo he vendido —dijo Silvia, demasiado cansada para mentir.
246 Truman Capote

No tenía importancia. Había vendido tantas cosas, incluyendo su


abrigo de castor y su bolso de noche, de malla de oro.
Estela sacudió la cabeza.
—No lo quiero pensar, cariño. Más vale no pensarlo. Y era el reloj
que te dio tu madre cuando te graduaste. Es una pena —dijo, y su boca
emitió un murmullo de solterona—, una pena y una vergüenza. Nunca
me explicaré por qué nos dejaste. Es un asunto tuyo, desde luego;
pero ¿cómo pudiste dejarnos por este... este...?
—Antro —apuntó Silvia, usando la palabra deliberadamente.
La habitación estaba en los Sesenta del Este, entre la Segunda y la
Tercera Avenida. Era una habitación amueblada, lo suficientemente
grande para contener una cama turca, un viejo buró astillado, con un
espejo como un ojo enfermo de cataratas, una ventana que daba a un
solar (podían oirse en la tarde, las ásperas voces de los muchachos
corriendo desesperadamente) y en la lejanía el humo, negro y vertical de
una fábrica. Este humo aparecía frecuentemente en sus sueños y provo-
caba siempre en miss Mozart el mismo comentario: «Fálico, fálico»,
murmuraba levantando los ojos de su taquigrafía. El suelo de la habita-
ción era un maremagnum de libros empezados y nunca terminados,
periódicos atrasados, mondaduras de naranjas, huesos de frutas, ropa
interior, una caja de polvos volcada.
Estela apartó los objetos con el pie, en su camino a través del caos
hasta la cama.
—Cariño, no sabes lo preocupada que he estado. He estado como
loca. Quiero decir, que una cosa es que tú no me quieras y que yo
tenga mi orgullo, y otra es que estés así y no des señales de vida en un
mes. Así, que hoy le dije a Bootsy : Bootsy, presiento que algo terrible
le ha sucedido a Silvia. Ya puedes figurarte lo que sentí cuando llamé
a la oficina y me dijeron que no trabajabas allí desde hace cuatro sema-
nas ¿ Qué ha sucedido ?
Silvia se sentó en la cama.
—Por favor, Estela, tengo que arreglarme, tengo una cita.
—Tranquilízate. No vas a ir a ninguna parte hasta que yo no sepa lo
que pasa. L,a patrona, abajo, me ha dicho, que te habían encontrado
andando dormida...
—¿ Qué intentabas saber hablando con esa mujer ? ¿ Porqué me
espías ?
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Los ojos de Estela se llenaron de arrugas, como si fuese a llorar.


Puso su mano en la mano de Silvia y la acarició suavemente :
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—Dime, cariño, ¿es por un hombre?


—Es por un hombre, sí —dijo Silvia, y su voz casi se hizo risa.
—Debías haber venido a mí, antes —suspiró Estela—. Yo sé mucho
Maese Miserias S47

de los hombres. N"o tienes que avergonzarte de nada. Un hombre es capaz


de hacer que una mujer olvide todo lo demás. Aunque Henry no fuera
el extraordinario abogado que es, qué quieres que te diga, le querría de
todos modos, y haría cosas por él que antes de saber lo que es estar con
un hombre, me parecerían horribles y tremendas. Pero, cariño, ese tipo
con el que estás liada se está aprovechando de ti.
—No es esa clase de relación —dijo Silvia levantándose y buscando
un par de medias en el laberinto de los cajones del buró—. No tiene
nada que ver con el amor. Olvídate de eso. Mejor dicho, vete a casa y
olvida todo lo que se relacione conmigo.
Estela la miró aviesamente.
—Me aterras, Silvia, me aterras, te lo aseguro.
Silvia rió y siguió vistiéndose.
—¿ Recuerdas, hace mucho tiempo, cuando yo te dije que debías
casarte ?
—Escúchame —Silvia se dio la vuelta. Tenía la boca llena de hor-
quillas, y a la vez que hablaba las iba cogiendo de una en una—. Tú
hablas del matrimonio como si fuera la respuesta absoluta. Muy bien,
hasta cierto punto estoy contigo. Yo quiero ser amada, desde luego,
¿quién, diablos, no lo quiere? Pero aunque estuviera deseando tener
novio ¿ dónde está el hombre con el que me voy a casar ? Créeme, debe
haberse caído en un hoyo. Hablo seriamente cuando digo que no hay
hombres en Nueva York. Si los hay, ¿dónde encontrarlos? Cada hombre
que encuentro un poco atractivo, o está casado, o es demasiado pobre
para casarse, o es un tipo raro. Además, éste no es lugar para enamorarse.
Hay que venir aquí para desechar definitivamente la idea del amor. Su-
pongo que podría casarme con alguien pero, ¿lo quiero realmente?, ¿lo
necesito ?
—¿Y qué es lo que quieres?
—Más de lo que se me da —colocó la última horquilla en su sitio,
suavizó sus cejas ante el espejo—. Tengo una cita, Estela, y ya es hora
de que te vayas.
—No puedo dejarte así —dijo Estela, moviendo los brazos desespe-
ranzada, andando de un lado a otro de la habitación—. Silvia, tu eres
mi amiga de la infancia.
—Tú lo has dicho : pero ya no somos niñas, al menos yo no. Quiero
que va}7as a tu casa y no quiero que vuelvas más por aquí. Lo único
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que quiero es que te olvides de mí.


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Estela aletó un pañuelo cerca de sus ojos y cuando llegó a la puerta


lloró ruidosamente. Silvia no sintió remordimiento : había sido mezquina
y todo lo que podía hacer era ser más mezquina aún.
248 Truman Capote

—Márchate —dijo siguiendo a Estela hasta el hall— y escribe a casa


todas las idioteces que se te ocurran a propósito de mí.
Dejando escapar u n gemido que hizo salir de sus habitaciones a los
otros huéspedes, Estela h u y ó escaleras abajo.
Después de ésto, Silvia volvió a su habitación y chupó u n terrón de
azúcar para quitarse el mal sabor de boca ; era el remedio que solía
aplicar su abuela contra los disgustos. lluego, de rodillas en el suelo,
alcanzó bajo la cama una caja de cigarrillos que tocaba una versión
desorganizada y doméstica de «Oh, cuánto siento levantarme por la ma-
ñana». Su hermano había hecho la caja y se la había regalado el día
que cumplió catorce años. Al comer el azúcar, Silvia pensó en la abuela
y al oír la música pensó en su hermano. Las habitaciones de la casa
donde habían vivido giraron ante ella, todo oscuro y ella, como una luz,
moviéndose entre las cosas; en el piso de arriba, abajo, fuera, y a
través de la casa, dulzor de primavera y sombras liliáceas en el aire y el
quejido de la cancela al abrirse. Todo se ha ido, pensó, pronunciando
sus nombres, y ahora yo estoy absolutamente sola. La música cesó,
pero siguió en su cabeza. P u d o oiría tintineando por encima de los gritos
infantiles del solar cercano. La música se confundió con sus lecturas.
Estaba leyendo un pequeño diario que guardaba dentro de la caja. E n
este libro escribía lo esencial de los sueños que ahora eran interminables
y difíciles'de recordar. H o y le hablaría a Mr. Revercomb de tres niños
ciegos. Le gustaría eso. Los precios que él pagaba variaban y Silvia
estaba segura de que éste era u n sueño de diez dólares por lo menos. La
música de la caja de cigarros la siguió escaleras abajo, por las calles y
ella deseó que desapareciera.
E n el almacén donde había estado Santa Claus, había ahora otro
anuncio igualmente desquiciante. A u n q u e llegase tarde a casa de
Mr. Revercomb, como hoy, Silvia se sentía impulsada a detenerse en
el escaparate. LTna muchacha de plástico, con intensos ojos de cristal,
sentada en una bicicleta pedaleaba por u n sendero de locura. A u n q u e
los ejes de la rueda giraban hipnóticamente, la bicicleta, como es natu-
ral, no se movía. T a n t o esfuerzo y la pobre muchacha no iba a n i n g u n a
parte. Era una situación h u m a n a digna de lástima y Silvia podía iden-
tificarla tan exactamente con la suya propia que siempre sentía u n agudo
dolor al contemplarla. La caja de música volvió a atormentar su cabeza :
la música, su hermano, la casa, u n baile en la Escuela Superior, la casa,
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la música. ¿ N o la estaría oyendo Mr. R e v e r c o m b ? S u penetrante mirada


estaba cargada de tanta sospecha. Pero su sueño pareció complacerle y
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cuando salió, miss Mozart le dio u n sobre conteniendo diez dólares.


— H e tenido u n sueño de diez dólares —dijo a Oreilly, y Oreilly,
frotándose las manos, contestó :
Maese Miserias 249

—¡ Estupendo !, ¡ estupendo ! Pero, fíjate lo que es la suerte, pequeña.


Debías haber venido más pronto, porque he hecho una cosa terrible.
Entré en un bar, allá en lo alto de la calle, arramblé con una botella y
escapé.
Silvia no le creía hasta que sacó de su recosido abrigo una botella de
bourbon medio vacía.
—Se va a meter en un jaleo el día menos pensado —dijo ella—. Y
luego, ¿qué voy a hacer yo? No sé lo que haría sin usted
Oreilly rió y vertió un chorro de whiskey en un vaso de agua. Esta-
ban sentados en una cafetería, abierta toda la noche, un gran estable-
cimiento de comidas, brillante, con espejos azules y murales groseros.
Aunque a Silvia le parecía un lugar sórdido, solían encontrarse muchas
veces allí, para cenar, ya que, aunque hubiesen tenido con qué, Silvia
no conocía ningún otro sitio a dónde hubieran podido ir, porque,
juntos, tenían un curioso aspecto : una muchacha y un hombre borracho,
un parásito. Aun aquí la gente les miraba y si los miraban mucho rato,
Oreilly, tieso de dignidad, solía decir : «Hola, muerto de hambre. Toda-
vía me acuerdo de ti. ¿Sigues trabajando en los Servicios de caballeros?
Pero generalmente les dejaban abandonados a sí mismos y, a veces,
permanecían sentados charlando hasta las dos o las tres de la mañana.
—Es una buena cosa que el resto de la gente de Maese Miserias no
sepa que te dio diez pavos por el sueño. Cualquiera de ellos podía decir
que le habías robado el sueño. Una vez me pasó amí eso. Consumidos,
todos. Nunca he visto tal nido de víboras. Peor que actores, o clowns u
hombres de negocios. Te vuelves loco si piensas en ello : estás preocu-
pado con que si vas a dormir, si vas a soñar, si vas a recordar el sueño.
Vueltas y vueltas. Así, que cuando logras un par de pavos te vas a la
taberna más cercana o a la máquina de pildoras de dormir. Y la primera
cosa que sabes es que estás dando vueltas, lejos de tu calleja y de tu
casa. Porque, pequeña, ¿sabes cómo es esto? Es sencillamente como
la vida.
—No, Oreilly, no es como eso. No se parece nada a la vida. Es más
parecido a la muerte. Yo siento como si me estuviesen desposeyendo
de todas las cosas, como si un ladrón estuviera robándome hasta los
huesos. Oreilly, ya te he dicho que no tengo ambición y todo él mundo
suele tener mucha. No comprendo y no sé que hacer.
El hizo una mueca :
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—¿ Y dices que eso no es la vida ? ¿ Quién comprende la vida y quién


sabe qué hacer ?
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—Sea serio —dijo ella—. Sea serio y quite ese whiskey y coma su
sopa antes de que se quede fría como una piedra —ella encendió un ciga-
rrillo, y el humo, punzando sus ojos, intensificó su ceño—. Si por lo
250 Truman Capote

menos pudiera saber para qué quiere esos sueños, todos clasificados y
mecanografiados. ¿ Qué hace con ellos? Tiene usted razón cuando dice
que es Maese Miserias... No puede ser un simple curandero, no puede
ser algo tan sin sentido. Pero, ¿para qué quiere los sueños? Ayúdeme,
Oreilly,. piense, piense, ¿ qué significa esto ?
Desviando la mirada Oreilly se sirvió otro trago ; la mueca de clown
de su boca se endureció en una línea de rectitud académica.
—Esa es una pregunta que vale un millón, chica ¿Por qué no me pre-
guntas algo más fácil, como la forma de curar un resfriado? Sí, pequeña,
¿qué significa todo esto? He pensado mucho en ello. Iyo he pensado
cuando estaba haciendo el amor a una mujer y también lo he pensado
en medio de una partida de poker —echó un largo trago y se estre-
meció—. De cualquier sonido puede nacer el sueño ; el ruido de un
coche que pasa, en la noche puede lanzar a cientos de durmientes a las
esferas mas jiro fundas de sus vos. Es divertido pensar en un coche ga-
lopando en la oscuridad, dejando un rastro de sueños. El sexo, un
repentino cambio de luz, estas son las pequeñas llaves que pueden abrir
nuestro mundo interior. Pero la mayoría de los sueños comienzan porque
las furias que escondemos dentro de nosotros golpean todas las puertas.
Yo no creo en Jesucristo, pero creo en el alma de la gente y me imagino
esto, pequeña : los sueños son la inteligencia del alma y la secreta verdad
acerca de nosotros mismos. Puede que Maese Miserias no tenga alma
y así, pedacito a pedacito, va apropiándose de la nuestra, la roba como
podía robarnos un juguete o un ala de pollo de nuestra mesa. Cientos
de almas han pasado a través de él y han ido a parar a su fichero.
—Oreilly, sea usted serio —dijo ella otra vez, molesta porque creía
que él estaba bromeando—. Y mire su sopa está...
Se interrumpió bruscamente, sorprendida por la especial expresión
de Oreilly. Este miraba hacia la puerta de entrada. Había allí tres hom-
bres, dos policías y un paisano, que vestía chaqueta de dependiente.
El dependiente apuntaba hacia su mesa. l,os ojos de Oreilly recorrieron
circularmente la habitación con acorralada desesperación. lluego suspiró,
y reclinándose en su asiento se sirvió otro trago.
—Buenas tardes, caballeros —dijo cuando el grupo oficial se enfrentó
con él—, ¿quieren ustedes acompañarnos a tomar un trago?
—No pueden arrestarle —gritó Silvia—, no pueden arrestar a un
clown.
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Y les arrojó un billete de diez dólares. Pero los policías no hicieron


caso y ella empezó a dar golpes en la mesa. Todos los parroquianos
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miraban, y el encargado vino retorciéndose las manos. El policía dijo a


Oreilly que se levantase.
—Ciertamente —dijo Oreilly—, aunque me parece sorprendente que
Maese Miserias • 251

armen ustedes tanto jaleo por un delito tan pequeño como el mío exis-
tiendo por todas partes maeses ladrones en acción. Por ejemplo, esta
bonita chiquilla —se colocó entre los policías y señaló a Silvia—, es la
reciente víctima de un gran ladrón : pobrecilla, le han robado el alma.

Durante los dos días siguientes al arresto de Oreilly, Silvia no aban-


donó su habitación : sol en la ventana, oscuridad luego. El tercer día
se le habían terminado los cigarrillos y se aventuró hasta el delicatessen
de la esquina. Compró un paquete de galletas, una lata de sardinas,
un periódico y cigarrillos. En todo este tiempo no había comido y sintió
una ligera, deliciosa y aguda sensación; pero al llegar a lo alto de la
escalera, al descanso que suponía cerrar la puerta, se sintió tan exhausta
que no pudo terminar de hacer la cama. Se derrumbó en el suelo y no
se movió hasta que fue de día otra vez. Pensó, después, que había estado
allí aproximadamente veinte minutos. Giró el mando de la radio hasta
que alcanzó su potencia máxima, arrastró una silla a la ventana y abrió
el periódico en su regazo : Lana niega, Rusia rechaza, Los mineros se
avienen a... de todas las cosas, la más triste es que la vida sigue: si uno
deja a su amante, la vida debería detenerse para él, y si uno desaparece
del mundo, el mundo debería desaparecer y nunca lo hace. Y esa es la
razón por la cual la mayoría de la gente se levanta cada mañana : no
porque importe, sino porque no importa. Pero si Mr. Revercomb lograse
al fin recoger todos los sueños de cada cabeza, quizá... L,a idea se des-
vaneció absorbida por la radio y el periódico. Temperaturas descendentes.
Una tormenta de nieve se mueve en Colorado, atraviesa el Oeste, cae
sobre las pequeñas ciudades, amarillea en cada luz... ¡y está cayendo
ahora y aquí ! Pero, ¡ qué rápidamente vino la tempestad de nieve ! :
los tejados, el solar, la distancia, honda y blanca, profunda como el
sueño. Silvia miró el periódico y luego miró a la nieve. No era posible
que acabase de empezar. No había ruido de tráfico; en las ruinas del
solar, los niños rodeaban una hoguera ; los faros de un coche enterrado
en la curva parpadeaban : ¡ Socorro !, ¡ socorro !, silencio, como en las
penas del corazón. Silvia desmenuzó una galleta y la desparramó sobre
el alféizar de la ventana : los pájaros del Norte vendrían a hacerle com-
pañía. Dejó la ventana abierta para ellos; el viento nivoso esparcía
los copos, que se disolvían en el suelo como joyas de abril loco. «Presen-
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tamos : La Vida Puede Ser Bella...


—¡ Baje esa radio ! —la bruja del bosque llamaba en su puerta.
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—Sí, Mrs. Halloran —dijo, y quitó del todo la radio.


Calma de nieve, silencio de sueño, sólo el lejano cantar de los niños
jugando cerca del fuego, y la habitación estaba azul de frío, más fría
252 Trurrian Capote

que el frío de los cuentos de hadas : yace, corazón mío, entre las flores
de nieve del igloo. Mr. Revercomb, ¿por qué esperas en el umbral? Ah,
entra. Hace tanto frío ahí fuera.

Pero su despertar fue cálido y tranquilo.. La ventana estaba cerrada


y los brazos de un hombre la rodeaban. El hombre cantaba para ella, y
su voz era suave y confusa :
—Tarta de fresa, tarta de dinero, tarta de felicidad, pero la mejor
tarta es la tarta de amor...
—¿ Oreilly...t eres..., eres realmente tú?
El estrechó su cuerpo.
—La pequeña ya se ha despertado. Y ¿qué tal se encuentra?
—Pensé que estaba muerta —dijo ella, y la felicidad le aleteó dentro
como un pájaro herido pero todavía volando. Trató de abrazarle, pero
estaba muy débil—. Te amo, Oreilly, eres mi único amigo y estaba tan
asustada. Creí que nunca volvería a verte —hizo una pausa recordando—.
Pero, ¿ cómo no estás en la cárcel ?
La cara de Oreilly se llenó de rubor y de muecas.
—No llegué a estar en la cárcel —dijo misteriosamente—. Pero pri-
mero, vamos a comer algo. He traído algunas cosas del delicatessen
esta mañana.
Ella experimentó una súbita sensación de flotar.
—¿ Cuánto tiempo llevas aquí ?
—Desde ayer —dijo él, moviéndose aparatosamente de un lado a otro
con los paquetes y los platos de papel—. Me dejaste entrar tu misma.
—Es imposible, no lo recuerdo en absoluto.
—Ya lo sé —dijo él, dejando las cosas—, bebe tu leche como una
buena chica y te contaré un cuento de brujas —dijo golpeándose el
pecho y pareciendo, más que nunca, un clovvn—. Bueno, pues como te
dije no estuve en la cárcel y tuve esta suertecilla porque mientras mar-
chaba calle abajo, arrastrado por aquellos pelmazos ¿quién dirás que veo
venir balanceándose sino a la mujer gorila ? Lo adivinaste : miss Mo-
zart. «Eh, le dije, ¿de la barbería de afeitarnos?» «Ya era hora de que le
arrestaran», dijo ella 3' sonrió a uno de los tipos. «Cumpla su deber, ofi-
cial.» «Ah, le dije yo, no voy arrestado. Me voy a la Comisaría a
denunciarte, cochina comunista». No te puedes figurar que perra cogió.
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Me agarró y los policías la agarraron a ella. No dirán que no les advertí :


«Cuidado muchachos, les dije, que ésa tiene pelos en el pecho». Seguro
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que los dejó tumbados a todos. Así, que yo eché a correr calle abajo.
Nunca he sido partidario de contemplar peleas, como suele hacer la gente
de esta ciudad.
Maese Miserias 253

Oreilly se quedó con -ella en la habitación durante el fin de semana.


Fue la fiesta más bella que Silvia podía recordar ; nunca había reído tanto
con una cosa y nadie, nadie le había hecho sentirse tan amada. Oreilly
era un buen cocinero y hacía platos deliciosos en la cocinilla eléctrica. Una
vez cogió nieve del alféizar de la ventana y preparó un sorbete aromatiza-
do con zumo de guindas. El domingo, Silvia estaba lo bastante fuerte para
bailar. Pusieron la radio y bailó hasta que cayó sobre sus rodillas, riendo
y sin aliento.
—Nunca más tendré miedo —dijo—. Ni siquiera sé de qué he tenido
miedo.
—De las mismas cosas que tendrás miedo la próxima vez —dijo
Oreilly tranquilamente—. Maese Miserias tiene esa facultad : nadie sabe
quién es, ni los niños que saben casi todas las cosas.
Silvia fné a la ventana. Una blancura ártica cubría la ciudad pero la
nieve había cesado y el cielo de la noche era claro como el hielo. Allá,
cabalgando sobre el río, vio la primera estrella de la tarde.
—Veo la primera estrella —dijo cruzando los dedos.
—¿ Y qué deseas cuando ves la primera estrella ?
—Deseo otra estrella —dijo ella—. Al menos es lo que solía desear.
—¿Pero esta noche...?
Klla se sentó en el suelo y reclinó su cabeza contra la rodilla del hombre.
—Esta noche desearía que mis sueños me fueran devueltos.
—¿No lo deseamos todos? —dijo Oreilly, acariciándole el pelo—. Pero,
¿qué harías entonces? Quiero decir, ¿qué harías si pudieses recuperarlos?
Silvia guardó silencio un momento. Cuando habló, su mirada era
grave y distante.
—Iría a casa —dijo lentamente—. Y es una decisión terrible porque
significaría despedirme de mis otros sueños. Pero si Mr. Revercomb me
los devolviera, iría a casa mañana mismo.
Sin decir nada, Oreilly fue al armario y trajo el abrigo de Silvia.
—Pero ¿por qué? —preguntó ella, mientras él le ayudaba a ponerlo.
—No importa —dijo él—. Haz lo que te digo. Vamos a llamar a
Mr. Revercomb y vas a ir a verle para pedirle que te devuelva los sueños.
Inténtalo.
Silvia se resistió en la puerta.
—Por favor, Oreilly, no me hagas ir. No puedo, tengo miedo, por
favor.
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—Creí que habías dicho que nunca más tendrías miedo.


Una vez en la calle, la llevó tan de prisa contra el viento que no tuvo
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tiempo de sentirse atemorizada. Era domingo, las tiendas estaban cerradas,


las luces de tráfico parecían guiñar sólo para ellos, porque no había coches
moviéndose a lo largo de la avenida, profundamente nevada. Silvia olvidó
254 ., Truman Capote

a dónde iban y habló de acontecimientos triviales : aquí, precisamente en


esta esquina es donde había visto a la Garbo, y allí es donde la vieja
fue atropellada. De pronto, se detuvo sin aliento, abrumada por una
repentina consciencia.
—No puedo, Oreilly —dijo, tirando de él hacia atrás—. ¿Qué le voy
a decir ?
—Tómalo como un asunto de negocios —dijo Oreilly—. Díle claramente
que quieres que te devuelva los sueños, y que si te los da le devolverás
el dinero, a plazos, naturalmente. Es muy fácil chiquilla. ¿Por qué,
diablos, no te los va a devolver? Están todos allí, en el fichero.
El discurso era convincente y Silvia, después de golpear contra el
suelo sus helados pies, siguió adelante con cierto ánimo.
—Eso es ser una buena chica— dijo él.
Se separaron en la Tercera Avenida porque Oreilly opinó que la inme-
diata vecindad de Mr. Revercomb no era, por el momento, precisamente
segura. Se refugió en el quicio de una puerta, encendiendo de vez en
cuando una cerilla y cantando en voz alta : «pero la mejor tarta es una
tarta de whiskey».
Como un lobo, un perro grande y delgado, vino bajo el elevado, arras-
trándose suavemente sobre las manchas de luz de la luna. Al otro lado
de la calle se veían formas neblinosas de hombres en torno a un mostra-
dor. La idea de echar un trago allí dentro le inquietó.
Cuando ya se había decidido a intentarlo, apareció Silvia y se echó
en sus brazos antes de que pudiera darse cuenta de que era realmente ella.
—Vamos no será para tanto, cariño —dijo suavemente, sosteniéndola
lo mejor que pudo—. No llores, pequeña, hace demasiado frío para llorar,
se te va a agrietar la cara.
La voz de Silvia se estranguló buscando palabras, y, de pronto, el
llanto se hizo trémula, extemporánea risa. El aire se llenó del humo de
su risa.
—¿Sabes lo que me contestó? —dijo jadeante— ¿Sabes lo que me
contestó cuando le pregunté por mis sueños ? —su cabeza cayó hacia
atrás y su risa fue llevada sobre la calle, como arrebatada por un azor de
violentos colores. Oreilly, al fin, tuvo que sacudirla por los hombros—.
Dijo... que no podía devolvérmelos porque ya los ha usado todos..
Guardó silencio luego y su cara se ablandó en una calma inexpresiva.
Pasó su brazo por el de Oreilly, y juntos, se movieron calle abajo; pero
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era como si fueran dos amigos paseando en un andén, cada uno esperando
el tren del otro, y cuando alcanzaron la esquina él aclaró su garganta
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y dijo :
—Me parece que es mejor que me dé la vuelta aquí. Es un lugar como
otro cualquiera.
Maese Miserias 255

Silvia siguió cogida a su manga.


—Pero, ¿ dónde irás, Oreilly ?
—A viajar por el azul —dijo él intentando una sonrisa que no salió
del todo bien.
Ella abrió su bolso.
—Un hombre no puede viajar por el azul sin una botella —dijo, y
besándole en la mejilla deslizó cinco dólares en su bolsillo.
—Te bendigo, pequeña.
No importaba que fuese su último dinero, que ahora tuviera que andar
sola hasta casa. I^os montones de nieve eran como ondas blancas de un
mar blanco, y Silvia pisó sobre ellos llevada por los vientos y mareas de
la luna. «No sé lo que quiero y quizá no lo sepa nunca, pero mi único
deseo para cada estrella será siempre otra estrella, y de verdad que no
tengo miedo», pensó.. De un bar salieron dos muchachos y la miraron. En
algún parque, hace mucho tiempo, había encontrado dos muchachos que
podían ser los mismos. «Es verdad que no tengo miedo, pensó al oír sus
pasos amortiguados de nieve, siguiéndola : y de todos modos, no queda
nada que pueda ser robado.»

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MIDAS

por Felipe Maldonado

S ÓLO Dios sabe por qué extraña inspiración le impusieron ese nom-
bre. En la clase de párvulos pasó desapercibido ; la cosa se puso
mal cuando, a los pocos años, sus amigos lo encontraron chistoso y dieron
en burlarse de quien lo llevaba. Todavía consiguió infundir cierto respeto
a fuerza de cachetes, pero cuando, ya. iniciado el bachiller, un profesor
tan culto como ingenioso sacó a relucir lo de las orejas de burro, como
el pobre Midas tampoco era ninguna lumbrera, la sugerencia cayó en
gracia, menudearon las caricaturas, y al comprobar que las más sangrien-
tas procedían de las chicas, contra las cuales para nada valían los puños,
el muchacho se negó en redondo a seguir estudiando.
Sus padres apelaron a los razonamientos ; pasó luego el autor de sus
días a la argumentación activa, pero, viendo que todo era inútil, conclu-
yeron por dejarle hacer su santa voluntad.
Y eso que Midas tenía un padre muy enérgico y severo. El pobre
hombre no había recibido sino palos toda su vida ; sólo caras hoscas, las
de sus jefes, veía en la oficina, y hasta en el metro, tan esmirriado era,
que le buscaban los pisotones, le acuciaban los puñetazos y lo despachu-
rraban sin dejarle salir, llegado a su destino. Era, pues, natural que ape-
nas introdujera el llavín en la puerta de su casa, enderezase la figura,
carraspeara, si lo juzgaba necesario, y diera suelta al mal humor reprimido
durante toda la jornada. Cuando el chico dijo nones a la orden de seguir
estudiando, Lozoyuela se asustó, no supo qué hacer y, al cabo, resolvió
tajantemente :
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—Pues estudias o trabajas, pero yo no mantengo a vagos.


