FRAGMENTOS DE LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE
Las cosas nunca son como a primera vista las figuramos, y así ocurre que cuando empezamos
averlas de cerca, cuando empezamos a trabajar sobre ellas, nos presentan tan raros y hasta tan
desconocidos aspectos, que de la primera idea no nos dejan a veces ni el recuerdo; tal pasa con
las caras que nos imaginamos, con los pueblos que vamos a conocer, que nos los hacemos de
tal o de cual forma en la cabeza, para olvidarnos repentinamente ante la vista de lo verdadero.
Esto es lo que me ocurrió con este papeleo, que si al principio creí que en ocho días lo
despacharía, hoy -al cabo de ciento veinte- me sonrío no más que de pensar en mi inocencia.
No creo que sea pecado contar barbaridades de las que uno está arrepentido. Don Santiago me
dijo que lo hiciese si me traía consuelo, y como me lo trae, y don Santiago es de esperar que
sepa por dónde anda en materia de mandamientos, no veo que haya de ofenderse Dios porque
con ello siga. Hay ocasiones en las que me duele contar punto por punto los detalles, grandes o
pequeños, de mi triste vivir, pero, y como para compensar, momentos hay también en que con
ello gozo con el más honesto de los gozares, quizá por eso de que al contarlo tan alejado me
encuentre de todo lo pasado como si lo contase de oídas y de algún desconocido. ¡Buena
diferencia va entre lo pasado y lo que yo procuraría que pasara si pudiese volver a comenzar!;
pero hay que conformarse con lo inevitable, con lo que no tiene arreglo posible; a lo hecho
pecho, y tratar de evitar que continúe, que bien lo evito aunque ayudado -es cierto- por el
encierro. No quiero exagerar la nota de mi mansedumbre en esta última hora de mi vida, porque
en su boca se me imagina oír un a la vejez viruelas, que más vale que no sea pronunciado, pero
quiero, sin embargo, dejar las cosas en su último punto y asegurarle que ejemplo de familias
sería mi vivir si hubiera discurrido todo él por las serenas sendas de hoy.
Voy a continuar. Un mes sin escribir es mucha calma para el que tiene contados los latidos, y
demasiada tranquilidad para quien la costumbre forzó a ser intranquilo.
Camilo José Cela: La familia de Pascual Duarte
(1942)
Era yo de bien corta edad cuando nació mi hermana Rosario. De aquel tiempo guardo un
recuerdo confuso y vago y no sé hasta qué punto relataré fielmente lo sucedido; voy a intentarlo,
sin embargo, pensando que si bien mi relato pueda pecar de impreciso, siempre estará más
cerca de la realidad que las figuraciones que, de imaginación y a ojo de buen cubero, pudiera
usted hacerse. Me acuerdo de que hacía calor la tarde en que nació Rosario; debía ser por julio
o agosto. El campo estaba en calma y agostado y las chicharras, con sus sierras, parecían querer
limarle los huesos a la tierra; las gentes y las bestias estaban recogidas y el sol, allá en lo alto,
como señor de todo, iluminándolo todo, quemándolo todo... Los partos de mi madre fueron
siempre muy duros y dolorosos; era medio machorra y algo seca y el dolor era en ella superior
a sus fuerzas. Como la pobre nunca fue un modelo de virtudes ni de dignidades y como no sabía
sufrir y callar, como yo, lo resolvía todo a gritos. Llevaba ya gritando varias horas cuando nació
Rosario, porque -para colmo de desdichas- era de parto lento. Ya lo dice el refrán: mujer de
parto lento y con bigote... (la segunda parte no la escribo en atención a la muy alta persona a
quien estas líneas van dirigidas). Asistía a mi madre una mujer del pueblo, la señora Engracia, la
del Cerro, especialista en duelos y partera, medio bruja y un tanto misteriosa, que había llevado
consigo unas mixturas que aplicaba en el vientre de mi madre para aplacarla la dolor, pero como
ésta, con ungüento o sin él, seguía dando gritos hasta más no poder, a la señora Engracia no se
le ocurrió mejor cosa que tacharla de descreída y mala cristiana, y como en aquel momento los
gritos de mi madre arreciaban como el vendaval, yo llegué a pensar si no sería cierto que estaba
endemoniada. Mi duda poco duró porque pronto quedó esclarecido que la causa de las
desusadas voces había sido mi nueva hermana. Mi padre llevaba ya un largo rato paseando a
grandes zancadas por la cocina. Cuando Rosario nació se arrimó hasta la cama de mi madre y sin
consideración ninguna de la circunstancia, la empezó a llamar bribona y zorra y a arrearle tan
fuertes hebillazos que extrañado estoy todavía de que no la haya molido viva. Después se
marchó y tardó dos días enteros en volver; cuando lo hizo venía borracho como una bota; se
acercó a la cama de mi madre y la besó; mi madre se dejaba besar... Después se fue a dormir a
la cuadra.
Camilo José Cela: La familia de Pascual Duarte (1942)
El nacer del pobre Mario -que así hubimos de llamar al nuevo hermano- más tuvo de accidentado
y de molesto que de otra cosa, porque, para colmo y por si fuera poca la escandalera de mi
madre al parir, fue todo a coincidir con la muerte de mi padre…Si Mario hubiera tenido sentido
cuando dejó este valle de lágrimas, a buen seguro que no se hubiera marchado muy satisfecho
de él. Poco vivió entre nosotros; parecía que hubiera olido el parentesco que le esperaba y
hubiera preferido sacrificarlo a la compañía de los inocentes en el limbo. ¡Bien sabe Dios que
acertó con el camino, y cuántos fueron los sufrimientos que se ahorró al ahorrarse años! Cuando
nos abandonó no había cumplido todavía los diez años, que si pocos fueron para lo demasiado
que había de sufrir, suficientes debieran de haber sido para llegar a hablar y a andar, cosas
ambas que no llegó a conocer; el pobre no pasó de arrastrarse por el suelo como si fuese una
culebra y de hacer unos ruiditos con la garganta y con la nariz como si fuese una rata: fue lo
único que aprendió... Un día -teniendo la criatura cuatro años- la suerte se volvió tan de su
contra que, sin haberlo buscado ni deseado, sin a nadie haber molestado y sin haber tentado a
Dios, un guarro (con perdón) le comió las dos orejas. Don Raimundo, el boticario, le puso unos
polvos amarillitos, de seroformo, y tanta dolor daba el verlo amarillado y sin orejas que todas
las vecinas, por llevarle consuelo, le llevaban, las más, un tejeringo los domingos; otras, unas
almendras; otras, unas aceitunas en aceite o un poco de chorizo... ¡Pobre Mario, y cómo
agradecía, con sus ojos negrillos; los consuelos!
Camilo José Cela: La familia de Pascual Duarte (1942)