[go: up one dir, main page]

Explora más de 1,5 millones de audiolibros y libros electrónicos gratis durante días

Al terminar tu prueba, sigue disfrutando por $11.99 al mes. Cancela cuando quieras.

Trece runas
Trece runas
Trece runas
Libro electrónico767 páginas10 horas

Trece runas

Calificación: 3 de 5 estrellas

3/5

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

Un trepidante thriller histórico lleno de aventuras que reúne todos los ingredientes propios del género: rebelión, intriga, complots y bellas damas que esconden oscuros secretos
Escocia, siglo XIX: un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra. Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart- y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia.
La crítica ha dicho...

«Un thriller histórico de los buenos.»

Bild am Sonntag
IdiomaEspañol
EditorialDEBOLSLLO
Fecha de lanzamiento17 sept 2010
ISBN9788499084725
Autor

Michael Peinkofer

Michael Peinkofer (1969) cursó estudios de literatura alemana, historia y ciencias de la comunicación en Munich. Desde 1995 se dedica a la escritura, el periodismo cinematográfico y la traducción. Actualmente vive en la región de Algovia, en el sur de Alemania. Su novela Trece runas, traducida a siete idiomas, ha sido un rotundo éxito de ventas en Alemania y España, y lo ha dado a conocer como uno de los referentes actuales entrelos jóvenes autores europeos de novela histórica, lo que ha propiciado la aparición de su continuación, El legado de las runas. La maldición de Thot, La llama de Alejandría, Las puertas del infierno y La luz de Shambala son los títulos que conforman la serie dedicada a la intrépida arqueóloga victoriana Sarah Kincaid.

Lee más de Michael Peinkofer

Autores relacionados

Relacionado con Trece runas

Libros electrónicos relacionados

Misterio histórico para usted

Ver más

Categorías relacionadas

Comentarios para Trece runas

Calificación: 3.08 de 5 estrellas
3/5

25 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Trece runas - Michael Peinkofer

    Índice

    Cubierta

    Portadilla

    PRÓLOGO

    LIBRO PRIMERO BAJO EL SIGNO DE LA RUNA

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

    LIBRO SEGUNDO EN EL CÍRCULO DE PIEDRAS

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

    12

    13

    14

    15

    TERCER LIBRO LA ESPADA DE LA RUNA

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

    12

    13

    14

    15

    16

    EPÍLOGO

    AGRADECIMIENTOS

    Créditos

    portadilla

    Dedicado a mi esposa Christine

    por su paciencia, amor e inspiración

    PRÓLOGO

    Bannockburn, en el año del Señor de 1314

    La batalla había concluido.

    El cielo estaba sombrío y mate, como un hierro romo que ha perdido todo su brillo. Los pocos jirones de azul que habían podido verse durante el día se habían ocultado bajo espesos velos de nubes, que cubrían de un gris melancólico la depresión de Bannockburn.

    La tierra parecía reflejar la lobreguez del cielo. Un marrón sucio y un amarillo terroso tapizaban las ralas colinas que bordeaban las tierras aluviales. El vasto campo parecía un terreno de labor arado por un campesino para recibir la simiente; pero la semilla que en aquel día se había esparcido en los campos de Bannockburn era la semilla de la muerte.

    Al amanecer se habían encontrado los ejércitos de los ingleses, que bajo el mando del inflexible soberano Eduardo II intentaban una vez más doblegar a los rebeldes escoceses, y el ejército de los príncipes de los clanes y los nobles escoceses, que se habían agrupado bajo el mando del rey Robert I Bruce para librar una última y desesperada batalla por la libertad.

    En las agrestes tierras pantanosas de Bannockburn, se habían enfrentado en una batalla que debía decidir definitivamente el destino de Escocia. Al final, los hombres de Robert se habían impuesto, pero habían tenido que pagar un alto precio por su victoria.

    Una multitud de cuerpos sin vida sembraba el vasto campo; cadáveres tendidos en hoyos fangosos que miraban con ojos ciegos, en un reproche mudo, hacia el cielo en que se alzaban los estandartes desgarrados de los combatientes. El frío viento de la muerte se deslizó por la depresión, y como si la naturaleza tuviera compasión de la miseria de los hombres, una niebla ligera se levantó y se extendió, pálida como un sudario, sobre el pavoroso escenario.

    Solo aquí y allá se movían todavía algunos: heridos y mutilados, en los que apenas quedaba un resto de vida, que trataban de llamar la atención hacia sí con roncos gritos de auxilio.

    Las ruedas de la carreta de bueyes que se bamboleaba avanzando a través del viscoso cenagal del campo de batalla chirriaban suavemente. Un grupo de monjes había salido para rescatar a los heridos de entre los cuerpos ensangrentados. De vez en cuando los religiosos se detenían, pero, en la mayoría de los casos, lo único que podían hacer era prestar un último socorro a los moribundos con sus oraciones.

    Los monjes no eran los únicos que deambulaban por el campo de batalla de Bannockburn en aquella hora sombría. Saliendo de la espesa niebla, en el lugar donde las hondonadas empezaban ya a cubrirse de sombras, surgían de entre la maleza unas figuras harapientas que no sentían ningún respeto ante la muerte y que, forzadas por la pobreza, se apoderaban de lo que los caídos habían dejado en la tierra: desvalijadores de cadáveres y ladrones, que seguían a la batalla como los carroñeros a la manada.

    Silenciosamente, se deslizaban entre los raquíticos matorrales y avanzaban reptando como insectos sobre el suelo, para caer sobre los muertos y robarles sus posesiones. Aquí y allá estallaban peleas por la posesión de una espada en buen estado o de un arco, y no era raro que los ladrones desenvainaran sus hojas melladas para dirimir sus diferencias.

    Dos de ellos peleaban por la capa de seda que un noble inglés había llevado en la batalla. El caballero ya no la necesitaría; el hacha de un escocés le había partido el cráneo. Mientras los ladrones se disputaban la valiosa propiedad, de repente, justo ante ellos, una figura oscura surgió de la niebla.

    Era una mujer anciana, de baja estatura, que caminaba encorvada. Sin embargo, la imagen que ofrecía, con su manto negro de lana basta y el largo cabello blanco como la nieve, inspiraba temor. Los ojos entornados de la vieja les miraban fijamente desde unas órbitas hundidas, y la delgada nariz aguileña parecía dividir en dos mitades sus rasgos surcados de arrugas.

    «Kala», sisearon los ladrones, atemorizados; en un abrir y cerrar de ojos la pelea por la capa quedó zanjada. Sin encomendarse a Dios ni al diablo, los desvalijadores dejaron atrás la valiosa prenda y huyeron en la niebla, que ascendía cada vez más densa.

