PABLO OYARZUN ROBLES
DE LENGUAJE,
HISTORIA Y PODER
DIEZ ENSAYOS SOBRE
FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA
SANTIAGO DE CHILE
2005
PABLO OYARZUN ROBLES
DE LENGUAJE,
HISTORIA Y PODER
DIEZ ENSAYOS SOBRE
FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA
Nietzsche Heidegger Wittgenstein
Benjamin Gadamer Lévinas
SANTIAGO DE CHILE
2005
ÍNDICE
Presentación 3
Hans-Georg Gadamer: el problema
de la conciencia histórico-hermenéutica (1975) 5
Sentido, verdad, hermenéutica (1976) 15
Teoría y ejemplo: una cuestión estratégica
en la crítica de Wittgenstein a la metafísica (1985) 54
Heidegger: tono y traducción (1989) 68
Sobre la cuestión del poder: Heidegger, Kafka (1989, 1992) 87
Sobre el concepto benjaminiano de traducción (1990) 109
Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad en el
pensamiento de Walter Benjamin (1993, 1995) 139
Nietzsche y el pensamiento de la “última voluntad” (1994) 168
Quiasma —de retórica y filosofía (1994) 177
Orden y anarquía. Un apunte sobre Lévinas (2005) 199
Índice de nombres 212
PRESENTACIÓN
Los ensayos recopilados en este volumen cubren un lapso poco menor a los
veinte años. Vano sería, pues, suponer o simular que los recorre una unidad de
intención y de asunto. Respondieron, en su momento, a intereses, ocasiones y
coyunturas diversas. (En cada caso se indica en nota a pie de página la
oportunidad pertinente.) Tampoco un mismo estilo se conserva en la serie. Consta
aquí un par de producciones tempranas, donde, creo, se reconocerá esa mezcla de
vacilación y de arrogancia que es propia de las tentativas sólo incipientes. No digo
que en los trabajos ulteriores hayan sido subsanados debidamente estos rasgos de
incivilidad. Y, a pesar de todo, si los miro retrospectivamente, pienso que hay una
inquietud, una interrogación más o menos sostenida a través de ellos. He tratado
de identificarla con la mención de esa tríada temática que le da nombre a la
recopilación. Desde luego, la tríada no está presente del mismo modo en todos los
trabajos, y tampoco puede decirse que esté íntegra en cada uno de ellos. Los temas
que la conforman son abordados según la específica gravitación que poseen en los
autores considerados, y en aquellos aspectos de su obra que en cada caso son
traídos a cuento. Pero la tríada misma constituye una hipótesis respecto de la
filosofía contemporánea, el bosquejo de una lectura posible, tal como aquella se
ofrece al estudio en los textos de unos cuantos nombres fundamentales: Nietzsche,
Heidegger, Wittgenstein, Benjamin, Gadamer. En buenas cuentas, esos tres asuntos
principales son espacios adonde convergen unas búsquedas inciertas, tientos en
pos de una orientación que pudiese poner sobre su rumbo un determinado y
personal conato de pensamiento. Tienen, por eso, el carácter de hitos referenciales
que la mirada teórica trata de fijar y circunscribir, en la misma medida en que
reconoce su gravitación en algunos de los discursos filosóficos decisivos de los
últimos cien años.
Todos los trabajos incluidos aquí han aparecido antes en publicaciones diversas:
“Hans-Georg Gadamer: el problema de la conciencia histórico-hermenéutica”, en
la revista Teoría (Universidad de Chile, 7 [1976]: 77-85; “Sentido, verdad,
hermenéutica”, en la revista Escritos de Teoría (sucesora de la anterior y financiada
por Ford Foundation, 2 [1977]: 69-104); “Teoría y ejemplo”, en la Revista Venezolana
de Filosofía (24 [1988]: 75-96), y en Seminarios de Filosofía (Pontificia Universidad
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 5
Católica de Chile, 3 [1990]: 69-84); “Heidegger: Tono y Traducción”, en Seminarios
de Filosofía, (2 [1989]: 81-101); “Sobre la cuestión del poder: Heidegger, Kafka”, en:
Valério Rohden (coord.), Ética e Política, Porto Alegre: Editorial da Universidade /
UFGRS, Instituto Goethe/ICBA, 1992 (193-212), y en El Libro Actual (Caracas, 14
[1993]: 14-16); “Sobre el concepto benjaminiano de traducción”, en Seminarios de
Filosofía, (6 [1993]: 67-101); “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad”,
en: Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso. Santiago: Arcis/Lom, 1995 (5-44);
“Nietzsche y el pensamiento de la «última voluntad»”, en: Ana Escríbar y Eduardo
Carrasco (eds.), El legado de Nietzsche, Santiago: Facultad de Filosofía, U. de Chile, y
División de Cultura, Ministerio de Educación, 1995; y “Quiasma —de retórica y
filosofía”, en: José Jara (ed.), Nietzsche más allá de su tiempo 1844… Valparaíso:
EDEVAL, 1998 (87-112).
Santiago, marzo de 1999
Una decena de años después de la primera edición de este libro, una segunda:
he incluido en ella un décimo ensayo, que examina brevemente el pensamiento del
Otro de Emmanuel Lévinas —“Orden y anarquía”— en el contexto de la cuestión
del poder. Creo que su asunto no es ajeno a la interrogación persistente que
atribuyo a los anteriores. El ensayo ha sido publicado en la Revista de Filosofía
(Universidad de Chile, LVI [2005]: 197-208).
Esta segunda entrega incluye también una larga serie de correcciones de las
erratas y ripios que afeaban la primera y, en determinados casos, provocaban
dificultades de lectura no imputables a eventuales peculiaridades estilísticas.
Santiago, diciembre de 2005
HANS-GEORG GADAMER:
EL PROBLEMA DE LA CONCIENCIA
HISTORICO-HERMENÉUTICA1
Uno de los problemas que se podría escoger emblemáticamente para señalar un
núcleo de la filosofía de este siglo es el problema del pensamiento hermenéutico.
Éste es un hecho que, a primera vista, puede parecer un poco extraño. Se está
acostumbrado a escuchar el nombre de hermenéutica en las inmediaciones de la
teología o dentro de corrientes ligadas a la reflexión y la investigación históricas,
de inspiración historicista, que suelen ser bastante conservadoras. Extraña también,
quizá, el hecho de que la hermenéutica sea el título de una disciplina particular: la
ciencia que dicta las reglas de la exégesis, es decir, de la interpretación, y que la
funda teóricamente. Ante todo, se refiere esto a la interpretación de textos, de
documentos escritos. Pero es admisible hablar de un pensamiento hermenéutico,
más que de una simple disciplina o ya de una mecánica interpretativa, porque esa
palabra ha sufrido una notable mudanza, una ampliación creciente de su sentido,
hasta llegar a verterse como una suerte de equivalente, si no ya un sucedáneo, de la
filosofía. Dicho lo mismo de otro modo, el alcance semántico de la palabra
“hermenéutica” ha venido radicalizándose progresivamente, de modo que ya no se
agota sin más en la pura elucidación recuperativa de los contenidos de una
tradición venerable, que sin embargo ha perdido en el ínterin la fuerza obligatoria
y vivificadora que se le reconoce, al menos en teoría, a toda tradición, sino que se
ha universalizado de manera sorprendente hasta adquirir una gran importancia
científica para el estudio del acontecer del hombre y, aun, hasta cubrir todo el
campo de la experiencia humana.
Las dos etapas de este proceso de radicalizaciones sucesivas —visto
especialmente desde Gadamer— pueden ser señaladas en las obras de Dilthey y de
1Bajo el subtítulo “(Apuntes de traducción y dos textos)”, este artículo servía de introducción a la
versión de dos capítulos de la obra fundamental de Gadamer, Verdad y Método: “El círculo
hermenéutico y el problema de los prejuicios” y “El significado de la distancia temporal”,
publicados en la revista Teoría referida en la presentación, en la cual dichas traducciones ocupan las
pp. 86-107.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 7
Heidegger. El primero, como es bien sabido, convierte a la hermenéutica en el
órganon de las ciencias del espíritu: le asigna el papel de un fundamento
metodológico universal, y con ello la compromete indisolublemente con su
empresa básica, la cimentación de tales ciencias. Y puesto que las ciencias del
espíritu, en cuanto están acuñadas en la matriz de la razón histórica sapiente de sí,
son el relevo de toda filosofía, la hermenéutica viene a ocupar el puesto que le
corresponde al propio estilo pensante de la filosofía. Heidegger, es cierto, disiente
de esta final consunción del pensamiento filosófico y, al contrario, quiere re-
despertar el sentido para él, al volver a agitar su dilema fundamental: la pregunta
por el ser. Sin embargo, el camino de esta pregunta también adquiere una
fisonomía hermenéutica: como investigación ontológica del ente que hace la
pregunta, se dirige, pues, al hombre en su ser, para dar noticia de éste y de su
estructura en una “hermenéutica de la facticidad”.
Gadamer se considera a sí mismo el heredero de esta historia de radicalizaciones
sucesivas y, por supuesto, reconoce en ella —básicamente en los hitos que recién
hemos mencionado— el problema y desajuste, la discusión, la polaridad. Por eso,
su interés primordial está dirigido hacia la conciliación de esos opuestos. El estilo
que adopta en la obra de Gadamer esta conciliación es clara: junto con adherir a la
concepción diltheyana de la hermenéutico como metodología universal que
asegura legitimidad y consistencia a las ciencias del espíritu, rechaza la simple
formalidad, el objetivismo de esta metodología histórica, y pide para ella una
autoconciencia que la haga saberse a sí misma como cosa histórica. El proyecto de
Dilthey permanece atado a supuestos que ha dejado como herencia toda la filosofía
moderna, esta filosofía del sujeto puro, para quien la historia sólo es, en último
análisis, un accidente, y por mucho que se esfuerce en obtener una relación rica y
viva con la historia, está condenado a reducirla a ese marco higiénico del cogito y
del método cartesiano. El requisito de una objetividad histórica, historiográfica,
para las ciencias del espíritu, que las coloque en un plano de igualdad
epistemológica con las ciencias naturales, conduce a aquéllas a un conocimiento
enajenado que no se adecua a su objeto, es decir, a un conocimiento que desconoce
u olvida su propia raíz y compromiso históricos.
Si Dilthey designa a la comprensión como la conducta histórica fundamental,
sigue entendiéndola, sin embargo, bajo el modelo de la relación entre sujeto y
objeto, como conocer sin más, y se cierra el camino hacia una concepción más
amplia y, sobre todo, más originaria del comprender. Ésta, sin embargo, queda
posibilitada y diseñada por los análisis heideggerianos pertinentes en Ser y Tiempo,
donde la historicidad del comprender recibe una caracterización esencial e
ineludible. Aquí, el fenómeno de la comprensión es explayado según sus
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 8
determinaciones más profundas, y la hondura ontológica de esta noción es
planteada: el ser del hombre reside en su comprender. Esta comprobación es
decisiva para el propósito de Gadamer: a todo comportamiento relativo a la
historia le es siempre previa, en un sentido ontológico, una dimensión de
pertenencia: el hombre, en el modo fundamental de ser suyo que es el comprender,
no sólo se enfrenta a la historia y al devenir histórico, sino que pertenece
históricamente a él. Pero, en tanto que la intención esencial del trabajo
heideggeriano excluía una consideración sobre el problema de las ciencias del
espíritu, Gadamer quiere asumir esta tesis fundamental para resolver,
precisamente, esa misma cuestión. Así, el programa de Gadamer responde en
cierto modo al esquema de una filosofía trascendental, en la medida en que busca
poner al descubierto no los hechos del conocimiento histórico, sino las condiciones
que lo hacen posible. La trama ontológica de la comprensión —según fue revelada
por Heidegger— deberá suministrar la legitimación del conocimiento histórico
como un conocimiento que efectivamente puede aspirar a una validez universal.
Este intento de conciliación queda muy bien documentado por el vaivén a que
somete Gadamer a lo que en español denominamos indiferenciadamente
“histórico”. La lengua alemana posibilita una distinción —que se ha venido
practicando desde hace más de medio siglo, variablemente— a través de los
términos historisch y geschichtlich. El análisis heideggeriano de la comprensión y de
la historicidad (Geschichtlichkeit) implicó una separación tal vez unilateral respecto
de lo “historiográfico” (historisch), es decir, de ese conocimiento y de esa realidad
—inadecuadamente vertidos por nuestra palabra— a que se enfrentan y a que
pretenden enfrentarse, en general, las ciencias humanas o del espíritu. Gadamer,
en cambio, trata de recuperar la dimensión de lo histórico para lo historiográfico,
“descendiendo” o “subiendo”, como hemos visto, desde la “hermenéutica de la
facticidad” de Ser y Tiempo hacia la concreción de la hermenéutica universal. Esta
validación de lo histórico en lo historiográfico será también, inversamente, una
revalidación de ciertas dimensiones ganadas en el campo de la historiografía, y que
habían sido desechadas por la crítica y por el destino principal del pensamiento
heideggeriano.2
Obedeciendo a este programa que formula la cimentación epistemológica de las
ciencias del espíritu, y, sobre todo, a los postulados de Ser y Tiempo que sirven de
punto de partida a su reflexión, hay, en el centro del pensamiento de Gadamer, un
2 Esta circunstancia suscita una dificultad en la traducción de ambos términos alemanes. Se nos
permitirá, por eso, la arbitrariedad de verterlos sin una norma demasiado rígida, adecuándolos, en
español, al momento eventual del texto. Y de no señalar, por comodidad de lectura, los lugares en
que se perpetra esta arbitrariedad.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 9
desplazamiento de índole ontológica. Este desplazamiento, en vista del fenómeno
de la comprensión, se mueve desde la conciencia hacia el ser, y modela el camino
en que esa conciencia, desposeída o no disponiendo de sí de modo inmediato, se
recupera y se conquista a sí misma. En el conocimiento histórico, la tarea de la
conciencia no es simplemente conocer o enterarse de cosas pretéritas más o menos
importantes para ella, sino ganar allí su propia identidad. La auto-conquista de la
conciencia es, por eso, a la vez, su compromiso en el ser: la conciencia, al
emprender el camino de su recuperación, adviene al ser, se realiza, se concreta. El
ser es, pues, la sustancia procesual o histórica de esta conciencia que busca la
identidad consigo misma, excediéndose siempre a sí en sus estrictos límites, por su
inserción interesada en la historia. Una conciencia semejante, destinada a la
construcción de sus rasgos a través de la historia, es una conciencia que sabe su
mediación histórica y que, además, recibe su ser de esta historia, como historia. Tal
cosa es, sin duda en paráfrasis un poco extensa, lo que Gadamer ha querido
entender bajo el título de la “conciencia histórico-efectual” (wirkungsgeschichtliches
Bewußtsein, que también cabe entender como una “conciencia expuesta a los efectos
de la historia” 3). Pero debido a que esa conciencia, que construye sus rasgos en la
historia, está destinada también a descifrarlos, a enfrentarse con su propia
producción histórica, con el movimiento de su constitución en cuanto conciencia,
es al mismo tiempo una conciencia hermenéutica.
La conciencia es, en cada caso, aun para la conciencia de pura progenie
cartesiana, una conciencia del sentido. Pero sólo para la conciencia histórica, es
decir, para una conciencia que no es inmediatamente transparente para sí misma,
el sentido se vuelve una dimensión temática de su discurso. El sentido es,
precisamente, el camino de constitución de la conciencia que es histórica, y, de este
modo, la des-identidad inicial de la conciencia ante sí misma y consigo misma que
la hace emprender este camino de reconquista. El sentido es el testimonio del
compromiso histórico de la conciencia, que ella debe recoger y asumir en vista de
su reintegración.
Por eso, la conciencia histórica de que habla Gadamer —y en cuya matriz se
empieza a agitar el problema epistemológico de las ciencias del espíritu— es del
3 Ésa es la traducción o comentario de la expresión alemana más sintética que propone Ricoeur.
También se inclina por “conciencia de la eficiencia histórica” (v. P. Ricoeur, “Hermenéutica y crítica
de las ideologias”, en Teoría, N° 2, 1974, pp. 9, 11 y 16). Aquí no quisimos decidir nuestra versión
por alguna de las alternativas: por eso hemos optado por la fórmula neutral apuntada. Cabe llamar
la atención, a propósito de esto, sobre el hecho de que la conciencia sólo es una conciencia expuesta
a los efectos de la historia en la medida en que toma conciencia de la efectividad de la historia, y
que esto lo hace sólo porque ella misma está históricamente efectuada.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 10
todo homologable a la conciencia moderna, adiestrada por Descartes y llevada a su
última exaltación por Hegel. El advenimiento de la historia a la luz de la conciencia
es, por su parte, una disminución de la luminosidad imperante. La conciencia se
ensombrece, pues sabe ya su relatividad, es decir, su condicionamiento histórico;
sabe que ella misma acaece históricamente, y que, de alguna manera, ha sido
producida en el proceso de una historia, triunfal o mediocre. No es la presencia
plena y absoluta ante sí, por sí y para sí, que dispone íntegramente del sentido,
sino que está mediada: temporalmente, históricamente mediatizada. El sentido le
es dado en una mediación y la mediación no lo agota, no lo consuma ni consume.
Esta mediación moviliza lo que se podría denominar el residuo como tal del
sentido, su remanencia ineludible, es decir, la opacidad última del sentido para la
conciencia, que se manifiesta, por ejemplo, como la inminencia de la plenitud del
sentido, y de un sentido pleno que no acaba de perfeccionarse. Es esto,
precisamente, como ya se anotó, lo que hace de la conciencia una conciencia
hermenéutica, esto es, una conciencia que se esfuerza por recuperar el sentido,
cuyos rastros expone la mediación, pero que a la vez parece poder perderse en ese
curso. La conciencia es suscitada, requerida e inquietada persistentemente por la
mediación residual del sentido. Éste no es aprehensible en una intuición: léase ahí
el recurso a la reflexión y a la reflexividad (distinguidas de la intuición por Kant y
por Hegel, opuestamente a Descartes). La conciencia y el sentido son esencialmente
históricos; en ningún momento se identifican, simplemente. Y esto no es una
carencia, un mero defecto, al que habría que resignarse por ser inevitable. Es cierto
que la supresión de la historicidad, o su olvido, si queremos darle ese nombre,
equivale al imperio irrebatible del cogito pleno. Pero la plenitud de ese cogito —y su
resistencia sospechosa a toda objeción— es, en verdad, el sueño de la inmediatez,
la intuición ilusoria que da a la conciencia, sin transiciones de ninguna especie, su
identidad y la propiedad del sentido. Para esa conciencia, el sentido no es más que
una palabra inútil, redundancia. Una de las enseñanzas fundamentales de Hegel
reside, justamente, en este rechazo de la vaciedad y soledad de un cogito que se
desea íntegro, y en la exigencia de que el cogito se historice y pueda leerse y
descifrarse en la aventura de su sentido. Del “yo pienso” al “yo soy” hay un
camino histórico cuyo recorrido es hermenéutico, como exilio y recogimiento del
sentido disperso en otras tantas densidades significativas. La historicidad de la
conciencia del sentido es, al mismo tiempo, la posibilidad y realidad de su
concreción.
Sin embargo, a Gadamer le interesa dar validez por sí misma a esa historicidad
de la conciencia. Por eso se niega a reducirla al dominio perfecto de la conciencia,
idéntica consigo misma a través de la historia y a pesar de ella. En efecto, en el
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 11
seno de una filosofía de la subjetividad radical, infinita, la conciencia reflexiva, por
una parte, y la mediación temporal, histórica, de esta conciencia, por otra, pueden
conciliarse en la suprema manifestación del espíritu absoluto, como lo mostró
Hegel. Allí la identidad de conciencia y de sentido se perfecciona. Pero ello ocurre
sólo porque la conciencia puesta en juego por Hegel es infinita, es ya y siempre
espíritu. (Esquemáticamente: para Hegel el ente es finito, es decir, es tal ente,
porque no es los otros, y, de este modo, es la negación de los otros, y negación de sí
mismo, puesto que requiere su no-ser-otro ente determinado y la alteridad
completa para la constitución y determinación de su ser. El ente finito sólo existe
como alteridad de sí mismo: necesaria relación ontológica con su otro, necesario
devenir-otro de sí mismo. La finitud pertenece, pues, propiamente, a la dimensión
de infinitud de esta relación). La alteridad de la conciencia —la instancia de su
finitud— es sólo un momento en el proceso de la reconquista de la conciencia, de
su liberación de todo constreñimiento en lo particular y espurio, para el depurado
elemento de la universalidad en que vive la conciencia realizada como espíritu
actuante. La alteridad de la conciencia es, en Hegel, la demostración de su
infinitud.
La conciencia gadameriana tiene, en cambio, una filiación que la remite a Kant y
a Heidegger, es decir, siempre, a una ontología de la finitud. La historicidad de la
conciencia no es ya, como en Hegel, la prueba de su infinitud y el camino de la
consumación del sistema, sino, al contrario, el condicionamiento y límite
inquebrantable de toda conciencia, y la imposibilidad del sistema. La historicidad
es el dato que no se puede rebatir y, para la conciencia, su finitud, y su distancia
respecto del sentido.
Por esto, la mediación no es, en Gadamer, un logro de la conciencia misma, de
su actividad autónoma, sino que sólo es algo de lo cual la conciencia “toma
conciencia”, y nunca cabalmente. Ahí reside, al parecer, el poder y la impotencia
de la conciencia hermenéutica gadameriana, y también se deposita en esto lo que
podría ser nombrado como su “pasividad” esencial. En verdad, ella no es activa, o
tiene al menos una forma de actividad extremadamente peculiar.4 La
autosuficiente actividad de la conciencia moderna es resignada, entregada a algo
que la opera, que efectúa en ella sus efectos, que la condiciona como lo que es: es
remitida a la historia y a su eficacia. Por esta vía le está dado el sentido, como algo
en cierto modo ya producido; pero, ciertamente, no le está dado de una manera
4 Es la actividad de la comprensión, de la interpretación, que se tiene que reconocer condicionada por
los procesos históricos que subyacen a la generación y circulación de los sentidos: una actividad,
por lo tanto, esencialmente afectada, que por eso mismo no puede postular la posesión plena del
sentido en un presente dado.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 12
total. (Y esto quiere decir, a la vez, que el sentido no ha sido producido aún
enteramente, que está en vías de producirse: historicidad del sentido). Ésa parece
ser una de las razones últimas para la distinción que hace Gadamer entre Tradition
y Überlieferung (entre “tradición” y “transmisión”, si hay que ser estricto). La
primera puede ser entendida, tal vez, como la reserva del sentido en general, en
cuanto funda la validez de toda tradición, y la segunda, como la transmisión, la
mediación de ese sentido en reserva, que así se ofrece a la comprensión y la suscita.
El vínculo de ambas es esencial: no podrá decirse que la tradición permanezca
“fuera” de la entrega o mediación del sentido: es esta misma transmisión
(tradición: trans-dare), como la donación residual del sentido. La transmisión no
logra resolverlo y terminarlo, sino que, más bien, queda siempre delimitado por él;
o bien son las mismas condiciones de la transmisión y de su recepción por la
conciencia atenida a ella las que impiden que la comprensión se apropie
exhaustivamente del sentido. (Lo que, en orientación crítica, habría que entender
como el sentido históricamente reprimido, o como la represión del sentido por la
conciencia interesada). Lo propio —tanto la propiedad y la apropiación, como
rasgos esenciales del sí-mismo—, lo propio de la conciencia es asumido por ésta en
una distancia respecto de sí, pero que no es una distancia meramente defectiva,
sino densa y comprometedora, en la medida en que eso propio es experimentado
en una dimensión que, aun siendo ajena, otra, sigue siendo una dimensión de
sentido.
Esta distancia es la que procura rotular Gadamer con el nombre de “distancia
temporal”, que despliega el dominio intermedio donde juegan recíprocamente el
sentido y la comprensión del sentido, agilizados ambos por el “encuentro” con la
tradición, el encuentro de un presente que todavía no se ha asumido enteramente
en su posible producción del sentido y la tradición que retiene y suelta de continuo
el sentido histórico virtual.
De esta mirada en el problema hermenéutico se desprende la valoración que
otorga Gadamer al presente como punto de partida del esfuerzo hermenéutico. El
presente es valorado aquí en cuanto conlleva una red de supuestos —prejuicios,
pre-opiniones, etcétera— que guía, aun sin que se lo sepa, el programa de la
comprensión; es decir, en la medida en que este presente también ha sido fraguado
históricamente. La crítica de Gadamer al romanticismo y a toda hermenéutica
filológica denuncia que allí se consuma una reducción de todo pasado al presente,
al presente absoluto del intérprete, que ha olvidado y ocultado, entre tanto, su
esencial historicidad. Justamente por eso afirma Gadamer que esta hermenéutica es
filológica: se ha formado bajo el modelo de la ciencia del lenguaje, y concibe al
mundo histórico, no desde su propia condición, sino como un texto que debe ser
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 13
descifrado. (Este tácito concepto de la hermenéutica y de la historia determina
también, según Gadamer, el intento de una fundamentación de las ciencias del
espíritu por Dilthey). Se decide así la perfecta contemporaneidad del intérprete y
del texto: éste, el texto transmitido, es el objeto plenamente presente, portador, a su
vez, de un sentido pleno, que puede ser así captado, luego de haber eludido y
disculpado determinados obstáculos. El más notable de ellos es el carácter circular
de la comprensión —el círculo hermenéutico—, aceptado y explorado por el
romanticismo (específicamente, por Friedrich Schleiermacher) como una
deficiencia que, al fin, puede ser superada en una ecuación casi mística con el
individuo creador o con la época. Pero esta postulada deficiencia prueba, en
buenas cuentas, que el pensamiento romántico no estaba maduro aún para
penetrar decididamente en el problema de la comprensión. De ahí que se insista en
el círculo como un factor real y positivo del fenómeno; es lo que Gadamer, en la
secuela de Heidegger, hace. El círculo hermenéutico se inscribe y describe en el
espacio de la distancia temporal. Impide —constitutivamente— que el sentido se
remita de manera exclusiva al texto y quede, por así decir, cautivo en él, y lo
entrega al trabajo de la historia y de la conciencia. El sentido de un texto o de una
obra de arte, por ejemplo, no le pertenece exclusivamente a ésta o aquella creación,
ni tampoco a la conciencia que la comprende o que intenta comprenderla; “co-
pertenece” a ambas, por así decir; o, mejor, el sentido es la co-pertenencia de la
“obra” y la conciencia hermenéutica en el seno de la tradición.
Ese dominio es el “Entre” de que habla Gadamer, y en el cual ha de hallar la
hermenéutica (y la conciencia hermenéutica) su lugar verdadero. El “Entre”
aparece, entonces, como la interminable movilización del sentido, que trae y lleva
al comprender finito, y, con él, a la comprensión elaborada en el interpretar. (Tal es
la dimensión a la que destina Gadamer a una hermenéutica lúcida, consciente de
su historicidad). El sentido no acaba nunca, se reorganiza una y otra vez, se vuelve
a tejer de distinto modo, en virtud de la movilidad de la distancia temporal, que la
conciencia asume, aunque no para reducirla, sino sólo como la demora irremisible
de su plenitud. El trabajo del sentido no es llevado a cabo por la conciencia
propiamente tal. O mejor dicho, lo lleva a cabo en la medida en que se abandona al
trabajo de la historia, del tiempo que mediatiza, que opera y efectúa a esta misma
conciencia como conciencia del sentido. Así el desplazamiento ontológico que
mencioné al principio indica que ésta, la conciencia, está enfrentada a la
producción histórica de un sentido, que ella no posee del todo previamente, y en la
cual debe tomar parte, buscándose a sí misma en la alteridad por donde el sentido
se dispersa y, quizá, hasta se distorsiona: es una conciencia expuesta al efecto —a
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 14
la eficacia— de la historia, un wirkungsgeschichtliches Bewußtsein. El sentido es el
medium de este desplazamiento.
Santiago, primavera de 1975
SENTIDO, VERDAD, HERMENÉUTICA5
En la edición anterior de nuestra revista apareció un artículo del profesor
Alfonso Gómez-Lobo (“Nota crítica sobre la hermenéutica”), en que se hace
inmediata referencia a la introducción que escribí para dos textos de Hans-Georg
Gadamer, en el número 7 de la revista Teoría. 6 Esa referencia, es cierto, no estaba
destinada a discutir los planteamientos de mi introducción, sino a señalarla como
instancia de una orientación que el autor ve generalizarse a través de ciertas
publicaciones de la misma revista, y a las que alude igualmente con alguna
inquietud. Dentro de este marco más amplio, la mención cuestiona mi manera de
enfocar el tema, protesta por su oscuridad, metaforismo y confusión y, sobre todo
(de donde se deriva la queja), ataca en su raíz la atención que puede merecer el
pensamiento hermenéutico. El propósito del profesor Gómez-Lobo es sacudirnos
de una dependencia inconveniente respecto de las nociones básicas de ese
pensamiento.
El interés que me guía a elaborar una respuesta tiene una doble razón. Creo que
en ese artículo se interpreta mal la voluntad que implicaba mi escrito —por una
falta de claridad en el planteamiento de mi actitud frente al tema— y, además, me
5 En su publicación original, este ensayo estaba precedido por el siguiente resumen: “Este trabajo
tiene tres objetivos (de ahí su división triple): primero, responder a un escrito del profesor Alfonso
Gómez-Lobo, en que se cuestiona el proyecto de la hermenéutica y, tras él, a toda posibilidad de
investigación científica del sentido en las disciplinas históricas y sociales. Esta respuesta se propone
ganar otra vez el terreno en que se hace efectivamente factible una crítica de la hermenéutica. Para
ésta se proporcionan acá sólo unas bases amplias que desconocen parcialmente los detalles
concretos del trabajo hermenéutico, que sería imprescindible evaluar más adelante; se construye,
pues, un modelo teórico de la hermenéutica que facilita su interrogación. Finalmente, y por el
medio polémico de esta doble crítica, se ensaya esbozar la figura de otro tipo de investigación que,
sin obedecer a los requerimientos planteados por el profesor Gómez-Lobo ni a los de la
hermenéutica, pueda abordar científicamente la cuestión del sentido. Las graves dificultades que
ésta trae consigo podrán disculpar la heterogeneidad y la complicación del trabajo.”
6 El texto del profesor Gómez-Lobo ocupa las pp. 45-53 de Escritos de Teoría, 1 (diciembre de 1976).
El mío, las pp. 77-85 de la publicación indicada, con el título “Hans-Georg Gadamer: el problema de
la conciencia histórico-hermenéutica” (v. supra, p. 5 ss.).
De lenguaje, historia y poder 16
parece que, llevado por un imperativo crítico enteramente aceptable en su forma,
pero tal vez excesivo, descuida el articulista una serie importante de cuestiones que
atañen al corazón mismo.de las ciencias, cuyo fundamento epistemológico quiere
ser la hermenéutica.
El profesor Gómez-Lobo propone en verdad dos tesis centrales, una asentada
sobre la otra. En primer lugar, desecha precisamente esa pretensión de la
hermenéutica, su carácter supuesto de metodología universal de las ciencias
humanas.7 Luego, y como base probatoria de este rechazo, asegura que el
problema del sentido, que forma el núcleo de las preocupaciones hermenéuticas,
no podría bastar en manera alguna para definir el status científico de tales
disciplinas: lo contrapone al problema de la verdad, que según él conserva el
privilegio exclusivo de criterio de cientificidad para todo saber humano. “Quiero
argumentar —nos dice en resumen— en favor de la tesis de que a la base de la
hermenéutica hay un defecto que la invalida en sus pretensiones universales y,
que, este defecto proviene de una insuficiencia en el análisis lingüístico sobre el
cual descansa”.8 Esta argumentación sigue, como he sugerido, el camino de una
distinción a fuego entre el sentido y la verdad. La diferencia es decisiva, entonces,
por el tipo de pregunta que está en juego: la fundamentación de las ciencias
humanas. Es la cuestión de la verdad, afirma el profesor Gómez-Lobo, lo único que
puede determinar la calidad científica de una disciplina: la del sentido, recogida en
el “momento hermenéutico”, tiene un interés y una relevancia grandes, pero no es
suficiente para suministrarle un seguro suelo de cientificidad, “La verdad debe ser
también aquí la cuestión central”. 9 Hemos de aceptar, entre tanto, todas esas
condiciones que tienden a desplazar a la empresa hermenéutica del sitio de
gravitación en que ella misma se ha colocado.
La distinción de verdad y sentido es ciertamente radical; afecta al análisis
lingüístico que sería el punto de partida no tematizado de la concepción
hermenéutica. Pero es limitada: no vale para todas las criaturas del lenguaje, sino
sólo para las proposiciones declarativas sintéticas. 10 En efecto, después de citar y
7 El autor hace pasar una línea demarcatoria entre ciencias sociales y ciencias del espíritu. Sin
embargo, por ser aquí el asunto central el de la legitimación científica de las disciplinas que tratan
lo “humano” en general, tal vez sea mejor no hacer separaciones intransitables; por eso mismo,
también prefiero borrar de mi vocabulario la denominación de “ciencias del espíritu”, con todas sus
resonancias idealistas, aunque, por cierto, sin olvidarlas.
8 Loc. cit., p. 45.
9 Loc. cit., p. 53.
10 El mismo autor lo confiesa: la razón para que en el desarrollo de su exposición “el desvelamiento
del sentido no coincida con el desvelamiento de la verdad” está en la naturaleza del ejemplo
escogido, en que “se trata de una oración sintética, vale decir, de una oración cuya verdad o
De lenguaje, historia y poder 17
rechazar cierto pasaje de mi introducción, donde aparentemente se formularía una
suerte de definición del sentido —rechazarlo porque apela a nociones “demasiado
oscuras y metafóricas”, sobre las cuales es difícil un consenso 11—, el profesor
Gómez-Lobo se dirige a la “instancia lo más simple posible de dicha noción”, para
encontrar ahí una comprobación segura y obvia. Entonces apoya su examen en
esas proposiciones —las apofánticas—, donde la distinción alcanza el grado de
evidencia y universalidad necesario para el debate que él inicia, y refuerza además
este grado entremezclando la terminología aristotélica relativa a la apóphansis con
el léxico kantiano de la síntesis.
La distinción nace, pues, esencialmente de la consideración de dichas
proposiciones. ¿Por qué esa distinción podría tener un carácter tan decisivo,
habiendo surgido sólo de un sector del lenguaje y no del estudio de su conjunto?
¿Qué clase de eminencia tienen esos juicios para hacer de la distinción algo
universal y definitivo? Tal vez sea aconsejable recordar aquí a Aristóteles, evocado
ya por el autor, y cuyas investigaciones clásicas fundan a un tiempo la teoría
tradicional del lenguaje y la lógica. El texto en que se reúnen manifiestamente
ambas temáticas —el segundo del Organon, llamado De la interpretación (Perì
hērmēneías)— pasa, después de plantear el problema más general de la significación
y la semántica de palabras y oraciones, al análisis de los juicios apofánticos. Éstos
reciben su eminencia del hecho de cumplir la tendencia más esencial del lenguaje,
que consiste en abrirse a la realidad, al “ser”. Ciertamente, Aristóteles ha exigido
que toda indagación sobre la naturaleza del lenguaje sea precedida por la tesis de
la significación. Ha querido ver en esta propiedad, en el proceso significativo, la
nota que define específicamente al lenguaje como instrumento de la comunicación,
vehículo de la transmisión de experiencias, conocimientos y verdades, centro
fundamental de la comprensión del hombre con sus semejantes y del
entendimiento consigo mismo en el horizonte de la realidad. Lo que determina la
esencia del lenguaje no es que haya, por una parte, unos sonidos o garabatos —
entes físicos, sensibles— y, por otra, unas cosas sustituidas por esos signos, acaso
falsedad no depende del significado de las palabras que la componen” (p. 50). Pero es cierto
también que el profesor Gómez-Lobo piensa que, aparte de los juicios meramente tautológicos,
existe la posibilidad de prolongar la frontera entre verdad y sentido más allá de los juicios
declarativos, en las oraciones que no lo son, como los ruegos, las órdenes, las solicitudes, etc.,
postulando “algo análogo” a la verdad para estos casos (p. 52). Algo semejante, entiendo, al
cumplimiento de una promesa, a la efectiva satisfacción de una orden. Sin embargo, no creo que
todo siga igual en tales ejemplos; y, más aun, creo que ellos guardan una relación muy especial con
los juicios tautológicos. Sobre esto se insinuará algo más adelante. Por ahora, basta con señalar que
en ésos el problema se desplaza de la referencia real a la eficacia del discurso.
11 Loc. cit., p. 48.
De lenguaje, historia y poder 18
azarosamente, sino el dominio mediador que se abre entre las dos series, que las
separa y las vincula, y que hace que esos sonidos y grafías se conviertan
efectivamente en “símbolos”. Lo importante es ese medio común de la relación que
articula a las palabras y las cosas, el lenguaje y la realidad, y que Aristóteles
nombra “significación”. Y son exactamente las proposiciones declarativas las que
se sitúan con plenos derechos en ese campo intermediario, poniendo a la luz esta
estructura específica del lenguaje, al realizar su naturaleza a través de la cópula
“es”, que forma la matriz de tales oraciones. En ella y en la proposición que la
lleva, tácita o expresamente, el lenguaje llena su función primordial, su ir más allá
de sí mismo, abriéndose a las cosas, significándolas: exponiéndolas, pues, en el
vidrio traslúcido del sentido. Pero por esto mismo esas operaciones privilegiadas
traen consigo la posibilidad de ser medidas con las cosas y no sólo en vista de sus
acepciones intra-lingüísticas. Produciéndose en ellas el definitivo vínculo del
lenguaje con la realidad se podrá contrastar ahora lo que se dice con lo que es, y
saber así si lo que se dice corresponde a las condiciones de la cosa, esto es, si se ha
satisfecho ese requisito primario de apertura a la realidad; en otras palabras, si lo
que se dice es verdadero o falso.
Todo esto puede ser perfectamente cierto. Y también nos avisa más sobre el
suelo en que se apoya la primacía de las oraciones apofánticas y, con ello, la fuerte
validez de la distinción debatida. Pero por lo mismo nos guardará de manipular
ésta con demasiados rigores, pues, como se ve, no es la verdad una dimensión
enteramente nueva del discurso, un grado superior al grado del sentido en que se
le agregue algo a éste; es más bien el cumplimiento del destino interno de la
significación: en la verdad, según Aristóteles, la significación se realiza. Por eso, en
un orden profundo, la verdad no es distinta del sentido, sino el sentido mismo
como perfección de su esencia, Pero debido a que este destino interno no se
satisface en todas las prácticas humanas del discurso, puede hacerse —aunque sólo
derivadamente— una separación entre sentido y verdad: por haber sentidos que
no pueden ser equiparados a la realidad, que se producen y agotan en las
remisiones inmanentes del lenguaje. Así es como el examen más general de la
significación —que fija sus características básicas y sus principales nociones: voz,
símbolo, afección del alma, cosa, convención— se ve forzado a ocupar apenas tres
capítulos y medio de ese pequeño tratado aristotélico, y hace muy pronto lugar al
estudio de la lógica de la proposición. Queda, de este modo, la impresión de que la
semántica ha sido sólo un prefacio y una propedéutica, y que el sentido es nada
más que la antesala de la verdad.
La situación que parece insinuar el esquema de la obra de Aristóteles —y quizá
bajo la fascinación oclusiva de esta apariencia— ha permanecido sin graves
De lenguaje, historia y poder 19
variaciones de fondo en toda la historia de la filosofía y, sobre todo, del
pensamiento que consagra la mayor parte de sus afanes a la resolución de las
preguntas lógicas. Al fin del siglo pasado todavía Frege establece, dentro de esta
misma vía, una famosa diferencia entre sentido y denotación. 12 Mientras la
denotación, la Bedeutung, es el vínculo designativo que la palabra tiene con la cosa
nombrada, es decir, el hecho de que haya efectivamente una cosa o más bien un
objeto —real o ideal— que responda al nombre enunciado, el sentido no es sino la
expresión lingüística de un pensamiento, con la posibilidad de una referencia
objetiva y la determinación del modo en que se pueda establecer ésta.
Consecuentemente, entiende Frege que la denotación tiene que ver
inmediatamente con la verdad —la correspondencia entre la expresión lingüística
y un cierto objeto o nexo de objetos exterior—, y por ahí también arma su doctrina
de que las palabras o secuencias de palabras que no son nombres propios, sino
significaciones de conceptos universales, tienen como denotación, por supuesto, no
ya un objeto, sino su propio valor de verdad, El sentido, como pensamiento
expresado, es puramente, pues, la posibilidad de que tenga valor de verdad —
correspondencia o no-correspondencia— el mismo pensamiento; por eso será
indiferente a la verdad o falsedad de la expresión y no podrá bastar para fijar su
valor de verdad ni así determinar la situación de las oraciones asertivas sintéticas.
“¿Por qué no nos basta con el pensamiento? Porque nos importa su valor de
verdad […]. Es en consecuencia el esfuerzo por alcanzar la verdad (y esto compete
a las observaciones científicas) lo que siempre nos impulsa a avanzar del sentido a
la denotación.” No me interesa discutir aquí los detalles de esta teoría ni discurrir
sobre los cambios que en el ínterin se hayan producido en lo que va de Aristóteles
a Frege, sino sólo mostrar cómo la noción del sentido como antesala de la verdad y,
por tanto, como no atinente al trabajo científico se mantiene aquí del mismo modo
como parecía sugerir el tratado aristotélico.
Pero hace dos párrafos afirmé que la distinción, si bien es operante en
Aristóteles y tiene tales retoños en la sucesión del pensamiento occidental, no
puede ser extremada ni puede ocultarnos una segunda problematicidad del
sentido, que excede y envuelve a la primera, sólo dentro de cuyos límites es
completamente aplicable esa diferencia. El proceso de la significación atraviesa
todo discurso humano posible. La verdad alumbra sobre el fondo común de la
12Me estoy refiriendo especialmente al ensayo Sobre sentido y denotación, de 1892, contenido en la
recopilación de textos de Frege: Lógica y semántica, introducida y vertida por el profesor Gómez-
Lobo (Valparaíso: Ediciones Universitarias de la Universidad Católica, 1972). El pasaje citado se
halla en la p. 55 s. En esta misma antología podrá hallar el lector otros escritos importantes que
tocan el tema.
De lenguaje, historia y poder 20
significación y es como el destello que nos enseña su esencia. Pero la verdad no es
para Aristóteles pura cosa lógica. Al contrario, su meditación sigue averiguando
más allá de la lógica estricta, en vista de sus fundamentos, el estado general de
estos asuntos. Baste recordar que el imperativo lógico que pende sobre el lenguaje
y su práctica, el de la univocidad de las significaciones, sólo viene a hacerse
inteligible una vez que se ha observado con detención esa otra parte de la filosofía
que Aristóteles dejó sin nombre: la ontología. 13 Y aquí nos hallamos con que la
cuestión instauradora de esta “ciencia de ciencias”, más buscada que encontrada,
es la de los sentidos del ser. Precisamente esta palabra, cuya función decisiva ya
pude sugerir, es el suelo de constitución de toda la problemática lógica y
semántica. Es en su horizonte que se hace factible el lenguaje humano y que puede
abrirse el hombre, cognoscitiva y comprensivamente, a las cosas. La lógica estricta
se ve superada, pues, de esta manera, por una reflexión todavía más radical que
debe dar razón de las exigencias que de aquélla se derivan, recayendo sobre el
discurso del hombre. Lógica y verdad lógica quedan sometidas a su vez —así
como a ellas se subordinaba la semántica general de las palabras— a las
posibilidades discursivas que se originan en este término de cruce (y cuyo cristal
son las categorías; sometidas, pues, a la semántica del ser, donde sentido y verdad
ya no se ven distanciados por una separación externa, sino anudados en uno
mismo. La verdad del ser es su expresión múltiple en sentidos posibilitantes. Ya la
norma lógica de la univocidad no puede reinar sobre su propio fundamento y la
palabra ser se le sustrae y se dispersa en una equivocidad ni arbitraria ni reducible,
pero objetivamente unificada. Y es tarea de la ontología —ahora como meta-
semántica y meta-lógica— el discernimiento de estos sentidos plurales para la
aseguración de la validez de los discursos.
Por cierto: heme aquí elevado otra vez desde los análisis lógicos y lingüísticos
controlables a una esfera donde se pierde la administración usual de los conceptos.
Parece que no quisiera atenerme a eso que el profesor Gómez-Lobo ha llamado
“instancias simples”, claras y distintas, y que siguiera pendiente de las otras,
complejas y misteriosas, puramente lingüísticas; instancias sin denotación ni
referencia fuera de sí mismas. He retornado quizá, con una porfía punible, a lo que
los positivistas lógicos —y no sólo ellos— estigmatizaron con el nombre de
“metafísica”: puro tormento cerebral con enigmas verbales. Y ya en este nivel,
pocas posibilidades hay de volver a depositar algunos frutos en el campo de las
preocupaciones científicas. ¿Por qué he procedido así? Tal vez sea preciso, con el
13Un poco en el sentido en que ha presentado Pierre Aubenque (Le problème de l’être chez Aristote,
París: PUF, 1962) este proyecto aristótelico: como una ciencia del discurso que pueda legitimar las
competencias reales de la comunicación humana.
De lenguaje, historia y poder 21
fin de mantener esa digitación de que hablaba y facilitarnos el desplazamiento en
este tema específico, conservar igualmente la distinción lógica entre sentido y
verdad. Por lo menos polémicamente. Pero lo que traté de mostrar en los
desarrollos recientes ha sido sólo el suelo sobre el que puede surgir la distinción,
suelo, pues, previo a ella, que no la conoce o que la organiza muy diversamente,
que en todo caso no la admite en el modo en que la provoca el profesor Gómez-
Lobo. Pues creo que si ha de ser atacado mi enfoque del problema por estéril,
tampoco ése que él nos ofrece puede llevar lo suficientemente lejos.
Así pasa que, sin perjuicio de situarse en el nivel de las “instancias simples”, el
análisis que hace sólo puede entregarnos esta definición del sentido, que quiere ser
más asequible de lo que presumiblemente era la mía en mis hojas de introducción:
“El sentido de esta oración [la de su ejemplo de juicio declarativo sintético, «en el
año 430 a. C. Los espartanos invadieron el Ática bajo el mando de Arquidamo»] es
lo que entendemos cuando la comprendemos.” 14
¿Con qué definición nos encontramos aquí? ¿Es verdaderamente clara, unívoca,
perfecta; es informativa y simple? Comprender una oración es entender su sentido.
El sentido es lo que se entiende cuando se comprende la oración. ¿Qué es el
sentido? Algo hay en este paso definitorio que nos embrolla las cosas. Yo, por lo
menos, no puedo desentrañarla a partir de su forma inmediata. Y me recuerda un
poco aquellas tentativas que Pascal declaró inútiles o viciosas —enemigas del
método de la geometría— en un fragmento bastante conocido. 15 Allí dice Pascal
14Loc. cit., p. 49.
15 Es el opúsculo De l’esprit géométrique et de l’art de persuader (en: Blaise Pascal, Œuvres complètes,
París: NRF, Pléïade, 1962, pp. 565-604), donde el pensador francés se interesa en señalar a la ciencia
—cuya cima metodológica es la geometría— como modelo perfecto para el “estudio de la verdad” y
para todo discurso humano. Partiendo de términos conocidos por todo el mundo y de
proposiciones cuya inteligencia es directa, de verdad evidente (por esa gracia común que es la luz
natural), construye ella su discurso sin huecos ni debilidades; es capaz de fijar los sentidos y de
probar las verdades que se quiera, con sólo atenerse a esos supuestos directivos visualizados por
los ojos de todas las almas. A partir de estos principios, demostrar será referir las verdades
complejas, integradas por otras más simples, a las verdades primitivas y naturales, y definir será
bautizar con una palabra una cosa que se ha designado previamente por medio de términos
completamente aclarados, es decir, primitivos e indefinibles, o derivados en derechura de ellos.
Por lo demás, no es extemporáneo citar a Pascal en este contexto: su imagen de la ciencia cuadra
bien con la aristotélica y le impone todavía ciertas limitaciones que hacen de puente entre la ciencia
apodíctica de Aristóteles y el modelo convencional de la ciencia moderna. Así, por ejemplo, lo que
para aquél quedaba asegurado —a propósito de las definiciones— por medio de la remisión a la
esencia, en Pascal, renuente a esa remisión, sospechoso ya de la perspectiva esencialista, se resuelve
por el nominalismo de los términos: no puede haber en la ciencia definiciones reales. A su turno, la
certeza de claridad que daba a Pascal el supuesto metafísico de la luz natural es economizada por la
De lenguaje, historia y poder 22
que, enfrentados a términos primitivos, obvios y claros por la luz natural,
cualquier intento nuestro por esclarecerlos y hacerlos objeto de discurso científico
no hará más que repetir lo contenido en el término o bien oscurecer la noción
infusa nítidamente poseída y utilizada, aunque inexpresable en palabras. Más aun,
quien lo haga se habrá salido del dominio seguro —y seguro por finito— de la
ciencia. ¿Será el “sentido” uno de esos términos primitivos? Al menos esa
impresión hace el ensayo de definición del profesor Gómez-Lobo. Pues la
definición es tautológica o bien oscura, Es tautológica, si el sentido es definido en
círculo por el comprender y el entender. ¿No están la comprensión y el
entendimiento incluidos analíticamente en el concepto del sentido y viceversa? El
sentido es lo que se entiende al comprender una proposición, Pero, ¿qué es “eso
que” es entendido al comprender? La definición no lo dice; podrá despertar acaso
algún presentimiento, pero no lo dice. ¿Qué sentido tiene, pues, esa definición del
sentido? Giramos, sin duda, en círculos; el enunciado nada nos aporta, ni una pizca
de esclarecimiento. Y quizá sea todavía más grave el caso: pues la definición bien
puede ser oscura, si “entender” y “comprender” llevan aquí cierto matiz que
diferencia sus acepciones. De otro modo, se corre el riesgo de que el sentido, como
lo que se entiende, se identifique con la oración que se comprende. ¿Es esto lo que
nos quiere decir el profesor Gómez-Lobo, que el sentido de una oración es la
oración misma? ¿Cómo interpreta él, entonces, el concepto de oración? 16 ¿No habrá
que separar, aunque sea por el espesor de un cabello, la oración del sentido?
Volveríamos así al misterio de los matices. En tal evento y también en el otro el
sentido se movilizará subrepticiamente de lado a lado en la definición, sin agotarse
en ninguna parte, sin precipitar un contenido asible en ningún momento.
De cualquier manera, lo que nos muestra sin ocasión de alegato la definición
adelantada es que el debate del sentido no puede ser llevado a cabo con
herramientas como las que el profesor Gómez-Lobo pone en juego en su artículo.
Si la hermenéutica parte de un defecto de raíz en su análisis lingüístico, la tentativa
del autor incurre en un vicio lógico, aunque sólo sea por motivos de estrategia no
declarada.
Porque además de lo dicho habría que preguntar si es de veras válido, para una
discusión fiel del estatuto dilemático del sentido, concentrar a éste en el átomo
concepción moderna de la ciencia, que la sustituye por el convencionalismo, ya preparado por la
elaboración pascaliana de lo nominal.
16 Es claro que la objeción podría ser salvada, por ejemplo, mediante el recurso a lo que Frege llama
el “pensamiento” que se expresa en la oración. Pero la pregunta que se esboza aquí tiene que ver
también con otros factores de que hablaré más adelante y que se recogen en el concepto de
“condición de verdad”.
De lenguaje, historia y poder 23
proposicional y esperar de su estudio toda la ilustración que la cosa demanda. ¿No
es el sentido, al contrario, un efecto de trama de relaciones discursivas, un efecto
de texto y contexto? No es que desee multiplicar las dudas por amor a las
dificultades. Pero el profesor Gómez-Lobo se ha ingeniado una situación quizás
exageradamente sencilla y pura, y nos ha hecho un experimento de laboratorio en
el vacío. Será, además, que esa situación no nos lleva a ninguna iluminación acerca
del sentido; en cambio, se deja enredar por el sentido mismo, y más, a través de
este enredo, traiciona unos supuestos que no podrían nunca ser obvios y que él
mismo sacrifica después. Los razonamientos que siguen a la definición
mencionada17 nos dejan entrever que la noción de sentido se arma, al menos
provisoriamente, desde la noción elemental de significación de las palabras. Es, así,
desde todo punto de vista relevante para la comprensión del sentido que se aprese
bien el significado específico de los vocablos empleados en el juicio; por ejemplo,
en nuestro caso, el significado del verbo “invadir”. “Puesto que la disputa es, en
este caso, una disputa sobre el sentido de una palabra en una lengua dada, se sigue
que el establecer si una determinada interpretación es correcta o incorrecta es una
tarea hermenéutica. Mientras más estudiamos el texto y el contexto, más
argumentos encontraremos para defender una u otra posición. El conflicto de las
interpretaciones es, en efecto, una discusión sobre interpretaciones correctas e
incorrectas de determinados textos y, por lo tanto, puede y debe ser dirimida a
partir de los textos mismos.”18 No sé si me engaño, pero parece que por fin el
sentido tendría que ser visto como una summa significationes, como el agregado de
múltiples significaciones singulares de términos, formando una significación
molecular más grande, la de la oración. Habría sólo una diferencia de tamaño
semántico ente el sentido de la proposición y los significados individuales de las
palabras. Pero es que, además de la diversidad de tamaño, otra cosa se inmiscuye
entre medio, haciendo que el paso del nivel menor al mayor sea también un pasaje
entre esferas heterogéneas; porque por lo menos es preciso acudir a las reglas
gramaticales y sintácticas para moverse de una a otra. Y estas reglas no pertenecen
por separado al nivel inicial, sino que se tejen más adelante. El mismo profesor
Gómez-Lobo nos recuerda esta intervención bajo la divisa de texto y contexto.19
17 En las pp. 49 y 50.
18 Loc. cit., p. 50.
19 No es esto más que la viejísima comprobación, susceptible de infinitas variaciones, acerca de que
el significado de una palabra recién se puede conocer por el empleo discursivo de esa palabra.
Prinicipio tan conocido para Aristóteles como para Frege, y que repite Wittgenstein —cierto que
con una variante fundamental— Wittgenstein en las Investigaciones Filosóficas: “el significado de un
término es su uso en el lenguaje” (cf. Schriften, I, Frankfurt a. M.: Suhrkamp, 1960, § 43, p. 311).
De lenguaje, historia y poder 24
Pero aun haciendo la salvedad (no dudo que el autor la hace) de que
significaciones sólo las hay por el empleo discursivo inmerso de antemano en el
universo semántico, no podemos estar seguros de haber eliminado la dificultad de
concebir el sentido común según el modelo estrecho de la significación aislada. Un
paso más allá nos permite dar, por último, otra cita del artículo con que polemizo,
para porfiar en la distinción de sentido y significación, que nos podría estar
pareciendo, entre tanto y en cierto sentido, más decisiva que la distinción de verdad
y sentido. Justo cuando el profesor Gómez-Lobo está probando que el sentido es
antesala de la verdad —“la verificación [...] sólo puede realizarse después que se
ha realizado la comprensión”— explica que: “si bien comprender una oración
implica saber qué condiciones la harían verdadera esto no significa que sepamos si
esas condiciones efectivamente se cumplen o se cumplieron.” 20 Esta explicación nos
hace entender también un poco más la definición que había dado el autor. Ahora
podemos saber qué es “comprender una oración”, y consecuentemente podemos
determinar qué es lo que se entiende —qué es el sentido— cuando se comprende
una oración. Esta inteligencia tiene por objeto, al parecer, las condiciones de
verdad de la oración. ¿Qué son estas condiciones, cuáles son, en particular, para el
juicio del ejemplo? El autor lo dice: “la condición necesaria y suficiente para que la
oración del ejemplo sea verdadera es que los espartanos hayan efectivamente
invadido el Ática bajo el mando de Arquidamo el año 430 a. C.”.21 Aquí vacilo otra
vez en la interpretación de las intenciones del profesor Gómez-Lobo. Si formalizo
esa condición que él enuncia, reemplazando —lo que por demás es lícito— el
adverbio “efectivamente” por la fórmula “es verdad que…” tendré: “es verdad que
los espartanos invadieron el Ática bajo el mando de Arquidamo el año 430 a. C.”.
Es la misma vieja frase, nominalizada. ¿Será éste el objeto de la comprensión como
inteligencia de las condiciones de verdad del juicio? No podría creerlo, pues así se
habrían quebrantado las barreras entre verdad y sentido, y la distinción sería de
nuevo incontrolable. Afortunadamente, para remate se nos advierte: “pero esto
aún no lo sabíamos en el momento de la comprensión e interpretación. La
captación del sentido es, por ende, independiente de la verificación.” 22 Si el sentido
es lo que se entiende cuando comprendemos una oración, y si comprenderla es
conocer las condiciones de su verdad, no obstante ello, el sentido de la oración no
es la misma oración nominalizada, es decir, la que establece la verdad o falsedad
de la oración primitiva. Era lo esperado, también. ¿Qué supone, pues, el concepto
de condición de verdad? Según parece notorio, el profesor Gómez-Lobo no se
20 Loc. cit., p. 51.
21 Ibid.
22 Ibid.
De lenguaje, historia y poder 25
refiere con ello a lo que venimos de examinar y, no obstante, alguna relación tiene
también con esto. Pero, pensemos por ahora en otra posibilidad: quizá se trate del
conjunto de las condiciones que conspiran para hacer verdadero —o falso— al
juicio, condiciones todas ellas de significación que ha rozado el articulista cuando
exponía las eventuales discusiones hermenéuticas que podría despertar el ejemplo
escogido, condiciones que son, a su vez, juicios igualmente —como: “Arquidamo
mandaba las topas espartanas el año 430 a. C.” y “en el año 430 a. C. los espartanos
invadieron el Ática”—, pero que tienen con el primero unos engarces muy
específicos, los de la implicación. Esas condiciones, recogidas en otras tantas
proposiciones, implican a la oración del caso, y ésta es, por tanto, su conclusión.
Como objeto del ejercicio comprensivo tendríamos, pues, a tales juicios, lógico-
sintácticamente envueltos en la oración primitiva como fundamentos de su valor
de verdad. ¿Qué es aquí el sentido? No podría ser cada una de las oraciones por
separado; ellas tienen dimensiones semánticas propias, y si fueran una a una objeto
de la comprensión, ésta se prolongaría, por lo menos virtualmente, al infinito.
¿Será, entonces, la ligadura inter-proposicional y que hace depender la conclusión
—el significado suyo— de los significados de cada premisa en particular? El
sentido saltaría a la vista, entonces, como una suerte de argamasa en la
construcción del enunciado, distinta de los significados comprometidos y que los
atraviesa y conecta a todos, una dimensión de nexos —o quizás, aun, el efecto de
unos nexos sintácticos y lógicos— en la que recién se exponen los significados y
que espera la declaración solemne que instituye “es verdad que…” o “es falso
que…”
Pero no se quedan en eso todos los problemas. Pues, lo insinuaba más arriba, el
sentido es, ciertamente, la condición de la verdad (y asimismo de la falsedad). Pero
¿cómo lo es? Justamente por su independencia de principio respecto de la verdad y
de la falsedad, es decir, justamente como condición no sólo de verdad, sino
también de posibilidad de la proposición; pues es sólo por su pertenencia a un
ensamble sintáctico, de implicaciones e inferencias, que es posible la proposición
como tal, sólo por ella es, en rigor, legítimamente expresable y, así, susceptible de
ser verdadera o falsa. Estamos, pues, en un dominio harto más complejo de lo que
quería el profesor Gómez-Lobo, y con sólo atenernos a su instancia simple y al
análisis lógico y lingüístico que de ella hace; un dominio que, si bien puede ser
antesala de la verdad (y, se me excusará la insistencia, lo es también de la
falsedad), no es de ningún modo fácil de soslayar, y que nos abre un sinnúmero de
conexiones implícitas. ¿Podrá salir de aquí la verdad tan incólume como parecía? Y
hago notar que cuando se habla de condición de verdad de una oración y se quiere
decir, sin embargo, condición de posibilidad de la misma, se ha practicado una
De lenguaje, historia y poder 26
tácita reducción de la falsedad a la verdad, desconociéndole cualquier autonomía
de existencia, al interpretarla como no-verdad. Insisto: ¿podrá la operación
verificadora ser tan despreocupada como promete el modelo historiográfico
aducido por el profesor Gómez-Lobo, si nos elevamos todavía a instancias más
complejas, como él mismo nos invita a hacer hacia el final del artículo? Dejo estas
preguntas para retomarlas luego, no sin antes hurgarlas un poco más con ánimo de
problema.
Decía que el análisis proposicional atómico no nos comunica nada sobre esta
complicación de nexos que acarrea el sentido. Al contrario, recién la persecución de
aquél nos informa sobre ésta. Pensemos así en las vinculaciones intrincadísimas
que puede tener, por ejemplo —y creo que éste, sobre todo para la cuestión de las
ciencias humanas y sociales, es un ejemplo paradigmático—, un discurso
ideológico, si se quiere en su más amplia acepción. Aquí ya no es tema la pura
denotación o el aserto historiográfico, o puede serlo sólo en la medida en que
expresa una determinación de intereses subjetivos —individuales o de
colectividad—, que hallan su manifestación en el discurso. En otras palabras, sólo
en cuanto se los tome como proposiciones emitidas por un sujeto hablante, sujeto
del discurso, que ante todo tiene interés en ser tomado como sujeto, como fuente
de habla y de sentidos o, por último, como juez supremo de los mismos. Las ideas
de denotación o designación, así como nos vienen preparadas, ¿ofrecen acaso un
instrumento inmediatamente adecuado para encarar el examen de tales discursos,
que forman de seguro un núcleo de cualquier disciplina de ciencia social? Puede
ocurrir aquí que haya designaciones enviadas al vacío con referentes fantasmales,
huellas falsas y leyendas, para reivindicar, por otro lado y bajo disfraz, los
intereses reales que están en juego. Ya no es éste el campo de la verdad, sino el de la
mentira y del engaño. Además de la pregunta de “¿qué se dice?” se impone ahora
esa otra de “¿quién dice?” Pero el plano en que se puso el profesor Gómez-Lobo no
nos prepara para tales cuestiones ni nos deja reconocerle al sentido, en buenas
cuentas, carácter problemático. Y no podemos darnos por satisfechos con un
formalismo lógico que le borra el rostro al sentido: pues esa misma
problematicidad se cuela ya en el nivel primero de las oraciones apofánticas, como
lo hemos visto, y eso debiera ponernos rápidamente sobre aviso acerca de la
magnitud del asunto con el que tenemos que hacer. Queda, en todo caso, esta
constatación: el estrato en que se puede distinguir con tal radicalismo y tales
intenciones entre sentido y verdad no permite realmente entender el estatuto del
sentido.
Sin embargo, es ese estrato el único que le parece fértil al profesor Gómez-Lobo
para la validación de las pretensiones científicas de una disciplina. En realidad,
De lenguaje, historia y poder 27
parte él de una concepción bien determinada de la ciencia, que —como
investigación objetiva23— se construye desde la idea de la verdad como
correspondencia: la correspondencia de lo que se dice en el discurso con lo que se
presenta en la realidad. No importa cómo se conciba ésta, es suficiente sólo que se
la admita como una exterioridad con respecto al discurso. Pero ¿con qué
exterioridad nos encontramos en el campo de las ciencias humanas y sociales?
¿Será posible en ella la simple objetividad, la que se desprende de las
consideraciones del articulista? Está claro que los fenómenos objetivos en tales
ciencias —“fenómenos” los llama el profesor Gómez-Lobo, al final de su artículo—
no se presentan así sin más, en la pureza de su aparición, sino que nos vienen
mediados discursivamente. 24 Su propia exterioridad está inscrita en los discursos
sociales. ¿No tendrá esto sus efectos en la misma formación del discurso científico?
Y digo “efectos” pensando en que es precisamente una función esencial del
discurso —y esencial para las ciencias histórico-sociales—, la que descuida quien
se acoge al plano de donde nace aquella distinción entre sentido y verdad: la
función de la eficacia. Pues si estos discursos sociales llevan la intención de una
referencia objetiva, antes de eso están determinados por otra intención que, a través
del discurso mismo y de sus nexos de sentido, busca fijar la perspectiva y las
condiciones según las cuales ha de establecerse esa posible referencia, la cual,
entonces, se subordina a esta segunda intención.
Consecuentemente, parece ser éste el nivel en que hemos de colocarnos para
siquiera iniciar el debate. Y si queremos hacer algunas apelaciones, tal vez habrá
que recordar también esa otra dimensión discursiva que tanto Aristóteles como
Pascal conocieron y restituyeron cada uno por su cuenta. Para el primero no había
en el orden del conocimiento un solo discurso legítimo posible, el que se somete a
las reglas de la lógica deductiva; había también ese otro razonamiento, el
dialéctico, que, juzgando por probabilidades, tiene más que ver con la retórica —y,
por tanto, con el discurso eficaz— que con la ciencia apodíctica. Y Pascal insinuaba
también esta segunda posibilidad, no sólo por el estilo de su ensayo —que cité—,
paradójico y dirigido a la demostración retórica, no deductiva, de la primacía de la
23 Fácilmente se transforma esa concepción de la ciencia como investigación objetiva en una
presunción objetivista, que olvida justamente —y sobre todo en este caso— la especificidad del
objeto de la ciencia.
24 Y cabe entender aquí por discurso social no sólo los discursos propiamente tales, sino también lo
que socialmente se presenta como discurso o que puede ser estudiado como discurso, es decir —para
enunciarlo del modo más esquemático—, como evento de comunicación sobre un código
socialmente establecido. Así, por ejemplo, son discursos los comportamientos sociales sometidos a
una ritualización que delata la operatividad de un código.
De lenguaje, historia y poder 28
ciencia, sino por su preocupación en universalizar esta ciencia, hacerla fértil para
todos los campos del interés humano apremiante, a través del arte de la
persuasión, ése que, formado en el espíritu de fineza, es complemento
indispensable del espíritu geométrico. Y esto se dirá sólo para que se vea la
relevancia, en el debate suscitado por esas disciplinas sociales y humanas, de cierta
discusión filosófica que permita entender con qué tipo de ciencias tenemos que
hacer aquí. Pues creo, igualmente, que bajo esa enseña de universalidad verosímil
y fundamentalmente polémica podrían ser mejor captadas —con todos los defectos
que debo reconocerles— las veleidades de mi introducción a los parágrafos de
Gadamer: como un ensayo retórico de conexiones conceptuales y temáticas, un
intento de penetración en la eficacia del sentido.
II
Pero la voluntad que me guió a producir una respuesta no tenía por meta única
ésta de indicar alguna insuficiencia en la exposición del profesor Gómez-Lobo.
Quizá insistí demasiado en subrayar lo que me separa de él, cuando tengo que
afirmar también la cosa de base en la que estamos completamente de acuerdo.
Critica él a la hermenéutica, y creo que su propósito es enteramente válido —por
eso lo acompaño—, aunque no toma el punto de mira que considero más justo para
llevar a cabo esa crítica. No me parece que las desviaciones a que nos enfrenta y
tienta la hermenéutica —ya en el terreno de una fundamentación de las ciencias
humanas— puedan ser exorcizadas con sólo una refutación lógica. La
hermenéutica también se agita en ese otro espacio, filosófico y retórico, en él se
depositan sus supuestos, y es ahí donde debe ser arrostrada y combatida, si lo que
se busca es la oposición a su pretendida primacía. Antes que nada hay que
interrogar a la misma hermenéutica por su sentido —entramado de tesis que
constituye su discurso fundamental— como manera de solicitar la emergencia de
esos supuestos, para que exhiba la urdimbre conceptual en que captura y resuelve
las preguntas que la mueven y donde viene a asegurar sus aspiraciones. ¿Cuál es el
sentido (y, así también, el destino, este anagrama del sentido) de la hermenéutica?
Y aquí voy a pedir nuevamente la ayuda del profesor Gómez-Lobo.
En su artículo, hablando al principio de las exégesis bíblica y jurídica, alude a
una práctica de la interpretación que se ha generalizado en Alemania desde
Schleiermacher. Esta práctica, por supuesto, no sólo se circunscribe a Alemania y
forma tal vez el corazón muchas veces no confesado del “esfuerzo hermenéutico”.
Consiste en trasladar “los hábitos de interpretación bíblica a la interpretación de
De lenguaje, historia y poder 29
textos filosóficos.” 25 El resultado de esta práctica —comienzo de universalización
de la hermenéutica— es que, “al quedar eliminada la pregunta por la verdad, el
intérprete de los clásicos de la filosofía queda ante una galería de opiniones, tal vez
cuidadosamente analizadas y entrelazadas históricamente, pero, en definitiva,
yuxtapuestas, como cuadros en un museo. El estudio de los clásicos se transforma
entonces en un velo tras el cual se esconde una actitud, en definitiva, escéptica.”26
El profesor Gómez-Lobo apunta al problema central. (Pues, por lo demás, no
veo los motivos para extender esa observación a trabajos de exégesis que tengan
otros objetos que los grandes textos de la filosofía.) Efectivamente, la importancia
que tiene y puede tener la hermenéutica para el pensamiento teórico —y para sus
ambiciones de basar la investigación científica— hunde sus raíces sobre todas las
cosas en la herencia cristiano-medieval. Ya en el antiguo cristianismo, hacia los
siglos II y III, pero después también, se produce la fusión de las escuelas exegéticas
adversarias de Alejandría helenística y de Pérgamo y Antioquía, defensora la una
de la tendencia gramático-histórica que daba fruto en la interpretación de los
clásicos griegos, y abogada la otra de las tendencias alegóricas de fines netamente
religiosos.27 La fusión, que implicaba, además, un aprendizaje de las viejas usanzas
judías de interrogación del Antiguo Testamento, suministró herramientas
imbatibles de múltiple eficacia: permitió superar la contradicción entre los
documentos de fe y la visión vulgar del mundo —cuyo lenguaje hablaban
aquéllos—; hizo que la Iglesia pudiera responder a los judíos mediante la
profundización en el sentido del mensaje evangélico, su difusión comprensible y
su vínculo con la determinación soteriológica del pueblo elegido que se expresaba
—ahora visto así— como expectativa trascendente en las viejas escrituras, al
insertar en éstas la teología del lógos y el escándalo sublime del Dios hecho carne
neo-testamentario; y, asimismo, permitió que venciera la Iglesia a los gnósticos y
su alegorismo desenfrenado con una delimitación y fijación de las posibilidades
hermenéuticas. Para estos hombres, como para todo el Medioevo, no era cuestión
discutir la verdad de la Biblia. Esa pregunta no podía plantearse y estaba resuelta
íntimamente en la adhesión de la fe. 28 Todo problema lícito a que pudiera abocarse
25 Loc. cit., p. 47.
26 Ibid.
27 Un resumen breve y ajustado de estos antecedentes históricos fue hecho por Dilthey en El
surgimiento de la hermenéutica, de 1900 (en: Wilhelm Dilthey, Gesammelte Schriften, V, Stuttgart:
Teubner, pp. 317-338). Este ensayo es esencial, además, para visualizar el proceso de
universalización de la hermenéutica, que culmina en Heidegger, Gadamer y Ricoeur.
28 “Lo que a todas luces no cabe preguntar —si se trata de un exégeta cristiano—“, dice el profesor
Gómez-Lobo a propósito del ejemplo de hermenéutica bíblica que propone, “es si es verdad que la
ira de Dios se ha manifestado. Esta pregunta está contestada de antemano y no es objeto de
De lenguaje, historia y poder 30
el hermeneuta cristiano se desenvolvía, pues, exclusivamente en el dominio del
sentido, cierto ya, con prelación absoluta, de la verdad de lo dicho: el texto nace de
la inspiración, su Autor es Dios, que sopló su Verbo por boca de hombres
arrebatados. Hay, pues, una garantía perfecta de verdad, que, a su modo, es
también una garantía de sentido. 29 Y la hermenéutica medieval hizo mucho para
señalar hasta qué punto había una complejidad y una mezcla de vínculos allí, y
cómo el sentido sólo podía abordarse en esa complejidad; discernió relaciones,
distribuyó los órdenes y finalmente entregó como producto definitivo de tales
empeños la doctrina famosa del cuádruple sentido de las Escrituras. Acuñó, ante
todo, la marca esencial del doble sentido, bajo la figura de un sentido literal y
sensible, que no es todo el sentido del texto, que no lo agota y que, por último, es
derivado, y un sentido segundo que a través del primero y por él se desliza,
sosteniéndolo y soportándolo y confiriéndole a su vez su estructura propia de
sentido. 30 Pues el cuádruple sentido medieval acusa, para cualquier análisis
persistente, una duplicidad radical, recogido en la frase de costumbre sobre “el
espíritu y la letra”. 31 Esta duplicidad es decisiva constatación, pues trae consigo la
comprensión o exégesis, sino de aceptación por la fe” (p. 47). Cabe subrayar cómo se invierten aquí
los órdenes y resulta la verdad antesala del sentido.
29 La garantía perfecta del Autor divino identifica verdad y sentido; el sentido idéntico a la verdad
es el sentido pleno, la plenitud del sentido del mensaje que ilumina la orientación de la historia y el
papel de los hombres históricamente comprometidos en la aventura de la salvación.
30 Inequívoca es la apelación que tiene que hacer a esa teoría la reflexión hermenéutica más
moderna. Léase, para muestra, ese pasaje de Ricoeur, que argumenta la condición privilegiada del
símbolo como objeto hermenéutico por excelencia: “en este nexo de sentido a sentido (que se
verifica en el símbolo) reside lo que he llamado lo pleno del lenguaje. Esa plenitud consiste en que
el segundo sentido habita de alguna manera en el primero […]. El símbolo está ligado y ligado en
doble sentido: ligado a… y ligado por. Por un lado, lo sagrado está ligado a sus significaciones
primarias, literales, sensibles: es lo que le da opacidad; por otro lado, la significación está ligada por
el sentido simbólico que reside en ella; es lo que he llamado el poder revelador del símbolo, lo que
constituye su fuerza a pesar de su opacidad […]. Sólo el símbolo da lo que dice.” (En: Paul Ricoeur,
Freud: una interpretación de la cultura, México: Siglo XXI, 1970, Libro I, c. II, p. 31.)