En efecto, a los pocos días, ya estaba Midas con una escoba en la
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Midas . 257

mano, levantando polvo en un almacén de yesos y cementos, propiedad


de un cuñado del ordenanza de la oficina de L,ozoyuela. Y conste que
aquello no era duro castigo ni malas entrañas, sino falta de mejores rela-
ciones para solucionar el problema.
lyos principios no fueron muy brillantes en apariencia, pero cuando
don Amadeo, el dueño del almacén, aprendió que el chico sabía de cuen-
tas y que siempre le salían igual que a él con los dedos, sólo que más de
prisa, devolvió la escoba al mozo que ascendiera semanas antes a depen-
diente y dejó a Midas la tarea del despacho al público.
Tienda de puerta a la calle, y siempre abierta, no es poca enseñanza
para un chaval de mediana atención, y como Midas tampoco era tonto,
aprovechó bien las lecciones. Casi un año llevaba en su trabajo cuando
conoció a la Tere. Simpatizaron, y luego, la común afición a los cara-
melos de menta sirvió para estrechar lazos.
—Fíjate, ayer vi uno en forma de paraguas, tan gordo como un cho-
rizo y así de largo.
Y a Midas se le encandilaron los ojos, ganado por la azucarada con-
cupiscencia. Si después el precio frenó su entusiasmo, no disminuyó la
gula que, además, tampoco quedó plenamente satisfecha cuando, una
semana más tarde, chupeteaban cada uno su parte de paraguas, al paso
que caminaban calle de Fuencarral arriba.
IyOS martillos, los peces, los niños, los revólveres, todos los caprichos
de la fantasía caramelera, fueron devorados sucesivamente, con benefi-
cio para los huesos y, a Dios gracias, sin trastorno para los estómagos.
Pronto su afán de coleccionistas encaramóse hacia la pieza más difícil :
un formidable bastón, una suculenta cachaba envuelta en papel celofán,
una columna salomónica de vivos colorines, asombro de morigerados y
turbadora tentación para los golosos.
No llegaron a comprarla. Don Amadeo puso a Midas de patitas en la
calle cuando uno de los clientes le demostró que los sacos de veinte ídlos
sólo contenían dieciocho y medio, en lugar de los diecinueve que hasta
entonces acostumbraban a recibir.
Pero Midas tenía ya quince años, una regular experiencia y, sobre
todo, sabía lo que quería : dinero. Unos saben hacer dinero ; otros, ape-
nas malganarlo, y algunos incluso lo pordiosean. Así, aunque la Tere
y los caramelos desaparecieron como estimulantes para buscar las pese-
tas, decidió reunir mejor cuantas más pudiera, dejando al tiempo la tarea
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de señalar cuáles fueran los nuevos apetitos.


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I^a segunda colocación se la buscó él mismo, y cuando se despidió,


pocos años después, porque el negocio iba a la quiebra, en su nuevo em-
pleo acogieron con los brazos abiertos al avispado jovencito que les había
258 Felipe Maldonado

procurado cuarenta o cincuenta clientes de los gordos; precisamente


los que, abandonándolo, arruinaban a su antiguo patrón.
Cuando el director de la nueva empresa visitó en ausencia de Midas
el flamante despacho de su empleado, quedó desagradablemente sorpren-
dido : detrás de las colecciones legislativas, se ocultaba otra colección de
etiquetas sugestivas y ascendente graduación alcohólica. Diez días más
tarde era música, muy sofocada, pero indudablemente música, lo que
la puerta de Midas, a dos centímetros del suelo, dejaba escapar hacia el
pasillo. Colérico, irracional y epispático, empujó la puerta sin llamar
siquiera.
—Buenas tardes, señor director. Ya me chocaba que no viniera usted.
Permítame que le presente...
Un hombre gordo, en mangas de camisa, adelantó la mano derecha,
sonriendo, sin que su izquierda abandonara un gran vaso lleno de un
líquido opalescente. Midas conservaba la iniciativa :
—Precisamente fue nuestro director quien me enseñó que cinco mi-
nutos de inteligente descanso ganan muchas horas de trabajo. ¿Cerve-
za, no ? Hoy hace demasiado calor.
Y de un cajón de la mesa salieron un vaso limpio y una botella mila-
grosamente fresca. El propio Midas se encargó de abrirla y escanciarla
desde una altura conveniente. Mientras tanto, la música fluía desde otro
cajón abierto. Sobre la carpeta había unos papeles : un contrato firmado.
—Si hay algo donde no cabe competencia con nuestro ilustre director,
es en la seguridad que le acompaña para elegir siempre el mejor cigarro
—decía Midas, abriendo una caja de puros—. Elija usted, pues, uno
para nuestro cliente.
Media hora más tarde, cuando el hombre gordo, sin dejar de sonreír,
recobró su americana y se despidió, Midas comenzó a retirar los vasos
y las botellas, cerró el cajón de donde salía la música, que cesó, y explicó
a su director, a la vez que le pasaba el contrato firmado :
—Cuando este señor nos hizo su primera visita, pidió condiciones para
una compra de cincuenta mil pesetas. Hoy ha firmado cuatrocientas mil,
y es muy posible que nos conceda la exclusiva de suministro. —Miró al
trasluz una botella, y con un suspiro la guardó tras las colecciones le-
gislativas—. Claro que... nos ha costado media botella de coñac francés.
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Lazarillo de la fortuna eligiendo a la ciega por guía, ello es que


jamás tuvo un fracaso. Los hombres de negocios decían que era un
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águila; sus enemigos lo retrataban como un viejo caimán, con más con-
chas que un galápago, mientras sus empleados hablaban no sé qué de
«la potra» que tenía. Y en este desconcertante galimatías zoológico, lo
259
Midas

concreto es que si a un acreedor insolvente sólo pudo arrancarle un cerro


de hierros viejos, poco después, una guerra transmutaba el mineral en
finísimo oro. Y que si el pelado terruño, inútil aún para pastos, here-
dado de unas tías solteronas, le granjeaba las burlas de algunos, después
era el asombro de todos por la cantidad de tungsteno que encerraba aquel
nidal de lagartijas. No hubo negocio, en fin, que emprendiera, sin sacar-
le cuatro veces más que sus competidores, por lo que don Midas Lozo-
yuela fue blanco de envidias, prohombre de las finanzas y autoridad in-
discutible para mil cuestiones.
Es curioso, sin embargo, que absolutamente nadie, por temor o por
respeto, renovara el recuerdo de la fábula que en su niñez le hizo salir
del Instituto. Y la fábula fue quien vino a su encuentro.
Un domingo por la tarde, cuando la señora de Lozoyuela, tras dejar
un rápido beso en la calva de Midas hizo mutis con aires de primera ac-
triz para ir a reanudar en casa de unos amigos la cotidiana partida de
pocker, el millonario se sintió repentinamente aburrido. Llamó al ama
de llaves y le preguntó si el resto de la familia había salido también.
—El señorito se marchó el sábado, como de costumbre, a la sierra.
Porque Lozoyuela Jr. era un esquiador consumado, que buscaba la
nieve con el mismo ahinco con que las cigüeñas el sol.
—¿Y mi hija?—preguntó Midas.
—La señorita cenaba ayer fuera de casa.
Y aunque la contestación no parecía la más adecuada ya pasadas las
cinco de la tarde, Midas tuvo que considerarse satisfecho. A fin de
cuentas, aquel domingo era uno más, como tantos otros, y nadie había
pensado en alterar sus costumbres sino él, con aquellas preguntas tan
fuera de lugar. De todas maneras, la soledad pesaba en su ánimo con la
densidad del calor en un día de agosto. Una soledad espesa, casi pasto-
sa, que se apretaba contra sus carnes muelles y le dejaba sordos los oídos.
En el fondo, la ausencia del varón le importaba un comino, ya estaba
convencido y desengañado de que de aquel corpachón macizo y muscu-
loso no podía esperar sino consejos higienistas para perder grasas y com-
batir la bronquitis; después, nada, un inmenso desierto, nevado como
sus montañas, sin una mala piedra ni un matojo anémico donde trope-
zar. Pero no se resignaba a la idea de perder igualmente a su hija. Na
es que fuera un sentimental, aunque bien le hubiera gustado —¡ qué
diablos !—• percibir alguna emoción en las carantoñas de ritual en los
días de ritual.
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Sus dedos jugaban distraídamente con una plegadera que había cogido
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de la mesa, un objeto de oro, regalo, sin duda, de alguien que ni siquiera


recordaba ya. La recogió en su mano derecha : pesaba bastante, más de
lo que hubiera imaginado, pero menos que el silencio a su alrededor.
260 Felipe Maldonado

Otro domingo, tiempo atrás, igual que éste, su mujer no había salido
y le sorprendió verla entrar en el despacho, buscando su compañía. Se
había sentado en el otro sillón, suspiró dos o tres veces, procuró, aunque
en vano, sugestionarse para obtener unas lágrimas y concluyó por expli-
carle, con más acento de mal humor y contrariedad en la voz que emoción,
cómo la niña tenía un novio y el muchacho había optado por irse a
Bogotá antes que casarse precipitadamente.
Ahora ya estaba todo arreglado ; si bien nunca supo a ciencia cierta
en qué consistiera el arreglo, y le faltaba valor para pedir explicaciones.
Se levantó del sillón para colocar la plegadera en su sitio. Inevitable-
mente se aproximó al balcón. La lluvia ensuciaba la poca luz que le
quedaba al día y, a pesar de la calefacción, sintió que aquellos hilillos,
convertidos en alfileres, recorrían su espalda como las losas de la calle
a impulsos del viento. Antes de volver al sillón empujó el mueble hacia
el radiador y echó de menos una chimenea, con su leño gordo de alta
llama, y unos hierros para hurgar en las brasas. Eso le hubiera distraído
y el reloj de bronce hubiera perdido su importancia. Porque eso de que
el tiempo sea igual para todos es completamente falso. El reloj desper-
tador que hay en casi todas las casas humildes tiene un paso ligero, de-
masiado a veces, de empleado que llega con los minutos precisos ; entre
los de pulsera cabe distinguir los de señora, pequeños, delicados, mixtos
de juguete y joya, tan atolondrados, las más de las veces, como sus pro-
pias dueñas, y aunque su frivolidad no es exclusiva, pues algunos de
caballeros son también inconstantes y caprichosos, tienen éstos, por lo
general, una severidad inquebrantable, de catones matemáticos e inso-
bornables, sobre todo, los de bolsillo. Valdría la pena escribir una psico-
logía de los relojes, y entonces se comprendería cómo la solemne marcha
de un reloj de bronce puede resultar abrumadora.
Eran las cinco y media de la tarde y hasta las once nada tenía que
hacer. Ni siquiera pensó en salir a la calle. L,a perspectiva de la lluvia era
más desagradable aún que la del aburrimiento. Cogió una revista ; luego,
otra, y otra más tarde... A las ocho se las había leído todas, de cabo a
rabo, concienzudamente. Al finalizar la última, que dejó abierta sobre sus
rodillas, vio en la página fronteriza a la primera de anuncios una sección
de pasatiempos. Al margen alguien había escrito unas soluciones. Con-
frontó las jeroglíficos, se quedó contemplando un iniciado juego de pala-
bras cruzadas. En la primera línea, una palabra inacabada. Buscó la de-
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finición y sonrió mientras leía : «Corrupción con dádivas al juez o al


funcionario público.» De nuevo buscó la palabra inconclusa. Su sonrisa
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se hizo más amplia, y, con un asomo de condescendencia, tomó el lápiz


y completó : COHECHO. Luego, seguía una palabra de cinco letras, de
las que estaban escritas las dos primeras y la última. Volvió a las definí-
Midas 261

dones : «Rey de Frigia que recibió de Baco el don de convertir en oro


todo cuanto tocase.» N o ; la Historia no era su fuerte. Sin embargo, leyó
de nuevo la definición con cierto regodeo. Después del punto continuaba
en el renglón siguiente : «Apolo le colocó dos orejas de asno.» ...«dos
orejas de asno», ...«dos orejas de asno»... Miró el crucigrama, agregó sin
vacilar las dos letras que faltaban y surgió su nombre.
Las grandes enciclopedias tienen una innegable utilidad, por el espa-
cio que ocupan y por la prestancia que dan a cualquier despacho. En el
de Midas no podía faltar, aunque jamás la hubiera utilizado, y no porque
supiera que este género de obras, a la hora de las consultas, o nos dicen
poco más de lo que ya sabemos, o nos brindan tanto, tanto, a lo largo
de páginas y páginas, que cerramos el volumen sin intentar siquiera la
lectura. Pero el artículo que ahora buscó Midas no era demasiado extenso,
y como, además, apenas sabía nada de él, la gran enciclopedia cumplió
su cometido. Luego, la dejó allí mismo, en el suelo, mientras se recostaba
en el sillón y entornaba los ojos, rumiando la lectura.
Lo inverosímil es un puro problema de estadística, aunque matemáticos
y científicos, cuando hablan familiarmente, dejan escapar más de un «pa-
rece mentira». Todos hemos rozado lo sobrenatural una vez siquiera. Y,
en último extremo, quien esté libre de miedo que diga la primera palabra.
Pero es un mundo ése donde sólo podrían los niños investigar, libres de
la escolástica.
El pobre Midas no sabía de filosofías, vivía en un mundo de objetos
sensibles o presupuestos, eso era todo. No obstante, las coincidencias eran
demasiado evidentes. La irregularidad en las comidas, impuesta por los
negocios, afectaba a su estómago y llevaba años de un régimen severo.
Últimamente, el médico le prohibió emplear el avión. Su familia... ¡ Bah !
Ni siquiera aquel rescoldo que, bajo la ceniza del miedo, templaba sus
sentimientos filiales hacia el severo don Cándido Lozoyuela, cuando Midas
era un niño, y hoy era una mezcla singular de indulgente benevolencia
para su memoria... Nada, nada, ni siquiera agradecimiento.
Era algo así como una maldición gravitando en el punto de aquel
nombre absurdo : Midas. Desde el crucigrama, todavía sobre la mesa que
centraba el tresillo, las letras se agrandaban, cobraban relieve, llegaban a
pocos centímetros de sus ojos, espectaculares, vibrantes. Se revolvió, in-
quieto, ganado por un sobresalto interior. La grave solemnidad del reloj
de bronce hizo una pausa para soltar sus campanadas redondas, macizas
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y pesadas como monedas de oro. Todo era de oro.


¡ Maldito nombre ! ¿Por qué no Pedro, Juan o Tomás? ¡ MIDAS ! Más
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sencillo todavía, bastaba que dos letras cambiaran de sitio...


"2fr2 Felipe Maldonado

—j Dimas !, ¡ Dimas ! ¿Pero no estás oyendo el despertador?


Extendió la mano y detuvo la sonería. Eran las siete de la mañana, y
permaneció así, medio incorporado. La boca le amargaba. Lo comentó.
—Ya te dije que no tomaras tanto café después de cenar. Tú no estás
acostumbrado. ¿Hasta qué hora estuviste leyendo?
No lo sabía. Se sentó al borde de la cama y metió los pies en unas
alpargatas viejas. Tenía razón Tere : tres tazas de café era mucho café
para quien no está acostumbrado. En el suelo había un periódico, tirado.
Lo recogió para dejarlo sobre la mesa de la cocina. Estaba liándose la
toalla a la cintura para lavarse cuando entró su hija.
—La leche ya está caliente, sólo tienes que echarle un poco de malta.
Hasta luego.
Todavía agregó, después de darle un beso en la mejilla :
—Afeítate, que pinchas.
El aire fresco que entraba por la ventana abierta iba despejando los
vapores del sueño. Al coger del vasar el jabón y la brocha, su vista tro-
pezó de nuevo con el periódico. Allí estaba el crucigrama. Y al acercarlo
más a los ojos vio en la primera línea, garrapateadas con un lápiz de
punta roma, cinco letras, las mismas que tenía su nombre, sólo que dis-
puestas en otro orden.
Abrió el grifo y metió la cabeza bajo el chorro de agua fría.

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HOMBRES

por Jesús Fernández Santos

E N agosto llegaron los portugueses. Vinieron con la carretera, bor-


deando la sierra y, a veces, entrando en ella a través de las gar-
gantas. Todos llevaban sombreros de paja de anchas alas, para que el sol
no les quemara la cara, y sudaban todo cuanto puede un hombre sudar,
en el día más caluroso del verano.
Miguel era de Montealegre, un lugar que cae cerca de la Raya, y tra-
bajaba labrando piedra para el peralte de las curvas. El me enseñó a
hacer sortijas con un martillo y un clavo de herradura, como los presos.
Se pasaba el día diciendo :
—Estoy deseando terminar esta maldita carretera. Me voy a volver de
una vez a mi tierra. No quiero nada con esta gente.
Nosotros le veíamos golpear con el martillo desgastado las losas de
granito, y desde el muro del río, sentados, le preguntábamos :
—¿Dónde cae tu tierra, Miguel?
—Al otro lado —y señalaba al Sur con la cabeza.
—¿ Qué hay al otro lado ?
Se alzaba sobre la frente las gafas de alambre con que protegía sus
ojos, exclamando :
—Portugal es la tierra mejor del mundo, chicos.
Echaban capas de grava y cemento, y grava otra vez ; parecía que no
iban a acabar nunca, avanzando tan lentos, metro a metro, quedando en
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el mismo sitio muchos días. Dormían en las eras, los rostros ennegrecidos,
mirando al cielo, entornando a medias los ojos bajo la hilera gris de las
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pestañas quemadas, o en los pajares, entre emanaciones de hierba aún


264 Jesús Fernández Santos

sin fermentar, o donde les cogía la noche, y podían tumbarse y recordar


a la mujer y los chicos, muchos kilómetros atrás, esperando el fin de los
trabajos. Al llegar a los pueblos, el capataz se adelantaba para hablar con
el alcalde, o con el secretario, o con el presidente si el sitio era pequeño,
para ver de arreglar el alojamiento y la comida, si la había, porque cru-
zaron pueblos más pobres aún que los canteros y peones, infinitamente
más pobres que los capataces y los listeros, pueblos miserables que queda-
ron atrás, colgados en la cima de los montes, en algún amarillo ribazo,
sin alcalde, ni presidente, sólo con un rebaño de niños grises, delgados,
que miraban silenciosos el lento taladrar de los barrenistas.
Como habían previsto los ingenieros, se llegó al puerto en los primeros
días de noviembre. Ya poco antes cayeron dos fuertes aguaceros y una
nevada que no llegó a cuajar. Un gallego, que trabajaba la madera como
nadie, murió de pulmonía, pero los restantes llegaron con la carretera
hasta el límite mismo de la provincia. Hubo una fiesta y subió el gober-
nador, y un representante del rey vino a cortar la cinta con los colores
nacionales. Dos días más tarde, en tres camiones bajaron los obreros hasta
el ferrocarril, y desde allí, luego de comer por última vez todos juntos,
cada cual marchó a su tierra.
Pero Miguel se quedó allí.
—Es que aun. tengo que arreglar por aquí algunos asvmtos.
Todos nos preguntamos qué clase de asuntos serían. Pensé que se iría
al día siguiente, pero al otro día tampoco se había ido. Allí estaba apo-
yado en el antepecho del puente, mirando al agua, al parecer preocu-
pado.
—Es que me voy mañana. De mañana no pasa...
—¿ Qué estás mirando ? ¿ L,as truchas ?
—Son igual que las de allí.
—Serán las mismas...
—Las mismas... —tiró una piedra al agua, espantándolas.
Al otro día aun estaba en el pueblo. Cuando volví de llevar el almuerzo
a mi tío que estaba segando, me lo encontré en lo alto de un chopo de
los que hay junto al cementerio, podando.
—¡ Eh, tú ! —me llamó.
—¿ Todavía no te has ido ?
—Calla y échame la botella.
La botella del agua estaba al pie del chopo refrescándose, entre la
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hierba. Se la eché hacia arriba y él la cogió al vuelo, y bebió sin bajarse,


sin desperdiciar un sorbo.
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—¿ También sabes podar ?


—También, también...
—¿Pero, cuándo te vas? —insistí.
Hombres • 265

—A la semana que viene.


No se marchó a la semana siguiente, ni a la otra, ni al año. Se quedó
allí, y allí está enterrado, pero no en el cementerio, como todos los
hombres, sino en un prado alto que hay a las afueras del pueblo.
Subiendo, a media montaña, más allá de los últimos rebaños, había
dos valles interiores, abrigados, cálidos hasta en invierno, donde una
fuente manaba plana, silenciosa, con un suave deslizarse entre el césped,
haciéndole crecer muy alto y fino, lo mismo que a los pajones. Estos
alcanzaban la altura de un hombre, la luz se filtraba entre ellos y, a
veces, se alcanzaba a ver la figura desgarbada de alguna cigüeña, posada
en tierra o andando torpemente entre ellos.
Todo aquello se lo enseñé un día a Miguel y le debió gustar mucho
porque quedó de rodillas en el suelo, acariciando con sus dedos la tierra
húmeda, olorosa, hablando consigo mismo en voz baja. De pronto alzó
la voz y dijo :
—No importa que uno se muera.
—¿ Que no ?
—No. Somos como un trozo pequeño del mundo. Como una hormiga.
—¡ Qué cosas dices !
—Aunque uno se muera, siempre hay muchos que quedarán viviendo
tras nosotros.
—Sí...
—Todo el valle seguirá como hasta ahora. Otros chicos seguirán vi-,
niendo como tú, hasta aquí, a beber el agua tan buena y a romper tallos
junto a la fuente.
Yo no entendía nada de lo que me iba diciendo, pero pensaba que
decía cosas que ninguno de los que vinieron con la carretera habría en-
tendido, ni se les habría ocurrido siquiera.
La mujer que eligió para casarse seguramente le llevaría sus buenos
diez años. Era viuda, y vestía siempre de negro, como todas las mujeres
en el pueblo. Miguel se hizo un traje nuevo y tras cortejarla durante
un par de meses, se fue a ver al cura para que sin mucha ceremonia los
casase. Cuando salieron de la iglesia la viuda sonreía, cosa que pocas
veces se le había visto hacer desde que muriera el primer marido. Sonreía
y era como si su duro y enteco rostro hubiera rejuvenecido, como si
toda ella hubiera vuelto a los felices días del antiguo matrimonio. Miguel,
a la mañana siguiente, se levantó tarde y, bajo las miradas y pensamientos
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maliciosos de los hombres, fue a su trabajo como de costumbre, sin dar


mucha importancia a la boda. De todos modos transcurrieron tres o cuatro
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meses de paz completa.


Cuando volvía por las tardes, la mujer le esperaba con la merienda
sobre la mesa y en la semipenumbra de la cocina, iban los dos comiendo
266 Jesús Fernández Santos

poco a poco la cecina, el jamón, la dulce manteca amarillenta. Cuando


la mujer concluía se levantaba y encendiendo el carburo desaparecía en
el establo con el cubo y la banqueta. Miguel, entonces, salía a la puerta,
y encendiendo u n cigarro dejaba correr la imaginación por todos los
oscuros rincones del valle, sobre los tejados, sobre las grises pizarras.
Los domingos, la escopeta al hombro y el morral bien repleto, subía
al puerto a tirar a las palomas o a las perdices, a todo lo que se presen-
tase. A veces tenía suerte y comían de la caza dos o tres días.
El día en que todo comenzó a agriarse lo notó la gente del pueblo
porque Miguel salió a segar temprano, antes que nadie, y volvió de noche,
el último, con la cara gris y la mirada perdida.
— E s que se llevan mal.
— N o se entienden.
—¿ Cómo se van a entender si le lleva ella casi diez años ?
— T a m b i é n decían que el hijo que la viuda estaba a p u n t o de dar a
luz no era de Miguel, que nunca podría tenerlos.
Estaba yo con otros chicos en la bolera, viendo a tres tíos que habían
desafiado a unos asturianos, cuando me llamó :
—Ven, oye.
—¡ Hola, Miguel !
Tenía mala cara y los ojos como los de u n difunto. Se alejó u n poco
conmigo :
—Oye, ¿qué dicen por ahí de m í ?
—Nada, Miguel, no dicen nada.
—Algo dirán —insistió él—, anda, dímelo.
—Yo no he oído nada.
—Oigas lo que oigas, no lo creas. Todo es mentira.
—Bueno...
— E r e s u n chico m u y listo. ¿Recuerdas aquello que te conté sobre
la muerte y los que vengan después de nosotros?
—Sí, sí me acuerdo.
— i Lo entendiste ?
—No.
— N o importa — m e dio u n golpe amistoso en el hombro—, te digo
que eres u n chico m u y listo. El más listo de todos. Con el tiempo llega-
rás a algo.
— ¿ A qué?
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— A algo.
— ¿ A q u é ? Dímelo, anda.
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Viendo toda la noche la luz de la casa encendida, los del pueblo se


p r e g u n t a b a n qué pasaría allí dentro. Nevó otra vez, y el día de Difuntos,
Miguel bebió mucho desde por la m a ñ a n a . Los chicos, que desde fuera
Hombres 26?

mirábamos las caras de los borrachos a través de la ventana, nos pre-


guntábamos si estaría en sus cabales, porque nunca pasaba de los cinco
vasos, y aunque ahora riñera a menudo con su mujer, aun iba a casa a
buena hora y procuraba no emborracharse.
Cuando la viuda apareció en el marco de la puerta, con el mantón
de estambre negro sobre los hombros, todos los hombres, hasta los que
no podían tenerse en pie, enmudecieron al instante, suspendiendo las
malas palabras. Solo la dueña de la cantina se atrevió a hablar.
—Si buscas a Miguel, ahí lo tienes.
La viuda empezó a chillar como si tuviese todos los demonios en el
cuerpo, y cuando se cansó de llamarle cosas, le llamó una que un hombre
nunca puede perdonar, sobre todo si es su mujer quien se lo dice. Miguel
quedó pálido, pegado a la pared mientras los otros hombres le miraban,
preguntándose qué iba a hacer ahora, pero no hizo nada ; solamente cogió
a la viuda de la mano como si fuera una criatura y salió.
—Vamos, mujer, vamos.
Todos hubieran dado cualquier cosa por saber cómo acabó aquella
noche, pero al cabo de unas semanas, tuvo la viuda un niño y todo el
mundo olvidó el incidente.
Aquel invierno aprendí lo de los anillos. Los días eran cortos y fríos,
y las noches largas. Hicimos muchos, golpeando la plata o el hierro, o
las monedas de níquel. De tres clases los hicimos. En enero hubo una
subasta y Miguel compró un solar. Decía que quería hacer su casa, y
hablaba de ella como de una idea antigua, aunque yo hasta entonces no
se lo había oído nombrar ni una vez siquiera. Empezó solo y luego trajo
dos peones, y también un hombre para que le cavara los cimientos.
—Eso es que va a dejarla —decían los otros, refiriéndose a la viuda.
La casa iba creciendo. Todos los ratos que le quedaron libres en la
siembra y, más tarde, en la siega y en la trilla, los aprovechó para labrar
las piedras. Me aseguró que sería la mejor casa del municipio, y se veía
que llevaba camino de conseguirlo, porque hacía todo con cuidado, y
con un gusto y un arte especial en cada piedra, en cada remate, de tal
modo que la fachada no quedó tosca y fea como las otras en el pueblo.
Los hombres, que veían cómo la casa iba saliendo adelante, murmu-
raban a su espalda, y cuando le oían decir que en las casas como en los
hombres, la hermosura estaba en la proporción, sonreían callada y silen-
ciosamente. Dijeron que era un mal cantero, que se detenía demasiado
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en los detalles para poder concluir nada, incluso aquella casa.


—Dicen que no sabes hacer un buen arco.
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—¿ Qué más ?
—Ni una buena ventana, ni un dintel.
—Ya aprenderán, si esperan.
268 . Jesús Fernández Santos

— Y que no vayas por ahí diciendo eso de los hombre?


—¿ Por qué ? ¿ Les parece mal ?
— A mi tío, por lo menos, sí.
—¿ Y a los otros ?
— A todo el m u n d o .
La viuda jamás p u d o ver con agrado cómo crecía la casa. Desde su
ventana veía surgir, al otro lado del río, los muros, palmo a palmo, como
una segunda mujer, como si el final de la obra, fuera el final de su
matrimonio, el nuevo matrimonio de Miguel con la mujer más hermosa
del municipio. N u n c a hablaba de ella, como si se tratase de la amante que
algunos atribuían a Miguel en otro pueblo, aunque bien es verdad que
los dos hablaban de m u y pocas cosas ya, ni siquiera del niño que tenía
por entonces tres años.
— ¿ V e s esta llave? —me preguntó Miguel—. La casa está terminada.
Ven, fíjate si sé hacer ventanas.
La estuvimos viendo por dentro y por fuera, y yo n u n c a había visto
una mejor, ni más bonita ; con la madera blanca y nueva, los cristales
recién colocados y su viejo escudo sobre la puerta.
— A q u í plantaré manzanos y ciruelos ; hasta puede que me anime a
tener u n huerto pequeño.
Estaba tan entusiasmado como en sus buenos tiempos, cuando aun
no se había casado y pensaba volver a Portugal cada semana. Ahora,
como ya no hablaba de ello, se lo recordé.
— E r a n otros tiempos, chico, otros tiempos.
Puso tal cara y u n a voz tan triste que sentí habérselo dicho. De
pronto se puso a contarme lo suaves que eran los inviernos en su tierra,
y cómo de niño había pasado allí los mejores días de su vida, cuando era
u n chico como yo, antes de ser cantero, ni peón, ni nada.
—Oye, Miguel, ¿cómo sabes tú tantas cosas? • '
— P o r q u e . l a s sé, hombre, porque las sé.
Cuando puso el ramo en la casa, como se hace siempre que se termina
el tejado, la viuda h u y ó con u n carnicero de León llevándose al hijo.
Miguel estuvo u n a semana sin salir, sin dejarse ver en el pueblo. De
vez en cuando mandaba a algún chico desde la ventana a buscar medio
cuartillo de aguardiente, de modo que debió pasar aquellos días bebiendo
a más y mejor. Todos los vecinos estaban asustados, porque temían que
se muriese, y hasta llegaron a preguntar al cura qué debían hacer, pero
al quinto día le vieron presentarse en casa del secretario.
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—Quiero vender la casa vieja. Sacarla a subasta.


