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PIGLIA Ricardo - Escritores Norteamericanos

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Escritores

norteamericanos

Ricardo Piglia
Ricardo Piglia (Adrogué, 1940), profesor
emérito en la Universidad de Princeton, ex
profesor de la Universidad Nacional de Buenos
Aires, está unánimemente considerado un
clásico de la literatura actual. I la publicado
cinco novelas: Respiración artificial, La ciudad
ausente, Plata quemada, Blanco nocturno y El
camino de lda\ los cuentos de Nombrefalso, La
invasión y Prisión perpetua:, y los textos de
Formas breves, Críticay ficción, El último lector y
una Antología personal, que pueden ser leídos
como los primeros ensayos y tentativas de una
autobiografía futura, que se concreta en Los
diarios de Emilio Renzi, esperadísima obra,
dividida en tres volúmenes, Años deformación
(2015), Los añosfelices (2016) y Un día en la vida
(2017), cerrando así la que calificó como “la
novela de su vida". También ha publicado los
ensayos Laforma inicial y Las tres vanguardias.
Entre los numerosos reconocimientos recibidos
se destaca el Premio Nacional de la Crítica, en
España; Premio Rómulo Gallegos; Premio
Bartolomé March; Premio Casa de las Améri-
cas; Premio José Donoso; Premio Formentor;
Premio Ciudad de Barcelona y la mención de
honor “Domingo Faustino Sarmiento”,
otorgada por el Senado de la Nación Argentina.
Colección Avenida Independencia

Escritores
norteamericanos

Ricardo Piglia
Con fo to g ra fía s
de W alker Evans

T enemos las M á q u in a s
P ig lia , R ic a rd o

Escritores norteamericanos / Ricardo Piglia.


1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires:
Tenemos las Máquinas, 2016.
82 p .; 19 x 12 cm.
ISBN 978-987-3633-12-6
1. Literatura. I. Título.
CDD807

Primera edición: noviembre de 2016

© Tenemos las Máquinas, 2016

© Ricardo Piglia, 2016


c/o Schavelzon Graham Agencia Literaria
www.schavelzongraham.com

© Walker Evans Archive, The Metropolitan Museum of Art

Tenemos las Máquinas


Av. Independencia 2765 (1225), CABA, Argentina.
www.tenemoslasmaquinas.com.ar
tenemoslasmaquinas@gmail.com

Edición: Edgardo Dieleke / Julieta Mortati


Diseño: Julián Villagra
Dirección de Arte: Ana Carucci
Corrección: María Nochteff Avendaño

Impreso en Argentina / Printed ¡n Argentina


Hecho el depósito que establece la Ley 11723.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.
Nota a la edición

Escribí estas notas en 1967, para acompañar los


cuentos de una selección de escritores norteame­
ricanos que se publicaron con el título Crónicas de
Norteamérica, en la serie de antologías que editaba
Jorge Alvarez y dirigía Pirí Lugones. El libro tenía
un prólogo de Alberto Ciria, y no recuerdo si fui
yo el que seleccionó los cuentos. Transcribo aquí los
apuntes de mi diario, donde anotaba la marcha del
trabajo y sus condiciones materiales. Espero que el
interesado o precavido lector encuentre ahí el clima
de esos tiempos a la vez alegres y fervorosos.

Martes 21 defebrero de 1967


Trabajo en divertidas y eruditas semblanzas de escri­
tores norteamericanos del siglo xx, casi un panorama
de la narrativa actual. Empecé con Truman Capote.
En una rápida visita a Jorge Alvarez cobré quince
mil pesos por esas notas. Le propuse traducir In Our
Time, el libro de Hemingway que no se encuentra
como tal en castellano.

5
The Sun Also Rises es de lejos la mejor novela de
Hemingway pero no alcanza el esplendor de “La
breve vida feliz de Francis Macomber” o “ Las
nieves del Kilimanjaro” . Del mismo modo que
su novela sobre el pescador cubano es una pálida
versión de “After the Storm” .

Jueves 23 defebrero
Me descubro un talento natural, digamos así, para
escribir retratos de escritores a los que admiro.
Tienen algo de lo que busco en los ensayos (son
narrativos), pero están amenazados por la rapidez y
por cierto tono lírico. Escribí sobre Truman Capote,
Hemingway y Scott Fitzgerald.

Jueves 2 de marzo
Trabajo horas y horas sin parar, la literatura nor­
teamericana tiene demasiados escritores. He escrito
ya sobre cinco autores y tengo aún siete u ocho en
espera.
La imaginación tiene también su costado tene­
broso, suelo imaginar calamidades con la misma
austera facilidad con la que imagino argumentos o
biografías escritas por encargo.

Jueves 9 de marzo
Trabajé entonces durante un mes en los retratos
breves de los narradores norteamericanos.
Son textos de mil quinientas palabras, en los que

6
sintetizo todo lo que sé y todo lo que he leído en
estos últimos diez años.

Sábado 2 de mayo de 2015


He agregado al conjunto de retratos de escritores
norteamericanos el prólogo a una antología de
cuentos de la serie negra. Lo escribí unos meses
después para la colección de libros policiales que
empecé a dirigir al año siguiente en la editorial
Tiempo Contemporáneo. Siempre he visto a los
escritores del género como parte de la tradición
de la literatura norteamericana.

Lunes 10 dejulio de 2016


Mi entusiasmo por la narrativa norteamericana,
comprendo ahora, fue una reacción frente a la in­
fluencia de Borges y Cortázar, que hacían estragos
entre los escritores de mi generación. La invasión,
mi primer libro de cuentos, publicado también
ese año 1967, tiene, creo, la marca de esas lecturas.
No es casual que uno de los mejores - o uno de
los menos deficientes- cuentos del libro se llame
“Tierna es la noche”. Pienso ahora que ese influjo
fue benéfico porque me ayudó a trabajar relatos
más abiertos y menos atados a las convenciones
del cuento clásico.

7
Ring Lardner
Jugando al bridge

El 24 de septiembre de 1933, Ring Lardner se des­


pertó con ganas de jugar al bridge. Tenía 48 años,
la morfina lo ayudaba a soportar la cirrosis, pero
cada tanto lo encontraban de cara al techo con los
ojos vacíos, pálido de dolor. Esa mañana, Ellis, su
mujer, Scott Fitzgerald y Grantland Rice, sus mejo­
res amigos, se preocupaban, demasiado torpemen­
te, por parecer interesados en el juego: de todos
modos ninguno supo nunca el resultado de aquella
partida. Un poco antes de la mitad, Lardner sufrió
el primer ataque; una hora después estaba muerto.
Nacido en mayo de 1885, en Niles, Michigan,
a él también lo había consumido la locura de los
twenties: entre porrones de ginebra holandesa y
fiestas hasta el mediodía, su vida se gastó, como en
un vértigo. Cuando murió pareció dar una voltere­
ta hacia el olvido.
Había sido uno de los más populares y exitosos
escritores norteamericanos. Cronista deportivo del
Chicago Tribune, en 1910 empezó a publicar sus pri­
meros cuentos. Parecía un sucesor de los naturalistas

11
(Dreisser, Upton Sinclair), que estaban de moda en su
tiempo; pero enseguida mostró su fibra de humorista
sutil y filoso, y un manejo propio de las estructuras
narrativas: admirador de Jonathan Swift (uno de los
primeros libros de Lardner se llamó Gulliver’s Trovéis)
y de Mark Twain, en el humor negro y el absurdo
encontró un camino original. Maxwell Geismar,
crítico y compilador de su obra, ha titulado Native
Dada (“un dadá americano”) una de las secciones de
su antología de trabajos de Lardner (7he Ring Lardner
Reader). Para Geismar “ese conjunto de sketches,
artículos y obras teatrales son una brillante muestra
del talento humorístico de Lardner, que lo emparenta
con las experiencias surrealistas de Andró Bretón;
muchas de ellas anticipan las obras de Beckett,
Ionesco y Edward Albee. Posiblemente las inten­
ciones de Lardner eran más humildes; escribía estas
piezas simples y llenas de humor para divertirse”.
Más que en esa visión amarga y satírica de la
sociedad norteamericana, en esa corrosiva crítica
de costumbres, los méritos de Lardner nacen de su
contribución al perfeccionamiento formal de la
moderna short story. toda esa serie de cambios (que
habían comenzado con Stephen Crane y Henry
James) que fueron concentrando el relato en el cuen­
to, sustituyendo el argumento por el estilo, valori­
zando, cuidadosamente, el punto de vista.
Toda la intrincada cuestión del arte de novelar está
gobernada, a mijuicio, por la cuestión del punto de

12
vista, es decir, de la posición en la que el narrador se
encuentra respecto de la historia.
En Lardner ese narrador es una presencia esquiva
y constante, definido a través de un tono y una pers­
pectiva que lo delimitan como personaje (incluso
si la historia está narrada en tercera persona); sirve
para romper la ilusión, quebrar las convenciones
de la historia, avisando que se trata de una ficción,
un cuento, y que hay alguien concreto que la está
narrando, un narrador ambiguo y escurridizo que
selecciona y define el material.
Algunos de sus cuentos (“Champion”, “ Cor­
tando el pelo”, casi todos los del volumen 7he Love
Nest) son pequeñas obras maestras que sintetizan
el desarrollo posterior del género, desde Katherine
Anne Porter hasta J. D. Salinger.
Su lenguaje ceñido, coloquial, de ritmo fluido
y espontáneo, muy atado a la acción (Nopuedo
imaginar un pasaje de descripción que no tenga una
intención narrativa) es otro de los pilares de un arte
que anticipa en su totalidad los hallazgos del mejor
Hemingway.
Lardner (junto con Sherwood Anderson) ha
contribuido más que nadie a la definición de lo
que se ha dado en llamar la “estética norteameri­
cana”. De todos modos, es difícil individualizar y
valorizar desde el presente el aporte de su técnica:
aplastado por el peso de los narradores que, a partir
de Hemingway, siguieron el camino abierto por él,

13
sus méritos reales se fueron apagando. Terminó
arrinconado en un incómodo sitial de “precurso-
res”: el éxito de sus continuadores se justifica pero,
al mismo tiempo, sirve para olvidarlo, para hacer
ver más nítidamente sus limitaciones. Como un ge­
neral que viene de ganar un combate que ha servido
para debilitar definitivamente al adversario, y tiene
que asistir, mezclado con el público, a los homenajes
rendidos al vencedor de la última batalla.
Que su obra permanezca totalmente inédita en
castellano es una prueba de este olvido: la publica­
ción del admirable “Cortando el pelo” (uno de los
mejores cuentos de la literatura norteamericana)
quiere ser -m ás que una reparación- una prueba
del vigoroso talento de Ring Lardner.

