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La casa del nazi
La casa del nazi
La casa del nazi
Libro electrónico546 páginas7 horas

La casa del nazi

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Información de este libro electrónico

Una novela negra deslumbrante sobre el misterioso destino de los nazis desaparecidos al término de la Segunda Guerra Mundial. Una historia que te dejará sin aliento y con la sensación de haber leído una obra maestra.
«Hará unos diez meses recibí una misiva desde su tierra. Procedía de un universitario que se había decidido a rastrear la presencia en Galicia de Adolf Hitler y de otros nazis tras las derrota de la Segunda Guerra Mundial. Afinando más, pretendía demostrar su presencia o su tránsito por ahí antes de instalarse definitivamente en América del Sur. Sin más datos que me permitieran identificarlo que la letra V y la dirección electrónica utilizada, al parecer por encargo o como trabajo de investigación para un profesor de una facultad que tampoco especificaba, solicitaba mi colaboración.»
Un manuscrito que revela un pasado nazi en España. Una peligrosa investigación sobre uno de los hechos históricos más fascinantes y ocultos de la posguerra: la misteriosa «Ruta de las ratas». Una atractiva búsqueda por la Galicia profunda: aldeas, villas, pazos y monasterios envueltos en la bruma desfilan ante el lector hasta el sorprendente final en la Ribeira Sacra.
Reseña:

«La gran novela que se lee sin pestañear.»

Ángel Vivas, El Mundo
IdiomaEspañol
EditorialB DE BOOKS
Fecha de lanzamiento5 may 2017
ISBN9788490697368
La casa del nazi
Autor

Xabier Quiroga

Xabier Quiroga nació en 1961 en Escairón (Lugo) y se licenció en Filología Galaico-Portuguesa y Filología Hispánica por la Universidad de Santiago de Compostela. Actualmente es profesor de Lengua y Literatura Gallega. En 2002 se dio a conocer en el terreno novelístico gallego con la sorprendente Atuado na braña, novela extensa que, además de conquistar la fidelidad de un lector ávido de historias contundentes, recibió el calor de la crítica y obtuvo el Premio Losada Diéguez (también otorgado a Domingo Villar, por La playa de los ahogados). En 2004 reapareció con Era por septiembre, novela de formato más reducido y calificada por la crítica como «una joya, breve e intensa». Su novela El cabo del mundo mereció, en 2009, el Premio de la Crítica. Con zapatillas rotas, su siguiente título, volvió a recibir el Premio de la Crítica 2015. La casa del nazi está teniendo una gran acogida por parte de los lectores. Además de ser ensalzada por la crítica, fue finalista del Premio Gala do Libro Galego y ganó el Premio Arzobispo de San Clemente a la mejor novela junto a autores como Sara Mesa y Pierre Lemaitre. Xabier Quiroga es uno de los autores más representativos y leídos de la poderosa narrativa gallega actual. En su original obra sobresale el intento de interpretar la realidad de su país y sus gentes a partir de la historia más reciente, así como una búsqueda de lo esencial del ser humano.

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  • Calificación: 2 de 5 estrellas
    2/5

    Aug 13, 2020

    Pues me ha costado terminarlo. La verdad es que no me ha gustado mucho. Desde el principio ya se intuye el final.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5

    Mar 17, 2020

    Entretenido, cuenta cosas que no sabía que habían pasado. Me ha gustado mucho.

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La casa del nazi - Xabier Quiroga

LA CASA DEL NAZI

Xabier Quiroga

Traducción de gallego por Isabel Soto

Título original: Izan o da saca

Traducción del gallego: Isabel Soto

1.ª edición: mayo, 2017

© 2017 by Xabier Quiroga

© Ediciones B, S. A., 2017

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-736-8

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A todos los que se creen las historias de la

literatura, aunque sean ciertas.

A las que siempre están ahí. A los hombres

y mujeres de la Ribiera Sacra.

Y a cuantos leyeron y aportaron, sin olvidar

a los monjes de Samos por el trato.

También a los muchos personajes reales

aparezcan o no con su nombre en esta novela.

¡Soio me alenta

neste deserto

a luz da estrela

que brila ó lexos!

[¡Solo me alienta

la luz de la estrella

que brilla a lo lejos!]

