El corazón de los ahogados
Por Daniel Fopiani
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UN THRILLER ADICTIVO Y EXTREMO QUE NOS RECUERDA EL DEBER DE AYUDAR A LOS DEMÁS
Desde Tombuctú, Doudou y su mujer huyen de la guerra en dirección a Melilla en busca de una vida mejor. Tras múltiples abusos por parte de la policía marroquí y de las mafias que sacan provecho de su desesperación, consiguen subir a una patera. Ella está embarazada y temen morir en el mar, ahogados.
En el pequeño camposanto de la Isla de Alborán, aparece una cabeza mutilada de origen africano, rodeada de gaviotas decapitadas con cabezas de muñecas de porcelana en su lugar. Un islote habitado solo por un reducido destacamento de la Armada española, con el objetivo de preservar el territorio nacional ante la posible llegada de migrantes, vivos o muertos, y de velar por el ecosistema protegido de la zona en colaboración con un biólogo de la Junta de Andalucía.
La sargento Julia Cervantes, Infante de Marina experimentada, es enviada con el contingente que se desplaza a Alborán tras el macabro descubrimiento. En su vida solo quedan su hijo Mario y su madre. Después de varios años, sigue sin poder superar la muerte de su marido.
Durante una terrible tormenta, quedan totalmente incomunicados con el exterior y desde la megafonía del faro comienzan a escuchar una extraña nana: "Diez soldaditos se fueron a cenar; uno se asfixió y quedaron nueve". Cuando empiezan a sucederse los asesinatos, el terror se desata en la isla. Julia debe hallar al culpable si quiere volver sana y salva junto a su hijo pero, ¿hay alguien más en la isla o el asesino se encuentra entre sus camaradas?
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Daniel Fopiani
Daniel Fopiani Román. Sargento Primero de Infantería de Marina y escritor. Ha estado desplegado como jefe de los Equipos Operativos de Seguridad (E.O.S) en el norte de Europa, el golfo Pérsico, el mar Rojo, Turquía, Egipto e Irak. Además de contar con múltiples premios literarios en su haber, fue ganador del Premio Valencia Nova de Narrativa con su primera novela, La Carcoma. Escribe activamente para la revista Zenda, ha trabajado como columnista en varios periódicos de la provincia de Cádiz y ha sido director de la revista cultural RSC durante más de cinco años. Sus anteriores novelas, publicadas en Espasa, son La melodía de la oscuridad (finalista a la mejor novela de Cartagena Negra 2020) y El corazón de los ahogados. www.danielfopiani.com @danielfopiani
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El corazón de los ahogados - Daniel Fopiani
1
Siempre hemos tenido la necesidad de atribuirle al corazón poderes sobrenaturales. Como si fuese poca cosa eso de bombear sangre y transportar oxígeno sin descanso durante ochenta años, lo ponemos en el aprieto de cargar con más responsabilidades a la espalda. Venga, tú mismo, apunta. Vamos a bautizarte como encargado del amor y motor de las buenas obras. Regularás el ánimo y el valor. En tus ratos libres también vas a ser la fuente de las premoniciones, la jaula del alma y el hogar de las emociones. Lástima que esa atmósfera de superstición, misterio y sentimentalismo no tenga nada que ver con el músculo retorcido y sanguinolento que uno se encuentra luego sobre la mesa de autopsia.
