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Retorno A Roissy

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__ Retorno a Roissy

Historia de O



__Prlogo
Una muchacha enamorada
Cierto da, una muchacha enamorada dijo al hombre que amaba: yo tambin
podra escribir una de esas historias que te gustan... T crees?, respondi l.
Se encontraban dos o tres veces a la semana, pero nunca en las vacaciones,
nunca en los fines de semana. Cada uno robaba a la familia o al trabajo el
tiempo que pasaban juntos. En las tardes de enero y de febrero, cuando los
das se alargan y el sol enva desde el oeste reflejos rojos sobre el Sena, se
paseaban sobre las orillas, por el Quai de Grands-Augustins, por el de la
Tournelle, se abrazaban bajo la sombra de los puentes. Un vagabundo les grit
una vez: Quieren que les pague una habitacin? Sus refugios cambiaban a
menudo. El viejo coche, que la chica conduca, los llevaba al Zoo para ver las
jirafas, o a Bagatelle, en primavera, para ver los lirios y las clemtides, o en
otoo, los steres. Ella anotaba los nombres de los steres: azul niebla, violeta,
rosa plido, sin saber por qu, pues jams ha podido plantarlos (y, sin
embargo, volveremos a encontrarnos con los steres). Pero Vicennes, o el
Bosque, eso est lejos. En el Bosque te encuentras con personas que te
reconocen. Quedaban las habitaciones, en efecto. La misma muchas veces
seguidas. U otras, segn el azar. Hay extraas dulzuras en la luz mortecina de
los cuartos de alquiler en los hoteles de las estaciones; el lujo modesto de la
gran cama que, al partir, abandonamos con las sbanas deshechas, tiene sus
encantos. Llega un momento en que no se puede separar el ruido de las
palabras y de los suspiros del ronroneo continuo de los motores y del chirrido
de los neumticos que sube desde la calle. Durante muchos aos, estos
momentos furtivo s y tiernos, durante la tregua que sigue al amor -piernas
mezcladas y abrazos deshechos-, haban sido arrullados por esas charlas, en las
que los libros ocupan el primer lugar. Los libros representaban su nica libertad
total, su patria comn, sus verdaderos viajes; habitaban con los libros como
otros habitan el hogar familiar; tenan en los libros sus compatriotas y sus
hermanos; los poetas haban escrito para ellos, las cartas de antiguos amantes
les llegaban a travs de la oscuridad de lenguajes arcaicos, de costumbres y de
modas desaparecidas -y todo se lea en voz baja, dentro de la habitacin
ignorada, srdido y milagroso torren donde, a ciertas horas, las olas de fuera
venan en vano a golpear.
No disponan de una noche entera. Era preciso, de pronto, a talo cual hora -el
reloj siempre en la mueca- volver a salir. Era preciso volver cada uno a su
calle, a su casa, a su cuarto, a su lecho de todos los das, volver junto a
aquellos a quienes nos liga otra forma de inexpiable amor, a los que por el
azar, la juventud o por nosotros mismos nos hemos entregado de una vez por
todas, y a los que no se puede abandonar ni herir cuando se est en el corazn
de sus vidas. l, en su cuarto, no estaba solo. Ella estaba sola en el suyo. Una
tarde, despus de aquel T crees? de la primera pgina, y sin tener la
menor idea de que encontrara un da en un catastro el apellido Rage y que se
permitira tomar prestado el nombre de pila de dos clebres desvergonzadas,
Pauline Borghese y Pauline Roland, una tarde, aquella para quien hablo ahora,
y con todo derecho, ya que si yo no tengo nada de ella, ella lo tiene todo de m,
y antes que nada la voz, una tarde, digo, esta joven, en lugar de coger un libro
antes de dormirse, acostada con las piernas encogidas, como un perrillo, y
sobre el lado izquierdo, con un lpiz negro en la mano derecha, comenz a
escribir la historia que haba prometido.
La primavera estaba por irse. Los cerezos japoneses de los grandes parques
parisienses, los rboles de J udea, las magnolias junto a las albercas, los sacos
al borde de los viejos terraplenes del ferrocarril suburbano, estaban sin flores.
Los das no terminaban, y la luz de la maana penetraba a horas inslitas a
travs incluso de las polvorientas cortinas negras de la defensa pasiva, ltimos
vestigios de la guerra. Pero, bajo la luz de la pequea lmpara en la cabecera
del lecho, la mano que tena el lpiz coma sobre el papel sin preocuparse de la
hora ni de la claridad. La muchacha escriba como se habla en la oscuridad al
que uno ama, cuando las palabras de amor han sido retenidas demasiado
tiempo y se derraman por fin. Por primera vez en su vida escriba sin
vacilaciones, sin tregua, tachaduras ni rechazos, escriba como se respira, como
se suea. El ronquido continuo de los coches se debilitaba, ya no se oa golpear
las puertas. Pars se suma en el silencio. Ella escriba an a la hora de los
basureros y al despuntar el alba. Fue la primera noche que pas entera, como
sin duda pasan las suyas los sonmbulos, separada de s misma, o, quin
sabe?, entregada a s misma. A la maana siguiente numer las pginas del
cuaderno que contenan los dos comienzos que ustedes conocen, ya que si leen
esto, es que se han tomado el trabajo de leer toda la historia, y hoy saben ms
de ella que lo que la muchacha saba en aquel momento. Ahora slo faltaba
levantarse, lavarse, vestirse, peinarse, ceirse el arns, repetir la sonrisa de
cada da, la muda sonrisa de costumbre.
Maana, no, pasado maana, ella entregara el cuaderno. Trataba de leer en
seguida. Por otra parte, esa cita result ser de esas a las que uno acude para
decir que no puede acudir, cuando se sabe demasiado tarde que es necesario
renunciar al encuentro y ya es imposible prevenir al otro. Y ya fue una suerte
que l pudiera escaparse. Si no hubiera sido as, ella habra esperado una hora,
habra regresado al da siguiente, a la misma hora en el mismo sitio, segn las
viejas reglas de la clandestinidad. l hablaba de escaparse porque los dos
empleaban un lenguaje de prisioneros a los que su prisin no subleva, y quiz
se daban cuenta de que, si la soportaran mal, ellos seran tambin mal
soportados, sintindose entonces culpables por haber escapado de ella. La idea
de que era necesario volver a entrar daba todo su valor al tiempo robado, que
se estableca fuera del tiempo verdadero, en una especie de extrao y eterno
presente. A medida que el tiempo pasaba sin traerles ms libertad, debieran
haberse sentido acosados por los aos que se encogan delante de ellos. Pero
no. Los obstculos de cada da, de cada semana -espantosos domingos sin
cartas, sin telfono, sin una palabra ni la posibilidad de una mirada, espantosas
vacaciones de los mil demonios, sin que nunca faltase alguien que preguntara:
En qu piensas?-, les bastaban para Se lo dio en cuanto l subi al coche en
el que atormentarse, para temer siempre que el otro huella lo esperaba, a
pocos metros de una encrucija- biera cambiado. No pedan ser felices, pero,
una da, en una pequea calle cerca de una estacin de vez habindose
reconocido, rogaban temblando metro y de un mercado. (No la busquen, hay
mu- que aquello durase, Dios mo, que durase... que chas semejantes, y poco
importa cul sea.) No se uno de ellos no se convirtiera, de pronto, en un
extrao para el otro, que subsistiera esa fraternidad inesperada, ms rara que
el deseo, ms preciosa que el amor -o que quiz era el amor, a fin de cuentas.
Es cierto que todo era un riesgo: un encuentro, un vestido nuevo, un viaje, un
poema desconocido. Pero nada les impedira correr esos riesgos. Sin embargo,
ese da, el ms grave era el cuaderno. Y si los fantasmas que all aparecan
indignaban a su amante, o, peor, lo aburran, o peor todava, le parecan
ridculos? No por lo que esos fantasmas eran, ciertamente, sino porque
procedan de ella, pues raramente se perdona a quienes se ama las libertades
que uno permite a todos los dems. A ella le pareca que obraba mal al tener
miedo: Contina -deca l-. Qu es lo que sucede despus? Lo sabes?. Ella
lo saba.
Lo iba descubriendo cada vez. Durante todo el fin del verano, durante el
transcurso del otoo, en la playa trrida de una triste poblacin con balneario y,
de regreso, en un Pars rojo y quemado, ella escribi lo que saba. Cada diez
pginas, cada cinco pginas, captulos o fragmentos de captulos, meta en un
sobre, con las seas de un apartado postal, sus hojas del mismo formato que el
bloc original, escritas a veces con lpiz, a veces con un bolgrafo Bic, o con
una estilogrfica de punta fina. No guardaba ni copias, ni borrador. Pero el
correo es seguro. La historia todava no estaba terminada, y el hombre segua
reclamando su lectura en voz alta, cada vez que volvan a encontrarse en un
Pars otoal; y ya fuera en el coche negro, a media tarde, en una calle muy
transitada y triste del distrito trece, hacia la Butte-aux-Cailles, donde uno cree
vivir an en los ltimos aos del siglo pasado, o bien al borde del canal Saint
Martin, donde los puentes parecen chinos, la muchacha que lea se vea
obligada a interrumpirse, una u otra vez, porque es posible imaginar, en
silencio, el peor y el ms ardiente de los detalles, imaginarIo y escribirlo, pero
no es posible leer en voz alta lo que fue soado en noches interminables.
Un da, sin embargo, el relato se detuvo. Delante de O no hubo nada ms que
esa muerte hacia la cual ella oscuramente corra con todas sus fuerzas, y que le
es concedida en dos lneas. En cuanto a saber cmo el manuscrito de su
historia lleg a las manos de J ean Paulhan, he prometido no decirlo, como no
decir tampoco el verdadero nombre de Pauline Rage, confiando en la cortesa
de quienes lo conocen para que ese nombre contine sin ser divulgado el
tiempo suficiente como para que me parezca imposible romper esta promesa.
Por lo dems, nada es ms falaz e inestable que una identidad. Si se puede
creer, como lo creen centenares de millones de hombres, que vivimos muchas
vidas, por qu no creer tambin que en cada una de nuestras vidas somos el
lugar de encuentro de muchas almas? Quin soy yo, al fin, se pregunta
Pauline Rage, sino la parte largo tiempo silenciosa de alguien, la parte
nocturna y secreta, que nunca se traiciona pblicamente por un acto, por un
gesto, ni aun por una palabra, pero que comunica por los subterrneos de lo
imaginario con sueos tan viejos como el mundo? De dnde me venan esas
ensoaciones repetidas y tan lentas, justo antes de dormir, siempre las mismas,
donde el amor ms puro y el ms violento autorizaba siempre, o ms an,
exiga siempre el ms atroz abandono, donde infantiles imgenes de cadenas y
de ltigos agregaban a la sumisin los smbolos de la sumisin, yo de todo eso
no s nada. Solamente s que me resultaban beneficiosas, que me protegan
misteriosamente y que, a la inversa de las ensoaciones razonables que giraban
en torno a la vida diurna, intentaban organizarla, domesticarla. J ams he
sabido domesticar mi vida. Sin embargo, todo suceda como si esas extraas
visiones ayudaran a ella, como si algn rescate hubiese sido pagado por los
delirios y las delicias de lo imposible: los das que seguan a esas noches eran
extraamente apacibles, mientras que el sabio ordenamiento del porvenir y las
previsiones del sentido comn se vean, una y otra vez, desmentidos por los
acontecimientos. As he llegado a comprender muy pronto que no era necesario
ocupar las horas vacas de la noche amueblando residencias ideales,
inexistentes pero posibles, e incluso realizables, donde los parientes y los
amigos se sentiran dichosos por estar juntos (ioh, quimera!); pero que se
poda, sin temor, dedicarse al arreglo de castillos clandestinos, a condicin de
poblarlos de muchachas enamoradas, prostituidas por el amor, y triunfantes en
sus cadenas. Tampoco los castillos de Sade, descubiertos mucho despus de
que hubieran sido edificados los mos en el silencio, me han sorprendido jams,
y lo mismo puedo decir de sus Amigos del Crimen: yo tena ya mi propia
sociedad secreta, ms pequea e inofensiva. Pero Sade me ha hecho
comprender que todos somos carceleros y que todos estamos presos, en el
sentido de que siempre hay en nuestro interior alguien a quien nosotros
mismos encadenamos, encerramos y hacemos callar. Por un curioso golpe de
retroceso, sucede que la prisin misma se abre a la libertad. Los muros de una
celda, la soledad, as como tambin la noche, la mayor de las soledades, la
tibieza de las sbanas, el silencio, liberan a este desconocido a quien negamos
la luz.
Escapa de nosotros y se escapa sin fin, a travs de los muros, a travs de las
edades y de las prohibiciones. Pasa de uno a otro, de una poca a otra, de un
pas a otro, adopta un nombre u otro. Los que hablan por l no son sino
traductores, a quienes, sin que se sepa por qu les ha sido permitido, por un
instante, coger algunos hilos de esta red inmemorial de ensoaciones
proscritas. En resumidas cuentas, ah van quince aos, por qu no yo?
Lo que apasionaba a aquel para quien yo escriba esta historia, aade ella, era
la relacin que acaso dicha historia tena con mi propia vida.
Podra suceder que ella fuese la imagen deformada o inversa de la otra? Que
fuese su sombra irreconocible, por estar apretada como la de un caminante
bajo el sol del medioda, o tambin irreconocible por alargarse diablicamente,
como la que se proyecta delante de aquel que vuelve del mar atlntico, sobre la
playa vaca, cuando el sol se acuesta entre llamas detrs de l?
Entre lo que yo crea ser y lo que yo contaba y crea inventar vea una distancia
tan radical y un tan profundo parentesco que no me reconoca a m misma. Sin
duda, yo slo aceptaba mi vida con tanta paciencia (o pasividad, o debilidad)
porque estaba segura de que volvera a encontrar, a mi antojo, esta otra vida
oscura que nos consuela de la vida, que no se confiesa, ni se comparte. Y he
aqu que, gracias a aquel a quien yo amaba, la he confesado, y, en adelante, la
compartira con quien quisiera, tan prostituida en el anonimato de un libro
como lo est en el libro esta muchacha sin rostro, sin edad, sin apellido, y hasta
sin nombre. J ams me ha hecho l preguntas sobre ella. Porque saba que ella
era una idea, una nube de humo, un dolor, la negacin de un destino. Pero y
los otros? Ren, J acqueline, Sir Stephen, Anne-Marie? Y los lugares, las
calles, los jardines, las casas, Pars, Roissy? Y las circunstancias? sas s crea
conocerlas. Ren, por ejemplo (nombre nostlgico), era el recuerdo, no, la
huella de un amor adolescente, o mejor, de una esperanza de amor que nunca
haba tenido existencia, ya que Ren nunca haba sospechado siquiera que yo
pudiera amarlo. Pero J acqueline s lo haba amado. Y antes que a l, a m.
J acqueline, por lo tanto, haba sido mi primera desdicha de amor. Quince aos,
tanto ella como yo, y a lo largo de todo el curso me estuvo persiguiendo
quejndose de mi frialdad. No bien las vacaciones la hicieron desaparecer, yo
empec a despertar, a despegarme de aquella frialdad. Escriba. J ulio, agosto,
septiembre, tres meses durante los cuales acech en vano la llegada del
cartero. Pero al menos escriba. Aquellas cartas lo haban echado todo a perder.
Los padres de J acqueline le prohibieron volver a verme y por ella, inscrita en
otro curso, comprend que aquello era un pecado.
Y qu quera decir pecado? Qu era lo que se me reprochaba? El da ha
dejado de ser puro... Haba reinventado a Rosaline y Celia con toda inocencia...
y la inocencia no perdura. Falta decir que J acqueline, la verdadera J acqueline,
no figura en la historia ms que por su nombre y sus cabellos claros. El
personaje de la historia es, ms bien, una joven actriz despreciativa y plida,
con la cual desayun una maana en la Rue de Esperon. El viejo que le
proporcionaba sus joyas, sus vestidos, su coche, me eligi como testigo: Es
bella, verdad?. S, era muy bella. No la he vuelto a ver jams. Y acaso Ren
es ese personaje en el que yo me habra podido convertir, en caso de haber
nacido hombre? Devoto a otro hombre, has- : ta el punto de entregrselo
todo, sin encontrar anacrnica esa relacin de vasallo a soberano?
