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Guía Completa para Monaguillos

El documento presenta información sobre el rol y responsabilidades de los acólitos o monaguillos. Explica que los monaguillos desempeñan un importante ministerio litúrgico al ayudar en la misa y otras ceremonias religiosas. También enfatiza la importancia de que los monaguillos se preparen bien para su función a través de la formación y oración, de modo que puedan servir a Dios y a la comunidad de una manera ordenada y piadosa.

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Guía Completa para Monaguillos

El documento presenta información sobre el rol y responsabilidades de los acólitos o monaguillos. Explica que los monaguillos desempeñan un importante ministerio litúrgico al ayudar en la misa y otras ceremonias religiosas. También enfatiza la importancia de que los monaguillos se preparen bien para su función a través de la formación y oración, de modo que puedan servir a Dios y a la comunidad de una manera ordenada y piadosa.

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Yo__________________

____________________
____________________

Soy acólito de la Parroquia


San Miguel de Santa María de
Los Ángeles, entré a la
comunidad el
día__________________
Los acólitos o monaguillos,
lectores, comentadores
y miembros de la “schola cantorum”,
desempeñan un auténtico ministerio litúrgico.

Ejerzan, por tanto, su oficio


con la sincera piedad y el orden que convienen a tan gran
ministerio
y les exige con razón el pueblo de Dios.

Con ese fin,


es preciso que cada uno a su manera
estén profundamente penetrado
del espíritu de la liturgia
y que sea instruido
para cumplir su función
debida y ordenadamente”.

Concilio Vaticano II
Constitución sobre la Sagrada Liturgia, n. 29.
PRESENTACIÓN
Tienes en tus manos un libro que quiere ayudarte a ser un
buen monaguillo.

En él encontrarás información sobre cuestiones


fundamentales en el ejercicio de tu ministerio; algunas son de
aplicación más inmediata, como por ejemplo lo que debes hacer
durante la celebración de la Misa, y otras de alcance más amplio.
También encontrarás algunas oraciones, y la indicación de los
lugares en los que puedes encontrar otras, ya que no hay que
olvidar que un monaguillo es alguien que tiene una relación
especialmente intensa con el Señor, que se sabe amado por Él y
que, al mismo tiempo, quiere amarlo con todo el corazón, con toda
el alma y con todas las fuerzas; por ello el servidor del altar debe
dialogar con él en la oración de manera cotidiana.

Quizá al principio pensarás que la tarea de monaguillo es


muy difícil. No lo es. Por otra parte, no tienes que aprenderte de
memoria todo lo que lees, como si luego tuvieras que repetir la
lección, ni estás solo en tu preparación. El sacerdote es tu punto
de referencia principal, y él te enseñará todo lo que debes saber,
todo lo que tienes que hacer, y también a utilizar este libro.

Puedes estar contento, porque eres muy afortunado. Servir


a Jesucristo en el altar en medio de su comunidad de discípulos es
un don muy preciado. Sin duda lo irás descubriendo poco a poco
y convenciéndote, y sabrás apreciar todo lo que eso significado De
momento, y para empezar, deberás estar atento a todo lo que te
enseñan, y fijarte en lo que hacen los demás monaguillos que
llevan ya tiempo en este servicio. Y al mismo tiempo, deberás
participar de la Misa con una ilusión especial, ya que, en este
momento, Cristo está entre nosotros de forma especialmente
intensa.
Ser servidor del altar es algo serio y al mismo tiempo muy
bonito. Tú has sido elegido para serlo. Que por muchos años
puedas llevar a cabo este ministerio, y cada día ames más a Dios.

SER MONAGUILLO

¿Qué es un monaguillo?
Todos sabemos lo que queremos decir cuando decimos
que alguien es un monaguillo, pero bueno será recordarlo. Un
monaguillo es alguien que ayuda a la Misa y a otros ministerios del
altar.
En primer lugar, ayuda a la Misa. Este es el momento más
importante para un monaguillo. Para todo cristiano, la Misa es la
fuente de su vida y su culminación. Pues para un monaguillo, con
mayor razón. El monaguillo tiene que amar la celebración de la
eucaristía, pues en ella está presente Jesús, el Señor, de un modo
muy especial:
† está presente en el sacerdote que preside,
† está presente en la Palabra proclamada en las lecturas,
† está presente en la reunión de los cristianos en la iglesia,
† está presente sobre todo en el pan y el vino consagrados.

En segundo lugar, el monaguillo realiza también otros


ministerios. Es decir, que él es un “ministro”, palabra que significa
“servidor”. Por tanto, el monaguillo es alguien que tiene un
auténtico espíritu de servicio, y que está contento cuando, con sus
obras, presta una ayuda eficaz en su parroquia y en medio de sus
hermanos cristianos.

Y, ¿a quién sirve el monaguillo?


También nos lo dice la frase que hemos visto más arriba:
sirve al altar. Y eso significa que presta un auténtico servicio al
Señor que se hace presente sobre el altar, y al sacerdote que lo
representa por la ordenación que ha recibido, y también a toda la
comunidad reunida para celebrar la eucaristía y las demás acciones
litúrgicas. Realmente ser monaguillo es un ministerio precioso.
¡Alegre servidor de Dios y de los hermanos!
Los libros litúrgicos prefieren utilizar otra palabra para
designar este ministerio: “acólito”. Es un término más esmerado, y
nosotros también lo utilizaremos.

¿Quién puede ser monaguillo?


Lo puede ser toda persona que tenga aptitudes, haya sido
bautizado, y haya recibido los demás sacramentos que
correspondan a su edad. Si ha hecho ya la primera comunión,
podrá vivir más intensamente su misión, ya que no sólo podrá
servir al altar, sin, que también podrá participar y alimentarse de
Cristo como los demás cristianos.

¿Quién me llama a ser monaguillo?


No hay que desear ser monaguillo para hacerse ver, para
pasear delante de los demás con un vestido bonito, ni para pasar
el rato con los amigos, ni para complacer a los padres o los
abuelos. Servir al altar es una misión muy importante, y la
recibimos da Jesús. Es Él quien nos puede pedir este servicio, y lo
puede hacer hablándonos directamente al corazón cuando
rezamos, leemos la Biblia o estamos en Misa, o también a través
de nuestros catequistas o sacerdotes, de nuestros padres o de
algún amigo que ya lo sea. Es conveniente, por tanto, no andar
distraído y ser capaz de ver si realmente el Señor me llama a mí a
realizar este servicio tan necesario.

¿Cómo debe ser un monaguillo?


No basta con que sea un buen chico, algo por otra parte
totalmente necesario. Debe tener ante todo un gran deseo de
servir al Señor, al sacerdote y a toda la comunidad. Debe amar a
Jesús de todo corazón, y desear ardientemente que todo el mundo
lo conozca y lo escuche. Para ser un buen ministro del altar de
Dios, se necesitan buenas cualidades y una adecuada preparación.
† El buen monaguillo es puntual a la hora de su servicio, para
poder preparase bien y sin prisas.
† El buen monaguillo es fiel a su compromiso, aunque a
veces para ello deba renunciar a otras cosas que también
le gustan.
† El buen monaguillo es constante en las reuniones del grupo
parroquial o de la comunidad, en la catequesis, en las
preparaciones, y participa en ellas activamente.
† El buen monaguillo es ordenado, sabe dónde deja las cosas
y se preocupa de que todo esté siempre en buen estado.
† El buen monaguillo es amable, puesto que el trato con
Jesús en el altar le ayuda a verlo presente en las demás
personas.
† El buen monaguillo es piadoso, le gusta dedicar tiempo a
rezar, solo o en comunidad, a leer la Biblia y a participar de
los actos litúrgicos.
† El buen monaguillo es humilde, está atento a lo que le
enseñan los sacerdotes y las demás personas mayores de
la comunidad, y no se enfada si le corrigen; al contrario, lo
agradece de todo corazón. Quiere aprender cada vez más.

¿Cómo tiene que preparase un monaguillo?


Antes de empezar a realizar su ministerio, el monaguillo
debe recibir una formación básica, especialmente por parte del
sacerdote de su parroquia o de algún otro responsable, y ser
constante, como hemos dicho, en los encuentros del grupo.
Especialmente, es necesario que profundice el significado litúrgico
y espiritual de la Eucaristía y de los demás sacramentos.
No basta, pues, con saber lo que hay que hacer, sino que
es conveniente comprender el sentido de lo que se hace; de este
modo el servicio se realizará con mayor competencia y provecho,
con un mayor conocimiento de las cosas y mayor dignidad.
El monaguillo debe conocer los nombres de todas las cosas
que trata, los movimientos propios de cada celebración, el año
litúrgico, los libros, etc.

¿Por qué el monaguillo tiene que formarse bien?


Por tres razones fundamentales:
† Porque el monaguillo o acólito tiene la misión de dar gloria
a Dios cuando está en el altar y con todo su
comportamiento.
† Porque él ocupa un lugar particular en la asamblea
litúrgica: ayuda directamente al sacerdote a celebrar los
sacramentos, es su principal colaborador.
† Porque acompaña a todos los fieles a una participación
atenta, especialmente en la celebración de la Eucaristía.
EL MONAGUILLO REZA

El monaguillo es un amigo de Jesús, de Dios. Sabe


que Él lo ha llamado a servirle en el altar y en los hermanos
de la comunidad, y, por tanto, le ha mostrado toda su
confianza. Y como los amigos quieren estar juntos y hablar
de sus cosas, también el monaguillo quiere estar a menudo
en compañía de su mayor Amigo, para escuchar su voz que
nos habla en nuestro corazón y para explicarle todo lo que
vive, lo que le entristece, lo que le da alegría, y también sus
dificultades y problemas. Es la oración.
Así pues, un buen monaguillo no puede empezar el
día sin dar gracias a Dios por el descanso nocturno, por la
luz del nuevo día y por todo lo que en ese nuevo día vivirá.
Aunque no sea una oración muy larga, el monaguillo da los
“buenos días” a Dios y le dice que le quiere. También el
Señor con los primeros rayos del sol le está diciendo que
sigue amándole.
Tampoco al terminar el día, cuando ha terminado la
tarea cotidiana, sin ruidos que le estorben, el monaguillo
olvidará su rato de oración. ¡Han ocurrido tantas cosas a lo
largo del día! Las repasará en unos momentos, y dará
gracias a Dios, sobre todo por todas las personas con las
que se ha encontrado y que le han hecho el bien, que le
han ayudado; también pedirá por las personas que ha visto
con problemas, enfermas, tristes, etc. Y, claro está,
también pedirá sinceramente perdón por lo que no ha
hecho bien; así, con este perdón de Dios, al día siguiente
podrá volver a empezar para intentar ser más buen
cristiano. Con este espíritu, con el Amor de Dios en su
corazón, el monaguillo se dormirá tranquilo “como un niño
en el regazo de su madre”.
También en otros momentos del día se puede rezar,
claro está, cada uno verá, si es posible, cómo hacerlo y
cuándo. Especialmente será bueno que se acostumbre a
utilizar el libro de oraciones más importante, el que usaba
el mismo Jesús: los salmos. El sacerdote podrá ayudarle a
utilizarlo Y sin duda que si se acostumbra lo disfrutará
mucho. También leer alguna página de la Biblia,
especialmente de los Evangelios, ayuda mucho a rezar.
También el monaguillo rezará siempre antes de comenzar
la Misa y al terminar. Lo puede hacer solo o bien con los
demás monaguillos compañeros suyos y el sacerdote. Esta
oración de preparación a la eucaristía y de acción de
gracias final es muy necesaria, y el monaguillo no la
descuidará nunca. Aquí ponemos una de cada como
ejemplo.
Puede que, al principio, rezar cueste un poco. Pero
si es constante, el monaguillo verá como poco a poco se
encuentra mejor en la oración, hasta que se convierte en
algo natural, como el respirar. De todos modos, no hay que
olvidar que, en la oración, no es tan importante lo que
decimos a Dios, las palabras que empleamos como el
hecho de dejarnos amar por Él y, al mismo tiempo
mostrarle también nosotros que le amamos.
Oración antes de la Misa

