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La Segunda Navegación de Platón

El documento resume la interpretación de Platón propuesta por el autor. Sugiere que Platón descubrió una realidad suprasensible más allá de lo físico, lo que llevó al establecimiento de la metafísica. Platón propuso que las causas verdaderas de las cosas no son solo físicas sino también inteligibles, existiendo un mundo de formas puras más allá del mundo sensible. Este descubrimiento a través de la "segunda navegación" distinguió dos planos del ser, uno fenoménico y otro inteligible, sentando las

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La Segunda Navegación de Platón

El documento resume la interpretación de Platón propuesta por el autor. Sugiere que Platón descubrió una realidad suprasensible más allá de lo físico, lo que llevó al establecimiento de la metafísica. Platón propuso que las causas verdaderas de las cosas no son solo físicas sino también inteligibles, existiendo un mundo de formas puras más allá del mundo sensible. Este descubrimiento a través de la "segunda navegación" distinguió dos planos del ser, uno fenoménico y otro inteligible, sentando las

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habían olvidado casi del todo o a cuya validez no se le había hecho plena

justicia. Platón, no obstante, en la Carta VII (que hasta nuestro siglo no


ha sido recuperada como auténtica) afirma claramente que su pasión fun­
damental consistía en la política. Su vida misma lo confirma sin lugar a
dudas, sobre todo a través de sus experiencias en Sicilia. Paradójicamen­
te, también lo confirman los títulos de las obras maestras de Platón, desde
la República hasta las Leyes, d) Por último desde hace algunas décadas se
ha recuperado la dimensión de la oralidad dialéctica y el sentido de aque­
llas cosas últimas que Platón deseaba que permaneciesen no escritas. Sin
embargo, creemos que el verdadero Platón no se encuentra en ninguna de
estas perspectivas, si se asumen por separado como válidas únicamente en
sí mismas; el auténtico Platón se halla más bien en todas estas direcciones
al mismo tiempo, con la dinámica que les es peculiar. Las tres primeras
propuestas de interpretación en realidad arrojan luz sobre tres aspectos de
la pluridimensionalidad y polivalente especulación platónica, sobre tres
dimensiones, tres componentes o tres líneas de fuerza, que surgen de
forma constante —con acentos o desde ángulos diversos— de cada uno de
los escritos de Platón así como de su conjunto global. La cuarta interpreta­
ción, la de la oralidad dialéctica, explica la razón misma de esta polivalen­
cia y pluridimensionalidad, y deja que se aprecien con claridad los auténti­
cos perfiles del sistema platónico.

