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PSICOLOGÍA › SOBRE LO REAL DEL TRAUMA

"Me transformo en piedra y mi miedo


continúa"
Los autores –a través de aforismos del filósofo Wittgenstein, de conceptos de Lacan, del
testimonio de los locos y el de los niños– avanzan sobre esas zonas raras donde lo más real
del trauma “no cesa de no escribirse”.

Por Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillière *

Los tres hermanos mayores del filósofo Ludwig Wittgenstein, que era el más joven de ocho
hermanos, se habían suicidado. Ese tipo de sacrificios siempre resulta una amenaza, pues
entramos con ellos en un ámbito en que las representaciones, las garantías, los ideales, las
legitimidades están reducidas a nada.

Jacques Lacan llama a ese ámbito, de manera convencional, lo “real”: lo que no conoce nombre ni
imagen y “siempre retorna al mismo lugar”, por fuera de la simbolización, “lo que no cesa de no
escribirse”. Más crudamente, “lo real es lo imposible”. Irrumpe allí donde ya no funcionan las
oposiciones que estructuran nuestra realidad común, el adentro y el afuera, el antes y el después;
allí donde son burladas las garantías que fundan el lazo social.

La irrupción de esta instancia de lo real torna así imposible, por definición, cualquier alteridad. Ya
se trate del otro, “Mi semejante, mi hermano” (Charles Baudelaire, “Al lector”, en Las flores del mal)
con el cual nos identificamos y con quien rivalizamos –en el registro que Lacan llama lo
imaginario–, ya se trate del Otro invocado para garantizar la alianza, la promesa y la buena fe, en
el registro de lo simbólico. Así pues, se define el registro de lo real por un cercenamiento, una
forclusión del orden de la simbolización: “Lo que no ha llegado a la luz de lo simbólico aparece en
lo real”.

Este registro vale también, sin duda, para todo aquello que en la naturaleza no ha llegado a la luz
de la simbolización –por ejemplo, las fórmulas matemáticas de la ciencia– y que se propaga sin
límites con una fuerza ciega y sin nombre. Pero el mismo registro de lo real sirve también para
localizar entre los hombres lo que aparece cuando algunos lazos sociales, a veces en el nombre
de la ciencia misma, se ven condenados al aniquilamiento. Cuando se destruyen las garantías de
la palabra, ¿cómo construir un otro al cual hablarle?

---

Acercarse a lo real contra la propia voluntad sacude las identificaciones habituales. En esas
condiciones, algunos comportamientos aberrantes deben considerarse normales frente a la locura
del entorno: una locura normal frente a una normalidad trastornada. Para decir este estado de
cosas, Ludwig Wittgenstein propone sus aforismos enigmáticos: “Puede uno imaginarse
innumerables casos en que podría decirse de alguien que sufre a otra persona, o incluso que sufre
a un mueble, o a un lugar vacío”. ¿Sufría él “el lugar vacío” de sus tres hermanos mayores
suicidados, o el de su querido amigo Pinsent, muerto en un accidente de su avión en julio de 1918,
mientras investigaba las causas de un accidente anterior? Wittgenstein escribió: “La idea de un ego
que habita el interior de un cuerpo debe ser abandonada”. Y Madame de Sévigné le escribió a su
hija la célebre frase: “El viento de Grignan me hace doler tu pecho” (Carta del 29 de diciembre de
1688).

Esto no quiere decir que Wittgenstein defendiera la concepción dualista del alma y el cuerpo. No se
trata de oponer neuronas y psique, sino de explorar situaciones traumáticas en las que las
sensaciones del cuerpo son anestesiadas por el miedo, a tal punto que el filósofo agrega: “Me
transformo en piedra y mi miedo continúa”. En ese contexto, precisa el filósofo, “el comportamiento
de dolor puede mostrar un lugar doloroso, pero el sujeto del dolor es quien le da su expresión”. A
tal punto que su frase célebre, aparentemente obvia, “El hombre que grita de dolor o que nos dice
que sufre no elige la boca que lo dice”, puede remitir a la boca de otro que puede decirlo y gritar en
su lugar cuando al primero le resulta imposible.