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—Mira, la casa está a nombre de tu mujer y no puedes tocarla sin


su permiso.
—Si es de mi mujer, será mía, digo yo.
Hombres 269

—Lo siento, hombre, pero no puedes tocar eso.


La prendió fuego una noche y vendió los animales y el trigo de la
cosecha, viviendo con lo que le dieron todo el invierno. Pero el dinero
terminó y tuvo que sacar a subasta también la casa nueva. La mujer no
volvió porque debió encontrarse a gusto en la capital con su amigo, y
como Miguel no tenía ya de qué vivir, se tuvo que ir metiendo de
jornalero, por lo que le quisieron dar, en las otras fincas del pueblo.
Lo mató un hombre al que llamaban el Rojo, cierto día, mientras
segaban hierba en un coto. Era el día de más calor del año, a la hora
en que los hombres hacen una sombra enana, diminuta, sobre el suelo.
Sucedió allí donde los que vivan tras nosotros verán la fuente, y subirán
a beber y a partir los tallos de los juncos, como Miguel y yo aquella
tarde. Todos segaban con el cuerpo al sol. Hombres robustos, duros,
macizos. LTno recordó las palabras de Miguel y durante un buen rato
ninguno dijo nada. El Rojo nunca mató ni se peleó con nadie siquiera,
era un chico pacífico y sin arranques, pero cuando alzó la vista, el otro
tenía los ojos clavados en él, le estaba mirando desde la cerca, con el
cigarro en la mano. Le devolvió la mirada y aun se la mantuvo un tiempo,
pero volvió a trabajar. Le temblaban las manos ; a punto estuvo de lle-
varse un dedo del pie con la guadaña.
No había nadie ya en el prado. Todos habían terminado y estaban
a la sombra, abajo, junto al río. El Rojo alzó de nuevo los ojos y allí
encontró a Miguel, con el negro cigarro aun consumiéndose entre los
dedos. Sacó la piedra de afilar la guadaña y la deslizó suavemente por
el filo de la hoja sin apartar un instante la mirada del cigarro, de las
otras manos. La piedra chorreó agua sobre el césped. Miguel no se movió.
Fue entonces cuando el otro le apostrofó.
—¡ Eh, t ú ! ¿Qué miras?
No hubo respuesta.
Empezó a decirle los mayores insultos, para provocarle, para darse
valor, y le siguió chillando hasta que Miguel avanzó sin ver nada más
allá del pecho del otro, de su rojizo pelo, de sus ojos turbios, atormen-
tados, líl Rojo le dejó acercarse y sentía un miedo frío, y procuró recor-
dar en un instante todo lo que acerca de aquél hombre le habían contado,
para que no le llegara a faltar el valor en el último momento, porque
Miguel ningún daño le había hecho nunca.
Miguel quedó tendido con la boca en la tierra, abrazado a la fuente,
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a la hierba, con un chorro de sangre latiendo como un ser vivo en el


cuello, bajo la barba. Tardaron mucho los demás en decidirse a levan-
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tarlo y cuando lo hicieron nadie quiso que fuera enterrado en el cemen-


terio, y le cavaron allí mismo una tumba, en un rincón del prado, donde
en primavera crece la flor de la genciana.
MUY DE MAÑANA

por Ignacio Aldecoa

E L hombre del puesto de los melones tiene un perro; un perrillo


atropellado que arrastra una pata lastimosamente. El hombre y
el perro duermen juntos, bajo una manta militar, en un nido de paja,
entre los frutos. El hombre no habla con nadie, ni siquiera con los
clientes. Muy de mañana se despierta y en la fuente cercana se enjuaga
la boca. lluego espera con la manta por los hombros, paseando, a que
abran la primera taberna. El perro camina junto a él, olisquea en un
sitio, se entretiene en otro.
En la acera de enfrente, un figón abre a las siete y media. El hombre
cruza la calle. Entra. Desde la puerta, por encima de los cristales esme-
rilados del bastidor bajo, fija los ojos en su puesto. Toma una copa de
aguardiente, a veces dos, cuando tiene mucho frío, cuando está destem-
plado. Hace un cuenco con la mano y vierte un poco de la copa en él.
Se lo ofrece al perro, que lame ávidamente. El perro también se desayuna
con aguardiente.
De este hombre solamente se sabe en la vecindad el nombre. Se llama
Roque, y el perro, «Cartucho» ; «Cartucho», como todos los perros sin
raza, desmedrados, hambrientos, mutilados. «Cartucho» es el perro pelón
del vagabundo, al que un buey dejó tuerto limpiamente con la punta
de un cuerno, en un camino, a trasmano de la carretera. «Cartucho» es
el perro fantasmal de las estaciones de ferrocarril, derrengado de una
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pedrada, que disputa su comida, en las cajas de los vagones de desecho,


a las ratas. «Cartucho» es el perro de los vertederos, diversión cruel de
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muchachos, aullador eterno del invierno. «Cartucho» es el perro que las


Muy de mañana ^71

aguas del Manzanares ahogan en un desbordamiento, bajo un puente,


sin testigos.
Roque tiene una mirada perruna, triste, alguna vez feroz. Pocas
feo, sin edad —¿ cuarenta o cincuenta, o más años ?
Roque tiene una mirada perruna, triste, alguna vez, feroz. Pocas
barbas, largas y canas, y catarro de moquillo. «Cartucho» tiene color de
podredumbre frutal y unos ojos pitañosos, bobos, temerosos. El pelo,
híspido en el cuello, los dientecillos ratoneros. El miedo y la ira se
conjugan en su alterado corazón.
Roque hace tres comidas al día. Una a media mañana : pan y fiambre,
de no se sabe qué. Otra, a las dos o tres de la tarde : pan y no se sabe
qué. L,a última sobre las nueve de la noche ; pan, un tiento de aceite y
una pulgarada de sal. El perro come lo que Roque.
De vez en vez aprovechan un melón tocado. Limpia el amargo, Roque,
con gran cuidado, a filo de navaja. «Cartucho» no mide sus fuerzas al
morderlo y parece que se asombra de su poca consistencia. El vino es
bebido en botella de caña durante todo el día, a tragos de pajarito. Para
el perro el vino está vedado.
Ahora, en octubre, el diablo frío ha hecho su aparición. El montón
de melones ha bajado ; preserva menos. Cuando hay viento los melones
silban; silban porque el viento juega entre ellos y se pierde, rabioso,
en su laberinto hasta que se liberta.
Ahora están arreglando la calzada. Hay una máquina monstruosa
cociendo asfalto y una guardia permanente de fuego junto a ella. Roque
y «Cartucho» van al arrimo para sacudirse las mil pulgas de la helada
que pican, que taladran los huesos. Roque habla en la noche temprana
y en la madrugada con el guarda : conversaciones sin tema, balbucientes,
infantiles, llenas de odio o de ternura. Roque llama a «Cartucho» y bebe
un trago. El guarda le imita sentado en un tronco, dejando luego su
botella —¡ la suya !— entre las piernas.
—¿ Qué tal hoy la venta ?
—Mal —contesta Roque.
Y abren la sábana de un silencio.
—Frío, ¿ eh ?
—Se echa noviembre.
«Cartucho» alza la oreja cuando pasa un automóvil a gran velocidad.
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Las llamas, en la hoguera, se encogen con el desplazamiento del aire


para alzarse luego más pujantes, más ternes, más agudas.
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Es de día. Las hojas forman un litoral dorado en la vertiente de la


calzada. Bajo ellas circula un reguero de agua que desborda en algunos
sitios y cambia a las más débiles de posición, llevándolas como diminutas
272 Ignacio Aldecoa

balsas. Se van quedando los árboles tendinosos en la tiritona otoñal que


los descarna, que los radiografía.
—Oiga, ¿cuándo levanta el puesto?
—Mañana mismo.
—¿Y lo que le queda?
—Poco es, liquido barato.
—¿ Se vuelve a su tierra ?
—No; soy de aquí. A trabajar.
—¿En qué?
—En lo que salga.
«Cartucho» alarga el hocico y huele el barullo de papeles que cubren
el sobrante de la cena del guarda y que comerá en esta hora primera de
la mañana.
—Quieto, chucho.
—No lo toca, hombre. No come más que lo que le dan.
«Cartucho» se mete entre las piernas de su amo y enseña los dientes.
El guarda comenta.
—Es feo el demonio de perro, ¿no le parece?
—¿Feo? No lo creo yo.
—¿ Y de qué tiene la pata rota ?
—Fue... un carro.
Roque piensa en una triste noche, inundada de vino iracundo, en que
golpeó bárbaramente a ««Cartucho)).
L,a calle está blanca; una blancura de espejo empañado. L,a calle
está vacía ; un vacío de estanque limpio a la luz del sol. La calle está
muerta ; es el tiempo que media entre las últimas voces de los serenos
y el apagón de los faroles.
I,a taberna abre sus puertas. Se despierta. El mostrador de estaño,
brilla apagadamente.
—¿ Una copa de orujo ?
Roque vierte un poco en el cuenco de la mano.
—Toma, «Cartucho».
El perro lame, mueve el muñón del rabo cercenado de cachorro. Tiene
los ojos alegres. Roque sonríe. Muestra al sonreír los dientes escalonados,
desconcertados, como casas del suburbio; dientes terribles, dientes de
animal de combate. Ni sus manos, ni sus ojos ponen tan al descubierto
la animalidad, la crueldad, el crimen, como sus dientes.
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—Otra copa.
«Cartucho» araña las piernas de Roque. Este sonríe y confiesa al
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tabernero, indiferente a esta expansión de ternura :


—No podría vivir sin él.
Roque paga y sale a la calle. Es el último día. Hoy liquida. Todavía
Muy dé mañana 273

no ha pasado la acera. «Cartucho» inquiere secretos de un árbol. Ya


está en la calzada. Roque tiene alborozado su corazón. Hoy termina. Bl
sabor del aguardiente en la boca le fortalece.
—¡ «Cartucho» !
«Cartucho» salta a la calzada. Se oye un motor que avanza como una
tormenta desde la blancura del fondo.
—i «Cartucho» ! ¡ «Cartucho» !
Duda el perro. Está encima el automóvil. Roque se lanza a la carre-
tera. Hace un viraje el coche para no atrepellarle y pasa sobre «Cartucho»
y continúa lejano, veloz, hasta perderse.
—¡ «Cartucho» !
Lo recoge del suelo, lo abraza. Al perro se le escapa un hilo de sangre
por las fauces. Roque se sienta en el bordillo de la acera.
—¿Qué ha pasado? —le preguntan.
Y Roque no responde. Sus palabras de propio consuelo le silban en el
laberinto de los dientes, como una fuerza de la Naturaleza, como un
viento huracanado.
Y se abre de nuevo la llaga de la soledad de Roque, el hombre del
puesto de los melones. Bajo sus piernas transcurre, zigzagueante, el agua
mansa, débil, temblorosa del otoño.

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ATARDECER SIN TABERNAS

por José María de Quinto

P oco antes de atardecido principiaron a salir de sus casas.


Era un sábado de tabernas desiertas. El sol, suciamente amarillo,
se perdía ya por entre el ondulante paisaje de tejados, buhardillas y chi-
meneas, daba el último lametón a las pobres ropas tendidas a secar en
las altas barandas de madera rojiza. Estábamos en agosto. La tarde,
quieta, mansa hasta la exasperación, habíase quedado apresada en el labe-
rinto de aquellas calles sin viento. Agosto^ Hacía calor. Corría un denso
río de fuego' por la sangre y se bañaban los rostros, y los párpados pesaban
enormemente, y se amansaban los músculos, y los cuerpos, extenuados,
se movían lenta, perezosamente. De vez en vez, como en una oleada,
venía el fétido eructo de las alcantarillas.
Poco antes de atardecido —repito— principiaron a salir de sus casas.
Lentamente fueron apostándose en la calle, alejados unos de otros, silen-
ciosos, hoscos, apoyándose contra los desconchados muros de las fachadas.
Algunos, parsimoniosamente, liaron un cigarrillo en silencio y, sólo al
ensalivar el papel, apartaron su mirada del número 20. Era un edificio
sucio, tal vez gris, de unas cuatro plantas. Junto al portal, echados los
cierres, había un «Almacén de Comestibles», según rezaba el rótulo, y,
frente por frente, aparcado, un automóvil descapotable. Era —como os
dije— un sábado de tabernas desiertas. En las ventanas asomaba el rostro
de algunas mujeres ; desgreñadas, acaso recogidos los moños, todas con
los ojos en suspenso; cruel, agoreramente fijos en el edificio señalado
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con el número 20. Del próximo solar, vertedero de las basuras del barrio,
llegaban los gritos de los chavales, posiblemente enzarzados en una drea.
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Atardecer sin tabernas 275

Se entrecruzaban las piedras sobre el azul y, de vez en cuando, chocaban


contra el tapial casi derruido y levantaban un polvillo rojizo del enla-
drillado, apenas recubierto de cemento por algunos puntos. Junto a las
puertas, sentadas en los escalones, en el bordillo de la calzada o en sillas
de enea, las mujeres, entre puntada y puntada, no perdían baza en eso
de chismorrear. Cuchicheaban como temerosas de alzar la voz, y no de-
jaban de mirar hacia el número 20. El número 20, el número 20. Eran
muchos los ojos clavados en aquel edificio.
Sin embargo, no era boda, bautizo, ni entierro lo que tan profunda-
mente conmovía al barrio. En las bodas, entierros y bautizos, bien es
verdad que también salían a la calle o se asomaban por ver y curiosear.
Era costumbre. Pero hoy no había más que verles para comprender que
no se trataba de eso. Las mujeres sí es cierto que estaban en grupo, pero
no se atrevían a levantar la voz, y los hombres, separados unos de otros,
a solas consigo mismos, parecían pensar en cosas muy difíciles. Y las
tabernas —fijaos bien—, pese a lo avanzado de la tarde, permanecían
desiertas.

El rumor se había propalado por el barrio aquella misma mañana.


Corrió de puerta en puerta, y en todo el día no se había hablado de otra
cosa. El señor Abilio, dueño y señor del «Almacén de Comestibles»,
había traspasado la tienda y se marchaba del barrio. Nada más. ¿Nada
más? Ay, sí, Dios de los pobres. Había más. El señor Abilio, por
ejemplo, ahora era rico, muy rico, le sobraba, al decir de las gentes, el
dinero, lo almacenaba a espuertas y tenía coche, y se iba a vivir en una
especie de palacio, allá en el barrio de Salamanca; que eso bien se lo
sabía el Alberto, su dependiente, y lo había contado una y otra vez. La
calle, por más detalles, era la de Velázquez. Y en el portal, reluciente de
mármoles y espejos, había un portero estirado, como .si fuese de madera,
y vistiendo un uniforme con muchos galones y botones de oro, y las
habitaciones eran muy grandes, con alfombras mullidas como colchones,
y jarrones que ni tinajas, y cuadros de mucho valor porque parecían muy
antiguos. Algo así había dicho el Alberto a los del barrio que le escu-
chaban boquiabiertos. En todo el día —vuelvo a decir— no se había ha-
blado de otra cosa. «Si se investigasen las fortunas», pensaban algunos.
«Porque un hombre honrado no puede hacerse rico en tan poco tiempo»
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•—«A no ser que robe...» —añadía siempre alguien.


Era el tiempo de la postguerra, cuando el hambre diezmaba los ho-
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gares de los barrios pobres, y morían los niños, y enfermaban hombres


y mujeres, y no había cama en los sanatorios antituberculosos, y se
hundían los ojos y los pechos y se afilaban los pómulos... Era el hambre
276 . José María de Quinto

de la postguerra. Entonces —y eso lo sabíamos todos— habían comenzado


los negocios del señor Abilio. La escasez era un clima bien favorable.
Las colas, el racionamiento, las cartillas... En poco menos de tres años
había abierto otras dos tiendas, y lo demás le fue mucho más fácil. Por
las mañanas —algunas mañanas, por no pecar de imprecisos— en la calle,
frente por frente del Almacén, amanecían montones de patatas podridas
y legumbres agusanadas. Eran las sobras acaparadas echadas a perder
por la humedad de la cueva. Entonces los niños, las mujeres, acaso
también los hombres, rebuscaban en el maloliente montón por ver el
modo de aprovechar parte de aquella inmundicia. Desde la puerta, el
señor Abilio los veía afanarse en la búsqueda, reñir, disputarse una pieza,
y, frecuentemente, solía enfadarse con ellos. «¡Hala, hala; fuera de
aquí !» —les gritaba. Pero, maldito el caso que le hacían. Se quedaban
allí lo mismo que formaban cola pacientemente en las puertas de los
cuarteles a las sobras del rancho o iban con su cacharro a comer a «Auxi-
lio Social». Era el hambre de la postguerra. Y no sólo el hambre. Algu-
nos no tenían medios para sacar el racionamiento. Y, entonces, el señor
Abilio fingía compungirse, pero la verdad era que se frotaba las manos
de gusto por detrás del mostrador. Otros, que tampoco tenían posibles,
vendían sus cartillas de abastecimiento. Y, cuando esto ocurría, ya se
sabía a quién. El señor Abilio había llegado a pagar hasta cuarenta
duros por una cartilla. ¡ Cuarenta duros ! Las colas del Monte de Piedad
iban siendo un lujo para los que no poseían ya ropas que empeñar.
¡ Cuarenta duros !
Era el hambre de la postguerra. Y alguien, un día, murió en una cama
sin sábanas. Y alguien, otro día, desapareció del barrio en una ambu-
lancia, con el nervioso temblor de su campana de urgencia. Y un niño
se levantó una mañana y pidió pan. Y toda una familia se acostó una
noche sin cenar y con los ojos llorosos de hambre. Y, entonces, las calles
del barrio se llenaron de borrachos, tal vez de desesperados. Y se prosti-
tuyeron las muchachas, y los padres fingieron no darse cuenta. Y las
mujeres aguantaron los golpes, replegadas en sí mismas, sin un grito,
mirando a los hombres como con un temor animal. Y... Ay, sí, Dios de
los pobres; era el tiempo de la postguerra...
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Con el último rayo de sol los tejados tornáronse pardos, grises, próxi-
mos a la sombra. El color de la tarde era como un vaticinio de murcié-
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lagos. Ya no se harían esperar. Los gritos de los chavales, desde el solar,


parecían ahora como oídos a distancia. Los hombres, con el cigarrillo
entre los labios, secándose el sudor de los rostros, seguían apoyados en
Atardecer sin tabernas -~7

los muros, en las esquinas. «Ya no puede tardar ; no puede tardar».


Y era un sábado de tabernas desiertas.
Joaquín también había bajado. Ella, la Encarna, se asomó al venta-
nuco de la buhardilla. Se abrochó, pudorosa, la bata. Hacía calor y hoy
los hombres parecían inquietos. No iban, como otros sábados, a beber
a las tabernas. La Encarna miró, también, hacia el número 20. Y entornó
los ojos...

«Ella había estado en la cueva. Era algo que ya no podría olvidar


nunca. Había estado en la cueva. De sólo pensarlo, le venían ahora, ya
pasado el tiempo, unos irreprimibles deseos de vomitar. Era una sensa-
ción parecida a la de las bascas que le daban cuando llevaba a su hijo en
el vientre. Por aquel entonces, Joaquín estaba en la cárcel. Cosas de
política. Y ella trabajaba para el señor Abilio. Por las mañanas se llegaba
hasta el Almacén y allí recogía la mercancía. Aceite, legumbres, patatas...
Y luego, las más de las veces andando, hasta el Metro de Goya, junto al
mercado de Porlier. Era muy penoso el trabajo. Vocear, ofrecer a media
voz, angustiada, sintiéndose perseguida, en acecho, dispuesta siempre
a correr, a correr, a escapar de los guardias. Una noche durmió en un
calabozo y, a la otra mañana, regresó al barrio pelona. Cuando se vio
en el espejo se puso a llorar, no pudo evitarlo... "Tengo aceite, aceite".
Y todo para seguir pasando hambre, por mal criar a su hijo y llevar, de
tarde en tarde, un paquete con comida a la cárcel... Ella había estado
en la cueva. Fue un atardecer. El Almacén ya estaba cerrado. Entró por
la trastienda. Le abrió el señor Abilio, sonriente, seboso, con su-calva
brillante como una manzana, y le preguntó qué se le ofrecía. La Encarna
necesitaba aquella misma tarde un bote de leche condensada. El niño
llevaba varios días devolviéndole la comida, y le adelgazaba a ojos vistas
y no sabía qué darle... Pero la Encarna no tenía dinero; tal vez, si el
señor Abilio quisiera adelantárselo... No, no; el señor Abilio se negaba y,
entonces, ella le amenazó con denunciarle, aun cuando sabía que las
denuncias se detenían misteriosamente en algún lugar y no surtían efecto.
Rogó, suplicó, pero todo fue inútil. Y ocurrió que cuando, asomándole
las lágrimas, ya se marchaba, el señor Abilio, a sus espaldas, sujetó la
puerta y le dijo suavemente, mirándola con ojos de puerco : «Si qui-
sieras... no habría de faltarte nada». Fue un momento. Ni siquiera ahora
sabía cómo pudo ocurrir. Sintió el aliento del hombre y cerró los ojos
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para vencer la repugnancia. ¿Pensó en aquel instante en su hijo? ¿Acaso


en Joaquín? No recordaba cómo pudo ser. Ni siquiera lo rechazó. Avanzó
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mecánicamente hacia la puertecilla de la cueva, y cuando bajaba los esca-


lones, ya en la oscuridad, sintió sobre sus hombros las manos sudorosas
del señor Abilio. ¡ Que Dios la perdonase !»
278 José María de Quinto

L,a Encarna vio cómo el chaval se encaramaba en lo alto de la tapia.


El chaval miró a los hombres, a las mujeres, al automóvil detenido
frente al Almacén y, de pronto, su mirada se detuvo en Joaquín. Sentía
una gran admiración por aquel hombre alto, seco, de ojos tristes, como
dolidos, siempre silencioso. Ahora estaba sentado en el hueco de una
ventana baja, entelarañada, que daba a un sótano húmedo y vacío, tal
vez poblado de ratas. Estaba solo. Algunos hombres se habían unido en
corro, y por los gestos, parecían tratar de cosas graves. I^a tarde, huido el
último rayo de sol, se amorataba lentamente. El chaval miró por un
momento a Joaquín. Parecía absorto, pensativo, tal si estuviera lejos,
muy lejos de aquel lugar...

«Hacía ya algún tiempo —¿cuántos meses?— que le había visto regre-


sar de la cárcel. Debía ser aproximadamente esta misma hora. El chaval
estaba asomado en el ventanuco de su buhardilla, que daba pared con
pared con la de Joaquín y la Encarna, y le vio venir por allá —el macuto
colgado del hombro— en el principio de la calle, y nada más divisarle,
avisó a su padre. El padre del chaval, entonces, dejó el periódico sobre
la mecedora, se asomó, y al ver avanzar a Joaquín por la cuesta pareció
cambiar de color. Casi en seguida llamó a su mujer y ésta también se
puso como nerviosa. «Tú —le dijo al hombre— si oyes gritos, pasas sin
detenerte, no la vaya a deslomar» Y el padre del chaval quiso protestar,
pero la mujer no le dejó. Joaquín venía lentamente y al llegar a la altura
de la puerta se detuvo un momento, después desapareció en la entrada.
"Ya sube, padre ; ya sube" —dijo el chaval. Y, a poco, se oyeron pasos
en la escalera. Crujían los escalones de madera vieja, y el padre y la
madre y el chaval apenas se atrevían a pronunciar palabra. El chaval no
sabía bien por qué, aunque sí lo presumía. Porque aunque fuera chaval
sabía ya de cosas de hombres y mujeres. Porque con el hambre se adel-
gazaban los tabiques y todo estaba en sus oídos, y las mujeres perdían
el recato y, cualquier día, al levantar la tapa de una alcantarilla, por
entre el cieno y el agua sucia, podía aparecer otra vez un feto hecho
como con cintas de sangre. El chaval sabía lo suyo. Incluso tentaba a
las muchachas y luego salía corriendo por esquivar los bofetones. A
veces pensaba que cuando fuera mayor no tendría que correr... I/OS pasos
eran cada vez más próximos. "¿Quieres que le detenga?" —dijo el padre
del chaval a su mujer. "No. Eso son cosas a solventar entre ellos •—res-
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pondió ella—. Pero si oyeras gritar...". I,os pasos, de pronto, se detu-


vieron en el descansillo. A través de la puerta casi se percibía la respira-
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ción jadeante de Joaquín. Sonó la aldaba. A poco, el descorrerse del


cerrojo. "¡Joaquín!". El grito y el llanto se confundieron, y se oían
Atardecer sin tabernas 279

palabras atropelladas, casi incomprensibles. El chaval, entonces, miró


a sus padres, casi pegados a la pared, atentos, escuchando, y vio cómo el
sudor corría por sus rostros. A través del tabique se oía la voz de la
Encarna, una voz nerviosa, rápida, telegráfica. A Joaquín no se le oía ;
no debía hablar. Vino después el ruido de una silla al correrse. L,uego,
un silencio. Y, por fin, la voz de Joaquín, sorda, apagada: "¿Qué hay
entre el señor Abilio y tú?". L,a Encarna tardó en contestar, pero, al fin,
tal si le costase mucho, lo confesó todo, despacio, muy despacio, con
una voz extraña y hueca, sin tonos, que parecía venir de muy lejos.
De vez en vez, Joaquín la interrumpía: "¡no grites, mujer!". Y, de
pronto, ella calló, y se hizo otro silencio en el que, poco a poco, se iba
adivinando algo así como el llanto de un niño que no era de niño. El
chaval, entonces, sintió que se le encogía el corazón. Era el primer
hombre a quien sentía llorar. Y miró hacia sus padres, pero ellos se con-
templaban gozosos, sonrientes...»

El chaval bajó de la tapia y se entró por la calle, las manos en los


bolsillos y silbando una canción. Alguien, un hombre pálido, de edad
indefinida, le miró tiernamente al pasar. Vestía de luto, con pobreza,
y la barba sombreaba su rostro. Estaba apoyado en la pared, los ojos
fijos en las ventanas del segundo piso del número 20.

«Aquella tarde entró en casa, y ya en la escalera, sintió un murmullo


de rezos y lloros, y no tuvo por qué pensar más. Se abrió paso y entró
en la habitación de la niña. Allí estaba, pálida, insignificante, céreo, el
rostro. Era tan niña. Y no pudo llorar.»

Cuando salió ya casi había oscurecido del todo.


Por tejados y aleros se posaban las sombras, derramándose por las
fachadas hacia lo hondo de la calle. El morado del cielo se convertía en
una gran mancha de tinta azul-negra. Persistía el calor. Era —os lo
recuerdo— un sábado de tabernas deshabitadas, y los hombres estaban
allí, mudos, quietos, plantados como estacas, tal vez extrañándose a sí
mismos. Apenas hacía una hora que esperaban y le vieron aparecer.
Habían aguardado que muriese la tarde por verle marchar, en el coche,
limpias sus manos y colmadas las alforjas. Y la tarde había terminado.
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Y dentro de un instante el motor se pondría en marcha y dejaría tras de


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sí, a mayor recochineo, la sucia polvareda de su humo. «La tarde ha


terminado ya, compañero; hela ahí, hundida en la profunda sima de
tu silencio, de vuestro humilde silencio.»
280 José María de Quinto

Cuando salió —como os digo— ya casi había oscurecido del todo.