No escuro,

Ramón Cabanillas

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

Nota del autor

La cáscara

La casa del nazi

En la oscuridad

Galicia, NO de la península ibérica, noviembre de 1935

Primera parte

1

2

3

4

5

6

7

8

9

Graciano

Galicia, NO de la península ibérica, marzo de 1936

Segunda parte

10

11

12

13

14

En la oscuridad

Galicia, NO de la península ibérica, septiembre de 1936

Tercera parte

15

16

17

18

Graciano

Galicia, NO de la península ibérica, septiembre de 1936

Cuarta parte

19

20

21

En la oscuridad

Galicia, NO de la península ibérica, diciembre de 1936

Quinta parte

22

23

24

25

26

27

28

29

Graciano

Galicia, NO de la península ibérica, mayo de 1937

Sexta parte

30

31

32

33

En la oscuridad

Galicia, NO de la península ibérica, junio de 1937

Séptima parte

34

35

36

37

Graciano

Galicia, NO de la península ibérica, mayo de 1939

Octava parte

38

39

40

41

En la oscuridad

Galicia, NO de la península ibérica, mayo de 1945

Novena parte

42

43

44

45

46

47

48

49

50

51

52

53

Graciano

Galicia, NO de la península ibérica, julio de 1946

Décima parte

54

55

56

57

58

59

60

61

En la oscuridad

Galicia, NO de la península ibérica, diciembre de 1946

Decimoprimera parte

62

63

64

65

66

67

Graciano

Galicia, NO de la península ibérica, marzo de 1947

Decimosegunda parte

68

En la oscuridad

Galicia, NO de la península ibérica, noviembre de 1947

Decimomotercera parte

69

70

71

Graciano

Galicia, NO de la península ibérica, diciembre de 1947

Decimocuarta parte

72

73

74

75

76

77

En la oscuridad

Galicia, NO de la península ibérica, octubre de 1948

Epílogo

La cáscara

Algunas notas informativas

Nota del autor

Si todos los hechos relatados en este libro fueran producto de la fantasía, no quedarían verdades en los rincones más ocultos de nuestra historia.

La cáscara

A medida que Fabio Vázquez, oficial subalterno con plaza en propiedad, se acercaba a la puerta cerrada, aquella en la que una placa con letras doradas advertía Fiscal Superior de Galicia, tenía la certeza de que, además de alterar el sosiego de las cosas que meticulosamente ordenaba cada tarde la señora de la limpieza, los golpes de sus nudillos volverían a perturbar a su único ocupante.

Al llamar, recordó que en su anterior entrada, hacía una hora, el titular del despacho enumeraba por teléfono a su interlocutor los principios que regían su labor, para concluir con un taxativo: «Y ya que mencionas la confianza que nos tenemos, te aviso, para que se lo recuerdes a tu cliente: las diligencias y medidas preventivas que se tomen en esta investigación estarán siempre orientadas a garantizar la más estricta legalidad. Y no tengo más que decir»; por eso esta vez Fabio Vázquez abrió con cuidado, y el fiscal, además de mostrar el diente por la comisura derecha, lo miró de reojo, conformando un gesto que el subalterno consideraba más propio de un tahúr que de un alto jerarca de la justicia. Reacio a que lo molestaran cuando, cada viernes antes de marcharse de fin de semana, hablaba por teléfono con una tal Rita, en esta ocasión dijo: «Perdona un momento» hacia el micro, lo tapó con la misma mano con la que sostenía el auri­cular y pronunció en tono airado la acostumbrada pregunta sin respuesta: «¿Y ahora qué pasa?»

Una vez concluida la ceremonia que consistía en que, sin decir palabra, el oficial depositaba la correspondencia en una esquina de la mesa y se retiraba con ademán tranquilo, si acaso temeroso de una reprimenda que nunca se producía, el fiscal pudo retomar la conversación telefónica.

«No puede ser, Rita —profirió—, ¿tú sabes lo que me cuesta encontrar un hueco cuando vamos a la casa de la playa? No solo porque vengan mis hijas y algún que otro amigo, sino...» Se detuvo porque del otro lado atajaron su réplica. Y durante casi dos minutos guardó silencio mientras escuchaba un argumento con el que no parecía estar de acuerdo, pues negaba con la cabeza al tiempo que se pasaba la mano libre por el cuello para comprobar de nuevo lo mal afeitada que le había dejado esa zona la máquina que su mujer acababa de regalarle. «Ya lo sabes, no es necesario que te lo repita», concedió, para enseguida continuar escuchando. Hasta que, cuando le otorgaron el turno, pronunció con desidia: «Me parece bien, sí, porque...» Esta vez fue el sonido del móvil, una reliquia colocada sobre un trípode metálico encima de la mesa, lo que interrumpió sus argumentos.

De reojo, comprobó la llamada. «Marcial edit», rezaba la pantalla digital, en la que también se veía el rostro lampiño de un hombre de mirada apagada y un tanto extraviada. Sin hacer caso de lo que la mujer alegaba en su oído, se preguntó qué mosca le habría picado al editor después de más de tres años sin hablar, justamente desde aquella insulsa presentación en la que el fiscal no solo había pagado los aperitivos, sino que, a pesar de los elogios de los que compartían estrado, se había quedado con la inquietante sensación de que todos los que habían acudido al salón del hotel y habían comprado su libro lo habían hecho por mero compromiso.