14
Sherwood Anderson
C am inar por tie rra seca

La secretaria, alarmada, levantó la cabeza.


los productos por los que se interesa son los
mejores de su clase en...”, volvió a dictar el gerente,
y se detuvo, una vez más.
La secretaria lo miró, ahora sonriendo.
-¿Le sucede algo, señor? -preguntó.
El gerente se sobresaltó y fue el primero en
desviar los ojos.
Después empezó a retroceder hacia la puerta.
La secretaria, desconcertada, se incorporó.
-¿Necesita algo? ¿Se siente mal?
-N o. No -le contestó el gerente, mientras se
alejaba sin darle la espalda-. Estuve vadeando un
río y mis pies están mojados -dijo atropellándose.
Mis pies. Mis pies. Están húmedos y fríos y pe-
sados por el largo cruce del río. -C ad a tanto sonreía
distraídamente, como pensando en otra cosa-, Pero
ahora voy a caminar por tierra seca.
Algunos empleados de expedición lo vieron
pasar, siempre sonriendo y hablando solo, j; cruzar
la puerta de salida, bordear la líneaférrea, cruzar un

15
puente, salir de la ciudady abandonar aquellafase de
mi vida.
“Un hombre de negocios desaparece misteriosa­
mente”:
“Mister Sherwood Anderson, conocido hombre
de negocios de nuestra ciudad, ha desaparecido
misteriosamente. No se le conocen dificultades o
deudas que puedan haber.. decían, a la mañana
siguiente los diarios de Elyria, en Ohio.
¿El gerente se había vuelto loco?
Habíafracasado en el esfuerzo de acomodarme a los
sueños normales de los hombres de mi época, y en medio
de mis desgraciasy de misperspectivas, en general, deses-
peranzadas, de encontrar un medio de ganarme la vida,
no dejó de llenarme de alegría que todo eso terminase.
Esa mañana había dejado el lugar a pie, abandonando
a mipobrefabriquita, como un hijo ilegítimo, en la puerta
de otro hombre. Y me había marchado sin más dinero
que el que llevaba en el bolsillo, unos ocho o diez dólares.
Prototipo del self-made writer, Anderson (nacido
en Ohio en 1876) abandonaba las respetables seguri­
dades que él mismo se había construido y se lanzaba,
de un modo incierto y atropellado, a la aventura de
la literatura: establecido en Chicago, a partir de 1914
empieza a publicar cuentos en diarios y revistas.
Esta huida, este abandono del “orden burgués” (que
define su vida) será el tema central de su obra.
Casi todos sus personajes, hombres simples y
naturales que asisten, espantados, al afianzamiento

16
de la sociedad capitalista, escapan, como si bus­
caran recuperar la inocencia, la pureza, perdidas
entre las nuevas máquinas que estropean el paisaje
y la vida de los hombres.
George Willard (eje de los cuentos de Winesburg,
Ohio) abandona su pueblo. Sam McPherson (en
Windy McPherson s Son) deja bruscamente el mun­
do comercial, John Webster (en Many Marriages)
huye de su negocio y de su fábrica: todos tratan
de sobrevivir al holocausto de la vieja sociedad.
Intentan escapar, pero es inútil: están atrapados.
Llevan la trampa con ellos.
Como un lejano discípulo de Thoreau, Anderson
reconstruye la leyenda del salvaje y feliz pionero
americano: expulsado de su morada primitiva,
trata de sobrevivir con los antiguos valores de la vida,
destruidos por la sociedad capitalista.
Sobre esta metafísica de la pureza y la simplicidad,
Anderson construyó su poética: un nuevo modo de
entender la literatura que es también un encuentro
con la mejor tradición de la narrativa norteamericana
(desde Melville hasta Stephen Crane).
Durante mucho tiempo he abrigado la convicción
de que la aspereza es una cualidad inevitable en la
producción de una literatura norteamericana autén-
ticamente significativa para nuestro tiempo. ¿Cómo
podemos eludir, en efecto, el hecho obvio de que no hay
entre nosotros ninguna clase de refinamiento natural
en elpensamiento o en la vida? Y si somos un pueblo

17
tosco e infantil, ¿cómopuede esperarse que nuestra
literatura escape a la influencia de este hecho?
Sobre estas bases, Anderson inaugura la na­
rrativa norteamericana del siglo XX: en su obra se
encuentran algunas de las pautas que definirán a
la futura generación de narradores: un lenguaje
coloquial fundado en las palabras norteamericanas
nativas, una escritura simple y directa, de tono
autobiográfico, una técnica narrativa cuidadosa del
punto de vista y la perspectiva desde la que se narra
la historia, y sobre todo un auténtico rigor por la
disciplina del cuento, por su forma entendida como
un nuevo modo de comprender la realidad.
Había una idea difundida entre todos los cuentistas
norteamericanos de que debían ser construidos alrede­
dor de una trama, y la absurda noción anglosajona de
que debían tener una moraleja, elevar al pueblo, hacer
mejores a los ciudadanos, etc.; lo queyo creía que se ne­
cesitaba eraforma y no trama, que era algo mucho más
evasivoy difícil de alcanzar.
Esas búsquedas y los motivos fundamentales de
su arte están sintetizados en este cuento admirable
[“Manos”], tan elusivo, tan sutilmente profundo.

18
Thom as W o lfe
Un sueño am ericano

Los méritos más perdurables de Thomas Wolfe na­


cen de una (aparente) incapacidad. Atrapado por su
poderosa imaginación, por su tempestuosa energía
verbal, era inútil que intentara ceñir sus novelas,
encerrarlas en una estructura rígida: se alargaban
todavía más, las continuaba en vez de corregirlas.
Necesitaba la ayuda de sus amigos, de su editor para
ordenar y rescatar del río de palabras una estructura
narrativa coherente y homogénea: terminó por de­
jar esta responsabilidad a los correctores, a su editor,
Maxwell Perkins, sin cuya devoción y cuidado extremo
este libro no hubiera podido ser escrito (dice la dedica­
toria de D el tiempo y el río).
En esa dificultad se funda y se define la poética
de Tilomas Wolfe; allí nace toda una corriente de la
literatura norteamericana que irá a desembocar en
Henry Miller y Jack Kerouac.
Dices -le escribía a Scott Fitzgerald- que el gran
escritor, Flaubert, por ejemplo, es el que saca y deja
fuera de sus obras lo que unfulano cualquiera metería
en ellas. Bueno, sí, tal vez, pero no olvides, Scott, que un

19
gran escritor no es sólo un sacador (“a leaver-outer”),
sino también un metedor (“a putter-inner”) y que
Shakespearey Cervantesy Dostoievsky eran grandes
metedores, mejores metedores, después de todo, que
sacadores;y que se les recordarápor lo que metieron, se
les recordará, me atrevo a afirmarlo, tanto tiempo como
pueda recordarse a Monsieur Flaubert por lo que sacó.
Afirmado en su increíble capacidad creadora
de materia prima temática, Wolfe llevó esta esté-
tica de la inclusión, de la “escritura automática”,
hasta sus límites.
Encerrado en su piso de Nueva York, cubría con
su letra torcida y arrimada pliegos y pliegos de pa­
pel color rosa; el lápiz iba y venía sin parar, durante
horas: se dejaba arrastrar en el torbellino de esa
prosa encendida y magnética, sin resistirse, en dila­
tadas iluminaciones líricas: su propia vida quedaba
atrapada en esa tormenta como si narrar fuera
(sobre todo) un modo de encontrarse a sí mismo.
Según he declarado ya, mi convicción es que toda
obra creadora responsable debe tener unfondo autobio­
gráfico, y que no tenemos más remedio que utilizar los
materiales proporcionados por nuestra experiencia, si
queremos crear algo que posea valor sustantivo.
Desmesurada y lírica, fuertemente autobiográ­
fica, su obra venía a inaugurar un nuevo modo de
entender la realidad norteamericana.
Un poco más joven que Hemingway y Faulkner
(había nacido en 1900), estaba deslumbrado por las

20
experiencias verbales que precedieron y acompa­
ñaron a la Primera Guerra: él también, como ellos,
buscaba definir una nueva expresión, una nueva
representación verbal de la realidad.
Debemos llegar a descubrir la lengua, el lenguaje
y la conciencia que, en cuanto hombresy en cuanto
artistas, debemos tener. También puede suceder que
no tengamos más de lo que tenemos, ni sepamos más
de lo que sabemos, ni seamos más de lo que somos, por
lo cual debemos encontrar nuestro país. Aquí, en esta
hora y en este momento de mi vida, yo busco el mío.
Su país y su vida eran la misma cosa: un mismo
sueño loco, un torbellino, un río en el que se zam­
bulló afiebradamente.
Fausto moderno, intentaba lo imposible:
hacer entrar el mundo entero en esas grandes
sábanas de papel, convertir la masa amorfa de sus
temas en una valoración cualitativa de toda la
vida norteamericana. La muerte lo paró a mitad
de camino, pero sus libros son los más ambiciosos,
los más voluminosos, los más insolentes, origi­
nales y retóricos de la historia de la literatura
norteamericana.
Sus cuatro obras principales (Look Homeward,
Angel; O fT im e and the River; 'The Web and the
Rock; Yon Can’t Go Home Again) son regiones de
una misma novela: la de un norteamericano del
Sur decidido a encontrar su país. La historia de
Thomas Wolfe en el país de las maravillas.

21
Quizás su empecinamiento era un símbolo,
acaso adivinó que iba a morir joven, a los 38 años,
con su obra inconclusa: los dos baúles repletos de
manuscritos a lápiz encontrados después de su
muerte son una cifra: allí dejaba nuevas y confusas
epopeyas de la vida americana, otros capítulos de
su espléndida mil y una noches sin fin.
En algunos de esos baúles fue encontrado “Sólo
los muertos conocen Brooklyn”: es una muestra de
su escritura fluida, coloquial, espontánea, que aquí,
paradójicamente, aparece estructurada con rigor
y cautela. Un rigor que, para ser fieles a Thomas
Wolfe, es también espontáneo y natural.

