Pasajeros de la niebla
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En Septiembre de 1930, llega inesperadamente a la ciudad de Lisboa Aleister Crowley. Expulsado de Italia por el mismísimo Mussolini, es una de las figuras más oscuras de su tiempo. Sus detractores lo consideran el hombre más perverso del mundo, y dicen de él que adora al diablo y practica la magia negra entre otras esotéricas aficiones... La excusa de su visita a Portugal: conocer a su secreto correligionario Fernando Pessoa, con quien mantiene correspondencia desde hace tiempo.
El nombre del mago pronto saltará a los titulares de la prensa de la época y a los expedientes policiales: tras acudir a Sintra a jugar una enigmática partida de ajedrez, el ocultista desaparece en el acantilado de la Boca do Inferno dejando tras de sí una críptica nota de suicidio.
Montserrat Rico Góngora
Montserrat Rico Góngora (Barcelona, 1964) es una escritora española de novela histórica. También ha desarrollado una interesante faceta como poeta, así como de colaboradora en distintos medios y revistas.
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Pasajeros de la niebla - Montserrat Rico Góngora
PASAJEROS DE LA NIEBLA
Monserrat Rico Góngora
1.ª edición: marzo, 2014
© 2014 by Montserrat Rico
© Ediciones B, S. A., 2014
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B 8270-2014
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-795-0
Maquetación ebook: Caurina.com
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
A Laura, Javier y José Luis, como siempre
La mayor habilidad del diablo consiste en persuadirnos de que no existe.
BAUDELAIRE
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Primera parte
1
2
3
4
5
6
Segunda parte
7
8
9
10
11
12
Epílogo
Agradecimientos
Primera parte
1
El detective João Lopes se inquietó al mirar el reloj. Había errado en sus cálculos al suponer que Fernando Pessoa acudiría, como de costumbre, a tomar su aguardiente a Martinho da Arcada. Eran las nueve, pero todavía no había aparecido en el establecimiento. Aún podía demorarse media hora más antes de emprender su trabajo en la oficina, pensó, de modo que pidió otro café sin azúcar, lo sorbió de un trago y en un solaz, concedido por el puro aburrimiento, miró tras los ventanales la mañana gris de Lisboa.
Una densa niebla, como surgida de la nada, descendió de pronto sobre Terreiro do Paço y desdibujó los contornos viejos de la aduana, la figura de los limpiabotas y el intrincado camino de los tranvías.
—¡Muchacho! —João Lopes alzó la voz para reclamar la atención de un joven escuálido que servía las mesas—. ¿Sabes si ha de venir hoy Fernando Pessoa?
—¿Fernando qué?
—¡Sí, hombre! —vio oportuno precisar—. ¡Ese escritor con bigote y gafas de concha que se reúne aquí con algunos amigos!
—¡Ah! ¿Se refiere a ese bicho raro que dicen las malas lenguas que es hermafrodita? —Esgrimió una sonrisa maliciosa—. Hace días que no lo veo, y lo lamento de veras porque me pica la curiosidad. Ya sabrá que anda implicado en ese asunto del mago inglés que se suicidó en la Boca do Inferno o al que asesinaron. En la ciudad no se habla de otra cosa.
João Lopes fingió cierta ignorancia.
—¿Mago? Desconocía que hubiera llegado un circo a la región.
—No es un mago de esos que sacan conejos de la chistera. ¡Ya me entiende! Dicen que es un satánico que ha sido expulsado de varios países de Europa. Magia negra, canibalismo ritual..., ¡vaya usted a saber! La verdad sólo la sabe la niebla. —Infundió a sus últimas palabras un tono de extraño misterio mientras perdía la vista en la amplitud de los ventanales.
—Si aparece por aquí, ¿serías tan amable de facilitarle mi teléfono? —Le acercó una tarjeta impresa en letras verdes, algo arrugada y con una mancha de tomate.
—Es la segunda persona que me pide lo mismo esta semana.
João sacó unas monedas del bolsillo para pagar su consumición y en un gesto explícito, a la vez que oportuno, lo invitó a que se quedara con el cambio.
—¿Quién fue el otro?
—Un periodista. Se presentó como Augusto Ferreira. Dicen que fue él quien encontró la pitillera de ese Crowley y la carta manuscrita en que anunciaba su suicidio.
—Te facilitaría algún número de teléfono, supongo... ¿Serías tan amable de dármelo a mí también?