31 No es ésta la doctrina más sutil en cuanto a la diversificación semántica. Para Joaquín de Fiore,
por ejemplo, hacedor de una alambicada teoría escatológica de la historia, era posible diferenciar
todavía entre doce sentidos, aunque éstos no eran más que una proliferación inútil a partir de los
cuatro oficiales y, aun, de los dos fundamentales. En todo caso, esos cuatro sentidos son: el sentido
literal, el moral o tropológico, el alegórico y el anagógico. (Un célebre dístico de Agustín de
Dinamarca los expone así: “la letra te enseña los hechos, lo que creas la alegoría, la moral lo que
hagas y a lo que tiendas la anagogía”.) Pero la línea divisoria básica es la que separa al primero —
sentido literario, literal directo o metafórico— de los restantes, todos los cuales conllevan, aunque
en grados de menor o mayor excelencia y verdad salvífica y abarcamiento, el sentido espiritual.
Esta separación estaba clara ya para los primeros estudios exegéticos cristianos. La mejor obra de
De lenguaje, historia y poder 31
idea irrenunciable para todo pensamiento hermenéutico de que todo texto se
presenta de inmediato como una superficie opaca, quién sabe si impenetrable, no
plena sino residual, pero en todo caso configurada ya como sentido y que así
autoriza y exige la labor de interpretación como tarea explicativa de esos residuos
discursivos y reconquistadora de la plenitud prometida. 32
Y son éstos supuestos muy importantes de la hermenéutica y de todo
pensamiento parido ente sus límites. Sin embargo, a veces ella los desconoce o los
presenta de otra manera. Así ocurre con Gadamer, que parece olvidar un poco este
origen religioso medieval cuando afirma que la determinación tradicional de la
hermenéutica —que le habría cerrado continuamente la entrada a su oficio
profundo— fue la determinación de su esencia como Kunstlehre, o metodología. La
hermenéutica es de seguro una metodología, una téchnē: es hērmēneutikè téchnē.
Pero ya para los griegos el concepto de téchnē difícilmente podía ser cubierto por el
moderno de metodología, y en el cristianismo consolidado la metodización
normativa de la exégesis no tomaba un carácter universal abstracto, sino que debía
ponerse al servicio y hacerse desde el modelo ya definido del objeto hermenéutico
fundamental: la Biblia. Sobre la base de este modelo se pudo extender entonces la
metódica de la interpretación: hacia la historia bajo la forma de la interpretación
tipológica de un Joaquín de Fiore, que se dejaba sugerir las claves de la evolución
soteriológica de la humanidad por la “plenitud” del Nuevo Testamento en el
Apocalipsis; hacia el mundo en la lectura per signa ad signata de un San
Buenaventura, y por fin en el tópico medieval y renacentista de la naturaleza como
libro de Dios. 33 La idea de una metodología hermenéutica que parte por hacer
consulta sobre estos temas es la gran Exégèse médiévale (París: Aubier, 1959-64, 4 vol.), de Henri de
Lubac.
32 Sobre la idea del residuo, que parece indispensable para una concepción hermenéutica, y que
bosquejé en mi introducción a Gadamer, se puede consultar un razonamiento como éste: “De todo
es posible una hermenéutica, a excepción de una doctrina pura (por ejemplo, de la geometría) y de
una intención pura […]. Que la suma de los ángulos sea igual a dos rectos (dado el supuesto de las
paralelas) no comporta interpretación. Vale decir, no es referible a otro. Es dada (la geometría) sin
residuo. El residuo implica un tiempo (por ejemplo, el de Pitágoras y el nuestro), para constatar que
la suma de los cuadrados construidos sobre los catetos es igual al cuadrado construido sobre la
hipotenusa, y en el “mismo tiempo” constatar que la igualdad está fuera del tiempo.” (Enrico
Castelli, “Ermeneutica e tradizione”, introducción al volumen del mismo título, Archivio di Filosofia,
1963, p. XII.)
33 Sobre Joaquín de Fiore, cf. Studien über Joachim von Fiore (Stuttgart: Teubner, 1966), de Herbert
Grundmann, y Ecclesia spiritualis (Stuttgart: Kohlhammer, 1964), de Ernst Benz. Sobre San
Buenaventura, véase su Itinerarium mentis in Deum y, de Humberto Giannini, “Filosofía y
desprendimiento en el pensamiento de San Buenaventura” (en: Revista de Filosofía, U. de Chile,
volumen XV, Nº 1, mayo de 1977, pp. 27-37). A propósito del “libro de la naturaleza”, estos asertos
De lenguaje, historia y poder 32
abstracción de su objeto y de sus supuestos de posibilidad pertenece más bien a la
manera ilustrada y racionalista de entender el trabajo exegético. En tal marco, las
reglas de este trabajo son un metro universalmente adecuado con que se puede
medir cualquier texto, no sólo el sagrado, y más, cada testimonio del poder de la
razón. Esta difusión sin privilegios fue habilitada seguramente por la reflexión
reformada sobre la actitud que se debía a la Biblia y que no insistía, por supuesto,
en el peso del dogma y de la tradición eclesiástica, sino en la viva experiencia de la
religiosidad, es decir, finalmente, en la condición subjetiva de la fe. El proceso que
culmina en la Ilustración tiene una brillante primicia en el Tractatus theologico-
politicus de Spinoza que, como pensador no obligado por la creencia cristiana,
propone aplicar a la Biblia los criterios aptos para cualquier texto, y, ante todo, y
por un giro bien significativo, aptos para la lectura del libro de la naturaleza,
poniendo así entre paréntesis la procedencia inspirada de las Escrituras. De
cualquier manera, en la Ilustración se obedece consecuentemente a los supuestos
modernos de una subjetividad que configura el ser y la estructura de las cosas, que
no instaura más diferencia entre los entes que la que hay entre el sujeto auto-
reflexivo del cogito y los demás entes homogéneamente presentes ante él en el
modo de la representación: comparecientes sin títulos ante el tribunal racional. Así
consuma la Ilustración este proceso que equipara y nivela los textos y los objetos
hermenéuticos en general, como indiferenciadas huellas de la plenitud de sentido
que va operando por el mundo la conciencia prístina.
Ahora bien: según Gadamer —y a esto alude el profesor Gómez-Lobo—, la
determinación tradicional de la Kunstlehre empieza a ser problematizada a partir
del tránsito ente Ilustración y Romanticismo, y por los precursores y
representantes de este último, pero sin ser verdaderamente abolida. El olvido
persistente que ella entraña acerca de la raíz de los actos interpretativos mantiene
todavía aprisionados a Schleiermacher y a Dilthey, que abordan la hermenéutica
desde el previo esquema epistemológico —más adecuado a las ciencias naturales
que a las del espíritu— de la relación entre sujeto y objeto. Esta raíz, es lo que alega
Gadamer, recién habría sido puesta al descubierto por el Heidegger de Ser y
Tiempo: el hombre —el Dasein— es el ente hermeneuta, quien en su ser comprende
al ser: apertura ontológica y pensamiento ligado al sentido (del ser) y por él. Con
de Ricoeur: “en la naturaleza todo es símbolo, ciertamente, pero para un hombre de la Edad Media
la naturaleza no habla sino revelada por una tipología histórica, institutida en la confrontación de
los Dos Testamentos. El «espejo» (speculum) de la naturaleza no deviene «libro» más que al contacto
del Libro, es decir, de una exégesis instituida en una comunidad reglada” (Paul Ricoeur, “Structure
et Hermenéutique”, en Esprit, 11, nov. 1963, p. 625). La continuación de este tópico en el
Renacimiento se puede perseguir en el pensamiento de hombres como Galileo y Leonardo.
De lenguaje, historia y poder 33
esta comprobación se posibilitaría, entonces, la elaboración de una teoría de la
experiencia hermenéutica (en rigor como experiencia humana sin más) que
Gadamer mismo intenta. Pero, como decía antes, Gadamer parece omitir la otra
media verdad de la hermenéutica, o mejor: se la adjudica exclusivamente a la
básica descripción existencial de la comprensión como descubrimiento suyo. Y sin
esta otra mitad —que más que mitad es origen— no se podría siquiera pensar en
todo su vigor la determinación tradicional de la hermenéutica, que con especial
claridad sobreentiende la reflexión cristiana medieval y su herencia, fiel o crítica.
La hermenéutica ha sido siempre la embajada del sentido, la hērmēneía, la traída de
un mensaje.34 Sólo por esto puede ser legislación de las prácticas de la exégesis, aun
si dicen éstas describir “sin interés alguno” (Kant, a propósito de la fruición y del
juicio estéticos) la “arquitectura del sentido”, pues vive ya y siempre
34 Y tomo estas nociones del que, según Gadamer, es responsable del cambio de rumbos en la
esencia de la hermenéutica: Martin Heidegger. En su escrito “De una conversación del lenguaje”
(en: Unterwegs zur Sprache, Pfullingen: Neske, 1971, pp. 83-155) nos informa inequívocamente sobre
la procedencia de la hermenéutica. Ante todo, Heidegger especifica que lo que él pensaba bajo el
nombre de “hermenéutica” en Ser y Tiempo tenía por finalidad “pensar originariamente la esencia
de la fenomenología, para religarla de este modo propiamente a su pertenencia a la filosofía
occidental” (p. 95). El título “hermenéutica” se le hizo familiar en sus estudios teológicos del
seminario jesuita, debido a su interés por “la relación entre la palabra de la Sagrada escritura y el
pensamiento teológico-especulativo”, la misma, aunque encubierta, que después elaboró como
relación entre lenguaje y ser (p. 96). Y afirma Heidegger que “sin esa procedencia teológica jamás
habría entrado […] en el camino del pensar” y que “el provenir permanece, constantemente,
porvenir” (p. 96). Es aconsejable que hagamos caso a estas sintomáticas confesiones. Luego indica
que “hermenéutica no mienta en Ser y Tiempo la doctrina del arte de la interpretación ni la
interpretación misma, sino más bien el ensayo de determinar primeramente, desde lo
hermenéutico, la esencia de la interpretación” (p. 97 s.). Y por fin explica, en un parlamento
decisivo: “la expresión «hermenéutica» se deriva del griego hērmēneúein. Éste se vincula con el
sustantivo hērmēneús, que se puede rejuntar con el nombre del dios Hermes, en un juego del pensar
que es más vinculante que el rigor de la ciencia. Hermes es el mensajero de los dioses; trae la
embajada del destino; hērmēneúein es su deposición, que trae noticia en la medida en que se puede
escuchar en una embajada. Este deponer deviene interpretación de aquello que ya ha sido dicho a
través de los poetas, los mismos que, según la palabra de Sócrates e el diálogo ION (534e) de Platón,
hērmēnées eisìn tôn theôn, “embajadores son de los dioses” (p. 121 s.). “Por todo esto se hace claro
que lo hermenéutico no es primero el interpretar, sino que ya antes significa el traer de embajada y
noticia” (p. 122). Si se quiere saber adónde puede llevar esta aventura y juego es muy aconsejable la
lectura de la entrevista que hizo la publicación alemana Der Spiegel al filósofo y que damos a
conocer al final de este número: toda tarea del “pensar”, más allá del fin de la filosofía y,
especialmente, en vista de las demandas de la situación histórica, social y política del mundo
contemporáneo, debe moldearse en el crisol de la espera, de las manos implorantes y, en cierto
modo, de la auto-renuncia; ése, tal vez, que llevó a Heidegger a confundir la voz del Ser con la voz
radiofónica del Führer. Origen es siempre destino.
De lenguaje, historia y poder 34
comprometida en y con ella, vive de ella: como reapropiación del sentido que
metodiza, norma y regula por su previo ser ligado en el sentido. No es que la
hermenéutica pueda ser algo más, sino que es siempre sólo esta mediación
recuperativa y mensajera; de ahí le viene también su sentido: y es eso lo que en
verdad le interesa, tener un sentido, a ella, que se interesa en el sentido. Por eso
mismo declara que el pensamiento es finito, y lo es porque debe confesarse
sometido a una plenitud por fin impenetrable que lo precede y excede, que a la vez
le hace donación de su riqueza posible y lo garantiza. Plenitud en que se reserva
inagotablemente el sentido y que es como la prehistoria de ese pensamiento, pero
presente en sus indicios y residuos y todavía más allá —algo así como lo “sido” de
Heidegger—, origen obligante al que debe ligarse aquél y que tiene por finalidad
fundamental operar la indispensable donación del sentido, sin la cual carecería de
motivos el pensamiento; hermenéutico es lo que da que pensar, en palabra de
Ricoeur. Esta gracia de sentido es a un tiempo la máxima elevación y la
precariedad de la reflexión hermenéutica, antecedida por ese rostro nocturno y
misterioso que no podría dibujarse en las mediaciones argumentales y ni siquiera
en la arquitectura que ella puede y debe descubrir en el sentido dado. Ligado al
sentido y por él, todo pensamiento hermenéutico está religado al Origen del
sentido. Y ése es el fondo definitivamente teológico de la hermenéutica.
Por eso creo que el profesor Gómez-Lobo yerra cuando llama “escéptica” a la
actitud que se deriva del traslado de la hermenéutica bíblica a la hermenéutica en
vías de hacerse universal. El traslado no es de ningún modo inocuo y lo hemos
visto. Pero tampoco se pasa en él sencillamente de un estado en que existía la base
inamovible que garantizaba la verdad —la fe— a otro en que toda clase de garantía
se ha ausentado. Pues el traslado sólo fue posible porque había —que podía
reemplazar a la revelación divina y su acogida en la fe y que toma a su cargo,
entonces, la garantía de la verdad. No es que ahora haya desaparecido ésa, es que
ha cambiado de figura. En el viejo lugar hay un nuevo ocupante. Y esto no vale
sólo para la evidencia inmediata y auto-referida de la razón, que es como la
primera hora del traslado, el primer relevo de la garantía divina de sentido y
verdad (en el fundamento de la autoconciencia), sino sobre todo para esa otra hora,
la segunda, la del Romanticismo, que tanta importancia adquiere para Gadamer. El
papel fundamental que le cupo al Romanticismo fue justamente el de recuperar
una medida jerárquica previa de los objetos hermenéuticos, superando así la
homogeneidad y la perfecta indiferencia en que quería mantenerlos el proyecto
ilustrado de interpretación. No porque este proyecto careciera de toda medida,
sino por ser ésta en él una cosa postrera, sólo la sentencia dictada al cabo de la
causa por el tribunal de la razón, y quedar aquellos objetos suspendidos en su
De lenguaje, historia y poder 35
derecho a la verdad, a merced de la verdad preliminar y no cuestionada de la
conciencia juzgadora.35 Para el Romanticismo, en cambio, la ordenación jerárquica
de los objetos hermenéuticos está decidida de antemano, y es por eso un a priori de
la interpretación. Ellos se han definido ya en su pretensión de verdad y, por tanto,
en su conexión y plenitud de sentido. Por cierto hace esto prolongando un
postulado fundamental que se venía preparando desde la época ilustrada, acerca
de la existencia histórica de la razón. No es ahora la razón el poder omnímodo que
era ni la conciencia la fuerza constituyente, sino que se halla —como factum— en
una historia que es por sobre todo la suya y donde se ha concretado el sentido que
era su elemento, por decir así, antes que ella misma, en situaciones y producciones
institucionalizadas, que deben ser entonces el punto de partida de sus esfuerzos
por conocer; instituciones que llama el Romanticismo la autoridad, el prejuicio, la
tradición, y que rehabilita él frente a la razón ilustrada para imponerle límites 36 y
obligarla a reconocer que su proyecto cognoscitivo es también compromiso
histórico y ontológico. De manera que —hubo referencia a esto en mi introducción
a Gadamer— la autoconciencia es concebida ahora no sólo como principio
epistemológico, sino también como tarea histórica, en que el sentido pleno y
propio no es ya dato sino posibilidad futura inscrita en el ser de la conciencia. Tal
historización supone una delimitación del poder cognoscitivo e iluminador de la
conciencia (en la acepción kantiana de la “crítica”), una nueva definición de la
misma, que debe saberse ahora inserta en la historia, en un momento suyo, donde
hay que ir a buscar las condiciones reales que posibilitan ese conocimiento. Dilthey
fue el primero en explorar sistemáticamente este campo posibilitador —pero
siguiendo los deseos del romántico Schleiermacher, que pedía un Kant del
conocimiento histórico—, sin suprimir con ello, por supuesto, el principio moderno
de la subjetividad, sino dándole más bien una nueva inflexión al transferir las
35 En todo caso, como se ve, la hermenéutica ilustrada —secuela fiel de las tesis metafísicas
modernas— tiene también asegurada su garantía de verdad, que es la propia razón como fuente de
toda verdad. Por eso, ni siquiera a ésta le podría convenir la acusación de escepticismo que lanza el
profesor Gómez-Lobo. En realidad, es enteramente universal esta garantía, pero se particulariza en
vista de cada objeto hermenéutico como genuina garantía de sentido, pues en el trabajo de exégesis
puede la razón reconocer a esos objetos como productos y testimonios verdaderos de sí misma. Así,
los supuestos de tal trabajo son la subjetividad auto-reflexiva y la desprejuiciada racionalidad.
36 Por cierto, ya Gadamer pudo mostrar que por lo menos el prejuicio y la autoridad no son de
ninguna manera ajenos a la hermenéutica ilustrada y a la Ilustración en general. Lo que hay ahí es
una distinta interpretación de los mismos, que los desliga de cualquiera amarra con un pasado
gravitante. Autoridad es ahora la sola razón, y su prejuicio fundamental y único es el prejuicio
contra todos los prejuicios. Véase Hans-Georg Gadamer, Wahrheit und Methode, Tübingen: Mohr
(Siebeck), 1965, p. 256 ss.; en mi traducción, cf. Teoría, 7 (1976), p. 92 ss.
De lenguaje, historia y poder 36
atribuciones del tribunal de la razón a otro superior, el de la historia, donde vuelve
a reponerse ese principio ya como ser realizado, por una significativa mezcla de la
idea kantiana de crítica de la razón —histórica ahora— con la tesis de Hegel sobre
la historia universal como juicio universal. Y así se llega por fin a la aspiración
básica de la hermenéutica de fundar, por el desentrañamiento de los a priori
históricos, todo conocimiento del ser histórico del hombre y así la posibilidad de
una ciencia humana. Aquí es donde hallamos al propio Gadamer, cuya ambición
es la de haber satisfecho finalmente los requerimientos de una crítica de la razón
histórica mediante el apoyo en las tesis ontológicas de Ser y Tiempo de Heidegger.37
La medida jerárquica que rescata el Romanticismo, en virtud de eso que llama
Gadamer la “rehabilitación” de la autoridad, el prejuicio y la tradición, implica, en
fin, la última vuelta de la hermenéutica sobre sus pasos, que la lleva a vincularse
otra vez con su procedencia medieval. (No puede sorprender esto si se piensa en el
tipo de intento que en otro campo —no muy disímil de éste, como ya se echará de
ver—, el político, esconde el Romanticismo y que desemboza en sus tendencias
más extremadamente reaccionarias: el retorno a la organización feudal de la
sociedad ante la amenaza de las fuerzas políticas emergentes.) Gadamer esgrime
otra vez la peligrosa arma de esta rehabilitación y todavía quiere perfeccionarla
liberándola de las tesis racionalistas en que tuvo que verse enredado el
Romanticismo. (Es lo que traté de señalar hablando en mi artículo sobre la
distinción que él hace entre Tradición y tradición (Tradition e Überlieferung) y
usando allá la terminología de la donación de sentido, el residuo, la reserva y la
plenitud.) Esta medida jerarquizadora no incluye un cambio en las relaciones entre
verdad y sentido que caracterizan a toda la evolución de la hermenéutica, sino que
sólo asegura, mediante una ontología histórica implícita o declarada, el ser-verdad
del sentido a que el hombre nace por su pertenencia a una historia y una sociedad
37En este punto es importante mencionar la íntima relación que existe entre el plan que se propone
Heidegger en esa obra y la “repetición” de las tendencias contenidas en la Crítica de la Razón Pura de
Kant, que se declara nítidamente en Kant y el problema de la metafísica (1929). Es también sobre esta
relación nada de simple que se apoya Gadamer. Pero, por otra parte, parece además que el modelo
kantiano resulta definitivo para toda labor de fundamentación de las ciencias humanas (en alemán,
“ciencias del espíritu”). Ya se mencionaba la demanda de Schleiermacher y la idea de Dilthey de
una crítica de la razón histórica, continuación y relevo de la crítica kantiana, premunida, además,
del concepto hegeliano de espíritu objetivo. Este proyecto se mantiene invariablemente en el
pensamiento alemán y tiene otro fruto, por ejemplo, en la Filosofía de las formas simbólicas de Ernst
Cassirer —a comienzos de la década del 20—, donde el autor cree descubrir el “medio universal”
de todas las actividades del espíritu humano y de la razón en la noción de “símbolo”, que permite
combinar —por una adecuada extensión de su significado— la base epistemológica de todas las
ciencias, naturales y humanas.
De lenguaje, historia y poder 37
determinadas y que fijan su futuro factible; dicho ser-verdad es ahora el ser-
histórico del sentido predominante, como posibilidad que tiene el hombre de
construir su existencia y satisfacer su voluntad de conocimiento. Sentido es lo
históricamente eficaz —recuérdese el principio gadameriano de la “historia
efectual”, de la Wirkungsgeschichte—, y verdad es lo que confirma esa eficacia. La
garantía de la verdad se funda en aquellos factores en que parece alcanzar su
plenitud el ser-histórico —por su vigencia institucional—, pero que ya no son
trascendentes, aunque siguen arrogándose todas las insignias que antes tenía la
garantía divina de la verdad. Ellos fijan entonces una tarea hermenéutica
legitimada, una comprensión del sentido que sea a la vez esclarecimiento y
revelación de la verdad.
Algo de estas apreciaciones hay en el artículo del profesor Gómez-Lobo, pero no
están tematizadas. Se imagina él la objeción que le harían los gadamerianos a su
intento de crítica, protestando porque no ha comprendido al maestro en eso de que
la verdad aflora y se des-encubre en el texto. A esto responde él: “son precisamente
algunos de los supuestos de este tipo de objeción los que más encarecidamente
quiero combatir. En primer lugar, es obvio que debo rechazar el Gadamerius dixit.
Su aserción no es eo ipso una garantía de su verdad, como tampoco puede serio el
magister dixit”.38 Obviamente, se debe rechazar el argumento de autoridad, pero
¿en qué consiste esta obviedad?
Hemos visto que un argumento así hace más o menos el corazón de la
hermenéutica, por acreditar la verdad del sentido transmitido mediante herencia
histórica y social y actuante en la formación de la vida social del hombre;
autoridad, tradición y prejuicio integran la constelación en qué se teje el ser
histórico de los individuos y donde tiene que tramarse el conocimiento sobre ellos.
Por eso mismo le ponen a éste límites infranqueables, diseñados más que nada en
esa donación de sentido que lo precede, ontológica y gnoseológicamente. Sin estar
inmerso en el medio obligante de esa constelación, el pensamiento —es lo que
desea la hermenéutica— ni siquiera podría sentirse llevado a pensar. En esa
constelación encontramos otra vez lo que era principio de toda la reflexión
moderna, el fundamento donde se hacen idénticos la verdad y el sentido, pero no
ya como algo de lo que la conciencia dispone por sí de antemano, sino como algo
que ella debe apropiarse. Hay ahí entonces una suerte de conciencia hipostasiada:
como dice Gadamer, conciencia que es más ser que conciencia. Lo que produce la
identidad de sentido y verdad son tales instancias sustantivadas que la
hermenéutica transporta desde la religación medieval a lo trascendente hacia la
38 Loc cit., p. 47 s.
De lenguaje, historia y poder 38
religión comprensiva la historia que cristaliza, pues, en lo últimamente
incontrolable de la Autoridad, lo embargante del Prejuicio y lo inagotable de la
Tradición que sigue dando y dándose. Autoridad viene de Autor, Prejuicio viene
de Fe y Tradición viene, simplemente, de Tradición. Esta transportación es el grave
supuesto de la hermenéutica, pues no puede ser azarosa o sin consecuencias en
especial si se trata de edificar con esos factores las ciencias que se ocupan del ser en
sociedad del hombre. Porque entonces tendremos que todo análisis que aventuren
éstas vendrá ya definido por un modo implícito de concebir ese ser en sociedad,
gracias a unas condiciones que como trascendentales se disfrazan de trascendentes,
siendo nada más que intrahistóricas. Y habrá que preguntar también, entonces, por
el sentido que tiene la transportación, por las cosas que se deslizan ocultamente
dentro del trabajo científico si asignamos el mando a tales factores. 39 Pues ahora la
ciencia será determinada como simple recuperación, memoria mimética, por la
presencia y el peso de sentidos que merced a su agencia de poder se han hecho
verdaderos.
¿Qué quiere decir al fin y al cabo todo esto? De lo que se expuso debe salir en
claro que la hermenéutica no desconoce una distinción de sentido y verdad. Si para
su constitución y su intención de fundar a las ciencias humanas tiene que asegurar
la fuente del sentido como fuente de verdad, es justamente porque no quiere hacer
una exploración del sentido en ausencia del criterio de la verdad, porque no acepta
—como tampoco hace el profesor Gómez-Lobo— la idea de una investigación
científica que suspenda el momento de la verdad. Ciertamente, hay diferencias en
los modos según los cuales se opera en uno y otro lado la distinción y cómo se la
hace funcionar. La diferencia fundamental reside en que la hermenéutica es ciencia
—o esbozo de ciencia— histórica, en la que por eso la verdad es cosa histórica
también. Pero la verdad histórica, para la hermenéutica, es sentido institucional,
sentido predominante y hegemónico por su gestación desde una instancia de
poder que lo valida. Esto, claro, lleva más allá de donde nos pudo haber dejado el
profesor Gómez-Lobo. La voluntad de historia que tiene la hermenéutica no d se
vuelve es de ningún modo desechable; pero el punto en que esa voluntad se vuelve
sospechosa —y que despierta asimismo las objeciones de aquél— es ése en que se
39 Así, a modo de ejemplo, en el ensayo del profesor Macpherson sobre “Edmund Burke” (que
aparece también en este número, unas páginas más atrás [la referencia es a la revista Escritos de
Teoría, 2:25-35]) nos queda claro qué voluntad se enmascara tras la apelación (al menos) romántica a
lo tradicional y lo autoritario. No se trata del problema de la ciencia —aunque es sintomática la
relación de Burke con Adam Smith—, sino que es cosa allí de combatir la irrupción de nuevas
fuerzas políticas mediante la estabilización de la misma sociedad que las ha provocado,
matrimoniando a ésta con el viejo orden, a nivel de sentido.
De lenguaje, historia y poder 39
identifica verdad con sentido hegemónico. Sin embargo, para que se haya
producido esta identidad es preciso que antes, con entera anterioridad, es decir,
pre-temáticamente, se hiciera la distinción entre sentido y verdad que hace atender
también a la posibilidad de un sentido que sea falso. Es aquí donde puede ejercerse
la crítica del profesor Gómez-Lobo, pero ahora tenemos que modularla de una
manera bien diferente. No que la hermenéutica no haga distinción, pues interesa
declarar como falsos y espurios ciertos sentidos que no son refrendados por la
historia devenida sustancia en sus instituciones de sentido. Sino que la
hermenéutica identifica verdad y sentido sobre esa previa distinción, y esta
identidad resulta ya definitiva —decide también sobre la falsedad de aquellos
sentidos—, pues señala a la vez el sentido y el destino de la hermenéutica.
Pero no digo, pues, que la distinción pre-temática de la hermenéutica sea la
misma que maneja el profesor Gómez-Lobo. La suya nace de la confrontación
objetiva del sentido de una proposición; la de la hermenéutica de una
confrontación subjetiva. Desestimando la participación del sujeto en la
construcción de las proposiciones —es decir, reduciéndolo a la pura instancia del
sujeto del enunciado—, el profesor Gómez-Lobo puede enseñarnos tranquilamente
una imagen de la ciencia que somete a interrogación las proposiciones en que se
expresa su objeto, para saber si éste se expresa efectivamente ahí, y que va
edificándose, entonces, como un sistema de proposiciones cuya referencia objetiva
ha sido demostrada. En la hermenéutica la situación es otra. Ella atrae la atención
sobre la estructura del sujeto que está concernido e interpelado por su intervención
histórica, e indica que toda proposición que sea asunto de interrogación científica
está precedida por un sujeto emisor, no ya el sujeto del enunciado, sino el de la
enunciación, que dispone los vínculos entre el sujeto de la oración y su predicado;
descubre que las proposiciones sólo pueden ser formuladas si pertenecen antes a
un compromiso de sentido que decide sobre la verdad de la oración que, por tanto,
toda proposición sintética no es sino un anillo en la proposición previa y
absolutamente universal, condicionante, la proposición analítica del Sujeto que
escribe, invariablemente, el Yo (pienso, hago, hablo) detrás y delante de toda
oración histórica. De aquí en adelante, los sujetos oracionales del juicio
hermenéutico serán sólo vicarios del Sujeto universal, e igualmente, por eso, sus
nexos con los predicados habrán de ser un destello parcial de la entera estructura
del Sujeto. Éste no es íntegramente exprimido por los predicados, simplemente
porque se restituye de toda expresión cabal más allá de los sujetos vicariantes que
él autoriza para que desempeñen la suplantación. Aquí la verdad ya no es en
primer término la correspondencia o la concordancia, sino el acuerdo del sujeto
consigo mismo y con lo que en la historia se viste de su efigie, donde él se reconoce
De lenguaje, historia y poder 40
y que se reconoce en él.
III
Las secuelas de los desarrollos anteriores, en las conexiones que se podría
establecer entre ellos, parecen conducir a una conclusión muy radical, todavía más
allá de lo que al principio se presentaba como opción y oposición básica en el
terreno de la concepción de la ciencia. La crítica del profesor Gómez-Lobo nos
orientaba por la vía de una idea de ciencia objetivista sustentada en último término
por esa distinción lógica entre sentido y verdad, que hacía aparecer a esta última
bajo la figura simple de la correspondencia. Siguiendo este giro básico, esa idea
tenía por motivo tanto el método como el objeto de la ciencia histórica; objeto son
los fenómenos humanos de historia y sociedad, los procesos reales en que se
despliegan ellos, y método es la competencia sobre aquellos instrumentos que se
adecuan a la descripción y explicación de tales fenómenos. La realidad de estos
procesos no queda asumida en el sentido de las proposiciones que los recogen,
sino sólo en su verdad, es decir, en esa apertura que les garantiza la referencia real.
La hermenéutica, en cambio, se hacía como ciencia desde el supuesto de un
compromiso previo e insoslayable en el sentido, que mantiene concernido al
hombre que practica la ciencia de lo humano con la misma humanidad que su
investigación toma por tema. Con ello nos enfrentaba a una nueva estructura
desconocida para la distinción del profesor Gómez-Lobo: la estructura del sujeto,
que es ya en sí mima apertura al objeto científico. Entre tanto, las cosas se fueron
invirtiendo en el camino. Mientras las tesis del profesor Gómez-Lobo querían
demostrar que el sentido sólo es antesala de la verdad, de su búsqueda, en la
determinación más originaria de la hermenéutica descubrimos que es la verdad la
antesala de toda indagación del sentido. De este modo, ella se presenta siempre
como hermenéutica de la verdad, y responde por eso también al modelo de una
ciencia de la verdad. La manera cómo lo es, por cierto, implica dedos cambios
críticos respecto a la pura ciencia objetiva, pero no tan decisivos como para exceder
cierto marco que no podría ser suficiente para el trabajo científico en el campo de
lo social y lo histórico. Por sobre todo, se trata ahora de esa identidad que ella
establece entre un determinado tipo de sentidos y la verdad; identidad que
provoca algunas mutaciones en el concepto puramente lógico de la verdad —al
historizarla—, pero que también introduce una noción fundamental de sentido
que, con ser tributaria de la previa noción de verdad, impide un abordaje
efectivamente científico del problema del sentido en el campo social. Señalemos,
De lenguaje, historia y poder 41
por ahora, sólo los aspectos más generales de la cuestión, antes que nada para
mostrar por qué esta discusión universal puede tener alguna relevancia para la
ciencia y para el discurso científico.
Recuérdese que el conflicto más importante que despierta la hermenéutica tiene
que ver en este contexto con el programa de la cimentación de las ciencias
humanas y sociales. Es porque la hermenéutica se ofrece como fundamento
epistemológico de estas disciplinas que se hace forzoso examinarla y criticarla en
vista del papel que juegan y pueden jugar esas ciencias en la sociedad que
investigan. Esto de ser ciencias de la sociedad implica, sin embargo —por lo menos
en lo que toca al punto más abstracto del problema, y apelando a un lugar común
que puede ser convincente—, una dirección doble en el concepto, y que es
necesario apresar bien. No es que lo sean nada más por hacer de la sociedad —su
estructura, sus parámetros de evolución, la agrupación y determinación de sus
miembros y del comportamiento básico de éstos, etcétera— objeto de la indagación
científica, sino que además pertenecen a la sociedad que investigan, están insertas
en ella y deben convertirse por eso también en objeto de sí mismas. Las ciencias
sociales no pueden ponerse a hurgar en la constitución de la sociedad sin tener que
rebuscar, de una manera u otra, en sí mismas —puesto que aquella las determina—
, sin hacerse cargo, entonces, de su propia procedencia y función social. Por eso
están esencialmente condicionadas por el problema de su constitución como
ciencias, y con ello cambia por fuerza la noción simplista de objeto para estas
disciplinas.
Sin duda, la hermenéutica suministra una respuesta a esas exigencias; lo hemos
podido advertir. Así el punto de partida, la experiencia inicial que moviliza a la
hermenéutica gadameriana es la Verfremdung, el “distanciamiento alienante” en
que se desarrollan necesariamente las ciencias humanas forjadas bajo el principio
de la objetividad, A este distanciamiento objetivista opone Gadamer la experiencia
de la pertenencia a lo humano, lo histórico y lo social que, más que un opuesto, es
el supuesto ineludible de ese distanciamiento; pues para que haya éste es necesaria
la relación primeriza. Es ante todo el objetivismo lo que tata de eludir la
hermenéutica como fundamento de las ciencias humanas, y por ello restablece los
vínculos de pertenencia —que a su vez posibilitan, más tarde, como deficiencia,
toda conducta objetivista— en el seno de una ontología de la historia que destaca
precisamente los motivos principales de la pertenencia. Se implanta pues en la
historia y en la sociedad, 40 por una adhesión ontológica y epistemológica —y que
40En la segunda parte de este artículo hubo un paso no declarado de la hermenéutica en general a la
hermenéutica específicamente gadameriana. Por cierto, las características universales que se
desprendieron del comentario sobre la hermenéutica forjada desde la experiencia exegética de la
De lenguaje, historia y poder 42
todavía quiere comprometer la existencia de cada ente social a ciertas instancias
posibilitadoras que son, así, el a priori del conocimiento socio-histórico. ¿Cómo
nace la condición de a priori de dichas instancias? Precisamente, no siendo sólo los
a priori del conocimiento histórico, sino también los a priori de la historia misma.
Para explicarlo un poco más: es justamente esa adhesión la que debe fijar la esencia
de la hermenéutica, la que debe asignarle sus funciones y, así, fundar su
preocupación por el sentido y los modos en que se ha de llevar a cabo esta
preocupación como ciencia. Lo histórico que el sujeto cognoscente toma como
objeto compromete a través de este mismo objeto al sujeto y le pone las
condiciones de su conocimiento. Estas condiciones han de hallarse en la estructura
misma del objeto histórico, de modo que siempre hagan factible la concreción del
conocimiento histórico. Por eso la hermenéutica —básicamente la gadameriana en
este caso, pero también toda hermenéutica— centra su atención en sentidos que
han alcanzado vigencia histórica, que han hecho historia. Sentidos, pues, en que se
recogen procesos y fenómenos históricos y sociales que han podido prevalecer.
Sentidos de acuerdo a los cuales los sujetos históricamente actuantes han
organizado a nivel de conciencia esos fenómenos y procesos. Tales sentidos no
pueden ser nunca mera descripción o eco de los procesos, precisamente por el
carácter interesado que anima a los sujetos históricos en su relación con el proceso
prevaleciente. Son por eso, a la vez, comprensión de los fenómenos, pero
comprensión interesada, a través de la cual puedan ellos legitimarse y pueda ser
justificada su preeminencia: así, por ejemplo, mediante la ubicación del fenómeno
en una secuencia histórica como eslabón suyo o aun como consumación de la
historia (de la época). El fenómeno histórico se reorganiza, pues, en una dimensión
de sentido que no es pura asunción, sino que vuelve a tener influencia sobre el
proceso mismo al determinar en la conciencia posibilidades, destino y legitimidad
del fenómeno. Esta legitimación funda al proceso en motivos que lo aseguran
como efectivamente histórico, en la medida en que lo definen como un proceso que
está inmerso en la historia, pero que además empieza a estructurar el mismo
proceso histórico total, es decir, que tiene eficacia sobre él. Así, en la medida en que
Biblia no bastan para definir el propósito de Gadamer. En este último caso nos hallamos con un
terreno nuevo: los supuestos determinantes de aquella han sido trasladados desde la experiencia de
la lectura y del texto, de la presencia del Libro, de la remisión del Autor, hacia la experiencia de la
historia, la temporalidad de los “documentos”, la exploración de los trascendentales de la historia y
de su conocimiento. Esto viene a evidenciar un conflicto muy llamativo en el seno de la concepción
hermenéutica, según el tipo de experiencia que ella tome por originaria: la del Libro, la de la
Historia. La oposición, además, revive contemporáneamente en las tesis encontradas de Gadamer y
Ricoeur. (Cf., de éste, “Hermenéutica y crítica de las ideologías”, en: Teoría 2 [1974], especialmente
pp. 32-37.) Sin embargo, ella misma no es más que oposición: supone una base común.
De lenguaje, historia y poder 43
el proceso histórico recogido en términos de sentido es uno predominante, por el
cual se logra cierta hegemonía sobre lo histórico, el sentido mismo se vuelve cosa
hegemónica, que justifica el predominio y que se compromete a reiterar la validez
del proceso. Se convierte entonces en sentido institucional, pues tiene por función
asegurar la vigencia del proceso —es decir, instituirlo en la historia—,
atribuyéndole precisamente la gracia de ser fundador de historia. De manera que
aquél se institucionaliza por un doble giro que, por una parte, lo conserva y
prosigue realmente —en el juego concreto de las fuerzas históricas— y, por otra,
funda idealmente esta conservación y prosecución, en el medio de la interpretación
interesada del proceso.
Por esta misma naturaleza especial de históricamente estructuradores, es a estos
sentidos institucionales, eficaces y hegemónicos que la hermenéutica liga, pues, el
conjunto de sm tareas. Ellos son los que pueden garantizarle su historicidad (su
requisito de pertenencia), por vincularse a los procesos históricos de predominio, y
cimentar, a la vez, el predominio de tales procesos. Este movimiento
paradigmático de los sentidos institucionales —de ida y vuelta— proporciona ya el
primer esbozo de lo que se llamará más tarde el “círculo hermenéutico” y que
vendrá a tomar preciso perfil con la sistematización de los momentos principales
en que se apoya la construccíón del círculo, esos que han sido mencionados bajo
los nombres de autoridad, tradición y prejuicio. Son principales —o más
expresamente, son a príori— porque es sobre ellos que se hice el círculo, al
factibilizar el pasaje continuo de lo histórico a la idealidad de sentido en que lo real
se reconoce como histórico a través de las conciencias de los sujetos actuantes. Y
con ellos se hace el círculo, porque prefiguran y repiten —cada uno por sí y en
referencia a los otros— el movimiento circular de fundación en la realidad histórica
y fundamentación de la idealidad de sentido. Por eso la Autoridad no es nunca
para la hermenéutica la sola autoridad política o espiritual social e históricamente
realizada, sino a la vez la forma pura de toda autoridad, y viceversa; y lo mismo
ocurre con los demás factores. Y entre sí se organizan ellos también parecidamente:
en tanto que la Autoridad inviste el papel de sujeto agente de la historia e
igualmente así de dador implícito —que pide explicitación— de sentido de lo
histórico, la Tradición afirma la conservación del principio autoritario en lo real y
su constancia en la donación del sentido —siendo, pues, así el lugar y el medio de
la donación—, y el Prejuicio, en fin, define la prevalencia del sentido histórico
autónomamente generado y transmitido, y mantiene así embebidos en éste a los
sujetos históricamente actuantes, y con eso también a los sujetos del conocimiento
histórico; les asigna, pues, su lugar en el lugar universal de la donación.
De lenguaje, historia y poder 44
Es sobre estos materiales que trabaja persistentemente la hermenéutica, que no
sólo lo son del conocimiento sino también de la historia; que fundan la pertenencia
siendo como sus paradigmas, el modelo de toda pertenencia histórica; que además
de su simple formalidad tienen la aptitud para concretarse en la historia, pero que
precisamente en esta concreción disuelven el carácter que les era propio en la
formalidad exclusiva de ser trascendentales para adoptar uno nuevo, por un tenue
desliz grávido de consecuencias, el de ser fundadores de historia y de sentido, de
ser, por tanto, trascendentes. 41 Están, por eso, a la vez dentro y fuera de la historia,
dentro y fuera de la sociedad histórica. Nos remiten a esa situación ambigua del
círculo, a esa dialéctica irresuelta en ninguna síntesis, que determina el tránsito de
lo formal a lo concreto de lo concreto a lo formal; permiten la hipóstasis del a priori
en la institución que lo realiza y también la formalización de esta misma como
anterioridad que no se puede remontar. Y esta dialéctica peculiar —donde el
sentido de la historia es la historia del sentido— se sustrae continuamente al
trabajo de la ciencia. Es eso lo que definitivamente liga a la hermenéutica: el hecho
de que para ponerse en ejercicio requiera de un sentido ya estructurado, histórica y
socialmente configurado desde los intereses de los sujetos actuantes y en el
conflicto de intereses antagónicos. Y precisamente esta estructuración anterior,
siempre anterior, es lo que la hermenéutica interpreta como donación de sentido.
De aquí en adelante, su voluntad será reestructurar, reconfigurar el sentido para
reestructurarse ella misma como conciencia del sentido. Si su reestructuración la
lleva a desmentir cierta estructuración precedente, será sólo para negarle su
historicidad —es decir, su eficacia histórica— y para ir a buscar el cumplimiento de
las instancias posibilitadoras en un nexo superior o, sin más, en otro nexo. Por lo
mismo, carece al fin de todo impuso crítico: una crítica científica —que no sólo
pusiera en duda el cumplimiento de las instancias en un nexo determinado, sino
que revelara como se gestan realmente ellas— provocaría la caída de la identidad
de verdad y sentido, y la hermenéutica quedaría, entonces, sin lo que le garantiza
un sentido verdadero como tema de examen. En último término, la crítica de la
hermenéutica no es sino la autocrítica de las instancias posibilitadoras que, como la
duda cartesiana, se disuelve a sí misma ante la presencia del sujeto de la duda. Es,
entonces, el sujeto del sentido —el sujeto hegemónico del sentido predominante, el
propietario, pues, del sentido— quien determina finalmente a la hermenéutica. y
ésta se calca sobre la estructura de aquél, del sujeto que posee el sentido pleno, que
41 Motivo de más para preguntar acerca de la compatibilidad del esquema kantiano de la
“fundamentación” con los genuinos problemas de la ciencia socio-histórica. Sobre todo si el recurso
a ese esquema tiene siempre que ver, en Dilthey y en Gadamer, por ejemplo., con ciertas tesis
hegelianas sobre la historia.
De lenguaje, historia y poder 45
se lo reserva para sí, para fundarse como sujeto; es así (la hermenéutica) el
proyecto de reapropiación del sentido, el proyecto mismo del Sujeto. De tal suerte
se cierra el círculo.
La respuesta de la hermenéutica, el modo cómo ella asume su inserción
histórico-social es, pues, esta sujeción final a lo que es históricamente eficaz,
identificado con real histórico como sentido hegemónico o, en fin, todavía, como
sentido de la historia. Bajo el imperativo de suprimir la distancia alienante de las
ciencias humanas objetivistas y de hallar el suelo fecundo de una distancia
comprometedora —la distancia temporal de que habla Gadamer, el darse del
sentido en el tiempo de la historia —, la hermenéutica se liga y obliga a la
presencia, que se estira desde el pasado todavía vigente, de ciertos sentidos que
ejercen predominio y, tras éstos, del sujeto del sentido, sentido último de éste, tan
inexorable o inaccesible como una autoridad kafkiana.
Es el testimonio fundamental de la hermenéutica. Pero si este testimonio nos
revela (aunque bajo distinto enfoque) los vicios que quería señalar el profesor
Gómez-Lobo, ello no implica que se debe desechar todo programa de ciencia social
que se haga cargo de su constitución en medio de una sociedad o, mejor dicho, de
su implantación social e histórica. Más aun: con su testimonio, la hermenéutica nos
ha abierto un campo crucial para toda ciencia de la sociedad. Por su apelación a
sentidos hegemónicos, por su descubrimiento en el seno de la ciencia de la
estructura del sujeto, por su imposibilidad de crítica de los sentidos predominantes
y del sujeto del sentido, señala precisamente un universo de sentido que debe
hacerse tema de ciencia. Para decirlo de otra manera, que también se vincula —
como veremos al fin— con el requisito de implantación: nos enseña un dominio en
que la realidad social e histórica, la que más inmediatamente aparece como objeto
de la ciencia, es recogida por la conciencia de los sujetos socialmente actuantes y es
organizada en función de sus expectativas e intereses, de sus proyectos de vida
social (que, por cierto, no son pura disponibilidad de la conciencia). Como
dijéramos que la realidad histórica y social no es nunca la pura realidad de los
fenómenos —únicos a quienes el profesor Gómez-Lobo quiere reconocer carta de
identidad científica—, sino también su idealidad, es decir, su asunción en un
universo de nexos de sentido que no es el simple reflejo de la realidad primitiva,
sino rehechura de la misma, por un rodeo que establece igualmente nexos con
otras regiones de sentido, en la urgencia de los intereses reales. Y lo decisivo es que
ese universo no funciona nada más como la idealidad inocua de lo concreto, sino
que tiene eficacia sobre ello, al presentar el orden de lo social e histórico bajo el
cristal de los sentidos en que se reconocen los sujetos —ante todo, los
De lenguaje, historia y poder 46
predominantes— en el puro universo semántico. Idealidad, pues, también inscrita
en lo real.
Ya este tipo de problema —el de la indagación de este universo de sentido socio-
histórico— no podría ser satisfecho con los instrumentos que nos proporciona el
análisis del profesor Gómez-Lobo. Es cierto que la polémica con la hermenéutica
permite señalar que lo que efectivamente precede al universo de sentido es el
proceso histórico real y no un sentido ya estructurado como universo, a partir de la
interpretación interesada de los sujetos comprometidos directa o mediatamente.
Este concepto de interés es justamente el que permite asentar la idealidad del
sentido en la realidad socio-histórica —explicando no sólo el camino de ida desde
ésta hacia aqeélla- sino también el de vuelta—. Con esa comprobación se limita el
problema del sentido a la dimensión del discurso socialmente generado,
suprimiendo todo idealismo del sentido de la historia o de la historia del sentido
que se construye desde la noción suprema de sujeto como donante de sentido.42
Pero tales discursos ya no pueden ser tratados con arreglo al criterio de verdad que
ha propuesto el profesor Gómez-Lobo. ¿Cómo están organizados aquí esos
discursos, qué es en ellos el sentido? ¿Son elementos suyos las armazones
proposicionales que se desprenden del análisis lógico de las oraciones apofánticas?
Hay que decir que ahí no opera más la noción de simple correspondencia que
suponía ese análisis. Porque, ¿adónde reenviar las significaciones implicadas, bajo
la condición de que ese reenvío acontezca por medio de designaciones o
denotaciones, de referencias a “estados de cosas”? ¿Qué son aquí esos “estados de
cosas”? No los puros “fenómenos”, como hemos visto, sino también la asignación
de sentido a ellos por parte de los sujetos interesados; es decir, también los
discursos sociales mismos. De ahí que se haga necesaria, entonces, antes que toda
pregunta por la “verdad” —que ya no podrá ser, de ningún modo, aquella en que
pensaba el profesor Gómez-Lobo—, el discernimiento crítico de ambas
dimensiones (la “real” y la “discursiva”) y de las relaciones entre las dos. Este
discernimiento, en vez de destacar el problema de la verdad, si todavía queremos
mantenernos en el terreno de las oposiciones usuales, trae al primer plano de la
atención científica el problema de la falsedad. Y dígase esto —que ya había sido
avanzado varias páginas atrás— sólo por el escándalo necesario que supone apelar
42 La crítica del profesor Gómez-Lobo, por su postura objetivista, nos invitaba tácitamente a
“deshistorizar” el problema del sentido, si es dable hablar así. Esta “deshistorización” arroja el
resultado de buscar el sentido sólo en los discursos y en lo que es susceptible de ser abordado como
discurso, evitando la caída en ilusiones metafísicas o místicas sobre el sentido. Pero esta
“deshistorización” sólo puede ser considerada si previamente se discute la historización que
envuelve la hermenéutica gadameriana.
De lenguaje, historia y poder 47
a la falsedad contra esa verdad lógico-objetiva restringida, para insistir justamente
en su insuficiencia a propósito de este asunto. La falsedad de que aquí se trata no
es tampoco, por cierto, el error igualmente lógico-objetivo de la no-
correspondencia, o sea, de la no-verdad, sino la falsedad autónoma y original de la
mentira y del engaño: la falsedad, entonces, interesada, nacida de los deseos de los
sujetos.
Pero rigurosamente: ¿por qué la exploración del sentido de los discursos sociales
podría despertar con tal agudeza esa cuestión de la falsedad? Exactamente por
haberse cancelado el idealismo hermenéutico de que la generación social e
histórica de los discursos ocurre por una donación de sentido a partir de la
estructura inviolable del sujeto, es decir, de la conciencia que dispone del sentido y
que se despliega coherentemente en él como en su elemento controlado. En la
polémica con la hermenéutica, ese concepto de donación que ella no llega a
tematizar en términos efectivamente explícitos —pues le está vedado hacerlo— se
transforma en el concepto de una producción de sentido, que provoca ante todo
una ruptura de las relaciones entre el sentido y su donante (su sujeto, su
conciencia). Ahora el donante se disuelve, o mejor, se expone críticamente en la
“donación”, es decir, en la producción de sentido. Porque ya no es el donante
único, sino que el sujeto se ve relativizado, multiplicado en una pluralidad de
sujetos que luchan por hegemonías de sentido y que no permiten el despliegue
puramente autoritario del sentido. La misma autoridad, que lo ha devenido por
razones sociohistóricas materiales y que se interpreta a sí misma como autoridad,
abundando en el sentido y la trama de sentidos que la hace aparecer como tal,
despliega su sentido, el que le interesa que prevalezca en la sociedad, sólo a través
de las presiones que sobre ése ejercen otros sentidos que promueven otros sujetos
históricos y que por eso mismo inhibe. En lo que es dable ver, no hay proceso
histórico y social que sea agitado por la comunidad como Sujeto unitario —lo que
sería, más o menos, un consenso primordial—, sino que ella se presenta siempre
organizada en grupos sociales diferentes, acuciados por distintos intereses. Sólo
ulterior es el consenso, resultado de la lucha por la hegemonía de sentido y
encarnando a la misma hegemonía; pero por esa razón es también inestable y
muestra en sí las huellas del conflicto, acusa en su tejido la marca de los sentidos
en lucha e inhibidos por el predominio.
La ruptura entre el sentido y donante es, pues, en buenas cuentas, el
descentramiento del Sujeto. La hermenéutica ciertamente solicita la aparición de la
categoría de la subjetividad en el horizonte de las preguntas científico-humanas,
pero al mismo tiempo, bajo el mandato de hallar sentidos que son verdaderos,
impide la averiguación de la estructura del sujeto en vista del sentido y de la
De lenguaje, historia y poder 48
estructura de éste en vista de la subjetividad. Y son precisamente estas relaciones
—que no son, sin embargo, las únicas relaciones en que se establece el sentido—
las que conforman la matriz de la hermenéutica. A pesar de su cuestionamiento
inicial del Sujeto como verdad inmediata a sí misma, verdad que lo es nada más
que por su propio pronunciamiento —la transparencia de sentido del “Yo pienso”
como verdad fundamental y evidencia—, somete de todos modos su proyecto y así
también su posible cuestionamiento de la subjetividad auto-consciente al imperio
final de esta misma subjetividad, hecha ahora sustancia en las instituciones
históricas. Por eso, el universo de sentido en que se mueve la hermenéutica es de
seguro un universo centrado; su centro es el lugar de la plenitud de sentido, donde
sentido y verdad se identifican y que organiza así, aunque sea teleológicamente,
todas las tareas hermenéuticas. Pero el efecto de “centro”, como estamos viendo (y
por tanto el de “donante” como tal), sólo nace de la victoria, que a fuerza es de
compromiso y pactada, de un sentido o de una serie de sentidos, por su primacía
en la lucha semántica, y que provoca ante todo una inhibición de los sentidos
antagónicos, los cuales, por eso mismo, quedan inscritos en el sentido que ejerce
hegemonía. Es importante subrayarlo: pues con esto se entiende que el sentido
hegemónico no es jamás un sentido pleno —es decir, jamás es la verdad del
Sujeto—, sino que está fracturado y hendido por la necesaria inhibición de otros
sentidos, a través de la cual éstos, entonces, se manifiestan necesariamente. El
sentido pleno no es sino hegemonía de sentido, donde se prosigue, pues, la lucha
semántica bajo la figura de la inhibición. Y es justamente este mecanismo de la
inhibición el que puede provocar la ilusión de la plenitud del sentido y a la vez la
del Sujeto que dispone sobre ella, que es la plenitud, pero también nos da la prueba
de que ambos no son otra cosa que ilusión. No siendo el sentido la creación
autónoma de un sujeto eminente, ocurre, pues, el descentramiento del Sujeto. Y
éste es doble: pues, por una parte, se pluraliza el Sujeto y queda desposeído de la
propiedad y de la constitución exclusivas del sentido —y así dependiendo de la
producción del sentido— y, por otra, además, cada sujeto plural es descentrado
con respecto a sí mismo, imposibilitado de erigirse en Sujeto: puesto que aparece
como sujeto de discurso sólo por la referencia a los otros en el universo semántico
y, puesto que tampoco puede aparecer simplemente como sujeto para sí mismo,
movido, en la generación de los discursos sociales, por creencias y expectativas que
su propio estatuto subjetivo le oculta. El sujeto plural no escribe su discurso desde
sí mismo, sino a través de la producción social de sentido, y su propia finalidad de
predominio semántico en el antagonismo lo obliga a enmascarar en el discurso sus
motivaciones, tanto para los demás como ante sí mismo. El nombre de la máscara
es, por eso mismo, Sujeto. Habría que decir que es justamente en la dimensión del
De lenguaje, historia y poder 49
sentido donde puede producirse esa ilusión, Y su descentramiento disuelve al
mismo tiempo al Sujeto único y a todo sujeto como propietario de sentido. Cada
sujeto queda interminablemente distanciado de lo que lo constituye en sujeto, a
saber, el Sujeto fundamental.
Por aquí, por la vía de esta ruptura, entonces, puede aparecer efectivamente la
figura de un universo de sentido, que no está precedido por una donación, sino
producido continuamente por los sujetos involucrados en el proceso histórico. En
la figura de ese universo, ahora, surge la necesidad de indagar la estructura misma
del sentido. Pues el sentido es aquí, si es posible expresarlo de esta manera, no sólo
el efecto de significación y el entretejimiento de significaciones, sino también el
“medio” en que afloran tales efectos, la dimensión operante que por razones
internas puede suscitarlos. Por eso es tema decisivo la exploración de los
mecanismos por los cuales, en este “medio”, pueden llegar a articularse los
discursos históricos y sociales, y precisamente en torno a la función central del
Sujeto, de la cual depende, pues, todo lo demás. Estos mecanismos habrán de ser
los que estructuran al sentido mismo y, desde la estructura del sentido, a los
discursos; y aun más allá de ello, a sus presuntos emisores y receptores en tanto
que sujetos. Es poco lo que, entre tanto y sobre la base en que nos hemos puesto
puede ser aclarado, a propósito de esa estructura. El testimonio de la
hermenéutica, sin embargo, nos invita a fijar nuestro enfoque en ciertos procesos
que están en su raíz. Parece que en esta raíz los mecanismos que responden a la
estructura del sentido, y que a la vez lo van generando, son mecanismos (y reglas)
de desdoblamiento. Pensemos un poco, por lo menos, en el esquema hermenéutico
de la “reserva de sentido”, que precisamente puede ser mostrado como el primer y
más esencial desdoblamiento del sentido, el que abre el horizonte del Sujeto. En
efecto, ese esquema garantiza la búsqueda hermenéutica del sentido como
búsqueda de algo que, si bien no está presente, íntegramente presente en el objeto
que lo porta o al cual es asignable, tiene en él los indicios de la presencia total,
contenida en reserva en la ausencia (la opacidad) relativa y, por lo tanto, más allá
de ella. La reserva señala de este modo una duplicidad en el sentido —por esta
tensión entre la presencia y la ausencia—, pero en los términos de un sentido detrás
del sentido. Lo que inmediatamente se presenta configurado como organización
semántica no puede dar cuenta, sin embargo, enteramente de sí mismo, sino que
demanda otro lugar en que se cumpla la plenitud del sentido. Este lugar,
justamente por ser el de la plenitud del sentido, no está ya simplemente
configurado como lo está la organización semántica directa (manifiesta), sino como
su sentido, como sentido del sentido, es decir, como origen suyo. Este origen,
entonces, no es ya más puro sentido, sino —como dominio de su presencia plena—
De lenguaje, historia y poder 50
detentación (propiedad) suya y, así, sujeto. El sentido del sentido es el Sujeto del
sentido. No se trata aquí de un sujeto eventual —de éste sólo se trata
derivadamente, y sólo por sujeción a aquél—, sino de esa condición especial del
sentido en que éste habría de ser recogido enteramente en una dimensión unitaria
que lo organiza plena y centradamente, que sabe de él, y en este saber sabe de sí
misma, que se constituye como dimensión al saber del sentido, pudiendo por eso
también dispensarlo de aquí en adelante. Esta condición especial pertenece como
posibilidad a la estructura del sentido: el sentido es, como fue sugerido más atrás,
ante todo un dominio de posibilidades; pero cuando se nos presenta como un
motivo fundamental de la hechura de los discursos sociales, no puede ser
concebido de ningún modo como axioma científico; a lo sumo, ha de ser punto de
partida de una crítica que le permita a la ciencia el análisis ajustado de esos
discursos; es decir, ajustado a su naturaleza social e histórica. Si esos discursos se
constituyen como funciones de un sujeto, esto también pertenece a su naturaleza
social y debe convertirse, por tanto, en asunto de examen científico. El
desdoblamiento es, de seguro, una ley interna del sentido, inscrita en su estructura
y como regla de gestación de la misma (es precisamente por eso que el sentido es
eficaz); pero la hipóstasis del doble —o sólo su posibilidad— es ya un mecanismo
que pertenece a la generación histórico-social de los discursos, por el interés que se
expresa en ellos de hacer de su sentido el sentido hegemónico. Éste es, entonces, la
presencia vislumbrada, detrás del sentido de éste, que como Sujeto somete a todos
—emisores y receptores— a la estructura general del Sujeto. Por eso, si la ciencia
toma la eficacia de esta hegemonía por axioma, y se decide a ser sólo su receptora,
su re-apropiadora, o aun el proyecto casi escatológico de su realización, ella misma
se moldeará como el discurso del Sujeto fundamental y, por tanto, no como ciencia.
La insistencia del discurso científico en el problema del sujeto en su vínculo con el
sentido no tiene por fin el quedar definitivamente marcada por la figura irresuelta
del problema —es decir, la primacía del Sujeto—, sino para someterlo a su trabajo
de análisis y de crítica. Si la ciencia no puede desconocer la intervención del sujeto,
tampoco puede permitir el ser hecha según su modelo; su trabajo es también
desligarse continuamente de la instancia del sujeto en la ciencia.
Porque la instancia del Sujeto, que nace del desdoblamiento del sentido, tiene
por motivo reducir este desdoblamiento, reducir, al fin, la duplicidad estructural
del sentido a una unidad gobernada por el Sujeto como dimensión unificadora del
sentido pleno y sapiente de éste, es decir, gobernada por el principio de la
Conciencia. Cuando, en cambio, todas las relaciones de sentido quedan
delimitadas en un universo que no remite a ninguna entidad que sea por sí y ante
sí responsable del mismo, sino que depende del proceso general de su producción
De lenguaje, historia y poder 51
en la sociedad y en la historia social, las relaciones de sentido dejan de ser vínculos
de anterioridad posterioridad, de fundamento y fundado, de causa y efecto —o
cualquiera de las nociones metafísicas con que se suele explicarlas—, para
convertirse solamente en vínculos de sentidos junto a sentidos, sentidos en el
sentido, sin que ellos puedan ser reducidos por ningún factor unificador. Y quizás
esto pueda dar cuenta de la “eficacia” del sentido, en la medida en que
precisamente su “efecto” más notable, el Sujeto, es expuesto como algo que se
genera a partir de esas relaciones en el universo de sentido regulado por el
desdoblamiento, Lo que ahora hay es, por tanto, una efectiva pluralidad de
sentido, donde el Sujeto y la Conciencia —su definición—, aparecen nada más que
como momentos particulares.
Esto revierte por fin en la concepción misma de la ciencia. Los supuestos
objetivistas del profesor Gómez-Lobo se mostraban insuficientes para abordar un
campo de problemas crucial de las ciencias sociales. Su omisión de la pregunta por
el sujeto que, sin embargo, es aquí en todo operante, dejaba a la ciencia sin amparo
para la intromisión de los caracteres de ése en la conformación del discurso
científico, y su distinción radical de la verdad y el sentido impedía la consideración
del problema de la falsedad en los discursos sociales, cuya esfera natal es
justamente la ilusión del Sujeto. Sin duda, la hermenéutica avanza varios pasos,
por reconocer la intervención del Sujeto en la formación del objeto científico y de la
ciencia misma. Pero finalmente nos hace ver que era esa estructura, la del sujeto, la
que permanecía no cuestionada para la hermenéutica misma. No basta sólo con
admitir la intervención de sujeto, sino que es preciso mostrar también cómo se
genera éste en la producción total de los discursos sociales. Pero esta pregunta, que
insiste en la dimensión del sentido y en sus mecanismos propios, lleva más allá de
los límites impuestos por una teoría implícita de la conciencia, Ciertamente, la
hermenéutica había abandonado ya la pintura extrema de una conciencia del
sentido que, por ser conciencia de sí, es inmediatamente el sentido de la conciencia.
Había abierto un hiato fundamental entre ambos momentos y había reforzado ese
hiato con una declaración de finitud de la conciencia. Para ella, la conciencia es
ante todo una tarea, la tarea de su recuperación a través de lo histórico, es claro, a
través de otras conciencias, a través del espejo de sus obras y actos. Para decirlo
con palabras de Ricoeur, la conciencia es, no la gracia de la intuición, sino el
esfuerzo de la reflexión. Por eso, deja de concebir a la conciencia como aquello por
lo cual se constituye el sentido —y, así, ella misma—, para afirmar que el sentido
que es tema de la conciencia le viene previamente instituido en el curso de una
De lenguaje, historia y poder 52
historia que es la suya. 43 Sin embargo, en la hermenéutica, esto previo es
interpretado a su vez desde la conciencia y como conciencia, tal cual hemos visto,
pero ahora no como la perfecta autoconciencia, sino como una pre-conciencia
instituyente, que ciertamente desposee a la conciencia del sentido, aunque sólo para
delegar su propiedad en esta instancia anterior. Y es precisamente esto, el hecho de
que haya un lugar en que se cumple la propiedad del sentido, lo que funda la
pertinencia de la conciencia en el problema del sentido. De otro modo, sería
imposible imaginar siquiera la factibilidad de la hermenéutica; su empresa de
recuperación, de reapropiación, sería impensable si no hubiera un origen de la
propiedad del sentido y de la propiedad de sí; le sería imposible a la Conciencia, al
Sujeto, reconstituirse como Conciencia, si no hubiera en el origen un Sujeto
propietario del sentido. Todo desposeimiento de la Conciencia queda así, en la
hermenéutica comandado teleológicamente —y esto quiere decir, también, desde
el origen— por la reapropiación del sentido que vuelve a restituir la propiedad del
sentido en el Sujeto.
La exploración del sentido, la que pueda poner de manifiesto su estructura y sus
reglas de articulación socio-histórica, no podrá responder, por eso mismo, a tales
postulados. Ellos hacen valer, por sobre todas las cosas, la función de la conciencia
en la factura del discurso científico. Y vemos que cuando ocurre esto, desaparece
también la ciencia, al ser subyugada su labor por la verdad preliminar y absoluta
del Sujeto; pues éste tiene también su rostro real en el sentido que ejerce
hegemonía y, por último, en los agentes del sentido predominante que, en él, se
disfrazan de sujetos, de propietarios del sentido. Pero no hay una propiedad del
sentido, sino sólo un proceso plural y social de su producción. Si ha de poder
43El concepto de “institución” no es, ciertamente, un engendro de las teorías hermenéuticas, pero
puede ser utilizado para designar justamente la determinación ontológica que acompaña al sentido
en esas teorías, sobre todo en vista de la crítica al postulado moderno de la conciencia
“constituyente” que ellas implican, y que compromete tanto a Gadamer como a Ricoeur. Esa misma
idea ha sido propuesta en un contexto similar por Merleau-Ponty: “Buscamos en la noción de
institución un remedio a las dificultades de la filosofía de la conciencia […]. Si el sujeto fuera
instituyente y no constituyente, se comprendería […] que no es instantáneo […]. Aquello que
comencé en ciertos momentos decisivos no estaría a lo lejos, en el pasod, como recuerdo objetivo, ni
sería actual, como recuerdo asumido, sino que verdaderamente se encontraría en el espacio
intermedio [recuérdese el “Entre” de Gadamer], como el cempo de mi devenir durante ese periodo
[…]. Por institución entendíamos […] los acontecimientos de una experiencia que dotan a ésta de
dimensiones duraderas y con respecto a las cuales toda una serie de otras experiencias tendrán
sentido y formarán una serie pensable o una historia; o bien entendíamos los acontecimientos que
depositan en mí un sentido, no a título de supervivencia y de residuo, sino como invocación de una
continuidad, como exigencia de un porvenir.” (En: Maurice Merleau-Ponty, Filosofía y lenguaje,
Cursos del Colegio de Francia 1952/60, Buenos Aires: Proteo, 1969, p. 49 s.)
De lenguaje, historia y poder 53
constituirse una ciencia que se encargue de esa exploración —y parece
indispensable que así ocurra en el medio de las preocupaciones urgentes de los
estudios históricos y sociales—, no lo hará desde el supuesto de la Conciencia y del
Sujeto, ni tampoco en la prescindencia fácil de aquél, sino únicamente por medio
de una precisa delimitación de su campo, a través del cual se determine la posición
restringida que le cabe ocupar a la Conciencia, pero también las pretensiones
universales que lleva toda instancia socio-histórica que invoque para sí la instancia
del Sujeto. Una delimitación que permita observar los mecanismos de la
producción del sentido en los discursos sociales e históricos, que deje captar las
eficacias que se promueven ahí, que haga visibles las falsificaciones que en estas
eficacias se deslizan, y que asiente, por fin, en el proceso real de la historia y de la
sociedad —por el desentrañamiento en la dimensión misma del sentido, de los
factores motivadores— a esa producción. Sin duda, la ciencia no es ajena a tal
producción; también es un discurso social que se desprende de ella; pero no será
ciencia sin hacer la constante crítica de los discursos sociales. Y esto quiere decir,
ante todo, por lo que acá importa subrayar: sin desligarse, a cada paso y por su
trabajo crítico, es decir, empírico, de la presencia engañosa del Sujeto, sin asignarle
su función efectiva y específica, y, como específica, ilusoria.
Santiago, primavera de 1976
TEORÍA Y EJEMPLO
UNA CUESTIÓN ESTRATÉGICA
EN LA CRÍTICA DE WITTGENSTEIN
A LA METAFÍSICA 44
Mi propósito es sumamente limitado, y liminar. Desde ya lo es por el rango de
referencia a la obra de Wittgenstein, que circunscribo aquí, por modo preferente, a
los Cuadernos azul y marrón.45 Texto de transición, como es sabido, que media entre
dos épocas de un pensamiento cuya fractura interna parece inédita. Texto en que,
como discurso, se hace explícita una renuncia y una ruptura, preludiadas y
largamente incubadas en gestos de los cuales nos informa la biografía de
Wittgenstein. Y donde, con no disimuladas vacilaciones y desplazamientos, se
reanuda lo abandonado sobre nuevos suelos, desde un proyecto nuevo. El carácter
de transición, y también inaugural, que es propio de los Cuadernos traza, pues, un
límite, bifronte, que a la vez separa y articula.
Lo limitado, lo confinado, y lo limítrofe, lo fronterizo. Y también, como ocurre
con todo lo que empieza —con lo que no hace más que empezar—, lo liminar. 46
44 Ponencia presentada en el Simposio Internacional Ludwig Wittgenstein. Filósofo de nuestra época,
Instituto de Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile, en agosto de 1985.
45 He tenido a la vista la edición inglesa (L. W., The Blue and Brown Books. Preliminary Studies for the
“Philosophical Investigations”. New York: Harper & Row, 1965) y la traducción española de Francisco
García Guillén (L. W., Los cuadernos azul y marrón. Madrid: Tecnos, 1976). Referencias puntuales a
las Philosophische Untersuchungen remiten a la numeración de los parágrafos; las traducciones son
mías. (Las he revisado posteriormente teniendo a la vista la versión de A. García Súarez y U.
Moulines, en L. W., Investigaciones Filosóficas. Barcelona: UNAM / Crítica, 1988; mayoritariamente he
mantenido mis traducciones.) Lo mismo vale para el Tractatus Logico-Philosophicus. Refiero a estas
obras bajo las abreviaturas BBB, PU y TLP, respectivamente.
46 Tal es la situación de este texto, y también lo es, por cierto, la de la lectura de Wittgenstein que en
él se intenta. Una lectura que se limita a empezar, por una razón personal; primeros pasos dados
desde el pie forzado impuesto por el sirnposio. En este comienzo, como en cualquier otro, la lectura
juega sobre la línea liminar, cayendo por detrás y por delante de ella, siempre en exceso —o
defecto— respecto de aquello que ansiara estar en línea con el texto que se lee. De este forzoso
desajuste trataré de dar cuenta en algunas de las notas con las que se trama esta exposición escrita
—no la oral, que no podía darse esos lujos—. El desajuste no es arbitrario; lo provoca una necesidad
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 55
Podría parecer de mal gusto —o errático, simplemente— librarse a estos juegos
de palabra en el umbral de una disquisición sobre un pensamiento que hizo del
límite una cuestión de rigor. Esta palabra, “rigor”, aquí querrá decir, con
seguridad, crisis, crítica, discernimiento: según sabemos, el requisito de una labor
demarcatoria que conjure las confusiones e ilusiones lingüísticas, las cuales, en
última instancia, no dejan de tener sus consecuencias en la vida común de los
individuos. Es ésta la heredad de Kant y de su pasión por la frontera, la energía del
pensamiento crítico que, aquí como allá, reconoce bajo el nombre de metafísica el
exceso y la ilusión, la ilusión del exceso. Pero quizás el rigor de una palabra como
“límite”, cuando es puesta en juego —de modo radical— por un discurso de
filosofía crítica, consista, justamente, en reconocer la imposibilidad de discernir, en
su operación, los momentos que la constituyen como operación de discernimiento.
En un segundo sentido hay también limitación y condición liminar en mi
propósito, pues, más acá de la riqueza temática en que pudiera buscarse —e
intensamente se lo hace, con mucho más autoridad y competencia de lo que aquí,
por azar, quisiera ser hallado—, deseo remitirme a una cuestión que cabría, quizás,
llamar de método. Mas no hablaré, propiamente, del método que los Cuadernos (y
más tarde, las Investigaciones filosóficas) ponen en obra, pues me parece que eso, un
método del cual se pudiese hablar en ausencia de los objetos y casos en que se
ejerce, como si pretendiésemos redactar un discurso del método, consistentemente
separable de su ejecutoria, es justo lo que el trabajo que en ellos se realiza prohíbe,
al menos como programa. 47
De ahí que prefiera hablar de estrategia. Porque una estrategia, a diferencia de
un método —que dispone sus evoluciones sobre un campo fundamentalmente
pasivo, preasegurado—, supone resistencia, un enemigo, adversidad. A diferencia
de la confiada espontaneidad del método, una estrategia se sabe limitada por lo
antagónico que enfrenta, se sabe finita, como finitos se saben —como deben
saberse mortales, si es que desean el triunfo— los ejércitos en guerra. Y también
porque, amagada constitutivamente por los movimientos del enemigo, en última
instancia no susceptibles de ser anticipados, una estrategia está remitida, a
despecho de la generalidad de operaciones que necesita arbitrar, a la consideración
de una ineludible empiria. Acaso por esta razón se dice que la estrategia, más —o
menos— que una ciencia, es un arte. Un cierto empirismo.
inquisitiva que aquí no queda satisfecha, y sólo puede ser insinuada al margen o, más bien, a pie de
página.
47 “No hay un método de la filosofía aunque ciertamente hay métodos, como —por decir así—
diferentes terapias” (PU, 133).
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 56
La cuestión estratégica que quiero bordear es una que, sin duda, provoca no
poco escándalo cuando se acomete la lectura del último Wittgenstein. Es su
renuncia sostenida, intensa y tenaz a la teoría, a la construcción de una teoría. Esta
renuncia parece ir indispensablemente unida a la concepción de la filosofía como
actividad, 48 y ésta, en gran medida, como una actividad, una práctica del ejemplo.