    La anciana los siguió con una mirada despreciativa. No sentía ninguna simpatía por los que perturbaban la paz de los muertos, por más que fuera solo la lucha por la supervivencia lo que impulsaba a la mayoría de ellos. Con sus vivos ojos de un azul acuoso, la anciana miró alrededor y espió a través de la cortina de niebla las siluetas fantasmales de los monjes que se ocupaban de los heridos.

    Un gruñido hosco surgió de su garganta.

    Monjes. Los representantes del nuevo orden.

    Su número aumentaba sin cesar en esos días, por todas partes los conventos surgían como setas. Hacía tiempo que la antigua fe había sido sustituida por la nueva, que se había revelado más fuerte y poderosa. Los representantes del nuevo orden habían mantenido parte de la antigua tradición. Otra, sin embargo, conservada durante generaciones, amenazaba ahora con caer en el olvido.

    Como ocurría en ese día.

    Ninguno de los monjes sabía realmente qué había sucedido en el campo de batalla de Bannockburn. Solo veían lo que era evidente. Lo que recordaría la historia.

    La anciana caminó lentamente por el campo sembrado de cadáveres, sobre el suelo empapado de sangre. Cuerpos mutilados y miembros amputados jalonaban su camino, espadas sin dueño y pedazos de armadura manchados de sangre y suciedad. Los cuervos, que se regalaban con los cadáveres de los caídos, aletearon lanzando chillidos cuando se acercó.

    Kala los contempló con indiferencia.

    Había vivido y visto demasiado para sentir todavía un horror auténtico. Había podido ver cómo su tierra era sometida por los ingleses y caía bajo su yugo cruel; había vivido el hundimiento de su mundo. La sangre y la guerra habían sido los asiduos acompañantes de su vida, y en el fondo de su ser experimentaba una sensación de secreto triunfo por la derrota aniquiladora que habían sufrido los ingleses. Aunque el precio había sido alto. Más alto de lo que pudiera imaginar ninguno de los monjes o cualquier otro mortal.

    La anciana llegó al centro del campo de batalla. En el lugar donde se habían desarrollado los combates más encarnizados y el rey Robert, junto con los clanes del oeste y su jefe Angus Og, había cargado con el peso principal en el ataque, los cuerpos de los caídos se acumulaban en mayor número que en cualquier otro lugar del campo. Cadáveres erizados de flechas cubrían el suelo, y aquí y allá se retorcían aún los heridos que habían tenido la dudosa suerte de escapar, por el momento, a una muerte más misericordiosa.

    La vieja Kala no les prestó atención. Había ido hasta allí por una sola razón: para asegurarse con sus propios ojos de que se había cumplido lo que las runas le habían transmitido.

    Con un gesto enérgico apartó a un lado su cabellera blanca, que el frío viento le lanzaba una y otra vez a la cara. Sus ojos, que, a pesar de los años, no habían perdido ni un ápice de su agudeza, miraron hacia el lugar donde había estado Robert I Bruce.

    Allí no había caídos.

    Como en el ojo del huracán, donde no se agita ni un soplo de aire, el suelo sobre el que había combatido el rey había permanecido intacto. No había ningún cadáver en el interior del círculo que el rey había defendido, como si durante la batalla Bruce hubiera estado situado tras un muro invisible.

    La vieja Kala conocía la razón. Estaba enterada del pacto que se había cerrado, y de la esperanza vinculada a él. Una esperanza engañosa, que invocaba de nuevo a los espíritus del tiempo antiguo.

    En la incipiente oscuridad, la anciana llegó a la superficie libre y pisó el círculo que no había tocado ningún pie enemigo. Y allí la vio.

    Las runas no habían mentido.

    La espada de Bruce, el arma con la que el rey había combatido a los ingleses y los había derrotado, permanecía en el campo.

    Allí yacía sin dueño, clavada en el centro del círculo, en el cieno blando que ya se disponía a tragarla. Las últimas luces del día hicieron brillar débilmente el signo labrado en la hoja plana de la espada, un signo de una época antigua, pagana, y de un gran poder destructor.

    —Lo ha hecho —murmuró Kala en voz baja, aliviada, sintiendo que se deshacía de la carga que la había atormentado durante los últimos meses y años.

    Durante un breve tiempo, los partidarios del orden antiguo habían conseguido atraer al rey a su lado. Ellos habían hecho posible la victoria de Robert en el campo de batalla de Bannockburn. Pero, al final, el rey se había apartado de ellos.

    —Ha dejado la espada —dijo la mujer de las runas en voz baja—. Con esto, todo ha quedado decidido. El sacrificio no ha sido inútil.

    Por más que al final de ese día el rey y los suyos celebraran su éxito y disfrutaran del fruto de su victoria, esta no sería duradera. El triunfo en los campos de Bannockburn llevaba en sí el germen de la derrota. Pronto el país se desintegraría de nuevo y se hundiría en el caos y la guerra. Y sin embargo, aquel día se había logrado una victoria significativa.

    Kala se acercó respetuosamente a la espada. Incluso ahora, cuando no tenía ya un propietario, una gran fuerza parecía irradiar aún de ella. Una fuerza que podía ser utilizada tanto para el bien como para el mal.

    Durante mucho tiempo esa hoja había determinado el destino del pueblo escocés. Pero ahora, después de haber sido traicionada por los poderosos, había perdido todo su brillo. Había llegado el momento de devolver la espada al lugar de donde procedía y liberarla del hechizo.

    El combate por el destino de Escocia estaba decidido, tal como habían predicho las runas. La historia no recordaría lo que en realidad había ocurrido en ese día, y los pocos que lo sabían pronto habrían dejado de existir.

    Pero Kala ignoraba que las runas no se lo habían contado todo.

    LIBRO PRIMERO

    BAJO EL SIGNO DE LA RUNA

    1

    Archivo de la abadía de Dryburgh, Kelso, mayo de 1822

    En la antigua sala reinaba un silencio absoluto, un silencio de siglos pasados que inspiraba respeto y cautivaba a todo aquel que entraba en la biblioteca de la abadía de Dryburgh.

    La abadía propiamente dicha ya no existía; en el año 1544 los ingleses, bajo el mando de Somerset, habían arrasado sus venerables muros. Sin embargo, algunos arrojados monjes de la orden premonstratense habían conseguido salvar la mayor parte de la biblioteca del monasterio y la habían trasladado a un lugar desconocido. Hacía unos cien años, los libros habían sido descubiertos de nuevo, y el primer duque de Roxburghe, conocido mecenas del arte y la cultura, se había preocupado de que la biblioteca de Dryburgh encontrara un nuevo alojamiento en las inmediaciones de Kelso: en un antiguo almacén de grano construido en ladrillo, bajo cuyo alto techo se encontraban depositados desde entonces los innumerables infolios, volúmenes y rollos de escritura salvados de la destrucción.