«Mira, Rita —soltó con brusquedad—, no le des más vueltas. Ya sabes lo que hay. Si no te llamo es que no puedo librarme. Y punto. Quedamos el lunes en el sitio y a la hora de siempre. Y ahora te dejo, que todavía tengo asuntos que atender.» Esperó la despedida, soltó un «Otro para ti» sin demasiado convencimiento y colgó el auricular.

Mientras el móvil seguía extendiendo por el despacho el allegro molto del cuarto movimiento del Cuarteto de cuerda número 19 de Mozart, el fiscal apoyó las vértebras en el respaldo de la silla y resopló. Lo hizo como si el hastío vital que a veces le embargaba pudiera con todo. También con él; por eso, en lugar de coger el teléfono, pues maldita la gana que tenía de enredar con nadie, y menos con el editor, sabedor de que le esperaban dos días de tedio en los que siempre aparecía algún niño travieso —el hijo de cualquier invitado al que, en lugar de corretear por la playa donde las madres se tumbaban a tomar el sol, le daba por bombardear la piscina en la que a diario él buscaba la compañía de la sombra de la vieja higuera y de un whisky escocés competente—, lo dejó sonar y miró la hora en el reloj de pared. «Y veinte, ya.»

Consideró que, de nuevo, había regalado minutos de su ocio a la sagrada tarea acusadora del ministerio público. «Ni uno más», decidió de inmediato, pues tampoco procedía llegar tarde a la comida y tener otra discusión, de ahí que se pusiera en pie, retirase la americana de la percha y se la pusiera con tranquilidad, ajustándose las solapas y anudándose la corbata. Luego, cuando la melodía se extinguió, cogió su cartera de mano, dirigió la mirada al móvil y, justo cuando se disponía a guardarlo, el aparato volvió a sonar.

«¡A ver, hombre!», exclamó, molesto por la insis­tencia.

Tras los cumplidos, de los que los interlocutores procuraron no abusar, el fiscal, como si un apuro repentino lo llevase a ser descortés, formuló una pregunta que, adrede, dejó sin concluir: «¿Querías algo o...?» Del otro lado replicaron: «¿Ya has abierto el sobre?» «¿Qué sobre?» «¡Pero coño! —protestaron—, si hace una semana que te lo envié por SEUR. Y además urgente. A tu nombre, a tu despacho. ¿Lo has recibido o no?», insistieron.

Pensó que no venía a cuento excusarse con que los envíos que llegaban a la Fiscalía debían superar el preceptivo filtro de seguridad, con que el sustituto del ayudante andaba algo perdido y, para colmo, la escrupulosa secretaria que le gestionaba la agenda desaparecía de su puesto en el mismo segundo en que la aguja del reloj llegaba a las dos y sin importarle las tareas pendientes. «Espera, que a lo mejor...», apuntó, como disculpándose, y rodeó la mesa para buscar entre el correo que el subalterno le había dejado.

«¿Cómo es?», inquirió, por mantener viva la conver­sación. «Mira, no importa ni cómo es ni cómo deja de ser —sostuvo el editor, con una rara tensión en la voz—, importa que te llegue. Y que le eches un vistazo, claro. Después, tú verás lo que haces.» «Marcial, aquí hay un enví­o de... Sí, SEUR. ¡El tuyo!», proclamó el fiscal, satisfecho por haber descubierto entre los cartapacios y carpetas de cartón, un sobre grande y abultado. «¿Lo tienes, entonces?», preguntaron. «Lo tengo. ¿De qué se trata?» «De una novela y de algo más. Enseguida lo comprobarás», dijeron, y el fiscal, con el ceño fruncido, pensó que siempre habría alguien que pensara que el trabajo de los demás consiste en estar ociosos.

«Yo solo llamaba para asegurarme de que lo habías recibido. A mí me llegó tal y como lo ves, hace tiempo —advirtió el editor. Y, como estimulado por el deseo de escabullirse, añadió—: Venía dirigido a mí y sin nada que pudiera identificarlo. Anónimo, en definitiva. Lo abrí, lo leí todo, incluida la novela, y... No sé si quien me la mandó pretendía que se la publicara o qué, pero considero que es más cosa tuya que mía. Yo no quiero saber nada. Mejor dicho: yo no sé nada. Pero nada, ¡eh! Como si no lo hubiera recibido nunca. ¿Has oído? Y abur, Carlos.»

El fiscal, sorprendido por el comportamiento del editor, permaneció con el móvil en la mano derecha, pegado a la oreja y con los pitidos advirtiendo de la llamada interrumpida. En la izquierda, el sobre.

