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JorgeNunezSanchez PDF

El artículo analiza el etnocentrismo, particularmente el eurocentrismo hegeliano, que considera a Europa como el centro de la historia universal, descalificando otras culturas y pueblos. Se critica cómo esta visión ha influido en la enseñanza de la historia en América Latina, perpetuando prejuicios raciales y culturales. A través de ejemplos de Hegel, se evidencia la falta de reconocimiento de la historia y contribuciones de otras civilizaciones, como África y Asia, en la narrativa histórica eurocéntrica.

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El artículo analiza el etnocentrismo, particularmente el eurocentrismo hegeliano, que considera a Europa como el centro de la historia universal, descalificando otras culturas y pueblos. Se critica cómo esta visión ha influido en la enseñanza de la historia en América Latina, perpetuando prejuicios raciales y culturales. A través de ejemplos de Hegel, se evidencia la falta de reconocimiento de la historia y contribuciones de otras civilizaciones, como África y Asia, en la narrativa histórica eurocéntrica.

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Etnocentrismo e historia.

TVes ejemplos clásicos

Jorge N úñez Sánchez


Universidad Central del E cuador

Radomiro Tomic, un dirigente democristiano chileno, ejercía como


embajador de Chile en los Estados Unidos en la época en que Henry
Kissinger, un afamado seguidor de las ideas hegelianas, se desempe­
ñaba como secretario de Estado norteamericano. Alguna vez, duran­
te una conferencia internacional, Tomic se sintió preocupado por el
hecho de que Kissinger no mencionara para nada a la América
Latina durante una doctoral intervención suya sobre la situación y
perspectivas de la política internacional. Por ello, al término de la
reunión, se acercó a Kissinger y le manifestó su preocupación por eso
que él consideraba un lamentable olvido. “No es un olvido” replicó
éste, y agregó en tono displicente: “el eje de la historia pasa hoy por
Washington, Londres, Moscú y Tokyo. El sur no importa ni existe
para la historia universal”. Indignado, Tomic le dijo: “Es usted un
teutón arrogante”.
La anécdota, contada por Tomic, no tendría la menor importan­
cia si no fuese porque quien nos declaraba proscritos de la historia
universal era el secretario de Estado del país más poderoso de la
tierra, y porque las ideas que inspiraban su pensamiento político
provenían de una de las formas más peligrosas de “etnocentrismo”,1
el “eurocentrismo hegeliano”.2
Este artículo pretende aproximarse al análisis del etnocentrismo
precisamente por medio de la aproximación al “eurocentrismo”, que
podemos definir como un prejuicio geopolítico que tiende a conside­
rar a Europa como el centro del mundo, respecto de las más variadas
perspectivas. Así, la “visión eurocéntrica” se asienta en consideracio­
nes de origen racial, como la supuesta superioridad de la raza blanca;
de origen geo-cultural, como la hipotética superioridad de la “cultura
occidental”, de la que Grecia y Roma serian el punto de partida; y de
origen histórico, como el hecho cierto de que Europa fue la gestora
de la “Epoca de los Descubrimientos” y, por ende, la colonizadora
del resto del mundo. Es en síntesis una concepción colonialista que
resume varios prejuicios de tipo racial, cultural e histórico.
Asentado en una versión europeísta de la historia, el eurocentris-
mo ha devenido ideología y como tal ha difundido y consagrado sus
concepciones hasta el punto de convertirlas en una visión del mundo
aceptada sin beneficio de inventario incluso por aquellos mismos
pueblos y países a los que minusvalora y perjudica. Lo prueba, por
ejemplo, el hecho de que la mayoría de países latinoamericanos
hayan oficializado la enseñanza de una “historia eurocéntrica”, que
comienza por disminuir la importancia de la historia precolombina y
termina por mostrar a nuestros países como apéndices de la historia,
la cultura y la economía de Europa.
(Desde luego, no se trata de un fenómeno casual ni de una
conducta inocente de nuestros gobernantes. Procedentes en su ma­
yoría de las clases dominantes de América Latina, se hallan profun­
damente imbuidos, respecto de sus pueblos, de iguales o similares
prejuicios que los que alimentan los pueblos de Europa respecto de
los demás del mundo. Herederos culturales, cuando no genéticos, de
los conquistadores españoles, ven a los indios, negros y mestizos,
descendientes de los siervos y esclavos coloniales, como a unos seres
inferiores, merecedores de desprecio o al menos de lástima, mientras
se ven a sí mismos como herederos de una raza y cultura superiores,
e inclusive como una especie de europeos exiliados en América. No
es de extrañar, pues, que conciban a sus propios países como una
periferia de la “cultura occidental” y busquen educar a sus pueblos
con los valores y perspectivas de ésta.)
Volviendo al tema central que nos ocupa, el eurocentrismo no es
sólo una suma de prejuicios y conceptos interesados, por tanto fácil
de desenmascarar: es una suma de juicios válidos y objetivos con
prejuicios y consideraciones subjetivas; una mezcla de verdades en­
teras con verdades a medias e inclusive mentiras absolutas. Así, por
ejemplo, esta corriente ideológica sostiene que Europa es la cuna de
la denominada “cultura occidental” (verdad a medias, pues muchos
de sus rasgos esenciales como el cristianismo provienen de las cultu­
ras asiáticas), que por su superioridad conquistó y colonizó a los
demás continentes, (verdad a medias; su superioridad militar expre­
saba una obvia superioridad tecnológica en aquel momento de la
historia, pero que era temporal y no esencial, definitiva y eterna), por
lo que su historia debe ser el referente obligado de cualquier análisis
de la historia universal (juicio tendencioso y esencialmente falso,
pues niega la presencia y acción históricas de otros pueblos).

Prim er ejemplo: Hegel

Una de las más explícitas manifestaciones de etnocentrismo se halla


expuesta en la Filosofía de la historia de Jorge Guillermo Federico
Hegel. Se expresa particularmente en tres planteamientos teóricos,
que son mostrados como paralelos y complementarios; primero, el
de que “no hay historia sin Estado”, segundo, el de que “el mar es el
fundamental vehículo y espacio de acción de la historia”, y, tercero,
el de que “Europa es el centro de la historia universal”.

