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Poemas - Tempranos - Chantal Maillard

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POEMAS

TEMPRANOS

Chantal Maillard
ISBN: 978-84-15222-23-1

© Chantal Maillard

© 2011, de esta edición: Musa a las 9, S. L.

www.musaalas9.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares


del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento.
Nota de la edición

La otra orilla fue editado en 1990 por Qüasyeditorial (Sevilla); a este libro pertenecían los
Cuentos de Assi, revisados para la presente edición. Poemas del té fue publicado en 1988
en Benarés (India), en la colección artesanal “Libros de Benarés”; constaba de los
poemas reproducidos aquí y de un poema de Jesús Aguado. Semillas para un cuerpo
(Premio Leonor de Poesía 1987) constaba, en su edición original, de dos partes
equivalentes, una de ellas escrita por Jesús Aguado.
LA OTRA ORILLA

(Benarés, 1987-1988)

“La orilla opuesta” (paramitâ, en sánscrito) significa simbólicamente más allá de la


existencia y de la no-existencia. Cuando nos apegamos a los objetos de los sentidos, surgen la
existencia y la no-existencia y nuestro espíritu se vuelve parecido a un mar agitado. Este
estado es llamado metafóricamente “esta orilla”, mientras el no-apego es un estado más allá
de la existencia y la no-existencia, parecido al agua que fluye sin espuma. Se le llama “la otra
orilla”. Este estado de no-apego, de no-recuerdo, es el conocimiento de la propia naturaleza.

Vida y enseñanza de Hui-Neng


1

La luz me inunda a veces como un río

y mis manos son peces que saltan a las barcas

y mis labios dibujan

riberas en tus cuerpos infinitos,

cuerpos que son cascadas

y ocurren en mis ojos y me llenan,

me desbordan,

y cuando quiero recogerme

hallo tan sólo un rastro

que fluye

irisado, sobre la tierra tibia.

Los colores del mundo me nacen en los dedos:

soy un sueño convocado por tu sed.


2

Mi piel es doble como la luz del mundo,

mi sangre, múltiple como la hierba,

mis ojos son el triple destello de algún faro,

mis huesos son tan frágiles como piedra de arena

y tan frío mi aliento

que el sol se quiebra entre mis labios.

¡Si alguna vez lograras conocerme!

Hay noches tan extrañas y tan largas

en mis manos

que a veces las estrellas se olvidan de brillar

para dormir en ellas.

Para ser tú la más extraña y larga noche

te bastaría ser un barco

de nieve y naufragar en mí.


3

Te supe frágil y desnudo,

tan frágil eras, tan desnudo

que se quebró tu sombra al respirar.

Abrí la puerta y las voces del agua

adoptaron la forma de tu cuerpo.

Tan leve parecías, tan al borde

de ti

que la noche aprendió

el modo de dormirse sobre el río.


4

Sólo un cristal me separa de ti.

La casa es resonancia de cítaras y tabla,

tampura y cascabeles.

Otra tarde se acaba envolviendo las sombras.

La noche como el sueño asocia las figuras,

nos hace semejantes.

Los barcos de madera llevan fuego en su vientre.

Me envuelve el aire cálido

en su piel de serpiente

y me deslizo hasta tus ojos

-tú no me ves-

Ardo despacio entre tus cejas.

Como un cristal, estallas

y mis alas se quiebran

en la luz.
5

Hay un dios

que despierta en tus palabras

y que congrega en mí

a los demonios

y las formas suaves del crimen.

Es un dios que se acuesta

en tu lecho

y hace el amor contigo cuando lloras

condenando mis ojos a mirar

el juego de la luz, eterno

en vuestro abrazo.

Entonces, me oculto entre las piedras

y espero hasta que pesen las estrellas sobre mí

tanto como tus lágrimas

o tus palabras.

Pero te desperezas como un niño

y me llamas, me invitas a tu lecho.

Me atravieso la carne con los dedos:

el amor duele como azufre

en una herida.
6

Desordeno la estancia,

escribo en las paredes

todo lo que quisiera no haberte dicho nunca

y oculto las palabras de amor bajo la mesa.

Te inclinas sobre mí,

me dices cuánto amas el sol en mis cabellos,

y el agua de repente se derrama en el pan

y lloro largamente como si fuese el llanto

la forma más sencilla

de parecerme al Ganges

o a ti

cuando discurres en calma por mi olvido.


7

A veces, en invierno,

cuando bajan las aguas,

entre trozos de ajorcas de vidrio

los niños se encuentran en el fango

figuritas de dioses pulidas por la arena.

A tus pies de niño

me postro cada día

para que todos los seres oscuros

que en mí se agitan

aprendan a jugar contigo.

Pero la ira antigua que consume mis fuerzas

desvía casi siempre la corriente

y me hace menos digna de tus manos.


8

Tu enemigo me guía de tantas maneras

que es difícil saber si es un hombre, un demonio

o un dios nacido de la frente de Siva.

Lleva el sol en la boca

y entra de noche en nuestra casa

para que no se acabe el día

y tardes en hallar mi mano cerca de la tuya.