Señor, te doy gracias porque me llamas nuevamente


a tu servicio en esta celebración que estamos a punto de
empezar. Ayúdame a estar muy atento para reconocerte en
seguida en la persona del sacerdote, a escuchar con
provecho tu Palabra, a alimentarme dignamente con tu
Cuerpo y tu Sangre, y a reconocerte presente en medio de
la asamblea de los hermanos. Ayúdame a servir a tu altar
como tú mereces, a hacerlo todo con diligencia y eficacia,
y, sobre todo, a hacerlo por tu amor. Sí, que todo mi actuar
sea, Señor, expresión del amor con el que quiero amarte,
puesto que sólo en ti encuentro la paz y la alegría.
Ayúdame, Madre de Dios y madre mía, tú que nos dijiste a
todos: “Haced lo que él os diga”.
Amén.
Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Esta oración, poniéndola en plural, puede ser


rezada por todo el grupo de monaguillos antes de la Misa.
Oración después de la Misa

Señor, bendito seas por el gran don de la Eucaristía.


Una vez más me has querido cerca de tu altar, sirviéndote
a ti y a los hermanos.

Gracias por tu Palabra, que me enseña todo lo que


has hecho y haces constantemente por mí; gracias por el
sacerdote, imagen tuya, que eres el buen Pastor de todo el
rebaño; gracias por la comunidad de los hermanos, que me
ayudan a comprender que soy miembro de la Iglesia;
gracias, especialmente, por tu Cuerpo y tu Sangre, que una
vez más nos has dado por amor. Ayúdame, ahora, al volver
a mi casa y a mis obligaciones de cada día, a ser un buen
cristiano.
Que sepa reconocer en cada persona a mi hermano,
que espera ser amado de todo corazón. Así no me apartaré
nunca de tu lado, aquí en la iglesia y también fuera de ella.
Madre de Dios y madre mía, intercede para que en todo lo
que diga, haga o piense, tu Hijo y Señor nuestro sea
glorificado.
Amén.
Padrenuestro, Avemaría y Gloria.
QUÉ ES LA MISA

1. La Santa Cena de Jesús.


Jesús, como buen israelita, celebraba todos los años
la Pascua, es decir, la libertad que Dios había alcanzado
para su pueblo amado, cuando les hizo atravesar el mar
Rojo y los liberó de las manos del faraón. Jesús celebró la
Pascua durante muchos años con su familia, y luego con
los apóstoles y discípulos que le seguían. La celebración
consistía en una cena muy festiva en la que, con cantos,
oraciones y signos, recordaban la última cena que hicieron
en Egipto antes de partir y, sobre todo, recordaban el amor
que Dios les demostró conduciéndolos hasta su tierra.

También para Jesús llegó su última cena, la Santa


Cena. Había predicado durante unos años que los hombres
tenían que aprender a amar como Dios y abandonar el
pecado. Y sabía que había llegado ya el momento de dar su
vida en la cruz, y que todo el mundo se diese cuenta de
hasta qué punto ama Dios. Se reunió, por tanto, con sus
apóstoles para celebrar la Pascua, pero esta vez fue
distinto. Jesús les dijo, en primer lugar, que si querían ser
sus discípulos, tenían que amarse y ayudarse en todo, y
para demostrárselo, Él mismo les lavó a todos los pies.
Esto, que en aquella época lo hacían los criados, lo quiso
hacer Él —el Hijo de Dios— para darles ejemplo. Y luego,
cuando estaban ya en la mesa, Jesús tomó el pan, dio
gracias a Dios, su Padre, lo partió y les dijo: “Tomen y
coman. Esto es mi cuerpo”. Todos quedaron tan
sorprendidos que no sabían lo que les pasaba. Y luego,
Jesús tomó una copa llena de vino mezclado con un poco
de agua y les dijo: “Esta es mi sangre, derramada por
ustedes. Hagan esto en conmemoración mía”. De este
modo, Jesús quiso quedarse con nosotros en el pan y el
vino consagrados de la Misa, para que todos sus discípulos
participásemos de su Pascua. Una Pascua Nueva y Eterna.

2. La eucaristía: la muerte y la resurrección de Jesús.


Ya sabemos lo que ocurrió con Jesús, el Señor,
después de la última Cena. Lo encarcelaron, y, como si se
tratase de un malhechor, lo clavaron en la cruz. ¡Cómo
estarían los apóstoles! Y no digamos su Madre, la Virgen
María.
Pero en el corazón de todos ellos había la luz que el
mismo Jesús había encendido durante la última cena. La
lección del amor, el pan y el vino que se convierten en el
Cuerpo y la Sangre de Cristo, su serenidad y confianza en
el Amor de su Padre del cielo. Todo era como una llama
que iluminaba y daba calor en aquellos momentos de
oscuridad y desconsuelo. Y esa luz se convirtió en rayo
fulgurante, como el sol del mediodía, cuando el domingo
por la mañana unos ángeles anuncian a las mujeres que
iban al sepulcro de Jesús, que había resucitado. Ellas
corrieron a explicarlo a Pedro y a los demás apóstoles, y
sin acabar de creérselo, fueron al sepulcro, y entonces
comprendieron todo lo que Jesús les había explicado, y
cómo su muerte en cruz y toda su vida eran la manera
como Dios les mostraba su Amor y nos salvaba del pecado
y de la muerte.
También comprendieron que desde aquel momento
la Pascua sería la muerte y la resurrección de Jesús, y que
su última Cena era el anuncio y la celebración de este
hecho. Por ello, todos los domingos —el día en el que Dios
resucitó a su Hijo— los cristianos nos reunimos para
celebrar la Misa (también la llamamos Eucaristía), ya que
alrededor del altar con el pan y el vino, que se convierten
en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, repetimos la Pascua de
Jesús, nuestro Salvador.

3. Los cristianos formamos el Pueblo de Dios


A partir de Jesucristo, de su vida, muerte y
resurrección, y de la venida del Espíritu Santo, Dios hace
que todos los hombres, sean de donde sean, puedan
pertenecer a su pueblo elegido, que ya no está formado por
los que nacen en un país concreto, dentro de unas
fronteras hechas por los hombres, sino que lo forman, este
nuevo pueblo de Dios, todos los que se unen a Jesús por la
fe en Él y por el sacramento del bautismo que es la puerta
de los demás sacramentos.
Por tanto, somos miembros del pueblo de Dios
personas del mundo entero, todas muy distintas, de
costumbres que quizá no se parecen en nada, de gustos
muy diferentes, pero que, sin embargo, porque creemos en
el mismo Dios de Jesús, y hemos recibido el mismo
bautismo, formamos este pueblo de Dios. Somos los
cristianos.
Después de Jesús, los primeros que fueron
miembros de este nuevo pueblo son los apóstoles y los
discípulos del Señor, que convivieron con él vieron todo lo
que hacía y decía. Y aún, para ser más exactos, tenemos
que recordar que la primera en este nuevo pueblo, la
primera de todos, después del mismo Cristo, es su Madre,
la Virgen María.
Por eso, leemos con mucho interés en la iglesia todo
lo que nos explican los apóstoles y los evangelistas,
porque, de su mano, y también por la Virgen, es como
mejor conocemos a Jesús, nuestro Salvador. Él es la Cabeza
y el Pastor de este nuevo pueblo de Dios.

4. La Iglesia se reúne para celebrar la eucaristía


Al pueblo de Dios que nace de la Pascua de Cristo
lo llamamos la Iglesia. Esta palabra significa “Asamblea”, es
decir, un grupo de personas que han sido convocadas para
hacer algo, y especialmente para dar culto a Dios. Y nos
podríamos preguntar: ¿por qué precisamente esta palabra?
Pues porque los apóstoles y los discípulos de Jesús,
después de la muerte y resurrección del Maestro siguieron
juntos, sabiendo como sabían que Jesús estaba presenta
en medio de ellos. Lo sabían porque Jesús se les apareció
resucitado, para que comprendieran que estaba vivo y no
les iba a dejar solos.
El mismo día de la resurrección —el domingo— el
Señor se hace presente cuando sus amigos y apóstoles
estaban reunidos. Al cabo de ocho días, se hizo presente
de nuevo. Y así, siempre, los cristianos nos hemos reunido
todos los domingos (e incluso todos los días) para celebrar
la Eucaristía, ya que sabemos que, de ese modo, Jesús está
presente entre nosotros de una forma muy especial. Él
mismo nos ordenó que celebrásemos su Pascua reunidos
alrededor del altar.

5. El domingo, día del Señor


Cuando ya había terminado el descanso del sábado,
las mujeres fueron al sepulcro de Jesús para ungir su
cuerpo con los ungüentos funerarios, según las
costumbres de aquella época. Era domingo, muy de
mañana. Andaban tristes, por la gran injusticia que habían
cometido con su Maestro clavándolo en una cruz. Además,
se preguntaban cómo podrían apartar la gran piedra que
cerraba la tumba, temiendo que quizá no podrían entrar.
Con estos pensamientos llegaron al lugar en el que habían
enterrado a Jesús. Al llegar, se dan cuenta de que alguien
había quitado la piedra. “¿Qué significa esto? ¡No es
normal!”, pensaban asustadas. Entran y ven que Jesús no
está. “¡Alguien lo ha robado! Pero, ¿por qué?”.
En medio de estos pensamientos, oyen una voz amable, se
vuelven y ven a un joven vestido de blanco, con rostro de
ángel, que les dice: “¿Por qué buscáis entre los muertos al
que vive? No está aquí; ha resucitado”. En cuanto oyeron
estas palabras se fueron corriendo a ver a los apóstoles. Se
lo contaron y, enseguida, Pedro —el primero de los doce—
y Juan fueron a comprobarlo; no acababan de creérselo.
Luego, una vez hubieron visto lo que las mujeres les
explicaban comprendieron que el Señor había resucitado,
y recordaron que ya Él, en alguna ocasión, se los había
dicho: “Al tercer día resucitaré”. Y así fue. Aquel mismo
domingo, al atardecer, se les apareció y lo vieron, con gran
alegría por parte de todos. Desde entonces, el día siguiente
al sábado, es decir, el domingo, es el día del Señor, y
celebramos la Eucaristía porque es el memorial de la
muerte y resurrección de nuestro Salvador.

