Javier Delgado López
Concilio Vaticano II
Comentario de Texto
14/11/19
Este texto he decidido titularlo con el título Concilio Vaticano II: puerta abierta al
diálogo entre fe y razón.
Este título está relacionado con la idea principal del texto. En un primer momento
parece que el texto quiere hablarnos sobre la cuestión de la recepción y la
hermenéutica conciliar, pero, conforme avanzas en su lectura, te das cuenta que esa
no es la idea principal. Es más bien una idea secundaria. Lo que el texto,
verdaderamente, quiere dar a entender al lector es lo que el Concilio Vaticano II ha
representado: la orientación que el cristiano necesitaba para entablar el diálogo entre
fe y razón.
El autor de este texto no se detiene en la cuestión de la dificultad o la no dificultad de
la recepción, por parte de la Iglesia, del magisterio del Concilio Vaticano II, pero sí que
señala que la correcta interpretación del Concilio depende de la clave de la lectura de
su hermenéutica. El autor subraya que la dificultad en la recepción ha sido debida a la
confrontación entre dos hermenéuticas contrarias. Parecería que el texto se encamina
a detenerse largo y tendido en esta cuestión, pero la realidad es el que autor no está
interesado en detallar y profundizar sobre estas hermenéuticas contrarias. Sí es verdad
que nos da detalles de las mismas: el autor habla de una hermenéutica de la
discontinuidad y la ruptura y, por otro lado, de una hermenéutica de la reforma cuya
base es la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia.
A tenor de esta distinción el autor del texto habla del peligro que supone la
hermenéutica de la discontinuidad. Según esta hermenéutica los textos del Vaticano II
no son aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio, sino que éstos deben ser
entendidos como un esbozo del verdadero espíritu del Concilio y de su novedad. Para
esta hermenéutica de la discontinuidad es necesario ir más allá de los textos
conciliares y dejar espacio a la novedad. El autor de este texto desenmascara cuál sería
el peligro de esta visión: dejar espacio a la novedad supondría dejar abierta la puerta a
la arbitrariedad. El autor sostiene que es necesaria una autoridad y la confirmación de
esa autoridad por parte del Pueblo de Dios. La interpretación libre sin el
reconocimiento de una autoridad sería ir en contra de esa autoridad misma. Los
obispos no son los dueños de esa autoridad sino los representantes de la autoridad de
Cristo. Él es la autoridad que alienta el Concilio y, por tanto, de ello se desprende que
quien quiera hacer una lectura libre de los textos conciliares, se está desviando del
camino que dicta Jesucristo a través de sus representantes en la tierra. El Pueblo de
Dios reconoce que la autoridad única proviene de Cristo y, por tanto, creen que los
obispos son los instrumentos de los que Dios se sirve para expresar su voluntad. Dicho
esto, los documentos surgidos del Concilio llevan la firma no de los obispos, sino la
firma directa de Cristo, como poseedor de la única Autoridad.
La hermenéutica de la reforma, a diferencia de la hermenéutica de la discontinuidad,
aboga por una presentación de la doctrina del Concilio desde su pureza e integridad,
sin atenuaciones ni deformaciones. Ya lo decía Juan XXIII: es necesario que esta
doctrina –la del Vaticano II-, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente
obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. El autor
de este texto, al respecto de estas palabras de Juan XXIII, señala que si se expone la
doctrina del Vaticano II desde el convencimiento de la verdad de esa doctrina y de la fe
que debe ser vivida, entonces, esa nueva forma de expresar la doctrina generará una
nueva vida y dará nuevos frutos como se puede comprobar.
