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OBISPOS PARA EL SIGLO XXI, Por José Ignacio González Faus

(Este artículo se publicó originariamente en portugués (Belo Horizonte) en mayo del 2000 y en catalán en Qüestions de Vida Cristiana. Nos complace ofrecerlo ahora por primera vez en castellano.) Somos cristianos para nosotros y obispos para vosotros. En lo primero está en juego nuestro propio bien, como obispos sólo ha de preocuparnos vuestro bien". (San Agustín, Sermón 46,2; PL 38,271). A PEDRO Casaldáliga, a PABLO E. Arns, a SAMUEL Ruiz, con indecible gratitud.
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OBISPOS PARA EL SIGLO XXI, Por José Ignacio González Faus

(Este artículo se publicó originariamente en portugués (Belo Horizonte) en mayo del 2000 y en catalán en Qüestions de Vida Cristiana. Nos complace ofrecerlo ahora por primera vez en castellano.) Somos cristianos para nosotros y obispos para vosotros. En lo primero está en juego nuestro propio bien, como obispos sólo ha de preocuparnos vuestro bien". (San Agustín, Sermón 46,2; PL 38,271). A PEDRO Casaldáliga, a PABLO E. Arns, a SAMUEL Ruiz, con indecible gratitud.
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OBISPOS PARA EL SIGLO XXI

Ignacio González Faus

(Este artículo se publicó originariamente en portugués (Belo Horizonte) en mayo del 2000 y en catalán
en Qüestions de Vida Cristiana. Nos complace ofrecerlo ahora por primera vez en castellano.)

Somos cristianos para nosotros y obispos para vosotros. En lo primero


está en juego nuestro propio bien, como obispos sólo ha de preocuparnos
vuestro bien". (San Agustín, Sermón 46,2; PL 38,271).

A PEDRO Casaldáliga, a PABLO E.


Arns, a SAMUEL Ruiz, con indecible
gratitud.

Escribí hace un tiempo que el antiguo problema de "El Jesús histórico y el


Cristo de la fe" estaba dando paso a otro problema nuevo sobre "la
comunidad histórica y la Iglesia de la fe". No es exactamente un problema
nuevo, ni tan virulento como lo fue el otro en sus orígenes. Pero hoy es
posible afirmar que al igual que para el caso del Jesús histórico gozamos de
unos mínimos muy importantes y con suficiente garantía histórica que han
ayudado a purificar nuestra imagen de Jesús también en el caso de la Iglesia
se dan determinados consensos que pueden ayudar a purificar nuestra fe y
nuestro sentido eclesial, como deben ayudar a la misma Iglesia a purificarse y
ser más Iglesia de Jesús.

Esta observación me parece fundamental para el tema que se me ha pedido,


aunque éste se refiera sólo a los obispos y no a la totalidad de la Iglesia. Se
dijo que Vaticano II había sido el concilio del episcopado. Pero esto sólo
parece verdad en lo referente a la afirmación de la colegialidad episcopal
(casi inédita en la práctica), y en cuanto contraposición a un Vaticano I
calificado como concilio del papado.

Queda pues pendiente una reflexión sobre la naturaleza histórica del


episcopado, que debe hacerse en el seno de otra visión más amplia sobre la
constitución histórica de la Iglesia, y servir de base a la reflexión teológica.

Por eso comenzaré este artículo con un breve resumen de esa visión, dado en
forma de tesis1.
1
Para este resumen, me serviré sobre todo del libro de J.A. Estrada, Para entender cómo surgió la
Iglesia, (citado como E), y de otros títulos míos como: Ningún obispo impuesto, y Hombres de la
comunidad. Apuntes sobre el ministerio eclesial. También es importante la obra de K. Schatz, El
primado del papa: su historia desde los orígenes hasta nuestros días.

1
I. TESIS SOBRE LA CONSTITUCIÓN DE LA IGLESIA

A. Origen y naturaleza de la Iglesia

1. La Iglesia se fundamenta en Jesús, pero nace de la Pascua y es fundada por


ella. En el Jesús histórico no hay intención de fundar una iglesia. Por tanto,
difícilmente pudo haber instrucciones o prescripciones dadas a los apóstoles
sobre las estructuras de la Iglesia. Lo que sí hubo es una comunidad de
seguidores en torno a Jesús, creada por Él, y que, lógicamente, habrá de
servir de espejo a la iglesia nacida de la Pascua.