Cuando por fin consiguió reaccionar, se guardó el aparato en el bolsillo y, aunque deseaba irse a casa, por curiosidad, decidió examinar el envío. Aplicando el abrecartas con esmero, rasgó el borde y vació su contenido: una carpeta de cartón con papeles dentro y un grueso ejemplar del mismo tamaño, con un canutillo de alambre y tapas de plástico transparente. «La novela», pensó con desgana, mientras la dejaba a un lado.

Sin más preámbulos, abrió la carpeta. Descubrió que contenía recortes de noticias de periódicos gallegos e impresiones de algunas páginas digitales, todas con fecha de hacía tres años. «¿Y esto?», soltó, con el diente asomando por la comisura derecha, mientras leía muy por encima varios titulares: «Joven muerta en extrañas circunstancias», «Suspendida definitivamente la búsqueda del cadáver», «Una familia rota», «Doble suicidio familiar en la Galicia profunda», «Duelo en el gremio taxista», «La florista del Campo de la Compañía, ¿otra víctima de la violencia de género?», «Sin aclarar la muerte de la calle Huertas», «Policía judicial en la UCI por dispar­o fortuito»...

Se detuvo. Como aturdido ante la necrológica de un tal Graciano Fernández Souto, de noventa y tres años, clavó su mirada en las siglas DEP y pensó un instante en aquella documentación. Excepto esa defunción, por muerte natural, los titulares parecían las cuentas de un rosario de fallecimientos dispersos por el país, todos en circunstancias violentas, sin aclarar, o sobre los que los redactores de los periódicos vertían sus dudas. Y alguien se había encargado de recoger y recopilar tales noticias. «¿Para qué o por qué —se interrogó—. ¿Qué sentido tiene...?» Por un instante, considerando lo que constituía su deber, hasta le pareció lógica la llamada del editor. Entonces, como harto de sus propios pensamientos, cerró la carpeta y la arrojó sobre la mesa. «¿Pero qué se habrá creído este, que no tenemos nada más que hacer que investigar sus neuras? —protestó—. ¡Venga, hombre!»

Al instante, echó mano a la cartera y revisó su contenido. Por fin, tras varios meses, no había metido en ella ninguna carpeta con cualquier caso del que se ocupara la Fiscalía Superior. «Fin de semana libre —pensó—. Horas de sopor y tedio, aguantando a la familia.» La cerró con desánimo, se levantó y, como si una concesión a lo desconocido rozara su mente, miró de refilón la supuesta novela.

Sobre la mesa, aquel montón de folios sujetos por un canutillo parecía ofrecerse. El señuelo. Tal vez por eso lo abrió por la primera página, leyó el título que figuraba en ella, La casa del nazi, el subtítulo entre paréntesis, En la oscuridad, y frunció el ceño. Sin más, la cogió, la metió en la cartera y, mientras cavilaba en lo que le convenía, «para entretenerme o como coartada», el fiscal abandonó el despacho.

La casa del nazi

(En la oscuridad)

En la oscuridad

En la oscuridad todo es denso. Abres los ojos y no ves, quieres hablar y no eres capaz, intentas moverte y no puedes. Una mordaza cubre tu boca y estás atado de pies y manos. Además, sabiendo como sabes que no hay nada que puedas hacer, tienes el alma, o ese inefable hálito que te envuelve, agarrada como por una mano de angustia. Porque te sientes impotente, condenado a sostener este cuerpo demacrado por el veneno y el ardor.

Tal vez lo mejor sea, después de intentar gritar, patalear y retorcerte sin lograrlo, conformarte y esperar la muerte en el pozo de terror en el que te han metido. Y emplear la mente para recordar cómo has llegado hasta aquí.

Galicia, NO de la península ibérica, noviembre de 1935

Manuel, el Penas, miró una vez más sus manos aferradas al varal de la barca en medio del Miño, rudas, fornidas, unas manos siempre deseosas de actuar, y recordó lo hablado hacía unas horas en la reunión de la Sociedad Agraria de Ribas do Miño.

Estaba hasta los cojones del viejo cura, había proclamado ante los demás socios, que, por no estar callado, predicaba en contra de ellos. ¿Por qué tenía que llenarlos de mierda delante de las urracas enlutadas que se amontonaban cada mañana de domingo en los bancos de la iglesia de A Cova? A ver, ¿por qué? ¿Por qué defendía siempre a los señoritos y no se preocupaba de los que se ganaban el pan deslomándose sobre la tierra? ¿Por qué se dedicaba siempre a buscarles las cosquillas sin venir a cuento? ¿No era él, don Ramón, el que decía ser representante de Dios ante la gente pobre y derrengada que no hace otra cosa que trabajar sin descanso para los caciques de la parroquia? Claro que lo era. Porque si en eso consistía la religión del cura, la que le cabía en la faltriquera de la sotana y le llenaba el buche, estaba equivocado. Religión, sí; ideología, desde luego que no.

