POEMAS
TEMPRANOS
Chantal	Maillard
ISBN:	978-84-15222-23-1
©	Chantal	Maillard
©	2011,	de	esta	edición:	Musa	a	las	9,	S.	L.
www.musaalas9.com
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del	 copyright,	 bajo	 las	 sanciones	 establecidas	 en	 las	 leyes,	 la	 reproducción
total	o	parcial	de	esta	obra	por	cualquier	procedimiento.
  Nota	de	la	edición
La	otra	orilla	fue	editado	en	1990	por	Qüasyeditorial	(Sevilla);	a	este	libro	pertenecían	los
Cuentos	de	Assi,	revisados	para	la	presente	edición.	Poemas	del	té	fue	publicado	en	1988
en	 Benarés	 (India),	 en	 la	 colección	 artesanal	 “Libros	 de	 Benarés”;	 constaba	 de	 los
poemas	 reproducidos	 aquí	 y	 de	 un	 poema	 de	 Jesús	 Aguado.	 Semillas	 para	 un	 cuerpo
(Premio	 Leonor	 de	 Poesía	 1987)	 constaba,	 en	 su	 edición	 original,	 de	 dos	 partes
equivalentes,	una	de	ellas	escrita	por	Jesús	Aguado.
                                      LA	OTRA	ORILLA
                                   (Benarés,	1987-1988)
           “La	orilla	opuesta”	(paramitâ,	en	sánscrito)	significa	simbólicamente	más	allá	de	la
existencia	y	de	la	no-existencia.	Cuando	nos	apegamos	a	los	objetos	de	los	sentidos,	surgen	la
     existencia	y	la	no-existencia	y	nuestro	espíritu	se	vuelve	parecido	a	un	mar	agitado.	Este
 estado	es	llamado	metafóricamente	“esta	orilla”,	mientras	el	no-apego	es	un	estado	más	allá
de	la	existencia	y	la	no-existencia,	parecido	al	agua	que	fluye	sin	espuma.	Se	le	llama	“la	otra
 orilla”.	Este	estado	de	no-apego,	de	no-recuerdo,	es	el	conocimiento	de	la	propia	naturaleza.
                                                                Vida	y	enseñanza	de	Hui-Neng
                                           1
La	luz	me	inunda	a	veces	como	un	río
y	mis	manos	son	peces	que	saltan	a	las	barcas
y	mis	labios	dibujan
riberas	en	tus	cuerpos	infinitos,
cuerpos	que	son	cascadas
y	ocurren	en	mis	ojos	y	me	llenan,
                                       me	desbordan,
y	cuando	quiero	recogerme
hallo	tan	sólo	un	rastro
                           que	fluye
irisado,	sobre	la	tierra	tibia.
Los	colores	del	mundo	me	nacen	en	los	dedos:
soy	un	sueño	convocado	por	tu	sed.
                                          2
Mi	piel	es	doble	como	la	luz	del	mundo,
mi	sangre,	múltiple	como	la	hierba,
mis	ojos	son	el	triple	destello	de	algún	faro,
mis	huesos	son	tan	frágiles	como	piedra	de	arena
y	tan	frío	mi	aliento
que	el	sol	se	quiebra	entre	mis	labios.
¡Si	alguna	vez	lograras	conocerme!
Hay	noches	tan	extrañas	y	tan	largas
en	mis	manos
que	a	veces	las	estrellas	se	olvidan	de	brillar
para	dormir	en	ellas.
Para	ser	tú	la	más	extraña	y	larga	noche
te	bastaría	ser	un	barco
de	nieve	y	naufragar	en	mí.
                                       3
Te	supe	frágil	y	desnudo,
tan	frágil	eras,	tan	desnudo
que	se	quebró	tu	sombra	al	respirar.
Abrí	la	puerta	y	las	voces	del	agua
adoptaron	la	forma	de	tu	cuerpo.
Tan	leve	parecías,	tan	al	borde
de	ti
que	la	noche	aprendió
el	modo	de	dormirse	sobre	el	río.
                                       4
Sólo	un	cristal	me	separa	de	ti.
La	casa	es	resonancia	de	cítaras	y	tabla,
tampura	y	cascabeles.
Otra	tarde	se	acaba	envolviendo	las	sombras.
La	noche	como	el	sueño	asocia	las	figuras,
nos	hace	semejantes.
Los	barcos	de	madera	llevan	fuego	en	su	vientre.
Me	envuelve	el	aire	cálido
en	su	piel	de	serpiente
y	me	deslizo	hasta	tus	ojos
-tú	no	me	ves-
Ardo	despacio	entre	tus	cejas.
Como	un	cristal,	estallas
y	mis	alas	se	quiebran
en	la	luz.
                                        5
Hay	un	dios
que	despierta	en	tus	palabras
y	que	congrega	en	mí
a	los	demonios
y	las	formas	suaves	del	crimen.
Es	un	dios	que	se	acuesta
                         en	tu	lecho
y	hace	el	amor	contigo	cuando	lloras
condenando	mis	ojos	a	mirar
el	juego	de	la	luz,	eterno
en	vuestro	abrazo.
Entonces,	me	oculto	entre	las	piedras
y	espero	hasta	que	pesen	las	estrellas	sobre	mí
tanto	como	tus	lágrimas
o	tus	palabras.
Pero	te	desperezas	como	un	niño
y	me	llamas,	me	invitas	a	tu	lecho.
Me	atravieso	la	carne	con	los	dedos:
el	amor	duele	como	azufre
en	una	herida.
                                       6
Desordeno	la	estancia,
escribo	en	las	paredes
todo	lo	que	quisiera	no	haberte	dicho	nunca
y	oculto	las	palabras	de	amor	bajo	la	mesa.
Te	inclinas	sobre	mí,
me	dices	cuánto	amas	el	sol	en	mis	cabellos,
y	el	agua	de	repente	se	derrama	en	el	pan
y	lloro	largamente	como	si	fuese	el	llanto
la	forma	más	sencilla
de	parecerme	al	Ganges
                         o	a	ti
cuando	discurres	en	calma	por	mi	olvido.
                                        7
A	veces,	en	invierno,
cuando	bajan	las	aguas,
entre	trozos	de	ajorcas	de	vidrio
los	niños	se	encuentran	en	el	fango
figuritas	de	dioses	pulidas	por	la	arena.
A	tus	pies	de	niño
me	postro	cada	día
para	que	todos	los	seres	oscuros
que	en	mí	se	agitan
aprendan	a	jugar	contigo.
Pero	la	ira	antigua	que	consume	mis	fuerzas
desvía	casi	siempre	la	corriente
y	me	hace	menos	digna	de	tus	manos.
                                          8
Tu	enemigo	me	guía	de	tantas	maneras
que	es	difícil	saber	si	es	un	hombre,	un	demonio
o	un	dios	nacido	de	la	frente	de	Siva.
Lleva	el	sol	en	la	boca
y	entra	de	noche	en	nuestra	casa
para	que	no	se	acabe	el	día
y	tardes	en	hallar	mi	mano	cerca	de	la	tuya.
Y	no	por	combatirme	sino	porque	el	combate
lo	hace	más	parecido	a	ti	y	menos	solo,
me	mira	fijamente,	me	alaba	y	me	sonríe	como	un	mago,
me	pone	entre	los	dientes	las	palabras
que	despiertan	en	ti	la	pena	y	el	tormento.