6. Los nombres de la Eucaristía.


La celebración de la Pascua del Señor ha tenido y
tiene distintos nombres. Cada palabra expresa un aspecto
y, a partir de él, se designa toda la realidad. Veámoslo.
*Fracción del pan. Hace referencia al momento en el que se
parte el pan antes de comulgar. Es un gesto muy
importante porque, de hecho, Jesús, muerto y resucitado,
es el pan partido que da la vida a todos los que lo comen.
También significa que, al comer todo, un trozo del mismo
pan, somos una sola cosa, como el pan que es también uno
solo. Así expresamos que somos hermanos en Jesucristo.
* Eucaristía. Muy pronto apareció esta palabra. Viene del
griego, y significa “acción de gracias”. Y así es. Toda la
celebración es una gran plegaria de bendición o acción de
gracias a Dios Padre, por Jesucristo, su Hijo muerto y
resucitado, en el Espíritu Santo En la celebración la plegaria
principal se llama precisamente “plegaria eucarística”. En
ella, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre
de Cristo, cuando el sacerdote invoca al Espíritu Santo y
pronuncia las mismas palabras del Señor.
* Misa. También la empleamos mucho, esta palabra.
Cuando la celebración se hacía en latín, al terminar el
sacerdote decía: “Ite Misa est”: “Id, es la despedida”. Y
entonces todo el mundo se iba. Como cuando ahora
decimos: “Podéis ir en paz”. Pero con eso no queremos
decir —ni ahora ni antes— que la Misa se haya terminado
y ya nos podemos olvidar del asunto; también se quiere
hacer ver que, después de haber participado en la
celebración, los cristianos tenemos la misión (palabra que
se parece a “Misa”) de ser testimonios del Evangelio allí
donde vayamos y de llevar a todas partes, con nuestro
ejemplo y nuestras palabras, a Jesús, que se nos ha dado.

7. La asamblea que celebra


Cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía
formamos una asamblea. Somos una imagen de lo que es
la Iglesia. Y en esta celebración no todos hacemos las
mismas cosas. Hay distintos ministerios (=servicios), según
lo que es cada uno.
Está el sacerdote (o el obispo). A veces también,
junto a él, ayudándolo, hay uno o dos diáconos. Todos
ellos, los obispos, los sacerdotes y los diáconos, son
ministros que han recibido el sacramento del Orden; el
obispo y el sacerdote para presidir y consagrar el pan y el
vino (su ministerio es indispensable; sin ellos no
podríamos celebrar la Eucaristía); el diácono, como
servidor del Evangelio y del altar.
Luego están los lectores y los acólitos. Los primeros
proclaman las lecturas de la Palabra de Dios (excepto el
Evangelio) y es un servicio muy importante. Y los acólitos y
monaguillos sirven al altar y ayudan al diácono en todo lo
que necesita para poder celebrar la Eucaristía.
Está también el cantor, es decir, aquella persona que hace
cantar a toda la asamblea, puesto que el canto es muy
importante en la celebración litúrgica. Puede haber
también una coral que acompañe con sus cantos. Y,
naturalmente, los que tocan el órgano u otros instrumentos
musicales si los hay.
Todos ellos, junto con las demás personas que
realizan otros servicios y con las que participan de la Misa
sin ejercer ningún ministerio, forman la asamblea que
celebra la Pascua del Señor.

LAS PARTES DE LA CELEBRACIÓN DE LA


EUCARISTÍA
1. Se forma la asamblea: Ritos introductorios
Hemos llegado al Templo, buscamos un lugar que
esté cerca del altar y nos preparamos para la Misa. Es muy
importante llegar con tiempo. Conviene tener unos
momentos de oración y quietud antes de la celebración. El
cantor nos invita a iniciar el canto justo antes de la entrada
del sacerdote y de los ministros que lo acompañan. Todos
nos ponemos de pie al empezar la celebración, ya que el
Señor está presente en nuestra asamblea y también en la
persona del obispo o del sacerdote que preside y que, en
este momento, entra.
Ante el altar todos ellos hacen una inclinación para
mostrar su veneración, y los ministros ordenados lo besan,
ya que son sus servidores y en él recuerdan al mismo
Cristo.
Al llegar a la sede —su lugar propio como
presidente de la celebración— el sacerdote invoca a la
Trinidad con la señal de la cruz y saluda a la asamblea,
diciendo: “El Señor esté con ustedes” (u otro saludo
semejante). Todo el mundo responde: “Y con tu espíritu”.
Así reconocemos lo que antes decíamos: que Cristo
está presente en todos los reunidos y en la persona del
ministro ordenado.
A continuación pedimos perdón de nuestros
pecados y, así, humildemente, nos preparamos para recibir
a Cristo. Si es domingo o una fiesta importante cantamos
el himno del Gloria y, al terminar, el sacerdote, después de
decir Oremos y de un momento de silencio, recita una
oración, al término de la cual todo el mundo aclama: Amén.
Así estamos ya dispuestos para acoger la proclamación de
la Palabra de Dios.

2. La Liturgia de la Palabra
En la Misa podemos decir que se nos preparan dos
mesas para que podamos alimentar nuestra vida cristiana.
La primera de estas mesas es la de la Palabra de Dios. Es
muy importante. Naturalmente que en casa, o en la
catequesis, o en la escuela, también podemos leer la biblia
y aprender lo que nos dice, pero cuando en la celebración
de la Eucaristía leemos sus páginas, hacemos mucho más:
¡celebramos la Palabra de Dios! Y, al hacerlo, estamos
celebrando a Jesucristo, ya que Él es la misma Palabra que
se hizo hombre. Por eso, cuando en la Misa escuchamos
las lecturas estamos escuchando a Cristo. De modo que
hay que estar muy atentos. Ayuda mucho haber leído las
lecturas en casa antes de escucharlas en la Misa. Y, si
alguna vez tenemos que proclamar la Palabra de Dios,
tenemos que prepararnos bien, y recordar que por nuestra
voz está hablando el Señor. ¡Qué responsabilidad y, al
mismo tiempo, qué alegría!
a. La primera lectura
En los domingos y las fiestas importantes, en la
Misa proclamamos tres lecturas. La primera, casi siempre
(excepto en el tiempo pascual) es del Antiguo Testamento.
Son narraciones de la historia del pueblo de Israel, de los
escritos de los profetas, etc. Esta lectura, si la escuchamos
con atención, nos prepara muy bien para comprender el
Evangelio que se nos leerá luego. Nos ayuda a descubrir de
qué forma desde el tiempo del pueblo de Israel Dios
preparaba la venida de su Hijo y su salvación. El sacerdote,
en la predicación, nos ayudará a ver esa relación entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento. Con todo, nosotros, al
escuchar la primera lectura —y más si la hemos leído antes
en casa— ya nos disponemos a ver de qué modo estas
palabras escritas hace tantos siglos se cumplen en Jesús.

A1 terminar la lectura el lector dice solemnemente:


Palabra de Dios, y toda la asamblea responde: Te alabamos,
Señor.

b. El salmo responsorial
Después de la primera lectura, cantamos el salmo
responsorial. El libro de los salmos es también del Antiguo
Testamento, y recoge las oraciones más queridas e
importantes porque forman parte de la biblia y, así, nos
hablan de Cristo. El mismo Jesús las rezaba todos los días.
Y se llama “responsorial” porque normalmente, en la Misa,
un salmista canta o lee el salmo, y todos respondemos una
frase, como en un diálogo.
Este momento, por tanto, dentro de la liturgia de la
Palabra, no sólo es para escuchar sino también para rezar
—con la misma palabra de Dios— en respuesta a la primera
lectura que se nos ha proclamado.

c. La segunda lectura
Después de haber escuchado una lectura del
Antiguo Testamento y haber rezado con las palabras del
salmo, ahora nos disponemos a escuchar atentamente lo
que nos dirá el apóstol. En el Nuevo Testamento tenemos
algunas cartas que los apóstoles enviaban a los cristianos
de su tiempo, explicando lo que significa ser cristiano;
forman parte de la biblia y, por tanto, son Palabra de Dios.
Proclamamos con gusto las cartas de san Pablo, san Pedro,
san Juan, etc., porque son los primeros testigos de las
palabras y las obras de Jesús, y, sobre todo, de su muerte
y resurrección.
Así, siendo como somos una Iglesia Apostólica,
cada vez que escuchamos las palabras de los apóstoles
reafirmamos nuestra fe en Jesucristo.
Al terminar también aquí el lector dice: Palabra de
Dios con 1a misma respuesta de la asamblea.

d. El Evangelio
En este momento la liturgia de la Palabra alcanza su
culminación. Y lo expresamos con gestos y con mayor
solemnidad. En primer lugar, el que proclama el Evangelio
es un ministro ordenado, un diácono o, si no lo hay, un
sacerdote. Todos nos ponemos de pie para escuchar las
mismas palabras de Cristo. Asimismo, si la celebración es
solemne, podemos acompañar el libro del Evangelio con
cirios e incienso. El diácono —o el sacerdote— proclama el
Evangelio y, al terminar, aclama Palabra del Señor, y todos
respondemos con otra aclamación: Gloria a ti, Señor Jesús.
Una vez el ministro ha proclamado el Evangelio, besa el
libro (¡son las palabras de Cristo!).
Con todos estos gestos, así como con el canto del
aleluya que ha precedido a la lectura, queremos expresar
que la proclamación del Evangelio es el momento
culminante de esta primera parte de la Misa.