Y no por combatirme sino porque el combate

lo hace más parecido a ti y menos solo,

me mira fijamente, me alaba y me sonríe como un mago,

me pone entre los dientes las palabras

que despiertan en ti la pena y el tormento.

Tu enemigo conoce a mi enemigo,

le respeta y le ama

y piensa que al juntarse son fuertes y nos vencen,

pero, al convocarle, pierde la batalla,

sin saberlo me guía hasta tu puerta

y, al apagarse el fuego, en la mañana,

hallo tu cuerpo listo, de nuevo,

para amarme.
9

De noche, te desvistes con prudencia,

furtivamente, observas los rincones

de la casa y los pliegues de tu cuerpo

buscando a tu enemigo.

Como un niño asustado

ordenas los cuadernos, pasas a limpio el día,

transcribes las palabras que la muerte te dicta.

Luego, con las flores y el agua de las pujas

recoges las plegarias, los silencios

y una lágrima

que a propósito dejo olvidada en mi rostro.

Aún no te das cuenta

que en todo lo que haces

y en todo lo que temes

sigues nombrando el amor que te ahoga

tantas veces

como niego la vida que me entregas.


10

A veces el amor se oculta

como un pez

y habita el lodo tibio,

el fondo espeso donde yacen,

con los dioses de barro,

las plegarias que Siva no acogió.

Cuando las aguas se retiran,

a veces el amor despierta como un grito

y obliga a las barcas

a remontar el odio y la tristeza

hasta su origen o seguir

su corriente exigua

hasta perderse en el océano.

En el comienzo y en el fin

es uno y múltiple como la muerte

o la caricia del viento entre las hojas.


11

Pediré que te vayas

a pesar de tus manos aliviando las mías

o palpando algún rastro de fiebre por mi cuerpo,

a pesar de ser tú el viento que pudiese

alejar la tristeza o convertirla

en lluvia dócil.

Pediré que te vayas

y dejes que se apague

este fuego que hiela mi garganta

antes que llegue el odio y por quererme

decida condenarte a sentir

pudrírsete las manos

allí donde mi frente descansó tantas veces

y algo de mí aprendió

a convertirse en río.
12

No sé quién de los dos partió esta madrugada

después de desplegarse el mundo ante nosotros

mostrando la distancia que siempre nos aleja

del que fuimos.

(De una casa vacía hago un lugar sereno.

El sol se mece en las palmeras

y una ardilla trenza en el aire

las sendas de los árboles).

No sé quien de los dos partió esta madrugada.

Sólo un poco: lo justo

para que en nuestra piel se adormecieran

los tigres

y el olvido

pareciese esa música leve que tiembla en la ventana.


Atardecer en Jaipur

Jaipur es todo un cielo de cometas encendidas.

Cometas que señalan el camino hacia el templo de Surya

ardiendo bajo el sol

o estallan como frutas, enredadas

en los árboles.

Desde las azoteas se elevan

y entablan una lucha anónima y feroz

con el polvo de vidrio untado en su cuerda.

Cometas que sucumben como flores,

su tallo seccionado por otro más hiriente,

y mueren sobre el agua como mueren las aves.

Cometas que quedaron atrapadas y danzan

prendidas de los cables

y otras que, posadas entre títeres

de seda y lentejuelas,

se agitan en la brisa al son de aquellas notas

con las que se aletargan las serpientes.

Sin ti, mañana,

seré una cometa en el atardecer.


CUENTOS DE ASSI

(1987-1988)
Apenas nada

Apenas sé de mí la imagen diluida que me devuelven los espejos cuando la noche llega.

Casi no tengo manos donde esconder mi piel cuando añora la lluvia y el viento del sur y
me pide la ausencia como quien pide a Dios una tregua, un hueco en el tiempo, un
descanso. Casi no tengo manos donde esconder mi piel cuando se reconoce.

Ya no tengo preguntas para los dioses vivos o muertos que mendigan arroz o un lugar
pequeño donde ser algo más que una flor que se cierra. Esas preguntas –más ciertas que
ninguna respuesta– son barcas que se alejan sobre el río.

Casi no tengo tiempo, ni sueños, ni delirios, ni nada que ofrecer a quien me pida: tan sólo
aguas que fluyen, y el canto de una niña, el vuelo de las aves, el surco que abren los
remos al hundirse, y nada que permanezca: todo cuanto apenas nace es ya distinto de sí
mismo.
El regreso

Pasó sobre mi cuerpo sin que mi piel notara ningún roce y, luego, me habitó. Como la
huella cobriza de un bosque seco, como el recuerdo cuando ha terminado de arder, un
hueco que palpita. Mi ausencia me habitó como una enorme huella color de cobre.