Tu	enemigo	conoce	a	mi	enemigo,
le	respeta	y	le	ama
y	piensa	que	al	juntarse	son	fuertes	y	nos	vencen,
pero,	al	convocarle,	pierde	la	batalla,
sin	saberlo	me	guía	hasta	tu	puerta
y,	al	apagarse	el	fuego,	en	la	mañana,
hallo	tu	cuerpo	listo,	de	nuevo,
para	amarme.
                                         9
De	noche,	te	desvistes	con	prudencia,
furtivamente,	observas	los	rincones
de	la	casa	y	los	pliegues	de	tu	cuerpo
buscando	a	tu	enemigo.
Como	un	niño	asustado
ordenas	los	cuadernos,	pasas	a	limpio	el	día,
transcribes	las	palabras	que	la	muerte	te	dicta.
Luego,	con	las	flores	y	el	agua	de	las	pujas
recoges	las	plegarias,	los	silencios
y	una	lágrima
que	a	propósito	dejo	olvidada	en	mi	rostro.
Aún	no	te	das	cuenta
que	en	todo	lo	que	haces
y	en	todo	lo	que	temes
sigues	nombrando	el	amor	que	te	ahoga
tantas	veces
                como	niego	la	vida	que	me	entregas.
                                           10
A	veces	el	amor	se	oculta
como	un	pez
y	habita	el	lodo	tibio,
el	fondo	espeso	donde	yacen,
con	los	dioses	de	barro,
las	plegarias	que	Siva	no	acogió.
Cuando	las	aguas	se	retiran,
a	veces	el	amor	despierta	como	un	grito
y	obliga	a	las	barcas
a	remontar	el	odio	y	la	tristeza
hasta	su	origen	o	seguir
su	corriente	exigua
hasta	perderse	en	el	océano.
En	el	comienzo	y	en	el	fin
es	uno	y	múltiple	como	la	muerte
o	la	caricia	del	viento	entre	las	hojas.
                                      11
Pediré	que	te	vayas
a	pesar	de	tus	manos	aliviando	las	mías
o	palpando	algún	rastro	de	fiebre	por	mi	cuerpo,
a	pesar	de	ser	tú	el	viento	que	pudiese
alejar	la	tristeza	o	convertirla
en	lluvia	dócil.
Pediré	que	te	vayas
y	dejes	que	se	apague
este	fuego	que	hiela	mi	garganta
antes	que	llegue	el	odio	y	por	quererme
decida	condenarte	a	sentir
pudrírsete	las	manos
allí	donde	mi	frente	descansó	tantas	veces
y	algo	de	mí	aprendió
a	convertirse	en	río.
                                     12
No	sé	quién	de	los	dos	partió	esta	madrugada
después	de	desplegarse	el	mundo	ante	nosotros
mostrando	la	distancia	que	siempre	nos	aleja
del	que	fuimos.
(De	una	casa	vacía	hago	un	lugar	sereno.
El	sol	se	mece	en	las	palmeras
y	una	ardilla	trenza	en	el	aire
las	sendas	de	los	árboles).
No	sé	quien	de	los	dos	partió	esta	madrugada.
Sólo	un	poco:	lo	justo
para	que	en	nuestra	piel	se	adormecieran
los	tigres
               y	el	olvido
pareciese	esa	música	leve	que	tiembla	en	la	ventana.
                            Atardecer	en	Jaipur
Jaipur	es	todo	un	cielo	de	cometas	encendidas.
Cometas	que	señalan	el	camino	hacia	el	templo	de	Surya
ardiendo	bajo	el	sol
o	estallan	como	frutas,	enredadas
en	los	árboles.
Desde	las	azoteas	se	elevan
y	entablan	una	lucha	anónima	y	feroz
con	el	polvo	de	vidrio	untado	en	su	cuerda.
Cometas	que	sucumben	como	flores,
su	tallo	seccionado	por	otro	más	hiriente,
y	mueren	sobre	el	agua	como	mueren	las	aves.
Cometas	que	quedaron	atrapadas	y	danzan
prendidas	de	los	cables
y	otras	que,	posadas	entre	títeres
de	seda	y	lentejuelas,
se	agitan	en	la	brisa	al	son	de	aquellas	notas
con	las	que	se	aletargan	las	serpientes.
Sin	ti,	mañana,
seré	una	cometa	en	el	atardecer.
CUENTOS	DE	ASSI
  (1987-1988)
                                            Apenas	nada
Apenas	sé	de	mí	la	imagen	diluida	que	me	devuelven	los	espejos	cuando	la	noche	llega.
Casi	no	tengo	manos	donde	esconder	mi	piel	cuando	añora	la	lluvia	y	el	viento	del	sur	y
me	 pide	 la	 ausencia	 como	 quien	 pide	 a	 Dios	 una	 tregua,	 un	 hueco	 en	 el	 tiempo,	 un
descanso.	Casi	no	tengo	manos	donde	esconder	mi	piel	cuando	se	reconoce.
Ya	 no	 tengo	 preguntas	 para	 los	 dioses	 vivos	 o	 muertos	 que	 mendigan	 arroz	 o	 un	 lugar
pequeño	donde	ser	algo	más	que	una	flor	que	se	cierra.	Esas	preguntas	–más	ciertas	que
ninguna	respuesta–	son	barcas	que	se	alejan	sobre	el	río.
Casi	no	tengo	tiempo,	ni	sueños,	ni	delirios,	ni	nada	que	ofrecer	a	quien	me	pida:	tan	sólo
aguas	 que	 fluyen,	 y	 el	 canto	 de	 una	 niña,	 el	 vuelo	 de	 las	 aves,	 el	 surco	 que	 abren	 los
remos	al	hundirse,	y	nada	que	permanezca:	todo	cuanto	apenas	nace	es	ya	distinto	de	sí
mismo.
                                              El	regreso
Pasó	 sobre	 mi	 cuerpo	 sin	 que	 mi	 piel	 notara	 ningún	 roce	 y,	 luego,	 me	 habitó.	 Como	 la
huella	 cobriza	 de	 un	 bosque	 seco,	 como	 el	 recuerdo	 cuando	 ha	 terminado	 de	 arder,	 un
hueco	que	palpita.	Mi	ausencia	me	habitó	como	una	enorme	huella	color	de	cobre.