Todavía en el portal, vieron como se ajustaba el sombrero de paja —un
jipi que los chavales decían que era de mariquitón— y, después, cómo
cruzó la calzada, seguro de sí mismo, con empaque, y abría la porte-
zuela. Y fue entonces cuando sobrevino el milagro. Avanzaron en bloque,
lentamente, sin mirarse, sin que tuvieran necesidad de ponerse de acuerdo,
sin ni siquiera explicarse porqué. Avanzaban, eso era todo. Se sentían
empujados por algo que estaba por encima de ellos mismos, como si una
fuerza suave y extraña les impeliera a avanzar. Y avanzaban, cruzaron
la calle, en silencio, unos; después, otros; sin orden, anárquicamente.
El señor Abílio, en cuanto se los vio encima, se puso de pie dentro
del coche, tal si se dispusiera a endilgarles una plática. Los hombres,
un poco atrás las mujeres, le rodearon. Le miraban más bien triste-
mente, acaso con un odio adormecido, pero al señor Abilio se le descom-
puso el rostro y empalideció. "No, si él no se iba definitivamente —le
temblaba la voz al hablar—. El vendría de vez en cuando por el barrio,
porque le tenía ley y por verles, y por alternar con todos ellos. Porque
él tenía también su corazón y le dolía muy de veras tener que dejarles.
Pero las exigencias de la vida... de los negocios, eran las que mandaban.
Qué le iban a hacer. De todas maneras, ya sabían donde podrían encon-
trarle en caso de que le necesitaran. Porque él —y se golpeó el pecho
con el puño— era un hijo del pueblo como el que más...».
—¡Hijo... !
El insulto atronó la calle. Nadie supo bien de donde vino. (¿Acaso
Joaquín?) Y en el silencio que le siguió, vieron el rostro del señor Abilio,
lívido, descompuesto, fofo como un balón desinflado. Y aún les quedó
tiempo para sentir su respiración jadeante marchando al galope. Después,
en seguida, nervudo, musculoso, un brazo le hundió en el asiento. Y luego-.•
No, no fueron ellos. Había algo que les empujaba hasta el ensa-
ñamiento, algo que les hizo derramar la gasolina y prenderla. Era,
quizá, el recuerdo de sus muertos viviendo por entre su sangre, el dolor
de sus largos años de hambre y miseria.
Cuando, al comienzo de la calle pina, aparecieron los grises, nadie
se movió. Contemplaban el crecer de las llamas, inmóviles, estáticos,
como si nada hubiera ocurrido.
El chaval, en tanto, acurrucado en el suelo, veía reflejarse el resplan-
dor sobre las fachadas de enfrente y percibía el penetrante, hediondo olor.
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TEATRO

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HABITACIÓN 32
Comedia en un acto

por R. Solis y R. Rodríguez Buded

PERSONAJES
LAURA, telefonista de 24 años.
SR. RENARD, famoso cirujano francés, de 37 años.
UN BOTONES del «Hotel Príncipe».

ACTO ÚNICO
Situada en la parte izquierda de la escena, una vista interior de la cen-
tralita de teléfonos del «Hotel Príncipe». Cuadro de registro y un pequeño
mostrador. Todo ello encerrado en el círculo de luz de un foco. A la de-
recha y a escasa distancia una pequeña mesa con revistas y dos sillones,
iluminados por otro foco. Al foro la puerta de un ascensor, que se hará
notar encendiéndose una señal roja, cada vez que se supone pasa el as-
censor.
NOTA : La palabra «comunica», en el texto, quiere decir que la tele-
fonista manipula en el cuadro, estableciendo comunicación. Los puntos
suspensivos dentro de un paréntesis significan las correspondientes pausas
de las conversaciones mantenidas por la telefonista a través de la central.
(Laura se encuentra sentada ante la centralita. Tiene
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los auriculares puestos y se entretiene haciendo punto.)


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LAURA. (Ante una supuesta llamada.) «Hotel Príncipe». Dígame.


(...) No, señora, no hay habitaciones. (...) Sí, señora, le.va
284 R. Solís y R. Rodríguez Buded

a ser muy difícil encontrar ; con esto del Congreso de Ci-


rugía está la ciudad llena de extranjeros. (...) De nada,
señora. (Continúa haciendo punto; tras unos segundos marca
un número.) ¿ E s t á M a r u j a ? (...) Gracias. (...) ¡ H o l a ! Soy
L a u r a . (...) Mujer, es que a esta hora está más tranquilo
esto, por eso te he llamado. (...) ¡ Ah ! ¿ S í ? Ove, ¿qué hay
de lo del domingo? (...) (Contenta.) Os habéis decidido por
la excursión. (...) Sí, sí, e s t u p e n d o ; es que, además, el do-
mingo libramos Miguel y yo todo el día. (...) ¡ Ah ! Pues
en el primero que salga ; podemos oir misa en la estación.
(...) A ver si tenemos suerte y hace buen día. Yo pienso
llevarme el traje de baño. (Ligeramente seria.) Oye, una
cosa... bueno, nada. (...) No, no, mujer, si no es nada. (...)
(Tímidamente.) ¿Va a ir Mercedes? (...) Pues me alegro,
chica, francamente ; mira a Miguel de una forma, que no
me gusta nada. (...) No, Maruja, te lo digo en serio, no son
figuraciones. (...) Además ya sabes como es Miguel, no es que
sea nada, pero... (...) Mira más vale prevenir... Oye, espera
un momento. (Comunica.) Central. (...) Sí, señor, ahora mis-
mo. (Comunica) Que subáis bicarbonato al veintiuno. (...) Al
veintiuno. (Comunica.) Maruja... Oye, perdona... Entonces,
el domingo, seguro. (...) ¡ Hija, qué va a llover! Bueno, ya
nos veremos a n t e s ; tengo que contarte muchas cosas. (...)
(Bajando la voz.) A Miguel le han subido el sueldo y le
han puesto de intérprete en los pisos. (...) Como ya habla el
inglés bastante bien... (...) Mujer, no grites. (...) P u e s sí,
fíjate, m u y contentos. (...) Para junio, si Dios q u i e r e ; así
nos coincide el permiso con el viaje. (...) A Marruecos pro-
bablemente, Miguel dice que es tan bonito todo eso. Oye,
espera. (Comunica.) Central. (...) T o m o nota, (...) señor
Costa, (...) que volverá a las seis, (...) que vuelvan a lla-
marle. (Escribe.) De nada, señor. (...) Descuide, lo he apun-
tado. (Comunica.) Maruja. (...) Perdona, chica, basta que
esté hablando para que llame todo el m u n d o . (...) ¡ A h !
¿ S í ? (...) Claro. (...) ¡ Ah ! Se me olvidaba decirte. ¿ T e
acuerdas de ese médico tan famoso que comentábamos el
otro día? (...) Sí, mujer, ese que habías leído t ú en el pe-
riódico que hacía cosas de cirugía estética, de esos que arre-
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glan las caras. (...) Ya sabes, pues está en el hotel. (...) H a


venido al Congreso ese con su mujer. (...) Chica, ¡cómo
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v i s t e ! , y es m u y guapa. (...) No creo que tenga la cara


arreglada. (...) ¡ Qué casualidad ! Cuando me enteré me
Habitación 32 285

acordé de ti. Ahora que ella debe ser de cuidado, tiene


revuelto todo el Hotel; él es muy simpático, y habla con
todo el mundo. Se llama el Dr. Renard. (...) No, no, que
lleva unos escotes enormes y... no sé, ya me entiendes. Es-
pera un momento. (Comunica.) Central. (...) Son las cuatro
y media, señora. (Comunica.) Maruja... acabo de hablar con
esa señora. (Ríe.) Debe estar esperando a alguien, porque me
ha preguntado la hora dos veces. Pues nada... Estoy ha-
ciendo un «jersey» para Miguel. (...) Todavía me falta bas-
tante, pero me quedaré estas noches a ver si lo termino
para el domingo. (...) ¿Sí? (...) Claro. (...) (Ríe.) Ayer
estuve viendo esa película que me dijiste. (...) No, esa que-
remos verla un día de éstos ; ayer vimos la de Mirna L,oy.
(...) Esa. (...) No está mal. Bueno, que a lo mejor te estoy
entreteniendo. (...) Qué gusto, tener tan poco que hacer.
Espera un momento. (Comunica.) Central. (...) Le pongo
con el 145. (.1 Maruja.) Maruja, luego te llamaré... (Esta-
blece la comunicación pedida.) (Pausa en la que Laura hace
punto.) (Comunica.) Central. (...) Ya he dado el recado,
señor. (...) Sí, señor, que le subieran bicarbonato. (...)
¿Un médico? No, señor, en el Hotel no hay médico. (...)
No creo que estuviera la comida en malas condiciones. (...)
Sí, señor, volveré a pedirlo. (Aparte.) ¡ Qué pesado ! (Co-
mienza de nuevo a hacer punto.) Central. (...) Sí, señora
Renard, inmediatamente. (...) ¿Hablaba conmigo, señora
Renard? (...) ¡ Ah !, perdón. (Comunica.) Dos combinacio-
nes al treinta y dos (con intención) señora Renard. (...)
¡ ah !, ¿eres tú? (...) ¿Cómo la llamáis? (...) ¡Hijo, cómo
sois, no es para tanto ! Oye, que suban dos combinaciones
y unos emparedados. (...) ¿Y qué tiene de particular que
el señor Renard no beba? (...) Pues está con ella, precisa-
mente le he oído decir : (Imitando.) «Eres muy poco com-
placiente, querido.» (...) ¡Hijo, qué mal pensado eres! (...)
Oye, ¿no estará Miguel ahí? (...) ¿Por qué te ríes? (...) No,
nada, que quería decirle una cosa. Si baja dile que me llame.
(Comunica.) Central. (...) No puedo decirle, señora; algu-
nos Museos sí los abren por la tarde. (...) En el «comptoir»
podrán informarle. (...) De nada. (Pausa. Laura hace pun-
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to. (Comunica.) Central. (...) (Con decepción.) ¿Es usted?


(...) (Habla molesta.) Sí, sí, señor. (...) Esta tarde también
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estoy muy ocupada, saldré, como todas las tardes, con mi


novio. (...) Me parece que se equivoca usted. (...) Muchas
280 R. Solís y R. Rodríguez Budcd

gracias, ya tengo quien me lleve a todos esos sitios. (...)


¿ Q u é no se lo cree? Está perdiendo el tiempo, señor. (...)
Oiga, el que esté una trabajando y tenga que ser amable
con la gente, no le da derecho. (...) ¡ Y usted un fresco!
(Comunica.) ¡Estúpido! (Pausa. Después de dudar unos
momentos marca, un número.) ¿Maruja? (...) Sí, soy yo.
Oye, que se me olvidaba decirte, ayer vi unas mantelerías
preciosas en la tienda esa nueva de la Avenida. (...) Cuando
cobre este mes, quiero comprarme u n a . (...) (Ríe.) N o , si
en realidad, tengo ya muchas cosas, pero es que son tan
baratas. (...) ¡ Ah ! ¿.Sí? (...) Muy bien. Oye, que ya le
dije a ese representante, amigo de Miguel, que fuera a
verte. (...) Pues irá un día de éstos, chica, tiene unas cosas
monísimas. Oye, u n momento. (Comunica.) Central. (...)
Sí, sí, señor..., pero nosotros no podemos evitarlo. (...) Ya
lo comprendo, señor (...) Dice usted, que es el treinta y
dos, donde tienen la radio puesta. (...) Pues, los señores de
Renard, un matrimonio. (...) Sí, s e ñ o r ; si acaso continuara
yo avisaré al camarero para que les diga que esta usted in-
dispuesto y le molesta el ruido. (...) De nada, señor. (Co-
munica.) ¡ Chica, qué pesadez ! Un señor que se queja por-
que le molesta la radio de los señores de Renard, el médico
ese... H a n pedido bebidas y se habrán puesto alegres. (...)
(Comunica.) Central. (...) Sí, señor, le pongo con la Di-
rección. (Comunica.) Maruja, te dejo definitivamente, por-
que llaman otra vez. (...) Adiós, Maruja. (Comunica.) (...)
Sí, si señora. (...) Descuide. (Comunica.) Oye, que subáis
también cigarrillos al treinta y dos. (...) ¡ H u y , cómo voy a
saber yo qué marca ! Pregúntale al camarero del piso, que
sabrá los cigarrillos que fuma el Sr. Renard. (...) H a lla-
mado el viejo de al lado para quejarse de la radio del treinta
y dos. (...) (Ríe.) Sí, pero cuando se decide a beber. (...)
(Pausa. Comunica.) «Hotel Príncipe». (...) El Sr. Renard.
(...) ¡ Ah !, ¿ q u é es u s t e d ? (Gesto de extrañeza.) (...) Una
conferencia con Barcelona. En seguida se la pido, ahora
mismo llamo para darle la demora. (...) ¡ Ah ! Perdón, que
está usted en la calle. (...) X o , no, nada, es que he hablado
hace u n momento con su señora y no se porqué creí que
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estaba usted en la habitación. (...) Sí, señor. (Comunica.


Pausa.) Con Barcelona, el 221512. (...) 472255. ¿ A qué hora
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la darán? (...) Gracias. (Pausa, mientras piensa- unos ins-


tantes. Resuelta. Comunica.) Oye, ¿por qué te has reído
Habitación 32

cuando te he preguntado por Miguel? (...) Sí, ha sido por


algo, dímelo. (...) ¿ N o dejaron entrar al camarero? (...)
Salió ella. (...) ¡ Qué tontería ! No te esfuerces que no soy
celosa... (Pierde totalmente su anterior actitud indiferente.
Se torna seria, dominada por un pensamiento jijo. Comu-
nica.) ¿No habéis visto a Miguel por ahí? (...) (Dominán-
dose.) Con esto de no tener sitio fijo, no hay quien le loca-
lice. (...) Hasta ahora... (Comunica.) «Hotel Príncipe». (...)
Sí, Sr. Renard, dentro de media hora podrá usted hablar. (...)
¿Está usted muy lejos? (...) (Con inquietud creciente.) No
venga muy deprisa, siempre tarda algo más. (...) Sí, señor...
que viene usted para acá... Adiós, señor. (Comunica.) ¿Está
Miguel ahí? (...) ¿No le ha visto tampoco? (...) Oiga, Fer-
nández, haga el favor de buscarle, que me llame. (...) Gra-
cias. (Comunica.) Central. (...) Un momento. (Consulta
una guía.) El exprés... a las once cuarenta y cinco, señor.
(...) De nada. (Comunica.) ¿Ha estado Miguel con vos-
otros? (...) ¡En toda la tarde! (Comunica.) «Hotel Prínci-
pe». (...) (Comunica. Pausa.) En la habitación del señor
Hernán no contestan. (Comunica.) Fernández, ¿le ha en-
contrado? (...) ¿Ha preguntado en el almacén? (...) Gra-
cias. (Desalentada, intenta otra llamada. Muy alegre.)
¡Miguel! (...) ¡ Ah !, creí que eras Miguel. ¿No le has
visto? (...) No, no tiene importancia, que quería decirle una
cosa. (...) Gracias, adiós. (Comunica.) «Hotel Príncipe».
(...) El señor Renard no está en el Hotel. (...) Sí..., vuelva
a llamar..., porque ha dicho que va a venir... en seguida.
(Pausa larga. Muy lentamente se decide a establecer comu-
nicación con la habitación treinta y dos.) ¿Habitación treinta
y dos? (...) Perdón, señora. (Duda unos segundos.) ¿De
qué marca quería los cigarrillos? Es que me lo han pregun-
tado. (...) ¡Que ya se los han llevado! (...) Perdón... Des-
cuide..., no la molestarán... (Intenta coger los puntos, ner-
viosa, no puede sobreponerse, echa la labor a un lado y
comunica rápidamente.) L,uisa, oye, ¿no sabes dónde está
Miguel? (...) ¡ Haz el favor de buscarle, tiene que estar por
ahí ! (...) ¡ Pregunta por los pisos, búscale Iyuisa... ! Tengo
que darle un recado urgente. ¡ E s muy importante! (...)
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No, no me pasa nada. (...) Estás muy ocupada... Bueno,


déjalo..., no le busques... (Pausa. Comunica.) «Hotel Prín-
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cipe». (...) I,e pongo con su habitación. (Pausa. Establece


comunicación y retira la clavija, duda unos instantes, vuelve
288 R. Solís y R. Rodríguez Buded

a hacerlo. En un susurro.) ¿Habitación treinta y dos? (...)


¿Ha llamado usted, señora? (...) ¡Señora Renard! ¡No
cuelgue, señora Renard ! ¡ Señora Renard ! ¡ Señora! ¡ Con-
tésteme ! (...) ¿No me oye? (...) ¿Por qué se ha retirado
del teléfono? Tengo que decirle... ¡Apague esa radio, está
molestando al señor de al lado ! (...) No me quieren oir, ¡ gri-
taré, gritaré hasta no poder más... Miguel! ¡ Miguel, óyeme
tú ! ¿Estás en esa maldita habitación? Soy Laura. ¡ Dígame
la verdad, prefiero saber la verdad a esta sospecha angus-
tiosa... ! Miguel... No me quieres escuchar... Tú, sí, Mi-
guel... Tú si me escuchas, soy Laura, ¿cómo has sido capaz
de hacer eso? No estás con esa mujer, ¿verdad?... Se han
reído de mí en el bar, ¡imbéciles!... Nos vamos a casar,
¿verdad? He hablado con Maruja, el domingo vamos a ir
de excursión, libramos los dos... ¿Por qué no quitas la
radio...? Así me oirás mejor. Te quiero como siempre Mi-
guel, ya lo he olvidado todo, nos veremos al salir y me
acompañarás a casa... Hoy no tengo ganas de recorrer
tiendas... ¿Por qué no coges el teléfono, Miguel? Los del
bar se han reído de mí..., ¡ imbéciles ! (Llora. Pausa larga.)
No me importa que no quieran coger el teléfono... Ya sé,
lo tienen descolgado y han puesto esa música odiosa para
que no pueda oírles... No importa. Mi voz está ahí, contigo,
Miguel, no caigas tan bajo, acuérdate un instante de mí.
Soy Laura, ¿no me oyes?... Huye de esa habitación y ven
corriendo a mi lado, tengo que decirte muchas cosas, no sé
nada. No me he enterado de nada, necesito verte... No hay
nadie en el mundo que pueda quererte tanto como yo. Esa
mujer te odia, está casada... Va a venir su marido... ¡Oh,
Miguel, no...! ¡ N o ! Miguel, ven conmigo... ¡Oh, música!
¡ Música ! ¡ Es terrible ! (Llora. Pansa. Comunica.) Central.
(...) ¿Por qué me llama usted otra vez? (...) Tengo novio,
puedo decírselo a él, si quiero. (...) Sí, le dije que era un
fresco. (...) No me arrepiento, lo es usted. (...) ¿No ve,
señor, que no quiero salir con usted ? ¿ Por qué me llama
constantemente. (...) No, no me pasa nada. (...) No, no
cuelgue... Ahora tengo ganas de hablar. (...) ¿Y si se en-
terara mi... novio? (...) No he estado nunca en ningún sitio
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de esos. (...) Es que por la noche no he salido nunca. (...)


Sí, debe ser muy divertido. (...) ¿Y cómo se las va a arre-
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glar usted para que no nos vean? (...) Sí, he bailado mu-
cho... con mi novio. (...) No, no, debemos dejarlo. Es mi
Habitación 32 289

novio. No sé por qué estoy hablando con usted.... (...) Quizá


sea por eso. (...) Serafín. (...) No está mal. (...) ¿ Y dónde
me va a llevar? (...) Daremos u n paseo, yo quiero pasear.
(...) A cenar, no. Además, yo no bebo n u n c a . (...) Sí, ya
me acostumbraré. (...) N o , no tiene usted voz de viejo.
(...) Además, como no nos va a ver nadie. (...) Sí..., me
gustan los chistes. (...) Como quiera, le hablaré de t ú . (...)
E s lo mismo, dígalo usted. (...) A las ocho. (...) U n som-
brero verde y u n abrigo marrón. (...) Sí, en la misma esquina.
(...) Sí. (...) T e prometo que iré... (...) Adiós... (Rompe en
sollozos durante unos breves segundos.) ¡ Oiga, señor ! ¡ Se-
ñor ! ¡ No voy a ir ! ¿ Por qué me ha llamado ? Saldré con
Miguel como siempre. ¿Por qué me ha llamado? Es usted
repugnante, es usted un miserable... ¡ No m-e espere, no
iré, no iré nunca ! Quiero sólo a Miguel y él... me quiere
a mí también, somos novios, y ni usted ni todas las mujeres
del mundo podrán separarnos, ¿ qué es lo que he hablado
con usted ? ¿ Qué es lo que he dicho ? Es usted un tipo as-
queroso, si estuviera delante de mí le daría de bofetadas.
No iré nunca, nunca... (Pausa larga. Comunica.) Miguel...
me ha llamado un hombre.. He hablado, ¿ sabes ? Le he dado
conversación, pero para reírme de él... Quería que saliéra-
mos y le he dicho que sí... Se lo ha creído. No te enfades,
ha sido para reírnos, si no, no te lo contaría... ¿Me oyes
bien con la radio ? Luego, casi no me daba cuenta de lo
que decía, debe ser un viejo; se llama Serafín... Ha sido
por divertirme... Como no me has llamado, estaba aburri-
da... Tú vas a hacer lo mismo, ¿verdad? La señora Renard
no podrá con nuestra vida, con nuestra ilusión. Hazlo por
ella también, ¿ me oyes, Miguel ? He tenido una sospecha
ridicula, he creído que... ¡Miguel! ¡Miguel! ¡He oído tu-
voz! ¿Qué has dicho? ¿Hablabas conmigo?... ¡Hablabas
con esa mujer ! ¡ Miguel, has manchado nuestro amor en
esa habitación ! ¡ Ha ocurrido lo que nunca pude imaginar !
¡Miguel! Es tu voz, escúchame, soy Laura... ¡Señora Re-
nard! ¡Señora!... ¿Por qué se ríen? Estás riendo tú tam-
bién... Os reís de mí, lo mismo que en el bar... Ellos lo
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sabían. ¡Miguel! Es tu voz... ¡Miguel, escúchame, quita


esa radio... ! (Pausa larga.) Ese silencio..., ¿por qué han
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colgado el teléfono ? ¡ Déjame oír esa maldita música ! ¡ Mi-


guel ! ¡ Miguel ! ¡ Señora Renard ! (Llora. Pausa larga.)
290 R. Solís y R. Rodríguez Bud&d

(El señor Renard viene de la calle. Es un hombre


sencillo, afable, habla con un agradable acento extran-
jero.)
SR. RENARD. Buenas tardes, señorita.
LAURA, i Señor Renard !
SR. RENARD. Le pedí una conferencia... ¿Tardarán mucho en darla?
LAURA. No creo que tarde...
SR. RENARD. (Sonríe.) Entonces, me la pondrá con la habitación. (Inicia
el mutis.)
LAURA. ¡ Será mejor que espere, señor Renard... ! No puede tardar
mucho..., además, desde la cabina podrá usted hablar
mejor.
SR. RENARD. Bien, esperaré un rato. (Se sienta en uno de los sillones.
Pausa.) ¿Sabe usted si está arriba mi mujer?
LAURA, i Su mujer... ! Creo que no. ¡ No, no está ! (El señor Renard
ojea una revista. Laura, sin apartar la mirada del señor
Renard, establece comunicación. Pausa. Desconecta. Apar-
te.) No contestan... Volveré a preguntar por su conferencia.
(El señor Renard asiente.) Una conferencia con el 221512
de Barcelona. I<a pedí hace un cuarto de hora. (...) ¿No
podrían...? Gracias. (Desconecta. Pausa.) En seguida podrá
usted hablar...
SR. RENARD. Muchas gracias. (Se levanta y pasea ante la centralilla.)
Debe ser pesado su trabajo.
LAURA. Todo es acostumbrarse.
SR. RENARD, i Qué remedio ! (Pausa.) ¡ Oh, esperaré arriba ! Tengo tanto
quehacer.
LAURA. (Sin poderse contener.) ¡Aguarde! ¡No se vaya...! (Tra-
tando de disimular.) Si no tiene inconveniente... (El señor
Renard accede con un gesto amable.) (Comunica.) «Hotel
Príncipe». (...) Sí, señor. I,e pongo con su habitación.
(Pausa.)
SR. RENARD. Hace hoy un día hermoso, ¿no es cierto?
LAURA. Sí... Debe hacer muy buen día.
SR. RENARD. Estos días alegres se hará más penoso quedarse aquí en la
centralilla, sin disfrutar del sol.
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LAURA. Sí... (Sobreponiéndose.) En cambio, los viernes, o algunos


domingos, que es cuando tengo libre, suele hacer mal
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tiempo.
SR. RENARD. (Sonríe.) Recuerdo que cuando era niño pasaba lo mismo.
L,os días que había clase eran siempre más hermosos que loa
Habitación 32 291

días de vacación. Quizá por eso, alguna vez, nos escapá-


bamos de clase.
LAURA. Yo no me puedo escapar... Pero me desquito los días de
fiesta.
SR. RENARD. Saldrá usted con su novio o con su marido, ¿no es así?
LAURA. Sí, salgo con mi novio...
SR. RENARD. Está usted nerviosa, señorita, ¿es que le ocurre algo?
LAURA. (Sobresaltada.) i No, nada... ! ¿Qué me iba a ocurrir?
SR. RENARD. No sé, pero parece que al hablarle de su novio se ha entris-
tecido usted... ¿Están enfadados?
(Laura asiente con una leve sonrisa.)
SR. RENARD. Lo siento.
LAURA. No se preocupe.
SR. RENARD. ¡ Bah ! No tendrá importancia. (Ríe.)
LAURA. No sé...
SR. RENARD. Ya verá como no. Le hablo por experiencia ; mi mujer y
yo, antes de casarnos, teníamos algunos enfados y siempre
pasaron. Ya ve, ahora somos muy felices...
LAURA. Sí... Usted la quiere, ¿verdad?
SR. RENARD. (Con sencillez.) ¡ Oh, es todo para mí !
LAURA. (Pausa breve.) También mi novio lo es todo para mí. (Pau-
sa. Comunica.) Central. (...) Un momento, señor. (Consulta
una guía.) Para El Escorial hay varios trenes por la ma-
ñana : uno, a las... ¿cómo? (...) a las siete de la mañana,
señor. (...) De nada.
SR. RENARD. En El Escorial debía estar yo, con los congresistas, pero
equivoqué la hora de salida del autocar y llegué tarde.
LAURA. Entonces, su señora cree que está usted allí.
SR. RENARD. Sí. He comido fuera y no he tenido tiempo de avisarla.
LAURA. Debió usted avisarla, señor Renard.
SR. RENARD. Sí. (Riendo.) Pero ya no tiene remedio.
LAURA. No..., ya no lo tiene. (Pausa. Comunica.) Central. (...) Sí,
señor, lo he advertido ya (...) que bajen la radio. (...) Vol-
veré a hacerlo. (...) Sí, señor. (Comunica.) Oye... (El señor
Renard, que permanece distraído, se ha vuelto hacia ella y
queda mirándola sonriente.) Oye, en tu piso, en una de las
habitaciones tienen la radio demasiado alta. (...) No sé el
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número, no me lo han dicho. (Corta rápidamente.)


SR. RENARD. Tiene paciencia para aguantar las manías de todos los que
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¡lasamos por aquí.


LAURA. Sí...
SR. RENARD. Parece que tarda la conferencia.
292 R. Solís y R. Rodríguez Buded

LAURA. Sí...
SR. No sé si subir a la habitación.
RENART.
LAURA. No puede tardar ya... Espere. (Pausa. Tratando de entre-
tenerle.) ¿Tiene usted hijos, señor Renard?
SR. RENARD. Una niña. (Saca la cartera y busca una fotografía.) Mire,
¿ verdad que se parece a su madre ?
LAURA. Sí, es muy guapa.
SR. RENARD. ¡ Oh, tiene todo el carácter de ella... ! Siempre consiguen
de mí todo lo que se proponen.
LAURA. ¡ Es usted muy bueno, señor Renard ! (Breve pausa.)
SR. RENART. ¿Qué le ocurre, señorita? Está usted muy excitada. El
enfado con su novio... ¡ Oh ! No debí herirla con mi propia
felicidad. Perdóneme.
LAURA. No tiene importancia... (Comunica.) «Hotel Príncipe». (...)
L,e pongo con la habitación. (El señor Renard se acerca a
su lado.)
SR. RENARD. L,o siento... Cuando es uno feliz se olvida de las penas de
los demás. Pero no se preocupe por tan poco. Estoy seguro
que no tiene importancia.
LAURA. Sí, la tiene.
SR. RENARD. Cuénteme. Eso la tranquilizará.
LAURA.Otra mujer.
SR. RENARD.¿Desde hace mucho tiempo?
LAURA. No, lo he sabido esta tarde. Sé que está con ella en... su
casa.
SR. RENARD. ¡ Oh, los hombres somos impresionables ! Podemos arrastrar
una aventura mientras conservamos el cariño de la mujer
elegida.
LAURA. No se lo perdonaré.
SR. RENARD. Sí... Hable con él.
LAURA. (Comunica.) Central. (...) No, señof gerente... No he visto
a Miguel en toda la tarde. (Llora sobre el pequeño mos-
trador.)
SR. RENARD. ¡ Oh, señorita ! No se ponga así, por favor.
LAURA. No es nada.
SR. RENARD. Me quedaré con usted haciéndole compañía.
LAURA. ¡ Sí, quédese usted ! "i Quédese, por favor !
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SR. RENARD. ¿Quiere que le traiga algo de beber? Eso la reanimará.