Esto sucedió después del viaje. Trenes interminables me habían convertido en algo
parecido al jugo de la papaya en la boca de aquel niño que recuerdo, ahora, vestido de
lanas fucsia. Había perdido mi sombra varias veces en las habitaciones de lúgubres guest
houses y había tardado horas en rescatarla de las manchas de las paredes o de los
resbaladizos canales de desagüe. Autobuses renqueantes habían aprisionado mi imagen
en los vidrios mal encajados de las ventanillas. El cansancio tomaba la forma de las
nubes cuando bajan del campo. El hambre se confundía con el sudor en las nucas
fatigadas, con el tintineo de los cascabeles de plata y, en cada estación, con el olor a
orines. Algunas ciudades me habían aplastado la mirada bajo el polvo que levantan los
riskshaws y la habían dejado tendida, cielo abajo, con un universo de pezuñas
hundiéndome los párpados. En el lago Pichhola perdí las manos por querer recortar su
imagen de cuento de hadas y apoderarme de ella. En un vagón de segunda, despuntando
el día, un cantante de auroras se llevó mi nombre cuando, apenas despierta, éste vagaba
en torno a mí como el humo. Debí cuidar de amarrarlo a la litera junto con mis sandalias:
camino de Allahabad, los nombres se pierden fácilmente y los sueños mueren sin agonía,
simplemente porque no hacen falta -como no hace falta nada de lo que existe en
desmesura, como Dios, o el miedo. Allí todo es tan claro, tan presente que no hace falta
nombrar ni inventarse nada: los tres mundos están ahí, desplegados bajo el lino, la crea,
la seda, el arroz y el té con leche.

La luna era un trozo de tiza irregular cuando volví al río. El croar de las ranas llenaba la
oscuridad. No recuerdo qué pasó sobre mi cuerpo. No supe más de mis ojos, ni de nada
que diera constancia, ante mí, de mi existencia.

Las luces del fuerte de Ramnagar alumbran ahora este hueco cobrizo que se extiende y
pesa en mi interior como las aguas en su lecho. A veces un búfalo maravillosamente
negro y brillante duerme en él. Cuando despierta y sale, majestuoso, deja en su lugar
algo que se parece a una presencia leve, perfecta, tan leve, tan perfecta y tan despojada
de esperanza como el alba o los pies descalzos de una niña que danza, desnuda, en la
orilla.
Mi amigo huele a pájaros

Mi amigo huele a pájaros. Voló tan alto un día que su cuerpo aprendió la forma de la luz
en las esferas.

Me habla largamente, remonta las horas siguiendo el ritmo sagrado de los tantra. Tiene la
piel despierta como las caracolas de los templos en las tardes de otoño. Ocupa la
estancia con las manos, con la voz –esa voz que no acaba de saber que responde al
impulso de derramarse y caminar bajo las aguas, nunca sobre ellas–. De tantas maneras
como hay de pertenecerle al río, él ha escogido la pura resonancia, las redes que ordenan
el silencio cuando estalla.
Gayatri

Esperar el sol en la ribera no es tan simple como parece. Se aconseja girar lentamente
sobre sí mismo y desalojar así cierto lugar, cierta sombra. Luego, medir los pasos que
llevan a los ghat dejando que un sonido leve como una ardilla se escape serpenteando
desde los labios hasta alguna de las flores naranja que la corriente lleva.

Al llegar a las murallas del palacio rojo y a sus riberas desiertas conviene detenerse.
Cuentan que un renunciante llamó a las puertas y que no se le abrió. Dicen que el sadhu
maldijo aquel palacio, que desde entonces nadie se atreve a habitar. Sólo los pájaros.
Miles y miles de pájaros. Y las aguas que durante la crecida lo inundan hasta el piso de
las cúpulas blancas.

Al llegar allí, de espaldas a la muralla, es preciso abrir el silencio con un gesto lento que
oponga, a la maldición del sadhu, algo interminable, la lentitud que impide que la palabra
se haga fuerte y acontezca.

Sólo entonces, si ningún gesto de la mente aflora entre la piel y el río, ocupará su espacio
el sol que nace, trazando un puente su estela de luz sobre las aguas quietas.
Águila o gorrión

No es extraño que un pájaro anide entre las vigas de mi cuarto. Es un águila joven que
escudriña con los ojos las heridas y las abre lentamente al llegar la noche.

Si no me inquieto demasiado con la idea de mi muerte próxima ni me confundo con el


esfuerzo por mitigar el agudo dolor de mi carne entre sus garras, puede ocurrir que me
incorpore y me contemple en los cristales que espejean con la luna.

Si logro reírme del extraño cuadro que hacen mis labios desgarrados por su pico mientras
dos lagartijas se acoplan desesperadamente en la pared, una ambigua luz de eternidad y
de vacío se cierne en torno nuestra.

Despliega, entonces, el ave sus alas color de arcilla y, elevándose, deja que me derrame
en el sueño.

Al amanecer, dos gorriones recogen del suelo briznas de paja y trocitos de cuerda para
hacerse un nido entre las vigas.
La otra orilla

Algún día, cuando el aire pese como tierra sedienta sobre los cuerpos desnudos, tal vez
alcance a ser la voz de aquel peregrino que enmudeció o el agua que, gota a gota,
resbala por su pecho.

Él nunca estuvo en la otra orilla, pues sabe que allí los dioses duermen en el polvo. Y
sabe que cuando un hombre, por azar, se duerme en la otra orilla –ese lugar que siempre
es horizonte y nunca tierra hollada– ellos despiertan y se contemplan en él.