La mención del término “teoría” exige, como es obvio, precisiones. Tanto más,
cuanto que el puntilloso trabajo descriptivo de Wittgenstein en los Cuadernos y en
las Investigaciones exhibe —bajo forma rapsódica, epigramática o de álbum— la
nervadura y la fuerza de una coherencia incontrovertible, que (sin mucho celo)
pudiera ser denominada “teoría”, como de hecho se acostumbra que ocurra. Si
algún tipo especial de proclividad nos lleva a favorecer este vocablo, podremos,
seguramente, emplearlo; pero la cosa comienza a ser engañosa cuando su empleo,
su aplicación a la actividad de Wittgenstein en las obras antedichas, tiende
imperceptiblemente a ocultarnos el carácter de las luchas que animan a ésa. Y es
precisamente un sentido crucial de estas luchas el que viene a cuajar en la cuestión
de la teoría.
Para advertir en qué medida hay una cuestión en esto, me parece necesario
distinguir dos acepciones del término, pues conforme a ellas dos, creo, se articula y
despliega lo que de problemático entraña esa noción para Wittgenstein.
En una primera, teoría sería todo discurso que pretenda explicar lo real a partir
de la constancia o la evidencia, del establecimiento de ciertos principios no
manifiestos en la experiencia, pero que determinan, causan o condicionan la
facticidad del mundo; dicho en breve, todo discurso que se constituya desde la
pretensión de decir la verdad de lo real. Es esto lo que podríamos llamar metafísica
como doctrina. El carácter mismo de su pretensión está, sin embargo, determinado
por un supuesto de transparencia: del pensamiento (y del lenguaje) en el cual y a
través del cual ha de hacerse lo real patente. En efecto, la pretensión exige que lo
real —y más decisivamente, lo real de lo real: su verdad— sea aprehensible en el
pensamiento, y como pensamiento. Pero para que esta aprehensión sea posible
como tal, se requiere el olvido de toda mediación entre el pensamiento y lo real, o,
en todo caso, si tal mediación ha de ser reconocida, se requiere que sea reducible a
pensamiento, al menos teleológicamente. Y el reconocimiento de la mediación es
imperativo: es, siquiera, el pensamiento mismo lo que la conforma. Y, en seguida,
48 Ya en el TLP se había establecido ésta como plataforma de definición de la filosofía: “4.112. La
finalidad de la filosofía es el esclarecimiento lógico de los pensamientos. La filosofía no es una
doctrina (Lehre), sino un actividad (Tätigkeit).” Pero tal entendimiento primerizo, no obstante
decisivo y homónimo del ulterior, no ha de confundirse con éste. El concepto de ejemplo, creo, nos
ayuda a precavernos del equívoco.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 57
si el pensamiento no puede menos que expresar en proposiciones lingüísticas sus
aprehensiones de lo real, también el lenguaje es momento constitutivo de la
mediación.
Asumido —en cualquiera de esos dos niveles— temáticamente, este
reconocimiento puede ser considerado como punto de partida de una filosofía
crítica. Y ello porque esa máxima pretensión teórica, no pudiendo ya valer de
inmediato como garantía de una espontaneidad especulativa, es expuesta como tal,
y así dispuesta para ser interrogada. La suerte de la teoría, en cuanto metafísica, en
cuanto doctrina metafísica, tendrá que ser decidida a partir de una preliminar
averiguación de la estructura mediadora y de las condiciones que ella comporta.
Esta, de acuerdo con lo señalado, puede ocurrir de dos modos: inquiriendo por las
formas de pensamiento que posibilitan —y así enmarcan— toda aprehensión de la
realidad, o poniendo al descubierto la estructura del lenguaje en que el
pensamiento expresa sus aprehensiones. Como es sabido, la segunda de estas vías
es la que se compendia en el orden cristalino de Tractatus: una delimitación
trascendental que deslinda lo decible de lo que no cabe decir, conforme a una
determinación de la estructura lógica que fija a priori la posibilidad del discurso.
Desde allí se decide que la verdad de lo real, su fundamento o su origen, es
indecible, y que el discurso que porta tal pretensión, que cree satisfacerla, no es
sino una extrapolación abusiva del discurso fáctico a aquello que trasciende a todo
hecho, intento de decir lo que sólo se puede mostrar, siendo que sólo lo decible
puede ser verdadero. La aspiración de la metafísica no se puede cumplir, no por
falsa, sino por carente de sentido, por tender la mano, alucinada, más allá del reino
de lo fáctico, y asir nada más que el vacío. La teoría, la filosofía como doctrina y
súper-ciencia, es hurtada de todo suelo de legitimidad, explicada como “el
malentendido de la lógica de nuestro lenguaje”. 49
Pero la demarcación del lenguaje y de lo que cabe válidamente decir en él había
debido servirse de un hilo conductor muy preciso: una cierta preconcepción del
lenguaje como tal, de lo que él constitutivamente es, de su esencia. Aunque esta
preconcepción incluye la básica consideración de que hay un solo lenguaje, y que
la distancia entre los lenguajes actuales y la estructura lógica esencial, por
laberínticos que sean los caminos que los conectan, no es un abismo como el que
dejan entrever la diferencia metafísica entre un lenguaje perfecto y su estado de
caída intra-mundana, hay en ella la indeleble decisión de reducir todo discurso
fáctico, declarar a éste la esencia de todo lenguaje. Así, la frase “hay un solo
lenguaje” significa también, y sobre todo: “hay en rigor un solo tipo de lenguaje”.
49 TLP, Prefacio.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 58
Rasgo clave de esta decisión es la percepción de la verdad (lógica) como la instancia
desde la cual se preconcibe y prepara el lenguaje para su delimitación
trascendental, y, así, la medición de éste con arreglo al patrón de un deber-ser, de
un ideal. De esta suerte, la crítica que el Tractatus formula acoge en su seno, como
su posibilidad propia, la matriz de la metafísica que aquélla estaba destinada a
erradicar. (Sin duda, Wittgenstein no ignoraba esto; por el contrario, conforme a su
distinción entre mostrar y decir, creía ver en el carácter metafísico de su teoría la
necesidad indicativa del trazado del límite como perímetro total del discurso, y, en
esa necesidad, el suceso catártico por el cual éste podría verse definitivamente
liberado de la perplejidad metafísica).
He aquí, pues, algo así como una segunda acepción de la teoría, un más decisivo
(acaso) y obstinado modo de articularse ésta como metafísica. Y es precisamente en
este punto, en vista de esta segunda acepción, depositada en la figura imperativa,
obsesiva de un deber ser del lenguaje, donde incide la ruptura y la reanudación
que inauguran la segunda fase en la reflexión de Wittgenstein. Según esa figura,
legible más allá de todo precipitado doctrinario, el privilegio concedido al discurso
fáctico equivalía a la exclusión de toda otra forma lingüística que no se doblegase a
ese esquema, 50 y, por tanto, a la incapacidad de la teoría para dar cuenta del
lenguaje, precisamente, en su facticidad.
Esta observación podría ser estimada, en buenas cuentas, el punto de arranque
de un entendimiento radicalmente nuevo de la tarea filosófica. Y lo es, puesto que
le señala a ésta su senda. Es en esta senda donde reverbera, en la complejidad de
sus funciones, el ejemplo. Pues, ciertamente, si la atención debe ahora centrarse en
la facticidad del lenguaje, si debe ser ella resguardada del ímpetu del
normativismo y del reduccionismo a una sola forma, a una sola fórmula, son los
casos particulares, los incontables casos en que esa facticidad se detalla y
diferencia, los que deben aflorar ahora, cubriendo toda la superficie. Casos que
deben ser registrados, descritos con minuciosidad en otros tantos ejemplos.
Y aquí es indispensable coger bien el sentido de este recurso. Pues podría uno
imaginar una cuidadosa labor de recolección de casos que valiese como primera
etapa de una investigación científica destinada, digamos, a la propuesta de una
teoría lingüística, que nos enseñase las pautas clasificatorias de los casos y nos
explicase la suscitación regular de tales o cuales fenómenos (usos). En tal evento, la
recolección habría estado dirigida por ciertas hipótesis generales, que debiesen
llegar a ser verificadas, corregidas o rechazadas en el curso de la investigación. Por
50 Este modo de hablar es obviamente elíptico. En verdad, a la altura del TLP existía la confianza en
la resolubilidad analítica de todos los lenguajes actuales en proposiciones elementales constitutivas
de los mismos.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 59
otra parte, si no es esto lo que estaba en la mira de Wittgenstein —la formulación
de una nueva teoría general del lenguaje—, tampoco puede decirse que lo
acometido fuese no más que mera recopilación y tanteo, sin intenciones teóricas de
ninguna especie, que difícilmente podría dispensarse de albergar secretamente
unas hipótesis de selección, esto es, la dominancia tácita de alguna preconcepción
del lenguaje. Se trata, en Wittgenstein, de algo fundamentalmente distinto: lo que
él exige y espera del recurso al ejemplo es la imposibilidad de la teoría, la
interrupción de todo intento de construir una metafísica del lenguaje. El recurso al
ejemplo es, más acá de todo catastro temático en que quisiéramos inscribirlo, crítica
de la metafísica en estado práctico, que no sólo afecta a las consolidaciones
doctrinarias de ésta, sino a la matriz, al sistema de gestos que la origina.
Si ello es así, parece obvio preguntarse por qué una práctica del ejemplo puede
ser pertinente, no sólo en el seno de una crítica de la metafísica, sino, más
decisivamente, como tal crítica. Hacerlo implica inquirir por el lugar, la
significación y la función que el ejemplo tiene en el discurso metafísico.
Y, sin duda, la del ejemplo no es una cuestión subordinada en la armazón de ese
discurso. Ya no podría serlo por el hecho crucial de registrarse en ella, y
precisamente de un modo que no cabría sino llamar ejemplar, el gesto mismo de la
subordinación. Todas las correlaciones entre lo general y lo particular, entre el
principio (la ley, la regla) y el caso, que el aparato metafísico dispone y administra,
son legibles —por ejemplo— bajo el prisma de una lógica del ejemplo. Una lógica,
una didáctica (por cierto), y hasta una ética del ejemplo.
Sin pretender abordar, ni mucho menos, todos los aspectos sugeridos por el
asunto, creo que es posible trazar en breve algunos rasgos suyos, repasándolos
tendenciosamente, en la medida en que parecen los más indicativos para perfilar el
sesgo crítico que ello asume en el pensamiento de Wittgenstein. 51
Dos son esos rasgos, dos que podríamos llamar las dos funciones del ejemplo en
el discurso de la metafísica. Según ellas se articulan y organizan las relaciones de
teoría y ejemplo para la metafísica, en una teoría del ejemplo que ella supone, y no
accidentalmente.
51 Extrema es la apretazón de los apuntes que arriba siguen, a propósito del estatuto del ejemplo.
Serían requeribles largos desarrollos, acopio de argumentos y revisión minuciosa de algunos textos
clásicos para justificar y puntualizar lo que decimos, para tornar verosímiles las dimensiones del
asunto que hemos sugerido. De todos modos, si tuviésemos que nombrar tres obras, a boca de jarro,
donde a nuestro parecer se perfilen otras tantas posiciones fundamentales de la cuestión del
ejemplo en el discurso filosófico, tendríamos que referimos, seguramente, al Político, de Platón, a la
doctrina del esquematismo de los conceptos puros del entendimiento en la Crítica de la Razón Pura,
de Kant, y a la Fenomenología del Espíritu, de Hegel.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 60
La primera es la función ilustrativa, de la ejemplificación. Conforme a ésta,
ejemplo es todo caso empírico que pueda ser citado como momento de aplicación
de una regla (un concepto), y que resulta, por tanto, explicado por ella. Pertenece a
los ejemplos así entendidos el ser intercambiables, constitutivamente sustituibles y,
por tanto, indiferentes; lo son ya si la regla los piensa en lo que tienen de común y
no en su diversidad. En fin, la destrucción de toda la serie empírica de los ejemplos
no acarrea la destrucción de la regla, puesto que ésta vale como pauta para la
reproducción de nuevas instancias. En este sentido, la regia subsiste, reservada, en
un orden otro que el de lo empírico.
La segunda es la función de la ejemplaridad. Se debe ésta a que la propia
correlación entre regias y ejemplos, entre pautas generales de inteligibilidad y
casos particulares, tiene que ser orientada y, por así decir, predispuesta,
representada, por un ejemplo guía que recibe su eminencia del hecho de
sensibilizar la correlación, de un modo que los demás ejemplos sólo cumplen
parcial, difusamente; un modo que podríamos, acaso, llamar memorable.52 El
ejemplar es, apodémoslo así, la cifra de la regla. La ejemplaridad estatuye, pues,
una condición insustituible del ejemplo, pero al tiempo que la estatuye, la declara
descifrable sólo para el pensamiento de la regla. De esta suerte, la ejemplaridad
garantiza la subordinación de todos los ejemplos a la regla y, a la vez, la reserva de
ésta en el orden inteligible. 53
Apoyados en este rápido apunte, que nos insinúa, al menos, el carácter que
podría asignársela a la provocación del ejemplo en un trabajo de crítica de la
metafísica, dirijámonos ahora a examinar (con igual premura) el tratamiento
wittgensteiniano de la cuestión.
Pues si aquello que más atrás llamé la práctica del ejemplo en Wittgenstein no
consiste en la especificación mecánica de ciertas reglas preestablecidas (no podría
serio, habida cuenta de que la noción de regla es una de las que centralmente se
somete a revisión), tampoco es ella solamente el tanteo y acopio de meras
52 En este sentido, es propio del ejemplo en el discurso metafísico tener un doble fondo, requerir,
para ser inteligible —para que en lo inteligible comparezca la particularidad que en él se registra—,
de un ejemplo del ejemplo: explícita lección del Político, por ejemplo (cf. 277 d ss.).
53 Tal cosa es la que ocurre en la lectura de la ejemplaridad que el discurso de la metafísica —
discurso reglamentario por excelencia, que cifra su clave en el estar en regla— predispone
minuciosamente. La insustituibilidad del ejemplo que en aquélla se deposita insinúa, por cierto, el
evento de otra lectura. El alcance en que esta otra lectura incide y se desliza por las sinuosidades del
texto de Wittgenstein, aun más allá de lo que para éste es administrable, apenas podrá ser sugerida
aquí.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 61
ilustraciones de usos lingüísticos. 54 Sin duda que a los ejemplos, aquí, les está
encomendada la custodia de los detalles que la pulsión teórica tiende naturalmente
a escamotear, sin duda que —según esa metáfora asidua del “mirar muy de
cerca”— el factor de la ejemplificación es reivindicado aquí para exhibir la
diseminación de lo empírico. En efecto, si consideramos que los ejemplos son co-
extensivos con los juegos de lenguaje, mediante el trabajo del caso, de lo particular,
que aquellos envuelven, valida Wittgenstein la empiricidad radical de éstos, la
afirmación de todos los juegos de lenguaje como juegos intra-mundanos.
Es en esta medida que podríamos decir que los ejemplos son inclasificables, o de
otro modo, que cualquier propuesta taxonómica será necesariamente arbitraria,
justificable por los fines específicos que la inspiren, pero no mas allá de ellos. En la
índole inclasificable de los ejemplos se refleja la de los usos lingüísticos que ellos
hacen constar y, por cierto, la agudeza notable de la mirada de Wittgenstein. Pero
poco obtendríamos explicando la imposibilidad de levantar un tal catálogo por una
coartada tan poco contable como la que se aloja en la noción de genio. Y no sólo
esto, sino también, más decisivamente, se ha de reconocer que no cualquier es el
ejemplo que cabe suscitar en cada ocasión, que, por consiguiente, hay el problema
de la pertinencia de los ejemplos. 55 Y tampoco ésta podría ser despachada por
medio del expediente del genio; no porque no haya que reconocerlo, y, más aun,
dejarse coger por el asombro que deparan las torsiones de las encuestas
wittgensteinianas, sino porque su conversión en categoría nos impediría apresar el
sentido crítico fundamental que allí palpita.
Si, más allá del empirismo radical —y del descriptivismo, su fisonomía
epistémica oficial— que quiere ser movilizado a través de la función ilustrativa del
ejemplo, atendemos a ese problema de la pertinencia, quizá podamos decir algo
acerca del papel que le corresponde aquí a la otra función señalada. El problema de
54 Por el contrario, se puede decir que la investigación wittgensteiniana se inicia con el calculado
rechazo al simple empirismo del registro. En primer lugar, por la simplicidad exigida, constitutiva
de la noción de juego de lenguaje. Son éstos “modos de utilizar signos, más sencillos que los modos
en que usamos los signos de nuestro altamente complicado lenguaje ordinario. Juegos de lenguaje
son las formas de lenguaje con que un niño conlienza a hacer uso de las palabras. [...] Cuando
consideramos formas de lenguaje tan sencillas, desaparece la niebla mental que. parece envolver
nuestro uso ordinario del lenguaje. Vemos actividades, reacciones, que son nítidas y transparentes”
(BBB, ed. inglesa, 17, ed. española, 44 s.).
55 O, dicho de otro modo, el problema de su selección. Así, al finalizar la Parte I del Cuaderno
Marrón, Wittgenstein dice, a propósito de las explicaciones de usos de una palabra, que “consisten
esencialmente en describir una selección de ejemplos que exhiben rasgos característicos; algunos de
los ejemplos muestran estos rasgos exagerados, otros muestran transiciones, y determinada serie de
ejemplos muestra el desvanecimiento de tales rasgos” (BBB, ed. ingl., 125, ed. esp., 164).
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 62
la pertinencia nos remite a la pregunta por el principio a partir del cual esa
pertinencia y la consiguiente selección se determinan. Y el principio está a la vista.
Pues si algo puede ser indicativo, síntoma del uso lingüístico, es precisamente
aquello que se desvía de él; mas no aquello que se desvía de cualquier modo, la
confusión o el equívoco que diariamente asoma como deficiencia de la
comunicación, sino la que nace de la fascinación por el funcionamiento del
lenguaje, el vagabundeo debido al deslumbre que cree adivinar en éste un fondo
misterioso, que se deja seducir por ciertas analogías puntuales entre distintos usos
y desde allí generaliza, reduce, explica: proyecta la reglamentaria presencia de las
cosas del mundo como cosas de un mundo. Es, entonces, el problema filosófico, la
pulsión a que se debe y el abuso que motiva, la instancia paradigmática bajo cuya
luz se hace el uso visible en su empiricidad. Pero si ello es así, podríamos decir
acaso que sobre el eje de la ejemplaridad, al cual es convocada la filosofía misma,
giran en 180° las relaciones sistemáticas de teoría y ejemplo, y son así des-
constituidas. Una cierta inversión de la metafísica se deja acusar aquí.
Mi intención era, como decía al comienzo, tocar un determinado aspecto de la
estrategia de Wittgenstein en su demolición de la metafísica. Es en ella, y como
ella, que cobra el ejemplo su fuerza crítica. Al hablar de estrategia, renunciaba
explícitamente a invocar la noción de método, de un método, y ponía énfasis en la
vocación empirista que ella supone. Desde lo avanzado quizá cupiese anotar algo
más: que Wittgenstein reedita la lucha secular entre empirismo y filosofía. Sólo que
la confrontación misma, el estado de guerra entre ambos, que indiscerniblemente
los destina uno a otro, no es un hecho empírico. Permítaseme dejar esto siquiera
insinuado para concluir mi exposición; quizá con ello podamos también bosquejar
el carácter de la inversión que mencionábamos recién.
Hay en la crítica de Wittgenstein un destino que suele llamarse terapéutico. Al
hacerlo se está siguiendo una metáfora propuesta por él mismo. Yo tendería a
llamar a esa crítica restitutiva, por una razón que —espero— se hará divisable al
término de estas líneas. Digamos, entre tanto, que se trata de operar, en el lenguaje
y desde él, sobre los malentendidos, las confusiones y generalizaciones a que dan
lugar las analogías gramaticales, íntimamente hospedadas en el devenir del
lenguaje ordinario, y disolver los malentendidos, volviendo a tramar las
expresiones en la urdimbre de esos usos. De esta manera, desde la extrañeza y
profundidad que es propia de los problemas filosóficos, el lenguaje es restituido a
la familiaridad de sus funciones domésticas, “naturales”: “Retrotraemos las
palabras de su uso metafísico a su uso cotidiano.” 56
56 PU, § 116.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 63
Uno de los modos más relevantes de esta restitución consiste en cotejar las
interpretaciones, las atribuciones de significado, su impositiva conversión en
norma, con el evento del aprendizaje que lleva a la maestría en el uso de tal o cual
expresión. Funciones, pues, elementales, “naturales” o primitivas; de algún modo,
se trata de que seamos reconducidos a la economía de las situaciones de vida y los
contextos en que “por primera vez” nos fueron dadas las palabras, a una suerte de
infantilidad del lenguaje. 57 Y conste, por cierto, que “infantilidad” no implica aquí
ninguna hipótesis acerca del origen del lenguaje, y, por tanto, de alguna fase
histórica u ontológicamente anterior a éste, al ingreso en éste. El lenguaje es
precisamente aquello que está ya siempre originado, que siempre se ha precedido
a sí mismo, y, así, aquello en lo cual desde ya los hombres habitan: su mundo. Sus
juegos son el tejido de la empiria; el que se juegue, contingencia radical.
El reenvío a las situaciones primitivas es, sin duda, uno del lenguaje a su
pluralidad constitutiva; podría quizá formularse el problema crucial de la segunda
época de Wittgenstein, entre otros, del siguiente modo: sólo será retraído el
lenguaje a sus lares primarios y, en especial, a los límites en los cuales subsiste su
vívida domesticidad, si no es traído a una unidad, cualquiera que ella sea, pues, en
todo caso, será la unidad de un lenguaje, es decir, de una forma y una putativa
esencia del lenguaje, que inevitablemente desconocerá la variedad y diversidad de
sus usos en el seno de los intercambios humanos.
En un cierto sentido, el renovado proyecto wittgensteiniano sigue siendo el
mismo que animaba al Tractatus: puntear los límites del lenguaje. Pero también, en
57Digo infantilidad y hablo de los ejemplos del aprendizaje y del adiestramiento, pero tal vez puede
esto valer para la práctica en su conjunto por medio de la noción de primitividad, si hacemos
cuenta de que la simpleza de los juegos en que ésa se acoge y se muestra permite la perspicuidad
que la investigación exige. Recuérdese un texto que ya citábamos parcelado en una nota anterior
(10): “Juegos de lenguaje son las formas de lenguaje con que un niño comienza a hacer uso de las
palabras. El estudio de los juegos de lenguaje es el estudio de las formas primitivas de lenguaje o de
los lenguajes primitivos” (BBB, ed. ingl., 17, ed. esp., 44; cf. también 8l/ll5 s.). Sin duda, este engarce
de lo infantil, lo primitivo y lo simple está determinado, para los fines de la investigación, desde
una perspectiva constructiva —tal como se refleja en la instancia de las piezas de albañilería a que
recurre paradigmáticamente Wittgenstein en el Cuaderno Marrón, Parte I, y también en las
Investigaciones Filosóficas— y, por tanto, comandada por el destino formativo del aprendizaje: “[...]
en estos sencillos procesos reconocemos formas de lenguaje que no están separadas por un abismo
de las nuestras, más complicadas. Vemos que podemos construir las formas complicadas partiendo
de las primitivas medante la adición gradual de formas nuevas” (id., 17/45). Pero también habría
que reconocer que el “niño” es un valor fundamental de este discurso, ítem propiciatorio de su
trabajo y —no en último término— del minado de la metafísica que se propone, al paso que la
simplicidad, administrada como patrón para medir los usos efectivos y más complejos, revierte
sobre éstos al modo de una imagen utópica.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 64
cierto sentido, la diferencia no podría ser mayor. Pues no se trata ya de dibujar
estrictamente la frontera global que circuye al lenguaje como un todo y una
unidad, sino insistir en los límites internos, múltiples, que deslindan las prácticas
lingüísticas innumerables, sin que pudiésemos avizorar una última linde. No
podría ser mayor la diferencia, si el intento, aquí, es afirmar la diferencia como la
naturaleza misma del lenguaje.
Y esta persistida pasión por el limite repite el cardinal concepto crítico de la
filosofía, de la metafísica, como una trasgresión: el intento abusivo de reducir lo
plural a unidad, de digerir lo particular en lo general, remitir lo manifiesto, que
meramente se mira, a lo recóndito e interpretable de una esencia presunta; en una
palabra, soslayar lo empírico, saltar por sobre su órbita y más allá de ella. Pero es
justamente esa trasgresión del límite la que autoriza y demanda el programa crítico
y la que precisa sus efectos terapéuticos o restitutivos. Sólo desde ella aflora la
necesidad de un retorno a lo familiar, y quizá, más aun, el valor mismo de
familiaridad.58 Y puede que esto no tenga que ser, al fin y al cabo, tan asombroso.
58 La familia es otro de los “valores” fundamentales en el texto del “segundo Wittgenstein”. Un
pasaje del Cuaderno Marrón, que está destinado a hacemos sentir el quiebre de la interrogación
wittgensteiniana con aquella que seria típica de la metafísica, recurre a él del siguiente modo:
“Imaginen que alguien quisiera darles una idea de las características faciales de una determinada
familia, la de los tal y tal; lo haría mostrándoles un conjunto de retratos familiares y llamando su
atención sobre ciertos rasgos característicos, y su tarea principal consistiría en la disposición
adecuada de estos retratos, que, por ejemplo, les permitiría ver cómo determinadas influencias
cambiaban gradualmente los rasgos, de qué modos característicos se hacían mayores los miembros
de la familia o qué rasgos aparecían con más fuerza cuando lo hacían” (BBB, ed. ingl. 125, ed. esp.
163 s). Con plena nitidez quisiera deslindarse este procedimiento de la pregunta metafísica, que por
antonomasia busca barruntar la esencia: ¿cuál es el rostro (común) de esta familia? ¿Cuál es aquel
esquema facial que está en la base de todos los rostros de sus miembros, o, más aun, qué secreto
Rostro se vela en todos y cada uno de ellos? Preguntas, pues, que hallan su fuerza fascinante en un
efecto de ocultación. “La función de nuestros ejemplos no era la de mostrarnos la esencia [...] a
través de un velo de rasgos inesenciales; los ejemplos no eran descripciones que nos permitiesen
barruntar un dentro que, por una u otra razón, no podría mostrame en su desnudez. Nos sentimos
tentados a pensar que nuestro ejemplos son medios indirectos para producir una determinada
imagen o idea en la mente de una persona, que insinúan algo que no pueden mostrar. Esto sería así
en algún caso como el siguiente: supongan que yo quiero producir en alguien una imagen mental
del interior de una determinada habitación del siglo dieciocho en el que le está prohibido entrar.
Para ello adopto este método: le muestro la casa por fuera, señalando las ventanas de la habitación
en cuestión y después le conduzco a otras habitaciones del mismo período” (ibíd). Con el valor de
familia se liga la metáfora de la casa, que también debe hacernos patente la compulsión metafísica;
sensación, ésta, de estar fuera, preguntando por un adentro invisible, desconocido y, en suma,
prohibido. Y si aquella es la sensación típica, esto último nos recuerda el nexo de prohibición y
transgresión como la correlación indisociable de la metafísica.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 65
Pues el metafísico, el hombre que está poseído por lo que llama Wittgenstein el
“ansia de generalidad”,59 no hace sino seguir ciertas pistas por las que el lenguaje
mismo, esparciéndose en sus juegos, se mueve, decrece y crece; pero las sigue
como huellas, como indicios de otra cosa, y yerra así. Ello, si podemos creer que las
analogías que lo hechizan son también fundamentales pautas en la dinámica del
lenguaje. Si así fuera, desde aquí podríamos entender quizá en qué sentido dice
Wittgenstein que el límite no es un trazado nítido que separe pulcramente un uso
de otro, sino una indeterminada zona de tensión, que el lenguaje ordinario no
obedece jamás o casi nunca a reglas estrictas o plenamente explicitadas, que no hay
definición rigurosa para las palabras que usamos. La afirmación de la diferencia
habría sido llevada hasta el seno mismo del límite, del cual no podríamos saber
sino tras haber acometido el gesto de quebrantarlos.60
Una determinada imagen del proyecto, de la totalidad del proyecto de
Wittgenstein pareciera anunciarse aquí. Una última visita a la cuestión del ideal y
de la empiria nos la podría perfilar.
La idea en la cual compendia Wittgenstein el radicalismo de su segunda
reflexión —“el significado de una palabra es su uso en el lenguaje”61— expresa una
exigencia: la de observar cuidadosamente el devenir del lenguaje en su medio
natural, en las prácticas cotidianas, los nexos públicos en los cuales se halla
siempre embebido, las “formas de vida” que en él se expresan, los “sistemas de
comunicación” a los que sirve de vehículo. El único modo de llegar a buenos
términos con la interrogante que nos propone el lenguaje es verlo funcionar,
59 V. el Cuaderno Azul (BBB, ed. ingl., l7 s., ed. esp., 45 s.), donde se analizan las “tendencias
conectadas con algunas conclusiones filosóficas” cuyo resultado es el mencionado “ansia”.
60 Subsiste acaso una dificultad ineludible que no permite separar limpiamente la violación de la
observancia, y a la que se debe esa suerte de desdoblamiento de la linde sobre sí: aquello que al
comienzo llamábamos la imposibilidad de discernir en sí misma la iteración del discernimiento.
¿Cómo, en efecto, distinguir con rigurosidad inapelable, es decir, con arreglo a un mismo principio
patente y unívoco, la trasgresión metafísica que se deja fascinar por las analogías lingüísticas, del
propio movimiento generativo del lenguaje ordinario? ¿No procede éste, acaso, precisamente por
las vías difusas de la analogía, no es ésta una suerte de dinamismo de enlace —siempre local— de
los usos, de producción y reproducción de los mismos? En un cierto sentido, la analogía quizá sea el
vínculo —jamás determinado— que promueve la familiaridad entre tales usos —al paso que los
extiende y multiplica—, y que hace de ésta la co-pertenencia de los lenguajes y de las formas de
vida en un mismo acontecer (un “mundo”, que meramente “hay”, que “está en juego”). Si ello fuese
así, habría que prestar acaso una especial atención a las metáforas (instancias de la analogía) de que
privilegiadamente se sirve Wittgenstein en sus indagaciones o, más aun, quizá, ensayar desde ellas
una lectura de su texto.
17 BBB, ed. ingl., 28, ed. esp., 57.
61 PU, § 43; cf. también BBB, ed. ingl., 4, ed. esp., 3l.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 66
mirarlo —muy de cerca— en sus usos. Esta mirada atenta permite discernir lo que
es uso, de lo que es abuso, las instancias en las cuales el lenguaje “está haciendo su
trabajo”, de aquellas otras en que está de huelgo, cuando, abandonando su
cotidianidad, “se va de vacaciones”. 62 Hay en esto implícita una determinada
percepción axiológica —permítaseme llamaría así—, un cierto ademán de
valoración del uso mismo, del lenguaje como uso, de lo que pudiésemos llamar la
efectividad del lenguaje de todos, su ordinariedad. No cabe duda que de dicho
ademán Wittgenstein ha sonsacado escrupulosamente el poderoso normativismo
del Tractatus, o que no puede decirse de aquél que su matriz se halle en algún
principio externo al uso ordinario, en la reserva imperativa de algún dictado que
éste hubiese de transcribir, menos o más torpemente; toda norma se ha resuelto
aquí en la dispersión de las reglas, co-dimensional con la de los juegos de lenguaje.
Se nos remite así a la inmanencia de estos juegos, o mejor —si me es consentido,
a mi tumo, otro juego—, a su intranscendencia, a aquel mero acaecer de los usos
que Wittgenstein señala, bajo el rótulo de archi-fenómeno, en una frase crucial:
“este juego de lenguaje es jugado.”63 Pero la verdad es que podríamos decir que
esta remisión sólo ha sido posible a partir de un decisivo hallazgo, en virtud del
cual, precisamente, se restituye el juego a su ser-jugado: “El lenguaje ordinario está
perfectamente bien.”64 ¿Qué agrega este hallazgo, sino la idea de una corrección del
lenguaje, de un buen funcionamiento suyo, cada vez que se lo encuentra inmerso en
la diseminación polimorfa de la vida? Y sin duda es ésta la intuición básica de
Wittgenstein, que inaugura la segunda fase de su pensamiento como clausura
(auto)crítica de la primera, en renuncia a la reducción del lenguaje a la dictadura
62 PU, 38. El texto alemán dice: “Denn die philosophischen Probleme entstehen, wenn die Sprache
feiert.” García Súarez y Moulines traducen: “Pues los problemas filosóficos surgen cuando el
lenguaje hace fiesta”, en lugar de la clásica versión inglesa “when language goes on hoIiday”. Esta
última parece, en todo caso, preferible: lo que está en cuestión es más la holganza que el festejo. Cf.
PU, § 132: “Los embrollos (Verwirrungeri) que nos ocupan surgen, por así decir, cuando el lenguaje
marcha en vacío (leerläuft), no cuando trabaja.”
63 PU, § 654 También esta versión entraña un problema hermenéutico. El original dice: “Unser
Fehler ist, dort nach einer Erklärung zu suchen, wo wir die Tatsachen als ‘Urphänomene’ sehen
sollten. D.h., wo wir sagen sollten: dieses Sprachspiel wird gespielt.” García Suárez y Moulines:
“Nuestro error es buscar una explicación allí donde deberíamos ver los hechos como
‘protofenómenos’. Es decir, donde deberíamos decir: éste es el juego de lenguaje que se está jugando.”
Nuestra opción nos parece más pertinente, no sólo porque la versión citada requeriría un distinto
giro en alemán (“Dieses ist das Sprachspiel, das gespielt wird”), sino también por el sesgo
tautológico que demanda el carácter de constatación primaria del enunciado en cuestión (cf. §§ 655,
656).
64 BBB, ed. cit., 28, ed. esp., 57.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 67
metafísica de una sola fórmula discursiva: el lenguaje correcto es el lenguaje
existente.
Se querría ver en esto una petición de principio, aquella que ilegitima —
conforme a la figura clásica— la conversión del hecho en derecho; pues tal sería el
movimiento de una justificación del uso por sí mismo. Se la querría ver, si
entendiésemos esa frase como una ecuación. Mas ¿podrá creerse que la efectividad
del lenguaje, su simple acaecer, es, simplemente, su corrección; que su
orginariedad es ya, sin más, su estar en orden?
Más bien habría que pensar que algo hacía falta para que la efectividad pudiera
manifestarse como el “estar bien” del lenguaje. ¿Y qué otra cosa podría ser ello sino
la trasgresión que impele el surgimiento del problema filosófico? Tomando sobre sí
la inquisición de Wittgenstein, tienta la pregunta: ¿cuándo, en qué contexto tiene
sentido decir que “el lenguaje ordinario está bien”? ¿Dónde, sino en el contexto
ambiguo de la trasgresión, y como una suerte de movimiento restitutivo?
Una trasgresión ha sido, pues, necesaria para darnos la perspicacia que deja ver
la corrección del uso efectivo del lenguaje. Una trasgresión que excede la mera
empiricidad de los usos, su cierre intra-mundano, pero sólo —tal, el movimiento
de los ejemplos— para que desde allí salte a la vista su dehiscencia. La trasgresión
abre un mundo, o por ello se nos da el evento de restituirlo, de restituimos a él.
Pero es verdad que esto nada agrega al jugarse de los juegos lingüísticos. Nada,
salvo el ser restituidos a su ser-jugados. Dejándolo todo como está, la filosofía
destella, en el instante de su abolición, como apertura de un mundo donde habitar
los hombres.
Santiago, julio de 1985
HEIDEGGER:
TONO Y TRADUCCIÓN65
A verdade
Nem veio nem se foi: o Erro mudou.
F. Pessoa
Viñeta
¿Me equivoco si parto por suponer que todos ustedes conocen el nombre de
Víctor Farías? ¿De oídas, al menos, puesto que en las tierras que son las suyas y
nuestras se ha hecho tan escaso eco del estrépito internacional provocado por sus
denuncias contra Heidegger, Heidegger el nazi? Yo tengo mi opinión sobre las
denuncias y sobre el plan y estilo de su trabajo, sobre la tesis que sostiene —la
adhesión de Heidegger al nazismo arraigaría en el meollo de su pensamiento, y
éste, mucho antes del advenimiento del Führer y su comparsa ominosa, habría
sido, como mucho en Alemania, proto-nazi—; tengo mi opinión sobre la pregunta
que preside su libro, sobre el debate que se ha desencadenado, sobre la pasmosa
falta, en éste, de una pregunta esencial —no ¿cómo es que Heidegger es nazi?, sino:
¿en qué sentido es el nazismo, el fascismo, filosófico? Pero no creo que sea ocasión
ésta de detallar mis pareceres sobre el punto. Más de alguien podría creer que, al
hacerlo, he venido a ventilar inmundicias en medio de un homenaje. No lo hago,
pues, y tampoco voy a referirme a ese libro debatido —Heidegger y el nazismo, que a
la fecha debe estar saliendo en castellano— pero sí quisiera detenerme en ciertas
declaraciones de Farías en que refiere el origen y sentido de su indagación.
65Una primera versión de esta conferencia fue leída bajo el título “Por una pequeña traducción”, en
el Ciclo de homenaje a Heidegger organizado Instituto de Filosofía de la Pontificia Universidad
Católica de Chile en 1989. Recoge aspectos parciales de una investigación que, con el título “Espacio
y Traducción. El lugar de Heidegger y el nuestro”, fue conducida y expuesta en un seminario bi-
semestral de licenciatura del Instituto de Filosofía de la misma universidad, durante 1989.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 69
Declaraciones, en entrevistas, 66 que configuran lo que se puede llamar el relato
fundacional o, si Uds. lo prefieren, el mito en que Farías funda su libro. Allí cuenta
él que en una conversación con Heidegger, cuya confianza ya se había ganado, éste
le propuso traducir de nuevo al español Ser y Tiempo, puesto que tenía noticias de
que la versión de Gaos era insuficiente. Halagado y amagado por la propuesta, y
percibiendo que la labor de traductor es ingrata, de resultado incierto (estoy
citando) —sobre todo con una obra tan esquiva a ser trasladada—, Farías (si
hacemos fe de lo que nos cuenta) buscó una excusa, una respuesta diplomática;
quería —según narra— eximirse de pasar veinte años metido en ese quehacer
oscuro. Dijo, devolviendo el halago: “Profesor, si yo leo a Platón, aprendo el
griego, si leo a Heidegger, aprendo alemán.” La réplica entusiasta que Heidegger
dio a esta salida, además de evidenciar la minusvalía que a los ojos de éste grava a
las lenguas románicas, trajo a nuestro paisano una conmoción imborrable que —así
confidencia— lo llevó desde el día siguiente a hurgar los entresijos de la “historia
oficial” de la adhesión de Heidegger al nazismo. Veinte años de traducción, dice
Farías, fueron obviados de esta suerte. La fecha del encuentro referido es 1967. En
1987 fue publicado Heidegger et le nazisme: veinte años. ¿Coincidencia? Yo diría más
bien que se trata de un lapsus linguae. Y que la obra que lanzó Farías hace menos de
dos años reemplaza la traducción rehusada de Ser y Tiempo; que la reemplaza, esto
es, que ocupa el lugar que oculta que le estaba asignado a ésta, a la vez que oculta
que a ésta le estaba asignado tal lugar. O quizás mejor: el libro de Farías es escrito a
partir de la renuncia a la traducción de Ser y Tiempo; en esa renuncia y en ese
rechazo está inscrito, en cierto modo como necesidad, el libro: el libro es esa
renuncia, ese rechazo, y esa traducción.
Pero dije que no iba a entrar en el libro. Sólo me ocupa ahora insinuar qué hay en
ese rechazo a la traducción, y no sólo de ésta de Ser y Tiempo, sino en el rechazo de
Farías a ser traductor, a ser filósofo en cuanto traductor, a ser como filósofo, no
más que traductor. Qué hay en eso no sólo para Farías, sino para nosotros.
Sí, sí, no me olvido: éste es un homenaje, un evento conmemorativo. Pero es por
eso, precisamente, que me ocupa lo que digo. Se trata, creo, de saber si la ocasión
entraña algo más que lo rutinario y lo ceñidamente debido de una celebración. O,
66Me refiero principalmente a dos: la del periódico madrileño El País (l9 de febrero de l988) y la del
Jornal do Brasil (suplemento Idéias, 6 de agosto de 1988).
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 70
si se quiere, cuando se celebra algo, un natalicio, por ejemplo, cuando se
conmemora el nombre de algo o alguien, algo debe interpelarnos en ese nombre,
debe éste concernirnos de alguna forma. Nos importa no abandonarlo al olvido, o
bien sonsacárselo a éste por un instante ritual; en algo debemos considerarnos,
nosotros mismos, comprometidos por ese nombre. Entonces, sería aconsejable
averiguar si esta conmemoración es algo más que un acto rutinario, prescrito por
las convenciones inerciales de la academia y el profesionalismo. Sería bueno
responder a la pregunta: ¿qué significa el nombre (de) Heidegger en nuestra
comprensión y ejercicio de la filosofía? ¿Qué significa para ambas?
Al plantear esta pregunta no sólo estamos inquiriendo por lo que ella dice
expresamente, esto es, en qué sentido nos importa Heidegger. También estamos
sopesando ya este importarnos, midiendo la distancia desde la cual somos
alcanzados por la interpelación de ese nombre. Más aun, estamos abriendo recién
una distancia y predisponiendo un ámbito donde se haga audible la interpelación.
De hecho, sólo en cuanto alcanzados por el nombre (de) Heidegger, podemos
tomar distancia de él para aprehender mejor la interpelación, ese vínculo.
Para designar esta operación y movimiento, creo lícito evocar un término al que
frecuentemente echó mano Heidegger: Aus-einander-setzung. En el uso reflexivo
(“sich auseinandersetzen”), significa el vocablo, aproximadamente, confrontarse,
situarse uno “fuera” del otro, “frente” a él, pero en cuanto remitidos ambos
mutuamente. En este sentido, la “confrontación” es un llevar a efecto
independencia. Se dirá, por cierto, que ésta es asimétrica. Quien se confronta
reconoce ya por principio la previa y esencial independencia de aquello con lo que
se confronta, mientras que para sí recién proyecta una semejante. Esto es cierto,
pero quizás haga poca justicia al otro momento que necesariamente implica esta
noción: junto a la independencia de los confrontados —una cierta, la otra de
intento— también está acentuada la recíproca remisión. Y es así. El testimonio de
reconocimiento que se rinde en una confrontación conforme a su exigencia estricta,
vale y rige en tanto se cumpla el proyecto y la intención que la anima. La
independencia de aquello que en la confrontación tiene el primer lugar, por ser lo
previo, esa independencia, como su erigirse reposadamente desde sí y sobre sí
mismo (según se dice en alemán: Selbständigkeit), reluce y se hace tanto más
manifiesta, cuanto más lograda es la tentativa de la propia independencia.
Mutuamente se requieren: ésta, por cierto, a la primera, pues tiene en ella la
medida de su verdad y su porte; pero también la primera ha menester de la
segunda, asimismo como medida suya. La separación, la distancia que lleva a
efecto una “confrontación” semejante es también dehiscencia y despliegue de una
dimensión donde tales mediciones ocurran. Cuando ello se logra, y se logra
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 71
acusadamente, se rinde —por ambas partes— la cuenta de una diferencia (un
Unterschied), el testimonio de una mutua pertenencia, y, en cierto modo, ni un
encuentro ni un rechazo, sino el tributo inconmensurable de una despedida (un
Abschied).
¿Mutuamente pertenecientes, Heidegger y nosotros? ¿No habrá una evidente
desmesura en la sola ocurrencia de una confrontación con Heidegger, sobre todo si
se la mide desde éste, con los conceptos de éste? Quizás. O sí, seguramente. De esa
desmesura se trata y de la dimensión que ella provoca. (La nombro, entre tanto,
traducción). Lo que en todo caso me permito recordar es que en la idea de la
confrontación había concentrado yo la exigencia que tendría que ser satisfecha
para que la conmemoración no retrocediese a recordatorio. Y esa confrontación
comienza —y sólo comienza— con una pregunta. Preguntamos: ¿qué significa el
nombre (de) Heidegger en nuestra comprensión y ejercicio de la filosofía?
Sea lo más inmediato un indicio.
Hace unos años hice —con asistencia de algunos alumnos amigos— una
pequeña investigación, sin duda inaparente, cuyo material eran las publicaciones
filosóficas en Chile desde el tiempo en que se instauró la formación profesional, o
sea, fines de la década del 40. La indagación consistía en determinar qué autores —
clásicos y contemporáneos— eran estudiados, comentados, analizados, reseñados,
referidos y citados en esas publicaciones. Los resultados debían expresarse, en una
primera fase, cuantitativamente; la segunda fase tenía que ofrecer una
interpretación de esa constancia numérica. Por supuesto, siendo imposible definir
criterios de cuantificación en el éter, la interpretación ya estaba orientando las
labores de la primera fase. Así, para saber qué valores distintos asignar, por
ejemplo a una nota, una cita, una mención, fue preciso suponer un cierto modelo
del comentario, que de este modo se entendía como forma y formato esencial del
discurso filosófico profesional —y no sólo entre nosotros—. Con todo, si la primera
fase fue completada, la segunda no pasó del esbozo. Entre otros asuntos y
curiosidades, pude concluir que Heidegger era el autor más frecuentado de todos
en nuestra vernácula literatura filosófica profesional. Su ventaja sobre los otros era
de tal magnitud que bien podía considerársela un síntoma, ver en las cifras algo
más que un dato mudo y externo. Más aun, si se considera lo siguiente: el nombre
de Heidegger se llevaba por delante al de cualquiera de los clásicos; pero citar a los
clásicos, para el profesional de la filosofía, es deber, prestancia y rutina: hacer lo
propio con un contemporáneo es, por el contrario, una opción. Se podía sospechar,
entonces, una relación nada superficial entre el nombre de Heidegger y la
institución local de la filosofía: avizorar a Heidegger como lo que podríamos
llamar el aval y garante invocado por nuestra profesionalidad filosófica. Y si me
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 72
apuran, diría que no solo ha sido un aval, sino también algo así como un destino.
(Según se sabe, se ha buscado corregirlo: enarbolando, antaño, el marxismo y el
partidismo filosófico, tentativa abortada —sabemos cómo—; y hoy por hoy,
propiciando a la filosofía analítica como el más serio candidato, bien que sus
orientaciones menos tenaces, las recientes, han tendido a bizquear hacia el terruño
de la hermenéutica).
Heidegger —me explico ahora muy escuetamente— ha sido aval de la
profesionalización de la filosofía en Chile porque ha proporcionado el fundamento
de la legitimación interna de su ejercicio. Se ha extraído de él, y en su nombre, una
autoconciencia de la filosofía como disciplina autónoma, es decir, dotada de un
campo propio sobre el cual establecer su propia legislación. Piénsese cómo se tomó
de allí una determinación del saber filosófico, mediante la promulgación de un
tema privativo de la filosofía y el discernimiento esencial de ésta con respecto de la
ciencia. (“La ciencia no piensa”, reza un lema bien conocido de Was heißt Denken?).
A esto pertenece también la habilitación de “dispositivos”, “técnicas” y “actitudes”
de enseñanza, aprendizaje y, en general, discurso. Pero también habría que pensar
cómo sobre esa base se definió la relación de la filosofía con el tiempo histórico
presente (la urgencia de la coyuntura o la rutina de lo actual) como
extemporaneidad, lo que se interpretaba como prescindencia de acción política.
Positivamente expresado, la filosofía no pertenecería a la publicidad y la estructura
polémica del espacio político, del poder, sino a la interioridad y secreta
colaboración en el dominio de lo espiritual. La expresión político-universitaria de
tal espiritualidad fue el academicismo.
Considero indiscutible la significación central de Heidegger para la legitimación
de la filosofía profesional en Chile. Pero, así como me parece que esa afirmación es
redonda, asimismo creo que lo es esta otra: en Chile, en nuestra filosofía
profesional, Heidegger también ha sido esencialmente el nombre de un
malentendido. Esto, de una doble manera. Primero, como malentendido de un
nombre, el de Heidegger: me refiero al sino inicial de las lecturas existencialistas,
antropológicas y subjetivistas de Ser y Tiempo, emprendidas ya fuese “a favor”, ya
fuese “en contra”, con ánimo devoto o con virulenta agresividad, o, en fin, con dejo
de displicencia. Pero no se trataba sólo de las lecturas “incorrectas”; el
malentendido de que hablo subyace también a las lecturas “correctas”,
eruditamente probadas. Ello, porque, en un segundo sentido, es un malentendido
más profundo, más recóndito, haber recurrido al aval heideggeriano para
sancionar la irreflexión de la filosofía profesional chilena acerca de las condiciones
que la hicieron posible: hablo del problema de la universidad, como cruce de las
cuestiones de saber, poder e historia. Por tal medio nuestra filosofía profesional no
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 73
sólo se vedó el acceso a esas condiciones, sino que desatendió el hecho de que
Heidegger haya sido también el nombre del último discurso expresamente
filosófico sobre la esencia de la universidad, desdichado discurso, sin duda.
Me importa que no se me malentienda cuando hablo de malentendido. No digo
que sea un equívoco ni un accidente; es la condición bajo la cual ha debido
desplegarse nuestra profesionalidad: cierta necesidad está a la obra en ella, de la
cual no cabe desentenderse. Y tampoco es una mera deficiencia o una negatividad,
como si por causa de ella no tuviésemos, en modo alguno, filosofía. Lo que
tenernos es lo que tenemos: ese malentendido sobre el cual se erige nuestra
filosofía profesional es lo más filosófico en ella. Después de todo, para malentender es
preciso ser capaz de malentender, o sea, al mismo tiempo, de entender, quizá más:
es preciso haber entendido, aunque de inmediato lo entendido fuese desatendido,
desoído, soslayado.
¿Les parece a ustedes que esto que he descrito tan someramente pudiere ser
visto como una historia que nos concierne, un cierto destino al que pertenecemos?
De ser así, yo insistiría: esta pequeña historia —este pequeño destino— es, desde
luego, indeleble, inalterable. Lo que está hecho, hecho está. Yo no pretendo —es lo
que menos podría pretender— cambiar lo habido. Recién lo decía: lo habido es
también nuestro haber, con el cual tenemos que hacer en el modo esencial de la
memoria y la revisión, y desde el cual tenemos que habérnoslas con nuestra
posibilidad —de filosofía—. No se trata, entonces, de borrar esa pequeña historia;
se trata de hacerse cargo de ella en la forma del destino, un pequeño destino que
casi no lo es. (O, si ustedes quieren, de un destino que no es sino mudanza). Sólo,
pues, busco suspender esa historia en el vilo de una pregunta que jamás fue
formulada en ella explícitamente, pero que la atraviesa como su espectro: la
pregunta por la traducción.
¿A eso venía, a fin de cuentas, lo de Farías? Francamente, sí. Porque lo que
Farías narra me insinúa la posibilidad de verlo a él y a su libro como la
culminación del malentendido de que hablaba, de pensar que su rechazo a ser
traductor es tal culminación como malentendido.
¿Por qué la traducción? Pero ¿es necesario llamar la atención sobre el papel que
juega la traducción en nuestra formación profesional? ¿Si todo el aprendizaje
escolástico de la filosofía reposa, entre nosotros, en la traducción? No me refiero
con esto al escaso bi o multilingüismo de los estudiantes de filosofía entre nosotros:
eso no es lo decisivo. Lo decisivo es la duda esencial acerca de la valencia y
potencia filosófica del castellano. Esta duda marca a las traducciones que son
requeridas en el aprendizaje precisamente como traducciones, es decir, como
presumibles tergiversaciones y aberraciones de sentido. El aprender filosofía con
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 74
traducciones marcadas como tales constituye lo que podríamos llamar la hipoteca
de nuestra formación profesional. Mirada desde ella, la apelación al original, a
veces estilizado patéticamente hasta la adoración, no es sino su consecuencia
necesaria. Por cierto, no quiero decir que no se deba leer en lengua original; sólo
quiero hacer notar que cuando se formula entre nosotros esa exigencia, por regla se
lo hace bajo la incomodidad que nos significa la traducción. Dicho brevemente: la
traducción es para nosotros nuestro malestar —nuestro mal-estar— en la filosofía.
¿Qué le escuchábamos a Farías? “Yo no quería dedicarle veinte años a tal tarea
[de traducir Sein und Zeit] y busqué una excusa. Le dije: «Profesor, si yo leo a
Platón aprendo griego, si leo a Heidegger, aprendo alemán».” Lo que pesa aquí es
el original, el valor del original, a diferencia de la traducción. Y dos preguntas
quedan resonándonos por ausencia. ¿Cuándo aprender español, es decir, leyendo a
quién, es decir, a qué filósofo? No hay respuesta. Pero también: ¿por qué no
aprender español al traducir (por ejemplo, a Heidegger)? No hay respuesta.
La traducción como hipoteca de nuestra formación profesional en la filosofía se
funda en la hipoteca del español como lengua para la filosofía. Entonces, el que la
traducción sea nuestro malestar en la filosofía nos remite a algo más profundo, nos
lo revela: nuestro malestar —nuestro mal-estar— en la lengua.
Es, pues, mirando el asunto desde este punto de vista que me veía tentado de
decir que el libro de Farías es el cumplimiento y la culminación de un rasgo
esencial del trabajo profesional de la filosofía en Chile. No sé si ustedes recuerdan
que al inicio me refería a esa confidencia suya que citaba considerándola un lapsus
linguae. Había intención en el uso de ese latinismo: no sólo aludía a un involuntario
desliz de lo dicho, sino —sobre todo— a una elipsis, una abducción de la lengua, a
una cierta caída suya (y la cuestión de la caída, ya veremos, está en la esencia de la
traducción). En tal abducción y sobre tal caída se ha construido, acaso, nuestra
profesionalidad filosófica —y quizás algo más que ésta—, desde allí se ha armado,
a ello se debe: con ello está, pues, en deuda. ¿No se haría, poco a poco, tiempo de
saldarla?
¿Y qué tiene Heidegger que ver en esto? Vuelvo —será la última vez— a la
entrevista de Farias, a la versión de Heidegger que allí se da. Ante la respuesta
diplomática ya mentada (cito), “Heidegger mostró una alegría inusitada y me dijo:
Doctor Farías, espero que perciba la profundidad de la respuesta que me ha dado.
Estoy persuadido de que las lenguas latinas carecen de la fuerza suficiente para
entrar en la esencia de las cosas.” “Al escuchar esta respuesta —sigue narrando
Farías— sentí como una erupción volcánica. Sus palabras denotaban una
convicción absoluta y transparente. Todo el mundo sabe que para Heidegger el
hombre es en sí mismo la comprensión del ser. Y esta comprensión del ser se da
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 75
fundamentalmente en el lenguaje [la lengua, die Sprache]. Luego, si hay hombres
que tienen un lenguaje capaz de llegar a la esencia de las cosas y otros tienen un
lenguaje que no sólo es incapaz, sino un impedimento, hay hombres de primera
clase —Herrenmenschen—, y hombres de segunda clase, de la que yo
necesariamente formaría parte. Al decírselo, eludió una respuesta clara”.
“Hombres”, profiere Farías, y a mí me seduce decir filósofos, filósofos de primera
clase —Herrenphilosophen—, y filósofos de segunda y tercera, traductores.
La convicción que se registra en esa declaración —y en eso tiene razón Farías—
es temática en Heidegger. Uno podría hacer acopio de citas al respecto: tomarlas de
la Introducción a la Metafísica, El origen de la obra de arte, El dicho de Anaximandro, el
Parménides o la entrevista concedida a la revista Der Spiegel, para mencionar sólo
algunas instancias particularmente enfáticas. Así, por ejemplo, en ese último y
póstumo texto —suerte de testamento filosófico y político cuyo destinatario
primero es el pueblo alemán— explica Heidegger la misión y peculiar habilitación
que él entiende tiene Alemania, por su proveniencia metafísica, para dar el giro
esencial de la metafísica misma: “Pienso en el singular parentesco interno de la
lengua alemana con la lengua de los griegos y su pensar. Esto me lo reafirman
siempre de nuevo los franceses. Cuando ellos empiezan a pensar, hablan alemán;
aseguran que no pueden avanzar con su propia lengua.”67 Es claro que las raíces de
este sentimiento de afinidad esencial con lo griego podrían ser nítidamente
halladas en el temprano romanticismo alemán, y aún antes quizás. Pero, de
cualquier modo, en la atribución de diferentes rangos a las lenguas, que designa,
por una parte, al griego y al alemán como solares primigenios en vista de la verdad
del ser, y por otra, relega a las lenguas románicas a un rellano destituido —el
inglés, dicho sea de paso, recibe en algún sitio una reprimenda socarrona—, en esa
distribución de rangos que expeditamente se lee como principio de discriminación
literalmente onto-lógico, Farías ve lo que él mismo llama un “fascismo del
espíritu”, queriendo significar con eso —me imagino— un fascismo lingüístico. Y
uno puede representarse sin demora el contexto de que una tesis semejante puede
alimentarse: piénsese en el primer capítulo de la Introducción a la metafísica (curso
67 “Ya sólo un Dios puede salvarnos”, conversación de Der Spiegel con M. Heidegger, el 23 de
septiembre de l966, que publicamos años atrás en versión nuestra en la revista Escritos de Teoría l
(septiembre de 1977), p. 189.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 76
de 1935), piénsese en la alianza indisociable que allí se traba entre lengua,
metafísica y pueblo.
Pero, por supuesto, aquí no se trata de averiguar qué relaciones hay entre
fascismo y lengua, entre lengua, filosofía y nacionalismo, y ni siquiera de examinar
cómo, al menos desde las primicias del romanticismo alemán (esto lo evocábamos
recién), puede asistiese al despliegue de una experiencia filosófica radical de la
lengua alemana. Su remate es Hegel: allí está un pasaje bellamente estricto de la
Ciencia de la Lógica (al comenzar el Prefacio a la segunda edición), donde se estipula
que “la filosofía [...] no requiere absolutamente de ninguna terminología
especial”,68 en virtud del espíritu especulativo de la lengua alemana, lo que, por
cierto, hace del alemán la Lengua del Espíritu.
Decíamos que aquella convicción —la de Heidegger— es cosa profunda. Seamos
más explícitos: lo que desde ella se dice —el privilegio de una lengua y la
postergación de otras— es dicho como algo que pertenece internamente a la historia
del ser, y ello precisamente en razón de un acontecimiento con envergadura de
destino —determinativo y preñado de consecuencias para la filosofía occidental,
aún más, para toda la entidad de Occidente, de la tierra vespertina, del Abend-
Land—. Tal acontecimiento es la traducción de las palabras griegas fundamentales
del pensar al latín romano, que desde ahí en adelante, tras sucesivas
consolidaciones y sedimentaciones, recubre y gravemente estorba el acceso a los
sentidos originarios, principiales. Considérese este texto que supongo célebre:
El proceso de esta traducción del griego al romano no es nada
caprichoso ni exento de daño, sino la primera sección en el curso del
cierre y extrañamiento de la esencia originaria de la filosofía griega. —
Nosotros, sin embargo, saltamos ahora por sobre todo este curso de la
desfiguración y la decadencia y buscamos conquistar de nuevo la no
destruida fuerza nominadora de la lengua y las palabras [...]69
68 Wissenschaft der Logik, en G. W. F. Hegel, Werke in zwanzig Bänden, 5, Theorie Werkausgabe
(Frankfurt/M.: Suhrkamp, 1979), p. 20 s. Digo bellamenle estricto por un desliz, tan necesario como
imperceptible —en alemán—, que le permile a Hegel pasar del lenguaje a la lengua —de la Sprache
a la Sprache— o, como diría mi amigo Willy Thayer, del universal a lo local.
69 Einfúhrung in die Metaphysik (Tübingen: Niemeyer, 1966 3 ), p. 10 s. Por cierto, ya en Ser y Tiempo se
hablaba —a propósito de la verdad (alétheia) como des-encubrimiento— de “la fuerza de las palabras
más elementales en que se expresa el Dasein [...] y a las que se ha del guardar de ser niveladas hasta la
incomprensibilidad por el entendimiento vulgar [...]” (Sein und Zeit, Tübingen: Niemeyer, 196711, p.
220).
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 77
Esta cita, junto a otras similares y harto abundantes, bastaría para que
entendiésemos que el problema de la traducción, de la Übersetzung, no es cosa
menuda y accesoria en Heidegger, sino que pertenece a la íntima determinación de
su pensamiento. Para empezar, podemos ver cómo la referida traducción o, más
bien, el diagnóstico que de ella hace Heidegger y que la instala en el centro
gravitante de la historia del ser —y literalmente gravitante, si es el lugar de una
caída, una de-cadencia (Verfall)— en la base de la cual se asienta el
desmerecimiento filosófico de las lenguas románicas.
¿Qué carácter podemos asignar a este diagnóstico? ¿Se trata acaso de una
valoración? Si lo fuese, se tendría necesidad de mostrar cómo ocurre, en un
pensamiento que se declara y se elaborar como pensamiento post-valorativo —la
crítica del concepto de valor es un tópico fuerte en Heidegger—, cómo puede
todavía tener lugar lo que él mismo rechaza; si cupiese, habría que hablar quizás
de una valoración no axiológica o, si se quiere, de la voluntariosa estipulación de
una dignidad ontológica. En evitación de estas dificultades —pero también por
modo de retrotraerlas a algo que tal vez sea un plano más elemental— yo preferiría
hablar de una decisión.
La decisión es a la vez una teoría de la traducción. Pero la cuenta que diésemos
de ella quedaría trunca si no atendiésemos a su otra mitad que, en la referencia de
la cita anterior a la recuperación de la fuerza nominadora de la lengua, queda al
menos dibujada. Y es que en Heidegger, a primera vista, no hay una, sino dos
comprensiones, dos conceptos diferentes de la traducción. Sea el siguiente pasaje:
Todo intento de una traducción “literal” de palabras fundamentales
como “verdad”, “ser”, “parecer”, entre otras, ingresa desde ya en el
círculo de una empresa que va esencialmente más allá de la idónea
confección de formas verbales literalmente ajustadas. Antes y más
seriamente podríamos ponderar esto si meditásemos qué es “traducir”.
Por lo pronto, concebimos este evento, exteriormente, de manera
técnico-filológica. Se opina que el “traducir” es el traslado (Übertragung)
de una lengua a otra, de la lengua extranjera a la lengua materna, o bien
al revés. Pero no acertamos a saber que constantemente traducimos ya
nuestra propia lengua, la lengua materna a su palabra propia. Hablar y
decir es en sí un traducir, cuya esencia de ningún modo se resuelve en
que la palabra traductora y la palabra traducida pertenezcan a lenguas
diferentes. En cada conversación con otros o consigo mismo prima y se
despliega un traducir originario. Con ello no mentamos primeramente
el evento de reemplazar un giro lingüístico por otro de la misma lengua
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 78
y de que nos sirvamos de la “perífrasis”. El cambio en la elección de las
palabras es ya la secuela de que aquello que ha de ser dicho, se nos ha
transpuesto (übergesetzt) en una otra verdad y claridad, o, acaso
dignidad de pregunta. Este traducir puede acontecer sin que se altere la
expresión lingüística. La poesía de un poeta, el tratado de un pensador,
está en su palabra propia, irrepetible (einmalige), única. Nos urge a
escuchar esta palabra siempre de nuevo cual si la oyésemos por primera
vez. Estos primerizos (Erstlinge) de la palabra nos transponen cada vez a
una nueva orilla. El llamado traducir y parafrasear sigue siempre y
solamente al traducir nuestro ser (Wesen) total al dominio de una verdad
cambiada (einer gewandelten Wahrheit). Sólo cuando ya estamos
apropiados (übereignet) a este traducir, estamos en el cuidado de la
palabra. Recién a partir del respeto así fundado hacia el lenguaje [la
lengua] podemos emprender la tarea mayoritariamente más fácil y
limitada de traducir la palabra extranjera a la propia. 70
Se podría creer que este fragmento concede igualitariamente a cada lengua lo
suyo, de suerte que quienquiera tuviese lengua materna —¿y quién no la tiene? (en
sordina: “nosotros”)— tendría también siquiera la posibilidad de experimentar y
llevar a cabo la transposición esencial de que aquí se habla. Pero “traducir y
traducir no es lo mismo [...] En el traducir no sólo se trata de lo que en cada caso se
traduce, sino desde qué lengua a cuál se traduce.”71 Seria preciso observar que la
Übersetzung, aquí, se concibe como relación de la lengua con un proprium, su
mismidad. Y no toda lengua es propia en el sentido que Heidegger profiere la
palabra. La propiedad, lo propio (das Eigene, que resuena tan nítidamente en el
70 Parmenides, vol. 54 de la Gesamtausgabe de Heidegger (Frankfurt/M.: Klostermann, 1982), p. 17 s.
El volumen contiene el texto de una lección dictada por Heidegger en Freiburg durante el semestre
de Invierno 1942/43, en edición de Manfred Frings.
71 Der Satz vom Grund (Pfullingen: Neske, 19714 ), p. 163. (Hay traducción castellana de Félix Duque y
Jorge Pérez Tudela: La proposición del fundamento. Barcelona: Ediciones del Serbal, 1991).
Inmediatamente aborda Heidegger la relación entre traducción y tradición: las “traducciones
esenciales” que con alcance de época trasladan obras del poetizar o del pensar no son “solamente
traducción, sino tradición. Como tradición, perlenece[n] al más interno movimiento de la historia.
[... ] una traducción esencial en cada caso corresponde, en una época del destino del ser, al modo
(Weise, también “tonada”) en que habla una lengua en el destino del ser” (id., p. 164). Por lo demás,
en este pasaje de la obra empieza un segmento relativamente extenso que incide en la traducción, a
propósito del título latino principium reddendae rationis sufficientis. Ese segmento ha sido extractado y
reproducido en Hans-Joachim Störig, Das Problem des Übersetzens (Darmstadt: Wissenschaftliche
Buchgesellschaft, 1969), pp. 369-383.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 79
nombre de Ereignis) acontece propia —o primariamente— en ciertas lenguas. En
tales lenguas, la Übersetzung, que permanece remitida —o remisible—
esencialmente a lo propio, ocurre como Übereignung, como trans-propiación o —en
una versión menos extravagante— como entrega, transferencia de propiedad. En
tal ocurrir, que tiene el sello del cambio (Wandel), pero en donde campea a la vez,
ciertamente, una destinación como envío (un Geschick), se mantiene abierta la
historia, la Geschichte, como pertenencia y pertinencia de la tradición, de la
Überlieferung. Mirado desde aquí, el concepto de traducción, éste de que hablamos
ahora, apunta a una remisión histórica del Ereignis como movimiento de la entrega,
de Übereignis, de traspaso de lo propio en lo propio.
Traducir y traducir no son lo mismo: todo el acento recae sobre el pasaje, sobre
el trans del traducir, el trance de traducir. El acento y la decisión, sobre todo la
decisión de traducir. Si se piensa cuál es el contexto en que la cita reciente se
inserta, podrá medirse la envergadura de tal decisión. Se trata allí de la
interpretación del Poema de Parménides en vista de la cuestión de la verdad como
des-encubrimiento. Tal Poema es, por supuesto, instancia paradigmática de esta
elucidación de la alétheia: lo que está en juego en esta elucidación es la esencia y
destino de la filosofía occidental. La versión de la alétheia es un acto crucial de
intervención, por Heidegger, en la delimitación de esa esencia, un acto cuyo
sentido estriba en que él mismo se pruebe como lugar que pertenece a esa esencia y
ese destino, lugar destinado esencialmente. Pero esta prueba es un riesgo: la mera
decisión de traducir está suspendida en un riesgo principal: ¿qué, si griego y
alemán fuesen inconmensurables? De las palabras griegas, Heidegger dice que “en
el hecho tienen […] dentro del pensar y decir griego una fuerza significativa
dominante […]. Sólo que ella está completamente sepultada en el modo de decir y
pensar romano, y en todos los modos románicos, y también en nuestro modo
alemán.”72 La decisión es, pues, la de la exhumación y recobro, la apropiación de
esa fuerza significativa dominante, la no destruida fuerza nominadora de la
lengua. No se nos escapará su estilo: la reapropiación de la fuerza se realiza desde
el alemán, a través del griego, para el alemán —eso sería “traducir la lengua a su
palabra más propia”. Podemos decir que, en cuanto recuperación histórica de una
fuerza originaria del lenguaje (concebida esta recuperación como volver a tener lo
que fuera propio y, a la vez, como sanar), lo que está fundamentalmente en liza es
una política de la lengua. 73 Su aspecto más notable es seguramente el modo en que se
72Parmenides, op. cit., p. 33 s.
73Una política de la lengua, puesto que se trata de decidir (acerca d)el poder y la fuerza de una
lengua, (de) las diferencias de poder y de fuerza entre las lenguas. Investigar y exponer esa política
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 80
lleva a cabo la recuperación del alemán: como discernimiento, separación y purga
del elemento romano-románico en la lengua alemana. (Todo lo que quisiera decir
sobre “fascismo lingüístico” en Heidegger, sobre el “arbitrario” privilegio que él
concede al alemán como lengua del pensar, depende de haberse hecho cargo de
este proceso, de este trabajo).
Cohabitan en Heidegger, a primera vista, dos conceptos de la traducción: el uno
corno entrega, Übereignis, el otro como caída y decadencia, como Verfall; aquel
enseña en su matriz el vínculo de alemán y griego, éste, el de griego y latín. Una
práctica —la que acabo de describir— los vincula para discernirlos; en esa práctica
sostenida —inexorablemente después de Ser y Tiempo— se aloja, entonces, una
decisión. ¿Podemos acercárnosle más?
Retomo el Parménides. Se averigua allí —por modo de encauzar la inteligencia
de la alétheia— la propiedad de la traducción del pseudos griego por el falsch
alemán, que viene de falsum. Este alberga en su núcleo etimológico la noción del
caer, que se explaya en la constelación de tender-una-trampa, hacer-caer y caer. El
griego entiende todo caer desde el hacer-caer y, por tanto, desde el previo estar en
pie: stehen, en alemán (y sería indispensable mostrar cómo en Heidegger ser —
sein— se entiende como stehen). Pero a su vez, el hacer-caer mismo, visto a la
griega, pertenece como sentido derivado al “dominio esencial” del pseûdos, cuyo
juego estriba ante todo en el ocultar. En cambio, en romano, el hacer-caer es
esencial. En cambio: pues se perfila aquí un cambio sustantivo; dirá Heidegger: un
cambio de experiencia. “Tras la traducción aparentemente literal y, con ello,
preservadora, se oculta un tra-ducir la experiencia griega en un otro modo de
pensar. El pensar romano adopta (übernimmt) las palabras griegas sin la
correspondiente experiencia equivalente en origen (gleichursprünglich) de lo que
ellas dicen, sin la palabra griega.” Y añade Heidegger: “la falta de suelo del pensar
occidental comienza con este traducir”.74 ¿Cuál es la peculiar, la cambiada
experiencia romana? Dice Heidegger: la experiencia de lo imperial: en ella germina
la comprensión del hacer-caer. La operación del imperium, al que pertenece el
mandato y la constante sobrepujanza de los otros, es la constante vigilancia, la
asechanza. Lo que ocupa al hombre del imperio, que burla y que ronda, que
astucia y que embosca, es la dominación: permitir al sobrepujado tenerse el pie
significa politizar la reflexión heideggeriana, no porque le impongamos “desde fuera” una valencia
política determinada, sino en cuanto pueda hacerse visible la que porta ella en sí misrna. Ello exige
replantear los ternas cruciales de Heidegger en este tenor, proyectando el concepto de una historia
política del ser, cuya delimitación nos reservamos para olra oportunidad.
74 Der Ursprung des Kunstwerkes, en Holzwege (Frankfurt/M: Klostermann, 1980 6), p, 7 (eds. 1ª-5ª, p.
12 s.).
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 81
mas sólo en cuanto sumiso y subordinado. Esto hace del rondar que burla y del
tomar a servicio el “rasgo propio” y “grande” de lo imperial: la esencia del imperio
es la zancadilla. Tal es, en todo caso, lo que decide interpretar Heidegger. Y si algo
sobre todo se decide en esta decisión es la determinación de la cambiada
experiencia que, va a decirnos Heidegger, disloca la “esencia de la verdad y del
ser”, y es, en ese alcance, el “acontecimiento (Ereignis) propiamente tal en la
historia”. De ahí que la decisión más profunda sea aquí la de comprender la
esencia de lo romano-románico desde el hacer-caer. Así, el mentado “cambio
(Wandel) en la esencia de la verdad y del ser” se revela como trampa. La
interpretación romana del falsum desde un suelo experiencias desplazado respecto
del griego (desde la falta de suelo), desde el hacer-caer, pues, hace-caer el sentido
originario de la verdad, la alétheia, que ahora se verterá, a partir del prurito de la
aseguración, como certitudo. 75
Lo que Heidegger llama el “evento propiamente tal en la historia” es, entonces,
un evento subrepticio, un evento que consiste en la subrepción, el Ereignis de la
subrepción misma, del hurto. Como tal hurto, el evento de lo romano-románico
acaece, le sobreviene a lo griego. No es un advenimiento —que siempre requiere de
un ámbito predispuesto de acogida y pertenencia y es, por lo tanto, sólo posible en
el dominio de lo propio y abierto—, sino un sobre-venimiento y, en cierto modo, con
sobrecogimiento, un ataque y una irrupción. Lo que nombra Heidegger el “evento
propiamente tal en la historia” —el giro es notable, si se lo mide desde la
astringencia del léxico heideggeriano—, como que obra en la historia, obra, pues,
en el dominio o ámbito de la(s) entrega(s) abierto por el “primer Ereignis” (si cabe
que nos expresemos así). El “segundo” es una sustracción que opera en la entrega
misma y, como tal, tiene el poder de cambiar la historia.