El corazón del gorrión, ese de allí, solo tenía que preocuparse por una cosa: mantener la vida del ave a ochocientas revoluciones por minuto. El animal se centraba en sus asuntos de pájaro. Pío, pío, y a su antojo. Si le apetecía piaba. Cuando no, no lo hacía. Así de simple, por complicado que parezca. Y si ahora quiero le doy con el pico a esa piedrecilla de ahí. Un rato. O todo el tiempo del mundo. Un salto por aquí y otro salto por allá. Las imágenes que aún flotaban por su escasa retentiva eran las de las copas de los árboles vistos desde el cielo. Bosque. Verde. Azul. Algunas nubes. La caricia del aire fresco bajo sus alas, el sabor agrio de la última araña capturada en la rama de una encina. ¿Para qué? ¿Para qué preocuparse por los designios del corazón? Solo era un compañero molesto que alborotaba su interior y, además, culpable. Culpable de que tuviese una esperanza de vida para echarse a llorar. No le venía del todo mal al pájaro eso de no saber contar. Invento del demonio los malditos calendarios. Si hubiese levantado una de sus patas rosadas de cuatro dedos flexibles, le habrían sobrado dos uñas para calcular los años de fiesta que le quedaban por delante. Y eso siendo ornioptimistas, claro. Siempre podría ser atacado mucho antes por cualquiera de sus depredadores. Experiencia poco grata la de acabar entre las fauces de una rata o una serpiente.
Pero ¿qué más da todo eso?
Cuando se puede volar.
Al posar sus patas sobre la cornisa del edificio relajó las plumas y analizó con movimientos ligeros de cabeza los alrededores. Parpadeó. Dos o tres veces. Y luego se ensañó con un desconchón de aquella fachada medio derruida. Conste que el tiempo también es algo relativo para estos animales, ya que tienen su propia concepción de la cuarta dimensión. No suelen jugar con las prisas ni los horarios establecidos. En contra de lo que pueda aparentar su acelerado ritmo metabólico, está capacitado para entretenerse durante horas en hacer más grande el desconchado. Hay monjes que aseguran que la felicidad se encuentra en esas pequeñas cosas. Y cuando esta llega, la mayoría de las veces, suele ser efímera.
Por eso el gorrión levantó el pico a los pocos segundos. Sus iris marrones enfocaron y desenfocaron el paisaje, procurando descifrar qué era lo que provocaba ese ruido entre la paz de los árboles.
Varios vehículos de color verde oscuro aparecieron derrapando a cada lado del edificio. Graaack. Freno de mano. Se abrieron todas las puertas de los todoterrenos y varios hombres se bajaron corriendo para superar los metros que los separaban de la vivienda. Formaron una columna táctica junto a la fachada. Dos de aquellos soldados, pertrechados con cascos, chalecos antibalas y uniformes áridos, se quedaron junto a los automóviles, echaron cuerpo a tierra y clavaron el bípode de la ametralladora en la gravilla. Así cubrieron todas las posibles avenidas de aproximación. Objetivo asegurado. De aquí no sale ni entra nadie, por mis muertos.
Era un asalto fuera de lo usual. El hecho de que la casa estuviese retirada del bullicio y el movimiento del centro urbano, en medio del campo, dificultaba enormemente la operación y su efecto sorpresa. El ruido de los vehículos o el roce inevitable de las pisadas que producen diez hombres cargados con munición, armamento, equipos de comunicaciones, visión nocturna, botiquines de primeros auxilios y granadas aturdidoras podía alertar a cualquiera que les estuviese aguardando en el interior del edificio. El escándalo de esos diez corazones golpeando contra las placas balísticas tampoco favorecía el sigilo. Solo quedaba cruzar los dedos y esperar que la unidad fuese más rápida que los que esperaban dentro.
Contenían el aliento formando una fila de fusiles que apuntaban a la vanguardia, la retaguardia y a las alturas de la vivienda en una coreografía perfecta. Cada uno sabía qué posición guardaba en la formación y qué zona de responsabilidad debía asegurar mediante el fuego. Las gotas de sudor resbalaban por el destapado que ofrecían los pasamontañas negros. Ojos atentos, cautelosos ante cualquier amenaza. Los del último soldado de la columna, vuelto de espaldas al resto, eran quizá los menos estimulados.
Todos saben que el retaguardia es el que reúne menos probabilidades de ser abatido en un asalto. Podría estar agradecido. Podría sentirse afortunado si comparase su posición con la de los compañeros que debían entrar primero en el objetivo. Pero no. Las cosas no siempre funcionan así. Yo no me metí en Infantería de Marina para vivir hasta los ciento treinta años, carajo.