2. La f u n d a c ió n d e l a m e t a f ís ic a

2.1. La segunda navegación o el descubrimiento de la metafísica

En la filosofía platónica existe un punto fundamental, del que depende


por completo el nuevo planteamiento de todos los problemas de la filoso­
fía y el nuevo clima espiritual que sirve de trasfondo a dichos problemas y
a sus soluciones, como hemos señalado antes. Este punto consiste en el
descubrimiento de la existencia de una realidad suprasensible, es decir
una dimensión suprafísica del ser (de un género de ser no físico), que ni
siquiera había sido barruntada por la precedente filosofía de la physis.
Todos los filósofos naturalistas habían tratado de explicar los fenómenos
apelando a causas de tipo físico y mecánico (agua, aire, tierra, fuego,
calor, frío, condensación, enrarecimiento, etc.).
El propio Anaxágoras, afirma Platón, que había aceptado la necesidad
de introducir una Inteligencia universal para llegar a explicar las cosas, no
supo aprovechar esta intuición y siguió concediendo un peso preponde­
rante a las causas físicas tradicionales. Sin embargo, y éste es el fondo del
problema, las causas de carácter físico y mecánico, ¿son las verdaderas
causas o no serán sino simples «con-causas», es decir, causas al servicio de
otras más elevadas, de nivel superior? La causa de lo que es físico y
mecánico, ¿no residirá quizás en algo que no es físico y no es mecánico?
Para responder a estos problemas, Platón emprendió lo que él mismo
denomina con una imagen simbólica una «segunda navegación». En la
antigua terminología marinera, se llamaba «segunda navegación» a la que
se emprendía cuando al desaparecer el viento y no sirviendo ya las velas,
se apelaba a los remos. En la imagen platónica, la primera navegación
simboliza el recorrido que realiza por la filosofía impulsada por el viento
de la filosofía naturalista. La «segunda navegación», en cambio, represen­
ta la aportación personal de Platón, la navegación realizada gracias a sus
propias fuerzas, es decir —metáforas aparte— su contribución personal.
La primera navegación había resultado básicamente extraviada en su rum­
bo, porque los filósofos presocráticos no habían logrado explicar lo sensi­
ble a través de lo sensible mismo. Por lo contrario, la «segunda navega­
ción» halla una nueva ruta que conduce al descubrimiento de lo suprasen­
sible, esto es, del ser inteligible. En la primera navegación se permanece
en una vinculación demasiado estrecha con los sentidos y lo sensible,
mientras que en la segunda navegación Platón intenta una radical libera­
ción con respecto a los sentidos y a lo sensible, y un desplazamiento
decidido hacia el plano del puro razonamiento y de lo que se puede captar
con el intelecto y con la mente exclusivamente. Se lee en el Fedón: «Tuve
miedo de que mi alma quedase completamente ciega al mirar las cosas con
los ojos y al tratar de captarlas con cualquiera de los otros sentidos. Y por
eso decidí que debía refugiarme en los razonamientos (logoi) y considerar
mediante éstos la verdad de las cosas (...). Me he internado en esta direc­
ción y, en cada caso, tomando como base aquel razonamiento que me
parezca más sólido, juzgo verdadero lo que concuerda con él, tanto con
respecto a las causas como con respecto a las demás cosas, y lo que no
concuerda lo juzgo no verdadero.» El sentido de esta segunda navegación
resulta particularmente claro, si tenemos en cuenta los ejemplos que men­
ciona el propio Platón.
¿Queremos explicar por qué es bella una cosa? Pues bien, para expli­
car ese «porqué» el filósofo naturalista recurriría a elementos puramente
físicos, como el color, la figura, y otros elementos de esta clase. Sin
embargo —afirma Platón— éstos no son verdaderas causas, sino medios o
con-causas. Por lo tanto, es preciso postular la existencia de una causa
superior, que por ser una verdadera causa será algo no sensible, sino
inteligible. Se trata de la idea o forma pura de lo bello en sí, que —me­
diante su participación, su presencia, su comunidad o, en todo caso, una
cierta relación determinante— hace que las cosas empíricas sean bellas, es
decir, se realicen a través de la forma, del color y de la proporción que por
fuerza se requieren para ser bellas.
He aquí un segundo ejemplo, no menos elocuente: Sócrates se halla en
la cárcel, a la espera de ser condenado. ¿Por qué está en la cárcel? La
explicación natural-mecanicista sólo está en condiciones de afirmar lo si­
guiente: porque Sócrates tiene un cuerpo que está formado por huesos y
por nervios, músculos y articulaciones, que mediante la tensión y el rela­
jarse de los nervios puede moverse y poner en funcionamiento los miem­
bros; debido a ello, Sócrates habría movido las piernas, habría ido a la
cárcel y se habría quedado allí. Ahora bien, es evidente lo inadecuado de
tal explicación: no nos da, en realidad, el verdadero «porqué», la razón
por la que Sócrates se halla en la cárcel, sino que se limita a explicar el
medio o el instrumento que Sócrates se valió para caminar y para permane­
cer con su cuerpo en la cárcel. La verdadera causa por la que Sócrates ha
sido encarcelado no es de orden mecánico y material, sino de orden supe­
rior, es un valor espiritual y moral: decidió aceptar el veredicto de los
jueces y someterse a las leyes de Atenas, juzgando que esto era el bien y lo
conveniente. En consecuencia, como resultado de dicha elección de carác­
ter moral y espiritual, Sócrates ha movido los músculos y las piernas, ha
ido a la cárcel y se ha quedado allí.
Podrían multiplicarse indefinidamente los ejemplos de este tipo. Pla­
tón afirma expresamente que lo que dice se aplica a todas las cosas. Esto
significa que para que exista cualquier objeto físico, hay una causa supre­
ma y última que no es de carácter físico, sino de carácter metafísico, como
se dirá utilizando un término acuñado con posterioridad.
La segunda navegación conduce, pues, a reconocer la existencia de dos
planos del ser: uno de ellos, fenoménico y visible, mientras que el otro es
invisible, metafenoménico, aprehensible sólo con la mente y, en conse­
cuencia, puramente inteligible. He aquí el texto mediante el cual Platón
afirma con toda claridad este hecho:
— ¿Y acaso no es verdad que, mientras estas cosas mutables las puedes ver, tocar o
percibir con los otros sentidos corporales, en cambio aquellas otras que permanecen siempre
idénticas no hay otro medio para captarlas si no es mediante el puro razonamiento y la
mente, porque estas cosas son invisibles y no se pueden captar con la vista?
— Es muy cierto lo que dices, respondió.
— Supongamos, por tanto, si quieres — agregó él— dos especies de seres: una especie
visible y otra invisible.
—Supongámoslas, respondió.
— Y que la invisible permanezca siempre en la misma condición y que la visible nunca
permanezca en la misma condición.
— Supongamos esto también, dijo.

Sin ninguna duda, podemos afirmar que la segunda navegación plató­


nica constituye una conquista que señala al mismo tiempo la fundación y
la etapa más importante de la historia de la metafísica. En realidad, todo
el pensamiento quedará decisivamente condicionado por esta distinción:
ya sea en la medida en que se la acepte, como es obvio, o en la medida en
que no se la acepte. En este último caso, tendrá que justificar de un modo
polémico su no aceptación y siempre quedará dialécticamente condiciona­
do por dicha polémica.
Con posterioridad a la segunda navegación platónica —y sólo después
de ella— se podrá hablar de «material» e «inmaterial», «sensible» y «su­
prasensible», «empírico» y «metaempírico», «físico» y «suprafísico». Y es
a la luz de tales categorías como los filósofos físicos precedentes resultan
materialistas, y la naturaleza y el cosmos dejan de ser la totalidad de las
cosas que son, para limitarse a ser la totalidad de las cosas que aparecen.
El verdadero ser está constituido por la realidad inteligible.

