Capítulo I – Tiago pide un deseo
Tiago era un niño al que no le gustaba leer. Era muy inquieto y decía
que leer era aburrido. No creía en las historias de piratas, menos aún
en las de fantasmas y hadas, y como si esto fuera poco, consideraba
que las de príncipes y princesas eran solo para niñas.
Le parecían tontas las historias de brujas y malvadas madrastras, y
poco creíbles las de héroes con capa y espada.
No leía cuentos y tampoco quería escucharlos, cosa que a sus papás
ponía muy triste. Tenía una hermosa biblioteca llena de maravillosos
libros que su mamá había comprado con amor y entusiasmo, pero que
él jamás había querido leer, ni escuchar.
También era perezoso y entonces no le gustaba estudiar. Esto le traía
algunos problemas con su maestra y con sus padres. Para Tiago el
mundo no estaba en los libros y no valoraba lo que un buen libro puede
brindarle a una persona.
Cada noche antes de irse a dormir, su madre le ofrecía leerle un cuento
y cada noche, Tiago decía que no, que lo dejara tranquilo, que ya
bastante tenía con los libros que había en la escuela.
Una noche en particular, el pequeño estaba de muy mal humor, había
sacado malas notas en el colegio porque no había estudiado, y su
madre había insistido más de la cuenta con el famoso cuentito de las
buenas noches. Antes de apagar la luz y en la aparente soledad de su
cuarto, Tiago dijo en voz alta: ¡No quiero volver a ver un libro más en
mi vida! ¡Cómo desearía que todos los libros del mundo desaparecieran
de una vez y para siempre! –y con este feo pensamiento se quedó
dormido.
Lo que Tiago no sabía, es que, en su habitación, sentadito arriba de un
armario, vivía Dindón, su duende protector.
Dindón había estado siempre al lado del niño, pero nunca jamás dejó
que Tiago lo viera. Sabía perfectamente que los duendes no son muy
bienvenidos en la mayoría de los casos y menos en el mundo que está
fuera de los cuentos. Aun así, solito y sin ser visto, vivía arriba del
armario cuidando como podía a este niño rebelde, perezoso y al que no
le gustaba leer.
Dindón era un buen duende, algo olvidadizo, hay que decirlo, pero era
bueno y no solo amaba a Tiago, sino que sentía un gran amor por los
libros de cuentos, las historias de todo tipo y si hubiera podido ir a la
escuela, habría sido un alumno ejemplar.
Al duende no le gustaba la actitud de su protegido, sabía que leer era
importante y se había esforzado porque el niño leyera, pero sin
resultado alguno. Solía tomar un libro de la biblioteca y colocarlo bajo la
almohada para que Tiago lo encontrara y tal vez le dieran ganas de leer,
pero lo único que había conseguido era que el niño se enojara con su
madre pensando que había sido ella. Ponía también cuentos dentro de
la mochila del colegio para que Tiago los leyera en el recreo y solo logró
que los usara para espantar las moscas que sobrevolaban en el patio.
A veces, mientras Tiago dormía, el duende le contaba esos cuentos que
despierto el pequeño nunca hubiera querido escuchar y, si bien Tiago
no escuchaba, Dindón disfrutaba ese momento soñando en que algún
día pudiera mostrarse y el niño aprendiera a amar la lectura.
Dindón había tenido paciencia y mucha, pero ese feo deseo que Tiago
había pedido lo había enojado y decidió actuar.
¡Pero qué cosa con este mocoso! ¡Habrase visto tamaña insolencia!
¿Cómo puede pensar que los cuentos son tontos y aburridos? ¿Cómo
pueden no gustarle las historias de piratas y fantasmas? ¡Con el
esfuerzo que han hecho todas las madrastras de la literatura en
demostrar su maldad, con el esmero que han puesto las brujas en
preparar esas pócimas horribles, con el valor con que los piratas
buscaban los tesoros! ¿Cómo puede no valorar lo que les ha costado a
todos los príncipes rescatar a las princesas de esos horribles castillos?