    Aquí se conservaban los conocimientos acumulados durante siglos: copias y traducciones de antiguos registros que habían sobrevivido a las épocas oscuras, crónicas y anales medievales en los que se habían fijado los hechos de los monarcas. En la biblioteca de Kelso, sobre el pergamino y el papel quebradizo maltratados por el tiempo, la historia aún permanecía viva, y quien se sumergía en ella en este lugar se sentía penetrado por el hálito del pasado.

    Ese era precisamente el motivo de que a Jonathan Milton le gustara tanto la biblioteca. Ya desde muchacho, el pasado había ejercido una atracción particular sobre él, y se había interesado mucho más por las historias que su abuelo le contaba sobre la antigua Escocia y los clanes de las Highlands que por las guerras y los déspotas de sus propios días. Jonathan estaba convencido de que los hombres podían aprender de la historia, pero para eso debían tomar conciencia del pasado. Y un lugar como la biblioteca de Dryburgh, que estaba impregnada de él, invitaba realmente a hacerlo.

    Para el joven, que cursaba estudios de historia en la Universidad de Edimburgo, poder trabajar en este lugar era como un regalo. Su corazón palpitó con fuerza mientras cogía el grueso infolio del estante, y sin preocuparse por la nube de polvo que se levantó haciéndole toser, apretó el libro, que debía de pesar unos quince kilos, contra su cuerpo como una preciosa posesión. Luego cogió la palmatoria y bajó por la estrecha escalera de caracol hasta el piso inferior, donde se encontraban las mesas de lectura.

    Con cuidado depositó el infolio sobre la maciza mesa de roble y se sentó para examinarlo. Jonathan estaba ansioso por conocer qué tesoros de otros tiempos descubriría.

    Se decía que muchos de los escritos de la biblioteca no habían sido aún revisados y catalogados. Los pocos monjes que el monasterio había destinado para que se encargaran de los fondos no daban abasto, de modo que en los estantes cubiertos de polvo y de gruesas telarañas aún podían descansar algunas perlas ocultas. Solo la idea de descubrir una de estas joyas hacía que el corazón de Jonathan se acelerara.

    Sin embargo, él no estaba allí para enriquecer las ciencias de la historia con nuevos conocimientos. Su auténtica tarea consistía en realizar algunas sencillas indagaciones, una actividad bastante aburrida, aunque debía reconocer que estaba bien pagada. Además, Jonathan tenía el honor de trabajar para sir Walter Scott, un hombre que constituía un ejemplo luminoso para muchos jóvenes escoceses.

    No era solo que sir Walter, que residía en la cercana mansión de Abbotsford, fuera un novelista de éxito cuyas obras se leían tanto en los aposentos de los artesanos como en los salones de las casas señoriales, sino que era también un escocés de cuerpo entero. A su intercesión y su influencia ante la Corona británica debía agradecerse que muchos usos y costumbres escoceses, que a través de los siglos habían sido objeto de mofa, progresivamente volvieran a tolerarse. Más aún, en algunos círculos de la sociedad británica podía decirse que lo escocés estaba de moda, y recientemente incluso se consideraba elegante adornarse con el kilt y el tartán.

    Para alimentar con nuevo material la casa editorial que sir Walter, junto con su amigo James Ballantyne, había fundado en Edimburgo, el escritor trabajaba literalmente día y noche, y generalmente en varias novelas al mismo tiempo. Para ayudarlo en su trabajo, Scott traía de Edimburgo a jóvenes estudiantes que se alojaban en su propiedad rural e investigaban algunos detalles históricos. La biblioteca de Dryburgh, que se encontraba en Kelso, a unos veinte kilómetros de la residencia de Scott, ofrecía unas condiciones ideales para ello.

    A través de un amigo de su padre, con el que sir Walter había estudiado en sus años de juventud en la Universidad de Edimburgo, Jonathan había conseguido aquel puesto de meritorio. Y el enjuto joven, que llevaba el cabello anudado en una corta trenza, se consolaba sin dificultad a pesar de la naturaleza más bien tediosa de su trabajo —centrado en áridas investigaciones más que en la búsqueda de crónicas desaparecidas y antiguos palimpsestos—, pensando en que gracias a él tenía la posibilidad de pasar el tiempo en este lugar donde convivían el pasado y el presente. A veces, Jonathan permanecía allí sentado hasta avanzada la noche y perdía por completo la noción del tiempo, enfrascado en el examen de viejas cartas y documentos.

    Eso hacía también esa noche.

    Durante todo el día, había investigado y recogido material: asientos en anales, relatos de gobernantes, crónicas conventuales y otros apuntes que podían ser de utilidad para sir Walter en la redacción de su última novela.

    Jonathan había copiado concienzudamente todos los datos y hechos significativos en el libro de notas que sir Walter le había dado. Pero una vez hecho el trabajo, volvió a dedicarse a sus propios estudios y se dirigió a la parte de la biblioteca que despertaba realmente su interés: las recopilaciones de escritos encuadernadas en cuero antiguo que se encontraban almacenadas en el piso superior y que en buena parte todavía no habían sido examinadas.

    Como había podido constatar, entre ellas se encontraban pergaminos de los siglos XII y XIII: documentos, cartas y fragmentos de una época cuya investigación se había apoyado principalmente hasta ese momento en fuentes inglesas. Si conseguía dar con una fuente escocesa aún desconocida, aquello constituiría un hallazgo científico, y su nombre estaría en boca de todos en Edimburgo…

    Animado por esta ambición, el joven estudiante invertía cada minuto libre en investigar por su cuenta en los fondos de la biblioteca. Estaba seguro de que ni sir Walter ni el abad Andrew, el administrador del archivo, tendrían inconveniente alguno en que lo hiciera, siempre que llevara a cabo su tarea puntualmente y de forma concienzuda.

    A la luz de la vela, que sumergía la mesa en una luz cálida y vacilante, Jonathan estudiaba ahora una recopilación de textos con una antigüedad de siglos —fragmentos de anales que habían redactado los monjes del monasterio de Melrose, pero también documentos y cartas, relaciones de impuestos y otros escritos de este tipo—. El latín en que se habían conservado estos fragmentos ya no era la lengua culta de un César o un Cicerón, como el que se estudiaba actualmente en las escuelas; la mayoría de los redactores habían utilizado una lengua que recordaba solo vagamente a la de los clásicos. La ventaja era que Jonathan no tenía ninguna dificultad en traducirla.

    El pergamino de los fragmentos era acartonado y quebradizo, y en muchos lugares la tinta era casi ilegible. El agitado pasado de la biblioteca y el largo período de tiempo durante el cual los libros habían permanecido almacenados en cuevas ocultas y sótanos húmedos no habían tenido precisamente un efecto beneficioso sobre su estado de conservación. Los infolios y los rollos de escritura estaban empezando a descomponerse, y examinar su contenido y conservarlo para la posteridad debía ser el objetivo de cualquier persona interesada en la historia.