LAURA. No, por Dios, no se moleste. (Pausa.) ¿Qué haría usted...
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si supiera que su mujer...? ¡ Bah !, ¡qué tontería!


SR. RENARD. Quiere usted decir, ¿qué haría si me encontrara en el caso
que usted cree estar ?
Habitación 32 293

LAURA. ¡ S í . . . ! ¿Qué haría, señor Renard?


SR. RENARD. No sé... acaso, o... no sé. Depende de cómo reaccionara...
Pero, qué preguntas tan absurdas, señorita. (Ríe.) Ha lle-
gado usted a impresionarme por unos momentos.
LAURA. (Pausa. Le mira fijamente.) Usted perdone, estoy tan exci-
tada... No sé lo que digo.
SR. RENARD. Debería tomar algo para los nervios. No puede seguir tra-
bajando, ¿le queda mucho rato todavía?
LAURA. Sí, salgo a las siete. En realidad no sé por qué me excito
tanto. Ni siquiera estoy segura áe que él me engaña, pero
es todo tan extraño.
SR. RENARD. No, señorita, es todo muy vulgar. Como usted hay cientos
de mujeres en el mundo, que acabarán sonriendo.
LAURA. Es increíble. Por mucho que lo pienso no me puedo acos-
tumbrar. ¿Sabe usted lo que es sentarse aquí, alegre, feliz
y que llegue la sospecha y después la angustia de la realidad ?
SR. RENARD. Sí. Es el mayor sufrimiento. Cuando hemos caído en la
desgracia..., pensar en los momentos que estuvimos en
el borde.
LAURA. ¡ Oh, señor Renard ! No diga esas palabras.
SR. RENARD. ¿Por qué, señorita?
LAURA. Porque... ¡Oh, no, n o ! ¡No las diga usted!
SR. RENARD. ¡ Oh, por favor ! Hablemos de otra cosa... (Pausa.) ¿Está
segura de que ha salido mi mujer ?
LAURA. Sí... Ha salido... La he visto salir.
SR. RENARD. Habrá ido de compras.
LAURA. Sí, seguramente. (Pausa.) ¿Qué edad tiene su hijita, señor
Renard ?
SR. RENARD. Tiene tres años ya. Es una fotografía un poco antigua.
LAURA. (Abstraída.) Es muy guapa.
SR. RENARD. Al menos, a mí me lo parece.
LAURA. Ahora parece que es usted el que se ha puesto triste.
SR. RENARD. No... ¿Por qué?
LAURA. No sé, quizá le preocupe su hija.
SR. RENARD. Posiblemente tenga razón. Es la primera vez que nos sepa-
ramos de ella. En otros viajes se ha quedado con su
madre..., ahora es distinto.. No sé, parece como si no fueran
a cuidarla bien.
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LAURA. Sí la cuidarán.
SR. RENARD. Sí, creo que sí. Está con mis padres...
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LAURA. (Comunica.) «Hotel Príncipe». (...) Es 55, se ha equivo-


cado, señor. (Pausa.) Yo soñaba con casarme...
294 R. Solís y R. Rodríguez Buded

SR. RENARD. Y se casará, señorita, se casará muy pronto... La iglesia


estará llena de flores y usted llegará resplandeciente... Aun
me parece estar viendo a mi mujer aquel día. Cuando cami-
nábamos a los acordes del órgano entre los bancos repletos
de gente, me parecía que todo era un sueño..., ¿se reirá
de mí si le digo que me temblaban las piernas de emoción ?
(Ella sonríe.) Usted también lo vivirá y no olvidará nunca
ese día. Entonces se reirá de este disgusto de ahora.
LACRA. (Dominada por su pensamiento.) Tiene que ser maravilloso.
SR. RENARD. Luego harán un viaje a cualquier sitio. Da igual. Todos
son lo mismo. Nosotros estuvimos en Roma y no conoce-
mos de Roma más que un parque pequeño, acogedor por
su silencio, donde fuimos novios todavía.
LAURA. ¿Siempre ha sido usted tan feliz?
SR. RENARD. Sí, nos queremos mucho, sencillamente...
LAURA. Pero..., nunca se puede estar seguro del cariño de nadie.
SR. RENARD. Sí, señorita... Hay cosas que unen de un modo inolvi-
dable... Recuerdos, unas palabras... Y, sobre todo, un hijo.
LAURA. Algunas veces a pesar de los hijos...
SR. RENARD. Sí... Es posible, pero son cosas tristes, que sólo el hablar
de ellas es casi un pecado.. ¡ Oh, por Dios, señorita, no
martirice más su imaginación ! Tratamos de desviar la con-
versación y venimos a caer... Piense en otras cosas.
LAURA. (Comunica.) Central. (...) Inmediatamente, señor. (Comu-
nica.) Que busquéis un taxi y subáis la cuenta al número
doscientos cinco. (Comunica.)
SR. RENARD. ¿ Está más tranquila?
LAURA. Sí... Gracias, pero sigo pensando en lo mismo.
SR. RENARD. ¡ Oh... !
LAURA. Es increíble que haya podido olvidarse de mí...
SR. RENARD, i Bah... ! Una aventura... Una mujer en el camino sirve
para llegar más deprisa al final.
LAURA. Xo debió hacerlo...
SR. RENARD. Y, por otra parte, ¿hay algo más hermoso que el arrepen-
timiento ?
LAURA. Yo le soy fiel hasta en el pensamiento, ¿por qué no hace
él lo mismo ?
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SR. RENARD. Porque no creo que sea tan bueno como usted.
LAURA. El no me quiere, yo imaginaba...
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SR. RENARD. Sí la quiere; la tiene que querer.


LAURA. ¿Cómo puede usted saberlo?
SR. RENARD. Por la manera de hablar de usted : el cariño de ustedes es
Habitación ¡2 295

limpio..., sólo le falta un poco de fe. ¿Hace mucho tiempo


que son novios ?
LAURA. Dos años.
SR. RENARD. Por dos años de felicidad se pueden cambiar unos minutos
de tristes pensamientos, que acaban también en felicidad.
LAURA. No, señor Renard, no son unos minutos, ya no podrá ser
igual. Nunca le perdonaré.
SR. RENARD. ¡ Oh, es una lástima perder ese cariño !
LAURA. (Herida.) ¿Perdonaría usted a su mujer?
SR. RENARD. ¡ Oh, por Dios, señorita, no se torture con esa idea extraña !
Dejemos eso ahora y hablemos de usted. Hágame caso, no
estropee ese cariño... Cuando vea a su novio no le diga
nada... Castigúelo con algo que es lo que más duele a un
hombre, castigúelo con su propia virtud, no le diga una
palabra...
LAURA. ¡ Es usted muy bueno, señor Renard ! Dice usted cosas
que me gusta oir...
SR. RENARD. Todo sería bello en el mundo si lo miráramos con un poco
de fe...
(Laura, con un llanto nervioso, cae sobre el mostrador.)
LAURA. ¡ Oh, no, no ! ¡ No puede ser... !
SR. RENARD. Por favor, señorita, tranquilícese.
LAURA. ¡ Vayase, señor Renard ! ¡ Vayase ! ¡ Huya de esta horrible
ciudad y olvídese de todo lo que le he dicho !
SR. RENARD. ¡ Oh, señorita, la he molestado !
(Lentamente, como una autómata, Laura se ha puesto
de pie.)
LAURA. Señor Renard... escúcheme. ¡ No puedo más, ya no puedo
más! Jamás imaginé que pudiera sufrirse tanto..., tengo
que decirle una cosa, señor Renard, no se lo he dicho
todo... Es algo horrible... Escúcheme. (Instantáneamente
vuelve la vista a la centralita. Han llamado. Muy lenta-
mente contesta.) «Hotel Príncipe»... (Primeramente refleja
su cara un gran asombro, después, alegría, por fin, mezcla
con llanto y risa sus palabras.) ¡Miguel! (...) ¿Eres
tú? (.-..) ¿Dónde has estado? (...) Sí. (...) Sí... ¿Por qué
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no me has llamado antes? (...) ¡Nada, no me pasa nada!


¡ Soy la mujer más feliz de la tierra ! (...) Sí, Miguel...
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(Se dirige al señor Renard, que la contempla sonriente.)


Le encargaron... ¡ No ha venido en toda la tarde al Hotel!
(...) (El señor Renard contesta con una amable mirada.
296 R. Solís y R. Rodríguez Buded

Mira la hora y se dirige hacia el ascensor llamando al tim-


bre.) Estoy muy alegre, Miguel (...) No sé decirte, de
hablar contigo...
(Un botones entra en escena por la puerta del ascensor,
cede la entrada en él al señor Renard. Laura, vuelta de
espaldas, no se ha dado cuenta.)
BOTONES. ¿Dónde va, señor?
SR. RENARD. Habitación treinta y dos... El segundo piso.
BOTONES. Sí, señor.
(Desaparecen en el ascensor.)
LAURA. (...) Porque sé qvie me quieres... Esta tarde he pensado
mucho en ti. (Se da cuenta de que el señor Renard se ha
marchado. Angustiada acude a la puerta del ascensor.)
¡ Señor Renard ! ¡ Señor Renard, no suba ! ¡ No, no ! ¡ No
puede ser, Dios mío, para él también un poco de felicidad !
¡ Señor Renard ! (Abatida vuelve a la central.) ¡ Miguel... !
Tengo un miedo espantoso... Ven en seguida... quiero que
me abraces...

(Telón rápido.)

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ENSAYOS

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SUPERSTICIONES
DE LA CRITICA

por Osear Ernesto Tacca

L A función de la crítica es comprender. No puede ella volver fácil


lo que es difícil, claro lo que es oscuro, simple lo complicado. A
menos de traicionar. No pretendemos con esto sentar la inoperancia de
la crítica, su inutilidad. No. Nos levantamos simplemente contra una
crítica simplista, esquematicista, que cuando no logra resolver cae en
la superstición.
L,a crítica anterior, hasta fines del siglo pasado, trató de explicar la
obra de arte mediante aproximaciones, pertinentes e impertinentes dis-
quisiciones en torno a ella, a veces de una frondosidad desconcertante.
La crítica sitiaba la obra de arte, pero no la explicaba. Era un error.
(Piénsese en la Filosofía del Arte, de Taine, por ejemplo, y en toda la
crítica literaria.)
A principios de este siglo, y especialmente entre las dos guerras, la
crítica cayó en el esquema, en la aventura, en la soberbia. Todo debía
ser explicado, todo debía responder a un esquema, todo debía ser fácil
y simple para la Crítica. Error también, pero más grave que el anterior.
Pues donde esto fue difícil o imposible, se trasladó una verdad de
otro campo, se confió en cierto vago determinismo, es decir, se cayó en
la superstición.
De más valor para la comprensión de un fenómeno estético es la
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aproximación que la explicación falsa. Esto último fue lo que ocurrió


con muchos fenómenos difíciles o inextricables que fueron explicados
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mediante impecables sistemas. ¿Ante cuántos libros de Crítica no hemos


300 Osear Ernesto Tacca

quedado, pues, seducidos por la perfección y claridad de un esquema,


sintiendo, sin embargo, la endeblez o falsedad de sus explicaciones? «Si
non é vero é bien trovato», daban ganas de decirse.
Pero la función de la Crítica no es dar claves. Cada obra debe ser
estudiada en sí misma, exhaustivamente. Es preciso huir de la síntesis,
de los esquemas fáciles, de las claves. Huir de esa crítica que mediante
un concepto revelador explica toda la pintura, la escultura, el teatro y la
música de un período (i).
La Crítica contemporánea adolece, en muchos casos, del mismo mal.
Antes de señalar algunos casos en que la crítica nos parece equivocada
o simplemente supers-íiciosa, dejemos sentados algunos conceptos que
nos sirven de partida, a saber : el hombre es esencialmente histórico ; el
arte, contingente; la historia, irrepetible (o, al menos, imprevisible).
Ante movimientos pictóricos enteramente nuevos, insólitos o descon-
certantes, como podría ser un cierto arte abstracto, se oye frecuentemente
hablar de una vuelta al arte de los tiempos primitivos, especie de cierre de
un ciclo cumplido. Esto mismo afirmaba en una reciente conferencia el
Prof. Lafuente Ferrari, ante algunos cuadros de Miró, hablando de una
extraña vuelta al arte del Paleolítico. Xo sin cierta perplejidad, pregun-
tándose qué fuerzas ocultas, qué magia, tal vez, hace cumplir a la historia
ese «movimiento pendular» en que los períodos estéticos se repiten. He
aquí la superstición. Nosotros no creemos en la magia de la Historia.
No hay tal vuelta al Paleolítico, ni tales movimientos pendulares. El artista
de hoy crea su arte, su impulso y la función de su obra son únicos,
aunque haya coincidencia formal. Es necesario estudiar a Miró sin caer
en la crítica tabú.
Así es posible, por ejemplo, que ante el arte de hoy (piénsese en la
Poesía de nuestro tiempo, a veces tan hermética), los críticos hayan esqui-
vado el problema, viniendo a decirnos, más o menos, esto : el arte ver-
dadero, la obra genial se adelanta a su tiempo. (Y se cita invariablemente
el ejemplo de Stendhal.) L,a pintura, la poesía actual, tan difíciles de
comprender, serán perfectamente claras y accesibles dentro de 50 ó
100 años.
Esto es falso. Ante todo, ningún artista se adelanta a su época, todo
artista —más hondamente cuanto más genuino— enraiza en ella, y si ve
lejos o anticipa, es precisamente porque «vive» y «capta» su momento,
porque sus antenas son más finas y sensibles que las de sus coetáneos.
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Creer que infaliblemente el tiempo traerá la claridad, es un absurdo.


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(1) J. P. Sartre protesta en Situations II de ese «paralelismo» que se exige a


las diversas artes.
Supersticiones de la crítica 301

L,a verdad es todo lo contrario. Nosotros somos quienes estamos en mejo-


res condiciones para comprender el arte de nuestros días. El tiempo no
liara más que acentuar los problemas y alejar nuestra sensibilidad (2).
(Piénsese en todos los símbolos y alusiones de la Divina Comedia que hoy
resulta prácticamente imposible desentrañar. Rimbaud podría ser otro
testimonio : han transcurrido 80 años desde la aparición de «Une saison
en enfer». ¿Comprendemos hoy mejor que entonces a Rimbaud? ¿Han
dejado de querellarse los Bretón y los Claudel acerca de su interpretación?
¿No se habla ya de un «mito» de Rimbaud, a fuerza de tanta literatura
acumulada sobre el poeta? (3). Y, en fin, ¿no entendieron mejor el Qui-
jote sus contemporáneos, que la crítica del siglo xvín, por ejemplo?).
El arte es contingente. El hombre también. Esto lo ha visto muy
bien Carlos Bousoño refiriéndose a la poesía (4). Pero aquel error es
fácilmente detectable. Se cae en una especie de confiado determinismo.
Nosotros sostenemos que no hay progreso del cerebro humano —sino
en una mínima medida. (Evidentemente el cerebro del hombre moderno
no es igual al del hombre primitivo. Pero es, también, evidente que no
hay la misma proporción entre el progreso del cerebro del hombre del
siglo XX con respecto al del hombre del Renacimiento, que entre el cono-
cimiento o el arte de ambos períodos. Podrá replicarse : un escolar de
nuestros días sabe más geometría que Pitágoras. Es verdad. Pero esto se
debe no al progreso del cerebro humano sino al de las ciencias mismas :
cantidad de problemas resueltos, principios descubiertos, claridad y facili-
dad en los métodos, que permiten al hombre del siglo xx comenzar desde
más adelante y sobre caminos más seguros, puesto que muchas hipótesis
han pasado a ser verdades, y muchos supuestos, postulados. L,a ciencia
recorre un camino, avanza, se jalona. El arte, no. L,a ciencia persigue la
verdad, y la verdad es una. El arte, no.)
Esa concepción ha sido, sin duda, la que ha llevado a Julio Payró a
enunciar su teoría de que el arte moderno es la base de una pirámide.

(2) «Se cuidan menos (los críticos) de apreciar el valor de un escrito que de
suputar de golpe su acción y su posteridad». «Nosotros escribimos para nuestros
contemporáneos, no queremos mirar nuestro mundo con ojos futuros (sería el
medio más seguro de matarlo), sino con nuestros verdaderos ojos perecederos».
«Tal vez la crítica podría contribuir a salvar las letras si se cuidara, más bien,
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de comprender las obras que de consagrarlas», dice Sartre en varios pasajes de


la obra citada.
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(3) Etiemble : Le mythc de Rimbaud. Tesis doctoral sostenida en la Sorbona.


el 12 de enero de 1952.
(4) Carlos Bousoño : Teoría de la Expresión Poética, Gredos, Madrid 1952.
302 Osear Ernesto Tacca

Según este crítico, todo el arte moderno nos resulta confuso, contradic-
torio y desconcertante, porque el arte de nuestro tiempo inicia una etapa,
es arte de búsqueda y de comienzo, que irá poco a poco afianzándose y
avanzando, hasta llegar a dar obras de valor indiscutible, definitivas, que
vendrían a ser la cúspide de esa pirámide.
En una concepción así, toda la historia del arte no vendría a ser más
que una sucesión de pirámides, en las cuales se suceden períodos de
búsqueda y preparación (las bases) a otros de perfección y logro (las cús-
pides). Rafael, por ejemplo, sería cúspide de un período del arte italiano,
en una pirámide cuya base estaría constituida por el cuatrocientos.
Pero esto también es falso. No hay tales pirámides. El arte es la
resultante de un imbricado complejo de factores. Cada época da su arte,
y el futuro en esta materia es imprevisible (5). Aceptar esta teoría equi-
valdría a aceptar épocas de preparación, períodos de transición. Pero en
arte no hay tales períodos de transición. Cada época vale en sí misma.
Es más. Refiriéndonos concretamente al arte de nuestros días, si
debiéramos forzosamente calificarlo como base o como cúspide, o más
claramente, como comienzo o fin de un período, lo calificaríamos decidi-
damente como fin, como cúspide. ¿De mayor o menor valor que la base?
No sabemos. Pero nos parece evidente que el arte contemporáneo repre-
senta la culminación, la concreción de una serie de fuerzas operantes
y en conflicto, que desembocan en la crisis de nuestro tiempo, y que dan
el arte angustiado, caótico, irracional, o bien de protesta social, y aun
ese otro más lírico y de evasión (evasión precisamente motivada) de
nuestro tiempo. (De donde podríamos pasar a la pregunta orteguiana:
¿deshumanización del arte? Ningún arte tan ligado al destino del hombre
como el de nuestra época).
En aquel mismo error tiene también probablemente origen esa crítica
de tipo historicista, en que todo se explica siempre según lo anterior.
¿ Cuántas veces no se nos ha querido explicar un hecho nuevo mediante
un sondeo en toda la Historia del Arte, con el resultado de que todo era
siempre un «nihil novum sub solé» y una especie de explicación histórica

(5) «Ahora bien, lo nuevo que crea la acción humana partiendo de las con-
diciones dadas, de los materiales, de las fuerzas y de las posibilidades existentes
en determinado instante, no puede ser objeto de un pronóstico exacto. No cabe
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aquí ese pronóstico, como tampoco cabe en la naturaleza viva. Lo que el obrar
humano produce, partiendo de ese nivel de circunstancias dadas, no es previsible ;
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ni en cuanto a su esencia, ni en cuanto a su forma ; pues toda acción creadora


rebasa los límites de la previsión.» A. Weber. Historia de la Cultura. Fondo de
Cult. Económica.
Supersticiones de la critica 303

que no explicaba nada? Nosotros creemos, por el contrario, que hay


muchas cosas nuevas bajo el sol. De acuerdo, si se quiere, en que no haya
nada totalmente nuevo. Pero hay veces en que la novedad de un fenó-
meno es algo tan auténticamente superior a lo que pueda haber de em-
puje o influencia del pasado, que la verdadera tarea de la crítica debe ser
abocarse al estudio de lo nuevo más que al estudio de lo histórico.
Porque lo nuevo es tan legítimo como lo viejo. Y es a fuerza de cosas
nuevas como la humanidad progresa.

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CRITICA

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LA PINTURA ABSTRACTA

por Juan Antonio Gaya Ñuño

E S lamentable que casi todos los períodos de la Historia del Arte


hayan de quedar bautizados del modo más arbitrario y desasistido
de razón posible. La falsedad etimológica de las denominaciones romá-
nico, gótico o barroco, ha sido aumentada en nuestro siglo por otras
totalmente ajenas a la estirpe de su contenido, como las de fauvismo
o abstractismo, y tan sólo un par de generaciones anterior a la nuestra
ha sido la autora de la falsedad. Estamos condenados a no conocer deno-
minaciones fieles y congruentes para la diversidad de nuestros momentos
estéticos, y hemos de conformarnos con ellas, ya que están sancionadas
por el uso. No se pretende que este curso cuente entre sus consecuencias
provechosas la adopción de otra nomenclatura más justa, ya que, de
hacerse así, difícilmente sería aceptada fuera de nuestras fronteras, pues
que el vicio no es sólo de habla española, y aquí no hemos hecho sino
traducir facilísimamente un vocablo francés, abstrait, y otro inglés,
abstract. Pero como el adjetivo español correspondiente puede inducir
a error sobre la calidad, propósito y mecanismo de la pintura abstracta,
interesa comenzar por la crítica de la denominación.
Abstraho-is-ere-xi-ctum significa en su acepción latina más virtual
apartar, separar, aislar mentalmente ; aislarse, apartarse y quedarse solo,
en su forma reflexiva ; y, cayendo en la redundancia de la traducción
más fácil, abstraerse. Inmediatamente, su calidad, abstracción, se con-
trapone a la de concreción, más sólida incluso etimológicamente, sólida
y segura en cualquier mente. Provendrá de aquí la idea de que lo con-
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creto es lo real, sólido y palpable, mientras lo abstracto ha de


ser, contrariamente, lo irreal, etéreo y no aprehensible. Ahora bien, es
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308 Juan Antonio Gaya Ñuño

inmensa la categoría del trastorno que desde aquí se sigue; todas las
posibilidades de acercamiento a la pintura abstracta por parte del vasto
mundo pendiente de iniciación, se frustran desde el momento en que
éste se figura encararse con una pavorosa irrealidad, con un vacío, con
un terreno sin límites, sin suelo donde pisar, quizás sin atmósfera. El
daño y la inhibición han sido considerables para una masa que necesita
asideros reales, de donde se ha convertido el arte mal llamado abstracto
en diversión, práctica y estudio extremadamente minoritario. Es tanto
más insensato e improcedente hablar de escultura abstracta, ya que no
es posible tallar cosa tan corpórea, turgente, compacta de volúmenes
como una obra escultórica de esta tendencia.
Pero no hablaremos de escultura, sino de pintura, y ya conformán-
donos con lo irremediable de su nómina. Pero volvemos a los párrafos
anteriores en que se hacía su crítica, partimos de la contraposición entre
lo real y lo irreal y establecemos como principio la absoluta realidad
de contenido de la pintura abstracta. Otro nombre que ha tenido cierta
aceptación, el de arte no figurativo, es igualmente reprobable e indefen-
dible. Arte no figurativo, no objetivo, se le ha llamado. Pero, ¿es posible
pintar algo que no sea una figuración ? Podrá no referirse a un objeto,
pero siempre permanecerá una figura en su ámbito. Y, con más que
amplísima frecuencia, una figura geométrica. Y es bien cierto que el
círculo, el polígono, con sus elementos lineales primarios, toda la crista-
lografía inicial, los gérmenes de toda vida y todo morbo, contienen en
sí tanta entidad figurativa como otras formas más maduras, pero más
fugaces, como la manzana o el bosque ; tanta entidad figurativa, pero
dotada de mayor persistencia y verdad metafísica. No sería posible
desarrollar aquí la infinita variedad, el ilimitado repertorio de las formas
denominadas abstractas de linaje absolutamente realista, magnificadas
con recursos novísimos. Un pintor barroco de nuestro siglo xvn, preocu-
pado por la dificultad de concretar movimientos de violenta dinámica,
hallaría en la pintura abstracta resuelto un problema que él, con su limitado
realismo, solo pudo resolver a medias. Ya veremos otros ejemplos de esta
continuidad de aliento y de ambición. Por ahora, sea cuestión sentada
la de que la pintura abstracta es enteramente figurativa ; y en más hon-
rada medida que el cesto de manzanas o el prado con ganados y pastores.
Si abstraerse significa quedarse solo, aislarse, separarse, la pintura
abstracta puede comprender los más bellos y egregios cuadros de¡ la
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Historia del Arte, integrados por lineaciones y colores tan sólo decidores
y figurativos en cuanto que forman parte de un todo. Este todo es el que
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sitúa a la obra en el momento histórico y plástico en que fue pintada,


pero está muy lejos de significar la principal excelencia de la pintura.
Por el contrario, el estudioso, el conocedor y el simple amante de la
La pintura abstracta 309

superficie cromada deducen los primores estéticos de la obra, no de ese


todo que es el documento de valía documental o iconográfica, sino de
una ideal fragmentación, ineludible de realizar dadas las limitaciones de
profundidad y extensión del ojo humano. Para analizar el acierto —o
desacierto— de la obra en sus varias posibilidades de estudio (procedi-
miento técnico empleado, largura o brevedad, resolución o timidez en
la pincelada ; materias colorantes ; disgregación o empaste de los colores,
etcétera), esta fragmentación, que puede ser auxiliada por otros medios
más complejos, es la única que cuenta. Y cada fragmento nos propor-
cionará una pintura abstracta. Advirtamos que la fragmentación no es
necesaria en aquellas obras donde la línea predomina sobre el color, caso
de Ingres, o en aquellas otras donde línea y color han sido trabajadas
sin goce plástico, tendiendo sólo a la mayor expresión figurativa. Si, y
de modo decisivo, en la pintura cuyo color se equilibra con la lineación
—románicos, góticos, barrocos—, o la vence significativamente —vene-
cianos, Goya, impresionistas—. Entonces, el espectador estudioso o
admirador fragmenta un trozo primoroso que es lo que en lo futuro
retendrá como máxima sensación del cuadro. Y, entonces, sin usar de
demasiada argucia en la fragmentación, veremos cómo hay anchos espacios
del ábside de San Clemente de Tahull donde la iconografía importa bas-
tante menos que la insigne distribución del rojo, blanco, azul y negro
según una preocupación colorista de primera calidad, dominante sobre
cualquier otra en la intención del artista. El mismo ojo certero y fragmen-
tador obtendrá de «La Familia de Carlos IV», recorriendo de arriba abajo
el vestido de María Luisa una sinfonía de matices dorados, plateados y
grises con vigencia de obra de arte separada de las circunstancias más
lejanas, mucho más inciertas, mil veces más apartadas de lo estético, de
constituir el retrato de una pieza de indumentaria. El cuadro puede ser
famoso por su circunstancia iconográfica, pero la belleza reside en ésta
y otras fragmentaciones de carácter abstracto. Del mismo modo, cuando
se admira un celaje de Tiziano o un paño de Veronés, automáticamente,
el espectador sensible prescinde de la escenografía histórica, religiosa o
mitológica a que estos elementos de rica pintura abstracta están sirviendo,
para magnificar la maravilla de unos azules y verdes conjugados en sus
propias flexiones, con plasticidad que determina el valor del entero
cuadro, como no contenga una iconografía especialmente afortunada. La
excelencia del arte de la pintura impone y exige de nosotros, sus amantes,
que unifiquemos su historia, otorgando a estos ideales fragmentos la
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categoría de pintura abstracta, como ha de concederse propósito figura-


tivo a la pintura que opera con deliberada abstracción. Porque nada es
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tajantemente radical en la historia. Nada nos separa de lo anterior me-


diante amputaciones traumáticas ; todo es más familiar de lo que parece
310 Juan Antonio Gaya Ñuño

con lo pretendidamente antagónico. Todo más unido que en lo orgánico.