¡Esto no va a quedar así, le daré a este pequeño una lección que jamás
olvidará! ¿Con que no quiere más libros? Pues no habrá más libros y
veremos cómo se las arregla.
Como él sí era un gran lector, intentó recordar algún hechizo de los
tantos que había leído en los cuentos y, si bien sabía perfectamente
que no era un brujo, sino un duende, confió en que podría hacerlo bien.
Movió sus manitas y repitió las palabras que había leído en un cuento
de hadas, que creyó recordar a la perfección… ¿o era un cuento de
brujas? Bueno, no recordaba muy bien, pero las dijo con los ojos bien
cerraditos y cuando terminó… ¡¡¡Puff!!! No quedó un solo libro en la
habitación (y fuera de ella tampoco).
Abrió los ojos y, a decir verdad, se sorprendió de lo efectivo que había
sido el hechizo; en realidad, no recordaba muy bien si eran esas las
palabras exactas porque solía olvidar muchas cosas, pero
evidentemente esta vez lo había hecho bien, no quedaba un solo libro
a la vista.
Capítulo II – La mañana siguiente
Tiago despertó y cuando abrió los ojos, algo le llamó la atención. La
habitación parecía más vacía, había menos color, todo se veía
diferente.
Comenzó a vestirse para ir al colegio y todavía algo dormido recordó el
deseo que había pedido la noche anterior. Miró una vez más su
habitación y con gran felicidad vio que no había ningún libro, ni sobre la
mesita de luz, ni en la biblioteca, ni sobre la cama.
Mágicamente su sueño se había hecho realidad. ¡No lo podía creer, su
pesadilla había terminado!
¡Ni un solo libro a la vista! Tiago estaba contento, y Dindón sonreía
pícaramente, mientras pensaba cómo empezaría a complicarse la vida
del pequeño sin libros a la vista
– ¡Ya verás pequeño, ya verás! Pronto tendrás ganas de que te rescate
algún príncipe o querrás que algún hada te devuelva los libros -dijo por
lo bajo el duende.
Tiago era un pequeño inteligente y en un punto, le pareció extraño lo
que estaba ocurriendo, pero era tanta la alegría que sentía de pensar
que se había liberado de los libros, que no quiso detenerse a pensar en
si era lógico o no lo que estaba pasando.
Por su parte y siempre arriba del armario, Dindón lamentó no tener nada
para leer, pero sabía que el niño tenía que aprender una lección y quién
mejor que un duende protector para dársela.
Cuando el pequeño bajó a desayunar, sus padres lo notaron muy
contento, tal vez demasiado para lo habitual.
El niño comió muy bien y, sin quejarse por tener que ir al colegio, fue a
buscar su mochila, que, dicho sea de paso, pesaba mucho menos que
el día anterior.
Y así “liviano de libros” se fue al colegio suponiendo, equivocadamente,
que ése sería un gran día.
Capítulo III – Caos en la escuela
Cuando Tiago se iba acercando al colegio, notó que todo estaba
alborotado. Los niños no habían entrado a clases y en la vereda de la
escuela había una ambulancia y un patrullero. No imaginó ni por un
momento que todo ese lío tenía mucho que ver (o todo) con el deseo
tan feo que había pedido la noche anterior.
Al acercarse más, pudo ver a la señorita bibliotecaria presa de un
ataque de nervios, quien al grito de “mis libros, mis libros” tomaba al
médico del guardapolvo.
-Cálmese, señora, por favor pedía el doctor.
La bibliotecaria parecía no escuchar.
-Mis atlas, mis enciclopedias, mis libros de historia y geografía ¿dónde
han quedado? ¿Puede usted decirme?. Y zamarreaba al doctor de un
lado para el otro.