Los niños son muy rápidos en detectar las zonas de petrificación, aunque sean fugaces, de
quienes se supone que deben cuidar de ellos. Pueden expresarlo mediante afirmaciones que a
veces son raras, que equivalen a preguntas, con una percepción agudizada de los vacíos del otro.

---

Toda catástrofe del orden social, doméstico u orgánico, corresponde a una pérdida de confianza,
puntual o radical, en la seguridad de las leyes que rigen a los hombres, el universo o el cuerpo.
Así, la alteridad cambia brutalmente de status. De garante de la buena fe, del que emanan la
palabra y la permanencia de las leyes físicas, el otro se convierte en una superficie de signos y
formas que hay que descifrar, sobre un fondo de palabras devaluadas.
Por otra parte, la imposibilidad de sentir algo, tenga o no origen neurobiológico, nubla el espejo que
nos relaciona con nosotros mismos y con los demás. Pues el juego de lenguaje consiste también
en el tono de voz, las expresiones del rostro y el teatro de las emociones. Los desórdenes
profundos de las funciones y las articulaciones de estos dos dominios, lo simbólico y lo imaginario,
abren el campo hacia las desligaduras propias de lo real y acercan lo que no tiene nombre, ni
límite, ni otro. En caso de lesiones cerebrales, traumas o locura, los pacientes se enfrentan al
mismo campo de lo real: una ruptura capital arruinó la confianza en la palabra, el contacto con los
sentimientos de los demás, la fiabilidad y la continuidad del micro y el macrocosmos.

Pero aquí se trata de decir, de querer decir. Wittgenstein retoma esta expresión a partir del
equívoco que existe en la frase en francés je veux dire (“quiero decir”) respecto de lo que en inglés
se distingue como I mean (“significo”) o I want to say (“quiero decir”). (N. de la R.: el mismo
equívoco existe en castellano.) Ese “querer” dice más de lo que parece sobre el sujeto del decir.
Pero la revelación de lo que el sujeto ignora de sí mismo no se hace tanto por autoobservación
como por la vía de la respuesta esperada. Es que ese “querer decir” está dirigido a alguien.

---

Nuestra humana condición es no poder escapar de la dimensión de lo simbólico. La eficacia


inexorable de las máquinas y la profusión de pantallas nos incitan a creer que un día no
necesitaremos esa embarazosa singularidad sin la cual, no obstante, esos mismos avances
tecnológicos no podrían existir. ¡Cuánto más fácil sería la vida si pudiéramos suprimir
mecánicamente las enfermedades, las locuras, las angustias y los cambios de humor, hacer que
los muertos desaparezcan, pura y simplemente, sin envenenarnos la existencia! Lamentablemente,
ninguna maquinaria, ni siquiera la de un partido completamente racional o de una organización
perfecta, ha logrado jamás reemplazar la necesidad de decir, y hasta de hablarse a sí mismo,
cuando hablar con otra persona resulta imposible.

Cuando se pierde la razón, querer decir es hablarse a sí mismo como último recurso, pues el único
que puede escuchar es uno.

---

Durante la Edad Media y el Renacimiento se pagaba a los locos de la corte o de los teatros de feria
para que manifestaran en voz alta a todos, incluso al rey, lo que no podía decirse. No sin peligro.
Hoy les convendría contratar un seguro para poder pagarse los tratamientos y las píldoras
necesarias para eliminar la agudeza que los hace distinguir, a través del espejo, palabras y
sonrisas de convención. Además, el Concilio de Toledo abolió varias veces, en 1516 y luego en
1566, el Día de los Locos, también llamado Día de los Inocentes o Día de los Niños. La Iglesia y el
poder político persiguieron sin tregua este tipo de teatro que siempre resucitaba de sus cenizas,
como el carnaval mismo.

En 1529, Berquin, el traductor al francés del Elogio de la locura, de Erasmo –de quien Berquin era
gran admirador–, fue quemado en la hoguera bajo el reinado del gran humanista Francisco I. En
1535, Tomás Moro, a quien se había dedicado el Elogio... y quien, según los dichos de Erasmo,
siempre estaba tan jocoso “que podría creerse que el objetivo principal de su vida era bromear”,
fue decapitado por orden de Enrique VIII, su protector, en una Inglaterra que se presentaba como
el país más refinado y ávido de intelectualidad de toda Europa. ¿Qué medida común existe
entonces entre locos, sabios inocentes y niños?