Me da miedo. Mientras que la J acqueline imaginaria era, por excelencia, la
extranjera. Sin embargo, me hizo falta mucho tiempo para darme cuenta de
que en otra vida, una chica como ella -a la cual yo admiraba con
desesperacin- me haba quitado a mi amante. Y por eso me vengu,
envindola a Roissy: yo, que pretenda dejar de lado todo sentimiento de
venganza, me vengu, y ni siquiera fui capaz de advertir el hecho. Inventar una
historia es una trampa horrible, extraa.
A Sir Stephen s lo vi con mis propios ojos. El amante que yo tena entonces, y
del que acabo de hablar, me lo mostr, una tarde, en un bar cerca de los
Campos Elseos. Sentado a medias en un taburete contra el mostrador de
caoba, silencioso, tranquilo, con ese aire de prncipe de ojos grises que fascina
a los jovencitos y a las mujeres, mi amante me lo mostr y me dijo: No
comprendo cmo las mujeres no prefieren hombres como se en vez de
jvenes de treinta aos. Mi amante no tena treinta aos siquiera. Yo no le
respond: Es que los prefieren. Me qued mirando largo rato al desconocido,
que no se fijaba siquiera en m. Cincuenta aos tal vez, ingles con toda
seguridad. Y qu ms? Nada. Pero esa relacin muda, unilateral, entre el
desconocido y yo, fue puesta en claro al reaparecer diez aos ms tarde, en
medio de la oscuridad horadada por el brillo de la lmpara situada a la cabecera
de mi lecho, y la mano sobre el papel hizo renacer a aquel desconocido con una
significacin nueva ms veloz incluso que la reflexin. De Anne- Marie no puedo
decir nada seguro. Una amiga ma (a la que respeto, y no respeto con facilidad
a la gente) podra muy bien ser Anne-Marie, si no fuera (mi amiga) la pureza y
el honor personificados: Anne-Marie podra tener de mi amiga su resolucin, su
rigor, su desenvoltura y esa forma ntida y directa de ejercer su oficio. A decir
verdad, los oficios en cuestin (el oficio de O, el de Anne-Marie, puta o
alcahueta, si hay que hablar claro), son algo que desconozco. Un gran escritor
que se mostr escandalizado al pensar que mi obra no era otra cosa que las
memorias de una Belle -confesando tambin, a modo de excusa, que no la
haba ledo- se enga dos veces: no se trata de unas memorias y, adems, no
soy una Belle, por ms corts que pueda ser la expresin. Digamos, para
dejarlo contento, que se trata ms bien de una vocacin frustrada. Despus de
hacer la lista de los personajes que aparecen, como en el teatro, tiene inters
precisar los lugares de la accin?
Pertenecen a todo el mundo. La Rue de Poitiers y un reservado en La Prouse,
la habitacin de un meubl cerca de la Bastilla, con un espejo en el techo, las
calles del barrio de Saint-Germain, los muelles llenos de sol de la isla de Saint-
Louis, los pedregales secos y blancos de la Provenza y tambin la presencia de
Roissy-en-France, que se percibe en el curso de una breve caminata de
primavera, apenas algo ms que un nombre sobre un mapa; sin duda no hay
nada inventado, ni siquiera los steres, de los que ya dije que volveramos a
encontrarlos. Tampoco son inventadas -robadas, ms bien: tardamente pido
perdn, aunque fue un robo producto de la admiracin- las mscaras de Lonor
Fini. Al parecer, tambin rob el saln de una dama, para hacer del mismo un
uso abominable: convertirlo, nada menos, que en el saln de Sir Stephen,
iimagnense! Esa dama me lo dijo a m misma, sin saber con quin estaba
hablando (nunca se sabe con quin se habla). Lo cierto es que nunca he
entrado en la casa de esa dama, que nunca he visto su saln. No he visto
jams (y ni siquiera saba que exista) la casa escondida en una oquedad
donde, despus de muchos aos, una chica a la que el azar me hizo volver a
ver ofreca al hombre al que amaba -y que la vigilaba mediante un falso espejo
adosado a la pared, utilizando tambin un micrfono- los espectculos que Sir
Stephen exiga de o: abandonarse a desconocidos, que l se encargaba de
reclutar y que l le impona. No, yo no he copiado la historia de esa chica, ni
me he inspirado en ella para contar mi historia. Pero una vez que se deslinda la
zona fantstica de aqulla mediante la cual se recuperan las obsesiones (siendo
la repeticin, infinita de placeres y sevicias tan necesaria como absurda e
irrealizable) todo se ensambla fielmente, lo vivido y lo soado, todo se descubre
comnmente compartido en el universo de una misma locura: y si nos
atrevemos a mirarlo a la cara, horrores, maravillas, sueos y mentiras, todo es
conjura y liberacin.
Pauline Rage

__ Libro
Retorno a Roissy
Las pginas que siguen son una continuacin de La Historia de O. En e as se
propone deliberadamente la degradacin y, por tanto, nunca podran haberse
integrado a la novela.
ll

P R
Ahora, todo pareca regularizado: septiembre se aproximaba. A mediados de
septiembre, O deba regresar a Roissy, llevando a Natalie, y a Ren, recin
llegado de un viaje al norte de frica, y conducir all a J acqueline -al menos eso
era lo que l dejaba entender. El tiempo que permaneceran Natalie y O
recluidas era algo que, sin duda, dependa, para O, de la decisin que tomara
Sir Stephen y, para Natalie, de los amos o del amo que le fueran asignados en
Roissy. Pero en esa calma de los proyectos ya previstos y seguros, O se senta
inquieta, como si presintiera un peligro, algo as como una provocacin del
destino: esa misma certidumbre por la cual todos los que se hallaban a su
alrededor actuaran como estaba decidido. La alegra de Natalie era pareja a su
impaciencia, y haba en esa alegra algo de la ingenuidad y de la confianza de
los nios cuando esperan que se cumplan las promesas de las personas
mayores. No se trataba del poder que O reconoca que Sir Stephen tena sobre
ella lo que haba eliminado en Natalie el ms mnimo vestigio de duda, la
sumisin en la que O se encontraba era tan absoluta y tan permanentemente
inmediata que Natalie no poda siquiera imaginar -tanta era la admiracin que
senta por 0- que nadie pudiera poner ningn obstculo a Sir Stephen, puesto
que O se arrodillaba ante l. Por muy dichosa que se sintiera, y precisamente
porque se senta dichosa, O no se atreva a creer -y tampoco osaba atemperar-
la impaciencia y la alegra de Natalie. De tiempo en tiempo, sin embargo,
cuando Natalie se pona a canturrear en voz baja, O la obligaba a callarse, para
conjurar la suerte. Estaba en guardia para no poner nunca el pie sobre las
lneas de juntura de las losas de la calle, para no tirar la sal, para no cruzar
nunca los cuchillos y para no poner jams el pan al revs. y lo que Natalie no
saba, lo que ella no se atreva a decirle era que si le gustaba tanto que la
azotaran se deba, aparte el placer que senta, hasta cierto grado, al hecho de
que la felicidad la embargaba al sentirse abandonada ms all de su propia
voluntad, y una vez superado el lmite del placer O pagaba su dicha, en cierto
modo, mediante el dolor y la humillacin -humillacin, porque no poda dejar de
suplicar, no poda dejar de gritar al mismo tiempo que gozaba, quiz
garantizando, de esa forma supersticiosa, la continuidad del placer. jAh, poder
quedarse inmvil para que el tiempo tambin se inmovilice! O detestaba el alba
y el crepsculo, cuando todo cambia, abandonando sus formas primitivas para
adoptar otras formas, de manera tan traidora y tan triste. El hecho de que Ren
la hubiera entregado a Sir Stephen, adems de las facilidades que ella misma
haba otorgado a la transaccin, porque tambin ella quera cambiar, no
hacan asimismo probable que Sir Stephen pudiera tambin cambiar a su vez?
De pie y desnuda frente a su cmoda ventruda, con bronces labrados en falso
estilo chino, dibujando personajes de sombreros picudos semejantes a los
sombreros de playa que usaba Natalie, O se dio cuenta un da de que haba
algo nuevo en la conducta de Sir Stephen para con ella. En primer lugar, ahora
exiga que, en su habitacin, O fuera siempre desnuda. Ya no se le permita
usar siquiera unas sandalias, ni llevar puestos collares, ni lucir joya ninguna.
Pero eso no era nada. Si Sir Stephen, lejos de Roissy, deseaba ordenar unos
reglamentos que le recordaban Roissy, acaso O deba asombrarse? Haba
cosas ms graves. Por supuesto, O se acordaba muy bien, la noche del baile,
cuando Sir Stephen deba entregarla a su husped. Indudablemente, l mismo
la haba posedo, muchas veces, en presencia de Ren, por ejemplo, o de Anne-
Marie, y tambin, despus de algn tiempo, en presencia' de Natalie. Pero
nunca, hasta esa noche, haba diferencia de Sir Stephen? No se trataba de que
aparentara no mirarla, sino al contrario; rea y, sin duda, gozaba con sus
huspedes al tiempo que stos se aprovechaban de ella, pero tan a sus anchas,
con un desapego tan notorio, que O dud si no hubiera preferido el rencor o el
desprecio a ese olvido tan repentino en que se encontraba y del que Sir
Stephen haca ostentacin. En los ojos del malayo, que no la haba tocado, O
ley desprecio y una especie de extraa piedad que le fue mucho ms
intolerable, mientras se abandonaba en las manos de los otros dos hombres,
deshecha y jadeante, con la falda manchada. Indudablemente, O haba
complacido a los hombres, puesto que regresaron solos, al da siguiente,
alrededor de las once. En esta ocasin, Sir Stephen los hizo subir directamente
a la habitacin de O, donde sta se encontraba desnuda. Cuando los hombres
se marcharon, O se puso a sollozar.
Por qu, O?, le pregunt Sir Stephen, aunque saba perfectamente la razn,
as como el modo de que desapareciera la desesperacin que senta O por
haber sido vista en su propia habitacin y, ante l tratada como no lo sera una
chica de burdel, y sobre todo, como si l mismo la tomara como tal. l le dijo
que ella no tena derecho a elegir dnde, cmo ni a quin deba servir, no ms
que a juzgar sus sentimientos. Acto seguido, la hizo flagelar, con tanta crueldad
que, por un instante, O se sinti consolada. Ello no impidi que, pasadas las
lgrimas y el agudo dolor, volvieran los sentimientos que previamente la haban
espantado: acaso poda haber otro motivo que no fuera la consecucin de su
propio placer -sentira placer todava?- para que la obligara a prostituirse?
Acaso le serva ella como moneda de intercambio? Y en ese caso, para
intercambiar qu? Tal vez al ofrecer su cuerpo Sir Stephen pagara, comprara
algo, pero qu? Una imagen atroz y grotesca le atraves el espritu: la
caballera de San J orge. S, tal vez, sin saberlo, O fuera la representacin ms
baja de esa imagen, arrodillada y apoyada sobre los codos, cabalgada por
desconocidos. Y si Sir Stephen la haca golpear, lo ms probable es que no se
debiera a otra cosa que para domarla mejor. y bien, de qu se asombraba ella
ahora?, de qu se quejaba? Todava atada a la balaustrada, junto a su cama,
donde al parecer Sir Stephen haba decidido dejarla y donde efectivamente la
dej durante casi tres horas, O escuchaba en el recuerdo su voz, su propia voz
que tanto la haba turbado, cuando l le haba dicho tan lentamente, la primera
noche en que se apoder de ella, abofetendola, destrozndole a golpes los
riones, lo que deseaba obtener de ella, lo que obtendra, por pura sumisin y
obediencia, es decir: todo aquello que ella se imaginaba que no otorgara ms
que por amor. De quin poda ser la culpa, sino de ella misma, teniendo en
cuenta que a l le bastaba hacerla azotar para que ella se le entregara
plenamente? Si de alguien deba sentir horror no era de s misma? Y si l
usaba de ella para otras finalidades que no fueran su exclusivo placer, de qu
se le poda culpar? Oh, s, siento horror de m misma -se deca o-. Tendr el
valor de lamentarme de haber sido engaada, de no haber sido advertida cien
veces, mil veces? Acaso ignoro para qu estoy hecha? Pero no saba si senta
horror de s misma por ser una esclava... o por no serlo bastante. No era ni lo
uno ni lo otro; se horrorizaba de ya no ser amada. Qu haba hecho, qu
haba dejado de hacer para que ya no la quisiera? Qu loca ests, O, como si
tuviera algo que ver con los mritos, como si pudieras hacer algo. Los hierros
que le opriman el vientre, la marca que le cruzaba los riones, eso era ella; se
haba mostrado altanera porque esas marcas proclamaban que aquel que se las
haba impuesto la amaba lo bastante como para apropiarse de ella. Acaso vala
de algo sentir vergenza ahora, cuando si l ya no la amaba aquellas marcas
indicaran para siempre que ella le perteneca? Ya que despus de todo, l
segua deseando que ella le perteneciera.
Lleg el 15 de septiembre; O, Natalie y Sir Stephen seguan all. Pero ahora le
tocaba a Natalie el turno de las lgrimas: su madre la reclamaba, y debera
regresar al pensionado a fin de mes. En caso de que tuviera que marchar a
Roissy, O ira sola. Sir Stephen encontr a O sentada en su butaca, con la
jovencita llorando sobre sus rodillas. O le entreg a Sir Stephen la carta que
haba recibido: Natalie deba marcharse en el espacio de dos das. Usted me lo
prometi dijo la chiquilla-, usted lo prometi... No es posible, pequea
ma, dijo Sir Stephen. Si usted lo quisiera, sera posible, replic Natalie. Sir
Stephen no contest. O acariciaba los cabellos finos como seda; que rozaban
sus rodillas desnudas. Efectivamente, si Sir Stephen lo hubiera querido de
veras, sin duda O habra podido obtener de la madre de Natalie que le
permitiera conservar con ella a la nia durante quince das ms, con el pretexto
de llevarla al campo en las cercanas de Pars. Habra bastado con una partida,
una visita. Y, en quince das, Natalie... Era indudable, pues, que Sir Stephen
haba cambiado de opinin. Estaba de pie frente a la ventana, de cara al jardn.
O se inclin sobre la pequea, le cogi la cabeza, acarici los ojos desbordantes
de lgrimas. Lanz una breve miraba: Sir Stephen no se inmutaba. O cogi la
boca de Natalie.
Fueron los gemidos de Natalie los que hicieron volverse a Sir Stephen, pero no
por eso O la solt sino que, al contrario, la ech sobre la alfombra y se desliz
junto a ella. En dos pasos, Sir Stephen se coloc al lado de ambas. O escuch
cmo encenda una cerilla, y sinti el olor de su cigarrillo: fumaba negro, como
un francs. Natalie tena los ojos cerrados. -Desndala, O, y acarciala -dijo l
de repente-. Luego me la entregars. Pero, antes, brela t un poco. No quiero
hacerle demasiado dao. y Era eso todo? ah, si slo hiciera falta entregarle a
Natalie! Estaba enamorado de ella? Ms; bien pareca como si deseara, en el
momento mismo en que ella hubiera desaparecido, poner fin a algo, destruir
una quimera. Rolliza y dulce, Natalie era sin embargo grcil y ms pequea que
O.
Sir Stephen pareca al menos dos veces ms grande que ella. Sin un solo
movimiento, se dej desnudar por O, y extender sobre el lecho, del que O
haba quitado la colcha. Sin un solo movimiento se dej acariciar, gimiendo
cuando O la desfloraba, apretando los dientes cuando la mano intrusa la hera.
Pronto la mano de O se cubri de sangre. Pero Natalie no empez a gritar hasta
sentir en ella el peso de Sir Stephen. Era la primera vez que O vea a Sir
Stephen gozando a alguien que no fuera ella, y la primera adems que vea su
rostro en el momento del placer. I Cmo se ocultaba! S, aplastaba contra su
vientre la cabeza de Natalie, apretando sus cabellos entre las manos, al igual
que haca con los cabellos de O; O se convenci de que Sir Stephen obraba as
slo para sentir mejor la caricia de la boca que lo absorba, justo en el
momento de correrse en ella, pero que no le importaba de qu boca se tratara,
siempre y cuando fuera lo bastante dcil y ardiente como para satisfacerlo.