-Eso lo averiguará la policía, que para eso está aquí, cálmese señora,
por favor insistió el doctor.
-No me calmaré hasta que devuelvan todos los libros de la biblioteca
del colegio ¿entiende usted lo que es un colegio sin libros? ¡Esto es el
final, es el final! decía en un tono entre trágico y teatral, la pobre
bibliotecaria.
Tiago miraba la escena un tanto divertido. No entendía tamaña reacción
solo porque los libros habían desaparecido.
-Mujeres… -dijo. Siempre haciendo un drama de todo.
Cuando por fin entró al colegio, el panorama no era mucho mejor. Varios
policías interrogaban a maestras y alumnos. Nadie entendía nada,
nadie era capaz de pensar en un ladrón que robara todos los libros de
una escuela.
Luego llegaron los detectives, algunos con pipa y sombrero, otros con
sobretodo. También interrogaron a todos y, a criterio de Tiago, hacían
preguntas un tanto tontas, como:
-Dígame señora directora, ¿qué hizo usted el 3 de junio pasado a las
22 horas? –teniendo en cuenta que corría el mes de agosto, era poco
probable que la mujer se acordara qué había hecho y menos probable
aún que sea lo que fuere que hubiese hecho, tuviera relación alguna
con la desaparición de los libros.
Luego fue el turno de la bibliotecaria, quien, si bien estaba un poco más
tranquila, mucho no pudo ayudar.
-Dígame señorita ¿recuerda usted que hizo la noche del viernes? -
preguntó el detective.
-¡Oh Dios! ¿Qué será de ese Martín Fierro de encuadernación tan
antigua? ¿En qué manos habrá caído El Quijote?
-Señorita -dijo el detective-No está respondiendo mi pregunta.
-¿Dónde estará la colección completa de María Elena Walsh? ¡Ay, Dios!
¡No puedo ni pensar, se me estruja el corazón!
-Señorita estoy empezando a perder la paciencia.
-Todos los libros con las reglas ortográficas, ahora los niños escribirán
peor, todo será un desastre, un verdadero desastre-y rompió en llanto.
El detective se dio cuenta de que nada en limpio sacaría de las
respuestas de la señorita bibliotecaria y, resignado, decidió intentar
suerte con otras personas.
Mientras los policías tomaban huellas digitales y los detectives hacían
preguntas a los chicos más grandes, Tiago y sus amigos entraron al
aula. El pequeño estaba feliz pues pensaba que sin libros mucho no se
podía hacer ese día.
La verdad, el día de clases no fue en absoluto aquello que Tiago había
pensado. La señorita tenía una expresión muy triste en su rostro, los
chicos sentían miedo pensando en que un ladrón merodeaba por el
colegio, y muchos pensaron en que, si ya habían robado los libros,
pronto vendrían por los mapas, las pelotas de básquet y hasta los
alfajores del quiosco.
-Bueno niños, esta fatalidad que ha ocurrido no nos impedirá estudiar y
ya que no tenemos libros, les dictaré un capítulo del libro que veníamos
leyendo, ya que lo sé de memoria.
-¿Nos dictará un capítulo entero de un libro? preguntó Tiago, casi al
punto del enojo
-No me atrasaré por un ladronzuelo de libros. ¡Vamos, niños! A copiar
que es mucho realmente-contestó la maestra.
Los niños salieron con las manos casi entumecidas de copiar, y Tiago
regresó a su hogar de pésimo humor. Jamás pensó que, sin libros, el
estudio sería aún peor.
Entró en su habitación y comenzó a quejarse de todo lo que había
ocurrido en el día. Se paseaba de un lado al otro vociferando contra la
maestra, la señorita bibliotecaria que había hecho un drama, los policías
y los detectives.
Dindón sentadito arriba del armario miraba al pequeño. Había pasado
una mañana muy aburrida sin poder leer, pero en ese momento, ver al
pequeño tan ofuscado lo divertía bastante y le daba esperanzas de que
entendiera la importancia y el valor de los libros.
