[go: up one dir, main page]

0% encontró este documento útil (0 votos)
18 vistas7 páginas

Cine y Memoria de la Guerra Civil

Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
18 vistas7 páginas

Cine y Memoria de la Guerra Civil

Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 7

Memoria y cine de la guerra civil*

Santos Juliá

Cada vez que un director de cine presenta una película sobre la guerra y la
revolución española de 1936 se pone en marcha una operación, mitad mercantil,
mitad autopunitiva, que presenta el producto como un antídoto contra el olvido
de nuestro pasado en el que culpablemente viviríamos inmersos desde un
fantástico pacto firmado durante la transición. Declaraciones del director y de
los actores, entrevistas, artículos de prensa, coinciden al presentar su empeño
como una descomunal batalla contra cierta conspiración de silencio sobre la
guerra civil. Historiadores que cuentan con sólidos y originales trabajos de
investigación sobre la guerra no han perdido tampoco la ocasión de presentar el
resultado de su búsqueda como un esfuerzo contra las ingentes dificultades y
obstáculos con que habría tropezado su equipo -financiado por una decena de
instituciones públicas- porque "en un país que avanzaba inexorablemente hacia
el progreso y la modernización resulta inoportuno sacar a relucir las viejas
querellas"; o han atribuido algunas de las actuales lagunas de la investigación a
la "amnesia histórica colectiva sobre la guerra civil impuesta por el pacto de
silencio sellado durante la transición democrática y mantenido hasta nuestros
días"1.
Dos simples datos, uno demográfico y otro bibliográfico, bastan para
mostrar el sinsentido de esta retórica de los pactos sobre la memoria y el olvido.
Ningún español de menos de 60 años puede haber olvidado la guerra
sencillamente porque no puede recordarla, ya que no forma parte de su
experiencia vivida. Ninguno de nosotros puede olvidar la guerra de la misma
manera que ninguno puede olvidar Lepanto o el desastre de Annual. No es de