Natalie no contaba para nada. y O, estaba segura de contar para algo? Le
amo -repeta en voz muy baja-, le amo, sin atreverse a tutearlo ni siquiera con
el pensamiento. En su rostro desencajado, los ojos grises de Sir Stephen
resplandecan entre los prpados casi cerrados como dos tilos de luz. Los
dientes tambin brillaban entre los labios entreabiertos. Por un instante, pareci
desarmado, hasta sentir que O lo observaba: entonces abandon el ro por el
que se deslizaba, ese ro por el que O tan a menudo haba credo deslizarse con
l, echada junto a l en la barca que transporta a los amantes. Pero, sin duda,
eso no era cierto. Indudablemente haban estado solos, cada uno por su lado, y
tal vez no era casualidad que cuando l se abismaba en ella su rostro
permaneciera escondido. Lo ms probable es que quisiera estar solo y lo de hoy
fuera un azar. O vio en ello una seal funesta; la seal de que ella se haba
convertido en algo lo bastante indiferente para Sir Stephen como para que ya
no se tomara siquiera la molestia de esconderse. De todos modos, fuera cual
fuera la interpretacin que se hiciera, era imposible no ver en aquello una
garanta, una libertad que hubiera debido, si O no hubiera dudado de ser
amada, llevarIa a sentirse ligera, orgullosa, dulce, feliz. Ella se lo dijo. Cuando
Sir Stephen se march, dejndole entre los brazos a la pequea Natalie,
acurrucada contra ella, ardiente y murmurante de orgullo, O la vio dormirse, y
extendi sobre las dos la sbana y la liviana colcha. No, l no estaba
enamorado de Natalie. Pero, sin duda, estaba en otra parte, ausente de s
mismo y, quiz, ausente tambin de ella. O nunca se haba inquietado por el
medio de vida de Sir Stephen, Ren nunca le haba hablado al respecto. Era
evidente que era un hombre rico, a la manera misteriosa en que lo Son los
aristcratas ingleses, cuando lo son, todava. De dnde provenan sus
ingresos? Ren trabajaba para una sociedad de importacin y exportacin;
Ren deca: Tendr que viajar a Argel a comprar yute, a Londres a adquirir
lana, a ver porcelanas, necesito trasladarme a Espaa a buscar cobre; Ren
tena una oficina, tena socios, empleados. No estaba muy claro cul era la
importancia exacta de su situacin pero, despus de todo, esa situacin exista,
y las obligaciones i que le comportaba eran innegables. Sir Stephen ! podra
tener una situacin semejante, que fuera, [1 quiz, la que motivara su estancia
en Pars y sus viajes y, soaba O no sin espanto, su aficin por i Roissy (una
aficin que, en el caso de Ren, pareca simplemente consecuencia de la
casualidad: Un amigo con el que me encontr y que me llev, deca Ren, y
O le crea). Qu saba ella de l' Sir Stephen? Saba que perteneca al clan de
los Campbell, cuyo sombro estandarte, negro,. Azul-negro y verde es el mas
hermoso de ESCOCIA y el de peor fama (los Campbell traicionaron a los
Estuardo en la poca del joven Pretendiente); que posea, en las Tierras Altas
del Noroeste, frente al mar de Irlanda, un castillo de granito, pequeo y
compacto, construido a la francesa por un antepasado del siglo XVIII,
exactamente igual a un malouiniere. Pero qu malouniere tuvo jams por
marco unos prados como aquellos, unas enredaderas tan suntuosas por marco?
-Te llevar el ao que viene, con Anne-Marie -haba dicho Sir Stephen, mientras
un da mostraba a O unas fotos.
Pero, quin habitaba aquel castillo? Qu familia tena sir Stephen? O
sospechaba que haba sido, y tal vez segua siendo, un funcionario de alto
rango. Algunos de sus compatriotas, ms jvenes que l, le decan Sir,
brevemente, como subordinados que se dirigieran a un superior. O saba
perfectamente que existe todava, en las islas britnicas, un prejuicio, o una
costumbre, muy singular: todo hombre debe comprometerse a no hablar nunca
a su mujer ni de negocios, ni del trabajo ni de dinero. Por respeto, por
desprecio?. Se ignora. Pero es imposible hacer de ello un agravio. Y O tampoco
lo deseaba. Hubiera querido nicamente estar segura de que el silencio de Sir
Stephen respecto a ella no tena otro motivo.
Y, al mismo tiempo, anhelaba que rompiera ese silencio para poder asegurarle
que, si tena cualquier preocupacin, estaba dispuesta a servirlo en lo que
fuera, si era capaz.
Al da siguiente de la partida de Natalie, a quien le haban reservado una plaza
en el coche del Tren Azul, y dos das antes de la partida de O y de Sir Stephen,
que viajaran en el mismo tren, ya que Sir Stephen haba insistido en que sa
fuera exactamente la fecha, y no la fecha en que deba viajar Natalie, del
mismo modo en que haba insistido en regresar por tren y no en coche, O
termin por decirle, mientras acababan el desayuno, que haban tomado los
dos juntos, y despus de que la vieja Norah llevara el caf, O, enardecida
porque cuando se haba levantado y haba pasado por su lado, l,
maquinalmente quiz, como se hace con un gato o un perro, le haba acariciado
las nalgas, O termin por decirle, en voz muy baja, que aunque tema
molestarlo, deseaba asegurarle que lo servira en lo que l quisiera. l la mir
primero con ternura, la hizo ponerse de rodillas, y le acarici los senos, pero
despus, cuando ella se alz y qued de pie ante l, su mirada cambi.
-Lo s -dijo-. Los dos hombres del otro da.
-Los alemanes? -le interrumpi O.
-No son alemanes -dijo Sir Stephen-, pero no importa. Simplemente quera
advertirte que uno de ellos viajar en el mismo tren que nosotros. Cenaremos
juntos en el coche-restaurante. Arrglate de forma que sienta deseo por ti y
haz que se rena contigo en tu cabina.
-Bien -dijo O, sin preguntar el motivo, aunque estaba segura de que en esta
ocasin s exista una razn.
Se senta desesperada por no poder darse cuenta cabalmente si en todas las
anteriores ocasiones Sir Stephen la haba prostitudo sin motivo y, por as
decirlo, gratuitamente, o si todo haba sido un plan deliberado para
acostumbrarla hasta hacer de ella un instrumento -un instrumento ciego- de
algo muy distinto a su exclusivo placer.
Aqu se inserta una escena breve, vista como una secuencia de pelcula: en
medio de la noche, el pasillo de un coche de primera clase del Tren Azul. Un
hombre alto, pesado y rubicundo, al que se ve slo de espaldas, avanza por el
corredor y golpea con el puo en la cabina nmero 11. Se entreabre la puerta,
aparece un rostro muy dulce, y en la abertura de la puerta corrediza se
distingue un cuerpo desnudo cubierto apenas por un peinador. Es entonces
cuando la joven dice:
-Es usted, corazn mo?
y de inmediato, al comprender su error:
-Oh, perdn.
Pero el hombre extiende una mano abierta con una medalla en la palma:
resaltando en acero sobre un fondo de oro, el triskel de Roissy. O lo mira sin
pronunciar palabra y abre del todo la puerta. En el balanceo del tren, los
silbidos del vapor y el tacat-tacat de los vagones, O y Carl, de pie los dos a la
luz de la lamparilla, se miran a la cara. Carl, en voz baja dice:
-Eso era muy gentil, reptelo.
-No estoy obligada -responde O.
-Eso crees?
O mueve negativamente la cabeza, con la mirada baja.
-Enciende la luz -dice Carl, y O extiende la mano para accionar la lmpara
diminuta colocada al lado del lecho. "La cortina sobre la ventanilla del
compartimento no ha sido bajada. Bajo un cielo de luna llena se percibe una
campia negra y blanca en la que el viento hace inclinar los lamos a lo largo
de una ribera y la luna que corre entre las nubes. Carl lleva puesta una gruesa
y larga bata oscura y unas zapatillas de cuero lustrado. Se afloja el cinto y se
nota que O hace un esfuerzo para no mirar. l tambin se percata de eso y, en
la estrechez de la cabina, hace caer el peinador de O, la obliga a girar de
izquierda a derecha, de frente, de perfil, de espaldas, antes de lanzarla sobre el
lecho. Puede vrsela con los senos erguidos, la cabeza vuelta a un lado, las
piernas abiertas, una sobre la litera y la otra con el pie apoyado en el suelo, y
distinguir el pubis saliente, absolutamente liso, y el anillo que atraviesa uno de
los labios, al igual que los anillos de oro que antao atravesaban el lbulo de
una oreja. Carl se inclina, su mano izquierda se acerca a las caderas de O, su
mano derecha, que no se ve, abre un poco ms la bata. Es necesario seguir
adelante?
El Tren Azul llegaba a Pars hacia las nueve.
A las ocho O, a quien una especie de indiferencia incomprensible para ella
formaba como una coraza en torno al corazn, haba seguido, con paso firme
sobre los altos tacones, los pasillos que se11 paraban su cabina del vagn-
restaurante, donde ir haba desayunado un caf amargo acompaado por
huevos con bacon. Sir Stephen estaba sentado frente a ella. Los huevos
estaban sosos; el olor de los cigarrillos y el movimiento del tren produjeron en
O una ligera nusea. Pero cuando el seu1 do alemn vino a sentarse junto a Sir
Stephen, ni la mirada que lanz a los labios de O, ni el recuerdo de la docilidad
con que lo haba acariciado durante la noche la trastornaron. O no saba qu
era lo que la protega, lo que le permita mirar libremente los bosques y los
prados que se deslizaban junto a ella, acechar el nombre de las estaciones.
Los rboles y la bruma ocultaban las casas alejadas de las vas; grandes
armazones de hierro incrustados en cimientos jalonaban la campia; apenas se
distinguan los hilos elctricos que iban de una a otra, cada trescientos metros,
hasta el horizonte. En Villeneuve-Saint-George, Sir Stephen le propuso a O
volver a sus cabinas. Su vecino, ponindose de pie de un salto, se cuadr y se
dobl en dos para saludar a O. Un brusco viraje del tren lo hizo tambalear y
caer sentado y O estall de risa. Se sinti sorprendida cuando Sir Stephen -
apenas O hubo entrado en su cabina, sin darle tiempo a nada-la dobl sobre las
maletas que se apilaban en la banqueta levantndole la falda plisada? Se sinti
maravillada y agradecida. Cualquiera que la hubiera visto as, de rodillas sobre
la banqueta, el busto aplastado contra las maletas, completamente vestida,
mostrando sus nalgas desnudas marcadas como cuero de maleta entre la
chaqueta de su traje, las medias y las ligas que las sujetaban, la habra
encontrado inevitablemente ridcula, y ella lo saba. Nunca olvidaba, cuando la
derribaban de ese modo, lo que hay de turbador, pero tambin de humillante y
cmico, en una mujer con las faldas levantadas: algo ms humillante todava a
causa de esa expresin que apareca en el rostro de Sir Stephen, como antao
en el de Ren, cada vez que pona a O a disposicin de algn otro hombre. Le
resultaba dulce esa humillacin que le infligan las palabras de Sir Stephen,
cada vez que las pronunciaba. Pero ese dulzor no era nada comparado con la
dicha, mezclada de orgullo, casi se podra decir que de gloria, que la colmaba
cuando Sir Stephen la posea, cuando se dignaba encontrar bastante de su
gusto y de su agrado el cuerpo de ella como para meterse en l y habitarlo por
un instante; O senta que eso era algo que no poda pagarse con ningn
sacrificio, con ninguna humillacin. Todo el tiempo que la mantuvo traspasada,
balancendose contra l a causa del movimiento del tren, O no dej de gemir.
Con el ltimo sobresalto y el postrer estrpito de los coches entrechocando al
frenar el tren en la estacin de Lyon, l se desprendi de ella y le dijo que se
arreglara.
A la salida, en el terrapln de donde parten las grandes escaleras y donde se
alinean los coches particulares, un muchacho con uniforme de suboficial de
aviacin se desapoy de un vehculo negro, cerrado, no bien divis a Sir
Stephen. Salud, abri la portezuela, desapareci. Cuando O se hubo sentado
en el asiento trasero, colocados ya sus bultos en el delantero, Sir Stephen se
inclin lo justo para besarle una mano y sonrerle una vez ms y en seguida
cerr la puerta. No le haba dicho nada, ni hasta pronto, ni nos veremos, ni
adis. O haba credo que Sir Stephen subira al coche con ella. El coche parti
tan de prisa que no tuvo la suficiente presencia de nimo como para llamarle y
cuando se aplast contra el cristal para hacerle una sea ya era muy tarde: Sir
Stephen hablaba con su mozo de equipajes, vuelto de espaldas. De golpe,
como si arrancaran la venda de una llaga, la indiferencia que haba protegido a
O durante todo el viaje se desprendi de ella y una sola frase empez en su
cabeza a dar vueltas, vueltas, vueltas: No se ha despedido de m, no me ha
mirado siquiera. El coche enfilaba hacia el oeste, sala de Pars, O no vea nada.
Lloraba. Todava tena el rostro baado en lgrimas cuando el coche, una media
hora despus, penetrando en un bosque a un lado de la carretera, se detuvo en
un camino forestal sombreado por grandes hayas. Llova, los vidrios subidos se
haban empaado, el chofer ech hacia atrs el respaldo abatible de su asiento,
salt, extendi a O sobre la parte trasera. El coche era tan bajo que los pies de
O chocaron contra el techo cuando el muchacho le separ las piernas para
penetrarla. El muchacho estuvo usndola ms de una hora, sin que O pensara
en rechazarlo ni por un instante, segura de que l tena todo el derecho, y el
nico alivio que sinti, en la angustia en que la haba sumido la brutal
separacin de Sir Stephen, fue el absoluto silencio con que el muchacho,
poseyndola una y otra vez, y dejando escapar apenas un gemido agudo en el
instante de placer, lleg hasta el lmite de sus fuerzas. Tendra unos veinticinco
aos, el rostro enjuto, duro y sensible y los ojos negros.
Dos veces haba enjugado con un dedo la mejilla hmeda, pero en ningn
momento haba acercado su boca a la de ella. Estaba claro que no se atreva,
aunque s le hunda profundamente un miembro tan grueso y de tales
dimensiones que cada vez que con ese ariete golpeaba el fondo de su paladar,
a senta que las lgrimas afloraban a su rostro. Cuando por fin el muchacho
acab, a se puso bien la falda, se volvi a cerrar el jersey y la chaqueta, que
haba desbotonado para que el muchacho le pudiera coger los senos: tuvo
tiempo de pasarse un peine por el cabello revuelto, de volver a empolvarse, de
pintarse los labios, mientras el muchacho desapareca en la espesura. La lluvia
haba cesado y los troncos de las hayas brillaban en el da gris. A la izquierda
del coche, adornando un talud, los digitales rojos se hallaban tan cerca que a
podra haberlos cogido con slo pasar el brazo a travs del vidrio bajado.
El muchacho regres, cerr la portezuela que haba dejado abierta, puso de
nuevo el coche en marcha y, volviendo a la carretera, en menos de un cuarto
de hora llegaron y atravesaron un pueblo que a no reconoci pero, cuando el
vehculo empez a aminorar despus de haber dejado atrs el muro
interminable de un gran parque, detenindose finalmente frente a una casa
cubierta de enredaderas, O comprendi: no poda ser ms que la entrada
trasera de Roissy. O descendi; el chico uniformado baj las maletas. La puerta
de madera, pintada de color verde oscuro y barnizada se abri sin que ella
hubiera llamado ni hecho sonar el timbre: la haban visto desde el interior.
Franque la entrada; el vestbulo embaldosado, envuelto en percal satinado
rojo y blanco, estaba vaco. J usto delante de ella, haba un espejo del tamao
de la pared, que la reflejaba entera, delgada y erguida en su traje gris, el
abrigo en el brazo, las maletas a sus pies, la puerta que se cerraba tras ella y
esa ramita de brezo en la mano, una ramita que haba aceptado
maquinalmente cuando el muchacho se la ofreci, infantil y ridculo keep-sake
que a no se atreva a arrojar sobre las baldosas enceradas y que, sin saber por
qu, la molestaba. Aunque s, lo saba: quin le haba dicho que el brezo que
crece en los bosques cercanos a Pars trae mala suerte?. Sin duda ms le habra
valido coger los digitales que su abuela le prohiba tocar, cuando era nia, por
ser venenosos. a deposit la ramita de brezo sobre el alfizar de la ventana que
iluminaba el vestbulo. En el mismo momento, Anne-Marie, seguida de un
hombre vestido con un mono de jardinero entr. El jardinero cogi las maletas
de O.