El Estado y la historia

Como hemos señalado antes, Hegel formuló la teoría de que no hay


historia antes de la aparición del Estado y de que, por tanto, ningún
pueblo que no hubiese alcanzado tal nivel de organización política
podía figurar en los anales de la historia. Escribió al respecto:

En la historia universal sólo puede hablarse de pueblos que han consti­


tuido un Estado. Pues debe saberse que este es la realización de la
libertad, o sea, del fin último absoluto, que subsiste en virtud de sí
mismo; y debe saberse, además, que todo valor y toda realidad espiri­
tual que el hombre tiene la posee únicamente gracias al Estado [...] El
E stado es la idea divina tal como se da en la tierra,
Empero, durante el desarrollo de esta teoría, Hegel se topó con
algunos escollos que emergían de la realidad y cuestionaban sus
principios de sustentación. Uno de ellos era la historia de la India,
país que, según el mismo Hegel, poseía “no tan sólo antiguos libros
religiosos y obras relevantes de literatura, sino también códigos de
leyes, que es lo que pedíamos no ha mucho como una condición de
formación de la historia”.
Otros escollos en la ruta de su teoría de la historia eran los casos
de China y Egipto, países donde en la antigüedad no sólo hubo un
notable progreso civilizatorio sino incluso un formidable desarrollo
del Estado.
Empeñado en probar la superioridad histórica de Europa sobre
los demás pueblos del mundo, y también la superioridad germana
sobre los demás pueblos de Europa, Hegel se salió por la tangente,
buscando razones particulares y secundarias para descalificar a esos
pueblos de los atributos históricos que les correspondían según su
propia (de Hegel) teoría general. Veamos algunas de sus apreciacio­
nes sobre los pueblos y culturas de otros continentes:

Africa

Para facilitar su análisis, Hegel la dividió teóricamente en tres partes:


la mediterránea, a la que denominó “África europea”; la cuenca del
Nilo, a la que mostró como una extensión cultural de Asia; y la
situada al sur del desierto sahariano, a la que denominó “África
propiamente dicha”. Esta misma interesada división muestra ya los
afanes eurocentristas del filósofo alemán, empeñado en justificar su
teoría a través de una simple operación de suma y resta; sumar a lo
europeo todo lo mejor de África que fuera posible y restar al África
sus culturas más notables (Egipto, Cartago), es decir, aquellas que
sin esta prejuiciada operación aritmética habrían destacado el papel
de este continente en la historia universal y echado por tierra la
teoría hegeliana de la historia.
Por otra parte, los juicios, valoraciones y opiniones emitidos
sobre el “África propiamente dicha”, es decir el África negra, mues­
tran el eurocentrismo y racismo hegelianos en todo su esplendor.
“África propiamente dicha ha permanecido, en cuanto la historia
alcanza a ver, cerrada a todo contacto con el resto del mundo”,
planteó Hegel como concepto básico, agregando luego algunas apre­
ciaciones sobre la infantilidad histórica y minoría de edad de los
pueblos africanos, que a la vez haría extensivas a otros pueblos
sometidos al colonialismo europeo: “(Africa) es el país dorado que
vive su vida, es el país de los niños, que más allá de la historia
autoconsciente se halla envuelto en las tinieblas de la noche”.
Como si no bastara este prejuicio histórico, Hegel agregó otro,
de carácter geomorfológico, común a toda la cultura europea ante­
rior y posterior a él; el del “tropicalismo” africano, visto como una
incapacidad humana, impuesta por la geografía, para alcanzar los
horizontes más altos de la civilización.
Una vez separada teóricamaente el África negra del resto de
áreas continentales, al filósofo germano le resultó más fácil dar
rienda suelta a sus prejuicios contra la negritud.

El negro representa al hombre natural indómito y en completa barba­


rie; cuando queremos comprenderlo bien, hemos de hacer abstracción
de todo lo que sea respecto y moralidad objetiva, así como de todo lo
que se llama sentimiento; en este carácter no se puede hallar nada que
su ene a humano.

En la misma orientación, refiriéndose a las guerras interétnicas


africanas del siglo xvi, expresó que se trató de “erupciones de espan­
tosas hordas que, procediendo del interior (altiplánico), se precipita­
ron sobre los pacíficos habitantes de las laderas”, agregando que
“este proceder suyo, en esas guerras y expediciones se puso de relieve
en ellos la más inconcebible falta de humanidad y la rudeza más
repugnante.”
En otros momentos de su análisis, expresó: “Los sentimientos
morales son en los negros súmamente débiles; mejor dicho; carecen
de ellos en absoluto. El carácter de los negros lleva el distintivo del
salvajismo. En semejante situación resulta imposible todo desarrollo
y toda cultura”.
Pero Hegel no era sólo un representante del racionalismo euro­
peo y del racismo germánico, sino también un abanderado casi faná­
tico de las ideas religiosas protestantes, al punto que no reparaba en
considerar racialmente inferiores a los mismos pueblos germánicos
que no se adhirieron a la Reforma y se mantuvieron apegados al
catolicismo. No debe extrañarnos, pues, que las religiones africanas
le merecieran el más absoluto desprecio. Citando una opinión de
Herodoto, que llamó hechiceros a los negros, Hegel ensayó una larga
y pretendidamente erudita reflexión sobre el fetichismo, que le sirvió
de pie para afirmar que

en la hechicería no se da la representación de un dios y de una creencia


moral, sino que supone que el hombre es el máximo poder y que se
relaciona consigo mismo al imperar el poder de la naturaleza [...] D e l
hecho de que se tenga al hombre por lo supremo, se sigue que este
hombre no respete ya otras cosas más que a sí mismo.

Así, según Hegel, una vez liberado el hombre del respeto por
Dios, pierde toda subjetividad trascendente y toda moralidad ob­
jetiva:

Es por esto que hallamos en los negros esa absoluta desestim ación de
los hombres [...] Tampoco se tiene conocimiento alguno de la inmorta­
lidad del alma, a pesar de que se habla de apariciones de muertos. La
valoración nula de los hombres raya en los límites de lo increíble; la
tiranía no es tenida por injusticia, y la antropofagia es considerada
com o algo muy difundido y lícito. Hay en nosotros un instinto, sí es que
puede hablarse de instinto en el hombre, que repudia tal costumbre.
Pero no es éste el caso del negro; de modo que comer carne humana es
algo que está vinculado al principio general africano, la carne humana
es algo simplemente material, es simple carne.

Sentados tales presupuestos ideológicos, para Hegel resultaba ya


fácil incorporar desembozadamente sus opiniones pro-colonialistas,
que de otro modo habrían resultado contradictorias con su insistente
proclama de que la libertad humana era el objetivo mismo de la
historia. Si antes, al dividir teóricamente el África para su análisis,
había sostenido que fue “conveniente y necesario” “acercar” a Euro­
pa la parte mediterránea de África, “tal como lo han intentado
ahora felizmente los franceses”, tras satanizar la cultura del África
negra, el filósofo germano llegó incluso a justificar, bien que con
sofismas y subterfugios, la esclavización de los negros por los
europeos: “Al pensar en este hecho, piénsese que la suerte de los
negros es casi aun peor en su mismo país, puesto que reina en él,
asimismo, una esclavitud absoluta”.
Al fin, tras otra erudita exposición, no tanto respecto de la
cultura africana cuanto sobre los prejuicios diseminados por los
colonialistas ingleses, belgas y alemanes, este “teórico de la libertad”
soltó una lágrima de cocodrilo a causa de la esclavitud, exclamando:
“La esclavitud es injusticia en sí y por sí, pues la esencia del hombre
es la libertad, si bien debe comenzar por adquirir una madurez para
la misma”.
Lo cual no le impidió, a renglón seguido, seguir oponiéndose
sibilinamente al movimiento abolicionista que por entonces recorría
el mundo occidental: “Es por esto que la abolición progresiva de la
esclavitud viene a ser algo más a propósito y más correcto que el
suprimirla de un modo repentino”, argüyó.
Al fin, las disquisiciones hegelianas sobre el Africa terminaron
con una conclusión despectiva, propia del más puro despotismo
ideológico germano:

Con esto dejamos Africa y no la mencionaremos ya más. Pues no se


trata de un continente histórico, no ha ofrecido ningún movimiento ni
evolución; y si ha ocurrido algo en él, como es el caso de su parte
septentrional, pertenece más bien al mundo asiático y europeo [...] Lo
que por África propiamente entendem os es lo carente de historia y lo
que aún no se ha abierto a algo superior, lo que todavía se halla del todo
confundido en el espíritu natural, y lo que aquí debería ser mostrado
com o propio tan sólo del umbral de la historia universal.