2. No se puede equiparar el Reino de Dios con la Iglesia. Ésta sería una de las
herejías más frecuentes y más nocivas para la eclesiología.

3. La Iglesia está bajo la Palabra de Dios. Aunque la lectura de la Biblia es


comunitaria, esto no significa que la comunidad (y menos aún sus
representantes solos), estén por encima de la Palabra, sino que han de ser
obedientes a ella. Esta doble afirmación puede ser fuente de conflictos. Pero
sería heterodoxo rehuir esos conflictos a base de eludir uno de los dos
miembros de la afirmación.

4. La Iglesia es comunidad de los llamados a la fe. Es sencillamente herético


creer que la Iglesia se identifica con "el papa y los obispos" como poder
sagrado, de modo que el llamado "pueblo de Dios" sea sólo un campo
necesario para el ejercicio de ese poder sagrado. La Iglesia es sólo el pueblo
creyente, el cual necesita unos "ministerios" para su vida como pueblo de
Dios (cf. LG 2).

5. Pero la Iglesia tampoco es una institución universal de la que las llamadas


iglesias locales sólo sean "una pequeña parte": cada iglesia local es, a su vez,
"la iglesia católica" ("la iglesia de Dios que está en ...."). Y el verdadero
sentido universal de la palabra iglesia es el de una comunión de iglesias.

B. Estructuración de la Iglesia

6. La eclesiología del Nuevo Testamento (NT) es enormemente plural.


Aunque en tiempos históricos de crisis pueda ser necesario reforzar la unidad,
sería contrario al NT institucionalizar una sola visión de la Iglesia,
sacrificando la pluralidad.

7. Lo que decide sobre el carácter cristiano de una iglesia es que sus


estructuras favorezcan la igualdad, la fraternidad y "la eminente dignidad de
los pobres", desde la experiencia del Dios de Jesús. "Cuando esto falta,

2
padece la comunidad cristiana aunque no falte ninguna estructura
eclesiológica" (E. 81).

8. Los ministerios eclesiales están presentes en todo el NT. Pero su estructura


es enormemente imprecisa y cambiable. En los evangelios no hay alusión
directa a los diversos ministerios, porque éstos no provienen de Jesús. A lo
que se atiende en los evangelios es a que aquellos ministerios, que entonces
comenzaban a nacer, se asemejen a Jesús y se desarrollen en consonancia con
Él.

9. A partir del s. III la Iglesia necesitó institucionalizarse debido a su


crecimiento. Como no tenía modelos para ello, recurrió unas veces a imitar la
estructura de la sociedad civil romana, y otras a recuperar instituciones o
normas del Antiguo Testamento (entonces es cuando se generaliza la
terminología "sacerdotal" inexistente al principio). Este doble proceso es muy
comprensible; pero no es obligatorio ni está exento de peligros para la iglesia
posterior. Su mayor peligro, en frase de Karen Torjesen, es que "el concepto
de dirección pasó de la esfera del ministerio a la del gobierno"2[2] .

10. Como consecuencia de lo anterior, en el proceso de institucionalización


de la Iglesia fue desapareciendo la presencia de carismáticos y profetas, que
había sido mucho más viva en la iglesia primera. Al estructurarse así, los
"ministerios" se van convirtiendo en "cargos" y acumulando funciones que,
en los orígenes, estaban más diversificadas.

11. La evolución de los ministerios acaba cuajando muy pronto en la tríada


obispo presbítero diácono que, en los orígenes, era de fronteras bastante
imprecisas. Lo que en ningún caso hay es "un plan establecido de antemano y
mucho menos unas directrices dadas por Jesús" (E. 179).

12. En la Iglesia del NT, la presidencia de la eucaristía y el llamado "poder de


consagración" no aparecen todavía vinculados a la ordenación y a la
imposición de manos. Ignacio de Antioquía requiere, para que la eucaristía
sea válida, la autorización (no la "ordenación") del obispo (Smirn. 8,1) Ello
parece deberse a la concepción hoy perdida de que, en una eucaristía válida
(bebaia en terminología de san Ignacio) el presidente no es el único que
consagra, sino que todo el pueblo que le rodea consagra y ofrece con él.