e. La homilía
Después de haber escuchado la proclamación del
Evangelio, el sacerdote que preside, o bien algún otro
ministro ordenado que concelebra, dirige a toda la
asamblea unas palabras. Es la homilía. Así, explica lo que
hemos escuchado en las lecturas bíblicas, para que
podamos entenderlas bien, y nos ayuda a aplicarlas a
nuestra vida de cada día.
Este momento de la Misa tiene también mucha
importancia. No podemos aprovechar este rato para
ponernos a leer o para distraernos mirando a la gente, sino
que hay que prestar mucha atención, ya que en las palabras
del sacerdote también nos está hablando el Señor a fin de
mover nuestro corazón hacia Él. Si lo hacemos así,
viviremos la celebración de la Eucaristía y toda la vida
cristiana con más sentido evangélico.
f. La profesión de fe
Es lo que llamamos el Credo. Esta palabra latina
quiere decir “Creo”, y con ella comienza la profesión de fe.
Una vez el sacerdote ha terminado la homilía, todos nos
ponemos de pie, y. si es domingo o una solemnidad, a una
sola voz recitamos esta fórmula antiquísima en la que
expresamos —con toda la Iglesia— qué es lo que creemos.
Después de haber escuchado a Dios en las lecturas de su
Palabra, ahora todos le respondemos diciendo que
creemos en todo lo que nos ha revelado, en todo lo que
nos ha enseñado en la Sagrada Escritura y, especialmente,
en la persona de su hijo Jesucristo. Es como un diálogo.
Dios habla y nosotros escuchamos; luego nosotros
hablamos, manifestando nuestra fe, y Dios escucha
complacido.
Asimismo, es muy oportuno que en este momento
de la Misa digamos el Credo, porque estamos a punto de ir
hacia el altar, donde se realizará el gran milagro de la
Eucaristía, del Cuerpo y de la Sangre del Señor, fuente y
cumbre de nuestra vida de fe. Es una magnífica forma de
prepararnos.

g. La oración de los fieles


Antes de llevar las ofrendas al altar y comenzar así
la liturgia eucarística, tiene lugar la oración de los fieles. Es
un momento importante. En ella todos los que estamos
reunidos en asamblea cristiana, nos acordamos de
nuestros pastores, el papa, nuestro obispo y los demás
obispos; también pedimos por toda la Iglesia, y para que
haya paz en el mundo y prosperidad, así como por todos
los hombres y mujeres, hermanos nuestros, que sufren por
algún motivo. Para todos pedimos la ayuda de nuestro
Dios. También rezamos por nuestros difuntos, para que
sus pecados sean perdonados y puedan ser felices en el
cielo. Y, claro está, no nos olvidamos de los que estamos
en Misa en aquel momento. También por nosotros
intercedemos pidiendo la bendición del Señor.
Como hemos dicho antes, es una plegaria muy importante,
y por eso hay que hacerla bien. No podemos dejarla a la
improvisación del momento, ni tampoco hacerla a toda
prisa, sin prestarle atención.
A cada intención todos respondemos, a una sola
voz y con todo el deseo de ser escuchados por el Señor, la
respuesta que nos indiquen: Te rogamos, óyenos; Te lo
pedirnos, Señor; etc.
La respuesta también puede cantarse. Así le damos
solemnidad y nos ayuda a recordar la importancia de este
momento.

3. La liturgia Eucarística
Comienza la segunda parte de la Misa. Ya hemos
dicho que en la celebración se nos preparan dos mesas: la
primera es la de la Palabra, y la centramos especialmente
en torno al ambón desde el que se proclaman las lecturas.
Ahora, en la liturgia eucarística, nos disponemos a
participar de la segunda mesa, la del Cuerpo y la Sangre
del Señor. Y el lugar es el altar.
Para comprender el desarrollo de esta parte de la
Misa, podemos recordar las palabras del Evangelio, cuando
nos cuentan lo que hizo Jesús durante la última cena con
sus apóstoles. Sentados a la mesa, el Señor “tomó el pan,
pronunció la acción de gracias, lo partió, y lo dio a sus
discípulos”. Estos cuatro gestos son los que hacemos en la
liturgia eucarística. Y aquí, la importancia del sacerdote es
capital. Él hace lo que hizo Jesús y dice lo que dijo Jesús.
Es otro Cristo.
Dirán que esto es muy grande. Y tienen razón. Ser
sacerdote es algo muy grande. Por eso los que han sido
llamados por el Señor con esta vocación dan continuas
gracias a Dios.

a. Tomó el pan
El diácono —o el mismo presidente— prepara el
altar. En las fiestas importantes, algunos miembros de 1a
comunidad llevan en procesión el pan y el vino para la
Eucaristía. El sacerdote lo acoge, puesto que él es un
servidor del pueblo de Dios, de la comunidad. También, a
veces, en este momento se presenta lo que se ha recogido
para los hermanos que sufren la pobreza, para significar
que la Eucaristía nos tiene que mover a la caridad sincera y
generosa.
A continuación, cuando el pan y el vino —mezclado con un
poco de agua, como hizo Jesús— están ya preparados, el
sacerdote toma primero uno y luego otro y, en silencio,
dice una oración a Dios: algunos días solemnes, perfuma
también esos dones con el incienso, así como el altar, la
asamblea, y él mismo. Todos unidos como una sola cosa
en torno al altar.
Terminado este rito, el sacerdote se lava las manos.
No porque las tenga sucias, sino para acompañar con este
rito una oración pidiendo a Dios que perdone sus pecados,
porque se dispone a comenzar la gran oración de la Iglesia.
Así se prepara. El agua que limpia las manos es una imagen
de la gracia de Dios que purifica su corazón.
Con estas palabras y estos gestos hemos desarrollado la
primera frase: “Tomó el pan”.

b. Pronunció la acción de gracias (1)


Ahora comienza la plegaria eucarística, el punto
culminante de toda la Misa. En ella el pan y el vino se
convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Se comienza con un diálogo entre el sacerdote y la
comunidad: “El Señor esté con ustedes. Y con tu espíritu”.
Luego invita a todos a levantar los corazones a Dios, a no
pensar en nada más que en lo que va a suceder ahora; por
eso dice: “Levantemos el corazón”. Y todo el mundo
responde: “Lo tenemos levantado hacia el Señor”.
Finalmente, invita a toda la asamblea a rezar con él:
“Demos gracias al Señor nuestro Dios”, y todo el mundo
contesta: “Es justo y necesario”. De esta manera, con este
diálogo, todos nos damos cuenta de la importancia de lo
que ahora vamos a hacer, y de que no se trata de algo
privado del sacerdote, sino de toda la comunidad. Todos
tenemos que participar muy activamente.

c. Pronunció la acción de gracias (2)


Después del diálogo introductorio, el sacerdote
proclama el prefacio. Con él da gracias a Dios por todo lo
que ha hecho por nosotros, por nuestra salvación. Son unas
palabras muy alegres, solemnes, que ponen a toda la
comunidad en una actitud de verdadera alegría cristiana.
De ahí que, los domingos y días de fiesta, sea tan adecuado
que el sacerdote lo cante.
Este texto termina con el canto, por parte de toda
la comunidad, del Santo, santo, santo. Con estas palabras
nos damos cuenta de que la oración nos ha situado en
presencia de la majestad de Dios, e imitamos a los ángeles
y los santos que, en el cielo, adoran y alaban al Señor sin
cesar y son felices eternamente.
Alrededor del altar de la tierra, saboreamos ya la alegría
del cielo, donde veremos a Dios cara a cara y nuestra
alegría será inmensa, para siempre.

d. Pronunció la acción de gracias (3)


Después del Santo, santo, santo, prosigue la
plegaria, y es entonces cuando el sacerdote invoca al
Espíritu Santo sobre el pan y el vino, y a continuación repite
las palabras de Jesús en la última cena: “Tomad y comed
todos de él, porque esto es mi Cuerpo... Tomad y bebed
todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre…”.
A partir de este momento el pan ya es el Cuerpo de Cristo,
y el vino su Sangre, y el sacerdote los muestra a la
comunidad para que todo el mundo pueda ver y adorar en
el fondo de su corazón la presencia del Señor.
Terminada la consagración, toda la asamblea proclama el
misterio de la fe que allí se ha realizado, aclamando
(cantándolo, si es posible): “Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección ¡Ven, Señor Jesús!”. Luego, el
sacerdote recuerda esa muerte y resurrección de Jesús,
ofrece al Padre “el pan de vida y el cáliz de salvación”, y
pide que el Espíritu Santo (el mismo que acaba de
consagrar el pan y el vino) una en un solo cuerpo a todos
los que participarán de Él.

e. Pronunció la acción de gracias (4)


Esta gran plegaria de acción de gracias llega ya a su
conclusión. El sacerdote recuerda a los vivos,
especialmente el papa y el propio obispo, a los que están
en la iglesia en este momento y a los ausentes, pidiendo la
intercesión de los santos; y también pide por los difuntos,
para los que suplica la luz de la mirada de Dios.
Y seguidamente, el sacerdote toma la patena con el Cuerpo
del Señor, y el cáliz con su Sangre, y, elevándolos a la vista
de todos, acaba la oración al Padre proclamando: “Por
Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la
unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los
siglos de los siglos”. Y toda la comunidad, a una sola voz,
dice el Amén que acaba la plegaria eucarística. Una palabra
muy breve, pero muy importante porque es toda una
profesión de fe y una adhesión a lo que el sacerdote ha
dicho. Por eso hay que decir ese Amén en voz alta y clara.
Este Amén comunitario concluye la oración principal de la
Misa, en la que el pan y el vino se han convertido en Cuerpo
y Sangre de Cristo. Así estamos ya en disposición de
comulgar.
Con estas palabras y estos gestos hemos desarrollado la
frase “Pronunció la acción de gracias”.
f. Lo partió
Sobre el altar se ha realizado el mayor milagro: el
pan y el vino se han convertido en el Cuerpo y la Sangre del
Señor. Ahora nos disponemos a participar de él en la
comunión. Por eso nos preparamos rezando el
Padrenuestro; ahí pedimos que el Señor nos dé hoy el pan
de cada día, que aquí se refiere a la Eucaristía, y que nos
perdone las culpas, de modo que podamos comulgar como
es debido, alejados del pecado. Y aún, para mostrar que
tenemos en nuestro corazón sentimientos de paz y de
perdón, intercambiamos, unos con otros, un gesto de paz.
Es muy importante recordar en este momento que no
podemos celebrar la Eucaristía si no tenemos la caridad en
nosotros; que no podemos acoger a Cristo presente en el
pan y el vino consagrados y, al mismo tiempo, rechazar a
Cristo presente en los hermanos. Este rito —realizado con
respeto y sencillez, con los que tenemos al lado— nos lo
recuerda y lo quiere manifestar.
Después de esto, el sacerdote realiza el importante
gesto del Señor de partir el pan. Hay que estar atentos, y
no distraerse con nada ni con nadie. Mientras cantamos la
letanía “Cordero de Dios”, miramos como es roto el Cuerpo
de Cristo, como un día fue también “roto” en la cruz. Este
gesto con razón impresionaba a los primeros cristianos,
hasta el punto de que llamaban a toda la celebración “la
fracción del pan”. También nosotros, cuando el sacerdote
parte el pan, vemos en este gesto a Cristo que da su vida
para la salvación de todos los hombres.
g. Y lo dio a sus discípulos: la comunión
Hemos llegado al momento de la comunión. El
sacerdote muestra el pan consagrado y partido a la
comunidad, y dice: Este es el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo. Dichosos los llamados a la mesa del
Señor. Y toda la asamblea contesta: Señor, no soy digno de
que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para
sanarme. Fijémonos que ahora hablamos en singular. No
decimos “no somos dignos”, sino “no soy digno”, ya que en
la comunión el Señor se nos da a cada uno, personalmente.
El sacerdote, entonces, comulga y, seguidamente, hace lo
que hizo el Señor: dar el pan consagrado a los discípulos,
diciendo a cada uno: El Cuerpo de Cristo. Y cada uno
contesta: Amén. Este Amén es también muy importante. Lo
que hemos dicho antes era comunitario, ahora lo pronuncia
cada uno. La fe en Cristo es al mismo tiempo personal y
comunitaria. Y eso en la Misa se ve muy bien.
Y lo mismo hacemos también si se nos da a comulgar el
cáliz.
Hemos desarrollado ya los cuatro momentos de toda la
liturgia eucarística. Después de comulgar, en un breve
momento tic silencio, cada uno agradece en su interior que
el Señor haya querido venir a nuestra casa, es decir, a
nuestra vida.