Sin duda la curiosidad, en esencia científica, es la misma que la de los bebés, siempre y cuando el
adulto colabore con la investigación. Es bien conocido el ejemplo del niño que deja de mamar
cuando su madre recibe un telegrama alarmante. Pues un niño de pecho está en condiciones de
darse cuenta de que el rostro de su madre o el olor o el ritmo de su corazón han cambiado: es
sensible, sobre todo, a las diferencias. Los indicadores corporales que ha observado y grabado le
permiten detectar impresiones. ¿Insultaremos su inteligencia afirmando que se trata de un reflejo o
reconoceremos más bien que es una manera silenciosa de hacer una pregunta?

Esta pregunta va a ser validada inmediatamente a través de la respuesta que confirme o refute su
experiencia. Una mentira como respuesta, o un silencio incómodo, llevan al sujeto, en ese punto, a
la no existencia: se exilia, se calla, delira. Más que hablar con él, se habla de él, como si fuera una
aberración. La gramática cambió súbitamente de sentido: sujeto y objeto cambiaron de lado, el
observador es ahora el observado. El niño, investigador en potencia, queda desconcertado frente a
la exploración que se le niega: hacen de él un tonto, un loco, un inocente. Hasta que se encuentre
con un otro que acepte el desafío de reactivar la pregunta.

---

El universo se derrumba, de manera impresionante, para los niños o los adultos infantilizados,
cuando se los deja en un estado de desolación con el pretexto falaz de que “no pueden
comprender”. Así, el hilo de la palabra puede cortarse radicalmente. Aquí nos referimos a un
enfoque del lenguaje que tiene su origen en el Otro y no en una máquina de traducción en el
interior del cráneo. La palabra procede de imágenes, colores, olores, gestos, pero siempre y
cuando se autentiquen en la dimensión del pacto simbólico. Si, por ejemplo, esa madre turbada por
el telegrama logró decir algunas palabras a su hijo para calmarlo, a pesar de su intranquilidad, su
tono de voz habría transmitido, en esencia: “Pasó algo grave, no por nada sientes esta agitación
repentina. Las consecuencias serán difíciles para nosotros, pero ten confianza”.

En general, cuando el mundo se vuelve absurdo, los niños tienden a pensar que ellos son los que
causaron la catástrofe, pues no pueden explicarlo de otra manera. Luego arreglarán un poco el
razonamiento y aprenderán a culpar al prójimo, cuando la construcción del yo y las relaciones
imaginarias permitan las proyecciones. Es preferible imputarse la causa de un hecho inexplicable o
pasarle la carga a otro que afrontar un hecho sin causa. Esta estrategia de supervivencia es una
de las más eficaces frente al campo extraño e inquietante de lo real.

* Texto extractado de Historia y trauma. La locura de las guerras, de reciente aparición (ed. Fondo
de Cultura Económica). Ambos autores se hallan en la Argentina, donde participan en actividades
organizadas por Abuelas de Plaza de Mayo.

https://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-234485-2013-11-28.html
Como vivir solos, Filosofía de la deserción por Peter
Pal Pelbart
Publicado el 1 abril, 2014 por Grupo cuerpo sin órganos