Asia

Al referirse al Asia, Hegel puntualizó que la India, pese a su esplen­


dorosa cultura, estaba plagada de castas y, por ende, carecía de
“moralidad objetiva” y mostraba “a todo el contexto social como
bárbara arbitrariedad, impulso caduco o más bien, enfurecimiento
carente del fin último propio del progreso y la evolución, con lo que
no se da memoria pensante [...]”4
En cuanto a China y el Extremo Oriente, en general, dijo que
eran el reino “del despotismo en su máximo esplendor” y que en ellos
el objetivo supremo del Estado era el sometimiento de los hombres
y no, como en Europa, la consagración de la libertad humana. Entre­
mezclando descalificaciones geográficas y humanas, escribió de Ara­
bia que era “el país del desierto, la amplia mezcla, el reino del
fanatismo”.
La única zona asiática que le mereció elogiosos comentarios fue
el Próximo Oriente, que en su opinión “representa el origen de todos
principios religiosos y estatales”, aunque su mérito no pasa de ahí,
pues “es en europa que ha tenido lugar su perfecto desarrollo”. Así,
pese a que reconocía que en esta zona del mundo “ha despuntado la
luz del espíritu y, con esto, la historia universal”, era explícito en
señalar que esa luz sólo había alcanzado su cénit en tierras europeas,
gracias a que “todo cuanto de excelso ha surgido en esta región (el
Próximo Oriente) no se lo ha guardado ella para sí, sino que lo ha
hecho pasar a Europa”. Dicho de otro modo, la importancia del Asia
Menor estaba determinada en esencia por su vinculación a Europa y
por su carácter de antesala de la historia europea.

América

Para el filósofo alemán, América era un continente inferior y secun­


dario en todos los sentidos. Comenzó por juzgar a la cultura preco­
lombina de México y el Perú, de las que dijo poseer noticias que
demostraban que era tan débil y feble que estaba naturalmente
“destinada a extinguirse tan pronto como el espíritu (es decir, la
voluntad divina representada en los conquistadores europeos) se le
aproximara”, agregando a renglón seguido que

América se ha mostrado siempre y se sigue mostrando floja tanto física


c o m o esp iritualm ente. D e s d e que los e u r o p e o s d esem barcaron en
América, los indígenas han ido decayendo, poco a poco, c o n ^ l soplo de
la actividad europea, y con ellos no podían mezclarse los aborígenes,
sino que fueron desplazados. El principal carácter de los americanos en
estas comarcas es una mansedumbre y falta de ímpetu, así como una
humildad y sumisión rastrera frente a un criollo y más aún frente a un
europeo y pasará todavía mucho tiempo hasta que los europeos lleguen
a infundirles un poco de amor propio. La inferioridad de esos indivi­
duos en todos sentidos, incluso con respecto a la estatura, puede ser
apreciada en todo. [...] La flojedad natural de los americanos fue el
motivo determinante para llevar negros a América, con el objeto de
emplear sus fuerzas para la realización de los trabajos, pues los negros
son mucho más sensibles que los indios a la cultura europea, habiendo
un viajero inglés aducido ejemplos de que algunos negros se han con ­
vertido en eficientes sacerdotes, médicos, etc. (ha sido un negro el
primero en hallar la aplicación de la quina), al paso que sólo conoció a
un indígena que se decidió a estudiar, si bien murió pronto por sus
excesos en la bebida.
Puesto que la raza originaria desapareció, o poco menos la pobla­
ción activa, procede, en su mayoría, de Europa, y lo que tiene lugar en
América viene de Europa. [...] Por lo dicho, América es el país del
futuro en el que, en los tiempos que van a venir — acaso en la contienda
entre América del Norte y la del Sur debe revelarse la trascendencia de
la historia universal; es un país de ilusiones para todos aquellos a
quienes hastía el arsenal histórico encerrado en la vieja Europa. A m é ­
rica cae fuera del terreno donde, hasta ahora, ha tenido lugar la historia
universal. T od o cuanto viene ocurriendo en ella no es más que un eco
del viejo M undo y la expresión de una vitalidad ajena. En cuanto país
del futuro, aquí no nos interesa; pues, en el aspecto histórico, el objeto
de nuestra atención nos viene dado por lo que ha sido y lo que es.

Así, a base de una patética mezcla de racismo, ignorancia y


subjetivismo, Hegel pretendió borrar a los indios y mestizos america­
nos del mapa de la historia universal, con miras a clasificar a América
como un territorio vacío de todo sustento propio, de toda vitalidad
original, de toda cultura indígena, es decir, como un simple espacio
geográfico en el que la raza blanca, siguiendo un impulso superior,
de obvia inspiración divina, había fundado una prometedora sucursal
de Europa.
El mar y la historia

Para Hegel, el mar era a la vez el espacio de realización de la historia


universal y el medio necesario para el progreso de las naciones. Así,
en su concepto, no podía existir ninguna civilización trascendente en
tierras interiores, aunque hallaba que la mayoría de naciones situa­
das junto al mar, salvo las de Europa, no habían llegado a desarrollar
un espíritu marítimo ni, por tanto, una voluntad de progreso.
Por su inestimable valor conceptual y literario, transcribimos in
extenso el texto íntegro de Hegel sobre el tema:

El mar nos da la idea de lo impreciso, de lo ilimitado y de lo infinito; y,


al tener el hombre la sensación de infinito, este hecho le infunde ánimos
hacia un más allá de lo ilimitado. El mar convida al hombre a la
conquista o al pillaje, pero también al lucro y a la adquisición. La tierra
y la planicie fijan al hombre en el suelo; en ellas se halla pendiente una
gran multiplicidad de contingencias, al paso que el mar lo libra de este
ambiente limitado. Los que hacen vida de mar quieren también medrar,
conseguir cosas; pero su medio es de una índole tal que ponen sus
bienes y su vida misma en peligro de perderlos. El medio resulta ser,
pues, lo contrario de aquello que buscan. Esto es justamente lo que
encumbra la ganancia y la profesión por encima de sí mismas, convir­
tiéndolas en algo esforzado y noble. Es preciso que el valor forme parte
del oficio, y la bizarría ha de estar también ligada al acierto. Pues la
bravura frente al mar ha de ser, al propio tiempo, astucia, ya que tiene
que habérselas con algo taimado, con el e lem en to más inseguro y
engañador de todos [...] A semejante trampa y violencia op one el
hombre, tan sólo, un trozo de madera, se abandona simplem ente a su
valor personal y a su serenidad, y pasa con esto de una base firme a algo
que no sostiene, llevando consigo su propio suelo artificial. El barco,
ese cisne de los mares que en raudos y curvilíneos movimientos surca la
superficie de las olas o describe círculos en ella, es un instrumento cuyo
hallazgo constituye la máxima gloria tanto para la audacia del hombre
com o para su inteligencia. Esta trascendencia del mar, partiendo de la
limitación propia del suelo terrestre, es algo que falta al abigarrado
mosaico de Estados asiáticos, por más que muchos de ellos se hallen
junto al mar, como por ejemplo China. Para los mismos el mar no pasa
de ser el término de la tierra, y no tienen con él ninguna relación
positiva. La actividad a la que el mar convida es muy característica; es
por tal motivo que casi siempre, las regiones costeras se separan de las
tierras interiores, aunque se hallen en conexión con las mismas por
medio de un río. A sí es como Holanda se ha segregado de Alemania, y
Portugal lo ha hecho de España.

Europa, ombligo del mundo

A partir de los conceptos y análisis precedentes, la conclusión de la


teoría hegeliana de la historia era simple y absoluta: “El Mar Medi­
terráneo es principio y fin de la historia universal, su orto y ocaso”.
Por lo mismo, Europa resultaba ser el centro único e insustituible de
la historia del mundo y el espacio más trascendente de la civilización
humana. Fuera de este núcleo matriz todo devenir es secundario,
débil, adventicio o insignificante.
En cuanto al Mediterráneo, no está por demás recordar que
Hegel no lo veía como Braudel, es decir, como un “mar de mares” y
un espacio de convergencia de múltiples culturas humanas. Por el
contrario, el filósofo germano partía de la antigua convicción romana
de que éste era un mar exclusivamente europeo, un mare nostrum.
Eso explica que hubiese calificado anteriormente a la costa medite­
rránea de África como “África europea”, es decir, como una exten­
sión histórica y cultural de Europa al otro lado del Mediterráneo.
El eurocentrismo alcanzaba, de este modo, su más alta y acabada
formulación teórica, pero no la última.

Segundo ejemplo: Maivc

Un caso poco conocido de eurocentrismo es el de Carlos Marx.


Teórico revolucionario y formidable pensador político, este filósofo
alemán dedicó su vida a la organización del proletariado y al estudio
del modo de producción capitalista, y con sus métodos de análisis
revolucionó teórica y metodológicamente a la historiografía, contri­
buyendo a la cientifización de la historia. Su influencia política ha
sido de tal magnitud que las grandes y pequeñas revoluciones del
siglo veinte se han inspirado en más o en menos en su pensamiento,
el cual, por otra parte, ha influido profundamente en la cultura
política contemporánea, a tal punto que Jean Paul Sartre afirmaría
que “el marxismo es el horizonte científico de nuestra época”. Em pe­
ro, en el fondo de su revolucionaria teoría política y de sus análisis
historiográficos yacía una concepción eurocéntrica de la historia
universal.
Empeñado en estudiar la formación del modo de producción
capitalista occidental y sus antecedentes históricos, Marx inició el
estudio de la historia europea a partir de su propio presente. De este
modo, buscando un modelo de trabajo aplicable a la investigación
histórica, terminó por construir el esquema del denominado “mate­
rialismo histórico” a partir de la experiencia europea, hallando que
se habían sucedido históricamente cuatro “modos de producción”
(comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo y capitalismo) y pre­
viendo que debía advenir un quinto, que según Marx conllevaría la
superación de los anteriores y la eliminación de toda forma de
propiedad privada sobre los medios de producción: el socialismo.
Complementariamente a su estudio del capitalismo europeo,
Marx formuló comentarios ocasionales sobre la historia de otros
pueblos y regiones del globo, teniendo siempre como objeto central
de su análisis el modo de producción capitalista occidental y como
referente histórico fundamental la historia de Europa. Fue especial­
mente en estos comentarios historiográficos donde el eurocentrismo
de Marx se reveló en toda su crudeza, poniendo de relieve a Europa
como el centro civilizador del mundo y creyendo ingenuamente en
las potenciales bondades que para los pueblos de otros continentes
podría tener la presencia e influencia del gran capital occidental.
Marx y su compañero de investigaciones y luchas, Federico En-
gels, estaban convencidos de la superioridad del sistema capitalista
sobre cualquier otro modo de producción y obsesionados con la idea
de que el desarrollo capitalista a nivel mundial era indispensable
para el progreso humano y, en última instancia, para que la humani­
dad diese el “gran salto histórico” hacia el socialismo. Por ello, a
pesar de ciertas reticencias éticas, terminaban por interpretar como
un hecho positivo el mismo fenómeno colonialista desarrollado por
los países europeos, o las primeras manifestaciones neocolonialistas
puestas en práctica por los Estados Unidos contra sus vecinas repú­
blicas sudamericanas. Desde luego, había en ello mucho de fe inge­
nua en las posibilidades de desarrollo de las fuerzas productivas y en
los progresos de la ciencia, pero también una cabal convicción de la
superioridad de la civilización europea sobre cualquiera otra del
mundo. A propósito de la dominación británica en la India, Marx
escribió:

El período burgués de la historia está llamado a desarrollar, por un


la d o , el in te r c a m b io u n iversal b a sa d o en la d e p e n d e n c ia mutua
d el género humano, y los medios para realizar ese intercambio; y por el
otro, a desarrollar las fuerzas productivas del hombre y transformar
la producción material en un dominio científico sobre las fuerzas de la
naturaleza. La industria y el comercio burgueses van creando esas
condiciones materiales de un mundo nuevo, del mismo modo que las
revoluciones geológicas crearon la superficie de la tierra. Y sólo cuando
una gran revolución social se apropie de las conquistas de la época
burguesa el mercado mundial y las modernas fuerzas productivas, so­
m e t ié n d o lo s al control com ún de los pueblos más avanzados, sólo
e n to n c e s habrá d ejado el progreso humano de parecerse a ese horri­
ble íd olo p agano que sólo quería beber el néctar en el cráneo del
sacrificad o.5

Son varios los casos en que se evidencia la convicción de Marx y


Engels acerca de la superioridad europea y la supuesta labor civiliza-
toria del colonialismo. Pero quizá donde más notoriamente resulta
explícita esta convicción es en sus estudios sobre la India y China, en
los cuales buscan demostrar que el colonialismo europeo, pese a sus
métodos bárbaros, cumplía una “obra regeneradora” en la historia
universal y contribuía al desarrollo del progreso humano.
En el primer caso, partiendo de un prejuicio heredado de Hegel,
Marx consignó sobre la sociedad hindú apreciaciones muy similares
a las formuladas antes por su maestro:

La sociedad hindú carece por completo de historia o al menos de


historia conocida. Lo que llamamos su historia no es más que la de los
sucesivos invasores que fundaron sus imperios sobre la base pasiva de
esa sociedad inmutable que no les ofrecía resistencia. N o se trata, por
lo tanto, de si los ingleses tenían o no derecho a conquistar la India, sino
de si preferimos una India conquistada por los turcos, los persas o los
rusos o una India conquistada por los británicos.