El cambio, el Wandel, como evento, tiene el carácter del sobre-venimiento. Pero
el cambio mismo no es de sello simple: su sello es el desdoblamiento; lo mismo
vale para la traducción. Hay, ciertamente, un cambio, por así decir, “positivo” o, si
se quiere, originario, que no se desdice del origen, sino que mantiene la
pertenencia a él y la persistencia en él, frente a otro que acaece como desistimiento;
uno que persiste en la verdad, otro que la desiste. ¿Querría decir eso que
Heidegger quisiera preservar, más acá de la “caída” romano-románica, un núcleo
intocado, puro, lo que pudiere llamarse una reserva intraducible? Ciertamente no.
La concepción heideggeriana evita con énfasis la presunción metafísica de un
sentido pleno y puro mantenido en reserva, interioridad y anterioridad con
respecto a sus entregas y codificaciones. La concepción heideggeriana entiende que
75 Parmenides, op. cit., p. 62.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 82
el “sentido” sólo se despliega en la circulación de los mensajes, en la transmisión
histórica, y que si hay reserva la hay desde la entrega (ya veremos esto), En esta
medida, habría que decir que, para Heidegger, todo es traducción, y que la historia
misma es, como tradición, proceso de traducciones, que la Überlieferung es
esencialmente Übersetzung. Es cierto, sin embargo, que no sólo la prudencia podría
aconsejarnos atenuar esta aseveración; es probable que no anduviésemos
descaminados al pensar que, si bien Heidegger no premedita metafísicamente un
sentido pleno y puro en reserva, sí parece querer preservar un núcleo de
originariedad y propiedad para la traducción, 76 en que ésta cifraría su posibilidad
como traslado de sentido, como transmisión y relevo histórico: lo que pudiéramos
llamar el habla tautológica —del tipo: “la cosa cosea”— sería acaso índice de esa
preservación. De ahí, quizás, la denuncia de traducciones que insidian el traslado,
obran en (la) verdad furtivamente, desplazan la traída y, con ello, el sentido de
traer. Siendo así, el proceso mismo de la tradición queda pendiente del
desdoblamiento de que hablábamos, amenazado de “caídas” que son, además y
para colmo, silenciosas. “Acaso aprendamos a meditar qué puede acontecer (sich
ereignen) en el traducir. El encuentro propiamente tal y fatal de las lenguas
históricas es un evento silencioso. En él habla, empero, el envío del ser.”77 Pero
¿cómo? Quiero decir: ¿cómo habla?
De ser válido lo que hemos dicho sobre el desdoblamiento, tendría que
reconocerse que lo que hemos discernido como dos conceptos de traducción en
Heidegger no sería el dato último que al respecto cupiese hallar en su
pensamiento. Ambos conceptos provendrían de un desdoblamiento primario,
entendido éste como concepto problemático y no expreso; desde él se tendría que
dar cuenta de esos otros dos y, al mismo tiempo, de la decisión heideggenana de
afirmar una traducción originaria.
¿Hay señas de un tal concepto?
Hablemos de una seña y de una pregunta. Aquélla tiene que ver con la cuestión
del alba, de lo temprano, la tempranía de Occidente, como el darse auroral del Ser.
Según Heidegger, este inicio (Anfang) ya contiene los caracteres de lo venidero;
dicho de otro modo: la relación auroral con el Ser implica ya el olvido del ser como
76 A este núcleo se refiere Jacques Derrida al hablar del “nombre al fin propio” y de la nostalgia
de(l) origen en el pensamiento de Heidegger. Véase, sobre todo, el final de La différance (conferencia
pronunciada en 1968) en Marges — de la philosophie (París: Minuit, 1972), especialmente pp. 24 -29.
77 Der Spruch des Anaximander, en Holzwege, op. cit., p. 366 s. (eds. 1ª-5ª, p. 342). El texto sigue,
elocuente: “¿A qué lengua transita-y-se-traduce (setzt... über) el Occidente? —Tentamos ahora de
traducir el dicho de Anaximandro.”
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 83
una necesidad —que es a un tiempo el menester y la urgencia (Not) del pensar—.
Una necesidad: el olvido no es una omisión o una negligencia de los hombres, sino
que germina en el Darse mismo del Ser, como una cierta reticencia, una
retractación (Entzug). Desde ese inicio se prepara fatalmente el signo y el sino de
Occidente, se entrega el Ser reticente a su historia como metafísica y ésta se
consuma, contemporáneamente, como imperio auto-asegurado del emplazamiento
y disposición universales, homogéneos: como imponencia (Gestell). Al comienzo de
la conferencia La cosa, de 1950, Heidegger designa a este imperio, en que la
abreviación de las distancias no trae cercanía, con un término de no asidua
ocurrencia en su discurso: lo espantoso, lo atroz, das Entsetzliche, o, más
exactamente aun: lo dislocador, das Entsetzende. “Lo dis-locador es aquello que
arranca todo lo que es fuera (heraussetzt) de su esencia.”78 Lo atroz, lo dislocador,
en que culmina y tiende a cerrarse este destino, germina entonces en el alba.
Ésa, la seña; la pregunta, ésta: ¿cómo es posible la traducción de los nombres, de
los grandes nombres griegos, al latín? ¿Cuál es el fundamento de su posibilidad,
más aun, el fundamento de su necesidad? Por cierto que aquí debe procederse de
modo esencial: no ha de confundirse esta traducibilidad con la posibilitación de
equivalencias, transferencias y apropiaciones lingüísticas e idiomáticas alojadas en
el parentesco de griego y latín en el seno de las lenguas indoeuropeas. La
traducibilidad o, mejor dicho, la traductividad 79 tendría que alojarse en el alba
misma, y ello en la misma medida en que lo dis-locador germina en ella.
¿Cuál sería, entonces, el primer concepto de traducción, la noción inexpresa en
Heidegger? La Übersetzung sería una Entsetzung, sería dislocación. Y la distinción
entre los dos conceptos heideggerianos de traducción que previamente hemos
discernido no sería sino el síntoma de una dificultad no despejada, en Heidegger,
de la traducción, pero que habría sido evacuada desde el núcleo mismo de la
relación auroral con el Ser en el acontecedero Darse de éste, y relegada, desplazada
hacia el paso furtivo del griego al latín. Ese paso se revelaría en su esencia como
una sustracción —de la verdad, según decíamos al apuntar el evento subrepticio—,
y, de paso, en cierto modo, como una distracción.
78 Das Ding, en Vorträge und Aufsätze (Pfullingen: Neske, 19592), p. 164. Otro sitio importante de
aparición del término entsetzen en un sentido afín al que estoy discutiendo aquí se encuentra en Die
Kehre (pertenciente al ciclo de cuatro conferencias que dio Heidegger a fines de 1949 en Bremen);
véase Die Technik und die Kehre, Pfullingen: Neske, 19622), especialmente p. 42.
79 Sobre este concepto, v. nuestro ensayo “Sobre el concepto benjaminiano de traducción”, en este
volumen, especialmente p. 138, n. 145.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 84
Pero si lo Entsetzliche germina o acaece ya en el alba, ello sólo podría deberse a
una Entsetzung del alba misma, una dislocación suya que, según lo dicho,
Heidegger a su vez disloca y coloca en otro lugar, y, más rigurosamente, en el no-
lugar de dicho paso, para acentuarlo allí en la figura sesgada de una traducción
que es caída y decadencia, Verfall. De ser como decimos, empero, esta maniobra
dejaría una laguna en el alba, que pide se dé cuenta de ella. ¿Y el alba misma? La
Entsetzung del alba sería el ambivalente darse del ser en la media luz, en la
Dämmerung, como heraclíteo ser-uno del día y de la noche —ho theòs hēmérē
euphrónē, dice el fragmento 67— de la aurora y el crepúsculo. La dislocación del
alba sería una con lo que, valiéndonos de una precisa fórmula ajena,80 podríamos
llamar la declinación del Ser, en que consiste la esencia y destino de Occidente.
Sé que lo que digo puede resultar, desde un cierto punto de vista, una hipérbole.
Nada de lo que he indicado deja de estar en Heidegger, quiere decir, de estar allí
escrito. Salvo, es verdad, la noción de Ent-setzung. A no ser que la entendiésemos
como el itinerario mismo del pensar de Heidegger, la movilidad de su estar en
camino, a que el mismo alude —véase el Seminario de Le Thor— como el doble paso
del sentido a la verdad y de la verdad hacia el lugar. 81 Nada, digo, deja de estar allí.
En particular, el notorio juego refractivo y sustractivo que se despliega como lo
dislocador.
En la medida en que el destino del ser descansa en el alcance del tiempo
y éste descansa con ése en el Ereignis, en el acontecer (el Ereignen) se
anuncia lo peculiar (das Eigentümliche) de que él lo suyo más propio (sein
Eigenstes) al desencubrimiento ilimitado. Pensado desde el Ereignis,
quiere esto decir: Se expropia (desapropia, enteignet), en el mencionado
sentido, de sí mismo. Al Ereignis como tal pertenece la expropiación
(Enteignis). A través de ella no se entrega el Ereignis, sino que resguarda
su propiedad (sein Eigentum).82
80 De Gianni Vattimo, en “Dialéctica y diferencia”, reproducido en su libro Las aventuras de la
diferencia. Pensar después de Nletzsche y Heldegger (Barcelona: Península, 1986), p. 170 s.
81 “Tres términos que se turnan, marcando las etapas en el camino del pensamiento: SENTIDO-
VERDAD-LUGAR (topos). Si se busca clarificar la pregunta por el ser, es necesario asir lo que liga y
lo que diferencia estas tres afirmaciones sucesivas.” En: Heidegger /Tiempo y ser/ Alfredo Guzzoni /
Protocolo a Tiempo y Ser / François Fédier y otros / Seminario de Le Thor, trad. por F. Soler y M. T.
Poupin (Viña del Mar: U. de Chile / Valparaíso, 1975), p. 89.
82 Zeit und Sein, en Zur Sache des Denkens. (Tübingen: Niemeyer, 1969), p. 23.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 85
El pensamiento del Ereignis como pensamiento de la expropiación (de la
Enteignis) pertenece al rasgo esencial que ya mentábamos, el acaecer de una
retracción en el darse del Ser, una retractación sin la cual no cabe entrega. La
entrega, ciertamente, debe reservarse como entrega —debe no entregarse ni
renunciar a sí—, si ha de permanecer entrega. ¿Decía, recién, el acaecer? En
términos heideggerianos, sin embargo, tendría que hablarse de haber una
retractación, pues ésta se cuenta, precisamente, como haber: en el susodicho juego,
Heidegger entiende esa reserva según el rasgo de lo propietario, acentúa la
instancia —última, aquí— de lo propio, das Eigene. En esa tilde hay decisión.
Quizás: todo sería, finalmente, cuestión de acentos y de tildes y de tonos.
Quizás: lo decisivo en esta decisión —como en todas— es lo que de indeciso hay en
ella: la vacilación que supone. Un trabajo del Ereignis como Entsetzung, como
dislocación, buscaría redistribuir tales acentos, sesgarlos uno por uno, hacer
visibles sus respectivas inclinaciones, dejarlos vacilar según sus vibraciones
disímiles. En esa otra distribución, puede que se insinúe, también, una distinta
reticencia.
Colofón
Acentos, y tildes, y tonos. Quisiera acogerme, para concluir, a las insinuaciones
—y no me gustaría marcarlas mucho, quisiera preservarles su eficacia sugestiva—
de un maestro —nuestro— de la traducción, Jorge Luis Borges. Digo que es un
maestro —y, digo, crucial para nosotros—, y quien quisiera convencerse de ello (si
fuere necesario), sea remitido a la ficción que lleva el título “Pierre Menard, autor
del Quijote”, que enseña el caso, por así decir, absoluto de la traducción: la
trascripción, la repetición, esto es, el mero traslado. 83 ¿Qué se juega en este traslado
—“repetir en un idioma ajeno un libro preexistente”—, sino una mudanza de los
énfasis, a lo mejor su debacle y, en todo caso, siempre, una sustracción? ¿O bien
aquello que, con palabra que creo más justa, me allegaría a llamar el desliz? Sería la
traducción el juego de los deslices. Y ése que hubiese reparado en que el desliz es
lo único cierto y siempre inevitable en toda traducción, ya no se daría al devaneo
que es inherente al problema de la traducibilidad, o sea, el prurito de la protección
83El relato de Borges se encuentra en Ficciones, Obras completas (Buenos Aires. Emecé, 1987), pp. 444-
450. Véase el pertinente comentario de George Steiner a este texto en After Babel. Aspects of Language
and Transiation (London/Oxford/New York: Oxford University Press, 1976), p. 70 ss.
Pablo Oyarzun R. / De lenguaje, historia y poder 86
del sentido y la custodia de la verdad, sino que habría de atenerse a la
traducibilidad como intemperie y desamparo de los mismos.
Tal vez no haya lugar —si es que eso puede llamarse un lugar, y no el desplante
de la dislocación—, tal vez no hay movimiento en que más visible sea el régimen
de los deslices que —de Borges— “La esfera de Pascal”. 84 Al vibrar de esta esfera
—como historia— se debe el paso, digamos, imperceptible, desde la primera de las
frases que allí se inscribe hasta la última, que es, a un tiempo, su réplica, su
temblor. “Quizá la historia universal es la historia de una cuantas metáforas”,
presume el inicio. Al cabo del tránsito multiplicado de la metáfora de la esfera (la
metáfora de Dios, del ser, del universo, de la naturaleza) desde Jenófanes y Platón
hasta Pascal, inaudita —inaudible— dice la última frase: “Quizá la historia
universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas.” El
abundamiento de la segunda frase pareciera insinuar: la historia universal, la
summa de todo lo que es y lo verdadero, estriba en el desliz, que es ya —ante
todo— el desliz de sí misma, su resta.
Si esta metáfora abisal es la metáfora de la traducción, entonces es una de dos: o
en verdad no hay traducción —ni tono—, o en la traducción no hay verdad, sino
tono.
O bien el tono es la verdad.
Santiago, invierno de 1989
84 En Otras lnquisiciones, op. cit., pp. 636-638.
SOBRE LA CUESTIÓN DEL PODER:
HEIDEGGER, KAFKA 85
¿Por qué tendría sentido atribuirle a Heidegger un privilegio —y me apresuro a
decirlo: sintomático— cuando se trata del problema del poder? No digo a su
“caso”, sino a su pensamiento, o —si se quiere— al “camino” de su pensamiento;
descontando, claro está, que la imbricación entre esos tres, pensamiento, camino y
caso, dista mucho de estar despejada. Sin embargo, es justo su “caso” lo que
primeramente se invoca —ya se estime como índole o como accidente— cada vez
que se quiere averiguar el nexo que hay entre Heidegger y el poder, o cuando se
quiere sacar provecho de allí para la discusión del poder y lo político.
Y hay razones para eso, razones que no solamente son coyunturales, que
parecen hallar sustento en el núcleo de la opción filosófica de Heidegger. Así, en
cuanto a su pensamiento, sobre todo si uno considera el punto de partida de su
pensamiento, si uno lo mide retrospectivamente a partir de los ulteriores pasos
sobre el “camino”, incluido el “caso”, parece lícito achacarle, a ese comienzo, algo
parecido a esto: a la pregunta por el ser le hace, le ha hecho falta una pregunta por
el poder.86
Sobre una frase como ésta —que yo no invento, que simplemente es la
paráfrasis, o incluso la trascripción de un tópico de la crítica en materia
heideggeriana—, sobre esta frase, pienso, habría que hacer un par de
observaciones.
85 Ponencia presentada al III Coloquio Alemán-Latinoamericano de Filosofía, Porto Alegre, Brasil,
en septiembre de 1992.
86 Se podría modular de muchas maneras la acusación de esa falta: supongo que todas ellas
albergarán, en el fondo, la demanda de una necesaria —y, en Heidegger, ausente— prevención ante
la perversidad del poder, cuando no una secreta e inconfesable anuencia a la complicidad con ésa.
Como quiera que ello sea, pareciera significarse que una cierta desatención a lo político, como
espacio de la configuración y el uso del poder, es inculpable éticamente. Entre tanto, bajo
“perversidad” entiendo una como veleidad esencial del poder: su calidad de máscara tornadiza de la
voluntad.
De lenguaje, historia y poder 88
La primera: enjuiciado el asunto de manera inmanente desde la perspectiva
recién evocada, es decir, desde la comprensión que el mismo Heidegger tenía o se
juzgaba autorizado a tener sobre ese comienzo en el tiempo de ese comienzo,
sencillamente no hay semejante falta. En la incoación de la pregunta por el ser, en
su posición (Stellung), como dice enfática, imperiosamente, el § 2 de Ser y Tiempo,
no haría falta ninguna pregunta por el poder, porque aquello que esta primera
pregunta abre, aquello sobre lo cual esa pregunta se abre, ya domina y tiene sujeto a
su control toda requisitoria sobre el poder y los poderes: aquello, vale decir, la
diferencia ontológica. Dejo aquí suspendido el punto; vuelvo luego a retomarlo.
Segunda observación: supóngase que efectivamente falta en Heidegger, en la
Seinsfrage —porque permanece allí sin ser expresada o sin ser debatida
suficientemente, porque (fatalmente) se la estimó acaso derivada o superflua—, la
pregunta por el poder. ¿Podría decirse que esta falta es privativa y, por eso mismo,
característica del pensamiento de Heidegger y su destino? ¿No será que en esto
pudiere colegirse algo así como un síntoma? ¿Qué hay, en general, de la pregunta
por el poder en la filosofía? ¿No cabría sospechar que en la filosofía como tal, y en
su dilatada historia, persiste y se ahonda la falta de esa pregunta? Con ello no
quiero decir, por cierto, que la filosofía haya desatendido históricamente la
cuestión del poder. Muy por el contrario, la filosofía ha pertinazmente atendido al
poder, ha hecho cuestión de él y, a la vez, ha hecho estado de la cuestión, y se ha
dispuesto como atención al poder —y del poder, no lo olvidemos—. Me refiero a la
necesidad de dirimir hasta qué punto se ha dejado trabajar por la sospecha, la
muda conjetura de que la relación con el poder, una cierta relación, la determina a
ella como tal. Dejo también esto pendiente.
De vuelta a Heidegger: ¿de qué modo falta en éste la pregunta por el poder? Si
fuera así que falta la pregunta, en todo caso no falta el poder. A lo largo de su obra
hay múltiples huellas de la eficacia del asunto, y si empezamos con Ser y Tiempo, al
punto podemos comprobar que esas huellas forman el trazado total de estelas de la
Möglichkeit, la posibilidad ontológica que constituye al Dasein —su poder-ser como
el pudiente podérselas con su tener-que-ser—, a diferencia de la vacía posibilidad
lógica y de la mera contingencia de los entes allí presentes. Precisamente esa
posibilidad, a diferencia de estas otras, es más alta que la sola efectividad —la
realidad de lo efectivo y eficiente—, porque es la poderosidad del poder.
Cabría que lo dijéramos así: una concepción del Dasein potente, esencialmente o,
mejor dicho, originaria, archi-originariamente potente, pre-potente, si se quiere,
viene prescrita por la pregunta que Heidegger hace, que pone, por la poderosa
inauguración de la pregunta de las preguntas, que no es otra cosa que la restitución
de la filosofía a su poder más originario, y esto quiere decir, a la vez: al origen del
De lenguaje, historia y poder 89
poder. 87 Porque, heideggerianamente hablando, la poderosidad del poder estriba
en la pregunta. Y aquélla —tal poderosidad— ha tenido que permanecer —diríase:
por definición— no preguntada. A la poderosa inauguración de la pregunta, a la
incoación originaria del pensar inquisitivo, le habría hecho falta la pregunta por el
poder. La inicial experiencia —y aquí todo se juega en favor del inicio y la
iniciativa, de la iniciativa del inicio (Anfang), la principialidad del principio (arché),
que caracteriza prioritaria y necesariamente a Ser y Tiempo—, la experiencia
heideggeriana inicial del pensar y el preguntar se habrían dado a partir de la falta
de esa pregunta.
Entonces, si es válido decir que a la pregunta por el ser le hace falta una
pregunta por el Poder, ello en todo caso viene de que en esa pregunta ha debido
presuponerse el poder como el poder de la pregunta. El poder —como éste que
menciono— habría sido precisamente aquello que la Seinsfrage no podía poner en
cuestión, a objeto de permanecer fiel al imperativo primordial de poner la
pregunta, de erigirla.
Habría, pues, algo así como un sintomático privilegio de Heidegger a la hora de
abordar el problema del poder. Consistiría este privilegio en haber concentrado en
la pregunta el poder de la filosofía como tal. Desde allí, tal vez, se revelaría un
carácter de la filosofía misma. La filosofía, decíamos, ha atendido al poder, no de
manera ocasional, sino esencialmente, lo ha atendido en la medida misma en que
se ha configurado, esencialmente, y no de manera ocasional, no sólo como
pregunta por el poder, sino ante todo como el poder de la pregunta. En la pregunta ha
cifrado la filosofía la clave de su pretensión de inaugurar, de fundar el discurso. En
la pregunta, también, ha creído poseer el órgano mediante el cual pudiese tener al
poder en su poder, bajo especie de su fundamentación, de su legitimación o su
crítica. Para decirlo, entonces, con más exactitud: antes de toda pregunta y, sobre
todo, antes de toda pregunta por el poder —como la serie de aquéllas que cabría
suscribir bajo el apelativo de “filosofía política”—, la filosofía misma ha debido
hacer pie, ha debido erigirse en el poder de la pregunta. Pero en la pregunta
misma, en la filosofía como pregunta, ha hecho falta quizás una sospecha; una que
no inquiere, que sólo conjetura, una que no es pregunta, que acaso prejuzga y es
quizá abusiva desde el punto de vista de la filosofía en el circuito consumado de
sus relaciones con el poder. Hablo de la sospecha de que en el poder de la pregunta
estaría prescrita la atención al poder, y el modo de esa atención.
87La pre-potencia (Gewalt) del Dasein no contradice su esencial im-potencia (Ohnmacht) respecto de
lo que más adelante llamaré la “autoridad arcaica” del Ser; por el contrario, dicha impotencia viene
ante todo a situar, a localizar a aquella pre-potencia, a revelar su constitutiva finitud, sin por ello
desmentirla.
De lenguaje, historia y poder 90
Lo que de esta suerte se acusa es una paradoja: la sospecha que falta está de
sobra en la filosofía, puesto que nada agrega al poder de la pregunta, ya que no
puede ser capitalizada en ésta ni por ésta. La conjetura —es su rasgo abusivo—
pone la falta en la filosofía, pero a la vez sólo la filosofía hace posible esa conjetura y
esa sospecha, y la hace posible como filosofía: la falta la recorre como su paradoja.
Así, esa falta sobrante hace a la filosofía como tal, en la medida en que la identidad
de la filosofía, su esencia o su “talidad”, está determinada inseparablemente por su
relación con el poder. Y la paradoja queda depositada y disimulada en la filosofía a
través de la proliferación histórica de inquisiciones del poder que no son —acaso—
sino sus comentarios. Hoy vemos realizarse esto, que podríamos llamar un destino,
en la ecuación más o menos explícita que se traza entre la filosofía sin más y la
filosofía política, y que tiene como peculiaridad suya —señal inequívoca de su
actualidad— no poder comprender ni asumir ya más ese destino si no es en la
forma de una tradición profesional. 88
El privilegio de Heidegger, estaba diciendo, y ya no sólo en un sentido
sintomático nada más, consistiría en haber concentrado del modo más radical en la
pregunta, en la iniciativa de la pregunta, el poder de la filosofía como tal. Como
consecuencia de esta hipótesis, habría que colegir de este poder —que el mismo
Heidegger circunscribe en términos de posibilidad y de existencia— los rasgos del
Poder. No es éste el lugar donde tal averiguación puede hacerse con la dedicación
suficiente. Pero un indicio podemos extraer del cuidado metódico que anima a Ser
y Tiempo, cuidado de que lo humano, que allí se busca pensar más originariamente
de lo que ha podido la tradición de la metafísica bajo el primado del fundamento,
no se desarticule, no se disloque ni se astille, a fin de que pueda erigirse a sí mismo,
íntegro y estructurado como sí-mismo, en el lugar del origen.89 La función
propiamente articuladora y eréctil del comprender (Verstehen en cuanto Vorstehen,
tenerse, aguantar en pie) responde a este cuidado. 90 Y es justamente la necesidad
que experimenta Heidegger de abandonar el suelo metafísico del fundamento —
abandono que es un salto al origen (Ur-sprung), al Ser como arkhe que precede al
88 Esta ecuación no es, por supuesto, excluyente. Pertenece al estatuto contemporáneo de la filosofía
su repartición en disciplinas (proceso preparado largamente —desde el comienzo, diríamos—, pero
de tardía consumación); disciplinas que, desde su autonomía, entendida como astringencia técnica
y propiedad profesional de los problemas y procedimientos discursivos, pueden aspirar a
representar adecuadamente, una por una, sin conflictos jurisdiccionales de peso, el sentido de lo
filosófico. En todo caso, sobre el sentido de lo que arriba se afirma diremos algo brevemente en la
tercera parte de este ensayo.
89 Así, reiterativamente, en los parágrafos metodológicos que escanden el curso de la obra; véase,
por ejemplo, el § 28.
90 Cf. Sein und Zeit, § 31.
De lenguaje, historia y poder 91
fundamento—, lo que lo lleva a concebir el Ser como erigir-se, articulado y
articulador. Y porque Heidegger pre-interpreta el Ser desde el erigir-se, por eso
puede eximirse de hacer la pregunta por el poder: el poder está en la pregunta. El
punto de esta inherencia tal vez podría describirse así: una suerte de autoridad
literalmente arcaica del Ser, que justamente prevalece en el preguntar, le otorga al
hombre, como Dasein abierto en la pregunta, la ocasión y el título para apropiarse,
para apoderarse de sí, instalándose sobre sí mismo como sí-mismo.
Eso, diríamos, es lo primero. Pero hay todavía un segundo sentido del privilegio
de Heidegger en este asunto. Y es que la Seinsfrage, que radicalmente abre la
diferencia ontológica, y se erige a sí misma como poder en el abismo de poder de la
diferencia (y que por eso mismo no pregunta jamás originariamente por el Poder),
permite esbozar quizás por primera vez la cuestión del Poder como una que
estribase en la diferencia del Poder y los poderes. No la diferencia entre los poderes
que se despliegan empírica, fáctica, ónticamente, y alguna esencia o fundamento de
los mismos, un en-sí del poder, o un poder absoluto. Sino un Poder que da poder
reservadamente, sustrayéndose, ocultándose —como secreto— en los poderes que
su propio abismarse hace posibles. Semejante diferencia podría llamarse la
diferencia dinástica. De hecho, sólo la posibilidad de pensar una tal diferencia —la
del Poder y los poderes— como una que no puede ser reducida a la diferencia del
Ser y los entes ni desentrañada a partir de ésta, autorizaría a sostener que a la
Seinsfrage le hace falta una pregunta por el poder, que de otro modo quedaría
comprendida dentro de aquélla.
Esta diferencia ya se anuncia en el itinerario de Heidegger —y en su “caso”
mismo, quién sabe si como su básica lección— al hilo de una serie de motivos
esenciales: la crítica a Nietzsche como el “último metafísico” y el desmontaje de la
voluntad de voluntad —todo lo cual podría considerarse derechamente como una
autocrítica—, la interpretación de la técnica como consumación de la metafísica, a
título —para decirlo a la usanza del propio Nietzsche— de “triunfo del método”,91
la acogida en la lengua, incluso más acá de la “fuerza nominadora” de las palabras,
del silencio, la vacilación y el desdecir, el paso de la Möglichkeit —la posibilidad
como poderosidad del poder— al Mögen y a la Zuneigung (la aquiescencia y la
suave proclividad como relación original con las cosas), y sobre todo la
renunciación a la pregunta como gesto propio del pensar 92 y —vinculado con ello—
91 Sería indispensable desarrollar, a propósito de este punto, la reservada relación que subsiste entre
la incoativa instalación (Stellung) de la pregunta, el cuidado metódico —ya referido— que atraviesa
todo Ser y Tiempo y la tematización ulterior de la esencia de la técnica como Gestell.
92 “Que el preguntar no es el gesto propio (eigentliche Gebärde) del pensar, sino la escucha de la
aquiescencia (Zusage) de aquello que debe advenir a la pregunta”. Cf. M. Heidegger, Das Wesen der
De lenguaje, historia y poder 92
el tema de una ex-propiación originaria.
De valer nuestra hipótesis, restaría averiguar la relación entre estas dos
cuestiones: ¿será que la Seinsfrage podría ser reducida a la no preguntada cuestión
del poder, que el sentido de la pregunta permanecería, por así decir, cautivo de esa
cuestión no expresa, y —acaso— que lo que se desplegaría en la diferencia
ontológica y como tal sería el poder mismo como el poder de la diferencia? ¿O bien
ocurre que son irreductibles una y otra recíprocamente, co-originarias? ¿Que —
entonces— lo que se llama el Ser despuntaría en el lapso de la diferencia del Poder?
¿Y viceversa?
Trabajaré, entre tanto, con la hipótesis de esta mutua irreductibilidad,
presumiendo, como decía, que la diferencia dinástica se haría delimitable,
susceptible de ser descubierta filosóficamente a partir de la diferencia ontológica y,
en cierto modo, al hilo del poder de la diferencia. Pero supondré que las señas
para averiguarla se pueden hallar en una experiencia de distinta índole, una como
aquélla que está signada por el nombre de Kafka. Supondré que en su obra esa
diferencia habría sido por vez primera abierta poéticamente. Apunto con esto a un
ejercicio de diálogo —que aquí no pasará del somero bosquejo—, diálogo que
podrá ser suscrito al motivo heideggeriano del vínculo entre el pensador y el poeta,
pero que en todo caso quedará pendiente de la inquietud por definir el espacio y
modo en que un diálogo de esta especie, y precisamente entre tales nombres, sería
posible.
II
Se les dio a elegir entre ser reyes o mensajeros de los reyes. Como
niños, todos quisieron ser mensajeros. Por eso hay muchos
mensajeros, corren por el mundo y, como no hay reyes, se gritan
unos a otros los mensajes que perdieron su sentido. Gustosamente
acabarían con su vida miserable, pero no se atreven, por el
juramento de servicio. 93
No sumo a las que hay una nueva lectura de Kafka. Sencillamente me limito a
4
Sprache, en: Unterwegs zur Sprache, Pfullingen: Neske, 1971 , 175.
93 F. Kafka, Betrachtungen über Sünde, Leid, Hoffnung und den wahren Weg (Consideraciones sobre el
pecado, el sufrimiento, la esperanza y el camino verdadero), Nº 47. En: F. Kafka, Hochzeitsvorbereitungen
auf dem Lande und andere Prosa aus dem Nachlass (Gesammelte Schriften in 8 Bden. Hrsg. v. Max Brod,
Frankfurt/M: Fischer, 1989), p. 33.
De lenguaje, historia y poder 93
subrayar, a modular una que ya existe y a la que se le reconoce algún fuero. La
enuncio así: toda la obra de Kafka es una larga, intensa y única meditación, sobre
todo una paciente meditación del Poder. Páthos del poder no como de quien lo
quiere y lo ejerce, sino como de quien los sufre. Pero páthos, a la vez, del único y
frágil —pero peligroso— poder que le resta: el de escribir. Por eso mismo, y en la
misma medida en que es paciente, es un ejercicio de la literatura, un uso de la
escritura en función que llamaré contra-dinástica. Sólo que este “contra” no define
la (o)posición de otro poder (distinto, digamos, al dominante), sino como
renunciación y retiro. Y si he de ser más preciso, debo decir: una renunciación que
es retiro, puesto que la resignación del Poder en Kafka tiene un sentido
enteramente distinto al de la renuncia filosófica al poder, renuncia que es momento
esencial en la constitución de toda filosofía, y que tiene su paradigma acaso más
complejo en Platón. La renuncia filosófica al poder viene a profundizar la relación
de la filosofía con ése, a interiorizarla; se la puede describir, creo, como reserva, y a
la reserva como capitalización. La renuncia filosófica al poder fáctico viene por
primera vez a poner al poder sobre sí mismo, a proponerlo a partir de su esencia,
su principio y su fundamento, como poder de la esencia, del fundamento y del
principio.
No así en Kafka, que, en la renuncia misma, ha buscado renunciar a la reserva,
es decir, a la callada plusvalía de la renuncia.
Elías Canetti ha proporcionado una lúcida y concreta explicación de esta
“estrategia” —si cabe llamarla así, en todo caso equívocamente— en El otro proceso
de Kafka, mostrando cómo la típica respuesta kafkiana ante el poder, es decir, “ante
la supremacía del prójimo”, consiste en no oponer ninguna resistencia, sino en
hacerse ( más) pequeño —no sólo klein, sino winzig— hasta desaparecer.94
Surgiría ello de un saber acerca del poder, un saber sui generis. Voy a tratar de
bosquejarlo apoyado en la lectura de un relato bastante célebre, cuyo título es Beim
Bau der chinesischen Mauer, “En la construcción de la muralla china”. Fue escrito
más o menos entre marzo y abril de 1917 y, además de fragmentario, permaneció
inédito en vida de Kafka. 95 Comentaristas e intérpretes lo estiman como una pieza
94 De la “tendencia más profunda de [la] naturaleza” de Kafka dice Canetti que estriba en "hacerse
cada vez más pequeño, cada vez más callado, cada vez más liviano, hasta desaparecer". Elías
Canetti, El otro proceso de Kafka, Barcelona: Muchnik, 19813 (v. especialmente pp. 61-67).
95 En: F. Kafka, Gesammelte Werke. Beschreibung eines Kampfes. Novellen, Skizzen, Aphorismen aus dem
Nachlass, hrsg. von Max Brod (Frankfurt/M: Fischer, 1989), pp. 51-62, y también en F. Kafka,
Säntliche Erzählungen, hrsg. v. Paul Raabe (Frankfurt / M: Fischer, 1982), pp. 389-399. Traducción de
Alfredo Pippig en: F. Kafka, La muralla china, Buenos Aires: Emecé, 1962, pp. 56-69. En lo sucesivo,
las citas que hagamos de este texto llevarán indicadas entre paréntesis las páginas de la edición
alemana de Brod y de la argentina, respectivamente, separadas por una vírgula; ocasionalmente
De lenguaje, historia y poder 94
absolutamente insustituible del corpus kafkiano. Creo que podría decirse que lo
contiene in nuce, y que una ajustada exégesis podría revelarlo como el espejo de
toda la obra, y viceversa. En todo caso, pienso que ocupa un lugar decisivo en ella
en cuanto a ese saber y a lo que he denominado la “diferencia dinástica”. Me
limitaré aquí a ensayar unas cuantas indicaciones localizadoras que permitan
insinuar con alguna suficiencia esta idea.
A grandes trazos evoco su asunto. 96
Recoge el relato un informe que, a pulso de cavilaciones, hace uno entre la
infinidad de hombres —capataces, albañiles y obreros mínimos— empleados en la
erección de la muralla. Parte por describir el puntilloso sistema de la construcción a
retazos, que es la intriga del cuento: dos ejércitos, avanzando uno hacia el otro, se
han afanado desde ambos extremos hasta anudar el hemiciclo en su ápice
septentrional. Lo mismo se ha hecho con los segmentos mayores: se los ha
producido por pequeños trozos convergentes, de suerte que la muralla —
parecidamente a como ocurre con las paradojas zenonianas— habría quedado por
siempre aquejada de posibles hiatos y, por ende, de irrealidad, suspendida a medio
camino entre su consistencia de piedra y su cariz legendario.
Pero también es vago el imperio que esa muralla enmarca: inmensamente lejana
su mitad, su palacio y su jardín fundamental, oscuro su emperador y hasta su
dinastía, confundidos los tiempos a ojos del vasallo remoto, que llora
inconsolablemente el crimen ominoso de un soberano de hace siglos como si fuera
un hecho del día, y descree de la orden que acaba de recibir, por atribuírsela a un
espectro del pasado. Así, la muralla se ha edificado no sólo como un precinto
defensivo, sino como conjuro del centro vacante del cual se postula ella misma a
manera de periferia, mientras la existencia de los súbditos se lleva en los aledaños
más recónditos, siempre fronteriza, atada a una fidelidad imposible o banal, y a
una nostalgia de sentido tan fervorosa como huera. El centro vacante es el Imperio;
y si es verdad que la muralla y el Imperio se pertenecen una al otro, aquélla, que
debería ser la demostración de éste, no es en verdad sino su hipótesis.
Pero, más aun, ambos son a su vez solidarias hipótesis de otra hipótesis anterior,
barruntada por los hombres de la construcción, y que éstos guardan calladamente
introduciré modificaciones en la traducción. En cuanto al motivo directo de la narración, parece
haber sido un llamado “muro del hambre”, en Praga, cuya erección le fue impuesta a unos
presidiarios sin otro fin más que el de mantenerlos ocupados. Cf. Klaus Wagenbach, Franz Kafka en
testimonios personales y documentos gráficos, Madrid: Alianza Editorial, 1970, p. 123.
96 Recojo en este resumen algunos pasajes —modificados levemente— de un artículo sobre evento y
contexto de la demolición del Muro de Berlín, en que echaba mano de este relato con fines algo
diversos: “Del muro”, en Revista Universitaria (XXIX, 1990:52 ss.).
De lenguaje, historia y poder 95
para sí mismos: porque la muralla, así como la decisión de erigirla, no han sido
provocadas por la agresión de unos pueblos bárbaros ni decretadas por la
prerrogativa de un emperador, sino que se debe a los designios de una entidad
insondable: la “Conducción”, que quizás ha existido desde siempre, juntamente
con esa decisión.
Quisiera llamar la atención sobre dos motivos del relato: cómo describe la
estructura de las relaciones dinásticas y la índole misma del Poder, y cómo
caracteriza y determina al saber que hace posible a esa descripción. Trato de
perfilar con ello, de la manera más general, lo que me parece es el meollo del relato:
se expondría en él no un conocimiento entre otros acerca del poder (o de un poder
entre otros), sino estrictamente el saber del poder.
Empleo a propósito esta fórmula —“el saber del poder”— porque su
ambigüedad sintáctica (la doble dirección del genitivo) exige clarificar de
inmediato un aspecto que me parece crucial. Hacerlo supone ingresar ya en ése que
acabo de designar como el segundo de los motivos. ¿Se designa con aquella
expresión un saber acerca del poder que, haciendo de éste su tema, se distinguiría
de él al modo en que difieren el mero considerar y la ejecución? ¿O más bien se
nombra un saber que pertenecería al poder mismo, en su conato o en su desplante?
Más aun: ¿sería el saber acerca del poder una misma cosa con el saber que el poder,
en cuanto poder, lo declare o no, tiene de sí mismo? Y por ende: ¿serían saber y
poder, en última instancia, una misma cosa?
Ya deslizamos antes la sospecha de que no habría un saber acerca del poder
como uno que tuviese al poder en su poder, así, por ejemplo, bajo la especie de su
fundamentación o legitimación. Dicho de otro modo, un saber que tuviese al poder
en su poder no sería otro que el saber que el poder tiene de sí mismo. Una misma
cosa, pues.
No es, definitivamente, lo que sucede en la experiencia de Kafka. En éste, entre
el saber acerca de la esencia del poder y el poder mismo subsiste una escisión
infranqueable, originaria. Esto no significa —lo venía insinuando— que el poder
carezca de saber, que sea ciego o irracional en su núcleo; significa, en cambio, que
hay dos tipos distintos de saber, los cuales no pueden ser reducidos a uno solo,
remitidos a una ultimidad fundadora, o sintetizados en una unidad superior.
Donde quiera que ello se intente, persevera la escisión, latente y tácita. Saber y
poder no son lo mismo en la medida en que no hay una sola forma de saber. Lo
que llamo la “diferencia dinástica” no sería nada si no se diese tal escisión.
El poder tiene, pues, su saber, su propio saber: tiene al saber como propiedad, es
decir, como atributo y posesión. ¿En qué consistiría éste? El saber propio del poder
es el saber mandar: como guiar y conducir, como iniciar y ordenar. El término
De lenguaje, historia y poder 96
alemán es führen, nombre kafkiano de la operación suprema del poder. Permanece
esa operación radicada en la recóndita Führerschaft (la “Conducción”), la precitada
cofradía secreta de los que diseñan, disponen y mandan.
El mandar, ciertamente, no se resuelve sólo en la urgencia performativa del
gesto o de la palabra que ordena o instituye. Es inseparable de la ciencia. Habla el
relato de la ciencia de la construcción; bajo esa apelación habría que suponer
también a la ciencia como construcción. La Baukunst, en efecto, ha de concebirse
como toda la ciencia y como la esencia de la ciencia: “El trabajo no había sido
abordado con ligereza. Cincuenta años antes del inicio de la construcción, en toda
la China, que debía ser amurallada, el arte de la construcción, y en especial la
albañilería, se declaró la ciencia más importante (die wichtigste Wissenschaft), y todo
lo demás se reconoció sólo en cuanto se vinculaba con ella” (52/57).
En verdad, habría que detenerse a comentar esta determinación kafkiana de la
ciencia como Baukunst; su rigor, imagino, es evidente. El comentario —en que no
podríamos demorarnos aquí— tendría que ser encauzado atendiendo a la
concepción del saber supremo y dominante según la analogía con la arquitectura.
Sabemos —Nietzsche fue seguramente el primero en configurar este
conocimiento— que las metáforas arquitectónicas y, en general, la analogía con la
arquitectura, no son ninguna exterioridad del discurso de la filosofía, sino un modo
privilegiado en que ésta asume y proyecta su propia esencia, y su destino como
saber prioritario de la polis. Semejante analogía es, en efecto, inherente a la
constitución del saber filosófico y la atraviesa de punta a cabo a través de su
historia.97
El mandato y la ciencia, el saber-conducir y el saber-construir, convergen en una
misma forma, que está determinada por la idea del principio (arché). Principio es a
la vez el mando y la clave del plan de la construcción desde los cimientos. Siendo
así, la forma única en que convergen aquel par de saberes —que en verdad no es
un par, sino un único y solo saber—, la primera forma del saber que nos enseña el
relato, es la de la ciencia de los principios, en virtud de que éstos son los elementos
primigenios a partir de los cuales el saber se edifica y se erige como posesión cierta,
y son, al mismo tiempo, las instancias del mando, de la conducción, de la
causación: del archeîn. Digamos, sucintamente, que mandar (führen) es introducir
(einführen) en el ser.
97 Sólo muy brevemente, y a manera de índice, cabría que refiriésemos a Aristóteles. Un pasaje
célebre: “el bien de que hablamos [bien soberano como fin último y en sí mismo] es de la
[competencia de la] ciencia soberana y más que todas arquitectónica, la cual es, con evidencia, la
ciencia política. Ella, en efecto, determina cuáles son las ciencias necesarias en las ciudades y cuáles
las que cada ciudadano debe aprender y hasta dónde” (Eth. Nic., A, 1094 a 27 ss.).
De lenguaje, historia y poder 97
Pero una cosa es el saber que es propio del poder —saber principal, es decir,
saber principial y principesco—, y otra, decíamos, aquél que sabe la esencia del
poder. En la medida misma en que aquél se postula como ciencia, como saber
cierto, se reserva como un saber, en su lejanía, inaccesible. (Lo inaccesible, aquí, es, en
sentido propio, la arché, cuyo sentido interpreta Kafka —ya veremos— como lo
infinito). Lo es, precisamente, para su contraparte, para ese otro saber desde el cual
se trama y profiere el relato, que no puede ser otra cosa que un relato, cavilación
fragmentaria e inseguro reporte, porque dista del principio y desconoce las causas
—el “por qué” del sistema de la construcción parcial y de la construcción tout court
es la obsesiva inquietud en que se abisma irreparablemente la cavilación del
relator—, porque si está enterado de algo, sólo es de las secuelas, de los efectos. A
diferencia del primero, es radicalmente incierto: su movimiento es la hesitación, su
producto la conjetura, su sello el silencio.
Dos parecen ser las determinaciones cruciales de este otro saber. Íntimamente
claudicante, se mantiene esencialmente fuera del saber inconmensurable de la
“Conducción”, que lo sabe todo, y todo lo sabe antes; pero está referido a él, atado
al deber de comprenderlo, es decir de mantenerse a la escucha de sus disposiciones
(Anordnungen).98 Atado hasta tal punto que la identidad de sus portadores estriba
en ese vínculo; saben éstos de sí sólo por tal referencia: “Nosotros —hablo aquí,
ciertamente, a nombre de muchos— en verdad nos hemos llegado a conocer recién
al deletrear las ordenanzas de la Conducción suprema” (55/61). Pero esta misma
atadura señala que el otro saber le es inseparable al saber consistente del poder;
aquél corresponde a éste, exactamente en el sentido en que la obediencia responde
calladamente al mandato, a la orden: conjeturar es, aquí, el modo del obedecer. Por
supuesto, no hay continuidad ni mezcla entre ambos: la suya es la inseparabilidad
de lo lindante. Limita el otro saber con el saber principial, tal como la obediencia
limita con el mandato, inscribiendo en sí misma ese límite para permanecer como
obediencia, e inscribiéndolo también en el poder, exigida por éste, para que éste
mismo se mantenga y afirme como tal. De ahí que el principio (Grundsatz), el
imperativo que liga y obliga a los constructores se formule así: “Busca con todas
tus fuerzas comprender las ordenanzas de la Conducción, pero sólo hasta un cierto
límite, y cesa entonces de cavilar” (56/61). Obediente saber, saber de la obediencia,
es también, esencialmente, un (limitado, finito) saber del límite.
No obstante, por otra parte, y debido a que permanece errando y como a tientas
fuera del saber cierto e inaccesible de la Conducción, es, como decíamos, de índole
98Ésa, precisamente, es la expresión del saber principial: disposiciones, más que proposiciones,
enunciados que ordenan y mandan.
De lenguaje, historia y poder 98
conjetural: se define a sí mismo en cuanto que sabe y mide su relación con aquél
como una distancia infinita. La conjetura es, ante todo, un saber acerca de la
infinita distancia que la separa del saber. Y por eso mismo es saber del infinito, al
cual está indefectiblemente abocado: “Los límites —dice el relator— que me
impone mi capacidad de pensar son, sin duda, bastante estrechos; el dominio, en
cambio, que habría que atravesar aquí es lo infinito (das Endlose)” (56/62).
Precisamente ésta es su absoluta, inalienable peculiaridad: sabe lo infinito como la
condición misma del saber —tanto del primero, del poderoso saber, como del suyo
propio—, en tanto que permanece, a la vez, errante fuera de él. Precisamente en la
medida en que conjetura y silenciosamente obedece, cumple la crítica del saber
principial.
El saber conjeturante que sabe su límite con el saber principial sabe ese límite
como lo infinito. La muralla es la cifra alegórica de la infinitud del límite. En esa
medida, es la alegoría de la escisión del saber. Habría que decir más: la muralla es
la alegoría, y la alegoría es —en Kafka— esa misma escisión.99
Sabiendo su límite como infinito, el saber conjetural, decíamos, sabe que lo
infinito es el fundamento abismal de todo saber. Sabe que, más allá de las causas
ingenuamente imputables del proyecto, “la Conducción acaso persiste desde
siempre (seit jeher) y de igual modo la decisión de construir la muralla” (57/63). 100
Lo insinuábamos recién: en cuanto que sabe esto, el saber conjetural es
esencialmente el otro saber. Dicho con exactitud en el masivo plural del relator:
“Wir vom Mauerbau wissen es anders”, “nosotros, los de la construcción, lo sabemos
de otro modo [y, le tienta a uno decirlo: mejor]” (57/63). Consiste esa diferencia
suya en que sabe la esencia del saber en cuanto poder: puesto que sabe que lo
infinito es el fundamento y la índole del saber del poder, es decir, del saber y del
poder, sabe que poder y saber son infundados. Por eso mismo no puede articularse
como poder. No puede articular su propio saber, erigirlo o capitalizarlo. Sólo es
99 Así lo sugiere la parábola sobre las parábolas Von den Gleichnissen (cf., en la edición de Brod, pp.
72/81), según la cual no hay lazo ni paso posible entre el Sentido (aquello que las palabras de los
sabios, que siempre son alegorías, quieren decir) y la letra de lo real (los afanes de la vida diaria); el
sentido del Sentido se constriñe sólo a esto: que lo inasible es inasible (“dass das Unfassbare unfassbar
ist”). Los portadores del saber de conjetura son, en todo caso, los que están del otro lado del muro,
afuera, como ya lo señala el tema de lo inacercable. El saber conjetural es, en este sentido, y
paradójicamente, un saber de extramuros.
100 Lo mismo se dice de la Torre de Babel, en Der Stadtwappen (“El escudo de la ciudad”, edición de
Brod: pp. 70-71), sólo que este relato, en lugar de remontar el designio a un pretérito infinito, lo
dispara interminablemente hacia el futuro: una vez aprehendido el pensamiento de construir una
torre hasta el cielo, no desaparecerá jamás: “en tanto haya hombres, existirá también el vehemente
deseo de acabar de construir la torre” (70/79).
De lenguaje, historia y poder 99
decible como conjetura, condenada a la errancia y al mero empirismo de los efectos
y las pistas, abocada a la abrupción del límite. Como saber, en cambio, tiene su
centro y su núcleo en el silencio: “Nosotros lo sabemos mejor, y callamos.”
Importa determinar la naturaleza de este silencio, porque ciertamente hay un
mutismo, una “silenciosidad” del Poder. Pertenecería ésta, inalienablemente, a la
decisión, es decir, a la voluntad de principio. Silencio, entonces, como repliegue y
concentración del Poder sobre sí mismo: diríase, su agolpamiento, para descargarse
brusca, súbita, masivamente, de golpe. Para descargarse, por eso mismo,
precipitadamente: pues toda decisión es precipitada, y todo principio un
precipicio. La decisión no sería sino el instante en que se invierte lo desfondado y
pre-articulado, como voluntad de articular la vacilación en que la propia decisión
reposa. Ello exige que algo, en el poderoso silencio de la decisión, permanezca aun
más radicalmente acallado, algo que no puede ser invertido en la precipitación ni
capitalizado tras ella, como residuo inarticulable, de manera tal que el silencio
mismo se desdobla. Este doble del silencio del Poder —así, la mudez de la
obediencia respecto de la reserva desde la que habla la imperativa elocuencia del
mandato— sería aquél en que se recogen los hombres de la construcción.
Abordemos ahora el segundo motivo que anunciaba: la descripción o
determinación de la estructura del poder, de sus relaciones y su carácter.
Tenemos que atender prioritariamente a la típica estratificación kafkiana del
poder que nos es sobradamente familiar a partir de toda su obra y de su imagen
privilegiada, la burocracia. El poder es esencialmente jerárquico, pero las jerarquías
son infinitas,101 se derivan y ramifican interminablemente desde el centro del
Poder, y al mismo tiempo rodean a éste, sin tocarlo jamás, en círculos concéntricos.
Pero ese centro es vacante, indesignable. 102 La total esfera de los poderes está
constituida, entonces, doblemente: de manera vicarial —cada poder es sucedáneo
de uno que lo precede y está más alto— y a la vez polémicamente —como lucha por
el poder103—. La unidad y principio (arché) de esta esfera total es indeterminable.
No es el emperador que, como individuo, es perecedero, caedizo, y como noción no
es otra cosa que un nombre siempre discrónico para el súbdito. Quizá lo sería el
Imperio, puesto que es inmortal. 104 Pero el Imperio mismo, dice el relator, “es una
101 Que las jerarquías sean infinitas significa que el Poder es el trámite: el Poder no es sino su envío.
102 De la sede de la Conducción dice el relator que “nadie de los que interrogó sabe ni supo dónde
estaba ni quiénes se sentaban allí” (55/61).
103 “En torno al emperador se apretuja la brillante y, sin embargo, oscura multitud de los palaciegos
—maldad y enemistad en vestidura de criados y amigos—, el contrapeso del imperio, afanado
siempre en despeñar con envenenados dardos al emperador de su platillo” (58 s./65).
104 “El imperio es inmortal, pero el emperador aislado cae y se derrumba; y aun dinastías enteras se
De lenguaje, historia y poder 100
de nuestras más vagas instituciones” (57/63), y en su vaguedad permanece
pendiente de algo anterior e insondable. Por cierto, precisamente en la vaguedad
tiene el Imperio la consistencia —la argamasa y la fuerza— de su poder (cf. 62/68
s.), y es enteramente presumible que la interdicción a que se somete el informante
del relato, a su término, a fin de no socavar el suelo mismo de la existencia, de su
propia existencia (62/69), no exprese otra cosa que el límite prescrito de la
cavilación acerca de las disposiciones de la Conducción nebulosa. Ésta misma no es
sino, de nuevo, una cifra alegórica de los sueños del hombre: “En el cuarto de la
Conducción... giraban acaso todos los pensamientos y deseos humanos y en
círculos contrarios todas las humanas metas y cumplimientos” (55/61). Si residiese
allí el Poder, en ese lugar sin lugar, no estribaría más que en el vértigo del deseo. 105
Pero aun lo alegorizado es todavía cifra de otra más remota: “A través de la
ventana, empero, caía sobre las manos de la Conducción que diseñaban los planos
el vislumbre (Abglanz) de los mundos divinos” (55/61).
En este sentido, lo que llamamos la esfera total del poder aparece afectada por
un desfondamiento que le es inherente, una de-substanciación de la cual sabe, como
vimos, el saber conjetural y silente.106 El Poder mismo se despliega, entonces, como
ausencia primordial, anterior a toda presencia, y aun a la infinidad de pequeñas y
hunden finalmente y expiran en un solo estertor” (59/65).
105 El deseo (Wunsch), el deseo vehemente, es el único móvil esencial para la construcción de la torre
que asalta al cielo: “Lo esencial de toda la empresa es el pensamiento de construir una torre que
llegue hasta el cielo. Al lado de este pensamiento todo lo demás es secundario. Una vez
aprehendido en su grandiosidad, el pensamiento ya no puede desaparecer más; mientras haya
hombres, existirá también el deseo vehemente de construir la torre hasta el fin” (70/79).
106 Tal vez el testimonio más notorio de este desfondamiento y del saber acerca suyo tenga que ver
con el nexo literalmente hipotético que Kafka establece entre la muralla china y la Torre de Babel (el
cual, dicho sea de paso, exigiría tematizar puntualmente la cuestión de lenguaje y de lenguas que,
desde el punto de vista kafkiano, sería inseparable de la cuestión del poder). A tenor del relator, el
enigmático libro de un erudito, popularísimo en tiempos de la construcción, sostenía que “recién la
gran muralla proporcionaría, por vez primera en la era humana, un fundamento seguro para una
nueva torre de Babel. Primero, entonces, la muralla, y después la torre” (292/60). El ligamen entre
muralla y torre es, pues, la idea del fundamento: precisamente la muralla china representa, en la
“era humana” (Menschenzeit), el cuidado del fundamento, preparativo del asalto humano al cielo
(según la doble lectura, subrayada por George Steiner, en After Babel [London/Oxford/New York:
Oxford University Press, 1975, especialmente pp. 65-67] de la palabra Himmel/s/turm/bau, que
aparece en el ya citado Der Stadtwappen). No obstante, el humano es “liviano (leichtfertig: frívolo) en
su fundamento (Grund)” (55/60). El ligamen es designado en ésta, su íntima contradicción, por la
frase literalmente profunda, insondable, en un cuaderno de Kafka: “Cavamos el pozo de Babel” (cf.
Ges. Werke. Hochzeitsvorbereitungen auf dem Lande und andere Prosa aus dem Nachlass, p. 280). La
fundación (de lo humano) sólo es posible —y por ello mismo, a la vez, imposible— a partir del
desfondamiento.
De lenguaje, historia y poder 101
grandes, fácticas o facticias ausencias de lo presente. Interprétesela como se quiera,
como ausencia del Sentido, de la Verdad, de la Gracia o lo Sagrado, como falta de
lo divino o, para decirlo con la palabra definitiva de Kafka, el nombre de aquello en
que todas las anteriores convergen asintóticamente, como inacabable aplazamiento
de la Ley, es en todo caso —según lo enseña la leyenda-parábola del mensaje
imperial (59 s./65 s.) — su no-arribo.
El principio del Poder y el Poder como principio, abismados en lo infinito, se
revelan como una sustracción originaria, y aun pre-originaria, puesto que se trata
de una sustracción del origen en el origen mismo, una privación del principio
desde siempre acaecida. Dicho de otro modo: la arché es, esencialmente, an- arché.
Esto, por cierto, asocia equívocamente la mirada de Kafka con la del
anarquismo. Digo que es un equívoco parentesco, 107 porque el anarquismo
presupone al Poder en cuanto tal como una presencia maciza y, por tanto, como
Ente fundamental (según el modelo del ente supremo, Dios): supone que el Poder
es, entitativamente, el Principio, y en esa calidad lo niega. En este sentido, la
anarquía del anarquismo no sería sino la negación del Poder en tanto que éste
cumple la usurpación del ser. Para Kafka, diversamente, el Poder mismo, es decir,
la arché del Poder, sería la an-arquía: la originaria privación del principio —del
Ser—, no su ausencia o no-ser, sino su ausentamiento o ruina, el evento de su
sustracción. Tampoco se trata, pues, de una perspectiva que pudiera condecirse
con la afirmación de que el Poder presuntamente central y concéntrico ha estallado
desde siempre y se ha diseminado ya en múltiples poderes y, más específicamente,
en relaciones de poder, de tal suerte que aquel Poder mayúsculo no sería otra cosa
que una (necesaria) ilusión. Kafka parece retener la necesidad de pensar un tal
Poder, acaso como la Relación originaria al Poder (en cuanto an-árquica arché) que
in-forma todas las relaciones de poder. Manteniendo su concepto, Kafka des-
ontologiza radicalmente el Poder. Según esto, entonces, sería el secreto del Poder
que, finalmente, y en el principio del principio, no hay Poder, sino sólo su forma.
El Poder mismo es, entonces, de conformidad con su no-arribo, ausentamiento,
retiro y retraimiento, y desde este hundimiento en sí mismo hace posible a los
poderes que conforman la susodicha “esfera”: posibilita las jerarquías, que son
infinitas en razón del desfondamiento del Poder.
Pero si los poderes y las jerarquías son posibles —y esto significa, desde ya:
reales— sólo por tal hundimiento, entonces, son todos arbitrarios, injustos. Así, dice
Kafka se acercó al círculo de anarquistas checos llevado por un interés definitivamente serio. Los
107
habría descrito en estos términos: “Todos ellos intentaban realizar la felicidad del hombre sin contar
con la Gracia. Yo los entendía” (cf. Gustav Janouch, Conversaciones con Kafka, Barcelona: Fontanella,
1969, p. 135).
De lenguaje, historia y poder 102
el relator, a propósito de la evocación de la visita del delegado imperial a su aldea
recóndita: “Y tras la litera del funcionario que se aleja apresuradamente, uno
cualquiera (irgendein) extraído arbitrariamente (willkürlich) de una urna ya
derruida, se erige con paso retumbante en señor de la aldea” (60/67).
La descripción que hace Kafka de la instauración del pequeño, pero omnímodo
poderoso local marca el punto crucial de la diferencia dinástica. Lo marca
doblemente. Primero, porque sugiere que es precisamente el localismo y la cerrada
finitud del poder aquello que lo potencia y sobre-potencia; todo gran poder sólo es
magno comparativamente, y cada pequeño poder es virtualmente despotismo
absoluto. Segundo, y más de fondo, los poderes efectivos son posibilitados por el
hundimiento en sí mismo del Poder: posibilitados y al mismo tiempo destinados
por tal hundimiento. Destinados, por cierto, a la suerte y a la índole, al destino
como el cual opera el Poder mismo, es decir, al hundimiento en virtud del cual
todo poder es necesariamente tan ilimitado como arbitrario, tan eficaz y violento
como vago. Su persistencia depende de la custodia del secreto de su interna
fragilidad. Así, el ausentamiento del Poder —su no-arribo— posibilita, es decir,
destina y efectúa al poder. Sólo en la medida en que permanecen escindidos del
Poder por ese aplazamiento, pueden instaurarse los poderes fácticos y facticios.
Pero únicamente se instauran en cuanto que disimulan la escisión, esto es en
cuanto que se arrogan el principio. El Poder mismo no sería sino esta arrogación.
Es lo que saben los que callan, si bien callan de distinto modo, dominadores u
obedientes.
Por una parte, pues, poderes arrogantes, en que se despliega la supremacía de
unos sobre otros, arbitrarios e injustos, puesto que llevan a cabo la borradura
violenta del Otro con el cual se relacionan: poderes sin ley. No obstante, en virtud
de aquella escisión, cada poder, cada supremacía humana, no es sino la cifra
alegórica del Poder, pero el Poder mismo no es acaso sino el modo humano,
demasiado humano, de remitirse al Otro que es lo Otro del Poder mismo. Sería el
poder el recurso humano de poner la relación al Otro desde sí mismo, como si
supiésemos la Ley, como si pudiésemos hacérnosla presente: en cuanto esa relación
es puesta desde sí mismo, se la cumple violentamente, en conato de suprimir al
Otro. Pero sabido como tal —en ése que llamaba el otro saber—, el desfondamiento
del Poder vendría recién a abrir el espacio de la Ley como la Ley del Otro. Ello
equivale a decir que las relaciones de poder se abisman en la ética, y que ésta sería
la única relación verdaderamente an-árquica. Sería la ética el espacio donde la
relación al Otro es abierta desde el Otro, o, más bien, para el Otro. La obediencia,
como saber que no se arroga el principio, saber in-cierto que lleva a cabo,
calladamente, la crítica del saber que manda, sería algo así como el boceto, sin
De lenguaje, historia y poder 103
duda paradójico, de esa relación: un diálogo —si fuera dable llamarlo así— de
obediencias sin mandato.
El relato de Kafka expone el saber acerca de aquella escisión y diferencia, pero
precisamente como una diferencia de saber. Y esto es lo decisivo. El saber que sabe
esta diferencia es el saber de la conjetura y, aun más esencialmente, el saber del
silencio. Que el silencio sea su núcleo significa que este saber no puede ser
articulado, o sea, que no puede ser vertido ni convertido en poder, que no puede ser
capitalizado. Saber que no puede, o saber ético: que difiere del poder en cuanto que
difiere del saber: sin este lapso, la diferencia dinástica no sería, literalmente, sino
un modo de hablar.
III
Una manera de hablar no podría ser, en absoluto, el “diálogo” de Heidegger y
Kafka. Si lo fuese, se carecería de toda razón para llamarlo un “diálogo”. Dicho
kafkianamente, no sería sino criatura de la dispersión babélica de las lenguas, en
que permanece esquematizada la desdicha de los hombres como su estar abocados
a la prepotencia esencial del poder, que se articula, solapada u ostentosamente, en
tales “maneras”.
Pendiente nos había quedado la inquietud por el modo y el espacio en que ese
“diálogo” sería posible. A despecho de algunos parecidos, algunas resonancias y
analogías, lo dicho no parece ofrecer más que una suerte de mutua exterioridad de
ambos discursos, de acuerdo a la cual allí donde acaba uno comienza el otro. El
tipo kafkiano de reflexión sobre el poder se abriría precisamente allí donde
permanece clausurado, para dicho problema, el tipo heideggeriano de reflexión
sobre el ser. El aspecto “babélico” de esta especie de relación vacía parece, según
esto, ser insuperable. En un cierto sentido, sería así. Pero existe una zona
tangencial, un roce de ambos discursos, un temblor en el deslinde entre ambas
reflexiones, al menos del modo en que hemos tratado de presentarlos. Ese roce es
una suerte de aproximación que guarda las distancias.
Tales distancias definen un espacio. Quisiera designarlo sin rodeos, aunque sólo
tentativamente. El espacio en que cabría el diálogo de Kafka y Heidegger sería el
an-árquico espacio de la ética. Resta por saber si allí es todavía posible un diálogo,
o bien resta por saber qué sería, no digo una ética del diálogo o del discurso, sino
un diálogo ético. Y entre tales nombres.
Para meramente esbozar la naturaleza de la dificultad bastaría con evocar —y no
sólo por rutina— el famoso “caso” heideggeriano. Hace tiempo, la lectura de un
De lenguaje, historia y poder 104
pasaje de Wozu noch Philosophie?, de Adorno, me sugirió una especie de chanza que
dejé anotada al pie de una página de algún ensayo juvenil, según la cual Heidegger
habría confundido la voz del Ser con la voz radiofónica del Führer. Decía Adorno:
“La ordenación de Heidegger en el caudillaje de Hitler no fue ningún acto de
oportunismo, sino que se seguía de una filosofía que identificaba caudillo y ser.” 108
El dictum —proferido quizás en el temple del “después de Auschwitz”— apunta
hacia la archi-originaria unidad de “ser” y “principiar” de que hablé en la primera
parte. Dicha unidad es aferrada por el gesto —la decisión— de la pregunta, que
quisiera apropiarse del principio del ser. Ese gesto es violento. Se instala como logos
pretendiendo hacer suyo el silencio en que se cumple. Así, no se abre a la escucha
del silencio que imprescindiblemente acalla. Sin embargo, la experiencia de esa
escucha, o en todo caso la disposición a la misma y, con ella, a aquello que, en
cuanto acallado, se des-dice y reserva, sería el sello más notable del pensamiento
de Heidegger que, en silencio, ha debido exponerse a las consecuencias de su
propia voluntad incoativa. De un modo u otro, es precisamente la experiencia del
nazismo, del fascismo como forma de poder en que el poder ha llegado a consistir
no más que en su forma (sobre esto diremos algo más tarde), lo que perdura como
obstinado núcleo histórico —y fáctico— en esa experiencia.
Si hay razones para sostener que el pensamiento de Heidegger post-Ser y Tiempo,
pensamiento caracterizado por lo que él mismo denomina el “giro”, la “vuelta”, la
“reversión” (die Kehre) permanece bajo la eficacia callada de la experiencia histórica
del nazismo —y del engagement del propio Heidegger—,109 en el caso de Kafka
podría hablarse tal vez de la gravitación discreta, pero insistente, de unos augurios
funestos. El mismo relato que comentaba lleva alguna impronta de esos augurios:
¿cómo no leer bajo esa impronta el nombre Führerschaft, cómo desatender una
cierta inteligencia agudizada de la operación del poder —la he intentado describir
previamente— que quizá echase alguna luz en el problema del poder violento?
Con esa especie de premonición pareciera rimar otra, que Janouch anotó en su
diario. Concierne a la vieja sinagoga de Praga rodeada por altos edificios, al ghetto
amurallado, al derribamiento de los muros y a la persistencia del antisemitismo:
“Los muros han sido trasladados al interior [...] La sinagoga ya se encuentra ahora
por debajo del nivel de la calle. Pero se llegará aun más lejos. Se intentará aplanar
108 Cito según la traducción española en Th. W. Adorno, Filosofía y superstición (Madrid: Taurus-
Alianza Editorial, 1972), 15. El “ensayo juvenil” a que me refiero es “Sentido, verdad,
hermenéutica” (en: Escritos de Teoría, II, Santiago de Chile, 1977, y reproducido en este libro, pp. 13
ss.).
109 Quiero decir: que como pensamiento permanece bajo dicha eficacia, y que en dicha condición
permanece bajo esa eficacia complejamente.
De lenguaje, historia y poder 105
la sinagoga mediante la destrucción de los judíos mismos”. 110 El contenido secreto
de esos retazos de premonición —y podemos considerarlos así, aunque más de
alguien no quisiera darle todo el crédito a este último apunte, por estimarlo quizás
demasiado pertinente111— es lo que me parece estar depositado en el cuento chino de
Kafka. Porque lo que allí se promueve como saber postrero y radical acerca del
poder es, como trataba de decirlo antes, que no lo hay, y que, no habiéndolo, sólo
puede estribar en una arrogación del principio, un gesto usurpatorio que
únicamente podría acreditarse por su forma, es decir, asumiendo una forma,
invistiéndola: ínfulas, emblemas, nombres y edictos que forman el sistema del
prestigio del poder, jamás satisfecho con su sola operación.
Pues bien: quizá sea precisamente esto —el no-haber del poder y su constancia
de mera forma—, este desnudamiento feroz del poder, esta especie de remate
ejemplar (y horrendo) del proceso histórico de los poderes (y no simplemente su
perversión, como suele pensarse 112), lo que podría ser descrito como el hallazgo
capital —y capital en todos los sentidos- del nazismo, de los fascismos: que el
poder consiste en su forma. Y esta forma —que, más que estribar en sus recursos
simbólicos (poco más atrás los mencionaba), lo hace en el hecho mismo de la
arrogación—, esa forma no sería otra que la facticidad. Por eso, que el poder
consista en su forma aboca el poder a la ilegitimidad indefectiblemente.
Aporía de esta explicación: ¿son, en verdad, ilegítimos todos los poderes? ¿No
resultaría indignante un achatamiento tal de las diferencias que efectivamente hay
entre los poderes, al punto de tornarlas irreconocibles, insignificantes? ¿No
resultaría risible abogar por el discernimiento de una putativa “diferencia
dinástica” y obtener por eso mismo un aplanamiento de esa especie? ¿Si eso es lo
que sugiere Kafka —y por cierto se tendría el expediente de rehusarle validez a mi
110 Gustav Janouch, op. cit., p. 197. La declaración inmediatamente anterior de Kafka que allí se
registra es la siguiente: “¿Ve usted la sinagoga? Todos los edificios que la rodean la sobrepasan en
altura. Entre las casas modernas que hay aquí es tan sólo una intromisión anticuada, un cuerpo
extraño. Así ocurre con todo lo judío, y ésta es la causa de tensiones enemistosas que siempre
desembocan ineludiblemente en irritados actos de agresión. En mi opinión, el ghetto fue, en primer
lugar, una drástica medida de satisfacción. El mundo en torno a los judíos quiso desterrar lo que le
era desconocido; pretendía descargar la tensión mediante los muros del ghetto” (p. 196 s.).
111 Con todo, también un retazo como éste sigue siendo validable desde el momento en que se tiene
en cuenta que es peculiar de Kafka una suerte de lectura cifrada de la minucia de los hechos, aun de
los más cotidianos, y precisamente de los más cotidianos. Al rendimiento esclarecedor de esa
lectura especial, que quizá tenga su raigambre cabalística, y que percibe en el astillamiento del
mundo la huella del sentido que huye, es a lo que aludo cuando hablo de premonición.
112 O, si se quiere ser más exacto, precisamente como su perversión, en la medida en que ésta no
pueda jamás ser concebida como meramente extrínseca a ese proceso, sino como la íntima veleidad
y la catástrofe que lo habita desde siempre.
De lenguaje, historia y poder 106
interpretación—, no sería la prueba de su inutilidad para el examen de la cuestión
del poder? Por mi parte, estoy enteramente abierto a reconocer que esa suerte de
recusación radical del Poder y los poderes que parezco estar empeñado en
sonsacarle a Kafka no sólo puede despertar reparos desde el punto de vista de la
exégesis, sino —y quizá mucho más— desde el punto de vista del concepto. Es lo
que decía recién: ¿adónde se querría llegar rebatiendo los poderes, allanándolos a
todos bajo la imputación de ilegitimidad?
Pero yo no quiero sugerir que todo poder vale lo mismo. Predicar una suerte de
pareja indiferencia ante el poder llevaría muy probablemente a lo peor o, en todo
caso, a avalar, con el tributo de una complicidad de hecho, lo peor. Pero no es esto
lo que entrañaría el an-arquismo de Kafka que he tratado de bosquejar, sino
exactamente lo contrario. Si hay una sospecha que alienta en él —y probablemente
no sería una sospecha, sino una callada y paciente certidumbre— es que la esfera
total del poder —ya sea que hablemos de dominaciones o de resistencias, de
jerarquías o de sublevaciones— se constituye por la complicidad, que ésta es la
figura esencial del poder, de su eficacia vinculante. No es en términos de
equivalencia, entonces, que —según me parece— habría que entender el aserto
sobre los poderes ilegítimos, sino según esta otra nuance: se piensa radicalmente el
poder sólo allí donde se concibe su radical arbitrariedad, que es, al mismo tiempo,
su remisión esencial a la ley. Y la tentativa de pensar al poder en su radicalidad no
es un simple juego de la especulación ni una opción que se pudiese asumir o
desechar. Se debe a una experiencia histórica del poder, que —lo admitamos o
no— nos embarga, y a la que es necesario hacer justicia. Esa experiencia ha
aprendido a reconocer el régimen de la complicidad por doquier. No creo que se
satisfaga los requerimientos más graves de una consideración radicalizada acerca
del poder, ni mucho menos los de una reflexión ética sobre el mismo, estipulando
como límite del discurso en que una y otra han de desplegarse el prurito de la
legitimación. ¿Cómo saber a ciencia cierta —con qué ciencia saber— si ese prurito
no es una argucia de la complicidad? Pero contemporáneamente el prurito
gobierna, me parece, la variada laya de análisis teóricos en torno al asunto, sean
ellos filosófico-políticos, éticos o ético-políticos. Son, en un cierto sentido, análisis
que permanecen ateridos por el terror que impone la evidencia atroz del rostro
desnudo, puramente formal y, por eso mismo, puramente fáctico del poder.
Acuden a la ley como quien acude a un refugio, aunque sólo, según creo, para
desesperar del refugio y de la ley, que permanece ensimismada: inasible,
impensable.
Decía que el poder sólo es pensado —experimentado— radicalmente cuando se
piensa —se experimenta— su radical arbitrariedad, que es, al mismo tiempo, su
De lenguaje, historia y poder 107
remisión esencial a la ley. No se trata, pues, de postular la indiferencia ante el
poder; en cambio, lo que sí debe ser válido es marcar un cierto momento de in-
diferencia en el poder mismo, y ése es uno que sólo se haría visible en la medida en
que fuese posible tematizar la diferencia dinástica: momento de la decisión, de la
arrogación, de una cierta transparencia del gesto y la palabra poderosa, que ya no
dice nada, sino que sólo impera. Que impera solamente como la pura facticidad del
poder. El poder es, si se quiere, experimentado —pensado— en el instante de la
decisión, como la aventura del precipicio que constituye el borde de ésta, como la
seducción del precipicio en que el poder mismo consistiría. ¿Y qué balance sobre
ese precipicio es posible? Sería sólo el saber acerca de ese momento abisal de in-
diferencia lo que podría legitimar al poder, a condición de que éste no silencie lo
que necesariamente acalla, o que preserve la peculiaridad absoluta de ese silencio
en un saber que ha de permanecerle siempre esencialmente ajeno; sólo un poder
que fuese circunscrito —desde esta ajenidad— por ese saber sería un poder
legítimo. El saber a que me refiero —lo decía antes— es ético, si por saber ético113 se
puede entender uno que sabe que la ley es, precisamente, lo que esencialmente hace
falta al poder. Digo, pues, que el saber ético es el saber, no de la ley misma, sino de
la falta de la ley. 114
¿Cómo habla ese saber, si cabe que hable? No, desde luego, impositivamente,
puesto que ninguna ley cuya presencia le constase plenamente lo autoriza.