Silencio.
Ni los pájaros cantaban en aquella fría mañana en la sierra del Retín.
El gorrión solo miraba. Atento.
Y no: dentro del edificio, tampoco parecía escucharse nada.
Los diez pinganillos de los equipos INVISIO transmitieron a la vez:
—Entramos.
Los dos hombres más adelantados sobrepasaron la puerta descolorida y roída de la entrada. Lascas de pintura verde sobre madera mohosa, blanda, dilatada por la humedad. El primero era el responsable de cubrir la vanguardia. El segundo, de darse la vuelta, desearle buena suerte al tercero con la mirada y descargar su hombro contra el madero. ¡PAM! Con un solo golpe se abrió la entrada y el resto de la formación desapareció en la oscuridad del interior en menos de lo que pestañea un gorrión.
Botas militares pisando escombros. Paredes de ladrillo firmadas con grafitis. Colchones tirados por el suelo, latas de raciones de combate oxidadas y algún que otro mueble capaz de ser la vergüenza de cualquier estercolero. Los ojos de un soldado están preparados para cribar las posibles amenazas en el desorden. Cuando uno entra por primera vez en una habitación, todo es nuevo, se despliegan cientos de estímulos que podrían despistar al cerebro más entrenado. Pero esta gente sabe lo que se hace. El binomio de vanguardia barrió con las bocachas de sus fusiles el frente del pasillo mientras el tercer y cuarto hombre entraban directamente en la sala que se abría a la izquierda.
El resto de la formación quedó unos segundos en el corredor, atenta a cualquier indicio de resistencia dentro de la habitación. Un susurro en todos los equipos de comunicaciones:
—Limpio, salimos.
La fila que esperaba fuera avanzó unos pasos para reservarles los últimos puestos a los compañeros que salían de registrar el dormitorio. Era una manera de repartir las responsabilidades. De turnarse. De compartir en cierto modo la tensión y el estrés que provoca entrar a pecho descubierto en una habitación en la que puede que se encuentre el enemigo agazapado, con el cañón de una escopeta apuntando a la puerta. Como pasar el revólver después de apretar el gatillo en una ruleta rusa.
Unos pasos más adelante tuvieron que volver a dividirse. Un par de soldados entraron en un cuarto de baño con un inodoro hecho pedazos. Como la taza de un matrimonio en disputa. A la otra pareja le tocó una estancia de dudoso uso, con un sofá con las tripas a la vista y un televisor de tubo cubierto por una capa de polvo del grosor del olvido. Mientras limpiaban las habitaciones, el segundo efectivo le hizo una señal al primero de la columna. Se relevaron para dejar el fusil a un lado, colgado en bandolera, y cambiar a la pistola sin perder en ningún momento la seguridad del frente.
Solo quedaba una puerta cerrada al final del pasillo. Todas las salas del edificio tenían ventanas, y lo mejor que podía pasarles era que el enemigo huyese por una de ellas. Cuando el adversario se ve atrapado, agobiado y siente que está perdido, lucha con todo lo que le queda para intentar salvar la vida. Siempre hay que dejarle una vía de escape al que está atrincherado en un recinto, para evitar el combate. En esta operación no pudo ser, pero en el planeamiento de un asalto siempre se estudia la posibilidad de que la unidad vaya helitransportada para acceder al objetivo desde el tejado. La fuerza va presionando a los hostiles hasta que salen huyendo por la planta baja. Ya empezarían a cantar las ametralladoras de los compañeros que tenían la sorpresa preparada en el exterior.
Las bisagras de la puerta estaban a la derecha. Donde se puso el primero de la columna. Abrió mucho los ojos y miró al segundo. Se llevó un dedo a la oreja y asintió levemente con la cabeza. Del interior parecía provenir el ruido de varias pisadas apresuradas.
