JOHNSON, Elizabeth A., «Pregunta a las bestias».
Darwin y el Dios del amor,
Sal Terrae, Santander 2015, xviii + 333 pp.
Es sabido que la de Johnson constituye una de las voces más equilibradas y valientes
de la teología católica actual. Autora de libros como La que es o La búsqueda del Dios
vivo, su afán ha sido siempre actualizar la tradición cristiana desde una perspectiva
feminista-liberadora y en diálogo con el pensamiento secular. Y ello la ha dotado de la
especial sensibilidad que requiere una obra como esta.
«Pregunta a las bestias y te instruirán» (Job 12,7). Esta frase da la clave de una
nueva aproximación teológica al mundo natural, de un cambio radical de perspectiva.
La naturaleza, además de ser fuente de sabiduría para el ser humano, tiene valor
religioso por sí misma. Dado que hoy es explotada y silenciada, hemos de ponerla en el
centro de nuestra atención y cuidado. La promesa divina de salvación se dirige a la
naturaleza tanto como al hombre. Por eso hay que hablar de «redención cósmica»,
pues todas las criaturas están llamadas, cada cual a su manera, a la dicha eterna. Para
perfilar este enfoque, Johnson opta por una conversación entre un clásico científico, El
origen de las especies, y un clásico teológico, el credo niceno-constantinopolitano, de
clara estructura trinitaria. «Mi apuesta –dice– consiste en que el diálogo entre ambas
fuentes… puede engendrar una teología que sustente una ética ecológica de amor por
la comunidad de la vida que puebla la Tierra» (xvi). Y la apuesta no le sale nada mal…
El libro tiene tres partes. Los caps. 1-3 se dedican a la lectura de El origen, que
Johnson lleva a cabo con notable profundidad y empatía. Nos acerca al perspicaz
observador y gran escritor que fue Darwin; nos muestra cómo van surgiendo en la obra
los pilares de la teoría de la evolución: la variación de caracteres, la selección natural y
la inmensidad de tiempo necesaria para que la combinación de ambas dé como fruto,
a partir de un origen común, la biodiversidad. Pero ante todo nos hace partícipes del
asombro que Darwin experimenta ante la belleza –teñida de sufrimiento y muerte– de
la naturaleza y que le lleva a exclamar hacia el final de su obra: «Hay grandeza en esta
concepción de la vida».
El cap. 4 muestra cómo ha evolucionado la propia teoría de la evolución. Habría
sido deseable mayor atención a los debates en curso. Pero la autora prefiere censurar
los abusos ideológicos de la teoría e insistir en la gran lección que esta nos imparte:
que la vida es un todo interrelacionado. El símbolo recapitulador de El origen es el
árbol de la vida, una «lente ecológica» para observar el mundo.
Los caps. 5-8 quieren situar la historia de la vida en el seno de la Trinidad. El
cap. 5 parte de que el mundo es morada del Espíritu Santo para proponer el
panenteísmo (Dios en todo, todo en Dios) como modelo de la relación Dios-mundo. El
cap. 6, centrado en el Padre, explora cómo Dios actúa en el mundo. Tras un agudo
examen crítico de varias teorías de la acción divina, Johnson se decanta por la de
Tomás de Aquino (causa primera y causas segundas), porque es la que mejor garantiza
la trascendencia divina y la autonomía de las criaturas. Pero la completa con ayuda de
la idea de que la interacción de ley y azar propicia la emergencia de complejidad. El
cap. 7 examina la «encarnación profunda», o sea, su dimensión cósmica. La realidad
del sufrimiento nos muestra que vivimos en un universo cruciforme. La reflexión sobre
la muerte como compañera de la vida es clarividente. Pero dado que la muerte no
puede tener la última palabra, el capítulo se cierra ponderando la «resurrección
profunda»: en el Resucitado se anticipa el destino no solo de la humanidad, sino del
cosmos entero. Se entiende así mejor lo ya dicho sobre la «redención cósmica», que es
el tema del cap. 8. La promesa divina de la que son portadoras todas las criaturas
cobra aquí protagonismo y deviene la clave de bóveda de una sólida teología de la
creación que combina rigor argumentativo y agilidad narrativo-poética.
Los caps. 9-10 se centran en el hombre como miembro de la comunidad de la
vida. Sin negar la singularidad humana, que se refleja también en cómo perturbamos el
equilibrio ecológico, el paradigma de la comunidad de la vida nos permite repensar
nuestra identidad en categorías de parentesco más que de dominio o administración.
Ello privilegia la interconexión, pero también la solidaridad humana con el resto de
criaturas. La comunión no se promueve aquí difuminando los límites entre especies,
sino dejando que cada especie aparezca en su especificidad, englobada, eso sí, en un
todo más abarcador. Este paradigma evita los extremos que suelen crispar el debate.
Interiorizarlo es, pues, un paso capital en el ejercicio de nuestra vocación ecológica,
que consiste en participar del amor que el Dios trino siente por la vida.