22
Faulkner, profeta del pasado

Una Biblia desvencijada y de cuero negro está en


el centro de la literatura norteamericana: acaso
la misma que el primer Hawthorne o el primer
Faulkner trajo desde Inglaterra, con una espada.
Durante años, mientras crecía el tabaco, mientras
el indio y el bisonte eran arrastrados hacia el oeste
y hacia el norte, los hijos de los hijos de los pioneros
iban aprendiendo a leer en ese Libro estropeado y
eterno, se metían en él a ciegas, con fe, como quien
entra en una pieza oscura, pero familiar: un cuarto
que se puede descifrar a tientas.
Toda la obra de William Faulkner está como
clavada en esa tradición: él es otro viejo profeta
que viene a recordar los mitos de la estirpe.
De no haber existido yo, alguien habría escrito lo
mío: lo mismo vale para Hemingway, para M elville,
para cualquiera de nosotros. E l artista no importa.
Sólo lo que él deja a los otros hombres es importante,
ya que no hay nada nuevo que decir.
Nacido en 1897, sus mejores libros {E l sonido y
lafuria, Mientras yo agonizo; Luz de agosto) son un

23
réquiem, lírico y feroz, a las viejas leyendas del Sur;
todos respiran el misterio de esas historias que flo­
tan en el tiempo, impersonales y eternas, transmiti­
das de generación en generación.
Quiero que todo sea narrado para que la gente
que nunca te verá y cuyos nombres nunca escucharás
y que nunca han escuchado tu nombre lo lean y sepan
po rfin por qué Dios nos perm itió perder la Guerra:
que sólo a través de la sangre de nuestros hombresy de
las lágrimas de nuestras mujeres pudo Dios dominar
nuestro demonio y borrar su nombrey su linaje de la
Tierra, dice la vieja Rosa Coldfield en la grandiosa
Absalom, Absalom!
Las historias (como en la Biblia) son un recuer­
do; Faulkner no las “inventa”, las reconstruye.
Busca los hechos como un arqueólogo, entre el
espesor del pasado: todo su estilo, toda la deslum­
brante estructura de sus novelas están reconstrui­
dos para hacer de esa búsqueda el tema del relato.
Por eso la obsesiva presencia de sus narradores
múltiples que van acorralando los hechos, los frag­
mentos de la historia que han vivido o escuchado,
una historia reconstruida a los tirones, con escamo­
teos y rincones oscuros, desconocidos.
En ese intrincado laberinto todo ha sucedido,
todo está sucediendo: el futuro no existe; Faulkner
recupera el espesor del tiempo de un solo golpe,
en bruscas iluminaciones. Por eso (al revés de
Proust) el tiempo nunca se pierde: es siempre

24
presente, obsesión. La historia no progresa ni
retrocede, es, está: el pasado y el futuro flotan quie­
tos, como en un lago.
En esa lucha entre la memoria y el presente, entre
la fatalidad y el olvido nace la prosa de Faulkner. Un
estilo aprendido en Conrad, en Lawrence Stern, en
Joyce, pero sobre todo en el Viejo Testamento. Una
deslumbrante construcción verbal que unifica todos
los temas, todas las significaciones del arte de Faulk­
ner; allí, en ese vértigo de palabras, en esa música, se
dibuja el perfil de sus mitos, se vislumbra (sobre todo)
una visión del mundo.
Faulkner escribe como si predicara, un enar­
decido pastor puritano para quien el ámbito de la
literatura es el de un tribunal en el que se han borra­
do las distancias entre los criminales y los jueces; su
leyenda es atroz y brutal: todos los hombres son cul­
pables, no hay diferencia entre pureza y corrupción.
El suyo es un nuevo universo legislado por el Dios
implacable del Viejo Testamento, no hay redención,
ni inocencia: sólo la culpa y el pecado.
La conciencia moral -había escrito- es la maldi­
ción que el hombre tiene que aceptarles a los dioses para
obtener de ellos el derecho de soñar.
Quizá dentro de algunos años, cuando el tiempo
haya sepultado la memoria de sus borracheras y el
color de sus ojos gastados, alguien (un viejo purita­
no, un sobreviviente, algún Sartoris) leerá sus libros
como elpredicador bautista leía la Biblia: confe.

25
Ese día (cuando sus libros formen parte del
Libro, cuando todas sus historias sean un capítulo
más, perdidas entre las historias de Job y de Jonás)
su obra encontrará, por fin, todo su sentido: enton­
ces William Faulkner podrá descansar.

26
Francis Scott Fitzgerald
Un Rolls-Royce grande
co m o el Ritz

En el delirante París de los twenties, entre los


uppercuts de George Carpentier y los saltitos de
Josephine Baker, el que más se divierte es ese
norteamericano de ojos tiernos y un aire a John
Barrymore: cada dos por tres se lo ve aparecer en
el Ritz, el rostro levemente congestionado, ves­
tido de frac y caminando con las manos; junto a
él, pero dada vuelta, se desliza una hermosísima
mujer de mirada obsesiva y azul.
El norteamericano quería estar a la altura de
la época que él había ayudado a inventar: joven y
brillante, era más famoso que James Joyce y tan
conocido como Django Reinhardt. Ese año ha­
bía ganado 38.000 dólares escribiendo cuentos:
alborozado se compró un Rolls-Royce con chofer
incluido, y los embarcó para Minnesota.
A la semana de andar espantando campesinos,
el chofer lo encaró, en su mejor estilo de Lancashire,
estrujando en las manos la gorrita de lustrina.
Entre deslumbrado y ofendido, el norteamerica­
no se negó rotundamente:

27
— Usted está en un error -le dijo-. Este auto es
inglés. Vino así de fábrica. ¿Cómo lo voy a man­
char con grasa norteamericana?
Dos días después, fundido, el Rolls-Royce se
calentaba al sol, inmóvil en la plaza central de St.
Paul. Era otra estatua al lado de la austera silueta
del fundador, Liam O’Brian.
Quizás tendrían que haberle grabado una ins­
cripción, un epitafio como a todas las estatuas: Hay
que admitir que si bien aquello no era vivir, era magní-
jico, para que se convirtiera en un símbolo: a la vez
la estatua del gran Scott y la de los años locos.
Porque esta frase de This Side o f Paradise define,
al mismo tiempo, el cautivante ritmo de los twen-
ties y la obra de su mejor cronista: el melancólico y
romántico Francis Scott Fitzgerald.
Creo de verdad que nadie podía haber escrito con
más penetración que yo la historia de la juventud de mi
generación.
El la conocía mejor que nadie, la historia de su
generación era su propia vida: amores desdichados
y baldes de champagne, la pasión del dinero y el
terror al fracaso entre las pataditas del charleston y
la corneta melancólica de Bix Beiderbecke.
Todos sus libros parecen el diario de su vida:
maliciosas o cándidas páginas de la biografía de un
adolescente deslumbrado que descubre el mundo en
las fiestas, en los pasillos de Princeton, entreverado
con alguna de aquellas perversas y aniñadas mu-

28
chachas de los años veinte: una Zelda o una Temple
Drake indeciblemente hermosayfatalm ente destinada a
acarrear miserias sinfin a un gran número de hombres.
Sumergido en el presente, Fitzgerald lo narró
como venía: lo más perdurable de su estilo es esa
misma inmediatez que enciende su prosa con fer­
vor y nostalgia.
A veces no sé si soy real, si existo o si soy un perso­
naje de alguna de mis obras.
Girando en ese baile loco, su talento se las arre­
gló para rozar alturas espléndidas, para morir con
fuegos de artificio.
Como dijo Hemingway, “su talento era tan
natural como el dibujo que forma el polvillo en el
ala de una mariposa. Hubo un tiempo en el que él
no se entendía a sí mismo, como no se entiende la
mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento
estaba magullado y estropeado. Más tarde, tomó
conciencia de sus vulneradas alas y de cómo esta­
ban hechas y aprendió a pensar, pero ya no supo
volar, porque había perdido el amor al vuelo y no
sabía más que recordar viejos tiempos en los que
volaba sin esfuerzo”.
Magullado por volar tan arriba, por revolotear
hasta las lámparas y golpearse contra ellas, Scott
Fitzgerald nos trajo algo de aquella luz que había
tocado. The Great Gatsby, algunos cuentos, Tender
is the N ighty su extraordinaria The Crack-Up son
una prueba de la colosal vitalidad de su ilusión.

29
Todos son, también, una premonición de su
destino. El fracaso (viene a decirnos Fitzgerald)
está en el corazón de la esperanza, en lo más ahin­
cado del amor se agazapan la pérdida y el olvido:
toda vida es un proceso de demolición.
El pareció manejar la suya para demostrarlo:
en la década del treinta, después del crack de
Wall Street, con el fin de la era del jazz, empieza
su holocausto.
Los jóvenes de su generación, ocupados en re­
construir la Gran Nación Americana, lo han dejado
solo, en la miseria. Desde 1933 trata de sobrevivir
en Hollywood, escribe guiones que nadie filmará;
se aferra al whisky, a los somníferos, es una sombra;
cada tanto se deja arrastrar por fugaces relámpa­
gos de felicidad: ha empezado una novela, The Last
Tycoon. Se agarra a ella con desesperación: nunca
había confiado en un libro tan empecinadamente.
El final tiene el mejor estilo de sus novelas.
Como siempre, la esperanza es la condena más
feroz: en 1940 la muerte lo derrumba sin que
haya podido terminarla.
Como Gatsby, como Dick Diver, él también ha
pagado un muy alto precio por vivir toda la vida con
un solo sueño.
Los seis (brillantes) capítulos de su novela in­
conclusa son una nueva metáfora del fracaso. Otra
prueba de la perversa coherencia de su mundo.

30
Ernest Hemingway
V iv ir el có d ig o

Un atardecer de julio de 1918, en Fossalta di Piave,


sobre la izquierda de la avanzada italiana en territo­
rio austríaco, un camillero norteamericano recibió
una lluvia de acero cuando un obús Minenwefer casi
le estalló en la cara. Yo morí entonces, dijo. Contra
él estaban las piernas atrozmente mutiladas, casi
separadas del cuerpo, de los tres soldados italianos
de su destacamento. Dos de ellos, muertos. El tercero
apretaba los dientes y aullaba. El camillero consiguió
incorporarse y empezó a arrastrar al soldado hacia
las trincheras. Un reflector austríaco lo sorprendió
a mitad de camino. Una ametralladora empezó a
tirar desde la oscuridad y el camillero se aplastó
contra el piso, pero las balas lo alcanzaron en un pie
y en la rodilla izquierda. M e incliné hacia adelantey
me busqué la rodilla tanteando con la mano. M i rodilla
no estaba allí. M i mano siguió buscandoy encontró la
rodilla en la tibia. Cuando consiguió llegar hasta el
hospital de campaña, con el italiano colgando de la
espalda, le arrancaron, sólo de su pierna derecha,
237 fragmentos de acero. El italiano estaba muerto.