Esto	 sucedió	 después	 del	 viaje.	 Trenes	 interminables	 me	 habían	 convertido	 en	 algo
parecido	al	jugo	de	la	papaya	en	la	boca	de	aquel	niño	que	recuerdo,	ahora,	vestido	de
lanas	fucsia.	Había	perdido	mi	sombra	varias	veces	en	las	habitaciones	de	lúgubres	guest
houses	 y	 había	 tardado	 horas	 en	 rescatarla	 de	 las	 manchas	 de	 las	 paredes	 o	 de	 los
resbaladizos	canales	de	desagüe.	Autobuses	renqueantes	habían	aprisionado	mi	imagen
en	 los	 vidrios	 mal	 encajados	 de	 las	 ventanillas.	 El	 cansancio	 tomaba	 la	 forma	 de	 las
nubes	 cuando	 bajan	 del	 campo.	 El	 hambre	 se	 confundía	 con	 el	 sudor	 en	 las	 nucas
fatigadas,	 con	 el	 tintineo	 de	 los	 cascabeles	 de	 plata	 y,	 en	 cada	 estación,	 con	 el	 olor	 a
orines.	 Algunas	 ciudades	 me	 habían	 aplastado	 la	 mirada	 bajo	 el	 polvo	 que	 levantan	 los
riskshaws	 y	 la	 habían	 dejado	 tendida,	 cielo	 abajo,	 con	 un	 universo	 de	 pezuñas
hundiéndome	 los	 párpados.	 En	 el	 lago	 Pichhola	 perdí	 las	 manos	 por	 querer	 recortar	 su
imagen	de	cuento	de	hadas	y	apoderarme	de	ella.	En	un	vagón	de	segunda,	despuntando
el	día,	un	cantante	de	auroras	se	llevó	mi	nombre	cuando,	apenas	despierta,	éste	vagaba
en	torno	a	mí	como	el	humo.	Debí	cuidar	de	amarrarlo	a	la	litera	junto	con	mis	sandalias:
camino	de	Allahabad,	los	nombres	se	pierden	fácilmente	y	los	sueños	mueren	sin	agonía,
simplemente	 porque	 no	 hacen	 falta	 -como	 no	 hace	 falta	 nada	 de	 lo	 que	 existe	 en
desmesura,	como	Dios,	o	el	miedo.	Allí	todo	es	tan	claro,	tan	presente	que	no	hace	falta
nombrar	ni	inventarse	nada:	los	tres	mundos	están	ahí,	desplegados	bajo	el	lino,	la	crea,
la	seda,	el	arroz	y	el	té	con	leche.
La	luna	era	un	trozo	de	tiza	irregular	cuando	volví	al	río.	El	croar	de	las	ranas	llenaba	la
oscuridad.	No	recuerdo	qué	pasó	sobre	mi	cuerpo.	No	supe	más	de	mis	ojos,	ni	de	nada
que	diera	constancia,	ante	mí,	de	mi	existencia.
Las	luces	del	fuerte	de	Ramnagar	alumbran	ahora	este	hueco	cobrizo	que	se	extiende	y
pesa	 en	 mi	 interior	 como	 las	 aguas	 en	 su	 lecho.	 A	 veces	 un	 búfalo	 maravillosamente
negro	 y	 brillante	 duerme	 en	 él.	 Cuando	 despierta	 y	 sale,	 majestuoso,	 deja	 en	 su	 lugar
algo	que	se	parece	a	una	presencia	leve,	perfecta,	tan	leve,	tan	perfecta	y	tan	despojada
de	 esperanza	 como	 el	 alba	 o	 los	 pies	 descalzos	 de	 una	 niña	 que	 danza,	 desnuda,	 en	 la
orilla.
                                 Mi	amigo	huele	a	pájaros
Mi	amigo	huele	a	pájaros.	Voló	tan	alto	un	día	que	su	cuerpo	aprendió	la	forma	de	la	luz
en	las	esferas.
Me	habla	largamente,	remonta	las	horas	siguiendo	el	ritmo	sagrado	de	los	tantra.	Tiene	la
piel	 despierta	 como	 las	 caracolas	 de	 los	 templos	 en	 las	 tardes	 de	 otoño.	 Ocupa	 la
estancia	 con	 las	 manos,	 con	 la	 voz	 –esa	 voz	 que	 no	 acaba	 de	 saber	 que	 responde	 al
impulso	de	derramarse	y	caminar	bajo	las	aguas,	nunca	sobre	ellas–.	De	tantas	maneras
como	hay	de	pertenecerle	al	río,	él	ha	escogido	la	pura	resonancia,	las	redes	que	ordenan
el	silencio	cuando	estalla.
                                              Gayatri
Esperar	 el	 sol	 en	 la	 ribera	 no	 es	 tan	 simple	 como	 parece.	 Se	 aconseja	 girar	 lentamente
sobre	 sí	 mismo	 y	 desalojar	 así	 cierto	 lugar,	 cierta	 sombra.	 Luego,	 medir	 los	 pasos	 que
llevan	 a	 los	 ghat	 dejando	 que	 un	 sonido	 leve	 como	 una	 ardilla	 se	 escape	 serpenteando
desde	los	labios	hasta	alguna	de	las	flores	naranja	que	la	corriente	lleva.
Al	 llegar	 a	 las	 murallas	 del	 palacio	 rojo	 y	 a	 sus	 riberas	 desiertas	 conviene	 detenerse.
Cuentan	que	un	renunciante	llamó	a	las	puertas	y	que	no	se	le	abrió.	Dicen	que	el	sadhu
maldijo	 aquel	 palacio,	 que	 desde	 entonces	 nadie	 se	 atreve	 a	 habitar.	 Sólo	 los	 pájaros.
Miles	y	miles	de	pájaros.	Y	las	aguas	que	durante	la	crecida	lo	inundan	hasta	el	piso	de
las	cúpulas	blancas.
Al	llegar	allí,	de	espaldas	a	la	muralla,	es	preciso	abrir	el	silencio	con	un	gesto	lento	que
oponga,	a	la	maldición	del	sadhu,	algo	interminable,	la	lentitud	que	impide	que	la	palabra
se	haga	fuerte	y	acontezca.
Sólo	entonces,	si	ningún	gesto	de	la	mente	aflora	entre	la	piel	y	el	río,	ocupará	su	espacio
el	sol	que	nace,	trazando	un	puente	su	estela	de	luz	sobre	las	aguas	quietas.
                                         Águila	o	gorrión
No	 es	 extraño	 que	 un	 pájaro	 anide	 entre	 las	 vigas	 de	 mi	 cuarto.	 Es	 un	 águila	 joven	 que
escudriña	con	los	ojos	las	heridas	y	las	abre	lentamente	al	llegar	la	noche.
Si	 no	 me	 inquieto	 demasiado	 con	 la	 idea	 de	 mi	 muerte	 próxima	 ni	 me	 confundo	 con	 el
esfuerzo	por	mitigar	el	agudo	dolor	de	mi	carne	entre	sus	garras,	puede	ocurrir	que	me
incorpore	y	me	contemple	en	los	cristales	que	espejean	con	la	luna.
Si	logro	reírme	del	extraño	cuadro	que	hacen	mis	labios	desgarrados	por	su	pico	mientras
dos	lagartijas	se	acoplan	desesperadamente	en	la	pared,	una	ambigua	luz	de	eternidad	y
de	vacío	se	cierne	en	torno	nuestra.
Despliega,	entonces,	el	ave	sus	alas	color	de	arcilla	y,	elevándose,	deja	que	me	derrame
en	el	sueño.
Al	 amanecer,	 dos	 gorriones	 recogen	 del	 suelo	 briznas	 de	 paja	 y	 trocitos	 de	 cuerda	 para
hacerse	un	nido	entre	las	vigas.
                                            La	otra	orilla
Algún	día,	cuando	el	aire	pese	como	tierra	sedienta	sobre	los	cuerpos	desnudos,	tal	vez
alcance	 a	 ser	 la	 voz	 de	 aquel	 peregrino	 que	 enmudeció	 o	 el	 agua	 que,	 gota	 a	 gota,
resbala	por	su	pecho.
Él	 nunca	 estuvo	 en	 la	 otra	 orilla,	 pues	 sabe	 que	 allí	 los	 dioses	 duermen	 en	 el	 polvo.	 Y
sabe	que	cuando	un	hombre,	por	azar,	se	duerme	en	la	otra	orilla	–ese	lugar	que	siempre
es	horizonte	y	nunca	tierra	hollada–	ellos	despiertan	y	se	contemplan	en	él.