En la iglesia posterior, aún perdura algo de esto en los llamados


"confesores"3. Algunos de ellos incluso fueron elegidos como obispos sin que
2
Cf. Cuando las mujeres eran sacerdotes, Córdoba 1996, p. 150.
3
Mártires que no habían muerto, y a los que se concede después presidir la eucaristía sin imposición de
manos, como testifica la Tradición Apostólica de Hipólito, para el s. II.

3
se hable nunca de una ordenación presbiteral previa. Y hasta uno como
Calixto llegó a papa. Esta regla se mantiene todavía en los cánones de
Hipólito (336 340) (cf. E. 143). El primero del que consta que, habiendo sido
elegido obispo de Roma como diácono, se hizo ordenar antes de presbítero,
fue Gregorio VII en el s. XI.

En este marco, no tiene sentido argumentar que Jesús "no ordenó mujeres",
puesto que tampoco ordenó varones. Para el tema del ministerio femenino
sería más pertinente la pregunta de si El Resucitado eligió a mujeres como
testigos de su Resurrección.

Este marco es indispensable para poder entrar ahora en el ministerio de los


obispos.

C. Sobre el ministerio episcopal

13. Hablando con estricta propiedad histórica, los obispos no son "sucesores"
de los Apóstoles. "Iglesias apostólicas" eran sólo aquellas pocas que habían
sido fundadas por algún apóstol. Pero en un sentido teológico, con carácter
más "sacramental" que jurídico, puede hablarse de una especie de analogía o
correspondencia dinámica, que permite usar aquel título en un sentido válido,
pero más amplio.

14. Precisamente por lo anterior, "según san Ireneo, los presbíteros tienen
también la sucesión apostólica" (E.183)4. La idea de cierta igualdad inicial
entre obispos y presbíteros se extiende como mínimo hasta san Isidoro de
Sevilla en el s. VII (E.188).

15. Una vez estructurados, hay dos elementos inseparables que deben
considerarse esenciales tanto en el episcopado como en el presbiterado. Y
son: a) la entrada en el colegio (episcopal o presbiteral) y b) la vinculación a
una iglesia particular. Es decir: colegialidad y localidad.

16. En la iglesia antigua no es concebible ni una eucaristía celebrada sin


comunidad, ni un obispo sin iglesia y que no ejerce como pastor. La actual
figura jurídica de los obispos "in partibus" (sin diócesis), es una ruptura con
la mejor tradición eclesial (a la que hipócritamente rinde homenaje con esa
designación sólo nominal)5.

4
Cf. AH IV, 26,2; IV, 32,1; III, 3,3.
5
Ver sobre este punto las sabias reflexiones de J.M. Tillard, La Iglesia local. Eclesiología de comunión
y catolicidad, pp. 298-318. Tillard llega a afirmar que esta situación "lesiona la naturaleza auténtica del
episcopado" (p. 250).

4
Y lo dicho hasta aquí sobre el ministerio episcopal, necesita otro marco de
referencia, que proviene de aquel que es el "primus episcoporum": el obispo
de Roma.

D. Sobre el ministerio de Pedro

17. Pedro murió mártir en Roma pero no fue nunca obispo de Roma.
Además, es muy probable históricamente que la iglesia de Roma fue
gobernada durante bastantes años por un colegio de presbíteros (como
todavía se adivina en la llamada "carta de Clemente"), y que la "sucesión
episcopal" no surja en Roma hasta mediado el siglo II.

18. El Vicario de Pedro puede tener, como obispo de Roma y como patriarca
de Occidente, unas atribuciones geográficamente limitadas que no tiene como
papa. La iglesia universal no es una diócesis del papa ni el estado del papa.

19. La designación de los obispos durante todo el primer milenio y parte del
segundo no fue competencia de los papas sino de las iglesias locales (o
circunvecinas). Las formas concretas pudieron variar, pero el principio se
consideraba voluntad de Dios y derecho apostólico. Las primeras
desviaciones de este proceso se debieron a situaciones excepcionales, para
evitar la intervención de los reyes y señores feudales. Más tarde (en la época
de Avignon) a motivos muchos menos nobles6 [6]. Finalmente en Trento se
generalizó la práctica actual, que debe seguir siendo mirada como
"excepcional"7 .