Por otro lado, pese a demostrar una clara conciencia respecto a


la resistencia nacional emprendida por el pueblo hindú, agregó algu­
nos conceptos que explicaban su positiva apreciación sobre la “fun­
ción histórica” del colonialismo:

Inglaterra tiene que cumplir en la India una doble misión: una destruc­
tora, la otra regeneradora: la aniquilación de la vieja sociedad asiática
y la colocación de los fundamentos materiales de la sociedad occidental
en Asia.
[...] La industria moderna, llevada a la India, por los ferrocarriles
destruirá la división hereditaria del trabajo base de las castas indias, ese
principal obstáculo para el progreso y el poderío del país [...] En todo
caso, podem os estar seguros de ver en un futuro más o menos lejano la
regeneración de este interesante y gran país, cuna de nuestros idiomas
y nuestras religiones [...]6

En el segundo caso, refiriéndose a China, Engels criticó en duros


términos las acciones colonialistas inglesas en ese país, a las que
calificó de “actos de filibusterismo” llevados a cabo “con una feroci­
dad brutal, adecuada contraparte del espíritu de codicia de contra­
bandistas que le dio origen”. Más adelante, pese a reconocer que el
pueblo chino luchaba contra los agresores occidentales con una
heroicidad desesperada y que sostenía “una guerra popular por la
conservación de la nación china”, no dejaba de agregar unas aprecia­
ciones inspiradas en el más profundo desprecio occidental, al decir
que la nación agredida actuaba “con todos sus abrumadores prejui­
cios, estupidez, docta ignorancia y barbarie pedante” y calificar rei­
teradamente al heroísmo defensivo del pueblo chino como simple
“fanatismo”.
Igual que Marx respecto de la India, Engels aclaró en este caso
la idea de que el colonialismo y el imperialismo occidentales consti­
tuían, consciente o inconscientemente, una fuerza impulsora de la
historia. Escribió al respecto:
U n a cosa es segura: que la hora de la muerte de la vieja China se acerca
con rapidez [...] El mismo fanatismo de los chinos del sur en su lucha
contra los extranjeros parece indicar una conciencia del supremo peli­
gro en que se encuentra la vieja China, y antes de que pasen muchos
años seremos testigos de la agonía del más antiguo imperio del mundo
y del amanecer de una nueva era para toda A sia.7

Conceptos similares, de nítida inspiración hegeliana, fueron ex­


presados por Engels, respecto a las demás naciones asiáticas, a las
que calificó masivamente de “naciones bábaras” y atribuyó como
cualidades sociales “la ignorancia, la impaciencia, los prejuicios
orientales, las vicisitudes de fortuna y favores propios de las cortes
occidentales”.8 A su vez refiriéndose a los gobiernos asiáticos,
expresó: “Un gobierno oriental nunca tuvo más de trece departa­
mentos: finanzas (pillaje interno), guerra (pillaje interno y en el
exterior) y obras públicas (cuidado de la reproducción)”.
Por fin, en un artículo sobre Argelia, muy crítico sobre las bruta­
lidades e ineficiencia del colonialismo francés en ese país africano,
Engels expresó el siguiente juicio peyorativo sobre los moros, que en
cierto modo parecería justificar la acción colonialista:

Entre todos los habitantes, los moros son quizá los menos respetados.
Viven en las ciudades y disfrutan de mayores comodidades que los
árabes y cabilas, pero debido a que estuvieron subyugados constante­
mente por los turcos se distinguen por su cortedad, si bien conservan al
mismo tiempo su crueldad y espíritu de venganza: en el aspecto moral
se encuentran en un nivel muy bajo.9

Este tipo de apreciaciones de Marx y Engels, construidas sobre


prejuicios europeístas e informaciones de segunda mano, se exten­
dieron también a la situación americana. Además de los conocidos
juicios peroyativos de Marx sobre Simón Bolívar, que demuestran la
total incomprensión de aquél sobre el papel histórico de los líderes
de nuestra independencia, el pensador alemán formuló apreciacio­
nes favorables al despojo del norte mexicano hecho por los Estados
Unidos, que veía como un paso hacia el progreso.
“Si un español es un europeo degenerado —dijo— un mexicano
es, por su parte, un español degenerado”, lo que equivalía a decir que
esos territorios, en manos de una “raza degenerada” como la mexica­
na, nunca alcanzarían el formidable desarrollo capitalista que pre­
veía tendrían en manos de la superior raza norteamericana, a la que
siempre admiró por su espíritu capitalista.

Tercer ejemplo: Toynbee

Ya en nuestro siglo, otro filósofo de la historia ha tratado de recons­


truir idealmente el panorama y el sentido de la historia universal a
partir de la historia Europea. Nos referimos al británico Arnold J.
Toynbee, quien en su afamado Estudio de la historia escribió, entre
otros juicios útiles al presente análisis, el siguiente:

Alrededor de 1952 d. C. la habilidad e iniciativa del hombre occidental


se habían empeñado, durante un espacio de unos cuatro siglos y medio,
en enlazar y unir toda la superficie habitable y transitable del planeta
mediante un sistema de comunicaciones llevado a cabo por una técnica
que de continuo se superaba a sí misma en un ritmo constantemente
acelerado. Las carabelas y galeones de madera aparejados para navegar
aprovechando los vientos y que había permitido a los marinos de la
Europa Occidental moderna convertirse en amos de todos los océanos,
habían cedido su lugar a barcos de hierro con propulsión mecánica y de
d im ensiones relativamente gigantescas: “los caminos sucios y polvo­
rientos” que recorrían carretas tiradas por seis caballos fueron reempla­
zados por caminos de macadam y de cemento recorridos por automóviles:
los ferrocarriles competían con los caminos y la aviación con todos los
medios de comunicación terrestre y acuática. Al propio tiempo se
inventaron medios de comunicación destinados no ya al transporte de
cuerpos físicos, sino de mensajes. Y así fue cómo se construyeron
sistemas telegráficos, telefónicos y de transmisiones inalámbricas, tanto
visuales com o auditivas, por medio de la radiotelefonía. En ningún
período anterior de la historia una extensión tan grande del planeta
había sido conductora hasta ese grado en cuanto a cualquier forma de
intercambio humano.
El desarrollo de semejante sistema de comunicaciones pronostica­
ba la posterior unificación política de la sociedad en que aparecían tales
presagios técnicos. Sin embargo, en el m om ento de escribir estas líneas
las perspectivas políticas del mundo occidental eran todavía oscuras,
pues [...] no era posible adivinar la fecha ni el modo de tal unificación.
En un mundo que estaba todavía dividido políticamente en sesenta o
setenta Estados parroquiales soberanos que se afirmaban a sí mismos
pero que ya habían inventado la bomba atómica, era evidente que la
unidad política podía imponerse por medio del conocido procedimien­
to del golpe de knock-out [...] Al mismo tiempo era posible que esa
unificación política se lograra por el otro procedimiento de la coopera­
ción voluntaria. Pero cualquiera que fuera la solución de este problema,
podría de todos modos predecirse con alguna seguridad que la nueva
red mundial de comunicaciones encontraría su misión histórica en el
irónico y familiar papel de aprovechar a beneficiarios inesperados.
¿Y quién obtendría en este caso los mayores beneficios? D ifícil­
mente los bárbaros del proletariado externo. Por más que ya hayamos
desarrollado y podamos aún desarrollar Atilas neobárbaros renegados
de una civilización pervertida en la forma de Hitler y sus semejantes,
nuestro sistema de dim ensiones mundiales poco tiene que temer de los
lamentables restos de genuinos bárbaros de más allá de las fronteras (El
movimiento mau-mau de Kenya podría considerarse como el ejemplo
más notable de estos últimos en el mom ento de escribir estas líneas en
1954 d. C .).10