Si ese hombre, entonces, se despierta, se convierte en espejo y estalla con el sol.


Amarillo

A veces la Memoria es un rayo amarillo que atraviesa todos los sonidos. Tiene, como
Ganesa, por montura un ratón, aunque a veces también cabalga un elefante tan frío y tan
inmóvil como las piedras del Norte.

Sobre el ratón recorre de noche los lugares oscuros, los bordes húmedos de los palacios,
los dedos de los niños, los pies de algún leproso, las piras que tardan en arder, el cadáver
que aguarda su turno en la ribera. Olfatea los hocicos alertas de los perros que hurgan en
las cenizas, el Nataraja vestido de bronce que adorna las alcobas, la huella penetrante de
los orines y el rastro intenso del betel escupido en el polvo de las calles.

Cuando monta el elefante, brilla como el oro frío de los templos. No es que esté quieta, es
tan veloz que siempre permanece en sí misma. Atrae hacia sí los colores del alba, los
caminos de sol que atraviesa la sombra de las barcas, la imagen que cada ser oculta en
la mirada ajena, el aire y la luz que componen la figura de los cuerpos y los dioses que
inventan a los hombres para sentirse dignos del río y de la muerte.

Fugaz y permanente, la Memoria establece el cómputo de lo eterno. Sus ojos cristalinos,


sus millones de ojos asisten al origen de la historia; su ojo único, su mirada de agua
contempla el vacío.

En un lugar intermedio, me aquieto como el cristal de nieve en las montañas y escucho.


Lo amarillo, tan sólo el color amarillo se evade de la Memoria, resbala en la luz y sobre mí
se extiende. Algo remoto se me hace tan leve y menudo como la mano de una niña que
juega con un trompo de colores en un rayo de sol temprano.
El baño de los cuervos

El lecho del río se está secando poco a poco. Cada día son más extensos los márgenes
abiertos al caminante. En la otra orilla, una franja de barro seco separa el agua de los
campos de dal. Kashi, la ciudad de los mil templos, la sagrada e inmemorial ciudad de
Siva ofrece su media luna polvorienta a los últimos rayos de sol. Temprano, porque
también es invierno en las orillas del Ganges. En la lejanía, se oyen las voces de los
sanyasin repitiendo los mantras.

Más allá del río Asso, en Nagawa, allí donde ni las tierras ni las aguas reciben la bendición
de los dioses (nadie que allí muera, dicen, se reintegrará al brahman) quien sabe si
alguien podrá encontrarse más cerca del origen, ese lugar donde la adoración y el
sacrilegio confunden los términos.

Vestidos sólo de un lungui, unos cuerpos esbeltos descargan lentamente la arena que han
traído las barcazas. Los cuervos, a cientos, celebran el final del día. Suavizan despacio el
brillo penetrante de sus ojos. Sus alas negriazules resplandecen, abiertas sobre el agua.
Alas que cascadean, oscuras y misteriosas.

Cada atardecer, los cuervos y las vírgenes preparan el sueño de los dioses.
Morir en Benarés

Faltan dos días para la Navidad. La Navidad solamente ocurre en nuestra memoria y, tal
vez, en un lugar lejano que también se aloja en la memoria. Puede que allá estallen
villancicos o se entonen cantos gregorianos; aquí, como cada tarde, el sonido de
campanas, platillos y caracolas se eleva desde la multitud de templos que bordean el
Ganges. Al margen de la memoria, alguien, aquí, existe levemente.

Debió tener nombre alguna vez; nosotros nunca lo supimos. Vino a morir cerca del río
sagrado para romper la rueda de las reencarnaciones. Bajo nuestra ventana, a dos pasos
de la puerta, vive desde hace dos años en una improvisada habitación sobre ruedas,
cuatro paredes de hojalata que en otro tiempo debió servir de quiosco a un vendedor de
chai. Nadie que no pertenezca a la casta brahmana puede ofrecerle alimentos cocinados.
Hoy ya no puede encender su hornillo de barro con las boñigas de vaca que ella misma
acostumbraba a disponer sobre el suelo, en pequeños montones, para que las secara el
sol. Sus largas manos cuelgan, elegantes aún, transparentes en su extrema delgadez, del
camastro de cuerda.

No es triste morir: es solamente el dedo del invierno reconociendo los cuerpos que se
duermen.

El largo y húmedo sonido de las caracolas acompaña las llamitas embarcadas sobre hojas
de baniano: ofrendas que viajan río abajo con la corriente o se quedan detenidas al
costado de una barca. Nada muere en Benarés, todo se acompasa al ritmo del fuego, del
agua, de la tierra. Nadie muere en Benarés, morir es otra manera de estar vivo. Aquí se
suspenden los cuentos tristes y los rituales trágicos. El tiempo deja de rendir tributo al
pasado, se vuelve puro acontecer, eternidad que cabe toda entera en la mirada,
eternidad de aire y de piel, de sonido.