2.2. Lo supraceleste o el mundo de las ideas

Estas causas de naturaleza no física, estas realidades inteligibles, fue­


ron denominadas por Platón con el nombre de «idea» y eidos, que quieren
decir «forma». Por lo tanto, las ideas de las que hablaba Platón no son
simples conceptos, es decir, representaciones puramente mentales (el tér­
mino adquirirá este significado mucho más tarde), sino que son entidades,
substancias. Las ideas, pues, no son simples pensamientos, sino aquello
que piensa el pensamiento una vez que se ha liberado de lo sensible, son el
verdadero ser, el ser por excelencia. En resumen: las ideas platónicas son
las esencias de las cosas, esto es, aquello que hace que cada cosa sea lo que
es. Platón utilizó también el término «paradigma», para indicar que las
ideas constituyen un modelo permanente de cada cosa (lo que debe ser
cada cosa).
Sin embargo, las expresiones más famosas mediante las cuales Platón
ha aludido a las ideas son, sin duda alguna, las fórmulas «en sí», «por sí» e
incluso «en sí y para sí» (lo bello en sí, el bien en sí, etc.), que a menudo se
han entendido erróneamente, al transformarse en objeto de encarnizadas
polémicas, que comenzaron apenas Platón acuñó dichas nociones. En
realidad, tales expresiones indican el rasgo de no relatividad y de estabili­
dad: en una palabra, expresan el carácter de absoluto. Afirmar que las
ideas son «en sí y por sí» significa sostener que, por ejemplo, lo bello o lo
verdadero no son tales de un modo exclusivo con respecto al sujeto indivi­
dual (como pretendía Protágoras, por ejemplo), y que no son manipula-
bles de un modo arbitrario por el sujeto, sino que por lo contrario se
imponen al sujeto de un modo absoluto. Afirmar que las ideas son «en sí y
por sí» significa que no se dejan arrastrar por la vorágine del devenir que
arrastra las cosas sensibles: las cosas bellas sensibles se vuelven feas, pero
esto no implica que se vuelva fea la causa de lo bello, es decir, la idea de lo
bello. En definitiva: las verdaderas causas de todas las cosas sensibles son
mutables por su propia naturaleza, no pueden cambiar también ellas, o en
tal caso no serían las verdaderas causas, no serían las razones últimas y
supremas.
El conjunto de las ideas, con los rasgos que acabamos de describir, ha
pasado a la historia con el nombre de «hiperuranio», que se utiliza en el
Fedro y que se ha vuelto celebérrimo, si bien no siempre ha sido entendi­
do de modo correcto. Platón escribe:
Este lugar supraceleste (hiperuranio) jamás ha sido cantado ni será cantado dignamente
por los poetas de aquí abajo. Es así, empero, porque hay que tener el coraje de decir la
verdad, sobre todo cuando se habla de la verdad. En realidad, la substancia (la realidad, el
ser, es decir, las ideas) es la que realmente es, carente de color, sin figura e intangible, y que
sólo puede ser contemplada por el timonel del alma, por el intelecto, y es el objeto propio
del género de la verdadera ciencia, que ocupa este lugar. Porque el pensamiento de un dios
se nutre de intelecto y de ciencia pura, también el de toda alma que se proponga acoger todo
aquello que le corresponda, una vez que ha atisbado el ser, se regocija por ello y al contem­
plar la verdad se alimenta de ésta y se fortalece, hasta el momento en que la rotación circular
la vuelve a conducir al mismo punto. Durante esta evolución contempla la justicia en sí,
contempla la sabiduría, contempla la ciencia, no aquella a la que está vinculado el devenir,
ni aquella que es mudable porque se halla en los distintos objetos que llamamos entes, sino
aquella que es realmente ciencia del objeto que es realmente ser. Y después de haber
contemplado del mismo modo las demás entidades reales y de haberse saciado de ellas, se
sumerge otra vez en el interior del cielo y vuelve a casa.

Hay que advertir que «lugar hiperuranio» significa «lugar sobre el


cielo» o «sobre el cosmos físico» y, por tanto, se trata de una representa­
ción mítica de una imagen que —si se entienden adecuadamente— indican
un lugar que no es en absoluto un lugar. En realidad, a continuación las
ideas se describen como poseedoras de rasgos que no tienen nada que ver
con un lugar físico (carecen de figura y de color, son intangibles, etc.). En
consecuencia, lo supraceleste constituye la imagen del mundo no espacial
de lo inteligible (perteneciente al género del ser suprafísico). Platón subraya
con precisión que este lugar supraceleste y las ideas que en él se encuen­
tran «sólo son captados por la parte más elevada del alma», es decir, por la
inteligencia y sólo por ésta. En definitiva, lo supraceleste es la meta a
la que conduce la segunda navegación.
A modo de conclusión, mediante su teoría de las ideas Platón ha pre­
tendido afirmar lo siguiente: lo sensible sólo se explica apelando a la
dimensión de lo suprasensible, y lo relativo exige recurrir a lo absoluto, lo
móvil a lo inmóvil, y lo corruptible a lo eterno.