-Por fin has llegado -dijo Anne-Marie-.
Hace casi dos horas que Sir Stephen me telefone, el coche deba traerte
directamente. Qu ha sucedido?
-Ha sido el chfer -dijo O-. Yo crea que...
-Ah, claro -dijo Anne-Marie, rindose-. Te viol y t te dejaste. No, no estaba
previsto, no tena derecho en absoluto. Pero no importa, ests aqu para eso -y
agreg-: Has empezado bien.
Se lo voy a contar a Sir Stephen. Le divertir.
-Va a venir? -pregunt O.
-No ha dicho cundo -respondi Anne-Marie-. Pero creo que s.
La angustia que atenazaba la garganta de O desapareci; sta mir agradecida
a Anne-Marie; qu hermosa y atractiva era, con sus cabellos con toques grises.
Llevaba una chaqueta de tela escarlata sobre unos pantalones y una blusa
negros.
Evidentemente, las reglas con las que se someta a las mujeres de Roissy no
haban sido hechas para ella.
-Hoy almorzars conmigo -dijo, dirigindose a O-, y luego te arreglars. Te
conducir al saln pequeo cuando el gong marque las tres.
O sigui a Anne-Marie sin pronunciar palabra, como si flotara en el aire; Sir
Stephen iba a venir.
El apartamento de Anne-Marie ocupaba una parte del ala destinada a los
aposentos de la servidumbre, que prolongaban en direccin de la carretera las
edificaciones del castillo propiamente dicho. Tena un saln al que se abran
una especie de pequeo gabinete ntimo, un dormitorio y un cuarto de bao; la
puerta por la que O haba entrado otorgaba a Anne- Marie absoluta libertad en
sus idas y venidas. Al igual que en su casa de San Nois sobre el jardn, aqu el
saln y el dormitorio de Anne-Marie daban directamente al parque.
Era un parque fresco y amplio, con grandes rborles que el otoo inminente
an no haba tocado, mientras que la enredadera que cubra los muros,
comenzaba a enrojecer. O, de pie en medio del saln, miraba los revestimientos
blancos, los claros muebles de nogal estilo Directorio rstico, y el gran sof de
la alcoba, cubierto, al igual que los sillones, por una tela a rayas amarillas y
azules.
El suelo estaba cubierto por una moqueta azul. En las puertas-vidriera haba
grandes cortinas de tafetn azul.
-En qu sueas, O? -le dijo de repente Anne-Marie-. Qu esperas para
desnudarte?
Vendrn en seguida a recoger tus cosas y a darte lo que te haga falta. Cuando
ests desnuda, vuelve.
Bolso, guantes, chaqueta, jersey, faldas, las bragas, las medias, O lo puso todo
en su silla, cerca de la puerta, colocando las sandalias bajo la silla. Luego se
acerc a Anne- Marie quien, despus de haber hecho sonar dos veces una
campanilla que estaba junto a la chimenea, se haba sentado en el sof.
-Pero si se te ven los labios, te has depilado!
-grit Anne-Marie, tironeando suavemente de los mismos-. No me haba dado
cuenta de que eras tan prominente, tan alta de cintura.
-Pero -dijo O-, todo el mundo...
-No, corazoncito -dijo Anne-Marie-, todo el mundo no.
y se volvi, sin soltar a O, hacia una corpulenta morena que acababa de entrar,
sin duda respondiendo a la campanilla.
-Mira, Monique -agreg Anne-Marie-, sta es la chica que marqu este verano
para Sir Stephen, no es un xito?
O sinti la mano de Monique, ligera y fresca, deslizndose sobre sus nalgas
para tantear los surcos cruzados por las iniciales. Luego la mano se desliz
entre sus muslos y cogi el disco que colgaba entre los mismos.
-Tambin ella est horadada? -pregunt Monique.
-Claro, y me ha hecho marcarla, naturalmente -respondi Anne-Marie.
y O se pregunt, de repente, si naturalmente quera decir que Anne- Marie
encontraba natural hacer aquello o que se trataba de una costumbre de Sir
Stephen; en ese caso, lo habra hecho con otras antes que con ella?
Estupefacta de su propia audacia, se encontr hacindole la ltima pregunta a
Anne-Marie, y ms estupefacta escuch a Anne- Marie responder:
-Eso no te incumbe, O, pero como ests tan I !, enamorada y eres tan celosa,
puedo, al menos, decirte que no. Muy a menudo he ensanchado y azotado a
chicas para l, pero t eres la primera a la que voy a marcar por orden suya.
Creo que, a pesar de todo, te ama.
Luego hizo entrar a O al cuarto de bao, dicindole que se lavara mientras
Monique iba a buscar un collar y unos brazaletes. O hizo correr el agua, se
quit el maquillaje, se cepill el pelo y se meti en la baera, jabonndose
lentamente.
No prestaba atencin a lo que haca, y pensaba, vacilando entre la curiosidad y
la alegra, en las chicas que haban complacido a Sir Stephen antes que ella.
Por curiosidad, le hubiera gustado conocerlas. No estaba sorprendida de que las
hubiera hecho ensanchar y azotar, sino celosa por no haber sido ella tambin
en eso la primera. De pie en la baera, encogida, la espalda vuelta hacia el
espejo que cubra la pared, O se jabonaba con los dedos el interior de la vulva
y el ano y, despus de enjuagarse para desprender la espuma, se separ las
nalgas para mirarse en el espejo: eso era lo que le hubiera gustado ver en
alguna de esas chicas. Durante cunto tiempo las habra retenido junto a l?
No se senta engaada porque siempre haba tenido la sensacin de que haba
habido otras antes que ella, desnudas y sumisas y, como ella, temerosas de la
vieja Norah. Pero ser la nica que llevara la marca de Sir Stephen grabada a
fuego la colmaba de felicidad. Sali del agua y se sec: Ane-Marie la llamaba.
Sobre la cama de Anne-Marie, cubierta por una colcha con puntillas de percal
blanco y malva, como las cortinas dobles de la ventana, haba un montn de
vestidos, de corss, de sandalias de tacn alto y el cofrecito de los brazaletes.
AnneMarie, sentada a los pies de la cama, hizo que O se arrodillara ante ella,
sac del bolsillo del pantaln la llave plana que abra la cerradura de los collares
y brazaletes y que llevaba atada a la cintura con una larga cadena, y prob en
O varios collares hasta encontrar uno que, sin apretarla, se le ajustara
perfectamente al cuello, lo suficiente para que resultara difcil hacerlo girar y
ms difcil an introducir un dedo entre la piel y el metal.
Lo mismo hizo con los brazaletes, colocndoselos en las muecas, justo detrs
de la articulacin para permitirle libertad de movimientos. El collar y los
brazaletes que O haba llevado y visto llevar el ao anterior eran de cuero, y
mucho ms estrechos: los de ahora eran de acero inoxidable, articulados y
medio rgidos, semejantes a las pulseras de oro de algunos relojes. Tenan una
altura de ms de dos dedos y cada uno llevaba un anillo del mismo metal.
Nunca haba sentido tanto fro O con los arneses de cuero del ao pasado, que
tampoco la haban hecho sentir con tanta intensidad la sensacin de
encontrarse definitivamente encadenada. El metal era del mismo color y tena
el mismo brillo mate que el anillo de la vulva. Mientras haca sonar la cerradura
del collar con un chasquido, Anne-Marie le dijo que nunca se quitara los
arneses, ni de da ni de noche, ni siquiera para baarse, mientras permaneciera
en Roissy. O se puso de pie y Monique, cogindola de una mano, la condujo
hasta delante de un espejo de tres lunas, y empez a pintarle la boca de color
claro, con una pintura un poco lquida, que se aplicaba al pincel y que se
oscureca al secarse.
Con el mismo color rojo claro le pint la aureola y la punta de los senos, y
tambin los labios y la vulva y entre las nalgas, haciendo resaltar su hendidura.
O nunca supo qu producto fijaba el color, pero ms pareca un tinte que un
maquillaje: no se borraba por ms que se lo restregara, y ni las cremas para
quitar el maquillaje, ni siquiera el alcohol, podan desprenderlo fcilmente. Le
permitieron empolvarse la cara, despus de haber sido pintada, y elegir las
sandalias que le iban mejor; pero cuando intent coger uno de los
vaporizadores que haba sobre el tocador, Anne-Marie exclam: -Ests loca,
O? Por qu piensas que Monique te ha pintado? Bien sabes que no tienes
derecho a tocarte, ahora que llevas encima todos los grilletes.
Cogi ella misma el vaporizador y O, en el espejo, vio sus senos y sus axilas
brillando bajo una aglomeracin de pequeas gotitas, como si estuvieran
cubiertos de sudor. Luego Anne-Marie la hizo sentarse en la banqueta del
tocador, ordenndole que alzara y separara los muslos y Monique, cogindola
por los tobillos, se encarg de mantenerlos bien abiertos. y el vapor de
perfume, penetrndole por la oquedad de la vulva y entre las nalgas, la quem
tan fuertemente que O gimi y se debati.
-Sujtala as hasta que eso se seque -dijo Anne-Marie-. Luego le pondrs un
cors.
O se sinti colmada de placer al sentirse de nuevo encerrada en el cors negro.
Haba obedecido, aspirando profundamente para ahuecar el ' talle y el vientre
cuando Anne-Marie se lo haba' ordenado, mientras Monique cerraba los lazos.
El cors llegaba justo hasta los senos, que una ligera armazn mantena
separados, y que un estrecho reborde sostena de tal forma que se proyectaban
hacia delante y parecan, por lo mismo, ms libres y frgiles.
-Tus senos han sido hechos para sentir el ltigo, O -dijo Anne-Marie-. Te das
cuenta, verdad?
-Lo s -dijo O-, pero le suplico...
Anne- Marie rompi a reir:
-Ah -dijo-, no me toca a m decidir, pero si los clientes sienten deseos de
hacerlo, siempre podrs suplicarles.
Sin que tuviera verdadera conciencia de ello, fue la expresin clientes, ms que
el terror a la fusta, lo que trastorn a O. Por qu clientes?
Pero no tuvo tiempo siquiera de preguntrselo, tan embargada qued por lo
que, sin advertirlo, Anne-Marie le revel un minuto despus. En ese instante, O
estaba de pie frente al espejo, con las sandalias puestas y el talle apretado
dentro del cors. Monique avanz hacia ella llevando en los brazos una falda y
una casaca amarilla recamada en gris.
-iNo, no! -grit Anne-Marie-, primero el uniforme.
-Qu uniforme? -pregunt O.
-se que lleva Monique, lo ves? -dijo AnneMarie.
Monique llevaba un vestido de corte muy parecido al de las togas que O
conoca, pero cuyo aspecto ms severo se deba sin duda a la tela, una especie
de lanilla azul-gris muy oscura, y una paoleta que cubra a un tiempo los
hombros, el busto y la cabeza. Tras haberse puesto un uniforme igual, y luego
de mirarse en el espejo aliado de Monique, O comprendi qu era lo que la
haba sorprendido al ver por primera vez a Monique: se trataba de una
vestimenta que haca pensar en las condenadas de las crceles de mujeres, o
en las siervas de un convento. Pero esa impresin se desvaneca al observar las
ropas ms de cerca. La gran falda ahuecada, apretada por un tafetn del
mismo color, estaba unida mediante pliegues cruzados sin repasar sobre una
banda de hilo recta que se abotonaba sobre el cors, igual que los vestidos de
ceremonia. Pero, aunque pareca cerrado, el uniforme estaba abierto en medio
de la espalda, desde el talle hasta los pies.
A menos que se corriera deliberadamente la falda hacia uno u otro costado, eso
no se notaba. O se dio cuenta al ponerse el uniforme, pues viendo a Monique
no se haba percatado. La casaquilla, que se abotonaba por la espalda y caa
sobre la falda, tena unos cortos faldones recortados que cubran un palmo de
los pliegues. Estaba ajustada mediante pinzas y entrepao s elsticos. Las
mangas eran entalladas, no ensambladas, y llevaban por detrs una costura
que prolongaba la costura del hombro y que terminaba en el codo en un gran
sesgo de boca ancha. Un sesgo parecido remataba el escote, que segua
exactamente la abertura del cors. Pero un gran cuadrado de encaje negro,
una de cuyas puntas, cubriendo la cabeza, caa en medio de la frente como la
punta de una toca, mientras la otra punta descenda entre los omoplatos,
estaba sujeto con cuatro cintas, dos sobre la costura de los hombros y dos en
el sesgo del escote, a la altura del nacimiento de los senos, cruzndose unas
con otras justo donde una larga horquilla de acero lo mantena fijo sobre el
corselete. El encaje, sujeto a la cabellera por una peineta, enmarcaba el rostro
y esconda por completo los senos, pero era muy liviano y lo bastante
transparente como para que se adivinaran las formas y se comprendiera que
los senos estaban sueltos bajo la tela. Por lo dems, bastaba con desprender la
horquilla para que aparecieran desnudos, del mismo modo que, por detrs,
bastaba apartar los dos lados de la falda para poner al desnudo el trasero.
Antes de sacarle el uniforme, Monique le mostr que, mediante dos pinzas que
sujetaban los lados de la falda y que podan unirse en la cintura por delante,
era muy fcil mantenerlos abiertos. Fue en ese instante cuando Anne- Marie
respondi al fondo de la pregunta que O le haba hecho.
-Es el uniforme de la comunidad -dijo-.
T no llegaste a conocerlo porque era tu amante el que te conduca, por su
propia cuenta. No formabas parte de la comunidad.
-Pero -dijo O-, no comprendo. Yo era igual que las dems chicas, cualquiera
poda...
-Cualquiera poda acostarse contigo, no?
Por supuesto. Pero eso slo tena como finalidad el placer de tu amante y era
algo que slo a l le importaba. Ahora es distinto. Sir Stephen te ha entregado
a la comunidad; cualquiera podr acostarse contigo, s, pero ahora es la casa la
que va a velar por ti. Te pagarn.
-Me pagarn! -interrumpi O-. Pero, Sir Stephen...
Anne-Marie no la dej continuar.
-Escucha O, ya basta. Si Sir Stephen desea que te acuestes por dinero, es muy
libre de hacerlo, me parece. Eso no te incumbe. Acustate y calla. Formars
equipo con Noelle; ella te explicar el resto de lo que debers hacer.
El almuerzo, en el gabinete de Anne-Marie, fue muy extrao. Un criado haba
llevado la comida en una mesa calefactora. Monique, de uniforme, lo haba
servido, luego de colocar los cuatro cubiertos: el de Anne-Marie, el de O, el de
Noelle y el suyo. Antes, O se haba probado todava ms vestidos. Anne-Marie
haba hecho apartar para O el vestido amarillo y gris, que llevara ese mismo
da, otro vestido azul, otro en un azul ms oscuro mezclado con verde y
tambin un vestido muy ceido, de jersey plisado, que se abra por delante a
partir de la cintura. Era de color violeta oscuro y la plida vulva de O, recargada
de anillos, y tan desnuda, se vea, aunque O no se moviera, al igual que sus
nalgas descubiertas. El criado haba trasladado al dormitorio que ocupara O -y
que se comunicaba con el de Noelle todos los vestidos seleccionados menos el
amarillo. Monique devolvera los dems a la tienda.
O vea rer frente a ella a Noelle, que rea porque el asiento de crin negra de su
silla le haca cosquillas, vea que Anne-Marie estaba por enfadarse, Monique
siempre pendiente del servicio; al sonar por dos veces la campanilla, al tiempo
que Monique se levantaba, O vio que Anne-Marie, por cuyo lado pasaba,
introduca una mano por la abertura de su vestido, Monique se inmoviliz y O
adivin, por la ligera flexin de su cuerpo, que Monique se entregaba a la mano
que la exploraba.
-Pero por qu no me ha dicho nada? -se repeta O-. Por qu?
y ora se crea sencillamente abandonada, pensando que Sir Stephen la haba
enviado a Roissy, devuelto a Roissy, como deca Anne-Marie, para
desprenderse de ella, ora crea lo contrario, pensando que Sir Stephen segua
desendola an; de todos modos, Anne-Marie tena razn, lo que l quisiera no
era de su incumbencia, ni los motivos que lo movieran; bastaba con que sa
fuera su voluntad. y en ese momento, todo empezaba de nuevo: Por qu no
me lo dijo, por qu?. y cmo hacer para impedir que las lgrimas volvieran a
aflorar, cmo hacer al menos para que no la vieran llorando. Noelle la vea.