Este título es un juego de palabras a partir del Cómo


vivir juntos de Roland Barthes, e inspirado en una escena de la que fui testigo, a
comienzos de los años ochenta, en una clase de Deleuze en París. En una de tantas,
uno de los asistentes, tal vez un paciente de Guattari de la clínica La Borde,
interrumpió la disertación para preguntar por qué hoy en día se dejaba a las
personas tan solas, por qué era tan difícil comunicarse. Deleuze respondió
gentilmente: el problema no es que nos dejan solos, es que no nos dejan
lo suficientemente solos. No puedo imaginarme qué provocó esta respuesta zen
al afligido interlocutor. Venida, por otro lado, de alguien que definió el trabajo del
profesor como el de reconciliar al alumno con su soledad. De cualquier
modo, Deleuze no se cansó de escribir que sufrimos un exceso de comunicación,
que estamos “atravesados de palabras inútiles, de una cantidad
demente de palabras e imágenes”, y que sería mejor crear “vacuolas de
soledad y de silencio” para que por fin se tenga algo que decir.(1) El hecho es
que Deleuze nunca dejó de reivindicar la soledad absoluta. Incluso en los
personajes que privilegia a lo largo de su obra, vemos con cuánta insistencia vuelve
este tema. Tomemos el caso de Bartleby, el escribiente descrito por Melville, que
ante cada orden de su patrón, responde: I Would prefer not to, “Preferiría no
hacerlo”. Con esta frase lacónica alborota su entorno. El abogado oscila entre la
piedad y el rechazo frente a este empleado plantado detrás del biombo, pálido y
flaco, hecho un alma en pena, que por poco no habla, ni come, que nunca sale, al
que es imposible sacar de ahí, y que sólo repite: preferiría no hacerlo. Con su
pasividad desmonta los resortes del sentido que garantizan la dialéctica del mundo
y hace que todo se ponga a correr, en una desterritorialización del lenguaje, de los
lugares, de las funciones, de los hábitos. Desde el fondo de su soledad,
dice Deleuze, tales individuos no revelan sólo el rechazo de una sociabilidad
envenenada, sino que son un llamado a una solidaridad nueva, invocación de una
comunidad por venir.
Cuántos lo intentaron, y por las vías más tortuosas. Dado que Roland Barthes, en
su texto Cómo vivir juntos, se permitió revelar su fantasía personal de comunidad,
a saber, el monasterio en el monte Athos, yo también me permito tomar un ejemplo
demodé, venido del campo psiquiátrico. Reclusión por reclusión, cada uno con su
fantasía.
Pues bien, Jean Oury, que dirigió junto con Félix Guattari la clínica La Borde,
prácticamente se internó con sus pacientes en ese castillo antiguo y decadente. La
cuestión que lo asedió por el resto de su vida no es indiferente a los Bartlebys que
cruzamos en cada esquina, este gran manicomio posmoderno que es el
nuestro: ¿Cómo sostener un colectivo que preserve la dimensión de la
singularidad?(2) ¿Cómo crear espacios heterogéneos, con tonalidades propias,
atmósferas distintas, en los que cada uno se enganche a su modo? ¿Cómo
mantener una disponibilidad que propicie los encuentros, pero que no los
imponga, una atención que permita el contacto y preserve la alteridad? ¿Cómo
dar lugar al azar, sin programarlo? ¿Cómo sostener una “gentileza” que permita
la emergencia de un hablar allí donde crece el desierto afectivo?
Cuando describió La Borde, Marie Depuse se refirió a una comunidad hecha de
suavidad, no obstante macerada en el roce con el dolor.
Estos sujetos necesitan hasta del polvillo para protegerse de la violencia del día. Por
eso, cuando se barre, es preciso hacerlo despacito. “Es mientras se gira en torno a
sus camas, que se recogen las migas, que se tocan sus sábanas, su cuerpo, que
tienen lugar los diálogos más suaves, la conversación infinita entre aquellos que
temen la luz y aquellos otros que toman sobre sí la miseria de la noche.” Ninguna
utopía aséptica, tal vez porque el psicótico está ahí, feliz o infelizmente, para
recordarnos que hay algo en el mundo empírico que gira en falso (Oury).(3) Es
verdad que todo esto parece pertenecer a un pasado casi proustiano. Pero el
propio Guattari nunca dejó de reconocer su deuda para con esa experiencia
colectiva y su esfuerzo por conferir la “marca de singularidad a los mínimos gestos