31
Esa noche -contó después- yo descubrí que sólo se
puede morir una vez, y el que muere este año está libre de
morir el siguiente. Bajó un poco la cabeza, se limpió el
sudor con la manga y cuando destapó los ojos, estaba
sonriendo: Por eso hay que ser cuidadoso; lo mejor es un
balazo en la boca. Un balazo en la boca es infalible.
El camillero norteamericano se llamaba Ernest
Hemingway, tenía 19 años y acababa de descubrir
el código: un modo de vivir probándose, peleando
contra el miedo. E l mundo nos hiere a todos, pero algu-
nos aguantan y sefortalecen en los lugares vulnerables.
Endurecerse es un oficio como cualquier otro:
hay que ensayarlo y aprenderlo. Es arduo pero vale
la pena: elegir un papel es quedar oculto, cobijarse
en los gestos vacíos. Los hombres de Hemingway
son lo que hacen: si consiguen disimular el miedo,
ese mismo acto los definirá para siempre. Ser un
valiente o parecerlo: en el fondo es lo mismo cuan­
do se trata de sobrevivir.
Todo su estilo, despojado y sutil, está construi­
do para reproducir esa ambigüedad: un hombre
regresa o está por lanzarse a la acción. Hemingway
lo congela, lo inmoviliza en ese tiempo muerto. Pes­
cando como en “El gran río de los dos corazones”,
mirando vivir a la gente como el cabo Krebs en “ El
regreso del soldado”, tirado en la cama, borracho
y dopado como el William Campbell de “Carrera
de persecución”: los personajes de Hemingway
están enfrentados con su propia máscara, viven el

32
esfuerzo por reencontrar la realidad que se ha
extraviado en una acción ciega y violenta. Nosotros
compartimos fugazmente esas encrucijadas: como
alguien que cruzara frente a una ventana y sorpren­
diese la forma de alguna cara, fragmentos de un
diálogo que se va apagando mientras nos alejamos.
Nos queda la sensación de haber presenciado una
comedia trunca: con esos datos leves y ambiguos
tenemos que reproducir el resto de la historia, la
calidad de esos destinos.
Ese tiempo de espera, cargado de presagios y
de recuerdos muertos, ese presente que por un mo­
mento coincidió con el nuestro, es la única anécdo­
ta que Hemingway ha querido narrarnos: por eso
sus mejores creaciones son cuentos, una breve y
dinámica percepción de la realidad, llena de mati­
ces y sentidos ocultos, envuelta en un estilo riguro­
so y tenso que reproduce el espesor del mundo.
Veinte años después de la retirada del Piave, la
aventura de Hemingway ha terminado: está en Es­
paña, aún no ha rozado la cúspide de su fama, pero
ya ha dado lo mejor de sí mismo: ha inventado un
estilo, un nuevo modo de entender la realidad. Es el
mejor cuentista del siglo xx, está muerto y lo sabe.
A partir de allí, en los otros veinte años de su
vida, se distrajo siendo más famoso que sus libros:
con el truco inteligente de E l viejo y el mar (pálida
versión del formidable “After the Storm”) ha con­
seguido el Premio Nobel y la gloria. En 1938 reúne

33
todos sus cuentos en el volumen The First Forty-Nine
Stories; en el prólogo dice preferir algunos: “La breve
vida feliz de Francis Macomber”, “ Las nieves del
Kilimanjaro”, “La luz del mundo”, “Algo que vos
nunca serás”, “Un lugar limpio y bien iluminado”,
“Colinas como elefantes blancos”, “Carrera de per­
secución” . Está dictando su testamento. Nunca más
volverá a escribir nada de ese valor; seguirá repre­
sentando, viviendo en el código: la guerra, Marlene
Dietrich, los elefantes, los daiquiris con Fidel en el
Floridita. Con seguridad se distrajo más talentosa­
mente que nadie, pero en el medio del pecho se le
agazapaba la tristeza: Desde chico me gustópescary
cazar. Si no hubiera perdido tanto tiempo habría escrito
mucho más. Pero quizás me hubiera pegado un tiro.
Tal vez lo recordó, cargando el fusil Springfield
para los búfalos, mientras el sol iba saliendo de a
poco entre las colinas de Ketchum, alumbrando
los montes y sus ojos gastados.
Un balazo en la boca es infalible, había dicho.
Se mató cuando ya no pudo soportar el código:
De qué sirve vivir, si no se puede escribir, si no se puede
hacer el amor. Pero se mató según el código: recuperó
lo mejor de su estilo (pudoroso y viril) para termi­
nar austeramente con la vida del más entrañable de
sus personajes.
A nosotros, sólo nos queda juzgarlo con la moral
que él nos propuso.

34
Erskine Caldwell
La marcha de los bárbaros

Los habitantes de White Oak, en Georgia, al sur


de los Estados Unidos, miraban con mala cara al
joven Erskine Caldwell: obcecado y arisco, tenía
25 años y una trayectoria displicente. Había sido,
sucesivamente, guardaespaldas del dueño de un
café-concert en Filadelfia, mozo, peón en un ase­
rradero, jugador profesional de fútbol, cocinero en
un restaurante especializado en comidas húngaras
de la estación Wilkes-Barre, barítono en el coro de
la escuela dominical, lector de la universidad,
y guardaespaldas del (otro) dueño de un café-con­
cert de Filadelfia; para colmo, en agosto de 1928
se le había ocurrido, de repente, escribir cuentos.
Su explicación era, sobre todo, distraída: Con­
trariamente a la opinión general, una persona no se
convierte en escritorporque haya obtenido una gracia
divina del cielo, sino porque cree que recibirá corres­
pondencia muy interesante.
Desconfiados, los campesinos de White Oak lo
trataban con la misma irónica y distante solemni­
dad que usaban con los enfermos incurables, con

35
las mujeres y los gatos: lo compadecían, lo dejaban
hablar y de vez en cuando le pagaban el whisky.
Paradójicamente, compartían el asombro, la
piedad y las amabilidades de cerca de trescientos
profesores de literatura y estilística de toda Europa
que (poco después) empezaban a estudiar la obra
de Erskine Caldwell, John Steinbeck, James Cain
y demás integrantes de la generación de escritores
norteamericanos “duros” de la década del treinta,
sucesores de Hemingway y de Faulkner.
El estupor de los campesinos de Georgia era ex­
plicable: el de los europeos, también. Acostumbrados
a una retórica estéril, intelectualizada, los cautivó la
simplicidad de esos “primitivos” que se ahorraban
la lectura de Descartes y Pascal, los años de academia
y los títulos universitarios para saltar, alegremente,
de las cosechadoras de algodón al discurso indirecto
libre; que asumían la literatura no como un “sacer­
docio” sino como un oficio más. Escribían libros
como antes habían paleado carbón, traficado whisky
o piloteado avioncitos de prueba de una sola hélice.
Se sentaban a narrar sus experiencias sin muchas
complicaciones, sin grandes armazones intelectuales
pero (casi todos ellos) con talento.
Para los europeos eran los nuevos bárbaros que
venían a voltear los imperios cansados. Como bue­
nos cartesianos, se extasiaban frente al desenfado y
la acción: aficionados a los libros, se deslumbraban
con “la vida” .

36
Los más lúcidos (Pavese, Sartre) pusieron entre
paréntesis esta loca poética de la experiencia vivida
y empezaron a valorar los resultados. Cuando
olvidaron la puesta en escena, la seducción de esas
biografías escandalosas, les quedaron los libros
para comprobar una revolución. Un nuevo modo
de narrar (es decir, de entender la realidad) directo
y coloquial, enderezado a remarcar las situaciones
más que los caracteres, fue lo que influyó y sedujo
a los más importantes narradores europeos de la
segunda posguerra; desde Pavese y Vittorini hasta
el Camus de E l extranjero (cuya deuda con E l car­
tero llama dos veces es innegable), y el Sartre de Los
caminos de la libertad (que arranca de las experien­
cias de J. Dos Passos).
De toda esa camada de tough writers el más
representativo, el que menos ha desmoronado el
tiempo es Erskine Caldwell. Algunos de sus cuentos
y dos de sus novelas {E l camino del tabaco, La chacri-
ta de Dios) se salvan del naufragio por su fuerza na­
rrativa, siempre carente de retórica, por la obsesiva
fidelidad de su mundo: pasar con él de novela en
novela, de cuento en cuento es como caminar por
el campo, de chacra en chacra. Se encuentra gente
nueva, pero siempre la misma vida: el hombre y
su trabajo en lucha con la naturaleza, la pasada
inmovilidad del tiempo, la intensidad inflexible
del clima, la inmensidad de los campos sembrados.
Allí se mueven sus personajes; la naturaleza es el

37
marco y el conflicto para esos seres activos y bruta­
les que jamás conocen las tormentas interiores.
Todas sus historias flotan fuera del tiempo:
Caldwell no remata, no resuelve nunca la situa­
ción, la deja en suspenso, como si fuera imposible
abarcar la inmensidad del universo y sólo fueran
posibles algunos trazos, ciertos signos a partir de
los cuales se pueden reconstruir los destinos.
Eso explica, quizás (más que una elección cuida
dosa del cuento como forma, como estructura sig­
nificativa de la realidad) el sentido de la frase que
Erskine Caldwell incluyó como acápite a “Pasión
de pleno verano”, cuando en 194.0 lo reunió con
el resto de sus cuentos en el volumen Jackpot: M e
gusta más escribir un cuento como este que una novela
de trescientas páginas.

38
Nelson Algren
La co rte de los m ilagros

De lejos parece una muchacha: camina a los salti-


tos, recortada contra los edificios de la Wabansia
Avenue, en el barrio polaco de Chicago. Su cabello
brilla, adornado con una gran cinta roja; de vez
en cuando se demora y alza la cara hacia la estruc­
tura de fierro del tren elevado que acompaña la calle
de este a oeste: las vigas, sacudidas por el paso de
los trenes, llenan el aire de lamentos. La silueta de
la mujer se tambalea, aplastada por ese cielorraso
de metal, como si estuviera hundida en un túnel
sombrío. La sombra que baña el asfalto de la calle
tiene el mismo color nocturno de las viejas paredes
carcomidas, como si los edificios retuvieran gran­
des sombras fijas, incrustadas entre sus piedras. La
avenida se tuerce en pequeñas cortadas; a derecha e
izquierda las paredes parecen tatuadas por las esca­
leras de incendio. De arriba abajo de esas brechas la
oscuridad es una enorme polvareda temblorosa. El
viento levanta torbellinos de polvo terroso, grisáceo;
arroja contra los ojos de la mujer pedacitos de car­
bón y copos de ceniza, viejos papeles grasicntos se le

43
enredan en las piernas. Mientras se acerca, alguien
la insulta desde arriba y ella vuelve a levantar la cara;
cuando la baja parece haber envejecido de golpe, la
piel devastada y gris, la cabeza cubierta de estopa
blanca: es una vieja, tiene más de sesenta años. Em­
pina una botella de ginebra y cierra los ojos contra
el cielo que se adivina entre las vigas de acero; se
cruza la boca con la manga y sigue hablando sola,
lanzando gritos de desafío. Cada tanto se para, se
levanta el ruedo del vestido y baila: gira y se hamaca
en medio de la calle, mirándose los pies. De pronto
se detiene, suelta el vestido que le roza los tobillos
y escupe contra el cielo. Vuelve a empinar la botella
hasta vaciarla y se aleja despacio, con su andar de
pato, hacia la West Madison Avenue, el Bowery de
Chicago. Allí se pierde, se confunde con otras viejas
bellezas arruinadas, borrachos, hombres con cara de
náufragos, deambula con ellos entre los desvencija­
dos hoteles de hombres solos, los refugios a cinco
centavos el catre, los bares miserables.
Vagabundos, prostitutas, ladrones, se arriman
los unos a los otros para resistir en manada. No tie­
nen más amigos que el alcohol, una amistad difícil:
con la borrachera, extraños fantasmas se vuelven
contra ellos, bestias alucinadas y feroces los acorra­
lan, los encierran en esa selva hostil donde los caza­
dores son los únicos que tienen rostro humano.
Espuma hostil, ceniza de una sociedad donde
sólo los triunfadores son inocentes, ellos son más