Dirigi a O una leve sonrisa, dulce y sincera. O le devolvi la sonrisa y se
restreg los ojos con los puos, como una nia a la que hubieran sorprendido:
no tena siquiera un pauelo, estaba desnuda. Por suerte Anne-Marie, que
haba hecho que Monique retirara la horquilla de su paoleta para acariciarle los
oscuros pezones, no miraba a O: escrutaba en el rostro de Monique el
nacimiento del placer y, siempre acaricindola, le preguntaba cuntos hombres
le haban penetrado en el cuerpo desde la vspera, quines eran, acaso se
haba abierto a ellos como se abra ahora? Tras la ltima palabra, Anne-Marie
llam a Noelle y a O, y, sin soltar a Monique, les dijo que le subieran y
ajustaran los pliegues del vestido. Monique tena grandes muslos dorados y
finas nalgas intactas. Con una voz sin matices, respondi a cada pregunta:
cinco hombres la haban posedo, y a tres de ellos no los conoca; dijo los
nombres de los otros dos. S, se haba entregado plenamente. Anne-Marie,
volcndola hacia delante, hizo ver a las otras dos chicas cmo introduca fcil y
alternativamente, en la vulva y en el ano de Monique, los dos dedos ms largos
de una mano. Cada vez, Monique se cerraba en tomo a los dedos que la
penetraban y gema: poda verse cmo se le contraan las nalgas. Finalmente
empez a gritar, crispadas las manos sobre los senos, la cabeza vuelta a un
lado y apoyada en un hombro, bajo el velo de encaje, los ojos cerrados. Anne-
Marie la dej marcharse.
Aquel primer da, O fue encadenada en su dormitorio despus de medianoche.
Por la tarde, se qued en la biblioteca, llevando el hermoso vestido amarillo y
gris cubierto de tafetn del mismo color, que coga con los dos brazos para
levantarlo cuando le ordenaban alzarse las faldas. Noelle, vistiendo unas ropas
parecidas, aunque rojas, estaba con ella, y tambin otras dos chicas rubias, las
botas, haba entrado saltando por la ventana y cuyo nombres Noelle no le dijo
hasta que las dos estuvieron solas de noche. La regla del silencio era siempre
absoluta en presencia de un hombre, fuera quien fuera, amo o criado. Eran las
tres en punto cuando las cuatro chicas entraron en la estancia vaca, con todas
las ventanas abiertas de par en par. La temperatura era agradable. El sol daba
en el muro del edificio principal. Sus reflejos alumbraban una de las paredes
cubiertas de hiedra. Y O se engaaba. La pieza no estaba vaca. Haba un
criado montando guardia junto a la puerta. O saba que no deba mirarlo pero
no se poda contener y haciendo lo posible por no mirarle ms arriba de la
cintura, sinti que le volvan el pnico y la fascinacin que haba sentido un ao
antes. No, no haba olvidado aquello y sin embargo la sensacin era ahora peor
que en el recuerdo, ese sexo tan visible dentro de una bolsa y tan visible dentro
de los pliegues de los calzones ceidos, como los que se ven en las tablas del
Siglo XVI. Eso y las correas de la fusta colgando de la cintura. Al pie de los
sillones haba unos taburetes. O se haba sentado en uno de estos al igual que
las otras tres chicas, el vestido extendido entorno a s. Y desde abajo miraba
justo enfrente de ella, al hombre inmvil. El silencio era tan pesado que O ni
siquiera se atreva a mover sus ropas: la seda cruja ruidosamente. Lanz un
grito al or un ruido repentino. Un joven moreno y rechoncho, vistiendo ropas
de montar, con un ltigo en la mano y espuelas doradas en las botas, entr
saltando por la ventana.
- Hermoso espectculo-dijo, sois muy listas No tenis ningn amante? Hace un
cuarto de hora que os miro por la ventana. Sin embargo la chica de amarillo-
agreg, paseando el mando del ltigo por los senos de O estremecida-No es tan
lista.
O se levant. J usto en ese momento entr Monique, con el vestido de satn
malva recogido delante, sobre la pelvis, donde un tringulo de lanilla negra
marcaba el comienzo de los largos muslos que O slo haba visto al revs. La
seguan dos hombres. O reconoci al que marchaba delante: era el mismo que
el ao anterior le haba anunciado el reglamento de Roissy. l tambin la
reconoci y le sonri.
-La reconoce? -pregunt el joven.
-S -respondi el hombre-. Se llama O. Lleva la marca de Sir Stephen, que la
obtuvo de Ren R. Estuvo aqu algunas semanas el ao pasado, usted an no
estaba aqu. Si la desea, Franck...
-La verdad, no lo s -dijo Franck-. Pero, no sabes lo que haca vuestra O?
Hace un cuarto de hora que la observo, sin que me vea, y en todo ese tiempo
no ha dejado de mirar a J os, aunque nunca ms arriba de la cintura.
Los tres hombres rieron. Franck cogi a O por los pezones y la atrajo hacia s.
-Responde, putita, qu es lo que tanto te fascina? La fusta de J os o su
verga?
Prpura y ardiente de vergenza, habiendo perdido toda nocin de lo permitido
y lo prohibido, O salt hacia atrs, arrancndose de las manos del joven y
gritando:
-Djeme, djeme.
El joven volvi a atraparla, al tropezar ella en un silln, y la atrajo de nuevo
hacia s.
-Sera injusto que te salvaras -dijo-. J os te har conocer su fusta en seguida.
Ah!, no haba que gemir, ni suplicar, ni pedir gracia o perdn, pero O gimi y
llor, y pidi gracia, retorcindose para escapar a los golpes, intentando besarle
las manos a Franck, que la sostena mientras el criado la azotaba. Una de las
rubias y Noelle la levantaron y le subieron las faldas.
-Ahora me la llevar conmigo -dijo Franck-.Ms tarde, les dar mi opinin.
Pero una vez hubieron subido a su habitacin, desnuda O sobre la cama,
Franck se puso a mirarla largamente y, antes de echarse junto a ella, le dijo:
-Perdona, O, pero tu amante tambin te haca azotar, verdad?
-S -dijo O, y vacil.
-S, habla -dijo Franck.
-Mi amante no me insulta -dijo O.
-Ests segura? -respondi el joven-. Nunca te ha tratado de puta?
O sacudi a los lados la cabeza y, al mismo tiempo, supo que menta: Sir
Stephen la haba tratado de puta, simplemente, al hablar de ella en el saln
privado de Laprouse, al entregarla a los dos ingleses, y, durante la comida,
cuando la haba obligado a desnudarse, sus pechos cicatrizados, lastimados.
Alz los ojos y encontr los ojos de Franck fijos en ella; eran de color azul
oscuro, dulces, casi compasivos. Respondiendo a lo que l no deca, O
murmur:
-Si lo hizo, tena razn.
Franck la bes en la boca. -Tanto le amas? -pregunt.
-S-dijo O.
Entonces el joven no dijo nada ms. La acarici tan largamente en los labios de
la hendidura de la vulva que O empez a jadear hasta perder el aliento.
Despus de haberse hundido en ella, el joven cambi la vulva por el ano,
pronunciando en voz muy baja: O. Ella sinti que se cerraba en torno de
aquella estaca de carne que la empalaba y la haca arder. l se perdi en ella y
se durmi bruscamente apretndola contra s, las manos sobre sus senos, las
rodillas ajustadas en la concavidad de las rodillas de ella. Haca fresco. O subi
la sbana y el cobertor y se durmi tambin. El da declinaba cuando se
despertaron. Cuntos meses haca que O no dorma en brazos de un hombre?
Todos, y en especial Sir Stephen, se acostaban con ella y despus se
marchaban o la hacan marcharse. y ste, que poco antes la haba tratado con
tanta brutalidad, ahora se sentaba en sus rodillas para pedirle amablemente,
como Hamlet a Ofelia (Ofelia, deca l, que tambin empieza con O), si poda
acostarse contra su pelvis. Apoyando la cabeza en la vulva de O, el joven daba
vueltas a los grilletes una y otra vez, hacindolos resonar contra la espalda de
ella. Encendi la lmpara de cama para verlos mejor, ley en voz alta el
nombre de Sir Stephen inscrito en el disco y, fijndose en el ltigo y la fusta
entrecruzados grabados debajo del nombre, pregunt cul de ellos prefera
emplear Sir Stephen. O no contest.
-Responde, pequea -dijo el joven, con ternura.
-No s -dijo O-. Los dos. Aunque Norah empleaba siempre la fusta.
-Quin es Norah?
El joven hablaba de una manera tan abandonada, tan confiada, que O tena la
impresin de que responderle era como hablar para s misma, como hablar sola
en alta voz y, por lo tanto, respondi sin pensarlo:
-Su sirvienta -contest.
-Entonces hice bien al decirle a J os que te azotara.
-S-dijo O.
-y t, cul prefieres? -pregunt el joven.
Esper. O no le responda.
-Lo s -dijo el joven-. Acarciame tambin con la boca, O, te lo ruego.
y se coloc justo encima de ella, que empez a acariciarlo. Luego el joven la
cogi por el talle con las dos manos, para ayudarla a ponerse de pie, y le dijo:
-Fine fine fine.
Le bes los senos y le abroch el cors. O lo dej hacer sin siquiera darle las
gracias, embargada de dulzura, amansada: el joven le hablaba de Sir Stephen.
Finalmente, luego de haber llamado a un criado para que se la llevara, estando
O con sus ropas ya puestas, le dijo:
-Maana har que te traigan de nuevo, O, pero te castigar yo mismo.
Ella sonri cuando el joven agreg:
-Te castigar como l.
Esa noche, O aprendera, de boca de Noelle, que si bien los criados no podan
tocar a las chicas en las habitaciones comunes, a excepcin del refectorio,
donde ejercan la ley, stas estaban a su entera disposicin siempre que se
solicitaran sus servicios (aunque slo entonces): en los dormitorios, cuando las
chicas estaban solas, en los vestuarios, a entera voluntad por los corredores y
los vestbulos. Quiso la casualidad que J os fuera quien vino en respuesta de la
llamada de Franck.
J os era joven, alto y apuesto; el aire naturalmente arrogante de los espaoles
combinaba muy bien con su cara de moro. O sinti una vergenza terrible
mientras lo segua, con las sandalias resonando a lo largo del amplio corredor;
ello no se deba al hecho de que J os la hubiera azotado, sino porque estaba
segura de que l haba credo en las palabras de Franck y no dudaba de que
ella lo deseaba. Y, adems, O no poda olvidar lo que una vez le haba dicho un
oficial colonial de los soldados moros espaoles: cuando podan, se pasaban el
da entero cabalgando mujeres. En efecto, J os no haba andado diez pasos
cuando se volvi y, poniendo contra la pared la primera banqueta que encontr
a su paso, para mayor comodidad, cogi a O y le dio vuelta. La posey a placer
y O, loca de furor contra s misma pero trabajada como por una barra de
hierro, no pudo contener los gemidos.
-Ests contenta? -le pregunt J os-. Te gusta?
Sus dientes blancos destellaban en el rostro oscuro. O cerr los ojos para no
verle la sonrisa.
Pero J os se inclin sobre ella y le cogi la lengua.
Por qu O temblaba ante la idea de que pudiera abrirse la puerta de Franck?
En el vestuario de la planta baja, adonde en seguida la condujo J os, O
encontr a Noelle, que tena levantada la falda mientras una chica en uniforme,
con la paoleta descruzada, la duchaba. O se acomod igual que ella en la silla
turca vecina a la suya. Cuando el agua termin de salir de su interior, la misma
chica la jabon durante un momento, luego la enjuag con el chorro, que
obedeca mediante un resorte a la presin del dedo, y que surga de un tubo de
metal anillado; terminaba en un pequeo conducto de ebonita.
El chorro era suave, pero el agua estaba muy fra, ms fra an, sinti O, al
sentirla expandirse en lo hondo de sus nalgas y despus dentro de su vulva.
Era necesario lavarle tan largamente, a continuacin, las nalgas, el interior de
los muslos y los labios de la vulva? Durante su primera estancia en Roissy, O
haba ignorado por completo la existencia de estos vestuarios. Tambin es
verdad que nunca haba estado en una habitacin que no fuera la suya.
-Ah! O, cada vez que subimos -le dijo Noelle, al ser interrogada- debemos
lavarnos al bajar de nuevo.
-Pero, por qu una lavativa tan prolongada -pregunt 0- y tan fra?
-A m me encanta -dijo Noelle-. Despus te sientes fresca, te vuelves a cerrar
perfectamente.
Luego, la chica de guardia las cubri a las dos con perfume y pintura. Volvieron
a maquillarse y a cepillarse el pelo. El perfume hizo que O entrara un poco en
calor. Noelle la cogi de una mano.
Tena la belleza de las irlandesas, o de las rochelesas, con el cabello muy negro,
la piel blanca y los ojos azules. No era ms alta que O, pero tena la espalda
muy estrecha y la cabeza muy pequea, los senos pequeos y puntiagudos, los
muslos grandes y redondos. La nariz corta y los labios carnosos, siempre
entreabiertos, le otorgaban un aspecto risueo. Pero, sin duda, era guapa:
cuando entraba en cualquier sitio, pareca siempre como si llegara a una fiesta.
Posea, en su alegra, una cualidad que desarmaba. Se entregaba con una
sonrisa tan encantadora, alzaba con tanta gracia la falda para mostrar los
grandes muslos blancos, que era muy raro que alguno la castigara seriamente:
-J usto lo necesario -le deca a O-. A m no me va eso de que me marquen.
Cuando regresaron al saln, con las lmparas encendida, O pudo admirar la
gracia de Noelle y el xito de la misma. Los tres hombres sentados en los
grandes sillones de cuero, dos con dos chicas rubias a sus pies y el tercero con
Monique, a las que ni miraban -una de las chicas rubias era la misma Madelaine
del ao pasado-, volvieron la cara y reconocieron a Noelle. Uno la llam en
seguida, dicindole:
-Ven a entregar tus hermosos senos.
Noelle se inclin sobre el silln con las manos sobre los brazos del mismo, los
senos justo a la altura de la boca del hombre, sin la menor vacilacin,
evidentemente dichosa de complacerlo. Era un hombre de unos cuarenta aos,
calvo, sanguneo, O vea su nuca rugosa formando dos bultos adiposos sobre el
cuello de la americana, y pensaba en el falso alemn al que Sir Stephen la
haba entregado la vspera; se pareca a l. El que estaba con Monique se
coloc detrs de Noelle y le desliz las manos sobre las nalgas.
-Me permite, Pierre? -pregunt, dirigindose al primero.
-Me parece que es a Noelle a la que hay que pedirle permiso -dijo el otro, y
agreg-: Aunque no vale la pena, eh Noelle?
-No -dijo Noelle.
O la miraba: estaba, sin duda, arrebatadora, estirando la cabeza y el cuello
para ofrecer mejor los senos, doblando la cintura para ofrecer mejor las nalgas.
Acaso era por el placer que senta al ser observada y acariciada por lo que
despertaba tantos deseos? El compaero de Monique le haba hecho seas para
que la desvistiera, y O lo observ penetrando entre las nalgas de Noelle.
Finalmente, los tres hombres la poseyeron, uno despus de otro, rosa y negro
entre las piernas, abierta y blanca como la leche dentro de su vestido rojo con
muchas vueltas. De inmediato, los hombres, de comn acuerdo, decidieron que
Noelle y O -la pequea, ya que est con ella, dijo el que se llamaba Pierre-
se marcharan, cuando un criado vino a preguntar si no poda disponer de dos
chicas para enviarlas al bar.
-No hay por qu dejarla descansar -dijo Pierre.
Haba en Roissy tres verjas. La parte del edificio principal, a la cual no se poda
entrar ms que franqueando una de esas tres verjas, constitua lo que se
llamaba, no sin cierto infantilismo, el gran claustro. Los nicos que tenan
acceso eran los afiliados, o sencillamente, los miembros del club.
Comprenda la planta baja, a la derecha de un gran vestbulo (sobre el cual se
abra una de las puertas enrejadas, la ms grande), la biblioteca, un saln, un
saln de fumar, un vestuario y, a la izquierda, el refectorio de las chicas y una
pieza contigua reservada a los criados. Algunas habitaciones de la planta
principal estaban ocupadas por las chicas tradas directamente por los
miembros del club, tal como O lo haba sido por Ren.