Si	ese	hombre,	entonces,	se	despierta,	se	convierte	en	espejo	y	estalla	con	el	sol.
                                              Amarillo
A	 veces	 la	 Memoria	 es	 un	 rayo	 amarillo	 que	 atraviesa	 todos	 los	 sonidos.	 Tiene,	 como
Ganesa,	por	montura	un	ratón,	aunque	a	veces	también	cabalga	un	elefante	tan	frío	y	tan
inmóvil	como	las	piedras	del	Norte.
Sobre	el	ratón	recorre	de	noche	los	lugares	oscuros,	los	bordes	húmedos	de	los	palacios,
los	dedos	de	los	niños,	los	pies	de	algún	leproso,	las	piras	que	tardan	en	arder,	el	cadáver
que	aguarda	su	turno	en	la	ribera.	Olfatea	los	hocicos	alertas	de	los	perros	que	hurgan	en
las	cenizas,	el	Nataraja	vestido	de	bronce	que	adorna	las	alcobas,	la	huella	penetrante	de
los	orines	y	el	rastro	intenso	del	betel	escupido	en	el	polvo	de	las	calles.
Cuando	monta	el	elefante,	brilla	como	el	oro	frío	de	los	templos.	No	es	que	esté	quieta,	es
tan	 veloz	 que	 siempre	 permanece	 en	 sí	 misma.	 Atrae	 hacia	 sí	 los	 colores	 del	 alba,	 los
caminos	de	sol	que	atraviesa	la	sombra	de	las	barcas,	la	imagen	que	cada	ser	oculta	en
la	mirada	ajena,	el	aire	y	la	luz	que	componen	la	figura	de	los	cuerpos	y	los	dioses	que
inventan	a	los	hombres	para	sentirse	dignos	del	río	y	de	la	muerte.
Fugaz	y	permanente,	la	Memoria	establece	el	cómputo	de	lo	eterno.	Sus	ojos	cristalinos,
sus	 millones	 de	 ojos	 asisten	 al	 origen	 de	 la	 historia;	 su	 ojo	 único,	 su	 mirada	 de	 agua
contempla	el	vacío.
En	un	lugar	intermedio,	me	aquieto	como	el	cristal	de	nieve	en	las	montañas	y	escucho.
Lo	amarillo,	tan	sólo	el	color	amarillo	se	evade	de	la	Memoria,	resbala	en	la	luz	y	sobre	mí
se	extiende.	Algo	remoto	se	me	hace	tan	leve	y	menudo	como	la	mano	de	una	niña	que
juega	con	un	trompo	de	colores	en	un	rayo	de	sol	temprano.
                                     El	baño	de	los	cuervos
El	 lecho	 del	 río	 se	 está	 secando	 poco	 a	 poco.	 Cada	 día	 son	 más	 extensos	 los	 márgenes
abiertos	 al	 caminante.	 En	 la	 otra	 orilla,	 una	 franja	 de	 barro	 seco	 separa	 el	 agua	 de	 los
campos	 de	 dal.	 Kashi,	 la	 ciudad	 de	 los	 mil	 templos,	 la	 sagrada	 e	 inmemorial	 ciudad	 de
Siva	 ofrece	 su	 media	 luna	 polvorienta	 a	 los	 últimos	 rayos	 de	 sol.	 Temprano,	 porque
también	 es	 invierno	 en	 las	 orillas	 del	 Ganges.	 En	 la	 lejanía,	 se	 oyen	 las	 voces	 de	 los
sanyasin	repitiendo	los	mantras.
Más	allá	del	río	Asso,	en	Nagawa,	allí	donde	ni	las	tierras	ni	las	aguas	reciben	la	bendición
de	 los	 dioses	 (nadie	 que	 allí	 muera,	 dicen,	 se	 reintegrará	 al	 brahman)	 quien	 sabe	 si
alguien	 podrá	 encontrarse	 más	 cerca	 del	 origen,	 ese	 lugar	 donde	 la	 adoración	 y	 el
sacrilegio	confunden	los	términos.
Vestidos	sólo	de	un	lungui,	unos	cuerpos	esbeltos	descargan	lentamente	la	arena	que	han
traído	las	barcazas.	Los	cuervos,	a	cientos,	celebran	el	final	del	día.	Suavizan	despacio	el
brillo	penetrante	de	sus	ojos.	Sus	alas	negriazules	resplandecen,	abiertas	sobre	el	agua.
Alas	que	cascadean,	oscuras	y	misteriosas.
Cada	atardecer,	los	cuervos	y	las	vírgenes	preparan	el	sueño	de	los	dioses.
                                         Morir	en	Benarés
Faltan	dos	días	para	la	Navidad.	La	Navidad	solamente	ocurre	en	nuestra	memoria	y,	tal
vez,	 en	 un	 lugar	 lejano	 que	 también	 se	 aloja	 en	 la	 memoria.	 Puede	 que	 allá	 estallen
villancicos	 o	 se	 entonen	 cantos	 gregorianos;	 aquí,	 como	 cada	 tarde,	 el	 sonido	 de
campanas,	 platillos	 y	 caracolas	 se	 eleva	 desde	 la	 multitud	 de	 templos	 que	 bordean	 el
Ganges.	Al	margen	de	la	memoria,	alguien,	aquí,	existe	levemente.
Debió	 tener	 nombre	 alguna	 vez;	 nosotros	 nunca	 lo	 supimos.	 Vino	 a	 morir	 cerca	 del	 río
sagrado	para	romper	la	rueda	de	las	reencarnaciones.	Bajo	nuestra	ventana,	a	dos	pasos
de	 la	 puerta,	 vive	 desde	 hace	 dos	 años	 en	 una	 improvisada	 habitación	 sobre	 ruedas,
cuatro	paredes	de	hojalata	que	en	otro	tiempo	debió	servir	de	quiosco	a	un	vendedor	de
chai.	Nadie	que	no	pertenezca	a	la	casta	brahmana	puede	ofrecerle	alimentos	cocinados.
Hoy	ya	no	puede	encender	su	hornillo	de	barro	con	las	boñigas	de	vaca	que	ella	misma
acostumbraba	a	disponer	sobre	el	suelo,	en	pequeños	montones,	para	que	las	secara	el
sol.	Sus	largas	manos	cuelgan,	elegantes	aún,	transparentes	en	su	extrema	delgadez,	del
camastro	de	cuerda.
No	 es	 triste	 morir:	 es	 solamente	 el	 dedo	 del	 invierno	 reconociendo	 los	 cuerpos	 que	 se
duermen.
El	largo	y	húmedo	sonido	de	las	caracolas	acompaña	las	llamitas	embarcadas	sobre	hojas
de	 baniano:	 ofrendas	 que	 viajan	 río	 abajo	 con	 la	 corriente	 o	 se	 quedan	 detenidas	 al
costado	de	una	barca.	Nada	muere	en	Benarés,	todo	se	acompasa	al	ritmo	del	fuego,	del
agua,	de	la	tierra.	Nadie	muere	en	Benarés,	morir	es	otra	manera	de	estar	vivo.	Aquí	se
suspenden	 los	 cuentos	 tristes	 y	 los	 rituales	 trágicos.	 El	 tiempo	 deja	 de	 rendir	 tributo	 al
pasado,	 se	 vuelve	 puro	 acontecer,	 eternidad	 que	 cabe	 toda	 entera	 en	 la	 mirada,
eternidad	de	aire	y	de	piel,	de	sonido.