4. Nos despedimos
Cuando ha terminado la comunión, el sacerdote
vuelve al altar, o a la sede, y desde allí pronuncia la última
oración. Luego bendice a todos invocando a la Santísima
Trinidad, mientras hace la señal de la cruz, y luego el
diácono —o el mismo sacerdote— despide a la asamblea:
“Podéis ir en paz”. Con ello se quiere significar que la
celebración ha terminado, y que tenemos que llevar a
nuestra actividad de cada día todo lo que hemos visto y
oído: la Palabra de Dios y la Eucaristía. Y para recibir ayuda
y fortaleza para vivir evangélicamente se nos da la
bendición.
Cada uno sale de la iglesia con el corazón renovado> y con
más ganas de ser como Jesús, muy fieles a la voluntad de
Dios, más creyentes y más capaces de amar como el
Maestro nos ha enseñado con sus palabras y su ejemplo.
“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos”, dice Jesús. En la Misa renovamos
sacramentalmente esta entrega que hizo Jesucristo de su
Vida por nosotros, sus amigos. ¡Cómo nos ama Dios!
CONOCER LA LITURGIA
El monaguillo tiene que estar bien formado en el
conocimiento de la liturgia en su sentido más hondo. Esto
no lo logrará de golpe, pero poco a poco el responsable del
grupo de acólitos tiene que ayudarles a lograr este
objetivo. Es lo que recomienda muy claramente el Concilio
Vaticano II cuando habla de los que tienen algún ministerio
litúrgico: “Es preciso que cada uno a su manera esté
profundamente penetrado del espíritu de la liturgia y que
sea instruido para cumplir su función debida y
ordenadamente” (SC 29).

1. El año litúrgico
La Iglesia celebra con un recuerdo sagrado, en días
determinados a lo largo del año, la obra salvadora de
Cristo.
Cada semana, en el día llamado “del Señor” o
domingo, hace memoria de la resurrección de Jesús, que,
además, una vez al año, celebra unida con su pasión en la
máxima solemnidad de la Pascua.
Explica todo el misterio de Cristo en el ciclo del año,
desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión,
Pentecostés y la espera de la venida del Señor.

El año litúrgico se divide en cinco tiempos litúrgicos:

† Adviento. La palabra significa “retorno”, “llegada”,


y viene del latín “adventus”. Es el tiempo de cuatro
semanas antes de la Navidad, y forma una unidad
con ella y con la Epifanía. La primera parte de este
tiempo llega hasta el 16 de diciembre, y en ella la
Iglesia mira a la segunda venida del Señor; la
segunda parte, del 17 al 24 de diciembre, la liturgia
nos prepara a las celebraciones del Nacimiento de
Cristo.

† Navidad. Todos los años, el 25 de diciembre los


cristianos celebramos el nacimiento del Hijo de
Dios. Este tiempo litúrgico comienza al atardecer
del día 24 y termina el domingo después de la
Epifanía, es decir, el domingo del Bautismo del
Señor. La solemnidad de la Epifanía (6 de enero) es
muy importante; en ella celebramos la
manifestación de Cristo Jesús a todos los pueblos
de la tierra, representados en los magos de Oriente.
Y aún podemos destacar también que la
solemnidad del día de Navidad se alarga durante
ocho días, hasta el 1 de enero, solemnidad de Santa
María, Madre de Dios; y el domingo que hay dentro
de estos ocho días es la fiesta de la Sagrada Familia.

† Cuaresma. Esta palabra viene del latín


“quadragesima dies” y significa “el día cuarenta”
antes de la Pascua. Comienza el miércoles de ceniza
y termina el jueves santo por la tarde antes de la
Misa de la Cena del Señor. Durante cuarenta días,
pues, los cristianos nos preparamos para la Pascua,
y lo hacemos escuchando la Palabra de Dios,
rezando, haciendo obras de caridad y de
penitencia. Así imitamos a Jesús que, durante
cuarenta días y cuarenta noches, se retiró al
desierto a orar al Padre y a ayunar. De este modo
nuestra vida se renueva muriendo al pecado y
resucitando a la vida de Dios. Al final de este tiempo
encontramos la Semana Santa. Comienza con el
domingo de la Pasión o de Ramos, y acaba al
empezar el domingo de Pascua. Por tanto, abarca
los últimos días de la Cuaresma hasta el jueves
santo por la tarde, y los dos primeros días del
Triduo Pascual.

† Triduo Pascual y tiempo de Pascua. El Triduo (que


significa “tres días”) Pascual está formado por el
viernes y sábado santos, y por el domingo de
Pascua, considerando la Misa vespertina del jueves
santo de la Cena del Señor como su prólogo o
introducción. El Triduo Pascual finaliza al terminar
el domingo de resurrección. El viernes y el sábado
no se celebra la Eucaristía, en espera de la gran
Vigilia Pascual. Además, el viernes santo y, según la
oportunidad, también el sábado santo, se celebra el
sagrado ayuno de la Pascua. El tiempo de Pascua
comienza el domingo de la resurrección del Señor
y dura cincuenta días hasta el domingo de
Pentecostés, en que celebramos la venida del
Espíritu Santo. Durante estas semanas se alarga la
fiesta como si se tratase de un gran domingo, sobre
todo la primera semana, llamada “octava de
Pascua”. Durante este tiempo vivimos la alegría de
la resurrección y la victoria del amor de Dios sobre
el pecado y la muerte. El Aleluya resuena durante
estas semanas con todo su vigor.

† Tiempo ordinario. Además de los tiempos que


tienen un carácter propio, quedan 33 o 34 semanas
en el curso del año en las que no se celebra ningún
aspecto peculiar del misterio de Cristo, sino que se
recuerda más bien ese misterio en su globalidad,
principalmente los domingos. El tiempo ordinario
comienza el lunes siguiente al domingo posterior al
6 de enero, es decir, el día siguiente a la fiesta del
Bautismo del Señor, y se extiende hasta el martes
antes de la Cuaresma; y se retoma de nuevo el lunes
siguiente al domingo de Pentecostés para acabar el
día antes del primer domingo de Adviento. Durante
estas semanas se pone en evidencia la primacía del
domingo cristiano, y se nos ofrece la escuela
permanente de la Palabra bíblica. Asimismo, nos
hace descubrir el valor del día a día, y de qué
manera la vida cotidiana es también un tiempo de
salvación.

2. Los libros litúrgicos

El Misal. Es el libro que contiene las oraciones propias de la Misa


y señala los ritos que hay que seguir para celebrarla. Este libro lo
usa el sacerdote que preside y también los concelebrantes en la
plegaria eucarística. Primero se coloca cerca de la sede y luego en
el altar. Un monaguillo lo acerca al sacerdote siempre que lo
necesita.
El Leccionario. Es el libro en el que se encuentran las lecturas
bíblicas que se leen en las acciones litúrgicas. Hay cuatro clases
de leccionarios:
† El dominical y festivo: contiene las lecturas para todos los
domingos del año y de las principales fiestas y
solemnidades, y está dividido en tres ciclos (A, B y C),
según el evangelista que se lee cada año: en el A san Mateo,
en el B san Marcos, en el C san Lucas.
† El ferial: contiene las lecturas de las Misas de los días
laborables.
† El santoral: contiene las lecturas para las celebraciones de
los santos.
† El de Misas diversas: contiene las lecturas para las Misas
rituales, por motivos diversos, votivas y de difuntos.
† El Ritual. Es el libro que contiene las celebraciones de los
distintos sacramentos (excepto la Misa) y también de los
sacramentales.

El Pontifical. Es el libro que contiene las oraciones y los ritos para


las celebraciones de los sacramentos y sacramentales reservados
a los obispos: confirmación, orden sagrado, bendición de los
santos óleos, bendición de los abades y abadesas, consagración
de vírgenes, institución de lectores y acólitos, dedicación de
iglesias y altares.
La Oración de los Fieles. Es un libro de composición libre,
en el que se recogen distintos formularios para la oración universal
de la Misa. Con este libro pedimos por todas las personas y
ejercemos así la intercesión delante de Dios.
La Liturgia de las Horas. Es el libro de la oración de toda la
Iglesia. En él encontramos salmos, lecturas bíblicas, escritos de los
santos padres, himnos, intercesiones. Comprende la oración de la
mañana (laudes), la hora intermedia, la oración del atardecer
(vísperas), completas (antes del descanso nocturno), y el oficio de
lectura. Tienen obligación de rezar con estas oraciones los
ministros ordenados, los monjes y monjas, y los religiosos. Pero
es una oración de toda la Iglesia, que todos los bautizados, todos
los cristianos, están también invitados a rezar.

3. Los ornamentos sagrados de los ministros


Dice la introducción del Misal (n. 297) que la variedad de
ministerios en la Iglesia se pone de manifiesto, en el culto, a través
de la diversidad de las vestiduras sagradas, que contribuyen
también a la belleza de la acción litúrgica. Asimismo, el hecho de
que los ministros lleven unos vestidos distintos de los ordinarios,
ayuda a ver que la liturgia nos introduce en un mundo distinto que
no es el de la calle, sino prefiguración de la vida celestial, como
nos lo recuerda muy bien el libro del Apocalipsis.

El alba. Es una túnica blanca (de ahí su nombre) que puede ir más
o menos ceñida al cuerpo. Si es necesario se puede ajustar a la
cintura con un cíngulo (que puede tener forma de cordón o cinta
de tela más o menos amplia). El alba es el vestido básico para todos
los ministros en la celebración litúrgica y, por tanto, es el más
recomendable parta monaguillos o acólitos.