E. En conclusión

20. Se puede decir que la Iglesia tiene una estructura ministerial (apostólica)
por obediencia al ejemplo de Jesús y los suyos. Pero la configuración
concreta de esa estructura es creación de la Iglesia y no de Jesús. Y se crea
respondiendo a los "signos de los tiempos".

Buena prueba de lo anterior puede ser la fundamentación del papado que


daba en el s. XVII el cardenal Bellarmino, y que no argumenta a partir de la
voluntad de Jesús o de la obediencia a la Escritura, sino de que Dios quiere

6
Como la célebre cuestión de las "annatas" (o impuestos de un año) que se pagaban al papa.
7
Y si alguien pensara que estas tesis pueden favorecer un cierto conciliarismo como la referencia más
originaria en la estructura eclesial, bastará con que lea el prólogo al magnífico libro de K. Schatz, Los
concilios ecuménicos, Madrid 1999, para que vea hasta qué punto la venerable institución de los
concilios está también sometida a la misma oscuridad de origen y a la misma ley de irse abriendo
camino entre las posibilidades de la historia.

5
para Su Iglesia lo mejor; y la mejor forma de estructurar una sociedad (según
Bellarmino) es la monarquía.

21. En este contexto el pecado de la Iglesia puede consistir muchas veces en


que todo aquello que es fruto de una evolución histórica comprensible (que
unas veces será obra del Espíritu y otras también del pecado), pretende
convertirlo en resultado de una voluntad de Jesús históricamente expresada.

De este modo la Iglesia se incapacita para responder a las exigencias de la


evangelización, y convierte a Dios en responsable de su propia pereza.

II. OBISPOS PARA EL SIGLO XXI

Si este marco es cierto, nos permite concluir que la Iglesia, a la hora de


estructurar su ministerio más constitutivo para una nueva etapa de la historia,
en la que el cristianismo va a ser minoritario, y en donde los estados son
laicos y ella no va a contar ya con apoyos sociológicos ni políticos, debe
sentirse en una situación similar a la de la primitiva iglesia. Con la misma
libertad, y con la misma llamada a la creatividad responsable y a la eficacia
apostólica y evangelizadora.

Con todo respeto, y sin más autoridad que la de la verdad que pueda decir,
creo que esto implicaría al menos cuatro puntos, por lo que hace a los obispos
del s. XXI: que sean obispos, que sean evangelizadores, que sean creadores
de comunidad y que sean colegio.

1. Que los obispos sean obispos

Al decir que "sean obispos" quisiera devolver a la palabra toda la dignidad


que tiene en la mejor tradición de la Iglesia, por su vinculación teológica con
el grupo de los Doce. Que sean obispos significa, por tanto, que no sean
meros peones movidos por la curia romana. Que se cumpla de veras la
enseñanza del Vaticano II: "los obispos no deben ser considerados como
vicarios del romano pontífice" (LG 27).

San Bernardo ya avisaba al papa Eugenio III de que una Iglesia que fuese
sólo "cabeza y dedos" sería "un monstruo", más que el Cuerpo de Cristo 8.
Como explicaron los obispos alemanes del s. XIX en su carta a Bismarck
sobre el Vaticano I, "el papa es obispo de Roma, no de Colonia o de Breslau"

8
Ver De consideratione, III,4,7: "monstrum facis si manus submovens digitus facis pendere de capite".

6
(DS 3113) ni de Sao Paulo9. Y el mismo Vaticano I señala como constitutivo
del ministerio de Pedro el "afirmar, robustecer y vindicar" la potestad de los
obispos (DS 3061). Pero no puede afirmarse que la situación haya mejorado
mucho desde la época de san Bernardo10 .

En la actual estructura de la Iglesia hay algo que impide a los obispos actuar
misioneramente como enviados, y les fuerza a actuar como funcionarios. De
ese "algo" da razón probablemente una confesión de un obispo de mi país,
cuando se le preguntó por qué los obispos, en sus apariciones por la
televisión, resultaban tan poco estimulantes: "debo reconocer confesó el
obispo que cuando salimos en la tele no estamos pensando en los
espectadores sino en el Nuncio"11.

No creo que haga falta añadir a nuestro marco histórico anterior, que la curia
romana no fue fundada por Jesucristo. Y que es, junto con los Cardenales y
los Nuncios, uno de los elementos más contingentes de la estructura eclesial.
Su configuración, por tanto, ha de depender de su eficacia evangelizadora y
de su servicio a la colegialidad episcopal, que son dos principios
eclesiológicos muy superiores a ella.