—¡Que cure las almas pecadoras, si puede, pero que deje de una puta vez de despotricar contra las izquierdas y la República! —añadió, indignado. Y aun gritó—: ¡A Dios lo que es de Dios, a los hombres lo que es de los hombres!

El Penas otra cosa no tendría, opinaba la mayoría, pero de labia y arrojo andaba sobrado. Hoy había tocado la primera, después de pasar por la cantina de Belesar, donde amarraba la barca antes de subir por el camino empedrado de Os Cóbados, y todos habían escuchado su intervención con la cabeza gacha y esbozando una sonrisa, aguardando el momento de alzar la mano para tomar las decisiones por mayoría simple, como al parecer estaba escrito en unos estatutos que los que sabían de letras habían leído alguna vez. La segunda ya llegaría.

—¡Porque un cura, por muchas parroquias que lleve, por muchas misas que diga, no puede seguir con esos sermones en contra de los que hemos ganado las elecciones, en contra de quienes lo mantienen! —había proseguido, con vehemencia—. ¡Ni puede ni nos sale de los cojones consentírselo!

—¿Y qué propones hacer tú? —había soltado el secretario, un hombre de gafas redondas y culo aplastado por los años de preparación en la Academia Cervantes, como incitándolo.

—¡Que por lo menos le vea las orejas al lobo!

—No sé por dónde vas ni si hablas por hablar, Penas.

—No hablo por hablar, ya me conoce. Digo que si hay que meterle miedo, se le mete, ¡que entre las piernas le cuelga lo mismo que a nosotros, aunque no use pantalones!

—Cuidado con eso —había manifestado con gravedad el secretario, tras apagarse las risas—. Acuérdate de lo que pasó en la capilla de Lamaiglesia hace dos años: en vez de ayudarnos, muchos socios se volvieron contra nosotros, y hasta hubo quien pidió la baja.

—Las mujeres son el mismo demonio, señor secretario —alegó. Y miró a los demás—: Si se empeñan, os convencen a vosotros y a María santísima.

—¡Claro, como tú no tienes, Penas! —protestaron desde un lado.

—Tuve mujer, que en paz descanse, y aún la tengo, aunque Loliña sea una niña —objetó, puesto en pie—. Así que dejémonos de historias y venga, a ver, ¡quien se apunte para escarmentar al cura que levante la mano!

Ahora, Manuel, el Penas, mientras contempla la superficie del río pellizcada por la fina lluvia, siente la rabia en su interior. Solo él había mantenido el brazo erguido, solo él se había movido y, como herido en su orgullo de orador que no era, sin esperar palabra, había arreado para fuera con gesto de enfado y el deseo de refugiarse para siempre del mundo en su vieja barca, si acas­o en la casa de O Pousadoiro con su hija, pero lejos de aquella recua de pusilánimes de boina gastada y mentalidad apocada que nunca, estaba seguro, serían capaces de cambiar las cosas.

Él quería, deseaba un cambio porque el trabajo ya escaseaba. Y mucho más desde que el nuevo puente había arrasado su negocio: cruzar el río. Mal tajo el suyo, caviló, sin futuro ni presente. Le quedaban, eso sí, cuatro paisanos que, a modo de clientes, mandaban recado la víspera para pasar los arreos con las mulas y alguna que otra hacienda con que pagar la contribución, y por supuesto los canastos con las uvas en la cada año más precaria vendimia. Las migajas de una tarea que disminuía con el paso de las lunas.

Había tomado conciencia de ello cuando, tendido en el camino tras resbalar en una piedra, fijó la mirada en el robledo de colores ocres y amarillos, sembrado del marrón de la hojarasca posada a los lados, y, como si aquel lugar le hablase, había sentido el frío de las piedras ascendiendo por sus nalgas. Tomaba conciencia ahora, en el río, empapado por la llovizna que la estropeada coroza no lograba detener, después de bogar con saña hasta la curva de Pincelo, sortear los remolinos acercándose a la margen de Mourelos y divisar a lo lejos, entre los bancales, la loma desde la que la iglesia de San Martiño da Cova vislumbraba con serenidad la revuelta.

Entonces, como si la baraúnda que su espantada había provocado en la reunión hubiera llegado a arañarle por dentro, comprendiendo que jamás sería capaz de olvidar la amargura de aquella derrota, Manuel, el Penas, cayó en la cuenta de su pequeñez en medio del cañón del río y bramó:

—¡Se acabó el barquero de O Cabo do Mundo!