Las dems habitaciones, en los pisos altos, estaban ocupadas por los miembros
del club que pasaban temporadas en Roissy. En el interior del claustro, las
chicas slo podan circular acompaadas; estaban completamente obligadas al
silencio, incluso entre ellas, y a andar siempre con la vista baja. Llevaban los
senos desnudos y, por lo general, las faldas alzadas por delante o por detrs.
Los miembros del club podan usar de ellas como quisieran y exigirles cualquier
cosa, no teniendo que pagar ms por ello. Los miembros del club podan visitar
el lugar tres veces al ao o concurrir tres veces por semana, quedarse una hora
o quince das, hacer simplemente que una chica se desnudara o hacerla azotar
hasta verla sangrar: la cotizacin anual era siempre la misma. El precio de la
estancia en el lugar se pagaba como en un hotel. La segunda verja separaba de
esa parte del edificio central un ala llamada el pequeo claustro. Era en su
prolongacin donde estaban situadas las habitaciones de la servidumbre, en las
que viva Anne-Marie. En el pequeo claustro tenan sus aposentos las chicas
de la comunidad propiamente dicha, habitando en dormitorios dobles, es decir:
habitaciones divididas por una pared que no llegaba al techo y a la cual estaban
adosadas las camas, unas camas ordinarias y no divanes forrados en piel como
el que O tena durante su primera estancia. Tenan cuarto de bao y un
guardarropa compartido. La puerta de las habitaciones no se cerraba con llave
y los miembros del club podan entrar a cualquier hora de la noche, que las
chicas pasaban encadenadas. Pero dejando de lado el encadenamiento, no
haba ninguna regla restrictiva. Finalmente, del otro lado de la tercera verja,
que estaba situada, mirando a la puerta principal, a la izquierda, estando la
segunda a la derecha, se encontraba la parte libre y casi pblica de Roissy: un
restaurante, un bar, pequeos salones en la planta baja y, en los pisos altos,
habitaciones. Los miembros del club podan recibir en el restaurante y en el bar
a sus invitados, sin que stos tuvieran que pagar ningn derecho de acceso.
Adems, casi cualquier persona poda suscribir una tarjeta provisional, vlida
para dos veces, y muy cara. Esa carta otorgaba, simplemente, el derecho, que
tambin se otorgaba a los invitados, de consumir en el bar, de almorzar o de
cenar, de tomar una habitacin y de hacer subir a una chica, debiendo pagar
cada cosa aparte. El restaurante y el bar tenan maitre y barman, y algunos
camareros -las cocinas estaban en el subsuelo-, pero eran las chicas las que
atendan las mesas.
En el restaurante, vestan uniforme. En el bar, llevaban grandes vestidos de
seda, una mantilla de encaje semejante a la paoleta del uniforme cubriendo la
cabellera, los hombros, los senos: estaban all para atender todo lo que se les
pidiera.
Normalmente, el bar y el restaurante cubran gastos, al igual que el hotel. El
dinero que aportaban las chicas se reparta segn proporciones determinadas:
tanto para Roissy, tanto para la chica. No todas valan lo mismo: O se enter de
que costara doble precio porque perteneca oficialmente a un miembro del
club, llevando grillete s y marca. Haba otras dos chicas en su misma situacin,
una de las cuales era la pequea rusa rolliza y blanca que haba visto en los
aposentos de Anne-Marie. Azotar a una chica se pagaba aparte, lo mismo que
hacerla azotar por un criado. Las cuentas se pagaban en la oficina del hotel, las
consumiciones en el acto. La proximidad de Pars, el aspecto suntuoso y sin
embargo discreto de los edificios, la comodidad de sus instalaciones y la
excelencia del restaurante, lo que haba de teatral en los vestidos de las chicas,
la presencia de criados, la seguridad y la libertad para las relaciones sexuales y,
sobre todo, lo que se saba respecto a lo que ocurra detrs de las puertas de
los claustros hacan que Roissy tuviera una clientela numerosa, compuesta
principalmente por hombres de negocios, lo mismo extranjeros que franceses.
El Roissy pblico no tena ms existencia oficial que el clandestino; lo de
Country Club era una denominacin que no engaaba a nadie, aunque muy a
menudo ocurra que el hombre de cabellos grises que pasaba por ser el Amo de
Roissy cuando, de hecho, no era ms que el administrador, interrogara a una
chica u otra sobre un cliente de paso -sin contar con que era obligatorio
mostrar el pasaporte o el carnet de identidad (se aseguraba, bajo juramento,
que no se tomaban notas sobre los mismos), para suscribir una tarjeta
provisional-; en resumen: Roissy era ignorado oficialmente y tolerado
oficiosamente.
Uno de los motivos era, sin duda, muy distinto de los que dicha supervisin
haca suponer: el hecho de que nunca hubieran existido quejas sobre contagios
venreos, ni escndalos de embarazos ni de abortos. Constantemente O se
preguntaba cmo aquellas chicas, que a veces se acostaban con diez hombres
en un da -hombres, adems, que no toleraban ningn estorbo-, podan
preservarse de los embarazos. A no todas poda ayudarlas el azar, como a ella,
que tena una desviacin que haca casi inexistente el riesgo de embarazo.
-Se puede reemplazar el azar, O -le dijo Anne-Marie, en respuesta a su
pregunta.
De donde sac en conclusin que Anne-Marie, que era doctora, haba operado
secretamente a las chicas de Roissy. Nunca ninguna tena esa cara de angustia
que suelen poner las mujeres cuando existe un retraso en la regla.
-Ah, eso no es nada, no hay por qu alarmarse, entindelo -le dijo un da
Noelle-, pero no puedo decirte nada, quiero dormir.
O supuso que estaba prohibido hablar del tema de los contagios ya era ms
difcil defenderse:
pastillas, profilcticos, agua a presin. Los peores contagios se producan en la
boca: la pintura que impeda que los labios se resquebrajaran ayudaba a
reducir el peligro. Adems, Anne-Marie examinaba a las chicas todos los das.
Las cuidaba, en caso de necesidad las aislaba -haba ms dormitorios detrs de
su apartamento- hasta su curacin. Escapaban a sus cuidados y a sus apremios
las chicas tradas por sus amantes: stas deban correr con todos los riesgos y,
por otro lado, nunca salan del claustro grande. En cuanto a las dems, O
nunca termin de comprender quin y cmo decida la forma en que deba
utilizrselas en las distintas zonas de Roissy. Por una parte, exista un
reglamento establecido para lo que se haca llevando el uniforme; tantos das
de servicio en el restaurante para el almuerzo; tantos das de servicio para la
cena; igual en ropas de fiesta, tantos mediodas o tantas tardes en el bar.
Adems, el bar y el restaurante los compartan los visitantes y los miembros del
club, por lo que nada impeda que stos cogieran a una chica y se la llevaran a
otra parte. Por otro lado, el puro capricho pareca gobernar toda decisin:' por
ejemplo, cuando apareci un criado para pedir dos chicas para el bar, las
elegidas fueron Noelle y O, y no Monique o Madelaine.
Cuando entr por vez primera en el bar, siguiendo a Noelle, las dos con
mantilla, O se sinti asombrada por la semejanza del local con la biblioteca que
acababan de abandonar: las mismas dimensiones, los mismos adornos de
madera, idnticos sillones. La pequea y hermosa rusa que estaba engrillada y
depilada igual que O y a la que O una vez haba fustigado con sorprendente
placer en los aposentos de Anne-Marie, estaba sentada en un taburete, vestida
de satn gris, y rea acompaada por dos hombres. Dio un salto para ir a besar
a O no bien la divis y regres cogindola por la cintura.
-Es O -dijo-, la invitan? No podrn encontrar nada mejor.
Y, a travs del encaje negro, bes a O en un seno.
-No quieren decir cmo se llaman -dijo, dirigindose a O-, pero tienen aspecto
gentil, no te parece?
Gentil no: era absurdo. Tenan un aspecto al mismo tiempo incmodo y vulgar
y el tercer aperitivo no les haba dado seguridad todava. Al coger su vaso de
encima del mostrador, O acarici con el brazo la rodilla del que estaba a su
derecha: el hombre deposit una mano sobre el pezn marcado en rojo y
pregunt por qu todas llevaban brazaletes de metal.
-Como si no lo supieran -exclam Yvonne-. pero no importa. Se lo explicaremos
mientras cenamos. Vamos, vengan.
Luego, dirigindose al que haba hablado y que ahora se levantaba del
taburete, y procurando adems rozar al otro, dijo a O:
-Psale el brazo, de prisa, para que no diga que no le complaces.
En el restaurante, escogieron una mesa para los cuatro. Los tres hombres que
se haban acostado con Noelle cenaban juntos en una mesa vecina. Noelle,
cinco minutos despus de separarse de O, haba desaparecido por la puerta
que conduca a las habitaciones, seguida por una especie de sirio barrign.
Franck entr en el instante en que O e Yvonne, que no haban bebido licores,
esperaban a que los hombres terminaran de beber cada uno su coac. Franck
le hizo una pequea seal con la mano a O y se instal solo junto a una
ventana. Pero O, que lo vea un poco al sesgo, se dio cuenta de que la chica
encargada de servirlo se acercaba a su mesa y, en seguida, Franck le deslizaba
una mano por debajo de la falda. En el restaurante y en el bar, y a condicin de
que se obrara discretamente, sa era la nica libertad permitida. Finalmente,
lleg el momento en que Yvonne pregunt:
-Subimos?
Un mozo de hotel abri dos habitaciones contiguas, no comunicantes, mostr el
telfono, la campanilla y cerr la puerta. O, sin que se lo hubieran pedido, se
quit la mantilla y se acerc a su cliente para ofrecerle los senos. El hombre
estaba sentado en una silla. El espejo de tres caras, que estaba fijo a una pared
en todas las habitaciones, lo reflejaba, y O, de pie entre las rodillas del hombre,
completamente vestida e inclinndose para que al hombre le fuera ms
cmodo, se asombraba al descubrir lo natural que le resultaba ofrecer sus
pechos a aquel desconocido. Desde la maana, cuatro hombres haban, como
deca Anne-Marie, penetrado en su cuerpo; Sir Stephen, el chofer, Franck y el
criado J os. ste de ahora sera el quinto: el mismo nmero que los de
Monique. Pero, adems, ste le pagara. El hombre le dijo que se desvistiera y,
al verla en cors, la detuvo. Sus grilletes (a los que Yvonne no se haba
referido, mientras que ella haba explicado, cuando ya no le preguntaban, que:
Los brazaletes sirven para atarnos cuando nos azotan) sus grilletes lo
trastornaban, al igual que esa doble facilidad que le fue ofrecida cuando cogi a
O por las corvas, desde atrs, sobre el borde de la cama. No bien hubo salido
de dentro de ella, el hombre dijo:
-Si quieres ser gentil, te dar una buena propina.
O se arrodill. El hombre parti antes de que ella hubiera terminado de
vestirse, dejando un puado de billetes sobre la chimenea: un tercio de lo que
O ganaba en un mes de trabajo en el estudio de la me Royale. O se lav, volvi
a ponerse el vestido y baj, con los billetes doblados metidos entre la piel y el
cors, en medio de los senos.
Sin embargo, se engaaba en lo de igualar a Monique: no bien lleg al bar, fue
escogida por otro cliente, conducida de nuevo a una habitacin y poseda por
sexta vez.
En la oscuridad, encadenada a un gancho que colgaba sobre el techo -como lo
haba sido en la habitacin que ocupara el ao anterior y que ahora ocupara
vyase a saber quin-, en la oscuridad y sin poder conciliar el sueo, O se
preguntaba por centsima vez por qu, sintiera ella placer o no, cualquiera, por
el hecho de penetrarla o simplemente de explorarla con la mano, de golpearla o
nada ms que con hacer que se desnudase, tena el poder de someterla. Del
otro lado de la pared, delgada como si fuera de papel, y que apenas tena el
mismo largo que el ancho de la cama y de las mesillas de noche, O escuchaba
que Noelle se revolva, sin poder tampoco dormir. La llam. Acaso Noelle se
senta sometida como ella, igual de vaca y servil desde el momento en que la
tocaban? Noelle se mostr indignada. Sometida, servil? Haca lo que haca, eso
era todo. Y vencida? Por qu vencida? O era muy complicada. A Noelle, lo
que le gustaba era ver cmo los hombres se ponan duros con slo verla, y a
menudo era agradable y siempre divertido abrir para ellos la boca o las piernas.
-Tambin con el sirio de esta noche? -pregunt O.
-Qu sirio? -pregunt Noelle.
-Ese tipo medio negro, muy barrign, con el que subiste no bien llegamos al
bar.
Era posible, pens O, que no se acordara...
Pero s, porque Noelle respondi:
-jOh! si lo hubieras visto desnudo: es un cerdo.
-T lo quisiste -dijo O.
-Oh, no -respondi Noelle-. Qu hay de malo en eso? Me estuvo lamiendo
durante media hora, pero lo que quera era penetrarme por detrs y ponerme a
cuatro patas. Paga muy bien, sabes?
A O tambin la haban pagado bien, el dinero estaba en el cajn de una de las
mesillas de noche.
-Noelle -dijo O-, cuando te azotan tambin lo encuentras divertido?
-Un poco s y, adems, a m nunca me fustigan ms que un poco.
O tendra que haber dicho: Tienes suerte, pero en seguida se dio cuenta de
que no era cuestin de suerte. Quiso preguntarle por qu nunca la azotaban
ms que un poco, y qu opinaba de las cadenas, y si los criados... Pero Noelle
se volvi en la cama, gimoteando:
-Ah, tengo mucho sueo. No le des tantas vueltas a las cosas, O, duerme.
Y se durmi.
Por la maana, a las diez, un criado acuda a soltar las cadenas. Ya baada y
arreglada, habiendo superado el examen de Anne-Marie, ya menos que
estuvieran de servicio en las habitaciones del gran claustro (en ese caso deban
ponerse de inmediato el uniforme), las chicas eran libres de vestirse o no, hasta
el momento de ir al restaurante o al bar a las que les tocara y al refectorio las
dems. Pero las que iban al refectorio no se vestan: para qu, si deban estar
desnudas? Se poda desayunar en una pieza de la planta alta. Las puertas en
las habitaciones permanecan abiertas hacia el corredor y estaba permitido
trasladarse de una a otra. Slo O, Yvonne y la tercera chica engrillada como
ellas, J ulienne, eran llamadas por la maana para recibir el azote. Les era dado
por turnos en el descanso de la escalera, inclinadas sobre la balaustrada,
atadas, nunca castigadas lo bastante como para quedar marcadas pero s lo
suficiente como para arrancarles gritos, splicas y a menudo lgrimas. La
primera maana en que O, liberada, se ech gimiendo en la cama mientras
todava le ardan sus nalgas, Noelle la cogi en los brazos para consolarla. Su
dulzura no careca de cierto desprecio. Por qu haber aceptado los grilletes? O
confes sin remilgos que se haba sentido dichosa cuando su amante la
fustigaba todos los das.
-Entonces, ests acostumbrada -dijo Noelle-. No llores, que eso no te faltar.
-Es posible -dijo O-. y no me quejo. Pero no, nunca podr acostumbrarme.
-Pues bien -dijo Noelle-, creo que no te queda otro remedio, porque sera muy
raro que slo te azotaran una vez por da, aqu. Los hombres en seguida ven
para qu estan hechas las chicas como t. Los anillos que llevas en la vulva, la
marca... sin contar lo que dir en tu ficha.
-En mi ficha? -pregunt O-. Qu ficha, qu quieres decir?
-An no tienes ficha, pero tranquilzate, , pronto la tendrs.
Interrogada sobre el asunto de la ficha, tres das ms tarde, Anne-Marie, que
haba hecho desayunar a O con ella, se explic:
-Espero tener tus fotos; pondremos al dorso la ficha que me habr enviado Sir
Stephen, no los datos sobre tu persona, quiero decir no tus medidas, las
marcas que hay en tu cuerpo, tu edad, no, sino tus particularidades y la forma
de emplearte... Oh, eso siempre ocupa apenas dos lneas y adems s de
antemano qu dir.