2.3. La estructura del mundo ideal

Como ya hemos mencionado en diversas ocasiones, por lo menos de


forma implícita, el mundo de las ideas está constituido por una multiplici­
dad, en la medida en que allí hay ideas de todas las cosas: ideas de valores
estéticos, ideas de valores morales, ideas de las diversas realidades corpó­
reas, ideas de los Jistintos entes geométricos y matemáticos, etc. Al igual
que el ser parmeaidiano, esas ideas no han sido generadas, son incorrupti­
bles, inmutable,.
Ahora bien, la distinción entre los dos planos de se r—sensible e inteli­
gible— supera de forma definitiva la antítesis entre Heraclito y Parméni­
des. El perpetuo fluir con todos los rasgos que le son propios es lo caracte­
rístico del ser sensible; en cambio, la inmutabilidad y todo lo que ella
implica es lo propio del ser inteligible. No obstante, quedan por resolver
los dos grandes problemas que había planteado el eleatismo y que los
pluralistas no habían sabido solucionar: cómo pueden existir los múltiples
y cómo puede existir un «no ser». Se trata de dos problemas conectados de
un modo muy estrecho, porque poseen el mismo fundamento, como se ha
comprobado. Para poder formular su propia concepción de las ideas, que
implica una multiplicidad estructural, Platón se veía obligado a afrontar
abiertamente y resolver de manera ciara ambos problemas.
En el diálogo que lleva simbólicamente el título de Parménides, y que
quizás sea el más difícil de todos los diálogos, Platón había puesto en crisis
la concepción de la unidad, tal como la entendían los eleáticos. Lo uno (o
la unidad) no puede pensarse de una manera absoluta, es decir, de una
manera que excluya toda multiplicidad: lo uno no existe sin los muchos, al
igual que los muchos no pueden existir sin lo uno. Sin embargo, es en el
diálogo Sofista donde Platón brinda la solución a la posibilidad de la
existencia de la multiplicidad, gracias a la intervención de un personaje al
que no se otorga un rostro y que recibe el nombre simbólico de «el Extran­
jero de Elea». Parménides tiene razón cuando afirma que no existe el
no-ser, entendido como la negación absoluta del ser; se equivoca, empe­
ro, cuando cree que ésta es la única forma de no-ser. Existe el no-ser como
diversidad o alteridad, cosa ésta que los eleáticos no habían comprendido.
Toda la idea, para ser aquella idea que es, debe ser diferente a todas las
demás, es decir, debe «no ser» todas las otras. Por ello, cada idea tiene
una determinada dosis de ser, pero un infinito no-ser, en el sentido de que
precisamente para ser la que es debe no ser todas las demás, como hemos
visto. Por último, también se supera a Parménides al admitir una quietud
y un movimiento ideales en el mundo inteligible: cada idea es de modo
.. .porque la generación, aunque sea en una criatura mortal, es perennidad
e inmortalidad».
b) A continuación, está el grado de los amantes que son fecundos no
en sus cuerpos sino en sus almas, portadores de una simiente que nace y
crece en la dimensión del espíritu. Entre los amantes pertenecientes a la
dimensión del espíritu se hallan, en una escala progresivamente más ele­
vada, los amantes de las almas, los amantes de las artes, los amantes de la
justicia y de las leyes, los amantes de las ciencias puras.
c) Finalmente, en la culminación de la escala del amor, se halla la
visión fulgurante de la Idea de lo Bello en sí, de lo Absoluto.
Platón profundiza en el Fedro acerca del problema de la naturaleza
sintética y mediadora del amor, conectándolo con la doctrina de la remi­
niscencia. Como sabemos, en su vida originaria cuando formaba parte del
séquito de los dioses, el alma había contemplado lo supraceleste y las
ideas; después, al perder sus alas y precipitarse en un cuerpo, ha olvidado
todos.
Sin embargo, aunque sea con esfuerzo, filosofando, el alma recuer­
da aquellas cosas que antes había visto. Tal recuerdo, en el caso particular
de la Belleza, tiene lugar de un modo muy específico, porque es la única
entre todas las ideas que posee la suerte privilegiada de ser extraordinaria­
mente evidente y extraordinariamente amable. Este traslucirse de la Be­
lleza ideal en lo bello sensible es algo que enardece el alma, que se ve
presa del deseo de echarse a volar, para regresar al sitio desde donde
había descendido. Este deseo constituye precisamente el Eros que, me­
diante el anhelo de lo suprasensible, hace que reaparezcan en el alma sus
antiguas alas y pueda elevarse.
El amor (el «amor platónico») es nostalgia de lo Absoluto, tensión
transcendente hacia lo metaempírico, fuerza que nos impulsa a volver
hacia nuestro originario ser junto a los dioses.

4. La c o n c e p c ió n d e l h o m b r e

4.1. La concepción dualista del hombre

En la sección anterior, hemos explicado que la relación entre las ideas


y las cosas no es dualista en el sentido más usual del término, puesto que
las ideas constituyen la verdadera causa de las cosas. En cambio la concep­
ción platónica de las relaciones entre el alma y cuerpo es dualista (en
algunos diálogos, en un sentido total y radical) porque además del ele­
mento metafisico-ontologico se introduce el factor religioso del orfismo,
que transforma la distinción entre el alma (suprasensible) y cuerpo (sensi­
ble) en una oposición. Por dicho motivo, se considera que el cuerpo no es
tanto el receptáculo del alma, a quien le debe la vida y sus capacidades (y
en consecuencia, es un instrumento al servicio del alma, como afirmaba
Sócrates), sino más bien la tumba y la cárcel del alma, es decir, un lugar de
expiación del alma. Leemos en el Gorgias: «Y yo no me maravillaría si
Eurípides estuviese en lo cierto cuando dice: “¿Quién podría saber si el
vivir no es morir, y el morir no es vivir?”, y que nosotros, en realidad,
quizás estamos muertos. Ya he oído decir, por hombres sabios, que nos­
otros ahora estamos muertos, y que el cuerpo es una tumba para
nosotros.»
Mientras tengamos cuerpo, estamos muertos, porque somos funda­
mentalmente nuestra alma, y el alma mientras se halle en un cuerpo está
como en una tumba y por lo tanto insensibilizada. Nuestra muerte corpo­
ral en cambio es vivir, porque al morir el cuerpo el alma se libera de la
cárcel. El cuerpo es la raíz de todo mal, es origen de amores alocados,
pasiones, enemistades, discordias, ignorancia y demencia: precisamente,
todo esto es lo que lleva la muerte al alma. Esta concepción negativa del
cuerpo se atenúa en cierta medida en las últimas obras de Platón, pero
jamás desaparece del todo.
Una vez dicho esto, es necesario además advertir que la ética platónica
sólo en parte se halla condicionada por este dualismo extremo. De hecho
sus teoremas y sus corolarios de fondo se apoyan más sobre la distinción
metafísica de alma (ente afín a lo inteligible) y cuerpo (ente sensible) que
sobre la contraposición mistérico-filosófica entre alma (demonio) y cuer­
po (tumba y cárcel). De esta última proceden las formulaciones extremis­
tas y la paradójica exageración de algunos principios, que en cualquier
caso son válidos en el contexto platónico, incluso en el plano puramente
ontològico. En definitiva, la segunda navegación sigue constituyendo el
verdadero fundamento de la ética platónica.