Primera parte

El encargo

1

¿Quién, con cierta inquietud intelectual y después de que le azucen la mente con un vestigio del pasado, no sentiría la tentación de conocer la verdad sobre la presencia de nazis en este rincón de la península ibérica? Un idiota, quizás. Así que, cuando don Manuel Varela Arias me habló de aquel e-mail, reaccioné con estupor. Al parecer procedía de una dirección desconocida e indicaba un asunto un tanto raro: «sobre nazis», sin más. Nadie con dos dedos de frente se para a leer esas tonterías, y menos él, contó, así que a punto estuvo de eliminarlo; si no lo hizo fue porque en ese momento iba a dar una charla y optó por desconectar el móvil. Pero una vez finalizado el acto, comprobó sus mensajes y... allí seguía.

La mesura que él mostraba al relatar estos hechos confería a nuestra entrevista un aire de seriedad que me desarmaba, y aunque busqué en mi repertorio la cara más seria, lo cual no resulta fácil dada mi propensión al escepticismo y a la ironía, reconozco que de entrada me sentí fuera de lugar. Sin embargo, don Manuel parecía tenerlo claro, pues lo que siguió fue algo así como intentar ascender un escalón más en mi confianza: me pasó el móvil. En él pude leer lo que, como una chispa en la paja seca del estío, encendió mi interés:

Estimado señor:

Antes de nada y con la finalidad de evitar desconfianzas, permítame presentarme. Me llamo Marcelo Cifuentes y durante muchos años fui representante del Centro Simon Wiesenthal en la República Argentina. Ahora, aunque retirado por la edad, colaboro ocasionalmente en algunas investigaciones sobre criminales nazis. Pero voy al grano con lo que, ya le adelanto, sin la menor duda, será de su interés.

Hará unos diez meses recibí una misiva desde su tierra. Procedía de un universitario que se había decidido a rastrear la presencia en Galicia de Adolf Hitler y de otros nazis tras la derrota de la Segunda Guerra Mundial. Afinando más, pretendía demostrar su presencia o su tránsito por ahí antes de instalarse definitivamente en América del Sur. Sin más datos que me permitieran identificarlo que la letra V y la dirección electrónica utilizada, al parecer por encargo o como trabajo de investigación para un profesor de una facultad que tampoco especificaba, solicitaba mi colaboración.

No sé si este tema le resulta novedoso, pero se trata de una hipótesis (en el caso del Führer, ya que la presencia de nazis en su tierra está más que demostrada) discutida por los historiadores y que todavía suscita un vivo debate a nivel mundial. Varios estudios más o menos documentados sostienen que Hitler no se suicidó en el búnker de Berlín, sino que planificó su huida a través de la organización Odessa (que nosotros preferimos denominar Ruta de las Ratas, por atribución de unas características en las que ahora no procede entrar). Pero no creo que sea este el momento de ahondar en ello.

El mencionado V, una vez redireccionado a mí por el Centro Wiesenthal, pues parte de mis investigaciones se han centrado en los nazis que arribaron a Argentina desde Galicia, buscaba información fiable sobre los nazis y esa discutida teoría.

Es probable que ahora mismo se esté preguntando qué tiene que ver todo esto con usted. Pues resulta que en la breve correspondencia que mantuve con el joven (tres mensajes cruzados), y antes de perder toda relación con él, mencionó un nombre. El suyo.

Debo confesar que me agradaría estar a su lado para comprobar la reacción que provocan en usted estas palabras.

Para ser más preciso y que no piense en extrañas elucubraciones por mi parte, transmito de manera literal el párrafo final de V en su último mensaje:

«Todas las investigaciones conducen a una persona de prestigio en nuestra comunidad: Manuel Varela Arias. Y no sé qué hacer.»

Enviaba un abrazo y, sin causa justificada, ya no ha vuelto a ponerse en contacto conmigo ni a abrir mis correos, que fueron devueltos por el servidor. Así, y debido a que la cuenta fue cancelada posteriormente, no pude acceder a los datos de ese usuario, por lo que, tras varias semanas sin noticias y movido por la lógica curiosidad, decido agarrarme al único cabo que se me ofrecía: su nombre. De ahí que haya buscado su dirección y me haya atrevido a escribirle estas líneas.

Teniendo en cuenta que tampoco es este el procedimiento habitual de la organización de la que formaba parte, y dejando claro que no es mi intención acusarlo de nada, no sé si actúo bien dirigiéndome a usted. Simplemente he pensado que, antes de ponerlo en conocimiento de otros colaboradores en activo, debía ofrecerle la oportunidad de que entráramos en contacto y de tratar el tema en privado.

Para ello no tendrá más que responder a esta misiva. Yo me ofrezco a hacerle partícipe de cuantos datos manejo e, incluso, para que vea que obro de buen­a fe, a facilitarle para su lectura los mensajes completos que V me dirigió.

Sin más, a la espera de sus noticias, reciba un saludo.

Marcelo C.