Están aquí dentro.
Los corazones son trozos de carne pringosos y nudosos. Pero es cierto que en ese momento se convirtieron en algo más que eso. Fueron surtidores de adrenalina. Bombas de miedo. Álbum de fotos.
Clic.
Clic.
Clic, clic, clic.
Quitaron el seguro de sus fusiles. Algunos ya habían preferido desenfundar la nueve milímetros. Portaban fusiles HK-G36K, un modelo recortado del original, reservado solo para E.O.S. * y F.G.N.E. ** Pero, en ocasiones, esos centímetros rebajados del cañón y la culata tampoco eran suficientes para trabajar en espacios tan reducidos.
El hombre de la bisagra alargó la mano, empujó la puerta y se echó a un lado.
Estaba abierta.
Los dos primeros encararon los fusiles para alinear sus ojos con el puntero rojo del visor holográfico. Dieron un paso para entrar en la habitación y se quedaron bloqueados, paralizados, como soldaditos de plástico fundidos en la peana. Algo había llegado rodando por el suelo hasta sus botas.
Una granada.
*
Corazones: bum, bum. Bum, bum. Bum, bum.
—¡Me cago en la puta, estáis todos muertos!
Los miembros del equipo de asalto levantaron la mirada de sus pies. La granada había quedado ridículamente alojada en la esquina del pasillo, entre los escombros, a menos de medio metro de las botas soldadas al suelo del cabo Pereira. Era de juguete.
—Menos mal que lleváis los pasamontañas para tapar esos caretos de idiotas que se os han quedado. Por más que la miréis, no creo que explote.
Ninguno se atrevió a decir nada. Algunos hombros perdieron la tensión y los fusiles comenzaron a caer, apuntando al pavimento.
—Soldado Oneto.
—A la orden, mi sargento.
—¿Acaso no hemos hablado otras veces sobre el efecto piña?
—Sí que lo hemos visto, mi sargento.
—Pues convénceme de que cuando me molesto en adiestrar al equipo y os siento delante de la pizarra, no estáis cada uno en el polvo de la semana pasada.
Oneto enfundó su pistola P-90 en la cartuchera ajustada a su muslo derecho. Se quitó el casco con una mano y con la otra se arrancó esa segunda piel de licra que dejó al descubierto una cabeza despeinada. Una cara sofocada por el calor. Una barba empapada en sudor.
—Si nos apelotonamos demasiado en una zona tan reducida puede ocurrir esto, que una sola explosión cause la baja del equipo completo. Pero si guardamos una distancia prudencial entre hombre y hombre, aumentamos las probabilidades de que en un ataque fortuito quede alguien en pie que pueda repeler la amenaza y evacuar a los heridos —recitó el soldado.
—De puta madre. Para un nueve y medio. Qué fácil es estudiarse el manual de combate en población en el sofá de casa, ¿no?
Algunos compañeros imitaron el gesto de Oneto. Se retiraron el casco y el pasamontañas para recuperar el aliento. Pechos que se inflan y se desinflan entre dos placas reforzadas con grafeno. Corazones que van volviendo a la calma a su debido tiempo. Donde «T» es directamente proporcional a la forma física de cada sujeto.
El cabo Barrachina se envalentonó e intervino.
—El enemigo siempre tiene ventaja, mi sargento. Este tipo de situaciones son muy difíciles de prever. El que está escondido detrás de una puerta siempre tiene las de ganar contra el que entra a ciegas en una habitación.
—¿Y esto lo dices para defender a tu equipo del error que habéis cometido, o para darme la razón?
El cabo se lo pensó durante unos segundos, hasta que recordó que se encontraba en el ejército. Solo existía una respuesta acertada.
—Para darle la razón, mi sargento.