Las fotos se las haban tomado a O una maana, en un estudio casi idntico a
aquel en el que ella haba trabajado, instalado en lo alto del ala derecha. A O la
haban pintado igual que ella pintaba a los maniques, en una poca que ya le
pareca ms lejana que su infancia. La haban fotografiado llevando el uniforme,
con un vestido amarillo, con las faldas alzadas y tambin desnuda, de frente,
de espaldas, de perfil, apoyada a medias sobre una mesa y con las piernas
abiertas, echada hacia delante, levantando el trasero, de rodillas y maniatada.
Conservaran todas esas imgenes de ella?
-S -respondi Anne-Marie-. Las ponemos en el informe sobre ti. De las
mejores, hacemos varias copias para distribuir entre los clientes.
Cuando Anne-Marie se las mostr, dos das despus, O se sinti aterrada; sin
embargo, las fotos eran bonitas; no haba una siquiera que no pudiera aparecer
en las revistas que se venden semi clandestinamente en los quioscos. Pero la
nica foto en la cual O tuvo la impresin de reconocerse era una que la
mostraba desnuda, de pie, de frente, apoyada en el filo de una mesa, con las
manos en las nalgas, las rodillas flojas, los anillos bien visibles entre los muslos
y su hendidura de la vulva tan notoria como la boca entreabierta. Miraba hacia
delante, inexpresiva y ausente. Indudablemente, no se engaaba al
reconocerse.
-Repartiremos sa, sobre todo -dijo AnneMarie-. Puedes darle vuelta, o mejor
no: te voy a mostrar la ficha de Sir Stephen.
Anne-Marie se puso de pie, abri el cajn de un archivador y entreg a O una
cartulina pequea en la que destacaba, en tinta roja, la letra de Sir Stephen, su
nombre O, y lo siguiente: Grillada. Marcada. Boca bien formada. Debajo, y
subrayado: Fustigarla.
-Ahora da vuelta a la foto -dijo Anne-Marie.
El mismo texto estaba escrito en el reverso de la foto. Lo que all figuraba, Sir
Stephen lo haba dicho, en trminos ms crudos, y delante de O, cada vez que
la haba entregado a alguien e incluso no lo esconda al hablar de ella a sus
amigos. O supo que las fotos, dos o tres de cada chica, se encontraban en los
lbumes de hojas removibles que todo el mundo poda consultar, tanto en el
bar como en el restaurante.
-sa tambin es la que prefiere Sir Stephen -dijo Anne-Marie-. Y sa -y seal
una en la que O estaba de rodillas, con el vestido levantado.
-Pero, cmo? Las ha visto? -grit O.
-S, vino ayer. Ayer hizo la ficha, aqu mismo.
-Pero, cmo, ayer? A qu hora? -pregunt O, plida, sintiendo un nudo en la
garganta y las lgrimas a punto de asomar-. Cundo? Por qu no me fue a
ver?
-Oh, pero si te vio -respondi Anne-Marie-. Ayer lo acompa a la biblioteca,
donde estabas t, con el comandante. No haba nadie, aparte vosotros dos, en
la pieza, pero no quisimos molestar.
Ayer, ayer por la tarde en la biblioteca, O, de rodillas, con el vestido verde y
azul subido encima de las nalgas. No se haba movido al abrirse la puerta: tena
la verga del comandante en la boca.
-Por qu lloras? -pregunt Anne-Marie-.
Te hall muy bonita. No llores, tontuela.
Pero O no poda contener las lgrimas.
-Por qu no me llam? Acaso se march de pronto, qu hizo, por qu no me
dijo nada?-gimi.
-Ah, estara bueno que te rindiera cuentas de lo que hace; creo que le habra
gustado penetrarte; no le dar mis felicitaciones. Mereceras...
Anne-Marie se interrumpi: golpeaban a la puerta. Se trataba del hombre al
que llamaban el Amo de Roissy. Hasta entonces no haba prestado atencin a
O, ni siquiera la haba tocado. Pero, sin duda, O estaba especialmente
conmovedora, o provocativa, tan indefensa y derrotada, plida y desnuda, la
boca hmeda y temblorosa. Cuando Anne- Marie le orden que se marchara y
se vistiera -ya eran casi las tres- el administrador rectific:
-No, mejor que me espere en el corredor.
Cuando ms intensa era su amargura, O se sinti apaciguada por una
circunstancia que, en principio, pareca que no poda satisfacerla de ninguna
forma: la llegada del falso alemn al que ya se haba entregado varias veces en
presencia de Sir Stephen. Sin duda aquella visita no tena nada de agradable: el
falsso .alemn era brutal, de aspecto vido y despreciativo, con manos y
lenguaje de carretero. Pero le dijo a O, despus de llamarla al bar, que vena de
parte de Sir Stephen, y la llev a cenar, al mismo tiempo le entreg un sobre. O
record, mientras el corazn le lata violentamente, el sobre que haba
encontrado en la mesa del saln de Sir Stephen, al da siguiente de haber
pasado su primera noche con l. Lo abri: era una. misiva de Sir Stephen,
claro, que le deca que hiciera todo lo que estuviera en su mano para que Carl
sintiera deseos de volver, igual que durante el viaje le haba recomendado lo
esperara en su cabina. Adems, le daba las gracias. Evidentemente, Carl no
conoca el contenido de la carta. Sir Stephen debi de darle a entender otra
cosa.
Despus que O guard el papel en el sobre y alz los ojos hacia l, que estaba
sentado en un taburete del bar (ella de pie frente a l), Carl le dijo, con su voz
spera y lenta, pues que su dificultad para expresarse en francs hacIa mas
lenta todava: Entonces, sers obediente?
-SI-dijo O.
iAh! s, obedecera. Carl pensara que lo obedeca a l, pero no, lo engaara:
obedecera a Sir Stephen, fuera como fuera, porque ste la quera usar para
sus fines, fueran cuales fueran. O mir a Carl con dulzura: si tena xito y l
senta deseos de volver -O no llegaba a comprender por qu querra Sir
Stephen retenerlo en Pars, pero poco le importaba-, si lo lograba, era posible
que Sir Stephen la recompensara, era posible que apareciera. O recogi las
faldas colgantes de su vestido, sonri al alemn y pas ante l para entrar en el
restaurante. Acaso por su dulzura, que era deliciosa cuando ella quera, acaso
por su sonrisa, lo cierto es que el hielo que congelaba el rostro de Carl se
fundi bruscamente. l se esforz, durante la cena, por hablarle con cortesa.
En media hora, saba ms cosas sobre Carl que las que sabra jams sobre Sir
Stephen. Carl le dijo que era flamenco, que tena intereses en el Congo belga,
que viajaba al frica tres o cuatro veces al ao, en avin, que las minas le
daban mucho dinero.
-Qu minas? -pregunt O.
Pero Carl no respondi. Bebi mucho, con los ojos siempre fijos en O, ora en
sus labios, ora en sus senos que se movan bajo la mantilla, y de los cuales a
veces se vea, a travs del encaje, el pezn pintado. En la oficina, adonde O en
seguida lo condujo para que eligiera una habitacin, Carl dijo:
-Quiero que me suban whisky y un chicote.
Despus de ser poseda como Noelle lo haba sido por el sirio, y del mismo
modo en que lo fue por este mismo hombre ante Sir Stephen, despus de
hacerse acariciar, levantando por tercera vez el ltigo y cogiendo al mismo
tiempo las manos de O que intentaba, a su pesar, detener su brazo, O ley en
los ojos del alemn un deleite tan violento que supo que no obtendra la menor
piedad (en ningn momento la haba esperado) as como tambin, y sobre
todo, que Carl regresara.
Ocurra tambin que, de vez en cuando, O fuera conducida a una de las
habitaciones de la planta baja que daban al parque y que antao ella haba
ocupado. En una ocasin, crey que vivira largo tiempo, en una especie de
dicha, y se lo repiti en voz baja, como hablan las sombras de la noche:
Cmo se puede saber que son sueos los sueos que vuelven sin fin? Acaso
mi vida es otra cosa que un sueo de vigilia? He sido trasladada a esta casa
que no es mi casa, ni la casa del hombre que amo. l quiere sin embargo,
desde ahora, hacerme vivir aqu. Mi habitacin es tranquila y oscura, con una
gran puerta-vidriera que se abre sobre el parque. La gran cama es tan baja que
apenas parece una cama, se confunde con el suelo y con la pared en la que se
apoya. Todo lo que no es la cama se encuentra en una pequea estancia
vecina, cuya puerta se pierde en el empapelado, todo: la baera, el armario, el
tocador. En la habitacin hay un gran espejo frente a la cama. En parte est
fijo sobre una puerta. Si se mueve, es porque alguien entra. i No era l. He
dicho que estaba desnuda? Era un criado que traa una bandeja. T para tres
personas, con bocadillos de berro, scones y una tarta de frutas muy azucarada,
casi negra, como se comen en Londres. Deposit la bandeja en un ngulo de la
cama y sali. El gran perro de los Pirineos que lo segua se sent a un lado de
la bandeja, tan silencioso y embarazado como yo. Contempl nuestro reflejo en
el espejo, muy claro sobre el fondo rojo oscuro de la pared y las cortinas, y fue
en el espejo donde vi, a mi izquierda, abrirse la puerta-vidriera. l entr, me
sonri, me cogi en sus brazos cuando me levant. Me arrodill sobre la
alfombra junto a la cama para servir el t y le entregu una taza, abr los
scones y les puse manteca, cort un trozo de tarta. Para quin era la tercera
taza? l adivin que yo deseaba hacerle esa pregunta.
-Tendrs una visita, en seguida.
-Quin?
-Yeso qu importa? Alguien a quien yo quiero.
-Usted no se quedar?
-No, por supuesto.
No, por supuesto, al principio no comprend.
Ms tarde, supe que el espejo slo era espejo de mi lado, y que la puerta era
transparente, que daba a una segunda estancia desde la cual l, si lo deseaba,
lo observaba todo: todo lo que pasaba en mi habitacin. Naturalmente, haba
ms habitaciones con iguales dispositivos. Y por qu decir mi habitacin?
Aunque los prisioneros dicen mi celda, sin haberla elegido, mientras que yo
haba elegido ser prisionera. Si aceptas ser ma, yo dispondr de ti. Como un
disco, aquellas palabras -, que slo haban sido pronunciadas una vez, para no
ser repetidas jams, giraban en mi cabeza.
El joven alto y muy delgado que un criado haba conducido hasta la habitacin
y al que ahora Sir Stephen acoga deba de tener los poderes de l. Sir Stephen
deposit su taza. Yo entregu una al desconocido.
-Isn't she sweet? Shes yours -dijo Sir Stephen y nos dej retirar la bandeja del
t era un esfuerzo intil.
En la cama haba todo el espacio necesario.
Quin borrar los sueos?
Era raro que los miembros del club o los visitantes fuesen al restaurante o al
bar acompaados de mujeres, pero el hecho tambin se produca, de tarde en
tarde. A condicin, por supuesto, de ir acompaadas, la entrada no estaba
prohibida a las mujeres, as como tampoco el acceso a las habitaciones. El
hombre que las llevara no tena que pagar ningn extra, aunque slo que
consumieran o comieran, y no tena por qu dar el nombre de ellas. La nica
diferencia que exista, en esas circunstancias, entre Roissy y un hotel por horas
cualquiera, consista en que en Roissy haba que alquilar, junto con la
habitacin, una chica. En la gran sala caldeada en la que los enormes
filodendros y helechos que envolvan las paredes despedan olor a encierro,
ellos se quitaban la chaqueta del traje. Su seguridad, que esconda quiz una
enfermedad, su curiosidad, que intentaban disfrazar con insolencia, sus
sonrisas, que trataban de que parecieran despreciativas y que en ocasiones
correspondan a un desprecio genuino, soliviantaban a las chicas y divertan
mucho a los hombres presentes, asiduos de Roissy, ya fueran socios o clientes.
Durante los ocho das que O cumpli servicios en el restaurante a medioda,
tres veces aparecieron mujeres, en das diferentes. La tercera a la que vio O,
alta y rubia, acompaaba a un joven al que O tena ya visto en el bar. Se
sentaron en una de las mesas designadas a su servicio, en una rinconera
cercana a la ventana. Casi en seguida, se les reuni uno de los miembros del
club, llamado Michel, que hizo una sea a O para que se aproximara. Michel se
haba acostado una vez con O.
Mientras presentaba a la joven, O escuch al hombre decir:
-Mi mujer.
Ella llevaba una alianza adornada con pequeos diamantes y, en el centro, un
zafiro casi negro. Michel se inclin, se sent y cuando el maitre ya hubo tomado
la orden, le dijo a O, que escuchaba:
- Trele el lbum a la seora.
La joven empez a pasar las pginas del lbum con aire distante y, sin duda,
pas sobre la foto de O haciendo como que no la haba reconocido, cuando su
marido le dijo: :
-Mira, es la misma, se la puede reconocer. '" La mujer levant la vista hacia O,
sin sonrer:
-De veras? -pregunt.
-Pasa a la pgina siguiente -dijo Michel.
-Has ledo la ficha? -pregunt su marido.
La joven cerr el lbum, sin responder. Pero cuando O, que se haba ido a
buscar el primer plato, regres a la mesa, vio que la mujer hablaba
animadamente y que Michel rea. Callaban cada vez que se acercaba, pero no lo
suficientemente deprisa como para que O, cuando traa el caf, no pudiera
escuchar al marido, que insista:
-Bueno, decdete de una vez.
Michel agreg algo que O no alcanz a captar, y la joven alz los hombros. En
la gran habitacin, no se desvisti, acarici con sus manos secas a O, que crey
sentir sobre s las garras de un pjaro gigantesco, luego la mir acariciar a su
marido, entregarse a l. Al partir la dejaron desnuda, no la haban flagelado,
maltratado ni insultado. Le haban hablado cortsmente. O nunca se haba
sentido ms humillada.
-Esas mujerzuelas -dijo Noelle, cuando O, a quien haba visto partir con la
pareja e interrogado despus, termin por decirle lo que haba ocurrido, y la
impresin que haba sentido-, esas mujerzuelas son tan putas como nosotras,
claro, porque de otro modo, no vendran a este lugar.
Pero, qu se creen! Yo, si pudiera, les dara de bofetadas.
Esos sentimientos, referidos a las mujeres que venan como visitantes, eran
constantes y unnimes. Mientras que Noelle, y todas las otras chicas, y O, si
llegaban a sentir envidia de las chicas tradas a Roissy por sus amantes, se
deba nicamente al inters que les despertaba su amante, y no exista nunca
ningn sentimiento de rencor o de verdaderos celos. Durante su primera
estancia, O no haba sospechado cuntos deseos debi de provocar a su
alrededor: deseos de hablarle, de ayudarle, de saber quin era, de besarla, en
las chicas que, a su llegada la haban desvestido, lavado, peinado, pintado,
puesto el cors y el traje, chicas que cada da se haban ocupado de ella y que
haban tratado en vano de hablarle cuando crean que nadie las vea;
completamente en vano, porque a O nunca se le haba pasado por la cabeza
responder. Cuando le lleg el turno de realizar lo que se llamaba servicio de
dormitorios, es decir, ir acompaada de Noelle a las habitaciones del gran
claustro para vestir, peinar y maquillar a las chicas alojadas all, O se sinti
verdaderamente turbada por esa especie de calco mltiple, de encarnacin en
numerosos ejemplares de lo que ella haba sido, y que da a da se le formaban
entre las manos, hasta el punto de que nunca atravesaba la puerta sin temblar,
cada vez que iba a las habitaciones rojas. y que todas eran rojas. Lo que de
veras la desolaba era que nunca lleg a descubrir con certeza qu habitacin
haba sido la suya. La tercera? El lamo gigantesco se balanceaba frente a la
ventana. Los steres plidos, que perduraban durante el otoo, estaban
floreciendo justo entonces. Era el equinoccio de septiembre. Pero la cmara
quinta tambin tena su lamo y sus steres. Se hallaba ocupada por una chica
grcil, blanca contra la pintura escarlata, temblorosa, soportando por vez
primera en las nalgas las rajaduras violeta del ltigo. Se llamaba Claude. Su
amante era un joven delgado de unos treinta aos, que la sostena por los
hombros, de espaldas, como Ren haba sostenido a O, y la miraba con pasin
mientras abra su suave vulva ardiente para un hombre al que nunca haba
visto y debajo del cual gema. Noelle la lav. O la pint, le abroch el cors, le
puso el vestido. La chica tena los senos tiernos, con los pezones rosados, las
rodillas redondas. Haba enmudecido y se senta perdida. Ella, y las chicas como
ella, pertenecientes a los afiliados, y que slo ellos compartan, que se
entregaban en silencio, y que cuando estuvieran lo bastantes bragadas y
cabalgadas abandonaran Roissy, el anillo de hierro en el dedo, para ser
prostituidas fuera de Roissy cada una por su amante, para exclusivo placer de
ste, eran, para las chicas que se prostituan en Roissy, incluso dejando de lado
los grilletes, por dinero, para satisfaccin y placer de los miembros del club, y
no de un hombre que las quisiera, un objeto de curiosidad y de conjeturas
interminables. Regresaran a Roissy? Y, en caso de que volvieran, seran
encerradas en el claustro o bien, aunque no fuera ms que por algunos das,
libradas del silencio y colocadas en la comunidad? Hubo una chica a la que su
amante dej durante seis meses i' en el claustro, se la llev y no volvi jams.