-Bueno, como sea –dijo de pronto Tiago. Mi deseo se hizo realidad y no
hay más libros a la vista, ya se tranquilizarán todos y verán cuánto mejor
es vivir así
– ¡Cómo me gustaría que mañana te hicieran copiar aún más, pequeño
perezoso! Terminarás aprendiendo la lección como que me llamo…
¡Caramba! ¿Cómo era que me llamaba?
Luego de hacer un poco de memoria, el olvidadizo duende recordó su
nombre y respiró aliviado. Todavía faltaba la reacción de la mamá del
niño, que no entendía qué había pasado con los libros de la habitación
de su hijo.
Tiago, una vez más, se comportó mal y para no reconocer su fea actitud,
le dijo a su madre que los había prestado.
-¿Todos?-preguntó su madre, desconfiando.
-Todos -contestó el pequeño. Dindón estuvo a punto de bajar del
armario. Que al niño no le gustara leer ya era un problema, pero que
encima mintiera, era mucho para un solo duende.
Esto será más difícil de lo que creí pensó el duende y no se equivocó.
Capítulo IV – Un cumpleaños no muy feliz
El día siguiente a la desaparición de los libros era sábado y el
cumpleaños de don José, el abuelo de Tiago y papá de su mamá.
El abuelo era muy goloso y cada cumpleaños, la mamá del pequeño
le preparaba una fiesta con las cosas que más le gustaban a su
padre: alfajores de dulce de membrillo, galletas bañadas con
chocolate y una torta de cumpleaños alta y llena, muy llena de
merengue.
Tiago despertó con el llanto de su madre y bajó sobresaltado a ver
qué ocurría en la cocina. Dindón, también preocupado, escuchaba
atentamente.
-¡Mi libro de cocina tampoco está! No quiero pensar que has prestado
mi libro también ¿o sí?
Tiago no respondía, si decía la verdad, lo retarían y no era fácil
inventar otra mentira que convenciera a su madrre.
-No, mami, yo no presté el libro, búscalo bien, en algún lado tiene que
estar -dijo el niño con un hilo de voz..
-He dado vuelta toda la casa y no está. ¿Qué haré ahora? Tengo que
cocinar para el abuelo y no tengo el libro… y se echó a llorar
nuevamente
-Mami, haces lo mismo todos los años, debes saber de memoria cada
receta
-Sabes que no tengo buena memoria
«Menos mal, no soy el único» pensó aliviado Dindón
-No recuerdo las cantidades exactas, la fiesta está arruinada, será un
fracaso.
Tiago se sentía culpable, jamás pensó que su falta de amor por los
libros perjudicaría a su mamá y a su familia. Por su parte, Dindón
empezó a dudar si el escarmiento que había ideado para el pequeño
había sido correcto. Otras personas estaban sufriendo por culpa de
su hechizo.
TIago volvió a su habitación. Dindón permaneció –como siempre
arriba del armario. Quería ayudar a la mamá del niño y tuvo una idea.
-¡Ya sé! La he visto preparar las mismas recetas por años, las anotaré
y se las dejaré a la vista, tal vez crea que son apuntes que se han
caído del libro.
Empezó a hacer memoria (cosa que le costaba y mucho) de cada
receta, con sus ingredientes, sus cantidades y el procedimiento
-¿Eran seis u ocho huevos para la torta? Ay, no lo recuerdo bien,
pero bueno, pongamos ocho cuánto más grande mejor. ¿Para el
merengue qué cantidad de azúcar era? Creo que… bueno pongamos
un kilo. ¿Cuánto se horneaban las galletas, quince minutos o más?
Creo que media hora, bueno pongamos media hora.