La	 vieja	 brahmana	 tose	 a	 cortas	 sacudidas.	 Estas	 palabras	 que	 escribo	 la	 detendrán
quizás,	formarán	bordes,	orillas	en	su	tiempo.	Son	palabras	intrusas	 y	las	 escribo	 con	 la
secreta	 impresión	 de	 malograr	 en	 cierta	 medida	 el	 perfecto	 destino	 de	 un	 alma	 que
renuncia	a	ser	propia.
Todo	 es	 simultáneo:	 las	 aguas	 sucias	 inundando	 los	 escalones	 anchos	 que	 llevan	 al	 río,
sus	 ojos	 semi-cerrados	 ya	 por	 las	 nubes,	 sus	 labios	 repitiendo	 aún	 el	 gesto	 que
corresponde	 a	 los	 nombres	 sagrados,	 los	 búfalos,	 hermosamente	 lentos,	 sumergiéndose
en	 el	 Ganges...	 No	 sé	 si	 el	 sol	 saldrá	 mañana	 redondo	 y	 rojo	 como	 el	 betel	 cuando	 se
muerde,	no	sé	si	algún	niño	nacerá	en	Benarés	con	los	ojos	abiertos,	no	sé	si	en	la	serena
mirada	 de	 las	 vacas	 la	 ciudad	 se	 reflejará	 más	 suave,	 más	 amable.	 Son	 extraños	 los
males	 que	 los	 hombres	 inventan	 y	 es	 tan	 simple	 la	 muerte	 como	 el	 roce	 de	 un	 silencio
cuando	la	luz	se	apaga.
                                               (Murió	en	la	noche	del	24	de	diciembre	de	1987)
                                               El	sadhu
Bajó	con	la	tormenta.	Desnudo,	con	sólo	media	cáscara	de	coco	protegiéndole	el	sexo	y
un	 bastón	 de	 peregrino	 en	 la	 mano	 izquierda,	 descendió	 veloz	 la	 escalinata	 del	 ghat	 y
entró	en	las	aguas.	Tres	veces	se	sumergió	mientras	los	rayos	partían	el	cielo	y	arreciaba
la	 lluvia.	 Saludó	 a	 las	 cuatro	 direcciones,	 agitó	 el	 agua	 repetidas	 veces	 y	 salió.	 El	 aire
corría	por	su	barba.	Arriba,	cerca	del	templo,	se	volvió	hacia	el	oeste	–el	reino	de	la	noche
y	 de	 la	 magia-	 y,	 levantando	 despacio	 los	 brazos,	 ofreció	 al	 viento	 su	 cuerpo	 oscuro.
Luego,	se	perdió	en	la	tormenta.
Yo	 me	 preguntaba	 si	 los	 muros	 del	 viejo	 palacio	 resistirían	 mi	 peso	 al	 apoyarme.	 En	 la
estancia	 se	 hablaba	 de	 literatura.	 Los	 ascetas,	 nuestros	 vecinos,	 se	 refugiaban	 en	 el
templo.	Los	rayos	envolvían	las	cúpulas	y	el	árbol-refugio	de	los	cuervos	se	enfundaba	en
la	noche	creciente.
Durante	 los	 días	 que	 siguieron	 pudimos	 ver	 al	 sadhu	 desnudo	 sentado	 en	 la	 escalera.
Permanecía	 bajo	 el	 sol	 hora	 tras	 hora	 haciendo	 sonar	 ininterrumpidamente	 sus	 platillos
de	 cobre.	 Su	 mirada	 era	 de	 orgullo,	 el	 limitado	 orgullo	 que	 cabe	 entre	 dos	 platillos	 de
cobre	o	entre	la	lengua	y	el	sonido	de	las	sílabas.
Los	renunciantes	golpeaban	sus	pequeños	tambores	de	dos	caras	y	hacían	girar	la	rueda
de	campanas.	Ya	nadie	hablaba	de	Kant,	de	Borges,	de	Kabir	o	Nagarjuna.	Unas	palomas
se	 acoplaban	 sobre	 la	 bóveda	 metálica	 de	 la	 terraza.	 Los	 muros	 del	 palacio	 habían
resistido	 y	 el	 río	 –siempre	 el	 río–	 pasaba	 por	 mi	 cuerpo	 como	 pasa	 la	 vida,	 sin	 apenas
mentir.
                                       La	ofrenda	de	Uma
En	la	orilla,	el	silencio	era	tan	denso	que	sólo	las	garzas	podían	atravesarlo.	Uma	tenía	el
corazón	 ligero	 de	 una	 garza.	 Le	 gustaba	 jugar	 a	 despertar,	 con	 la	 punta	 de	 su	 pie
desnudo,	 los	 charcos	 que	 el	 Ganges	 deja	 al	 retirarse.	 Toda	 pregunta	 hallaba	 en	 ella
respuesta.	 Por	 eso,	 le	 era	 difícil	 evitar	 que	 la	 siguiesen	 a	 todas	 partes,	 reprodujesen	 su
imagen	 y	 la	 adornasen	 con	 guirnaldas.	 Habían	 preparado	 para	 ella	 un	 hueco,	 una
hornacina	 de	 piedra	 en	 el	 cruce	 de	 dos	 calles	 para	 que	 allí	 permaneciese	 por	 siempre,
como	una	diosa	niña.	Nada	le	faltaría:	las	ofrendas	de	mantequilla	licuada,	de	leche	y	de
miel,	 los	 dulces	 cocinados	 con	 esencias	 mantendrían	 ese	 cuerpo	 frágil	 y	 casi
transparente.
Tanto	 sus	 palabras	 como	 su	 frecuente	 silencio	 eran	 acogidos	 como	 respuesta	 o	 como
predicción.	 Se	 había	 cansado	 de	 decir	 lo	 que	 era	 obvio:	 que	 la	 sangre	 brota	 cuando	 la
piedra	 hiere,	 que	 aquél	 que	 persigue	 al	 pájaro	 lejano	 entre	 las	 nubes	 no	 advierte	 la
distancia	 que	 de	 sí	 mismo	 le	 separa,	 o	 la	 alegría	 que	 nace	 de	 levantar	 los	 brazos	 y
sonreírle	al	sol,	o	cómo	retumba	la	tierra	mojada	cuando	se	golpea.	Todo	cuanto	decía	era
repetido	de	mil	maneras	y	sus	palabras	combinadas	para	saber	cómo	la	piedra	atrae	a	la
sangre,	por	qué	la	distancia	aleja	a	los	pájaros,	y	encontrar	la	manera	mejor	de	levantar
los	brazos	para	que	brille	el	sol	o	de	golpear	la	tierra	para	que	llueva.
Uma	eligió	la	hora	de	la	plegaria	para	alejarse	hacia	el	río.	Pasó	largo	tiempo	despertando
los	 charquitos	 de	 agua	 templada.	 Cantó	 como	 cantan	 los	 seres	 que	 no	 esperan	 nada	 a
cambio	de	su	canto.	Dejó	que	el	sol	ardiera	en	sus	ojos	hasta	secar	las	lágrimas	con	las
que	lloran	los	seres	que	nada	piden	a	cambio	de	su	llanto.	Luego,	el	silencio	se	extendió
en	 su	 pecho.	 Un	 silencio	 tan	 denso	 que	 sólo	 las	 garzas	 son	 capaces	 de	 atravesar.	 Se
desvistió	tranquila,	como	se	desvisten	los	seres	que	nada	quieren	a	cambio	de	su	cuerpo.