—Si cambiamos esa granada del chino por una de verdad, y el mimetizado árido que llevo puesto por una chilaba, habríais puesto el pasillo hecho un asco con vuestras vísceras. Y yo no tengo ganas de llamar a ninguno de vuestros familiares para decirles que tienen que poner un plato menos en la cena de Nochebuena. ¿Me explico?
—Afirmativo, mi sargento.
Esta vez respondieron todos, pero el lenguaje no verbal siempre es más honesto que el del hocico. Algunos contestaron convencidos de que tenían que mejorar; el resto lo hizo con el tono cansado del que lleva cinco horas barriendo edificios con más de quince kilos sobre los hombros.
Regla de oro de la Infantería de Marina: siempre se puede hacer mejor.
En caso real, hay vidas en juego. Más vale ir preparado.
—Por cierto, Barrachina, que sea la última vez que te veo separar la mano del armamento.
El cabo se hizo el tonto. O realmente no supo en qué momento había apartado su guante negro del fusil. Expresó su confusión con un gesto indeterminado, a medio camino entre un frunce de cejas y una leve inclinación de la cabeza. Una gota de sudor se arrojó al vacío desde la punta de su nariz.
—Cuando has dado la señal para avanzar por el pasillo, ¿no has separado la mano del fusil?
Entonces calló. Pero ¿cómo coño ha podido verme? ¿Es que en el curso de sargento enseñan a espiar a través de las paredes?
—Si el enemigo te sorprende en ese momento, tienes el dedo levantado en el aire, muy lejos del disparador que puede salvar tu vida y la de tus compañeros.
—Es cierto, mi sargento. No volverá a ocurrir.
—Eso espero. Además, tienes que hacerme un último favor.
—Usted dirá.
—Ya sé que llevas poco tiempo en nuestro equipo, pero no viene mal que le expliques a Morillas por qué tiene que colocarse el torniquete en el centro del chaleco antibalas y no donde le salga de los huevos.
El soldado Morillas se miró el pecho de su chaleco balístico, que estaba vacío excepto por el parche de velcro que contenía su apellido y su grupo sanguíneo. El cabo Barrachina comenzó a hablar.
—Debe colocarse el torniquete en un lugar donde pueda alcanzar a cogerlo con ambas manos. Si le aciertan en un brazo y está solo, debe ser capaz de agarrar el torniquete con el que le quede libre para darse asistencia a sí mismo.
—Que no me cuentes historias. Que se lo expliques ahora como se lo tiene que explicar un cabo a un soldado. A ver si ahora me va a tocar ser sargento, cabo y la madre que te parió.
—A la orden.
—En cinco minutos os quiero pertrechados y entrando de nuevo por esa puerta —ordenó Cervantes, mientras señalaba la entrada principal de la vivienda—. A ver si a lo largo de la mañana conseguís entrar en dos habitaciones seguidas sin que acabéis muertos. A lo mejor sois capaces de asaltar dentro de unos meses una residencia de ancianos.
Ni mu. Dieron media vuelta y salieron del edificio. Ahora le tocaba al cabo Barrachina apretar algunas tuercas. Los soldados aprovechaban esos minutos de sermón para encenderse un cigarro y compartirlo entre los fumadores. Sí, mi cabo. Un par de caladas. Sí, mi cabo. Un trago de agua de la Camelbak. Carajo, esto está caliente ya. Sí, mi cabo. Ponte el torniquete en su sitio. El pasamontañas húmedo y frío por el sudor, otra vez en la cara. Casco. Guantes anticortes. Fusil en posición de prevengan.
Y vuelta a empezar.
Cervantes ya se había escondido en otra de las estancias de la vivienda. Después de solicitarlo varias veces mediante petición logística, había conseguido que la unidad de primeros auxilios les apoyase con un muñeco de adiestramiento. Un torso de goma con forma humana y sin extremidades con el que podrían practicar la reanimación cardiopulmonar. Estaba dejando el maniquí sobre una cama de ladrillos rotos cuando algo empezó a vibrarle en el bolsillo derecho del pantalón de campaña. Sacó el teléfono móvil y en la pantalla encontró el conjunto de palabras que menos la apetecía leer en ese momento: alférez Castillos. Volvió a prometerse, una vez más, que en cuanto tuviese un hueco actualizaría la agenda del teléfono.