44
sospechosos que nadie: ¿por qué han llegado a ser
lo que son? Es preciso que haya sido por su culpa.
La policía los acecha, todo los impulsa a convertirse
en culpables. Son criminales en potencia, es preciso
ocultarlos para no alarmar a las buenas concien­
cias; los acorralan, los encierran en los límites
inviolables de un gueto: un barrio, una calle, ciu-
dadelas ocultas con tapiales inciertos donde el Mal
vive en estado puro para que los buenos espíritus
puedan dormir en paz, para que el Bien exista sin
mancha, inmaculado y solitario.
Conviviendo con ellos, en medio del barrio po­
laco, cruzando la Wabansia Avenue hacia el oeste,
de espaldas al Chicago de los grandes rascacielos y
los supermarkets, junto a un pasaje donde se que­
ma basura y vuelan diarios viejos, en una barraca
sin cuarto de baño ni heladera, vive Nelson Algren,
cronista del East-Side, de los barrios bajos y los
lúmpenes de Chicago.
Estoy anclado aquíporque mi trabajo consiste en
escribir sobre esta ciudad y sólo puedo hacerlo desde
adentro. Sin quererlo claramente he elegido la vida
que mejor convenía al tipo de literatura que soy capaz
de hacer. Los intelectuales me aburren, me parecen sin
realidad; la gente quefrecuento me parece más verda­
dera: prostitutas, ladrones, drogados, etcétera.
Ese barrio, esa gente, son los personajes de todos
sus libros. Algren ha encontrado en ellos la res­
puesta a la sociedad norteamericana: toda su obra

45
es una negativa a aceptar la moral que convierte a
las víctimas en culpables.
Entre nosotros lo bello y lofeo, lo grotescoy lo
trágico, y sobre todo el Bien y el M al, se van cada uno
por su lado; a los norteamericanos no les gusta que esos
extremos puedan mezclarse.
En los libros de Algren las barreras han sido vol­
teadas, los extremos se tocan: con cierta ingenuidad
estilística, con alguna inseguridad en la construcción,
pero siempre con lirismo y verdad, Nelson Algren
descubre en sus novelas (sobre todo en la admirable
E l hombre del brazo de oro) una nueva imagen del
hombre norteamericano. Haberla buscado entre los
delincuentes y las prostitutas es un desafío: siempre
es un escándalo tratar a los criminales, a los drogados,
no como a autómatas sirvientes del Mal sino como
a seres humanos, aferrados a una moral, a un código
inflexible y viril basado en el coraje y el orgullo, en la
amistad y la “decencia”.
En este desafío nacen los mayores méritos de
Algren y todas sus desventuras: perseguido por el
senador McCarthy, privado de sus derechos civiles,
acorralado, Algren no vive en los Estados Unidos,
no vive en su patria, sino en un territorio ocupado por
norteamericanos.
Arruinado, engañado, traicionado, está pagando
un precio alto por decir la verdad en una sociedad
donde decir la verdad es siempre una provocación.

46
Truman Capote
O tras fotos, otras guitarras

En 1948, la foto de un adolescente lánguido, de


sonrisa blanda y chaleco bataraz, delicadamente
reclinado sobre un diván, los ojos casi borroneados
por un mechón de pelo rubio, servía -m ás que para
anunciar una novela- para horrorizar puritanos a
lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos.
El joven que enfrentaba tan cómodamente la
cámara aún no había cumplido los 24 años, pero
ya era famoso: autor de una espléndida novela y antes
ganador (a los 22 y 23 años) del premio O. Henry al
mejor primer cuento en 1946, y al mejor cuento del
año en 1947. El mundo literario de Nueva York se dis­
putaba su presencia con el mismo fervor con el que
las revistas le pagaban sus cuentos. Nacido en el Sur,
escribía desde los 15 años, se llamaba Truman Capote
y estaba contento: Soy un Paganini semántico. Toda mi
vida supe quepodía tomar unpuñado de palabrasy que
al tirarlas al aire caerían en el lugar apropiado.
Cuando, vestido con su mejor traje pero en
pantuflas, se lo dijo a miss Wood, su vieja profesora
de Retórica Inglesa que lo miraba embelesada,

47
ninguno de los dos sospechaba que iban a pasar
casi veinte años antes de que pudiera volver a pro-
bario. Porque después de este comienzo deslum­
brante (194.8: Otras voces, otros ámbitos-, 1949: sus
cuentos, reunidos en el volumen Un árbol nocturno)
su obra, esperada con fuegos de artificio y premo­
niciones venturosas, empezó de golpe a crecer con
desgano y sin esplendor. Su siguiente obra de fic­
ción la publicó recién en 1958 (dos novelas cortas:
Desayuno en Tiffany s y E l arpa de pasto).
El niño prodigio se había empacado.
Nacido para suceder a Faulkner, no le disculpa­
ron la pedantería de negarse a obedecerlos. El
culpable pareció ser el jovencito díscolo: todos
(hasta el mismo Capote, a ratos) arremetieron con­
tra él. Primero se habían deslumbrado con su des­
parpajo; traicionados, pedían lecciones de humil­
dad, Capote les respondía con lucidez: La tragedia
de los escritores norteamericanos es que se queman
po r no arriesgar, po r reincidir en lo que les salió bien.
No tienen una segunda oportunidad.
A primera vista parece una disculpa. A sangrefría
demuestra que no lo era. Se trataba de su segunda
oportunidad: encontrarla le llevó la mitad de su
vida. Fue durísimo, uno se acostumbra tanto a capitular.
Todos pensaron que la había conquistado a
cambio de sí mismo: costaba reconocer en ese
hombre gastado y semicalvo al luminoso adoles­
cente del mechón rubio. Sin embargo, no lo habían

48
aplastado del todo: se lo adivinaba en esa mirada
socarrona que iluminaba su rostro mofletudo, en
su orgullosa seguridad.
Se había jugado el todo por el todo, pero
había sobrevivido y lo sabía: No envidio a ningún
escritor norteamericano viviente. Pude haber escrito
tres novelas en el tiempo que me tomó hacer este libro,
y las hubiera escrito mejor que cualquiera de ellos.
Necesité toda mi imaginación y el coraje del mundo
para lanzarme a la aventura.
A sangrefría es un reencuentro: fiel a sí mismo,
Capote ha revolucionado la novela moderna, ha
inaugurado la nonfiction pero, sobre todo, ha
rescatado lo mejor del universo de sus primeras
narraciones: lo ha endurecido y concentrado, pero
sin traicionarlo. La inocencia perdida y la culpa
siguen siendo las leyes que tejen los símbolos más
profundos de sus obras. En la investigación periodís­
tica o en el ritmo tumultuoso de su prosa mórbida y
barroca, la historia es siempre la misma: la gratuita
eficacia de Perry Smith y Richard Hickock destroza
la bucólica paz de Holcomb, Kansas; la cautivante
perversidad con que Miriam desbarata el orden
prolijo y aséptico de Mrs. Miller esconde una sola
lección: lo que intenta Capote (y con esto se liga a
la mejor tradición de la narrativa norteamericana
desde Melville a Faulkner) es construir (o descu­
brir) mitos-, iluminar y no copiar la realidad. Por eso,
después del crimen, el mundo de Holcomb parece

49
inventado por Capote: esos hombres y esas mujeres
que han conocido el Mal y han perdido la inocencia,
que han sido expulsados del Paraíso a un mundo de
luces perpetuamente encendidas y cerrojos corri­
dos, de terror y recelo, son un símbolo (como lo era
Otras voces, otros ámbitos, como lo fueron sus mejores
cuentos), un nuevo mito erigido para demostrar que
la realidad es siempre más compleja, que en el orden
más reconocido y manso se ocultan rincones en los
que, al tantear confiadamente, sentimos bullir una
araña contra la palma de la mano. Y que cualquier
noche, al darnos vuelta en la cama podemos encon­
trar la mirada loca de ese hombre de cara compuesta
de pedazos mal encajados y piernas deformadas que
nos mira desde el cañón de una escopeta gatillada.
Es esa fidelidad secreta y honda al eje de su obra
lo que nos permite presentar esta “Guitarra de
diamantes” como una metáfora de esa otra, devas­
tada, brutalmente tallada a navaja, que Perry Smith
arrastraba como a un pedazo entrañable de sí mis­
mo a lo largo de los inhóspitos caminos de Kansas.
Porque las dos son -en el fondo- una cifra, una
prueba de la fidelidad y la aventura que definen la
admirable obra narrativa de Truman Capote.

50
James Purdy
En la cuerda flo ja

James Purdy es (con Samuel Beckett, Günter Grass y


Julio Cortázar) uno de los cuatro o cinco narradores
más importantes de la literatura contemporánea. En
su país son pocos los que se han dado cuenta. Su pri­
mera novela, Malcolm, vendió 2800 ejemplares: una
ausencia para los Estados Unidos, donde cualquier
best-seller de éxito moderado alcanza los 200.000.
El es quien menos se preocupa: se sigue negan­
do a asistir a los cócteles literarios, sigue rehu­
sando las entrevistas, su número no figura en la
concurrida guía telefónica de Nueva York. Estima
demasiado sus cuentos para dejarlos macerar en las
revistas de gran tirada. Vive arrinconado en un de­
partamento cerca del East River, el piso sembrado
de libros, con fotos de Melville y de Joyce en las pa­
redes: allí se encierra casi todo el día, api'endiendo
griego y latín en ediciones bilingües (losprofesores
son demasiado carospara mí), escribiendo (sin plan
fijo, sin horariofijo, a máquina o a mano en libros de
contabilidad), cocinando su propia comida (laplata
no me alcanza para ir a un restaurante).