    Jonathan estudió con atención los textos, página a página. Se mencionaban donaciones de la nobleza a sus vasallos, tributos satisfechos por los campesinos, y encontró una lista completa de los abades de Melrose. Todo aquello era interesante, pero de ningún modo sensacional.

    Sin embargo, de pronto Jonathan descubrió algo que atrajo su atención. Mientras hojeaba los textos, se dio cuenta de que el aspecto y la forma de las anotaciones cambiaba. Lo que tenía ahora ante sí no eran cartas ni documentos. De hecho le resultaba difícil determinar el objetivo original del fragmento, ya que daba la sensación de haber sido arrancado de un conjunto más extenso; posiblemente de una crónica o de un antiguo registro conventual.

    La caligrafía y el trazo de los caracteres escritos con pincel se diferenciaban radicalmente de los de las páginas anteriores. Además, el pergamino parecía ser más fino y tener un poro más grueso, lo que indicaba una datación considerablemente más antigua que la de los demás textos.

    ¿De dónde podía proceder este escrito?

    ¿Y por qué lo habían arrancado del volumen original?

    Si alguno de los monjes que administraban la biblioteca hubiera estado cerca, Jonathan se lo habría preguntado; pero a aquella hora tardía el abad Andrew y sus hermanos de congregación ya se habían retirado a la oración y la clausura. Los monjes se habían acostumbrado a que Jonathan se pasara el día enfrascado en la contemplación de las reliquias del pasado, y como el estudiante gozaba de la plena confianza de sir Walter, le habían dejado una llave que le permitía visitar la biblioteca siempre que quería.

    Jonathan sintió que los cabellos se le erizaban en la nuca. A él solo correspondía, pues, resolver aquel enigma, surgido de forma tan inesperada.

    A la luz oscilante de la vela, empezó a leer.

    Le resultó bastante más difícil que con los demás fragmentos; por una parte, porque la página estaba mucho más deteriorada, pero también porque el redactor había utilizado un latín muy extraño, en el que se mezclaban conceptos de una lengua extranjera.

    Por lo que Jonathan pudo descubrir, la hoja no debía de formar parte de una crónica. A juzgar por las fórmulas utilizadas —se hablaba repetidamente de «altos señores»—, debía de tratarse de una carta, pero en tal caso el estilo era muy poco habitual.

    —Tal vez un informe —murmuró Jonathan para sí, pensativo—. Un informe de un vasallo a un lord o un rey…

    Con curiosidad detectivesca siguió leyendo. Su ambición le impulsaba a descubrir a quién había sido dirigido en otro tiempo ese escrito y de qué se hablaba concretamente en el texto. Para investigar el pasado no solo se requerían unos sólidos conocimientos históricos, sino también una buena dosis de curiosidad. Y Jonathan poseía ambas cosas.

    Descifrar la carta resultó ser una tarea desalentadora. Aunque Jonathan había acumulado ya alguna experiencia en la lectura y la interpretación de notas en las que se mezclaban abreviaturas y enigmas, solo pudo avanzar unas líneas. Su latín escolar le dejaba vergonzosamente en la estacada cuando trataba de seguir los tortuosos caminos que había recorrido el autor del texto.

    De todos modos, algunas palabras despertaron su atención. Se hablaba una y otra vez del «papa sancto» —¿una referencia al Santo Padre de Roma?—, y en varios lugares aparecían las palabras gladius y rex, las denominaciones latinas para «espada» y «rey».

    Además, Jonathan tropezaba continuamente con conceptos que no podía traducir porque, sin duda alguna, no procedían de la lengua latina, ni siquiera en su forma modificada. Supuso que se trataba de inclusiones del gaélico o del picto, que en la Alta Edad Media aún estaban muy extendidos.

    Como explicaba sir Walter, algunos viejos escoceses seguían utilizando esas lenguas arcaicas, durante mucho tiempo prohibidas. ¿Y si copiaba la página y la mostraba a uno de esos hombres?

    Jonathan sacudió la cabeza.

    Con esa única página no llegaría muy lejos. Tenía que encontrar el resto del informe, que estaría escondido en alguna parte en las polvorientas entrañas de la antigua biblioteca.

    Pensativamente cogió la palmatoria. En el resplandor oscilante que difundía la llama, miró alrededor. Y al hacerlo, sintió que su pulso se aceleraba. La sensación de encontrarse tras la pista de un verdadero secreto le llenó de euforia. Las palabras que había descifrado no se le iban de la mente. ¿Se trataría realmente de un informe? ¿Quizá del mensaje de un legado papal? ¿Qué podían tener que ver con aquello un rey y una espada? ¿Y de qué rey podía tratarse?

    Su mirada se deslizó hacia arriba, en dirección a la balaustrada tras la que se dibujaban espectralmente las estanterías del piso superior. De allí procedía el volumen en el que había descubierto el fragmento. Posiblemente allí encontraría también el resto.

    Jonathan tenía claro que las posibilidades eran más bien escasas, pero al menos quería intentarlo. Concentrado en su tarea, había perdido por completo la noción del tiempo; ni siquiera se había dado cuenta de que hacía rato que había pasado la medianoche. Subía ya apresuradamente los peldaños de la escalera de caracol, cuando un ruido le sobresaltó. Una palpitación sorda e intensa.

    La maciza puerta de roble de la biblioteca se había abierto y se había cerrado de nuevo.

    Asustado, Jonathan lanzó un grito. Mantuvo la vela ante sí para iluminar el espacio bajo la balaustrada, porque quería ver quién era el visitante nocturno; pero el resplandor de la vela no alcanzaba tan lejos y se perdía en la polvorienta negrura.

    —¿Quién va? —preguntó entonces en voz alta.

    No recibió respuesta.

    En cambio, oyó un ruido de pasos. Unos pasos suaves y medidos, que se acercaban avanzando sobre el frío suelo de ladrillo.

    —¿Quién va? —preguntó de nuevo el estudiante—. ¿Es usted, abad Andrew?

    Tampoco esta vez recibió respuesta, y Jonathan sintió que a su innata curiosidad se unía ahora una vaga sensación de miedo. Apagó la vela, entrecerró los ojos, y en la penumbra de la biblioteca, iluminada ahora solo por la tenue luz de la luna que caía en hebras finas a través de las sucias ventanas, se esforzó en distinguir algo.

    Los pasos, mientras tanto, se acercaban inexorablemente; en la penumbra el estudiante pudo reconocer una figura fantasmal.

    —¿Quién… quién es usted? —preguntó asustado. Pero no obtuvo respuesta.

    La figura, que llevaba una capa amplia y ondulante con capucha, ni siquiera miró en su dirección. Imperturbable, pasó ante las pesadas mesas de roble y siguió hacia la escalera que conducía a la balaustrada.