—A la orden, mi teniente.
—Muy buenas, Julia, ¿cómo va ese ejercicio?
—Bien, todo bien, hasta que usted ha llamado.
Al otro lado de la línea no hubo ninguna respuesta. Algo parecido a un breve carraspeo. Una tos vacilante. Quizá el ruido provocado por una ligera interferencia.
—Espere que salga de aquí, que no le oigo bien. ¡Barrachina!
—A la orden, mi sargento —gritó el cabo desde el interior de una de las habitaciones; no hizo falta contacto visual para que se entendiesen.
—Sal del ejercicio, corrige los errores de tus compañeros. En una de las salas tenéis un regalito. Tengo que atender una llamada.
Cuando Cervantes salió al exterior descubrió que uno de los elementos de seguridad no estaba cubriendo el sector que le correspondía con la ametralladora del 7,62. Tendría un fuego mucho más rasante si hubiese avanzado quince metros más al este. Justo ahí, detrás del arbusto. Habría conseguido ocultación con solo andar un par de pasos más. Es el veneno que discurre por la sangre de los suboficiales de Infantería de Marina. Cualquier fallo, por nimio que parezca, puede poner en riesgo el cumplimiento de la misión; un exceso de celo que siempre persigue al mando como un perro fiel.
Tenía el teléfono descolgado en la mano derecha. Tuvo que contenerse para no soltar un grito y corregir la posición del soldado allí mismo. El sol brillaba en aquella mañana de diciembre, el aire era fresco, reconfortante, cuando se colaba entre los huecos del chaleco balístico. Las hojas de los árboles saludaban desde las alturas, empujadas por la brisa de la sierra del Retín. Un gorrión la observaba desde la cornisa del edificio.
Pero Cervantes estaba a otras cosas.
Ni sol, ni árboles, ni pájaros.
Solo sectores, pólvora y fuego.
Se llevó el teléfono a la oreja.
—¿Me oye ahora, mi teniente?
—Te oigo perfectamente desde el principio de la llamada, Julia.
—Muy bien, pues usted dirá.
—Necesito que te pases por mi oficina cuando vuelvas del ejercicio.
Julia miró el Garmin de su muñeca derecha.
—Sabe que son ya casi las dos de la tarde, ¿no?
—Todo apunta a que hoy echaremos horas extras, sargento. Nada nuevo.
—Pues ya aviso en casa de que hoy tampoco llego a comer. Nada nuevo.
—Ya, es lo que tiene cobrar el complemento de dedicación especial.
—Si pretende convencerme a estas alturas de que con esa calderilla está pagada la disponibilidad veinticuatro horas y los ciento cincuenta días al año que pasamos fuera de casa, mal lo lleva.
—No pretendo convencerte de nada. Solo te recuerdo que si vuelves a llegar tarde a tu casa es porque el Estado y el contribuyente te lo están recompensando en la nómina. —Había algo en la actitud de sus palabras que se acercaba al de las operadoras de telefonía cuando promocionan una oferta: un tono frío, monótono, como si aquello fuese una retahíla grabada a fuego en la escuela de oficiales. —Por cierto. Yo también llego tarde hoy a comer; estamos pringados los dos.
—¿Pringados?
—El coronel quiere verte en su oficina y me ha invitado a que te acompañe.
—¿El gran jefe quiere vernos a los dos?
—Eso parece.
—Supongo que le habrán adelantado algo, mi teniente.
—Nada. Luego en la reunión sabremos de qué va la cosa.
Cervantes agachó la mirada. Un escarabajo luchaba por abrirse paso entre dos briznas de hierba.
—Total, que voy preparando las maletas, ¿no?