4.2. Las paradojas de la huida del cuerpo y la huida del mundo y su


significado

Una vez establecido esto, examinamos a continuación las dos parado­


jas más conocidas de la ética platónica, que con frecuencia han sido malin-
terpretadas, porque se ha atendido más a su apariencia externa de orden
mistérico-filosófico, que a su substancia metafísica. Nos estamos refirien­
do a las dos paradojas de la huida del cuerpo y de la huida del mundo.
1) La primera paradoja ha sido desarrollada sobre todo en el Fedón. El
alma debe tratar de huir lo más posible del cuerpo y por ello el verdadero
filósofo desea la muerte, y la verdadera filosofía es un ensayo de muerte.
El sentido de esta paradoja se nos presenta con mucha claridad. La muer­
te es un episodio que, desde un punto de vista ontologico, únicamente hace
referencia al cuerpo. No sólo no perjudica al alma, sino que le acarrea un
gran beneficio, al permitirle una vida más verdadera, una vida com­
pletamente recogida en sí misma, sin obstáculos ni velos y plenamente
unida a lo inteligible. Esto significa que la muerte del cuerpo inaugura la
auténtica vida del alma. Por tanto al invertir la formulación de la paradoja
no se cambia su sentido, sino que se especifica mejor: el filósofo es aquel
que desea la vida verdadera (la muerte del cuerpo), y la filosofía es un
ejercitarse en la verdadera vida, la vida en la pura dimensión del espíritu.
La huida del cuerpo es el reencuentro con el espíritu.
2) También se hace evidente el significado de la segunda paradoja, la
huida del mundo. Por lo demás Platón nos lo desvela de modo muy explí­
cito, explicándonos que huir del mundo significa transformarse en virtuo­
so y tratar de asemejarse a Dios: «El mal no puede desaparecer, porque
siempre tiene que haber algo opuesto y contrario al bien; tampoco puede
hallar cobijo entre los dioses, sino que debe por necesidad merodear sobre
esta tierra y alrededor de nuestra naturaleza mortal. Por esto nos conviene
disponernos a huir de aquí con la máxima celeridad, para subir más arriba.
Y este huir es un asemejarse a Dios en aquello que le es posible a un
hombre; y asemejarse a Dios es adquirir justicia y santidad y, al mismo
tiempo, sabiduría.»
Como se ve, ambas paradojas tienen idéntico significado: huir del
cuerpo quiere decir huir del mal del cuerpo, a través de la virtud y el
conocimiento; huir del mundo quiere decir huir del mal del mundo, tam­
bién a través de la virtud y el conocimiento; lograr virtud y conocimiento
quiere decir hacerse semejantes a Dios, que, como se afirma en las Leyes,
es medida de todas las cosas.

4.3. La purificación del alma como conocimiento y la dialéctica como


conversión

Sócrates había considerado el cuidado del alma como la suprema obli­


gación moral del hombre. Platón reafirma el mandamiento socrático, pero
le añade un matiz místico, señalando que «cuidado del alma» significa
«purificación del alma». Tal purificación se lleva a cabo cuando el alma
transcendiendo los sentidos se posesiona del puro mundo de lo inteligible
y de lo espiritual, uniéndose a él como a algo que le es similar y connatu­
ral. En este caso la purificación —algo muy diferente a las ceremonias
órficas de iniciación— coincide con el proceso de elevación hasta el supre­
mo conocimiento de lo inteligible. Hay que reflexionar precisamente so­
bre este valor de purificación que se atribuye a la ciencia y al conocimiento
(valor que, en parte, los antiguos pitagóricos ya habían descubierto), con
objeto de comprender las novedades del misticismo platónico. Éste no
consiste en una contemplación estática y alógica, sino en un esfuerzo
catártico de búsqueda y de ascenso progresivo hasta el conocimiento. Por
eso se entiende a la perfección que, para Platón, el proceso del conoci­
miento racional sea al mismo tiempo un proceso de con-versión moral: en
la medida en que el proceso del conocimiento nos lleva desde lo sensible
hasta lo suprasensible, nos lleva desde un mundo hasta otro, nos conduce
desde la falsa dimensión del ser hasta la verdadera. Por tanto, conociendo
es como el alma se cuida, se purifica, se convierte y se eleva. En esto
reside la verdadera virtud.
Esta tesis no sólo se expone en el Fedón, sino también en los libros
centrales de la República: la dialéctica es una liberación de las servidum­
bres y las cadenas de lo sensible, es una conversión desde el devenir hasta
el ser, es una iniciación al Bien supremo. Por lo tanto con toda justicia ha
podido escribir W. Jaeger a este respecto: «Cuando se plantee el proble­
ma, no ya del fenómeno de la conversión como tal, sino del origen de la
noción cristiana de conversión, hay que reconocer en Platón al primer
autor de este concepto.»
4.4. La inmortalidad del alma