La vieja brahmana tose a cortas sacudidas. Estas palabras que escribo la detendrán
quizás, formarán bordes, orillas en su tiempo. Son palabras intrusas y las escribo con la
secreta impresión de malograr en cierta medida el perfecto destino de un alma que
renuncia a ser propia.

Todo es simultáneo: las aguas sucias inundando los escalones anchos que llevan al río,
sus ojos semi-cerrados ya por las nubes, sus labios repitiendo aún el gesto que
corresponde a los nombres sagrados, los búfalos, hermosamente lentos, sumergiéndose
en el Ganges... No sé si el sol saldrá mañana redondo y rojo como el betel cuando se
muerde, no sé si algún niño nacerá en Benarés con los ojos abiertos, no sé si en la serena
mirada de las vacas la ciudad se reflejará más suave, más amable. Son extraños los
males que los hombres inventan y es tan simple la muerte como el roce de un silencio
cuando la luz se apaga.

(Murió en la noche del 24 de diciembre de 1987)


El sadhu

Bajó con la tormenta. Desnudo, con sólo media cáscara de coco protegiéndole el sexo y
un bastón de peregrino en la mano izquierda, descendió veloz la escalinata del ghat y
entró en las aguas. Tres veces se sumergió mientras los rayos partían el cielo y arreciaba
la lluvia. Saludó a las cuatro direcciones, agitó el agua repetidas veces y salió. El aire
corría por su barba. Arriba, cerca del templo, se volvió hacia el oeste –el reino de la noche
y de la magia- y, levantando despacio los brazos, ofreció al viento su cuerpo oscuro.
Luego, se perdió en la tormenta.

Yo me preguntaba si los muros del viejo palacio resistirían mi peso al apoyarme. En la


estancia se hablaba de literatura. Los ascetas, nuestros vecinos, se refugiaban en el
templo. Los rayos envolvían las cúpulas y el árbol-refugio de los cuervos se enfundaba en
la noche creciente.

Durante los días que siguieron pudimos ver al sadhu desnudo sentado en la escalera.
Permanecía bajo el sol hora tras hora haciendo sonar ininterrumpidamente sus platillos
de cobre. Su mirada era de orgullo, el limitado orgullo que cabe entre dos platillos de
cobre o entre la lengua y el sonido de las sílabas.

Los renunciantes golpeaban sus pequeños tambores de dos caras y hacían girar la rueda
de campanas. Ya nadie hablaba de Kant, de Borges, de Kabir o Nagarjuna. Unas palomas
se acoplaban sobre la bóveda metálica de la terraza. Los muros del palacio habían
resistido y el río –siempre el río– pasaba por mi cuerpo como pasa la vida, sin apenas
mentir.
La ofrenda de Uma

En la orilla, el silencio era tan denso que sólo las garzas podían atravesarlo. Uma tenía el
corazón ligero de una garza. Le gustaba jugar a despertar, con la punta de su pie
desnudo, los charcos que el Ganges deja al retirarse. Toda pregunta hallaba en ella
respuesta. Por eso, le era difícil evitar que la siguiesen a todas partes, reprodujesen su
imagen y la adornasen con guirnaldas. Habían preparado para ella un hueco, una
hornacina de piedra en el cruce de dos calles para que allí permaneciese por siempre,
como una diosa niña. Nada le faltaría: las ofrendas de mantequilla licuada, de leche y de
miel, los dulces cocinados con esencias mantendrían ese cuerpo frágil y casi
transparente.

Tanto sus palabras como su frecuente silencio eran acogidos como respuesta o como
predicción. Se había cansado de decir lo que era obvio: que la sangre brota cuando la
piedra hiere, que aquél que persigue al pájaro lejano entre las nubes no advierte la
distancia que de sí mismo le separa, o la alegría que nace de levantar los brazos y
sonreírle al sol, o cómo retumba la tierra mojada cuando se golpea. Todo cuanto decía era
repetido de mil maneras y sus palabras combinadas para saber cómo la piedra atrae a la
sangre, por qué la distancia aleja a los pájaros, y encontrar la manera mejor de levantar
los brazos para que brille el sol o de golpear la tierra para que llueva.

Uma eligió la hora de la plegaria para alejarse hacia el río. Pasó largo tiempo despertando
los charquitos de agua templada. Cantó como cantan los seres que no esperan nada a
cambio de su canto. Dejó que el sol ardiera en sus ojos hasta secar las lágrimas con las
que lloran los seres que nada piden a cambio de su llanto. Luego, el silencio se extendió
en su pecho. Un silencio tan denso que sólo las garzas son capaces de atravesar. Se
desvistió tranquila, como se desvisten los seres que nada quieren a cambio de su cuerpo.
El río la meció largamente antes de penetrar en ella. Era su última respuesta, y se la
ofrecía a todo aquél que, queriéndola encontrar, se acercase a las aguas y se mirase en
ellas.

Mientras pronunciaban las sílabas monocordes en la terraza del templo, pudieron


observar cómo el río crecía de repente y, envolviéndola, confundido con la luz que jugaba
en la tela del sari, la posaba suavemente en la orilla de las garzas. No vieron nada más.
El aniversario de Rama

El sol ha ardido como de costumbre y, luego, se ha hecho la luz sobre los seres y las
cosas. La brisa fresca del alba ha dejado paso a ese aire muerto que envuelve los árboles
y se extiende sobre la tierra como un bálsamo. Otro día caluroso se levanta para el
aniversario de Sri Rama.