—Ah, pero ¿te ha dado tiempo a deshacerlas desde la última vez?
Hacía apenas diez días que había regresado de una operación en el Mediterráneo con el E.O.S. que ahora practicaba primeros auxilios dentro del edificio. En sus veintiún años de servicio no conocía otro destino que los equipos operativos de seguridad. Cada vez que volvía de una misión se prometía que sería la última y que dejaría la punta de vanguardia de una vez por todas. Podía tener la conciencia bien tranquila, sus años de operatividad estaban explotados al máximo. El cuerpo no podría recriminarle nada en absoluto. Que voy ya para los cuarenta, cojones. Cualquiera con su trayectoria y su edad debería estar en una oficina poniendo grapas o en un pañol contando cantimploras. Era como si llegase un tío con unos alicates y le pellizcase el corazón cada vez que se imaginaba en uno de esos destinos al que iban a morir los dinosaurios.
—Lo que hace falta es que encima ande con cachondeítos, mi teniente. Cualquier día voy a entrar por la puerta de mi casa y no voy a recordar dónde están los interruptores de la luz.
—No es la primera vez que oigo esa historia. Me vas a perdonar, pero tengo una reunión con la Plana Mayor en menos de cinco minutos. Te cuelgo. Luego nos vemos.
Julia Cervantes miró la pantalla del teléfono. Los segundos, como latidos de tiempo, se sucedían sin misericordia en esa llamada que aún no se atrevía a colgar. Como si existiese una inútil esperanza de que el teniente le gritase por el altavoz que todo era una broma de mal gusto.
Nada.
Botón rojo.
Teléfono al bolsillo.
Aprovechó para coger del mismo lugar un blíster de pastillas. Rompió la membrana plateada para liberar una de ellas y se la echó en la boca. Le dio un trago a la Camelbak mientras comprobaba que nadie a su alrededor era testigo de sus movimientos. Sacó el Ventolin y consumió dos inhalaciones profundas.
Cuando se llevó las manos a la cintura y levantó la cabeza para mirar el cielo, vio que un pájaro clavaba los ojos en los suyos. Dos diminutas perlas de petróleo enfrentadas a los iris verdes de Cervantes. Dos corazones, viscosos y sangrantes. Uno anclado, atrapado entre las costuras de un uniforme militar. El otro, rodeado de plumas y cielo. Dos corazones, cada uno a su ritmo, pero cumpliendo las mismas funciones. Jaula del alma, responsable del amor, hogar de las emociones. Gobernador de las decisiones.
Uno que levanta las alas y se pierde volando en el infinito celeste de la mañana.
Otro que se queda encadenado a la tierra.
Ahogado en ese icor que destilan las malas premoniciones.
2
El Iveco paró en la avenida de la Flota, una de las vías del Tercio de Armada sin demasiados adornos, transitada únicamente por los carros de combate, los vehículos militarizados que desplazaban a las unidades hasta la zona de maniobras y los coches destinados al relevo de la guardia. El conductor abrió su puerta, apoyó el pie sobre la rueda gigantesca del camión y dio un salto hasta el asfalto. Fue hacia la parte trasera y desbloqueó la compuerta metálica de la caja mientras los pasajeros se levantaban de la bancada. Un par de soldados, probablemente los más modernos, retiraron la lona verde que los protegía del polvo del camino.
—¡Bienvenidos, señores! Ya estamos en casa.
—Eso me gustaría a mí, estar en casa —contestaron desde el interior del camión; podría haber sido cualquiera.
Los mismos hombres que se habían ocupado de subir la lona fueron los que bajaron primero para comenzar a descargar los chalecos y los fusiles que sus compañeros les pasaban desde arriba.
—Bueno, estamos todos sin novedad, ¿no?
—Afirmativo, mi sargento.
—Pues vámonos.