Acabé de leer y, como corresponde, me quedé pasmado. No sé si como un insulso buscavidas o como el ladino cocido por la existencia que soy y al que cualquier imprevisto hace hervir las neuronas, pero, ante la mirada inexpresiva de don Manuel, me quedé pasmado. Y él lo notó.

Antes de proseguir, diré que me llamo Pepe. Y vaya por delante que, si bien no puede decirse que el nombre sea original, el alias, Reina, o Reiniña para los que abusan de la confianza, tiene su prestancia. No soy ningún muerto de hambre; ejerzo de taxista con licencia en una olvidada parada de una solitaria calle de un pueblo más muerto que vivo de la Galicia interior, hecho que unas veces justifico por evadirme de la ciudad que tantos años me oprimió y otras por recuperar una infancia de aldea que me hizo madurar. Añadiré que también por disponer de tiempo para ciertas vanidades, entre las que cito la de entretenerme indagando en cualquier cosa y la de leer novelas, una pasión, esta última, que servirá para concluir la presentación, pues utilizaré un párrafo de una en la que participo, urdido por un narrador de la zona con tendencias clandestinas, sin el cual nunca hubiera caído en la inmunda charca en la que ahora me agito: «Yo, que desde luego no soy novelista ni nada que se le parezca, pero que llevo corrido suficiente mundo como para saber lo que se mueve en él, tengo alma de detec­tive.»

2

Verano en la Ribeira Sacra. Entre el bochorno que siega pardales al vuelo, se celebran montones de cuchipandas y multitudinarias romerías con viejo estandarte descolorido en las que participa quien puede y quiere, incluso aborígenes retornados y turistas despistados o esquilmados por la crisis. En ellas, por fuerza, triunfa el churrasco. Pero también, hacia el atardecer, tienen lugar concurridas fiestas privadas, de esas que evitan el calor de las horas centrales del día y en las que los cuerpos disfrutan de las piscinas de bodegueros con denominación de origen venidos arriba por el compadreo con promotores tocados por la burbuja del ladrillo y con políticos enraizados en el ancestral nepotismo. Esta castiza jet set de la Ribeira Sacra, entre la delicadeza del crepúsculo, los tragos del fresco Mencía y al abrigo de los emparrados, frecuenta la farra bien alejada de la miseria y del paro que se extienden como una plaga por las ciudades con pretensión de urbe y por las aldeas sin ADSL ni alcantarillado por donde evacuar la mierda, por citar algo real que nunca se tiene en cuenta.

Pues en una de estas selectas reuniones me encontraba. Me había dejado caer por allí tentado por las curvas de una morena de ojos saltones, sonrisa dulce, pechos grandes y conversación amena. Si no menciono la belleza es porque sus encantos no iban por ahí. Entregado como un pasmarote al asedio de un cuerpo veinte años más joven, y con escasas perspectivas de éxito, me acerqué también por ser festivo, porque había acabado el libro de un autor checo de nombre impronunciable, y porque, por supuesto, no tenía mejor sitio adonde ir. Pero una vez convencido de que la ansiada hembra no incluía entre sus planes aguantar a un camándula con intenciones tan espurias como las mías, decidí aprovechar la ocasión para probar el Caíño joven.

En eso estaba, copa en mano, cuando el grupo en el que me encontraba agotó su repertorio y no se le ocurrió mejor cosa que sacar a la palestra la ficción sobre la zona. Ese camino nos llevó enseguida a la novela que recrea la represión falangista a orillas del Miño y en la que yo, como ya he dicho, tengo un papelito. Fue así como, entre patrañas y exageraciones a punta pala, me vi implicado en la charla, y eso que entre los que llevaban la voz cantante en aquel corro ni por asomo se adivinaba ningún orador competente, más bien todo lo contrario.

En esas estaba cuando, con la oreja atenta a lo que se cotilleaba de mí y la mirada clavada en la nuca de una estilosa mujer, y no solo por el elegante vestido negro sobre el que describía ondas una melena de amazona, sino por la refinada presencia en la que sobresalía, entre los labios de carmín, una ligera sonrisa de inteligencia y decoro, me fijé en que un desconocido giraba sus ojos azules para observar mi reacción cada vez que surgían mis hazañas y la hilaridad —la estupidez humana tiene estas cosas— se extendía entre el grupo. Era él, don Manuel.

Así pues, como si tuviera una premonición de lo que iba a suceder, mientras soportaba el banal relato, me centré en mirar de refilón a aquella mujer y a su acompañante, a quien me parecía haber visto más de una vez en los medios de comunicación pero al que no acababa de identificar.