*Traducido al catalán y publicado por L’Avenç, 206 (septiembre de 1996) págs. 49-51,
como pieza de “Cinema i Guerra civil: Tierra y Libertad i Libertarias a debat (i 2)”
1 Para lo primero, Julián Casanova, dir., El pasado oculto, Madrid: Siglo XXI, p. 19. Lo
segundo es de Enrique Moradiellos, "Juan Negrín: un socialista en la guerra civil",
Sistema 125 (1995), p. 23.
olvido y desmemoria de lo que se trata sino, en todo caso, de ignorancia o falta
de conocimiento. Por supuesto, hay mucha gente que no sabe qué pasó en la
guerra, pero no porque el poder haya pretendido ocultarla, sino porque
prefieren dedicar sus ocios a otra cosa. Cuando transcurría el 50 aniversario de
la guerra, ayuntamientos, diputaciones, juntas y gobiernos autonómicos, Cajas
de Ahorros, fundaciones, universidades y otras instituciones organizaron
decenas de ciclos de conferencias en los que participaron -participamos- un
buen número de historiadores. Alguno hubo que no se perdió ni una y que
después denunció en los periódicos el pacto de silencio que los poderes
públicos habían sellado sobre la guerra civil al negarse a conmemorar el evento.
Por lo demás, para saber de la guerra o formarse de ella una representación
coherente, el problema no es la falta de oportunidades sino su descomunal
abundancia: hay miles de libros sobre la guerra y, por saber, sabemos hasta los
nombres de los fusilados o asesinados en Cataluña y Navarra, en Aragón o
Paracuellos. Si alguien no sabe lo que pasó en la guerra es porque no le interesa,
no porque hayamos sufrido una amnesia colectiva sobre la que unos
desaprensivos ladrones de la memoria habrían montado la trampa de la
transición a la democracia con objeto de no aguar la fiesta del progreso y la
modernización. En los veinte años que llevamos de democracia, cada cual ha
podido investigar lo que le ha venido en gana y, normalmente, ha dispuesto de
medios para hacerlo y de financiación pública para editarlo. Es hora ya de dejar
de desplazar la responsabilidad por la insuficiencia de nuestros conocimientos
a ocultas conspiraciones de silencio y a esa mitología de la amnesia colectiva.
Despojada de la típica variante de impostura intelectual que consiste en
pretender ganar ideológicamente en la actualidad guerras que otros perdieron
prácticamente en el pasado, la cuestión quedaría reducida a términos más
prosaicos: no de olvido sino de ignorancia sería entonces la cuestión. Definida
así, las exigencias morales y las implicaciones políticas del intento de "recuperar
la memoria" son evidentemente distintas. Porque si lo que se pretende no es
recordar sino conocer, entonces resultaría pertinente a este caso lo que escribió
Azaña con otro motivo: que entremeter el sentimentalismo en las
representaciones del pasado "lleva en derechura a confundir una emoción con
un juicio, y al amparo de un goce estético pasa(r) de contrabando, como
verdades probadas, las imaginaciones del autor"2. Con el pasado -si en verdad
interesa- sólo se puede hacer una cosa: conocerlo, y en la operación de
conocimiento, comprenderlo. En esta comprensión cabe, desde luego, toda la
pasión del mundo, pero una representación del pasado sólo será valiosa en la
medida en que se fundamente sobre el respeto a los hechos. Hurtar parte de los
hechos porque traerlos a las páginas de un libro o a la pantalla atentaría contra
el sentimiento que se pretende despertar, constituye un fraude y ahonda
nuestra ignorancia aunque pueda servir como instrumento de alguna causa
sublime.
Esto es lo que está ocurriendo con las evocaciones sentimentales del
anarcosindicalismo como movimiento utópico de liberación y con las del
POUM como una vanguardia conscientemente revolucionaria de lo que se tiene
como espontaneismo anarcosindicalista. De un tiempo a esta parte, se ha puesto
de moda "recuperar" en la pantalla el ideal anarquista, completado con la
correcta línea revolucionaria del POUM. Esta recuperación es, desde luego,
imaginaria: nadie sale de una sala de cine e intenta reconstruir las condiciones
que hicieron posible aquella experiencia. Además de imaginaria, es fraudulenta:
el anarquismo, como todo ideal utópico, desató una enorme cantidad de
energías y mucha gente dio con alegría su vida por la causa de la liberación
universal, pero cuando los anarquistas conquistaron el poder fueron
implacables: mataron a mansalva. Los del POUM, por su parte, no se quedaron
a la zaga. Se dirá: estaban en guerra y también les mataban a ellos. Desde luego;
pero nadie como los libertarios extendió un clima tan generalizado de terror en
la zona leal. Ocultar ese aspecto de la cuestión, o sustituirlo por una falla
valenciana, con su cremá incluida, puede servir para despertar fervientes
sentimientos utópicos, pero no ayuda nada a comprender la revolución
española del verano de 1936, que es toda la cuestión.

2 Azaña escribió, en "El 'Idearium' de Ganivet", que el género de escritos inspirados por
el amor a España o el sentimiento patriótico -y lo mismo valdría respecto a los
inspirados por cualquier otro amor o sentimiento- "rara vez evitan el peligro de alterar
frívolamente las representaciones históricas", en Obras Completas, México: Oasis, 1966,
vol. 1, p. 572.
Cuestión que no puede abordarse confundiendo los sentimientos con los
juicios. Y como ha sido por un cineasta británico por donde ha comenzado este
debate, se podría continuar con un poeta y un historiador de las mismas Islas.
Todavía hoy resulta imposible no sentir emoción cuando se evoca aquel diálogo
en el que John Cornford dice: "This is a fine war" y John Sommerfeld le
responde: "Sure. It´s a fine war"3. Emoción no por el diálogo en sí, bastante
bobo, sino porque Cornford tenía 20 años, era británico, comunista convencido,
promesa de poeta de primera clase y vino a morir en España, al volante de una
camioneta con el pecho destrozado por la metralla. Nadie puede dudar de la
sinceridad y profundidad de su compromiso, del generoso aliento que lo
movía, de la pureza de su ideal. Vino porque era una "fine war" y lo era, sin
duda, para él y para tantos como él. Conocer la guerra exige entender ese
sentimiento y, aunque sea por un momento, compartirlo; construir una
representación histórica de la guerra exige dar cuenta de él.
Pero Cornford murió demasiado pronto y sin ver demasiadas cosas. Por
eso la emoción que despierta su destino se troca en irritación cuando otro
británico viene a decirnos, más de cincuenta años después, que la guerra de
España sigue siendo hoy la única causa política que aparece "as pure and
compelling as it did in 1936"4. Porque aquí lo que ocurre es que el sentimiento
que entre la izquierda europea despertó la guerra española como "fine war" se
convierte en un juicio de la guerra como "causa pura". Y esta es ya otra cuestión,
porque no hablamos entonces de una memoria parcial de la guerra sino de su
representación histórica, que el investigador debe construir con la irrenunciable
exigencia de tener en cuenta todos los hechos pertinentes, no sólo los que
llevaron a unos distinguidos y jóvenes poetas británicos a tomar las armas sino
también los que llevaron a sus camaradas a asesinar a los adversarios del
propio bando.