Quede claro que estoy hablando de la curia y no de la sede romana. En el s.


XXI será fundamental que la curia no interfiera en las relaciones entre Pedro
y el colegio apostólico, impidiendo así la verdadera colegialidad. Imponer
por ejemplo, a quienes van a ser consagrados obispos, un juramento previo de
que no hablarán nunca públicamente en contra del celibato ministerial o a
favor del sacerdocio de la mujer sería (si es que eso se hace) un abuso de
autoridad que, además, no generaría ninguna obligación verdadera. Tal abuso
de autoridad sería más reprobable si luego se pretende utilizarlo como
muestra de que se da en la Iglesia un verdadero consenso sobre esas materias.

2. Que los obispos sean apóstoles

9
Vaticano II, al hablar de la jurisdicción "plena, suprema y universal" del obispo de Roma sobre las
demás iglesias, ha suprimido el adjetivo "verdaderamente episcopal" que usara Vaticano I (cf. LG 22,
con DS 3060).
Este afán por conseguir la unidad a base de eliminar lo diferente, es una de las mayores tentaciones a
que está sometido nuestro mundo. Triste sería que la Iglesia fuese aquí un mal ejemplo.
10
Y buen indicio de ello pueden ser estas palabras que cita J.M. Tillard, y que son casi un siglo
posteriores a las de los obispos alemanes: "no debemos extrañarnos de ver que poco a poco, lo que
fueron los obispos en sus diócesis, hoy será asumido como misión por el papa, ya que no sería bueno
para la Iglesia y para el mundo que en todos los obispados y en cada obispado haya posiciones
diferentes y a veces contradictorias" (ver la cita completa en La iglesia local, Salamanca 1999, p. 305).
11
Permítaseme evocar también la ironía valenciana del fallecido cardenal Tarancón, cuando afirmaba
públicamente que "algunos obispos padecen tortícolis de tanto mirar a Roma".

7
Creo que, en la actual situación eclesial, recobra un significado y una
importancia nuevos la transposición que hace el evangelista Mateo de la
parábola jesuánica de la oveja perdida, aplicándola a los ministros de la
Iglesia. Pero habría que añadir que hoy ya no se trata de "una" oveja contra
noventa y nueve, sino de noventa contra diez...

Si la Iglesia debe seguir fiel a su misión evangelizadora, no puede seguir


dejando ir (y condenando) a todas "las ovejas perdidas de la Casa del Padre"
(Mt 15,24), mientras acaricia (y se deja acariciar) por el pequeño rebaño de
quienes se consideran fieles. Dicho sin parábola, esto significa que los
obispos del s. XXI deberán ser hombres de frontera y no hombres de
barreras. La iglesia del s. XXI necesitará muchos más "pablos" que
"timoteos. Y sin embargo, ya señaló R. Brown con ironía feliz que, con los
criterios de las Pastorales (que son los únicos que parecen constituir la
eclesiología católica), Pablo nunca podría ser designado obispo12.

Ello implicará, en mi opinión, el esfuerzo por liderar comunidades


alternativas, que puedan ser vistas como señales ("sacramentos") de
salvación, como "sal de la tierra" y como "luz de las gentes". Alternativas
porque en ellas se intenta vivir "la eminente dignidad de los pobres en la
Iglesia" (Bossuet), frente a la eminente dignidad de los ricos, de los
poderosos y de las estrellas que vige en el mundo circundante. Alternativas
no meramente por la doctrina que en ellas se enseña, sino por las "virtudes"
con que se vive. Entendiendo lo de "virtudes" no en sentido ascético, sino en
el sentido etimológico de "fuerzas" (virtutes). En ese contexto, los obispos no
serán tanto "guardianes de un depósito" cuanto "testigos de una buena
noticia". Y esa buena noticia es, en apretado resumen, "el amor de Dios que
se ha manifestado en Jesucristo" (Rom 8,39), y el desenmascaramiento del
pecado de este mundo que necesita crucificar a los inocentes y a los profetas,
para seguir manteniendo "su puesto y su casta" (cf. Jn 11,48).