El amito. Es una pieza de ropa, mayormente blanca, que se pone


bajo el alba y tiene la función de tapar el cuello del vestido
ordinario cuando el alba no lo cubre del todo. Puede tener forma
de capucha.
La estola. Es una pieza de tela que puede ser de color blanco o de
los demás colores que usa la liturgia. El sacerdote se coloca la
estola en torno al cuello, dejando que cuelgue ante el pecho; el
diácono la lleva cruzada, pasando del hombro izquierdo, por
encima del pecho, hasta el lado derecho del cuerpo, sujetándola
ahí. Con ella, y por la forma de llevarla, quedan identificados los
ministros ordenados ante la asamblea
.
La casulla. Esta palabra también deriva del latín, y significa “casa
pequeña”, lo cual ya nos dice mucho sobre su forma. Es un manto
amplio, abierto por los lados (sin mangas) y con una abertura en
el centro para pasar por ella la cabeza. Cubre todo el cuerpo, y
además de identificar al presidente de la Eucaristía, lo viste
totalmente casi hasta los pies, de modo que da a su figura un
aspecto digno y elegante. Este vestido acostumbra a llevar
ornamentos y apliques que la embellecen. La casulla es el vestido
propio del sacerdote que celebra la Misa, y las demás acciones
sagradas directamente relacionadas con la Misa. Se coloca sobre
el alba y la estola.

La dalmática. Es también un vestido de forma elegante, semejante


a la casulla pero con mangas y más ceñida al cuerpo. Es la
vestidura propia del diácono y se pone sobre el alba y la estola.

La capa pluvial. Es una pieza de ropa muy amplia, que cubre todo
el cuerpo, sin mangas y abierta por delante de arriba abajo, que se
sujeta con un broche. El sacerdote puede ponerse la capa pluvial
en las procesiones, en la exposición del Santísimo, en la Liturgia
de las Horas y en algunas otras acciones litúrgicas según las
normas de cada rito.
El humeral. Es el paño que se pone sobre los hombros el que, por
ejemplo, lleva el Santísimo en una procesión o da con él la
bendición al pueblo. Utilizando esta pieza de ropa se significa el
gran respeto que tenemos por el Cuerpo de Cristo, digno de la
máxima reverencia.

El roquete. Se viste sobre la sotana, y es de color blanco, como un


alba recortada, con mangas algo más cortas de lo normal, y no se
ciñe a la cintura. Lo pueden utilizar los ministros para celebrar la
liturgia, siempre que no tengan que vestir la casulla o la dalmática;
tampoco lo pueden utilizar en la concelebración de la Misa.
También se le da el nombre de sobrepelliz. Actualmente rada vez
se utiliza menos, puesto que se prefiere utilizar el alba en lodos
los casos.

Las insignias episcopales.


El obispo lleva unas insignias que lo identifican como lo
que es, cabeza y pastor del pueblo de Dios, a imagen de Aquel que
es su única Cabeza y Pastor, Jesucristo. Son las siguientes:

† La mitra. Cubre la cabeza con dos bandas que cuelgan


sobre los hombros llamadas ínfulas. El obispo ornamenta
su cabeza con la mitra para significar que representa a
Aquel que es Cabeza del pueblo de Dios.
† E1 báculo. Es un bastón largo, que recuerda que el obispo
es el pastor de la diócesis, imagen del Buen Pastor,
Jesucristo.
† E1 anillo. Signo de la fidelidad y del amor del obispo a la
Iglesia.
† La cruz pectoral. Es una cruz que cuelga sobre el pecho
mediante una cadena alrededor del cuello.
† El palio. Pequeña estola de lana blanca con seis cruces
negras a su alrededor que reposa sobre los hombros de los
arzobispos y que es signo de su autoridad y de su
comunión con la sede de Roma. Se pone sobre la casulla.

4. Los colores litúrgicos


La diversidad de los colores en las vestiduras sagradas
expresan, a lo largo del año litúrgico, el carácter propio de cada
uno de los tiempos y fiestas que celebramos. Son los siguientes:

El color blanco. Se utiliza en los oficios y Misas del tiempo de


Pascua y de Navidad. También en las fiestas y memorias del Señor,
excepto las de su pasión; en las fiestas y memorias de la Virgen
María, de los santos ángeles, y de los santos no mártires. También
se utiliza en la celebración de los sacramentos (excepto en la
penitencia y la unción de los enfermos).

El color rojo. Se utiliza el domingo de Ramos y el Viernes Santo;


el domingo de Pentecostés; en las celebraciones de la Pasión del
Señor, en las fiestas de los apóstoles y los evangelistas, y en las
celebraciones de los mártires.

El color verde. Se utiliza en los oficios y Misas del tiempo


ordinario.
El color morado. Se utiliza en el tiempo de Adviento y de
Cuaresma. También se puede utilizar en los oficios y Misas de
difuntos. Asimismo, es el color propio para celebrarlos
sacramentos de la penitencia y de la unción de los enfermos.
El color negro. Se puede utilizar en las Misas de difuntos.

El color rosado. Se puede utilizar el domingo III de Adviento


(“Gaudete”) y el domingo IV de Cuaresma (“Laetare”).

5. Los objetos litúrgicos


Para celebrar la Misa y las demás acciones litúrgicas son
necesarios distintos objetos. Algunos de ellos son totalmente
indispensables, mientas que otros colaboran a la belleza y el
decoro de la celebración. El buen monaguillo debe saber el nombre
de cada uno de ellos y para qué sirven.

La cruz. Es el signo de nuestra redención, del sacrificio de Cristo


y de su victoria sobre la muerte. La situamos sobre el altar o cerca
de él, de modo que todo el pueblo la pueda ver bien. También abre
las procesiones litúrgicas.

Los candelabros. En ellos ponemos las velas para que iluminen


festivamente nuestras acciones litúrgicas, y se sitúan sobre el altar
o su alrededor, colocados de modo que el conjunto resulte
armonioso. También acompañan a la cruz en las procesiones, a
ambos lados, así como la proclamación del Evangelio en las
celebraciones solemnes (entonces se les llama “ciriales”). También
al terminar la Misa de la Cena del Señor, el jueves santo, se
acompaña la Eucaristía a la reserva con un cierto número de
candelabros o ciriales. Los que llevan los ciriales procesionalmente
se llaman los ceroferarios.

Los vasos sagrados: el cáliz y la patena. De entre los objetos


necesarios para celebrar la Misa, merecen un honor especial los
vasos sagrados, especialmente el cáliz y la patena, en los que se
ofrecen el pan y el vino, se consagran y se comulga. El Misal nos
dice que deben ser de materiales sólidos y nobles, y que hay que
preferir los materiales que no se rompen fácilmente ni se
corrompan. El cáliz tiene forma de copa, y en él se pone el vino
que ha de ser consagrado. La patena es el recipiente en el que se
coloca el pan que está destinado a la comunión. Ambos deben ser
lo suficientemente grandes según el número de personas que
participan en la Misa; también a veces al recipiente para el pan se
le denomina copón por la forma de copa que había tenido durante
mucho tiempo. El nombre de “patena” también se emplea para
designar a la que, en algunos lugares, el monaguillo sostiene bajo
la boca del que comulga, para evitar que si cayera el pan
eucarístico fuera a parar al suelo.

El corporal. Es una pieza de ropa cuadrada que se pone sobre el


altar cuando se preparan las ofrendas, y sobre ella se depositan el
pan y el vino de la Eucaristía. El nombre proviene del Cuerpo del
Señor que reposará sobre él en la celebración de la Misa. También
se utiliza para la adoración del Santísimo, y puede ponerse
también sobre una mesilla cuando se lleva la comunión a los
enfermos.

El purificador. Es una pequeña toalla que se utiliza sobre todo


para limpiar el cáliz y la patena después de la comunión.
El lavabo. Con esta expresión, además de indicar el gesto de lavar
las manos al sacerdote que preside la eucaristía antes de la
plegaria eucarística, también queremos significar los utensilios
que empleamos para ello: una jarra con agua, un recipiente para
ponerlo bajo las manos y recogerla, y la toalla con la que se seca.
La palia. Se puede utilizar para cubrir el cáliz para que no caiga
nada en su interior.

Las vinajeras. Son dos jarras que contienen una el vino y otra el
agua para el cáliz. Lo mejor es que sean de cristal, y la del vino
mayor que la del agua (porque agua sólo se pone un poco en el
cáliz). El monaguillo sirve las vinajeras al sacerdote o al diácono y
este pone el vino y el agua en el cáliz.

El incienso y el incensario. El incienso es una resina especial muy


aromática. En la celebración litúrgica su uso es signo de adoración
a Cristo Señor. En la Misa son incensadas todas aquellas personas
u cosas que se refieren a Cristo: el altar porque está ungido con el
crisma y, sosteniendo el Cuerpo y la Sangre del Señor, es signo y
recordatorio permanente de Cristo; el evangeliario porque es la
misma Palabra de Cristo; el sacerdote porque celebra la liturgia
representando a Cristo Cabeza y Pastor de su pueblo; la asamblea
porque evoca la presencia de Cristo: “allí donde dos o tres están
reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20);
y también se inciensa la cruz que está junto al altar y, al inicio de
la Misa, la imagen de la Virgen o del santo titular de la iglesia o
parroquia. El incienso, con el humo oloroso que se eleva al cielo,
es también signo de la oración de los cristianos que sube hasta
Dios, como lo leemos en el libro del Apocalipsis.
Asimismo, llamamos incensario el recipiente que sirve para
ofrecer el incienso. Se aguanta con tres cadenas y contiene un
pequeño brasero en el que se ponen los carbones encendidos
sobre los que se tira el incienso para que al quemarse desprenda
su aroma. Está cubierto por una tapadera que sube y baja mediante
una cuarta cadena. Su uso exige una cierta pericia y no se puede
utilizar sin haberlo preparado y ensayado antes. Al incensario
también puede llamársele turíbulo, y el que lo lleva recibe el
nombre de turiferario. En las procesiones va delante de todos,
precediendo a la cruz y los ciriales.

La naveta. Es el recipiente en el que se lleva el incienso. Se llama


así por la forma de pequeña nave que tradicionalmente ha tenido.
Va acompañada de una cuchara, más o menos artística, que sirve
para echar el incienso sobre los carbones encendidos.

El hisopo. Es el objeto que sirve para asperjar con agua bendita, y


consiste en un manojo de ramas verdes atadas por la base o en un
instrumento metálico que lleva en la cabeza del mango una bola
con agujeros que retienen y esparcen el agua.

El cirio pascual. Es un cirio grande que se enciende al principio


de la Vigilia Pascual y que simboliza la luz de Cristo resucitado.
Durante todo el tiempo de Pascua está en el presbiterio,
preferentemente junto al ambón, y luego el resto del año está en
el baptisterio. También se coloca junto al féretro en las exequias.

La custodia. Es un objeto de metal (los hay muy artísticos y


ornamentados) en el que se coloca el pan eucarístico, el Cuerpo de
Cristo, para mostrarlo a los fieles. Se usa sobre todo para la
procesión del día de Corpus y en la exposición mayor del
Santísimo.