    Jonathan retrocedió instintivamente, y de pronto sintió un sudor frío en la frente.

    La madera de los escalones crujió cuando la espectral figura colocó el pie sobre ellos. Lentamente subió la escalera; con cada paso que daba, Jonathan retrocedía un poco más.

    —Por favor —imploró en voz baja—. ¿Quién es usted? Dígame quién es…

    La figura alcanzó el extremo superior de la escalera, y Jonathan pudo ver su rostro en el momento en que cruzó uno de los pálidos rayos de luna.

    El encapuchado no tenía rostro.

    Jonathan contempló, aterrorizado, los rasgos inmóviles de una máscara; una mirada fría brillaba tras las rendijas de los ojos.

    El joven se estremeció. ¡Quien vestía un atuendo tan lúgubre y ocultaba además el rostro tras una máscara por fuerza tenía que abrigar intenciones perversas!

    Precipitadamente dio media vuelta y salió corriendo. No podía bajar por la escalera, porque la siniestra figura le cerraba el paso; de modo que corrió en la dirección opuesta a lo largo de la balaustrada y se metió por uno de los pasillos que se abrían entre las estanterías de libros.

    El pánico le dominaba. De pronto, los antiguos libros y registros no le ofrecían ya ningún consuelo. Todo lo que quería era escapar. Pero al cabo de unos pasos, su huida llegó al final.

    El pasillo acababa ante una pared maciza de ladrillo. Jonathan comprendió que había cometido un grave error. Dio media vuelta para enmendarlo… y constató que ya era demasiado tarde.

    El encapuchado se encontraba al extremo del pasillo. En la tenue luz de la biblioteca, tan solo se distinguía su silueta, lúgubre y amenazadora, cerrándole el paso.

    —¿Qué quiere? —preguntó Jonathan de nuevo, sin esperar realmente una respuesta.

    Sus ojos, dilatados por el pánico, buscaron una salida que no existía. Rodeado por tres altas paredes, se encontraba indefenso, a merced del fantasma.

    La figura se acercó. Jonathan retrocedió hasta tropezar con el frío ladrillo. Temblando de miedo, se apretó contra la pared; sus uñas engarfiadas se aferraron con tal fuerza a los ásperos resaltes de los ladrillos que de sus dedos brotó sangre. Podía sentir la frialdad que emanaba de la siniestra figura. Cubriéndose la cara con las manos en un gesto defensivo, se dejó caer y empezó a sollozar suavemente, mientras el enmascarado se aproximaba.

    La capa del encapuchado se hinchó y la oscuridad cayó sobre Jonathan Milton, negra y sombría como la noche.

    2

    A primera hora de la mañana, un mensajero golpeó a la puerta de Abbotsford.

    A sir Walter Scott, el dueño de la soberbia propiedad que se extendía a orillas del Tweed, le gustaba describir su residencia como un «romance de piedra y mortero», una imagen que encajaba a la perfección con Abbotsford; en el interior de los muros de arenisca marrón, en las galerías y en los pináculos que se elevaban en las esquinas y sobre los portales de la residencia, el tiempo parecía haberse detenido, como si el pasado sobre el que sir Walter escribía en sus novelas siguiera vivo.

    A esa hora, cuando el sol aún no había salido y la niebla subía del río, Abbotsford ofrecía una imagen más siniestra que acogedora. Pero el mensajero, que había desmontado de su caballo y martilleaba ahora enérgicamente la pesada puerta de madera con el puño, tenía que transmitir al señor de Abbotsford una noticia demasiado urgente para fijarse en ello.

    La madera retumbó sordamente bajo los golpes del correo, y no tardaron en oírse al otro lado unos pasos que crujían sobre la grava.

    El cerrojo de la mirilla se deslizó a un lado y apareció un rostro gruñón que debía de pertenecer al mayordomo de la casa. En su cara, curtida por la intemperie y enmarcada por un cabello gris ondulado, sobresalía una roja nariz aguileña.

    —¿Quién eres y qué deseas a estas horas intempestivas? —preguntó el mayordomo en tono arisco.

    —Me envía el sheriff de Kelso —replicó el mensajero, y mostró el sello que llevaba consigo—. Tengo una noticia urgente que transmitir al señor de la casa.

    —¿Una noticia para sir Scott? ¿A estas horas? ¿No puede esperar al menos a que salga el sol? Su señoría todavía está acostado, y no me gustaría despertarle. Bastante poco duerme ya estos días.

    —Por favor —replicó el otro—, es urgente. Ha ocurrido algo. Un accidente.

    El mayordomo le dirigió una mirada escrutadora. Al parecer, el tono apremiante del mensajero había acabado por convencerle de que el asunto no admitía demora, porque al final descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

    —Bien, pasa. Pero te lo advierto, joven amigo, si interrumpes el sueño de sir Walter por una nadería, te aseguro que te arrepentirás.

    El mensajero inclinó la cabeza humildemente. Dejó el caballo ante el portal y siguió al mayordomo a través de la galería que bordeaba el jardín hasta la casa señorial.

    En el edificio principal, el mayordomo indicó al mensajero que aguardara en el vestíbulo. Impresionado por la suntuosidad gótica y la antigua elegancia del lugar, el mozo permaneció allí esperando, mientras el otro se alejaba para ir a buscar al señor de la casa.

    El vestíbulo de Abbotsford House parecía surgido de otra época. Armaduras y armas antiguas se alineaban a lo largo de las paredes de piedra, decoradas también con pinturas y tapices que daban cuenta del glorioso pasado de Escocia. El alto techo, forrado, como en épocas antiguas, de madera, producía al visitante la impresión de encontrarse en la sala de ceremonias de un castillo. Por encima de la chimenea de piedra, que ocupaba la parte frontal de la sala, destacaba el escudo de armas de los Scott, rodeado de los colores de tartán del clan.

    De una puerta que se encontraba a la derecha de la chimenea surgió inesperadamente un hombre que debía de rondar los cincuenta años. El recién llegado, con una estatura aproximada de metro ochenta, tenía una planta realmente impresionante. Llevaba el cabello, corto y cano, peinado hacia delante, y su rostro, en armonía con su fornida complexión, era de rasgos marcados y de una robustez campesina poco habitual entre los señores nobles. Unos ojos despiertos y atentos, a los que parecía no escapar nada, desmentían, sin embargo, cualquier impresión de tosquedad.

    A pesar de la hora temprana, el hombre iba vestido como un perfecto gentleman; sobre los pantalones grises de corte ajustado, llevaba una camisa blanca y una chaqueta verde. Cuando se acercó al mensajero, este pudo constatar que cojeaba ligeramente.

    No había duda: aquel era Walter Scott, el señor de Abbotsford.

    Aunque el mensajero nunca había visto a Scott en persona, había oído hablar de su impresionante apariencia, y también de aquella disminución física, que procedía de sus días de infancia.