Tampoco, diría yo, propositivamente... El lenguaje de un diálogo ético sería más
bien un lenguaje indirecto. Un diálogo ético, más acá del silencio de donde surge y
al que, en última instancia, debe regresar, un diálogo que hiciera justicia a ese
silencio, dándole, en cada caso, la primera y la última palabra, sólo podría hablar
en lengua indirecta, sería un diálogo de indirectas, de alusiones. Si fuera así, entonces
la escena de Babel (que, como decíamos antes, para Kafka representaba algo así
como la cifra misma del destino humano), escena que siempre está teñida por los
tonos de la desventura, podría adquirir una distinta coloración, menos aciaga. Y
quizá si hasta una interpretación en esta clave de dicha escena podría tener sentido
en el contexto de la lectura de Kafka, que siempre debe estar atenta a los giros y los
113 Precisamente aquél que sería relevante en el contexto de las relaciones de poder que
persistentemente tienden a modelar toda relación al otro y, por ello mismo, a reducir, a borrar la
inalienable alteridad de éste. Borradura que, por ser imposible sin residuo ni resto ni huella (como
no fuera más que la huella de la desaparición), es necesariamente violenta.
114 Saber que sabe al poder como la voluntad de hacer presente la ley, y voluntad que, por querer
conjurar a ésta en el marco de la finitud, tiene que apelar siempre a la violencia de los hechos como
urgidos expedientes. (Ojo: el saber de la complicidad también sabe que falta la ley, pero encubre
esta falta en algún facticio prestigio de presencia.)
De lenguaje, historia y poder 108
bordes y los saltos de una escritura parabólica y alegórica: escritura cuyo celo es
mantener siempre abierto el decir a lo otro a que se debe y al otro a quien le habla.
Sería una cierta escena de Babel la escena de los diálogos de indirectas, de los
diálogos éticos por excelencia.
Santiago, primavera de 1989,
Porto Alegre, primavera de 1992
SOBRE EL CONCEPTO BENJAMINIANO
DE TRADUCCIÓN115
Preámbulo
Si no nos mantuviese cautivos ya por sí mismo el pensamiento de Walter
Benjamin —en la multiplicidad de sus tensiones, en la fragilidad de sus atisbos, en
el vértigo de sus paradojas—, el interés por su concepto de la traducción estaría de
todos modos bien justificado. Ha sido promovida la traducción, en los años
recientes, al rango de un problema filosófico de primer orden.
Más o menos unánimemente, los filósofos jamás habían sentido necesidad de
elaborar una explícita noción al respecto, o de pronunciarse temáticamente sobre el
asunto. Mientras que en la retórica, en la filología y la hermenéutica teológica se ha
hecho de la traducción objeto de una atención que no queda confinada solamente
en la facticidad de su hacer, para la filosofía, a través de los largos siglos de lo que
estamos acostumbrados a llamar la “tradición”, aquélla ha tenido ante todo —y
casi exclusivamente— la significación de una actividad y de un recurso, no de una
estructura y una esencia: cuestión eminentemente técnica de lenguaje y de lenguas
que permanece supeditada férreamente al rasero trascendental del significado. Y,
mientras esa tradición sigue siendo tejida subrepticiamente con los filamentos de
una traductividad incesante, el sentido filosófico ha establecido con éstos —con el
lenguaje y las lenguas— una relación tan necesaria como putativamente natural. 116
Es precisamente esta naturalidad de la relación entre filosofía y lenguaje —y
lenguas— la que ha venido a ser interrogada, y levantada al rango de una cuestión
esencial e insoslayable contemporáneamente. En este sentido, el reciente privilegio
del problema de la traducción es tributario de lo que podríamos llamar la
“totalización lingüística” del horizonte de las preguntas filosóficas que caracteriza,
por así decirlo, transversalmente a las direcciones vigentes de la filosofía de hoy.
115Este ensayo fue redactado entre agosto y septiembre de 1991.
116Y esto vale igual, sea que esta “naturalidad” —es decir, la relación de la filosofía con las lenguas
naturales— se interprete negativamente, en el sentido de la trascendencia de lo inteligible, la idea,
el significado, inexprimibles en lengua alguna, alzadas por encima del dispositivo general del
lenguaje; o que se la comprenda positivamente, en perspectiva —por ejemplo— instrumental.
De lenguaje, historia y poder 110
Pero dicho privilegio no es simplemente el caso particular de una preocupación
genérica. En él se acusa el cariz que esta misma preocupación cobra en una fase
suya que merecería tal vez que se la denominase “radicalizada”. En efecto, la
tendencia que es propia a la mencionada totalización consiste en la remisión de
toda cuestión ontológica (de ser, existencia y realidad) al lenguaje. Esta tendencia
alcanza su cumplimiento —o en todo caso su agudización— cuando, más allá del
isomorfismo entre el lenguaje y “lo que es”, el lenguaje mismo llega a ser
concebido consistentemente como proceso y como praxis, como performance y como
evento, abiertos todos ellos, porque imposibles de ser fundados en una objetividad
referencial o en una interioridad mental. En ese proceso, lo ontológico, y lo que
pudiéremos llamar el ser mismo, aparecería resuelto y difuso en el juego de las
actuaciones, de las remisiones e interpretaciones.
En este sentido, la traducción se presenta como el concepto más general para dar
cuenta de todas las performances intra e inter-lingüísticas en cuanto performances.
Aquello que sería lícito caracterizar como el “pre-concepto” filosófico de la
traducción (que también es, y esencialmente, un pre-juicio, y que ya despunta
nítidamente en Grecia) confirma, con su acento “práctico”, esa índole
performativa. A diferencia del concepto de comunicación, que, a pesar de todas las
enmiendas, sigue hipotecado en favor de supuestos objetivistas o inter-
subjetivistas (sean ellos de rango empírico o trascendental), la traducción, que
encuentra en la retórica su primera inscripción filosófica, se define en el campo de
la actuación lingüística —de la léxis, otra que la semántica y otra que la
hypókrisis117— entendida como sistema ilimitado de desplazamientos. Si la
traducción ha podido ocupar la escena de la reflexión teórica como lo hace hoy es
porque ella misma puede ser concebida, sin más, como equivalente interno del
lenguaje y de las lenguas, del lenguaje en las lenguas, y como paradigma del
proceso —y deceso— del ser en el lenguaje y las lenguas. Y, de hecho, si cabe
sostener que la ontología se acusa como ápice o dechado del proyecto occidental de
saber, podría suponerse que desde un comienzo ha estado prescrita esta absorción,
esta completa dehiscencia del ser en el lenguaje, conforme a una cierta
interpretación del lógos, y de acuerdo a una cierta (ilimitada) exposición del ser al
juego de la interpretación, de la hērmēneía.
Si tentamos de situar a Benjamin dentro de este contexto —que reconozco, de
inmediato, torpe en su bosquejo y meramente indicativo—, ¿qué habría que decir
sobre la opción y el sesgo de su pensamiento frente a la homologación de lenguaje
117Tal es la situación que asigna Aristóteles al examen del decir mismo —el “cómo hay que decir
(hôs deî eipeîn)—, distinto de “lo que hay que decir (ha deî legein)”. Cf. Ret., III, 1, 1403 b 15 ss. Poco
más adelante (1404 a 13 ss.) se lo discierne también del “arte del actor”.
De lenguaje, historia y poder 111
y ser? ¿Resuelve Benjamin el ser en el lenguaje, acaso en la traducción, en la
relación de traducción a la que pertenece, también, como lo intangible, el (texto, el
ser) original?
Antes de permitir que se precipite alguna respuesta para esta pregunta,
convendría considerar el inaudito balance en que se sostienen dos sentencias de un
ensayo temprano, que en sí mismo es inaudito y —así me parece— incontrolable:
Über Sprache überhaupt und über die Sprache des Menschen, “Sobre el lenguaje en
general y sobre el lenguaje del hombre”, de 1916118:
El punto de vista de que el ser espiritual (das geistige Wesen) de una cosa
consiste precisamente en su lengua, este punto de vista, entendido como
hipótesis, es el gran abismo en el cual amenaza caer toda teoría del
lenguaje [...] (II-1, 141)
La lengua es entonces (dann) el ser espiritual de las cosas (II-1, 145)
No tengo intención de comentar inmediatamente el asunto que se tensa entre
estos asertos; ello exige un seguimiento paciente y puntual de los lugares en que
son proferidos, de los tramos argumentales y los saltos extra-argumentales por
medio de los cuales se conectan. Sólo quisiera, poniéndolos en una contigüidad
que, si acaso es abusiva, resulta asimismo sugerida por el texto y el trabajo —o el
juego— de sus hiatos inconmensurables, quisiera únicamente llamar la atención
sobre la flagrante fricción que se produce entre ambos y que, en un cierto sentido,
es irreducible. Creo que ella da rápido aviso sobre la complejidad de la respuesta
de Benjamin a la pregunta adelantada: una complejidad que pareciera abismarla.
En un cierto sentido, Benjamin contesta, a la vez, con un sí y con un no —y no sería
pertinente ver en ello la excusa de una respuesta—, y de este modo acusa el abismo
de la pregunta, acusa a la pregunta como abismo. Ser (ser o esencia espiritual,
según el léxico del ensayo), ser y lenguaje no son lo mismo, salvo en una hipótesis
que es, como seducción (Versuchung) del inicio, el abismo del filosofar. Esta
118Cito, en lo sucesivo, según la edición de las Gesammelte Schriften de Benjamin, elaborada por Rolf
Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser (Frankfurt/M: Suhrkamp, 1991). De las cifras que
adjuntamos a los textos, las dos primeras remiten al volumen correspondiente, la tercera, a la(s)
página(s). Las traducciones son mías.
De lenguaje, historia y poder 112
prevención, este aviso y resguardo, este protegerse del inicio debe ser estipulado,
ciertamente, al inicio. Pero ser y lenguaje son lo mismo —se dicen, o más bien
hablan, como lo mismo, se identifican ser espiritual y ser lingüístico— en el envión
incontenible de una inferencia (dann), y de un tiempo de la inferencia (un tiempo y
un lugar: el centro, no el inicio119) que no admite lógica ni control o administración
formal de lo pensado, porque no es sino la pulsión de la forma —o del medio—
antes de todo contenido.
Lo que liga primeramente a ambos asertos es la condición que pesa sobre el
primero:
[...] y su tarea [la de la teoría del lenguaje] es mantenerse sobre este
abismo, oscilando, justamente sobre él. (II-1, 141)
Se habla aquí de la tarea de la teoría del lenguaje, de su Aufgabe: tendremos
oportunidad de hacer cuestión de este término al abordar “la tarea del traductor”,
que implica, como veremos, a un tiempo, una misión —una imposición— y una
renuncia. Tarea abismática, en todo caso, ésta: sobre tal abismo —que es el abismo
del filosofar120, abismo constitutivo de todo pensamiento abocado al fundamento,
pero que constitutivamente ha de desesperar de él— debe mantenerse la teoría del
lenguaje, oscilando. Y ya podemos prever que esta oscilación es el lenguaje mismo,
abismado sobre un fundamento que falta, que le hace falta, en cuanto que no
puede hacérselo presente a sí mismo, pero también a la manera de un puente
cimbreante que se tiende entre dos orillas —el ser, el lenguaje, el ser del ser y el ser
del lenguaje—: la teoría del lenguaje, más allá de todas las apariencias y
voluntades, y más acá de lo que sería el uso “meramente” figurativo del término,
ha acostumbrado pensar, en efecto, al lenguaje como puente, como tránsito entre
orillas distantes e inaproximables, como navegación y como viaje; vehículo (de
sentido), metáfora, traducción.
Si el “mantenimiento sobre el abismo” da la clave del propósito benjaminiano —
al tiempo que la cela, porque no podemos saber de antemano el movimiento de
este “mantenimiento”—, la frase “ser y lenguaje son lo mismo” debe ser verdadera
en cierta lectura suya. Pero se hace preciso producir esa lectura para instalar dicha
verdad. Y producir esa lectura exige llevar a cabo la crítica de otra lectura, que se
revela como la dominante. Esa otra lectura es lo que Benjamin llama la “concepción
119 Cf. II-1, 141.
120 Y aquí debe tenerse presente que el ensayo que comentamos premedita la cabal identidad de
filosofía y teoría del lenguaje.
De lenguaje, historia y poder 113
burguesa de la lengua”,121 que hace del lenguaje sólo mediación, que rebaja la
palabra a signo, y en el signo reconoce la forma abstracta de la mercancía. Ser y
lenguaje, ciertamente, se identifican aquí en cuanto que son nivelados y reducidos
a valor de cambio y a equivalencia universal: la comunicación se interpreta así —se
experimenta— como intercambio de objetos entre los hombres, tal como querría
suponerlo alguna irónica anti-utopía del lenguaje 122; a esta condición
intercambiable de los objetos —que también envuelve la de los destinatarios—
corresponde una permutabilidad de los nombres, lo que podríamos llamar su
fundamental insignificancia. Esta permutabilidad universal y completa resuelve
ser y lenguaje en la identidad de una convención. La “concepción burguesa de la
lengua” es lo que Benjamin concibe, en último término, como la verdad
históricamente devenida de la tesis convencionalista.
La crítica a que aludíamos más arriba es, pues, la de esta tesis. En el debate
secular en torno a origen y naturaleza del lenguaje, la meditación benjaminiana, en
virtud de la resistencia tenaz que opone a la conversión de la palabra en signo y a
la elipsis del nombre, se inscribe de primer golpe en la herencia naturalista; aunque
se debe estar atento al modo de esta inscripción, que no es simple, que lleva la
marca laberíntica de la duplicidad (un sí, un no) y de la vacilación sobre el abismo.
Otro texto, distante en años de aquel primero juvenil, habla con elocuencia de
esa afinidad electiva; su título: Über das mimetische Vermögen (“Sobre la facultad
mimética”). Se trata del segundo esbozo de un tema que ocupó a Benjamin con
cierta intensidad en 1933.123 Benjamin arguye aquí que la facultad mimética —de la
121 V. II-1, 144.
122 Estoy pensando en un episodio particularmente picante de la visita de Gulliver a la Academia de
Lagado, Escuela de Lenguaje: uno de los proyectos debatidos considera la abolición de las palabras,
en favor de la comunicación inmediata de cosas. Dejando de lado la dificultad que traería el
conversar negocios muy grandes o varios, el proyecto —se nos informa— fracasó por la contumacia
de las mujeres, el vulgo y los iletrados. Cf. Jonathan Swift, Gulliver’s Travels, Part III, A Voyage to
Laputa, ch. V.
123 Valiéndose de la documentación epistolar, los editores Tiedemann y Schweppenhäuser fechan la
primera versión, titulada Lehre vom Ähnlichen (“Doctrina de la semejanza”), con la cual la segunda
tiene divergencias absolutamente notorias, hacia enero de 1933; entre julio y septiembre del mismo
año habría sido redactado el texto ulterior, al que hago referencia (cf., al respecto, II-3, 950 ss.). Su
consideración en el contexto de las reflexiones juveniles de Benjamin sobre el lenguaje, con todo lo
atrabiliaria que pudiese parecer, se basa en la perseverancia, a veces un poco enigmática, de ciertos
temas, motivos y modos de tratamiento a lo largo de la trayectoria de Benjamin, sin perjuicio de los
cambios radicales que su pensamiento hubiere podido sufrir. Esa perseverancia ha provocado más
de alguna perplejidad en cuanto a la datación de determinados textos. En todo caso, se cuenta co n
algunas observaciones de Gerschom Scholem que remontan aspectos de la “Doctrina de la
semejanza” hasta las entusiásticas conversaciones sostenidas con su amigo Benjamin en 1918.
De lenguaje, historia y poder 114
percepción y producción de semejanzas y analogías, en que resuena el tema
aristotélico del don metafórico 124 y también el motivo baudeleriano de las
correspondances—, que es característica del hombre por la excelencia que alcanza en
él, tiene una historia, y que ésta es la historia de su transformación. El sentido de
esta transformación consiste en el despliegue de la “semejanza inmaterial”. Más
allá de los supuestos mágicos que por primera vez pudieron alumbrarla en la
experiencia humana, más allá también del aparente entumecimiento de la aptitud
para aprehenderla, el campo, el “canon” en que para nosotros se hace vigente el
dominio de la semejanza es el lenguaje, son las lenguas.
Pero para dar satisfacción al requerimiento que entraña esa vigencia —
recóndita— es preciso comprender en profundidad la eficacia de la facultad
mimética en el desarrollo del lenguaje, sin aterirse en el recurso usual del
naturalismo a las onomatopeyas, que son semejanzas sensibles; o lo que debe, más
bien, hacerse es desarrollar el “programa” que viene implícito en la concepción
onomatopéyica del lenguaje. Así, la reformulación de la tesis del mimetismo en la
formación del lenguaje y de las lenguas 125 exige el concepto de la semejanza
inmaterial, concebida como la concéntrica orbitación de las palabras de diversas
lenguas a partir de su alusión a un mismo significado, alusión a lo mismo que abre
entre ellas la dimensión intangible de un parentesco virtual, la similitud.
La similitud en que consiste esa concentricidad no la piensa Benjamin en
términos de significación. La misma palabra con que se la nombra —Ähnlichkeit—
es de índole puramente alusiva, no significativa; apunta a unos vínculos sutiles que
poseen la consistencia de lo atmosférico, la tesitura de lo emparentado, la eficacia
del presentimiento; no son reducibles a los raíles férreos de la significación. Puede
decirse que es decisión esencial de Benjamin invertir la relación jerárquica entre
significación (lógos) y semejanza (mímēsis), no para abolir a la primera, sino, en el
fondo, para sustraerla a la arbitrariedad del lazo que liga signo y objeto, y
reservarla así como lo prometido de las lenguas; pero ello, sin duda, debe traer una
124 El don de la metáfora consiste en la percepción de la semejanza (tò homoîon theōreîn), afirma
Aristóteles, y es alienable e intransmisible; arraiga en la naturaleza misma del hombre y tiene, por
eso, una relación esencial con el lógos, pero en cierto modo marca también en esa naturaleza lo que
podría considerarse el núcleo más íntimo de su propiedad. Y todavía sería posible argüir que
semejante momento inalienable del lógos es irreducible a la misma universalidad de éste, decir que
es su condición y su límite. Cf. Aristóteles, Poet., 22, 1459 a 5 ss.
125 La palabra alemana Sprache mantiene anudadas en sí las acepciones de lenguaje y lengua, y así
como permite el tránsito de una a la otra —del cual se beneficiaba, por ejemplo, Hegel—, alberga
también la tenacidad de su diferencia. Me parece que en el uso benjaminiano del término se debe
estar, sin perjuicio de lo primero, especialmente atento a la insistencia en lo segundo. En esa
diferencia se inscribe el problema de la traducción.
De lenguaje, historia y poder 115
modificación esencial, una reinterpretación del lógos mismo. Ciertamente, el “lado
semiótico” del lenguaje habitualmente aprehendido bajo la condición de esa
arbitrariedad es determinado como sostén —portador y soporte— en que, “a
manera de relámpago”, destella la semejanza: la remisión al significado central.
Visto desde la perspectiva menos aparente de este servicio de lo semiótico a lo
mimético, “sería el lenguaje el estadio supremo del comportamiento mimético y el
archivo más perfecto de la semejanza inmaterial” (II-1, 213).
Por la misma razón, aun más esencial que aquella inversión es el
sobrepujamiento del vínculo referencial de la significación por el aire del barrunto
(Ahnung), pues con ello se decide algo que, a mi entender, permanecerá como
pensamiento medular de la obra de Benjamin. Algo que, desde luego, no es —
como ya decía a propósito de la inversión— un putativo abandono del espacio
semántico, pero sí una temporalización irrestricta de la significación. Hacia esto
apuntaba al hablar de una reinterpretación del lógos, que desde ahora ya no
admitirá más al presente como su matriz ejemplar y fundamental, sino que lo
mantendrá distendido entre recuerdo y promesa, entre evocación y anuncio, entre
llamada y eco.
El fragmento que comentamos no esclarece qué sea ni cómo sea pensable el
principio de las semejanzas no sensibles, lo significado como el centro (“das
Bedeutete [...] als Mittelpunkt”) que significan (esto es, evocan) las palabras
múltiples de múltiples lenguas que dicen “lo mismo” (“das Gleiche”). Más aun:
podría quizá conjeturarse que es tarea de este texto resignar ese esclarecimiento, es
decir, suscitar la idea del significado céntrico nada más que como la fugacidad
esencial (“sie huscht vorbei”, dice Benjamin de la semejanza), fugacidad del roce —
pura tangente— entre lo semiótico y lo mimético. Así, ese mismo significado sólo
se podrá rastrear en las remisiones miméticas del lenguaje, que no son sino —
fugaces ellas mismas, no esclarecidas tampoco en la peculiaridad de su juego— las
estelas de su huida.
Pero esto no supone —como podría creerse apresuradamente— abandonar la
teoría del lenguaje a las depredaciones aleatorias del desenfreno místico. Este, que
alimenta lo que podríamos llamar la variante schwärmerisch del naturalismo, no
puede entregar más fruto, a fin de cuentas, que una perfecta (y por eso, igualmente
ideológica) inversión del convencionalismo —del mercantilismo— del signo:
también él premedita la identidad de lenguaje y ser, sólo que no la dispersa en la
publicidad de las relaciones de permutabilidad ilimitada, económica, social y
políticamente capitalizables, sino que la reserva en la privacidad de una visión
(que puede también ser muy lucrativa). En este sentido, debe seguirse
cuidadosamente el movimiento argumental del texto, que no quiere disipar la
De lenguaje, historia y poder 116
especificidad de lo lingüístico (y éste va indefectiblemente a pérdida en aquellas
otras concepciones), sino más bien hacerle de una buena vez lugar. Decíamos atrás,
con término no del todo propicio, que aquí se invierte la jerarquía entre lógos y
mímēsis; pero el pivote de esa inversión se localiza en la relación significativa; dicho
de otro modo, no se trata de cubrir la esencia del lenguaje con una nueva
formulación doctrinaria, sino producir un desplazamiento en esta misma esencia,
que la impulse fuera de su controlado balance vigente. La significación y, en
general, la semiosis, como mecanismo fundamental de la lengua, es separada del
significado, e interpretada en su núcleo, o más bien con arreglo a lo que es su
sentido mismo, en cuanto mimesis. (Y digámoslo ahora anticipatoriamente, sin
prueba: en esta noción —ya modificada por respecto a sus antecedentes
naturalistas clásicos— se anuncia el concepto de traducción.) La relación esencial
de la lengua y del lenguaje no es, entonces, la que establecen los signos entre sí
sobre la base del “nexo semántico” (“Sinnzusammenhang”), sino la que, a manera de
asíntota, se abre y prolonga desde cada palabra y cada frase hacia su significado.
El “movimiento argumental” de este fragmento debe ser discernido, sin
embargo, de aquél que enseña el primer ensayo que citábamos. En el fragmento se
ha dejado que el lenguaje surja —como “estadio supremo”— de la historia natural
de la facultad mimética, de suerte que el movimiento —cuyo sentido está
depositado en la concentración mimética de los nombres en torno al significado
puramente inmaterial— ha procedido desde la lengua al ser. El ensayo, en cambio,
que expresamente extiende la noción de lengua a la totalidad de la naturaleza, a la
totalidad de lo que es, pero que asimismo afianza como su principal categoría, en
el mismo sitio que el otro texto reservará al significado céntrico, la noción de la
esencia espiritual, exhibe un movimiento que va desde el ser hacia la lengua. En el
cruce de ambos movimientos, y como su fricción rápida y fugaz, advertimos una
resistencia interminable: el rechazo a identificar sin más lenguaje y ser, es decir, a
identificarlos sin discernir entre las dos lecturas de la frase que dice: “ser y
lenguaje son lo mismo”. Se trataba, recordemos, de hacernos entendible y
practicable la segunda, la otra lectura.
Al circuito de ésta pertenece el empleo que hace Benjamin del concepto de
comunicación (Mitteilung). Toda cosa comunica, a saber, su contenido, su ser
espiritual, y de esta suerte participa (teilhat) en cierto modo y en cierto grado del
lenguaje (II-1, 140 s.). Puede parecer extraña esta apelación a un concepto que
suena tan cercano a las versiones convencionalistas; pero precisamente de la idea
de que cada cosa comunica su esencia espiritual (su ser) se sigue una
transformación del concepto de comunicación, que lo sustrae a lo que podríamos
llamar su inteligencia “informativista”, y en general a la presunción de que en la
De lenguaje, historia y poder 117
comunicación se comunica algo (cf. II-1, 141). Esto conduce a una aproximación de
las nociones de comunicación y expresión que las vuelve inseparables en el
tratamiento benjaminiano, y que tiene su ápice en el concepto de revelación, en el
cual ambas se funden. En virtud de esta exégesis nueva queda suprimida la
consideración del lenguaje como simple mediación: se lo concibe ahora como
elemento. Es la distinción crucial entre el “a través” y el “en”: “Es fundamental
saber que este ser espiritual se comunica en (in) el lenguaje y no a través (durch) de
él” (II-1, 142). Justamente el “a través” domina la comprensión convencionalista de
la comunicación, que tiene su desideratum en una transparencia del lenguaje,
asumida —aspirada— como el ideal de éste, como lengua ideal (o, si se quiere,
como lenguaje sin lengua). Diversamente, la imagen apropiada para lo que entraña
el “en” sería la del lenguaje como cristal, es decir, como precipitado del contenido
espiritual en una forma, una forma recipiente (hablaremos más tarde de la
metáfora de la vasija) que es, precisamente, lo comunicable de ese contenido, y en
cuanto a la comunicabilidad, todo el contenido. Y el cristal no refiere a la idealidad,
sino a la pureza, no a un lenguaje sin lengua, sino a una lengua pura.126 Pero no nos
precipitemos.
La comunicación del ser en el lenguaje, y no a través suyo, marca la
irreductibilidad del ser al lenguaje. 127 Lo cristalino del “en” es dureza, resistencia:
sólo en la comunicabilidad se identifican ser y ser lingüístico: “El ser espiritual es
idéntico con el ser lingüístico solamente en tanto que es comunicable. Lo que es
comunicable es un ser espiritual, eso es su ser lingüístico. El lenguaje comunica,
126 No un lenguaje sin lengua, decimos, y este punto es importante a la hora de evaluar el sentido
del convencionalismo. Este sustenta la especificidad del lenguaje a condición de reducir la
particularidad (y, si se quiere, el ser local) de las lenguas. Tal reducción es indispensable para avalar
la idea de una mediación universal, que puede considerarse como el núcleo de todo
convencionalismo. Y dicho sea en abundamiento de esa calidad cristalina que no se deja disolver en
el régimen de la mediación: mirando desde este punto lo que antes anotamos sobre la “concepción
burguesa del lenguaje”, organizada en torno a lo siempre trocable y deletéreo del signo, puede
decirse que en oposición a ella la lengua pura es de naturaleza simbólica. El concepto de símbolo,
invocado hacia el final del ensayo que comentamos —“pues en ningún caso es el lenguaje
únicamente comunicación de lo comunicable, sino a la vez símbolo de lo incomunicable” (II-1,
156)—, concepto que ha de gravitar en la tesis de Benjamin Der Ursprung des deutschen Trauerspiels
(El origen del drama barroco alemán, 1924/25), será jugado también en el texto sobre el traductor.
127 Debe observarse —esto me parece decisivo— que, junto con la irreductibilidad del ser al
lenguaje, Benjamin simultáneamente busca asegurar la del lenguaje al ser, que por cierto circula
silenciosa a través de los giros del ensayo, y empieza a resonar desde que se torna audible la ley de
la llamada, la llamada de la ley: a ello estamos en camino de referirnos. Pero que sea irreductible el
lenguaje al ser —indeleble en él— exige que la lengua lo sea respecto del lenguaje. En el concepto
de esta irreductibilidad ya está prefigurado —me parece— el tema de la traducción.
De lenguaje, historia y poder 118
pues, el respectivo ser lingüístico de las cosas, mas sólo su ser espiritual en tanto
que se halla inmediatamente encerrado en el ser lingüístico, en tanto que es
comunicable” (II-1, 142).
Pero el lenguaje no le sobreviene al ser como desde fuera, como si fuese posible
situarse en el afuera de este sobre-venimiento. Ser y lenguaje son idénticos
solamente en la medida en que se considera lo que en un ser es comunicable, pero,
en todo caso, es necesaria al ser su comunicabilidad. Podríamos, de hecho,
conjeturar que esta necesidad es el sentido estricto que cabe atribuir al concepto
benjaminiano de lo espiritual (geistig) en este contexto, y que ella misma es la
necesidad que impone, en el texto, la apelación a tal concepto.
“El lenguaje comunica el ser lingüístico de las cosas” (II-1, 142): comunica el ser
en cuanto ser lingüístico. Pero el ser lingüístico de una cosa es su lengua. Así, el
lenguaje (la lengua) se comunica a sí mismo. Dos rendimientos esenciales se
cumplen con esto: la reticencia del ser en el lenguaje, la imposibilidad de resolverlo
en relaciones lingüísticas inmanentes, y, al mismo tiempo, la especificidad del
lenguaje como elocuencia de la lengua que se transmite a sí misma, que —para
emplear un término que parece particularmente propicio— es su propio recado. Ya
veíamos que esta especificidad no podría concebirse como mediación, sino como
medio, elemento. Pensada desde sí misma, nos obliga a dar un paso más: la
medialidad de la lengua —radicalmente otra cosa que la mediación— se determina
como su inmediatez. Esta es la inmediatez del ser en el ser lingüístico, y la de éste
como lengua. En sí mismo, el lenguaje comunica algo otro, el ser: la esencia del
recado es la alegoría (állo agoreúō). 128
Del aserto universal “el ser lingüístico de una cosa es su lengua(je)”, el hombre
es, por lo pronto, un caso. Sin embargo, su lengua(je) consiste en la palabra, esto es,
esencialmente, en el nombre. “El hombre comunica, pues, su propio ser espiritual
(en tanto que es comunicable), al nombrar todas las otras cosas [...] El ser lingüístico
del hombre es, por tanto, el que él nombra las cosas” (II-1, 143). Esto significa que el
hombre comunica su ser en el nombre. Con la determinación de esta instancia,
Benjamin alcanza la punta de su polémica en contra del convencionalismo: la tarea
que se encomienda tiene el carácter fundamental de un rescate, a saber: rescatar en
la palabra el nombre, como aquello que la concepción burguesa sepulta en el signo.
Pero seguramente de nada valdría aferrar esa instancia —el nombre— de manera
meramente nominal (y sería tan fácil confundir esta idea benjaminiana con las
128El concepto de alegoría está en el centro teórico del libro sobre el drama barroco alemán
mencionado antes, y desde luego constituye una de las categorías esenciales (y quizá la más
preñada) de la reflexión lingüística, literaria, estética e histórica de Walter Benjamin.
De lenguaje, historia y poder 119
teorías tradicionales del nombre 129), sin hacer valer la instancia de aquella alteridad
constitutiva que —recién la apuntábamos— determina el ser del lenguaje, sin parar
mientes en que lo que hace al nombre es lo otro y el otro, que el nombre siempre es
nombre de otro para otro. El nombre es la heterología, mas no sólo porque en él
algo otro (el ser) sea nombrado, dicho, comunicado, sino también porque si el
nombre no es una mera vaina del sentido, sino el topos de la comunicación,
entonces todo nombre remite (nombra) siempre a otro nombre. La lengua
nominadora es el lenguaje por antonomasia. Precisamente la antonomasia —aquella
figura retórica que se ordena bajo la sinécdoque y que consiste en sustituir el
nombre apelativo por el propio o viceversa— sería la designación más apropiada
de este peculiar movimiento. Que la lengua del hombre consista en el nombre es lo
que determina a ése como el comunicante por excelencia —aquél cuyo ser es
remitido al nombre y en el nombre, cuyo ser se da (germina y florece) en el
nombre—, lugar puramente transitivo de versión del otro al otro; como
antonomasia, el nombre es la versión. Y otra vez lo traductivo asoma aquí.
Pero si el hombre es el comunicante antonomástico, entonces su ser espiritual
mismo es “el lenguaje sin más”. Esto no equivale a una simple reiteración del
filosofema que define al hombre como el zóōn lógon échon; el lenguaje, centrado en
el nombre, no constituye una mismidad de ser inalienable, o bien la funda
únicamente como vocación de otredad, que es —no sólo en vista de la otredad,
sino asimismo como tal vocación, según veremos de inmediato— la esencia del
nombre. Constituido de esta suerte el hombre, a él comunican las cosas su ser en
cuanto comunicable, su ser lingüístico, y él mismo comunica sin reserva su ser —a
Dios. El nombra las cosas, las nombra y las interpela en el nombre, y él mismo es
llamado en su ser en el nombre, en cuanto que en él se expresa. Es lo que
caracteriza Benjamin como la "ley esencial", es decir, la “ley de la esencia”
(Wesensgesetz) del lenguaje: “expresarse a sí mismo (sich selbst aussprechen) e
interpelar todo lo otro (alles andere ansprechen) es lo mismo (dasselbe)” (II-1, 145).
Pienso que este punto es de importancia decisiva, y hasta quisiera aventurarme a
ver en él el centro del “centro” en la teoría del lenguaje que monta y desmonta
Benjamin, en cuanto que invoca en ese tercero, la ley, aquello que remite, uno al
otro, en una misma cópula, ser y lenguaje. De ahí que pueda decirse que la ley de
la esencia —del Wesen, o sea, del ser— es, al mismo tiempo la esencia de la ley:
según ella, la ley es aquello a que el ser mismo está, desde sí mismo, llamado, o
bien, más exactamente, ser es ser llamado, pero la ley es la llamada misma. Ley y
Particularmente con el compromiso esencial que suele premeditarse en esas teorías, entre la
129
nominación de la cosa y su conocimiento. Volveremos sobre este aspecto más adelante.
De lenguaje, historia y poder 120
ser, ciertamente irreductibles uno respecto del otro, (se) comunican en la llamada,
y esta comunicación es precisamente lo que llamamos lenguaje y lengua; se
comunican en el nombre, y la llamada es el ser del hombre; el ser del hombre,
pues, es su estar avocado a la ley. 130
Las consideraciones apuntadas pueden ayudar a entender dos pasos peculiares
e indiscerniblemente entrelazados de la meditación benjaminiana. Uno, que el
nombre es el lenguaje estricto, la sola lengua, “die Sprache schlechthin”, puesto que
en él es llamado el ser a lo lingüístico: el nombre es el criterio —si cabe que lo
digamos así— según el cual se conforma el ser espiritual al ser lingüístico.
Segundo: que el nombre, como la llamada pura, nada dice fuera de la llamada ni
tampoco dentro de ella: “un contenido (Inhalt) de la lengua no lo hay” (II-1, 145).
Esta (hipó)tesis es decisiva para la definición —que sugeríamos antes— del
lenguaje como recado, como misiva.
Ambos pasos pueden considerarse resumidos en la apelación a lo medial como
sustancia del lenguaje: con ella busca Benjamin pensar a un tiempo la
comunicabilidad (Mitteilbarkeit) y la inmediatez (Unmittelbarkeit), y esto quiere
decir: pensar la inmediatez de la comunicabilidad, y concebir a la comunicabilidad
como inmediatez. Roce absoluto con el misticismo, y sin embargo sólo un roce.
Benjamin habla más bien de “magia”. Este concepto —que habrá de figurar en el
breve texto “sobre la facultad mimética”— hereda el sentido de la mimesis. La
“magia” indica la disponibilidad de un tránsito trans-genérico, alude al contagio
como una suerte de regresión —y, simultáneamente, como superación— de la
fijeza de la lógica. El resultado es una concepción mimética de la comunicación. De
ahí que mitteilen, comunicar, hacer partícipe, comulgar, tiene aquí el sentido de una
continuidad ininterrumpida, que se expresa doctrinariamente en la idea de los
“grados del ser” (espiritual, lingüístico). “La corriente ininterrumpida de esta
comunicación [del ser espiritual de cada cosa] fluye a través de la naturaleza entera
desde el ínfimo existente hasta el hombre y desde el hombre hasta Dios” (II-1, 157),
se dice en la recapitulación final del ensayo. Sin embargo, esta continuidad
ininterrumpida está constituida íntegramente por interrupciones: sus momentos
son sendas lenguas, irreductibles unas a otras, porque no hay en ellas un contenido
desde el cual pudieren ser reducidas, explicadas. Su contenido son ellas mismas:
La lengua de la naturaleza ha de compararse a un mensaje secreto, que
cada posta entrega a la siguiente en su propia lengua, pero el contenido
130A propósito de la eminencia irrestricta de la Ley —del pensamiento de la Ley— que nos parece
poder reconocer en este texto, vale la pena recordar el interés del joven Benjamin por el talmudismo
y la Cábala, y en general la peculiar recepción del judaísmo que atraviesa su obra entera.
De lenguaje, historia y poder 121
del mensaje es la lengua de la posta misma. (ibid.)
La noción de esta ininterrumpida continuidad de interrupciones responde al
interés de Benjamin por llevar a cumplimiento lo que él mismo denominaba en el
fragmento que partíamos por citar el “programa” de la concepción mimética (u
onomatopéyica). Es peculiar de ese interés resistir toda versión meramente
imitativa, copística, “refleja” de dicha concepción. Y esto quiere decir dos cosas de
una vez: oponerse a la interpretación material (inhaltlich: centrada en el contenido)
de la semejanza, que cifra su sentido en lo que podríamos llamar una igualación
cuantitativa —o, si se quiere, una equivalencia mercantil, administradora de la
continuidad de la semejanza en virtud de la circulación de los “semejantes”—, y
rechazar al mismo tiempo el control de las relaciones de similitud por remisión a
un marco genérico, desde el cual la semejanza sólo puede ser entendida como
homogeneidad. Es enteramente pertinente recordar aquí la eficacia absolutamente
única que quiere ver Benjamin depositada en la Ähnlichkeit: la eficacia del
presentimiento y del parentesco, de lo analógico, de aquello que —à la
Wittgenstein— cabría apelar como el “aire de familia”, y más decididamente aun la
fuerza —alusiva y elusiva— de lo alegórico. (Alusiva y elusiva, porque la alusión
cuida —vela, vigila y guarda— la “huida”, el ausentamiento de lo elusivo, y así es
su nombre.131)
Pues bien: es precisamente en vista de esta fuerza132 que se determina el sentido
131 También aquí, roce absoluto con el misticismo, pero también diferencia en que se hace valer la
filosofía. No se trata de proteger la elusión (esa protección hace indefectiblemente abocar al
misticismo en la mistificación), sino de vigilarla al paso que se la sigue. Esto significa que el nombre
vigila lo elusivo (lo nombrado), manteniéndose en pos de él, velando por su (re)ingreso al ser. En
un cierto sentido todo nombre humano es apellido (Nachname), pero sólo en cuanto es proferido
desde una pro-vocación originaria (un Vor-name), que llama a lo nombrado (y elusivo) a ser. Por lo
que toca a la relación de filosofía y misticismo, la elusión no puede ser un postulado del
pensamiento, esto es, su coartada, sino la entrega de su renunciación (la aceptación de su finitud)
como el don de su supremo esfuerzo, su tarea.
132 De esta débil fuerza, para emplear la fórmula notable de la segunda tesis del texto Sobre el concepto
de historia, de 1936. Permítaseme transcribir el pasaje pertinente: “El pasado lleva consigo un secreto
índice, por cual es remitido a la redención. ¿Acaso no nos roza un hálito del aire que envolvió a los
precedentes? ¿Acaso no hay en las voces a las que prestamos oídos un eco de otras, enmudecidas
ahora? ¿Acaso las mujeres que cortejamos no tienen hermanas que jamás pudieron conocer? Si es
así, entonces existe una secreta cita entre las generaciones pasadas y la nuestra. Entonces hemos
sido esperados en la tierra. Entonces nos ha sido dada, tal como a cada generación que nos
precedió, una débil fuerza mesiánica, sobre la cual el pasado reclama derecho” (I-2, 693 s.). Esta
“débil fuerza” indica la aceptación del pasado en cuanto pasado, aceptación que lo recibe y al mismo
tiempo resiste su inversión en presente. Está aquí a la obra la evocación, en la medida en que
De lenguaje, historia y poder 122
decisivo del concepto de traducción o, dicho de otra suerte, éste es el concepto
verdaderamente apto para dar cuenta de aquélla, puesto que permite pensar el
proceso de la semejanza como un proceso de transformaciones: “Kontinuum von
Verwandlungen” es el giro que emplea Benjamin para determinar el espacio en que
tiene lugar la movilidad de la traducción: ésta “es la transposición (Überführung) de
una lengua a (en) otra a través de un continuum de transformaciones” (II-1, 151). La
idea perfectamente paradójica de este continuum se encuentra en el núcleo más
íntimo del intento benjaminiano en torno a la concepción del lenguaje. En esa
medida, la necesidad —así se expresa Benjamin— de “fundamentar el concepto de
la traducción en el estrato más profundo de la teoría del lenguaje” (ibid.) puede
considerarse como uno de los motivos más decisivos del ensayo. Y ya hemos visto
que esa continuidad no puede entenderse en el sentido de una homogeneidad:
toda homogeneidad está de antemano fracturada por la diferencia constitutiva
entre ser y lenguaje, entre ser espiritual y ser lingüístico, y dentro de éste, entre
mudez y revelación. Está fracturada la homogeneidad, pero a la vez vinculadas
por una secreta e inviolable alianza las mencionadas instancias. ¿Cómo cabría
pensar y resumir esta doble determinación? Creo que se podría válidamente
conjeturar la afirmación de una diferencia infinitesimal como movilidad esencial del
continuum. Esa misma diferencia —trataré de mostrarlo— tendrá una significación
decisiva en el ensayo sobre la “tarea del traductor”, conforme al motivo de lo
intangible y de la tangente como (con)tacto sutil y fugaz. Desde la evocación del
texto de los años 30 —aquél referido a la “facultad mimética”— es quizá
conjeturable que ella pudiese concebirse como la idea (la imagen) de que el
continuum estaría, en forma o signo de consumación, cruzado por el relámpago de
la semejanza, en que las lenguas obtienen su parentesco esencial de la remisión —
es decir, de la salvación de la diferencia como diferencia— de ellas mismas y de
todo lo que es y es comunicable a la palabra pura y en sí residente de Dios.
II
En el ensayo de 1916, la traducción lo es ante todo de la lengua de las cosas a la
lengua del hombre, como traducción de lo mudo —porque la naturaleza es muda y
por eso mismo es triste, pues pena en duelo por la falta de la Sprache, y pena
infinitamente porque toda lengua humana caída está en falta: en la falta de su
entendamos que ella no es el acto espontáneo de conjurar algo ya fenecido, sino la escucha de una
vocación que llama desde lo pretérito: “el eco de voces muertas”.
De lenguaje, historia y poder 123
pureza—, como traducción de lo mudo a lo sonoro, y de lo carente de nombre (das
Namenlose) al nombre. “Esto es, entonces, la traducción de una lengua imperfecta a
una más perfecta, [y] no puede sino agregar algo, a saber, el conocimiento” (II-1,
151). Pero ese mismo paso de lo imperfecto a lo perfecto puede predicarse de la
relación entre las lenguas plurales del hombre, a las que podría sumarse aun la
lengua adánica, y la palabra divina, cuyo pleno poder es la creación. Por eso, desde
aquella significación específica puede llegarse a establecer el principio general con
el cual concluye el ensayo: “Toda lengua más elevada es la traducción de la inferior
hasta que en la última claridad se despliega la [intraducible] palabra de Dios, que
es la unidad de este movimiento lingüístico” (II-1, 157).
Podría pensarse que La tarea del traductor —escrito en 1923— trae una limitación
a la perspectiva abierta por aquel ensayo temprano. En efecto, conforme al destino
del texto —servir de prefacio a la versión benjaminiana de los Tableaux Parisiens de
Baudelaire—, se habla aquí prioritariamente de la obra poética en el seno del
lenguaje de nombres y de la relación entre las plurales lenguas de los hombres.
Pero se debe tener en cuenta la peculiaridad del movimiento argumental —si
todavía hemos de aplicar este apelativo seco al juego complejo de los conceptos y
metáforas de Benjamin, sus desbordes y reticencias— que ya ha enseñado
ejemplarmente en su despliegue ese ensayo. Allí, la delimitación del lenguaje
humano como lenguaje nominador (benennende Sprache) —es decir, la enfática
resistencia de Benjamin a identificarlo con el lenguaje sin más— conduce a
reconocer en él el punto de tensión suprema de las lenguas en vista de la palabra
divina, y en el nombre de la pureza del lenguaje. Precisamente este movimiento
peculiar es lo que me ha llevado a disponer los textos que analizo tal como he
hecho: es la traducción misma lo que Benjamin piensa como determinativa de la
esencia del lenguaje, de todo lenguaje. Y si presumiblemente la poesía es el ámbito
más puro del lenguaje humano de nombres, el problema de su traducción debería
ser, con certeza, una clave insoslayable en la averiguación ahondada de esa
esencia. 133
Esto, sin embargo, no significa que se disipe el fenómeno de la traducción en
una ampliación universal y abstracta, por convincente que fuese su ímpetu
especulativo. Al contrario, Benjamin quiere atenerse a su estricta especificidad, esto
133Asimismo, siendo la poesía la forma lingüística preferencial en la defensa del naturalismo (es el
caso, por ejemplo, de Vico), discutir su traducibilidad es llevar al naturalismo a su límite de
tolerancia. En todo caso, conviene subrayar que el privilegio de la palabra poética es inseparable en
el texto benjaminiano de la arquetipia de la palabra sagrada. No meramente la poesía, entonces,
sino la poesía y la religión forman la matriz de esta meditación sobre la traducción: lo que está en
juego en ella es lo sagrado de la palabra —y la palabra de lo sagrado.
De lenguaje, historia y poder 124
es, busca premeditar esta especificidad como el ejemplo ejemplar en que se halla
cifrado el secreto del lenguaje y la lengua. Desde este punto de vista, el prefacio
persigue dos objetivos que están indisociablemente ligados: establecer un concepto
de traducción que la determine a partir de lo que podríamos llamar su fundamento
a priori, la traducibilidad, entendida ésta como parentesco de las lenguas en orden
al lenguaje puro; y proponer una comprensión de la práctica de la traducción,
desde ese concepto, en vista de los dos dilemas paradigmáticos de dicha práctica:
la fidelidad y la libertad. Ligados como están ambos propósitos, hay entre ellos
una discordia esencial, y es esta misma discordia lo que, a título de imposibilidad,
configura la matriz de la inteligencia —y la usanza— benjaminiana de la
traducción. Ya lo sugiere el título de este ensayo, al que sería preciso atender antes
que nada. En verdad —y paradójicamente— expresa él esa discordia como la
alianza indisociable de lo que en ella brega por separarse. “La tarea del traductor”,
“die Aufgabe des Übersetzers”: el concepto de Aufgabe, como imposición que es al
mismo tiempo renunciación y fracaso —o sea: finitud—, obligación, contrato y
promesa que se está condenado a no poder cumplir, viene sellado por una
duplicidad irreducible. 134 Esta duplicidad es tanto más irreducible, cuanto que es el
desdoblamiento originario de algo que en sí es uno y mismo, pero que no se deja
experimentar si no de manera dúplice. Pero esto lo comentaremos después. Valga
decir entre tanto que leer este texto —y en cierto modo todo texto— de Benjamin
significa abocarse a pensar esa irreducible duplicidad.
El prólogo comienza por poner en cuestión el concepto de comunicación como
transmisión de algo a alguien. Si es relativamente fácil despachar esta noción en lo
que atañe al original (poético), esencialmente indiferente a su eventual importe
informativo, impasible respecto del problema de su recepción, 135 no lo parece tanto
134 Cuando ya teníamos elaborado el cuerpo mayor de esta tentativa conocimos el texto “Torres de
Babel” (“Des tours de Babel”) escrito en 1979 por Jacques Derrida, en la traducción de Carmen
Olmedo y Patricio Peñalver, publicada en la revista sevillana Er (Nº 5, invierno de 1987): su parte
principal está destinada a comentar el prefacio de Benjamin. Varias pistas que seguimos aquí han
sido trabajadas allá notablemente, y en primer lugar la cuestión de la ley y la tarea.
135 Una cosa en que valdría la pena detenerse —aunque ello demandaría un espacio mucho mayor,
del que no disponemos aquí— es esta, por así decirlo, anticipada resistencia de Benjamin a lo que
desde hace más de un par de décadas se difunde como “teoría de la recepción” en el campo de la
ciencia literaria, y cuyo marco filosófico de legitimación es la hermenéutica. Digo muy brevemente
lo que creo posible conjeturar sobre este ítem, y ello tiene principalmente que ver con algo que
apuntaré luego sobre la historia: la relación labora con un tipo de relación a la historia —como
historia de obras y como historia de efectos (Wirkungsgeschichte)— que, en última instancia, y a
pesar de todos los atenuantes, se constituye a partir de una transmisión dominante (cf., sobre esto,
mi trabajo “Sentido, verdad, hermenéutica”, en Escritos de Teoría, 2, 1977; en este volumen, pp. 15-
53). Benjamin opone a la recepción el rescate (la Rettung que buscaba tematizar Habermas en un
De lenguaje, historia y poder 125
en el caso de la traducción. Sin embargo, el propósito de Benjamin es subrayar que
tampoco la traducción puede ser concebida como comunicación. Es obvio que este
concepto es interpretado aquí desde la definición del “a través” que ha dado el
ensayo anterior. Esto sugiere que la traducción —y no sólo el original— habría de
ser entendida al modo en que en ese mismo ensayo se explicaba la comunicación-
expresión “en”, es decir, en términos de medialidad. No obstante, sería más
adecuado pensar que lo que Benjamin emprende aquí —y conforme a la
separación entre traducción y sentido, en un alcance específico que deberemos
precisar— es el desplazamiento del concepto mismo de traducción hacia el centro
absoluto de las relaciones lingüísticas. Es cierto que ese desplazamiento se podría
considerar ya producido al cabo de las reflexiones del segundo ensayo,
particularmente si se tiene en cuenta la significación que cobra el traducir en la
recapitulación de las tesis al final de ese texto. Pero precisamente en este mismo
sentido sería válido sostener que el concepto de comunicación, utilizado
estratégicamente por Benjamin para abrir y, por decirlo así, medir el campo de la
teoría del lenguaje, ha podido ser ya definitivamente desplazado y sustituido por
el concepto de traducción, que ahora se trata de liberar enteramente de toda
sumisión a contenidos, para dejarlo desplegarse puramente como caracterización
de la esencia performativa —si se nos permite llamarla así— del lenguaje.
Hablaba del interés benjaminiano por determinar el fundamento a priori de la
traducción: ésta, como forma —no como simple hecho— ha de ser asentada en la
traducibilidad del original. “Si la traducción es una forma, la traducibilidad tiene
que serle esencial a ciertas obras” (IV-1, 10). El problema que contiene esta frase
exige ser resuelto apodícticamente, dice Benjamin, Si por una parte el carácter de
esta apodicticidad puede quedar convenientemente recogido en la remisión a un a
priori de la traducción, que ya queda expresada en la idea —llamémosla
epistemológica— de una traducibilidad esencial, aquélla no se agota en este alcance.
Lo indica la apelación a la ley, que debemos considerar inseparable de la definición
de la traducción como forma: “Para aprehenderla como tal, hay que remontarse al
original. Pues en él esta contenida su ley a título de su traducibilidad” (IV-1, 9). Y
es capital entender que esa ley no ha de ser concebida meramente como el
principio que circunscribe los límites de la posibilidad de traducir en cuanto
posibilidad y facultad humanamente susceptible de ser documentada; por el
conocido ensayo) como relación no tradicional con lo histórico, relación que resiste —por así decir,
pasivamente— la violenta compresión de lo histórico en el bastidor de la dominación, y que, por
eso mismo, atiende a aquello que interrumpe la continuidad de la dominación. Pues la historia no
se debería a la dominación, sino al don. Y el don que funda lo histórico —don irruptivo,
interruptor, don de muerte—es irrecibible.
De lenguaje, historia y poder 126
contrario, el sentido más profundo de la ley —y en verdad es sólo por esto que ella
es tal estricta ley— estriba en que nos haría pensable la traducción en su
imposibilidad misma, como condición de todo traducir humano. Así como cabe
hablar de algo esencialmente inolvidable, aunque todos los hombres hubiesen de
olvidarlo, y que por eso mismo apelase a un dominio en que esa esencia
inolvidable fuese correspondida —”un pensamiento de Dios”—, así también
“seguiría siendo de ponderar la traducibilidad de conformaciones lingüísticas aun
cuando éstas fuesen intraducibles para los hombres. Y en un concepto estricto de
traducción, ¿no deberían serlo en realidad hasta un cierto punto?” (IV-1, 10). “Un
concepto estricto” es aquí un concepto sometido a la constricción de la ley, a su
eficacia imperativa: la ley misma tiene, no un alcance epistemológico, sino otro,
que entre tanto podríamos llamar —quizá arriesgando alguna equivocidad— ético.
En un sentido que supongo manifiesto, la pregunta que gobierna la
consideración de este prefacio es análoga, equiparable a la que dejaba entrever el
segundo texto. Si en éste se trataba de averiguar en qué sentido le es necesario al
ser su comunicación, es decir, en qué medida hay una comunicabilidad del ser
(genitivo objetivo), acá se quiere saber en qué medida le es necesaria al original su
traducción, es decir, en qué medida hay una traducibilidad del original. Esta
necesidad apunta, por cierto (como venimos de ver), a una exigencia, al mandato
impuesto por una ley y como ley; se trataría de saber cómo opera ya en el original
la ley que dicta —si hay tal— la traducción. Y ya se entrevé en qué sentido debe ser
apodíctica la solución de este problema: en el fondo, la ley que dicta la traducción
en el original y desde él, no podría sino ser inseparable de la relación que mantiene
el original —en su lengua— con la ley, la relación con la ley que lo mantiene a él —
en su lengua—; y acaso aquella ley no es otra cosa que esta relación, este
compromiso.
Se podría creer que la equiparación que acabo de trazar es meramente formal.
En un cierto sentido lo es; deja, en cambio, de poseer este aspecto en cuanto se
atiende al sesgo esencial conforme al cual piensa Benjamin la necesidad referida.
Esta es —si es lícito que la describamos así— una necesidad impávida.
La traducibilidad es propia de ciertas obras esencialmente; esto no
quiere decir que su traducción sea esencial para ellas mismas, sino que
una cierta significación, que habita inherentemente en los originales, se
exterioriza en su traducibilidad. Es evidente que una traducción, por
buena que sea, jamás puede significar algo para el original. Y, sin
embargo, está con éste, en virtud de su traducibilidad, en la más cercana
relación. Más aun, esta relación es tanto más íntima, cuanto que ya no
De lenguaje, historia y poder 127
significa nada para el original. Puede nombrársela natural, y, todavía
más exactamente, una relación vital. Así como las exteriorizaciones de la
vida están relacionadas de la manera más íntima con lo viviente, sin
significarle nada a éste, así brota la traducción del original. Y, por cierto,
no tanto de su vida, como de su “supervivencia”. En efecto, la
traducción es posterior al original, pero para las obras significativas, que
jamás encuentran sus traductores elegidos en la época de su creación,
designa el estado de su pervivencia. (IV-1, 10 s.)
Sería impávida esta necesidad porque nada agrega a la “vida” misma de la obra
—que reposa por de pronto en sí—, sino que se despliega exclusivamente en su
“pos-vida”. La vida, sin embargo, es la simiente de la obra, y en esta misma
medida, la originalidad del original. Tal como la comunicabilidad del ser no
significa nada para éste (tal como el ser nunca puede ser significado como mero ser,
sino sólo en cuanto ser comunicable), tampoco la traducción hace “vivir” más en sí
misma a la obra. Pero la comunicabilidad pertenece al ser: ser es ser-llamado,
según veíamos. Del mismo modo pertenece la traducción al original; su
traducibilidad no es sino la necesidad del original de exteriorizar su significación
en cuanto vida o, más bien, su vida en cuanto significación. La ley de la
traducibilidad es, precisamente, esta exteriorización o, dicho con más exactitud, la
ley que dicta ya en el original tal exteriorización. Por ello, la impávida necesidad
de que hablábamos no es una necesidad estéril, sino una donde lo que rige es la
más preñada riqueza de lo germinante —de la traducción se dirá que su misión es
“llevar a la madurez la semilla de la lengua pura” (IV-1, 17)—. Paradójicamente,
pues, pero a la vez rigurosamente, la pos-vida, que nada significa para la vida del
original, es sin embargo el espacio en que únicamente puede desplegarse la
significación de esa vida; dicho desde el punto de vista de la obra: el espacio en
que ha de madurar la relación de ésta con la ley. Pos-vida y pervivencia son, por
eso, aumento de la vida que agrega a la vida la significación, son espacio y tiempo
del auxilio del ser, siempre que entendamos ese vocablo en su acepción primeriza:
de augeo, acrecer; insistirá Benjamin en el tema del crecimiento (Wachstum), y más
aun, del “sagrado crecimiento de las lenguas” (IV-1, 14). La ley de la traducibilidad
es, desde este punto de vista, la ley del auxilio como ley de la significación
(Bedeutung).
Pero ese aumento supone la muerte.
Entre los textos del joven Benjamin, probablemente el pasaje en que más
lúcidamente queda establecido el principio —y la condición del principio— que
aquí está a la obra es uno, a menudo referido, del Origen del drama barroco alemán:
De lenguaje, historia y poder 128
La historia, en todo lo que ella tiene, desde un comienzo, de
extemporáneo, penoso, fallido, se acuña en un rostro, no, en una
calavera. Y si bien es verdad que a ésta le falta toda libertad “simbólica”
de la expresión, toda armonía clásica de la figura, todo lo humano, [sin
embargo,] no sólo la naturaleza de la existencia humana sin más, sino la
historicidad biográfica de un individuo se expresa como acertijo en ésta,
su figura natural más decaída. Éste es el núcleo de la consideración
alegórica, de la exposición barroca, mundana, de la historia como
historia sufriente del mundo. Sólo es significante ella en las estaciones
de su caída. Tanta significación, tanta caducidad mortal, porque la
muerte graba de la manera más profunda la tajante línea demarcatoria
entre physis y significación. Pero si la naturaleza está desde siempre en
mortal caducidad, entonces, es también alegórica desde siempre. La
significación y la muerte maduran tanto en el despliegue histórico
(gezeitigt in historischer Entfaltung), como tan estrechamente se
compenetran, en cuanto gérmenes, en la condición pecadora, carente de
Gracia, de la criatura. (I-1, 343)
Este pasaje, supongo, permite entender la paradoja de la pos-vida, al determinar
dicho “post” a partir de la condición ineludible de la mortalidad. Lo que aquí está
en juego es una concepción radical de la finitud del ser, que está, a su vez, en el
fundamento de la multiplicidad y diversidad irreductibles de éste. Bajo el primado
de tal finitud, la significación es, al mismo tiempo, rescate del ser que se quiebra y
aceptación de esta propia fragilidad: toda significación lleva consigo un rasgo
esencial de resignación o, si se quiere, de duelo; a eso trataba de aludir bajo la
noción de auxilio. Pero, además, el pasaje subraya la historicidad del “post”. La
muerte es la condición que hace posible a la significación, siempre que se entienda
que esta condición está temporizada en sí misma: en la sazón de la muerte surge
asimismo la significación. Esa sazón, ese tiempo, es la instauración de la historia
como despliegue —al menos virtual— de la significancia en el seno del devenir
natural, signado por su destino cadente.
La ley de la significación es, por eso, también, ley de la historia: pues —para
volver a nuestro prólogo— no parece que se pueda entender cabalmente el proceso
de la significación que se halla en el núcleo de la relación traductiva y, en general,
de la relación lingüística, si no se repara en que ese mismo proceso es la apertura
primigenia de lo histórico. Enfáticamente advierte Benjamin que el pensamiento de
la vida y la pervivencia de las obras artísticas no ha de considerarse como simple
De lenguaje, historia y poder 129
charla metafórica —a la manera, diríamos, en que la “concepción burguesa”
entiende las metáforas—, que la vida en verdad sólo es mediocremente
determinable a partir del alma y la sensación y que la jurisdicción adecuada de este
concepto se halla primeramente en lo histórico, que —a su vez— se pone de
manifiesto de modo mucho más nítido en la perduración de las obras que en la
oscilante existencia de la criatura. De hecho, Benjamin se vale de la noción de vida
como de una suerte de plataforma giratoria, que gira, por cierto, de manera
vertiginosa. Introducida al comienzo por vía analógica —la traducción es al
original como la exteriorización a lo vivo—, esa noción es el pivote que permite
transitar de la naturaleza a la historia, de la historia al lenguaje. A través de este
movimiento —y su vertiginosidad hasta cierto punto desahucia los controles, sobre
todo porque en cada nuevo giro cristaliza (y no se pierde) el giro anterior—, la
analogía inicial es remontada a su origen (y suprimida, así, como igualación
extrínseca), al paso que la vida queda remitida esencialmente al lenguaje, donde se
cruzan todas las direcciones que han sido abiertas para trabajar el problema de la
traducibilidad. El lenguaje es el lugar del ser, es todo el topos del ser,
primariamente porque es en él donde eclosiona la tangencia entre el ser y la
significación, como despliegue intensivo de aquél en la multiplicidad y diversidad
de las lenguas. Hay, pues, entre éstas un vínculo esencial e íntimo (innerstes), “el de
una peculiar convergencia. Consiste en que las lenguas no se son ajenas unas a
otras, sino que a priori, y prescindiendo de todas las relaciones históricas, están
emparentadas en aquello que quieren decir (in dem verwandt sind, was sie sagen
wollen)” (IV-1, 12). Es esta convergencia lo que hace presente —germinalmente— la
traducción, como quiasma y cristal de las relaciones que inciden en ella, como
lugar de paso, que sin embargo es indeleble: “toda traducción sólo es un modo en
alguna manera transitorio y provisorio (eine irgendwie vorläufige Art) de hacerse
cargo de la ajenidad de las lenguas. Otra resolución (Lösung) de esta ajenidad que
la temporera y provisional, una instantánea y definitiva, quédale negada al
hombre, o en todo caso no cabe que aspire a ella —inmediatamente” (IV-1, 14). Es
indeleble esta provisoria solución —y salvación, que también es rescate de lo
provisorio como tal—, porque únicamente en ella, merced a su movimiento más
genuino, que no es el derivar, sino el remontar, es suscrito el parentesco de las
lenguas, el aire que las cruza a pesar de su mutua extrañeza, cerniéndose sobre
ellas como consumación sólo presentida (Ahnung).
Hablábamos de la historia, y es importante subrayar que este tema —que en el
ensayo de 1916 permanecía, por así decir, en estado de (sugestiva) latencia— es
abordado explícitamente en el prólogo. Es verdad que el pasaje que citábamos
atrás y la apelación benjaminiana a lo “supra-histórico” parecieran dispensarnos
De lenguaje, historia y poder 130
de su consideración. Pero se trata de una vacilación que creo constitutiva del
concepto de historia que Benjamin ha comenzado a elaborar, y que aquí
ciertamente es llevado por una clave mesiánica. La historia misma estaría hecha de
la estofa de esta provisionalidad, que es simultáneamente un diferimiento. Así lo
enseña la traducción. Si ella arranca de la sobre-vida del original, tiene su origen,
entonces, no sólo en la distancia que la separa del original, y sin la cual la verdad
de éste es inane, sino ante todo en el diferimiento de la relación del original —en su
lengua— con la ley. La historia sería el diferimiento de la ley, el ámbito
inconmensurable a través del cual resuena —y parece perderse— la llamada, el
mismo ámbito que el cumplimiento de la ley suprimiría, en cuanto que la ley —su
irresistible adviento— sería el fin de la historia. Y si la traducción es posterior al
original en el estricto sentido de suscribir su historicidad, es en ella donde más
nítidamente viene a exponerse la relación a la ley.
Pero ¿qué se entiende aquí bajo el apelativo de la “ley”? En verdad, ya lo hemos
visto: es el parentesco íntimo de las lenguas, la mismidad de su “querer decir”, el
que ellas, más allá de los elementos de que constan y que se excluyen mutuamente,
ellas mismas y como tales se comple(men)tan (ergänzen) en sus intenciones” (IV-2,
13 s.). La idea de la complementación y del fragmento será condensada después en
la imagen de una vasija cuyas trizas, aunque desiguales entre sí (tal como una
traducción tampoco ha de calcarse —ni puede— sobre el original), encajan unas en
otras minuciosamente y, por cierto, sólo de manera tangencial. Si hay una idea de
la totalidad, ésta no se desprende de ninguna instancia intra-mundana, sino que la
totalidad y el mundo mismo son lo que late, casi imperceptiblemente, en la
diseminación de los modos lingüísticos, y que la traducción auxilia, anunciándolos,
aunque, por cierto, sólo de manera provisional. Lo fragmentario y lo fugitivo
aparecen aquí como los índices del ser, en cuanto ser histórico. Nunca presente a sí,
siempre diferido respecto de sí mismo, la marca del ser es la finitud: no consiste
aquél sino en el estar en el borde de su desaparición, en el peligro. Seguramente
por ello la traducción pudo aparecérsele a Benjamin como uno de los modelos
fundamentales de la relación histórica, semejante a la crítica, al coleccionismo y a la
cita: rescate del ser en el instante de su abolición, que ha de dejar al ser intacto.
La ley de la traducibilidad es el secreto movimiento del parentesco y la
comple(men)tación de las lenguas; rubrica Benjamin: “este Gesetz, uno de los
fundamentales de la filosofía del lenguaje” (IV-2, 14). Ella define el
comportamiento con respecto al original, a la obra, cuya significación,
precisamente, no es el contenido de su posible comunicación, sino su inscripción
en el proceso histórico y mesiánico de dicho parentesco. Es éste lo que supone y al
mismo tiempo fomenta el traductor, lo que constituye su tarea, y es aquella
De lenguaje, historia y poder 131
inscripción lo que él toma como su punto de partida y su señal insoslayable.
Ninguna traducción, ningún esfuerzo o plan de traducir sería posible si no
presupusiera esa ley de afinidad, si no la presupusiera como eso que ella misma ha
de simbolizar. Pero esto socava el prurito tradicional, que exige al traductor la
reproducción del sentido. El sentido —como el modo en que cada lengua
particular dice “lo mismo”— conmina a esa lengua a permanecer dentro del
círculo tenaz de su exclusividad. Benjamin recurre aquí a la reedición del tema
escolástico de la intentio por la fenomenología, y particularmente a la distinción, en
él, entre lo mentado y el modo de mentar. Mientras aquél es, para toda lengua, lo
mismo, ese último, el modo, el sentido (Sinn), constituye la diversidad de las
lenguas. La tarea del traductor incide en esta diversidad, aunque sólo para
predisponer su absolución, su reconciliación (Versöhnung). Que lo mentado sea lo
mismo evoca aquello que estaba en el centro del ensayo sobre el lenguaje: la
fundamentación de una teoría naturalista del nombre. Pero se debe tener claridad
sobre su alcance. Piénsese en el Cratilo de Platón, con el cual hay algunas hebras de
vinculación en este prefacio. La identidad de lo mentado no es la de algo que
constara como objeto adecuado de conocimiento. Benjamin esquiva tanto la
convicción cratiliana de que la denominación encierra el conocimiento de la cosa
nombrada, como asimismo la tesis socrática de que ésa necesariamente supone tal
conocimiento, y que el nombre por naturaleza (phýsei) es la cosa misma,
aprehensible fuera —y antes— de toda relación lingüística. 136 Por el contrario, el
conocimiento es aquello que nunca puede presuponerse en el horizonte finito del
lenguaje humano, antes bien: es aquello que el nombrar —como acto primordial de
traducción— depara (y eso lo marcaba aquel texto temprano por medio de su
teoría del nombre propio137). Así, lo mismo mentado es precisamente lo fugitivo, lo
que no puede ser jamás capturado en la lengua, pero que sólo el juego de las
resonancias lingüísticas puede presagiar, indicando hacia el lugar de su
advenimiento. Su patrón no es el conocimiento, sino la revelación (Offenbarung),
que por cierto estaba también en el fondo del ensayo de 1916; la epistemología se
resuelve en la apocalíptica. Y —he aquí lo decisivo, el punto que aporta la
disipación del conflicto de naturalismo y convencionalismo en el concepto de
136 Sobre la afirmación de Cratilo, v. Crat., 436 d ss. La tesis socrática —que contiene la suposición de
un parentesco (xyngeneía) de las cosas mismas— es desarrollada en 438 d ss.
137 “El nombre propio es la comunidad del hombre con la palabra creadora de Dios”, y su teoría “es
la teoría del límite de la lengua finita frente a la lengua infinita”. Semejante límite está signado por
el conocimiento, cuya falta define al nombre humano. Y esta falta propone una tarea, no distinta de
la del traductor: “en sentido estricto, ningún hombre debería corresponder al nombre (en su
acepción etimológica), pues el nombre propio es palabra de Dios en vocales humanas” (II-1, 151 s.).
De lenguaje, historia y poder 132
traducción138 —aquello idéntico y mismo no es en general ninguna cosa, sino la
lengua misma, la lengua pura —palabra de Dios, letra de la ley, pero asimismo
diversidad complementaria de las lenguas, de las trizas—, como puro espacio de
resonancias.139 El problema de la homologación de lenguaje y ser o de su diferencia
queda zanjado así: estableciendo que son indiscernibles en la recíproca tensión que
los liga a la ley. Lo mismo mentado no es, en ninguno de los sentidos en que se dice
la palabra, así como tampoco es dicho, en ninguno de los modos del decir. Y ello
equivale a sostener que lo mismo “es” —avocación del ser a la ley— radicalmente
lo Otro. Sólo podemos traducirlo: pero eso es precisamente lo que no está en
nuestro poder.
Ya lo anunciaba el título del prefacio, el título que prologa al prólogo en cuanto
indica por anticipado todo lo que había que decir.
Aufgabe es, por una parte, tarea, tarea como encomienda, como don (Gabe)
impositivo, destinador. Algo debe ser dado, a partir de lo cual se inicia la
traducción, desde donde es incoado su proceso; algo debe ser dado como origen de
la traducción: algo, como original, debe ser dado. Debe serlo, a fin de que sea
posible volver a darlo (wiedergeben), a rendirlo: traducir. Y si es imposible en
general que un original se dé para aquél que quisiera volver a darlo —puesto que
lo propio suyo es sustraérsele—, el efecto de origen queda garantizado
inapelablemente en cuanto se constituye lo dado en exigencia. El don impositivo
es, entonces, también imperativo, es mandato: lo dado es legado y delegado. El
traductor se halla, pues, bajo el mandato —es decir, el dictado— de lo que le es
dado (a) traducir, y en el compromiso de un cuidado: el cuidado de lo (de)legado.
Pero Aufgabe es también renuncia, abandono. La exigencia de lo dado —el
dictado del don, el dictado en que consiste el don— que constituye e instituye a la
traducción en tal, que define la misión (envío, encomienda, recado) del traductor,
está determinado, en éste, pero a la vez antes de éste, por una renuncia igualmente
constitutiva. Ello equivale a decir, rigurosamente, que la traducción es imposible.
138 Vinculando esencialmente nombre y traducción —como creo que es preciso hacer—, Rolf
Tiedemann apunta: “Tal como ‘todos los grandes escritos’ de la literatura contienen ‘entre las líneas
su traducción virtual’ a otras lenguas, así también está contenido en los fenómenos virtualmente su
nombre. Con ello, la alternativa de convención o mímesis ha devenido obsoleta para la filosofía del
lenguaje; la teoría del lenguaje de Benjamin responde a ella con una teoría de la traducción” (R.
Tiedemann, Studien zur Philosophie Walter Benjamins, Frankfurt/M: Suhrkamp, 1973, 48).
139 Digámoslo sólo de paso: espacio —y tiempo— que sería el de un canto multiplicado, irreductible,
sin clave ni partitura. A propósito de esto y del motivo de la vasija, cabría citar el epígrafe de H.
Leivick que Harold Bloom antepone a su libro La Cábala y la Crítica (Caracas: Monte Avila, 1992 2):
“Una canción quiere decir llenar un jarro y, aun más, romper el jarro. Hacerlo pedazos. En el
lenguaje de la Cábala acaso podríamos llamarla: Recipientes Rotos.”
De lenguaje, historia y poder 133
¿De qué índole es esta imposibilidad? Quizá no sea errático suponerla registrada
en la idea “traduttore, tradittore”, que Benjamin no menciona, pero que
verosímilmente cabría leer en las entrelíneas de su texto, en virtud de la tensión
insostenible entre fidelidad y libertad, que allí se piensa como la tangencia en el
punto infinitesimal del sentido. Ello nos remitiría a entender qué significa, aquí,
traición.140 En un alcance primario, es algo obvio: todo traductor está condenado a
traicionar lo que traduce porque es imposible devolver lo mismo, como mismo, en
lo otro. Pero esto sólo alcanza a estipular el límite, la ceñidísima, intolerable finitud
de la traducción, no precisa el crimen, no explica la falta. Para ello se requiere de
una opción, una voluntad, una decisión; la traición de la traducción germinaría en
la voluntad de traducir. Esta se encontraría forzada, atenazada entre la alternativa
letal del espíritu y la letra, el contenido y la forma, el sentido y la sintaxis, la
fidelidad y la libertad. Estaría forzada a escoger, a cada paso, infinitesimalmente,
urgida a saltar sobre el abismo a menudo imperceptible, y en todo caso
indesignable, imposible de ser situado, que separa a esas parejas. Esa condena, ese
destino remitirían al traductor indefectiblemente a la traición, a la culpa y al
accidente. A la imposibilidad de su tarea. Visto de otra suerte, para poder traducir
habría que no haber querido traducir. Paradoja estricta, que encomienda al
traductor algo imposible, pero posible: hacer de la vacilación una decisión. 141 Tal
vez sea esto lo que cumple Hölderlin —a los ojos de Benjamin— en sus
traducciones de Sófocles: “en ellas el sentido se despeña de abismo en abismo,
hasta que amenaza con perderse en las profundidades sin suelo de la lengua” (IV-
1, 21).142 Benjamin recuerda que ellas son el último trabajo de un Hölderlin que
140 V. también, sobre esto, mi ensayo “Traición, tu nombre es mujer”, en: Olga Grau (ed.), Ver desde
la mujer, Santiago: La Morada / Cuarto Propio, 1992, 143-156.