Todo esto, los obispos del s. XXI habrán de hacerlo sin poder, pero también
sin ingenuidad: desde la condición del enviado que lo es "como ovejas entre
lobos" (Mt 10,16). Habrán de saber ser sencillos como las palomas y, a la
vez, sagaces13 como las serpientes. Para ello tratarán lo mínimo posible con
los grandes de este mundo (si es que algún mínimo es aquí posible). Y si han
de presidir alguna ceremonia religiosa, funeral o sacramento, serán
normalmente las de los presos y de los sin techo, no las de los poderosos de
la tierra. Tampoco pretenderán montar grandes plataformas propias, con la
excusa de evangelizar. Porque esas plataformas millonarias acaban
12
Las iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986, pp. 40 41.
13
La traducción habitual de "fronimoi" por prudentes, puede valer en el sentido antiguo de la palabra
que asimilaba la prudencia a la habilidad, no en el sentido actual que la asimila más bien al temor.

8
suponiendo unos precios y unas reglas de juego contrarias al evangelio.
Habrán de plantearse seria y razonadamente qué significa hoy todo aquello
de ser enviados "sin bastón, ni alforja, ni pan, ni plata, ni dos túnicas de
recambio" (cf. Lc 9,3). Sin pretender que la inviable simplicidad de esos
consejos los vuelve totalmente faltos de vigencia en una sociedad tan
compleja como la nuestra. Sino buscando, más allá de una literalidad
imposible, el significado evangélico que tienen en nuestro mundo aquellos
consejos dados por Jesús a los que él enviaba.

3. Que los obispos sean "creadores de comunidad"

Como ya es sabido, el término griego "epi skopos" no designa ningún tipo de


poder sagrado, sino una tarea sencilla de "supervisor" de la comunidad. Antes
que responsables de la ortodoxia, los obispos son responsables de la
comunión: porque en las iglesias cristianas no cabe ninguna verdad al margen
del amor (Ef 4,15), el cual es la verdad más profunda de Dios y del hombre.
Se podría traducir hoy esa supervisión definiendo a los obispos como
"constructores de comunidad": responsables hacia dentro, de esas
comunidades que acabamos de describir como alternativas y misioneras.
Comunidades donde se vaya haciendo "carne" una capacidad intuitiva para
encontrar a Dios en todas las cosas, y no sólo (ni principalmente) en los
aspectos o momentos "religiosos" de la vida. Comunidades que, desde esa
sintonía con Dios, sean capaces de soportar la difícil diferencia y pluralidad
de todos los grupos humanos, sin convertirla mecánicamente en motivo de
disensiones, de exclusiones ni de enfrentamientos.

La historia de la iglesia primitiva es en este punto ejemplar. La Iglesia


conoció desde sus inicios, la pluralidad y la amenaza de división. A pesar de
su tono edificante, Lucas no puede menos de reconocer que los altercados y
discusiones no fueron leves (cf. Hch 15,2). Pero en aquella iglesia todavía
pesaba más la plegaria de Jesús por la unidad, que la idólatra fijación en la
propia verdad.

El ejemplo duró poco, ya lo sabemos. Pero, tratando de aprender de él para el


mañana, deberíamos decir que los obispos del s. XXI habrán de tener la
obsesión por "crear verdadera comunidad" en vez de hacer triunfar una
determinada línea, entre otras posibles y legítimas en la Iglesia. Uno de los
pecados de la iglesia romana es que ha ido invalidando el sabio consejo de
Agustín ("unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso y caridad en todo")
porque, desde el momento en que se pierde el sentido de "la única cosa
necesaria" (Lc 10,42), todo se vuelve necesario y todo queda justificado para
sacar adelante esa falsa necesidad del propio egotismo.

9
La comunidad sólo se crea desde dentro, no desde fuera de ella. La ya famosa
exclamación de Agustín "soy un cristiano con vosotros"14, o la de la primera
carta de Pedro ("copresbítero con vosotros") ayudarían a impedir que los
obispos aparezcan ante la sociedad (y ante la misma Iglesia) como una
especie de "objetos sagrados no identificados", en los que ya ha dejado de
cumplirse aquel soberbio juego de palabras, también agustiniano, de presidir
para aprovechar ("praesint ut prossint")15. Y para aprovechar a la comunidad
que presiden, no a otros intereses de política eclesial, exteriores a ella, por
muy respetables que pudieran ser.