—Sí, por supuesto. Lo apunté en una caja de cerillas, pero a saber dónde la he puesto. —Buscó en algún cajón ubicado bajo el mostrador—. ¡Aquí está! Si no recuerdo mal, dijo que trabajaba para Noticias Ilustrado. Quizá sea éste el número de la redacción. Aunque Ferreira dijo ser amigo de Pessoa, supuso que no llevaría su agenda encima para que lo localizara esa misma mañana. Tenía mucha prisa en hablar con él.
João Lopes transcribió los guarismos en el fino papel de una servilleta, lo guardó en su cartera y salió con paso lento al exterior. Enfundado en una gabardina verde de solapas anchas atravesó la niebla.
El inspector de Scotland Yard Samuel Olin hacía cinco minutos que había llegado al número veintitrés de la Rua Garrett, en el Barrio Alto. Era éste un edificio con el portón carcomido donde algún perro callejero había marcado, a decir por los efluvios, su territorio. Había seguido, en parte, el mismo itinerario que João Lopes después de atravesar la Praça do Rossio y de tomar el elevador de Santa Justa, en el que se entretuvo algo más de lo necesario por saberlo obra de Gustave Eiffel. Samuel Olin miró nuevamente el reloj y lamentó que los portugueses no tuvieran en la misma estima que los ingleses la puntualidad. Parecía un desaire que el detective, con quien se había citado aquella mañana, aún no estuviera en su oficina. Al filo de las diez, João Lopes, se disculpó por su demora, le dio en el hombro a Samuel Olin un golpecito conciliador y lo invitó a subir por una angosta escalera.
La oficina de João Lopes adolecía de la misma incuria que su inquilino. Samuel Olin miró, disimuladamente, las paredes manchadas de humedad, los ceniceros atiborrados de colillas, las papeleras colmadas y el imposible equilibrio del almanaque suspendido en la pared. Entre aquel desorden parecía providencial que su hoja visible consignara con exactitud la fecha: «1 de noviembre de 1930.»
—Usted dirá para qué me ha emplazado en su oficina. —Samuel Olin imprimió a su discurso un tono de urgencia—. Sabe que estoy de paso en esta ciudad. Espero que no me haga perder el tiempo. En unos días regreso a Inglaterra y me quedan muchos cabos sueltos que atar.
—Lo he citado para hablarle de un súbdito inglés, de ese Crowley, pero antes necesito que me conteste a unas preguntas...
Samuel Olin lo interrumpió con brusquedad.
—Creí que las preguntas tenía que responderlas usted. Mi agenda hoy estaba completa y he tenido la delicadeza de prestarle mi atención.
—Inspector Samuel, ¿cree en la magia? —Procuró explicarse mejor—: Me refiero a la magia de lo sobrenatural, no del ilusionismo...
Samuel Olin soltó una carcajada irreverente.
—¿He de creer en ella para continuar esta conversación? Éste es mi trabajo, el que me da de comer, lo que yo crea es asunto mío. De Crowley se ha dicho que es un nacionalista del Sinn Féin, un espía de Estados Unidos, un doble agente alemán. Se le ha expulsado de Francia, de Italia... Se le ha vinculado con la desaparición de niños en Cefalú, en la isla de Sicilia, donde fundó la Abadía de Thelema, pero nada se ha probado hasta hoy. Algo de chalado sí que tiene que estar, no obstante. En Inglaterra lo detuvimos por vender un elixir de la vida que fabricaba con su propio semen.
—¡Qué asco! —João hizo una expresiva mueca de repugnancia.
—Disculpe, señor João, pero si tiene algo importante que decir, ¿por qué no se lo cuenta a la policía portuguesa y no a mí?
—A su debido momento. Usted conoce muchas cosas de Crowley y nosotros apenas ese episodio de la Boca do Inferno, en las inmediaciones de Cascais. Todavía es pronto. No quisiera que nadie me tildara de loco, pero tengo dos fotografías que podrían dar un giro inesperado a la investigación. Cuando sepa todo lo que quiero saber las pondré en sus manos.
—Señor João, no juegue con fuego. Hay aptitudes que pueden ser consideradas como obstrucción a la justicia. No pretenda ser Dios. ¿He de pensar que esas fotografías comprometen a Fernando Pessoa también? Tengo entendido que ese poetilla es excelso, pero raro a rabiar. Denos las fotografías que demuestran la homosexualidad de ambos y habremos zanjado el asunto. ¡Así de fácil! —Siguió elucubrando en voz alta—: «¡El escritor Fernando Pessoa y el mago Aleister Crowley sorprendidos in fraganti!» Ése podría ser otro gran titular de prensa.