Un análisis de este texto, desde la perspectiva latinoamerica­


na o afroasiática, nos lleva inevitablemente a establecer algunas
constataciones del espíritu “eurocentrista” de su autor, como las
siguientes:
1. En general, Toynbee construye esta teoría de la universaliza­
ción de las comunicaciones, ocurrida en los cuatro últimos siglos,
desde una interesada y estrecha perspectiva del progreso humano,
que oculta la faz predadora y sanguinaria del colonialismo, el neoco-
lonialismo y el imperialismo occidentales, y muestra la creciente
universalización de las comunicaciones como el producto de un
límpido y notable esfuerzo tecnológico desarrollado gracias a “la
habilidad e iniciativa del hombre occidental”. Hay, pues, un senti­
miento de superioridad y orgullo occidentalista que alienta tras el
texto, así como un escamoteo de las verdaderas finalidades que
impulsaron la Época de los Descubrimientos y el desarrollo de la
tecnología naval, ferroviaria y de telecomucaciones: el espíritu de
dominación colonialista, el ansia de saqueo y enriquecimiento, la
búsqueda de nuevos recursos para la economía europea, la compe­
tencia por el poder mundial, etcétera.
2. El concepto “Estados universales” y su opuesto, el concepto
“Estados parroquiales”, revelan el sentido imperial de la historia que
posee Toynbee, para quien

un Estado universal cautiva el corazón y el espíritu, porque encarna un


m ovimiento de recuperación después de un prolongado e incontenido
tiempo de angustias [...] (U n) primoroso escepticism o sobre la cuestión
de si quedaba algún pueblo digno de mencionarse fuera del Imperio
romano [...] es lo que nos justifica para llamar a tales instituciones Estados
universales. Eran universales, no geográfica sino psicológicamente.

Por el contrario, el concepto “Estado parroquial”, es obviamente


minusvalorativo de los pequeños pueblos y países e implica, en quien
así los juzga, una actitud eurocentrista muy próxima al desprecio por
el resto del mundo. Por lo demás, a lo largo de su obra, Toynbee
manifestó constantemente una actitud despectiva para con la sobe­
ranía de los pequeños Estados o países surgidos a lo largo de la
historia.
3. El uso del término “Europa occidental”, para referirse a los
países que abanderaron la Epoca de los Descubrimientos, es una
traslación forzada de un concepto contemporáneo, propio, de la
“guerra fría”, (la existencia de dos Europas: una occidental, capita­
lista y cristiana, y otra oriental, comunista y atea), a una realidad
histórica anterior, en busca de justificar la superioridad de Europa
en el mundo y de la Europa germánica y protestante sobre el resto
de Europa). Además, esta tesis euro-occidentalista de Toynbee que­
dó negada pocos años más tarde, cuando la URSS lanzó, sucesivamen­
te, el primer satélite artificial y el primer ser vivo al espacio, ponién­
dose a la cabeza de la tecnología de transporte y telecomunicaciones.
4. Atila era asiático y, por tanto, pertenecía a lo que Toynbee
denomina “proletariado externo”. Pero Hitler, el mayor bárbaro
contemporáneo, era europeo, soñaba con el establecimiento de un
“Estado universal” —como el mismo Toynbee hubo de reconocer—
y creía también, igual que el historiador británico, que “la unidad
política (del mundo) podía imponerse por medio del conocido pro­
cedimiento del golpe de knock-out [...]”. En estricto sentido, si el
dictador nazi no hubiese perseguido a los judíos y exterminado a
millones de seres humanos en los campos de concentración, o quizá
si hubiese triunfado en la segunda Guerra Mundial, probablemente
no hubiese causado horror sino, cuando más —y siempre en términos
de Toynbee— “la fuerte impresión que dejan los fundadores de
Estados universales y sus grandes gobernantes...”.11
5. Toynbee proclamó en su obra un ideal liberal-democrático,
muy a tono con el que inspirara en 1945 el nacimiento de la Organi­
zación de las Naciones Unidas ( O N U ) . Escribió, refiriéndose al mun­
do contemporáneo: “Lo que nosotros buscamos es un libre acuerdo
de pueblos libres para vivir juntos en unidad y para hacer, sin coac­
ción, los ajustes y concesiones más trascendentales sin los cuales este
ideal no puede realizarse en la práctica”.12
Empero, una referencia suya al movimiento anticolonialista afri­
cano de los mau-mau revela el prejuiciado criterio que manejaba este
filósofo británico para juzgar la lucha de liberación de los pueblos del
Tercer Mundo, la cual, como sabemos, era una obligada respuesta
histórica a la dominación europea.
En realidad, los mau-mau constituían una sociedad secreta afri­
cana, integrada por miembros de la tribu kikuyu de Kenia, que tuvo
su apogeo entre 1948 y 1952. Su objetivo era expulsar a los colonia­
listas ingleses de su país por medio de la violencia, para lo cual
desarrollaron desde octubre de 1952 una activa campaña de incen­
dios de plantaciones y atentados contra colonos blancos.
Según el historiador británico Alan Palmer,

las autoridades de Kenia proclamaron el estado de sitio, detuvieron a


Jomo Kenyatta, a quien acusaron de dirigir el movimiento terrorista, y
utilizaron el ejército y la aviación para aplastar la rebelión [...] que
quedó virtualmente sofocada a finales de 1954, aunque el estado de
sitio siguió vig e n te hasta 1960. Según los cálculos, murieron unos
11,000 kikuyus p ertenecientes al Mau-Mau, mientras que las fuerzas de
seguridad perdieron 167 hombres, y 69 europeos (principalmente gran­
jeros y sus familiares) fueron brutalmente asesinados com o lo fueron
también mas de 1,800 africanos que se opusieron al Mau-Mau.
Vistas las cifras citadas por Palmer, y el elevadísimo número de
víctimas que la representación colonial causó entre los rebeldes
africanos (murieron 47 veces más kikuyus que colonos y soldados
coloniales juntos), cabe preguntarse: ¿Cuál de los dos bandos fue
más “bárbaro”? ¿El africano, que usó la violencia revolucionaria
para liberarse de la antigua e institucionalizada violencia colonialis­
ta, que esclavizaba y despojaba de sus tierras a los africanos, o el
británico, que masacró indiscriminadamente a once mil personas
para mantener su ilegítimo dominio colonial?
Un siglo y medio antes de que Toynbee escribiera su obra, un
gran pensador liberal europeo, José María Blanco-White, escribió
respecto a otros rebeldes anticolonialistas:

Será verdad que los insurgentes de México com eten violencias: mas
pedir razón y moderación en un pueblo a quien la opresión y la injusti­
cia hacen tomar las armas es pedir imposibles. En una de las gacetas de
M éxico se da cuenta de una batalla en que los insurgentes perdieron
últim amente diez mil hombres. El general (español) que los degolló
acaba con una insolencia y crueldad más que francesa, haciendo respon­
sables de esta carnicería, ante D ios y los hombres, a los que están al
frente de la insurrección [...] Con el mismo derecho acusa N a p ole ón a
los españoles de los horrores que sufren por resistirle [...] La sangre
derramada, por culpa del gobierno (colonial) ha aumentado los odios,
y no hay medio de apagarlos.14

Salvando tiempo y circunstancia, las admirables palabras de este


pensador sevillano bien podrían ser una respuesta a los prejuicios de
Toynbee respecto a los rebeldes africanos. En todo caso, cualquiera
que fuese el criterio ético usado para juzgar a los mau-mau, el hecho
histórico objetivo (que el prejuiciado Toynbee no vio, o no quiso ver)
es que su lucha contribuyó notablemente a la liberación de Kenya de
las garras del colonialismo británico, como lo reconoce el mismo
Alan Palmer:

La indignación que despertó la muerte de once militantes de esa tribu


(los kikuyu) confinados en el campo de prisioneros de H ola (marzo de
1959) indujo al gobierno conservador británico a modificar su política
con respecto a Kenia, y en enero de 1960 el nuevo secretario de C o lo ­
nias británico, Ian Macleod, em pezó a preparar a Kenia para ser gober­
nada por una mayoría africana. U na Constitución plurirracial permitió
que los africanos obtuvieran la mayoría de los escaños del Consejo
Legislativo en la elecciones de febrero de 1961. Kenia recibió el auto­
gobierno en junio de 1963.

En síntesis, el eurocentrismo plagó también la visión filosófica


de Toynbee y devaluó su afamado Estudio de la historia, una obra
—por lo demás— llena de notables sugerencias interpretativas acer­
ca del desarrollo de las civilizaciones humanas.

Epílogo

Como hemos señalado al inicio, el eurocentrismo nació y se desarro­


lló en Europa pero, una vez devenido ideología terminó aclimatán­
dose en los más increíbles escenarios; por ejemplo, en América
Latina, donde vino a alimentar la “nostalgia de Europa” de las
oligarquías republicanas y a insuflar vida a la difusión de la “leyenda
blanca” de la Conquista, contemporáneamente cultivada con espe­
cial cuidado en los “Institutos de Cultura Hispánica”, organizándose
en todas las latitudes de América Latina por los grupos del más
conspicuo tradicionalismo social y político, bajo el estímulo del fran­
quismo. Y, obviamente, nada de raro tiene este fenómeno de trascul-
turación, habida cuenta de las identidades étnicas prevalecientes en
nuestra América quinientos años después del extravío de Colón. Lo
que sí parece a todas luces aberrante es que los elementos de la
ideología eurocentrista hayan terminado por permear el pensamien­
to científico europeo y latinoamericano, e inclusive ciertos ámbitos
del pensamiento político progresista de nuestra América.
A este respecto, en un artículo escrito a propósito del Quinto
Centenario, Eduardo Galeano ha señalado que el prejuicio contra la
negritud no fue expresado sólo por Hegel, sino que también lo
manifestaron destacados científicos europeos y aún hombres de cien­
cia latinoamericanos, cuyo caso resultaba realmente patético, pues
uno de ellos era mulato y el otro un notable líder socialista y antiim­
perialista: “A fines del siglo pasado, un médico inglés, John Down,
identificó el síndrome que hoy lleva su nombre. Él creyó que la
alteración de los cromosomas implicaba un regreso a las razas infe­
riores, que generaba mongolian idiots, negroid idiots y aztec idiots”.
Simultáneamente, un médico italiano, Cesare Lombroso, atribu­
yó al criminal nato los rasgos físicos de los negros y de los indios.
Por entonces, cobró base científica la sospecha de que los indios
y los negros son proclives, por naturaleza, al crimen y a la debilidad
mental. Los indios y los negros, tradicionales instrumentos de traba­
jo, vienen siendo también, desde entonces, objetos de ciencia.
En la misma época de Lombroso y Down, un médico brasileño,
Raimundo Nina Rodrigues, que era mulato, llegó a la conclusión de
que la mezcla de sangres perpetúa los caracteres de las razas inferio­
res, y por lo tanto la raza negra en Brasil ha de constituir siempre uno
de los factores de nuestra inferioridad como pueblo. Este médico
psiquiatra fue el primer investigador de la cultura brasileña de origen
africano. La estudió como caso clínico: las religiones negras, como
patología, los trances, como manifestaciones de histeria.
Poco después, un médico argentino, el socialista José Ingenieros,
escribió que los negros, oprobiosa escoria de la raza humana, están
más próximos de los monos antropoides que de los blancos civiliza­
dos. Y para demostrar su irremediable inferioridad, Ingenieros com­
probaba: “Los negros no tienen ideas religiosas”.15
Por lo visto, Hegel y los etnocentristas europeos habían conse­
guido excelentes discípulos en América. Pero los señalados por Ga-
leano no fueron los únicos. En el Ecuador de las últimas décadas, un
destacado representante de la clase terrateniente, Emilio Bonifaz
Ascásubi, publicó numerosos estudios antropológicos destinados a
demostrar la generalizada imbecilidad de la raza india, por causa de
la tradicional falta de consumo de yodo. Así, llevada hasta el extremo
la interpretación de una evidente carencia dietética (provocada, en
última instancia, por los mismos terratenientes), ésta servía para
probar la supuesta imbecilidad del indio y para justificar el que se le
mantuviera al margen de la tenencia de la tierra, bajo la considera­
ción de que no estaba en aptitud de administrarla.
En cuanto a la influencia eurocentrista en el pensamiento mar-
xista latinoamericano, baste recordar la innumerable profusión de
publicaciones aparecidas entre los años sesenta y los ochenta, enca­
minadas a demostrar, desde cada uno de nuestros países, que sus
pueblos precolombinos constituyeron Estados u organizaciones polí­
ticas equivalentes, antes de la llegada de los europeos. Sinceramente
interesados en demostrar que sus antepasados cumplían con las
exigencias marcadas por Hegel —y repetidas por Marx— para mere­
cer el título de “pueblos con historia”, numerosos sociólogos e histo­
riadores latinoamericanos ensayaron entonces las más increíbles
acrobacias teóricas, referidas tanto a los modos de producción como
a la organización política de los pueblos precolombinos.
En verdad, lo que correspondía —y corresponde— era empeñar­
nos en la formulación de una filosofía de la historia desde la orilla de
los colonizados, como la intuyó dos siglos atrás el genial mestizo
quiteño Eugenio Espejo, quien fuera uno de los fundadores de nues­
tro pensamiento nacional. Enfrentado pluma en mano al feroz euro-
centrismo de los “ilustrados” europeos, que proclamaban en diversos
tonos la intrínseca superioridad de Europa sobre América, Espejo
denunció en su “Discurso a la Sociedad Patriótica”:

D e sd e tres siglos ha, no se contenta la Europa de llamarnos rústicos y


feroces, montaraces e indolentes, estúpidos y negados a la cultura.
¿Qué les parece, señores, este concepto? ¿Creeréis, señores, que estos
Robertson, Raynal y Paw dicen lo que sienten? ¿Que hablen de buena
fe? ¿Que sea añadiendo a los monumentos de la Historia las luces de
su Filosofía?