Y así, intentando recordar cada preparación, escribió todas y cada
una de las recetas y sin ser visto, las dejó en la cocina. La mamá
estaba tan angustiada que cuando encontró esos apuntes, no se
puso a pensar si ella los había escrito y cuándo, los tomó y se puso
a cocinar.
Tiago se quedó tranquilo pensando en que su mamá había recordado
las recetas a la perfección, pero cuando la fiesta comenzó y todos
empezaron a comer, la tranquilidad se esfumó. A medida que la tarde
pasaba, el merengue de la torta se iba desplomando sobre la fuente
y el mantel.
Las galletas parecían piedras, tanto que a la tía Jacinta se le rompió
una muela por encapricharse en comerlas. Los alfajores parecían
chicles, gomosos, pero sin gusto. El abuelo no decía nada, pero
tampoco entendía qué había pasado con su menú de cumpleaños.
Su hija no sabía cómo disculparse con la gente, y los invitados se
fueron con más hambre de la que tenían cuando llegaron.
No fue una linda fiesta, el abuelo estaba un poquito decepcionado, la
mamá de Tiago se sentía mal no solo porque no había recordado
bien las recetas, sino porque había perdido ese libro de cocina que
tanto amaba y que había sido de su abuela. Tiago y Dindón no
estaban mejor.
El pequeño se acostó sintiéndose triste y egoísta. En definitiva, que
a él no le gustasen los libros era un problema suyo que no tendría
que haber perjudicado a nadie. Dindón estaba más preocupado que
nunca. No solo seguía pensando que no había tenido una buena idea
con el escarmiento que le dio al pequeño, sino que se daba cuenta
de que su mala memoria iba en aumento.
Ninguno de los dos se durmió feliz. Por primera vez en su vida, el
niño pensó que escuchar un cuento hubiera sido muy bueno, una
historia que lo sacara de la tristeza y de la culpa y que lo hiciera
dormir feliz, pero no fue así, ya no había libros.
Dindón se durmió tratando de acordarse por qué se olvidaba de todo,
pero como no lo pudo recordar, prefirió dormir y pensar que el día
siguiente sería mejor.
Capítulo V – La abuelita se tropezó y en la casa se cayó
La mañana siguiente Tiago y Dindón despertaron deseando que ese
domingo fuera mucho mejor de lo que había sido el sábado, pero no
tuvieron mucha suerte. Menos suerte aún tuvo la abuela que había
ido de visita y tropezó con un juguete que había en el piso, se cayó y
se torció un tobillo.
-¡Mi pie, mi tobillo, mi tobillo, mi pie! –gritaba la abuela una y otra vez.
Sin perder tiempo, la mamá de Tiago llamó al doctor. La abuela se
sentó en un sillón y apoyó su pierna en un banquito. Tiago estaba
preocupado por su abuela porque se quejaba del dolor, pero estaba
tranquilo pensando en que esa caída nada tenía que ver con la
desaparición de los libros.
Dindón, siempre desde el armario, escuchaba atentamente lo que
ocurría y deseaba que el médico llegara pronto. El tobillo de la abuela
iba hinchándose de a poco y su color iba tornándose morado,
realmente se parecía más a una berenjena que a un tobillo.
Cuando el doctor llegó revisó con mucha atención y cuidado a la
pobre abuela que no dejaba de quejarse
-¡Ay, que me duele! ¡Ay, ay, ay! decía una y otra vez la pobre abuelita.
-Está muy hinchado dijo el doctor tocándose la barba
-Para eso no hacer falta ser doctor, yo sólo soy un duende y también
me doy cuenta de que ese pie va de mal en peor-se quejó Dindón,
quien a esa altura de la situación había decidido salir de su escondite
y espiar desde detrás de una maceta
-Bueno, doctor ¿Qué debemos hacer? ¿Qué tratamiento hay para el
pie de la abuela? preguntó la mamá preocupada.
-Mire señora, este tipo de golpes con hielo, calmantes y una pomada
común mejorará, pero tendrá para muchos días de cuidado. Una
lástima lo que ocurrió con los libros ¿Ha visto? preguntó el médico.