Una mancha anaranjada se desliza sobre el río: los renunciantes de Siva, envueltos en
sus túnicas color de azafrán, se han embarcado para celebrar la festividad del dios-héroe.
A lo lejos, sus bastones erguidos recuerdan el lienzo de Velázquez en el que también las
lanzas apuntan al cielo.

El río ya es parte de nosotros, una costumbre de la mirada, algo que casi llega a
desaparecer, como todo lo que transcurre demasiado cerca. Pasa con los elementos
naturales y los objetos lo mismo que con los animales y las personas, que cuando
convivimos largo tiempo con ellos llegamos a no darnos cuenta de su presencia, pero
llegamos a confundir nuestro ritmo con el suyo y a latir y respirar con las fuerzas que
ellos nos prestan. Cuando nuestros ojos han dejado de contemplarlos, algo de ellos
empieza a habitarnos. El río ha dejado de ser una imagen. Pronto empezaremos a
pertenecerle. Algo de su placidez se reflejará en nuestros ojos. Algo de su flujo
llevaremos al caminar. Algo de sus remolinos invadirá nuestro entorno. Algo de su calma
se preservará y se acompasará en nuestras venas.

Ahora, el río es aquel telón de fondo que precede la fusión de los días con los días, de las
noches con las noches y de otros días y otras noches que en nuestro interior se
confunden y fuera de él suceden. Los sueños, que a veces nos revelan y los deseos, que
tantas veces se apoderan de los sueños, no son sino el fatigoso relato de un argumento.
No otra cosa es la existencia. Y en ésta mía, ahora, pasan los sadhu en su barca mientras,
en la orilla, Rama aprende a ser un hombre, a enamorarse de una niña y a inventarse al
héroe de rostro azul que habrá de distraer de sus pesares, en este día, a los habitantes
de Assi.
POEMAS DEL TÉ

(Benarés, 1988)
El agua

Lloré tanto una noche

que al alba me encontró apresada

toda entera en el agua

que había brotado de mis ojos.

La recogió

y la puso a hervir en su pecho.

Fue tan intenso su deseo

que nací de su boca

desnuda como un hada.


El limón

Sabe que convertirse en un antílope,

beber el néctar de la luna

o de una fuente sagrada

no basta

para resucitarme después de cada noche.

Conoce los secretos de la alquimia y, así,

con unas gotas de limón, destila

sus ojos –que son astros

cálidos– y me los ofrece.

Luego me invita a ser el viento

sobre un lago de té.


El cardamomo

Si al despertar me enredo con los hilos

que tejen las arañas en mis pies,

si la luz que protege mi cuerpo

al escaparse de él me hiere y me sacude,

si tropieza en mis alas y se queman

con un resto de aurora o de recuerdo,

si me olvido el conjuro que retiene

el agua prisionera de mis ojos,

me invoca dulcemente y me prepara

un reino de hoja fresca entre sus brazos.

A cardamomo huelen sus mejillas.

Como antorchas se encienden en su boca

mis dedos y las flores de un deseo.


La canela

Me impaciento si tarda en despertar:

descorro las cortinas, asusto a los gorriones,

enmaraño el silencio con voces aturdidas,

rocío de canela la cama donde duerme,

desordeno su mesa de trabajo y borro de sus libros

algunas páginas.

“Eso está mal, princesa”, le oigo murmurar.

Escondo mis manos bajo el turbante de un guerrero

de madera;

tras él, cansada y sucia,

hago como que miro muy atenta el sol

posarse en la ventana.
El azúcar

“Nunca molestas, princesa”, me dice,

y me descuelgo por su barba,

me hago un lugar en el bosque sagrado de su pecho

y juego a ser luciérnaga para dormirme allí

al clarear la madrugada.

Pero él, entonces, juega a ser la luz

que me descubre

y, por grande que sea mi pereza,

debo adoptar el cuerpo que me pide.

Con sus ojos de niño me sonríe:

sé que espera mis labios;

yo le ofrezco el azúcar

para el té.
El té

A veces algún sueño se prolonga

más allá de sí mismo,

se sienta con nosotros

y perturba el ritual de la mañana.

Una lágrima puede deslizarse en las hojas de té

y estremecer el cuerpo de los cuencos.

Entonces él nos cuenta, a aquel sueño y a mí,

la historia de Naropa:

“Las hadas y los sabios tibetanos”, me dice,

no tiemblan por un sueño”.

Yo bajo la mirada

y en el té se dibuja una sonrisa.


La miel

Sus ojos duermen encendidos.

No le basta saber que los habito

como un cristal oscuro,

pretende que me invente en cada amanecer

un cuerpo diferente

para sentirse tigre o salamandra

o el djin que habita los desiertos.

Me rocía de miel, me atrapa con su lengua,

como un sol en su cénit me diluye.