El	 río	 la	 meció	 largamente	 antes	 de	 penetrar	 en	 ella.	 Era	 su	 última	 respuesta,	 y	 se	 la
ofrecía	a	todo	aquél	que,	queriéndola	encontrar,	se	acercase	a	las	aguas	y	se	mirase	en
ellas.
Mientras	 pronunciaban	 las	 sílabas	 monocordes	 en	 la	 terraza	 del	 templo,	 pudieron
observar	cómo	el	río	crecía	de	repente	y,	envolviéndola,	confundido	con	la	luz	que	jugaba
en	la	tela	del	sari,	la	posaba	suavemente	en	la	orilla	de	las	garzas.	No	vieron	nada	más.
                                    El	aniversario	de	Rama
El	 sol	 ha	 ardido	 como	 de	 costumbre	 y,	 luego,	 se	 ha	 hecho	 la	 luz	 sobre	 los	 seres	 y	 las
cosas.	La	brisa	fresca	del	alba	ha	dejado	paso	a	ese	aire	muerto	que	envuelve	los	árboles
y	 se	 extiende	 sobre	 la	 tierra	 como	 un	 bálsamo.	 Otro	 día	 caluroso	 se	 levanta	 para	 el
aniversario	de	Sri	Rama.
Una	 mancha	 anaranjada	 se	 desliza	 sobre	 el	 río:	 los	 renunciantes	 de	 Siva,	 envueltos	 en
sus	túnicas	color	de	azafrán,	se	han	embarcado	para	celebrar	la	festividad	del	dios-héroe.
A	lo	lejos,	sus	bastones	erguidos	recuerdan	el	lienzo	de	Velázquez	en	el	que	también	las
lanzas	apuntan	al	cielo.
El	 río	 ya	 es	 parte	 de	 nosotros,	 una	 costumbre	 de	 la	 mirada,	 algo	 que	 casi	 llega	 a
desaparecer,	 como	 todo	 lo	 que	 transcurre	 demasiado	 cerca.	 Pasa	 con	 los	 elementos
naturales	 y	 los	 objetos	 lo	 mismo	 que	 con	 los	 animales	 y	 las	 personas,	 que	 cuando
convivimos	 largo	 tiempo	 con	 ellos	 llegamos	 a	 no	 darnos	 cuenta	 de	 su	 presencia,	 pero
llegamos	 a	 confundir	 nuestro	 ritmo	 con	 el	 suyo	 y	 a	 latir	 y	 respirar	 con	 las	 fuerzas	 que
ellos	 nos	 prestan.	 Cuando	 nuestros	 ojos	 han	 dejado	 de	 contemplarlos,	 algo	 de	 ellos
empieza	 a	 habitarnos.	 El	 río	 ha	 dejado	 de	 ser	 una	 imagen.	 Pronto	 empezaremos	 a
pertenecerle.	 Algo	 de	 su	 placidez	 se	 reflejará	 en	 nuestros	 ojos.	 Algo	 de	 su	 flujo
llevaremos	al	caminar.	Algo	de	sus	remolinos	invadirá	nuestro	entorno.	Algo	de	su	calma
se	preservará	y	se	acompasará	en	nuestras	venas.
Ahora,	el	río	es	aquel	telón	de	fondo	que	precede	la	fusión	de	los	días	con	los	días,	de	las
noches	 con	 las	 noches	 y	 de	 otros	 días	 y	 otras	 noches	 que	 en	 nuestro	 interior	 se
confunden	y	fuera	de	él	suceden.	Los	sueños,	que	a	veces	nos	revelan	y	los	deseos,	que
tantas	veces	se	apoderan	de	los	sueños,	no	son	sino	el	fatigoso	relato	de	un	argumento.
No	otra	cosa	es	la	existencia.	Y	en	ésta	mía,	ahora,	pasan	los	sadhu	en	su	barca	mientras,
en	la	orilla,	Rama	aprende	a	ser	un	hombre,	a	enamorarse	de	una	niña	y	a	inventarse	al
héroe	de	rostro	azul	que	habrá	de	distraer	de	sus	pesares,	en	este	día,	a	los	habitantes
de	Assi.
POEMAS	DEL	TÉ
(Benarés,	1988)
                                   El	agua
Lloré	tanto	una	noche
que	al	alba	me	encontró	apresada
toda	entera	en	el	agua
que	había	brotado	de	mis	ojos.
La	recogió
y	la	puso	a	hervir	en	su	pecho.
Fue	tan	intenso	su	deseo
que	nací	de	su	boca
desnuda	como	un	hada.
                                      El	limón
Sabe	que	convertirse	en	un	antílope,
beber	el	néctar	de	la	luna
o	de	una	fuente	sagrada
                           no	basta
para	resucitarme	después	de	cada	noche.
Conoce	los	secretos	de	la	alquimia	y,	así,
con	unas	gotas	de	limón,	destila
sus	ojos	–que	son	astros
cálidos–	y	me	los	ofrece.
Luego	me	invita	a	ser	el	viento
sobre	un	lago	de	té.
                                  El	cardamomo
Si	al	despertar	me	enredo	con	los	hilos
que	tejen	las	arañas	en	mis	pies,
si	la	luz	que	protege	mi	cuerpo
al	escaparse	de	él	me	hiere	y	me	sacude,
si	tropieza	en	mis	alas	y	se	queman
con	un	resto	de	aurora	o	de	recuerdo,
si	me	olvido	el	conjuro	que	retiene
el	agua	prisionera	de	mis	ojos,
me	invoca	dulcemente	y	me	prepara
un	reino	de	hoja	fresca	entre	sus	brazos.
A	cardamomo	huelen	sus	mejillas.
Como	antorchas	se	encienden	en	su	boca
mis	dedos	y	las	flores	de	un	deseo.
                                   La	canela
Me	impaciento	si	tarda	en	despertar:
descorro	las	cortinas,	asusto	a	los	gorriones,
enmaraño	el	silencio	con	voces	aturdidas,
rocío	de	canela	la	cama	donde	duerme,
desordeno	su	mesa	de	trabajo	y	borro	de	sus	libros
algunas	páginas.
“Eso	está	mal,	princesa”,	le	oigo	murmurar.
Escondo	mis	manos	bajo	el	turbante	de	un	guerrero
              de	madera;
                         tras	él,	cansada	y	sucia,
hago	como	que	miro	muy	atenta	el	sol
posarse	en	la	ventana.
                                    El	azúcar
“Nunca	molestas,	princesa”,	me	dice,
y	me	descuelgo	por	su	barba,
me	hago	un	lugar	en	el	bosque	sagrado	de	su	pecho
y	juego	a	ser	luciérnaga	para	dormirme	allí
al	clarear	la	madrugada.
Pero	él,	entonces,	juega	a	ser	la	luz
que	me	descubre
y,	por	grande	que	sea	mi	pereza,
debo	adoptar	el	cuerpo	que	me	pide.
Con	sus	ojos	de	niño	me	sonríe:
sé	que	espera	mis	labios;
yo	le	ofrezco	el	azúcar
                           para	el	té.
                                     El	té
A	veces	algún	sueño	se	prolonga
más	allá	de	sí	mismo,
se	sienta	con	nosotros
y	perturba	el	ritual	de	la	mañana.