Tiago casi se atraganta con el turrón que estaba comiendo ¿Qué
tenían que ver los libros con el tobillo de la abuela? Dindón ya no
sabía cómo hacerse más pequeño, si bien sabía que nadie lo veía,
cada vez empezaba a tener más vergüenza por ese hechizo que
tantas consecuencias comenzaba a tener. Ambos escucharon con
mucha atención
-Sí, doctor, estoy muy al tanto del tema de libros, ni me lo recuerde
por favor -contestó la madre que todavía pensaba en el merengue
derramado sobre la mesa, en la muela de la tía Jacinta y en los
alfajores con gusto a nada y textura de goma de mascar.
-Lo que ocurre es que la semana pasada me habían regalado un libro
con un tratamiento revolucionario para este tipo de golpes. Un
tratamiento que en dos días devolvía el aspecto de pie a la berenjena,
perdón, digo al pie, pero bueno no lo tengo más, así que deberemos
seguir con los tratamientos comunes
-¿Pero no recuerda qué decía el libro doctor? Por ahí si hace un poco
de memoria podemos emplear ese nuevo tratamiento con la abuela.
¡Ay, qué graciosa! pensó Dindón ella no se acuerda las recetas que
repite hace años y pretende que este pobre hombre se acuerde de lo
que dice un libro que le regalaron la semana pasada
-No señora, no recuerdo con exactitud lo que decía el libro y no puedo
arriesgar el pie de una paciente, por más que ya no tenga aspecto de
pie, lo sigue siendo
-Bueno, doctor, haremos lo que usted diga
– Paciencia abuela dijo el médico esto será largo pero pasará.
Tiago ya no tenía ganas de terminar el turrón. Dindón se escabulló
rápidamente hacia la habitación y subió a su lugarcito. Ambos
pensaban en la pobre abuela que debería guardar reposo por un
largo tiempo. También pensaban en el abuelo que no tendría quién
le hiciera la comida y, además, en la mamá que sufría por su madre
y terminaron pensando en ellos mismos.
Tiago y Dindón estaban cada vez más convencidos de que no habían
obrado bien. Tiago comenzó a darse cuenta de que los libros eran
fundamentales. Por primera vez en su vida, entendió que del
conocimiento que habita en los libros depende desde el éxito de una
receta de cocina, hasta la salud de una persona y en el medio,
infinitas cosas más.
Dindón empezaba a pensar que era imprescindible deshacer el
hechizo. Solo necesitaba recordar cuáles habían sido las palabras
mágicas, pero no lo lograba ¡Si tan solo su memoria lo ayudara algún
día! ¡Si pudiera releer ese libro de hadas…! ¿o era de brujas? Lo
mismo daba, los libros ya no estaban.
Capítulo VI - ¿Dónde están los libros?
Tiago tenía un primito con el que se llevaba muy bien. Francisco tenía
apenas cuatro años, pero era un muy buen compañero de juegos.
Cuando la mamá le dijo que Fran vendría y se quedaría a dormir,
Tiago se sintió feliz ¡Por fin una buena noticia! El niño pensó todo lo
que haría con el primo: jugarían al futbol, tomarían chocolatada,
verían televisión, dibujarían y muchas cosas más.
La tarde fue hermosa, ambos primos se divirtieron mucho, Dindón
estaba contento de ver a Tiago sonreír y divertirse. Cenaron una rica
comida que hizo la madre para la cual, por suerte, no había
necesitado un libro de cocina y se fueron a dormir.
Dindón miraba a los niños en sus camitas y sonreía feliz, pero la
alegría no duró demasiado.
-¿Me cuentas un cuento, Tiago? -Preguntó Fran.
-¿Un cuento? ¿Para qué quieres un cuento? -Preguntó el pequeño
cambiando la expresión de alegría que tenía en su rostro.