El palio. Es el dosel sostenido por cuatro o más varas largas que


cobija, en las procesiones, al sacerdote que lleva la custodia o una
imagen sagrada.
La credencia. Es una pequeña mesa situada en el presbiterio, en
un lugar discreto, sobre la que colocamos los vasos sagrados antes
de llevarlos al altar, y todas las demás cosas que necesitamos en
un momento determinado durante la celebración. Mejor que no
lleve manteles blancos, para que no parezca un “mini-altar”: es sólo
un elemento funcional. Tampoco es conveniente que esté pegada
al altar. Desplazarse a buscar el pan y el vino ala credencia resulta
un gesto significativo de preparación de la Eucaristía.

6. Los lugares de la celebración


Para la celebración litúrgica hay unos lugares
especialmente significativos. Los más importantes son los que
ahora vamos a describir. Y tengamos en cuenta, antes que nada,
que la sacristía es el lugar en el que se conserva todo lo necesario
para la liturgia, y también el lugar en el que los ministros se
revisten con los ornamentos antes de comenzar las acciones
litúrgicas, para lo que debe ser un espacio ordenado y limpio, en
el que reine el silencio y todo el mundo se pueda preparar
adecuadamente para la celebración de la Misa y de los demás
sacramentos.

Una sala grande


Lo primero que nos llama la atención, al entrar en la iglesia, es
encontrarnos en una sala con muchos bancos para sentarse, todos
encarados hacia el mismo punto.
Este local espacioso y el mobiliario que se ve en él nos
habla de un grupo de personas que allí se reúnen. Es la comunidad,
la asamblea que hace presente a la Iglesia de Cristo cuando se
reúne para celebrar los sacramentos, especialmente la Eucaristía.
No hay manifestación más transparente de la Iglesia que esta: la
reunión de los bautizados para celebrar la Misa.
Pero no es un encuentro cualquiera. Los asientos no forman un
círculo cerrado, sino que están todos orientados hacia un mismo
lugar: el altar. De ahí brota la gracia de la comunión con el Señor
y de unos con otros.
Esta sala grande que contemplamos, por tanto, es el signo
de una comunidad amplia, abierta —la Iglesia—, que tiene su
fundamento no en sí misma sino en Cristo muerto y resucitado.

El presbiterio
En la reunión litúrgica cada uno ocupa su lugar, según la
misión que el Señor le ha confiado en el interior de la comunidad.
El presbiterio es el espacio en el que se sitúan los sacerdotes y los
ministros asistentes.
Tres son los elementos a destacar en un presbiterio:

1. El altar. Es el centro de nuestra celebración. Es signo de Cristo


y, por tanto, merece toda nuestra veneración: los ministros lo
besan, lo inciensan, se inclinan ante él, se ilumina... Como altar se
ofrece en él el sacrificio de Cristo en la cruz. Y como mesa —
dispuesta con blancos manteles—, se prepara en ella el alimento
de los cristianos, el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
2. El ambón. Es el lugar de la proclamación de la Palabra de Dios,
el primer alimento que se nos da en la Misa. Ahí habla Cristo, y,
por tanto, debe tener la dignidad que corresponde a su presencia.
3. La sede. Es el lugar donde se sienta el sacerdote que preside la
Misa. Él, por haber recibido el sacramento del orden, hace presente
a Cristo. Por eso su lugar debe ser también digno del Señor.
El bautisterio
Se trata de la capilla en la que se celebra el sacramento del
bautismo. Es un lugar muy importante.
En muchos Templos el bautisterio está cerca de la puerta
principal (es su situación más propia, excepto cuando se trata de
una capilla exterior, que aún es mucho mejor). Ello tiene un
significado: nos recuerda que el bautismo es la puerta de entrada
en la Iglesia, y, así, a la vida de los hijos de Dios.
En su interior vemos la pila con el agua para bautizar, y
junto a ella el cirio pascual. Dada la gran dignidad del sacramento,
este elemento tiene que ser muy digno, ya que en él los hombres
y las mujeres (sean niños o mayores) renacen por el agua y el
Espíritu Santo.
También ahí, en algunas iglesias, se guardan con mucho
respeto los santos óleos: el crisma, el de los catecúmenos y el de
los enfermos.
Si el bautisterio tiene la amplitud y belleza que merece,
cada vez que pasemos ante él nos vendrá a la memoria que, por el
bautismo, somos hijos de Dios en Jesucristo, y, por tanto,
herederos de la vida eterna. ¡Un excelente recuerdo!

El confesionario
Cuando las personas queremos pedir perdón al Señor por
nuestros pecados acudimos al sacramento de la penitencia,
también llamado, de la reconciliación o confesión.
El lugar destinado a este sacramento es el confesionario,
una sede, normalmente de madera, en la que el sacerdote escucha
a los cristianos que quieren ser perdonados.
El cristiano se arrodilla ante el sacerdote o a un lado, si lo
prefiere. En algunos lugares puede sentarse también si le parece
mejor.
No olvidemos que el sacerdote actúa re-presentando al
Señor, y por ello, del mismo modo que, en la Misa, dice Esto es mi
cuerpo, en el sacramento de la penitencia afirma: Yo te absuelvo
de tus pecados...
Cuando entramos en una iglesia y vemos un confesionario,
será una buena ocasión para recordar que somos pecadores, y que
el Señor nos espera, en la persona de su ministro, para darnos su
perdón.

La capilla del Santísimo


Aunque este no es un lugar de celebración (si bien es
bastante habitual que en ella se celebre la Misa los días
laborables), en casi todos los templos hay una capilla más o menos
pequeña con el sagrario. Ahí se guarda el Cuerpo de Cristo con
toda veneración, para que los enfermos lo puedan recibir en su
casa y, también, para que lo podamos adorar rezando ante Él.
Una forma de expresar nuestro amor al Señor, realmente presente
en el pan consagrado, es hacer la genuflexión cada vez que
pasamos ante Él.
Una lámpara encendida cerca del sagrario nos advierte de
que, en este lugar, está la Eucaristía.
Vale la pena que nos acerquemos a menudo a la capilla del
Santísimo para rezar. Asimismo, es una buena manera de
prepararnos para la Misa, antes de empezar, y también de dar
gracias a Dios cuando la celebración ha terminado. El monaguillo
debe tener un gran deseo de rezar ante el sagrario, ya que es un
ministro del altar y de la eucaristía.
EL MONAGUILLO DURANTE LA MISA
En este breve capítulo presentamos el rol del monaguillo o acólito
durante la Misa: aquellas acciones que debe realizar para que su
servicio sea competente.

1. Inicio
Los monaguillos llegan con tiempo suficiente a la sacristía
para revestirse con sus túnicas y preparar lo necesario para la Misa.
Cuando llega el sacerdote le asisten en todo lo que indica y,
finalmente, le ayudan también a revestirse. Hay que tener en
cuenta que el cíngulo se sirve desde la espalda y poniendo las
puntas en la mano derecha.
Con un momento de silencio, mirando al crucifijo de la
sacristía, todos se preparan para empezar. Se organiza la
procesión: primero e1 turiferario (que ha presentado al sacerdote
el incensario antes de salir de la sacristía para que ponga incienso);
luego el ministro con la cruz y los demás con los ciriales a ambos
lados. Si hay diácono, sigue con el libro de los Evangelios (si no lo
hay, puede llevarlo también un lector), y los demás ministros.
Finalmente el sacerdote, solo, concluye la procesión.
Los monaguillos caminarán a un paso ni demasiado lento ni
demasiado rápido, y procurarán hacerlo con elegancia, mirando
hacia delante (no a las personas que hay en la iglesia) y con las
manos juntas sobre el pecho si no tienen que llevar nada. En el
caso de que una mano esté ocupada, la otra se pondrá plana sobre
el pecho. Los que llevan algo en las manos, al llegar al presbiterio
no hacen inclinación ni genuflexión, y se dirigen directamente a su
lugar: el turiferario al lado del altar esperando al sacerdote, los
ceroferarios llevarán los ciriales a la credencia, y el que lleva la
cruz la dejará al lado del altar en el lugar establecido o la entrará
en la sacristía.
De dos en dos se dirigen al altar. Al llegar al pie del
presbiterio, si los ministros no son muchos, se dividen a derecha
e izquierda de modo que el sacerdote quede en medio; luego se
hace la inclinación (genuflexión si está el Santísimo). Si hay
muchos monaguillos, a medida que llegan de dos en dos al
presbiterio hacen inclinación o genuflexión, según corresponda, y
se dirigen directamente a su lugar. Seguidamente el sacerdote
sube, y besa el altar.
Los asientos de los monaguillos deben significar su función
y deben ser notablemente distintos de la sede del presidente.
Deben estar cerca para poder asistirle con facilidad, pero no
conviene que estén literalmente a su lado como si se tratase de
una “presidencia compartida”. En cada templo habrá que ver cuál
es la mejor distribución.
El turiferario presenta el incensario al sacerdote. Si es
necesario se añade incienso, y luego se inciensa el altar, la cruz, y
la imagen de la Virgen o el santo titular (en este momento no se
inciensan las personas). Al terminar, el turiferario retira el incienso
y el incensario y se va a su lugar.
Todos los monaguillos, con el sacerdote y toda la
asamblea, hacen la señal de la cruz y responden a las oraciones a
una sola voz con todo el pueblo.
El encargado del Misal se acercará al sacerdote siempre que
sea necesario presentándole el libro abierto en el lugar adecuado,
y se retirará cuando la oración haya terminado. ¡No hay que dejar
nunca al sacerdote con la palabra en la boca!
Si hay aspersión en lugar del acto penitencial, un
monaguillo llevará el agua antes de empezar la oración de
bendición y la mantendrá ante el sacerdote durante la misma. Al
terminar la oración, se pondrá a la izquierda del sacerdote —si no
se le indica lo contrario—, le dará el hisopo y lo acompañará
mientras dure el rito de la aspersión. Finalmente volverá a la
credencia el recipiente con el agua.