    El aire despejado de Scott parecía confirmar lo que se comentaba a hurtadillas: que el señor de Abbotsford apenas encontraba tiempo para el sueño y pasaba día y noche en su estudio escribiendo sus novelas.

    —Sir —dijo el mensajero, y se inclinó cuando el señor de la casa llegó ante él—. Perdone esta intrusión a una hora tan temprana.

    —Está bien, hijo —dijo sir Walter, y una sonrisa juvenil iluminó sus rudos rasgos—. Aún no me había ido a la cama, y por lo que parece, no creo que hoy vaya a hacerlo ya. Mi fiel Mortimer me ha dicho que tenías un mensaje para mí. ¿Del sheriff de Kelso?

    —Exacto, sir —confirmó el mensajero—, y lamento que no sea una buena noticia. Se trata de su estudiante, Jonathan Milton…

    Una sonrisa de complicidad se dibujó en el rostro de sir Walter.

    —El bueno de Jonathan, sí. ¿Qué le ha ocurrido ahora? ¿Ha olvidado la hora, llevado por su celo, y se ha dormido entre infolios y viejos documentos?

    Esperaba que el mensajero respondiera, al menos, a su sonrisa; pero el rostro del hombre permaneció serio.

    —Temo que es peor que eso, sir —dijo en voz baja—. Ha habido un accidente.

    —¿Un accidente? —Sir Walter levantó las cejas.

    —Sí, sir. Una desgracia espantosa. Su estudiante, Jonathan Milton, ha muerto.

    —¿Que… que ha muerto? ¿Jonathan ha muerto? —se oyó decir sir Walter a sí mismo. Tenía la sensación de que un extraño pronunciaba las palabras; era incapaz de creer lo que oía.

    El mensajero asintió con la cabeza, consternado. Tras una pausa que se hizo interminable, continuó:

    —Lamento mucho tener que transmitirle esta noticia, sir; pero el sheriff quería que fuera informado cuanto antes.

    —Naturalmente —dijo sir Walter, que tenía que esforzarse para conservar su aplomo—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y dónde? —quiso saber.

    —En la biblioteca, sir. Por lo visto, el joven señor se quedó allí hasta muy tarde para estudiar. Parece que cayó por la escalera.

    El espanto de sir Walter se tiñó al momento de un sentimiento de culpa. Jonathan había ido a Kelso por encargo suyo, había investigado para él en la antigua biblioteca. De modo que tenía al menos parte de responsabilidad en lo ocurrido.

    —Iré enseguida a Kelso —informó decidido.

    —¿Por qué, sir?

    —Porque debo ir —dijo sir Walter apesadumbrado—. Es lo menos que puedo hacer por Jonathan.

    —No lo haga, sir.

    —¿Por qué no?

    —El sheriff de Kelso se está ocupando de las investigaciones, y a su debido tiempo le informará de todo. Pero… no vaya a ver el cadáver. Es una visión horrible, sir. No debería…

    —Tonterías —le interrumpió sir Walter bruscamente—. Yo mismo fui sheriff durante bastante tiempo y sé qué me espera. ¿Qué clase de maestro sería si no fuera a informarme sobre las circunstancias de la muerte de Jonathan?

    —Pero sir…

    —Basta —le ordenó sir Walter secamente. El mensajero no tuvo más remedio que inclinarse y retirarse, aunque intuía que a su superior, el sheriff de Kelso, no le alegraría demasiado la visita de sir Walter.

    La localidad de Kelso estaba situada a unos veinte kilómetros de Abbotsford. La mayor parte de Kelso formaba parte del patrimonio del duque de Roxburghe, cuyo antecesor había erigido unos cien años atrás un castillo a orillas del Tweed en el que la familia residía desde entonces. Junto con las localidades de Selkirk y Melrose, Kelso formaba un triángulo que a Scott le gustaba describir como «su tierra»: colinas y bosques atravesados por las tranquilas aguas del Tweed, que representaban para él la quintaesencia de su patria escocesa. Sir Walter consideraba Kelso como el pueblo más romántico de la comarca, un lugar donde aún parecía seguir vivo gran parte del espíritu de la antigua Escocia que tanto le gustaba evocar en sus novelas.

    Algunos días, Scott se hacía llevar a Kelso por su cochero, para pasear entre los antiguos edificios de piedra a orillas del Tweed y dejarse inspirar por la atmósfera del pasado. Esa mañana, sin embargo, el camino a Kelso era para él mucho más amargo.

    Sir Walter había puesto rápidamente a los miembros de la casa al corriente del terrible incidente. Lady Charlotte, su bondadosa esposa, había estallado en lágrimas al enterarse de la muerte de Jonathan Milton, ese joven cortés y atento que en no pocas ocasiones le había recordado a su marido en sus años jóvenes, por su entusiasta patriotismo y su curiosidad por el pasado. Mientras tanto, sir Walter había ordenado que engancharan los caballos y había subido al coche junto con su sobrino Quentin, que residía también en Abbotsford y había querido acompañar a su tío.

    Quentin, que había pasado su infancia y su juventud en Edimburgo, era el hijo de una hermana de sir Walter. Era un joven de veinticinco años, fuerte y alto como la mayoría de los Scott, pero que se caracterizaba por cierta ingenuidad que debía atribuirse sobre todo a que nunca se había alejado por mucho tiempo de la casa de sus padres. Quentin había llegado a Abbotsford para hacer su aprendizaje con sir Walter; conforme a los deseos de su madre, el joven debía convertirse en escritor, como su famoso tío.

    Scott, por su parte, por más que se sintiera halagado por este encargo, temía que a Quentin le faltaran la mayoría de las condiciones que se requerían para convertirse en un novelista de éxito. Aunque el joven poseía una mente despierta y una notable fantasía, cualidades ambas fundamentales para la práctica de la escritura, tanto su capacidad de expresión lingüística como su conocimiento de los clásicos, de Plutarco a Shakespeare, dejaban bastante que desear.

    Además, Quentin tenía una extraña facilidad para complicar los hechos objetivos y pasar por alto lo esencial, cualidad que sin duda había heredado de su padre. La agudeza analítica y la enérgica capacidad de decisión características de todos los Scott brillaban por su ausencia en su caso, y tampoco podía negarse que el joven daba muestras de cierta torpeza.

    De todos modos, Scott se había declarado dispuesto a aceptar a Quentin y a formarle. Tal vez, se decía, su sobrino aún tuviera que descubrir su verdadera vocación, y posiblemente el tiempo que pasara en Abbotsford podría serle útil para ello.

    —Aún no puedo creerlo —dijo Quentin, afectado, mientras el coche avanzaba traqueteando por el camino cubierto de follaje. Para esa época del año, las noches eran desacostumbradamente frías, y los dos hombres sentados en el interior del carruaje se habían ajustado bien las capas en torno a los hombros—. Me parece sencillamente increíble que Jonathan esté muerto, tío.