El autor de este texto podría quedarse aquí y hablar de esa vida nueva y esos frutos
nuevos que se han generado a raíz de la forma de expresar la doctrina del vaticano
desde el reconocimiento de su verdad y desde la experiencia de fe, pero no. Su
intención es ir más allá de lo que se entiende como “actualización” del depósito de la
fe acorde con los signos de los tiempos. El autor da a entender que parece que el
Concilio Vaticano II haya sido convocado sólo a causa de los cambios y las exigencias
de la sociedad del momento a los que la fe debía dar una respuesta. Es como si las
circunstancias contemporáneas del mundo hubieran sido decisivas en la convocatoria
del Concilio, pero no. El texto nos señala que la edad contemporánea es, incluso, más
provechosa para la Iglesia de lo que fue la edad moderna. Provechosa en el sentido de
que la evolución que las ideologías y las ciencias positivas han tenido han hecho que el
mundo abra sus puertas de nuevo a Dios, a diferencia de la edad moderna que quería
erradicar por completo del mundo tanto a Dios como a la Iglesia dada su profunda fe
en la Razón. Esta nueva apertura del mundo a Dios también es gracias a la aparición de
la doctrina social católica. En conclusión, tanto los acontecimientos históricos, como la
evolución de las ideologías y la evolución de las ciencias positivas, juntamente con la
aparición de la doctrina social católica, han apaciguado las asperezas que se habían
generado entre la Iglesia y la Modernidad, dándose la posibilidad por parte del hombre
de abrirse nuevamente a Dios.
Por tanto, el autor señala un acontecimiento nuevo que influye en la convocatoria del
Concilio Vaticano II: el hombre se ha vuelto a abrir a Dios y, este hecho, provocó que la
Iglesia se diera cuenta de que necesitaba definir de modo nuevo la relación entre la fe
y las ciencias modernas, así como también, definir de modo nuevo la relación entre la
Iglesia y el Estado moderno y, también, definir nuevamente la relación entre la fe
cristiana y las religiones del mundo.
Este movimiento de nueva definición del depósito de la fe lo llevó a cabo el Concilio
Vaticano II siendo fiel a la continuidad con los principios de la fe. Por tanto, el autor de
este texto quiere hacer entender al lector que la “actualización” llevada a cabo por el
Vaticano II no fue una ruptura con la Tradición antigua sino un intercambio entre la
continuidad y la discontinuidad que la misma Tradición genera en su seno dada su
propia vitalidad.
Esta es otra idea importante que destaca el autor de este texto: la “actualización” del
depósito de la fe llevada a cabo por el Vaticano II parece haber estado motivada sólo
por el devenir de los acontecimientos, pero el autor señala que hay que entender que
esa “actualización” no depende de algo externo, sino que es la propia vitalidad de la
Tradición la que lleva a ese movimiento de actualización. La Iglesia tiene un motor
interno que le mueve a recapitular todo y, puesto que la realidad posee una teonomía,
lo que la Iglesia actualiza es en relación automática con lo que sucede en la realidad
del mundo y del hombre.
El Concilio Vaticano II puede ser visto como una actualización del depósito de la fe,
como una discontinuidad con la Tradición anterior, como una apertura de la Iglesia al
mundo… Esto es lo que se puede desprender de la recepción de la doctrina del mismo,
según la lectura hermenéutica que se haga, pero lo que, verdaderamente, ha supuesto
el Concilio ha sido una actualización de los elementos esenciales del pensamiento
moderno y una corrección de algunas decisiones históricas. Aún más: el Concilio
Vaticano II ha supuesto una reacción, entendida no desde una fidelidad reactiva, sino
desde una fidelidad creativa, ante el eterno debate entre fe y razón. La actualización
del depósito de la fe por parte del Vaticano II no suprime lo que es la Iglesia en sí: un
escándalo para el hombre. El Concilio Vaticano II no es nada nuevo, no es una fe
nueva, no es una Tradición nueva. El Concilio Vaticano II es un paso muy importante
entre el constante debate del hombre entre la fe y la razón y como sostiene el Papa
Benedicto XVI: el Concilio Vaticano II puede llegar a ser cada vez más una gran fuerza
para la renovación siempre necesaria de la Iglesia. ¿Qué es lo que necesita ser
renovada: la Iglesia, el hombre, la sociedad…? La Iglesia es la que es, el hombre es el
que es y la sociedad es la que es. Errores y desviaciones cometerán todos, pero lo
fundamental, es decir, el encuentro entre Dios y el hombre en la historia –encuentro
entre fe y razón- es la dirección a la que el Concilio Vaticano II apunta.