141 Sobre esta paradoja constitutiva de la traducción insiste el ensayo fundamental de Franz
Rosenzweig “Die Schrift und Luther” (“La Escritura y Lutero”), de 1926, posterior sólo en tres años
al prefacio de las versiones benjaminianas de Baudelaire. Las relaciones esenciales —en afinidad y
diferencia— entre ambos textos requerirían de una extensa consideración, que no podemos
emprender aquí. Rosenzweig, que también concibe la ecuación de traducir y hablar y sitúa, por lo
tanto, a la traducción en el fundamento de la Sprache, empieza su “tarea del traductor”
precisamente con lo que podríamos caracterizar como el reconocimiento de la duplicidad
irreductible de tal tarea y así, pues, con otra variante del implacable lema italiano: “Traducir
significa servir a dos señores. Por consiguiente, nadie lo puede. Por consiguiente, es como todo
aquello que, mirado irónicamente, nadie puede, pero que prácticamente es tarea de todos
(jedermanns Aufgabe). Cada cual tiene que traducir y cada cual lo hace.” (Cito de la antología editada
por Hans-Joachim Störig, Das Problem des Übersetzens, Darmstadt: Wissenschaftliche
Buchgesellschaft, 1969, 194, según mi versión del ensayo, impublicada.)
142 Sin suelo: allí donde ya nada puede crecer. En un cierto sentido, ésta es la condición misma de la
traducción, que “trasplanta el original a un dominio lingüístico —irónicamente— más definitivo, al
De lenguaje, historia y poder 134
ingresa en el crepúsculo: que oscila en el umbral de la locura. La imposibilidad a la
que aquella paradoja entrega al traductor es la de no ser ya más sujeto, no aferrarse
más a la particularidad de su ser sujeto nacido en el círculo de una lengua materna,
de un trance histórico, un enclave nacional y cultural, una raza, una clase, un
interés, un deseo, un fortuito trayecto vital, estando, no obstante, bajo el conjuro de
toda esa particularidad, debiendo hablarle a ella.
¿Y si la traición no se entendiera como el defecto debido a una particularidad
cosmovisiva, sino como aquello que a priori constituye los idiomas, las
nacionalidades, las culturas, los intereses, los sujetos? ¿Qué sería una traición a
priori? Sin decidir si puede haber respuesta para esta pregunta, me atrevería a
suponer que lo que Benjamin sugiere apunta en esa dirección. En efecto, si es
válido lo que vengo de apuntar en lo precedente, si verdaderamente germina la
traición en la voluntad de traducir, y la posibilidad de la traducción descansa en
una renuncia a esa voluntad, entonces, en un primer sentido, pertenece la renuncia
a la esencia de la traducción. Sin embargo, esto no quiere decir que la traición
pueda ser obviada por una especie de abstención que sólo podría dar como
resultado la irrealidad fáctica de la traducción: de igual modo, la renuncia no
requiere presuponer la previa efectividad de la voluntad de traducir. El problema
es más complejo, y su complejidad —la de una duplicidad estructural que
estructuralmente se desdobla, sin término— es imborrable. Para enunciarlo de
manera económica, que bordea el límite admisible de la simplificación, digamos lo
siguiente: el mandato al que está constitutivamente sometida la traducción, el don
de lo por-traducir, prescribe la voluntad de traducir como renuncia a sí misma.
Ambas, voluntad y renuncia, son indiscernibles e indelebles. 143 Sólo se puede
traducir cuando ya no se quiere traducir: esta frase expresa la renuncia en que
consiste la traducción, y dicha renuncia está prescrita en el don y por el don
menos en cuanto que ya no es posible trasladarlo desde allí por medio de ninguna traducción, sino
que sólo se lo puede volver a elevar, allí mismo, en otras partes” (IV-2, 15). Irretraducibilidad de la
traducción en que Benjamin insiste (y ella sin duda tiene que ver esencialmente con la
intraducibilidad de donde brota ésta, así como es intematizable —intangible— para el acto, para el
ademán con que se cumple) sugiere que el suelo más definitivo —irónicamente— a que trae ella al
original tiene la índole enteramente frágil del oscilar sobre el abismo.
143 Esto, dicho sea de paso, significa que el traductor —y hemos de recordar que el prólogo lo enfoca
a él, antes que a la traducción— es un sujeto que sólo está en condición de decir en cuanto se
desdice de la condición que lo instituye como sujeto. El sujeto propiamente tal surgiría solamente a
partir de la denegación del traducir: arrogándose el origen del decir, lo que sólo sería posible por
una (auto)ocultación del desdecimiento que lo constituye y destina. La teoría benjaminiana de la
traducción contendría, pues, como en abreviatura, una especie de teoría genealógica del sujeto, que
mina el suelo de su emergencia.
De lenguaje, historia y poder 135
mismo. Se puede traducir en cuanto que se acepta el don, y se acepta el don en
cuanto se renuncia a él, esto es, en la medida en que se experimenta el don a partir
de la reserva desde la cual él mismo se da. Sólo renunciando al don se lo acoge
como tal don; sólo acogiéndolo de este modo, es posible volver a darlo, sólo así es
posible la Wiedergabe en que consiste la traducción. La traducción extrae su
posibilidad del hontanar de lo traducible que es la intraducibilidad nuclear de lo
traducible: y eso es lo incomunicable o, dicho de otra suerte, el que algo deba
quedar intacto. Así, la renuncia es la esencia de la traducción, puesto que el don
mismo se desdobla en sí mismo, en reserva y renuncia. A lo largo del filo y
desfiladero de esta duplicidad se disponen los puntos infintesimales de tangencia
que caracterizan, según Benjamin, a la traducción como tal.
¿No sería, pues, la traducción? Quizá no sería, mas se la debería.
Por último, las cavilaciones de Benjamin en torno a la traducción han de servir
de preámbulo al trabajo que él hizo con algunos poemas de Baudelaire. Este
trabajo queda sometido, pues, al rasero inaudito que definen tales cavilaciones, o
también —viceversa— han de ofrecer un ejemplo de su acatamiento, o del fracaso
en el intento. Benjamin, claro, no alude a ellos en su prólogo, sólo se limita a
anteponérselo, como en la confianza de que pueda surgir, de la contigüidad de
ambos espacios, la dilucidación de lo dicho y lo hecho. Ciertamente las versiones
de los Tableaux parisiens tienen la estrictez insólita del equilibrio en un filo, donde
no se sacrifica la fidelidad en favor de la libertad ni se daña a ésta por apegarse a la
primera, donde ambas se completan mutuamente para mantener en vilo esa
música peculiar y accidentada del canto baudeleriano, en que ha de hacerse
sensible, audible el roce y la tangencia en el punto infintesimal del sentido.
Aquí se podría objetar, quizás, como repitiendo una estratagema del texto, que
parece juzgar las especulaciones allí mismo adelantadas como rodeos vanos, que,
después de todo, vienen a dar en medio de la visión habitual de la traducción, se
podría, digo, objetar lo siguiente: el sistema de desplazamientos y paradojas que
hábilmente anuda el prólogo, ¿habría valido sólo para predisponer la lectura de
unas versiones que, si bien brillantes, no son únicas en su género? Pero creo que no
son estas versiones aquello que Benjamin encarecería como paradigma de su
doctrina. Los paradigmas —pues hay más de uno— deben buscarse en el mismo
ensayo. Su final menciona taxativamente “la versión interlineal del texto sagrado
[…] [como] el arquetipo o ideal de toda traducción” (IV-1, 21), y ella quizá sea en
cierto modo la graficación de la tangencia. La postulación de este arquetipo suena,
sin duda, a paradoja, y esto me parece que está en el centro de la inquietud de
Benjamin en torno a la traducción. También habría que suponer que las versiones
hölderlinianas de la poesía griega, y en especial aquellas abisales de Sófocles,
De lenguaje, historia y poder 136
pertenecen a una tal arquetípica; son igualmente paradójicas: ilegibles para su
tiempo, problemáticas para la posteridad, han desembocado, ante todo, en el
silencio. Y por último habría que agregarles ese otro modelo que Benjamin
mudamente inscribe en el centro de su prólogo —paso inaudible de una lengua a
otra—, citando un pasaje célebre de Crise de vers de Mallarmé, sin traducción: “Las
lenguas imperfectas, porque muchas, falta la suprema: siendo que pensar es
escribir sin accesorios ni susurros, mas permanece aún tácita la palabra inmortal, la
diversidad en la tierra de los idiomas no permite a nadie proferir las palabras que,
si no, resultarían ser, de un golpe único, ella misma, materialmente, la verdad” (IV-
1, 17). Así como la genuina traducción avant la lettre remite la palabra que vierte y
la suya propia a una “lengua mayor” de la cual ambas son fragmentos, la cita
amorosamente preserva el jirón que toma, abriéndolo a la secreta posteridad de su
significación. Modelo, entonces, de la traducción, la cita, 144 que media, dice
Benjamin, entre la poesía y la doctrina, que las concita, asignándole su tarea y su
estricta ley a la filosofía, promesa y compromiso de anhelar “aquella lengua
[lengua de la verdad que es la verdadera lengua] que se anuncia en la traducción”.
Conclusión
En las palabras preliminares de este ensayo intenté sugerir que el escenario
determinante de las reflexiones y búsquedas contemporáneas en filosofía podría
ser descrito como el de una “totalización lingüística” de las cuestiones que acucian
a esta última. De hecho, este planteo no tiene nada de nuevo; sus precedentes se
encuentran por doquier en un lapso no menor a los últimos cien años, y su
explícita constatación viene haciéndose desde hace mucho, a través de toda la
segunda mitad del presente siglo. Insinué además, aunque no tan claramente, y
ahora me interesa especificarlo, que podrían discernirse dos fases de esta
totalización. Se caracterizaría la primera por el postulado de una co-extensividad
144La cita, entonces, como la relación histórica —y filosófica— por excelencia. Hannah Arendt ha
insistido persuasivamente sobre esto en su brillante ensayo “Walter Benjamin: 1892-1940”, incluido
en Men in Dark Times (1968). La cita es cuidado y auxilio del fragmento, de aquello que en la historia
corre el peligro de ir a pérdida. Se recordará aquí el aserto de las Tesis de filosofía de la historia: “[...]
sólo para la humanidad redimida es citable el pasado en cada uno de sus momentos”. Y no se
omitirá que Benjamin concibió su obra esencial como sistema de citas: el Passagenwerk. Obra de
pasajes, donde se ciernen, como en el París amado de Benjamin, las arcadas, que son —literalmente
como palabras— la clave y el elemento primordial del traductor (IV-1, 18). Arcadas, en fin, que
dejan pasar la luz, lo intangible.
De lenguaje, historia y poder 137
—isomorfismo o mismidad— de ser y lenguaje. Con ella se alcanza el nivel de la
consumación del discurso occidental de la ontología, soportado desde un
comienzo por la articulación en última instancia residual de ón y lógos: digo
“residual”, para apuntar a que en todo caso aquello que se ha llamado ón
prevalece, para ese discurso, como horizonte inexhaustible de todas las referencias
y todos los rendimientos del lenguaje, ya se lo conciba como origen (arkhe) o como
fin (télos). La postulada co-extensividad tiende, pues, a suprimir esa reserva en que
“ser” se mantiene para dicho discurso, o bien a patentizarlo ya sólo como residuo
insignificante. En esa medida, queda esbozada de manera consistente la superación
de la ontología como forma fundamental del discurso de la filosofía. Es esta
superación la que se acomete en la segunda fase de la totalización de que hablo, en
virtud de un análisis del lenguaje como praxis, que resuelve todas aquellas
instancias que habían sido fijadas, por la ontología, como hitos de conocimiento y
referencia del ser en un proceso general de performances lingüísticas. Así, el “ser”
mismo es sobrepujado en favor de una comprensión de lo eventual como aquello
que rige y se despliega en la trama inmanente de las performances. Esta fase, a la
que atribuí un carácter radicalizado, podría ser concebida, en consecuencia, y para
distinguirla específicamente de la primera, como una “totalización performativa”.
Hablar de “totalización” me parece lícito, a despecho de toda apertura con que se
quiera cualificar el postulado central de esta segunda fase o sus múltiples
aplicaciones y variaciones, puesto que, de cualquier modo, lo que está
esencialmente en juego es la afirmación de una suficiencia cabal de las praxis
lingüísticas para el abordamiento —o el despeje—de las cuestiones filosóficas
fundamentales.
Si lo dicho tiene asidero, y si, a su vez, tiene cabida la pregunta que
formulábamos al comienzo, a manera de marco o de expediente para situar la
lectura de dos ensayos juveniles de Benjamin, si alguna validez tiene el dirigirle a
tales textos la pregunta por la relación de lenguaje y ser que pudiere desprenderse
de lo que dicen, debería ser posible bosquejar una respuesta suficiente.
Y en cuanto a esto, quizá la más decisiva peculiaridad que enseña la temprana
meditación de Benjamin sobre el lenguaje, considerada en el contexto de la
“totalización performativa”, consiste, precisamente, en la resistencia a la
totalización misma.
Es verdad que los planteamientos benjaminianos que expuse podrían ser
convincentemente avalados en perspectiva performativa. Para advertirlo con
nitidez basta con preguntarse de qué manera cabría concebir aquello que estos
textos piensan bajo el nombre de “lengua pura”. Este nombre no remite
nostálgicamente —como podría suponerse de primer intento y como se ha querido
De lenguaje, historia y poder 138
entender en más de una oportunidad— a una especie de identidad primordial que
se trataría de restituir, reduciendo, hasta el punto de abolirla, la babélica dispersión
lingüística e histórica. He tratado de señalar con insistencia el cuidado minucioso y
delicadísimo que pone Benjamin en la comprensión del lenguaje a partir de la
particularidad de las lenguas. Si esa particularidad indica una imperfección, ésta
no se estima como simple falencia, sino como condición, sin la cual aquella pureza
es inconcebible. Dicho de otro modo, la “lengua pura” no sería sino el despliegue
libre de las lenguas parciales e imperfectas de los hombres: libre porque ya no más
empedernido o discordante, sino armonioso y complementario. Este despliegue es
lo que la traducción anuncia, de manera que la traducibilidad de los textos es como
el esbozo de una ilimitada traductividad, que, por cierto, ya no reconoce pre-texto
alguno. 145 Y claro, semejante traductividad pareciera ofrecer una versión fidedigna
de la comentada “totalización performativa”.
No obstante —y esto es lo que me interesa destacar— en el punto mismo en que
esta versión se insinúa surge la resistencia a la totalización de que hablaba. Porque
en Benjamin hay una concepción de la reserva: la hemos frecuentado a través de
los temas, por ejemplo, de lo incomunicable, lo no simbolizable, lo intangible. Sólo
que, en la misma línea de lo que vengo de señalar, esa reserva no corresponde —
como ocurre con los conceptos metafísicos de la reserva— a una plenitud
originaria o teleológica, sino a un momento de interrupción, a un lapso y a un
suspenso de radical incomunicabilidad e inexpresividad, de no-presencia radical.
Semejante lapso le resta a las performances precisamente aquello de lo cual depende
la totalización —vale decir, su eficacia, la eficacia de las performances—, y enfatiza,
por eso mismo, el rasgo de lo eventual de que aquéllas son portadoras. Se trata,
pues, de una reserva sin efecto, que corresponde al específico sozein ta phainomena
de Benjamin, esto es, a su prurito de oponerse a toda idea o principio de
continuidad (así se trate de la causación o de la semiosis), en cuanto que ésta
entraña la obliteración de la particularidad y alteridad de lo acaecedero, el
achatamiento de lo sido y lo posible contra el vidrio del presente. Toda
comunicación y expresión bordean ese momento interruptor, de manera tal que la
traductividad ilimitada —en que consiste la lengua pura— no es el juego
inmanente y, por así decirlo, narcisista de una elocuencia meramente desatada,
145 Suelo emplear este distingo terminológico —traducibilidad y traductividad— para expresar la
diferencia entre una noción restringida y una ampliada de la traducción: mientras la primera sigue
refiriéndonos en todo momento a un original, un modelo, un texto pre-textual, o también a una
póstuma inteligibilidad, la segunda sugiere la circulación indefinidamente proliferante de los
textos, que absorbe en su juego toda posible reserva de los orígenes o de los fines. Ni pretexto ni
postexto, pues.
De lenguaje, historia y poder 139
sino el duelo interminable de la finitud del ser, donde el duelo mismo (la
acontecedera diversidad de los lógoi, de las lenguas) es, precisamente, aquello que
patentiza tal finitud, y ésta, aquello que primeramente instituye al ser. Lo que —
me parece— se juega en esto es una noción de la verdad abstraída de toda eficacia,
impávida, ajena al rendimiento, improductiva, una verdad extraña a toda
arqueología o teleología de la producción. Pero esto requeriría de otro sitio para su
análisis.
En todo caso, esa verdad lleva la impronta de la muerte. Es a partir de esa
impronta que Benjamin interrumpe, más que supera, e interrumpe
indefinidamente, el discurso de la ontología. Lo digo de este modo, porque pienso
que no estaría exento de razón sostener que, en lugar de procurar una superación
de la ontología como formato heredado fundamental de todo discurso, la
operación benjaminiana induce una separación en ella misma, una interna
separación: onto/logía. La ilegible barra separadora es aquella impronta, que
sugiere que la posibilidad (por siempre diferida) de decir el ser surge del abierto
hiato entre ambos, experimentado al mismo tiempo como muerte y como anuncio
de la ley, es decir, como irrupción de lo Otro y del otro.
Santiago, agosto de 1990
CUATRO SEÑAS
SOBRE EXPERIENCIA, HISTORIA
Y FACTICIDAD EN EL PENSAMIENTO
DE WALTER BENJAMIN146
Primera
Las “señas” que siguen (incluida ésta) no pretenden inducir una determinada
lectura de los textos de Benjamin recopilados en este volumen. La idea misma de la
recopilación está inspirada por el convencimiento de que no es posible —ni
deseable— la clausura de tales textos en un sistema ya resuelto de legibilidad.
Junto a las célebres “Tesis de filosofía de la historia”, como se las ha acostumbrado
llamar,147 aparecen aquí las distintas variantes de su elaboración, los fragmentos
sobre teoría del conocimiento de La Obra de los Pasajes y el temprano “Fragmento
teológico-político”. Pero no se los adjunta a manera de satélites que orbitaran
alrededor de un centro fijo, sino que se incluye a todos los textos como estelas de
un complejo movimiento, que en su trazado notoriamente inconcluso quiere
expresar el verdadero centro. Las múltiples versiones de las “tesis”, tan reiterativas
como digresivas, acusan que su texto sigue, por así decir, pendiente y en proceso,
en formación. Los fragmentos epistemológicos deben llamar la atención sobre la
misión asignada a aquellas reflexiones, a saber, la de acompañar como índice de
lucidez a la averiguación del umbral de constitución de la “modernidad”
146 Introducción a Walter Benjamín, La dialéctica en suspenso. Edición, introducción, traducción y
notas de P. Oyarzun R. Santiago: Arcis / Lom (1995 y otras ediciones posteriores). El volumen
contiene el texto “Sobre el concepto de la historia” (conocido como “Tesis sobre filosofía de la
historia”) con sus variantes, el convoluto N de la Obra de los pasajes y el “Fragmento teológico-
político”.
147 El apelativo no viene de Benjamin, que se limitó a titular sus “tesis”, más circunspectamente, con
el enunciado Sobre el concepto de historia, que respetamos aquí. Por lo demás, hay consideraciones de
fondo que invitan a desechar ese apelativo porque no corresponde al status de la filosofía que
ponderan esas mismas reflexiones. Las “tesis” que, antes que epítomes de un saber cierto, son
tomas de posición en la lucha, no integran un cuerpo que pudiere ser llamado, sin fractura, una
“filosofía de la historia”. Algo trataré de insinuar a propósito de esto en la última de estas “señas”.
De lenguaje, historia y poder 141
emprendida en el proyecto literalmente inabarcable de los Pasajes; de hecho,
Benjamin no llegó a precisar el modo de ese acompañamiento por razones que
podemos suponer esenciales. En fin, el temprano apunte “teológico-político”
contribuye a mostrar que el movimiento de que hablábamos dibuja un arco mucho
más amplio del que se podría creer a primera vista, en verdad, el arco de una
trenza cuyas hebras convergen desde extremos opuestos (digamos, por simplificar,
la metafísica juvenil y el materialismo de la madurez) hacia un cruce inaudito: el
venir inminente del Mesías como dinamismo esencial de la historia.
Al hablar de ese movimiento no me refiero exclusivamente a las peculiaridades
estilísticas o retóricas de Benjamin, ni siquiera a la textura temática de sus
planteamientos. Trato de aludir a lo que podríamos llamar su método, a la
paradoja de método que define la inscripción filosófica, absolutamente original, de
este autor. Es una característica esencial del pensamiento de Benjamin proponerse
tareas cuya condición de irrealizables puede ser establecida a priori. Con esto
queda definida inmediatamente su comprensión peculiar del método en filosofía.
Mientras que éste ha sido tradicionalmente concebido como el saber acerca de los
principios y procesos en virtud de los cuales puede decidirse la posibilidad de
resolver los problemas epistémicos —y es, por lo tanto, el fundamento formal de la
unidad de los contenidos posibles del conocimiento en una esfera dada—, en
Benjamin adquiere el significado de una reivindicación de los fueros de la materia
cognoscible. La convicción profunda alojada en esta actitud hacia el método atañe
esencialmente a la idea de verdad que éste implica. La concepción tradicional del
método consiste en la proyección y aseguración de la verdad de los conocimientos
que hace accesibles. Esta idea, desde el punto de vista benjaminiano, es unilateral,
en la misma medida en que es, literalmente, arbitraria: hace depender la verdad
del albedrío proyectivo del método. De este modo, no aferra la verdad, sino más
bien la representación que se hace de ella, y que se propone en sustitución de lo
conocible. La idea dominante del método propia de una filosofía asimismo
dominante se limita a preconcebir la verdad a la medida de su representación, es
decir, de su intención, de su voluntad de verdad, olvidando precisamente aquello
que una vez —y otra, y otra— ha despertado esa intención: un azar, un peligro, un
presentimiento, una obstinada aspereza de lo real. En ese olvido prevalece,
flagrante, la injusticia. Pero en la patencia de la injusticia se eclipsa la propia
verdad. Quizá pueda decirse que el grave asunto de esta obliteración es el que
vibra sin falta en la convicción profunda que anima al pensamiento de Benjamin, y
que ya se expresa tempranamente en su debate contra la determinación intencional
del conocimiento, un debate que permanece a todo lo largo de su obra: la verdad
De lenguaje, historia y poder 142
requiere la “muerte de la intención”. 148 Por cierto, esta especie peculiar de
nihilización no suprime el conocimiento, aunque transforma su índole; afecta, sí, a
su voluntad de dominar lo conocible, que inevitablemente lleva a cabo la
preterición de éste, en favor de la instalación del conocimiento en el presente. La
nihilización se revela, pues, como una temporalización sin reserva del
conocimiento y su verdad. Así, el concepto benjaminiano del método —paradójico,
puesto que exige resignar la voluntad de conocer, sin la cual no sólo el método,
sino el conocer mismo pareciera no ser pensable, en favor de la insustituible
singularidad de lo conocido—, dicho concepto, pues, quiere corregir la arbitraria
unilateralidad de la verdad, estableciendo el vínculo indisociable, aunque
infinitamente frágil (está hecho de tiempo), de verdad y justicia. La regla
fundamental de este vínculo —y así también del método que procura su
establecimiento— podría enunciarse en estos términos: si nuestro conocimiento no
hace justicia a lo conocido, no puede reclamar para sí la verdad. Es precisamente
esta exigencia la que define al conocer como una operación de rescate, la que
designa a la redención como una categoría, la más alta, del conocer. El verdadero
conocimiento es el conocimiento redentor.
Experiencia
En noviembre de 1917 (según la indicación de Gerschom Scholem), Benjamin
redacta el ensayo Sobre el programa de la filosofía venidera.149 Se trata, como lo marca
expresamente el título, de un texto que busca definir las tareas fundamentales que
debe asumir la reflexión filosófica contemporánea para proyectarse históricamente
a partir de la apropiación crítica de su procedencia esencial. La clave del programa
estriba en el propósito de unificar la exigencia de la legitimación más pura del
conocimiento con la demanda del concepto más profundo de la experiencia. De otro
modo podría decirse: la vinculación de la forma epistemológicamente más estricta
148 Cf. el gran “Prólogo epistemocrítico” al Origen del drama barroco alemán (Ursprung des deutschen
Trauerspiels, 1925, en: Walter Benjamin, Gesammelte Schriften [G. S.], Frankfurt/M: Suhrkamp, 1991,
Bd. I-1, p. 216): “La verdad jamás entra en una relación, y especialmente no en ninguna relación
intencional. El objeto del conocimiento, como uno que está determinado en la intención conceptual,
no es la verdad. La verdad es un ser libre de intención conformado de ideas. Por eso, el
comportamiento conmensurable con ella no es un mentar en el conocer, sino un absorberse y
desaparecer en ella. La verdad es la muerte de la intención.” Y, como prueba de la permanencia de
esta idea, v. infra, en los Fragmentos de teoría del conocimiento y teoría del progreso, el fragmento N 3, 1.
149 G. S., II-1, pp. 157-171.
De lenguaje, historia y poder 143
con el contenido intensivamente más rico en determinaciones. En la medida en que
la exigencia de pureza ha encontrado en Platón y en Kant sus altísimas instancias
—y sobre todo en el último150—, el problema crucial se concentra en la cuestión de
la experiencia. Así, “la exigencia capital [que se le] plantea a la filosofía del
presente [es] [...] emprender bajo la típica del pensamiento kantiano la
fundamentación gnoseológica de un concepto de experiencia más alto.” 151 La
limitación decisiva de la filosofía kantiana estriba en la precariedad de la
experiencia que proporciona el material para su concepto del conocimiento: la
experiencia matemático-mecánica de la naturaleza, que tiene en la física
newtoniana su modelo más acuñado. El correctivo que premedita Benjamin
consiste en referir el conocimiento al lenguaje (lo que ya Hamann había intentado
en tiempos de Kant), es decir, en concebir la esencia lingüística del conocimiento.
Esto implica, a su vez, rescatar también al lenguaje de su mera condición empírica,
lo que efectivamente intenta Benjamin en sus notables ensayos Sobre el lenguaje en
general y sobre el lenguaje del hombre, de 1916 y La tarea del traductor, de 1923: allí la
precariedad de la experiencia modelada por el mecanicismo se refleja
lingüísticamente en el rebajamiento de la palabra a valor de cambio en el contexto
de la “comunicación”: mecanicismo y mercantilismo son dos aspectos de la misma
constelación.152 El concepto de experiencia reelaborado de este modo encuentra su
dominio y su esquema más elevado en la religión, en la medida en que en ésta se
da —según enseñan esos mismos ensayos— la relación más pura con la esencia del
lenguaje. “Y con esto se deja aprehender la exigencia a la filosofía venidera, por fin,
en los siguientes términos: sobre la base del sistema kantiano, crear un concepto de
150 Kant es el eje teórico del “Programa”. Platón lo es en el mencionado “Prólogo epistemocrítico” al
Origen del drama barroco alemán. En éste gravita también un tercer nombre insoslayable: Leibniz; el
gran filósofo del racionalismo aporta el esquema fundamental para la comprensión de la “idea” con
su teoría monadológica, que seguirá ejerciendo una influencia fascinante en el Benjamin de las
“tesis”, a propósito de su noción de la “imagen dialéctica”. En cada caso, se trata de una forma legal
del conocimiento que no se constituye por extrapolación de lo que consta empíricamente, lo cual
jamás podría acreditar a la verdad en su ser, sino, casi a la inversa, una forma que conforma, que
configura lo empírico. “No como un mentar que encontrase su determinación por medio de la
empiria, sino como el poder que primeramente acuña la esencia de esta empiria, subsiste (besteht) la
verdad” (G. S., Bd. I-1, p. 216). La diferencia que aquí se insinúa entre empiria y experiencia es
esencial para el “Programa”, como se podrá colegir de lo que sigue.
151 G. S.., II-1, p. 160.
152 Über Sprache überhaupt und über die Sprache des Menschen, G. S., II-1, pp. 140-157, y Die Aufgabe des
Übersetzers, g.s., IV-1, pp. 9-21, redactado este último como prólogo a la traducción de los Tableaux
parisiens, pertenecientes a las Fleurs du mal, de Charles Baudelaire. A propósito del tema rozado
aquí, me permito remitir a mi ensayo "Sobre el concepto benjaminiano de traducción, reproducido
en este volumen en las pp. 107-137.
De lenguaje, historia y poder 144
conocimiento que corresponda al concepto de una experiencia de la cual el
conocimiento sea doctrina.”153 A propósito de la cuestión de la experiencia queda
prefigurada, pues, con estos términos, por primera vez la relación peculiar de
filosofía y teología que ocupará las reflexiones de Sobre el concepto de historia.154
Los planteamientos indicados despiertan preguntas inevitables. ¿Cuál es la
especificidad de la experiencia religiosa, que le permite ser concebida como el
dechado de la experiencia en vistas del concepto de su máxima profundidad? O,
de otro modo, ¿cómo premedita Benjamin la noción de experiencia, para
determinar las diferencias entre la profundidad y la “superficialidad” (es decir,
una significación que se aproxima a cero) de la misma? ¿Cuáles son los caracteres
que dicha premeditación atribuye a la experiencia? ¿Cómo puede constituirse el
lenguaje en el hilo conductor para la determinación de tales caracteres?
Una orientación preliminar indispensable parece ofrecerla aquí la revisión de los
rasgos fundamentales que el pensamiento filosófico tradicional ha atribuido a la
experiencia. A primera vista, y a propósito de lo que importa aquí, podemos
discernir tres:
1. El primer rasgo ha sido establecido sistemáticamente por Aristóteles. La
experiencia queda inscrita como momento en el devenir orgánico del saber, es
decir, en el proceso genético de sus características estructurales. Se trata de un
rasgo hasta cierto punto paradójico, puesto que los dos componentes que lo
definen parecen no avenirse de buenas a primeras. Genéticamente considerada, la
experiencia se debe a la repetibilidad que es propia de la memoria: de muchos
recuerdos nace una experiencia. Sin embargo, en su estructura de conocimiento, la
experiencia es el saber de lo singular (he mèn empeiría tôn kath’hékastón esti gnôsis155).
Desde el punto de vista lógico, lo que aquí se define es la cantidad cognitiva de lo
susceptible de ser experimentado. Pero no hemos de perder de vista la
153 G. S., II-1, p. 168.
154 La cuestión de la historia estaba ciertamente en el horizonte de este “programa” temprano. En
una carta que envía a Scholem el 22 de octubre de 1917, y cuya secuela es, precisamente, ese texto,
señala Benjamin: “Junto a algunas cosas adventicias e interesantes creo reconocer ahora [que] la
última razón que me ha remitido a este tema [estriba] en que siempre la última dignidad metafísica
de una intuición filosófica que quiere ser realmente canónica, habrá de mostrarse de la manera más
clara en confrontación con la historia; en otras palabras, es en la filosofía de la historia donde tendrá
que emerger del modo más claro el parentesco específico de una filosofía con la doctrina verdadera;
pues aquí tendrá que comparecer el tema del devenir histórico del conocimiento que la doctrina
lleva a su resolución” (W. Benjamin, Briefe, hg. v. Gershom Scholem u. Theodor W. Adorno,
Frankfurt/M: Suhrkamp, 1966, pp. 149-152). Allí mismo menciona el propósito de redactar su
disertación sobre “Kant y la historia”, que no llegó a realizarse.
155 Aristóteles, Met., A, 1, 981 a 15 s.
De lenguaje, historia y poder 145
temporalidad inherente a esta noción, que, en virtud de la repetibilidad
memoriosa, remite al pasado como dimensión eminente, pero a un pasado que sólo
es significativo (es decir, que sólo tiene valor de conocimiento) en cuanto que,
articulado en la conmensurabilidad de sus momentos pertinentes, puede servir de
criterio para la decisión a propósito de lo que se presenta en el presente. En esta
medida, cabe decir que la aparente paradoja se resuelve en la forma esencial que la
experiencia asume como conocimiento, y a la cual podríamos denominar la forma
de la familiaridad.
2. Idealmente, podría decirse que la segunda característica se desprende del
análisis del modo de ser de lo singular. Si su ser consiste esencialmente en su
presentación —en su ocurrencia, su advenimiento—, entonces es constitutivamente
contingente. Aun cuando lo que se sabe por experiencia se configura a partir de
una regularidad evocable (o de una evocación que selecciona, precisamente, lo
regular), ésta no puede servir de fundamento cierto para el pronóstico de su no
exceptuada prolongación en el futuro. La presentación de lo singular marca una
eficacia de ruptura del presente que lo vuelve no administrable por lo consabido.
Este es el instante de nacimiento del empirismo, que quiere hacer justicia al sentido
enfático de la experiencia, y localiza a éste, justamente, en el momento de la
ruptura, en que el conocimiento se sabe dependiente de la presentación de su
contenido, su materia. La experiencia es, en este sentido, lo inanticipable. En
términos lógicos, se trata de la cualidad cognitiva de lo susceptible de ser
experimentado, que admite tanto una versión empirista como una trascendental.
Desde un cierto punto de vista que no es del caso discutir ahora, me inclinaría a
decir que ha sido en esta última (es decir, en Kant, y particularmente en la Crítica
de la facultad de juzgar) donde la idea alcanzó su máxima agudeza y que, en
consecuencia, el carácter temporal de la experiencia enseña allí su punta más
incisiva: donde se quisiera reconocer el factor de la repetición se muestra una
diferencia indeleble, y en virtud de ella el presente de la presentación se prueba más
como la irrupción de un futuro aún no conocido que como la confirmación de un
presente que se prolonga desde el pretérito. Con todo, la circunscripción kantiana
de esta diferencia, de esta ruptura, no insiste en esa potencia suya que bruscamente
disloca y extraña, sino en su fuerza para ampliar o para abrir el espacio de lo
familiar, la casa del sentido.
3. La tercera característica ha sido elaborada sobre todo por Hegel, y concierne al
“portador” de la experiencia: al sujeto. Se trata aquí del reconocimiento que Hegel
dedica, a despecho de toda crítica vehemente, al “gran principio” del empirismo, y
que consiste en sostener “que lo que es verdadero tiene que ser en la realidad y
De lenguaje, historia y poder 146
existir en la percepción”. 156 Este principio objetivo, según el cual la filosofía sólo
conoce lo que efectivamente es, y no lo que meramente debe ser, tiene un lado
subjetivo, de acuerdo al cual “el hombre debe ver por sí mismo, debe saberse a sí
mismo presente en aquello que ha de permitir que valga en su saber”.157 El vigor del
empirismo radica, pues, en su fidelidad a la estructura esencial de la experiencia.
Podríamos llamar a la característica en que esta estructura queda expresada la
testimonialidad, que define la cualidad cognitiva del experienciar mismo, y debe ser
entendida como la realidad más elemental de la plena presencia: el conocimiento
que certifica el ser (existencia, Dasein) de un ente supone el estar-allí (existencia,
Da[bei]sein) del sujeto, es decir, la auto-certificación de éste.158
Singularidad, inanticipabilidad y testimonialidad: tal sería un posible catálogo
de los rasgos determinantes del concepto heredado de experiencia. Si su
discernimiento es válido y si aquí no han sido descritos, en suma, torpemente, en la
exégesis que hace de todos ellos la tradición domina una idea fuerte de presencia y
un sentido arraigado de identidad. Con esa idea y con ese sentido rompe, me
parece, la primicia de concepto que de la experiencia sugiere Benjamin. Tomado en
su aspecto más general, el quiebre, claro, puede ser atribuido a un escozor que
recorre a cierta filosofía de principios de siglo: arrecia en ella (se podrá pensar en
Bergson, en Husserl, en Emil Lask y el temprano Heidegger) la pregunta por el
acceso fiel a la inmediatez de la experiencia —como el acontecer de lo real—, a su
índole genuina y su originario darse. Pero la solución de rigor, consistente en
apostar a la categorialidad inmanente de la experiencia vivida, no parece ser la de
Benjamin. En éste gravita con aguda insistencia la potencia de dislocación que sería
propia de la experiencia y, en su núcleo, lo indeleble de la muerte: la signatura de
inapropiable temporalidad que ésta inscribe en el ser. Si la experiencia ha de
suministrar las significaciones densas que la doctrina tiene que construir
sistemáticamente, es preciso admitir que es la diferencia de la muerte la que
instituye lo que acaece en el ámbito de la idealidad. Sobre ella y su eficacia
temporalizadora dice un pasaje decisivo del Origen del drama barroco alemán,
muchas veces citado:
La historia, en todo lo que ella tiene, desde un comienzo, de
extemporáneo, penoso, fallido, se acuña en un rostro, no, en una
calavera. Y si bien es verdad que a ésta le falta toda libertad “simbólica”
156 G. W. F. Hegel, Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften, I, B, § 38 (Hamburg: Feliz Meiner,
1969, p. 65).
157 Ibid.
158 Cf. op. cit., Introducción, § 7, p. 40.
De lenguaje, historia y poder 147
de la expresión, toda armonía clásica de la figura, todo lo humano, [sin
embargo,] no sólo la naturaleza de la existencia humana sin más, sino la
historicidad biográfica de un individuo se expresa como acertijo en ésta,
su figura natural más decaída. Éste es el núcleo de la consideración
alegórica, de la exposición barroca, mundana, de la historia como
historia sufriente del mundo. Sólo es significante ella en las estaciones
de su caída. Tanta significación, tanta caducidad mortal, porque la
muerte graba de la manera más profunda la tajante línea demarcatoria
entre physis y significación. Pero si la naturaleza está desde siempre en
mortal caducidad, entonces, es también alegórica desde siempre. La
significación y la muerte maduran tanto en el despliegue histórico
(gezeitigt in historischer Entfaltung), como tan estrechamente se
compenetran, en cuanto gérmenes, en la condición pecadora, carente de
Gracia, de la criatura. 159
La destructividad fundamental de la muerte —y que, desde luego, no es un
mero arrasamiento desde el exterior, sino el sordo latido del caer que vibra en todo
lo que es— establece la condición que hace posible a la significación, siempre que
se entienda que esta condición está, en sí misma, temporizada: precisamente en la
sazón de la muerte surge asimismo, a título de póstumo, el sentido. Y precisamente
esta sazón, ese tiempo, la diferencia en que consiste ese tiempo, es la instauración
de la historia como despliegue —por lo menos virtual— de la significancia en el
seno del devenir natural, marcado por su destino cadente. Pensar la historia en su
verdad supone, pues, asumir que la muerte es la nodriza de esa verdad, en cuanto
rubrica el carácter de lo acaecedero, de aquello que, en virtud de su débil ser, es ya
lo acaecido —no lo que redondamente “es”, sino lo que “fue”, lo sido—. Pero, por
eso, mismo, pensar la verdad histórica exige prendarse de esto sido, mantener
abierta, desde el saber de su caducidad, su apertura póstuma a la significación,
cuya cifra —como se arguye en esa obra y en los escritos sobre el lenguaje a que
aludí más atrás— es el nombre.
Bien podría designarse a la muerte, a la caducidad esencial de lo que “es”, como
el instante (Augenblick) de la experiencia —aquello que, sin ser jamás tema de
experiencia, es, sin embargo, su condición imborrable, la condición de su
temporalidad—, que rompe de antemano su articulación categorial, y convierte lo
que habría sido el campo continuo de despliegue del sujeto en encrucijada del
riesgo que no se puede esquivar. Instala la esencia de la Erfahrung en la inminencia
159 G. S., I-1, p. 343.
De lenguaje, historia y poder 148
del peligro (Gefahr).160 Probablemente sea el atisbo de este vínculo lo que llevaba al
joven Benjamin a privilegiar la experiencia religiosa como paradigma de
profundidad: no consistiría esta última en la confiada acentuación de la identidad
del cognoscente, sino en la dislocación aguda del sujeto en virtud del acceso de lo
Otro, la conversión del sujeto, cierto de sí y asentado en el dominio de su
familiaridad, en otro, sabedor de la caducidad, precario, por eso mismo, pero
fervorosamente tenaz en el cuidado de la pobreza que es su única, problemática y
paradójica posesión. Se sigue de esto un cambio fundamental en los índices de la
experiencia que creímos oportuno colegir del análisis tradicional: la singularidad
se vuelve, por así decir, macroscópica, lo inanticipable escapa a todo aquietamiento
que pudiese aportar la virtud de lo analógico, el testimonio declara la ausencia del
testigo en el momento fugaz de la prueba. La experiencia no sólo nos confronta con
lo inédito: nos cambia; no sólo entrega el material para nuestro conocimiento: es la
condición en la cual éste mismo se cumple. Tendrá, pues, la virtud de atinar a su
índole aquel concepto que la piense, digámoslo así, intensivamente, en su vértigo
alterador. Contenida en la alusión benjaminiana a la experiencia religiosa estaría
esa noción intensiva.161 De ser así, entonces, el principio de la experiencia religiosa,
aquél que precisamente está en el origen mismo de la posibilidad de la
“religación”, pero que también, y sobre todo, es el ritmo esencial de la experiencia
misma,162 podría ser designado con ayuda de un término empleado ocasionalmente
por el Benjamin maduro: Einfall, el ser asaltado por la alteridad radical como
aquello que me ha determinado infaliblemente, sustrayéndose, sin embargo, al
capital de mi saber presente. La convicción benjaminiana acerca de ese ritmo rebate
toda posibilidad de traer lo experimentado a la estabilidad de un marco categorial,
de un orden trascendental. Para el Benjamin maduro se hará claro que su carácter
es el shock, y su efecto esa especie de vuelco alucinatorio que es propio, no ya del
centro místico de lo religioso, sino de la experiencia puramente fronteriza del
despertar. Sobre ésta, sobre la temporalidad inquietante que la vincula a la función
eminentemente histórica del recuerdo, vale la pena citar dos fragmentos de La Obra
de los Pasajes:
160 El vínculo etimológico entre Erfahrung y Gefahr, sustentado en la significación de fahren, “ir de
viaje”, se da también entre “experiencia” y “peligro” (periculum).
161 E “intensivo” no quiere decir “rico”, “abigarrado”, sino, como acabo de decir, “alterador”. Las
reflexiones benjaminianas sobre la experiencia que evocamos aquí tendrían indispensablemente
que ser complementadas con lo que se dice en el ensayo Erfahrung und Armut (“Experiencia y
pobreza”). escrito en 1933 (cf. G. S., II-1, pp. 213-219).
162 Pues aquí no se piensa la “religación” enderezada a la trascendencia de una divinidad
ultramundana, sino, más bien, a lo que habría que llamar la inminencia: vórtice de la temporalidad
experiencial.
De lenguaje, historia y poder 149
El giro copernicano de la visión histórica es éste: se consideró que el
punto fijo era lo “sido” y se vio al presente empeñado en dirigir el
conocimiento, por tanteos, a esta fijeza. Ahora debe invertirse esta
relación, y volverse lo sido inversión (Umschlag) dialéctica, ocurrencia
invasora (Einfall) de la conciencia despertada. La política obtiene el
primado por sobre la historia. Los hechos se convierten en algo que
acaba de salirnos al paso, establecerlos es el asunto del recuerdo. Y de
hecho el despertar es el caso ejemplar del recuerdo: el caso en que nos
cae en suerte acordarnos de lo más próximo, lo más banal, lo que está
más cerca. Lo que tiene Proust en mente con el experimento del cambio
de los muebles en la duermevela matutina, lo que Bloch reconoce como
la oscuridad del instante vivido, no es otra cosa que lo que aquí debe ser
asegurado en el plano de lo histórico, y colectivamente. Hay un saber-
aún-no-consciente (Noch-nicht-bewußtes-Wissen) de lo sido, cuya
promoción (Förderung) tiene la estructura del despertar.
[K 1, 2]
Hay una experiencia totalmente única de la dialéctica. La experiencia
coactiva, drástica, que refuta toda “consumación” (“allgemach”) del
devenir y demuestra todo aparente “desarrollo” como inversión
dialéctica eminentemente compuesta de punta a cabo, es el despertar del
sueño. Para el esquematismo dialéctico que está en la base de este
proceso, los chinos, a menudo, han hallado en su literatura novelesca y
de leyenda, una expresión altamente gráfica. El nuevo método dialéctico
de la historia se presenta como el arte de experimentar el presente como
mundo de la vigilia, al cual, en verdad, se refiere todo sueño al que
denominamos algo sido. ¡Experimentar (durchzumachen) lo sido en el
recuerdo onírico! —Por lo tanto: recuerdo y despertar están
emparentados de la manera más estrecha. El despertar es, pues, el giro
dialéctico, copernicano de la remembranza (Eingedenken).
[K 1, 3]163
No cesará Benjamin de laborar en la idea de esta intensidad experiencial,
resistiéndose a la amenaza de obnubilación que acecha desde su lado eufórico, y
163 Das Passagen-Werk, K [Traumstadt und Traumhaus, Zukunftsräume, anthropologischer
Nihilismus, Jung] (“Ciudad onírica y casa onírica, espacios de futuro, nihilismo antropológico,
Jung”), en G. S., V-1, p. 491 y s.
De lenguaje, historia y poder 150
aguzando su filo crítico. Justamente en este sentido la versión, por así decir,
secularizada y casi iluminista de la intensidad que entrañaba lo religioso para él,
en su juventud, la ofrecerá, en su madurez, el modelo del despertar, inducido, sin
lugar a dudas, por la búsqueda proustiana, pero en el cual tiene también una
significación considerable el surrealismo. En todos los casos se trata de una
cristalización de esa intensidad, y no de su mero azoramiento. Esta cristalización,
su proceso y la multiplicidad de sus quiebres y sus visos marcan la índole
lingüística de la experiencia. El cristal está hecho de palabras, que convergen en la
lucidez de la imagen. Y las imágenes —en las cuales se concentra el efecto
macroscópico del despertar, es decir, la insistencia de lo singular como proveniente
de la alteridad— convergen, a su vez, a la manera de la asíntota, en aquello que el
pensamiento benjaminiano se empeñó siempre en cautelar como el lugar puro,
inapropiable, de lo Otro, que mantiene en vilo nuestra experiencia y nuestro
lenguaje: el Nombre.
Historia
En la primera de las “tesis”, Benjamin refiere la historia del muñeco de von
Kempelen: un autómata simulado, con el cual iba éste de ciudad en ciudad
desafiando a quien quisiera probar sus dotes en el juego de ajedrez. Ello ocurría
pasada la segunda mitad del siglo XVIII. La data no es indiferente. Es el tiempo de
las primicias de la modernidad técnica, que comienza a enseñar su potencia
dominadora en el modelo de la máquina y sus sueños utópicos en la paradoja del
aparato semoviente, el perpetuum mobile, que es un análogo de la vida. Sin
embargo, la técnica del prodigio de von Kempelen no consiste en la maquinaria,
sino en la mimesis. Como autómata, el muñeco es un fraude. Claro que se ha
requerido de una ingeniería de espejos para suscitar el engaño, manteniendo a
salvo, en su escondite, al enano ajedrecista; y se ha necesitado instalar también un
dispositivo de guiñol para accionar secretamente al tieso monigote. La técnica no
está ausente, aunque sólo es técnica al servicio de la ilusión. Como simulacro de un
autómata, el turco de von Kempelen es la mimesis anticipadora de una criatura
técnica todavía imposible, pero cuya imposibilidad —para mayor asombro— es
encubierta y compensada mediante un juego de ilusión: un truco. Visto desde la
perspectiva de la historia de la técnica, este dispositivo está en un tiempo peculiar.
El muñeco se instala en la frontera entre dos modos y dos épocas de concebir y de
organizar la téchnē y la mechané. Digamos, a manera de hipótesis, que esa frontera
De lenguaje, historia y poder 151
es la modernidad misma,164 como instante fugaz en que la técnica aún no se
despliega como pura operación, sino —todavía— como espectáculo.
Benjamin plantea una analogía: la traslación de la idea de este aparato a la
filosofía. Propone así un aparato filosófico. Hacerlo es, en cierta medida, poner a la
filosofía en la perspectiva de una acción y de un uso, de un objetivo por lograr: la
filosofía como órgano. Inflexión ésta de la filosofía que tal vez podría ponerse en
línea, hasta cierto punto, con la oposición marxiana entre interpretar y transformar:
el carácter orgánico de la filosofía se sitúa en el contexto de la transformación. Con
todo, ese carácter está motivado por el parangón analógico. ¿Cuál es su clave? Esto
equivale a preguntar: ¿qué significa ocultar dentro del muñeco llamado
“materialismo histórico” al enano teológico? ¿Qué quiere decir esto, ante todo,
desde el punto de vista de la filosofía, de los modos de concebir la filosofía que de
esta suerte vienen a ser concitados a esta extraña sociedad? Podría decirse que el
aparato que propone Benjamin también se sitúa, desde este punto de vista, en una
frontera. Teología y materialismo histórico marcan dos modos y dos épocas de
concebir y ejercer la filosofía. Lo son, en cuanto que ambos están referidos a algo
común, a un problema fundamental que se afanan por esclarecer, respecto del cual
se ofrecen como respectivos órganos de inteligibilidad: la historia.
La sociedad de teología y materialismo es peculiar. ¿Qué se concibe en esa
alianza, qué se piensa como esa alianza? Más allá del objeto común y de la común
intención de ambas, ¿qué significación tiene la posición ancilar a la cual es remitida
la teología, irónicamente doblada en mentís por el tema del control, puesto que al
fin es la teología la que maneja los hilos del muñeco, puesto que ella es the ghost in
the machine? ¿Qué hilos son ésos, qué articulaciones esenciales de la historia
requieren la intervención de la teología, y precisamente de qué teología? Pues si ya
sabemos que ésta no es una teología que se absorbe en la ponderación especulativa
de la eterna divinidad, sino que se abisma en la historia y su status deviationis,165
¿cuál es su núcleo, el resorte que ella tiene en su poder?
La analogía de Benjamin comprende otro elemento que no es inocuo: el ajedrez.
Así como en éste todo es cuestión de triunfo o derrota, el muñeco siempre tiene
que ganar, a condición de que tome a su servicio a la teología. El ajedrez es una
representación de la guerra. ¿En qué guerra, y en una guerra que se libra en vista
164Y, como bien se sabe, Benjamin ha sido el pensador de la frontera, inscrita fisiognómicamente en
su traza endeble de intelectual, biográficamente en su muerte, teoréticamente en su concepción de
la modernidad.
165 Efectivamente, la “teología” benjaminiana es de cuño peculiar: carece de la centralidad
sustantiva e idéntica de lo divino, y afirma, en cambio, la eventualidad pura de lo mesiánico, la
eficacia diferidora de su “venida”. Recuérdese, a este propósito lo dicho antes, en la nota 162.
De lenguaje, historia y poder 152
de qué debe ganar siempre este muñeco? No se trata de una guerra por la
representación de la historia, sino de una guerra cuya arena es la historia misma.
Sólo en la medida en que éste es su campo, interesa en la guerra también la lucha
por su (verdadera) representación. Pero el muñeco, que ciertamente ha de estar
articulado conforme a una representación de la historia cuya clave es teológica,
tiene que ganar siempre en la guerra que es la historia. Al hilo de esta concepción
polemológica de la historia, esta eficacia que se le demanda al muñeco es también
la corroboración de su configuración como dispositivo técnico.
Por el expediente del símil ajedrecístico, el texto de Benjamin inscribe a la
historia como campo de batalla. Pero ello no se cumple sin costo: inscribiendo a la
historia, el texto necesariamente se inscribe en ella, en su tensión polemológica.
Semejante inversión pone las condiciones de una lectura. No podemos leer el
postulado benjaminiano sobre la calidad invencible del materialismo histórico
como si sólo se tratase de una hipótesis cuya medida la da inmanentemente el
discurso en que se formula. Por la misma inscripción de la historia, una cierta
ruptura radical de la inmanencia discursiva se ha producido indefectiblemente. La
figura del muñeco no puede considerarse como si se limitara a ser el artificio
retórico que permite investir una pretensión, la cual tendría a estas alturas sólo
interés museográfico. Es el valor mismo de verdad de este texto —y con ese valor,
las pautas de su legibilidad— lo que queda sometido al destino polemológico de
esa pretensión. El muñeco, en verdad, yace hoy por los suelos, desarticulado y
desmembrado, enseñando por doquier el aspecto rudimentario de su armazón y
contextura, y su torpe estética de feria. Una multitud de estatuas tumbadas y
hechas añicos, que en su hora fueron alzadas sobre sus altos pedestales como
expresiones empedernidas de una voluntad de clavar la historia y su sentido,
aparecen como otras tantas trizas del muñeco, cuya índole invencible se ha querido
premeditar en estos fragmentos. Lo que queda de él es, a lo sumo, su nombre. Pero
precisamente como nombre lo conjura Benjamin, poniéndolo bajo el resguardo de las
comillas. Las comillas dicen distancia. Traen algo —una expresión, por ejemplo—
desde lejos, marcando su lejanía como la huella de su proveniencia; a manera de
marcos, separan una palabra de su entorno. Aplicadas a un nombre, funcionan
profilácticamente: lo ponen en cuarentena, ya para que no contamine el medio en
que se incrusta, ya para que el medio no lo contamine a él. De este modo, lo
preservan, y lo reservan —por ejemplo— para algún tipo de operación. Muy
verosímilmente funcionan aquí de esa manera: (p)reservando el nombre
“materialismo histórico” para una operación secreta, que el texto habrá de
emprender en lo sucesivo: la referida alianza con la teología, y con una cierta
teología. Es la operación de la cita, que se despliega en una temporalidad que le es
De lenguaje, historia y poder 153
propia. El “concepto de la historia” que aquí se trata de fundamentar
epistemológicamente está constituido esencialmente por esta operación.
El muñeco yace por los suelos, como estatua demolida. Perdura su nombre, que
para nosotros sólo podría hacerse presente bajo las pinzas profilácticas de las
comillas. ¿Y el enano jorobado? ¿Sigue la teología necesitada de ocultamiento, por
pudor o cuidado de su exhibición? ¿No será que asistimos hoy a una determinada
inversión del vínculo que proponía Benjamin? Desde luego, es el materialismo
histórico el que a la fecha no debe dejarse ver; en cambio, la teología ocupa la
escena entera. Pero no se trata de una teología de la historia, sino de una teología
del fin de la historia. Con esto no me refiero únicamente a lo que circula como
ideología explícita de dicho fin, sino a un tono general que baña los discursos en
que se intenta medir la relación de nuestro presente con la historia misma. Ese tono
ha desplazado al tono dominante que era la marca distintiva del discurso
moderno: el tono crítico, que tuvo, por cierto, uno de sus ápices en el “materialismo
histórico”. El nuevo tono —el tono post, si se quiere— no es, sin embargo, a-crítico
ni anticrítico; no se opone al primero, sino que lo tiene más bien incorporado y
controlado dentro de sí; podría decirse, incluso, que la condición de su propia
posibilidad es esta incorporación controlada. Por eso, podría describirse este tono
“post” como el tono de la administración. Así, la cuestión del “fin de la historia” no
significa obviamente que ya nada más pueda suceder. Significa que todo lo que
pueda suceder aún podrá ser administrado, y todavía más (éste sería el postulado
administrativo por excelencia), que de antemano es administrable. El fin de la
historia no es su fin a secas (donde el fin es todavía una divinidad experimentable),
sino la administración de la historia como algo que toca a su fin. En este sentido, la
teología del fin de la historia es una teología administrativa. Por eso mismo su tono
no es, no puede ser apocalíptico, porque asume, no que ya nada más pueda ser
revelado, sino que todo lo susceptible de revelación (de experiencia) podrá ser
inscrito en el régimen de la administración. Desde luego, es una teología que no
requiere a Dios —como no sea bajo la especie de ese borde estéril, impávido y
siempre evasivo, al que llama “fin”—, pero que ofrece, en la figura de la
administración, un doble inmanente de la Providencia: de hecho, la "providencia"
es el rasgo definitorio del conocimiento que es propio de la administración.
Con todo, lo dicho requiere de resguardo: pues parece que todo pensamiento de
la historia es necesariamente, a la vez, un pensamiento del fin de la historia. Es que
pensar la historia es proyectar su inteligibilidad. La inteligibilidad de algo estriba
en que esto pueda ser contenido por el pensamiento como objeto o tema. Dicho
“estar contenido” supone, como condición de inteligibilidad, una aprehensión de
límites: los de aquello que se trata de pensar, o bien, en el caso límite, los del
De lenguaje, historia y poder 154
pensamiento por respecto a aquello que se piensa. El límite de la historia es su fin.
Pensar la historia, proyectar su inteligibilidad, proponerse su sentido, es pensar
simultáneamente, —de manera expresa o tácita— su límite, es decir, el fin de la
historia. Esto, por cierto, no quiere decir que pensar el fin de la historia sea
conocerlo, tener, por ejemplo, una visión o una experiencia presente de ese fin. El fin
de la historia no está presente de manera inmediata en la historia, es decir, no está
disponible en cada uno de los presentes de la historia o en alguno de ellos. Esta no-
presencia del fin en la historia puede ser concebida de este primer modo: el fin de
la historia es trascendente a la historia misma; el fin suprime la historia, aboliendo
su temporalidad específica. El conocimiento del fin trascendente de la historia es,
por eso, apocalíptico: se ofrece en un atisbo, en virtud del cual el fin se hace
extáticamente presente en el presente como su imagen.
Contra esta actitud se levanta una valla kantiana, en el contexto general de la
crítica a la Schwärmerei, a la exaltación fanática, que pretende ver más allá de los
límites de la experiencia. En Kant, el concepto de la historia queda, como concepto,
circunscrito dentro de los límites de una razón sabedora de sus límites, esto es, de
una razón que desconoce el propósito inscrito en su origen, pero que puede ser
consciente de la tarea inscrita en su estructura. Por eso, el pensamiento kantiano de
la historia es también un pensamiento del fin de la historia, concebible como la
tarea de realización de la razón en la historia.
Sobre la base de esta conciencia, de esta tarea y plan de expansión racional en la
historia, se puede articular otro tipo de conocimiento del fin de la historia, distinto
al apocalíptico. A diferencia de éste, no requiere de la irrupción extática del fin en
el presente de la visión, sino que mide cada presente como paso de aproximación al
fin, o sea, como paso en la consecución del fin en la historia; entonces, se pretender
tener de él un conocimiento, en la medida en que estaría presente como tendencia
continua en cada uno de los presentes de la historia como otros tantos pasos en la
realización de la racionalidad. El fin que así se concibe no es, por supuesto, la
supresión de la historia, sino la consumación de la tarea que en ésta se despliega.
También en el texto de Benjamin se trata de pensar, en un cierto sentido, el fin
de la historia. Lo que importa es la peculiaridad de este pensamiento, que no hace
una misma línea con el modo apocalíptico ni con el modo progresivo. Entre tanto,
la cuestión del fin aparece allí bajo el nombre “felicidad”. Esta palabra nombra
tanto el fin de la historia individual (la biografía) como el de la historia
“universal”. Ciertamente, la felicidad es la noción de un fin, y precisamente de un
fin vivido, un fin que invita a ser vivido. La medida de tal invitación la dan nuestras
expectativas, nuestra esperanza. Esta toma aquí el cuerpo de una imagen de
experiencia, o, dicho de otro modo, percibe su objeto en una imagen.
De lenguaje, historia y poder 155
¿Hay esperanza sin imagen? ¿Por qué la esperanza, en general, puede hacerse
imágenes de lo que espera? ¿No será éste el modo de nutrirse ella, de mantenerse
como esperanza? En todo caso, propio de la esperanza es mantenerse. Allí donde la
esperanza no se cumple —y habría que preguntarse si no le pertenece a la
esperanza, esencialmente, el incumplimiento, siendo ésta la prueba que
constantemente la empuja al precipicio de la desesperación, en cuyo borde debe,
precisamente, mantenerse—, allí donde la esperanza no se cumple, tiene que
mantenerse anticipando lo que espera. Y es justamente esta anticipación la que,
como rasgo fundamental de la esperanza, tiene el carácter de la imagen, a
condición de que entendamos a ésta como una promesa de presencia, una re-
presentación que no sólo se limita a sustituir lo que falta, a compensarnos y a
consolarnos por su falta, sino que lo promete dándonos una primicia o, mejor
dicho, una prenda de presencia. Como prenda de presencia habría que entender,
pues, a la imagen: una tal podría ser también —y quizá especialmente— un
nombre, en que la imagen misma se borra.
Pero si la esperanza percibe su objeto en imagen-de-experiencia, Benjamin
entiende que sólo una cierta posibilidad pasada parece poder suministrarla, que esa
prenda de presencia está determinada por el pretérito. Con ello, establece el
proyecto epistemológico que las “tesis” tienen por misión discutir y circunscribir
sobre una base paradójica. Podemos aproximarnos al sentido de esta paradoja
fundadora diciendo que no se trata meramente de encaminar una explicación del
concepto de historia mediante el reconocimiento más o menos banal de una
eficacia de lo pretérito sobre lo presente, sino de una determinación de la
presencialidad del presente por el pasado. Esta determinación abre en el presente una
diferencia que lo constituye, y de este modo hiende el presente mismo.
Ciertamente, la palabra “esperanza” apenas aparece en el texto de las “tesis”,166
y difícilmente se puede concebir su sentido sin encararla con la “envidia”, que está
referida de un modo distinto al desposeimiento: no como uno que se mantiene
tenso hacia un instante de posible y deseada plenitud, sino como privación
acaecida, en que el deseo sólo encuentra motivos de tristeza por la patente
imposibilidad de recuperar de aquello que lo hubiese contentado. Más aun: podría
sostenerse que la envidia no sólo concierne a algo que nos hubiese alegrado vivir o
poseer, sino que es un tardío despertar del propio deseo. Una preterición, no sólo
del objeto del deseo, sino de éste mismo, definiría a la envidia: de ahí su tristeza.
Distintamente, la dimensión temporal que abre la esperanza es el futuro: si ella se
166 V. la tesis VI: “Sólo tiene el don de encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel
historiador que esté traspasado por [la idea de que] tampoco los muertos estarán a salvo del
enemigo cuando éste venza."
De lenguaje, historia y poder 156
mantiene anticipando lo que falta incluso en el peligro de su total ausentamiento, y
precisamente allí, su referencia fundamental concierne al futuro. En una
concepción de la historia que evalúa su posibilidad por la incorporación de la
perspectiva de la esperanza, el futuro es, a la vez, el lugar del fin y de la felicidad.
De que el futuro pueda ser designado y esbozado como tal lugar depende que la
historia, tanto la individual como la colectiva, no se cierre sobre sí misma, y esto
quiere decir: sobre un presente dado. Ya se verá qué significación puede llegar a
tener este cierre. Pero el planteamiento de Benjamin no se construye en torno al
privilegio del futuro, sino del pasado.
Con todo, este privilegio no entraña el vaciamiento del futuro o la merma de su
significación. Por lo pronto, podría afirmarse que la significación que Benjamin
concede al pasado permite mantener abierto el porvenir como dimensión
tempórea. Esto, sin embargo, no obedece simplemente a una estrategia conceptual,
como si la afirmación del futuro en la apertura de sus posibilidades requiriese de la
comprensión diferenciada del pasado, y que sólo en este respecto cobrase
importancia el último. Por el contrario, la dimensión del pasado impregna en
Benjamin todo el tiempo, configura la temporalidad del tiempo. El futuro,
concebido como diferencia del presente, como hiato que se abre en éste, irresuelto,
proviene, no de unas virtualidades que estarían alojadas e implicadas en dicho
presente, sino del pasado en cuanto pendiente. La diferencia del presente de la cual
puede brotar el futuro es la fisura que el pasado pendiente inscribe en el presente.
Que el pasado permanece pendiente, esto es lo decisivo en la concepción
benjaminiana.
El pasado sensu stricto es el pasado trunco, aquél que no puede —que no pudo—
realizarse en su presente. Pero precisamente la manquedad del pasado es el índice
de su tensión hacia la redención. Y ésta estriba en una “débil fuerza mesiánica”.
¿No se anuncia ya en esta apelación el riesgo hermenéutico esencial a que se
expone la teoría de Benjamin? Este tenía una clara conciencia de ese riesgo. En una
carta de abril de 1940 —gravitante para el tema de la auto-comprensión
benjaminiana—, enviada a Gretel Adorno con el anuncio del manuscrito, dice:
La guerra y la constelación que ella trajo consigo, me llevó a redactar
algunos pensamientos, de los cuales puedo decir que los guardé
conmigo por veinte años, aun más, que los mantuve a resguardo de mí.
[...] No sé hasta qué punto la lectura va a sorprenderte o, cosa que no
desearía, a confundirte. En todo caso quisiera remitirte especialmente a
la 17ª reflexión: ella es la que debería hacer reconocible la conexión
recóndita pero cardinal de estas consideraciones con mis anteriores
De lenguaje, historia y poder 157
trabajos, en la medida en que ella se expresa rotundamente sobre el
método de estos últimos. En lo restante, las reflexiones, toda vez que les
es propio el carácter del experimento, sirven no sólo metódicamente a la
preparación de una secuela del “Baudelaire”. Me permiten suponer que
el problema del recuerdo (y del olvido), que aparece en ellas en un
plano distinto, habrá de ocuparme todavía por largo tiempo. No
necesito decirte que nada está más lejos de mí que la idea de una
publicación de estas notas (para no hablar de una en la forma que tienes
ante ti). Le abriría de par en par las puertas al malentendido
entusiástico. 167
Precisamente el mesianismo que proponen las tesis sería el asidero de ese
entusiasmo. Mantenerlo a raya seguramente depende de la ajustada comprensión
del concepto de “débil fuerza mesiánica”. ¿Cómo no malentenderlo? 168 ¿Cómo
discernir y descifrar esa curiosa amalgama de crítica y fervor que pareciera ser su
sello? ¿No está construido acaso, de algún modo, como el aparato filosófico de que
habla la tesis I? Las cursivas —con las cuales, por lo demás, ha sido muy
económico Benjamin— nos inducen a pensar en una secreta, oculta clave de la
fuerza en cuestión, clave que se llama “debilidad”, así como el enano teológico es
la causa recóndita de lo que el muñeco “materialismo histórico” obra. Pero ¿cómo
pensar una fuerza que, sin dejar de ser fuerza, es débil? Precisamente en la
vinculación indiscernible de debilidad y fuerza, que viene a darle sentido a esta
última, parece estribar el sentido del concepto benjaminiano.
Desde luego, la condición para entender este concepto, que es
indiscerniblemente dual, consiste en atender a que la fuerza en cuestión concierne
al pasado. Pero esto no basta. Una fuerza puede relacionarse con el pasado de
muchos modos. Es el modo de esta relación lo que importa. Para distinguir el que
conviene a la “débil fuerza” lo más indicado parece ser contrastarla con el tipo de
fuerza al cual implícitamente se opone aquélla. Hablar de una “débil fuerza” invita
de suyo a considerar la noción de una “fuerza fuerte”. Podemos suponer a ambas
aplicándose al pasado. ¿Qué las distingue? ¿Cómo opera una “fuerza fuerte” con
respecto al pasado? Lo trae al presente. Este traer puede revestir formas muy
167G. S., I-3, pp. 1223 y 1226 s.
168Brecht anota en su Diario de trabajo, a propósito de su lectura de las “tesis”, en agosto de 1941: “—
en breve, el pequeño trabajo es claro y desembrollador, y uno piensa con espanto cuán pequeño es
el número de los que están preparados siquiera para malentender algo como esto” (B. Brecht,
Arbeitsjournal, Erster Band 1938 bis 1942, hg. von Werner Hecht, Frankfut/M: Suhrkamp, 1973, p.
294, cit. por Tiedemann y Schweppenhäuser en W. Benjamin, Gesammelte Schriften, I-3, p. 1228).
De lenguaje, historia y poder 158
diversas, de las cuales la tradición es la más general. En este tipo de relación late la
voluntad de no admitir la simple preterición de lo sido, pero también una
selectividad que acoge de lo pretérito precisamente aquello en que la fuerza del
presente puede y quiere reconocerse. La “fuerza fuerte” proyecta el presente al
pasado como un haz de luz que sólo destaca los perfiles que corresponden a los
rasgos de dicho presente. En la medida en que trae a presencia el pasado de este
modo, una “fuerza fuerte” es una fuerza presente, y es el presente de la fuerza.
Pero el presente de la fuerza es, como operación de esta última, dominación. Una
“fuerza fuerte” es, pues, una fuerza que ejerce dominio en el presente y sobre el
presente en el cual se ejerce. Su acreditada forma verbal es el “es”, que refiere a
“dominio”. O, dicho de otra forma, el sello de la “fuerza fuerte” lo marca el
dominio, su régimen es el “es”.
En cambio, la “fuerza débil” es aquella que acepta el pasado en cuanto pasado.
Su simultánea debilidad y fuerza estriba en esta aceptación: acoge lo pasado del
pasado, lo recibe (y conforme a esta receptividad es “débil”), y a la vez resiste su
inversión (su capitalización) en presente (y en esa medida es “fuerza”). Resistir esa
inversión es resistir a la “fuerza fuerte”, aquélla que precisamente domina (en) el
presente. Pero no sólo es fuerte porque resista a la “fuerza fuerte”, no lo es sólo de
manera (o)posicional, sino que lo es ante todo porque afirma (en el sentido de la
aceptación) el pasado como pasado. Un juego que podríamos llamar evocativo está
aquí a la obra, en la medida en que entendamos que la evocación no es el acto
puramente espontáneo de conjurar algo ya fenecido, sino la escucha de una
vocación que llama desde lo pretérito ("el eco de voces muertas"). Si la “fuerza
fuerte” presupone, como tal fuerza, la borradura de lo pasado como pasado, la
“fuerza débil” no borra (es decir, no disimula ni encubre) la borradura que un día
recayó sobre lo pasado, y en virtud de lo cual éste fue remitido al reino umbrátil de
lo sido, borradura que no cesa de reproducirse: no la borra, sino que la resalta.
Es como señalaba antes: el pasado propiamente tal es el pasado trunco, aquél
que no pudo realizarse en su presente. El pasado que mantiene vigencia aún hoy —
en virtud de la continuidad de una tradición dominante— es el modo en que el
presente se enseñorea de la historia en la figura de tal continuidad. El proyecto
filosófico más general de Benjamin en estas tesis podría ser descrito, en
consecuencia, como la introducción de la discontinuidad en la historia, a fin de
validar la eficacia absolutamente singular del pasado como tal.
¿Qué es resistido en la figura de la “fuerza fuerte”? ¿Cuál es el blanco de la
crítica que se propone pensar la historia desde la discontinuidad? El texto fue
escrito con afán de polémica para incidir en la conciencia política de las fuerzas
De lenguaje, historia y poder 159
progresistas. 169 Aquello con lo cual se proponía polemizar en primer término era
precisamente el “progresismo” en el cual se reconocían esas fuerzas. Las tesis
desarrollan una crítica a la ideología del progreso. Lo que se critica en esa ideología
es su rendición anticipada ante la “fuerza fuerte”. Tal rendición está avalada por
una representación de la historia que cree poder percibir en ella una continuidad
(una necesidad, una cadena causal, un élan teleológico), siendo que la continuidad
sólo puede ser la de la dominación. Por eso, la crítica reclama un distinto
“concepto de historia”. Este concepto ha de quebrar la idea de continuidad, y esto
quiere decir también: ha de quebrar la matriz de continuidad en que se acrisola el
concepto como tal.170 Semejante quiebre equivale a un desmontaje del presente
como dimensión dominante de la temporalidad histórica. Debe, pues, evidenciar la
fisura en el “es” en que el dominio cifra su entronización histórica. Esa fisura es el
pasado. La tematización del pasado que proyecta Benjamin no se restringe, por lo
tanto, a ser una crítica de la idea de progreso. A través de ésta, y en ésta misma,
Benjamin ataca la base de la concepción tradicional de la historia, que subyace a
sus diversas variantes. O, dicho de otro modo, a fin de desmontar la ideología del
progreso que entrampa a las fuerzas “progresistas”, Benjamin ha percibido la
necesidad de desmontar el supuesto fundamental sobre el que descansa. Este
supuesto es ontológico. En efecto, el predominio del presente, bajo el cual se lleva a
cabo la reducción de la historicidad de lo histórico, concierne a una concepción del
ser que, por decir así, mantiene bajo control en él la diferencia tempórea. Para esta
concepción el “es” designa la coincidencia —falsamente feliz— de ser y tiempo, el
instante en que el “es” coincide puntualmente consigo mismo, signando su propia
identidad. El formato teórico de una tal coincidencia es una ontología del presente.171
Pero dicha coincidencia no se debe al azar, a la “naturalidad”, al “mecanismo” o al
pulso “espiritual” del movimiento histórico. Es producida: el predominio del
presente no hace otra cosa que expresar la violencia de una dominación que busca
coincidir consigo misma e hipostasiarse en el presente. Por eso, la coincidencia en
cuestión supone la sostenida, la continua intervención de una “fuerza fuerte”, que
se despliega como dominio. Que la ontología del presente sea la expresión
169 Volveremos sobre esto en la cuarta “seña”.
170 Supongo que el recurso benjaminiano a la imagen debe ser vinculado con esto. La singularidad y
temporalidad irreductibles de lo sido no podrían ser aprehendidas en el concepto que se conforma
a su determinación tradicional. Gruesamente dicho, el concepto presentifica lo conocido, la imagen
lo evoca, lo rememora.