    —Increíble, en efecto —respondió Walter Scott, abstraído en sombrías meditaciones; no podía dejar de pensar que el joven Jonathan había ido a Kelso por él y que todavía podría estar con vida si no le hubiese enviado a la biblioteca.

    Naturalmente, sabía que el joven sentía un enorme interés por el pasado, y había considerado su deber promover adecuadamente esta afición y el talento que Jonathan poseía para la historia. Sin embargo, en ese momento las razones que le habían impulsado a adoptar aquella actitud le parecían fatuas e inconsistentes.

    ¿Qué diría a los padres de Jonathan, que habían enviado a su hijo para que aprendiera y se desarrollara a su lado? La sensación de haber fracasado pesaba en su ánimo y se sentía dominado por una fatiga abrumadora. No había pegado ojo en toda la noche, trabajando en su nueva novela, pero aquella obra heroica en torno al amor, los duelos y la cábala de pronto le resultaba indiferente. Todos sus pensamientos se concentraban en el joven estudiante que había perdido la vida en el archivo de Dryburgh.

    También Quentin parecía abrumado por la noticia. Jonathan y él tenían casi la misma edad, y en las últimas semanas se habían convertido en buenos amigos. La repentina muerte del estudiante le había conmocionado profundamente. Una y otra vez se pasaba nerviosamente la mano por la espesa cabellera marrón, alborotándose el pelo, que apuntaba en todas direcciones. Como siempre, llevaba la chaqueta arrugada, y el lazo mal anudado. Normalmente, sir Walter le habría hecho notar que su aspecto no era en absoluto propio de un gentleman, pero esa mañana aquello le resultaba indiferente.

    El coche salió del bosque y a través de la ventanilla lateral pudieron distinguir la cinta clara del Tweed. La niebla cubría el río y los bancos de la orilla, y el sol, que entretanto había salido, se ocultaba tras espesas nubes grises, lo que contribuyó a ensombrecer aún más el ánimo de sir Walter.

    Finalmente aparecieron entre las colinas los primeros edificios de Kelso. El carruaje pasó ante la taberna y la vieja herrería, y siguió bajando por la calle del pueblo para ir a detenerse ante los muros del viejo almacén de grano. Sir Walter no esperó a que bajara el cochero. Abrió la puerta y salió, seguido por Quentin.

    El aliento de los dos hombres formaba nubecillas de vapor en el aire húmedo y frío de la mañana. Por los caballos y el coche que se encontraban ante el edificio, sir Walter dedujo que el sheriff todavía se encontraba en el lugar. Pidió al cochero que esperara y se acercó a la entrada, que vigilaban dos miembros de la milicia nacional.

    —Lo lamento, sir —dijo uno de ellos, un mozo de aspecto tosco con un cabello rojizo que revelaba su procedencia irlandesa, cuando los dos hombres llegaron junto a él—. El sheriff ha prohibido el acceso a la biblioteca a todas las personas ajenas al caso.

    —Y ha hecho bien —observó sir Walter—. Pero yo soy el maestro del joven que ha muerto en esta biblioteca. Por eso supongo que puedo solicitar que se me permita la entrada.

    Scott pronunció estas palabras con tal decisión que el pelirrojo no se atrevió a replicar. El mozo, que parecía completamente desconcertado, intercambió una mirada de impotencia con su camarada, y luego se encogió de hombros y les dejó pasar. Sir Walter y Quentin cruzaron las grandes puertas de roble y entraron en el venerable edificio, que antes había sido el almacén de grano de la región y ahora se había transformado en un depósito del conocimiento. A ambos lados de la sala principal se extendían hileras de estanterías dobles de casi cinco metros de altura, situadas las unas frente a las otras, formando estrechos pasillos. Varias mesas de lectura ocupaban el centro libre de la sala. Como el almacén tenía una altura considerable, a lo largo de los laterales se había levantado una galería, bordeada por una balaustrada de madera que descansaba sobre pesados pilares de roble. Allí arriba se habían instalado nuevas estanterías de libros e infolios; más de los que un hombre podría examinar en toda su vida.

    Al pie de la escalera de caracol que conducía a la balaustrada, algo yacía en el suelo cubierto por un paño oscuro de lino. Sir Walter dedujo, angustiado, que debía de ser el cadáver de Jonathan. A su lado se encontraban dos hombres que conversaban en voz apagada. Sir Walter los conocía a ambos.

    John Slocombe, el sheriff de Kelso, enfundado en una chaqueta raída con la insignia de sheriff del condado, era un hombre fornido de edad mediana, de cabello ralo y con una nariz enrojecida por el scotch, que no reservaba solo para las frías noches de invierno.

    El otro hombre, que llevaba la sencilla cogulla de lana de la orden premonstratense, era el abad Andrew, el superior de la congregación y administrador de la biblioteca. Aunque el convento de Dryburgh ya no existía, la orden había destinado a Andrew y a algunos hermanos para que se ocuparan de los fondos del antiguo archivo, que había sobrevivido de forma milagrosa a las turbulencias de la época de la Reforma. Andrew era un hombre de elevada estatura, delgado, con rasgos ascéticos pero de ningún modo adustos. Sus ojos azul oscuro eran como los lagos de las Highlands, misteriosos e impenetrables. Sir Walter apreciaba la serenidad y la ponderación del religioso.

    Al distinguir a los visitantes, los dos hombres interrumpieron la conversación. El rostro de John Slocombe reveló un horror manifiesto cuando reconoció a sir Walter.

    —¡Sir Scott! —exclamó, y se acercó a los recién llegados retorciéndose las manos con nerviosismo—. Por san Andrés, ¿qué está haciendo aquí?

    —Informarme sobre las circunstancias de este espantoso accidente —replicó sir Walter en un tono que no admitía réplica.

    —Es horrible, horrible —dijo el sheriff—. No debería haber venido, sir Walter. El pobre muchacho…

    —¿Dónde está?

    Slocombe comprendió que el señor de Abbotsford no tenía la menor intención de atender a sus insinuaciones.

    —Allí, sir —dijo titubeando, y se hizo a un lado para dejar ver el bulto ensangrentado que yacía sobre el suelo de piedra desnudo y frío de la biblioteca.

    Sir Walter oyó cómo Quentin dejaba escapar un gemido, pero no le prestó atención. En aquel momento su compasión y su interés estaban exclusivamente centrados en el joven Jonathan, arrancado a la vida de aquel modo tan inesperado como aparentemente absurdo. Aunque sir Walter era un hombre de complexión robusta, al acercarse al muerto sintió que le flaqueaban las piernas.

    El ayudante del sheriff había tendido una manta sobre el cadáver, aunque en algunos lugares la tela estaba completamente empapada de sangre oscura. También en el suelo se veía sangre, que se había deslizado sobre las losas de piedra en regueros viscosos y finalmente se había condensado con el frío.