Y no hay organismo más unido, pese a sus incontables facetas, que el
arte de la pintura, toda vez que actúa con medios limitados, continuos,
invariables prácticamente, atadores de siglos. De aquí la escasa novedad
de la pintura abstracta como invención.
Pero no es cierto que se h a y a n pintado cuadros absolutamente abs-
tractos. Yo no creo que haya otra posibilidad de pintura abstracta que
u n a superficie cubierta de negro total o de blanco total. Ello, porque
blanco y negro, al no ser colores, sí que significan la mayor de las
abstracciones dables en pintura : la del color ; y, naturalmente, de línea,
ya que en ellos no aparecería n i n g u n a . E n el año 1918, por la era del
comienzo de la pintura abstracta, u n ruso, Malevich, pintó —quizá con
ningún otro fin que el de protesta— su «Blanco sobre blanco», pero éste
ya no era el cuadro idealmente liso que he propuesto, porque se adulte-
raba con la lineación de un cuadrado. Otro ruso, Rodchenko, y en el
mismo año, pintaba su «Negro sobre negro», pero aquí ya contaban
elementos curvilíneos que también serían rechazables en u n a abstracción
pura y absoluta, incompatibles, asimismo, con la escuela suprematista
a que pertenecían ambos artistas. Esta imposible faena sería la meta
de la pintura abstracta si respondiese a su falsa denominación. Venturo-
samente, no es este el caso.
Si sólo una exageración peyorativa y protestataria ha producido dos
cuadros casi perfectamente abstractos, ello quiere decir que los muchos
otros de la tendencia no lo son, sino figurativos. Figurativos, en efecto.
Había de acontecer así de modo forzoso y por ley histórica, toda vez
que la pintura abstracta es la consecuencia y resumen de todas las ten-
dencias pictóricas habidas desde 1870 hasta nuestros días. Con frecuencia
se ha mencionado como protogenitores de la misma a Seurat y a V a n
Gogh, y es innegable, pero la ascendencia del movimiento abstracto
quedaría m u y pobre de raíces si no contase más que con ellos. Por el
contrario, se puede aseverar que toda escuela operante en los últimos
ochenta años ha desembocado, como consecuencia lógica, en lo llamado
abstracto. E x c e p t o el rechupado realismo pendiente de u n Ingres falseado
y mixtificado, de u n Ingres en el que el rigor ha sido suplantado por la
picardía, todos los otros movimientos pictóricos han conocido u n a última
y epilogal evolución tendente hacia la abstracción, demostrando la fuerza
irremediablemente biológica de su razón de ser. Monet, el más avanzado
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y arbitrario de los impresionistas, al diluir en fósforos múltiples la luz


de sus catedrales, al disgregar de modo tan aparatoso lo que en buena
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ley realista no debiera haber sido sino sillares góticos sobre sillares
góticos de la catedral de Rouen, establecía el poderío protagonista de la
mancha de color por sí misma, aunque para sus fines debía ser conside-
La pintura abstracta 311

rada en integración e incorporación a las adyacentes. De entre los


puntillistas, Seurat, al convertir en elemento autónomo ese punto o
mancha que en Monet aun pugnaba por incorporarse a las próximas,
establece, en 1888, un goce particularísimo del color no representativo,
y otro tanto ocurre, precisamente el mismo año, con obras de Vincent
Van Gogh. Si seguimos con la generación de precursores, advertiremos
que Cezanne, al buscar incansablemente en el mundo a su alrededor las
formas básicas del cilindro, el cono y la esfera, geometriza la creación,
tratando de volver a los volúmenes esenciales, a la geometría inmanente
de lo abstracto. Creo que procede otorgar a Cezanne la palma de orienta-
dor hacia lo abstracto, con la misma justicia con que le han sido conce-
didas otras palmas. El odio que le profesan los surrealistas, y
muy singularmente Salvador Dalí, reafirma en esta creencia. Porque,
además, el primer movimiento pictórico rabiosamente antiobjetivo —no
en teoría, pero sí en la práctica—, el cubismo, es la cuna de la pintura
abstracta. ¡ Honor al cubismo como escuela de libertad, la primera y
más grande libertad plástica de nuestro siglo !
El cubismo, escuela y ciclo cerrado, tuvo todo lo que ha de alegrar
a un movimiento para que lo sea con todo el honor que hoy le recono-
cemos ; su mitología, su teorética, su jovialidad, su literatura, su
heroísmo. Pero, de todo ello, lo único que jamás nos ha convencido ha
sido la teoría. Los razonamientos geométricos de Juan Gris eran dema-
siado sabios; los de Apollinaire, maravillosamente personales y literarios ;
los razonamientos mudos de Picasso, inservibles al efecto, dada su
absoluta, ilimitada, insobornable afición a lo objetivo, no menor que la
de Rafael y, cual la de éste, de semejante raigambre clásica ; Braque se
perdía en el arabesco, y La Fresnaye, en el asunto. Cuanto más se esfor-
zaban todos por lograr una teoría uniforme, más se apartaba cada uno
por su lado, y por bandas extremadamente diversas han continuado los
que viven, como hubieran continuado, por otras, los desaparecidos. Apo-
llinaire, La Fresnaye y Juan Gris. Pero el hecho importante para nuestra
historia es que un arte con pretensiones figurativas y objetivas, pero en
puridad sólo codicioso de cadencias pictóricas, se había forjado y lanzado
a la voracidad del siglo. De aquí habría de salir, años más tarde, cuando
el cubismo fuera ciclo cerrado, la pintura abstracta en su fase estática.
Pero, como en la génesis de la pintura abstracta todo se ha ordenado
con la más lógica e ideal de las legislaciones, a esta fase estática habría
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de ser contrapuesta, para perfecto equilibrio de fuerzas, otra, dinámica.


Si las guitarras de Picasso y los bodegones de Braque habían permanecido
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en quietud, el futurismo de los Boccioni y Russolo estatuía una dirección


vertiginosa y audaz, guerrera y trepidante, motorizada y mecánica, al
unísono de los disparatados cantos de Marinetti. Observaremos un común
312 Juan Antonio Gaya Ñuño

elemento en estas dos fases preparatorias y x>rotoabstractas : Tanto en el


cubismo estático como en el futurismo dinámico se arguye pictóricamente
mediante la repetición de elementos, que, en un lado, son facetas de
poliedro (en teoría, de cubo), y en el otro lado, son representaciones plás-
ticas de la trepidación mecánica, grafismos de las revoluciones del motor
Diesel. Pues bien, esta multiplicación del mismo elemento, de un modo
más organizado que las manchas catedralicias de Monet, ha de ser la base
formal de la pintura abstracta.
Cubismo y futurismo tuvieron, tanto en París como en Milán, sus
días contados. Pero de todas partes se viene a Roma, a la infinita Roma de
la abstracción. Hubo la rabia colorista de los fauves y la virulencia de
ánimo de los expresionistas : los unos, anteponían la exacerbación del
color a toda otra llamada sensorial; los otros, la vehemencia del gesto
incontinente, muchas veces reducido a clave. Y tanto la rabia como la
incontinencia son de fácil versión a un estado de desesperación final. Si
un Monet, impresionista, se había desesperado en búsquedas que comen-
zaron pacientes, ¿qué harían los fauves, consecuencia violenta y extremada
del impresionismo ? Si los expresionistas acentuaban los gestos, ¿ no acaba-
rían por configurar un último gesto de dicción imposible? De suerte que,,
unos y otros, se vieron envueltos en la oleada triunfante de abstracción :
aquéllos, por goce sensual del color ; éstos, por imperativo de su resuelta
geometría de acción, diluida en acciones multiplicadas. Y todos han ve-
nido al puerto seguro, colmado de posibilidades de toda índole, de la
pintura abstracta. Queda algún movimiento que historiar, sí, ciertamente :
el Surrealismo ; pero éste es demasiado mixtificador y elaborado como
especie plástica. No puede desembocar en terreno de divertimientos colo-
ristas porque la mayor parte de sus actividades se compluguieron en el
primitivísimo menester de fabricar monstruos. Y sólo un surrealista, Paul
Klee, ha sido capaz de fabricar monstruos vivaces y mágicos. Las otras crea-
ciones fueron de monstruos difuntos y siniestros, viscosos o peludos,
monstruos mil veces más podridos que la sirena y el centauro y el toro
alado : las bestias que el clasicismo ha seguido cargando a sus espaldas
por siglos. No, no podían alcanzar los surrealistas el bienestar abstracto.
De modo que la llegada a esta tranquila bahía de la pintura abstracta
se originó desde muchas bases aparentemente heterogéneas, pero todas
procedentes, durante estos últimos ochenta años, de la única modalidad
pictórica anterior a 1870 ; del realismo, del arte más deliberadamente figu-
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rativo. Con este antecedente general, y pese a cualquier cantidad y com-


plicación de elaboraciones internas sufridas por las escuelas derivadas del
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realismo, cuando volvieron a integrarse en otro gran movimiento de la


mayor amplitud programática, habían de continuar siendo figurativas.
Podrán no ser objetivas, pero esta diferenciación supone muy poco en la
La pintura abstracta 313

inmensa pluralidad de las formas. Si el paisaje y el bodegón han podido


supervivir bajo muchísimos signos estéticos, el rombo, el cuadrado, la
célula y la nube, también pueden seguir subsistiendo sin que su preten-
dido carácter abstracto obligue a recluirlos en otro apartado. Una vez
más, niego este carácter de abstracción. El hombre de nuestro novecien-
tos queda demasiado oprimido por el peso de siglos y culturas para retor-
nar, ni aún con todas las taras más significativas de involución, al estado
virginal de primer hombre sobre la Tierra, de hombre desconocedor de la
estrella, el árbol, la bestia, el radiolario y los cristales de nieve. El pintor
abstracto ha de ser necesariamente más sabio que este imposible primitivo,
y, por si fuera poco, queda vinculado por un lazo que nadie romperá jamás
al pasado figurativo de Atenas y Florencia. Por mínima que sea su facul-
tad de heredar y retener, antes que precursor del porvenir es heredero
del pasado.
Pero es que, por otra parte, la pintura abstracta no es ni debe ser una
renuncia. Ni mucho menos, una negación. Es todo lo contrario, una
quintaesencia, una afirmación quintaesenciada, repleta de veracísimas am-
biciones de plasticidad. Sus elementos de figuración y de ambientación
no ceden en nobleza a los que, por centenares de años, han gozado de
prestigio tradicional. No hay manzanas, pero sí bulbos ; no hombres, pero
sí embriones; no actos, pero sí principios dinámicos. Es decir, que la
pretensa no figuración es, más bien, una sustitución de los elementos tra-
dicionales por otros que los predeterminan. Por lo demás, los juegos de
fuerzas que configuran la movilidad o estatismo de las escenas habituales
en la pintura tradicional, continúan su mecanismo en varia proporción.
Es cierto que se ha prescindido del asunto y del objeto, pero esta preocu-
pación no es privativa de lo abstracto, ni comporta novedad, ya que pre-
sidió las modalidades decorativas de casi todo tiempo, y, más esencial-
mente, el arte de los primitivos. A muchos, y particularmente a quienes
practican el arte abstracto, puede resultar ingrata esta referencia a lo
decorativo, aunque no otro, en su más elevada acepción, es el auténtico
menester del arte. Zanjemos, pues, esta cuestión y busquemos palabras
verdaderamente ilustres en que apoyar su legitimidad plástica.
Sin acudir al discutido texto de Platón en su «Philebo», ponderando
la superioridad, en belleza formal, de las rectas, curvas y superficies só-
lidas producidas por derivación de éstas, sobre las criaturas vivientes,
texto que se' presta a muchas interpretaciones contradictorias ; sin citar
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tampoco por enésima vez el atributo de cuestión mental, otorgado por


Leonardo al ejercicio de la pintura, una frase que vale como manifiesto,
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es la de Maurice Denis : «Recordad que un cuadro, antes de ser un caballo


de batalla, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera, es, esencial-
mente, una superficie plana recubierta de colores reunidos en un cierto
314 Juan Antonio Gaya Ñuño

orden.» No deja de ser lastimoso que la propaganda para la legitimidad


de una expresión de belleza haya de realizarse mediante u n a perogrullada
como la que antecede, tan fácil de comprensión, pero tan obstinadamente
incomprendida. Pero en la sencillez de esta perogrullada figura u n man-
damiento de singular importancia para nuestra tesis de continuidad de
lo abstracto respecto de lo tradicional : «Con u n cierto orden», establece
Maurice Denis, y, en efecto, esta premisa y mandato del orden es la que
han de tener m u y presente los pintores abstractos —por lo demás, con
infinita libertad de color y de dibujo—, para que su obra no falte del
asidero que ha de guardar con lo secular y lo eterno. Y es que la figuración
no objetiva necesita una organización de orden en mayor medida que,
por ejemplo, u n cuadro de historia. Orden, orden, orden, muchísimo or-
den, aunque sea u n orden caótico, para la pintura abstracta. Quizás u n a
de las pocas cualidades de percepción estética que posee la masa, sea su
sentido del orden. Pero, aun sin pensar en ella ni en halagarla, ha de
aspirarse al siguiente justo equilibrio de valores ; a que si «La carga de
los mamelucos», de Goya, colgado boca abajo, es el más maravilloso
cuadro abstracto concebible, una sucesión de ritmos cromados en nuestro
tiempo debe conservar el orden mínimo para establecer el acuerdo comu-
nicativo y aun iconográfico que cada imaginación apetezca. H a y a u n orden
en la pintura abstracta, como lo hay, para que pueda ser profeta de la
escuela pura novecentista, personalidad tan ajena a ella como I n g r e s ,
cuando proclamaba : «Aún después de Fidias y de Rafael, siempre hay
algo que hacer para perpetuar la tradición de lo bello.» Y nosotros nos
gozamos en considerar la pintura abstracta y el arte abstracto absoluta-
mente dentro de los cercados de la tradición. Llegará u n día en que pin-
tores abstractos de 1950 gozarán, en la valoración, eternal puntuación de
suprema belleza, no inferior a la de u n Simone Martini o u n Luis Borrassá.
H o y , nosotros preferimos a Simone Martini, pero no por una formal suma
de valores p u r a m e n t e estéticos, sino por la añadidura de otros factores
sentimentales; ya se irán añadiendo éstos también a lo abstracto, arte
de nuestro siglo y de nuestra inquietud.
Pero volvamos al orden y, con él, al examen formal de nuestra pin-
tura. E s claro que desde el momento en que lo abstracto es refugio de
muchas escuelas y modalidades contemporáneas, su ordenación ha de
resultar extramadamente varia. A veces dominarán los valores lineales ;
a veces, los pictóricos, dando plena razón a las clasificaciones woelflinia-
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nas. H a b r á u n clasicismo, u n barroco y u n romanticismo esterilizados y


resurgidos de la ancha sementera europea, de donde ha nacido todo este
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hervidero ; barroco, clasicismo y romanticismo que n o tendrán que ajus-


tarse a la sabida cronología tradicional, pues todas tres modalidades sa-
lieron del crisol casi a una vez. Se insiste de nuevo, como principal juego
La pintura abstracta 315

abstracto, bien justificativo del deseado y logrado orden, en la ritmada


multiplicación de elementos, normal, puesto que la sola mecánica, aún
aritmética, de la multiplicación, ya lleva pareja la idea, de un ritmo orde-
nado, intermitente, repetido. Pero acaso se establezca mejor la sucesión
de ritmos y órdenes insinuando una mínima historia de la pintura abs-
tracta.
Como casi todas las primeras etapas de algo innovador, la primera
etapa abstracta opera por evolución y por protesta romántica contra lo
inmediatamente anterior. Se trata de la obra aislada de Vasil Kandinsky,
realizada con un romanticismo, un lirismo y una vehemencia típicamente
rusos. Kandinsky tan solo por sus consecuencias ha podido ser consi-
derado como precursor; pero su llegada a lo abstracto era irregular y
rechazable desde propósitos pura y ortodoxamente plásticos. En primer
lugar, su procedencia de un grupo romántico hasta en el título, «Los
jinetes azules», le presta la categoría un tanto rara, un tanto singular
para efectos de pureza abstracta, de Delacroix de lo absoluto; como
Delacroix, barroco y complicado, gran colorista y gran apasionado;
poco ordenador, enamoradísimo de lo figurativo. Demasiado lírico, tam-
bién como Delacroix, pretende rememorar en el lienzo sensaciones
musicales. Demasiado lejos de toda disciplina, acepta la improvisación
como decisiva en sus modos de ejecución ; ésta es riquísima y opulenta,
pero con una penosa falta de meta, perdiéndose en el camino por los
menesteres decorativos. Como su ritmo es vario, complicado y poco
afecto a ley alguna, su genialidad tan sólo es ejemplar en cuanto tiene
de precursor, mas de ninguna manera recomendable como gramática de
la verdadera pintura abstracta. Sus formas embrionarias y arriñonadas,
larvadas y reptiles, no son las regulares en lo abstracto, sino más bien
las de un surrealismo a él muy próximo. De todo lo posterior, la reali-
zación más próxima a Kandinsky parece ser la obra de Juan Miró,
muy desligado de la figuración objetiva, muy rico en semejante impulso
romántico y colorista, pero jamás enteramente abstracto.
L,a actitud de Kandinsky, considerada aisladamente, no hubiera po-
dido ser fecunda para el ulterior desarrollo de la pintura abstracta por
razón de su anarquía compositiva. Es lo que está probado acontece a
todo precursor, rebasado por consecuencias más organizadas y codifica-
doras de lo que él intuyó. Todo Moisés es posterior a todo Adán, y todos
los Picassos y Juan Gris lo son con respecto a Cezanne. Pero, por otra
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parte, Kandinsky no era el Cezanne de la pintura abstracta ; no sola-


mente los títulos de sus obras eran desatadamente románticos y literarios,
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sino que 191S, el año de su «Primera acuarela abstracta», queda franca-


mente retrasado de cronología respecto de las obras de los sincromistas
norteamericanos. Estos, y particularmente los más sobresalientes, Mac
316 Juan Antonio Gaya Ñuño

Donald Wright y Morgan Russell, eran consecuentemente abstractos,


en la fase cubista de descendencia hacia lo absoluto. Lo más peregrino
del caso es que los cubistas del árbol genealógico no eran, ni con mucho,
los de más calidad, sino segundas figuras como Marcel Duchamp y Fran-
cisco Picabia. La influencia de Duchamp con sus lienzos «La novia» y
«Mujer subiendo por una escalera» fue decisiva en los círculos avanzados
norteamericanos; y no tuvo menor ascendiente nuestro inquieto Fran-
cisco Picabia, poco genial, deseoso de asemejarse a Picasso en todo, hasta
en el apellido, mas, por entonces, creador de sus obras más significativas
y bellas, con un cierto aire de matorral de cactus y título de aire surrea-
lista («Yo vuelvo a ver en recuerdo a mi querido Udnie»). Bien que esto
no era peligroso para los norteamericanos; operaron con su habitual
falta de romanticismo y tradición, coincidieron con los futuristas en la
violencia del ritmo, y produjeron pintura exactamente abstracta, comen-
zando un movimiento bastante más puro y absoluto que el de sus inspi-
radores europeos, muchos de los cuales habrían de seguir un paso zig-
zagueante, doblado ante halagos surrealistas.
Precisamente por la tal ausencia de sentido romántico en los
sincromistas norteamericanos, precisamente por su falta de enlace con
el pasado, su hosca pintura, cuando no caía en arrobo ante el maqumismo,
se organizaba en multiplicaciones de ritmos espirales, poliédricos y dis-
coideos. Ello quiere decir que su adscripción a lo no objetivo y sus
esfuerzos en pro de una nueva ley eran más sinceros que los de Kan-
dinsky. Al hallar por primera vez en la pintura abstracta este orden a
base de multiplicación de elementos de semejante génesis, nos encontra-
mos de manos a boca con todo un programa, un esquema y una vertebra-
ción de la nueva pintura. En efecto, no hay razón para un ritmo frontal
y único, el de las grandes concepciones religiosas de los artes egipcio
y románico ; no hay razón para adscribirse exclusivamente a las ordena-
ciones verticales de lo gótico ; no la hay para organizarse conforme al
ritmo de diagonales en movimiento, de estirpe barroca; podía incluso
no haberse producido ningún orden de carácter rítmico. Pero, contra-
riamente, hubo algo de cada uno de los citados; todos se produjeron
a su vez, y a falta de la tradición americana se adoptó, filialmente, la
europea. Se concedía razón al criterio definidor de Maurice Denis, como
se restaba otra tanta a las modulaciones anárquicas de Kandinsky. Pero
es que los sincromistas americanos no podían ser, en este cometido defi-
nidor de un nuevo arte, menos organizados que un primitivo de las
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Aleutianas o de la Columbia Británica, que también éstos poseen su nú-


mero de oro y su divina proporción, como tampoco habrá herrero sufi-
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cientemente sordo o desprovisto de base armónica como para no espaciar


conforme a un cierto ritmo los golpes de su martillo. Estas tempranas
La pintura abstracta 317

«Sincromías» de Bruce, Wright y Hartley, en defecto de un romanti-


cismo perturbador, contaron con el orden del primitivo y del herrero,
aderezado con una lejana visión del arte secular. Y, pese a lo fácilmente
que envejecen las novedades de nuestro siglo, son obras de certera sín-
tesis figurativa; hoy asombran por su lozanía y parecen recién pintadas.
Hasta aquí, sólo dos de las procedencias enunciadas habían fecundado
la pintura abstracta ; el cubismo y el futurismo. De una formación muy
personal, muy compleja, con gran cantidad de residuos ochocentistas
se deriva en buena liarte la mística de Piet Mondrian, holandés, asceta,
autor de un complicado sistema con teoría propia y relaciones con la
arquitectura, luego lastimosamente truncadas, mediante la actuación del
grupo «De Stijl». Mondrian no es la figura más atrayente de la pintura
abstracta, pero sí la más rigurosa y propensa a razonar científicamente
sus expresiones. Es, en lo abstracto puro, tan exigente y cuidadoso de
su ortodoxia como Juan Czris en el Cubismo. Encierra sus composiciones,
un tanto opresiva o carcelariamente, en rejas de negra y decisiva simpli-
cidad, a su vez, marcos de rotundo contraste para compartimientos relle-
nos de hermoso color plano y sin accidente, color bello, color sublimado,
color de todos los siglos, color en quintaesencia, color para que lo reco-
jan a puñados futuros Tizianos y Veroneses, color, color, color. El cuadro
no es, a veces, sino una simplieísima bicromía enrejada por una cruz,
aunque no es correcto expresarlo así, porque las cruces antecedieron, en
Mondrian, a los colores. Pero precisamente esta predilección por la cruz
distribuidora de colores traía cierto monótono empaque a sus creaciones.
Su propio discípulo, Theo van Doesburg, era más animado y oblicuo,
una pizca más barroco en sus realizaciones. Piet Mondrian significaba
un rigor tan despiadado y racionalista, tan desprovisto de alusiones a
toda geometría no rectilínea, como para reducir a una fórmula de limitada
constante la porción de formas desarrollables conforme al sistema. Era
el clasicismo de lo abstracto, con sobra de lo que faltaba a Kandinsky,
pero necesitado de una parte del impulso romántico de éste. Pero si la
rígida ordenación clasicista de Mondrian era un mal callejón sin salida
en cuanto a ulteriores posibilidades de desarrollo, por su higiene mental,
por su pureza de elaboración, inédita en los anales de la pintura, y por
sus inmediatas capacidades de aplicación al arte decorativo en la más
noble y arquitectónica expresión, significaba el más triunfante capítulo
de la pintura abstracta. Salvador Dalí se ha vengado de este capítulo
triunfante puntuando misérrimamente a Piet Mondrian en sus tablas de
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valores pictóricos, pareciendo desconocer totalmente las intenciones expe-


rimentales del holandés.
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Mientras tanto, se iba salvando cuanto de externo cabía salvar en


los sucesivos naufragios que condujeron al arte abstracto : la técnica.
318 . Juan Antonio Gaya Ñuño

Mondrian poseía línea —línea tan sólo recta, es m u y cierto— y color ;


u n color hermosamente plano y unido, y estos dos únicos ingredientes
constituían pintura nítida de escalas tonales sabias y m a g i s t r a l e s ; el todo,
realizado con u n rigor que jamás presenciara n i n g ú n siglo anterior. Si
no contásemos con la advenencia de otros siglos próximos, en este rigor
pudiera haberse posado la pintura, como la escultura de nuestro tiempo
puede posarse en un hueso, un cilindro o una esfera.
Pero estos rigores no pueden ni deben subsistir, no tanto por falta
de materiales, ya que las expresiones del esquema de Mondrian son prác-
ticamente ilimitadas, sino por falta de a r t i s t a s ; es m u y difícil que quienes
practican el arte se encuentren dotados del tesón y el heroísmo asceta
suficientes para ensayar las sucesivas variaciones temáticas a que puede
dar origen el sistema de enrejados. Por lo demás, si la rebusca se produce
con arreglo a una cierta fórmula geométrica, ya deja de ser expresión
artística. Mejor es que quedase en manos de su creador y de sus segui-
dores más próximos. Dejémoslos, en esa fecunda veintena de 1920 a 1940,
en ese laboratorio inmenso que era el arte de entreguerras para referir
otro capítulo más cálido e igualmente experimental de lo abstracto.
E s el abstractismo puro en u n a de sus caras, simbólico en la otra,
que apadrinaban : en Occidente de Europa, Torres G a r c í a ; en Centro-
europa, Paul Klee. Dos hombres de procedencias bien d i s p a r e s ; dos
hombres que no se encontraron nunca ; dos hombres que sólo por arbi-
traria asociación de ideas emparejamos. Pero el hecho de que dos artistas
tan maravillosamente opuestos, tan desafines en educación y evolución
como Klee y Torres García hayan llegado en determinado m o m e n t o a
cuadrículas de colores enteros, vertiendo en el reticulado toda su enorme
sensibilidad, parece uno de los mayores triunfos del arte abstracto, m á x i -
me cuando no constituía meta ni fin preconcebido de sus autores. Ambos
volvieron a sus verdaderos fines: Torres García acabó trazando picto-
grafías de americano precolombino, y Paul Klee volvió a sus joviales
demoniejos y a sus palacios locos y encantados, pero los dos habían deja-
do un capítulo bien establecido de arte abstracto enriquecido con la
magia del suizo y la idea, invariablemente constructivista, del hispano-
u r u g u a y o . A n t e este doble e ilustre ejemplo, es obligado preguntarse el
por qué de que nuestros artistas más avanzados dentro de lo objetivo
no hacen ejercicio, soltura de manos y soltura de paleta mediante lo
abstracto. Me consta que lo hacen muchos de nuestros buenos pintores figu-
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rativos, a u n q u e luego se avergüencen de mostrar estos ejercicios. Y si los


académicos fueran lo suficientemente sensatos para establecer clases de
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pintura abstracta en los planes de estudio de las academias, con ello


ganarían sus discípulos. Sí, pero perderíamos los amantes del arte abs-
tracto, porque consumiría buena parte de su espontaneidad y frescura.
La pintura abstracta <"•"

Este es el mayor mal que puede amenazar a la pintura abstracta, su


tendencia, por lo demás, de constante histórica, a crearse una tradición
y una escuela dominante, de consecuencias dogmáticas y académicas. Si
hasta ahora no ha sucedido así ello es por causa bien clara; porque la
infinita diversidad de las realizaciones, la misma que hace difícil siste-
matizar un cuadro de temas, órdenes y ritmos, excluye la existencia de
una escuela abstracta única.
Por difícil que ello parezca, y tan solo a fines de redondear esta
historia y demostración del ritmo abstracto, unos cuantos nombres pue-
den acompañar a los trazos esenciales expuestos ; la multiplicación de
elementos es discoidea en Kupka y Delaunay, reticulada en Diller y
Morris, arrollada en Hans Erni y Jean Helion, mixtilínea en Mark Tobey
y en Pollock. Hay, de un lado, una clara tendencia constructiva y geo-
métrica, con esquemas paralelos a los de la arquitectura funcional. De
otro lado, un quehacer biomórfico, de expresión vinculada a elementos
curvos, protoplásmicos, celulares y viscerales. El ritmo acelerado de los
sineromistas, que había quedado extático con Mondrian, vuelve a produ-
cirse, y al Pantocrator de Tahull sucede Francisco de Herrera el Mozo.
En fin, hay otra tendencia de génesis surrealista y expresionista, en que
el sujeto, ya que no objeto, es una forma que amenaza con definirse
como animal, romper su huevo de colores y vegetar, superada su célula.
En este límite con lo abstracto queda la pintura de nuestro gran Miró.
En el límite ; ni él se adentra en lo abstracto, ni el embrión rompe su
huevo de fantásticos rojos y azules.