Lo describiré, con su cabellera canosa y su rostro rasurado, como el eterno seductor maduro y bien conservado. Calzaba sandalias de cuero, vestía vaqueros de marca cortados a la altura de los tobillos, fresca camisa de lino blanco y, cómo no, exhibía un enorme Rolex en la muñeca. Se mostraba interesado no solo en el cañón del río Miño que se divisaba tras los cristales o en el aura de la mujer que estaba a su lado, sino en todo lo que se movía por allí, especialmente en lo que de mí se proclamaba. Y ni siquiera cuando el hijo del bodeguero, emocionado como nunca lo había visto, se presentó con la segunda edición de la novela entre las manos y se atrevió a leer, qué digo leer, recitar varios pasajes de mis quehaceres de ficción, el hombre modificó su actitud escrutadora hacia mí.

Sería más tarde, una vez que por mera ignorancia el tema se agotó y pude perderme por la sala en busca de otros escotes y de algún canapé, cuando ocurrió lo que no tenía visos de casualidad: coincidimos en una ventana que recibía la brisa del río.

—Así que tienes espíritu indagador —comentó, sin ni siquiera saludar, al tiempo que apoyaba los codos en el alféizar.

—Un simple solterón entrometido —comenté, sin mirarlo.

—Y taxista a ratos —añadió, recordando lo escu­chad­o.

—Una mera coartada —justifiqué, burlón—. Para tener algo por lo que cotizar y que el fisco no desconfíe.

—Este siempre ha sido un país de defraudadores.

—Desde luego, pero unos más que otros.

A continuación, como dos amantes que no desean mostrar al mundo su tormentosa relación, permanecimos un instante en silencio, admirando el paisaje ribereño. Tras la pausa volvió a hablar:

—¿Y te mueves por todo el país o prefieres quedarte donde estás?

—Digamos que soy culo de mal asiento.

—Lo pregunto por si hay alguna posibilidad de contar con tus servicios.

Me volví y lo miré. Tras las gafas oscuras intuí secretas latencias que, ciertamente, me atraían, pero en ese momento tampoco estaba seguro de que aquel hombre no necesitase un taxista al uso que le librase del jolgorio de la queimada final. Tal vez por eso recuperé mi posición e intervine de nuevo, un tanto rudo:

—Sí, la hay. Pero resulta que a veces tengo la bandera bajada.

Él, como si esperase más verborrea en mi respuesta o como si se contentase con esa disculpa, no abrió la boca.

—Una de esas veces es cuando estoy de fiesta —precisé, suavizando el tono. Y él continuó callado, mirando a lo lejos pero muy atento a mis palabras, por lo que sentí la necesidad de perpetuar la réplica con otro ejemplo, esta vez drástico—: Y la otra cuando no me da por ahí, lo que invalida cualquier pretensión de desconocidos.

Percibí de inmediato una nimia decepción en su ceño. Entonces pensé que yo me había pasado y él no desaprovechaba los silencios.

—¡Qué se le va a hacer! —añadí, en realidad por no estar callado—. La mente humana es así de disconforme.

—Me parece bien —comentó. Y a mí también me pareció bien que obviase lo del taxi, y que además objetase—: Pero dejando a un lado tu desconfianza inicial, lo que yo busco es una persona despierta, sin complicaciones legales y con cierta competencia para realizar una peque­ña investigación privada. Y creo que podrías ser tú.

Dicho lo cual, sacó una tarjeta del bolsillo de su cami­sa. Me la ofreció y dijo, u ordenó, porque con esta gent­e nunca se puede estar seguro:

—Mañana a la una. Si te da por ahí.

Se levantó y caminó con paso firme hacia la salida, donde ya le esperaba la mujer del vestido oscuro. Y yo, tras leer su nombre en la tarjeta, sobria pero de diseño, permanecí en la ventana hasta que los dos aparecieron por el empedrado del patio. Los vi dirigirse al aparcamiento, donde enseguida se les unió un hombre corpulento, rapado, con gafas de sol y pinta de matón, que alargó el encogido brazo para activar la apertura automática de un llamativo BMW aparcado a la sombra de unos cerezos.

Como un caballero a la antigua usanza, el acompañante le abrió la puerta trasera a la mujer. En cuanto ella se metió en el coche, cerró con suavidad, rodeó sin apuros el perlado automóvil y entró por la puerta que el calvo mantenía abierta. Después, mientras yo pensaba en lo bien domesticados que debía de tener a sus secuaces, el asistente ocupó el puesto de conductor, encendió el coche y, tras varios acelerones, se perdió por la pista que serpenteaba entre los viñedos.

Fue entonces, a pesar del incordio de tener que desplazarme al día siguiente a la capital, y mientras cavilaba en la curiosidad que me provocaba el arrimo de personaje tan exclusivo, cuando me atrapó una rara tentación. Pero, de pronto, justo mientras incorporaba sus datos a mi tablet, aparece por detrás la morena de mis desvelos.

Sería la fama que me precede y que se había propagado, o tal vez un oportuno fracaso que la había

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