y encuentros”.(4) Hasta confiesa que, a partir de ese momento, pudo “soñar con
aquello en lo que podría convertirse la vida en los conglomerados urbanos, en las
escuelas, en los hospitales”,(5) si los agenciamientos colectivos fuesen sometidos a
un “tratamiento barroco” semejante. Pero nuestro presente está lejos de seguir tal
dirección, incluso y sobre todo en este capitalismo en red que enaltece al máximo
las conexiones y las monitorea y modula con finalidades vampirescas. Aún así,
deberíamos poder distinguir estas toneladas de “soledad negativa” producidas en
gran escala, de aquello que Katz llamó “soledad positiva”, que consiste en resistir a
un socialitarismo despótico, y desafiar la tiranía de los intercambios productivos y
de la circulación social. En estos desenganches se esbozan, a veces, subjetividades
precarias, máquinas célibes, gestos adversos a cualquier reinscripción social.
Me permito mencionar una anécdota de la Compañía Teatral Ueinzz, integrada por
pacientes de salud mental y en ese momento de gira en el Festival de Teatro de
Curitiba. Uno de los actores, instalado en el sofá del salón del lujoso hotel, posa su
taza de café en la mesa y abre el diario. Yo lo observo de lejos, en ese contexto poco
habitual de un Festival Internacional, y me digo: podría ser Artaud, o algún actor
polaco leyendo en el diario la crítica sobre su obra. En eso, miro para abajo y veo en
el dedo gordo de uno de sus pies un bloque de uña amarilla retorcida saltando fuera
de la chancleta. Como quien dice: “no se acerquen”. Quizás quepa aquí la bella
definición de Deleuze-Guattari: el territorio es primeramente la distancia crítica
entre dos seres de la misma especie; marcar sus distancias.(6) El bloque animal y
monstruoso, la uña indomable, signo de lo inhumano, es su distancia, su soledad,
pero también su firma. Dejo para otro momento, claro, las uñas de Deleuze.
El dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky creó un personaje que ilustra con
humor esta misma reivindicación. La preocupación constante de Poroto es saber
cómo va a escapar de las situaciones que se presentan: dónde se va a sentar en una
fiesta para poder escabullirse sin ser visto, qué coartada va a inventar para
deshacerse de un conocido.(7) Y llega a exclamar esta frase implacable, verdadero
puñetazo al estómago de muchos psicoanalistas: “…basta de vínculos, sólo
contigüidad de velocidades”. ¿No tendremos ahí el esbozo de algo propio de
nuestro universo, tan lejos de aquel otro en que todos interrumpían sus cosas para
“discutir la relación”? Una subjetividad más esquizo, fluida, de vecindad y
resonancia, de distancias y encuentros, más que de vinculación y pertenencia. Más
propia, tal vez, de una sociedad de control y sus mecanismos flexibles de
monitoreo, que de una sociedad disciplinaria y su lógica rígida de pertenencia y
filiación.
En un pequeño libro titulado La comunidad que viene,(8) Agamben recoge un
efecto de esta mutación. Evoca una resistencia proveniente, no como antes, de una
clase, de un partido, de un sindicato, de un grupo, de una minoría, sino de una
subjetividad cualquiera, de cualquiera, como aquel que desafía un tanque en la
Plaza Tiananmen, que ya no se define por su pertenencia a una identidad
específica, sea de un grupo político o de un movimiento social. Es lo que el estado
no puede tolerar, dice, es la singularidad cualquiera, que no hace valer un lazo
social, que declina toda pertenencia, pero que justamente por eso manifiesta su ser
común. Es la condición, según Agamben, de toda política futura.
También Chatelet reivindicaba el heroísmo del individuo cualquiera, el gesto
excepcional del hombre común que impulsa en el colectivo individuaciones nuevas,
en contraposición a la mediocridad del hombre medio, que Zizek llama Homo
Otarius.
¿O habría que acompañar a Lazzarato en la definición que hace de nuestro presente
no tanto por la hegemonía del trabajo inmaterial, como por la difusión, por la
contaminación de los comportamientos minoritarios, de las prácticas de contra-
conducta?(9) Lo cual engendra procesos de bifurcación en relación con la
subjetividad dominante: singularizaciones inauditas, agenciamientos insólitos,