Una	lágrima	puede	deslizarse	en	las	hojas	de	té
y	estremecer	el	cuerpo	de	los	cuencos.
Entonces	él	nos	cuenta,	a	aquel	sueño	y	a	mí,
la	historia	de	Naropa:
“Las	hadas	y	los	sabios	tibetanos”,	me	dice,
no	tiemblan	por	un	sueño”.
Yo	bajo	la	mirada
y	en	el	té	se	dibuja	una	sonrisa.
                                      La	miel
Sus	ojos	duermen	encendidos.
No	le	basta	saber	que	los	habito
como	un	cristal	oscuro,
pretende	que	me	invente	en	cada	amanecer
un	cuerpo	diferente
para	sentirse	tigre	o	salamandra
o	el	djin	que	habita	los	desiertos.
Me	rocía	de	miel,	me	atrapa	con	su	lengua,
como	un	sol	en	su	cénit	me	diluye.
Vuelvo	a	ser	una	luz	para	sus	sueños.
SEMILLAS	PARA	UN	CUERPO
        (1986)
Tal	vez	llegaré	tarde	a	tu	amor	–no	a	tus	brazos–
y	cuando	quiera	amarte	con	fresas	en	la	boca,
la	pasión	y	los	dioses	condenándome	a	ti,
te	hallaré	a	cielo	abierto,	tendido	entre	los	pétalos
dorados	de	tus	sienes,	inventándote	el	mar
y	el	gozo	de	las	flores.
Tal	vez	llegue	despacio	y	no	me	reconozcas
porque	me	habré	mudado	la	sombra	cuatro	veces,
mías	no	serán	ya	ni	la	voz	ni	las	huellas,
nada	de	lo	que	pueda	dejarse	en	el	olvido.
Deberás	encontrarme	en	lo	que	sé	de	ti:
en	la	exacta	distancia	que	separa	tus	ojos
del	misterio	del	agua	en	la	fuente	dormida.
   (Poema	para	adueñarse	de	mi	sombra)
   Si	tu	m’apprivoise,	ma	vie	sera	comme	ensoleillée.	Je	connaîtrai	un	bruit	de	pas	qui
                                                     sera	différent	de	tous	les	autres.
                                                                Antoine	de	Saint-Exupéry
   Porque	a	veces	extraño	los	parques,	la	cigüeñas,
   los	árboles	del	bosque,
   deja	que	se	demore	mi	cuerpo	en	el	camino
   y	acoge	su	reflejo	con	la	misma	ternura
   con	que	hicieras	el	día	o	el	amor	o	bien	ambos.
   No	te	impacientes.	Mientras,
   dispón	el	aposento	con	mágico	cuidado.
   Extiende	un	rayo	suave	de	luz	entre	los	libros
   (el	primero	que	el	sol	pose	en	tu	mejilla),
   deja	el	último	verso	latiendo	en	los	cristales
   para	que	sepa	dónde	descansó	tu	mirada
   y	aparta	los	objetos	color	de	despedida
   para	que	no	me	corte	y	me	desangre.
   Procura	dejar	siempre	abierta	la	ventana.
   Cuando	sientas	mi	pelo	rozándote	la	sombra
   apaga	el	eco	de	tus	pasos:
   el	tiempo	se	detiene	cuando	nadie	lo	escucha.
   Abrígame,	entonces,
   hazme	una	cuna	blanca	parecida	al	silencio
   y	un	silencio	de	mar	parecido	a	tus	brazos.
   Aduéñate	mis	horas	mansamente.
   Como	si	del	misterio	más	alto	se	tratase,
   haz	arder	lentamente,	sin	que	yo	me	dé	cuenta,
   el	alma	entre	los	gestos	más	leves	de	esta	casa.
Le	Renard	se	tut	et	regarda	longtemps	le	petit	Prince:	s’il	te	plaît…	apprivoise-moi,	dit-
                                                                                        il.
Antoine	de	Saint-Exupéry
Nadie	me	señaló	tu	llegada	esta	tarde.
No	sé	si	por	quererla	he	forzado	el	destino,
si	por	fijar	los	ojos	simplemente	en	la	vía
y	esperarte	muy	quieta.
Creo	que	incluso	fui	transparente	un	instante
porque	una	niña	anduvo	por	mi	pecho	sin	ver
que	mi	sangre	era	luz	esperando	tus	labios.
Por	ser	cierto	que	ocurres	más	allá	de	tu	piel
sé	que	el	amor	es	fuerte	porque	no	es	necesario,
como	tampoco	lo	es	mi	espera	en	este	sitio,
las	flores,	ni	tu	risa,	ni	la	última	estrella.
Llegó	la	primavera	y	me	halló	diminuta,
prendida	a	tu	camisa	a	la	altura	del	río.
Para	ser	yo	lo	más	pequeño,	¿ves?,
creer	en	ti	es	suficiente.
De	repente	la	vida
y	tu	ausencia	colmándome	los	brazos:
te	haces	y	te	deshaces	al	ritmo	de	la	luz
en	los	campos	abiertos
y	ni	siquiera	el	miedo	que	siempre	me	acompaña
me	parece	tan	cierto	como	tú,	tus	labios	en	mi	frente
o	el	sol	que	se	derrama	en	los	olivos.
Es	tan	simple	vivir:	tu	mano	en	mi	cadera
es	la	verdad	más	clara.
Si	detengo	en	tu	espalda	la	mirada
y	abrazo	de	repente	el	río	en	tu	cintura,
si	apreso	los	peces	que	nadan	en	tu	vientre
y	me	invento	la	forma	de	ser	tuya
más	allá	de	mis	muslos	o	la	dicha,
si	el	misterio	en	tus	labios	se	desborda
y	aprende	a	ser	gaviota	y	arrecife
y	el	diminuto	dios	de	las	arenas
que	se	infiltra	en	los	pliegues	de	tus	dedos,
nos	bebe	la	distancia	y	la	deshace
como	tu	amor	y	el	mío
para	ser	más	amor	y	menos	nuestro,
si,	más	tarde,	la	muerte,	para	enseñarme	a	ser
la	amante	más	perfecta	de	tu	sueño,
se	tiende	a	nuestro	lado,
abrígame	tan	sólo	con	tu	aliento	la	piel
y	deja	que	la	risa	disuelva	el	universo.
Invítame	a	beber	tu	sombra	al	otro	lado
del	mar.
Beberla	largamente	como	si	fuese	el	miedo
y	el	silencio	preciso
para	que	tu	semilla	me	nazca	dulcemente
y	haga	de	mí	tu	cuerpo
a	este	lado	del	mar.
Esa	manera	tuya	de	consagrarte	en	todo,
de	llenarte	la	boca	de	frutas	o	de	besos,
ser	la	ola	que	rompe	en	mi	cuerpo	mil	veces
y	asiste	a	su	destino	de	mar	y	de	silencio,
ese	modo	de	ser	tus	ojos	lo	profundo,
la	ceguera	que	alumbra	mi	amor	en	sus	abismos
es	la	forma	más	dulce	que	tienen	las	estrellas
de	convertirse	al	alba	en	torrente	de	luz
que	me	inundan	las	manos,	las	sienes,
la	garganta,	me	palpan	lo	que	soy	y	también
lo	que	no	seré	nunca	–a	no	ser	en	tu	boca:
con	la	fruta	y	tu	lengua	acariciando	el	mundo.