Y otra vez las placas balísticas sobre los hombros, que es cuando de verdad jode, cuando las articulaciones creen que ya se han librado de esa tortura que las estruja contra el suelo. Siempre les quedaba el consuelo de pensar que los caballeros de la mesa redonda tuvieron que tenerlo mucho más feo con la armadura que les tocó llevar. Es cierto que el progreso y el I+D habían contribuido a desarrollar protecciones de guerra algo más modernizadas, pero seguía quedando muy lejos eso de producir chalecos ergonómicos. Es como si la comodidad fuese el último elemento a tener en cuenta en la fabricación del material bélico. «Lo importante es que proteja, soldado. Cuando te silben las balas junto a las orejas verás que te olvidas del peso y de la contractura del cuello».
—Barrachina, forma al equipo en dos columnas, que nos vamos.
Levantaron los chalecos en alto y los dejaron caer sobre sus hombros. Como el que mete la cabeza por una camiseta rígida de doce kilos. El casco en una mano y el fusil en la otra. La jefa delante y los diez hombres detrás, formando dos filas de cinco. Iban en una formación casi perfecta, pero a esas alturas ya se permitían hablar de fútbol, de la última temporada de Juego de tronos y de las tetas del vídeo que había mandado Sánchez al grupo de WhatsApp.
Desde el punto de vista simbólico, el octógono siempre ha representado la transición entre el cuadrado y la curvatura de la esfera. La simbología es un campo que ha envejecido bastante mal y ya nadie repara en estos detalles, pero las ciencias sagradas aplicadas al arte defienden que el cuadrado siempre ha estado relacionado con la Tierra por sus cuatro elementos, o sus cuatro puntos cardinales; la forma circular, por su perfección, sin aristas y al mismo tiempo por su sentido de la globalidad, se ha vinculado al Cielo, a todo lo divino o a la materia primordial del universo. Por lo tanto. Por consiguiente. Así pues, el octógono siempre ha sido considerado por las mentes más ilustradas el puente de unión entre el Cielo y la Tierra.
La plaza de Armas del Tercio de Armada tenía forma octogonal. Bautizada, además, Lope de Figueroa, en memoria de un capitán que logró sobrevivir a cuatro años de cautiverio en una galera. Después de eso sirvió en la batalla de Flandes y en la guerra de la Alpujarra, donde recibió un tiro en la pierna. Cojo y con todos sus achaques fue a la batalla de Lepanto a repartir estocadas y arcabuzazos, inclinando la victoria para los españoles. Bah. Ese tipo de personajes que nadie recuerda cuatrocientos años después. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. Pero si hay algo que no se le puede reprochar a los militares es la memoria y el honor que siempre guardan a los compañeros que dieron su vida por España. A fin de cuentas, el recuerdo es la única herramienta que les queda para cuidarse los unos a los otros.
Envuelta por una alta fachada blanca con dos niveles de arcos de medio punto, la plaza presentaba una arquitectura lineal, ordenada y firme. Las columnas parecían colocadas con una regla milimétrica, alejadas de toda improvisación artística o de cualquier elemento decorativo que pudiese llamar un poco la atención. Todo el protagonismo de color se lo llevaba esa bandera rojigualda que ondeaba en uno de los laterales de la plaza. Parte de esa unión entre la Tierra y el Cielo.
La formación del E.O.S. atravesaba el patio mientras algunos compañeros de otras unidades pasaban por allí vestidos de civil, con la mochila de la ropa sucia a la espalda y la sonrisa de los viernes debajo de la nariz. Es muy probable que en cualquier otro lugar aquella formación de soldados pertrechados y armados hasta las cejas llamase la atención de cualquier mortal. Pero allí dentro no impresionaban a nadie. En el cuartel no eran nada. Si acaso, los pringados que siempre estaban desplegados en zona de operaciones y pegando tiros lejos de la familia.
La Compañía de Seguridad del Tercio del Sur se encontraba en la segunda planta del edificio y eso provocaba una de las situaciones más engorrosas en el