Como tendencia general, estos hombres creadores de comunidad habrán


salido de la iglesia que presiden, aunque esta tendencia no pueda convertirse
en ley, en un mundo tan móvil y tan plural como es el nuestro. Esto facilitará
la devolución a las iglesias locales de su participación en la designación de
los obispos. El benemérito J. M. Tillard, acaba de escribir que "la lenta
desaparición de la elección por el pueblo y luego por un grupo del clero local,
es una herida que se ha hecho a la verdad eclesial de la "diakonía" 16.
Desgraciadamente, ha habido nuncios que hicieron un enorme daño a las
iglesias, bien por los obispos que nombraron o bien por las consignas que les
dieron. El resultado ha sido que, en lugar de crear comunidades, han
desenganchado a muchos. En lugar de sembrar esperanza sembraron más
decepción, en lugar de evangelizar, impusieron una política eclesiástica
contingente. Por eso no estará de más recordar las palabras del cardenal de
Guisa en el concilio de Trento: "de rodillas le daría a nuestro santo Padre el
consejo urgente de liberarse de esta carga [N.B.: de designar él los obispos];
así correría menos peligro la salvación de su alma, pues a menudo no se hace
buena elección para las iglesias. Así él no tendría que dar cuenta de ello"17.

Como consecuencia de lo anterior, estos obispos creadores de comunidad


serán, por lo general y según la mejor tradición teológica, hombres "casados"
con sus iglesias, ligados a ellas con un vínculo que sea sacramento del amor
de Cristo a la Iglesia. No estarán en sus iglesias "de paso" y mirándolas sólo
como meros peldaños de ascenso en su carrera. San Agustín no necesitó salir
de su minúscula diócesis para tener el mayor influjo en la iglesia y la
14
"Me asusta lo que soy para vosotros, me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy obispo,
con vosotros cristiano. El primero es nombre de obligación, el otro de gracia; el primero de peligro, el
otro de salvación" (Sermón 340, PL 381483).
15
O "non tan praeesse quam prodesse" (Sermón 340. Ibid.1484). Y en La Ciudad de Dios, "no es
obispo el que ama presidir y no aprovechar" (praeesse et non prodesse: XIX, 19). La versión castellana
de la BAC elude la seriedad del texto cuando se limita a traducir "designa una actividad, no un honor"
(p. 606).
16
Op. cit. 261.
17
C.T. III, 1,613. Subrayado mío.

10
sociedad de su época. No aspiró nunca a llegar hasta Milán (donde había
conocido y admirado a Ambrosio), ni midió los pasos que daba y los
compromisos que contraía, por si podían impedirle ascensos. Con todos sus
defectos (que los tuvo como todo ser humano), conoció a sus ovejas y éstas le
conocieron (cf. Jn 10,14). Las amó y fue amado por ellas. En esto sigue
siendo hoy un ejemplo muy válido de futuro, como algunos otros a los que la
fidelidad a su ministerio les ha convertido hoy en obispos "marginales" a los
ojos del mundo eclesiástico, pero quizás también en buenos pastores, a los
ojos misteriosos y subversivos de Dios.

4. Que los obispos sean "colegio"

En la Iglesia se da una extraña relación entre localidad y universalidad que,


de cumplirse en estos momentos, podría quizá ser una gran señal para un
mundo dividido y zaherido por la lucha entre localismos y universalismos. La
iglesia local no es una parte de la iglesia católica: es toda ella "la iglesia
católica" en la medida en que sea iglesia en plenitud (cat holou). La iglesia
universal no es la suma de todas las iglesias locales, sino la comunión de
todas ellas. Esta extraña relación proviene de la configuración eucarística de
la Iglesia: las especies consagradas en una eucaristía particular no son "una
fracción" del cuerpo de Cristo que ha de sumar con otras partes, sino que son
sin más "el cuerpo de Cristo".

Y esta relación se refleja en la figura del obispo, en quien no deben separarse


las dos características antes enunciadas de localidad y universalidad. Por ser
cabeza o representante de su iglesia, el obispo es miembro del colegio
episcopal. Y viceversa. De ahí la célebre frase antitética de San Cipriano:
"hay un solo episcopado y de él participa cada obispo por entero" ("in
solidum pars tenetur")18.