Vuelvo a ser una luz para sus sueños.


SEMILLAS PARA UN CUERPO

(1986)
Tal vez llegaré tarde a tu amor –no a tus brazos–

y cuando quiera amarte con fresas en la boca,

la pasión y los dioses condenándome a ti,

te hallaré a cielo abierto, tendido entre los pétalos

dorados de tus sienes, inventándote el mar

y el gozo de las flores.

Tal vez llegue despacio y no me reconozcas

porque me habré mudado la sombra cuatro veces,

mías no serán ya ni la voz ni las huellas,

nada de lo que pueda dejarse en el olvido.

Deberás encontrarme en lo que sé de ti:

en la exacta distancia que separa tus ojos

del misterio del agua en la fuente dormida.


(Poema para adueñarse de mi sombra)

Si tu m’apprivoise, ma vie sera comme ensoleillée. Je connaîtrai un bruit de pas qui


sera différent de tous les autres.

Antoine de Saint-Exupéry

Porque a veces extraño los parques, la cigüeñas,

los árboles del bosque,

deja que se demore mi cuerpo en el camino

y acoge su reflejo con la misma ternura

con que hicieras el día o el amor o bien ambos.

No te impacientes. Mientras,

dispón el aposento con mágico cuidado.

Extiende un rayo suave de luz entre los libros

(el primero que el sol pose en tu mejilla),

deja el último verso latiendo en los cristales

para que sepa dónde descansó tu mirada

y aparta los objetos color de despedida

para que no me corte y me desangre.

Procura dejar siempre abierta la ventana.

Cuando sientas mi pelo rozándote la sombra

apaga el eco de tus pasos:

el tiempo se detiene cuando nadie lo escucha.

Abrígame, entonces,

hazme una cuna blanca parecida al silencio

y un silencio de mar parecido a tus brazos.

Aduéñate mis horas mansamente.

Como si del misterio más alto se tratase,

haz arder lentamente, sin que yo me dé cuenta,

el alma entre los gestos más leves de esta casa.

Le Renard se tut et regarda longtemps le petit Prince: s’il te plaît… apprivoise-moi, dit-
il.
Antoine de Saint-Exupéry
Nadie me señaló tu llegada esta tarde.

No sé si por quererla he forzado el destino,

si por fijar los ojos simplemente en la vía

y esperarte muy quieta.

Creo que incluso fui transparente un instante

porque una niña anduvo por mi pecho sin ver

que mi sangre era luz esperando tus labios.

Por ser cierto que ocurres más allá de tu piel

sé que el amor es fuerte porque no es necesario,

como tampoco lo es mi espera en este sitio,

las flores, ni tu risa, ni la última estrella.


Llegó la primavera y me halló diminuta,

prendida a tu camisa a la altura del río.

Para ser yo lo más pequeño, ¿ves?,

creer en ti es suficiente.
De repente la vida

y tu ausencia colmándome los brazos:

te haces y te deshaces al ritmo de la luz

en los campos abiertos

y ni siquiera el miedo que siempre me acompaña

me parece tan cierto como tú, tus labios en mi frente

o el sol que se derrama en los olivos.

Es tan simple vivir: tu mano en mi cadera

es la verdad más clara.


Si detengo en tu espalda la mirada

y abrazo de repente el río en tu cintura,

si apreso los peces que nadan en tu vientre

y me invento la forma de ser tuya

más allá de mis muslos o la dicha,

si el misterio en tus labios se desborda

y aprende a ser gaviota y arrecife

y el diminuto dios de las arenas

que se infiltra en los pliegues de tus dedos,

nos bebe la distancia y la deshace

como tu amor y el mío

para ser más amor y menos nuestro,

si, más tarde, la muerte, para enseñarme a ser

la amante más perfecta de tu sueño,

se tiende a nuestro lado,

abrígame tan sólo con tu aliento la piel

y deja que la risa disuelva el universo.


Invítame a beber tu sombra al otro lado

del mar.

Beberla largamente como si fuese el miedo

y el silencio preciso

para que tu semilla me nazca dulcemente

y haga de mí tu cuerpo

a este lado del mar.


Esa manera tuya de consagrarte en todo,

de llenarte la boca de frutas o de besos,

ser la ola que rompe en mi cuerpo mil veces

y asiste a su destino de mar y de silencio,

ese modo de ser tus ojos lo profundo,

la ceguera que alumbra mi amor en sus abismos

es la forma más dulce que tienen las estrellas

de convertirse al alba en torrente de luz

que me inundan las manos, las sienes,

la garganta, me palpan lo que soy y también

lo que no seré nunca –a no ser en tu boca:

con la fruta y tu lengua acariciando el mundo.


Quiero beberte el alma a flor de piel

y, al final de tus dedos, donde yo termino,

aquel silencio que tanto reconozco.

No hay tiempo para hablar de cosas pasajeras:

la eternidad nos arde en la mirada.

Háblame de cosas pasajeras,

no sea que esta pasión de dioses se alce

hasta hacernos perder el penoso equilibrio

de ser hombres.
Ayer sucedió la lluvia.