tanto dentro como fuera de la red. Visto así, la naturaleza de la resistencia sería
indisociable de la cooperación productiva contemporánea y de su proceso colectivo.
En este sentido, puede tener razón Sloterdijk cuando sugiere que ya no giramos en
torno a los términos de soledad y alistamiento, como hace unas décadas, sino a los
de cooperación y comunicación. Es una lástima que cuando cuestiona nuestro
solipsismo antropológico con su teorización de las esferas, para contestar al
primado del individualismo ontológico, recurra a una metafísica del doble, del ser-
dos.(10) Barthes, en el texto al que hice referencia antes, al menos deja su reflexión
en suspenso, aunque siga siendo dicotómico. Puesto que cuando evoca lo colectivo,
incluso depurado de colectivismo, recurre a la soledad que nos salvaría de la
opresión comunitarista. Y cuando se apresta al escape solitario, evoca lo colectivo
como una protección compensatoria: “Ser extranjero es inevitable, necesario,
deseable, salvo cuando cae la noche”.(11) Como si el vivir-juntos sirviese sólo “para
afrontar juntos la tristeza de la noche”. ¿Será así?
Es hora de volver a Deleuze. ¿Qué soledad absoluta es esa que reivindica, por
ejemplo, cuando se refiere a Nietzsche, a Kafka, a Godard? Es la soledad más
poblada del mundo.(12) Lo que importa es que desde el fondo de ella se puedan
multiplicar los encuentros. No necesariamente con personas, sino con
movimientos, ideas, acontecimientos, entidades. “Somos desiertos, pero poblados
de tribus… Pasamos nuestro tiempo acomodando esas tribus, disponiéndolas de
otro modo, eliminando algunas de ellas, haciendo prosperar otras. Y todas estas
poblaciones, todas estas multitudes no impiden el desierto, que es nuestra propia
ascesis; al contrario, ellas lo habitan, pasan por él, sobre él […] El desierto, la
experimentación sobre sí mismo, es nuestra única identidad, nuestra única
alternativa para todas las combinaciones que nos habitan.”(13)
Cuánta fascinación ejercían sobre él estos tipos solitarios, y al mismo tiempo
hombres de grupo, de banda… Aún cuando lleven un nombre propio, este nombre
designa primero un agenciamiento colectivo. El punto más singular abriéndose a la
mayor multiplicidad: rizoma. Por eso cabe salir del “agujero negro de nuestro
Yo” donde nos alojamos con nuestros sentimientos y pasiones, deshacer el rostro,
tornarse imperceptible, y pintarse con los colores del mundo(14) (Lawrence)… La
soledad más absoluta, a favor de la despersonalización más radical, para establecer
otra conexión con los flujos del mundo… “El máximo de soledad deseante y el
máximo de socius”.(15) O como en Godard: estar solo pero ser parte de una
asociación de malhechores; en cualquier caso, la deserción, la traición (a la familia,
a la clase, a la patria, a la condición de autor), se sirve de la soledad como de un
medio de encuentro, en una línea de fuga creadora.(16) Así, tal soledad es cualquier
cosa menos un solipsismo: es la forma por la cual se deserta a la forma del yo y sus
compromisos infames, a favor de otra conexión con el socius y el cosmos. De modo
que el desafío del solitario, contrariamente a cualquier reclusión autista, aún
cuando se llame Poroto o Bartleby, incluso cuando termine en un hospicio, es
siempre encontrar o reencontrar un máximo de conexiones, extender lo más lejos
posible el hilo de sus “simpatías” vivas (Lawrence).(17)
Tal vez todo esto dependa, en el fondo, de una rara teoría del encuentro. Incluso en
el extremo de la soledad, encontrarse no es chocar extrínsecamente con otro, sino
experimentar la distancia que nos separa de él, y sobrevolar esta distancia en un ir-
y-venir loco: “Yo soy Apis, Yo soy un egipcio, un indio piel-roja, un negro, un
chino, un japonés, un extranjero, un desconocido, yo soy un pájaro del mar y el
que sobrevuela tierra firme, yo soy el árbol de Tolstoi con sus raíces”,(18) dice
Nijinski. Encontrar puede ser, también, envolver aquello o a aquél que uno se
encuentra, de donde la pregunta de Deleuze: “¿Cómo puede un ser apoderarse de
otro en su mundo, conservando o respetando, sin embargo, las relaciones y
mundos que le son propios?”.(19) A partir de esta distancia, que Deleuze llamó