Hasta aquí el espinazo de la evolución abstracta, todavía bajo el mi-


croscopio. Su ilimitación temática significa tal respiro y tan total rever-
sión de las figuraciones acostumbradas, que el alma ha podido descansar
de la baja y servil objetividad que durante casi un siglo fue contempo-
ránea —una contemporánea enemiga y hostil, sin perdonar categoría de
armas— de los capítulos renovadores desembocados en lo abstracto. Una
vez más, es de ponderar la limpia ascendencia de esta pintura ; una vez
más, su legitimidad. Ahora volveremos a aquel divertido proceso de las
fragmentaciones, pero con otro propósito ; si recortamos trozos de lienzos
abstractos y examinamos la calidad de la pintura, la modulación lineal,
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la viva química del color, podremos fácilmente prohijar este fragmento


en lo cubista, aquél en lo jauve, este otro en el expresionismo germano,
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Y no puede ni debe fracasar esta preciosa síntesis de las más nobles


rebuscas novecentistas. Mientras eran discutidas, ellas permanecían en
su goce de color experimental, y cuando terminó la discusión, se incorpo-
320 Juan Antonio Gaya Ñuño

raron a la definitiva aventura de nuestro siglo, a la construcción de la


pintura no objetiva.
Proclamemos que en esta no objetividad, hay posibilidades fan-
tásticas de asunto, de tema, incluso de historia, de maravillosa historia
de las formas. Al ser figuradas las concreciones cristalinas y la flora mi-
crobiana e n amistosa constelación, el asunto no se pierde, así como las
ocasiones literarias de sus canto, examen y crónica resultan inmensas.
Habiéndose rechazado muchas especies de pintura por el exceso de con-
tingentes literarios que encerraban, esta acusación tardará en hacerse
extensiva a la pintura abstracta. N o es más limitada en asuntos que la
inextinguible y anciana p i n t u r a de historia o que la n o menos p i n t u r a
de historia significada por el surrealismo ; pero, por el momento, es cierto
que se trata de la pintura más virgen de comentos que hemos conocido,
ya que la literatura, por misteriosos designios no conformes con n i n g u n a
ley escrita, no opera a base de embriones, .corpúsculos ni geometrías
agrediendo el espacio. Ello, por a h o r a ; acaso el arte abstracto n o sea
en estos momentos sino la profecía plástica de u n a singular literatura,
operante sobre las más elementales formas vivas o de simbolismo n o
revelado. Fijaos bien, no revelado. I v a pintura abstracta cuenta, entre sus
muchas virtudes, la de no ser simbólica, cometido más triste que el imi-
tativo, el más mezquino que puede desempeñar u n a plástica. Ya es sufi-
ciente que nos cumpla ver protozoos, raíces y protoplasmas donde quizás no
h a y sino u n ciclo de fábula inorgánica, más importante y pesante en el
orden biológico que cualquier clase de embriones. Que se abstenga siem-
pre lo abstracto de hacerse simbólico. I,a invención más espantosa del
porvenir, con fealdades imposibles de imaginar, sería la de u n abstrac-
tismo prerrafaelista.
E n cuanto a poderío decorativo, la pintura abstracta lo posee inmenso.
Todavía quedan malentendidos respecto de las funciones decorativas del
g r a n arte, las que aparentemente, lesionan su calidad noble. Por desgracia
o por fortuna, toda la gran pintura incorporada a la historia h a desempe-
ñado indudables menesteres decorativos. I,a presencia de u n a idea cen-
tral, la abundancia de figuración, el servicio del arte sacro y del civil n o
impiden proclamar que la p i n t u r a mural, desde los anónimos románicos
hasta Sert y Orozco, no ha hecho otra cosa que decorar paredes. P u e s
bien, las mayores posibilidades ejecutivas que aguardan a la pintura
abstracta no se referirán a la modalidad de caballete, sino a la m u r a l .
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P o r este tradicional camino le aguardan los éxitos más próximos. P o r el


otro, por el del caballete, nada sino una serie de fracasos, aminorables
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en cuanto la educación estética surgida desde las minorías alertas — y en


este trance, como en todos, uno se avergüenza de ser minoría—, toque
en alguna medida a la gran masa, sin cuya conquista es probable la
La pintura abstracta 321

desaparición de la plástica como función social. Algo muy grande se ha


roto, algo se ha fracturado para que el pueblo sensible a la milagrería en
colores de Luis Borrassá permanezca impávido y despreciativo ante la
otra milagrería, no menos digna y persuasivamente narrada, de nuestros
abstractos. Parece labor inútil la de teorizar y establecer la continuidad
absoluta del arte con el arte absoluto sin acompañarla de otro trabajo
más práctico, el de llevar al ánimo de las gentes que la ¡cintura abstracta
no es una locura colectiva, no es un gigantesco disparate, no es una gro-
sera mixtificación, y, según ya se establece primeramente, no es tampoco
una negación ni una renuncia. La vieja Europa perderá su dignidad rec-
tora de las artes, nunca hasta ahora discutida, si persiste esta actitud de
voluntario desconocimiento mientras la joven Norteamérica, con sus po-
sibilidades todavía virginales de educación de su pueblo ya lo está ende-
rezando hacia la comprensión y goce de lo abstracto, allí practicado este
arte por docenas y docenas de pintores y escultores. Nada geniales de
momento, pero aguardando la inmediata aparición del Genio.
Habrá que proclamar cómo la pintura abstracta es el más santo y
hermoso ejemplo de humildad que cabe en la tan escasamente humilde
confusión de nuestro tiempo. Quisiéramos volver a la santidad de alma
del primitivo y empezar como él, para aprender a redibujar un bisonte y
un caballo, ahora que todos los bisontes y todos los caballos han sido,
no creados con esfuerzo de creador, sino imitados y reproducidos mecá-
nicamente, copiados de fotografías. Y si queremos recuperar la intención
creacional del hombre de Altamira, o, por lo menos, la del hombre de
Camerún, nosotros, tan cerca de ellos, tan eternamente indefensos y
primitivos como ellos, hemos de descargarnos de una sabiduría excesiva
y picardeada de muchos siglos, precisamente para hacernos dignos de
esos siglos y continuarlos. Este es el hecho y éste su mecanismo : Cuando
el grabado al aguafuerte alcanza su apogeo sexcentista, la pintura pierde,
al menos, un veinticinco por ciento de su libertad creadora, y Velázquez,
mejor realizador, es menos creador que el Maestro de San Clemente de
Tahull; cuando se inventa la fotografía, la creación pierde un cincuenta
por ciento, y la realización, gane o no, por lo menos, goza en compli-
carse ; y cuando el enorme progreso de la técnica gráfica de nuestro
tiempo fabrica imágenes de un modo continuado, el arte pictórico pierde
este veinticinco por ciento teórico que le quedaba en cuanto a creación,
y no tiene razones de ser iconográficas y objetivas, y se lanza a la abstrac-
ción. Ahora acusan a la pintura de haberse suicidado. No, lo que ocurre
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es que las masas no gustaban del arte sino en la medida en que éste era
representativo, iconográfico, anecdótico. No se ha suicidado el arte. Ha
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sido la masa la que se ha suicidado como beneficiaría del arte.


• Que nadie acuse a la pintura de haberse suicidado. L,os programas
322 Juan Antonio Gaya Ñuño

atribuidos malignamente a determinados artistas de nuestro tiempo sobre


el asesinato de la pintura no son ciertos; más verdad es que la pintura
estaba enferma, por lo que ha debido refugiarse en un clima propicio, en
una zona limpia y aséptica. La maravillosa eficacia de la pintura abstracta
se ha evidenciado al evitar el pretendido suicidio. La resolución material
del suicidio hubiera consistido en aceptar la pintura de calidad fotográ-
fica, realizada con aerógrafo, la pintura bromuro de plata de Salvador
Dalí o de Gregorio Sciltian. O, todavía peor, la inanidad paisajística y
anecdótica que, increíblemente, se continúa cultivando como arte activo.
Hemos hablado de la fotografía y seguiremos hablando de ella como
antítesis de la pintura. Una placa fotográfica sensible contiene en sí las
dos posibilidades opuestas y convergentes del suicidio de la pintura : sin
impresionar, siendo una superficie monocroma, es el perfecto cuadro su-
prematista, con más negaciones que las de Malevich; impresionada,
hecha testimonio fidedigno de la realidad, supera en cualidades veraces
al cuadro más servilmente realista. Entre ambas especies de suicidios
está lo abstracto.
No vale, pues, hablar de suicidios, sino de crisis. Las crisis, los
metabolismos de una actividad tan secular como la pintura no se produ-
cen jamás arbitrariamente, por capricho de uno o de varios practicantes
del arte. Contaría la pintura abstracta como obra de un sólo artista y ya
le sobrarían razones históricas para su existencia. Infinitamente más
cuando es obra de muchos, delatando razón histórica de existir y contem-
poraneidad con el siglo. Hasta escuelas y momentos pictóricos que hoy
nos parecen míseros de concepto, insignificantes de realización, equivo-
cados en todas sus partes, como el prerrafaelismo inglés o la pintura
sentimental española de 1890, han debido su nacimiento a una ideología
predeterminante, a una identificación con preocupaciones de su instante,
o, simplemente, al mínimo hecho histórico significado por la demanda
de determinada clientela. No podría tener menos contemporaneidad la
pintura abstracta en el novecentismo. Pero como en este nuestro siglo
todo movimiento se ha precipitado con anterioridad a las clásicas etapas
de madurez es muy posible que el movimiento abstracto se esté antici-
pando a los hechos. Se anticipa, desde luego, a la demanda de las clien-
telas, tanto como —ya se dijo párrafos atrás— a los habituales prolegó-
menos de carácter literario, y tan sólo se le podrían allegar precedentes,
rastrear camaradas coetáneos en lo musical. Pero donde no se puede
poner en duda su exacta y precisa contemporaneidad es en su terreno
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propio, en nuestra apetencia de plasticidad. Una preocupación muy


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novecentista, la de la buena y recta técnica en cualquier manifestación,


alcanza también de lleno a la pintura abstracta, realizada con perfeccio-
nes formales, con ambiciones de durabilidad que no han gozado otras
La pintura abstracta 323

escuelas anteriores. Sólo este propósito de dignidad basta para prestigiar


la noble voluntad de lo abstracto.
Lo otro, el asunto, la iconografía, el retrato, el documento histórico,
queda aparte. Procuremos ser sinceros con nosotros mismos y pregun-
tarnos si nuestro enorme interés hacia la pintura de épocas pasadas no
comporta una natural curiosidad por lo que los pintores de los siglos
x n a xix nos hayan podido narrar en los más vivos y textuales docu-
mentos de su tiempo, i Qué pocas veces nos hemos acercado a los clásicos
de la pintura con el ánimo desprovisto de ansias reporteriles, qué pocas
veces hemos buscado exclusivamente el goce plástico de la pintura ! Era
tan grato que el Maestro de Casillas de Berlanga nos relatase una cacería
románica ; que Jaime Huguet nos describiese la consagración de un pre-
lado cuatrocentista ; que Franz Hals nos llevase al interior de una casa
gremial holandesa, que inmediatamente olvidábamos los maravillosos me-
dios por los que habían podido revivir ante nuestros ojos la caza romá-
nica, la consagración gótica y la reunión de bátavos sexcentistas. L,a
ventaja de la deshumanización del arte en nuestro siglo ha sido ésta,
la de separar la plástica y el documento. Los hombres del siglo xxv po-
seerán sobre la vida de cinco centurias una cantidad abrumadoramente
rica de documentación, muy superior a la que nosotros hemos conseguido
trabajosamente de los siglos antecedentes. Pero ello no será en función
del arte. Poseerán, incluso, los documentos secretos de nuestro instinto y
de nuestro libido, gracias a la también secreta gestión del surrealismo,
versión menos ascética de lo abstracto, pero ninguno de estos documentos,
excepto los elaborados por unos pocos genios aislados, y a la cabeza de
ellos Pablo Picasso, les llegarán envueltos en mensajes cálidos, amasados
y trabajados con cariño de artista. Es de esperar que estos futuros amigos
y hermanos nuestros sean aptos para comprender lo que subsiste de humano
y de tradicional en la aparentemente inhumana pintura abstracta.
Mientras tanto, ella abre la brecha con sus propios medios. Casi todas
las modulaciones pictóricas habidas desde Altamira, sin olvidar las que
alegran la noche y el día de los primitivos actuales, han debido buena
parte de su éxito y brillo a la circunstancia temporal, y ajena a la bondad
plástica de la consecución, de haber servido de cerca intereses religiosos
o políticos. Sería inútil aportar ejemplos, ya que ellos constituirían un
curso completo de Historia del Arte. Tan solo la pintura no objetiva,
como sus antecedentes y genitores próximos, ha estado apartada de cual-
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quier credo religioso, político, social o filosófico. Más aún, mirada con
recelo y hostilidad por todos ellos, pues todos son interesados, y única-
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mente dispuestos a aceptar un lenguaje plástico en cuanto sirva a su pro-


paganda. No parece fácil continuar en esta aislada soberbia. El arte
abstracto, la pintura concretamente, no podrá sustraerse a esta ley histó-
324 Juan Antonio Gaya Ñuño

rica y, para vivir, habrá de plegarse a alguno de dichos sistemas, so pena


de u n cerco y desamparo total.
Sin embargo ha conocido u n desamparo más lamentable e ilógico : I^a
ausencia de un movimiento parejo en la arquitectura. El m u n d o es, en
general, difícil, tardo y adocenado, y en estos críticos años novecentistas
incapaz de obtener cuenta, con el sentido de cohesión y fidelidad a la
historia que no debe faltar a cada siglo, de la necesidad de u n estilo arqui-
tectónico. Aquí si que se ha roto la gran continuidad. Cuando la Iglesia
era, en los siglos x i a xv el único cliente de los maestros canteros, ya se
cuidaba, con ejemplar sentido universalista, de unificar los estilos euro-
peos. Cuando las monarquías absolutas a caballo en el año 1700 creaban
el barroco, todas lo hacían con u n certero sentido y percepción de su
momento. Y no se excluían las diferencias nacionales, regionales, incluso
locales. Pero desde que la confusión ochocentista sucedió al orden, los
estilos de la arquitectura han naufragado, no sólo en la insignificancia,
sino en el más insolente de los bochornos, y la arquitectura de nuestro
tiempo, la de Gropius y I^e Corbussier, sólo ha aparecido esporádica-
mente, y rechazada con injurias, sustituida por trabajosillas imitaciones
recogidas de aquí y de allá. Esta ha sido la gran desasistencia, éste el
gran desamparo de la pintura abstracta.
Pero algo m u y limpio y puro ha de contener la pintura abstracta,
alguna proximidad ha de ligarla con la divinidad para que sin más ayuda
ni engranaje que la comunión del artista con su limitado infinito —siem-
pre limitado para nosotros, eternos primitivos—, deje observar en todas
sus manifestaciones una ilimitada ambición de abrazo con el Universo.
E s que es, hoy, la pintura más religiosa posible. Dijo cierta vez Eugenio
d ' O r s que la pintura religiosa no había muerto al abandonar la icono-
grafía sacra, sino que como anchísima religión panteísta se había ense-
ñoreado del paisaje. Era cierto. Pero ya el paisaje nos queda pequeño en
el alma, y deseamos u n paisaje sin parcelas, sin nimios accidentes. De-
seamos el paisaje abstracto que pueda incluir todos los granos de arena,
todas las briznas de hierba, todas las nubes del cielo que jamás cabrían
en lo imitativo. Un paisaje de tierra y de fuego, de aire y de agua, con
todos los elementos de todas las creaciones. H o y , años de la mitad del
siglo x x , la única pintura religiosa es la pintura abstracta.
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Texto de la conferencia con que nuestro colaborador inauguró el 1 de


agosto de ígjj el ciclo de Arte Abstracto en el Vil Curso de Problemas
Contemporáneos en la Universidad Internacional de Santander.
ÓSCAR ESPLA,
UN MÚSICO, UN PAISAJE

por Dolores Pulcí Berdcjo

SCAR Esplá es alicantino. Hijo de una familia acomodada, su voca-


Ó ción musical se despertó un poco tardíamente. Parece ser que se
preparaba a ingresar en la Escuela de Ingenieros, y que seguía al mismo
tiempo los cursos de la Facultad de Filosofía de Barcelona, cuando, en
cierta ocasión, le oyó tocar el piano Gabriel Miró. Miró le predijo que
su destino sería la música. Y así fue.
Por lo general, el músico español, al atravesar la frontera, toma el
camino dé París. Es lo que hizo Falla, lo que hizo Turina, lo que habían
hecho Albéniz y Granados, Usandizaga y Guridi ; lo que harán Mompou,
Rodrigo y tantos otros algo más tarde. Osear Esplá estudió en Alemania
con un reputado técnico de la época, Max Reger ; pasó por París en el
viaje de vuelta y allí, se dice, que recibió lecciones de Saint-Saens.
Esplá no ha sido un bohemio ni un «dilettante» ; he aquí cómo ha
roto a la vez con dos de las más bellas tradiciones del músico español
decimonónico. Su música lleva fama de ser ardua, difícil, para el intér-
prete y para el oyente ; esto es positivamente injusto.
De la obra de Esplá no hay, que yo sepa, ningún estudio serio ; las
audiciones de su música han sido escasas y muy distanciadas ; en algunas
ocasiones han caído verdaderos intervalos de silencio sobre ella.
Yo no pretendo, en el presente ensayo, hacer un estudio exhaustivo
de su obra; me voy a referir exclusivamente, además, a su música para
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piano, y entre esta música he elegido algunas partituras —-«Cuentos


Infantiles"», «Bocetos Levantinos», «Tonadas Antiguas» y la «Sonata
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326 Dolores Pala Berdejo

Española»— que abarcan diferentes momentos de la producción de Esplá


y que son, por uno u otro motivo, muy significativas dentro de su estilo.
Esplá y los músicos de su generación —Stravinsky, Bartok, Ravel,
Hindemith...—han llegado, unos, los que murieron, en sus últimas obras;
otros, los que viven, en sus obras más recientes, a un auténtico clasi-
cismo, a una exposición sosegada, clara y armoniosa de sus ideas y de
su personalidad. La juventud de estos músicos coincidió con un período,
prolongado después en la generación del iS, la generación de la post-
guerra, de verdadera renovación, casi de verdadero cataclismo musical.
Pero lo que en los veinticinco primeros años del siglo pudo parecer un
cataclismo —¿a dónde va la música?, se preguntaban algunos— ha resul-
tado un mar tranquilo en el segundo cuarto de la presente centuria. Creo,
pues, que estamos hoy en el mejor momento para estudiar serenamente
la obra de este sutil y complejo artífice levantino, a quien considero la
figura más destacada de la música española actual.
Dos obras grandes de Esplá están inspiradas en motivos infantiles :
el Poema de Niños, estrenado por la Orquesta Sinfónica de Madrid, en
el año 1915, en el Teatro Real, y La Nochebuena del Diablo, que la Or-
questa Nacional ha vuelto a tocar, hace poco tiempo, en uno de los
conciertos que periódicamente da en el Palacio de la Música. La Noche-
buena, del Diablo, como líl Sueño de Una Noche de Verano, de Men-
delssohn, fue escrita con destino a una representación casera ; más tarde,
su autor, al revisarla, la adaptó para gran orquesta, convirtiéndola así
en obra de concierto. Un origen parecido han debido de tener los «Cuentos
Infantiles», y no sólo en esta colección pianística, sino en otras poste-
riores, como la titulada «L,a Pájara Pinta», muestra Esplá su predilección
por los temas infantiles.
Hay siempre en Esplá, a pesar de su levantinismo, una cierta atrao
ción por lo nórdico. En medio de ese paisaje armonioso, lleno de luz,
rico en contrastes y en colorido que es el valle del Guadalest, la vertiente
oriental de la sierra de Aitana, Esplá sueña con la otra ladera, con esa
tierra que los árabes llamaron «L,a Mancha», esto es, tierra seca, desnuda.
Y así como los hombres del Norte sienten una atracción por el Sur
—«¿Conoces tú el país donde florece el limonero?», ha cantado Goethe—,
hay en algunos meridionales un deseo de escapar a esta tierra de luz y
de sumirse en el reino de las baladas y de las leyendas.
Cuentos Infantiles es una colección romántica, de un romanticismo
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rezagado ; su modelo más próximo son las Escenas de Niños, opus 15,
de Schumanu, o el Álbum de la Juventud, que a pesar de llevar un
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número más alto de obra, es una antología menos selecta que las Escenas
de Niños. En Cuentos Infantiles, obra que hay que situar en la temprana
juventud de Esplá, es visible una influencia schumanniana, especial-
Osear Esplá, un músico, un paisaje 327

mente en la pieza que abre la colección, En el hogar, cuyo título es


idéntico al de una de las piezas de Escenas de Niños. Hay en esta página
dos cosas superpuestas, o, mejor dicho, fundidas, aunque procedan de
cauces distintos.4 Esplá oscila en Cuentos Infantiles, entre lo descriptivo
y lo lírico y entre un lenguaje moderno y una inspiración, cosa curiosa,
que todavía no lo es; basta analizar los cuatro primeros compases de
En el hogar, llenos de sutileza armónica, de verdadero barroquismo so-
noro, para darse cuenta de que eso ya no es el lenguaje suelto, amplio,
de Schumann, que concede más valor a la expresión que a la trama o al
tejido de la obra ; lo cual no le impide, con frecuencia, dar con hallazgos
geniales de sintaxis, pero que aparecen como por casualidad, no de la
manera consciente, premeditada de un Ravel, de un Esplá.
No hay en el Esplá juvenil de Cuentos Infantiles, ese candor, esa
entrega, esa sensación de plenitud que lleva a Schumann a titular algu-
nas de sus páginas «Dicha completa», ((Mañana feliz», etc. Los títulos
que Esplá confiere a sus obras —podríamos repasar la lista completa—
no son nunca subjetivos. Se dice que Ravel, que era un alma pudorosa,
se escondía tras el abanico de un paisaje. Algo parecido le ocurre a
Esplá. Las lágrimas de Cenicienta, la melancolía de Antaño, la suave
ternura de En el hogar, no son suyas ; son de los personajes de la fábula.
En los Bocetos levantinos, esta variedad de situaciones anímicas, las
veremos siempre adscritas a un paisaje. «Un paisaje es un estado de
alma», ha dicho Amiel.
Bajo el cascarón germano-romántico de Cuentos Infantiles, que se
traduce en la estructura «carree», cuadrada, de las frases, en el orden
general de la modulación, en las apoyaturas que dan un perfil blando a la
línea melódica de En el hogar, hay un Esplá cuajado que es, en esencia,
el mismo de los Bocetos levantinos, obra mucho más tardía. Apunta leve-
mente en la piececita que acabamos de citar y en otra de las que com-
ponen la colección, en Cenicienta, un diseño modal que se esfuma pron-
tamente en un lenguaje claramente tonal; eso ya no es Schumann.
Dentro de lo modal veremos a Esplá alejarse deliberadamente —salvo
en una sola de sus obras para piano, la titulada Crepusculwn— de las
inflexiones propias de la música andaluza, que son una verdadera plaga
de la escuela española. En el dórico, el más sereno y apacible de los
modos antiguos, aparece configurada la melodía de En el hogar; en el
lidio, modo propio de la música popular alicantina, la de Cenicienta-
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Esta piececita se abre con una exposición fugada a la manera, por citar
una obra que está fácilmente en la memoria de todos, de Madame But-
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terfly, la ópera de Puccini; tal comienzo nos da la sensación de come-


dieta musical, de juguete o de juego. Pero tanto en Madame Butterfly
como en esta Cenicienta de Esplá, el maestro se cansa pronto de sus
328. • ' Dolores Pala Berdejo

muñecos: Butterfly se convierte,, tras las primeras escenas de humor, en


un melodrama. Cenicienta rompe en seguida a llorar. La exposición de
fuga abarca exactamente dieciséis compases ; tras ellos, lo que se presen-
taba como un dibujo nítido se complica en una polifonía sentimental y
blanda. Un intermedio, con sus melismas a la manera de un arpa, nos
advierte la llegada del hada.
En Antaño, a la atmósfera de lejanía, de vaguedad —muy próxima
todavía a la estética schumanniana—, contribuye una pedal, esto es, una
nota mantenida insistentemente en los bajos, sobre la que se mueve, en
la región central del piano, en el registro de contralto, una melodía aca-
riciante. La melodía se repite una y otra vez, variando el registro y el
color tonal. En conjunto, la pieza es de una simplicidad encantadora.
Al hablar de Miró, Esplá ha dicho cosas que podrían aplicarse, si no
a la personalidad del mismo músico, más cerrada, más involucrada en sí
que la del escritor, a su arte. Hablando de Miró, Esplá establece una
distinción entre lo «estático», que es el estímulo de su arte, y lo movido,
lo dramático de ese arte en sí. Algo parecido ocurre en la música de
Esplá, especialmente en los Bocetos levantinos, que bajo una aparente
simplicidad encierran un verdadero tesoro, una verdadera orfebrería
sonora. La impresión de calma, de contemplación, de deliquio que nos
proporcionan las piezas lentas de esta colección —la primera, Evocación
costeña, el Canto de la umbría, la Canción de cuna— está conseguida a
través de una trama sonora que cambia incesantemente. No cambia el
estado de ánimo en que se sitúa el compositor, pero el tejido de su obra
fluye y se renueva sin cesar, a la manera de un río que nos parece siempre
el mismo pero que está cambiando de corriente sin descanso.
«La trama de los asuntos •—dice Esplá, de Miró— se diluye en la
grandeza de lo total de su obra, que es su paisaje, en función del cual
se perfilan y definen las almas». ¿Qué mejor definición de la música de
Esplá, de estos Bocetos levantinos, que esas mismas palabras? El paisaje,
en función del cual se perfilan y definen las almas... ¿Y qué paisaje
es éste ?
Unas veces Esplá nos hace seguir la línea suavemente sinuosa de la
costa. Otras, en franco contraste, nos guía hacia las fragosidades de la
sierra : penetramos en el misterio palpitante de la Umbría. Contemplamos
ahora una danza del valle llena de elegancia ; escuchamos luego el ritmo
alegre de la seguidilla que recorre la Huerta. «Ondulaciones suaves de
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almendros y olivos ; peñas encendidas y caminitos con hálito fresco de


manantial cercano». Así ha descrito Esplá el paisaje que un día con-
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templó a la vera de Gabriel Miró. Era Miró quien señalaba, con la


capacidad de percepción sorprendente que era característica suya, este
color, este contraste, este perfume ; uno recogía el paisaje con la vista,
Osear Esplá, un músico, un paisaje 329

otro lo almacenaba en el oído. Y era Esplá, más joven, más ágil, quien
guiaba al escritor en incursiones a la sierra de Aitana. «Entonces
—dice el músico de su amigo— se internó en las fragosidades de la
Umbría de Aitana y conoció el latido enorme de los montes en su esfuerzo
por trepar hasta La Cumbrera».
Las melodías de Bocetos levantinos son todas originales. Hago esta
advertencia porque algunas ofrecen un carácter tan vivo de recreación
popular que diríamos que han sido tomadas directamente al folklore.
No es así. Son originales, como lo son en Falla, en Albéniz o en Grana-
dos, aunque, como ya hemos dicho, Esplá evita todo contacto con la
lírica andaluza que informa directamente la música de los compositores
antes citados ; por eso dentro de lo modal se constriñe, casi totalmente,
a un modo, el lidio. Salvo la Canción de cuna, deliciosa pero extraña
quizá a esta antología de ritmos y paisajes, todas las piezas que compo-
nen la colección están escritas en modo lidio, el cual, por otra parte no
es privativo del Levante español; es un modo muy extendido por toda
Europa, cuyo agudo lirismo han captado entre otros, Chopín, Milhaud
y Bel a Bartok.
Hay varios fenómenos comunes a nuestra época y uno de ellos es el
gusto por los antiguos modos del canto litúrgico y del canto popular que
han subsistido —lo popular es también un rito— hasta nuestros días.
Debussy, que fue uno de los recreadores de este gusto esencialmente
anticlásico, lo llevó a un terreno estético muy i)ersonal; hace uso en sus
obras de casi todos los modos, combinándolos y pasando libremente de
uno a otro. Esplá, por el contrario, no cambia, en el transcurso de la
obra, de modo, pero lo adereza de mil maneras. Su paleta no es, por otra
parte, esencialmente modal; lo modal es un carácter que define su obra
pero que no la limita, ya que usa liberalmente de todo el colorido tonal.
Ya he dicho que su música, bajo una apariencia sosegada, tranquila, es
muy modulante.
Otra cosa que sería preciso aclarar con más detalle, pero que no es
posible en este ensayo : con facilidad se aplica el término de «impresio-
nista» a toda música que utilice poéticamente el color. Pues bien, este
término, empleado así es tan laxo que no quiere decir nada. Impresionista
es toda la música del siglo xx, porque desde Berlioz, desde Gounod, que
confesaba que la sonoridad estaba todavía sin explorar, ha ido a la caza
de sensaciones nuevas y de extensión del color armónico.
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La música de Esplá pasa por ser muy disonante. Efectivamente, lo


es, pero no más que la de cualquier otro músico contemporáneo. Los
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Preludios, de Chopín y los Dos Impromptus, de Granados, lo son tam-


bién y hace bastantes años que fueron compuestos. Por lo general, Esplá
tiene un sentido más colorista de la armonía que expresivo, al revés de
390 Dolores Pala Berdejo

lo que ocurre en Hidemith, por ejemplo, en el que la disonancia es un


valor dramático ; tampoco tiene, Esplá, predilección por la disonancia
percutiva, a la manera de un Bartok o un Stravinsky ; o de un Rodrigo
y un Rodolfo Halffter, en España.
Tocados con firme lógica interna, los Bocetos levantinos causan una
impresión de tersura y delicadeza. I,as constantes modulaciones y las
disonancias de color les confieren una especial iridiscencia : es un pai-
saje calmo, luminoso, que titila y cabrillea en infinitas chispas de luz.
La pieza más singular de la colección es la que lleva el título de «Canto
de la Umbría)) y el subtítulo de «nocturno». Es una pieza de difícil
expresión para el intérprete, pero que capta en seguida al oyente, por
su singular belleza, cuando logra adentrarse en ella ; es la otra cara del
Levante luminoso, es la Umbría, el bosque susurrante y misterioso en
plena sierra, cuyos latidos ha espiado Esplá fervorosamente ; ese latido
melancólico flota en una tupida penumbra musical, sin atreverse a des-
prenderse de ella, hasta que, por último, vuela libremente la melodía
sola, pura, desnuda. Y ese desenlazarse de la melodía, esa especie de
éxtasis O de contemplación casi religiosa de la línea desnuda, del arabesco
—que se encuentra también, de manera muy característica, en la música
de Albéniz— es, sin duda, un rasgo oriental, una de las herencias que el
alma española ha recibido de Oriente.
Bocetos levantinos es el primer cuaderno de una colección titulada
Úrica española; el segundo cuaderno es Tonadas antiguas; el tercero, un
tríptico de melodías para canto y piano no estrenado en España. Todas
las melodías de Lírica española son, como hemos advertido antes, origi-
nales, salvo el Romance de Tonadas antigua-s que procede del libro de
Salinas, el famoso músico ciego, amigo de Fray Luis de León, y catedrá-
tico de Salamanca. El romance de Salinas fue utilizado por Esplá en un
pasaje del cuarto movimiento de la «suite» Poema de niños, estrenada por
la Orquesta Sinfónica en 1915, y es la misma melodía del célebre cuadrito
«Melisendra en la torre)), el segundo cuadro de El Retablo de Maese Pedro,
de Falla. El Retablo fue estrenado en 1923 y su composición data de unos
años antes, de 1919 ; en todo caso, es posterior al Poema de niños, de
Esplá, estrenado, como hemos dicho, en 1915. La coincidencia me parece
digna de ser señalada, tanto más, cuanto que «Melisendra en la torre»
está conceptuado como el pasaje más emotivo y más exquisito de todo el
Retablo.
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Desde luego el Romance de Salinas aparece en la transcripción de


