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Capitán Conan

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CAPITÁN CONAN (Capitaine Conan, 1996)

Los perros de la guerra


«No trato de demostrar nada ni atacar a las instituciones sistemáticamente. Primero y principalmente
estoy interesado en los personajes que amo, en acercarlos al espectador con sus defectos y sus virtudes...
Me interesa la gente luchadora, que intenta cambiar lo que le rodea (aunque cometan errores en el
proceso) y hacer su trabajo correctamente... Nunca se a dónde voy a llegar cuando empiezo una
película... y más cuando se trata de eso que llamáis 'películas con mensaje'.» (Bertrand Tavernier)
Ha terminado otra guerra, un nuevo conflicto bélico que no hace ridículas distinciones entre vencedores y
vencidos. Tanto da de cuál se trate. Pongamos que está a punto de concluir la segunda década del siglo
XX y que la historia la bautizará -¡qué fácil es poner nombre a la locura a posteriori!- como la Primera de
las Guerras Mundiales. Hombres acostumbrados a librar batallas, a cargar con la bayoneta calada e
imponerse al enemigo en la terrible suerte del cuerpo a cuerpo, verán truncada -una vez más- su nada
apacible existencia. El armisticio se firma el 11 de noviembre de 1918 y obliga a los supervivientes a
incorporarse a ese eufemismo conocido como "vida civil".
Pero... ¿hasta qué punto era eso factible? ¿Pretender que nada ha ocurrido, pasar a la reserva, abrazar el
hemingwayano "adiós a las armas" e incorporarse a sus trabajos previos? Como si fuera posible aceptar
aquello en lo que uno se ha convertido, todo lo que uno ha visto, arrebatado, matado o violado. La guerra,
la verdadera muerte en directo, se revela la experiencia total, el punto de inflexión absoluto en la
existencia de cualquier hombre. Nada puede volver a ser igual, porque nadie sale indemne o impoluto tras
tanto miedo pasado en las trincheras, a sotavento, en campo abierto o junto a los restos de un caballo
destrozado por la metralla.
Los senderos de gloria de Tavernier son tortuosos y ambiguos. Desde un posicionamiento netamente
humanista (que lo entronca con otro gran hacedor de cuentos morales llamado Zhang Yimou) el director
francés retoma uno de los leit motivs de su obra: la transformación que sufre hasta el mejor de los
hombres en situaciones hostiles o diáfanas, el aumento de las dudas, el abandono de la coherencia, la
creciente amoralidad a que se ve abocado... y la subsiguiente inadaptación.
Pero Tavernier rehuye la épica del perdedor tan del agrado de un Huston, por poner un ejemplo. Sus
héroes tampoco son individuos especialmente dotados para la aventura o merecedores de la roja insignia
del valor: en multitud de ocasiones, sencillamente, no saben cómo reaccionar ante las dificultades que se
les presentan, ampliamente sobrepasados por las circunstancias. Y se equivocan.
El policía amante de prostitutas colgadas y desengañado de un sistema judicial en bancarrota en Ley 627
(L. 627, 1991), el soldado sanguinario y fiero -y sin embargo humano, demasiado humano- de Capitán
Conan o el abnegado profesor de Hoy empieza todo (Ça commence aujourd'hui, 1999), -por citar sólo tres
de sus películas más conocidas- conforman un crisol de amarguras y desdichas difíciles de desligar del
rostro de Philippe Torreton. Un Torreton que se llevaría el Cesar al mejor actor (para Tavernier sería el
galardón a la mejor dirección), contrastando con los dos o tres premios de consolación que les otorgaría
nuestro injusto San Sebastián (la ya clásica Mención Especial de circunstancias y un vergonzante Premio
a la Solidaridad (¿¿??)).
Como el Ethan Edwards de Centauros del desierto (The Searchers, 1958. John Ford), Torreton siempre
retorna al punto de partida con la sensación de que ya no puede incorporarse a la comedia humana,
continuar la farsa. Algo dentro de él se ha roto, y no hace falta que se cierre una puerta detrás de él para
que seamos conscientes de su inevitable marginalidad.
¿Hace Bertrand cine social? Discusión baldía. En Francia no hace falta haber sido estudiante de la
Sorbona de París o crítico cinematográfico de Cahiers du Cinéma para justificar un cierto interés por la
realidad en la que uno habita. (Y -¡ojo!- Bertrand Tavernier fue tanto lo uno como lo otro: «el único
crítico cinematográfico que escribió regularmente -y a veces de forma simultánea- en las tres principales
revistas especializadas francesas (Cinéma y Positif, amén de Cahiers)»). (1)
Que Francia es sinónimo de compromiso es algo más que un tópico. Sólo hay que ver el excelente estado
de forma de los viejos rockeros (Rivette, Chabrol, Rohmer, Téchiné.... si, excluyo conscientemente al