—Lamento decirle que las fotografías nada tienen que ver con Pessoa. Le diré más: una es un viejo daguerrotipo que tiene setenta y cinco años y la otra se tomó a Crowley, o a alguien que guarda con él un enorme parecido, el pasado día 21 de septiembre en Sintra, digamos que de forma accidental. Aunque le he de decir con sinceridad que hasta que su rostro no ha llenado las hojas de la prensa no he sido capaz de relacionarlo.
—¿21 de septiembre? Déjeme ver. —Samuel Olin sacó una libreta de apuntes tomados al vuelo en su investigación y los repasó en voz alta—. El 2 de septiembre, Crowley llega a Lisboa en el vapor Alcantara. Lo recibe Fernando Pessoa en el Muelle de la Rocha do Conde de Óbidos. Pernocta en Lisboa en el hotel Europa. El 3 de septiembre, Crowley se traslada a Estoril con su amante miss Hanni Larissa Jaeger y se instalan en el hotel París. —Tragó saliva—. El día 7, Pessoa confirma que vuelve a ver a Crowley en Estoril y el 9 en Lisboa. La noche del 16 miss Jaeger abandona a Crowley en estado de delirio. Se cree perseguida por un mago negro llamado Yorke que quiere asesinarla. El día 18, Crowley denuncia su desaparición ante el segundo comandante de la Policía, el mayor Joaquín Marqués, y se instala, nuevamente, en el hotel Europa de Lisboa. El día 23... —Samuel Olin interrumpió su disertación cuando cayó en la cuenta de que, a modo de apostilla, en el final de la página, había hecho una aclaración—, pero el domingo 21 de septiembre se traslada a Sintra a jugar una partida de ajedrez, según informa el recepcionista del hotel Europa. —Samuel Olin guardó la libreta en el bolsillo—. Debo darle la razón. Crowley estaba en esa fecha en Sintra. ¿Quién se lo dijo?
—¿Qué importa eso? ¿No le parece extraño que un hombre perturbado por la desaparición de su amante se vaya a Sintra a jugar al ajedrez?
—No había reparado en esa consideración. Es usted cuando menos sagaz, aunque jugar al ajedrez tampoco es irse de señoritas, ya me entiende.
—¿En qué punto, señor Olin, está su investigación?
—En alguno que me aconseja volver al principio —lo dijo con derrotismo—. Empiezo a sospechar que no ha habido suicidio ni nada que se le parezca. Lo que embrolla este asunto es, en realidad, la declaración estrafalaria de Pessoa, pero teniendo en cuenta su capacidad de fabulación y su desdoblamiento en tantos autores se puede tomar por otra de sus extravagancias.
—¿Qué ha declarado Pessoa?
—Juró haber visto el día 24 a Crowley dos veces en Lisboa, concretamente, al doblar la esquina del Café La Gare en dirección a la Rua 1.º de Dezembro y, unas horas más tarde, cuando se disponía a entrar en la Tabacalería Inglesa situada en la Praça Duque da Terceira. Hasta aquí todo sería normal si Crowley, aparentemente, no se hubiera suicidado la tarde anterior en la Boca do Inferno. De hecho ese mismo día 23, por la mañana, se despidió del poeta hacia las diez y media en la puerta del Café Arcada y dijo que volvía a Sintra. Como sabe la Boca do Inferno no está demasiado lejos de la población.
—En la carta manuscrita que halló el periodista Ferreira, ¿Crowley consignó la fecha de su suicidio?
—No explícitamente. ¡Ése es otro jeroglífico! Era un mensaje muy críptico que nos ha ayudado a descifrar el propio Pessoa y un esoterista independiente... —creyó necesaria la aclaración—, me refiero a que se mueve lejos de los círculos del escritor. Toda precaución es poca. Cópielo si es de su interés. —Samuel Olin le dictó en voz alta:
Ano 14, Sol em Balança.
L. G. P.
«No puedo vivir sin ti. La otra boca del infierno va a engullirme, aunque no será tan cálida como la tuya.»
Hisos!
Tu.
Li.
Yu.
—Deme una pista, inspector. —Esperó impaciente que le descifrara el mensaje.
—Lo más importante parece ser ese «Sol em Balança». A las dieciocho horas y treinta y seis minutos del día 23 de septiembre, coincidiendo con el equinoccio de otoño, el sol entró en la constelación zodiacal de Libra, representada siempre con una balanza. Si se suicidó, lo que está por ver, posiblemente lo hizo a esa hora. En cuanto al mensaje es una mera declaración de intenciones para remorder la conciencia de miss Jaeger que lo había abandonado unos días antes. Tu Li Yu es el nombre del sabio chino, nacido hace cinco mil años, del que Crowley, entre otros, dice haberse reencarnado. El resto aún no lo hemos codificado satisfactoriamente. Todo parece muy enigmático, pero en honor a la verdad, señor Lopes, la Policía internacional nos acaba de confirmar que Aleister Crowley pasó de Vilar Formoso a España el mismo día 23. Si obviamos la declaración de Pessoa el asunto ya estaría resuelto.