51
Esta soledad y este olvido, todas estas (aparen­
tes) desventuras son, sobre todo, una elección, una
prueba de lucidez y rigor. M e sería másfácil cam­
biar, coquetear con los directores de revistas. No tengo
ganas de traicionarme, quiero hacer solamente lo que
me interesa. Y lo que me interesa es escribir sin que na­
die me dirija, ni me compre. En Estados Unidos cuando
uno se agacha, no se levanta más.
En un país donde la literatura también se consu­
me, como los hot dogs, como las medias de nylon, su
exilio es un escándalo secreto; es el otro de la tra­
dición norteamericana del escritor showman que,
entre libro y libro, hace las delicias de las revistas
sensacionalistas de las señoritas con inquietudes,
de los promotores de publicidad.
La celebridad excesiva, en vida, mata al artista que
no lo es del todo. Scott Fitzgerald terminó siendo una
actriz de Hollywood; Henry M iller, un businessman;
Salinger, un aviso con talento, Jam es Baldwin, un
propagandista.
James Purdy no parece correr esos riesgos.
Tiene 44 años, a los 12 escribió “A Good Woman”,
su primer cuento; publicó por primera vez después
de los 35. E l artista es una especie de acróbata sobre la
cuerdafloja. A sí me siento yo cada vez que escribo.
Purdy es un moralista a contramano. Sus cinco
libros (Color o f Darkness, Malcolm, The Nephew,
Children is all, Cabot Wright Begins) retornan, una
y otra vez, sobre la misma alegoría: el mundo es

52
una pesadilla de horror y crueldad; la pureza es
el único camino, pero la pureza es imposible: los
inocentes y los puros son mancillados, destruidos.
Sólo la corrupción sobrevive, y triunfa.
Aferrado a la negatividad, la suya es una de­
nuncia mucho más inquietante que la de todos los
escritores “sociales” norteamericanos (James T.
Farrell, Theodore Dreiser, John Steinbeck). La injus­
ticia social transcripta literalmente, sin matices, es
un llamado a nuestros “buenos sentimientos” : todos
estamos fácilmente de acuerdo con esos reproches.
Siempre se pueden repudiar esas “deformacio­
nes” como si fueran algo distinto de nosotros mis­
mos: nos queda la piedad, las sociedades de benefi­
cencia para resguardar nuestra buena conciencia.
La obra de James Purdy, en cambio, va más adentro:
es un ataque a los fundamentos de esa piedad, de
esas cómodas ilusiones. Viene a socavar, a destruir
con rigor y belleza los mitos más profundos del
American way o f Ufe.
Toda su literatura es un exorcismo, una ceremo­
nia feroz: a primera vista su mundo se emparenta
con el de Kafka, pero sus raíces más profundas
son norteamericanas: ciertos cuentos de Poe, de
Hawthorne, y, sobre todo, el Bartleby de Melville.
“ ¿Por qué no pueden decirte el porqué?” es una
muestra de esa soterrada crueldad, de ese descenso
a los infiernos que define su obra. Ese chico que
gira enloqueciendo apretando contra el pecho las

53
fotos de su padre es otro de los puros de Purdy, des­
truidos por el horror de un mundo atroz. Solo y sin
redención, vomita su corazón cargado de amargura.

54
Jo h n U pdike
El paraíso p erdido

Laborare est orare, dijo Calvino, y casi sin darse


cuenta definió la ética del capitalismo.
Hasta ese entonces, los católicos habían conde­
nado todos los intentos de mezclar la virtud con
la prosperidad. La Revolución Industrial obligó a
hacer examen de conciencia, arrimó la riqueza a la
gracia de Dios: si el trabajo era un modo de adorar
a Dios, ¿por qué renegar de sus beneficios?
Creía -h a escrito M ax Scheler- a los norteame­
ricanos hipócritas. Creía que cuando decían Dios,
querían decir: algodón. No. Cuando dicen Dios quieren
decir Dios. E l milagro es que siempre hay algodón. Pero
Scheler olvidaba que los norteamericanos habían
partido de Lutero y Calvino para descubrir una
filosofía que veía en la abundancia de algodón una
manifestación de Dios.
Un código sin fisuras y sin ambigüedad, que no
ve distancia entre las intenciones y los actos; los
matices se han borrado para siempre y es posible
actuar sin remordimientos: virtud y prosperidad
son una misma cosa, sólo los que vencen son puros.

55
Contra esa mistificación se levanta la obra de John
Updike, un calvinista nacido en 1933 para quien los
caminos que conducen al Señor son más arduos.
Sus libros (Laferia del asilo, La mismapuerta,
Corre conejo, Plumas de paloma, E l centauro) vienen
a proseguir la vieja leyenda puritana inaugurada
por Nathaniel Hawthorne y Sherwood Anderson:
el hombre recto y puro, desorientado y sin anclaje,
busca infructuosamente el camino del bien y de la
salvación en una sociedad corrompida y brutal.
Ya no se trata del horror de Hawthorne frente
a los primeros comerciantes, o de Sherwood
Anderson huyendo de la incipiente sociedad indus­
trial: el de Updike es una reescritura del Babbitt de
Sinclair Lewis, pero su desolación es más profun­
da. El mundo se ha llenado de objetos hostiles, el
hombre se extravía entre los supermarkets y las
máquinas tragamonedas, entre los aparatos de t v
y los ascensores neumáticos. Los objetos son los
nuevos ídolos, el nuevo acceso a la salvación y la
felicidad. Frente a ese mundo inhumano y abstrac­
to no es posible dudar: hay que aceptarlo o negarlo
sin matices, definitivamente.
De la negación de la realidad a la búsqueda de
Dios hay un solo paso, no es casual que Updike (como
Salinger) roce la experiencia mística de los beatniks.
Más que una nueva religión, se trata de encontrar
una respuesta para oponer a esa sociedad sin fisuras,
donde todo es unánime, donde lo que se hace y lo que

56
se piensa de lo que se hace coinciden sin sobresaltos.
La única verdadera negación es la huida, los
mejores libros de la literatura norteamericana están
poblados por esos abandonos sorpresivos y abso­
lutos: Gordon Pym entre los hielos blancos, Ismael
cazando ballenas, Huckleberry Finn remontando el
Mississippi, los aristócratas expatriados de Henry
James, George Willard escapando de Winesburg.
Harry Angstrom, el “Conejo” de Updike sale a com­
prar cigarrillos, trepa a su Buick 1957 y termina lan­
zado a 100 km por hora hacia el Oeste. No irá muy
lejos, está girando en el vacío y termina golpeando
contra los barrotes de la jaula.
Todo el estilo meticuloso y terso de John
Updike se encamina a reproducir este encierro, el
espesor agobiante de ese mundo en el que los objetos
y las máquinas han expulsado al hombre, provocan­
do una nueva caída, un nuevo pecado original.
El cuento “ El indio” es una metáfora transparen­
te de esta nostalgia del paraíso perdido: el pueblo
de Tarbox es un símbolo de esas mutilaciones:
la boca del río por donde llegaron los fundadores
tiene ahora una manufactura de juguetes plásticos.
Los bosques del otro lado de la colina lejana, donde
ni siquiera se han entrometido las casas, pero se mur­
mura que el terreno ha sido vendido a un especulador.
El indio parece ser el único testigo, el único
sobreviviente: ha estado desde siempre, como
clavado en la tierra, seguro de su triunfo final. Es

57
otro de los austeros e íntegros hombres de Updike,
y en él se esconde su lección más profunda: al final
de las locas carreras, de las búsquedas, entre la
destrucción y el caos, el hombre sobrevive, exiliado
pero fiel a sí mismo.

58
James Baldwin
Viaje al fin de la noche

Tiene catorce años y el sol le da en la cara: quizás


por eso no ha visto al policía que acaba de ocul­
tarse en la penumbra del zaguán; tampoco parece
ver al que se le acerca, caminando distraídamente,
por mitad de la plaza. Antes de largarse a cruzar la
Quinta Avenida, el muchacho hace una visera con
la mano derecha tratando de tapar el reflejo del sol;
espera la luz roja y cuando está por bajar a la calle
alguien lo detiene, lo sostiene del hombro.
-¿Y vos que hacés en este barrio? -E l policía
está parado casi sobre él y parece sonreír, pero le
habla con una voz demasiado baja.
-¿O no sabés que ustedes no pueden...? -una
especie de silbido que se apaga con el rumor de la
avenida.
-¿Cómo? -pregunta el muchacho.
El policía deja de sonreír y sigue hablando
suavemente, su voz es un murmullo tenso. El
muchacho ya no se esfuerza por escucharlo:
está atento, esperando que afloje el tráfico y se
mueve hacia un costado como si buscara mirar

59
de frente al policía, pero de golpe se larga a correr.
No alcanza a llegar al medio de la avenida: el otro
policía se cruza en diagonal desde la esquina y lo
caza a mitad de camino.
Se divirtieron conmigo, obligándome a dar saltos
mortales, aventurando cínicas (y aterradoras) espe­
culaciones con respecto a mi ascendencia y probables
proezas sexualesy, para terminar, me abandonaron en
un baldío de Harlem, tendido en el suelo boca arriba.
Su crimen es viejo y visible: su propia piel. El
mundo lo castiga acorralándolo contra esos límites
inciertos: lo identifican con ella hasta tal punto
de separarlo de sí mismo; en ese quiebre se reen­
cuentra y se extravía definitivamente: primero
debe admitir que es un nigger, enseguida lo obligan
a reconocer que eso es un mal. Es preciso que lo
asuma, que lo declare y lo confiese: él es culpable de
ser negro; ante el mundo es una maldición, esa piel
contingente es un destino.
A los negros de mipaís se nos enseña desde chicos
a despreciarnos a nosotros mismos. Cuando yo traté de
evaluar mis posibilidades advertí que no tenía ninguna.
Para alcanzar la vida a la que aspiraba, se me habían
brindado las peores armas. No podía hacerme boxeador,
muchos de nosotros lo intentaron y pocos lo lograron.
No sabía bailar.
Sus caminos naturales están cerrados: se llama
Baldwin, como el patrón blanco que lo raptó de su
tribu, en Africa. Hijo de un pastor bautista, se ha

60
educado en la Dewitt Clinton High School: elegirá
hacer de su condición un llamado; de la experien­
cia de su raza una aventura límite.
Yo escribía desde chico, en Harlem, donde nací.
Sobre todo canciones, textos religiosos que, a veces, eran
cantados en la iglesia. Pero en 1947porprimera vez la li­
teratura me sim ó para encarar mipropia vida, mipropio
país. Se trataba de un ensayo: "A letterfiom Harlem”.
Sin embargo, las seguridades de la razón nunca
resuelven los problemas de la existencia: Baldwin,
racionalmente, es un hombre, un escritor. Pero el
negro real sigue ahí, adentro de su piel: para los
blancos Baldwin es un escritor negro. O mejor, un
negro que escribe. No sólo comprendí entonces que la
literatura era un quehacer profundamente serio, sino
también que, al menos en m i caso, ella entrañaba un
peligrofísico. Sentirme amenazado me deprimía y me
restaba libertad para escribir, así que hice mis valijas.
En 1948 se refugia en Europa; vive en Francia,
escribe cuatro libros (Go Tell It on Mountain,
Giovanni s Room, Notes o f a Native Son, Another
Country) y está incómodo: la tranquilidad del
expatriado es una trampa, olvidar su color un con­
suelo triste. Su destino se juega en otro lado: M is
raíces son norteamericanas, mis tormentos norteame­
ricanos, luego, mi campo de batalla está allí. Uno debe
elegir sus combates: el mío debo librarlo en mipaís.
Baldwin asume su color: quiere ser un hombre
a partir de su raza, no pese a ella. Volver a su país

61
es viajar al centro del infierno, pero es, al mismo
tiempo, viajar al centro de sí mismo. Sólo podremos
ser destruidos el día que aceptemos ser lo que el mundo
blanco llama un negro.
Ese conflicto es el eje central de “Esta mañana,
esta tarde, tan pronto”, y en esta nouvelle Baldwin
recupera como nunca su experiencia en el mundo
y la transforma en un testimonio deslumbrante:
la respiración íntima de la primera persona acorta
las distancias, compromete la sangre fría de las
ideas en la cálida densidad de lo vivido. Haber
carnalizado en esta narración espléndida un mate­
rial tan entrañable es uno de los méritos mayores
de James Baldwin.