Sócrates consideraba que, para fundar la nueva moral, bastaba con


comprender que la esencia del hombre es su alma (psyche). Por lo tanto
no era necesario en su opinión determinar si el alma era o no inmortal; la
virtud tiene su premio en sí misma, al igual que el vicio tiene el castigo en
sí mismo. En cambio, el problema de la inmortalidad se convierte en algo
esencial: si al morir el hombre se disuelve totalmente en la nada, no
bastaría con la doctrina de Sócrates para refutar a quienes niegan todo
principio moral (como por ejemplo los sofistas políticos, de los cuales
Calicles, personaje del Gorgias, era un representante típico). Además, el
descubrimiento de la metafísica y la aceptación del núcleo esencial del
mensaje órfico imponían la cuestión de la inmortalidad como algo funda­
mental. Es muy explicable, pues, que Platón haya vuelto en más de una
ocasión sobre este tema: de forma breve en el Menón, luego en el Fedón
con tres pruebas sólidas, y más tarde con nuevas pruebas de refuerzo, en
la República y en el Fedro.
Vamos a resumir brevemente la prueba central que se halla en el
Fedón. El alma humana —afirma Platón— es capaz, como acabamos de
ver, de conocer las cosas inmutables y eternas. Sin embargo, para poder­
las captar, debe poseer como conditio sine qua non una naturaleza afín a
ellas: en caso contrario, aquéllas superarían la capacidad de esta naturaleza.
Y como aquellas cosas son inmutables y eternas, también el alma debe
ser inmutable y eterna.
En los diálogos anteriores al Timeo, las almas parecían carecer de final
y de nacimiento. En cambio, en el Timeo son engendradas por el Demiur­
go, con la misma substancia con la que ha sido hecha el alma del mundo
(compuesta de esencia, de identidad y de diversidad). Por tanto, se origi­
nan mediante un nacimiento pero, por peculiar disposición divina, no
están sujetas a la muerte, al igual que no está sujeto a la muerte nada de lo
que ha sido producido directamente por el Demiurgo.
Las diversas pruebas que proporciona Platón nos ofrecen un factor
común: la existencia y la inmortalidad del alma únicamente tienen sentido
si se admite que hay un ser metaempírico; el alma constituye la dimensión
inteligible y metaempírica —y, por ello, incorruptible— del hombre. Con
Platón, el hombre descubre que posee dos dimensiones. Y tal adquisición
será irreversible, porque incluso aquellos que nieguen una de las dos di­
mensiones, otorgarán a la dimensión física —la única a la que le conceden
existencia— un significado por completo distinto al que tenía cuando se
ignoraba la dimensión espiritual.

4.5. La metempsicosis y los destinos del alma después de la muerte

Platón narra a través de numerosos mitos cuál será el destino del alma
después de la muerte del cuerpo, cuestión que se manifiesta con bastante
complejidad. Sería absurdo el pretender que las narraciones míticas ten­
gan una linealidad lógica, que sólo puede proceder de los discursos dialéc­
ticos. El objetivo de los mitos escatológicos consiste en hacer creer, en
formas diversas y mediante diferentes representaciones alusivas, ciertas
verdades profundas a las que no se puede llegar con el puro logos, si bien
éste no las contradice y en parte las rige.
Para hacerse una idea precisa acerca de cuál será el destino de las
almas después de la muerte, en primer lugar hay que poner en claro la
noción platónica de la metempsicosis. Como es sabido, la metempsicosis
es una doctrina que afirma que el alma se traslada a través de distintos
cuerpos, renaciendo en diversas formas vivientes. Platón recibe esta doctri­
na desde el orfismo, pero la amplía en distintos aspectos, presentándola
básicamente en dos formas complementarias.
La primera forma es la que se nos presenta en el Fedón con todo
detalle. Allí se dice que las almas que han vivido una vida excesivamente
atada a los cuerpos, a las pasiones, a los amores y a los gozos de esos
cuerpos, al morir no logran separarse completamente de lo corpóreo, que
se les ha vuelto connatural. Por temor al Hades, esas almas vagan errantes
durante un cierto tiempo alrededor de los sepulcros, como fantasmas,
hasta que, atraídas por el deseo de lo corpóreo, se enlazan nuevamente a
otros cuerpos de hombres o incluso de animales, según haya sido la bajeza
de la vida moral que hayan tenido en su existencia anterior. En cambio,
las almas que hayan vivido de acuerdo con la virtud —no la virtud filosófi­
ca, sino la corriente— se reencarnarán en animales mansos y sociables, o
incluso en hombres justos. Según Platón, «a la estirpe de los dioses no
puede agregarse quien no haya cultivado la filosofía y no haya abandona­
do con toda pureza su cuerpo, sino que solamente se le concede a aquel
que ha sido amante del saber».
No obstante en la República Platón menciona un segundo tipo de
reencarnación del alma muy distinto del anterior. Existe un número limi­
tado de almas, de modo que si en el más allá todas recibiesen un premio o
un castigo eternos, llegaría un momento en el que no quedaría ninguna
sobre la tierra. Debido a este motivo evidente, Platón considera que el
premio y el castigo ultraterrenos, después de haber vivido en este mundo,
deben tener una duración limitada y un plazo establecido. Puesto que una
vida terrena dura cien años como máximo, Platón —obviamente influido
por la mística pitagórica del número diez— considera que la vida ultrate-
rrena debe durar diez veces cien años, esto es, mil años (en el caso de las
almas que han cometido crímenes enormes e irredimibles, el castigo conti­
núa más allá del milésimo año). Una vez transcurrido este ciclo, las almas
deben volver a encarnarse.
En el mito del Fedro, si bien con diferencias de modalidad y de ciclos
de tiempo, se manifiestan ideas análogas, de las que se infiere que las
almas recaen cíclicamente en los cuerpos y más tarde se elevan al cielo.
Nos encontramos, pues, ante un ciclo individual de reencarnaciones,
vinculado a los avatares del individuo, y ante un ciclo cósmico, que es el
ciclo del milenio. Precisamente a este último hacen referencia los dos
célebres mitos: el de Er, que aparece en la República, y el del carro alado,
que figura en el Fedro. Ambos serán examinados a continuación.
4.7. El mito del carro alado