Esplá en toda su paradisíaca desnudez,. Cómo un arte esencialmente ba-
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rroco, como es el del levantino, puede convertirse en pura transparencia,


nos lo muestra también Conseja, otra de las Tonadas antiguas. No puede
hacerse música con menos notas de las que figuran en esta Conseja, de un
Osear Esplá, un músico, un paisaje 331

lirismo ardiente y puro ; también aquí la melodía, desprendiéndose de


todo andamiaje armónico, recupera su libre y emocionado vuelo.
La Sonata Española fue compuesta para contribuir a un homenaje a
Chopin que organizó la UNESCO con motivo del centenario de la muerte
del músico polaco.
A pesar de su preocupación por la gran forma, en su música para piano
Esplá se contenta, salvo contadas excepciones, con un patrón más modesto.
Sin embargo, el «Scher/.o» Crcpusculum, en cierta medida, la sonata para
piano y violín —si queremos incorpararla también al grupo de obras pia-
nísticas— y la Sonata Española nos dan idea de que esa cosa tan repudiada
por el alma ibera que se llama ««sinfonismo» puede echar raíces también
en nuestro suelo. Bela Bartok, en más amplia medida que Esplá, es,
también un ejemplo de cómo puede compaginarse lo popular con una
tradición de cultura europea ; Bartok lo mismo construye según el patrón
tradicional que con una libertad de forma sorprendente. Esto supone, no
ya un manejo de las formas, sino una especial flexibilidad del lenguaje
que no puede ser el mismo en un cuarteto que en una danza popular.
Para darse cuenta de lo que supone la actitud de Esplá, recuérdese la
forma esquemática en que Falla troquela sus ideas. Forma esquemática,
se ha dicho, la de los breves cuadros del Retablo; laconismo, concisión,
austeridad en el desarrollo ; crudeza, primitivismo polifónico en el tra-
tamiento orquestal. En cuanto la idea queda expuesta sentenciosamente,
la escena se acaba.
Pues bien, una sonata es justamente todo lo contrario. La exposición
tiene una importancia relativa, a veces, es pura fórmula, como en el pri-
mer tiempo de la Sonata Española, de Esplá. Una vez expuestas las ideas
todo estriba en el desarrollo, en el juego dialéctico, en el manejo, transfor-
mación, trastueque de esas ideas. Claro que la sonata romántica justifica
ciertas libertades que no son admisibles, en general, en la clásica. El
romántico, por lo general, afirma tonalmente el primer período y luego se
lanza a una fantasía a guisa de desarrollo ; más que el juego de los temas
lo que le importa es que la memoria de éstos no se pierda en el oyente.
Osear Esplá titula ((andante romántico» el primer tiempo de su sonata,
que es el que de una manera más directa recuerda a Chopin. El contorno
romántico del tema inicial es captado en seguida por el oyente ; un pasaje
armónico, extrañamente coloreado, nos conduce al segundo tema que,
en contraste también muy romántico, ya no es un ((andante» sino un
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«allegreto» ; esta sección es de una escritura audaz y sumamente disonante,


a pesar de lo cual el oído recoge con claridad las funciones básicas de la
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armonía. El tema romántico del comienzo aparece expuesto de nuevo,


esta vez con una incrementación agógica, una especie de calado armónico,
de fondo titilante, muy chopiniano. La coda nos trae un nuevo tema : se
332 Dolores Pala Berdejo

diría que es una cita textual del polaco ; pero, no, no es más que un hábil
«pastiche» del Chopín de los nocturnos, el de la línea cantante.
La mazurca que figura como segundo tiempo de la sonata es la misma
que con el título de La viudita del conde Laurel, figuraba ya en la colec-
ción La Pájara Pinta, a que creo haber aludido anteriormente ; es una
pieza de mucho ingenio y exquisita finura, en la que la mazurca propia-
mente dicha alterna, como en las mazurcas de Chopín, con otros diseños
danzables expuestos en diferentes secciones. En las mazurcas de Chopín
los entendidos distinguen hasta tres elementos diferentes : la mazurca
propiamente dicha, que es la vieja danza nacional de Mazovia, de carácter
alegre; la oberek o danza abierta, danza de rueda, más movida; y el
kuwajiak, casi siempre en menor, de carácter melancólico, que se inter-
pola, a manera de contraste, entre las otras danzas. También en la mazurca
de Esplá vemos esta diversidad de caracteres ; de la ingenua estilización
de La Viudita, que es la mazurca propiamente dicha, pasamos a secciones
más rítmicas o de más suave elegancia, como ese movimiento de vals que
se esboza por dos veces y desaparece antes de confirmarse plenamente.
Ya se sabe que lo modal es una de las claves de la música de Chopín ;
el modo lidio, por estupenda coincidencia, es el modo nacional polaco.
De forma que al evocar a Chopín, Esplá se encuentra con muchos rasgos
comunes a la música polaca y a la de su tierra, a la alicantina.
El tercero y último tiempo de la sonata, «allegro brioso», es el más
importante : complejo de estructura, divido en diferentes secciones que
pasan por las más diversas expresiones rítmicas, de un lenguaje audací-
simo y recargado, con efectos de una sonoridad sorprendente. El vuelo
hgero de una tonadilla se cruza con el de un coral que suena entre cam-
panas y trompetas. A manera de sugerencia, podría decirse que por la
temperatura, por la «allure» heroica que cobra en determinados momentos,
por la escritura vigorosamente pianística, por la progresión, más dinámica
que propiamente dialéctica, ofrece este tiempo algún parecido con el Finale
de la sonata en si menor, de Chopín. Pero realmente, Esplá no ha pensado
en Chopín en este tiempo, que es el más español de los que componen la
sonata : este cuadro vigoroso, audaz, en el que se mueven y ruedan grandes
masas sonoras de complejas armonías, de delicado matiz o de dilatado
ámbito, de cruda y colorista percusión o de transparente fusión de planos,
es la obra de un músico español que ha llegado, tras muchos años de per-
severante labor, a conformar un lenguaje absolutamente personal.
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A PROPOSITO DE
"LA SALVAJE"

por A. S.

E L público de Madrid está aplaudiendo «La Salvaje», de Jean Anouilh.


Nos llega esta obra con muchos años de retraso, pero es igual.
Nunca nos parece tarde para aplaudir una buena pieza. Además, esta vez,
el hecho —por otras razones— tiene importancia. O, por lo menos, desea-
mos que tenga importancia. Nos referimos al hecho de la presencia en
nuestros escenarios de una obra dura y desnuda, cruel y purificadora.
Quisiéramos tomar la presencia de «La Salvaje» en el teatro Lara como
signo de buen tiempo para el drama en España. No importa que esta
vez el buen signo se llame Anouilh y sea un comediógrafo francés.
Eso no importa. Como no importa que quien esto escribe; no tenga
grandes motivos personales de alegría, en este momento, con relación a la
materia de que ahora trata. Ojalá sea él un caso aislado y que el estreno
de «La Salvaje» sea el signo válido para el porvenir. ¿ Por fin la verdad
—las cosas como son— en nuestros escenarios? Quisiéramos creerlo.
La «salvaje» de esta comedia, es esa muchacha del teatro de Anouilh
—como Antígona, como Euridice— que dice «no», que rehusa ser acogida
en una sociedad ajena e injusta. Si Antígona dice no para que se cumpla
su destino trágico (y ella no sabría dar las razones de su negativa), y
Euridice parque «es difícil» la felicidad, esta muchacha de «La Salvaje»
tiene graves razones para su solidaridad con la miseria, la vergüenza y
el hambre ; tiene grandes razones para no conformarse con la felicidad que
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le ofrecen, con el amor del hombre que quiere, a toda costa, hacerla feliz.
Esta muchacha sabe demasiado para ser feliz. Esta muchacha ha sido
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334 A. S.

duramente golpeada por la vida y ha sentido la vergüenza y el asco,


mientras otros hombres —y otras mujeres—• estaban en paz, fumaban
cigarrillos, tocaban el piano o preparaban un honesto viaje de placer.
Esta muchacha de Anouilh ha descendido a los infiernos, de donde viene
a hacer, en el banquete de los acomodados, su triste y purificador papel
de aguafiestas trágica.
¡Mais quelqu'un troubla la jete!, como en la historia de que nos ha-
blaba Rubén Darío. Pero esta vez no era la Muerte, sino una pálida
muchachita desesperada, una pobre y maravillosa salvaje, piadosa y hu-
milde, orgullosa y fiera, capaz de regresar a los infiernos y volver a vivir
la dura vida de los suyos, en la cloaca familiar, donde toda la vergüenza
le fue revelada. Seguirá existiendo la casa en que ahora está, pero para
ella va a ser como un sueño, como una mala tentación.
Y cierra Anouilh su comedia amargamente. Xo hay solución. Todo
va a seguir igual. Seguirá habiendo dos mundos que seguirán ignorándose
y todo intento de comprensión fracasará. Acaso la última posibilidad del
amor esté —pero Anouilh no lo dice, ni tiene por qué decirlo— detrás
de una revolución. Esto ya —¿para qué hablar de ello?— es política.
Y cerramos nosotros esta nota con la tristeza de no poder decir, como
quisiéramos: «La Salvaje», amigos, es una comedia anacrónica (i). No
podemos decirlo.

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(i) Se estrenó en París en 1934.


AZORIN DESCUBRE EL CINE

por DORRELL

L A incorporación de un escritor, de un estilista, como Azorín, al cine,


merece la mayor atención, la mayor consideración, por parte de todos,
especialmente de los que nos dedicamos desde cualquiera de su medio
centenar de especialidades —intelectuales y técnicas— a su desarrollo.
Hace unos pocos años —tres— que el maestro de escritores descubrió
el bien o mal llamado «séptimo arte». Hasta entonces lo había ignorado,
simplemente. Es simpático, como acertadamente señala un veterano crítico
cinematográfico, que un escritor de la talla de José Martínez Ruiz, se
acerque al cine limpiamente, sin pedir nada a cambio, sin vender guiones
ni permisos de importación, sin buscar más o menos supuestos asesora-
mientos literarios..., gratuitamente, en fin. Es simpático, repito, pero vea-
mos ahora si es útil su aportación.
Azorín declara haber visto unas seiscientas películas en tres años. No
es mucho, pero puede dar una idea general de lo que el cine ha aportado a
la actual cultura popular, si estas seiscientas películas hubieran sido selec-
cionadas, pero no ; las seiscientas películas proyectadas ante los nuevos
ojos de Azorín han sido simplemente las estrenadas -en los últimos años,
que no se han caracterizado precisamente por su gran calidad, sin selección,
sin preparación previa, a la buena de Dios, como han ido surgiendo en
las pantallas de los cines de sesión continua y programa doble, que son los
que frecuenta, según propia confesión, y en donde no siempre pueden
verse completos y en buenas condiciones los films.
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En algún otro sitio ya he dicho que mi primer recuerdo de Azorín,


alcanza mi juventud, casi mi niñez, mi época de estudiante de bachille-
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rato, y que, desde entonces, se mantiene mi devoción y mi admiración por


él, y que aún hoy, a pesar de todo, lucha en su favor, disculpando este
7*
336 Dorrell

fervor por el cine. Pues si bien es verdad que resulta hermosa, como
decíamos más arriba, su dedicación limpia, también es triste que un hombre
que ha mantenido una hermosa postura de purismo literario se deje vencer
por el falso brillo de un arte segundón y por el dudoso valor de un Érrol
Flynn.
No hay duda que en muchas páginas de su reciente libro «El cine y el
momento», encontramos pensamientos felices y observaciones acertadas.
Algunas frases ya han sido señaladas en otras reseñas de esta obra, y
nosotros podríamos hacer lo mismo con facilidad. Pero esto no basta, esto
nos llevaría a un elogio fácil y de compromiso. Una frase feliz puede es-
cribirla aisladamente el más torpe cronista de cualquier periódico. Lo
importante en un escritor que lanza un libro, sobre todo con la autoridad
de un hombre consagrado, es mantener una unidad ideológica a lo largo
de todas sus páginas, apoyar unos conceptos con los siguientes, extraer
consecuencias, aportar ejemplos perfectos, demostrar un conocimiento
exacto del tema... y en esto es en lo que falla el autor de esta obra. Utiliza,
naturalmente, ejemplos de entre las películas que ha conocido personal-
mente —actitud nada censurable en sí, pues demuestra una probidad
absoluta y buena fe— pero ello le obliga a citar películas que o no se
ajustan a su idea, o no merecen el rango de ejemplaridad que les concede
su cita.
Se aprecia, por otra parte, una desorientación en la valoración del cine.
Parece que los mentores del autor no son tampoco unos expertos «gour-
mets» y que se dejan influir por gustos muy personales o por ideas pre-
fabricadas, todo ello muy peligroso a la hora de juzgar.
De todas maneras, el libro de Azorín tiene un evidente interés para el
aficionado selecto, que no podrá por menos de tenerlo presente en su
biblioteca. La enumeración de los capítulos —en rigor verdaderos artícu-
los— dará una idea bastante clara al lector del interés que le ofrece
este libro: «Caducidad», «Cine de fantasía», «La interpretación», «El
Director», «Una puerta», «Un error», «Un embrión», «Maquillaje», «Sin
arqueología», «El tipo medio», «Don Juan», «Conjunción», «Carmen»,
«Cine realista», «"entregent"», «Duplicidad», «Cine italiano», «Gary
Cooper», «Aurora Bautista», «Donald», «La eterna cuestión», «La sortija
de Claudette», «Hugo Donarelli», «El público», «Películas policíacas»,
«Sesiones privadas», «Comidas», «Guioncito», «Gramática del cine»,
«Isbert», «Geografía», «Las tres unidades», «Fernando Rey», «La medi-
cina», «Silvana Mangano», ((Conchita Montes», «Penélope», «Los tribu-
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nales», «Hollywood», «Hasta luego».


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El cine y el momento, por Azorín. Biblioteca Nueva, Madrid, 1953, 190 páginas,
en 8.°, una lámina fuera de texto. Rústica, 30 ptas.
EL MUNDO DE
ANA MARÍA MATUTE(I)
por J. M.a Q.

S i se me preguntara de pronto —acabo de leer varias narraciones


de Ana María Matute (2)— qué de peculiar tiene su mundo no-
velístico, acaso no sabría responder. O, quizá, vagamente, muy vagamente,
acudirían a mis labios palabras y palabras, traducción torpe y parcial de
sensaciones que, por descontado, no alcanzarían a definir la complejidad
de un tan extraño mundo poético de pasiones y sentimientos en cons-
tante maduración. Decir, por ejemplo, que el mundo novelístico de Ana
María Matute aparece poblado de niños precoces en los que, en estado
larvario, anidan ya todas las pasiones y sentimientos que han de deter-
minar sus vidas, no sería más que recoger una mínima nota de la orques-
tación total de su incipiente obra. Sin embargo, por alguna parte hay1
que comenzar este breve análisis, y lo voy a principiar por ahí. Así, los
niños, en Ana María Matute, son niños solitarios, tristes, abriéndose a
la vida, madurando, cristalizándose todas sus pasiones y sentimientos
hasta el estallido final, hasta el instante en que toda esa gestación inte-

(1) Si hablo del mundo novelístico de Ana María Matute, pese a lo corto
y próximo de su producción, es porque, a mi entender, tal mundo existe, y estimo,
sin embargo, que no sucede así en otros novelistas con más años y obra más
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extensa.
(2) Fiesta al Noroeste (Premio Café Gijón, 1952). La Ronda. Los niños buenos.
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La pequeña vida.
338 / . M. a Q.

rior, callada, soterrada, como reconcomida, hace explosión, revierte al


exterior en una explosión —pudiéramos decir— cósmica. J u a n Medinao,
en «Fiesta al noroeste», no es más que una consecuencia de ese Juan-
Niño, atemorizado, huidizo, que va descubriendo, entreviendo la vida a
través de u n a madre enfermiza y débil, y de los actos bárbaros, brutales,
del padre. E s ese J u a n - N i ñ o que ve danzar a Salomé —la criada— en el
patio, celebrando la fiesta de agosto tras de la parva del trigo e intuye
más que comprende la infidelidad de su padre ; ese mismo Juan-Niño que,
agazapado en las sombras, adivina más que asiste al nacimiento de su
hermanastro, el que, desde ese momento, va a ser el centro de todo su
odio y todo su amor. Y, por antítesis, ahí está, también, Zácaro, el her-
mano nacido de Salomé. Zácaro-hombre, de igual modo, no es más que
u n a consecuencia de Zácaro-niño. Si, de pequeño, se enfrenta, contesta,
sin u n temblor al Amo con ocasión de la venta de unos cacho-
rros de mastín ; de mayor, lia de hacerlo con su hermanastro cuando le
d'ce : Juan Medinao, queremos que nos aumentes el jornal. Algo seme-
j a n t e sucede, aún cuando se advierte débilmente, en otras narraciones.
E n «La Ronda», Miguel Bruno se siente tan ineluctablemente unido a
su niñez que se ve impelido a regresar a ella para explicarse la razón y
y el fin de su existencia. Y, en «La pequeña vida», Pedro y Paulina,
e x t r a ñ a m e n t e ligados hacia u n destino trágico, van desenvolviendo sus
vidas en el tiempo, y en ellas se advierten siempre constantes invariables
que, en vez de truncarse, van adquiriendo más solidez y contextura.
De cualquier modo, la primera palabra —primera piedra arquitectónica—
de las narraciones de A n a María M a t u t e es el análisis del niño porque
de él va a nacer el hombre, y el hombre, posiblemente, fabricará la trama
de su vida, tejerá —ya luego lo veremos— la tela de araña en donde
quedará prisionero de sí mismo. Los niños de Ana María Matute, pudié-
rase añadir, nos dan todos miedo. P o r q u e son todos niños predestinados,
proyectados, brutalmente lanzados, por mejor decir, hacia un fin desola-
doramente trágico y vacío. Son niños, por otra parte, con una sensibilidad
aguzada e hiriente que nos hace temblar de angustia y desasosiego. La
aparición de Paulina, en «La pequeña vida», esa niña pálida, leve como
u n soplo, condenada a romperse como un trocito de cristal, es verdadera-
mente sobrecogedora. Está enferma —dice alguien. Se morirá muy pronto
—añade otro. Y estas dos frases, aparentemente pueriles, parecen defi-
nirla, igual que Maeterlinck decía : Es tan bella que parece que va a
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morir. El m u n d o interno, impenetrable, misterioso e informe de los niños


parece abrirse, entregársenos virgen, en las narraciones de Ana María
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Matute. E s un m u n d o de posibilidades que luego —sabemos— van a


cumplirse, pequeños mundos gelatinosos sin la adivinada consistencia de
los huesos, m u n d o s aislados, silenciosos, en soledad, sin contacto ni com
El mundo de Ana María Matute 339

prensión posible. El deseo, pues, expresado por Ana María Matute al


principio de ese maravilloso cuento titulado «Los niños buenos» («A
veces pienso cuánto me gustaría poder viajar a través de un cerebro
infantil») parece haberlo conseguido en parte, cuando menos litera-
riamente.
Hay que escapar, escapar. Huir, huir. Pero escapar de ¿qué? Huir
de ¿ qué ? He aquí, planteada, otra de las constantes de la novelística de
Ana María Matute. Todos sus personajes sienten unos imperativos deseos
de escapar, de huir en el espacio e incluso en el tiempo. (Dicho sea de
paso, esta constante, al igual que la anterior, está íntimamente ligada
al paisaje, con el ambiente, y sólo para su examen y análisis, por su
mejor comprensión, la estimo por separado.) Juan-Niño, la noche en
que ve danzar a Salomé e intuye el pecado de su padre, siente cómo van
naciéndole unos confusos deseos de huir, de alejarse hacia no sabe donde.
Son unos deseos, estos de Juan-Niño, misteriosos y profundos, casi meta-
físicos. (he daban ganas de huir y refugiarse en Dios o al Noroeste.)
Más tarde, cuando conoce a Dingo, estos vagos deseos de evasión pare-
cen tomar, engañadamente, una forma concreta y exacta. Dingo t a m bién
quiere huir, pero a él le impulsa un ansia puramente física, la necesidad
de escapar a un ambiente mísero y triste. Dingo, al fin, huye, se une a
una cuadrilla de titiriteros y abandona la Artámila, y deja, también, en
ella, a Juan-Niño, que se siente más sólo y traicionado que nunca. De
todos modos —pensamos— Juan-Niño no hubiera podido escapar. Porque
—y esto no se lo ha formulado el propio Juan-Niño— sus deseos de
evasión son más hondos y terribles ; Juan-Niño, sin saberloj desea huir
de sí mismo, y a medida que vive, que teje su tela de araña, se siente
más atrapado en los hilos. ¿Y, a fin de cuentas, qué es este tejer su
propio destino sino un sentido nuevo y profundo de lo fatal e inexorable?
En efecto : las narraciones de Ana María Matute vienen como atravesadas
por un viento marcadamente determinista, que se adelgaza y ensancha
acorde con la situación. Nadie puede escapar. Estamos cogidos en la
trampa. Ni huir de nosotros mismos, ni siquiera escapar al paisaje, al
ambiente que nos circunda, estrecha y empequeñece. Porque Dingo —el
que huyó hace veinte años con unos titiriteros— ha de volver a la Artá-
mila. Y vuelve, en efecto. Contempla el pueblo, desde lo alto, y no piensa
detenerse sino pasar, atravesarlo todo entero como una espada de
desprecio. Pero, hay fuerzas —esta vez no en el hombre sino extrañas
a él— que le empujan y determinan a entrar y detenerse en la Artámila,
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a ocupar un calabozo de la Artámila. Un niño cayó bajo las ruedas, y la


tormenta espantó las muías que arrastraron el carretón hasta la misma
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plaza del pueblo. Fuerzas semejantes son las que provocan la muerte de
Pedro y Paulina en «L,a pequeña vida». Desde niños han soñado en huir,
340 . / . M. a Q.

huir, en escapar a la opresión y sordidez de u n ambiente. Pero, como


predestinados, cuando principia el camino de su libertad son arrollados
por el tren. Como u n símbolo, los zapatos de bailarina que para ellos
representan ese m u n d o libre tan suspirado, son los culpables de su triste
fin, al enredarse el pie de Paulina entre los travesanos de la vía. Valga
— y es u n reproche— que la crueldad del final de esta novela me pareció,
si no innecesario, sí, al menos, débilmente justificado.
¿Será preciso decir —y éste es ya otro p u n t o — que las narraciones
de Ana María Matute sorprenden y apasionan, entre otras causas, porque
están concebidas y escritas desde dentro ? La dimensión íntima, interna,
de los seres creados por Ana María Matute se cumple en su totalidad.
Los personajes irradian una fuerza entrañable que los identifica y dis-
tingue y personaliza. E n este tiempo estamos m u y acostumbrados a leer
toda una literatura epidérmica, literatura-corteza, hueca, donde los hom-
bres no son más que cuerpo, envoltorio de apenas nada, para que, al
toparnos con las narraciones de A n a María M a t u t e , no acusemos sorpresa.
La vida empieza dentro de los niños y va discurriendo, como la savia
del árbol, por dentro de ellos, no por fuera, y es más importante ir descu-
briendo el desarrollo de pasiones y sentimientos que no el puro desarrollo
biológico. Este escribir de dentro hacia afuera es tan notorio y evidente
que, incluso, a veces, el paisaje se transforma, muda, enloquece, cobra
vida animal hasta hacerse consecuencia del estado de ánimo del hombre.
Viene a ser algo así como la definitiva tristeza de ciialquier música —no
importa sea alegre, ruidosa, movida— cuando uno está triste. Esta vida
interior, íntima, terrible, de los atormentados personajes de Ana María
M a t u t e parece ser la que, por su propia fuerza y fiereza, condiciona y
conduce la trama de sus relatos. E s algo antitético, opuesto, a las bases
aristotélicas de la tragedia. Aquí, la trama dibuja y condiciona los carac-
teres. E n Ana María Matute todo parece nacer del volcánico empuje de
los caracteres. Una narración —«La ronda»— viene, por sí sola, en sus-
tentación de cuanto antecede. T a n t o su construcción como su desarrollo
obedecen a esta necesidad de llegar hasta el corazón del hombre, de vivir
interna, entrañablemente una vida. Se desarrolla el relato en el «tempo»
de una noche. Los mozos, con la madrugada, han de marchar a la guerra,
y la ronda —callejear, beber, cantar— es por despedirlos. Sin embargo,
La ronda de Miguel iba a ser solitaria e intensa. Ronda hacia dentro,
en busca de su propia vida. En efecto : Miguel Bruno se niega a unirse
con sus compañeros y comienza, desde la niñez, a reconstituir su vida.
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Una acción interna, tremendamente viva y angustiosa. Por fuera de él


—como reflejo y necesidad de calmar sus problemas de dentro— preguntas
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a la vieja criada, al padre, la excursión nocturna a la escuela, a sentarse


en el mismo banco de niño, y la búsqueda del «amigo-enemigo», de
El mundo de Ana María Matute 341

Víctor Silbano. (Este concepto de «amigo-enemigo» se da también en


«Fiesta al Noroeste», en el hermano bastardo amado y odiado a un
tiempo, y algún día habrá que analizarlo con detenimiento por cuanto
posee una gran riqueza psicológica. Son unos extraños y contradictorios
deseos de amor y aborrecimiento, de necesidad de compañía, tal vez, y
de desesperadas ansias de soledad.) En «Fiesta al Noroeste» se cumple
también esta dimensión íntima de los seres, sin perjudicar en lo más
mínimo el ritmo de la acción. Nada se detiene, todo fluye naturalmente.
Y hasta tal punto se le hace necesario a Ana María Matute penetrar,
estar dentro de sus personajes, que, en «Fiesta al Noroeste», adopta la
formalidad de una confesión. En un determinado momento, Juan Medi-
nao pide confesión a un sacerdote, y, aun cuando no se narra en primera
persona, la novelista, también desde la niñez, desde ese punto en que
una vida principia a ensancharse, empieza a narrar la complejísima vida
de Juan Medinao.
El paisaje —el modo de tratar el paisaje— ocuparía, igualmente, mi
atención si el espacio y el tiempo lo permitieran. (Quiero, antes de seguir,
hacer constar la provisionalidad y premura de estos apuntes.) El paisaje
en Ana María Matute, puede, sin embargo, apuntarse, es algo personal,
intenso, vivo, como queda dicho más arriba con mucho de vida animal,
mudable, terrible. Y este es, a mi entender, un modo impresionante de
tratar el paisaje. Los árboles, las rocas, el viento, el agua, no están ahí,
solos, inconmovibles, impasibles y ajenos al hombre, sino —en el hombre
está la medida de todas las cosas— se hallan ligados, apareados, casi
consustancialmente unidos, hechos una misma, cosa con el hombre. En
este sentido, cabría, desde luego, mucho que decir.
Y queda, quedan tantas cosas... El estilo directo, claro, conciso, poe-
tizado, pleno de figuras fuertes, pujantes, atrevidas, bastantes veces co-
lindantes con un modo de expresión lorquiana. Pasiones primarias, tre-
mendas, que estallan y chocan en un grito final, a veces contra la serenidad
de las fuerzas antagonistas. Y presidiéndolo todo, la sangre, rebelde, en-
cabritada, corriendo como un río negro las venas o derramándose...
Muchas, muchas más cosas que ya se verán.
Entretanto, vaya la afirmación de que Ana María Matute es, sin
duda, una novelista que hay que tener en cuenta.
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