62
C uentos p olicia le s
n o rte a m e rica n o s

¿Cómo definir ese género policial al que hemos


convenido en llamar de la serie negra según el título
de una colección francesa? A primera vista parece
una especie híbrida, sin límites precisos, difícil de
caracterizar, en la que es posible incluir los relatos
más diversos. Basta leer 'The Asphalt 'jungie de W R.
Burnett, They Shoot Horses, Don’t They?de Horace
McCoy, The Postman Always Rings Twice de James
M. Cain, The Long Goodbye de Raymond Chandler o
The Dain Curse de Dashiell Hammett para compren­
der que es difícil encontrar aquello que los unifica.
De hecho, el género se constituye en 1926 cuando
el “Capitán” Joseph T. Shaw se hace cargo de la
dirección de la revista de pulpfiction Black Mask,
fundada en 1920 por el muy refinado crítico Henry
L. Mencken. El “Capitán” (personaje digno de un
film de Samuel Fuller, típico en la mitología de la li­
teratura norteamericana), campeón de sable, afecto
al poker y al whisky de maíz, no escribió nunca una
línea pero fue el verdadero creador del género. (Esto
es, sin duda, lo que reconoce Hammett al dedicarle

63
Red Harvest, su primera novela). Shaw cumple en la
historia de la literatura norteamericana el mismo
papel mítico que aquel jefe de redacción del Toronto
Star que, según Hemingway, le enseñó a escribir en
prosa (un eco de la importancia que tiene el editor
en la definición de la narrativa norteamericana
lo dio Harold Ross, director del New Yorker. Los
cuentos de Salinger, Updike, Cheever, entre otros,
llevan, en más de un sentido, el sello de la revista).
Shaw le dio a Black Mask una línea y una orienta­
ción, y todos los grandes escritores del género (antes
que nada Dashiell Hammett, pero también Horace
McCoy, W R. Burnett, Raoul Whitfield, James Cain,
Raymond Chandler) publicaron sus primeros relatos
en la revista. De entrada definió un programa:
su ambición era publicar un tipo de relato policial
“diferente del establecido por Poe en 1841 y seguido
fielmente hasta hoy”. Determinado, en el comienzo,
por su diferencia con la narrativa policial clásica,
el género encuentra allí, provisoriamente, su unidad.
Así podemos empezar a analizar esos relatos por
lo que no son: no son narraciones policiales clásicas,
con enigma, y si se los lee desde esa óptica (como
hace, por ejemplo, Jorge Luis Borges) son malas
novelas policiales.
Lo que en principio une a los relatos de la serie
negra y los diferencia de la policial clásica es un
trabajo diferente con la determinación y la cau­
salidad. La policial inglesa separa el crimen de su

64
motivación social. El delito es tratado como un
problema matemático y el crimen es siempre lo
otro de la razón. Las relaciones sociales aparecen
sublimadas: los crímenes tienden a ser gratuitos
porque la gratuidad del móvil fortalece la com­
plejidad del enigma. Habría que decir que en esos
relatos se trabaja con el esquema de que a mayor
motivación menos misterio. El que tiene razones
para cometer un crimen no debe ser nunca el
asesino: la retórica del género nos ha enseñado
que el sospechoso, al que todos acusan, es siempre
inocente. Hay una irrisión de la determinación
que responde a las reglas mismas del género. El
detective nunca se pregunta por qué, sino cómo
se comete un crimen, y el milagro del indicio, que
sostiene la investigación, es una forma figurada de
la causalidad. Por eso el modelo del crimen per­
fecto que desafía la sagacidad del investigador es,
en última instancia, el mito del crimen sin causa.
La utopía que el género busca como camino de
perfección es construir un crimen sin criminal que
a pesar de todo se logre descifrar. En este sentido, si
la historia interna de la narración policial clásica se
cierra en algún lado hay que pensar en E l proceso de
Kafka, que invierte el procedimiento y construye
un culpable sin crimen.
Los relatos de la serie negra (los thrillers, como
los llaman en Estados Unidos) vienen justamente
a narrar lo que excluye y censura la novela policial

65
clásica. Ya no hay misterio alguno en la causalidad:
asesinatos, robos, estafas, extorsiones, la cadena
siempre es económica. El dinero que legisla la moral y
sostiene la ley es la única razón de estos relatos donde
todo se paga. Allí se termina con el mito del enigma,
o mejor, se lo desplaza. En estos relatos el detective
(cuando existe) no descifra solamente los misterios de
la trama, sino que encuentra y descubre a cada paso
la determinación de las relaciones sociales. El crimen
es el espejo de la sociedad, esto es, la sociedad es vista
desde el crimen: en ella (para repetir a un filósofo
alemán) se ha desgarrado el velo de emocionante sen­
timentalismo que encubría las relaciones personales
hasta reducirlas a simples relaciones de interés, con­
virtiendo a la moral y a la dignidad en un simple va­
lor de cambio. Todo está corrompido y esa sociedad
(y su ámbito privilegiado: la ciudad) es una jungla: “el
autor realista de novelas policiales (escribe Chandler
en 1he Simple A rt o f Murder) habla de un mundo en
el que los gángsters pueden dirigir países: un mundo
en el que un juez que tiene una bodega clandestina
llena de alcohol puede enviar a la cárcel a un hombre
apresado con una botella de whisky encima. Es un
mundo que no huele bien, pero es el mundo en el que
vivimos. No es extraño que un hombre sea asesinado
pero es extraño que su muerte sea la marca de lo que
llamamos civilización”.
En el fondo, como se ve, no hay nada que descu­
brir, y en ese marco no sólo se desplaza el enigma

66
sino que se modifica el régimen del relato. Por de
pronto el detective ha dejado de encarnar la razón
pura. Así, mientras en la narrativa policial clásica
todo se resuelve a partir de una secuencia lógica
de hipótesis, deducciones con el detective inmóvil,
representación pura de la inteligencia analítica
(un ejemplo a la vez límite y paródico puede ser el
Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares que resuelve
los enigmas sin moverse de su celda), en la novela
policial norteamericana no parece haber otro cri­
terio de verdad que la experiencia: el investigador
se lanza, ciegamente, al encuentro de los hechos, se
deja llevar por los acontecimientos y su investiga­
ción produce, fatalmente, nuevos crímenes. El des­
ciframiento avanza de un crimen a otro; el lenguaje
de la acción es hablado por el cuerpo y el detective,
antes que descubrimientos, produce pruebas. Por
otro lado ese hombre que en el relato representa a la
ley sólo está motivado por el dinero: el detective es
un profesional, alguien que hace su trabajo y recibe
un sueldo (mientras que en la novela clásica el
detective es generalmente un aficionado, a menudo,
como en Poe, un aristócrata que se ofrece desinte­
resadamente a descifrar el enigma). Curiosamente
es en esta relación explícita con el dinero (los 25
dólares diarios de Marlowe) donde se afirma la mo­
ral; restos de una ética calvinista en Chandler: todos
están corrompidos menos Marlowe, profesional ho­
nesto, que hace bien su trabajo y no se contamina,

67
parece una realización urbana del cowboy. “Si me
ofrecen 10.000 dólares y los rechazo, no soy un
ser humano”, dice un personaje de James Hadley
Chase. En el final de The Big Sleep, la primera novela
de Chandler, Marlowe rechaza 15.000. En ese gesto
se asiste al nacimiento de un mito. ¿Habrá que decir
que la integridad sustituye a la razón como marca
del héroe? Si la novela policial clásica se organiza
a partir del fetiche de la inteligencia pura y valora,
sobre todo, la omnipotencia del pensamiento y
la lógica abstracta pero imbatible de los personajes
encargados de proteger la vida burguesa, en los
relatos de la serie negra esa función se transforma
y el valor ideal pasa a ser la honestidad, la “decen-
cia”, la incorruptibilidad. Por lo demás se trata
de una honestidad ligada exclusivamente a cuestio­
nes de dinero. El detective no vacila en ser despia­
dado y brutal, pero su código moral es invariable
en un solo punto: nadie podrá corromperlo. En las
virtudes del individuo que lucha solo y por dinero
contra el mal, el thriller encuentra su utopía. No es
casual, en fin, que cuando el detective desaparezca
de la escena, la ideología de estos relatos se acerque
peligrosamente al cinismo (caso Chase) o mejor,
cuando el detective se corrompe (caso Spillane)
los relatos pasan a ser la descripción cínica de un
mundo sin salida, donde la exaltación de la violen­
cia arrastra vagos ecos del fascismo. Asistimos ahí a
la declinación y al final del género: su continuación

68
lógica serán las novelas de espionaje. Visto desde
James Bond, Philip Marlowe es Robinson Crusoe
que ha vuelto de la isla.
La transformación que lleva de la policial clásica
al thriller no puede analizarse según los parámetros
de la evolución inmanente de un género literario
como proceso autónomo. Es cierto que la novela
policial clásica se había automatizado (en el senti­
do en que usan este término los formalistas rusos),
pero esa automatización (denunciada por Hammett
y Chandler y parodiada en novelas como The High
Window y The Thin Man) y el desgaste de los pro­
cedimientos no puede explicar el surgimiento de
un nuevo género, ni sus características. De hecho,
es imposible analizar la constitución del thriller sin
tener en cuenta la situación social de los Estados
Unidos hacia el final de la década del veinte. La
crisis en la bolsa de Wall Street, las huelgas, la des­
ocupación, la depresión, pero también la ley seca,
el gangsterismo político, la guerra de los traficantes
de alcohol, la corrupción. Al intentar reflejar (y
denunciar) esa realidad, los novelistas norteameri­
canos inventaron un nuevo género. Así al menos lo
creía Joseph T. Shaw, quien al definir la función de
Black Mask señalaba que el negocio del delito orga­
nizado tenía aliados políticos y que era su deber re­
velar las conexiones entre el crimen, los jueces y la
policía. En 1931 declaró: “Creemos estar prestando
un servicio público al publicar las historias realistas,