Pero O ! volvi a encontrar a J eanne, que haba pasado un ao en la
comunidad para luego partir y ms adelante regresar, J eanne, a la que Ren
haba acariciado ante ella, y que haba mirado a O con tanta admiracin y tanto
deseo. Golpeadas y encadenadas como las otras, las chicas de la comunidad
eran, sin embargo, libres. No libres de no ser golpeadas mientras se
encontraran all, sino libres de marcharse cuando quisieran. Las que eran
tratadas con ms crueldad eran las que menos se quedaban; Noelle se quedaba
dos meses, desapareca durante tres, regresaba cuando no tena ms dinero.
Pero Yvonne y J ulienne, fustigadas todos los das, como O, y al igual que ella, a
veces, como Noelle haba predicho, azotadas varias veces por da, Yvonne,
J ulienne y O eran prisioneras voluntarias, al igual que las chicas del gran
claustro.
Al cabo de seis semanas, durante las cuales no haba dejado de esperar, a
pesar de la decepcin diaria, la llegada de Sir Stephen, O comprendi que, si no
eran raros los afiliados que venan a pasar temporadas en Roissy, lo mismo
ocurra con los clientes. De todos modos, se establecan preferencias, hbitos
(como se establecan tambin para los criados, hasta el punto de que, en el
refectorio, el criado posea muy a menudo a la misma chica: eso ocurra
tambin con O, a la que J os sola hacer sentarse encima de l, a la inversa,
sujetndole con las manos las nalgas de manera que ella, volvindose apenas,
se pareca a la mujer pasmada de las estatuillas hindes, poseda por el dios
Shiva) , y O se fij en las frecuentes visitas de Carl, menos por el hecho de que
a veces apareciera cuatro das seguidos, solicitndola siempre tarde, alrededor
de las nueve, que por sus intentos de hacerle hablar, cada vez, de Sir Stephen.
l raramente consenta en ello, y siempre prefera explayarse sobre lo que l le
haba dicho a Sir Stephen (a propsito de O), que sobre lo que Sir Stephen le
haba respondido. Ni una sola vez le dej dinero a O. y no porque desconociera
esa costumbre. Una noche haba hecho subir junto a O a otra chica, que result
ser J eanne. La devolvi muy pronto, quedndose con O, pero la devolvi con
las manos repletas de billetes. Para O, nada. No comprenda O lo que ocurra
hasta que una noche de octubre, en lugar de irse, como acostumbraba, Carl se
interrumpi Y le pidi a O que se vistiera, esper que estuviera lista y le
entreg una caja alargada, de cuero azul.
O la abri: contena una sortija, un collar y dos brazaletes de diamantes.
-Te los pondrs en lugar de los que llevas ahora -dijo Carl-, cuando yo te lleve
conmigo.
-Llevarme? -pregunt O-. Adnde?
-Primero te llevar a frica -dijo Carl-, y despus a Amrica.
-Usted no puede hacer eso -repiti O.
Carl hizo un ademn como para callarla: voy a arreglar el asunto con Sir
Stephen y te llevare conmIgo.
Pero yo no quiero! -grit O de golpe, presa del pnico-. No quiero, no quiero!
-S, querrs -dijo Carl.
y O pens: Huir, s, con l nunca; huir.
El cofrecillo estaba abierto sobre la cama deshecha, las joyas, que O no poda
mirar, brillaban en el desorden de las sbanas; valan una fortuna.
Huir con los diamantes, se dijo O, dirigiendo una sonrisa a Carl.
l nunca regres. Diez das despus, mientras aguardaba, al comienzo de la
tarde, vestida con el traje amarillo y gris del primer da, a que un criado le
abriera la pequea puerta que conduca a la biblioteca, O escuch a alguien
que corra a sus espaldas y se volvi: era Anne-Marie y llevaba un peridico en
la mano. Le tendi el peridico, plida corno O nunca la haba visto.
-Mira -le dijo.
El corazn empez a saltarle a O en el pecho: en primera pgina, un semblante
inexpresivo, la boca entreabierta, unos ojos que miraban al vaco: su rostro. Un
titular de gruesos caracteres: Quin es la mujer desnuda del crimen de
Franchard?. El artculo deca que unos alpinistas que se entrenaban en el
bosque de Fontainebleau, en las gargantas de Franchard, alertados por los
aullidos de un perro, haban descubierto en la espesura el cadver de un
hombre asesinado por un balazo en la nuca. El desconocido, que pareca
extranjero, haba sido despojado de todos sus documentos. Encima, oculta en
un bolsillo secreto en el doble fondo de la chaqueta, le haban encontrado la
foto de una mujer completamente desnuda que, segn ciertas seales, deba
tratarse de una prostituta, a la cual estaba buscando la polica. La descripcin
que segua no dej ninguna " duda: era Carl.
-Sabes lo que puede significar eso? -pregunt Anne-Marie.
-Oh, s -respondi O-. Sir Stephen... No hace falta decir ms.
-S -dijo Anne-Marie-. Aunque no tienes necesidad de decir que Sir Stephen te
lo envi.
Existe la posibilidad de que lo detengan.
Cuando la Polica lleg a Roissy, Carl ya haba sido identificado, gracias a las
marcas de la ropa y de la tintorera, que fueron reconocidas por su sastre y por
los empleados de su hotel. O no fue interrogada sino para completar las
pesquisas y, sobre todo, el interrogatorio gir sobre Sir Stephen. Saban que Sir
Stephen estaba en relacin con Carl. Qu tipo de relacin? O lo ignoraba.
Despus de tres horas de interrogatorio, O no haba dicho nada, salvo que
haca dos meses que no vea a Sir Stephen.
-Pregntenle a l-grit, por fin-. Eso es lo que tienen que hacer.
-Parece que no comprendes que, probablemente, l fue quien liquid al belga,
tu bello amigo, y por eso ha desaparecido. Pero de eso a que podamos
probarlo...
No pudieron probarlo. Se supona que Carl, conocido por haber estado
vinculado con el negocio de las minas de metales preciosos en frica Central,
despus de haber negociado sin derechos y por cantidades considerables (de
las cuales se encontraron huellas en sus cuentas bancarias, aunque el dinero
haba sido retirado) las concesiones o el producto de las mismas con agentes
extranjeros -posiblemente ingleses, probablemente Sir Stephen- se dispona a
marcharse de Europa cuando dichos agentes, al verse estafados y sin ningn
apoyo ni defensa legal, se vengaron.
En lo que se refera a echarle el guante a Sir Stephen... en lo tocante a la
posibilidad de que regresara.. .
-Ahora eres libre, O -dijo Anne-Marie-.
Podemos quitarte los grilletes, el collar, los brazaletes, hacer desaparecer la
marca. Tienes los diamantes, puedes regresar a tu casa.
O no llor ni se quej. Tampoco respondi a Anne-Marie, que agreg:
-Pero, si quieres, puedes quedarte aqu.



__ Roissy en Francia
Texto indito de Andr Pieyre de Mandiargues
Pido permiso para mostrarme orgulloso de haber sido, al menos por una vez,
un buen lector: Ese orgullo no es vanidad, creo, y lo que me empuja al mismo
es la conciencia de no haber engaado a O cuando la bella Historia fue
publicada hace quince aos, y de haberle otorgado desde el primer momento
un absoluto consentimiento y una admiracin sin fisuras mientras la mayora de
nuestros amigos del mundo intelectual se mostraban ms bien reticentes o
desconcertados, en el primer momento, ante un relato en el cual se poda ver la
gran maravilla producida por la literatura francesa en aquella poca de
transicin. Yo haba odo hablar del libro antes de que fuera publicado, desde
haca bastante tiempo, s; pero ramos bastantes los que estbamos en ese
caso, .y todava me asombra que hayamos sido tan pocos los que reconocimos
la fuerza trgica del libro de Pauline Rage, los que nos sentimos trastornados
por su acento ardiente y puro. Semejante desconocimiento, que resulta
divertido sealar hoy, demuestra la originalidad de la obra. No haba nada que
pudiera estar menos de moda que Historia de O en 1954, y el libro, que no
apareci clandestinamente sino a la luz del da, que fue puesto a la venta sin
precaucin ni restriccin alguna, exponindose en los escaparates de todas las
libreras (punto muy importante) que crean poder venderlo, fue considerado
como un simple objeto de curiosidad. Fue un premio literario, como todo el
mundo sabe, seguido de un pequeo escndalo, lo que le hizo pasar del rango
de curiosidad al de los grandes xitos de librera y lo que le ocasion tambin
diversas persecuciones por parte de la polica y de las comisiones de censura.
Su editor, que no esperaba tanto, fue el primero en sorprenderse, si no
recuerdo mal, y muchos de los que se haban mostrado ms recalcitrantes
empezaron a deplorar aquella propaganda que, al procurarle un amplio pblico,
corra el peligro de vulgarizar un libro demasiado precioso para ser entregado a
cualquier aficionado... Vieja aventura, que irrumpe de repente en la actualidad
por el hecho de la publicacin de una continuacin de la Historia de O.
Hasta qu punto Retorno a Roissy es una continuacin de O? Y si la palabra
continuacin es exacta, he aqu la primera pregunta que se plantea, que no es
fcil de resolver: Habamos odo decir al salir de imprenta la edicin original
(acompaada, la de mi biblioteca, con un bonito grabado de Hans Bellmer), que
la composicin de la obra haba sido modificada antes de ser enviada al editor y
que algunos captulos haban sido retirados.
No se puede impedir; por lo tanto, que muchos vean en el Retorno un captulo
final que la autora habra suprimido. En todo caso, se respeta la cronologa
entre el ltimo episodio de la edicin original y ste que se nos acaba de
ofrecer; al igual que entre los cuatro captulos de la novela anterior
Indudablemente no existe ninguna relacin entre el Retorno y el breve prrafo
(existe un segundo final para la Historia de O. En ste se relata que, viendo que
Sir Stephen est a punto de abandonarla, O prefiere morir. l consiente) que
caa como un hachazo despus del cuarto captulo y antes del ndice. En ese
prrafo, siempre he credo ver un admirable artificio de la novelista y el final
autntico de la Historia, la conclusin que confiere a la novela su significado
ms profundo, sellndola como la losa de una tumba, mientras que las pginas
finales del cuarto captulo la dejan abierta y no alcanzan a constituir
verdaderamente un final. Por otra parte, la Historia de O tiene, como se sabe,
un doble principio.
Esto indica que Pauline Rage no desprecia la simetra. No veramos nada
insensato en el hecho de que la autora se haya propuesto dos desenlaces para
su relato, siendo el primero el del prrafo final, la muerte voluntaria de la
herona, y el segundo este Retorno a Roissy que tenemos actualmente ante los
ojos. Sin embargo, conviene esperar algn engao. Rage, a la primera lectura,
si no a primera vista, parece una escritora de una simplicidad verdaderamente
ejemplar hasta el punto de que uno se siente tentado a alabarla diciendo que
es simple como el amor. Simple como Elosa, de la que J ean Paulhan, en su
prefacio a la primera O, citaba la soberbia frase: Yo ser tu fille de joie,
evocando la posibilidad de que all hubiera algo ms que una bella frase... En
realidad, pasados ciertos lmites, el amor no es tan simple como creen las
buenas o las malas personas. Elosa es simple slo en apariencia; Pauline
Borghese y Pauline Roland, esas dos clebres desvergonzadas de las cuales
hoy Rage confiesa que ha tomado su nombre, no lo son tanto,' Pauline Rage
probablemente lo es an menos que todas, contrariamente a la fugitiva
impresin que nos deja su libro, y ni el gran silencio de O ni eso que J ean
Paulhan llama su inconcebible decencia revelan simplicidad.
Es necesario estar muy atento a la breve nota que inicia el nuevo relato. Las
pginas que siguen -escribe Rage-, son una continuacin de la Historia de O.
En ellas se propone deliberadamente la degradacin y, por tanto, nunca
podran haberse integrado a la novela. En efecto, Retorno a Roissy es un ala
agregada al castillo casi mstico de O para descubrir que una mina colocada en
sus cimientos est a punto de estallar y destruirlo. Al comienzo, cuando se
utiliza a la infantil Natalie, gentil personajillo cuya aparente inutilidad en la
primera O me haba chocado, el tono es el mismo y uno piensa que volver a
encontrarse en el extrao convento de las severidades libertinas. Pero no por
mucho tiempo, porque el nuevo relato nos muestra, en lugar del claustro
consagrado a la transfiguracin del amor tan slo un trivial burdel de lujo, una
especie de country-club como los que se encuentran, segn los iniciados, en los
alrededores de casi todas las metrpolis de la sociedad capitalista; y las
pensionistas de la casa, O incluida, no son, esta vez, ms que putas ordinarias
encargadas de servir a unos ricos idiotas tan comunes como sus compaeras.
Sir Stephen, el fascinante prncipe de ojos grises, el reformador del arte de
amar no es otra cosa, segn se descubre ahora, que un truhn, lo bastante
vulgar como para asesinar o hacer asesinar a un socio deshonesto. Y es a
causa de sus negocios con ese tramposo que entrega a O a los tratos brutales
de este ltimo, igual que si fuera una de esas chicas que los industriales
entregan a sus clientes principales, despus del caf, para agilizar la firma de
un contrato. La palabra negocios, podredumbre definitiva, envenena con sus
miasmas el Retorno, mientras que en la primera O, la ausencia de estos
negocios colaboraba a la pureza de su clima. Debemos gritar nuestra
indignacin?
Podramos hacerla. Pensemos, por tanto, que el verdadero motivo de la Historia
de O es una ascesis fantica del amor llevada demasiado lejos en la persona de
una mujer por un mtodo de degradacin progresiva, voluntariamente
aceptada por el sujeto y que debera, en buena lgica, desembocar en una
degradacin total de la carne. Pensemos tambin que, en la mstica de la
sumisin, el orgulloso placer de degradar el propio cuerpo es una especie de
debilidad, apenas ms excusable que el placer de los sentidos. Considerando
seriamente el propsito del Retorno, acaso Rage no se mantiene fiel a su
primer designio, que no hace ms que llevar al extremo mediante la
degradacin de la ascesis de su herona, por la vulgarizacin de aquella mujer
poco menos que sublime de la primera historia, despus de la escena del
mochuelo, que ahora recae en una puta a la que se paga con diamantes? El
Retorno es una continuacin de la Historia de O que destruira a la Historia de
estar colocada despus de sta. En cuanto a saber si verdaderamente se trata
de un captulo original omitido, o si es una nueva obra, la narradora nos lo dir,
si lo desea.
Lo que me complace por encima de todo en el Retorno es la introduccin, en la
que, bajo el bello ttulo de Una muchacha enamorada, Pauline Rage se
revela un poco, justo lo necesario como para mostrarse bajo la ms hermosa
luz al contamos cmo, en qu lugares, de qu manera escribi su primer libro.
Admirable Rage! Hay pocos hombres y pocas cosas en Francia a las que ame
yo ms que a esa mujer y a su obra. Completamente fue'"a de moda, como ya
he dicho, hace quince aos, la Historia de O ha servido para crear una moda
que se expande detestablemente hoy en da y que nos obliga a ver aparece
todos los meses, cuatro o cinco novelas pretendidamente erticas, tan
pobres de estilo como de imaginacin. El erotismo no se justifica en literatura
ms que cuando es excepcional, tal como nos lo presenta Rage, tal como
acabamos de encontrarlo muy esotrico, muy lujoso y resplandeciente Chteau
de Cene, que es la obra de uno de los ms puros entre los jvenes poetas de
estos tiempos: Bernard Noel.

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