En el Fedro Platón propuso otra visión del más allá, aún más complica­
da. Los motivos hay que atribuirlos probablemente al hecho de que ningu­
no de los mitos examinados hasta ahora explica la causa del descenso de
las almas hasta los cuerpos, la vida inicial de las almas y las razones de su
afinidad con lo divino. Originariamente, el alma estaba próxima a los
dioses y en compañía de éstos vivía una vida divina. Debido a una culpa,
cayó a un cuerpo sobre la tierra. El alma es como un carro alado tirado
por dos caballos y conducido por un auriga. Los dos caballos de los dioses
son igualmente buenos, pero los dos caballos de las almas humanas perte­
necen a razas distintas: uno es bueno, el otro malo, y se hace difícil condu­
cirlos. El auriga simboliza la razón, los dos caballos representan las partes
alógicas del alma, es decir, la concupiscible y la irascible, sobre las que
volveremos más adelante. Algunos creen, sin embargo, que auriga y caba­
llos simbolizan los tres elementos con que el Demiurgo, según el Timeo,
ha forjado el alma. Las almas forman el séquito de los dioses, volando por
los caminos celestiales, y su meta consiste en llegar periódicamente junto
con los dioses hasta la cumbre del cielo, para contemplar lo que está más
allá del cielo: lo supraceleste (el mundo de las ideas) o, como dice también
Platón, la Llanura de la verdad. No obstante, a diferencia de lo que suce­
de con los dioses, para nuestras almas resulta una empresa ardua el llegar
a contemplar el Ser que está más allá del cielo y el lograr apacentarse en la
Llanura de la verdad, sobre todo por causa del caballo de raza malvada,
que tira hacia abajo. Por ello, ocurre que algunas almas llegan a contem­
plar el Ser, o por lo menos una parte de él, y debido a esto continúan
viviendo junto con los dioses. En cambio, otras almas no llegan a alcanzar
la Llanura de la verdad: se amontonan, se apiñan y, sin lograr ascender
por la cuesta que conduce hasta la cumbre del cielo, chocan entre sí y se
pisotean. Se inicia una riña, en la que se rompen las alas, y al perder su
capacidad de sustentación, estas almas caen a la tierra.
Mientras el alma logra contemplar el Ser y verse apacentada en la
Llanura de la verdad, no cae a la tierra y, ciclo tras ciclo, continúa vivien­
do en compañía de los dioses y de los demonios. La vida humana a la que
da origen el alma al caer, resulta moralmente más perfecta en la medida
en que haya contemplado más la verdad en lo supraceleste y será menos
perfecta moralmente si es que ha contemplado menos. Al morir el cuerpo,
es juzgada el alma, y durante un milenio —como sabemos a través de la
República— gozará de su premio o sufrirá penas, de acuerdo con los
méritos o deméritos de su vida terrena. Después del milésimo año, volve­
rá a reencarnarse.
Con respecto a la República, sin embargo, en el Fedro aparece una
novedad ulterior. Pasados diez mil años, todas las almas recuperan sus
alas y regresan a la compañía de los dioses. Aquellas almas que durante
tres vidas consecutivas hayan vivido de acuerdo con la filosofía, constitu­
yen una excepción y disfrutan de una suerte privilegiada: recuperar las
alas después de tres mil años. Por lo tanto, no hay duda de que en el Fedro
el lugar en que las almas viven junto con los dioses (y al que retornan a los
diez mil años) y el lugar en el que gozan del premio milenario, después de
cada existencia vivida, son dos sitios distintos.
Platón: el mito del carro alado
“Cómo es el alma, requeriría toda una larga y divina explicación; pero decir a qué se parece,
es ya asunto humano y, por supuesto, más breve. Podríamos entonces decir que se parece
a una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva unidos a una yunta alada y a su
auriga. Pues bien, los caballos y los cocheros de los dioses son todos ellos buenos, y buena
su casta, la de los otros es mezclada. Por lo que a nosotros se refiere, hay, en primer lugar,
un conductor que guía una yunta de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno
es bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo contrario,
como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará difícil y duro su manejo.
Y, ahora, precisamente, hay que intentar decir de dónde le viene al viviente la denominación
de mortal e inmortal. Todo lo que es alma tiene a su cargo lo inanimado, y recorre el cielo
entero, tomando unas veces una forma y otras otra. Si es perfecta y alada, surca las alturas,
y gobierna todo el Cosmos. Pero la que ha perdido sus alas va a la deriva, hasta que se
agarra a algo sólido, donde se asienta y se hace con cuerpo terrestre que parece moverse
a sí mismo en virtud de la fuerza de aquella. Este compuesto, cristalización de alma y cuerpo,
se llama ser vivo, y recibe el sobrenombre de mortal. El nombre de inmortal no puede
razonarse con palabra alguna; pero no habiéndolo visto ni intuido satisfactoriamente, nos
figuramos a la divinidad, como un viviente inmortal, que tiene alma, que tiene cuerpo, unidos
ambos, de forma natural, por toda la eternidad. Pero, en fin, que sea como plazca a la
divinidad, y que sean estas nuestras palabras.
Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es
algo así como lo que sigue.
El poder natural del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el
linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuerpo, es lo que
más unido se encuentra a lo divino. Y lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el
estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el plumaje del alma; pero con lo
torpe y lo malo y todo lo que le es contrario, se consume y se acaba. Por cierto que Zeus, el
poderosos señor de los cielos, conduciendo su alado carro, marcha en cabeza, ordenándolo
todo y de todo ocupándose. Le sigue un tropel de dioses y dáimones ordenados en once
filas. Pues Hestia (la Tierra) se queda en la morada de los dioses, sola, mientras todos los
otros, que han sido colocados en número de doce, como dioses jefes, van al frente de las
órdenes a cada uno asignados. Son muchas, por cierto, las beatíficas visiones que ofrece la
intimidad de las sendas celestes, caminadas por el linaje de los felices dioses, haciendo
cada uno lo que tiene que hacer, y seguidos por los que, en cualquier caso, quieran y