69
fieles a la verdad y aleccionadoras sobre el crimen
moderno de autores como Dashiell Hammett, W
R. Burnett y Whitfield”. En este sentido la novela
policial se conecta con un proceso de conjunto de la
literatura norteamericana de esos años. El pasaje de
los twenties al New Deal está signado por la toma de
conciencia social de los escritores norteamericanos.
El ejemplo más notable es el de Scott Fitzgerald
(hay que leer su Notebooks donde se define como
socialista, o analizar en ese marco The Last Tycoon
y las notas que acompañaron la redacción de esa
novela), pero el proceso alcanza también a Faulkner
(basta ver su saga de los Snopes) y por supuesto a
Hemingway (que en los años treinta no sólo trabaja
por la República Española e integra el Comité de
escritores antifascistas, sino que colabora en New
Masses, periódico del Partido Comunista). Son
los años de la literatura proletaria, de la Partisan
Review en la que Edmund Wilson, Lionel Trilling
y M ary McCarthy defienden posiciones radicáis;
los años en que Dos Passos publica su trilogía
(U.S.A.), Steinbeck The Grapes O f Wrath, Michael
Gold Jew s Without Money, Caldwell Tobacco Road,
Hemingway To Have and Have Not (cuyo primer
capítulo, publicado antes como cuento con el título
de “One Trip Across” es un modelo de thriller).
Son los años en que empiezan a publicar sus libros,
desde la misma óptica, Nathaniel West, Katherine
Ann Porter, Daniel Fusch, Nelson Algren, John

70
O’Hara. Los escritores de Black M ask están liga­
dos a esa tendencia: el caso de Dashiell Hammett
(también colaborador de New Masses) es el más
conocido, y Lillian Hellman lo ha narrado, con cier­
ta incómoda distancia, en el retrato biográfico que
prologa Blood Money.
El thriller surge como una vertiente interna de
la literatura norteamericana, y la constitución del
género debe ser pensada en el interior de cierta tra­
dición típica de la literatura norteamericana: lo que
podríamos llamar el costumbrismo social que viene
de Ring Lardner y de Sherwood Anderson, antes
que en relación con las reglas clásicas del relato po­
licial. En la historia del surgimiento y la definición
del género el cuento de Hemingway “The Killers”
(1926) tiene el mismo papel fundador que “The
Murders in the Rué Morgue” (1841) de Poe con
respecto a la novela de enigma. En esos dos matones
profesionales que llegan de Chicago para asesinar
a un exboxeador al que no conocen, en ese crimen
por encargo que no se explica y en el que subyace
la corrupción en el mundo del deporte, están ya las
reglas del thriller, en el mismo sentido en que las
deducciones del caballero Dupin de Poe preanun­
ciaban toda la evolución de la novela de enigma
desde Sherlock Holmes a Hércules Poirot. Por lo
demás en ese relato (y en el primer Hemingway)
está también la técnica narrativa y el estilo que van
a definir el género: predominio del diálogo, relato

71
objetivo, acción rápida, escritura blanca y coloquial.
Por esto no es casual que Chandler haya comenza­
do por escribir una parodia de Hemingway, “The
Sun Also Sneezes”, “dedicado sin ninguna razón
al mayor novelista norteamericano actual: Ernest
Hemingway” ; o que Hemingway se llame uno de los
personajes de Farewell, M y Lovely. Por lo demás, en
1931 aparece Sanctuary de Faulkner, que puede ser
considerada una de las mejores novelas del género y
que tiene un papel clave en su transformación. Por­
que el desarrollo del thriller hacia formas cada vez
más alejadas del relato policial propiamente dicho
(como de un modo u otro lo practicaban Hammett
o Chandler) está marcado por la primera novela de
James Hadley Chase, No OrchidsforM iss Blandish
(1937), que no es más que una remake de Sanctuary.
El thriller es uno de los grandes aportes de la
literatura norteamericana a la ficción contempo­
ránea. Nacido en una coyuntura histórica precisa,
literatura social de notable calidad, el género se
cristaliza y culmina en la década del treinta: The
Long Goodbye de Chandler (1953) marca su final y
es ya un producto tardío. Los que siguen, escrito­
res excelentes como Chester Himes, Donald Hen-
derson Clarke, Kenneth Fearing o David Goodis,
para nombrar a los mejores, se desligan cada vez
más de esa tradición y en el fondo no hacen más
que repetir o exasperar las fórmulas establecidas
por los clásicos.

72
En esta antología hemos seleccionado cinco
relatos que se ligan al momento de constitución
del género. En la narración de Hammet apare­
ce el gordo detective que será protagonista de
Red Harvest, pero puede encontrarse también el
clima que hará famoso el desenlace de The M altese
Falcon. “ Blackmailers Don’t Shoot” es el primer
relato de Chandler: publicado en Black M ask en
diciembre de 1933, muestra la perfección de la que
fue capaz en su debut como escritor. El cuento de
McCoy, también publicado en la revista de Shaw,
es uno de los escasos relatos breves que escribió
el autor de I Should Have Stayed Home. Los relatos
de W R. Burnett y de James M. Cain recibieron
en 1930 y en 1936 el premio O. Henry al mejor
cuento norteamericano del año, lo que prueba que
en aquel momento los escritores de Black Mask
estaban lejos de ser considerados practicantes de
una literatura “menor”.

73
A nexo

Lista de cu en to s p u b lica d o s en
Crónicas de Norteamérica
(Buenos Aires: Editorial Jorge Álvarez, 1967)

“Corte de pelo”, de Ring Lardner, traducido por


Pedro Sandoval.

“Manos”, de Sherwood Anderson, traducido por


Pirí Lugones.

“Sólo los muertos conocen Brooklyn”, de Thomas


Wolfe, traducido por Pirí Lugones.

“Dos soldados”, de William Faulkner, traducido por


Aída Aisenson.

“Domingo loco”, de Francis Scott Fitzgerlad, tradu­


cido por Pirí Lugones.

“Una carrera de persecución”, de Ernest


Hemingway, traducido por Ernesto Corbalán.

77
“Pasión de pleno verano”, de Erskine Caldwell,
traducido por Pirí Lugones.

“La cara contra el suelo”, de Nelson Algren,


traducido por Jesús L. Pacheco.

“Una guitarra de diamante” , de Truman Capote,


traducido por J. Ruiz.

“ ¿Por qué no pueden decirte el porqué?”, de James


Purdy, traducido por Juan Godo Costa.

“El indio”, de John Updike, traducido por Nicolás


Suescún.

“Esta mañana, esta tarde, tan pronto”, de James


Baldwin, traducido por Pirí Lugones.

78
C ré d ito s de las fo to g ra fía s

Walker Evans
(St. Louis, Missouri 1903-1975 New Haven,
Connecticut, Estados Unidos)

Todas las fotografías pertenecen al © Archivo Walker


Evans, Museo Metropolitano de Arte.

p. 9
Autorretrato (Self-portrait), 1927.
Impresión sobre gelatina de plata. 15 x 10 cms.
Museo Metropolitano de Arte, Colección de la
Ford Motor Company, obsequio de Ford Motor
Company y John C. Waddell, 1987 (1987.1100.67).

p. 40
[Trabajadores cargan cartel de neón “Damaged'
en un camión, Calle 11 Oeste, Nueva York] [ Workers
Loading Neón “Damaged" Sign into Truck, West
Eleventh Street, New York City], 1928-1930. Negativo
de película. 6 x 11 cms. Museo Metropolitano de Arte,
Archivo Walker Evans, 1994 (1994.251.283).

p. 75
(Puente de Brooklyn, Nueva York]
[Brooklyn Bridge, New York City], 1929. Negativo de
película. 6 x xi cms. Museo Metropolitano de Arte,
adquisición, obsequio de la Fundación William
Randolph Hearst como parte del programa
“Save America s Treasure”, 2004 (2004.23.19).

79
La incorporación de las fotografías
de Walker Evans fue un pedido especial
del autor para la presente edición.
La selección estuvo a cargo de los editores.
Indice

Nota a la edición 5
Ring Lardner 11
Jugando al bridge
Sherwood Anderson 15
Caminar por tierra seca
Thomas Wolfe 19
Un sueño americano
Faulkner, profeta del pasado 23
Francis Scott Fitzgerald 27
Un Rolls-Royce grande como el Ritz
Ernest Hemingway 31
Vivir el código
Erskine Caldwell 35
La marcha de los bárbaros
Nelson Algren 43
La corte de los milagros
Truman Capote 47
Otras fotos, otras guitarras
James Purdy 51
En la cuerda floja
John Updike 55
El paraíso perdido
James Baldwin 59
Viaje al fin de la noche
Cuentos policiales norteamericanos 63
Anexo: Lista de cuentos 77
Créditos de fotografías 79
Los 2000 mil ejemplares de
Escritores norteamericanos se terminaron
de imprimir en noviembre de 2016 en
Imprenta Dorrego, Av. Dorrego 1102,
Ciudad de Buenos Aires, Argentina.

ISBN 978-987-363: - 12-6

9 789873 633126
Colección Avenida Independencia
Ricardo Piglia es en 1967 un joven escritor a punto de
publicar su primer libro de relatos, pero ya está definiendo
un campo de lecturas, un grupo de aliados, una genealogía
por venir. Son los años del boom, de Julio Cortázar y la
herencia de Borges, una época que implica una toma de
posición en la lectura. Una forma de leer para definir cómo
y contra quién escribir. Por entonces, Piglia crea su altor ego
Emilio Renzi y con él empieza a firmar sus primeros textos.
En ese mismo año, escribe por encargo para la editorial
Jorge Alvarez estos retratos de escritores norteamericanos,
que acompañan una selección de cuentos. Entre ellos están
Faulkner, Hemingway, Scott Fitzgerald, Capote. Escritores
norteamericanos incluye también el ensayo “Cuentos policia­
les norteamericanos”, un texto de 1968, clave para entender
el modo desplazado de leer de Piglia, los cruces y las relacio­
nes entre literatura y sociedad.
En este libro, Piglia practica una nueva forma del ensayo
ligada al relato, y al hacerlo analiza procedimientos, narrado­
res, formas de dosificar la información, y establece una lúcida
lectura de la sociedad norteamericana. ¿Es necesario vivir en
Estados Unidos para conocer cómo es ese país? No, es preciso
descifrar a sus mejores escritores, que condensan en sus
modos de narrar las ficciones sobre las que se sostiene esa
pesadilla que es el sueño americano.

Tenemos las Máquinas es un sello que se inició en una pequeña


imprenta familiar de Buenos Aires, localizada en la avenida
Independencia. La colección que se lanza con este título toma
el nombre de esa calle, y busca impulsar ensayos escritos por
artistas, con la voluntad dé publicar textos cercanos a los modos
de producción, a sus procedimientos y a la independencia de los
artistas que defienden un modo de escribir sin restricciones.
Avenida Independencia, ensayos sobre arte escritos por artistas.

T E N E M O S LAS M Á Q U I N A S

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