    El sheriff Slocombe se mantenía junto a sir Walter, y seguía gesticulando nerviosamente.

    —Piense, sir Walter, que fue una caída desde una gran altura. Es una visión espantosa. Solo puedo aconsejarle que no…

    Sir Walter no se dejó convencer. Con gesto decidido, se inclinó, sujetó la manta y tiró de ella. La visión que se ofreció a los cuatro hombres era realmente atroz.

    Era Jonathan, de aquello no cabía duda; pero la muerte le había deformado horriblemente. El estudiante yacía sobre el suelo extrañamente contorsionado. Al parecer, había caído de cabeza y se había golpeado con gran violencia. Había sangre por todas partes, y algo más que sir Walter tomó por masa encefálica.

    —Espantoso, ¿verdad? —preguntó el sheriff, y miró a sir Walter, impresionado.

    Mientras el señor de Abbotsford palidecía y asentía con la cabeza consternado, Quentin ya no pudo aguantar más. El joven dejó escapar un sonido gorgoteante, se llevó la mano a la boca y corrió afuera para vomitar.

    —Parece que su sobrino no lo ha soportado —constató el sheriff en un tono de ligero reproche—. Ya le advertí que era espantoso, pero no quiso creerme.

    Sir Walter no respondió. En lugar de eso, se sobrepuso a su horror y se inclinó para despedirse de Jonathan.

    Una parte de él esperaba probablemente encontrar perdón en el rostro pálido y manchado de sangre del muerto. Pero lo que sir Walter vio allí fue algo distinto.

    —¿Sheriff? —preguntó.

    —¿Dígame, sir?

    —¿No le ha llamado la atención la expresión del rostro del muerto?

    —¿Qué quiere decir, sir?

    —Tiene los ojos dilatados y la boca muy abierta. En los últimos segundos de su vida, Jonathan tuvo que estar muy asustado por algo.

    —Debió de darse cuenta de que perdía el equilibrio. Tal vez durante un breve instante fuera consciente de que había llegado el final. A veces ocurre.

    Sir Walter alzó la mirada hacia la estrecha escalera de caracol, que trepaba hacia lo alto a solo unos pasos de distancia.

    —¿Jonathan llevaba algún libro consigo cuando cayó por la escalera?

    —Por lo que sabemos, no —replicó el abad Andrew, que hasta entonces se había limitado a escuchar en silencio—. En todo caso no se encontró ninguno.

    —Ningún libro —repitió sir Walter en voz baja.

    Miró hacia la escalera, tratando de imaginar cómo se había desarrollado el trágico accidente. Pero por más que se esforzaba, no acababa de conseguirlo.

    —Perdone, sheriff —dijo por fin—, pero aquí hay algunas cosas que no entiendo. ¿Cómo es posible que un hombre joven, que no lleva ningún peso encima y tiene las manos libres para sujetarse a la barandilla, se precipite por esta escalera de cabeza y se rompa el cráneo?

    El rostro de John Slocombe cambió de color casi imperceptiblemente, y a sir Walter, que debido a su profesión se había convertido en un observador atento, tampoco se le escapó el brillo que iluminó por un instante los ojos del sheriff.

    —¿Qué quiere decir con eso, sir?

    —Que no creo que Jonathan cayera de los escalones —dijo sir Walter, mientras se incorporaba lentamente, se dirigía a la escalera y subía los primeros peldaños—. Fíjese en la sangre, sheriff. Si efectivamente Jonathan hubiera caído desde aquí, las manchas deberían apuntar hacia la salida; pero señalan en la dirección opuesta.

    El sheriff y el abad Andrew intercambiaron una mirada fugaz.

    —Tal vez —opinó el guardián de la ley, señalando hacia arriba— nos hayamos equivocado. Tal vez ese pobre joven cayó directamente desde la balaustrada.

    —¿Desde ahí arriba? —Sir Walter subió los escalones, que crujieron suavemente bajo sus pies. Lentamente recorrió la baranda de madera decorada con tallas hasta llegar al lugar bajo el que yacía el cadáver del estudiante—. Tiene razón, sheriff —constató, asintiendo con la cabeza—. Jonathan pudo caer desde aquí. Los rastros de sangre lo confirmarían.

    —Lo que yo decía. —En el rostro de John Slocombe podía adivinarse el alivio que sentía.

    —De todos modos —objetó sir Walter—, no sé cómo Jonathan podría haber caído por encima de la balaustrada. Como puede ver, sheriff, la baranda casi me llega al pecho, y el Creador me dotó de una estatura muy respetable. El pobre Jonathan era una cabeza más bajo que yo. ¿Cómo pudo producirse, pues, un accidente que le hiciera caer de cabeza desde la balaustrada?

    El sheriff apretó las mandíbulas y los rasgos de su cara se alteraron de nuevo. Tomó aire para contestar, pero luego cambió de opinión. Murmurando en voz baja, subió la escalera, se acercó a sir Walter y susurró en tono conspirativo:

    —Ya le insinué que dejara tranquilo el cadáver, sir, y tenía mis razones para hacerlo. El destino del pobre joven ya es bastante malo; no le arrebate también la posibilidad de salvar su alma.

    —¿Qué quiere decir con eso?

    —Quiero decir, sir, que usted y yo sabemos muy bien que el joven señor Jonathan no pudo ser empujado desde esta balaustrada, pero que sería mejor que nos guardáramos esta idea para nosotros. Usted ya sabe —dijo mirando de reojo al abad Andrew, que se encontraba abajo junto al cadáver y rezaba con la cabeza inclinada— lo que la Iglesia niega a los que rechazan el mayor regalo del Creador.

    —¿Qué quiere decir con esto? —Sir Walter dirigió una mirada inquisitiva al rostro enrojecido por el alcohol del sheriff de Kelso—. ¿Que el pobre Jonathan se suicidó?

    Sin querer había elevado la voz, pero el abad Andrew no parecía haberle oído. El religioso seguía orando, en actitud humilde, por el alma de Jonathan.

    —Lo supe en cuanto entré en la biblioteca —insistió Slocombe—, pero me lo guardé para mí para permitir que el joven tuviera un entierro como es debido. Piense en su familia, sir, en la vergüenza que tendría que soportar. No manche el recuerdo de su alumno sacando a la luz una verdad que es mejor que permanezca oculta.

    Walter Scott miró a los ojos al hombre que era responsable de imponer la ley y preservar el orden en el condado. Pasaron unos instantes, que a John Slocombe le parecieron eternos, antes de que una sonrisa cortés se dibujara en el rostro de sir Walter, que respondió suavemente:

    —Sheriff, comprendo lo que quiere decirme y valoro su… —e introdujo una corta pausa— su discreción. Pero

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1