“cortesía”, Oury “gentileza”, Barthes “delicadeza”, Guattari “suavidad”, hay al
mismo tiempo separación, ir-y-venir, sobrevuelo, contaminación, envolvimiento
mutuo, devenir recíproco.(20) También podría llamársela simpatía: una acción a
distancia de una fuerza sobre otra.(21) Ni fusión, ni dialéctica intersubjetiva, ni
metafísica de la alteridad, sino distancias, resonancias, síntesis disyuntivas. Con
esto Deleuze relanza el vivir-solo en una dirección inusitada. Una ecología subjetiva
precisaría sostener tal disparidad de mundos, de puntos de vista, de modo tal que
cada singularidad preservase, no sólo su inoperancia, sino también su potencia de
afectar y de envolver en el inmenso juego del mundo. Sin lo cual cada ser zozobra
en el agujero negro de su soledad, privado de sus conexiones y de la simpatía que lo
hace vivir.
Como se ve, a pesar de lo extravagante del título de este texto, no pretendí
presentar un manual de autoayuda sobre cómo vivir solos en tiempos sombríos.
Quería partir de las vidas precarias, de los desertores anónimos, de los suicidados
de la sociedad para problematizar sus soledades y también, desde el fondo de éstas,
los gestos evanescentes que inventan una simpatía y hasta una solidaridad, en el
contexto biopolítico contemporáneo. Entre un Bartleby, un Poroto o uno de
nuestros locos, veo a veces esbozos de lo que podría llamarse una comunidad
incierta, no sin conexión con eso que obsesionó a la segunda mitad del siglo XX, de
Bataille a Agamben, a saber: la comunidad de los que no tienen comunidad, la
comunidad de los solteros, la comunidad inoperante, la comunidad imposible, la
comunidad del juego, la comunidad que viene. Lo que Barthes llamó “socialismo de
las distancias”, o un socialismo (palabra caída en desuso) tal
como Chatêlet redefinió: “…a cada cual según su singularidad”. Una cosa es
segura: frente a la comunidad terrible que se propagó por el planeta, hecha de
vigilancia recíproca y frivolidad, estos seres necesitan de su soledad para ensayar su
bifurcación loca, y conquistar el lugar de sus simpatías.
Notas:
(1). Gilles Deleuze, Conversaciones, Valencia, Pre-Textos, 1995, p. 275.
(2). Jean Oury, Seminaire de Sainte Anne, París, Du Scarabée, 1986, p. 9.
(3). J. Oury, Seminaire, op. cit., p. 41.
(4). Félix Guattari, Caosmosis, Buenos Aires, Manantial, 1996: “Está claro, acá,
que no propongo la Clínica La Borde como un modelo ideal. Pero creo que esa
experiencia, a pesar de sus defectos y sus insuficiencias, tuvo y todavía tiene el
mérito de colocar problemas y de indicar direcciones axiológicas por las cuales la
psiquiatría puede redefinir su especificidad”.
(5). F. Guattari, Ibíd.
(6). G. Deleuze y F. Guattari, Mil Mesetas, Valencia, Pre-Textos, 2002.
(7). Eduardo Pavlovsky, Poroto, Buenos Aires, Búsqueda de Ayllu, 1996.
(8). Giorgio Agamben, La comunidad que viene, Valencia, Pre-Textos, 2006.
(9). Maurizio Lazzarato, Políticas del acontecimiento, Buenos Aires, Tinta Limón,
2006.
(10). Peter Sloterdijk, Esferas I, Madrid, Siruela, 2009.
(11). Roland Barthes, Cómo vivir juntos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.
(12). G. Deleuze, Diálogos, Valencia, Pre-Textos, 1980, p. 10.
(13). G. Deleuze, Ibíd., pp. 15-16.
(14). G. Deleuze, Ibíd., pp. 55-56.
(15). F. Guatari, Écrits pour l’Anti-Oedipe, París, Lignes & Manifestes, 2004, p.
446.
(16). G. Deleuze, Diálogos, op. cit., p. 14.
(17). G. Deleuze, Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 67. [Traducción
ligeramente modificada].
(18). Vaslav Nijinsky, Diario, citado en El Anti-Edipo, Barcelona, Paidós, 1995, p.
83.
(19). G. Deleuze, Spinoza: filosofía práctica, Buenos Aires, Tusquets, 2004.
(20). François Zourabichvili, Deleuze, una filosofía del acontecimiento, Buenos
Aires, Amorrortu, 2004, p. 138. “Devenir”: “La gran idea es, por lo tanto, que los
puntos de vista no divergen sin implicarse mutuamente, sin que cada uno
‘devenga’ el otro en un intercambio desigual que no equivale a una permutación”.
(21). M. Lazzaratto, Puissances de l’invention, París, Seuil, 2002, p. 98.
Peter Pál Pelbart
Como vivir solos. “Filosofía de la deserción. Nihilismo, locura y comunidad” 43-50
pag.
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