tótem Godard) o la sabia nueva -respetuosa y militante sin contradicción aparente- que aportan jóvenes y
no tan jóvenes (Zonca, Doillon, o Gueridian) para darnos cuenta de los años luz que nos separan del país
aparentemente vecino.
Bertrand Tavernier fue muy crítico con Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1999. Steven
Spielberg) por el supuesto realismo que desprendía su eléctrico desembarco de Normandía. Para él no se
trata más que de una nueva glorificación de la violencia (y si hemos visto atentamente La muerte en
directo [La mort en direct, 1979] o La carnaza [L' Appat, 1994] sabremos lo sensibilizado que está por
este asunto). Teme que tras el impacto inicial de las escenas, el público se quede anonadado por el caudal
de imágenes visualmente impecables y acabe murmurando "¡qué guapo!".
La guerra de Tavernier no es una atracción de parque temático. De su diario de rodaje, en lo relativo al
tratamiento de las escenas de batalla: «En ningún caso debemos dar la impresión de que los soldados han
logrado algún objetivo, que están atrapados defendiendo una posición vital. Debo evitar imponer un
único punto de vista, ya sea el del héroe o el del director. Hay que reemplazar esto por una especie de
punto de vista colectivo, huir de cualquier visión individualista» (2).
Y eso es algo que sin lugar a dudas logra. Pocas veces la guerra ha parecido más absurda que en Capitán
Conan. Las noches son realmente desoladoras (esa oscuridad con algo de tenebroso se logró trabajando
en condiciones reales de iluminación); la esperanza o la compasión resultan virtudes estériles,
anacronismos de una civilización vencida largo tiempo atrás.
¿Existió algún episodio más ridículo que dejar luchando a 100.000 tropas francesas más de un año en la
Europa del Este, con la guerra ya acabada? El armisticio no es más que el prólogo de la siguiente guerra y
Conan lo sabe bien. Encuentra ridículo tener a sus hombres atorados en la frontera búlgara o acuartelados
en la capital de Rumanía. Él se considera un guerrero antes que un soldado y las movidas de bolcheviques
tratando de poner en pie la hoy extinta Unión Soviética escapan a su entendimiento. Demasiado
idealismo. Como jefe de una unidad guerrillera para él la pregunta nunca ha sido "¿por qué luchamos?",
sino "¿por qué parar?". Considera igualmente ridículo que procesen a sus hombres por haber matado a
dos mujeres durante el asalto a un café en época de "paz" (otro famoso soldado amigo de remontar ríos
diría, y con razón, que "es como poner multas por exceso de velocidad en las 500 millas de
Indianápolis").
La base literaria que sostiene la película es un prestigioso libro ganador del Premio Goncourt en 1934,
sobre el cual Tavernier tiene pensado erigir una trilogía que ilustre algunas de las consecuencias de la
Gran Guerra (el primer episodio sería La vida y nada más [La vie et rien d'autre, 1989]).
El revisionismo histórico nunca ha sido del agrado de los fariseos (sólo hay que ver lo que la crítica gala
ha dicho de su reciente Salvoconducto [Laissez-passer, 2002], película donde osa poner peros a la
gloriosa "résistance"), pero no es la primera vez que este director polemiza con las fuerzas vivas de su
país (recuérdese el rebote que pilló el ministerio de educación francés por su dolorosamente realista Hoy
empieza todo).
Como él mismo afirma en su enciclopédica revisión del cine americano: «existe un doble defecto
frecuente en la crítica contemporánea consistente en idolatrar el pasado o, al contrario, pregonar una
auto-satisfecha ignorancia respecto a ese mismo pasado» (3).
Porque Tavernier no está dispuesto a olvidar, al igual que ese resentido y agonizante guerrero que en otro
tiempo fue el capitán Conan. Puede que las heridas hayan cicatrizado, pero la mirada de Conan nos
asegura que no se ha dejado vencer por el miedo. Cuando su ilustrado compañero lo ve por última vez,
aparcados por siempre los discursos éticos y las soflamas patrióticas, sabe que él es el testimonio viviente
de unos tiempos que los necios no osan ya evocar. Su lenta extinción es, de alguna forma, el triunfo de la
amnesia colectiva frente a la dignidad que nos proporciona la memoria.
Olvidamos a los capitanes Conan de nuestras guerras para apaciguar la vergüenza que nos provoca saber
que fueron compatriotas nuestros. Aunque nunca supieron realmente porqué luchaban. ¿Acaso lo
sabemos nosotros?
(1) "La vida, la muerte y el cine de Bertrand Tavernier", de Esteve Riambau y Casimiro Torreiro.
Ediciciones Textos Filmoteca.
(2) "Bertrand Tavernier. The Film.Maker of Lyon", de Stephen Hay. Editorial I. B. Tauris.
(3) "50 años de cine norteamericano", de Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon. Editorial Akal

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