puedan. Está lejos la envidia de los coros divinos. Y, sin embargo, cuando van a festejarse
a sus banquetes, marchan hacia las empinadas cumbres, por lo más alto del arco que
sostiene el cielo, donde precisamente los carros de los dioses, con el suave balanceo de
sus firmes riendas, avanzan fácilmente, pero a los otros les cuesta trabajo. Porque el caballo
entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya
domesticado con esmero. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las
que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera, se alzan sobre
la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento circular en su órbita, y contemplan
lo que está del otro lado del cielo.
A este lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará
jamás como merece. Pero es algo como esto – ya que se ha de tener el coraje de decir la
verdad, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe,
intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser, vista sólo por el entendimiento, piloto del
alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar. Como
la mente de lo divino se alimenta de un entender y saber incontaminado, lo mismo que toda
alma que tenga empeño en recibir lo que le conviene, viendo, al cabo del tiempo, el ser, se
llena de contento, y en la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar,
hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. En este giro, tiene ante su vista a
la misma justicia, tiene ante su vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no
aquella a la que le es propio la génesis, ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro –
como ese otro que nosotros llamamos entes -, sino esa ciencia que es de lo que
verdaderamente es ser. Y habiendo visto, de la misma manera, todos los otros seres que de
verdad son, y nutrida de ellos, se hunde de nuevo en el interior del cielo, y vuelve a su casa.
Una vez que ha llegado, el cochero detiene los caballos ante el pesebre, les echa pienso,
ambrosía, y los abreva con néctar.
Tal es, pues, la vida de los dioses. De las otras almas, la que mejor ha seguido al dios y más
se le parece, levanta la cabeza del auriga hacia el lugar exterior, siguiendo, en su giro, el
movimiento celeste, pero, soliviantada por los caballos apenas si alcanza a ver los seres.
Hay alguna que, a ratos, se alza, a ratos se hunde y, forzada por los caballos, ve unas cosas
sí y otras no. Las hay que, deseosas todas de las alturas, siguen adelante, pero no lo
consiguen y acaban sumergiéndose en ese movimiento que las arrastra, pateándose y
amontonándose, al intentar ser unas más que otras. Confusión, pues, y porfías y supremas
fatigas donde, por torpeza de los aurigas, se quedan muchas renqueantes, y a otras muchas
se le parten muchas alas. Todas, en fin, después de tantas penas, tienen que irse sin haber
podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo, la opinión por
alimento. El porqué de este empeño por divisar dónde está la llanura de la Verdad, se debe
a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay,
y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre.
He aquí ahora la ley de Adrastea: Toda alma que, en el séquito de algún dios, haya
vislumbrado algo de lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y, siempre que haga
lo mismo, estará libre de daño. Pero, cuando por no haber podido seguirlo, no lo ha visto, y
por cualquier azaroso suceso se va gravitando llena de olvido y dejadez, debido a este lastre,
pierde las alas y cae a tierra.
Entonces es de ley que tal alma no se implante en ninguna naturaleza animal, en la primera
generación, sino que sea la que más ha visto la que llegue a los genes de un varón que
habrá de ser amigo del saber, de la belleza o de las Musas tal vez, y del amor; la segunda,
que sea para un rey nacido de leyes o un guerrero y hombre de gobierno; la tercera, para
un político o un administrador o un hombre de negocios; la cuarta, para alguien a quien le
va el esfuerzo corporal, para un gimnasta, o para quien se dedique a cuidar cuerpos; la
quinta habrá de ser para una vida dedicada al arte adivinatorio o a los ritos de iniciación; con
la sexta se acoplará un poeta, uno de ésos a quienes les da por la imitación; sea la séptima
para un artesano o un campesino, y para un tirano la novena. De entre todos estos casos,
aquel que haya llevado una vida justa es partícipe de un mejor destino, y el que haya vivido
injustamente, de uno peor. Porque allí mismo de donde partió no vuelve alma alguna antes
de diez mil años –ya que no le salen alas antes de ese tiempo -, a no ser en el caso de aquel
que haya filosofado sin engaño, o haya amado a los jóvenes con filosofía. Éstas, en el tercer
período de mil años, si han elegido tres veces la misma vida, vuelven a cobrar sus alas y,
con ellas, se alejan al cumplir esos tres mil años. Las demás, sin embargo, cuando acabaron
su primera vida, son llamadas a juicio y, una vez juzgadas, van a parar a prisiones
subterráneas, donde expían su pena; y otras hay que, elevadas por la justicia a algún lugar
celeste, llevan una vida tan digna como la que vivieron cuando tenían forma humana. Al
llegar el milenio, teniendo unas y otras que sortear y escoger la segunda existencia, son
libres de elegir la que quieran. Puede ocurrir entonces que un alma humana venga a vivir a
un animal, y el que alguna vez fue hombre se pase, otra vez de animal a hombre.
Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana.
En efecto, conviene que el hombre comprenda según lo que se llama “idea”, yendo de
muchas sensaciones a una sola cosa comprendida por el razonamiento. Esto es, por cierto,
la reminiscencia de lo que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de camino con la
divinidad, mirando desde lo alto a lo que ahora decimos que es, y alzando la cabeza a lo
que es en realidad. Por eso es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya que en su
memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que,
por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales
recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así,
de humanos menesteres y volcado a lo divino, es tachado por el vulgo como de perturbado,
sin darse cuenta de que lo que está, es “entusiasmado”, poseído por un dios”.

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