Vaticano II, el concilio de la colegialidad, enseñó el carácter sacramental de


la consagración episcopal. Este carácter de "plenitud del sacramento del
orden" (LG 21) no lo tiene la consagración del vicario de Pedro. Por eso
escribe un comentarista: "sólo en conexión con la sacramentalidad adquiere
su pleno sentido la idea de la colegialidad"19. Esto quiere decir que la
primacía de Pedro no pertenece al ámbito sacramental sino, por así decir, al
terreno funcional. Y por ello significa también que el ministerio petrino no
puede ser una entidad "exterior" al colegio episcopal (y que habrá que
especular cómo se reparte con él la primacía), sino que nace y forma parte del

18
De unitate ecclesiae, 5
19
K. Schatz, Los concilios ecuménicos, Madrid 1999, p. 258.

11
colegio episcopal. Es en cuanto miembro del colegio, como debe ejercer su
misión primacial. No anulando al colegio.

Puede ser oportuno evocar aquí una imagen eclesiológica muy antigua y
frecuente a lo largo de la historia, cual es la de la "sinfonía" o polifonía. Y
que ya la intuía san Ignacio de Antioquía, en el s. II, con repetidas alusiones a
la sintonía de las cuerdas de una cítara (vg. en Ef 4,1). El reconocimiento del
primado de Pedro no puede convertir a la Iglesia en un solo sin voces o en un
violín con una sola cuerda, ni aunque ésta sea la llamada "prima".

Esto debería tener consecuencias palpables en la iglesia del s. XXI. En el


pasado sínodo europeo, habló de ello el cardenal Martini, en una declaración
que fue desautorizada por varios miembros de la curia romana, que
probablemente desconocen aquellas palabras de Francisco de Vitoria, escritas
en el s. XVI: "desde que los papas comenzaron a temer a los concilios a
causa de las nuevas opiniones de los doctores, la Iglesia se ha quedado sin
concilio, y así seguirá para desgracia y ruina de la religión"20.

Martini, como se recordará, evitó cuidadosamente la palabra "concilio" y


habló sólo de "un instrumento colegial más pleno y autorizado"21[21]. Lo
decisivo aquí es la alusión a la colegialidad. En las actuales dimensiones de la
Iglesia, los concilios pueden resultar entidades de tal magnitud (¡y de tales
gastos!) que no sea posible pensar en ellos como formas habituales de
funcionamiento de la colegialidad. Bastaría en cambio con dar poder
deliberativo al sínodo de obispos (una institución que suscitó esperanzas tras
el Vaticano II y que parece ir convirtiéndose en un organismo con sólo vida
vegetativa). Pero habría que hacerlo de tal manera que la designación de los
participantes en ese sínodo quedara en manos de las conferencias
episcopales, aunque no por una simple ley de mayorías excluyentes, sino de
tal manera que pudiesen estar representadas todas las tendencias que
conviven en la Iglesia.

Pero no creo que sea tarea de este apunte, entrar en concreciones jurídicas o
canónicas, sino más bien apuntar principios teológicos. Sobre esas
concreciones ya sugerí algo (no todo) en otro lugar, y allí me remito 22. Ahora,
al concluir, me parece mejor evocar agradecidamente algunos nombres de
aquellos que, en mi modesta opinión, supieron anticipar ya algo de lo que
aquí se sugiere. Limitándome sólo a los ya fallecidos, surgen nombres como

20
De potestate papae et concilio, prop. 21 (BAC, ed. 1960, p. 485).
21
Ver el texto completo en Razón y Fe, noviembre 1999, 356 58.
22
Cfr. "Para una reforma evangélica de la Iglesia", en la obra en colaboración: Iglesia, ¿de dónde
vienes? ¿A dónde vas? (ed. "Cristianismo y Justicia", Barcelona 1989)

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O. Romero, Pironio, Angelleli, H. Câmara, Proaño, Lercaro, Hume y, en mi
país, el denostado cardenal Tarancón, junto con otros todavía vivos, y para
quienes las cosas no son hoy precisamente fáciles.

A todos ellos un recuerdo agradecido y, por todos ellos, gracias al Señor.

Sant Cugat del Vallés, mayo 2000.

Publicado en papel en «Iglesia Viva» 208(2001)133-144, Valencia, España.

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