No la angustia de las flores

cuando el viento las combate

sino la lluvia suave

como tus dedos por mi espalda.

Hoy me pregunto cuánto tiempo tardan los cuerpos

en surcar sus propias aguas.


No tardan mucho tus palabras

en surcar los océanos

y transformarse en uva y pan sobre la mesa.

No tardan mis poemas

en cumplirse en los gestos pequeños que invitan al abrazo,

o a reír dulcemente

cuando el sol suspende el día entre las nubes.

Puede que enmudecer no sea la forma más sagrada

de nombrarnos

si los versos aprenden tu caricia en mis tobillos

y me dices que el alba se deslizó callada y tibia

junto a mi.
Y si te quiero abierto

como el centro imposible de un mundo transparente,

si te quiero imposible, más allá de mis brazos,

más abierto que el viento, más leve y más amante,

será porque mañana nos quisiera infinitos,

unidos como nieve a punto de ser agua.

Y es por eso que dejo resonar la memoria,

todas esas palabras de hilo que se enreda

en tu boca o la mía.
Deja que el mar repose en tu mirada

mientras desato tu sandalia:

es tan grande el silencio, tan sencillo, tan nuestro

que para ser la espuma y olvidarme en tu piel

tendré que renunciar a lo que sé de ti

y saber que esta tarde

concluye como yo, con olor a lavanda,

allí donde mi pelo acaricia tus pies.


Si quisiera decirte cuánta infancia perdura

en tus labios dormidos, entre lino y rocío,

te abriría mi vientre, me enseñaría toda

para que tu mirada olvidase en su abrazo

que alguna vez fue tuya y despertó cansada.

Y porque siempre me atrevo más a lo que callo,

ocultaré el deseo o el error de saberte

dormido como un niño

que de mi amor naciera.


Y si ocurren en mí tus manos y mi boca,

tu alivio y mi constancia,

si te detienes en la luna que asciende por mis muslos

y te asombras de esta vida que fluye en mi costado,

si por tu sien el mar tan dulcemente se abandona

posando con la espuma tu nombre por mi vientre

será por no existir un gesto más perfecto

que nos disuelva en tarde, en lluvia

o en las arañas lentas que ordenan cada tarde

el mundo en nuestra alcoba.


Hoy tendí tu sombra sobre la nieve

y la dejé crecer.

Cuando me aparté, vi que era blanca como la luz

de las más altas cumbres.


Y te amo entre las sombras,

en las calles oscuras de las ciudades viejas,

bajo la luz del sol y en sus heridas,

sobre lechos de estrellas o dentro de las crines

de los potros salvajes, en las laderas frías

del miedo cuando acecha,

a gritos y en silencio, en el dolor de amarte

y en la inmensa ternura de tus labios

y te amo

en mis manos vacías o llenas de ciudades,

de sol y de laderas,

y cuando ya no quede

un lugar donde amarte, te amaré

como cierran sus alas las aves cuando duermen.


Subí con cien estrellas en los ojos,

con cien planetas en el vientre descendí.

(Tú estabas en la cumbre

y en tu boca cien tigres se asomaban).


Me niego a aprender la gravedad del mundo

y a conquistar de noche el vuelo torpemente.

Dejaré que entierres con mi sombra

las palabras de sal que adhieren a la piel de la memoria

y aprenderé de ti a despertar temprano

el cuerpo de las aves.


Es tan fácil, mi amor,

descansar en la paz de tu existencia leve,

saber que desde todo me invitas a creer

que es posible ser playa

sin que el mar abandone en nuestra boca

un cuerpo ahogado cada noche.

Tan difícil, mi amor,

recuperarme intacta en tus arenas,

tener que medir en tus versos mis ojos

y aprenderme de nuevo en cada instante

-hace ya tanto tiempo que vivo atrapada

en la cal de unas viejas paredes-.

Y me abres los brazos, dulcemente, me llamas:

dejo que mis alas se cierren en la orilla

y dispongo en los besos otra manera más segura de perderte.


Nos llegará la muerte por alguna palabra

de más que pronunciemos

y correrá la sangre por mis muslos abiertos

hacia el misterio ardiente donde el amor conduce

y sembrarás mi boca de tantas azucenas

que la escarcha querrá ser tu esposa o mi lengua.

Cuando la muerte alcance mi frente reclinada

en tus aguas tranquilas

tratará de extender la niebla que separa los cuerpos

pero nos hallará transparentes, ligeros,

a punto de nacernos el alma en la saliva.


Deseé alguna vez que un poeta me amase.

Ahora duelen sus poemas en mi cuerpo

o algo de mí que en él se reconoce hasta quebrar la imagen

de todo lo que fui.

Ahora deseo que me amase tanto que dejara de amarme

y sus palabras fuesen nieve

que el sol de junio derritiese entre mis pechos,

allí donde su aliento insiste en acallar

esta tristeza antigua que siempre me acompaña.


Este libro terminó de editarse en noviembre de 2011, recordando las palabras de Alejandra
Pizarnik:

Mi favorito sigue siendo el ojo que invita a irse lejos de la mirada, lejos de lo mirado.

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