171 Esta noción ha sido propuesta por Reyes Mate (v. su ensayo “La historia de los vencidos. Un
ensayo de filosofía de la historia contra las ontologías del presente”, en: J. Gómez Caffarena y J. M.
Mardones (coords.), Cuestiones epistemológicas. Materiales para una filosofía de la religión. I. Barcelona:
CSIC, Anthropos, 1992, pp. 183-207); poco más abajo le aduzco una precisión.
De lenguaje, historia y poder 160
adecuada de una fuerza dominante en la historia y de ella revela en su fundamento
un elemento político indeleble, el elemento de un conflicto político —es decir, un
conflicto de fuerzas— que tiene la envergadura de toda la historia. (Precisamente
este elemento conflictivo irreducible es lo que estaba cifrado en la imagen del
ajedrez como metáfora de la guerra.) El objeto de ataque que la crítica
benjaminiana se propone circunscribir a fin de conmover el fundamento sobre el
que se alzan las diversas “filosofías de la historia” es, entonces, en su dimensión
más plena, una ontología política del presente.
Facticidad
El epígrafe de Nietzsche que preside la decimosegunda tesis pone en liza la
necesidad del conocimiento histórico, la necesidad radical de la Historie. Esta
necesidad es decidida por el joven Nietzsche desde el punto de vista de la vida:
“...la necesitamos para la vida y para la acción... Sólo en tanto que la historiografía
sirva a la vida, queremos servirla: pero hay un grado de ejercerse la historiografía,
y una estimación de ésta, en que la vida se atrofia y degenera: un fenómeno que es
tan necesario traer a la propia experiencia a propósito de síntomas de nuestro
tiempo dignos de atención, como doloroso puede ser.” 172 Es lo apremiante, lo
doloroso de esta necesidad lo que en primera línea interesa a Benjamin. ¿Cuándo y
bajo qué condiciones se hace necesario, imprescindible el conocimiento de la
historia? No se trata, sin duda, de lo “teóricamente necesario”, de lo “lógicamente
necesario” (como podría ser el caso de la necesidad del conocimiento histórico
desde la perspectiva de la integridad o de la consumación sistemática del saber
filosófico); se trata de lo apremiante, de lo urgente. Lo que ocupa a Benjamin es la
necesidad (Notwendigkeit) del aprieto (Not), en que, por decir así, el tiempo de la
historia se hace perceptible como tal, en la síncopa de su latido. Esta “urgencia”
constituye al sujeto del conocimiento histórico como aquel sujeto para el cual
conocer la historia (y conocerla históricamente) es cuestión de vida o muerte. Y la
“urgencia” no sólo tiene consecuencias para la determinación de ese sujeto, sino
también para la índole del conocimiento mismo. Ella misma es el punto en que la
materia de lo cognoscible afecta irresistiblemente a la propia forma y a la intención
del conocimiento y a la posición y la actitud de su sujeto. Es este afecto el que
mueve la polémica benjaminiana en torno al “concepto de historia”.
172 Friedrich Nietzsche, Werke, ed. Schlechta, München: Hanser, 1966, I, p. 209.
De lenguaje, historia y poder 161
Este mismo afecto excluye, en el trabajo de Benjamin, el propósito de ofrecer una
nueva concepción en el dominio de la “filosofía de la historia” o el compendio ya
depurado de unas tesis fundamentales acerca de ésta, y mucho menos cimentar
una “ciencia histórica”. En cuanto a lo último, la historia, como ciencia, podría ser
descrita como una “metodización” del recuerdo. La pregunta benjaminiana va
dirigida al interés que gobierna a esa metodización y que se articula en el recuerdo
metodizado. Pero esta pregunta no es, sin más ni más, una cuestión puramente
epistemológica; es, principalmente, una pregunta política, que preconcibe la
historia como campo conflictivo cuya impronta indeleble es la instancia del
sufrimiento. Condicionadas por esa pregunta, las reflexiones contenidas en las
“tesis” son, en su pleno alcance, epistemológico-políticas. Plantean una doble
crítica: a la concepción progresista y a la historicista. El celo crítico que se destaca
en ellas responde a la convicción acerca de la poderosa eficacia ideológica de estas
concepciones, que traen consigo la malhadada tendencia a cegarnos sobre lo que
decisivamente está en juego en aquello que les concierne. Ambas sostienen —una
por dentro, otra por fuera— las trabas teóricas que entrampan al marxismo en el
pensamiento de lo histórico y en la problemática relación de éste con la acción
revolucionaria; en lo que atañe al progresismo, esas trabas se han hecho
completamente perceptibles a partir de la Segunda Internacional. El punto decisivo
de esta crítica conjunta estriba en que ambas visiones provienen de una misma
matriz, que ya dije: la idea de continuidad, el concepto de un “tiempo homogéneo
y vacío”.
Pero en el escenario total donde se libra la batalla por el “concepto de historia”,
Benjamin tiene a la vista no sólo dos, sino tres adversarios: además del
progresismo y el historicismo, está también el fascismo. Y es un hecho
absolutamente decisivo que no se pueda encontrar al tercero en el mismo nivel de
los otros dos. Me refiero primeramente a éstos.
1. El progresismo es, por decir así, la figura del adversario introyectado,
subrepticiamente infiltrado en las propias filas, en el propio ánimo. Define ese tipo
de concepto de la historia que inspira a los “camaradas”, a los “compañeros de
ruta”, y que los mantiene a salvo de la desesperanza y la desesperación, aun medio
de la derrota más desoladora, puesto que los hace confiar en el despliegue de una
necesidad infaltable e ineluctablemente positiva en la historia. El “progresista” es
un optimista contra viento y marea, que remite al futuro el sentido salvífico de
todo revés y todo dolor, protegiéndose, así, de su inclemencia. Las “tesis” han sido
escritas ante todo para erradicar de la conciencia teórica y política de las “fuerzas
progresistas” precisamente el optimismo del futuro. En contra de éste debe
insistirse en la irremisibilidad del pretérito. Pretender que éste, en su manquedad,
De lenguaje, historia y poder 162
pueda ser justificado por la dicha o la justicia venidera es, a fin de cuentas, hacerse
cómplice de las fuerzas que cancelan la posibilidad de tal advenimiento y
renunciar a la vez a la posibilidad misma de pensar lo histórico.
Pero el debate con el progresismo no sólo compromete a los pronunciamientos a
menudo supinamente ingenuos de la socialdemocracia, sino también a sus
supuestos remotos. Pues la fe que anima a esos pronunciamientos —y al son de
cuya tonadita encantadora, quiéraselo o no, se allana a mecerse también, a fin de
cuentas, el corazón del revolucionario— tiene una larga proveniencia. La noción de
progreso es el núcleo de una filosofía de la historia que se presenta como la forma
secularizada de una teología de la historia. Para ésta, representada ejemplarmente
por la monumental De civitate Dei de Agustín de Hipona, la historia se consuma —
y por ello es distinta a la naturaleza, determinada cíclicamente—, y se consuma en
la salvación, que suprime la historia resolviéndola en su sentido trascendente; de
ahí que el sujeto de la historia sea Dios. El concepto de progreso es, pues, la versión
secularizada de la salvación, versión que presupone como sujeto de la historia a la
humanidad, e inscribe el telos de la historia en ella misma. El concepto de progreso
cimienta, pues, una concepción teleológica de la historia. La clave epistemológica de
esta concepción consiste en deslizar bajo el acontecer histórico particular un
principio apriorístico del desarrollo histórico, que discierne lo conocible (lo
universal, lo legal) de lo insignificante, prescindible (lo particular y accidental): el
telos inmanente se concibe como la realización plena de este principio, ya sea que
se lo suponga susceptible de actual cumplimiento o sólo se la piense como objeto
de aproximación indefinida.
2. El historicismo es el adversario teórico de la propia intención benjaminiana de
erigir el concepto de la historia sobre la eficacia frágil, diferida y diferidora, del
pasado. Ofrece el paradigma de un trato conservador con éste. En tal sentido, el
designio de Benjamin va dirigido a evidenciar que este trato no es genuino, es
decir, que no rescata el pasado como pasado, sino que, por una parte, intenta
revivirlo desde un interés dominante del presente, y, por otra, acumula los hechos
históricos en un tiempo homogéneo y vacío, haciéndolos capitalizables, así,
precisamente para aquel interés. Su categoría fundamental es la tradición, su
evaluación del proceso histórico, la decadencia. Precisamente esta noción señala el
punto en que el historicismo se separa del progresismo, compartiendo con él, sin
embargo, la misma matriz. A diferencia del universalismo teleológico de la teoría
del progreso, el historicismo quiere conocer las individualidades históricas
(pueblos, nacionalidades, épocas, estilos, instituciones, personalidades, etc.) sin
subsumirlas bajo una verdad apriorística que tienda a borrar en el devenir
histórico, precisamente, la verdad de lo particular. Para el historicismo, cada época
De lenguaje, historia y poder 163
es “inmediata a Dios”, y esto quiere decir —como argumentaba Ranke— que su
sentido, su “valor”, no está en lo que resulte de ella, sino en ella misma. Con esto, y
a pesar de su oposición al teleologismo del progreso, el historicismo lleva la
inmanentización aun más lejos. Contra el interdicto aristotélico, se propone como
“ciencia de lo individual”, en la medida en que pretende poseer la clave
epistemológica de acceso a la individualidad histórica en el concepto de vida
(espiritual) y en el método de la empatía. El conocimiento histórico se concibe,
entonces, como un proceso de compenetración con el pasado, que hace abstracción
de la distancia temporal que separa a aquél del presente de su conocimiento. Su
ideal epistemológico es conocer la individualidad histórica mejor de lo que ella se
conoció, y así “revivirla”, es decir, justificarla.
Este método empático es lo que Dilthey formalizará filosóficamente en el
concepto vivencial del comprender (Verstehen), que establecería la peculiaridad y la
originalidad epistemológica de las ciencias del espíritu frente a las ciencias de la
naturaleza. Tanto en el historicismo como en Dilthey, el comprender articula un
círculo de familiaridad, construye un lazo de identidad para el cognoscente y lo
conocido, que tiende a suprimir todo momento de extrañeza. Este, sin embargo,
tendría que hacerse sentir tan pronto como el cognoscente se reconozca
posibilitado y condicionado —junto con su conocimiento— por la diferencia
tempórea que se abisma entre él y lo conocido. En este sentido es oportuno referir
el correctivo ontológico-hermenéutico introducido en este concepto, bajo
inspiración heideggeriana, por Gadamer. Dice éste que “la posición entre extrañeza
(Fremdheit) y familiaridad (Vertrautheit) que lo transmitido tiene para nosotros es el
"entre" (das “Zwischen”) entre la objetividad separada, historialmente intencionada,
y la pertenencia a una tradición. En este “entre” está el verdadero lugar de la
hermenéutica”.173 La instalación del comprender en este “entre” sugiere la
posibilidad de una pérdida irremisible, que no sólo constituye a lo conocido, sino
también al sujeto que conoce, determinando en éste un momento de ausencia que
no puede ser reducido.174
Justamente esta pérdida es lo que el historicismo no quiere admitir como la
condición de su conocimiento. Y este mismo rechazo, este mismo gesto protectivo
173H.-G. Gadamer, Wahrheit und Methode, Tübingen: Mohr (Siebeck), 19692, p. 279.
174Por cierto, no puede decirse que Gadamer haga valer el momento de esta pérdida en toda su
envergadura. Su modelo sigue siendo el reconocimiento y la pertenencia, agudizado, sin duda,
como reanudación creadora de la tradición, pero acreditado finalmente a partir de un valor
originario de familiaridad. La “extrañeza” es concebida aquí sólo en relación al proceder
distanciador y objetivante acuñado en el paradigma de la ciencia natural, y no se la piensa como
una diferencia inherente a la propia temporalidad histórica.
De lenguaje, historia y poder 164
y autoprotectivo, es lo que hace de él, en términos de política del conocimiento, el
concepto conservador de la historia. De aquí resultan grávidas consecuencias para
su propia situación epistemológica. Si su propósito frente al progresismo es
justificar la individualidad histórica que aquél tiende a obliterar, lo hace a costa de
una reduplicación de la injusticia: también él olvida lo que el libro sobre el drama
barroco llama lo “extemporáneo, penoso, fallido [que la historia] contiene desde un
comienzo”.175 Con esto queda en evidencia que el historicismo no se aparta de la
idea de una historia universal, sino que “culmina” en ella. 176 Sólo que tiene que
estructurarla a partir de la relatividad de las múltiples historias parciales. De ahí
que “su proceder es aditivo: suministra la masa de los hechos para llenar el tiempo
homogéneo y vacío”.177 En su contra es preciso insistir en el retorno de lo sido, que
vuelve como irremisible.
La diferencia entre una y otra concepción no consiste, por lo tanto, en el
desideratum de la historia universal, sino en el modo como ésta se concibe y se
proyecta. Mientras el teleologismo del progreso lo hace constructivamente —y esto
quiere decir: deductivamente, a partir de un principio a priori del despliegue
histórico—, el historicismo procede por adición —y esto quiere decir:
inductivamente, a partir de la pluralidad de individualidades históricas que
pueden ser atesoradas en el conocimiento empático o comprensivo—. Así como la
verdad epistemológica de la teoría del progreso es el idealismo, la de la concepción
historicista es el positivismo. Para ambas la verdad de la historia no es en sí misma
histórica, sino intemporal, “eterna”, ya sea que se la localice en la eternidad del
pretérito, como hace el historicismo, 178 ya en la eternidad del futuro, como hace el
progresismo. Pero justamente esto significa que ninguno de los dos posee un
175 Cf. el pasaje ya citado del Ursprung des deutschen Trauerspiels, G.S., I-1, p. 343. Conviene recordar
que Hegel sentaba la necesidad de hacerse cargo de esta mirada, de esta relación de “duelo”
(Trauer) con lo acaecido, para fijar el punto de partida de la filosofía de la historia. Lo que esta
mirada tiene “ante los ojos [es] [...] la concreta imagen del mal [...] en su máxima existencia en la
historia universal. Cuando consideramos la masa de las particularidades acontecidas, se nos
aparece ésta como una mesa de sacrificio sobre la cual son inmolados los individuos y pueblos
enteros; vemos hundirse lo más noble y más bello. Ninguna ganancia efectiva parece haber
resultado y a lo sumo parecen quedar todavía ésta o aquella obra perecedera, que lleva en la frente
el sello de la corrupción y pronto será desalojada por otra igualmente perecedera” (G. W. F. Hegel,
Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, v. I, Die Vernunft in der Geschichte, hg. v. Johannes
Hoffmeister, Hamburg: Meiner, 19555, adición del semestre de invierno 1826/27, p. 261). Por cierto,
en Hegel semejante “duelo” es levantado por la forma soberanamente fuerte de consuelo que ofrece
la razón.
176 Cf. Tesis XVII.
177 Ibid.
178 Cf. Tesis XVI.
De lenguaje, historia y poder 165
concepto crítico del presente. Por eso, en última instancia, y a despecho de la
diversidad de sus intenciones, conspiran en promover una visión de la historia
desde el supuesto de un presente de identidad, que inevitablemente se distiende
como “tiempo homogéneo y vacío”. Esto implica, tal como sugerimos antes, una
ontologización del presente, bajo la cual se consolida una naturalización de la
historia, cuyo remate es la idea de la continuidad. Pero la continuidad sólo es
posible en virtud del olvido de lo truncado, y este olvido, que de ningún modo es
“natural”, es provocado y mantenido por la fuerza que domina (en) el presente. De
esta suerte, tanto el progresismo como el historicismo consagran, como
conocimiento histórico, no el recuerdo, sino el olvido, y al hacerlo, sellan su
complicidad, voluntaria o no, con los dominadores. La complicidad es, pues, una
categoría fundamental de la epistemología política benjaminiana. Decisivo es
percibir el abismo a cuyo borde prospera esa complicidad.
El fascismo, como adversario, es enteramente distinto a los anteriores. No se
encuentra —ya lo decía— en su mismo nivel. Instala algo inédito: no propone
ningún concepto de la historia, sino que se relaciona con ésta como el factum
brutum de la actualidad. Si pudiera hablarse de un concepto de la historia que le
fuese congruente —pero que él mismo no se preocupa de elaborar, porque le
queda superfluo,— éste sería el concepto del (f)actualismo. O, dicho más
económicamente, el fascismo reduce la historia a facticidad. De este modo, trae
consigo, no el mentís de las nociones heredadas, sino precisamente el remate de la
concepción continuista de la historia, ofreciendo el absoluto de la dominación.
Suyo es el instante vertiginoso de la igualdad de poder y ser, que sólo necesita
realizarse para evidenciar su crasa falsedad, puesto que sigue siendo
imprescindible un exceso de poder —como páthos de la aniquilación— para
sostener esa igualdad. Con ello determina la urgencia. A fin de sopesar esto, es
preciso entender la facticidad como el limes de lo histórico. 179 Ella designa, con
179 Benjamin entendía que es tarea prioritaria del pensamiento crítico resistir el hechizo de la
facticidad. Una carta extensa dirigida a Adorno, desde París, el 9 de diciembre de 1938 a propósito
del trabajo sobre Baudelaire (Charles Baudelaire. Ein Lyriker im Zeitalter des Hochkapitalismus, 1938/39)
expresa con entera lucidez, y bajo la forma de una diferenciada inteligencia del temple filológico, el
peligro que amenaza a ese tipo de trato con la historia que quiere mantenerse atento a la huella, a lo
nimio, lo fugaz: “Cuando habla usted de una «presentación asombrada de la facticidad», caracteriza
la actitud genuinamente filológica. Esta tenía que ser incorporada a la construcción no sólo por sus
resultados, sino por sí misma. De hecho, la indiferencia entre magia y positivismo, tal como usted
formula atinadamente, tiene que ser liquidada. En otras palabras: la interpretación filológica del
autor ha de ser superada por los materialistas dialécticos de modo hegeliano. — La filología es esa
testificación ocular de un texto que se allega a los detalles, y que fija al lector mágicamente a [ese
texto]. Lo que Fausto trae a casa en blanco y negro y la devoción de Grimm por lo pequeño están
De lenguaje, historia y poder 166
exactitud atroz, el punto en que la historia se convierte en mito (en rígida
naturaleza). El fascismo sería, pues, el programa de la conversión de la historia en
naturaleza, cifrado en la (pre)potencia de la facticidad, como petrificación del
acontecer histórico, y como éxtasis horrendo de esta misma petrificación. Desde
luego, semejante conversión pertenece al despliegue de todo dominio, que busca
su legitimación acendrándose. Pero con el fascismo adviene algo que quizá podría
llamarse la forma bruta de la dominación. Y en ella se retrata la verdad no deseada
de progresismo e historicismo, que los devela, ya no como concepciones, como
pautas de inteligibilidad, sino como mitos, rematadamente incapaces de hacerse
cargo de ese advenimiento.
“El asombro porque las cosas que vivimos sean «todavía» posibles en el siglo
veinte —dice Benjamin en la “tesis” VIII— no es ningún [asombro] filosófico. No
está al inicio de un conocimiento, como no fuese de que la representación de la
historia de la cual proviene ya no puede sostenerse.” El fascismo es el fin de la
filosofía de la historia. Emblema de este fin es el estupor del “ángel de la historia”,
que sabe lo esencial de la historia —la unidad siempre reanudada de su curso
catastrófico—, pero que, en su aterimiento, no puede cumplir la catástrofe de la
catástrofe. Embargado de estupor, sigue todavía enredado en la trampa eólica del
asombro que originó a la “filosofía de la historia”.
En lo que precede, mencioné, un poco al pasar, lo que en verdad son los dos
dilemas en vista de los cuales debe definirse, por principio, el estatuto de toda
“filosofía de la historia”. Uno es el problema teórico del conocimiento de lo
individual, otro, el problema práctico de la justificación del mal y del dolor; el
historicismo se afana por dar satisfacción al primero; el progresismo sueña con
haber resuelto el segundo. Pero si aquel acaba por reducir la naturaleza quebradiza
de lo singular histórico en el arbitrio embelesado del memorioso, el último confía a
la legalidad que él mismo proyecta saldar la penosa hipoteca del pasado, a fin de
que pueda ser levantada, o gozados sus réditos, por hipotéticas generaciones
estrechamente emparentados. Tienen en común el elemento mágico, que le está reservado a la
filosofía exorcizar, aquí, en la parte conclusiva. El estupor, escribe usted en su Kierkegaard, anuncia
«la intuición más profunda sobre la relación entre dialéctica, mito e imagen». Me sería fácil, quizás,
apelar a este pasaje. Por el contrario, quiero proponerle una corrección (que tengo en vista, por lo
demás, para otra oportunidad, a propósito de la definición [con esto inmediatamente] vinculada de
la imagen dialéctica). Pienso que debería decirse: el estupor es objeto (Objekt) sobresaliente de una
tal intuición. La apariencia de la cerrada facticidad que es inherente a la investigación filológica y
que fascina al estudioso, se desvanece en el [mismo] grado en que el objeto (Gegenstand) es
construido en perspectiva histórica. Las líneas de fuga de esta construcción convergen en nuestra
propia experiencia histórica. Con esto, el objeto se constituye como mónada. En la mónada cobra
vida todo lo que como señas textuales yacía en mítica rigidez” (W. Benjamin, Briefe, p. 795).
De lenguaje, historia y poder 167
futuras. Verdad y justicia persisten escindidas. Bajo el apremio del fascismo,
Benjamin se dejó asaltar por un pensamiento que pensaba el cruce de esos dos
dilemas y que, desde esa encrucijada, abría la posibilidad de pensar la historia y de
pensar históricamente más allá de la época del fin de la filosofía de la historia.
Caracas, febrero de 1993 y
Santiago, noviembre de 1995
NIETZSCHE Y EL PENSAMIENTO
DE LA “ÚLTIMA VOLUNTAD”:
UN APUNTE180
El título inscrito en el pórtico de esta reunión conmemorativa habla del “legado
de Nietzsche”. Expresamente nos invita a reconocer, a repasar, a establecer y
debatir los abundantes ítems de semejante “legado”. Pero también nos llama, más
recatadamente, a reparar sobre su propia fórmula. Hacerlo es como demorarse en
el umbral. Quisiera incurrir en tal demora, y sólo eso: creo que, en el presente caso,
el empleo de la fórmula no debiera pasar desapercibido. En su convencionalismo
aparentemente inocuo sugiere algunas cosas que merecen atención. Permítaseme
ofrecer nada más que un croquis de esas cosas.
De suyo es problemático determinar qué puede ser el legado de un filósofo. Lo
usual es que se levanten disputas al respecto, jamás exentas de malos entendidos,
pertenezcan éstos a la categoría de los obtusos o a la de los fértiles. Y aun cuando
se crea poseer el epítome del saber que un filósofo ha suscitado, no se puede
excluir que una nueva penetración en lo meditado por él, posibilitada por un
nuevo modo de pensar, altere radicalmente la fisonomía que nos habíamos
acostumbrado a atribuirle. Esta dificultad se hace todavía mayor en el caso de
Nietzsche.
Considerada la cuestión, entre tanto, desde un punto de vista general, ¿qué se
puede decir que sea aquello que lega un filósofo, qué deja a la posteridad? ¿Son
acaso conceptos, fórmulas, preceptos, conocimientos, visiones determinadas del
mundo? ¿Entrega, pues, posesiones, específicas posesiones de saber? Seguramente
todos admitirán que aun el más sistemático, el más enciclopédico de los filósofos
lega principalmente problemas, preguntas, aporías. Y a esto se tendría que agregar:
aun el filósofo más tentativo, el más rapsódico, deja como rastro indeleble suyo el
hilo consistente de un modo, un sesgo de pensar. Sea una cosa o la otra, o, más
bien, puesto que siempre es una cosa y la otra, trátase, en una palabra, de tareas. El
legado de un filósofo es una tarea. En la medida en que el filósofo piensa, lega el
180Intervención en la mesa redonda “El legado de Nietzsche, I”, Universidad de Chile, 19 de
octubre, 1994.
De lenguaje, historia y poder 169
pensamiento como tarea. ¿Podemos decir que sepamos efectivamente lo que
encierra este don? En todo caso, el primer encuentro con la tarea ocurre en el texto
que el filósofo ha producido, debido a que éste es la cifra de su pensamiento. Por
eso, a partir de ese encuentro, la tarea se configura, primeramente, como la tarea de
leer la cifra, lo que significa, de acuerdo a la esencial ambivalencia que determina a
toda lectura, comprenderla y mal entenderla, comentarla y criticarla, interpretarla
y transformarla. Es cierto que se puede llegar incluso a identificar completamente
la tarea que el filósofo lega con el mandato de leer su obra: de laborar en su
constante conservación y restauración, como si fuese posible guardar su condición
incólume, como si una pura univocidad se hubiese difundido originariamente en
ella, como si legado y verdad pudiesen coincidir perfectamente en un punto. A
pesar de lo ingenua que resulta esta minuciosa pretensión de burlar la mencionada
ambivalencia, no podrá desconocérsele su necesidad, puesto que ella nutre la
condición bajo la cual se hace posible reanudar una y otra vez la efectiva tarea:
aprender, en la controversia con aquella cifra, el deletreo de las preguntas propias,
el diseño del propio sesgo. Pero sea cual fuere la opción que cada cual tome al
respecto, el texto del filósofo se constituye en algo así como el instrumento de su
legado: hay, pues, al menos un sentido en que no le es ajena la índole
testamentaria.
No obstante, suele pasar que el legado de un filósofo se constituya un poco
accidentalmente por lo que atañe a las intenciones que él ha tenido. No me refiero
únicamente al mayor o menor margen de libertad —y aun de arbitrariedad—
interpretativa que los sucesores se consientan respecto de su obra. Es que el
filósofo no acostumbra a hacerse cargo de que la suya es una obra de la que
dispondrá un futuro que no tiene por qué ser siquiera similar al presente en que
fue configurada. Aquel que —por comodidad de abreviatura— podríamos llamar
el filósofo tradicional181 se relaciona con su obra ante todo en su presente. No se
ocupa tanto de su porvenir, como no sea bajo especie de una prolongación de ese
presente, como perennidad de la verdad alcanzada, o como acentuación o
despliegue suyos. No acostumbra a considerar que el porvenir es algo más que su
futuro, que la verdad del porvenir consiste en llevar en sí el índice de una
diferencia irreducible a ese presente que es el suyo; no es proclive a registrar el
hecho de que esa diferencia ha empezado a obrar, más o menos perceptiblemente,
en su texto. Desde el punto de vista del filósofo tradicional, la verdad que él ha
llegado a saber —y que, desde luego, se cuida de no igualar sin más con la
181Es notorio que hablo de un tipo con respecto al cual cabe medir (pero nunca igualar) las actitudes
de los concretos “filósofos tradicionales”.
De lenguaje, historia y poder 170
sabiduría (y tampoco con su texto)— tiende a sustraerse, aunque él tenga la
conciencia de su carácter histórico, de su propia temporalidad.
Quizá esta caracterización brevísima ayude, por contraste, a perfilar la situación
de Nietzsche en vista de su “legado”. Siendo Nietzsche el más azaroso de los
filósofos, es decir, aquél que ha —literalmente— incorporado el azar como condición
de su pensamiento (es decir, aquél que ha hecho cuerpo del azar, y que ha radicado
en el azar del cuerpo la posibilidad de su pensamiento), a pesar de ello (o por ello
mismo) ha meditado de una manera inéditamente rigurosa e irrestricta la
inexorable necesidad que obra en un legado, y, sobre todo, la que obra en su obra
—abrupta, entrecortada y pendiente— como legado. Nietzsche ha intentado
pensar la temporalidad que determina a todo pensamiento. Al hacerlo, en lugar de
abandonar a la posteridad la responsabilidad y el usufructo de su obra, ha
convertido a ésta en una clave enigmática en que la posteridad habría de aprender
a responsabilizarse por sí misma. Nietzsche es —y éstas son sus propias
precisiones, debidas al saber que tenía acerca de su peculiaridad—el pensador
intempestivo y el pensador póstumo. Me parece más o menos obvio que, al
aplicarse a sí mismo estos términos, Nietzsche no pensaba en designarse como
aquel tipo de pensador que se adelanta a su tiempo, que no tiene en éste su
actualidad, pero que sí puede llegar a tenerla en otro presente, como si hubiese
para su discurso destinatarios adecuados.182 La idea nietzscheana del destinatario —
expresada, por ejemplo, en el paradójico “todos y ninguno” que invoca el subtítulo
del Zaratustra— desvirtúa por ilusoria esa adecuación. Entonces, en lugar de
presagiar ésta, con esos giros indicaba la potencia de irrupción del pensamiento en
todo presente: en contra de lo que podría suponerse apresuradamente, pensar la
temporalidad que determina al pensamiento no consiste simplemente en estipular
la relatividad histórica y la circunscripción en última instancia local de los diversos
esquemas intelectuales en que los humanos tratan de apresar la “realidad” o “lo
que hay”. Pensar la temporalidad del pensamiento implica sobre todo percibir en
éste la huella de la irrupción del tiempo como tal, distinto a todo suceder y a todo
momento intra-temporal (ex-temporáneo, pues, en este sentido), entender que sólo
en virtud de la ocurrencia del pensamiento hay una ocurrencia en general. Sólo
que es muy raro que ocurra pensamiento. Por lo que toca a la posibilidad de un
presente que pudiera por fin reconocerse en lo que Nietzsche dejó pensado y por
pensar, cabría quizá decir que, si a una posteridad le pudiese estar reservada la
gracia de entender a Nietzsche —como él mismo quiso presagiar, pero acerca de lo
cual dejó claramente establecido que en todo ser comprendido hay algo de
182 Y no falta quien supone que ese presente sería el nuestro, de sedicentes posmodernos.
De lenguaje, historia y poder 171
injurioso—, este entendimiento implicaría para ella un extraño reconocimiento, una
verdad alteradora, un saber de sí como otra: tendría que ser ella una posteridad
póstuma para sí misma.
Acuñada en la matriz extemporánea, la obra de Nietzsche es un legado en
sentido eminente: ha sido deliberada y escrita como legado, ha incorporado como
condición de su pensamiento su temporalidad, grabando la huella de su porvenir
(y, ciertamente, no sólo de su porvenir, sino también de su procedencia) en la piel
de su presente ya siempre diferido. La índole testamentaria no sólo está implicada
en su texto, sino que éste la asume expresamente. Ese texto es, pues, ineludible de
una manera peculiar. No es sólo la cifra a la que es preciso volver en cada caso
para establecer lo que, a través suyo, el pensador ha querido decir, la verdad a la que
apunta, sino que en él mismo se hace posible determinar la relación y la tensión y
el desequilibrio esenciales entre el legado y la verdad.
La obra de Nietzsche es, explícitamente, un testamento. Pero un testamento es
un pensamiento de la voluntad, y esto tiene al menos dos sentidos, que son los dos
en que cabe entender este genitivo. En el primero, que es el que mejor conocemos,
el testamento es, bien mirado, una cosa inquietante: en virtud del testamento
delego la ejecución de mi voluntad —de mi “última voluntad”— en otros; pero con
ello comprometo a estos otros a dicha ejecución; el compromiso reclama de éstos
que renuncien a su voluntad —por lo menos en los precisos puntos estipulados— a
fin de que la mía se cumpla. Este tipo de testamento, en cierto modo, inmortaliza la
voluntad del que testa: si de ningún modo es poderosa a abolir la condición
efímera del portador individual de esa voluntad, en todo caso sustrae a esta última
de la condición perecedera y condenadamente particular del sujeto azaroso y, con
ello, tiende a sustraer la temporalidad del pensamiento de la voluntad: puesto que
le depara la publicidad y la memoria, le confiere ese tipo de permanencia que los
humanos suelen atribuirle a lo verdadero. Semejante tendencia no es accesoria, ni
sólo concierne a aquél que lega. Si la “última voluntad” es comprometedora en el
modo que he señalado, la voluntad del que testa se convierte entonces en el criterio
que determina como voluntad la voluntad de los deudos, que dictamina la
condición bajo la cual ésta puede ser acreditada como una verdadera voluntad. Y si
esta voluntad verdadera —que, en lo inmediato, suele ser sólo puntual y
aleatoria— sabe y ejerce a sabiendas su condición de criterio, es decir, si filosofa, se
articula entonces como voluntad de verdad.
Podría decirse que esta forma testamentaria es la que recelaba Nietzsche como la
forma del saber occidental, tal como fue establecida por Sócrates, aquel único
pensador que permanece, en cuanto a lo que resolvió por sí para sí mismo, como la
pura idea de un legado sin testamento. Sócrates se sacrifica para que su voluntad
De lenguaje, historia y poder 172
de verdad se haga inmortal, y para que en su nombre —que no es otro que el
nombre de esta voluntad— la posteridad renuncie a la suya, es decir, a la
multiformidad de ésta, en favor de esa única y dominante acuñación. Tal
inmolación es irónica, y su ironía es un envite desde el cual viene primeramente a
constituirse una posteridad para el saber filosófico, abocada a hacerse cargo de la
cuestión del legado bajo la condición de la verdad. Y tuvo Sócrates, desde luego, al
más astuto de los albaceas, al supremo redactor de testamentos. Platón supo sellar
el compromiso.
Contra esta forma testamentaria se habría vuelto Nietzsche, entonces,
promoviendo, produciendo otra, inaudita: una forma no compromitente, sino
prometedora.
Una precisión a propósito de esta diferencia parece indispensable. Para este fin
creo oportuno apelar al enunciado de la “tarea paradójica” que, según Nietzsche,
se habría propuesto la naturaleza en vista del ser humano: “criar un animal al que
le sea lícito prometer”.183 Me inclino a barruntar en esta sentencia la dualidad de
compromiso y promesa que estoy interesado en sugerir. Sé que es posible
reprochar a este barrunto algo de sobre-interpretación si se lo compara con lo que
Nietzsche parece expresamente significar con esa sentencia, pero quizá un poco de
exceso interpretativo no esté de más. En todo caso, me parece obvio que la patente
provocación filosófica que trae la fórmula estriba en que es una versión crítica y
alteradora de la idea que la gran tradición de la filosofía se hace del hombre como
zóōn lógon échon, animal rationale. La clave de esta crítica reside en la interrogación
del “tener” (échein) implicado en esta definición: ¿qué da el derecho a este tener? La
fórmula clásica determina al hombre como el viviente que se mantiene en los
límites de su ser en cuanto se atiene a la tenencia de la palabra (la razón) que lo
distingue, y en cuanto que despliega ese atenerse en la acción y la relación. Pero
¿en qué razón se funda el “tener razón” que caracteriza al ánthrōpos? En la revisión
nietzscheana, el hablar (sprechen) no es una condición primigenia a partir de la cual
se determina la esencia y la presencia de lo humano, sino una capacidad que sólo
es efectiva en cuanto que se ejerce (versprechen)184, y, sobre todo, que sólo llega a ser
esencial en cuanto se tiene el derecho a ejercerla; el lógos se desdobla críticamente
en la performance del habla articulada y articuladora (racional) y el derecho a ese
183 “Ein Tier heranzüchten, das versprechen darf”: es la frase inaugural del segundo tratado de la
Genealogía de la moral (“«Culpa», «mala conciencia» y afines”); cf., en la ed. Schlechta, II, p. 799
(München: Hanser, 1966).
184 Aludo al sentido resultativo que el prefijo ver- confiere a la acción señalada por el verbo, y
sugiero la posibilidad de entender el “prometer” no sólo como un rendimiento lingüístico entre
otros, sino como el rasgo fundamental de todos ellos.
De lenguaje, historia y poder 173
habla: échein remite, pues, a un derecho que es forma primordial del lógos, anterior
a la forma lógica de la apóphansis. Pero este mismo derecho no es originario: se
adquiere cuando lo hablado —la palabra— es mantenido, cuando compromete el
futuro como el presente de lo dicho en esa palabra, y esto quiere decir, cuando la
palabra una vez dicha se convierte en la determinación unificadora y articulante de
la voluntad, en el principio identitario de su permanencia en el tiempo, y, así, de la
conformidad del tiempo consigo mismo. Ello ciertamente exige la procuración de
una capacidad memoriosa, es decir, del poder de anudar cada presente al pretérito
de la palabra “una vez dicha”, y de amarrar a ese nudo la forma general del futuro.
Semejante nudo sería eso que llamo compromiso. Aunque no pretendo que estas
señales posean una específica utilidad hermenéutica para el abordamiento del
texto al que las asocio, no creo descaminado entender que es a esta forma
compromitente del lícito prometer a la que liga Nietzsche los fenómenos
fundamentales de la culpa y la mala conciencia. En todo caso, una más ceñida
comprensión de la forma misma puede proporcionarla una alusión al tema del
pacto, que Nietzsche menciona en ese contexto. Pues, en efecto, el compromiso
tiene la forma de un pacto, y en esa misma medida tiene por fundamento el
enunciado de ese pacto (la palabra “una vez dicha”). El enunciado del compromiso
es, entonces: vinculo mi voluntad a la necesidad de actuar conforme a lo estipulado
en el enunciado del pacto. De ahí que la forma del compromiso sea la conformidad,
la correspondencia entre actos y enunciados, basada en el pacto como acto
fundamental de igualación. En esta conformidad el sujeto mismo se constituye en
cuanto es aquel que se deja determinar (y, así, se hace en adelante determinable,
predecible) por el compromiso; la ley de su propia consistencia es la conformidad y
coherencia de actos y enunciados, sostenida como principio articulador y
unificador de la voluntad. Así, el compromiso pone el acento en la licitud del
prometer, más bien que en el prometer mismo, al someterlo a la ley de la
conformidad, es decir, al conformarlo a la ley. A partir de este sometimiento, la
apelación a esa licitud es también, simultáneamente, el reconocimiento de una
deuda originariamente contraída (la palabra empeñada que, a plazo establecido,
será cobrada infaliblemente). El compromiso establece, pues, deberes, no tareas.
Pero ¿no se construye la memoriosidad vinculante del compromiso a partir del
olvido de algo que pertenece indiscerniblemente al prometer? ¿No persiste un
rasgo decisivo de la promesa, sepultado, de este lado de todo pacto y de todo
compromiso? Pues la promesa misma —el acontecimiento del prometer— no se
funda en el enunciado de ningún pacto. Si hubiera que referirla a un pacto, tendría
que ser como el origen que en éste debe ser puesto en forma, pasado en limpio; y
esto significa simultáneamente: reducido a una fórmula memorable, administrable,
De lenguaje, historia y poder 174
legal. Si la promesa tiene que ver con el pacto, no es como su resultado, sino como
su condición, la misma que éste debe comprimir en fórmula, la misma que, al
hacerlo, debe éste olvidar constitutivamente. En su pura fuerza conativa, es, a la
vez, el origen del pacto y lo que esencialmente ha de quedar olvidado para que
pacto y compromiso sean posibles. En su pura fuerza conativa, una promesa no
tiene forma, sino que la propone y, con ella, ciertamente, propone una licitud, pero
se mantiene abierta con respecto a ésta, oscilando en el riesgo de su propia
caducidad, del albur de ser insostenible, de su enormidad o descomedimiento.
Pues, a diferencia del compromiso, que supone el establecimiento de una
mensurabilidad fundamental —la conformidad a que aludía antes—, la promesa se
sustrae a todo patrón y a toda regla, porque los precede, porque ella misma se
envía anticipadamente por respecto a la fijación de una medida, cualquiera que
sea; se parece, por eso mismo, a la apuesta. Sólo cabe prometer aquello cuyas
condiciones totales de cumplimiento no se saben ni pueden saberse. Por
consiguiente, su palabra es una que se da, no que se empeña, y permanece
suspendida en el vilo de ese don. Y si lo que se llama una tarea, considerada como
tal, exige ser pensada a partir de la condición imborrable de su incumplimiento, de
la imposibilidad de su adecuado cumplimiento, 185 se tendría que decir que la
promesa establece tareas, no deberes.
En la promesa, no en el compromiso, estaría depositada, pues, toda la fuerza de
lo póstumo. 186 Con ella asoma un distinto, un nuevo status de la voluntad. Cuál sea
185 Lo que trato de señalar con esto es que la promesa introduce en el mundo algo inédito, sin
precedente: así como la asignación de una tarea genuina es un envite para la inventiva y la
improvisación, es decir, para habérselas con las nuances jamás anticipables de la experiencia, lo
advenidero y lo contingente, tampoco existe ningún patrón establecido que suministre la medida
conforme a la cual pueda decidirse si una promesa se ha cumplido o no en estricta conformidad con
lo prometido, o, lo que equivale a decir lo mismo, la satisfacción eventual tiene la índole del
hallazgo.
186 No me parece inoportuno relacionar la idea de lo póstumo con el tema, fundamental en
Nietzsche, de un sobrepujamiento de lo humano, tal como se lo indica, por ejemplo, en el parágrafo
7 del Prefacio a la Genealogía; ese parágrafo conjetura el peligro decisivo que la conmensurabilidad
moral traería consigo, a saber, la inhibición de “una, en sí posible, suprema poderosidad y esplendidez
del tipo hombre”, o, tal como proclama el Zaratustra, que el hombre es una cuerda tensada sobre el
abismo entre animal y sobrehombre, un puente y no una finalidad (cf. Also sprach Zarathustra,
Prefacio, § 4). Sobre estas bases podría presumirse también una doble lectura de aquélla que llama
Nietzsche la “paradójica tarea” que la naturaleza se ha planteado a propósito del ser humano: no
sólo paradójica en vista de las condiciones —el carácter esencialmente olvidadizo (la Vergeßlichkeit)
de la criatura, como presuposición de su propio vivir—, sino también en vista del resultado; pues la
promesa que el hombre es, antes de todo encuadre en el marco compromitente de la licitud, no
puede ser cumplida por el hombre mismo, pero sí con el hombre, que en tal satisfacción es a la vez
De lenguaje, historia y poder 175
éste puede avistarse volviendo a la cuestión del testamento, y precisamente de ése
que sería promisorio. Porque un testamento no tiene que restringirse por fuerza a
ser un mandato (“esto haréis en mi nombre”), sino que puede ser una promesa
(“mi nombre os doy; haced de él lo que os plazca —a condición de que os plazca”).
El testamento compromitente, decía, pone la condición que unifica e identifica a la
voluntad; filosóficamente entendido significa esto —tal como traté de insinuar
antes— que la verdadera voluntad es la voluntad de verdad. Esta unificación e
identificación es reductora; resume insistentemente la pluralidad de impulsos y de
rostros de la voluntad, sancionando una de sus eventuales jerarquías como la
definitiva, la fundamental, aquella que debe de ser fijada porque posee el vigor de
una forma y un principio que se reservaría más allá del juego interminable de esos
rostros —o de esas máscaras—, de esos impulsos.
Pero ¿se puede detener ese juego? O bien —lo que remata en lo mismo— ¿cómo
hacer patente que el juego es irreprimible? Esta sería la cuestión que Nietzsche
resuelve con su testamento. Pues el suyo, el testamento promisorio, en lugar de
reclamar de los sucesores la renuncia a su voluntad, es decir, al polimorfismo de la
voluntad, los liberaría para ella. Esto supone desmontar la fijeza secular de la
voluntad de verdad, nutrida por la exigencia de un criterio para la voluntad. Un
testamento de esta índole realizaría el otro sentido del testamento, que es el otro
sentido del “pensamiento de la voluntad”, el menos conocido para nosotros, tanto,
que en la tarea de su realización tendríamos que desconocernos a nosotros mismos
y, en ese desconocernos, ser otros; tal otro sentido sería el más desazonador, en
consecuencia: el que nos arrancara de la sazón de lo humano para dispararnos a
otra sazón. Un testamento de esta índole sería el pensamiento de la voluntad. Este
pensamiento sería la rara ocurrencia que alteraría, que dislocaría insidiosamente el
fundamento mismo del pensamiento occidental, al punto de enseñar que éste no
ha sido sino desesperar del fundamento. (De ahí que el destino de occidente, en
términos nietzscheanos, sea el inexorable emerger de la experiencia del nihilismo.)
En esta medida, podría decirse, quizás, que la obra de Nietzsche es el
pensamiento de la “última voluntad”. Sólo que la ultimidad de ésta no es
teleológica ni escatológica. Tal ultimidad tiene más bien el carácter del paso, del
tránsito: posee la forma de una bisagra. La “última voluntad” sería la última
“figura” de la voluntad, su último “rostro” —o máscara—, el rostro aterrador que
la voluntad ve de sí en su propio espejo: “un monstruo de fuerza, sin principio, sin
fin, un firme, broncíneo grandor de fuerza, que no se hace más grande, ni más
tránsito y deceso.
De lenguaje, historia y poder 176
pequeño, que no se desgasta, sino sólo se transforma [...]”187 Pero en esta última
“figura”, en que la voluntad se piensa a sí misma sin criterio y, por ello, también
sin reservas, a descampado y sin meta, “a menos que haya meta en la dicha del
círculo”, la voluntad se desprende, por fin, también de sí misma, de su última,
posible cosificación, de su conversión en sujeto, norma o fundamento: el mundo
como “voluntad de poder” es, a la vez, el mundo “sin voluntad”. En la figura de la
“última voluntad” se encontraría, entonces, la posibilidad de entregar no una fija
posesión, una suma de bienes, sino de entregar la voluntad misma —como tarea.
Pero si se quiere recibir esta entrega —si quisiéramos ser los interpelados por la
promesa testamentaria— habría que aprender a desprenderse de sí mismo.
Santiago, octubre de 1994
187Esta cita y las que siguen provienen de un célebre fragmento —uno de los últimos,
cronológicamente— de los póstumos de Nietzsche: aquél en se trata de proferir y de considerar el
nombre del “mundo”, a saber, el nombre “voluntad de poder”. Cf. op. cit., ed. Schlechta, III, p. 916 s.
QUIASMA
—DE RETÓRICA Y FILOSOFÍA188
En sus lecciones sobre El discurso filosófico de la modernidad, Jürgen Habermas
dedica un amplio excurso crítico a la “disolución de la diferencia de géneros entre
Filosofía y Literatura”.189 Por su arista más polémica, la crítica de Habermas apunta
al programa deconstructivo de Jacques Derrida, pero no deja de vincularlo, a
través de los cortocircuitos de sus supuestos, premisas, paradojas, problemas y
aporías, con los proyectos de superación de la modernidad de Heidegger y Adorno
y, en última instancia, con la experiencia intelectual de Nietzsche. En esta
experiencia se encontraría, en verdad, el antecedente decisivo y la determinación
constante de la tentativa derridiana. Precisamente entre Nietzsche y Derrida se
trama una connivencia fundamental en torno al desmontaje de la estructura lógica
del discurso de la filosofía occidental (en cuanto metafísica) por medios retóricos.
En lo que concierne a la empresa de Derrida, un pasaje particularmente iluminador
—que contrasta el modus operandi del filósofo francés con el de Adorno,
preocupado de “identificar presuposiciones e implicaciones ocultas”— señala que
aquél “procede más bien en términos de una crítica estilística, extrayendo del
excedente retórico de significado que un texto que se presenta como no literario
debe a sus capas literarias, algo así como comunicaciones indirectas con las que el
propio texto desmiente sus contenidos manifiestos”. 190 Entiendo que es
perfectamente lícito pensar que, para Habermas, esta descripción de la “estrategia”
derridiana busca definir un cierto nivel de formalización de un proceder que ya
estaba en plenas funciones en la crítica nietzscheana a la metafísica. Sin duda, no es
el aspecto retórico de esta crítica lo que destaca Habermas cuando se refiere
188 Ponencia presentada al coloquio sobre “Nietzsche, más allá de su tiempo. 1844”, organizado por
el Instituto de Estudios Humanísticos de la Universidad de Valparaíso (5-7 de octubre de 1994). La
base del planteamiento aquí ensayado está formada por anotaciones que datan de un curso que
dicté en 1977, en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile.
189 J. Habermas, Der philosophische Diskurs der Moderne, Frankfurt/M: Suhrkamp, 1985; traducido al
castellano como El discurso filosófico de la modernidad, Madrid: Taurus, 1989, de donde extraemos las
citas. En esta versión el excurso en cuestión ocupa las pp. 225-254.
190 J. Habermas, op. cit., p. 229.
De lenguaje, historia y poder 178
directamente a Nietzsche, interesado como está en presentarlo, de manera más
general, como matriz y “plataforma giratoria” a partir de la cual se determinan los
programas ulteriores de crítica de la racionalidad metafísica, de sus formas y sus
derivaciones. Sin embargo, me parece que implica ese aspecto o que, en todo caso,
tendría razón en hacerlo; creo, además, que ha dejado tácita la necesidad de esa
razón, y que le han asistido razones en ello. En lo sucesivo, examinaré las
condiciones que, en Nietzsche, posibilitan esta implicación.
Para precisar el punto que me interesa, conviene considerar un pasaje casi
inmediatamente posterior al previamente trascrito, y que describe el carácter
operativo de aquella crítica: “Así, a un intérprete sólo le resultan accesibles
aquellas limitaciones de un texto filosófico, constitutivas del conocimiento de que
éste puede ser portador, cuando trata al texto como lo que éste no querría ser —
como texto literario”.191 ¿Qué significa que un texto (filosófico o científico, o
también político, moral, religioso) no quiera ser tomado como texto literario? Con
esto no se trata únicamente de preguntar por las identidades discursivas que se
definen a propósito de las inscripciones genéricas o categoriales de los textos sobre
una pauta o una cartografía prefijada, sino por ese querer que, si interpretamos
adecuadamente las intenciones de Habermas, sería constitutivo, precisamente, de
tales inscripciones; se trata, pues, de preguntar por ese querer y por el posible
saber que permitiese determinarlo al margen de toda equivocidad.
Precisamente esta pregunta, me parece, fue dirigida a la totalidad del saber
filosófico por el joven filólogo Nietzsche de un modo enteramente inédito, que, a
mi entender, formó la base de toda su reflexión posterior. En el centro de esa
interrogación se encuentra el fragmento Sobre verdad y mentira en sentido extramoral,
que nunca he podido evitar de leer como una suerte de prefiguración intensiva y
programática de esa reflexión. Ese fragmento, en conjunto con los que integran el
boceto del legendario Libro del filósofo, contiene lo más decisivo de las
consideraciones de Nietzsche en torno al tópico “filosofía y retórica” (que hoy por
hoy es también un tropo); más aun, es el testamento, vale decir, la voluntad
fundamental de la crítica nietzscheana al discurso filosófico, impulsada en clave
retórica. 192
191 Ibid. Habermas hace referencia al tema de “ceguera y visión”, que da título a una muy
importante colección de ensayos de Paul de Man (Blindness and Insight. Essays in the Rhetoric of
Contemporary Criticism. London: Routledge, 19832); por cierto, también de Man, junto a sus colegas
de la “Escuela de Yale” (Harold Bloom, Geoffrey Hartmann y J. Hillis Miller), están en la mira de la
crítica de Habermas al deconstruccionismo.
192 Para Über Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinn, cf. F. Nietzsche, Werke, Kritische
Gesamtausgabe (ed. Colli-Montinari), III, 2, pp. 367-384; Werke (ed. Schlechta), III, pp. 309-322.
De lenguaje, historia y poder 179
La idea general de esta crítica, en términos que no se restringen exclusivamente
a Nietzsche, comprende, a lo que puedo ver, las siguientes cuatro premisas: 1) la
filosofía, en cuanto discurso y exposición, como criatura de lenguaje y de acuerdo a
propósitos que, para abreviar, podríamos llamar comunicativos, está condicionada
por una multiplicidad de recursos retóricos; 2) el conjunto de estos recursos —al
que cabría llamar colectivamente el dispositivo retórico del discurso filosófico— no
es simplemente reducible a partir de la pretensión de verdad de dicho discurso, de
tal manera que no se los puede describir sin más como vehículos, expedientes,
auxilios o medios de la exposición o comunicación de la verdad, sino como
condiciones que explican a esta última como efecto discursivo; 193 3) en
consecuencia, a partir de esa irreductibilidad es posible emprender el desmontaje
(o, si se quiere, la deconstrucción) del discurso filosófico precisamente en vista de
aquello que define su estatuto esencial, epistémico (la mencionada pretensión de
verdad); 4) este desmontaje puede ser llevado a cabo con la guía del saber retórico,
entendido como doctrina de las figuras, mecanismos y procedimientos en los
cuales y según los cuales se articula el compromiso lingüístico y literario de todo
discurso.
Si estas premisas corresponden a la idea en cuestión, y si la enunciación que
hacemos de las mismas es correcta, hay por lo menos dos observaciones que de
inmediato hacen fuerza y que tienen su peso para el corpus nietzscheano a que nos
referimos, en especial para el texto Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.
Ambas conciernen al nivel en que el desmontaje busca ser inmediatamente activo,
el nivel epistemológico.
La primera observación tiene que ver con la pertinencia de la crítica
emprendida. Su pointe estriba en que la verdad es aquello que en el discurso
filosófico (o científico) define la trascendencia de éste respecto de toda codificación
y concreción lingüística (diversa, particular, local, histórica), y que, en esa medida,
la pretensión de verdad, que es constitutiva del discurso de la filosofía, puede ser
descrita como la pretensión a dicha trascendencia. En este contexto es decisivo que
la relación de la filosofía con la verdad sea determinada como pretensión, puesto
que ésta misma es la que condiciona la relación de la filosofía con sus
Empleo mi traducción, inédita. Hay versiones de Ambrosio Berasain (“Introducción teorética sobre
la verdad y la mentira en el sentido extramoral”, en: F. Nietzsche, El libro del filósofo, Madrid:
Taurus, 1974, pp. 85-101) y José Jara (“Acerca de la verdad y la mentira en sentido extramoral”, en:
Revista Venezolana de Filosofía, 24 (1988): pp. 57-74).
193 Dicho de otra manera, el efecto de la verosimilitud sería inherente a la estructura de lo que
llamamos “verdad”, como una condición de determinabilidad de esta última. Los atisbos decisivos
de esta premisa se encuentran en los fundadores de la retórica en Grecia: así, en Gorgias.
De lenguaje, historia y poder 180
consolidaciones lingüísticas: lo esencial al discurso filosófico no es lo que dice, sino
lo que quiere decir. Luego, la relación de la filosofía con el decir está mediada y,
aun más, dominada por un querer, una intención, una voluntad de verdad que se
esfuerza por modelar ese decir y que, en última instancia, debería poder preservar
su unidad e identidad más allá de las formas concretas que ella asuma. Sería,
entonces, la pretensión, la intención, el querer que soporta y condiciona el decir, el
origen no-lingüístico o extra-lingüístico, la condición trascendental pre-lingüística
en que el discurso filosófico cifra su identidad. A la pretensión filosófica de verdad
le sería inherente una pretensión de originariedad de la pretensión misma.
Entiendo que es justamente este repliegue, esta concentración de la pretensión
sobre sí misma lo que Nietzsche tiene en la mira, lo que aguza hasta el punto a la
vez paradójico y enigmático del “instinto de verdad”, cuyo problema moviliza y
obsesiona al texto mencionado. Pues, en efecto, lo que semejante repliegue funda
es la impermeabilidad de la voluntad de verdad respecto de cualquiera concreción
lingüística y, en forma simultánea, la posibilidad de volver, desde ésta, a la
coherencia incólume de la intención. Según esto, es el decir mismo el que queda
abstraído de su sostén lingüístico, absorto en la inmanencia (o trascendencia, que
aquí es lo mismo) del querer-decir. Pero precisamente el desmontaje del discurso
filosófico en clave retórica discute la posibilidad misma de este abstraer, e
interrumpe la continuidad y organicidad del querer-decir en que consiste (o que
supone) la pretensión de verdad, tematizando el compromiso lingüístico del
propio decir.
Esta perspectiva acarrea dos consecuencias destacables. Por una parte, desde el
instante en que quedan disociados uno de otro, el decir puede ser objeto de
examen con prescindencia del querer, o, más bien, atendiendo a la tenacidad que
sus formas y mecanismos lingüísticos oponen a éste último. Por otra parte, el
querer mismo, desnudado de sus vestiduras retóricas, queda expuesto como mera
pretensión, es decir, como arrogancia de la filosofía, en la cual se exacerba el
orgullo descomedido que el ser humano deposita en el intelecto como órgano del
conocer y facultad de la verdad.
La segunda observación es, de hecho, una objeción de principio. Pues ¿cómo
sería posible sostener, en principio, una crítica de la filosofía a partir del saber
retórico? ¿Acaso no está determinado este saber, en su forma, su constitución y su
propósito, por la filosofía? ¿No corresponde a un proyecto epistémico que busca
reconocer y exponer las leyes universales que rigen el funcionamiento de —al
menos— un sistema de lenguas? Y, por otra parte, si lo supuesto fuese que el
lenguaje tiene el alcance suficiente —como estructura y como fenómeno— para
incluir exhaustivamente dentro sus manifestaciones al discurso filosófico, ¿cómo se
De lenguaje, historia y poder 181
podría estar seguro de que la ciencia retórica determina con plena suficiencia el
conjunto de sus leyes y operaciones? Quizá no se estaría descaminado al pensar
que lo implicado aquí es el privilegio de un cierto empirismo. Más —o menos—
que decidir con certeza previa la pertinencia de la retórica para este desmontaje, se
trataría de probarla por las consecuencias. La cuestión no estribaría en formular el
principio de la crítica retórica de la filosofía, sino en experimentar su eficacia, lo cual
constituye, desde luego, un punto de vista típicamente retórico. 194 Con todo, hay
también en Nietzsche una hipótesis que hace las veces de principio. Está
formulada sistemáticamente en el Curso de Retórica dictado por Nietzsche ante un
público de dos estudiantes en el semestre de invierno de 1872/73 en la Universidad
de Basilea. 195 La suficiencia del saber retórico para una crítica radical de la filosofía
se basa en la identidad esencial entre retórica y lenguaje, 196 identidad que atañe
tanto a la finalidad persuasiva de la retórica (la “esencia del lenguaje” es la
transmisión de fuerza, no la comunicación de conocimientos, la “traslación de
emociones y aprehensiones subjetivas”, no la “instrucción”), 197 como a su
estructura tropológica, que, en la perspectiva de lo planteado por Nietzsche en este
curso y en otras anotaciones de la época, es lo decisivo. Esa estructura, que
determina el procedimiento general de la figuración, es co-extensiva con el
lenguaje mismo: “en sí mismas y desde el comienzo, en cuanto a su significación,
todas las palabras son tropos”, por lo cual “tampoco... hay [diferencia] entre el
discurso normal y lo que se llama figuras retóricas. Rigurosamente hablando, todo lo
que se llama ordinariamente discurso es figuración.” 198 Semejantes asertos
predisponen, con abreviatura provocativa, la debatida reducción de filosofía a
literatura que evocábamos al comienzo, Habermas mediante.
194 Esta misma respuesta trataría de madrugar la otra variante de la objeción que analizo: ¿cómo
rescatar el planteamiento nietzscheano de la paradoja estéril del regreso al infinito? Si la verdad es
mentira, ¿qué estatuto concederle a la aseveración de esta verdad (de esta mentira)?
195 Cf. F. Nietzsche, El libro del filósofo, pp. 123-166.
196 “En cualquier caso no es difícil probar que lo que se llama «retórica», para designar los medios
de un arte consciente, está presente como el medio de un arte inconsciente en el lenguaje y en su
devenir, e incluso que la retórica es un perfeccionamiento de los artificios ya presentes en el lenguaje. [...]
No existe en absoluto una «naturalidad» no retórica del lenguaje a la que acudir: el lenguaje en
cuanto tal es el resultado de artes puramente retóricas.” Op. cit., p. 139 s. (la edición española omite
parte de la frase).
197 Cf. op. cit., p. 140. La concepción de la esencia del lenguaje como transmisión de fuerza es el
hallazgo principal de los retóricos y sofistas griegos del siglo V a. C. (Gorgias, Hipias, Pródico,
Protágoras).
198 Op. cit., 140 s. y 142. Un apunte contemporáneo aplica esta idea al socavamiento de las bases de
la lógica: “Todas las figuras retóricas (es decir, la esencia del lenguaje) son silogismos falsos. ¡Con ellas
empieza la razón!” (op. cit., p. 66).
De lenguaje, historia y poder 182
Pero a pesar de lo enfáticas que puedan resultar estas afirmaciones, y aun si se
considera que proporcionan unas premisas que persistirán a todo lo largo de la
obra nietzscheana (y que se concentran en torno a los apotegmas sobre “la verdad
como error” y “la verdad como mentira”), no me parecería oportuno atribuirles el
vigor de un principio o de un fundamento, ni aun si fuese en un sentido
metodológico o, más bien, sobre todo si fuese en un tal sentido. Es cierto que, de
concederse que Sobre verdad y mentira en sentido extramoral es, no sólo el documento
decisivo del Libro del Filósofo y de su época —que corresponde también a la del
Nacimiento de la tragedia—, sino también una especie de programa general de la
empresa de Nietzsche, se tendría en él algo así como el discurso de su método.
Pero sería éste, en todo caso, un paradójico discurso: en lugar de establecer el
método conforme al cual fuese posible determinar, decidir o producir todo
discurso posible que aspire a la verdad, buscaría liberar del método al discurso, es
decir, daría lugar a aquel tipo de discurso que pone en crisis a todo método
posible. Lo cual nos devuelve a ese “cierto empirismo” de que hablaba: la
producción de este “tipo” sólo podría tener lugar en un “ejemplo”, no en un
discurso con alcance meta-discursivo, que contendría los principios de articulación
de toda cadena posible de enunciados susceptible de ser verdadera, como ocurre
con el formato cartesiano del “discours de la méthode”. Como ese alcance meta-
discursivo es inseparable de una valencia paradigmática del discurso que lo posee,
queda claro que el “ejemplo” a que me refiero debe escapar a la lógica del
paradigma, que es, desde luego, una lógica de la verdad.
¿Qué “tipo” de discurso sería ése? Haciendo uso de una noción que el
pensamiento deconstructivo y las teorías de la escritura pusieron en boga hace más
o menos un cuarto de siglo (y que cuenta entre los ingredientes importantes de la
concepción rebatida por Habermas), podría decirse, quizás, algo parecido a esto:
Sobre verdad y mentira sería la primicia del texto, si por tal podemos entender el
discurso liberado de toda constricción metódica, es decir, como un proceso o un
juego de intercambios de sentido no delimitables ni direccionales, que antecede —
como su propia condición y agencia— a los conceptos que permitirían dominarlo,
explicarlo, administrarlo. Un texto sería un discurso que ya no es más discurso, o
que ya no es más que dis-cursus (la pura expansión y esparcimiento de un correr en
todos sentidos), puesto que no obedece a dirección alguna, puesto que no está
comandado por ninguna teleología, la cual, inevitablemente, es una teleología de la
verdad. En efecto, el discurso como razonamiento, argumento y exposición, y
también como narración verosímil, supone una dirección: y la dirección esencial, la
dirección trascendental del discurso (que quiere condicionar todo movimiento, toda
diversidad, dispersión y expansión discursiva, fundándola siempre en la
De lenguaje, historia y poder 183
posibilidad de remisión final a un centro de las referencias o de las emisiones) es la
verdad. Esta comanda teleológicamente la dis-cursividad, como el telos que nunca
podría terminar de ser exprimido discursivamente.
¿Cabría describir Sobre verdad y mentira con arreglo a la característica de un tal
dis-cursus? Pero ¿a qué criterio tendríamos que apelar para dar respuesta a esta
pregunta? ¿Lo decidiremos sobre la base de lo que el fragmento quiere decir? ¿Y qué
quiere decir éste, cuál es la enseñanza que Nietzsche ha depositado en él? Una
rápida inspección comprobaría que, contra las apariencias inmediatas, esta última
cuestión no es nada fácil de resolver. Querría decir Nietzsche, quizás, que la
verdad en sí misma es inconsistente, o bien que no tenemos sustento alguno para
arrogarnos un acceso a su hipotética consistencia. El total de nuestras
aprehensiones y comprensiones no es más que un conjunto proliferante de
transposiciones y traslados, de traducciones y metáforas, ninguna de las cuales —
sean ellas percepciones, nombres o conceptos— podría aspirar a una prioridad
epistemológica por hallarse más próxima al origen entitativo: todas son
equidistantes respecto de la X inaccesible de la “cosa en sí”, centrífugas respecto de
un centro que, en buenas cuentas, es pura ausencia. Carecen, por eso, de validez
objetiva, y sólo poseen un valor existencial para nosotros, en la medida en que nos
proporcionan un sentimiento de asimilación, de inversión antropomórfica de lo
“real”. De ahí que —como por doquier se dice en los fragmentos del Libro del
filósofo y parece proclamarse en este ensayo, como, por lo demás, parece también
ser lema del Nacimiento de la tragedia— prevalezca el arte sobre la ciencia:
“Veracidad del arte: sólo ella es ahora sincera”; 199 sincera, porque se sabe y se declara
abocada a la apariencia, y en esto reside su único diferendo efectivo con la ciencia.
Pero ¿se puede llanamente suscribir esta inteligencia? ¿No es un aviso admonitorio
el propio contraste entre las indeseables suertes del artista y el sabio estoico con
que concluye, irresuelto, el ensayo? Debería bastar este aviso para barruntar que
todo lo dicho allí se reserva para una segunda y una tercera lectura, atenta a la
sobredeterminaciones solapadas que gravan cada aserto, tornando escurridiza su
verdad putativa. Así, la “definición” de la verdad “misma” que ofrece el fragmento
—“¿Qué es, pues, la verdad? Un móvil ejército de metáforas, metonimias,
antropomorfismos [...]”— es un señalamiento de la inaccesibilidad de la verdad, no
de ésta misma, y en esa medida tampoco es, propiamente, una definición, sino más
bien el relato de cómo esa mismidad se desvanece en el proceso de su presunto
establecimiento, y antes aun, en el minuto arrogante de pretenderla.
199 F. Nietzsche, Sämtliche Werke, 7, op. cit., p. 454.
De lenguaje, historia y poder 184
Si la ilusión de la verdad revierte en la verdad de la ilusión, y viceversa, ¿cómo
hacerse con el vértigo que de este modo nos insidia? Supongamos que el texto, su
cuerpo y figura, nos arroja a los ojos la evidencia de este vértigo, que, sin embargo,
todo nos induce a olvidar. Supongamos que esa evidencia quedó cifrada,
encandiladora, en “la X enigmática de la cosa en sí”. Entonces yo diría que es el dis-
cursus, el “texto” lo que tiene su “emblema” en esa X, aunque ya no como índice de
un referente último, fundamental, trascendente, o de una condición trascendental
de la referencia, sino como trazado —sistema de huellas— del continuo y
contingente hacerse y deshacerse del texto. De acuerdo a esto, una manera de
describir el resultado de este fragmento sería decir: desmontada la pretensión de
verdad como matriz del discurso (es decir, al mismo tiempo, como matriz del
discurso filosófico y como matriz filosófica del discurso), lo que resta es texto, pero
este restar se desdobla. Todo es texto, salvo el texto “mismo”, entendido como la X
que no puede ser puesta en texto, que no puede ser vertida, traducida ni
metaforizada, y que, no obstante, y por ello mismo, impulsa, incita, invita a estas
operaciones. La bancarrota epistemológica del texto es, pues, doble: no sólo
escapan a su horizonte las referencias estables sobre las cuales podría versar, sino
que su propio motivo, su pre-texto le queda inasequible. De hecho, si observamos
cómo funciona aquello que es el motivo explícito del texto, su inquietud
fundamental, la que lo mantiene en continuo movimiento, como si su tarea
constitutiva fuese, no la de dar cuenta de algo, un saber, una opinión, sino
obsesivamente provocar su desazón, provocársela a sí mismo, para no dejar de
escribirse, de ser escrito, veremos, en primer lugar, que se trata de la cuestión del
instinto de verdad, del páthos de la verdad, y precisamente este instinto, este
inexplicable impulso “puro y sincero” se acusa, una y otra vez, como un enigma,
que padece, una y otra vez, el texto. Así, la X no se deja leer meramente como el
símbolo convenido de la incógnita, sino que se hace ver como la propia operación
de la incógnita: el texto “mismo” se dispone como X, se dispara en la divergencia
de sus aspas, es él “mismo” la operación y la inquietud de la incógnita.
Creo que la mirada más fugaz a Sobre verdad y mentira ya percibe algo de esto.
Desde el título, que presenta una oposición cruzada de verdad y mentira (no
verdad versus error o falsedad, ni veracidad versus mentira), y abrochada en el
punto fugitivo del “sentido extra-moral”, que en cierto modo es también un punto
“extra-sentido”, desde la fábula inicial que se encuentra en situación de trueque
ilimitado con su moraleja (y ésta es todo el ensayo), a los parangones paradójicos
del sordo musical y del pintor cantante, o a los respectivos y desalados sinos del
hombre racional y del intuitivo, y, en fin, llevado por el juego apremiante de las
sustituciones y sobredeterminaciones y asimismo por las insuficiencias, las
De lenguaje, historia y poder 185
cortedades metafóricas, el lector sabe que su tarea no puede limitarse solamente a
llevar la cuenta de los pasos argumentales y de las tesis, que por lo demás son
sometidos a un proceso incesante de torsiones y desplazamientos de sentido, y que
le es imprescindible bizquear en todo momento entre sintaxis y semántica, esto es,
dicho à la Nietzsche, entre ritmos y tonos. A través de toda su superficie, el texto
multiplica su incógnita, reflejando su X sobre su propio, enigmático cuerpo,
convertido, él "mismo", en una sola, intensa y persistente patética de la verdad, a la
que, sin embargo, vuelve a mirar, él “mismo”, desde la distancia impasible del
“sentido extra-moral”. 200 (D)escribiendo una X, el texto dibuja un quiasma, en cuyo
punto de cruce se encuentra, cada vez, una pregunta ciega,201 es decir, al mismo
tiempo, un nudo y un escurrimiento. Ese quiasma señala el punto constitutivo de
no-coincidencia en el discurso, la dislocación y resbalamiento estructurales de
signo y significado, semántica y sintaxis, intuición y concepto, antecedente y
consecuente, regla y caso, intención y resultado, etc. Sería precisamente este desliz
200 En el fragmento Sobre el pathos de la verdad, perteneciente a la misma época, y que ocupa el
primer lugar en la colección de los Cinco prefacios para cinco libros no escritos que Nietzsche obsequió
a Cosima Wagner en la navidad de 1872, la fábula sobre los animales que inventaron el
conocimiento —y que Nietzsche toma a préstamo de Schopenhauer (cf. Die Welt als Wille und
Vorstellung, Apéndice al Libro Primero, cap. I)— es atribuida a un “insensible demonio”, como lo
único que a éste podría ocurrírsele decir a propósito “de todo aquello que con orgullosa metáfora
llamamos «historia universal» y «verdad» y «fama»” (cf. ed. Colli-Montinari, III, 2, p. 253; ed.
Schlechta, III, p. 270).
201 El quiasma (o quiasmo) no es otra cosa que la figura misma de la X (khei, khi). Se utiliza el
término en retórica para nombrar “la ordenación cruzada de elementos componentes de dos grupos
de palabras, contrariando así la simetría paralelística: «matrem habemus, ignoramus patrem»”
(Fernando Lázaro Carreter, Diccionario de términos filológicos, Madrid: Gredos, p. 342). En anatomía
designa el cruce de las cintillas ópticas. En el quiasma de estos dos empleos, sería propicio, tal vez,
agregar a los casos ya mencionados del sordo de nacimiento que cree saber lo que es sonido
observando las figurillas de arena de Chladni, suscitadas por las vibraciones de las cuerdas, y del
pintor sin manos, que expresa por medio del canto la imagen que tiene ante sus ojos, el caso del
escritor (del filósofo en cuanto escritor) ciego, que trata de poner en palabras lo que (no) sabe.
La figura retórica del quiasma ha sido mencionada a propósito de Sobre verdad y mentira... por
Paul de Man en su ensayo “Rhetoric of Tropes (Nietzsche)”, en P. de Man, Allegories of Reading,
New Haven and London: Yale University Press, 1979, pp. 103-118: “El emparejamiento original de
la retórica con el error, tal como lo encontramos desde el Curso de Retórica hasta La voluntad de
poder estaba basado en la inversión cruciforme de propiedades que los retóricos llaman quiasmo. Y
resulta que el proceso mismo de deconstrucción, tal como funciona en este texto [Sobre verdad y
mentira...], es una más de tales inversiones que repite la misma estructura retórica” (op. cit., p. 113).
Siguiendo la línea de la lectura demaniana, Andrzej Warminski vincula esta figura con el tema de la
“enigmática X de la cosa en sí” (cf. su “Towards a Fabulous Reading: Nietzsche’s «On Truth and Lie
in the Extramoral Sense»”, en Perspectives on Nietzsche, Graduate Faculty Philosophy Journal, New
School for Social Research, vol. 15 Nº 2, 1991, pp. 93-120).
De lenguaje, historia y poder 186
estructural —el escurrimiento del nudo— aquello que Nietzsche denomina aquí
metáfora, alcanzando el nivel de la reducción tropológica de la epistemología. 202 La
metáfora, según esto, no es un mero recurso del cual el discurso pudiera servirse,
por ejemplo, para encaminar didácticamente lo que quiere decir, sino que es el
propio discurso como recurso; no es el expediente para nombrar en nuestro idioma
de humanos la cosa fija en la prosa de la realidad, sino la invención de aquello que
compromete el decir.