Quiero	beberte	el	alma	a	flor	de	piel
y,	al	final	de	tus	dedos,	donde	yo	termino,
aquel	silencio	que	tanto	reconozco.
No	hay	tiempo	para	hablar	de	cosas	pasajeras:
la	eternidad	nos	arde	en	la	mirada.
Háblame	de	cosas	pasajeras,
no	sea	que	esta	pasión	de	dioses	se	alce
hasta	hacernos	perder	el	penoso	equilibrio
de	ser	hombres.
Ayer	sucedió	la	lluvia.
No	la	angustia	de	las	flores
cuando	el	viento	las	combate
sino	la	lluvia	suave
como	tus	dedos	por	mi	espalda.
Hoy	me	pregunto	cuánto	tiempo	tardan	los	cuerpos
en	surcar	sus	propias	aguas.
No	tardan	mucho	tus	palabras
en	surcar	los	océanos
y	transformarse	en	uva	y	pan	sobre	la	mesa.
No	tardan	mis	poemas
en	cumplirse	en	los	gestos	pequeños	que	invitan	al	abrazo,
o	a	reír	dulcemente
cuando	el	sol	suspende	el	día	entre	las	nubes.
Puede	que	enmudecer	no	sea	la	forma	más	sagrada
de	nombrarnos
si	los	versos	aprenden	tu	caricia	en	mis	tobillos
y	me	dices	que	el	alba	se	deslizó	callada	y	tibia
junto	a	mi.
Y	si	te	quiero	abierto
como	el	centro	imposible	de	un	mundo	transparente,
si	te	quiero	imposible,	más	allá	de	mis	brazos,
más	abierto	que	el	viento,	más	leve	y	más	amante,
será	porque	mañana	nos	quisiera	infinitos,
unidos	como	nieve	a	punto	de	ser	agua.
Y	es	por	eso	que	dejo	resonar	la	memoria,
todas	esas	palabras	de	hilo	que	se	enreda
en	tu	boca	o	la	mía.
Deja	que	el	mar	repose	en	tu	mirada
mientras	desato	tu	sandalia:
es	tan	grande	el	silencio,	tan	sencillo,	tan	nuestro
que	para	ser	la	espuma	y	olvidarme	en	tu	piel
tendré	que	renunciar	a	lo	que	sé	de	ti
y	saber	que	esta	tarde
concluye	como	yo,	con	olor	a	lavanda,
allí	donde	mi	pelo	acaricia	tus	pies.
Si	quisiera	decirte	cuánta	infancia	perdura
en	tus	labios	dormidos,	entre	lino	y	rocío,
te	abriría	mi	vientre,	me	enseñaría	toda
para	que	tu	mirada	olvidase	en	su	abrazo
que	alguna	vez	fue	tuya	y	despertó	cansada.
Y	porque	siempre	me	atrevo	más	a	lo	que	callo,
ocultaré	el	deseo	o	el	error	de	saberte
dormido	como	un	niño
que	de	mi	amor	naciera.
Y	si	ocurren	en	mí	tus	manos	y	mi	boca,
tu	alivio	y	mi	constancia,
si	te	detienes	en	la	luna	que	asciende	por	mis	muslos
y	te	asombras	de	esta	vida	que	fluye	en	mi	costado,
si	por	tu	sien	el	mar	tan	dulcemente	se	abandona
posando	con	la	espuma	tu	nombre	por	mi	vientre
será	por	no	existir	un	gesto	más	perfecto
que	nos	disuelva	en	tarde,	en	lluvia
o	en	las	arañas	lentas	que	ordenan	cada	tarde
el	mundo	en	nuestra	alcoba.
Hoy	tendí	tu	sombra	sobre	la	nieve
y	la	dejé	crecer.
Cuando	me	aparté,	vi	que	era	blanca	como	la	luz
de	las	más	altas	cumbres.
Y	te	amo	entre	las	sombras,
en	las	calles	oscuras	de	las	ciudades	viejas,
bajo	la	luz	del	sol	y	en	sus	heridas,
sobre	lechos	de	estrellas	o	dentro	de	las	crines
de	los	potros	salvajes,	en	las	laderas	frías
del	miedo	cuando	acecha,
a	gritos	y	en	silencio,	en	el	dolor	de	amarte
y	en	la	inmensa	ternura	de	tus	labios
                                    y	te	amo
en	mis	manos	vacías	o	llenas	de	ciudades,
de	sol	y	de	laderas,
                       y	cuando	ya	no	quede
un	lugar	donde	amarte,	te	amaré
como	cierran	sus	alas	las	aves	cuando	duermen.
Subí	con	cien	estrellas	en	los	ojos,
con	cien	planetas	en	el	vientre	descendí.
(Tú	estabas	en	la	cumbre
y	en	tu	boca	cien	tigres	se	asomaban).
Me	niego	a	aprender	la	gravedad	del	mundo
y	a	conquistar	de	noche	el	vuelo	torpemente.
Dejaré	que	entierres	con	mi	sombra
las	palabras	de	sal	que	adhieren	a	la	piel	de	la	memoria
y	aprenderé	de	ti	a	despertar	temprano
el	cuerpo	de	las	aves.
Es	tan	fácil,	mi	amor,
descansar	en	la	paz	de	tu	existencia	leve,
saber	que	desde	todo	me	invitas	a	creer
que	es	posible	ser	playa
sin	que	el	mar	abandone	en	nuestra	boca
un	cuerpo	ahogado	cada	noche.
Tan	difícil,	mi	amor,
recuperarme	intacta	en	tus	arenas,
tener	que	medir	en	tus	versos	mis	ojos
y	aprenderme	de	nuevo	en	cada	instante
-hace	ya	tanto	tiempo	que	vivo	atrapada
en	la	cal	de	unas	viejas	paredes-.
Y	me	abres	los	brazos,	dulcemente,	me	llamas:
dejo	que	mis	alas	se	cierren	en	la	orilla
y	dispongo	en	los	besos	otra	manera	más	segura	de	perderte.
Nos	llegará	la	muerte	por	alguna	palabra
de	más	que	pronunciemos
y	correrá	la	sangre	por	mis	muslos	abiertos
hacia	el	misterio	ardiente	donde	el	amor	conduce
y	sembrarás	mi	boca	de	tantas	azucenas
que	la	escarcha	querrá	ser	tu	esposa	o	mi	lengua.
Cuando	la	muerte	alcance	mi	frente	reclinada
en	tus	aguas	tranquilas
tratará	de	extender	la	niebla	que	separa	los	cuerpos
pero	nos	hallará	transparentes,	ligeros,
a	punto	de	nacernos	el	alma	en	la	saliva.
Deseé	alguna	vez	que	un	poeta	me	amase.
Ahora	duelen	sus	poemas	en	mi	cuerpo
o	algo	de	mí	que	en	él	se	reconoce	hasta	quebrar	la	imagen
de	todo	lo	que	fui.
Ahora	deseo	que	me	amase	tanto	que	dejara	de	amarme
y	sus	palabras	fuesen	nieve
que	el	sol	de	junio	derritiese	entre	mis	pechos,
allí	donde	su	aliento	insiste	en	acallar
esta	tristeza	antigua	que	siempre	me	acompaña.
Este	libro	terminó	de	editarse	en	noviembre	de	2011,	recordando	las	palabras	de	Alejandra
                                         Pizarnik:
   Mi	favorito	sigue	siendo	el	ojo	que	invita	a	irse	lejos	de	la	mirada,	lejos	de	lo	mirado.