2. Liturgia de la Palabra
Durante las lecturas los monaguillos o acólitos escuchan
atentamente la Palabra de Dios, sentados con las manos sobre las
rodillas. Si alguno de ellos debe proclamar alguna lectura lo hará
en su momento, haciendo inclinación al altar o al presidente,
según esté colocado, y se dirigirá al ambón. Al terminar la lectura,
volverá por el mismo camino a su lugar.
Al iniciarse el canto del aleluya (o, durante la Cuaresma, de
la aclamación correspondiente) todos los monaguillos se ponen de
pie y los que hayan sido designados para ello acompañarán al
sacerdote o al diácono al ambón, yendo delante de él. Se ponen a
ambos lados, mirando al ministro que leerá el Evangelio (nunca de
cara a la asamblea). Cuando sea el momento, harán la señal de la
cruz y, con las manos juntas o en su caso sosteniendo los ciriales,
escucharán la lectura evangélica con devoción. Al terminar,
volverán a su lugar por el mismo camino, dejando en la credencia
los ciriales, si los han llevado. Todos los monaguillos escucharán
la lectura evangélica mirando al ambón desde el que se proclama.
Se girarán hacia el ambón cuando oigan el saludo El Señor esté con
ustedes, y abandonarán esta posición después de la aclamación
final Gloria a ti, Señor Jesús.
En el caso de que se omita el aleluya y la aclamación, se
pondrán de pie al oír el saludo El Señor esté con ustedes.
Si en el Evangelio se utiliza el incienso, el turiferario y el encargado
de la naveta lo irán a buscar oportunamente, de modo que durante
el canto del aleluya lo puedan presentar al sacerdote y este no
tenga que esperar por este motivo. (Este es un punto muy
importante: los monaguillos no tienen que hacerse esperar nunca:
deben actuar con precisión en el momento adecuado. Es mejor que
tengan que esperar ellos, que lo contrario). Con el incensario
humeante van delante del que proclamará el Evangelio y se lo
ofrecen después de que este haya anunciado: Lectura del santo
Evangelio según san... Naturalmente, como tienen las manos
ocupadas no harán la señal de la cruz. Al terminar, retornarán el
incensario y el incienso a su lugar.
Durante la homilía estarán sentados en su lugar
escuchando con atención. Para el credo se ponen de pie, y así
siguen durante la oración de los fieles. El monaguillo encargado
presentará el libro al sacerdote para la monición introductoria a la
oración de los fieles y, al terminar, volverá a presentárselo para la
oración conclusiva.

3. Liturgia de la Eucaristía

a. Preparación de las ofrendas


Según lo que habrán establecido en la sacristía antes de
empezar, se procederá ahora a la presentación de las ofrendas. Si
hay procesión, los monaguillos designados se pondrán a los lados
del sacerdote para recoger de sus manos las ofrendas que le traen,
para depositarlas luego a un lado del altar. Mientras, otro
monaguillo puede extender el corporal y colocar el Misal, con el
micrófono adecuadamente situado.
Si no hay procesión de ofrendas, los monaguillos llevarán
directamente desde la credencia el pan, el vino y el agua al altar.
El sacerdote lo recibe y lo distribuye sobre el corporal.
Finalmente pone el vino y el agua en el cáliz. Las vinajeras las
sostiene el monaguillo mientras el sacerdote se sirve, y lo hace de
modo que puedan ser tomadas cómodamente, es decir, con el asa
hacia el exterior.
Si hay incienso, el turiferario acercará el incensario al
sacerdote por el lado derecho del altar, acompañado por el que
lleva la naveta a su izquierda. Después de poner el incienso, el
turiferario no cerrará el incensario hasta que el sacerdote haya
bendecido el incienso humeante haciendo la señal de la cruz.
Entonces se lo dará de tal modo que el sacerdote pueda tomarlo
con la mano adecuada (eso hay que haberlo ensayado antes); si no
hay diácono, acompaña al sacerdote en la incensación alrededor
del altar, también ante la cruz. Luego, el monaguillo toma el
incensario de las manos del sacerdote y lo inciensa a él, y
seguidamente a la asamblea. Luego retira el incensario a su lugar.
Mientras se realiza este rito, los monaguillos encargados de servir
el lavabo ya se preparan, y cuando se ha terminado de ofrecer el
incienso (o, si no lo hay, después de poner el vino y el agua en el
cáliz) se acercan al sacerdote: un monaguillo le derramará el agua
sobre las manos, aguantando con la derecha la jarra y con la
izquierda el recipiente para recogerla, mientras el otro —a la
izquierda del primero— ofrecerá la toalla desplegada. Al terminar,
devolverán el lavabo a la credencia, y ellos a su lugar.
Todos los monaguillos se pondrán de pie al terminar de decir,
junto con todo el pueblo, El Señor reciba de tus manos este
sacrificio...
b. Plegaria eucarística
Durante la plegaria eucarística todos permanecerán en su
lugar, excepto los que deban realizar el rito del incienso en la
consagración. Estos tomarán los ciriales, pondrán incienso en el
incensario y se situarán ante el altar, de espaldas a la asamblea, y
allí, arrodillados, asistirán a toda la plegaria. Después de la
consagración del pan, el turiferario incensará el Cuerpo de Cristo,
y lo mismo hará con el vino consagrado, mientras el sacerdote los
muestra a la asamblea. Después del Amén final de la plegaria
eucarística, se levantarán, harán genuflexión, y devolverán a su
lugar los ciriales y el incensario.
Los demás monaguillos asistirán a toda la plegaria
eucarística con atenta devoción. Desde la epíclesis (= invocación al
Espíritu Santo), si no se les ha indicado lo contrario, se arrodillarán
y estarán así hasta que el sacerdote haya mostrado el vino
consagrado. Con esta actitud adorarán la presencia de Cristo en
las especies consagradas y darán muestras de piedad a toda la
asamblea.

c. Comunión
Después de rezar el Padrenuestro, a la invitación del
sacerdote o del diácono: Daos fraternalmente la paz, los
monaguillos se intercambian un gesto de paz, según se habrá
establecido previamente, de modo que los que lo reciban del
sacerdote sepan cómo hacerlo y cuándo, y los demás también
actúen de acuerdo y lo hagan igual, de modo que todo resulte
armónico en la celebración. Hay que evitar en este momento el
ruido, los golpes en la espalda, las risas y las palabras
innecesarias. Como principio, cada uno dará la paz sólo al que
tenga a su lado. Puede acompañar al gesto (un abrazo, darse la
mano, etc.) la expresión: La paz sea contigo.
Al terminar este rito, todos los monaguillos miran los gestos del
sacerdote partiendo el pan, un gesto sacramental muy importante
que hizo el mismo Señor. Entretanto, cantan con todo el pueblo la
letanía: Cordero de Dios...
Mientras comulga el sacerdote, todos los monaguillos que
vayan a comulgar se ponen juntos, en un lugar determinado,
según la distribución del presbiterio, para recibir la comunión los
primeros, de manos del mismo presidente. Es muy importante que
los monaguillos comulguen bien, con el máximo respeto y
devoción; así también ayudarán a hacerlo a los que les miren. Si la
comunión es con las dos especies, un monaguillo sirve el cáliz a
los que comulgan o lo sostiene si lo hacen por intinción (=
mojando el pan consagrado en la Sangre del Señor). Si es
costumbre, otro monaguillo, al lado izquierdo del sacerdote,
sostiene la “patena de la comunión”.
Después de la distribución de la comunión, se llevan los
vasos al altar y luego, una vez vacíos, a la credencia. Ahí serán
purificados (mejor al terminar la Misa). Si hay que ir a la capilla del
Santísimo es conveniente que un monaguillo —previamente
designado— acompañe al sacerdote o al ministro a hacer la
reserva.
El acólito ayuda al sacerdote a hacer la purificación
echándole un poco de agua en el cáliz y ordenando luego todos
los vasos que se han utilizado para la liturgia eucarística.
Si el presidente se sienta para guardar unos momentos de
silencio, también los monaguillos se sentarán en su lugar para dar
gracias a Dios por la Eucaristía celebrada y la comunión que acaban
de recibir.
En la oración final, los monaguillos se ponen de pie cuando
el sacerdote dice Oremos, y escuchan con atención esta plegaria,
respondiendo Amén al terminar. El monaguillo encargado del Misal
realizará su ministerio en este momento.

d. Despedida
Los monaguillos reciben la bendición inclinándose
ligeramente, mientras hacen la señal de la cruz. Cuando el
sacerdote, después de besar el altar, se inclina para venerarlo,
todos hacen también inclinación, y por el camino convenido se
vuelven, de dos en dos, a la sacristía. No se toman los ciriales ni la
cruz ni el incensario, sino que se vuelve normalmente por el
camino más corto sin mayor solemnidad. En la sacristía esperan al
sacerdote, de cara al crucifijo, lo saludan con una pequeña
inclinación, y si este dice: que aproveche, le responden: para la
vida eterna (en latín: prosit, y la respuesta: in vitam aeternarn).
Entonces, se quitan con cuidado el hábito de monaguillo y
lo guardan todo según sea costumbre.
Antes de marchar del templo, el buen monaguillo hará un
rato de oración ante el sagrario, dando gracias por todo lo que ha
recibido en la Eucaristía, porque el Señor lo ha llamado a servirle
en el altar, y para pedirle que sepa descubrir su vocación, para que
siguiéndola viva siempre la alegría de la fe en su corazón cristiano.
LAS RESPUESTAS DE LA MISA

Lo que debe decir el monaguillo y la asamblea va en negrilla. La


letra S significa sacerdote, la L lector y la M monaguillo.

Ritos iniciales
S. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
M. Amén.
S. El Señor esté con ustedes (u otro saludo apropiado).
M. Y con tu Espíritu.

Acto penitencial
S. Hermanos: Para celebrar dignamente estos sagrados misterios,
reconozcamos nuestros pecados.
S. y M. Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante ustedes,
hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y
omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso
ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y
a ustedes, hermanos, que intercedáis por mí ante Dios, nuestro
Señor.

O bien:
S. Señor, ten misericordia de nosotros,
M. Porque hemos pecado contra ti.
S. Muéstranos, Señor, tu misericordia,
M. Y danos tu salvación.
S. Dios Todopoderoso tenga misericordia de nuestros pecados y
nos lleve a la vida eterna.
M. Amén.
Liturgia de la palabra

Lecturas
L. Palabra de Dios.
M. Te alabamos, Señor.

Evangelio
S. El Señor esté con ustedes.
M. Y con tu espíritu.
S. Lectura del santo Evangelio según san…
M. Gloria a ti, Señor.

S. Palabra del Señor.


M. Gloria a ti, Señor Jesús.

Liturgia eucarística
Preparación de las ofrendas
S. Oren, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea
agradable a Dios, Padre todopoderoso.
M. El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y
gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa
Iglesia.

Principio de la plegaria eucarística


S. El Señor esté con ustedes.
M. Y con tu espíritu.
S. Levantemos el corazón.
M. Lo tenemos levantado hacia el Señor.
S. Demos gracias al Señor, nuestro Dios.
M. Es justo y necesario.
Después de la consagración
S. Este es el Sacramento de nuestra fe.
M. Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven,
Señor Jesús!

O bien:
S. Aclamad el Misterio de la redención.
M. Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz,
anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas.

O bien:
S. Cristo se entregó por nosotros.
M. Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor.

Conclusión de la plegaria eucarística


S. Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la
unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos
de los siglos.
M. Amén.

Despedida
S. El Señor esté con ustedes.
M. Y con tu Espíritu.
S. La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo,
descienda sobre ustedes.
M. Amén.
S. Pueden ir en paz.
M. Demos gracias a Dios.
EL LIBRO DEL MONAGUILLO
Preparado por Jaume González Padrós
Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona
Segunda Edición, julio de 2000.

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