Pero especialmente obraría el quiasma en la pregunta misma, como depositaria
par excellence de la pretensión de verdad. Uno de los efectos principales de la crítica
retórica del discurso filosófico que promueve Nietzsche es el desenmascaramiento
de las preguntas filosóficas como preguntas retóricas: “Cuando alguien esconde
una cosa detrás de un arbusto, y luego la busca y encuentra allí mismo, poco hay
que alabar en este buscar y encontrar: pero así es como ocurre con la búsqueda y el
hallazgo de la «verdad» dentro del círculo de la razón.” 203 La pregunta retórica, la
falsa cuestión, insincera, criatura del disimulo y orientada a capitalizar el
consentimiento predestinado, sabedora por anticipado de la respuesta y que por
ello no se ha propuesto averiguar la verdad en modo alguno, dejarse asaltar por
ella como lo no-sabido en ella misma, sería la verdad de la pregunta filosófica,
verdad que, por cierto, se ha vuelto sólo latente, puesto que ella se la ha ocultado a
sí misma para afirmar su pretensión como su propio origen. ¿Qué sería de la
filosofía si no pudiese afirmar la pregunta como inicio del discurso, como
articulación originaria de la pretensión? Pero precisamente con este gesto da la
filosofía la espalda a la verdad, o bien se asegura de no tener que ver más que con
la espalda de la verdad, cuidándose la suya propia. 204 La pregunta filosófica, al
igual que la pregunta retórica, cumple una misión de guardaespaldas y, en lugar
202 Dicho resumidamente desde la perspectiva de las premisas que antes enumeré, este nivel lo dejó
establecido Nietzsche en una nota de precursorio aire wittgensteiniano: “El filósofo prisionero en
las redes del lenguaje” (Sämtliche Werke, 7, Kritische Ausgabe Colli/Montinari, München: dtv, Berlin,
New York: de Gruyter, 1980, p. 463; El libro del filósofo, op. cit., p. 58), pero éstas, claro, son las redes
tropológicas del lenguaje, ellas mismas —como tropo—son el lenguaje como tropología. Por otra
parte, convendría recordar aquí que la generalización discursiva de la metáfora es lo que la retórica
clásica concebía, justamente, como enigma. Cf. Aristóteles, Poética, 1458 a 25 ss.
203 Ed. Colli-Montinari, p. 377, ed. Schlechta, p. 316.
204 Ciertamente juego aquí con un doble sentido de la palabra “verdad”. Si la verdad filosófica, esa
verdad que las comillas —a la manera de las “orejas de liebre”— risueñamente acusan como mera
pretensión, no es más que una verdad retórica (tautológica), de ella difiere una otra verdad, de la
cual el círculo tautológico trata de mantenernos resguardados, como de la amenaza más sorda, más
aguda. En el texto de Nietzsche, esa otra verdad es emblematizada por el tigre, figura retórica de lo
no retorizable, sobre cuya alegórica espalda pende el ser humano, ensoñado.
De lenguaje, historia y poder 187
de abrir el acceso a la verdad, nos protege de ella; en esto, precisamente, no se
distinguen filosofía y retórica. La verdad de la verdad filosófica (y retórica) es la
verdad como protección; la impresionante secuencia de las metáforas
arquitectónicas que despliega un pasaje del fragmento (pirámide, columbario,
dado, templo, domo y tela de araña, que una tras otra pulsan los temas del orden,
de la muerte y del azar) lleva una notoria indicación en este sentido. Pero la
pregunta del texto, el texto como pregunta, como incógnita recurrente, como X no
despejable, insiste en el nudo ciego del quiasma, quebrando —y vale la pena
subrayar esto, puesto que marca el límite interno de la reducción tropológica—,
quebrando a la vez retórica y filosofía; contrariamente a la muy discreta hazaña del
conocimiento de razón, el rasgo del texto es haber encontrado algo que no es
conmensurable con pregunta alguna.
He hablado del lector y su lectura: ¿cuál es el efecto que la disposición
quiasmática del texto produce necesariamente en ella, cuál es la situación de
lectura provocada por la disimetría estructural de querer y decir que aquella
condiciona? Esta situación podría describirse como la de un ineluctable equívoco,
una dislocación de la lectura que responde a la constitutiva inestabilidad del texto.
En consecuencia, leer el texto sería exponerse a esta constante inestabilidad, y esto
impone revisar a fondo y continuamente nuestros hábitos de lectura o, lo que viene
a parar en lo mismo, entender que la lectura no es un hábito ni tampoco un hábitat.
Tal como la escritura, la lectura no es una certificación o una acreditación de la
identidad —ni de lo escrito o leído, ni de quien lee o escribe—, sino una ilimitada
alteración, que a veces puede ser brusca, a veces sutil, pero en todo caso
inexorable. Esto no sólo vale para aquello que podríamos llamar el controlado
ejercicio de alteración que, bajo el nombre de literatura y al amparo de la sanción
de lo ficticio, permite y legitima la tradición occidental. Precisamente es un objetivo
crucial de este fragmento —y asimismo un objetivo sostenido a lo largo de toda la
obra nietzscheana— abatir las barreras y las esclusas que separan verdad de
ficción, y esto no sólo acarrea consecuencias para lo que llamamos “verdad”, sino
también para aquello que denominamos “ficción”. El fin de esta diferencia ajusta
cuentas con ambas: juntamente con el mundo de la filosofía habríamos de librarnos
del mundo de la literatura.
La lectura, pues, no tiene la índole protectora de un refugio, sino que es un
campo abierto, andurrial hecho de infinidad de huellas entrecruzadas y
superpuestas. Leer este texto es deshabit(u)arnos de la lectura, aprender a leer,
siempre de nuevo, volver una y otra vez a des-leer lo leído: leer es desampararse.
La arbitrariedad radical sobre la que diserta el fragmento, y que constituiría la
“naturaleza” de lo humano, se refleja, por así decir, en la radical arbitrariedad de la
De lenguaje, historia y poder 188
lectura, que ésta, encarada a la dislocación constitutiva del dis-cursus, se ve forzada
a asumir como su condición de posibilidad.
Pero “arbitrariedad” no significa, en este caso, “capricho”. La arbitrariedad
impenitente a que está convocada la lectura, y que forzosamente debe asumir
como su condición, no implica que podamos leer cualquier cosa que queramos leer
allí. Esta posible veleidad sería todavía el reducto inexpugnable —supuestamente
inexpugnable— de un sujeto. Y no será vana insistencia subrayar que la crítica y
desmontaje de la verdad que emprende el texto, y que es, a un tiempo, crítica de la
producción y del procesamiento de los discursos —en cuanto que la verdad, según
fue sugerido antes, se ofrece como la garantía trascendental de éstos—, es también
una crítica y un desmontaje del sujeto. Efectivamente, en la medida en que el sujeto
puede y debe ser concebido como sujeto-de-discurso (sea que se lo determine como
zóōn lógon échon o como res cogitans, y en todo caso, a partir de su racionalidad), el
texto procede a resolver y disolver al sujeto en las tramas discursivas, develándolo
como efecto de operaciones y rendimientos retóricos, como tropo y maraña de
tropos y criatura de (auto)persuasión. Esta disolución actúa, y casi podría decirse
que ante todo, en el propio autor de este texto. Así como éste impulsa al lector a
reconocer que no es otra cosa que un tejido de lecturas no sintetizable en una
última u originaria unidad, así también la factura misma del texto consiste en una
imbricación de otros textos, en lo que podría describirse como un centón de citas,
de suerte que jamás podría afirmarse llanamente que fuese “de Nietzsche”. Lo cual
probablemente no sea una observación desatendible. En mi opinión, se debe tener
una especial precaución al ponderar las referencias filosóficas de Nietzsche, el
estilo de su apelación a los nombres propios y a sus pronunciamientos. Para
empezar, las tesis filosóficas adquieren aquí el carácter de filosofemas, tópicos y,
por decirlo así, tropos argumentales. Y, segundo, Nietzsche los usa, es decir, los
desprende de los contextos a que pertenecen, pervierte y socava su función con
respecto a las pretensiones y destinos de verdad que en esos contextos les
prestaban fisonomía y definición, y, peculiarmente, mediante ese mismo uso,
consigue efectos reveladores a propósito de tales contextos, de tales pretensiones.
Comentar un texto de Nietzsche es siempre una empresa riesgosa. Sobre todo lo es
cuando se tiene la tentación de considerar las tesis a que recurre como si
respondiesen a intenciones de primer grado, y no se percibe que el discurso que las
involucra es emitido “with my tongue in my cheek”. Sin duda ha sido Nietzsche
quien introdujo, sin reservas, el páthos en la filosofía, pero toda lectura patética de
Nietzsche debe ser corregida por una lectura irónica, a condición de que se
entienda que una es imposible sin la otra.
De lenguaje, historia y poder 189
La referida disolución del sujeto se llama, en el texto, disimulación: Verstellung.
El término juega indudablemente con las resonancias de la categoría fundamental
con la cual la filosofía moderna del sujeto determina la condición a partir de la cual
se garantiza el ser-presente de los entes: la representación (cogitatio, Vorstellung),
como el medio por el cual y en el cual se presentan ante la unidad de la conciencia
—en cuanto aquello siempre co-presente qua fundamento— los entes como temas y
referentes de su pensamiento, su conocimiento y conducta. Juega, ciertamente, con
estas resonancias, pero en la misma medida en que juega con ellas, las desplaza del
registro onto-gnoseológico al artístico, histriónico. Este desplazamiento provoca la
catástrofe del sujeto, es decir, su inversión (quiasmática) en otro. Tal es la
Verstellung operando como dis-locación. Desde luego, el vocablo se vierte
espontáneamente por disimulación: venía de decirlo; pero un análisis más cercano
revela que en la base del solapamiento, del mimetismo y del juego de embustes
está la dislocación. La disimulación consiste, en efecto, en dos momentos cruzados:
protegerse ante la amenaza de otro, de la terrible alteridad, apareciendo como otro
que sí mismo: disimular es disimularse, alterarse aparencialmente; pero luego es
olvidar esta alteración como lo que es, disimularse a sí mismo la operación
disimuladora, ser otro, convertir la alteración en condición de la mismidad. De esta
suerte, el "otro" transita inconteniblemente de una a otra instancia, contrariando
toda posibilidad de ser localizado, como no fuese en el nudo ciego y escurridizo de
la X. Y la dislocación perfecciona la crítica nietzscheana de la verdad. Cierto es,
como ya se dijo antes, que en Nietzsche tiene privilegio la “retórica de los tropos”
sobre la “retórica de la persuasión”; 205 su documento fundamental es la tesis de la
verdad como metáfora. Pero la tropología es todavía una concepción estructural
del lenguaje, una criatura de la pretensión de decir la verdad sobre el decir mismo,
y en esa medida una niaiserie (por naïf) respecto del adversario más temible que
tenemos: el lenguaje. Se tiene que poner uno en estado de alerta soberano cuando
tenemos que hacer con nuestro “maestro”. Si no podemos vencerlo, no tenemos
más remedio que unírnosle. Entonces resalta la praxis lingüística por sobre la
estructura. De ahí que me parezca importante referir la metáfora a la Verstellung,
no menos que ésta a aquélla, con tal de que sea concebida como dislocación
quiasmática, como desliz. El contenido doctrinal del ensayo —si no se me hace
mucha resistencia a expresarme así— sería precisamente éste.
He señalado que el sujeto debe ser concebido como sujeto-de-discurso. La
alusión a la “veleidad”, entendida como posibilidad de decidir el sentido y fundar
205De Man arguye esta primacía en el citado “Rhetoric of Tropes (Nietzsche)”; para un análisis
ulterior, y tenso, de esta dualidad, cf. su “Rhetoric of Persuasion (Nietzsche)”, op. cit., pp. 119-131.
De lenguaje, historia y poder 190
la propia identidad en esta decisión y sólo en ella, insinúa que el sujeto también
puede ser concebido como instancia “suelta”, pre o extra-discursiva. Si esto es
válido, podríamos pensar que “más acá” de la unidad de querer y decir, como
determinación originaria de lo que denominamos “sujeto”, cabría aún que
prevaleciese la unidad de querer y poder como tal determinación. Pero precisamente
esta unidad es también desmontada por el texto. Y digo “precisamente” para
llamar la atención sobre cualquier intento de hacer equivaler esta unidad con el
concepto ulterior de Nietzsche de “voluntad de poder”. Esta en ningún caso podría
concebirse como unidad fundamental y fundadora, fuese ella del sujeto, del ser o
de la vida; también aquí el quiasma ayudaría a entender mejor este concepto:
ayudaría a entender, pienso, que la X sobre-determina al sujeto, tachándolo, lo
tacha, sobre-determinándolo —de muerte; si la “voluntad de poder” hace todavía
alusión al sujeto —y creo que la hace, crítica, irónica, paródicamente—, la
interpretación que cabría hacer de ella, me parece, debería ser en clave
testamentaria.206
Así, pues, el lector que no puede leer allí cualquier cosa que quiera leer, que no
puede ejercer ni comprobar el capricho de su unidad e identidad en el campo
abierto del texto, no resta como otra cosa que su disposición a exponerse a la
dislocación que el texto mismo provoca entre querer y decir, entre querer y poder.
Serían justamente esta disposición y esta exposición las que hacen del lector, en
cuanto intérprete, un caso privilegiado de la “voluntad de poder”, de ninguna
manera pensable como sujeto de origen. Este, sea sujeto de escritura o de lectura,
de discurso o de decisión, es un efecto, es póstumo: pues el punto quiasmático de
dislocación de querer, decir y poder es aquel en que no se puede constituir el sujeto
(razón y voluntad), pero a la vez aquel desde el cual surge como pretendida —y
por siempre insuficiente— síntesis.
Una lectura de este texto no podría hacerse de un método ni desde éste: el texto
le ha birlado desde un comienzo esa posibilidad. Se requeriría más bien de una
“estrategia”, siempre que cojamos este término, sobre todo, en su sentido bélico, si
es verdad que el verdadero pretendiente de la verdad (la cual es una mujer) es el
guerrero. Pareciera ser ésta, en todo caso, la única manera de oponer fuerza al
tropo de la verdad, ese “móvil ejército de metáforas...”: una continuación del
bellum omnium contra omnes con los medios menos violentos, pero de ningún modo
apacibles, de la interpretación.
206Sobre esto, v. mi “Nietzsche y el pensamiento de la «última voluntad»: un apunte”, en: Ana
Escríbar y Eduardo Carrasco (eds.), El legado de Nietzsche. Santiago: Facultad de Filosofía,
Universidad de Chile y División de Cultura, Ministerio de Educación, 1995. Reproducido en este
volumen, pp. 151-159.
De lenguaje, historia y poder 191
El texto pone a todas las lecturas posibles en una situación quiasmática, a
propósito de la cual no resulta valedero esperar ninguna coincidencia de texto y
lectura. El quiasma desde el cual y con el cual se despliega y repliega el texto y que
la lectura adivina como su propia condición de posibilidad, disloca también, y por
esto mismo, a texto y lectura. La referida coincidencia es lo que en general se
define con la palabra “sentido”. De ahí que pueda sostenerse que este texto, tanto
como desmonta el “instinto de verdad”, hace lo propio con el “instinto de sentido”,
en que ése despunta. Pues la diferencia que la lógica establece entre verdad y
sentido no rige de manera omnímoda: hay un punto en que ambos coinciden
absolutamente, a saber, el de la fijación del sentido. Si un sentido es susceptible de
ser fijado, es de suyo verdad: así podría rezar el principio de esta coincidencia. Y
esto es precisamente lo que trae consigo el “instinto de verdad”: señaliza la
necesidad (vital) de fijar el sentido, fijar al menos un sentido. El texto nietzscheano
haría imposible esta fijación. Su funcionamiento quiasmático, dislocador, nos
depara lo que podríamos llamar un “principio de incertidumbre” del sentido, que
es, a lo que veo, lo que Nietzsche definirá, acentuando su carácter activo, como
interpretación. Es cierto que la obligatoriedad de interpretar pareciera determinar
al sentido como un non plus ultra de todo saber filosófico, situado “más allá de
verdad y mentira”, como asimismo “más allá de bien y de mal”. Pero este non plus
ultra está constituido por un nudo ciego (y un escurrimiento): y a éste no lo
llamaría un sinsentido, por cierto, pero cabe que esté anunciado a manera de
esbozo en la mención del “sentido extra-moral”, insinuado como un “fuera de
sentido”.
Retóricamente considerada (en aquella parte de la retórica que concierne, no a
las figuras de lenguaje, sino a las figuras de pensamiento), la “incertidumbre del
sentido” corresponde, en general, a la estructura y rendimiento de la ironía. Se
trataría de hacerse cargo de su especificidad en Nietzsche. Pues, para decirlo
abreviadamente, no sería ni socrática ni moderna, si bien con ambas cultiva una
relación tensa, compleja y, por momentos, ambigua: ¿será preciso decir que es
irónica? La ironía socrática funciona como un dispositivo sistemático de
desconcierto del sentido —o los sentidos— a cuyo amparo la opinión se mantiene a
recaudo, en casa y familiarmente, a fin de abrir el horizonte absoluto de la verdad,
convertida desde ahora mismo en parámetro de todo querer-decir, así como
también su voluntad en piedra de toque de todo querer-poder. Este tipo de ironía
opera, entonces, como interrupción (aporía) de la circulación cotidiana del querer-
decir (y del querer-poder) que se atiene al juego difuso de la verosimilitud, para
instaurar, como origen y meta, el querer-decir-verdad, el querer-decir determinado
irrestrictamente por la pretensión de verdad, cuya estructura profunda es la
De lenguaje, historia y poder 192
identidad persistente (aeì tò autón) de lo verdaderamente real (óntos ón). Esta
identidad es fundada por la ironía moderna en el sujeto, cuyo querer-decir —
considerado, en su extremo, como pura arbitrariedad del querer-poder— rige
como paradigma de todo sentido y de toda verdad, los cuales permanecen
pendientes siempre de ser desmentidos y destituidos en favor de la distanciada
identidad fundadora del yo irónico. La peculiar ironía del texto nietzscheano busca
dislocar tanto la pretensión de verdad —concebida como la identidad (por lo menos
tendente) entre el discurso y la realidad (aquí improbable, enigmática)—, como
también la verdad de la pretensión —entendida como la identidad (en última
instancia residual) del sujeto con su mero querer, aun exento de discurso y de
realidad—. 207
Nuestra bélica “estrategia” tendría que hacerse cargo, pues, de esta ironía
peculiar, ni objetiva ni subjetiva, sino —en caso de que sea posible describirla en
estos términos— performativa, propia de la performance del texto. ¿Cómo definir tal
“estrategia”, en vista de qué definirla? En vista, obviamente, de esa misma
performance. Se trataría de especificar, entonces, lo que podríamos denominar —a
condición de que escuchemos estos términos mecidos en una tonadilla
ilimitadamente irónica— un “modelo” o una “forma” del texto en cuestión: la
“forma” (ciertamente evasiva) de su performance. La escucha irónica me parece
inevitable, porque, como ya dije antes, el “tipo” de discurso que pone en crisis al
discurso sólo es posible como un “ejemplo” que no puede ser subsumido bajo el
principio unificador de ninguna “ejemplaridad”, por vigorosa que pudiere ser la
impresión que este texto produzca. La lógica de lo paradigmático que, según se dijo,
también es, y esencialmente es una lógica de la verdad, resultaría inservible aquí,
207En cuanto a la ironía moderna, y más particularmente romántica, creo atinada la relación que
establece Paul de Man entre Nietzsche y Friedrich Schlegel. Comentando el saber de este texto
como un saber autodestructivo, que se desplaza infinitamente “en una serie de inversiones retóricas
sucesivas que, por medio de la repetición sin fin de la misma figura, la mantienen suspendida entre
la verdad y la muerte de esta verdad”, concluye: “Un texto no-referencial, repetitivo, narra la
historia de un acontecimiento lingüístico literalmente destructivo, pero no-trágico. Podríamos
llamar a este modo retórico, que es el del «conte philosophique» Sobre verdad y mentira y, por
extensión, de todo discurso filosófico, una alegoría irónica —mas sólo si entendemos «ironía» más
en el sentido de Friedrich Schlegel que en el de Thomas Mann" (P. de Man, “Rhetoric of Tropes
(Nietzsche)”,op. cit., p. 115 s.). La acepción schlegeliana a que alude de Man me parece que
corresponde a la definición de la “permanente parábasis” (“Die Ironie ist eine permanente Parekbase”,
de acuerdo a lo que dicta un fragmento de los Años de aprendizaje filosófico, cf. F. Schlegel, Schriften
und Fragmente, ed. E. Behler, Stuttgart: Kröner, 1956, p. 159). Como se sabe, la parábasis
correspondía, en la vieja comedia, al momento en que el autor interrumpía el curso de la acción
para aducir digresiones que no venían al caso, acentuando y a la vez escarneciendo la índole
paródica de su producto.
De lenguaje, historia y poder 193
en la medida que el texto debatido se limita a demostrar —el término es a la vez
lógico y bélico, habla simultáneamente de enseñanza y de fuerza—, a poner de
manifiesto un caso —sin duda “fuerte”— de la diversidad esencialmente ilimitada
de operaciones textuales dislocadoras, que en la filosofía, a pesar de toda
apariencia en contrario, hacen plaga.
¿Qué “tipo” o “forma” discursiva (literaria) podría ser designada, entonces,
como correlato de la requerida “estrategia”? Hipotéticamente propongo atribuir
este texto a la forma deformante de la sátira. Se trataría de leer Sobre verdad y
mentira como sátira filosófica de la filosofía. El asidero más inmediato para este
innuendo podría formularse del siguiente modo: si la economía general de la sátira
estriba en retrotraer los sentidos figurados a sentidos literales, a fin de escarnecer el
condenado nominalismo y el idealismo vacuo de las opciones y las adhesiones
valóricas de los seres humanos, en el caso de la sátira nietzscheana lo que se
llevaría a cabo, ante todo, sería la evidencia más abisal de que la presunta
literalidad carece de todo fundamento y, por eso mismo, es indiscernible de la
figuración. Pero más decisivamente, y de manera más amplia (porque esto no sólo
concerniría al texto en referencia, sino a todo un cuerpo de operaciones de la crítica
de Nietzsche), me parece que en esta “forma” podríamos reconocer la clase de
inversión característicamente nietzscheana, como aquella que surge en el punto
quiasmático, desde él. Demasiadas veces se la concibe como la inversión simple de
una jerarquía (error sobre verdad, apariencia sobre ser, etc.); cabría pensarla, más
bien, como la inversión simétrica de pares opuestos. Para Nietzsche, el discurso de
la filosofía —que dicta la forma del discurso occidental— obedece a un esquema
binario, que ella misma determina y sobre-determina, a un tiempo, como antitético
y jerárquico. En este único ademán (por simultáneo), Nietzsche advierte un doblez
irreducible, característico de la metafísica: primeramente afirma ésta la dualidad,
luego la funda en una unidad de origen, la explica por remisión a ésta. En tal
medida, la jerarquía metafísica surge de la repetición de la estructura binaria de
base con fines explicativos. La inversión nietzscheana consiste en la repetición de
esta repetición: con esto, por una parte, se hace explícito el mencionado doblez, se
desdobla la jerarquía metafísica en sus momentos constitutivos y se los hace, por
decirlo así, repercutir unos en otros, a ambos lados de los pares simétricos; 208 por
208Esta “repercusión” afecta a la semántica misma de los términos implicados, en cuanto que abre a
éstos al intercambio de las acepciones que el discurso metafísico trata de mantener limpiamente
separadas. Así, por ejemplo, en Sobre verdad y mentira, la oposición de “verdad” y “mentira”, como
sugeríamos antes, se determina a partir del cruzamiento de los pares “verdad” y “falsedad”
(sentido onto-epistemológico) y “veracidad” y “mentira” (sentido moral), cuyo compromiso
estructural es, desde luego, temático en toda la crítica de Nietzsche a la voluntad de saber
De lenguaje, historia y poder 194
otra parte, se desfonda la posibilidad explicativa al poner de manifiesto que la
“causa”, el “fundamento” o la “condición” no son sino el efecto de la repetición
misma, parecidamente a como se le disipa al niño, en un juego desazonador que
todos hemos jugado, la vis significativa de una palabra por el solo expediente de su
porfiada reiteración. A diferencia del gesto dual de la metafísica, que determina y
sobre-determina el esquema binario, podría decirse que la repetición inversora de
Nietzsche “ultra-determina” la mencionada estructura, en la medida en que
establece la posibilidad de la interpretación exhaustiva de todas las alternativas de
sentido contenidas en ella. En esta medida, y con vistas a la “forma” que propongo
por vía de hipótesis, la ultra-determinación quiasmática del esquema binario —
antitético y jerárquico— lo satura, y es precisamente este efecto de saturación lo
que justifica hablar, en este caso, de sátira. El aspecto más visible de esta ultra-
determinación es la parodia.
Permítanme regresar, un poco abruptamente, al motivo habermasiano con que
inicié esta ponencia. La argumentación de Habermas va dirigida a declarar
insuperable la distinción, la diferencia y la distancia entre filosofía y literatura, en
tanto que las concibe como lenguajes y formas discursivas especializadas. El punto
aquí no radica en acusar un presunto petitio principi de que se haría convicto
Habermas, al querer probar la diferencia genérica de filosofía y literatura
apelando, en el fondo, a ella misma. La posición de Habermas a este respecto no
depende de este giro meramente formal, sino de la relación diferente que ambos
dominios establecen con un tercero: el mundo vital cotidiano. Así, tanto la filosofía
como la literatura deben cimentar sus propios campos y procedimientos de validez
y validación, cuya cohesión interna —su especificidad y especialidad— no sólo
adquiere relevancia en vista de ellos mismos, sino también, y sobre todo, en vista
de las mediaciones que los vinculan al mundo de las prácticas cotidianas. La
especialización de estos dominios, sobre la cual se funda la tesis de que no es
posible remontar los “géneros”, se determina de cara a la in-especialidad de la praxis
cotidiana y a la distinta relación que ambos establecen con esta última.
Pero precisamente la atribución de un carácter especializado, experto, tanto a la
filosofía como la literatura y al arte en general parece sólo posible sobre la base de
fuertes reducciones. Ya lo anuncia audiblemente, diría yo, la descripción de la
expresión poética como “el lenguaje de ficción especializado en la apertura del
mundo”. 209 Y también resulta difícil de seguir sin reservas el alineamiento de la
filosofía con la capacidad o el “deber de solucionar problemas”. 210 Lo que provoca
occidental.
209 J. Habermas, op. cit., p. 251.
210Op. cit., p. 252.
De lenguaje, historia y poder 195
aquí la reticencia es, por una parte, la asignación de un carácter especializado a una
“función” que es por esencia des-especializante (aunque no por ello universal), como
la de la creación poética (artística), que labora en los bordes tanto de la experiencia
cotidiana como de las formas de lenguaje y de saber codificadas y consolidadas: 211
la “apertura de mundo” no es, de hecho, una función especializada en sí misma, ni
puede serlo per definitionem, por mucho que deba suponerse y exigirse, como
condición de su efectividad, la expertise propia de lo que antaño se llamó “oficio”
artístico o literario, y que está conformado por una amalgama de saberes y
destrezas temáticas y técnicas.
Por otra parte, el citado alineamiento de la filosofía con el “deber de solucionar
problemas” parece ligarla dominantemente a las finalidades de administración de
la vida y sus condiciones, desdibujando —o, al menos, tendiendo a desdibujar— su
función igualmente aperturista, a saber, de apertura de problemas, la cual es también,
en su propio estilo, “apertura de mundo”. Es precisamente esta función, sin
embargo, la que define la situación “dual” y mediadora de la filosofía que
Habermas está interesado en afirmar, a saber, entre las culturas especiales (arte y
literatura, ciencia, moral) y el mundo de la vida cotidiana. En efecto, por una parte
la filosofía “representa el interés [de éste último] por la totalidad de las funciones y
estructuras que se agavillan y articulan entre sí en la acción comunicativa” frente a
aquellas culturas, pero por otra “socava subversivamente y sin miramiento alguno
las certezas de la práctica cotidiana”, induciendo “una reflexividad que se echa en
falta en el trasfondo sólo intuitivamente presente que es el mundo de la vida”. 212
Como he dicho antes, no se trata de denunciar una presunta circularidad en la
argumentación habermasiana; ésta se mantiene a salvo de la acusación, en cuanto
que puede mostrar que la especialización que da pábulo a la diferencia genérica es
un proceso históricamente devenido, al cual denominamos “modernidad”, y que
tiene su formato en la separación que establece la respectiva autonomía de las
esferas del conocimiento, la moral y la estética, sancionada ya por la trilogía crítica
de Kant. Lo que me interesa es aquello que mencionaba atrás, la cuestión del
“querer” constitutiva de la inscripción de un discurso en uno de estos dominios
autónomos. Este "querer", en cuanto diferente —el “querer abrir mundo” propio
211 Dicho sea de paso: este “laborar en los bordes” señala en el arte una relación compleja con la
“ficción”, en vista de la cual ésta no puede concebirse a la manera de una dimensión pre-constituida
y pre-definida, sino como una que es inherente a la propia función de “apertura” y surge
primeramente con ésta. Lo que podríamos llamar la “eficacia compromitente” de la ficción —
aquello que en la vieja retórica y en la poética antigua se denominaba su “verosimilitud”—
resultaría inexplicable si el deslinde de ficción y facticidad estuviese firmemente asentado.
212 J. Habermas, op. cit., p. 251.
De lenguaje, historia y poder 196
del lenguaje de la ficción y el “querer solucionar problemas” (y plantearlos, ante
todo), propio del lenguaje filosófico— es reivindicado inequívocamente por
Habermas, y cabría preguntarse hasta qué punto es independiente de él la
configuración de tales dominios, y qué aspecto podría cobrar, por ejemplo, la
filosofía desde una lectura que se hiciere cargo de esa eventual interdependencia.
Sobre esto último, recordemos que Habermas insiste en la interna constitución del
discurso filosófico en términos de pretensiones de verdad, bien que “debilitadas”
por respecto a los conceptos “fuertes” que la voluntad moderna de sistema había
cimentado.213 La determinación de la filosofía a partir de tales “pretensiones” es lo
que nos puede iluminar acerca del “querer” en cuestión. Pues si es válido lo que he
dicho abundantemente, que este “querer” identificador del texto filosófico —que
dictaría el modo y el carácter de su lectura, de su recepción y procesamiento—
posee la índole de la pretensión auto-fundadora, la filosofía tendría que ser vista
como el discurso de la pretensión (de discurso), es decir, el discurso que explora y
busca establecer las condiciones bajo las cuales la pretensión de discurso es, no sólo
posible, articulable y eficaz, sino también susceptible de ser formulada como
discurso. Esto podría considerarse como un rasgo esencial de la filosofía: una
suerte de voluntad de incondicionalidad, por mucho que ésta pueda presentarse
todo lo “débil” que se desee. Y precisamente como revelación de la pretensión en
su núcleo irreducible a discurso (irreductibilidad que, no obstante, es motivo para
un otro discurso) es que se podría entender la crítica nietzscheana, dirigida, desde
luego, no sólo a sus configuraciones “fuertes” (metafísicas, dogmáticas,
sistemáticas, especulativas), sino también a sus configuraciones “débiles”
(empiristas, escépticas, críticas, pragmáticas).
En este sentido, el problema no sería tanto el de la (ilusoria) consistencia de la
empresa cognitiva que determina al texto filosófico, y que la modernidad con la
que Nietzsche entra en relación ya ha abandonado en lo que atañe a su esquema
sistemático, absoluto, tal como se resume en la frase “Dios ha muerto” (éste es un
punto que Habermas omite), sino si esta consistencia puede en general ser
concebida de otro modo que originada en esa voluntad de incondicionalidad, si la
única correlación que sostiene al discurso es la que lo remite a la pretensión de
discurso y, para decirlo en términos nietzscheanos, a la moral trascendental de esa
pretensión. La pretensión de discurso desborda al discurso de una manera que la
filosofía (como forma de todo discurso de saber posible) no puede administrar ni
reducir nunca completamente, y si el “excedente retórico” ofrece perspectivas
críticas a propósito de la filosofía, no es en vista en un sobrepujamiento estetizante
213 Cf., sobre esto, la extensa nota 74 que epiloga el excurso comentado, J. Habermas, op. cit., p. 253 s.
De lenguaje, historia y poder 197
de la lógica por la retórica, o de la filosofía por la literatura, sino porque en aquél
están registradas indeleblemente las huellas de ese desborde. Lo que se abriría en
el horizonte —o, más bien, en el borde, en el precipicio— de una crítica que explota
el citado “excedente” sería la posibilidad inédita de un discurso sin pretensiones,
definitivamente inconmensurable, a la vez, con filosofía y literatura.
Me imagino que podría cundir aquí la seducción de pensar, sin más trámites, al
poema como tal discurso. Esta seducción, supongo, causó no pocas de las
inquietudes que movieron las deliberaciones de Nietzsche en la época del
Nacimiento de la Tragedia. Creo oportuno reprimir y distanciar esta clase de guiños,
no porque fueran señuelos hacia la nadería o hacia el abismo, sino porque su
verdad escarpada exige una larga y pacientísima preparación. Lo que de ninguna
manera está en juego es una declaración del “texto” como absoluto, con la
correlativa abolición de todas las diferencias genéricas. Si algo parecido a esto
pudiera ser postulado, se trataría de una exposición diferida de esas diferencias a
su recíproca contaminación, lo cual exige mantener las diferencias mismas, y, ante
todo, de aquella entre literatura y filosofía. 214 Y esta exposición es tarea satírica,
puesto que la sátira, absorta siempre en el único prurito de la eficacia por todos los
medios, es, como se sabe, el género de-generante. En esta misma medida, ella sería
inseparable del trabajo preparatorio a que aludía, aquél encaminado al susodicho
“discurso sin pretensiones”, sería la promesa del “poema”. Si la sátira es aquel tipo
de discurso que, plegándose (paródicamente) a lo que critica, procura desfondarlo
desde la pretensión misma que lo constituye, su obra genuina es siempre el
desmontaje de una pretensión. Lo usual es que funde ese desmontaje en una
214 La mención que hago de este diferimiento apunta a la necesidad de entender todo lo
previamente dicho sobre el “quiasma”, también, y sobre todo, en términos temporales. Entrar en
este asunto, aquí, resultaría excesivo; permítaseme, con todo, un breve esbozo, que no tiene más
remedio que ser elíptico. Lo que sugiero es, en primer lugar, que hay un tiempo —no sólo
discursivo, sino también afectivo y corpóreo—, un tiempo que la saturación se toma para
producirse y para difundir sus efectos. Pero —aquí lo segundo— ése es un tiempo
inconmensurable, puesto que no es homogéneo: no es un tiempo categorial. Me apresuro a s ubrayar
que tampoco habría que concebirlo como un tiempo puramente experiencial, “vivido”, al modo en
que opone Bergson temps y durée. Se trata más bien del cruce de ambos tiempos, y de la necesidad de
pensar ese cruce como tiempo. Tal cosa equivale a decir que la temporalidad misma es quiasmática,
que así como ella mide el vuelco brusco de los sentidos, también ella está sometida, desde sí misma,
a partir de su más íntima determinación, a esa brusquedad, a la desmesura de su propia eclosión, a
lo repentino del vuelco de su propio sentido: que el vuelco de los sentidos es, al mismo tiempo, en el
“instante” y desliz de un abrir y cerrar de ojos (el Augenblick), el vuelco de la temporalidad como
tal. Es lo que traté de insinuar bajo la figura del escurrimiento, que, ciertamente, habría que pensar
como un escurrimiento ciego.
De lenguaje, historia y poder 198
pretensión más originaria, por simple, pura o sincera; habría que ver qué pasa
cuando la sátira cruza este límite.
Santiago, octubre de 1994
ORDEN Y ANARQUÍA215
UN APUNTE SOBRE EMMANUEL LÉVINAS
La relación infinita
“Lo humano sólo se ofrece a una relación que no es un poder”, sostiene Lévinas
en el remate de su ensayo de 1951 “¿Es fundamental la ontología?”216 Esta frase
concluyente y rotunda sugiere, por su exclusividad (“lo humano sólo se ofrece…”)
y por su negación (“…a una relación que no es un poder”), la importancia que
cabría asignarle a la cuestión del poder en la determinación levinasiana de lo
humano, precisamente. 217 Es decir, en la determinación de lo humano en cuanto que
humano: la frase dice que lo humano sólo se ofrece, sólo acontece, sólo viene como
tal al margen de toda relación de poder y de toda relación poderosa, en una
relación —repitámoslo— que no es un poder; no una relación impotente, sino una
que está exenta, que está eximida (pero no se podrá decir, simplemente, redimida)
del poder.
Múltiples preguntas se desprenden de aquí, y las respuestas a tales preguntas
tejen la trama de la enseñanza de Lévinas. Entre ellas, la pregunta por lo que
significa, aquí, “relación”. Ésta es una palabra frecuente en el vocabulario de
Lévinas; casi podría decirse que el vocablo “relación” pertenece a aquel repertorio
basal del léxico que el autor utiliza con una insistencia en la cual trasunta una
necesidad y quizá —para emplear un término que tiene relevancia teórica para el
autor— una ambigüedad. Lo que quiero decir es que en la meditación levinasiana
no hay una encuesta temática del concepto de relación, de la categoría de relación,
215 Este ensayo forma parte del proyecto Fondecyt 1040530 “Figuras del poder. Contribuciones a
una analítica filosófica del poder desde una perspectiva metafísico-estética”, del cual el autor es
investigador responsable. Fue presentado como ponencia en el Seminario Internacional Convocación
y presencia. Homenaje a Emmanuel Lévinas, celebrado en la Universidad de Chile entre el 5 y el 7 de
octubre de 1005.
216 Emmanuel Lévinas. Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro. Versión castellana de José Luis
Pardo. Valencia: Pre-Textos, 1993, p. 23.
217 El apotegma que privilegio es ampliamente desarrollado a propósito de la consideración del
rostro en Totalidad e infinito (cf. 3. II. “Rostro y ética”).
De lenguaje, historia y poder 200
si cabe hablar más enfáticamente. Todo lo contrario a lo que ocurre con el vocablo
“ser”.
Y tal encuesta es indispensable, si es valedero estimar, como sugeríamos hace un
momento, que la cuestión del poder afecta, aquí, a la humanidad de lo humano.
Planteemos de inmediato la pregunta que nos inquieta: ¿puede haber una relación
que no sea de poder? ¿No se hace sentir en toda relación el poder —y quizá,
solapadamente, la violencia— de la relación? Este “poder de la relación” no es,
acaso, una simple manera de hablar. Es poder que liga y vincula a los relacionados,
que los refiere uno a otro, que hace de uno la condición del otro, o viceversa, o
ambos a la vez, que incluso puede llegar a hacer que dependa la índole y la
identidad —cabalmente el ser— de cada cual de su recíproca remisión.
Dondequiera que se establece una relación, ésta se trama o se articula con un poder
que de algún modo y en algún alcance determina el ser de lo relacionado: en la
relación así pensada se hace sentir, entonces, un poder cuyo régimen es de punta a
cabo ontológico, sin que el poder mismo de la relación, en virtud de su eminencia,
deba serlo por fuerza: la fuerza reside en la relación misma. De ahí, pues, la
dificultad de pensar “una relación que no es un poder”, porque esto exige pensar
una relación fuera de toda relación formada en ese régimen, una relación más allá
o más acá de la relación ontológica, anterior a esta trama, a la intriga de la relación
ontológica de poder. En la frase se puede leer, por consiguiente, todo el programa
levinasiano.
¿Cómo se puede pensar una relación como la apuntada? En la frase la idea del
ofrecimiento (“lo humano sólo se ofrece…”) o, para ser más preciso, de la ofrenda,
debe aportar la condición fundamental. Nuevamente, ésta no es una simple
manera de hablar: la ofrenda, la ofrenda de sí, sería un modo de la relación que
suprime (y que suprime quizá en el modo de la anticipación) el poder que la
tramaría ontológicamente. La ofrenda sería un no-poder, es decir, una excepción a
todo régimen de poder o, para decirlo de otro modo, sería el régimen de la
excepción a todo poder.
En las antípodas de la ofrenda como no-poder está, sin embargo, y de manera a
primera vista paradójica, aquello que el mismo Lévinas llama “lo contrario del
poder”. En cuanto que el otro no es pasible de una negación parcial, que lo
subsuma a una determinación ontológica cualquiera y lo disponga así para un
dominio y una posesión, en cuanto que “el otro es el único ente cuya negación sólo
puede anunciarse como total: el asesinato”, y así “es el único ente a quien puedo
querer matar”, este poder de eliminación y anonadamiento (en el cual
hipotéticamente celebraría su triunfo el poder total) “es todo lo contrario del
De lenguaje, historia y poder 201
poder. El triunfo de este poder es su derrota como poder”. 218 La explicación de este
aserto es clara, si bien tiene el aire del consuelo lógico frente a la exacerbación del
poder en la efusión de la violencia: el otro ya no está como otro en el instante en
que el poder de matar se cumple: éste es, pues, un poder que actúa sólo sobre la
nada que él mismo ha proyectado. La presunta paradoja de un poder que, en
cuanto se realiza, se anula como poder, no es otra cosa que la contraparte necesaria
del no-poder de la ofrenda. El lema que anuda ambos extremos estipula que el otro
es la excepción.
Y es el otro, en cuanto excepción, quien se abre —quien viene— como tal en
“una relación que no es un poder”.
¿Qué relación es aquella que no es un poder? La implicación levinasiana es que
tendría que tratarse de una relación infinita. Sólo una relación infinita
interrumpiría el régimen ontológico que administra el poder de la relación sin ser
absorbido en él. Sin embargo, a primera vista parece ser que toda relación es finita,
en el sentido de que determina los elementos de la relación según las condiciones
de ésta misma: para decirlo de otro modo, los con-fina como tales elementos según
tales condiciones. Toda relación es esencialmente separadora: al tiempo que refiere
los relacionados uno a otro, en cualquiera articulación que sea, y sin importar cuán
asimétrica sea la relación, determina en virtud de sí misma (es decir, de la
condición que en cada caso le es propia) la entidad o el estatuto de los relacionados
en su recíproca diferencia. Esto significaría que toda relación que se lea desde los
elementos relacionados será necesariamente finita.
Queda, pues, abierta la alternativa de una lectura de la relación desde ella
misma. Y aquí parece posible pensar en una infinitud. Éste será nuestro
apercibimiento: no hay relación infinita salvo aquella en que los relacionados están
infinitamente expuestos a la relación misma. Pero esto precisamente avala la idea
de un poder de la relación, que en tal caso se acredita como poder (de lo) infinito.
Tal vez no sea del todo descaminado abrigar la sospecha de que Lévinas necesita
suponer un poder de esta índole precisamente allí donde piensa “una relación que
no es un poder”.
La característica que hemos apuntado tiene vastos antecedentes y entre ellos
uno de primer orden. La noción de una relación infinita fue establecida en todo su
fuero por Hegel al sentar el movimiento de la mediación como proceso de
recuperación de la conciencia. En virtud de la mediación, la relación que es la
conciencia adquiere paulatinamente toda la riqueza sustantiva de la multiplicidad
de aquello con lo cual se relaciona: es el devenir sustancia del sujeto y el devenir
218 Todas estas citas de op. cit., p. 21.
De lenguaje, historia y poder 202
sujeto de la sustancia, según el célebre dictum del Prólogo a la Fenomenología del
Espíritu.
Este antecedente es de importancia decisiva para entender el planteamiento de
Lévinas, que precisamente se opone en este punto a Hegel: para Lévinas, la
infinitud de la relación estriba en su inmediatez. Será éste, a su vez, el concepto que
nos guíe en este contexto, y será asimismo el que permita, al menos
preliminarmente, caracterizar el estatuto de aquel que Lévinas llama el otro.
Relación infinita e inmediata, pues, de suerte que la inmediatez es la exposición
absoluta, sin reserva, en la relación y a ella misma.
Precisamente es la inmediatez lo que impone el otro, y la impone en y como su
rostro. Lo no tematizable del rostro humano, en que Lévinas insiste
reiteradamente, equivale a la imposibilidad de mediar el rostro como rostro. El
“cara a cara”, dice el autor, es “situación última”, “relación irreducible”. 219 Pero
esto también quiere decir que el rostro impone la relación, que él mismo es la
relación que se impone al yo —que se me impone— como aquello que el yo no
puede contener como contenido de su conciencia o convertir en tema de su
representación, y por lo tanto aquello que me lleva más allá de mí mismo. En este
sentido, el rostro presencia, pero no en el modo de un estar allí presente para una
conciencia pre-constituida, sino que es pre-esencia: el rostro anticipa toda
representación que pudiera alojar su presencia como contenido o proponerse su
esencia como tema. Esa anticipación es, por decirlo así, una captura de mí, como
rehén de la imponencia del rostro. Es, entonces, un peculiar poder del rostro lo que
define a lo humano como aquello que “se ofrece a una relación que no es un
poder”. El “más allá de mí mismo”, por cierto, no es suficiente para dar la idea de
infinito: en toda relación en cierto modo soy llevado más allá de mí hacia aquello
que me es diferente, pero también regreso a mí, en mi conciencia, haciendo
inventario y capital de la ganancia que me aporta la relación; se necesita algo más,
una interdicción que el rostro ejerce sobre mis posibilidades de determinación. A
ello se refiere Lévinas al hablar del doble carácter del rostro: su exposición (su
desnudez y desprotección, como condiciones elementales de vulnerabilidad) y su
mandato (“no matarás”).
Ontología del inicio y anarquía
219Totalité et infini. Essai sur l’extériorité. París : Kluwer, 1990, p. 78 ss. (cf. Totalidad e infinito. Ensayo
sobre la exterioridad. Traducción de Daniel E. Guillot. Madrid: Sígueme. 1987, p. 103 ss.). En las
siguientes referencias, entre paréntesis se indica la paginación de la traducción castellana.
De lenguaje, historia y poder 203
La anticipación del otro no es una anteposición. No hay posición del otro. Desde
luego no la hay por el yo: el otro no comparece en virtud del acto tético de un
sujeto asentado en su mismidad, por contraste con la cual acusaría ése su alteridad.
Pero tampoco hay posición del otro por el otro, posición ésta que precedería a la
del yo, y no la hay en la doble medida en que aquella no sería sino la posición del
otro como yo —mera inversión de los relatos de la relación bajo el resguardo de la
lógica estructural que los trama como recíprocas mismidades—, y, desde el punto
de vista de la dinámica temporal de la relación, porque toda posición, en virtud de
la actualidad de su acto, determina su tiempo como presente, en tanto que la
temporalidad del otro es otra temporalidad.
El tiempo del otro no es un presente anterior al presente del yo. La anticipación
del otro, entendida en el sentido decisivo de su temporalidad, es irreducible a un
presente. En esa medida hablamos de la pre-esencia del otro, no porque otro sea
antes que yo, sino porque el otro antecede a toda determinación ontológica: ésa es
su insistencia ética. El carácter ético de la relación al otro, tal como se determina en
la interpelación del rostro, precede (y aquí, de nuevo, habría que decir
infinitamente, en un impensado a posteriori que funda, para la razón, la
posibilidad del a priori), precede al ser conforme al cual se articula la relación
como relación ontológica que define, condiciona o modula la entidad de los
relacionados. Leído temporalmente, en la relación el otro viene de un tiempo
esencialmente no-presente, y la relación misma es determinada en su temporalidad
peculiar, radicalmente escindida, dia-crónica como la llama Lévinas, por este
advenimiento. En tal sentido, cabría decir que el otro se caracteriza por la prelación
en la relación.
Como queda insinuado en lo que acabamos de decir, la prelación del otro —si se
me permite seguir empleando este giro— tiene, a la vez, un sentido estructural y
uno temporal. Ambos quedan recogidos en la noción de an-arquía, que Lévinas
desarrolla principalmente con posterioridad a su primera obra fundamental,
Totalidad e Infinito. 220 La idea central de lo pre-originario (an-árquico), de lo anterior
a todo principio y a todo comienzo, corresponde a la crítica fundamental de
Lévinas al proyecto ontológico en cuanto éste depende de un inicio, de un
220Sobre el concepto de an-arquía, véase sobre todo el capítulo “La substitución” en Autrement
qu’être ou au-delà de l’essence. París : Kluwer, 1990, p. 156 ss. (cf. De otro modo que ser, o más allá de la
esencia. Traducción de Antonio Pintor-Ramos. Madrid: Sígueme. 1987, p. 163 ss.), y el ensayo
“Humanismo y anarquía”, en Humanisme de l’autre homme. París: Fata Morgana, 1972, p. 71 ss.
De lenguaje, historia y poder 204
principio absoluto. Tal sería el rasgo esencial del pensamiento del ser, como
momento indeleble del tener y el haber, de la posesión de sí. 221
¿Hasta qué punto puede entenderse que esta crítica concibe la atávica concepción
del ser de la metafísica occidental en clave de poderío y de violencia? ¿Y que la
palabra del ser, aquella a la que Heidegger buscó prestar oídos finos hasta el fondo
primigenio de esa concepción, es, de una manera u otra, y en cualquier modulación
que se quiera, un dictado, una orden?
Sobre la primera cuestión no caben dudas: sin perjuicio de otros sitios
incontables, ciertas páginas de “El mismo y el otro”, primer capítulo de Totalidad e
Infinito, formulan la idea con toda notoriedad: “la ontología, como filosofía
primera, es una filosofía de la potencia” 222, cuyo rédito fundamental es la
neutralización —es decir, la reducción— del otro, que es, digámoslo así, el
principio de toda violencia. Esas mismas páginas tienen un destinatario preferente
en el pensador de la Selva Negra. Y, sin duda, el juicio de Lévinas no está, en
absoluto, huérfano de fundamentos.
La palabra del ser: el nombre de Heidegger está suscrito indeleblemente bajo
este enunciado —que no es enunciado, porque indica hacia la posibilidad misma
de la palabra y, a fortiori, y derivadamente, de todos los juegos en que ella puede
ser tramada. Nombre, aquel, determinante para la tentativa de Lévinas, porque el
discurso que sostiene, por su vigor inédito, su entereza y cobertura, le insinuó
tempranamente —también en la huella de Bergson y de Husserl, sin duda, pero
bajo el signo de una admiración irrestricta por la originalidad y la agudeza y la
profundidad de los análisis de Ser y Tiempo— no sólo modos de pensar, sino
también, en el revés de lo dicho, si puede formulárselo así, lo que faltaba por
pensar en toda la tradición que en ese mismo discurso venía a concentrarse como
en una punta álgida; lo que faltaba por pensar: la exterioridad o ese “de otro modo
que ser”.
Con toda seguridad es Heidegger quien hizo aflorar nuevamente el rasgo del
inicio (Anfang), desde el fondo del discurso filosófico heredado, y lo hizo sentando
la pregunta como gesto propio del pensar, es decir, recuperando el poder de la
pregunta —la pregunta como comportamiento, modo de ser, como existencia,
como decisión, no como dispositivo metodológico— desde su extenuada
normalidad epistémica.
Como bien se sabe, esta voluntad, que se anuncia con elocuencia ya desde el
exergo de Ser y Tiempo, conduce a la situación a medias aporética que determina la
221 Autrement qu’être ou au-delà de l’essence, p. 158 s. (164).
222 Totalité et Infini, p. 37 (70).
De lenguaje, historia y poder 205
suerte ulterior del programa de esa obra. La gravitación de lo solapadamente
subjetivo y espontáneo en el emplazamiento del Dasein, que se acusa de manera
preferente en la aventura de la propiedad y, sobre todo, en la proyección
“horizontal” del ser, obliga a abandonar los acentos de la primera tentativa a favor
de la primacía de aquello por lo cual se pregunta, y provoca así el celebérrimo
“giro” (Kehre) en el sedicente “camino del pensar”. Dicho de otro modo, la relación
entre hombre y ser pivota sobre una plataforma giratoria cuyo centro inamovible
es el tema del inicio. No el hombre, sino el ser es lo inicial. No del hombre, sino del
ser es la palabra.
El cambio trae consigo, ya lo decíamos, la morigeración de los acentos y relieves
más notorios del enérgico discurso de Ser y Tiempo. La ontología tiende a
abandonar los fueros que había vuelto a conquistar, a declinar la vis incoativa que
una vez la puso en marcha y sostuvo más o menos explícitamente su decurso, y a
ser sucedida por la saga del acontecimiento. Es probable que no poco de tales
abdicaciones encuentre su prolongación en la tentativa de Lévinas, pero al mismo
tiempo no pueden caber muchas dudas de que en la matriz del “Heidegger tardío”
aquel recela el retorno del primado del principio, con el agravante de que las
exigencias lógicas del discurso —que Lévinas también impugna— son sustituidas
aquí por las exenciones mito-poéticas del “pensar”.
Habrá que decir, pues, que el prurito del inicio y, por así decir, la principialidad
endógena de la filosofía se mantiene, incluso allí donde se abandona la pregunta
como genuino y originario gesto del pensamiento, y donde sólo se abre éste y se
encamina desde que hay un sí del ser. Este sí, esta anuencia, esta Zusage que
precede a toda pregunta, a toda iniciativa del pensar —como pensar de un sujeto y
acto de una conciencia—, es lo que hace posible al pensar mismo, destinado ahora
como un estar devotamente afecto al innuendo del ser —desde un principio. 223
Lo no dicho de la orden
El discreto sí del ser, ¿sería una orden?
¿Y sería la orden lo que estaría en el fundamento y en el origen de la ontología?
Ciertamente, no se puede desconsiderar que el tema del inicio (del origen) sufre en Heidegger
223
una modificación decisiva respecto de las anteriores apelaciones y explicaciones del arkhé, en la
misma medida en que inscribe históricamente el inicio.
De lenguaje, historia y poder 206
Elías Canetti dedica una sección entera de su notable Masa y Poder224 al análisis
de la orden, y de hecho su conocimiento abierto y sin reservas —o, más bien, la
lucidez acerca de ella— es para Canetti la clave de toda reducción del poder. 225
La reflexión de Canetti se deja inspirar por datos biológicos, antropológicos,
etnográficos, sociológicos y psicopatológicos. Las discusiones filosóficas en torno al
poder y la tradición del pensamiento político no juegan ningún papel en su
programa. Su economía explicativa remite los fenómenos del poder a un tejido
primario de atavismos en que las fronteras entre lo animal y lo humano no son
enteramente discernibles, y enseña cómo en esos fenómenos sigue vigente y se
trasluce, a menudo en traducción simbólica, aquella remota y oscura herencia.
Pero un punto fundamental es que entre la orden y el orden subsiste un vínculo
indisociable. ¿Qué hace la orden? La orden ordena. En ambos sentidos: manda y
articula, manda y por su solo ocurrir jerarquiza. Ordenar algo, en el sentido de
mandar (que algo se haga, por ejemplo), ciertamente es fijar una dirección en el
mundo: la dirección en que el acto o la serie de actos que son ordenados habrán de
ejecutarse. Pero, a la vez, y por el hecho mismo de que la dirección establecida,
incluso más que el resultado del acto, hace emerger una estructuración del mundo
en que su mandato ha de llevarse a cabo, la orden, en cierto modo, conjura el
mundo como mundo. No es que la orden lo haga expresamente. En sus formas
usuales, son muchos, son demasiados los supuestos que tienen que concurrir para
que una determinada locución o un gesto puedan valer y regir como una orden:
ciertas convenciones, relaciones sociales previamente constituidas en la
preponderancia de unos sobre otros, intenciones y propósitos deliberadamente
asumidos, cursos de acción ensayados una y mil veces, instrumentos y medios,
criterios reconocidos con los cuales medir el logro, etc. Pero en toda orden late una
tendencia primaria a configurar el mundo, a arreglarlo, que supone ante todo un
despeje, no sólo de lo que hay en el mundo, sino del mundo como mundo, y esto
224Masse und Macht. Frankfurt/M: Fischer, 2003 (cf. Masa y poder. Buenos Aires: Muchnik, 1981).
225 Canetti, como Lévinas, nace en 1905: ambos son oriundos de Europa Oriental, Lévinas de
Lituania, Canetti de Bulgaria. Pasados los primeros años en sus lugares natales, emigran con sus
familias a Europa Occidental: Canetti a Londres y luego a Zürich, Frankfurt y Viena, donde
completó sus estudios, para asentarse definitivamente en la capital británica en la víspera de la
Segunda Guerra; Lévinas a Ucrania —tiempos de la Revolución Soviética— y a Estrasburgo, como
estudiante de filosofía, para, luego de una breve pero decisiva estancia en la Friburgo de Husserl y
sobre todo de Heidegger, avecindarse definitivamente en París. Canetti muere en 1994; un año más
tarde Lévinas. La primera opera magna de éste es Totalidad e infinito, de 1961, el gran ensayo de
Canetti, de 1960. Aunque los cursos de pensamiento de uno y otro autor son notoriamente
disímiles, hay un parentesco entre ambos.
De lenguaje, historia y poder 207
significa también de las reglas que lo han regido hasta el momento en que la orden
acaece. Es lo que implica la operación que llamamos “hacer orden”.
¿Qué hace la orden?, preguntaba. La orden ordena: ordena hacer. El “ejemplo” a
que aludí más atrás (“mandar hacer algo”) no es ningún ejemplo, en verdad. Es lo
que se contiene necesariamente en la estructura formal de toda orden. Primera
peculiaridad de la orden, decía Canetti, “es que provoca una acción”. 226 Lo que
hace la orden, el “hacer” de la orden, entonces, es enteramente sui generis. No hace
otra cosa que desencadenar un hacer —cualquiera que sea, incluida la inhibición
de actuar de algún modo—, y permanece incólume y distante respecto de la acción
o de la secuencia de actos que ordena. Concebir la orden según el principio de
causalidad es, pues, equívoco. Si bien la ejecución de la orden puede describirse y
experimentarse, con respecto a ella, como un efecto, y los actos que la constituyen se
comportan entre sí como causas y efectos, la orden, en sí misma, no pertenece a la
cadena en que éstos están inscritos. La orden no está sometida a principio alguno:
ella es principio sin más y sin nada que la anteceda, como un principio antes de
todo principio, o bien como el principiar mismo. Su necesidad —la necesidad que
de ella emana— nada tiene que ver con la cadena causal. Toda orden tiene el aire
de ser un comienzo absoluto, aunque de ella dependa la introducción de un
cambio microscópico en el mundo. Por eso mismo, en toda orden se juega un
comienzo de mundo. Tampoco podrá decirse que la orden queda bien analizada
por la relación de medios y fines, como si lo que realmente importara en el
mandato fuese aquello que ha sido ordenado: algo, cualquier evento o cosa que sea
el resultado de la ejecución. El verdadero fin de la orden es ser obedecida. Es lo
que se implica cuando se dice que lo que corresponde propia y únicamente a una
orden en cuanto orden es su cumplimiento. No se piensa en aquello en lo cual,
según el caso y la circunstancia, consista tal cumplimiento, sino en la orden misma.
Junto a su condición de principio absoluto, tiene la orden esta peculiar índole
tautológica. “Una orden es una orden”, Befehl ist Befehl: esta frase que no hace sino
subrayar el imperio axiomático que difunde el aura incomparable de la orden en
torno a ella, y la mantiene separada de todo lo demás, es evocada por Canetti al
comienzo de su análisis.
Quizá por eso mismo —y no sólo porque su eficacia, originariamente fundada
en la amenaza de muerte, alcance mucho más acá del dominio de los animales que
tienen la palabra—, quizá en razón de ese imperio al que sólo basta un gesto, un
226 E. Canetti, Masse und Macht, p. 358 (300).
De lenguaje, historia y poder 208
amago, un respingo, un exiguo conato, elocuente en su mutismo, “la orden es más
antigua que el habla”.227
“…más antigua que el habla”: esto no implica ni supone que la orden sea
afásica. Si el aserto de Canetti es atinado, entonces, conforme a la lógica de su
discurso, la anterioridad arqueológica de la orden —y más aun, también aquí, por
qué no decirlo, an-árquica— sigue resonando en toda palabra, como si una voz de
mando siguiese sordamente hablando en toda habla. Si el habla —el lenguaje— es
la fibra del lazo de la relación, la orden, en su eminencia primordial y en su
inminencia en toda comunicación, sería el poder de la relación misma. Confirma la
separación radical que la relación a la vez supone y establece, remite a cada cual a
su unicidad incanjeable, esboza en cada cual un principio, un conato de mundo. La
escena primordial del lenguaje es la guerra de las órdenes. No habría tregua ni
relajo en esa guerra, sólo una tarea: “Quien quiera hallar el punto flaco del poder,
debe tener la orden en la mira sin temor y encontrar los medios para despojarla de
su aguijón.”228
El régimen de la orden, podrá pensarse, es ontológico de punta a cabo, sin que
ella, en su mínima o gran majestad, incólume y distante, ajena al lógos al menos en
parte —en su parte más atávica, maldita—, necesite serlo. Sin que importe aquello
que en la orden y como orden se dice, sin ser ella misma propiamente manifiesta,
fuerza y conduce la manifestación, a la manera del relámpago que
instantáneamente revela la verdad de todo lo que es. También en la fuga229, y quizá
sobre todo en la fuga, el orden que ordena la orden es ontológico. Pero el estatuto
de la orden misma permanece en la sombra.
El decir del rostro
La discusión an-árquica que desata Lévinas aboga, como bien se sabe, por un
concepto de subjetividad que busca escapar al círculo del arché, es decir, de la
posesión de sí en el retorno de la conciencia a la plenitud de su presente,
enriquecido por la conversión de todo lo otro a tema suyo bajo la condición de la
idealidad. En la medida en que está sujeta a la interpelación del otro antes de su
propia constitución, la subjetividad levinasiana es primariamente heterónoma. Esta
condición es expresada por Lévinas con un cambio de caso gramatical y con una
227 E. Canetti, op. cit., p. 357 (299).
228 E. Canetti, op. cit., p. 559 (468).
229 De acuerdo a Canetti, la amenaza de muerte que late en la orden prescribe la huida: “la más
antigua forma de efecto de la orden es la fuga”, ibíd.
De lenguaje, historia y poder 209
palabra que en este contexto nos importa: “La conciencia de responsabilidad
obligada no está de entrada en nominativo, sino en acusativo. Está «ordenada», y
el término «ordenar» es muy expresivo […] La palabra «ordenar» significa al
mismo tiempo haber recibido la orden y estar consagrado.”230
El epicentro de la orden, si así puede decirse, es el otro: el rostro del otro. El
rostro habla, y habla doblemente. Su doble habla tiene, como insinuábamos antes,
fuerza de interdicción: suspende (en el modo de la prelación) toda iniciativa del yo,
todo emplazamiento del sujeto a partir de su propio conato. Esa fuerza de
interdicción es lo que impone la inmediatez de la relación, lo que hace de la
inmediatez la inmediatez. Importa saber si semejante fuerza radica en uno de los
momentos de esa habla doble, si, radicando en ambos, uno de ellos prima sobre el
otro, o si radica en la duplicidad misma. La posibilidad constitutiva del homicidio
es el nudo de esta duplicidad. El rostro, en su desnudez, significa, dice la
vulnerabilidad esencial del otro; esta primaria desprotección es una incitación al
homicidio, como hecho ciertamente baladí en su reiterativa ocurrencia, y no
obstante fundador de historia en su misma trivialidad. Pero, al mismo tiempo,
ordena sin condición ni cláusula la prohibición de matar, no como un veto, sino en
virtud de aquella misma ilimitada exposición. 231 En la octava conversación de Ética
e Infinito dice Lévinas: “El ‘no matarás’ es la primera palabra del rostro. Ahora
bien, es una orden. Hay, en la aparición del rostro, un mandamiento, como si un
amo me hablase.” 232 El rostro impone, pues, la prohibición, su decir es interdicción.
Suspende, como lenguaje, el continuum de la significación o, lo que es equivalente,
instaura la significación, la “significancia de la significación”.
Pero la orden, el mandato, el mandamiento del otro como otro —que tanto se
parece a la llamada de la conciencia que explica Heidegger en Ser y Tiempo y tanto
se diferencia de ella—, si ha de tener la fuerza que le atribuimos, debe ser
inmemorial, no inscribirse en ningún tiempo pasado que la conciencia subjetiva
pueda recuperar en su presente por medio del recuerdo o la reminiscencia, no ha
de estar en ningún vínculo de causalidad o finalidad con mi respuesta a ella, debe
haberme asaltado antes de todo lo que pudiese emprender como iniciativa propia,
debe venir a mí en el modo abrupto, traumático del sobrevenir y sobrecoger,
“como ladrón en la noche”. Ajena a toda relación ontológica, la orden insiste en mí,
230 E. Lévinas, “Filosofía, justicia y amor”, en Entre nosotros, op. cit., p. 137.
231 “Al mismo tiempo”, decimos, que por cierto no es mi tiempo, mi presente, sino el tiempo del
otro, que me afecta con su singularidad irreducible en virtud de esta interdicción. Su fuerza radica,
pues, en la “diacronía” que se significa en el habla doble del rostro.
232 E. Lévinas, op. cit., 83.
De lenguaje, historia y poder 210
determinando mi propia (con)sistencia en la responsabilidad que desde siempre
me impone, me habrá impuesto: en la obediencia.
Puede sostenerse que la obediencia —cierto modo de la obediencia— es la
respuesta de Lévinas al problema definido por su propia concepción del
sometimiento al otro como instancia irrecusablemente soberana y, así, ordenadora.
Cierto modo de la obediencia: no aquella que, encadenada a una orden recibida,
cumple y satisface aquello que la orden ha dictado, sino una obediencia anterior a
la recepción, que sólo lee la orden en la obligación que ella misma —la
obediencia— expresa. “Obediencia —dice Lévinas— que precede a toda escucha
del mandamiento”. 233
Esta precedencia —bajo la forma de la recurrencia obsesiva— es, a la vez, la
solución para dos aporías (o paradojas) del planteamiento levinasiano. Por una
parte, lo que podría llamarse la restitución de la autonomía del sujeto, pero no en
términos de principio234, sino —en la clave de la pasividad— como “recibir la
orden a partir de sí mismo [y así como] retorno de la heteronomía en
autonomía” 235, y como autoría inspirada. Por otra parte, la problemática
significación que adquiere la preponderancia irrestricta del otro, que pareciera
convertirse aquí en el titular de las ínfulas del sujeto autónomo, pero ciertamente
no como hipóstasis de una conciencia, movimiento de auto-posición o postulado
moral, sino como anacrónica prelación que, no obstante, reserva para sí la
condición misma del poder en la orden que sólo rige como retorno en la
obediencia.
Y es este extraño poder, que inquieta los análisis de Lévinas y se anuncia a
veces, incluso, en la noción de violencia, lo que queda por interrogar a propósito
de la vindicación de lo humano. En el curso de su examen del testimonio, cifra del
decir responsable, y acerca del profetismo, formula Lévinas: “Puede llamarse
profetismo este retorno en el que la percepción del orden coincide con la
significación de este orden hecho por aquel que le obedece.” 236 Entre la orden —y
su orden— y la profecía se tensa toda la determinación de lo humano por el poder.
Entre ambas, insiste la obediencia. Si la relación es la forma general de toda
apertura al otro desde el otro, para el otro, la obediencia, como modo fundamental
de la responsabilidad, desenlaza el lazo de la relación, rompe la limitación que
233 Autrement qu’être ou au-delà de l’essence, p. 232 (225).
234 Presente también allí donde la llamada, que convoca al Dasein a volver en sí, impone de golpe su
comprensión unívoca, como ocurre en la conciencia (Gewissen) heideggeriana: la obediencia a la
orden es aquí aquella “de volverse sin comprenderla”, op. cit., p. 235 (228).
235 Op. cit., p. 232 (225).
236 Op. cit., p. 233 (226).
De lenguaje, historia y poder 211
ésta, según su forma, impone a los relatos 237, pero sólo en la medida en que se
realiza según la economía de una doble y paradójica anticipación: la de la orden —
mandante en el rostro del otro, pero no fenoménica ni comunicativamente— que,
sin embargo, sólo se inscribe como tal en la obediencia que se anticipa al mandato.
Ése, el entretiempo en que prevalece la obediencia y, en ella, la orden. Si hay una
escena ética del lenguaje, sería aquella que se despliega en el entretiempo, sería —
pero seguramente el término es equívoco, traicionero— el diálogo de las
obediencias.238
Resta el poder, el poder a secas y aquel extraño poder. Resta en un “entre”, que
no sería otro que el “entre” de la relación misma. Resta como aquello que no se
deja reducir del todo en la reducción ética del poder, porque es precisamente
aquello que reclama dicha reducción como condición suya. Parece inevitable
apelar a la instancia de un poder —el mandamiento del otro, como otro, que
inscribe su huella en la obediencia que obedece antes de “toda escucha del
mandamiento”— para garantizar la responsabilidad y la sinceridad del decir sin
dicho. El poder: entre la ontología y la ética, entre el ser y el bien.
Santiago, julio de 2005
237Cf. op. cit., p. 181 (183).
238A propósito de esto, v. nuestro ensayo “Sobre la cuestión del poder: Heidegger, Kafka” (1992),
recogido en este mismo volumen, pp. 85-106. El análisis de Kafka que allí se propone —
particularmente de su relato “En la construcción de la muralla china”— discurre por vías similares
a las presentes, aunque no se hace referencia a Lévinas. En todo caso, el saber radical de Kafka
acerca del poder podría que ser traído a cuento con promisorios frutos en el contexto presente.
ÍNDICE DE NOMBRES
La letra “n” que acompaña a determinados números indica que la referencia
correspondiente se halla en nota a pie de página.
Adorno, Gretel: 156.
Adorno, Theodor Wiesengrund: 104, 177.
Agustín, San: 150.
Agustín de Dinamarca: 28n.
Arendt, Hannah: 126n.
Aristóteles: 15-17, 19n, 21n, 24, 87n, 100n, 104n, 134, 172n.
Aubenque, Pierre: 17n.
Baudelaire, Charles: 113, 123n, 133n, 153n.
Benjamin, Walter, benjaminiana/o: 3, 99, 100, 101-129, 130-155.
Bergson, Henri: 136, 202.
Bloom, Harold: 122n, 165n.
Borges, Jorge Luis: 77-78.
Brecht, Bertolt: 146n.
Brod, Max: 85n.
Buenaventura, San: 29.
Burke, Edmund: 35n.
Canetti, Elías: 84, 85n, 204-205.
Carreter, Fernando Lázaro: 171n.
Cartesiana/o: v. Descartes.
Cassirer, Ernst: 33n.
Castelli, Enrico: 28n.
De Man, Paul: 165n, 171-172n, 175n, 177n.
Derrida, Jacques, derridiana/o: 74n, 114n, 164.
Descartes, René, cartesiana/o: 6, 8, 9.
Dilthey, Wilhelm: 5-6, 11, 26n, 29-30, 32, 33n, 40n, 151.
Duque, Félix: 78.
Farías, Víctor: 62-63, 67-68, 69
Fiore, Joaquín de: 28-29.
Frege, Gottlob: 16-17, 20n.
De lenguaje, historia y poder 213
Gadamer, Hans-Georg, gadameriana/o: 3, 5-12, 13, 28-29, 30 y n, 32 y n, 33-34, 38 y
n, 40n, 41, 48n, 151.
Galilei, Galileo: 29n.
Gaos, José: 62.
García Suárez, Alfonso: 60n.
Giannini, Humberto: 29n,
Gómez-Lobo, Alfonso: 13-15, 18-23, 25-26, 27n, 29, 31, 32n, 34-36, 37, 42-43, 47.
Gorgias: 166n, 168n.
Grau, Olga: 123n.
Grundmann, Herbert: 29n.
Guillot, Daniel E.:
Habermas, Jürgen, habermasiana/o: 164-165, 168, 169, 179-182.
Hamann, Johann Georg: 133.
Hartmann, Geoffrey: 165n.
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich: 8-9, 33 y n, 55n, 69, 104n, 135, 151n, 199.
Heidegger, Martin, heideggeriana/o: 3, 5-6, 6-7, 9, 11, 30-31, 33 y n, 62-78, 79-83, 93-
95, 136, 151, 202-203, 207, 208n.
Heráclito: 76,
Hillis Miller, Joseph: 165n.
Hipias: 168 (n.).
Hölderlin, Friedrich: 123-124, 125
Husserl, Edmund: 136, 202.
Janouch, Gustav: 92n, 95.
Jenófanes: 78.
Kafka, Franz, kafkiana/o: 84-93, 93-94, 95-98, 209n.
Kant, Immanuel: 9, 31, 32, 33 y n, 40n, 55n, 132 y n, 133, 135, 143.
Kempelen, Barón Wolfgang von: 139.
Lask, Emil: 136.
Leibniz, Gottfried Wilhelm: 132n.
Leivick, H. (Leivick Halper): 122n.
Leonardo da Vinci: 29n.
Lévinas, Emmanuel, levinasiana/o: 197-203, 204n, 206-209.
Lubac, Henri de: 28n.
Macpherson, Crawford Brough: 35n.
Mallarmé, Stéphane: 126.
Marx, Karl, marxiana: 140.
Mate, Reyes: 148n.
Merleau-Ponty, Maurice: 48n.
De lenguaje, historia y poder 214
Moulines, Ulises: 60n.
Nietzsche, Friedrich, nietzscheana/o: 3, 83, 148, 156-163, 164-179, 181-182.
Pardo, José Luis:
Pascal, Blaise: 19, 24, 78.
Pérez Tudela, Jorge: 78
Pessoa, Fernando: 62.
Pintor-Ramos, Antonio:
Platón: 55n, 78, 121, 132, 159.
Pródico: 168n.
Protágoras: 168n.
Ranke, Leopold von: 151.
Ricoeur, Paul: 8n, 27n, 29n, 38n.
Rosenzweig, Franz: 123n.
Schlegel, Friedrich: 177-178n.
Schleiermacher, Friedrich: 11, 26, 29-30, 32, 33n.
Scholem, Gerschom: 103n, 132, 133n.
Schopenhauer, Arthur: 171n.
Schweppenhäuser, Hermann: 103n.
Smith, Adam: 35n.
Sócrates: 159.
Sófocles: 123, 126.
Spinoza, Baruc: 29.
Steiner, George: 91n,
Störig, Hans-Joachim: 71n, 123n.
Swift, Jonathan: 103n.
Thayer, Willy: 69 (n.).
Tiedemann, Rolf: 103n, 121-122n.
Vattimo, Gianni: 76n.
Vico, Giambattista: 113n.
Wagenbach, Klaus: 85n.
Wagner, Cosima: 171n.
Warminski, Andrzej: 172n.
Wittgenstein, Ludwig, wittgensteiniana/o: 3, 21n, 50-61, 111, 172n.