—Pero el mago no ha aparecido y hay suficientes indicios de que se suicidó, señor Olin. —Le recordó lo evidente.
—De lo que hay suficientes indicios es de que todo esto es una maldita burla y de que alguien tendrá que pagar las consecuencias. La justicia tiene un precio. No sé si sabe que ese periodista que halló la pitillera es, casualmente, amigo de Pessoa. ¿No le parece todo una extraña coincidencia? Transgredir las reglas vende. Crowley está arruinado desde la quiebra de su editora Mandrake Press. ¡Está claro! Crowley tenía más amigos en Lisboa de los que yo había supuesto al principio, ¡hasta los tiene en Sintra, como me ha advertido!
—Usted, como casi todos, ve el asunto con una simplicidad racional, pero en él hay un meollo oscuro y verdaderamente enigmático. Lo crea o no, en Sintra siempre transitan los mismos espectros, una y otra vez. Vienen como pasajeros de la niebla, como augures de una tragedia. —João logró inquietar al inspector de Scotland Yard.
—Ha conseguido intrigarme. ¿Qué cliente paga sus servicios?
—Nadie. En estos momentos investigo por mi cuenta y riesgo, o, dicho de otro modo, por la necesidad de resolver viejas historias familiares que me espolean la vigilia y el sueño. ¿Y si le dijera que no es la primera vez que Crowley ha estado en Sintra, que ya lo hizo hace setenta y cinco años, en las mismas fechas, con pautas semejantes?
Samuel Olin rompió en otra carcajada irreverente y respondió:
—¡Pero bueno! ¿De qué me habla? No me dirá que estamos ante otro conde de Saint Germain que aparece y desaparece en la historia tocado, acaso, por el don de la inmortalidad. Sea sensato. Crowley sólo tiene cincuenta y cinco años, sus cábalas no cuadran, aunque bien mirado podría pasar por un siglo —sonrió irónicamente—; el sexo, el alcohol y las drogas disipan mucho.
—Disculpe, inspector Olin si lo he molestado. —João le acercó el sombrero y el abrigo y dio por zanjada la conversación—. Lamento de veras que todo cuanto le he dicho no merezca su crédito.
—Compréndame. Yo acostumbro a enfrentarme a cosas más mundanas: robos, adulterios, tráfico de armas y alcohol. En Inglaterra hay un importante comercio clandestino con Estados Unidos desde que en ese país entró en vigor la Ley seca. Las bandas de malhechores se han multiplicado desde que estalló la crisis de Wall Street. Los magnates que no se han suicidado malviven con la gentuza de siempre. Estamos desbordados. Y de pronto, llego a Portugal y me invita a enfrentarme a un fantasma. Si, al menos, me ofreciera algo más concreto. —La mirada de Samuel Olin se humanizó—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Es posible que busque en los archivos de Scotland Yard cualquier pista sobre Malaquías King, que vivió en Inglaterra hacia 1854 o 1855 y, presumiblemente, aun dos décadas antes?
—Tenemos mucho material compilado desde 1829, año en que se reorganizó el cuerpo y se instaló en las dependencias de la plaza Whitehall. Todo aquel material está ahora en Victoria Embankment mucho mejor organizado pero aun así será un rastreo minucioso. ¿Quién fue ese Malaquías King y qué relación guarda con el caso Crowley?
—El mismo que asestó un golpe mortal a mi abuelo Servando Ovadía, aunque nunca se probó. Un testigo presencial del suceso fue mi tío Nuno Brandoa que entonces tenía sólo seis años. La impresión le hizo perder el habla y se sumió en un silencio inmutable hasta... —Mantuvo una intriga intencionada.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta el pasado 21 de septiembre en que reconoció en Sintra a Aleister Crowley como el asesino de su padre.
—¿Demencia senil?
—¡Me habla de demencia senil! —gritó indignado—. ¿No entiende la importancia de los hechos? Nuno Brandoa recupera el habla con ochenta y un años para clamar justicia y en su juicio eso sólo es demencia senil. Yo diría, señor Olin, que es un aura de lucidez milagrosa.