-No me duermo si no es con un cuento, así que te escucho, cuéntame
el que quieras, puedes elegir.
-Mira Fran, no sé ningún cuento de memoria y como verás, aquí ya
no hay libros, así que lamento decirte que deberás dormirte sin
cuento esta noche.
-En mi casa tampoco hay libros ya, pero mi papá y mi mamá me los
cuentan igual.
-Bueno, pero yo no soy tu papá y menos aún tu mamá, así que intenta
dormir Fran, mañana seguiremos jugando.
-Si no recuerdas ninguno, puedes inventar, te escucho primo.
Era evidente que Fran no aceptaba un no como respuesta y Tiago no
solo no recordaba ninguna historia, sino que no tenía mucha
imaginación. Eso suele ocurrir con las personas a las que no les
gusta leer, les cuesta imaginar y eso es un poco triste.
Dindón ya quería bajar del armario y contarle al chiquitín tantos
cuentos como fuera posible, tantos cuentos como recordara, tantos
cuentos como amaba, que eran muchos, pero no podía.
-Bueno -dijo el pequeño Fran- ¿Para cuándo el cuento? Te escucho.
Tomando coraje, Tiago comenzó a balbucear:
-Había una vez… una princesa que era mala y la hacía limpiar todo
el día a la pobre madrastra, mientras la obligaba a comer una
manzana envenenada, al tiempo que un sapo le quería dar un beso
y colorín colorado este cuento se me ha olvidado.
-¡Ay, qué historia tan corta y rara! No me gustó, cuéntame otra.
-Otra no sé, ya te dije que no sé cuentos, no me gustan, no los leo y
tampoco los escucho.
-¿En serio? –preguntó Fran abriendo los ojos tanto que parecían dos
platos voladores. ¿No te gustan los cuentos? Bueno no importa, a mí
sí me gustan mucho, bueno ese de recién no, pero todo los demás
sí. Intenta con otro.
-Duerme, Fran, por favor, ya es tarde.
-No me dormiré hasta que me cuentes un cuento.
Dindón casi no podía contener la risa con la escena. La noche se
estaba complicando mucho para Tiago. ¿Empezaría a entender su
protegido que los libros eran amigos de las personas? ¿Qué hacían
mejor la vida de quienes los leían? ¿Que una hermosa historia nos
ayuda a dormir bien?
-Estoy esperando el cuento -insistió Fran.
-Pues espera sentado o acostado, mejor, no te lo contaré.
-No me dormiré hasta que no me cuentes un cuento insistía el
pequeño.
-Pues entonces no dormirás -gritó Tiago fastidiado, se dio media
vuelta y se dispuso a dormir. Fran no tuvo más remedio que
resignarse, pero comenzó a sollozar.
Tiago se quedó dormido, pero Fran no, era evidente que el niño
necesitaba ese cuento tranquilizador. Entonces, aprovechando que
al pequeño se le cerraban los ojos Dindón comenzó a contar un
cuento tras otro.
Fran no entendía bien de dónde venía esa dulce voz, pero eran tan
bellas las historias que sus oídos escuchaban que no le importó
averiguarlo.
Poco a poco se fue tranquilizando y el sollozo dio lugar a una sonrisa,
se acomodó entre las cobijas y se durmió feliz viajando por esos
mundos que los cuentos le proponían.
Por la mañana, Fran despertó contento, algo confuso, eso sí. ¿Quién
le había contado esos cuentos tan hermosos? No terminaba de
entenderlo, pero mucho no le importó.
Tiago, en cambio, despertó de pésimo humor. Por un lado, se había
dormido muy tarde y por el otro, la insistencia de su primo y esas
ganas locas de escuchar un cuento le habían hecho pensar que tal
vez había vivido equivocado con respecto a los libros.
Por primera vez sintió que, tal vez, era momento de darles una
oportunidad.