Movido por similares preocupaciones Andrés Bello redactó, se­


senta años más tarde, su fundamental ensayo “Modo de escribir la
historia”, refutación a las opiniones europeizantes de sus críticos
José Victorino Lastarri y N. Chacón, en el que comenzó criticando
implícitamente el maniqueísmo de los filósofos europeos de la
historia:

N o hay peor guía en la historia que aquella filosofía sistemática que no


ve las cosas com o son, sino como concuerdan con su sistema. [...] La
filosofía general de la historia no puede conducirnos a la filosofía
particular de la historia de un pueblo. [...] Querer deducir (de las leyes
generales de la humanidad) la historia de un pueblo, sería com o si el
geómetra europeo, con el solo auxilio de los teoremas de Euclides,
quisiese formar desde su gabinete el mapa de Chile [...] La filosofía del
espíritu humano, aplicada a la historia, supone por tanto la historia, y
de tal modo la supone que debe ser comprobada, garantizada por ella,
para que estemos seguros de que es la expresión exacta de la naturaleza
humana, y no un sistema falaz que, impuesto a la historia, la adultere.

A partir de esa reflexión, Bello planteó la necesidad de que los


pueblos de nuestra América, liberados ya del colonialismo europeo,
elaboraran una historia y una filosofía de la historia a partir de su
propia y particular realidad y de sus más auténticos intereses
culturales:

Esta filosofía debe estudiarlo todo; debe examinar el espíritu de un


pueblo en su clima, en sus leyes, en su religión, en su industria, en sus
producciones artísticas, en sus guerras, en sus letras y ciencias; ¿y cómo
pudiera hacerlo si la historia no desplegase ante ella todos los hechos
de ese pueblo, todas las formas que sucesivamente ha tomado en cada
una de las funciones de la vida intelectual y moral? [...] Si es necesario
que la filosofía de la historia estudie así cada uno de los elementos de
un pueblo, ¿no es claro que debe existir de antemano la historia de ese
pueblo, y una historia que lo reproduzca, si es posible, todo entero, que
lo reproduzca animado y activo? [...] El mundo científico es solidario:
las conquistas que cada nación, cada hombre hace en él, pertenecen al
patrimonio de la humanidad. Pero es preciso entendernos. Los trabajos
filosóficos de la Europa no nos dan la filosofía de la historia de Chile.
Toca a nosotros formarla [...] La filosofía de la historia de Europa será
siempre para nosotros un modelo, una guía, un método; nos allana el
camino; pero no nos dispensa de andarlo.

Poco después, durante la continuación de su debate con Lastarri


y Chacón, el gran pensador venezolano-chileno insistió en sus críti­
cas al europeísmo —versión local del eurocentrismo— y en sus
propuestas de búsqueda de la autenticidad histórica, diciendo:

Abranse las obras célebres dictadas por la filosofía de la historia. ¿Nos


dan ellas la filosofía de la historia de la humanidad bajo formas espe­
ciales; tan especiales como los montes, valles y ríos de Chile; como sus
plantas y animales; como las razas de sus habitantes; como las circuns­
tancias morales y políticas en que nuestra sociedad ha nacido y se
desarrolla. ¿Nos dan esas obras la filosofía de la historia de un pueblo,
de una época? [...] N o olvidemos que el hombre chileno de la In d e­
pendencia, el hombre que sirve de asunto a nuestra historia y nuestra
filosofía peculiar no es el hombre francés, ni el anglo-sajón, ni el
normando, ni el godo, ni el árabe. T ien e su espíritu propio, sus faccio­
nes propias, sus instintos peculiares.

Más allá de enriquecer un debate cultural y político de la mayor


trascendencia, Andrés Bello dejó consignadas en esas líneas una guía
de acción intelectual para los latinoamericanos del futuro, que debe­
rían enfrentarse, como los de entonces, a un eurocentrismo agresivo
y recurrente.

N otas

1. “Etnocentrism o, neologismo creado por W.G. Summer (1907), del grie­


go etnos, raza, linaje, nación, y kéntron, en latín centrum , centro, de
donde su sentido: tomar la propia civilización com o centro de referen­
cia. En sociología y etnología: actitud general más o menos inconsciente
de los miembros de una sociedad que consideran el tipo de sociedad a
la cual pertenecen com o modelo de referencia para juzgar a las demás
sociedades o pueblos; tiende a revestir a éstos de un aspecto de extra-
ñeza y exotismo (cf. las Cartas persas de M ontesquieu), pero también en
la medida en que los distintos pueblos entran directamente en contacto
con la xenofobia y el racismo.” (Luis Marie Morfaux. D iccionario de
Ciencias H u m an as, Grijalbo, Barcelona, 1985, p.116).
2. Cabe precisar que Kissinger se graduó en Harvard con una tesis sobre
tres grandes pensadores eurocentristas: Spengler, Toynbee y Kant.
3. En esta expresión, “acercar” es un eufemismo, que busca enmascarar la
acción colonialista europea.
4. Hegel, op. cit., p. 87
5. Carlos Marx “Futuros resultados de la dom inación británica en la In d ia ”,
artículo publicado en el N ew York D aily Tribune, del 8 de agosto de
1853.
6. Ibidem .
7. Federico Engels: “Persia y China”, artículo publicado el 5 de junio de
1857 en el N ew York D aily Tribune.
8. Ibidem
9. Escrito alrededor del 17 de septiembre de 1857 y publicado en la N ew
A m erican C yclopaedia, t.l., 1858.
10. Arnold Toynbee: Estudio de la H istoria, Alianza Editorial, Madrid,
1970, t. 2, pp. 323-325.
11. Ib id em , p. 299.
12. Ib id em , p. 279.
13. A lan Palmer: D iccionario de Historia del Siglo XX, Ed. Grijalbo, Barce­
lona, 1982, p. 241.
14. E l E spañol, No. 13, Londres, abril de 1811.
15. Eduardo Galeano, “Racismo: cinco siglos de prohibición del arco iris en
el cielo americano”, Nuestra A m érica, Fundación Memorial de A mérica
Latina, Sao Paulo, edición marzo-abril de 1992, pp. 56-67.

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