3Citado por Stanley Weintraub, The last great cause. The intellectuals and the Spanish Civil
War. Londres: W. H. Allen, 1968, p. 12.
4 Eric Hobsbawm, Age of Extremes. The short Twentieth Century. Londres: Michael
Joseph, 1994, p. 160.
Si se tienen en cuenta todos los hechos, la guerra puede parecer hoy todo
menos una "causa pura". Lo cual no quiere decir que una representación
histórica de la guerra -sea la construida por un historiador, sea la creada por un
artista- no deba dar cuenta también de su momento puro: hay que conocer, y
sentir, todas las muertes, la de Cornford como la de Nin, la de los asesinados en
Extremadura como la de los asesinados en Cataluña. Sabemos tanto de la
guerra que necesariamente hay que estar de acuerdo con Stephen Spender
cuando aseguraba, diez años después de su fin, que la "intensidad y la cierta
pureza poética" de sus primeros momentos, que él compartió, apenas habían
existido antes y no existieron después5. Sentir la intensidad y la pureza poética
que movieron a tantos hombres y mujeres a tomar las armas y explicar tales
sentimientos sin miedo a enfrentarse con "la sangre, la crueldad, la intriga y la
corrupción" que coexistieron con ese "algo puro que hubo en la guerra
española"6 es la tarea del historiador, pero es también exigencia del artista que,
a la vez que crea una obra de arte -una pelicula, una novela, un poema- no
renuncia de antemano a construir una representación histórica en la que no se
nos dé gato por liebre, ideología o sentimiento por conocimiento.
Eso es lo que han renunciado a conseguir, aunque de modo bien distinto,
los cineastas Ken Loach y Vicente Aranda. Loach porque la suya es una película
ideológica, que opta desde el comienzo por el punto de vista del POUM y
dispone todos los elementos del relato con objeto de provocar un sentimiento
de adhesión a la causa del POUM: la revolución generosa derrotada por los
militarizados stalinistas. En este punto, tiene toda la razón Paloma Aguilar y
hasta podría haber sido más severa crítica. Ciertamente, el POUM jamás fue
vanguardia de la CNT, por más que siempre aspirase a serlo y por más que
algunos historiadores británicos y norteamericanos se lo hayan creído a pies
juntillas en su representación de la guerra como una revolución echada a perder