—Hagamos un trato: usted me permite entrevistar a su tío, me explica algo de esa historia familiar que nos permita establecer vínculos coherentes, procura infiltrarse en los círculos intelectuales lisboetas para saber qué han maquinado Pessoa y ese Augusto Ferreira, y yo, a cambio, me comprometo a llamar a Londres y pido a mi ayudante que consulte en los archivos del Cuerpo desde 1829 hasta 1860. ¿Está conforme?
—¡Conforme! Si le parece, mañana domingo, podemos ir a Sintra a visitar a mi tío.
2
Samuel Olin tuvo la insólita impresión de que en Sintra el tiempo, en una suerte de milagro o maldición, se había detenido. Quizá le habría causado la misma un contacto idílico con la campiña inglesa de haberla frecuentado, pero, a sus cuarenta y dos años, apenas había salido de Londres y sus suburbios.
La niebla pertinaz de noviembre se retiró un instante de la colina en cuya cima se asentaba el Palacio da Pena, y de aquella otra en que aparecía el desguarnecido Castelo dos Mouros como apéndice inseparable de un espolón rocoso. Sus vestigios aún recordaban los tiempos turbulentos de la Reconquista, cuando en la península Ibérica se disputaba cada palmo de tierra al infiel. Sintra había sido tomada entonces de sus manos definitivamente por el rey Alfonso Henriques, quien se la ofreció luego para su protección y custodia, a perpetuidad, a la poderosa y recién constituida Orden del Temple. Tras la disolución de ésta, en 1312, el rey Dinis había logrado refundarla bajo la advocación de Orden Militar de Cristo. Él reclamó sus bienes al papa Clemente V cuando ya los había transferido a la Orden de los Hospitalarios en una perversa maniobra política.
El último tramo del ascenso discurrió entre senderos sinuosos y polvorientos, ceñidos por muros de piedra enlucidos de arenisca desvalida. Sólo en el centro de la población y sus inmediaciones el adoquín había dado una medida de dignidad al camino.
La Quinta das Tartarugas estaba en una suave elevación desde la que se dominaba el mar en los días despejados. La había mandado construir casi un siglo antes Servando Ovadía para tener una visión privilegiada del estuario del Tajo, donde otrora penetraron las naves llegadas de Oriente, los galeones del Brasil y los faluchos subversivos de los liberales para alcanzar el corazón de la ciudad lisboeta. También por el estuario del Tajo había partido el rey Sebastián camino de Marruecos antes de desaparecer en la batalla de Alcazarquivir,* dejando los destinos lusitanos en manos del rey Felipe II de España, y el navegante Vasco de Gama camino de las Indias por la ruta inédita que iba a obligarle a circunnavegar África.
De aquella mansión que el patriarca había mandado construir, después de enriquecerse con el comercio de ultramar, apenas quedaba el ala sur de la misma, la que desde sus miradores había ayudado a reinventar las viejas epopeyas mirando el sol de la tarde. La familia hacía dos décadas que había habilitado las dependencias del viejo cocherón, sumida en la ruina, pero reacia a vender al gobierno de la República Portuguesa sus recuerdos, o a los muchos magnates que querían emular la liberalidad de Augusto Carvalho Monteiro, que en las fechas de la debacle económica ya había iniciado la construcción suntuosa de Quinta da Regaleira.
Lo único que prevalecía de los tiempos del fundador eran las tortugas —que habían asignado un nombre a sus dominios domésticos—. Posiblemente dos o tres centenares descendientes de la pareja de galápagos, procedentes de Creta, que el padre de Thomas Murphy había regalado como presente de bodas a Servando Ovadía Betancor y Teresa de Mello Brandoa.¹ Ahora dormían su letargo otoñal en las guaridas, perdidas entre la maleza que rodeaba la vieja mansión, o bien bajo los cañizos de las tomateras y las coles en el huerto minúsculo, pero feraz, que procuraba algún sustento a la familia.
La incólume ala sur conservaba su tejadillo apuntado a cuatro aguas, sobre el que una veleta en forma de luna en cuarto creciente aún desafiaba a los vientos, acaso como adecuada reminiscencia al Monte Sagrado de Sintra o de la Luna, rodeado de arcanos desde tiempos remotos.
—¡Esto tendríamos que desescombrarlo! —dijo João Lopes a Samuel Olin—. Las piedras acaban siendo una pesada losa para que escapen los espíritus hacia su descanso eterno.
Samuel Olin asintió con la cabeza, pero esta vez, como tantas, no lo hizo por cortesía, sino porque quedó estremecido por la montaña de escombros entre los cuales aún era posible apreciar el gusto de sus antiguos moradores, como si el tiempo sólo hubiera sido un percance fugaz y