5 Stephen Spender, ed., Poems for Spain. Londres: The Hogart Press, 1939, p. 8 y su
contribución a Richard Crossman, ed., The God that failed. Six studies on communism.
Londres: Hamish Hamilton, 1950, pp. 245-248.
6Dante E. Puzzo, Spain and the Great Powers, 1936-1941. Nueva York: Columbia
University Press, 1962, p. v.
por los comunistas7. La CNT, que estaba lejos de constituir una compacta
organización de revolucionarios puros e ingenuos y que acabó tan dividida
como todos los demás, veía al POUM con exactamente la misma reticencia que
a cualquier partido político y no hizo nada por retenerlo en el gobierno de la
Generalitat. Además, y aparte del anacronismo de la ejemplar asamblea para
debatir sobre reparto o cultivo colectivo de las tierras, el POUM no desempeñó
ni podía desempeñar un papel relevante en las colectivizaciones, que fue sobre
todo asunto de los dos -de los dos, o sea, de la UGT y de la CNT- sindicatos más
que cosa de los partidos. En fin, Loach resuelve la cuestión del terror de la
manera más engañosa posible: presentando a un cura trabucaire conducido al
paredón, como diciendo: si los que matan tienen de su parte el sentido de la
historia, algo habrán hecho sus víctimas para merecer ese final. Es un
argumento típicamente stalinista, no muy alejado de Humanismo y Terror, lo que
por otra parte no debería sorprender: la ideología de la que se nutría el POUM -
trotskismo, mal que le pese a Victor Alba- no atacaba al stalinismo por su
leninismo sino por su traición al leninismo, o sea, por haber renunciado a
ocupar la posición de vanguardia revolucionaria del proletariado en favor de
un frente popular antifascista. Fue una diferencia táctica, no una cuestión de
fondo, lo que provocó la discusión de Trotski con los poumistas.
El caso de Aranda es de otra índole porque aquí anda por medio la
cuestión de las mujeres en la guerra civil y de su específica dominación de
género, sobre la que recientemente ha vuelto Mary Nash en un libro que el
cineasta debía haber conocido antes de iniciar su trabajo porque, si discutible en
algunas de sus afirmaciones, está basado en un sólido y hondo cimiento
documental8. Aranda construye desde las primeras escenas, no una tesis
política, como Loach, sino una metáfora sobre la liberación de las mujeres, más
o doblemente oprimidas. Un convento y un burdel en los que irrumpen

7El último de la serie, George Essenwein, "El frente popular: la política republicana
durante la guerra civil", en Stanley Payne y Javier Tusell, eds., La guerra civil, Madrid,
1996, donde se pueden encontrar todos los tópicos de esta línea de intepretación.
8Mary Nash, Defying male civilization. Women in the Spanish Civil War, Denver: Ander
Press, 1995.
milicianos y milicianas -en el primer caso, aventando a las monjas: venga,
hermanas, a la calle, que sois libres; en el segundo, impartiendo doctrina- son
símbolos de la destrucción de dos espacios de sumisión de la mujer. La llegada
de la novicia, una vez privada de sus ataduras religiosas, al burdel unifica un
escenario que se refuerza con elementos con pretensiones de esperpento, como
la presencia del obispo y su posterior "ejecución". El hecho de elegir a una
novicia y a varias putas como símbolo de mujeres oprimidas ante las que se
abre con las armas la posibilidad de una liberación, asistidas, claro está, por la
libertaria culta y la anarquista doctrinaria, introduce fatalmente al relato en un
berenjenal sin posible salida. Y como de alguna manera tiene que salir del
laberinto, en una muestra de ineptitud, indigna de su genio, Aranda introduce
un elemento ajeno por completo a la lógica de su narración -el moro- para
apuntillar lo que finalmente se revela como sueño imposible de liberación: a la
monja violada le espera el destino de la puta. El caballero militar español que
irrumpe en escena para poner orden en semejante lío es una de las más
desdichadas ocurrencias de un cineasta que ha guardado para mejor ocasión la
intensidad y la verosimilitud de las que rebosaba aquella gran película que fue
Amantes. Como resultado, la composición de sus respectivos personajes que en
esta película lograban Maribel Verdú y Victoria Abril se sitúa a años luz del
naufragio de unas actrices muy dotadas pero a las que el mono recién salido de
fábrica les sienta literalmente como un tiro. Si Tierra y Libertad es coherente con
la trayectoria ideológica de Loach, Libertarias es una decepcionante sorpresa
para quien haya amado el cine de Aranda.
Por eso es lógico que investigadores de una nueva generación a la que los
ecos del momento poético de la guerra les llegan sumergidos en las
multitudinarias evidencias de su crueldad se sientan ante estas películas
estafados. Comparto esa impresión, en el primer caso porque Loach sacrifica
más de la mitad de los hechos a la totalidad de una ideología; en el segundo,
porque Aranda, al construir una metáfora sentimental sobre la liberación de las
mujeres, altera frívolamente -como diría Azaña- la representación histórica.

View publication stats

También podría gustarte